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Chile, tiempos interesantes
(a 40 años del Golpe Militar)

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Chile, tiempos interesantes (a 40 años del Golpe Militar) / Eduardo Sabrovsky

Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2013,


1a ed., 256 pág.

Dewey : 320.983
Cutter : S211
Colección: Pensamiento Contemporáneo

Materias: Chile Política y Gobierno 1970


Chile, Historia, golpe de Estado 1973
Filósofos chilenos

15,5cm x 23 cm

Chile, tiempos interesantes


(a 40 años del Golpe Militar)
Eduardo Sabrovsky

Primera edición Ediciones Universidad Diego Portales, 2013.


© Eduardo Sabrovsky, 2013
© Ediciones Universidad Diego Portales, 2013

Inscripción Registro de Propiedad Intelectual N° 231.483


ISBN 978-956-314-229-7

Universidad Diego Portales


Dirección de Publicaciones
Teléfono: (56 2) 26762136
Av. Manuel Rodríguez Sur 415
Santiago – Chile
http://www.ediciones.udp.cl/

Edición: Adán Méndez


Diseño: Juan Guillermo Tejeda + TesisDG
Diagramación: Miguel Naranjo Ríos
Imagen de portada: Ilustración basada en el original Suprematismo con ocho
rectángulos rojos ©Kazimir Malevich, 1915.

Impreso en Chile por Salesianos Impresores S. A.

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Chile, tiempos interesantes
(a 40 años del Golpe Militar)
Eduardo Sabrovsky

COLECCIÓN PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

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Índice

Prólogo 13
Agradecimientos 25

Chile, tiempos interesantes (a 40 años del Golpe Militar) 31

1. Universidades privadas: usos y abusos 33


2. Gratuidad universitaria: ¿financiando a la industria? 40
3. La Universidad “de Chile” 44
4. Los límites del laicismo y la misión pública de la universidad 49
5. El filósofo más peligroso del Oeste 57
6. Educación, Transición, Constitución 64
7. El perverso juego de la Constitución del 80
(o: para leer a Jaime Guzmán) 76
8. El asesinato de Jaime Guzmán y el “lado B” de la transición 83
9. ¿Diversidad o conflicto? 89
10. “Qué preferí’, que te pegue un balazo o un palo”
(Estado de derecho, lado B) 95
11. El malestar en el liberalismo 101
12. Encuestas: la plaga de las fantasías 108
13. They say you want a revolution…
(¡vuelta al más áspero de los terrenos!) 114
14. “Vamos a decir que No” 125
15. “La metafísica fundamenta una era” (Martin Heidegger) 132
16. Universidad “de la excelencia” 135
17. Política cultural, meritocracia, poder 146
18. Descartes en la Araucanía (un experimento mental) 155

Georg Lukács: por una moral sin cuentas 165

Apéndice: Textos de Georg Lukács 219


El bolchevismo como problema moral (1918) 221
Táctica y Ética (1919) 233

Bibliografía 247

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“Solo puede juzgar sobre historia
el que en sí mismo ha experimentado historia”.
Goethe, Máximas.

“Ojalá vivas en tiempos interesantes”.


Antigua maldición china.

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A la memoria de Jorge Klein Pipper, “Vanzetti”, militante del
Partido Comunista detenido el 11 de septiembre de 1973 en La
Moneda y ejecutado el 13 de septiembre en el Fuerte Arteaga.

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Prólogo

Entre 1970 y 1986 milité en el Partido Comunista de Chile.


Por entonces aprendí algo no menor: en la política real de
los revolucionarios –es decir, en aquella que se plantea seria-
mente la cuestión del poder– las discusiones más abstrusas,
en rigor metafísicas o teológicas, son precisamente aquellas
más concretas: poner en duda la epistemología “realista”
del marxismo-leninismo era, de inmediato, hacer tambalear
al gran hermano, la URSS (si la hostia no es el cuerpo de
Cristo, sino solo su símbolo, el poder de Roma peligra). Y es
que “la metafísica fundamenta una era” (Heidegger 1996,
63); “es la expresión más intensa y clara de una época”
(Schmitt 1998, 44). No es de extrañar entonces que quienes
aspiran a fundar un nuevo orden y, por tanto, a deponer el
orden vigente, vayan a parar a ese “terreno helado […] donde
falta la fricción” (Wittgenstein en Investigaciones Filosóficas,
§107). Pero se puede llegar a esas zonas inhóspitas con o sin
el equipamiento necesario. El segundo parece haber sido el
caso del marxismo, en su vertiente “real”, cuyo progresismo,
hegeliano o simplemente positivista, tendió a bloquear su
comprensión de los alcances y peligros de su empresa.
Mejor equipados para comprender la relación entre política

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y metafísica estuvieron algunos pensadores pertenecientes
al llamado “conservadurismo revolucionario” de la Alema-
nia de las primeras décadas del siglo XX, como los citados
Heidegger y Schmitt; quizás, conjeturo, fue su común raíz
católica la que permitió a estos “pensadores negros de la
burguesía”1 entender, desde un comienzo, que en la meta-
física, particularmente en aquella que, por su compromiso
con una entidad política –Iglesia, Partido– recibe el nombre
de “teología”, el pensamiento que se ocupa de las últimas
cosas y la política convergen intensamente.
Por cierto, mucho ha sucedido desde los años de militancia
que evoco. A partir de los atentados a las Torres Gemelas
en Nueva York el 2001, la noción de “teología política”, pro-
puesta a comienzos de los años 20 del siglo pasado por el ya
mencionado Carl Schmitt –de infame memoria, agrego–2

1 La expresión es de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, en su


Dialéctica de la Ilustración. Estos, dicen, refiriéndose específicamente
a Sade y Nietzsche, pero la lista bien puede ampliarse, “no han
pretendido que la razón formalística tuviera una relación más estrecha
con la moral que con la inmoralidad. Mientras que los escritores
luminosos cubrían, negándolo, el vínculo indisoluble entre razón y
delito, entre sociedad burguesa y dominio, aquellos expresaban sin
miramientos la verdad desconcertante” (Horkheimer y Adorno 1994,
162).
2 En 1933 Schmitt adhirió al nacional-socialismo, el mismo que había
propuesto proscribir durante la República de Weimar, en 1929; en
1936 cayó en desgracia y se retiró de la política a la vida privada.
Complejidades de la historia, de las cuales, por razones de fondo,
nadie que pretenda hacer política en serio se libra. De hecho, se
podría hacer un paralelo entre la figura de Schmitt y la del filósofo
marxista Georg Lukács. En 1918, en un texto que traduzco y comento
al final de este libro (“El bolchevismo como problema moral”), Lukács
reflexiona sobre la naturaleza de una opción que, por esos días, está
considerando tomar (la de ingresar al Partido Comunista, al cual de
hecho ingresó, y jamás abandonó, aun a costa del max-weberiano
“sacrificio de la inteligencia” que sus recurrentes retractaciones

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adquirió inesperada actualidad, en relación no solamente
con la irrupción del Islam como actor político-mediático
sino, más profundamente, con la constatación de que a la
hora de pensar la política no bastan –sobran, incluso– las
teorías por entonces en boga, que, partiendo por postular un
cierto ideal –de racionalidad, de justicia, de validez– luego
miden y juzgan, desde tan elevado sitial, la siempre defi-
ciente facticidad. Y tampoco basta el pensamiento de matriz
hegeliana: este, si bien ofrece sumergirnos en el lodazal
de la historia (experimentar, como dice por ahí Hegel, “el
Viernes Santo del Espíritu”), se cuida, alquimia filosófica
mediante, de pre-higienizar tan repulsiva materia, haciendo
de ella aséptica “negatividad”. Negatividad que, entendida
en clave dialéctica, no sería sino una “astucia de la razón”
que permitiría asegurar que el mundo moderno no sería el
resultado de una fractura histórica, sino la necesaria reali-
zación de algo –el espíritu universal– ya presente desde el
momento mismo en que el ser humano se encontró con
el mundo sensible. Lo teológico-político, en cambio, es en
su núcleo el pensamiento de la singularidad, de la decisión
como discontinuidad, corte; de la excepción que funda la
norma, aunque haya de ser “olvidada” en ella.
Tomar en cuenta estas complejidades, tanto en lo que
concierne a la historia política chilena reciente como a la
que constituye su suelo –la Transición, la Unidad Popular,
el Chile de la “vieja República”, la misma Guerra Fría y sus
orígenes– es el objetivo de este libro. En él he procurado
combinar mi experiencia de entonces con mis intereses

ponen en evidencia). Y plantea tal opción, precisamente, en términos


teológico-políticos: “credo quia absurdum est”, “creo porque es
absurdo”, la frase de los primeros cristianos que se suele atribuir a
Tertuliano (Weber la atribuye a Agustín de Hipona).

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intelectuales de hoy. Así, la primera parte del libro está com-
puesta, a la manera de un collage, por dieciocho crónicas-
ensayo más bien breves, algunas de las cuales han tenido
su origen en columnas que he venido publicando desde
fines del año 2010 en el diario digital El Mostrador, medio
que muy generosamente me permite publicar textos que,
tanto por su extensión como por su contenido, difícilmente
tendrían cabida en medios convencionales. En ellas hago
una lectura de la actualidad que abarca tanto el movimiento
estudiantil del 2011 y la interrogante sobre la universidad,
así como el carácter de la “transición a la democracia” y
la Constitución del 80; también me remonto a la Unidad
Popular y al ancien régime de la República de Chile, y abordo
la cuestión de los movimientos sociales –su politicidad, sus
perspectivas– a la luz de la experiencia, a mi entender cru-
cial, del leninismo, de los socialismos reales.
En la segunda parte abordo un segmento de la memoria
histórica de Chile cuyo restablecimiento, con las compleji-
dades no solo intelectuales sino afectivas y también morales
que entraña, estimo crucial para el presente. Se trata del
conflicto político llevado a su máximo nivel de intensidad
–la lucha por el poder del Estado, nada más y nada menos–
que la izquierda chilena, particularmente en los años de la
Unidad Popular, instaló en el supuestamente plácido viejo
orden de la nación chilena, el mismo que la “sensibilidad de
izquierda” en tiempos actuales suele idealizar y recordar con
nostalgia. Asunto delicado, porque cualquier mención a él
suele ser descalificada como justificación del Golpe Militar
y de la brutal represión que le sucedió: como justificación
de lo que se suele llamar “empate moral” entre la dictadura
y sus víctimas.

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Mi propósito es cuestionar esta versión, que sin mayor
análisis contrapone política revolucionaria y moral. Para
ello recurro a dos textos del célebre Georg Lukács, que ade-
más incluyo como Apéndice al final de este libro. Se trata de
“El bolchevismo como problema moral” y “Táctica y ética”,
escritos por Lukács en el momento prístino de la revolución
bolchevique –es decir, antes de que, por razones en parte
pertenecientes al ámbito de la misma estrategia política, la
misma izquierda, Lukács incluido, optase por levantar un
tupido velo sobre el asunto. Me han parecido útiles, porque
permiten entender que la moral –y esto particularmente
para los revolucionarios; en Chile, a mucho honor, los
hubo– no es una cuestión de empates ni de cuentas, sino
que concierne primordialmente a la conciencia del indivi-
duo: este, si no quiere trasvestirse de mera pieza de una
maquinaria ciega, debe asumir él mismo la responsabili-
dad por acciones que desbordan la norma, la normalidad.
Por cierto, soy también un convencido de que el tiempo de
las revoluciones anticapitalistas pertenece al pasado. Pero
si bien este es un convencimiento intelectual apoyado en
sólidas razones, no constituye arrepentimiento. Mi gene-
ración es quizás la última que, más allá de la mera auto-
rrealización personal, de la aventura juvenil, se planteó con
responsabilidad y sentido estratégico el desencadenamiento
de un cambio social radical. A muchos se les fue la vida en
ello. Pero aunque la guerra se haya perdido, o incluso lo
haya estado de antemano, no es posible relegarla al olvido.
Y recordarla consiste, entre otras cosas, en aceptar que no
hubo allí solo víctimas, sino también combatientes.
Restablecer esta memoria e interrogar a fondo las relacio-
nes entre política revolucionaria y moral me parece, como
lo he dicho, crucial para el presente: para que las buenas

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razones que hoy se esgrimen no den lugar a nuevos mons-
truos. El movimiento estudiantil, los nuevos movimientos
sociales surgidos en los años recientes han tenido, entre
otras cosas, el mérito de instalar una discusión de fondo
respecto al Chile de la Transición, su historia, sus límites,
sus fundamentos; pero esta discusión no está completa si la
memoria del conflicto político –memoria compleja, amarga,
heroica– que en parte dio origen a este Chile, se reprime
con el objeto de obtener una dudosa victoria moral. Dudosa,
entre otras cosas, porque se basa en la internalización del
liberalismo globalizado de nuestros días en lo que tiene, no
de fáctico, sino de normativo, es decir, hegemónico: el uni-
versalismo de los DD.HH. al cual la izquierda se vio forzada
a apelar en momentos difíciles, elevado ahora a la categoría
de un nuevo “motor de la historia”. Por cierto, esta inter-
nalización puede ser, a estas alturas, inevitable: “lo más
que podríamos esperar”, como dice la filósofa norteameri-
cana Wendy Brown en un texto que también comento más
adelante. Pero su carácter inevitable no debiera inhibir la
reflexión en torno al núcleo político-intelectual del cual el
aparente minimalismo de los DD.HH. es el portador.
Las movilizaciones han hecho surgir una suerte de joven
izquierda que parece, una vez más, querer tomar, como
alguna vez se ha dicho, “el cielo por asalto”. Hasta dónde
esta izquierda se plantea en términos realmente políticos,
o si se trata más bien de un fenómeno generacional y esté-
tico, de “estetización de la política”; hasta dónde las subje-
tividades que ella canaliza no son, más bien, una expresión
del mismo liberalismo globalizado de nuestro tiempo –del
pathos antiautoritario que paradójicamente sirve de vehí-
culo a su implantación soberana– son preguntas recurren-
tes en estos textos. Pues hay en esta joven izquierda una

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suerte de adánica inocencia respecto a lo que fue, hasta
1989 (el año de la caída del Muro de Berlín), la experiencia
de los revolucionarios del siglo XX; como si las peripecias
de la revolución, sus glorias y miserias, hubiesen pertene-
cido a otro mundo. Y de alguna manera es así, en la medida
en que 1989 constituye un punto de quiebre. Pues con el
Muro se desploma todo el dispositivo político-intelectual
de la izquierda; y lo que queda de esta subsiste al costo de
una amnesia, de una denegación de la experiencia que blo-
quea su intelección en profundidad y favorece la inocencia
y la adulación de la juventud. Por cierto ella, tal como ha
sido comprendida por el mundo moderno, parece una y
otra vez llamada a reinventar el mundo. Pero la juventud es
una enfermedad que pasa pronto: pronto llega el momento
de enfrentar el peso gravitatorio de la realidad, el desgaste
inexorable que provoca su roce; el modo como esa reali-
dad desvía y deforma, a veces hasta lo irreconocible, lo que
parece ser el recto camino de las utopías, los ideales.
La realidad a la que me refiero es la realidad de lo polí-
tico, del poder y la violencia que constituyen su “medio”;
también la de su neutralización bajo la forma de una hege-
monía, de una economía del poder que desarma a los con-
trincantes y les ofrece la paz al interior de un “Estado de
derecho”. Lo que tanto el desnudo ejercicio del poder como
las formas que asume esta economía tienen en común es el
trazado de límites, la operación que comúnmente se asocia
a la autoridad: no todo es posible.
La denegación de la experiencia de la izquierda afecta
principalmente a esta dimensión: parece imposible –¿pero
cuál es aquí la autoridad que lo determina?– mirar de frente
lo que fueron los socialismos, llamados “reales” en tanto
corrieron el riesgo de hacerse efectivamente con el poder,

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y de ejercer la autoridad, la facultad de trazar límites. Por
cierto, parte de la izquierda, y muy particularmente su ala
intelectual, guardó reservas respecto al ejercicio del poder
en la URSS y demás “socialismos reales”. A menudo estas
reservas tuvieron que ver con los excesos; con el carácter
totalitario que este ejercicio tendió a asumir y al cual la com-
ponente utópica del marxismo parecía radicalmente contra-
puesta. Pero la cuestión aquí es más compleja, porque la
utopía de una sociedad sin Estado, y del socialismo como
una fase de transición a la sociedad comunista autorregu-
lada, fue precisamente aquello que, en los socialismos rea-
les, legitimó el ejercicio totalitario del poder: en el asalto al
cielo, todo está permitido. La componente utópica, al blo-
quear la comprensión de la realidad del poder, hizo posible
su ejercicio despótico; el desgarro ante la diferencia insalva-
ble entre utopía y realidad no atenúa la violencia, sino que
la desata: el Inquisidor es aquel personaje que, habiendo
perdido la fe, encubre su pérdida mediante la minuciosa
búsqueda de traidores y herejes: la posibilidad de hacerlo
lo eleva paradójicamente al sitial de verdadero creyente:
para que yo sea fiel, todos han de ser potenciales traidores.
Más aún: la fe seguirá siendo verdadera mientras pueda ser
traicionada.
Por cierto, la izquierda no ha estado sola en negar la
realidad del poder. Particularmente durante la Guerra Fría,
la propaganda del “mundo libre” se centró en presentarlo
como un mundo sin límites: el poderoso Leviatán que está
en la base del liberalismo se vistió de un ropaje “liberta-
rio” –ya tendré oportunidad de referirme a este apelativo, en
relación a Milton Friedman– con lo cual se propagó, a nivel
tanto de la alta cultura como de la industria cultural, una
ideología para la cual toda autoridad es a priori ilegítima. Si

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algo enseña el idilio de Friedman con la dictadura chilena
es que la ideología libertaria opera –así parece haber sido en
la “democracia de masas” que Jaime Guzmán anticipó para
Chile– como contraparte, reflejo invertido de un autorita-
rismo que se legitima anunciando su extinción. Pero más
allá de ello es posible afirmar que, sea en este giro libertario
del “mundo libre”, sea en la vertiente utópica del marxismo,
se anticipa, se fragua la deslegitimación de la autoridad que
impregna al mundo contemporáneo en todos sus niveles,
desde la familia, pasando por la escuela e incluyendo la
política y el Estado. Una deslegitimación que, enfrentada a
la realidad del poder, no puede sino generar, a su manera,
efectos inquisitoriales como los que expuse más arriba, y
que se hacen presentes en la crispación que crecientemente
adquiere el debate público; crispación que caracteriza tam-
bién a la peculiar “política-antipolítica” que tienden a desa-
rrollar los “movimientos sociales” de hoy. Y que es, por otra
parte, el caldo de cultivo en el cual se terminan por incubar
los autoritarismos más extremos: lo reprimido, la realidad
del poder, tiende a retornar violenta, vengativamente.
En su libro La conjura, a cuya valiosa información acerca
del período de la Unidad Popular he recurrido, Mónica
González rescata el rol del CENOP (Centro de Estudios de
la Opinión Pública), el grupo de jóvenes intelectuales, en
su mayoría venidos de las Ciencias Sociales, al que Salva-
dor Allende recurrió para contar con información confiable
respecto a lo que verdaderamente estaba sucediendo en el
país. Y los integrantes del CENOP supieron cumplir con
ese rol sin contemplaciones, lo que los llevó a establecer,
con Allende, una relación de gran franqueza y confianza:
fueron, como Allende los llamaba, su “GAP intelectual”.
En su libro, González registra una conversación entre

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Salvador Allende y el Dr. Jorge Klein (Vanzetti), integrante
del CENOP, el 20 de agosto de 1973:
Frente a la propuesta de los integrantes del CENOP de
llamar a retiro a los militares golpistas (Ruiz Danyau, Are-
llano, Bonilla Carvajal y Merino); volver a incorporar a las
FF.AA. al gabinete, y negociar con la DC, Allende dice:
“No tengo fuerzas para hacer lo que proponen”. Y Klein
con su boina puesta y una actitud físicamente indolente, le
dijo sacándose la boina: “¿Sabe, doctor, por qué tiene que
hacerlo? Porque en una semana más va a venir Leigh a La
Moneda y le va a decir: ‘doctor Allende, porque usted ya no
va a ser Presidente, tiene un avión para salir con su familia
del país’”. Allende: “No diga huevadas, Vanzetti” (González
2000, 235).
Dedico este libro a la memoria de este Vanzetti, Jorge
Klein Pipper. Jorge, Georges, había nacido en Francia en
1945 donde sus padres, judíos franceses, habían logrado
sobrevivir casi milagrosamente bajo la ocupación nazi. La
familia Klein-Pipper llegó a Chile a instancias de familiares
en los años 50: ironías de la historia, la idea fue trasladarse
a un país donde nada de lo sucedido en Europa pudiese
repetirse. Mi madre conoció a sus padres por intermedio
de una compañera de trabajo y amiga. Y así, durante un
período significativo de mi pubertad y de mi adolescencia
Jorge, quien con toda naturalidad, sin una pizca de sober-
bia, tenía éxito en todo (buen estudiante, gran lector, el
mejor de su promoción en el Instituto Nacional, deportista,
precozmente triunfador en cuestiones amatorias), fue mi
modelo, la versión mejorada de mí mismo. Mientras estu-
diaba Medicina en la Universidad de Chile, Jorge se acercó
a la izquierda: primero al Partido Socialista, luego militó
en el Partido Comunista. Y así, como militante, me lo solía

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encontrar en concentraciones y actos del Partido; de alguna
manera, su convicción confirmaba la mía. Esta historia pro-
sigue en los archivos de los detenidos desaparecidos. Jorge,
quien integraba el CENOP, fue detenido el 11 de septiembre
en La Moneda, llevado al Regimiento Tacna y finalmente, tal
como la justicia después de décadas lo ha logrado estable-
cer, ejecutado sumariamente en el llamado Fuerte Arteaga,
al norte de Santiago.
Imposible saber qué habría pensado Jorge de este libro;
tampoco pretendo que su sacrificio avale mis discutibles
tesis. Quiero pensar, sin embargo, que a él le habría gus-
tado ser recordado como un militante, un combatiente, no
como una víctima. Pues es esa la figura que vino inespe-
radamente a mi encuentro desde las páginas del libro de
Mónica González. Y me hizo evocar toda la emoción de una
época, desde el precoz horror ante el exterminio judío hasta
el duro aprendizaje de la militancia política; desde los jue-
gos de la adolescencia –Jorge amaba los trenes eléctricos–
hasta la pasión por el conocimiento y el rigor intelectual.
Se cuenta que Karl Liebknecht, alto dirigente del Partido
Comunista alemán, asesinado en 1919, alguna vez habría
dicho: “Somos muertos que estamos de vacaciones”.
De vuelta de vacaciones nos vemos, querido Jorge.

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Agradecimientos

Este libro se empezó a gestar en la segunda parte del año


2011, a partir de un sentimiento de urgencia y de respon-
sabilidad –personal, generacional– ante hechos que, a la
manera de un movimiento sísmico, estaban poniendo de
manifiesto las grietas, la rigidez y correlativa fragilidad de
esa construcción política que ha sido la llamada “transición
a la democracia” en Chile. Como lo argumento más ade-
lante, es difícil sostener que las cosas pudiesen haber sido
diferentes. Pues, para seguir con la metáfora constructiva,
se estaba edificando sobre terreno movedizo: el sedimento,
los desechos de una historia que abarca no solo los 40 inte-
resantes años en los que de preferencia me concentro, sino
la historia de Chile en su totalidad. Como intelectual, y tam-
bién como testigo consciente y participante del período que
va de fines de la “revolución en libertad” de Eduardo Frei
Montalva hasta nuestros días, desde ese momento consi-
deré imposible dejar de intervenir en el debate al que esta
historia finalmente ha dado lugar.
Durante esa segunda mitad del 2011 me encontraba,
en calidad de investigador visitante, en la Universidad de
Princeton. Esto gracias a un año sabático que se prolongó

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hasta julio del 2012, otorgado por la institución que hace ya
década y media alberga e incentiva mi trabajo académico, la
Universidad Diego Portales. Si bien el proyecto inicial del
sabático –escribir un libro sobre literatura y política– está
aún en proceso, espero no haber abusado del valioso tiempo
que se me otorgó al invertirlo en parte a la reflexión acerca
de cuestiones que me comprometen moral e intelectual-
mente. Vaya mi agradecimiento a la Universidad, a la comu-
nidad académica entera que ha sido capaz de desarrollar un
proyecto académico en muchos sentidos ejemplar. En par-
ticular, mi reconocimiento a Carlos Peña González, rector
de la Universidad, quien ha sido y es un valioso interlocutor
intelectual, un permanente estímulo a mi trabajo como pen-
sador y ensayista. También a la comunidad de académicos y
estudiantes que forman el Instituto de Humanidades de la
Universidad. Se confirma allí lo que alguna vez Jorge Luis
Borges observó en “El escritor argentino y la tradición”: “[…]
que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y […] que
tenemos derecho a ella”. Más concretamente, en el caso de
este libro, se confirma que juzgar acerca de estos “tiempos
interesantes” requiere llamar a comparecer a testigos veni-
dos de lugares alguna vez geográfica y culturalmente remo-
tos, pero a los cuales tanto la globalización ya anticipada por
Marx en el Manifiesto Comunista como su expresión polí-
tica de izquierda –el “internacionalismo proletario”– nos
aproximó: Hungría (Georg Lukács); Alemania (Immanuel
Kant, Max Weber, Carl Schmitt, Walter Benjamin); Rusia
(Vladímir Ilich Uliánov, “Lenin”, Fiodor Dostoievski). Y un
largo etcétera.
Claudia Aravena Abughosh me ha acompañado en esta
aventura del cuerpo y el espíritu, aportando no solo corres-
pondido amor, sino también aguda inteligencia y espíritu

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crítico. 19 University Place N°1, nuestro hogar en Princeton;
las jornadas de trabajo en Firestone Library, los atardeceres
vistos desde sus ventanales y la rara emoción de estar en
medio de esa gigantesca memoria del universo hecha de
millones de libros; los almuerzos en los comedores estu-
diantiles del Wilson College, así como la constante presen-
cia del maravilloso campus de Princeton; todo ello es parte
importante de nuestra memoria compartida.
Agradezco especialmente a Eduardo Cadava, quien gestó
mi estadía en la Universidad de Princeton y quien junto
a su pareja, Liana Theodoratou, helenista y Profesora de
Lenguas Clásicas en NYU, nos otorgó allí su permanente
apoyo y afecto. Eduardo es un destacado pensador quien,
desde hace ya un par de décadas, desarrolla su polifacética
actividad intelectual en Princeton. Con Eduardo tenemos
a nuestro haber más de una década de contacto epistolar,
iniciado a propósito del interés que despertó en mí su ya
clásico libro sobre Walter Benjamin, Words of Light: Theses
on the Photography of History. Después de un par de intentos
frustrados de su parte por venir a Chile (el segundo de ellos,
con ocasión del lanzamiento de la traducción al castellano
de ese libro, publicada aquí por Palinodia), recién pudimos
encontrarnos y confirmar presencialmente nuestra amistad
en el año 2010, con ocasión de un Seminario sobre Walter
Benjamin del cual, a nombre del Instituto de Humanidades
de la UDP, fui organizador.
Agradezco asimismo a Gabriela Nouzeilles, Chair del
Departament of Spanish and Portuguese Languages and
Culture, departamento al que fui asignado como investiga-
dor visitante. Más allá de sus múltiples y exigentes tareas,
Gabriela supo ser una amable y acogedora anfitriona no sola-
mente en términos académicos, sino también personales.

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De hecho, gracias a ella y a su familia, Claudia y yo disfruta-
mos de nuestra primera cena de la muy tradicional festivi-
dad de Thanksgiving, en la que el tradicional pavo asado por
cierto no faltó.
Poner al pensamiento filosófico a trabajar, como lo he
intentado hacer en este libro, no se reduce a la aplicación de
conocimientos ya asimilados con anterioridad. Por el con-
trario, y así ha sido esta experiencia, el intento por enten-
der a fondo las complejidades de la realidad, en este caso
la realidad de la política chilena de las últimas décadas,
impone las más altas exigencias de rigor y responsabilidad
intelectual. Estas exigencias me han llevado a re-examinar
lo que ya creía sabido, y a combinar este re-examen con un
intenso trabajo de ampliación de mi horizonte intelectual.
Si bien este libro, con sus incursiones en la historia y en la
actualidad, puede no caer estrictamente en los marcos de lo
que hoy se entiende por “trabajo académico” –dejo abierta la
pregunta–, lo cierto es que para mí constituye un resultado
inseparable de mi trabajo como académico e investigador.
Particularmente, la concepción de lo político que atraviesa
todo el libro ha sido elaborada en el marco del Proyecto de
Investigación “El arte de gobernar: paradojas de la autoridad
y la autoría”3 que en la actualidad desarrollo, como Inves-
tigador Responsable, con el apoyo del Fondo Nacional de
Investigación Científica y Tecnológica, institución a la cual
también doy mis agradecimientos.
Algunas de las reflexiones contenidas en este libro fueron
publicadas, en una primera versión y a modo de columnas,
en el diario electrónico El Mostrador, medio al cual agradezco
por su disposición a dar espacio a un género que, quizás,

3 Fondecyt, Proyecto 1110088, años 2011 a 2013.

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habría que denominar crónica-ensayo, el cual en la prensa
escrita actual solo raramente existe. En particular mi agra-
decimiento a su director Mirko Macari quien, entre otras
cosas, ha tenido la paciencia de aceptar no solamente mis
textos, sino también algunas intempestivas correcciones.
El libro, por razones ya explicadas suficientemente,
incluye como Apéndice dos breves textos del filósofo y mili-
tante Georg Lukács. El primero de ellos, “El bolchevismo
como problema moral” aparece en una traducción hecha
por mí de su versión en lengua inglesa, la cual, después de
varias décadas durante las cuales el texto estuvo fuera del
alcance de los lectores de este lado del mundo –fue escrito
originalmente en húngaro, y es poco probable que el Lukács
ya maduro haya querido volver sobre él– fue publicado en
1977 por una prestigiosa revista académica, Social Research,
a cuyos editores expreso también mis agradecimientos
por haber dado el pase necesario para esta traducción. En
cuanto al segundo de los textos, “Táctica y ética”, fue tradu-
cido al castellano y publicado, en conjunto con otros textos
de Lukács del período 1919-1929, el año 2005 por una edito-
rial bonaerense desafortunadamente desaparecida, El cielo
por asalto. Agradezco a su traductor, el Dr. Miguel Vedda,
académico de la Universidad de Buenos Aires, por su gene-
rosidad al haberme entregado su traducción y haberme con-
cedido la autorización para publicarla.
Finalmente, agradezco a Alex Choquemamani, en la
actualidad tesista del Magíster en Pensamiento Contem-
poráneo de la Universidad Diego Portales, quien hizo una
exhaustiva revisión de la bibliografía utilizada en el libro.

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Chile, tiempos interesantes
(a 40 años del Golpe Militar)

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1. Universidades privadas: usos y abusos

El movimiento estudiantil, surgido el año 2011 en las uni-


versidades pertenecientes al Consejo de Rectores, y al cual
se sumaron académicos y autoridades, puso en evidencia
algo que estaba a la vista y que, sin embargo, los chilenos
nos negábamos a ver. El escándalo de la educación en Chile:
colegios municipalizados que reciben un financiamiento
miserable; particulares subvencionados que maximizan sus
utilidades estrujando a los profesores con cuarenta y más
horas de trabajo en aula. Y universidades, perfectamente
acreditadas –en toda su historia, la Comisión Nacional de
Acreditación solo ha rechazado a tres instituciones–, en las
cuales, mediante figuras como las inmobiliarias y otras,
accionistas pueden retirar capital y utilidades; ser compra-
das y vendidas. En las cuales los alumnos al ingresar deben
firmar una renuncia a su legítimo derecho a asociación; o
que prácticamente carecen de profesores contratados, y recu-
rren a un proletariado del conocimiento (profesores-taxi) al
cual solo pagan honorarios (nada para previsión social; nada
para salud); al que, en algunos casos, contabilizan solo las
horas efectivamente dictadas, sin admitir excepción: si un
día te tocaba clase, y hubo terremoto, fiesta nacional, paro

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del transporte, lo que sea, no se te paga, y punto. Y todo esto
frente a la mirada benévola de las autoridades.
Difícil creer en las propuestas que se han sucedido, mediante
las cuales el gobierno de Sebastián Piñera pareció querer
corregir estas y otras situaciones (como la del crédito “con
aval del estado”; o el hecho de que Chile sea el país que, en el
mundo, gasta la menor proporción de su PIB en educación
superior). Pero, más allá de la evaluación de las políticas
de gobierno, aquí no puede haber borrón y cuenta nueva:
la ciudadanía tiene derecho a saber quién lucró indebida-
mente, quién explotó a los docentes, quién negó a los estu-
diantes sus derechos, quién concedió la acreditación (con
los beneficios reales y simbólicos que ella implica) a univer-
sidades que lo son solo de nombre. Y un largo etcétera.
En el caso de las universidades, y con certera razón, gran
parte del debate, y de la justa ira ciudadana, se ha centrado
en la cuestión del lucro. Pues todas las irregularidades lista-
das parcialmente más arriba (desde las inmobiliarias y los
profesores-taxi hasta el temor a la organización estudiantil)
convergen, precisamente, en este punto: de lo que se ha tra-
tado aquí, para buena parte de las universidades privadas
surgidas de la Ley Orgánica de Universidades de 1981, ha
sido de optimizar sus utilidades, manteniendo el mínimo
imprescindible de fachada universitaria para continuar en
el negocio.
A diferencia del Director Ejecutivo del Centro de Estu-
dios Públicos, Arturo Fontaine, think tank liberal del cual
proviene, el ministro de Educación Harald Beyer4 –asu-

4 Mientras reviso estas páginas poco antes de entregarlas al editor,


Acusación Constitucional mediante, Beyer es destituido de su cargo
por el parlamento. Si bien los fundamentos de la acusación son
reconocidamente débiles, debe reconocerse en ella el intento de

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mió el cargo a fines del 2011– no parece tener problema en
admitir “universidades” con fines de lucro que reciban fon-
dos públicos bajo, por ejemplo, la figura de créditos o becas
con financiamiento del estado. Pero, una vez que el lucro
con aporte público deja de ser subrepticio, se torna abierta-
mente ilegítimo: tanto como si, por ejemplo, un particular
pretendiese abrir una tienda contando con el Estado como
proveedor de poder de compra para sus clientes.
Una ilegitimidad tan flagrante difícilmente podrá sobre-
vivir a la protesta ciudadana, sea la de hoy o la de mañana.
Pero, desaparecidos el abuso (ab-uso) de la educación supe-
rior privada, ¿cuál es su uso?
Es difícil saber si el abuso fue o no parte del diseño ori-
ginal que se plasmó en Ley Orgánica de Universidades del
81 y en sus modificaciones posteriores. Lo más probable es
que lo haya sido: es decir, que la idea de abrir nuevos mer-
cados para los capitales privados no haya estado ausente en
absoluto de la “mente del legislador”. Pero, en el intertanto,
las universidades llamadas “privadas” concentran más de la
mitad de la matrícula de la educación superior. Y, por otra
parte, un puñado de ellas muestran una clara orientación
hacia lo público (por eso, escribo “privadas”: la dicotomía
privado/público, donde “público” es igual a “estatal”, es de
discutible validez). Es decir, las Ues “privadas” no van a
desaparecer: más bien, al cerrarse los resquicios que hacen

una parte de los actores políticos –la Concertación– por salir del
encapsulamiento que la transición impuso; por buscar un nexo con
la calle que permita encauzar sus demandas por una vía político-
institucional. De otra manera, esas demandas se transforman en
un resentimiento sordo; o bien, en el caldo de cultivo de aventuras
políticas que, tarde o temprano, terminan en desastres cuyo peso cae
sobre los sectores populares.

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posible el lucro, su legitimidad –lo que más arriba he deno-
minado su “uso”– no podrá sino consolidarse.
Con ello –y contra lo que muchos de los manifestantes
del 2011 o del 2012 piensen o hayan podido pensar: así de
irónica es la historia– lo que estaría consolidándose en Chile
sería un elemento más de una sociedad liberal. No hay que
olvidar que la Modernidad tiene sus raíces en la Reforma
protestante. A la autoridad de la institución religiosa medie-
val, fundada en el auto-conferido privilegio de interpretar
la Escritura y traducirla en términos de normas morales y
políticas de cuya autoridad nadie en principio se podía sus-
traer, la Reforma opuso la certeza subjetiva: la conciencia
del individuo como último árbitro en cuestiones de fe y, por
extensión, en todo tipo de cuestiones.
Por cierto, el establecimiento de un espacio de conviven-
cia política con aparente prescindencia de una fe dominante
(aparente, porque sí hay, como lo señalaré más adelante,
una “religión de los modernos”, cuya integración al ritual
cotidiano de la vida moderna invisibiliza: el laicismo) solo
es posible en la medida en que exista un poder central que
monopolice la fuerza, desarmando a los contrincantes. Y
que, además, cuente con una herramienta (la ley, el dere-
cho) capaz de resolver los conflictos de manera puramente
formal, abstracta (es decir, no atendiendo al contenido de las
posiciones en pugna, sino solo a su acomodo a las formas).
De esta manera, toda fe sustantiva queda excluida del espa-
cio público, y confinada más bien a la conciencia individual,
o al espacio privado de una congregación que comparte una
creencia. Aquí, y esto es fundamental, la vieja religión, que
antes abarcaba y normaba la totalidad de la vida, se trans-
forma en mera “creencia”.

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La lógica que acabo de describir es la de los estados
modernos, que surgen como resultado de las guerras de reli-
gión que se extendieron por más de un siglo (1525 a 1648) y
que tuvieron como resultado una de las mayores carnicerías
en la historia de la humanidad (en Alemania, según algu-
nas estimaciones, el 30% de la población fue masacrado; en
Bohemia –la actual República Checa– la cifra pudo elevarse
al 50%; Francia e Inglaterra tampoco lo hicieron mal). De
paso, se configura así un cuadro de alternativas difícil de
eludir: o la guerra de todos contra todos, o el estado liberal
moderno; o, en contraposición al formalismo bajo el cual
la substancia de dicho estado se encubre, la dictadura (del
Proletariado, del Partido, del Volk) que intenta ponerse a la
altura de esta substancia removiendo sus veladuras forma-
les, es decir, suspendiendo el derecho.
De cualquier manera, el proceso de neutralización, de
conversión de la fe en creencia privatizada no tiene por qué
detenerse en la religión. Poco a poco va abarcando otros
ámbitos. Como el de las convicciones políticas: en política,
tal como lo supo entender Max Weber, la “ética de la res-
ponsabilidad” (una ética formalista, que se concentra, no
en la substancia de las convicciones, sino en la previsión,
científicamente respaldada, de los resultados y los riesgos)
va desplazando a la “ética de la convicción”: estas, las convic-
ciones, quedan crecientemente confinadas a la interioridad,
de la cual emergen solo en situaciones límite. La interio-
ridad pasa a ser, por así decirlo, el sumidero al cual van a
dar las convicciones; de ahí el malestar, lado B de la vida
moderna.
Las universidades estatales y laicas han parecido ser,
durante un largo período, el espacio pluralista por excelen-
cia donde se produce este proceso de neutralización: donde

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todas las convicciones pueden ser expresadas, exploradas y
contrastadas, sin restricción, y sin que nadie por ello ponga
en juego su vida. Este espacio ha tenido una finalidad for-
mativa: la formación, precisamente, de sujetos ilustrados,
racionales, tolerantes (domesticados, también se diría);
capaces de actuar, en el espacio público, de acuerdo a la
racionalidad formal. Y también la de producción de cono-
cimiento: de ese conocimiento comunicable, contrasta-
ble racionalmente, que las sociedades liberales modernas
requieren.
Ahora bien. Es dudoso, a estas alturas, que esta función
neutralizadora (y pública, en la medida en que, precisa-
mente, la neutralización hace posible lo público moderno)
pueda ser ejercida exclusivamente desde el estado. De
hecho, las universidades privadas han tenido presencia en
la educación superior chilena desde hace a lo menos un
siglo. Y si bien su surgimiento se explica, en casi todos los
casos, por razones de aislamiento geográfico o de regiona-
lismo, hay también un aporte a la diversidad (como en el
caso de las universidades católicas) que merece atención.
En principio, por cierto, esta diversidad entraña el riesgo
de una “ghettoización” de la sociedad, a la cual son procli-
ves las clases adineradas o las confesiones religiosas: estas
últimas se resisten a que su fe, sometida al poder corro-
sivo de la razón moderna, se transforme en mera creencia,
y se atrincheran. Así, en Chile tenemos hoy universidades
del Opus Dei y de los Legionarios de Cristo; también del
Partido Comunista y organizaciones afines; también hay
universidades “de la cota mil”, cuyos estudiantes, en por-
centajes cercanos al 80%, provienen de estratos sociales de
altos ingresos. Sin desestimar este peligro, es posible que,
al menos en el caso de las universidades confesionales/

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ideológicas (respecto a las otras, habrá que ver), opere una
dialéctica que las universidades católicas tradicionales de
alguna manera ya han experimentado. En efecto, en virtud
de la propia dinámica de la universidad moderna, al deseo
y la necesidad de sus académicos y estudiantes de salir del
ghetto y de incorporarse a las redes globalizadas de produc-
ción y circulación del conocimiento, su integrismo debiera
tender a la disolución, transformándose suavemente en una
creencia más. De operar esta dialéctica, la ghettoización no
sería sino un paso en la dialéctica que, para bien y para mal,
transformando verdades sustantivas en creencias, consolida
la amada/odiada sociedad liberal.
Lo mismo se puede decir de las universidades privadas,
depuradas del estigma del lucro. Es decir, si alguien pensó
que oponiéndose al lucro en la educación iba contra los fun-
damentos del liberalismo, se equivocó medio a medio.

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2. Gratuidad universitaria:
¿financiando a la industria?

¿Debe ser gratuita la educación superior? Sí, pero… Y, más


allá de los argumentos sobre su repercusión en la distri-
bución del ingreso, ¿es “progresista” la idea de universidad
gratuita para todos? Definitivamente no.
Me explico. Salvo excepciones que siempre existen, y
contrariamente a lo que se suele afirmar, el crecimiento
explosivo de la educación superior carece en Chile de todo
efecto democratizador. En efecto, somos un país que tiene
la peor distribución del ingreso de la OCDE, y en el cual
la creciente segregación urbana se traduce en segregación
educativa (los ricos, a buenos colegios del Barrio Alto; los
pobres, a la mala y empobrecida educación municipal o a
la, en general, sospechosa educación particular subvencio-
nada). De ahí que el capital cultural se reproduzca, nada
de esto es novedad, siguiendo la línea de la mayor riqueza.
Y, cuando en este contexto se propicia un sistema de “edu-
cación superior” de baja selectividad, capaz de absorber a
buena parte de los egresados de una (en promedio) pésima
enseñanza media, el resultado no puede ser sino una reduc-
ción alarmante de los estándares de la educación univer-
sitaria, la cual se ve forzada a destinar buena parte de sus

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recursos, de su capital humano e intelectual, a remediar lo
que a esas alturas de la vida es, en general, ya irremediable.
La masificación del sistema universitario suele ser cele-
brada como un logro revolucionario del capitalismo acadé-
mico: ya no habría élites; el pueblo al fin habría profanado
las torres de marfil. Lo que esta interpretación escamotea
es que las élites se siguen reproduciendo, pero por fuera
de la “industria universitaria”: ciertas universidades priva-
das, especialmente “de la cota mil”; ciertas facultades de alta
selectividad académica de las universidades del CRUCH, o
directamente, en instituciones del Hemisferio Norte. La ley
de Universidades de comienzos de los ’80 debe ser vista
bajo esta óptica. Si bien permitió diversificar el sistema
universitario incorporando a unas pocas instituciones que
sí merecen el nombre de universidades, otra cosa parece
haber estado en la “mente del legislador”: la constitución,
mediante bajos y vulnerables estándares de acreditación,
de una industria universitaria aparentemente democratiza-
dora, pero que en realidad vende un mal producto y tiene sus
ingresos asegurados por la angustia de las familias, dispues-
tas a comprar cualquier cosa que huela a movilidad social.
El costo ha sido que las buenas universidades chilenas, atra-
padas en inútiles discusiones sobre el carácter socialmente
discriminador de sus pruebas de admisión (inevitable, dado
que capital cultural y riqueza están altamente correlaciona-
dos), han ido siendo forzadas a “remediar”, en vez de man-
tener estándares de exigencia acordes con una misión que
sí sería profundamente democratizadora: dado que no hay
mundo político alguno sin élites, la misión de formar a una
élite democrática, que no se limite meramente a reproducir
la diferenciación social.

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Por cierto, para que algo así tenga sentido deben suceder
otras cosas. En primer lugar, reforma tributaria mediante,
el aumento significativo de recursos para la enseñanza pre-
básica, básica, media y técnica. Fin de la selectividad en esos
niveles. Fin del lucro, que lleva a que los sostenedores se
preocupen más de aumentar sus utilidades (vía reducción
de costos) que de mejorar la calidad de la educación. En
última instancia, si somos serios al respecto, mitigación
de la escandalosa segregación urbana, de modo que ricos y
pobres puedan ir a los mismos colegios e instituciones.
En segundo lugar, contracción del sistema universitario,
vía muy exigentes procedimientos de acreditación. Ahuyen-
tar a las industrias académicas, evitando el retiro, trucho
o legal, de excedentes. Y, una vez logrado esto, gratuidad
universal condicionada estrictamente al rendimiento aca-
démico. Universal, porque más allá de los interminables
debates que se concentran solo en efectos redistributivos,
hay algo no-medible y fundamental: la dependencia econó-
mica de las familias (de los “apoderados”: la palabra lo dice
todo), producto de la educación superior pagada, se traduce
en falta de independencia y de rigor intelectual; en la infan-
tilización de los jóvenes, sea cual sea su origen social. El
paso a la universidad debiera, en cambio, ser el momento
de quiebre con la tutela familiar: el paso a la edad adulta. Y
eso necesitamos: una élite adulta, desligada del peso de las
familias.
¿Es posible algo de esto? Difícil. Así como vamos, es
posible más bien avizorar un escenario en el cual la “pri-
marización” de la política, sumada a la demanda de la calle
por gratuidad para la enseñanza superior, generen efectos
totalmente opuestos. Me explico. Más allá de quizás bue-
nas, pero cándidas intenciones, el efecto principal de las

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primarias no será amortiguar el perverso efecto del binomi-
nal –la deslegitimación de la actividad y de la élite política–
sino, por el contrario, profundizarlo, al impedir que los
partidos se constituyan en torno a “ideas-fuerza” y decisio-
nes. En efecto, con las primarias transformadas en pócima
y dogma, todo aquello que alguna vez fue la substancia de
lo político queda sujeto a mayorías ocasionales; los parti-
dos, que ya han perdido gran parte de su legitimidad y lide-
razgo, terminarán por transformarse en meros agregados
de intereses (de los intereses de quienes sean “motivados”,
es decir, literal o publicitariamente acarreados a votar). En
el caso de la gratuidad de la educación superior, se tiene a
un millón de votantes inscritos automáticamente que, por
muy entendibles razones, la demandan. En este escenario,
el resultado de tanto fervor y lucha será, en suma, que la
industria universitaria ya no dependerá de las inciertas ren-
tas de las familias: ahora el estado mismo les asegurará la
clientela y el pago puntual de las cuotas.
Los dirigentes políticos, los mismos dirigentes estudian-
tiles, debieran probar su liderazgo diciéndole con franqueza
a la calle que no, que no habrá gratuidad sin condiciones
para todos, porque no es legítimo ni democrático subven-
cionar un gigantesco negociado. ¿Lo harán?

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3. La Universidad “de Chile”

Es comprensible que los académicos de la Universidad de


Chile defiendan su institución. No obstante, el apasiona-
miento los lleva a veces a dejar de lado la reflexión acerca
de los cambios en las condiciones materiales de producción
y circulación del conocimiento y cómo estos inciden en las
instituciones universitarias.
La Universidad “de Chile” (no son muchas las universi-
dades en el mundo que llevan el nombre de un país) tuvo,
desde su origen, una misión nacional, holística, no cuan-
tificable. “Todas las sendas en que se propone dirigir las
investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alum-
nos, convergen a un centro: la patria”, decía Andrés Bello
en su discurso de instalación. Y en efecto, a través de ella,
una élite ilustrada, cuyos méritos no es posible desconocer,
construye un país. El caso de la implantación en Chile de
las ingenierías como profesiones universitarias, que ocu-
rre solo en las primeras décadas del siglo XX con la Fun-
dación de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de
Chile, es sintomático. Hasta entonces los ingenieros eran
técnicos, cuya formación era eminentemente práctica. No
había demanda, socialmente medible, de ingenieros con

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título universitario. La élite ilustrada, presente tanto en la
Universidad como el Estado, previendo la necesidad futura
de ingenieros con formación superior, hace entonces una
maniobra no menor: crea tanto la oferta como la demanda,
haciendo imprescindible el título de ingeniero para desem-
peñar una serie de cargos públicos.5
Una universidad concebida así, al servicio de la patria,
no puede sobrevivir más allá de las condiciones que le die-
ron origen: el predominio de los Estados nacionales. En la
medida en que estos últimos se debilitan, este modelo de
Universidad deja paso a la “Universidad de la excelencia”,
cuyo principio rector es (y no podría ser de otra manera) la
cuantificación, los resultados de alguna manera “objetiva-
mente” medibles.
La creciente globalización, que debilita los Estados nacio-
nales, es sin duda el resultado de poderosas fuerzas eco-
nómicas. Pero su impulso también proviene del interior
mismo de la “alta cultura”, que tiene en la universidad su
sede. De hecho, al menos desde Nietzsche en adelante, la
alta cultura sabe (y no puede olvidarlo) que las celestes pre-
tensiones de la Razón no son sino máscaras de muy terre-
nales voluntades de poder. Los llamados “hermeneutas de
la sospecha”, el propio Nietzsche, Freud, Marx y todos sus
seguidores (¿y quién hoy, a su manera, no lo es?), modulan
este mensaje de diferentes maneras; finalmente, esta “ver-
dad” pasa al terreno de la cultura de masas, bajo la forma de
una serie de TV como Los Simpson. El resultado es el adveni-
miento de una sociedad regida normativamente, ya no por
los valores de la Ilustración, sino por un “poder de seduc-
ción”, asociado a la TV y los medios. El público sometido a

5 Ver Sol Serrano, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX.

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este poder sabe (aunque el fútbol pretenda precariamente
hacérselo olvidar) que las prerrogativas y oropeles de los
Estados nacionales son meras ficciones. “Nadie es un héroe
para su valet de chambre”, solía repetir Hegel, imaginando
tal vez a Napoleón en calzoncillos. Y el público en cues-
tión (o sea: nosotros mismos) lo sabe: sabe que el Capitán
Prat podría haber sido homosexual, que don Diego Portales
tuvo aficiones prostibularias, etc. Sabe, además, y esto no
es menor, que, no obstante su fachada bien iluminada, el
Estado posee inevitablemente un sótano. A partir de allí, y
antes de toda evidencia, el público propende a considerar
que la profesión de la política es corrupta en sí misma; el
periodismo investigativo cierra el círculo, proporcionando
la evidencia de que ello, efectivamente, es así.
Este proceso corroe el núcleo simbólico de los Estados
nacionales; privándolos de legitimidad, abre camino a la
globalización neo-liberal. En este contexto, las universida-
des “nacionales”, más allá de su estatuto legal, pasan en
rigor a ser todas instituciones privadas, auto-referidas, que
deben regirse por criterios internos de productividad. El
término excelencia, con su vacuidad (¿excelencia en qué?)
cumple perfectamente con esta función: en el fondo, tiende
a homogeneizar rendimientos de índole diferente (pedagó-
gicos, investigativos, administrativos) bajo un solo patrón
cuantitativo que los hace medibles y comparables. Para que
esto ocurra, la elaboración de indicadores es imprescindible:
son ellos los que intentan traducir las viejas diferencias cua-
litativas en cantidades medibles.
De hecho, el establecimiento de indicadores “objetivos”
de medición del trabajo académico fue, más allá del anecdo-
tario político, uno de los motores de la reforma del 68 en la
Universidad de Chile, al menos en las facultades dedicadas

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a las ciencias duras y la tecnología. Allí, el movimiento de
reforma tuvo como protagonistas a un grupo de jóvenes
doctores, incipientemente globalizados, graduados en pres-
tigiosas universidades: en implícita oposición a la idea de
una “universidad de Chile”, exigían el establecimiento de
una “universidad de la excelencia”, con carrera académica,
predominio de la investigación y medición según indicado-
res “objetivos”, que hicieran además posible su inserción en
las comunidades especializadas del saber que conforman
el sistema de producción y circulación global del conoci-
miento. La Reforma en Chile puede ser entendida enton-
ces como el enfrentamiento entre tres grupos, dos de ellos
conceptualmente conservadores. En efecto, tanto los defen-
sores del status quo como la izquierda, que exige “una uni-
versidad para el pueblo”, siguen fijados al viejo y ya agotado
paradigma de la universidad de Bello; para bien y para mal,
el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doc-
tores, a pesar de que sus propuestas hayan pasado más bien
desapercibidas en ese momento, opacadas por la algarabía
política reinante.
Hacia allá también apunta la democratización de la elec-
ción de autoridades, que la Reforma consagró. Más allá de
toda superstición democrática, en virtud de la cual los inte-
reses de una mayoría cualquiera coincidirían, como por arte
de magia, con los de la “patria” de Bello, tal democratiza-
ción, por el contrario, opera en el sentido de autonomizar,
de separar a las comunidades académicas de los intereses
del Estado-nación, legitimando por el contrario su inser-
ción en las redes de producción y circulación de un saber
fragmentado (especializado) y globalizado. No es casual, en
este sentido, que en las “patrias socialistas” (las que hubo,
las escasas que aún hay) la democratización del gobierno

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universitario haya sido rápidamente sustituida por una
férrea centralización estatal. Ello al costo de disociar a las
instituciones del sistema internacional de la ciencia y de
producir monstruosidades, como la biología “marxista” de
Lysenko, en la URSS de los años 30.
Hace más de una década, el pensador canadiense Bill
Readings caracterizó esta situación –la hegemonía del
modelo de la universidad de la excelencia– como “la uni-
versidad en ruinas” (The University in Ruins, Harvard Uni-
versity Press, 1996). Según Readings, habitar entre ruinas
incluso no estaría tan mal. Pero es preciso hacerse cargo de
esa realidad, en vez de tender un tupido velo, de palabras
altisonantes, pero ya vacías, sobre el asunto.

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4. Los límites del laicismo
y la misión pública de la universidad

En noviembre del 2012 el gobierno dio a conocer una


propuesta, a ser debatida en el parlamento, sobre finan-
ciamiento a las universidades. En palabras del entonces
ministro Harald Beyer, se trataría de lograr “que estudian-
tes que tienen similares condiciones económicas reciban
igual apoyo” (La Tercera, 16/11/2012). La propuesta, que no
distingue entre estudiantes de universidades estatales y pri-
vadas, recibió críticas tanto de representantes del Consejo
de Rectores (el CRUCH, donde, en todo caso, hay un revol-
tijo de universidades “tradicionales”, tanto estatales como
privadas) como de dirigentes estudiantiles. En la misma
publicación que comento se recogían las declaraciones
del entonces recientemente electo presidente de la FECH,
Andrés Fielbaum: “Las universidades estatales deben reci-
bir un trato especial, porque no están sesgadas por procesos
ideológicos ni empresariales”. Me propongo ahora analizar
esta aseveración.
Por cierto, a Fielbaum le asistía toda la razón en cuanto
a los sesgos empresariales. El ministro Beyer y el gobierno
de la Alianza demostraron reiteradamente no estar dis-
puestos a distinguir entre las universidades privadas que

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efectivamente cumplen con la ley (es decir, no retiran uti-
lidades) y aquellas que mediante resquicios ya bien conoci-
dos la violan (en esto, la Universidad de Mar, SEK y Pedro
de Valdivia son meros chivos expiatorios). Y por cálculo
político –el único Dios que, al final del día, la derecha chi-
lena venera– tampoco se arriesgan a transparentar la situa-
ción: es decir, a legalizar el lucro, lo que permitiría al menos
ejercer alguna regulación, y distinguir entre universidades
que lucran y aquellas que no lo hacen. En suma, el “igua-
litarismo” con que se vendió el proyecto parecía más bien
una cortina de humo para ocultar otra cosa: el subsidio a la
demanda de servicios impartidos por empresas educacio-
nales (es decir, que se rigen principalmente por criterios de
mercado) y que, más encima, operan violando la ley.
Pero la segunda parte del argumento de Fielbaum es dis-
cutible, precisamente, en términos de aquello de lo cual la
universidad como institución se precia, es decir, el pensar.
Habría que partir por intentar entender qué quiere decir, en
este contexto, “sesgo ideológico”. Sin entrar en conceptuali-
zaciones eruditas (que universitariamente, en todo caso, sí
habría que hacer), entiendo que el presidente de la FECH
quiso decir que las universidades estatales, por su laicismo,
constituirían una suerte de cancha pareja, donde todas las
ideas se podrían debatir. Todas, claro, menos la misma idea
de laicismo. Porque, así sigue este argumento, el laicismo
no sería en rigor una idea dotada de contenido sustantivo
(como sí lo son las religiones), sino solo un procedimiento
formal, como un arbitraje.
Esta idea, no está de más saberlo, es de índole liberal.
Así lo entendió, por ejemplo, el movimiento estudiantil de
los años 60 en Chile: por ello, no se trataba entonces de
una universidad laica, sino de una universidad “al servicio

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del pueblo”. Más a fondo, la idea de que la verdad no es
neutra, sino partidaria, es esencial para la epistemología
proveniente de Marx. Contemporáneamente, por ejemplo,
el filósofo Slavoj Žižek (más sobre él a continuación), con-
notado exponente de lo que ahora se denomina “hipótesis
comunista” (un “humanismo estalinista”, como dice en su
In Defense of Lost Causes), afirma sin ambigüedades este
carácter “partidista” de la verdad (“pues la verdad es parcial,
accesible solo cuando se toma partido, y no menos univer-
sal por ello”, escribe en First as Tragedy, Then as Farce).
Žižek es un filósofo respetado en los medios académicos.
Lo que está diciendo, y no con malos argumentos, es que
el laicismo académico sería una ideología. Es decir, que no
sería un mero procedimiento, una cancha pareja, sino que
estaría dotado de un contenido substancial; que al interior de
él ciertas ideas serían posibles y otras no. Pero el solo hecho
de que su pensamiento circule como si nada (¡y vaya que
circula!) en los medios académicos muestra que no ha dado
en el blanco: la ideología del laicismo académico, que Žižek
quisiera poner en observación, no está asociada a la distin-
ción comunismo/capitalismo, sino a algo mucho más pro-
fundo, que comunismo y capitalismo comparten. Además,
lo digo de paso, aunque sus ideas se presenten como pro-
fundamente políticas, son inservibles para la práctica polí-
tica. Tanto es así que los académicos que defienden, desde
la izquierda, el privilegio de la universidad estatal vuelven
al viejo argumento del laicismo. Por cierto, podría suceder
que algunos lo hagan solo como táctica. Mala cosa, porque
entonces sus estudiantes (los de la Escuela de Ingeniería,
por solo poner un ejemplo, donde Fielbaum es un distin-
guido estudiante) quedarían automáticamente convertidos

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en soldados de una causa de cuya comprensión profunda
quedan privados.
Pero el carácter “ideológico” –en el sentido de sesgo,
de contenido no fundado racionalmente– del laicismo se
encuentra alojado en el núcleo más profundo del mundo
moderno. Este núcleo posee un contenido metafísico, cos-
mológico incluso: el desencantamiento del mundo, en
virtud del cual, entre otras cosas, las explicaciones de los
fenómenos en base a causas finales son desalojadas de la
ciencia. Para ello fue necesario llegar a concebir el universo,
no ya como un cosmos –un conjunto de formas, jerárqui-
camente ordenadas– sino, en lo fundamental, como regido
por el azar. Esta transformación profunda tiene una base
política: para socavar el dispositivo de saber-poder del
mundo medieval –su eje, la religión institucionalizada– el
llamado “nominalismo” de la Alta Edad Media y luego la
Reforma protestante debieron instalar una carga explosiva
de alto poder en el punto neurálgico del debate teológico. Es
decir, invocar la omnipotencia divina para hacer de la Crea-
ción, no ya un orden “a la medida” de la razón humana (un
Dios tal, así sigue el argumento, no sería sino un constructo
humano, un ídolo), sino un caos, opaco a la razón. Esta opa-
cidad hace posible la moderna empresa de la ciencia y la téc-
nica, expresión por excelencia de una “voluntad de orden”
que se despliega, y solo puede desplegarse, cuando el uni-
verso ha dejado de ser un orden de formas que tienden a
un fin absoluto, el bien supremo, Dios. Es decir, solo una
vez que este dispositivo de saber-poder se ha venido abajo,
se abren las compuertas que posibilitan que los rasgos fun-
damentales del mundo moderno se desplieguen: la libertad
del individuo, ya no sometido a una moral y a una política

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supuestamente provenientes de “lo alto”; la empresa tecno-
científica; el mercado; el Estado liberal.
El Estado liberal: cuando ya nadie se pudo arrogar el pri-
vilegio de traducir, ni la trama de la Creación, ni la Escri-
tura, en términos de un orden moral y político, la guerra
de todos contra todos se puso a la orden del día. Desar-
mar a los contrincantes requiere de un soberano; un Dios
Mortal, en la elocuente expresión de Thomas Hobbes. La
soberanía moderna ofrece mantener la paz al costo de la
neutralización de toda fe substantiva: se puede en princi-
pio creer cualquier cosa, siempre que esa creencia no pre-
tenda hegemonizar a las demás. Esta neutralización opera
primeramente en el terreno religioso: la fe se transforma en
creencia privatizada. Pero no tiene por qué detenerse allí;
finalmente, después de un proceso de siglos, las conviccio-
nes políticas enfrentan el mismo destino. Las convicciones,
así lo entendió Max Weber, tienen su lugar en el corazón
o en los templos; la política, en cambio, es el terreno de la
responsabilidad, es decir, del cálculo.
Las universidades modernas son una pieza fundamental
en este proceso de laicización, de “neutralizaciones y despo-
litizaciones”, como Carl Schmitt lo llamó. En ellas se puede
proponer, desarrollar, debatir (casi) cualquier idea, siempre
y cuando se cumplan ciertos requisitos formales, que las
comunidades académicas, crecientemente especializadas,
establecen y administran. Los académicos debaten, pero
rara vez se van a las manos. Incluso, a título de erudita con-
servación de una tradición, la vieja metafísica, las religio-
nes, pasan a ser materias de estudio.
¿Todo es posible entonces, al interior de los claustros aca-
démicos? Casi. No prosperaría la carrera académica de quien
pretendiese explicar algún fenómeno como el resultado de

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un milagro. Tampoco prosperaría quien pretendiese desa-
rrollar argumentos para demostrar la existencia de Dios, o
argumentar, en el terreno moral o político, a partir de una
experiencia mística. Aunque el filósofo Jacques Derrida,
siguiendo a Pascal y a Montaigne, sostenga que la autoridad
tiene, en última instancia, un fundamento místico, no lo
hace, evidentemente, aduciendo como “prueba” una expe-
riencia mística, sino argumentando racionalmente.
Pero, ¿de qué índole son estas restricciones? A estas
alturas, solo algún positivista decimonónico sostendría que
son de índole racional (aunque a la hora de debatir sobre
política universitaria en Chile, muchos vuelven a este aco-
gedor refugio). Es decir, sostendría que la razón misma
demuestra que no hay milagros, que Dios no existe, etc.,
etc. Ludwig Wittgenstein, lo pongo como ejemplo porque
algo sabía de ciencia, entendió en cambio –así lo expresó
en una conferencia de 1929–6 que demostrar que no hay
milagros está fuera del alcance de la ciencia; más bien, la
ciencia parte del a priori de que no los hay (en otras pala-
bras, que el postulado de objetividad de la ciencia es solo
eso: un postulado indemostrable). O sea, este a priori no es
estrictamente racional, como tampoco lo es decidir si lo que
hay “allá afuera” es, primordialmente, orden o caos. Porque
para ello haría falta un observador que estuviese situado
más allá del pensar humano y del horizonte que proyecta, el
mundo humanizado.
Si el a priori constitutivo del laicismo no es racional,
entonces ha de ser de índole política, o mejor, teológico-polí-
tica: paradójicamente entonces, en su raíz, el laicismo no es
laico. Solo cuando esta raíz se olvida es posible imaginar

6 Wittgenstein, Conferencia sobre ética, 1989.

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que el laicismo es meramente neutro, formal, procedural.
Por cierto, el olvido en cierta medida es sano: no es posi-
ble vivir sin dejar atrás el origen, que es el estado de excep-
ción, la guerra; solo dejándolo atrás las sociedades, como
los organismos vivos, pueden elaborar estructuras, lengua-
jes, complejidad. Y disfrutar de esa ficción, de ese notable
invento humano, la paz.
Pero el olvido total es otra cosa. Genera, a lo menos,
confusión en el pensar. El caso del joven Andrés Fielbaum,
vuelvo a él, es ilustrativo. En primer lugar, por su ubicación
en el espectro político, es válido suponer que no es un libe-
ral; no obstante, valora la ausencia de sesgos ideológicos,
es decir, adhiere a una idea netamente liberal. Además, no
advierte que no es posible querer a la vez vinculación con el
Estado y ausencia de sesgos ideológicos. Esa combinación
no está en el menú. O, más bien, solo empieza a estarlo en
esa etapa superior de la neutralización liberal que llamamos
globalización. La globalización, en efecto, tiende a invisibi-
lizar la soberanía política: des-ideologiza (despolitiza) a los
Estados y, a la vez, libera a la universidad de los condiciona-
mientos del Estado-nación –los que definieron alguna vez a
la Universidad de Bello–, transformándola en un nodo de
una red globalizada de especialistas desligados de compro-
misos sustantivos (pero ligados, por cierto, al Imperio, en el
sentido de Hardt y Negri7); especialistas que, por ende, solo
se rigen por criterios meritocráticos y autorreferidos.
Los logros en investigación que con justo orgullo exhibe
hoy la Universidad de Chile surgen de la exitosa inserción de
sus comunidades académicas en este mundo, el de la “uni-
versidad de la excelencia”. Es decir, a no ser que se piense al

7 Hardt y Negri, 2002.

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Estado solo como fuente de financiamiento, surgen, no de
su relación privilegiada con este sino, por el contrario, de su
ruptura con él. Ruptura cuyas fuerzas motrices endógenas
han sido la Reforma y la democratización. La primera ter-
minó por instalar la “excelencia académica”, y no el servicio
a la patria, como criterio fundamental de evaluación del tra-
bajo académico. La segunda autonomizó a las comunidades
académicas, haciendo posible su inserción global.
¿Significa esto que las universidades ya no tendrían
misión pública alguna? Por el contrario, sí la tienen, aunque
no pase ya por su vinculación privilegiada con el Estado. Ella
consistiría en producir un laicismo autoconsciente, es decir,
consciente también de sus límites; de su carácter “ideoló-
gico” en la más bien confusa terminología de Žižek. Y, muy
fundamentalmente, en darlo a comprender a las futuras
élites intelectuales (porque estas élites sí existen, y si la uni-
versidad no las forma, ellas se continuarán reproduciendo
siguiendo la línea del capital cultural y de la riqueza). Esta
sería, en condiciones contemporáneas, la verdadera y más
profunda misión pública de las universidades. Y quizás la
única.

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5. El filósofo más peligroso del Oeste

Ironías de la historia. Hoy por hoy, las cátedras de humani-


dades y similares producen millares de papers, centenares
de libros de académicos que, contra la hegemonía liberal,
intentan revivir la conflictividad primordial que estaría aso-
ciada a “lo político”. Recurren para ello tanto a la teología
política –la violencia divina de Walter Benjamin o la idea
carl-schmittiana del estado de excepción– como a la lingüís-
tica de Saussure, el psicoanálisis lacaniano o la deconstruc-
ción. No obstante, lo hacen desde el interior de la institución
liberal, neutralizadora por excelencia de la misma conflic-
tividad que al parecer añoran, la universidad. Tales libros
y papers, entonces, no tienen ni pueden tener otro destino
que los anaqueles de la muy entrópica y neutra Biblioteca
de Babel. O bien, en unos pocos, muy pocos casos (que,
en todo caso, suelen ser observados con sospecha por sus
colegas), los medios que proporciona la industria cultural
permiten a sus autores salir de ese confinamiento y trans-
formarse en pop-stars; en intelectuales circulantes (y nada

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malo hay en ello) que llevan por el mundo la buena nueva,
el road show de la “hipótesis comunista”.8
“El filósofo más peligroso de todo el Oeste”. Con esta
leyenda desplegada prominentemente en la portada, la edi-
torial inglesa Verso presentó, el año 2009, el libro First as
Tragedy, Then as Farce, del filósofo de origen croata Slavoj
Žižek. Žižek es un destacado protagonista de la escena aca-
démico-política contemporánea y, en años recientes, un fer-
viente defensor de lo que él mismo llama, usando palabras
de su colega francés Alan Badiou, “la hipótesis comunista”.
Žižek tiene una sólida formación intelectual (idealismo
alemán, Marx, Lacan, todo ello asimilado en el intenso
medio intelectual de la Yugoeslavia socialista de los años
70): como la portada del libro lo caracteriza, es un sujeto de
gatillo fácil: audaz en sus planteamientos, agudo de pluma
y de habla. Y con una envidiable aptitud y vocación para el
show-business: esta lo ha llevado, por ejemplo, a no hacerle
asco a la cultura popular y al cine –el de Hitchcock, muy
especialmente– para exponer, por ejemplo, el pensamiento
de Lacan (Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y
nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, 1993; Mirando al
sesgo: Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura
popular, 1991). Tal vocación mediática ha tenido su expre-
sión máxima (aunque con Žižek nunca se sabe) en sus dos

8 Esta absorción de la izquierda académica (también artística) por


parte de la industria cultural y el mercado constituye una suerte de
perversa realización de una frase que se atribuye a Lenin. En conver-
sación con el hombre de negocios norteamericano Armand Hammer,
Lenin habría dicho: “los capitalistas nos venderán la soga con la que
los colgaremos”. Lo que Lenin no tuvo o no pudo tener en cuenta es
que la frase es susceptible de ser leída de modo inverso: el capita-
lismo reducirá a los revolucionarios a un “nicho de mercado”: el de
quienes aspiran a comprar soga.

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documentales realizados en conjunto con la directora britá-
nica Sophie Fiennes (The Perverts Guide to Cinema, 2006;
The Perverts Guide to Ideology, 2012), de los cuales es además
el protagonista. En el primero de ellos Žižek, haciendo gala
de un inglés cuidadamente balcánico y de un notable his-
trionismo, examina una serie de films (de Hitchcock, David
Lynch y otros) desde las mismas locaciones en las que los
films fueron rodados (así, nos habla del film Los pájaros sur-
cando las aguas del mismísimo lago y sentado en la mismí-
sima lancha que, en la película, lleva a Tippi Hedren a la isla
donde sucederán los hechos; lo mismo hace en las locacio-
nes en que se filmaron Terciopelo Azul, Vértigo, Psicosis, etc.).
Hasta aquí, todo bien. No obstante, First as Tragedy, Then
as Farce empieza con las siguientes palabras:

El título de este libro está concebido como test de CI elemen-


tal para el lector: si la primera asociación que despierta es el
cliché anticomunista vulgar que dice: “Es cierto –hoy, después
de la tragedia del totalitarismo del siglo XX, toda charla sobre
un retorno al comunismo no puede ser sino farsesca, en ver-
dad habría que confiscarle el libro, puesto que trata de una
farsa y tragedia completamente diferentes, a saber, los dos
eventos que marcan el comienzo y el fin de la primera década
del siglo XXI: los ataques del 11 de septiembre del 2001 y el
colapso financiero del 2008”. (S. Žižek 2009, 1)9

Como el mismo Žižek de inmediato nos lo recuerda, el


título del libro repite el inicio de un libro de Marx. El Die-
ciocho de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, en efecto, se
inicia con las siguientes palabras: “Hegel observa en alguna
parte que los grandes eventos y personajes de la historia

9 En todas las citas que provienen de textos no traducidos al castella-


no, la traducción es mía. (Nota de Eduardo Sabrovsky).

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suceden, por así decirlo, dos veces. Pero olvidó agregar:
la primera vez como tragedia, la segunda como farsa” (S.
Žižek 2009, 2). E inmediatamente Žižek nos refiere al pas-
aje de la Contribución a la Crítica a la Filosofía del Derecho
de Hegel donde Marx acuñó originalmente esta idea de la
repetición, refiriéndola al carácter trágico de la caída del
ancien régime, y a su farsesca repetición en la Alemania de
los años 1830. Con ingenio e ironía profunda, Marx explica
este fenómeno evocando el destino de los dioses griegos:
mueren una vez de sus heridas en Prometeo Encadenado, la
tragedia de Esquilo; luego Luciano les confiere una muerte
cómica, en sus Diálogos; y el propósito de todo ello no sería
sino “que la humanidad pueda decir alegremente adiós a su
pasado” (2009, 4).
Ahora bien, Žižek no deja de advertir que tras la ironía se
esconde una razón de fondo: Marx observa que, a diferencia
del genuino Ancien Régime, que “[…] creía, tenía que creer
en sus privilegios”, su repetición germana “solo se imagina
que aún cree en sí misma”. Y este paso del creer al mero
imaginar que se cree daría cuenta de la pérdida del poder per-
formativo de la ideología dominante. Y luego de este flash-
back, Žižek nos traslada al presente mediante una pregunta
retórica: ¿acaso no es cierto que también “los predicadores
y practicantes de la democracia liberal contemporánea solo
imaginan que creen en sí mismos”? Y la responde dándole
una vuelta de tuerca más a la cuestión del creer y el ima-
ginar que se cree: lo que sucedería hoy por hoy, “cinismo
contemporáneo” mediante es, más bien, “la inversión
exacta de la fórmula de Marx: hoy solo imaginamos que no
‘creemos realmente’ en nuestra ideología –no obstante esta
imaginaria distancia, continuamos practicándola. Creemos
no menos, sino mucho más de lo que imaginamos creer”

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(2009, 5). Žižek ha dado con una fórmula sugerente: “solo
imaginamos que no creemos realmente en nuestra ideolo-
gía”. ¿Pero quiénes somos “nosotros” a quienes este diag-
nóstico se aplica? Recurriendo con ironía a la terminología
religiosa, Žižek nos (¿nos?) define como “predicadores y
practicantes”: predicadores y practicantes que, imaginando
no creer, y precisamente en virtud de ello, “creemos no
menos, sino mucho más de lo que imaginamos creer”. No
obstante la ironía, esta fórmula es teológica: el credo de una
suerte de teología negativa, en virtud de la cual la pérdida
de la fe sería inversamente proporcional a su performativi-
dad. Imposible no pensar en Kafka, cuyos personajes (así
al menos los lee Gershom Scholem, el gran estudioso de
la mística judía, fiel amigo y correspondiente de Benja-
min; la lectura de Jacques Derrida sigue la misma línea)10
se enfrentan a “la Nada de la Revelación”: a una Ley (moral
política, literaria: “la Ley de leyes” en la caracterización de
Derrida) que desde esa Nada sigue sin embargo ejerciendo
su imperioso poder gravitatorio. O en un fragmento de Wal-
ter Benjamin (El capitalismo como religión, publicado póstu-
mamente) en el cual se trata, por una parte, del capitalismo
como una religión reducida al mero ritual; además, de la
paradójica imposibilidad de escribir tal texto, dado que “no
podemos cerrar la red al interior de la cual estamos” (“Wir
können das Netz in dem wir stehen nicht zuziehen”): es decir,
esta red constituiría una suerte de horizonte irrebasable de
nuestro tiempo.11
En efecto, el mundo moderno contiene, en su núcleo,
una Ley cuyo vacío es inversamente proporcional a su

10 Benjamin y Sholem, 1992; Derrida, 1983.


11 W. Benjamin, Kapitalismus als Religion, 1991.

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performatividad. Esta ley es el desencantamiento del mundo
(Entzauberung der Welt) de Max Weber: el “postulado de obje-
tividad” en virtud del cual queda excluida toda explicación
del mundo que proyecte, antropocéntrica, animísticamente,
el funcionamiento teleológico del psiquismo humano sobre
la naturaleza, la cual resulta entonces, efectivamente, des-
encantada, neutra, objetiva. Este postulado abre entonces
un abismo entre el ser humano y el universo; establece
una inconmensurabilidad de base entre el ser y el pensar.
No obstante, puesto que su demostración requeriría de un
observador puesto más allá del ser y del pensar (al cual a su
vez se le plantearía el mismo problema, y así hasta el infi-
nito) tal interdicto es, a su vez, un postulado indemostrable:
es decir, una proyección animista más. La Ley constitutiva
del mundo moderno, en la estela de la teología nominalista
desarrollada en la Edad Media tardía (volveré sobre esto más
adelante) es entonces el resultado de una decisión (en el
sentido etimológico de la palabra: de-caedere, cortar), que
socava los fundamentos del dispositivo de saber-poder del
Medioevo. Y hace posible también la apertura de un espa-
cio profano, sustraído de la mirada vigilante de Dios, en el
cual tienen lugar tanto el surgimiento del sujeto moderno
(el sujeto autónomo) como el despliegue de una voluntad
humana de autoafirmación, expresadas en la tecnociencia
y en el mercado, actividades que ya no suman ni restan
a la cuenta individual de la salvación. Pero esta Ley no es
sino una contradicción performativa, que prohíbe aquello
que realiza y realiza lo que prohíbe: una suerte entonces
de grado cero de la Ley, que desde su invisibilidad ejerce su
despótica soberanía.
Decisión anterior a toda voluntad subjetiva, a todo “deci-
sionismo”; vaciamiento. Estos son los rasgos definitorios

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de esta Ley, de esta religión de los modernos. Žižek, defen-
diendo, ya lo he mencionado, la idea de un “humanismo
estalinista” (por ejemplo, en su libro In Defense of Lost Cau-
ses (Verso, 2008)), y del carácter “partidista” de la verdad
(“pues la verdad es parcial, accesible solo cuando se toma
partido, y no menos universal por ello”, escribe en First as
Tragedy, Then as Farce), parece intentar sustraerse a esta Ley,
poniéndose a su altura, la de la decisión que la constituye.
No obstante, esta agresiva toma de partido se resuelve en
una mera toma de posición: se trata, “no […] de una con-
frontación directa y a muerte, sino de socavar a aquellos
en el poder con un paciente trabajo crítico-ideológico”. “El
filósofo más peligroso de todo el Oeste” ha resultado ser,
finalmente, uno más de nosotros: un paciente ciudadano.
Ya la leyenda en la tapa del libro lo anunciaba: tomada de
un comentario de la revista liberal The New Republic, sin
querer queriendo ponía en evidencia que Žižek, con todos
sus arrestos de pistolero, no es sino eso: una figura deve-
nida patética –¿un pistolero ciego?– haciendo alardes ante
un proyectil teleguiado de última generación.
Pues curiosamente Žižek, versado en psicoanálisis, ha
puesto en el umbral de su texto un enigma, que aparente-
mente solo él y quienes comparten la “hipótesis comunista”
podrían descifrar. O sea, se ha puesto en el rol iluminista
y trágico de Edipo. Y ya se sabe cómo termina esa historia.

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6. Educación, Transición, Constitución

A lo largo de su desarrollo fue quedando claro que las movi-


lizaciones ciudadanas del 2011 no estaban referidas a aspec-
tos parciales del “modelo chileno”: ni siquiera al tema más
visible, a lo que se podría calificar como el escándalo de la
educación chilena: instituciones que misteriosamente con-
siguen acreditaciones que a todas luces no merecen, que
lucran por debajo de la mesa, que explotan a sus “profe-
sores-taxi”, que vulneran el derecho de asociación de sus
alumnos y que, como guinda de la torta, cobran los aran-
celes más altos del planeta (el sexto país más caro, según la
OCDE). Etc., etc. Pero esta “Polarización”12 de la educación
es solo la punta del iceberg: el síntoma, al parecer terminal,
de un sistema político agotado.
Este sistema no fue resultado del mero azar. Más bien,
con su rigidez, parece haber sido el sistema político que
Chile de alguna manera necesitó para salir, de un modo sui
generis, de la dictadura militar. Sui generis porque la dictadura

12 Me refiero, evidentemente, a la multitienda La Polar y su política de


sistemático engaño a sus clientes crediticios. El escándalo estalló
en junio del 2011, coincidiendo con las primeras movilizaciones
estudiantiles.

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no se derrumbó ni fue derrotada militarmente, sino que, a
pesar de las movilizaciones de los años 80 que culminaron
en el triunfo del No, se las arregló para fijar el itinerario de
la transición y, fundamentalmente, para dejar instalado el
libreto (la Constitución del 80) según el cual nuestra vida
transcurrió durante las últimas dos décadas.
Por lo demás, es difícil imaginar que la dictadura hubiese
tenido otra salida. El pueblo chileno tuvo una tradición de
movilización, de hábil uso de los resquicios de la democra-
cia liberal, mas no de lucha armada: la omnipresencia del
Estado (de ese mismo Estado que la propia izquierda chilena
del siglo XX tanto hizo por fortalecer), el carácter urbano
e ilustrado de sus militantes (incluso de aquellos, mayo-
ritarios, provenientes de la clase obrera), son factores que
determinaron que, para bien y para mal, nuestra izquierda
fuese la izquierda del sistema. La izquierda extra-sistema
(la ultraizquierda, que mucho aportó al derrocamiento de
Salvador Allende, aunque hoy lo reivindique como su már-
tir); el FPMR y sus fracciones autónomas (complejo aban-
dono del PC de su tradición, quizás como resultado, en
última instancia, de la presión ejercida por la gerontocracia
del bloque soviético),13 todo ello fracasó estrepitosamente.

13 Se han publicado algunos trabajos académicos acerca de las


relaciones entre el PCCh y el PCUS en el período que va del triunfo
de la Unidad Popular a la proclamación y la puesta en práctica de la
“política de rebelión popular”, la formación del FPMR. Quizás el más
documentado (porque incluye el estudio de los propios archivos de
URSS) sea el escrito por la investigadora del Instituto de Estudios
Avanzados de la USACH, Dra. Olga Uliánova (“La unidad popular y
el golpe militar en Chile. Percepciones y análisis soviéticos”, 2000).
El título quizás no da cuenta cabalmente del contenido del trabajo
de Uliánova, puesto que se trata en él de las repercusiones sobre los
dirigentes del PCCh de los análisis de la UP y su derrota provenientes
tanto de medios estrictamente políticos como académicos de la URSS.

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Así, los dirigentes chilenos, golpeados por su fracaso, redoblan sus
esfuerzos (un hábito intelectual, por otra parte, adquirido durante
décadas) por leer entre líneas lo que emana de la inteligentzia política
y académica de la “patria socialista”, la cual, además, acoge a muchos
de ellos como exiliados (no olvidemos que, en un episodio vergonzoso,
Luis Corvalán sale de su prisión en Chile en virtud de un canje por
un disidente soviético de origen judío de ideas marxistas). En sus
Memorias (De lo vivido y lo peleado. Memorias, 1997), Luis Corvalán
reconoce haber aceptado “más o menos mecánica, irreflexivamente”
(Uliánova 2000, 129) el análisis de Brezhnev sobre la derrota de la
UP (“toda revolución debe saber defenderse”, había dicho éste en su
informe al XXV Congreso del PCUS, en 1976). La “Política de Rebelión
Popular” es proclamada por Corvalán en un discurso pronunciado
en Moscú en septiembre de 1980 (Uliánova, 131) en el contexto
del enfrentamiento del PCUS con el “eurocomunismo”. Éste hacía
una lectura de la derrota chilena en términos no militares, sino de
la deficiencia del “compromiso histórico” que la UP debería haber
llevado adelante con la DC (deficiencia que los comunistas italianos
pretendían solucionar: también fracasaron). Agregaría aquí como
hipótesis que la “Política de Rebelión Popular”, poniendo a Chile
en el foco de la Guerra Fría, habría sido un postrer y desesperado
intento de la gerontocracia soviética por sobrevivir, anotándose un
triunfo en el escenario global. Y agrego una experiencia personal.
En sus inicios, al menos ante los militantes del PCCh “del interior”,
la política en cuestión fue presentada como un giro radical, que
partía por reconocer que no habían sido los Partidos Comunistas
los que habían hecho la Revolución en Latinoamérica (se citaban los
casos de Cuba, de Nicaragua, de El Salvador). Y se relacionaba este
fracaso generalizado con la dependencia de la URSS y de su versión
del marxismo. Pero esta apertura solo duró unos cuantos meses,
transcurridos los cuales la rebelión popular fue utilizada como
argumento a favor de la ortodoxia (y se hostigó, sancionó o marginó
a quienes, con cierta ingenuidad, habían tomado en serio la nueva
libertad de crítica). El historiador Rolando Álvarez Vallejo (Desde
las sombras. Una historia de la clandestinidad comunista (1973-1980)
2003) ha hecho una interpretación del giro del PCCh privilegiando la
emergencia al interior de Chile, en el duro período que va de 1973 a
1980, de una nueva subjetividad, de un “nuevo tipo de comunista”.
Posteriormente, ha complementado esta tesis, de modo que ahora
“la subjetividad militante entre el ‘interior’ y el ‘exterior’ aparecen
“dialécticamente relacionadas” (Álvarez Vallejo, 2006). Las tesis de

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Solo quedaba el plebiscito, es decir, el itinerario fijado en lo
fundamental por la dictadura para, paradójicamente, hacer
pasar al olvido sus manifestaciones más brutales.
El sistema político que tal transición requería era, y
nuevamente es difícil imaginarlo de otra manera, rígido,
hierático: dos bloques que se alternarían en el poder, quó-
rums inverosímiles para hacer cualquier cambio significa-
tivo. Este juego, así someramente descrito, pudo funcionar
durante algún tiempo, pero en el mediano y largo plazo su
costo ha sido, necesariamente, el suicidio de las élites polí-
ticas. En ese sentido, los tan vilipendiados políticos de la
Concertación podrían ser vistos, sin ironía, como víctimas
propiciatorias: como figuras sacrificiales, sobre las cuales
es posible, hoy, que un pueblo entero descargue su propia
culpa. O quizás sea este un rasgo más general de la política
moderna: medios de información masivos mediante, los
ciudadanos no pueden sino enterarse de que, en definitiva,
todo sistema político descansa sobre la mentira: así, con
mala fe, descargan su ira contra sus mismos representantes
transformados en chivos expiatorios.
Las encuestas de los años recientes dan cuenta de este
suicidio: más allá del rechazo al gobierno, es la clase política
completa la que es repudiada por la mayoría de la pobla-
ción. Por supuesto, las razones para ello son diversas y con-
tradictorias: tanto la mano dura como la mano blanda, tanto
partidarios del Estado de bienestar como liberales ortodoxos
salen igualmente revolcados (la excepción serían algunas

Rolando Álvarez están apoyadas en una muy amplia documentación


y en un marco interpretativo teóricamente sofisticado; no obstante,
nada hay allí que desmienta la hipótesis de que el factor determinante
en el giro del PCCh haya sido la presión de una gerontocracia
necesitada de una victoria en el plano internacional.

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figuras cuyo carisma es solo mediático: Bachelet, Golborne
en su momento: su alta evaluación es directamente propor-
cional a su lacónica imagen).
Todo esto remite a la Constitución del 80, con sus
remiendos. Más allá de sus contenidos específicos, ella está
pasando a ser, o ya es, el símbolo de la desafección, del no
estar ni ahí frente al sistema político. Hay que cambiar la
Constitución, dicen los estudiantes, decimos todos. Pero
¿cómo se cambia, cómo se hace una Constitución?
En el imaginario de jóvenes de 20 años (que se adue-
ñaron del escenario, desplazando a los muertos-vivos, la ya
fenecida élite política de la transición) puede que esto apa-
rezca muy simple: algo así como una masa que se junta en
el Estadio Nacional y vota a mano alzada; o lo hace a través
de un grupo en Facebook. O como el retorno, idealizado
hasta el cansancio, de la democracia directa de la cual gozó
Atenas durante un par de siglos (en la cual, ¡atención!, no
participaba más de un 15% de la población, con exclusión de
todos aquellos que ejercían algún trabajo).
Las cosas son más complicadas. Por cierto, hablo desde la
experiencia, ambiguo término. Por una parte, la experiencia
es la capacidad de integrar lo nuevo a lo ya conocido (en mi
caso, la experiencia de la Revolución en Libertad, de la UP,
la Dictadura, la Transición). En el mejor de los casos, esta
capacidad se llama sabiduría, en el peor, anquilosamiento,
esclerosis (estos son casos extremos; en la realidad, ambas
cosas muy probablemente se dan mezcladas). Hay otra
noción de experiencia, que nos viene del Romanticismo: la
de una revelación, una intuición instantánea, que atraviesa
la capa más o menos espesa de la experiencia en la primera
acepción que he descrito. El problema con esta segunda
noción (muy propia de los jóvenes, aunque algunos para

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nada jóvenes, como el historiador Gabriel Salazar, se empe-
cinen en ella) es su propia instantaneidad, su carácter abso-
luto. Pues con esta, precisamente, no se hace política, ni
menos constituciones. Estas requieren de tiempo, de com-
promiso y negociación (pero con el absoluto no se negocia),
de representación; en suma, de la vieja caja de herramientas
de la élite política.
Si la élite chilena se aniquiló, auto-sacrificialmente,
¿cómo se hace una nueva Constitución? ¿Qué garantiza que
una Constitución renovada (y plebiscitada) no sea un epi-
sodio más de una historia de legitimidades dudosas, y por
tanto inestables? Para no ir más lejos, la Constitución de
1925 (que nos rigió, con parches, hasta el Golpe Militar) fue
concebida por Arturo Alessandri y José Maza, y sometida
a una Comisión Consultiva para su discusión (¿integrada
por quiénes?). Finalmente, y en base a un texto de Maza, se
redactó la Constitución, que fue aprobada en plebiscito el
30 de agosto de 1925, con una altísima abstención. Se podría
objetar, por cierto, que el hecho de que las Constituciones
del 25 y la del 80 hayan sido hechas entre cuatro paredes no
determina que una nueva Constitución deba quedar mar-
cada por el mismo estigma; que se puede llamar a eleccio-
nes generales (con primarias incluidas) para designar una
Asamblea Constituyente, etc. No obstante, en la condiciones
contemporáneas (a no ser que el poder, al menos transito-
riamente, lo ejerza una férrea dictadura –pero, ¿de quién?–
que imponga la censura de los medios), será la parafernalia
mediática la que determinará, finalmente, quiénes serán
los integrantes de tal Asamblea. Con lo cual volvemos a lo
mismo.
La idea de la Asamblea Constituyente vuelve a la actua-
lidad en vistas a las elecciones presidenciales del 2013, sea

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como una cuestión a ser incluida en el programa de una
candidatura de centro-izquierda, sea como una cuestión a
ser votada en ese mismo acto electoral.14 No objeto la justicia
de esta demanda; tampoco su calidad de alternativa frente
a lo que yo mismo entiendo como un agotamiento, aunque
no del “sistema” (tal diagnóstico, entendido rigurosamente,
me parece discutible), sí de las élites. Pero hasta ahí esta-
mos en un terreno abstracto. ¿Cómo, nuevamente, se baja
a la tierra? Una Asamblea Constituyente suspende, en su
principio, la vigencia de toda legalidad (no necesariamente
en la práctica inmediata: aun seguirá siendo posible “llamar
a los pacos” en caso de ruidos molestos, robo, accidentes
del tránsito, etc.): es por tanto el momento por excelencia
de lo político, que emerge de su hibernación en el cómodo
y aparentemente inofensivo refugio de la ley, del derecho.
La izquierda, aquella que defiende esta alternativa (con jus-
ticia, insisto), ¿está en condiciones de enfrentar este “estado
de excepción”? Porque en este estado de excepción, lo que
rige es la fuerza, aunque esta no sea, al menos inicial o
directamente, fuerza militar.

14 Mientras hago las últimas correcciones a este texto, circula por las
“redes sociales” la propuesta de marcar el voto en las elecciones
presidenciales con las letras AC (“Asamblea Constituyente”). Los
proponentes suponen que con tal marca, que no anularía el voto,
se avanzaría sin derramamiento de sangre hacia un nuevo orden de
la nación chilena (“Queremos una Carta Fundamental cuya génesis
no sea el derramamiento de sangre”, dice el documento en una de
sus partes). Por cierto, una expresión de amplia voluntad popular
mediante esta marca no sería algo menor, siempre que se entienda
como parte de un proceso, que no puede ignorar las fuerzas reales
que están en juego, y que, al igual como sucedió con el Plebiscito de
1988, no van a abandonar sus posiciones, el poder que detentan, por
una cuestión de mera aritmética electoral.

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Para contrarrestar la fuerza mediática (que sería la pri-
mera que entraría a roncar), algunos piensan en resucitar
una suerte de corporativismo: de hecho, el tan vilipendiado
corporativismo surgió, en el seno del fascismo, como alter-
nativa a lo que se entendía como el nihilismo de la democra-
cia liberal. En un sistema corporativista, la representación
popular no se determina de manera puramente aritmética
(esta es una simplificación, por cierto: como el debate en
Chile acerca del “binominal” lo muestra, en las democracias
“representativas” la representación no es nunca perfecta;
siempre hay algún tipo de sesgo, de modo que el mapa
no es, no podría ser idéntico al territorio). Pero dejando
de lado esta consideración, el corporativismo propone que
la representación se pondere en relación a la pertenencia
“corporativa” (reminiscencia de las viejas “corporaciones”
medievales): tanto porcentaje para los obreros, tanto para
los profesores y los estudiantes, tanto para las profesiones
liberales, los campesinos, las etnias originarias, etc. Pero de
nuevo, ¿cómo se determina esto, sino mediante el ejercicio,
más o menos mediado, de la fuerza?
De paso, la cuestión de la democracia (directa o repre-
sentativa) tuvo una respuesta muy contundente del lado
del leninismo. Este, como los clásicos (Platón, Aristóteles),
entendía que la democracia es vulnerable a los demagogos:
que, por ejemplo, las elecciones directas al Comité Central
terminarían por poner en él a las figuras más carismáticas,
mediáticas, y no a los combatientes más fieles, aguerri-
dos y meritorios. La célula o base, en cambio, era un lugar
protegido de tales influencias: allí en principio todos eran
iguales, no valía ni la oratoria, ni la sofisticación intelectual
ganada en las escuelas de la burguesía, ni la belleza. Pero
como toda protección, esta tenía un costo: los resultados de

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la discusión democrática en la base (pero pauteada de ante-
mano por un “informe”, a cargo del Secretario) era comuni-
cada y filtrada hacia arriba por los dirigentes: de modo que,
en último término y en lo fundamental, estos recibían de
vuelta con complacencia las mismas ideas que ellos mis-
mos habían supuestamente puesto en discusión, solo que
enriquecidas con la “materia” que venía desde abajo.
Como el corporativismo, el centralismo democrático
es una forma de retórica y de ejercicio de la soberanía, del
poder. También lo es la democracia, representativa o directa
(porque en una asamblea, la oratoria, la belleza y todos los
demás ornamentos del poder tienen su escenario privile-
giado). Pero el poder parece ser un factor ineludible.
A comienzos de los años 20, el pensador judío alemán
Walter Benjamin escribió un breve texto con el título “Hacia
la crítica de la violencia”15 (o del poder, la palabra alemana
Gewalt, en el título original Zur Kritik der Gewalt, condensa,
sugerentemente, ambas acepciones). Allí Benjamin parece
encontrar una salida: a la violencia del poder constituyente
(creadora del derecho) y a la del poder constituido (el dere-
cho mismo), cuya violencia califica de “mítica”, contrapone
la “huelga general” del pensador anarco-sindicalista francés
Georges Sorel (1847-1922), a quien también Benito Mus-
solini parece haber leído con admiración. Con Sorel, Ben-
jamin distingue tajantemente esta huelga de la “huelga
política general”: se trataría, en última instancia, de liberar
al ser humano de la dominación tanto del trabajo como del
derecho. ¿Pero cómo sucede algo así? Benjamin no lo dice:
finalmente, asimila esta alternativa a la de una “violencia

15 En Obras libro II / vol. 1, de Walter Benjamin, 183-207. Madrid: Abada


editores, 2008.

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divina” o pura, como un medio liberado de toda tiranía de
la utilidad. Dice:

Al igual que Dios se contrapone en la totalidad de los ámbitos


al mito, la violencia divina se contrapone a la violencia mítica.
En concreto, sin duda, la violencia divina es lo contrario de
la violencia mítica en todos los aspectos. Si la violencia míti-
ca instaura derecho, la violencia divina lo aniquila; si aque-
lla pone límites, esta destruye ilimitadamente; si la violencia
mítica inculpa y expía al mismo tiempo, la divina redime; si
aquella amenaza, esta golpea; si aquella es letal de manera
sangrienta, esta viene a serlo de forma incruenta (W. Benja-
min 2007, 202).

Violencia divina como solución a la fatal recurrencia de


la Gewalt. Coherente, sin duda. Pero ¿es pertinente algo así
como alternativa política? Y si no lo es, ¿no se hace necesa-
rio tener siempre en cuenta a esa Gewalt, aún bajo su forma
sublimada en el derecho, en cuanto núcleo de lo político?
Postdata: mientras termino de revisar este texto en vista a
su publicación, la Acusación Constitucional contra el minis-
tro de Educación Harald Beyer ha sido aprobada por el
Senado. Durante la discusión de la acusación, voces desde el
mundo académico, muchas de ellas prestigiosas, se levanta-
ron en defensa de Beyer. Y es posible que, en términos jurí-
dico-constitucionales estrictos, así como en términos de la
evaluación más bien técnica del desempeño como ministro
de Beyer, hayan tenido razón. Pero esa razón no ve (¿o será
que, incluso ante sí misma, finge no ver?) la cuestión de
fondo. Pues la acusación a Beyer constituyó el intento, por
parte de una fracción de la élite política, por reconectarse
con la calle: por recuperar una legitimidad que permita a
esta élite canalizar el justificado descontento, y evitar de ese

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modo que aquel sirva de calvo de cultivo para aventuras que
tarde o temprano terminan, la experiencia así lo señala, en
desastres peores que los que prometían para siempre erra-
dicar (para postergar, de eso se trata siempre lo político, la
catástrofe mesiánica, el desencadenamiento de la “violencia
divina” benjaminiana).16 Por cierto, este intento, después de
dos décadas de confinamiento en la burbuja de la transi-
ción, no puede sino ser torpe, como los movimientos de un
parapléjico que recién hubiese recuperado la movilidad.
Paradojal corolario de esto es que la misma derecha,
si verdaderamente estuviese interesada en dar curso a su
visión de mundo por vías republicanas, habría debido res-
paldar la acusación a su mismo ministro de Educación.
Más allá de la paradoja, que en todo caso da a pensar, queda
planteada la cuestión fundamental: ¿cómo se reconecta la
élite política con la calle? Desde este punto de vista, abordar

16 La noción del poder como postergación puede ser referida a la


enigmática figura del katéjon (del griego ; : lo/el que restringe, impide
o posterga), tal como aparece en San Pablo, Segunda Epístola a los
Tesaloniciences, 2: 6-7 (“Y ahora vosotros sabéis lo que impide, para
que a su tiempo se manifieste. Porque ya está obrando el misterio de
iniquidad: solamente espera hasta que sea quitado de en medio el que
ahora impide”, reza la traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano
Valera publicada en Amsterdam en 1602). Con esta figura, que ha
cobrado actualidad en el debate teológico-político contemporáneo,
Pablo parece intentar una primera reconciliación entre la esperanza
escatológica radical de los primeros cristianos (¡fin de los tiempos ya!)
y la sobria realidad política. Así, el poder político y el orden asociado a
él aparece, no como el enemigo, sino como el postergador del reinado
caótico del Anticristo, que antecedería al Segundo Advenimiento de
Cristo. Pero, si tal es para Pablo la sucesión de los hechos, entonces
postergar el reinado del Anticristo es, a la vez, postergar el Segundo
Advenimiento. De esto trata también la parábola del Gran Inquisidor,
en Dostoievski (Los hermanos Karamazov).

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la cuestión de la legitimidad de la Constitución se vuelve
fundamental.

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7. El perverso juego de la Constitución del 80
(o: para leer a Jaime Guzmán)

En una entrevista en Tolerancia Cero en mayo del 2013,


el abogado constitucionalista Fernando Atria hizo notar
un pasaje de un artículo publicado por Jaime Guzmán en
diciembre de 1979. El artículo lleva por título “El camino
político” y recoge las reflexiones de Guzmán acerca de los
lineamientos generales del régimen político que por enton-
ces, con su propia participación, estaba en la fase final de su
diseño: la Constitución de 1980. El pasaje dice lo siguiente:

[…] en vez de gobernar para hacer, en mayor o menor medi-


da, lo que los adversarios quieren, resulta preferible contri-
buir a crear una realidad que reclame de todo quien gobierne
una sujeción a las exigencias propias de esta. Es decir, que
si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a
seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhela-
ría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que
la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo
suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil
lo contrario (Guzmán 1979, 19).

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En principio, Guzmán no está diciendo aquí nada que un
político o politólogo realista no sepa, o no pueda suscribir.
Porque la política, así lo entendían entre otros Max Weber,
Carl Schmitt y el mismísimo Lenin, no es cuestión de sue-
ños de visionarios sino, primordialmente, de poder y de
fuerza. Y las Constituciones, por su carácter de “leyes fun-
damentales”, lo ponen en evidencia de manera eminente:
son “fundamentales” porque, a su vez, no tienen ni podrían
tener a su vez un fundamento legal (porque entonces habría
una Constitución por sobre la Constitución, y así hasta el
infinito). O sea, una Constitución es el punto preciso en el
cual una cierta fuerza, un cierto poder –un estado de excep-
ción– se transmuta en un ordenamiento legal que, de una
u otra manera, llevará siempre la marca del “pecado origi-
nal” que estuvo en su origen. Y esto, nuevamente en prin-
cipio, es independiente de la manera como la Constitución
se haya gestado. Porque aun la más impecable Asamblea
Constituyente concebible no estará integrada por ángeles,
sino por seres humanos. Y estos lucharán en ella por tradu-
cir sus convicciones –aquello en ellas que no es negociable;
aquello que ninguna de las partes en disputa dejaría librado
a la mera aritmética electoral– en un diseño de la cancha,
valga la metáfora de Guzmán, que haga que “los adversarios
se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la
que uno mismo anhelaría”.
Pero Guzmán, también como político realista, se da
cuenta, y lo deja registrado en el mismo artículo, que para
que la Constitución no sea un tema de permanente disputa
–en otras palabras, para que la excepción deje paso a la nor-
malidad– debe tener lo que llama un “carácter reversible”.
Escribe: “[…] por su contenido libertario, la nueva institu-
cionalidad es esencialmente reversible […] si en definitiva

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la nueva institucionalidad, o alguno de sus aspectos, no
interpretaran a la mayoría de los chilenos, siempre quedará
abierta la posibilidad de su enmienda” (Guzmán 1979, 21).
Pero hasta aquí llega el realismo. Porque en ese momento
Guzmán dice creer que la Constitución que él y su círculo
están elaborando será tan excelente, que nadie en verdad
querrá cambiarla: que esa “reversibilidad esencial”, como
también la llama, “será difícil por la adhesión libre que
ella será capaz de generar”. Ignoro, y para efectos de esta
reflexión es irrelevante, si Guzmán cambió súbitamente de
parecer. La cuestión de fondo es que, finalmente, la dicta-
dura y los constituyentes del 80 no confiaron en absoluto
en esa supuesta “adhesión libre”, de modo que incorpora-
ron a la Constitución los cerrojos que todos conocemos (el
binominal, los quórums inverosímiles, etc.) que hacen que
la “reversibilidad esencial” de Guzmán sea en la práctica
imposible.
¿Qué estuvo en ese momento, ya no en la mente de Guz-
mán, sino en lo que se suele llamar eufemísticamente “la
mente del legislador”? Conjeturo que una forma de perver-
sidad: el deseo de jugar y hacer jugar un juego perverso.
Porque la combinación “desigualdad de la cancha más
irreversibilidad” determina que no haya disputas políticas
normales; que la atención, para seguir con la metáfora de
Guzmán, se dirija inevitablemente, no a las jugadas ni al
resultado de los partidos, sino al diseño de la cancha, a las
reglas que establecen cuáles jugadas son o no válidas. Es
decir, bajo la Constitución del 80, en Chile no existe una
manera socialmente válida de establecer si una determi-
nada política es o no acertada, racional, conveniente. Por-
que, por más irreflexiva y pobremente concebida que tal
política sea, sus promotores podrán siempre culpar de su

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fracaso al empedrado, a la cancha. Es decir, y aquí la perver-
sidad del asunto se hace patente, el juego, así concebido, ter-
mina abarcando también a sus opositores radicales: a estos,
y pienso particularmente en los más jóvenes, el aprendi-
zaje de la racionalidad política se les torna dificultoso, poco
menos que imposible. En otras palabras, la Constitución
del 80, en la medida en que determina que ningún cam-
bio substancial es realizable, genera la ilusión de que cual-
quiera, en esencia, lo es: de que lo único que se interpondría
entre la realidad y los sueños sería un obstáculo artificial
erguido por una dictadura odiosa. En otras palabras, la per-
versidad del “padre” tiene como contraparte la permanente
infantilización del “hijo”: este siempre puede culparlo a él (a
sus reglas) por su fracaso.
¿Y qué pasa por el lado de los acérrimos defensores de la
Constitución del 80? Estos, lo adviertan o no, son perversos
consumados. Porque si bien se presentan como el partido
del orden, al aferrarse a una “ley fundamental” inamovible,
no dejan en último término a los opositores –y esta es una
pieza fundamental del juego– otro camino que el de “las
malas” (“El problema constitucional chileno es algo que ten-
drá que resolverse por las buenas o por las malas”, ha dicho
Fernando Atria en entrevista en El Mostrador (23/IV/2013),
caracterizando acertadamente la situación). Es decir, la polí-
tica extra-sistema, que quisiera ir contra el juego, se trans-
forma paradójicamente en parte de él: en una jugada al
límite de un juego que, él mismo, propicia y provoca juga-
das al límite. Así, y aquí radica la perversión consumada, en
Chile, como en la novela de Chesterton El hombre que fue
jueves, el partido del orden y el de la revolución permanente
coinciden.

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Jaime Guzmán consideraba que mediante la combina-
ción de juego sesgado y reversibilidad, la nueva institucio-
nalidad política haría posible que “por primera vez en su
historia nuestra Patria pueda disfrutar de una democracia
de masas” (Guzmán 1979, 19-20). Y, durante dos décadas,
su pronóstico se cumplió: hemos tenido elecciones de Pre-
sidentes, parlamentarios, concejales y alcaldes; partidos
políticos –esto Guzmán también lo previó– que, primarias
mediante, se ven obligados a deponer sus ideologías en
favor de la “democracia de masas”; libertad de prensa bajo
las limitaciones que impone la concentración de la propie-
dad de los medios; educación superior masificada que, al no
formar élites, no amenaza la estabilidad política; acceso al
consumo, a la industria cultural, al fútbol y a la farándula.
Pero todo hace pensar que esta fase “normalizadora” ha ter-
minado y que estamos entrando a la fase perversa.
En ella, todo aquello que parecía ejemplar del modelo
chileno –estabilidad, crecimiento económico, democracia–
puede esfumarse velozmente. En su lugar, es posible prever
que tendremos lo que en verdad, bajo la Constitución del
80, siempre hemos tenido, aunque nos haya costado enten-
derlo: un permanente estado de excepción (“estado de excep-
ción” es, precisamente, aquel en que la “ley fundamental”,
la soberanía, está en juego). Es decir, una situación en la
cual, cada vez con mayor frecuencia, una minoría carente
de ideas sólidas y de fuerza política efectiva –el juego, ya lo
he dicho, lo impide; tampoco están los tiempos para eso–
podrá, sin embargo, mantener en jaque permanente al sis-
tema, perturbando su funcionamiento, desestabilizándolo.17

17 Un elemento más, que ya he mencionado en el Prólogo: ¿hasta


dónde el anti-autoritarismo que ha terminado por impregnar a la
sociedad chilena no es el hijo legítimo de esa rama del liberalismo,

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Y que dará lugar a la jugada opuesta, que también el per-
verso juego contempla: la salida de los esqueletos del closet;
la represión brutal que encuentra, una vez más, la oportuni-
dad propicia para su goce.
¿Es posible evitar este escenario? La misma perversidad
del juego, que confunde normalidad y excepción, podría
abrir un resquicio para ello. Porque, así como convierte a
la política anti-sistema en parte del juego (lo cual descarta
que ella pueda abolirlo), también hace posible pensar que la
misma demanda de estabilidad que dice encarnar se podría
volver contra él: más aun cuando la inestabilidad en princi-
pio deriva, no del contenido mismo de la Constitución del
80, sino, paradójicamente, de los cerrojos que impiden su
Jaime-Guzmaniana “reversibilidad”. Porque, en realidad,
¿a quién le podría interesar que este juego, que garantiza
inestabilidad permanente, se prolongue? Descontados los
genuinos perversos –los pinochetistas acérrimos que aun
se albergan en la UDI y RN– me atrevo a decir que a nadie.

la ideología libertaria? Como ya he dicho, esta comparte con el ala


utópica del marxismo la idea de una sociedad autorregulada, esta
vez por el mercado. Pero de esta manera, los peores despotismos
quedan legitimados, en la medida en que afirman ser nada más que
males transitorios, necesarios para remover los obstáculos que se
oponen a la realización del cielo en la tierra. La hipótesis que aquí,
sin desarrollarla, planteo, es que la democracia de masas soñada por
Guzmán se sustenta no solamente en la Constitución del 80, sino en
la ficción ideológica de la autorregulación, que no solamente empieza
a impregnar las micro-prácticas de la sociedad chilena, sino que es
activamente promovida por la industria cultural, no solamente por
sus contenidos, sino desde su misma performatividad horizontal,
populista, anti-jerárquica. Desde este punto de vista, sarcasmo de
la historia, los estudiantes incluso pre-adolescentes, que exigen co-
gobierno de sus colegios, son auténticos hijos de Jaime Guzmán;
también de ese libertario que, ver más delante, fue Milton Friedman.

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Por cierto, los individuos no necesariamente son cons-
cientes de sus genuinos intereses. Hay atavismos, inercias
de por medio. ¿Podrán, por ejemplo, los empresarios, inte-
resados en la estabilidad política, entender que el ministro
de Hacienda, Felipe Larraín, que anuncia el caos de triun-
far la oposición en las elecciones del 2013 es, él mismo, su
representante, su agente?
De cuestiones como esta depende que Chile pueda salir
del estado de excepción y, modestamente, emprender el
camino hacia una normalización bajo genuinas premi-
sas liberales (hacia una “transición a la democracia” que,
en verdad, nunca tuvo lugar). Porque en estas condiciones
cualquier otra cosa (soñar, por ejemplo, con una versión chi-
lena del “socialismo del siglo XXI”) es continuar jugando el
perverso juego de la Constitución del 80. La oposición de
centro-izquierda, si entiende que este es el único camino
posible, tiene hoy la oportunidad histórica de convocar a un
amplísimo arco de fuerzas en pro de una nueva institucio-
nalidad política: un arco del cual quizás incluso los lectores
de Jaime Guzmán, si realmente lo leen en vez de recibir sus
supuestos mensajes venidos del más allá, no tendrían por
qué restarse.

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8. El asesinato de Jaime Guzmán
y el “lado B” de la transición

Según algunos analistas (entre ellos, muy destacada-


mente, Tomás Moulian), la dictadura militar encabezada
por Augusto Pinochet habría constituido la única verda-
dera revolución ocurrida en Chile en el siglo XX. En virtud
de ella, el eje de la sociedad chilena se habría desplazado,
desde el Estado, al mercado. En efecto, a partir de los años
20, con el Estado como protagonista, se impone en Chile
un “modelo de industrialización por substitución de impor-
taciones”, que da cuenta de una parte significativa de la his-
toria chilena reciente. En virtud de este, se establece una
suerte de acuerdo tácito entre una burguesía nacional, que
produce, protegida por elevadísimas tasas aduaneras, bie-
nes comparativamente caros y malos; y un sindicalismo
y una incipiente clase media que, de una u otra manera,
participan del sistema. El movimiento sindical, al elevar los
salarios, hace posible que los trabajadores adquieran tales
bienes; asimismo, una minoría accede al capital cultural.
Todo ello a expensas de los bajos precios de los productos
agrícolas. Por ello, el modelo se empieza a agotar cuando

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la demanda de modernidad penetra, ya en los años 50, en
el campo. Se produce una intensa migración del campo a
la ciudad y el Estado de Chile se ve enfrentado a demandas
crecientes, imposibles de satisfacer. Más allá del anecdotario
político, estas parecen ser las raíces de la crisis del 73 (crisis
de un Estado desbordado por demandas que incentiva, pero
no puede cumplir) que desemboca en la violenta transfor-
mación de Chile, de una sociedad centrada en el Estado, a
una centrada en el mercado.
Por cierto, hay factores exógenos que también explican
el fenómeno: el tsunami planetario del neo-liberalismo que,
por complejas razones, sustituyó al capitalismo keynesiano,
llegó a nuestras costas bajo la forma de la brutal dictadura
de Pinochet. Pero, más allá de estos factores, me interesa
poner de relieve que este “mundo feliz” (así, de manera bas-
tante incoherente, se lo suele representar la izquierda chi-
lena) tuvo siempre sus descontentos.
Ya me he referido al desborde de demandas populares
que, en parte, precipitó la crisis del 73. Agrego que estas
demandas fueron articuladas, políticamente, por sectores
de izquierda que, desde el punto de vista intelectual, aun-
que no de la práctica política, poseían mayor lucidez que el
marxismo ortodoxo encarnado en el PC. En efecto, mientras
aquel sostenía que Chile era un país “semi-feudal” (carac-
terización que contenía implícita la promesa de progreso:
capitalismo como tarea a completar, luego socialismo), para
aquellos otros sectores, las relaciones desiguales campo-
ciudad eran la forma específica que debía asumir el capi-
talismo en los países dependientes.18 No había, por tanto,

18 Esta versión radical de la “teoría de la dependencia” está asociada


al nombre del economista alemán André Gunder Frank (1929-2005).
Gunder Frank, quien se había doctorado en Chicago bajo la dirección

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“transición al socialismo”, sino socialismo ahora: y ello
pasaba precisamente por desbordar el consenso descrito
más arriba, y del cual la “revolución con empanadas y vino
tinto” de Allende no era sino la continuación. Este desborde
suponía articular, en una perspectiva revolucionaria, a los
sectores que el modelo implícitamente excluía: no la clase
obrera, integrada al sistema, sino el “bajo pueblo”, el cam-
pesinado, los pobres del campo y la ciudad.
Pero tales sectores carecen, en Chile, de toda tradición
de lucha armada. Enfrentada, finalmente, al núcleo duro
del poder del Estado, las FF.AA., la revolución fracasa en su
impulso anticapitalista, arrastrando en su fracaso no solo al
gobierno de la UP, sino a todo el viejo orden de la nación
chilena.
Pero hay descontentos también en el otro extremo. Por-
que la derecha chilena estuvo dividida en dos alas: un ala
liberal, libremercadista, y un ala conservadora, nacionalista,
“estatalista”. Ante el rol del Estado en el Chile del siglo XX,
esta última experimenta sentimientos encontrados: por una
parte, simpatiza con la idea de un Estado fuerte, rector, que
tiende a ver como la continuación del “ideal portaliano”: de
hecho, es la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo la que da
el primer impulso al “Estado de bienestar”, ya en los años
20. Pero a la vez observa con desconfianza el rol social de
este Estado, pues advierte que, sumido en la complejidad de
lo social, el poder del Estado (su soberanía) tiende a diluirse
en un confuso populismo. Este descontento de derecha se
canaliza a través del fascismo, en versiones más o menos

de Milton Friedman (es famosa su carta de repudio a este y a Arnold


Harberger por su colaboración con la dictadura de Pinochet), se
instaló en Chile durante los años de la Unidad Popular y estableció
fuertes vínculos con el MIR.

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difusas, desde el nazismo puro y duro, hasta el naciona-
lismo cultivado de historiadores como Alberto Edwards,
Jaime Eyzaguirre, Francisco Encina o Mario Góngora. Qui-
zás el episodio más dramático de este descontento haya sido
el intento de derrocamiento del gobierno de Arturo Ales-
sandri por parte del MNS (Movimiento Nacional Socialista)
y el ibañismo, que desembocó en la cruenta Matanza del
Seguro Obrero, en septiembre de 1938.
El golpe militar del 73 fue recibido con beneplácito por
estos sectores, que vieron en la grotesca figura de Pinochet
(aunque habrían preferido al General Leigh) una suerte
de re-encarnación de la figura teológico-política del Sobe-
rano. Pero a poco andar, y particularmente con la crisis eco-
nómica de 1982, las cosas se complican. Entra en escena
Jaime Guzmán. En la lucha entre “duros” (nacionalistas) y
“blandos” (neo-liberales) que en ese momento se instaura
en el seno de la dictadura, su mérito, el de él y de su círculo,
fue haber vislumbrado que el mundo se había movido hacia
formas “biopolíticas” de poder: no ya el poder visible del
soberano, sino un poder invisible y, por ello, mucho más
potente e insidioso: un poder, como lo diría Michel Foucault
(a quien, seguramente, Guzmán y los suyos nunca leyeron),
presente ya desde los albores mismos del capitalismo (o de
la Modernidad, es lo mismo), que se difunde por todos los
intersticios de la sociedad, hasta inscribirse en el cuerpo
mismo de los dominados.19 De esta manera, mas allá de la

19 Participante en esta polémica, desde el lado de los duros, fue el


destacado historiador e intelectual Mario Góngora. Ensayo histórico
sobre la noción de Estado en Chile durante los siglos XIX y XX de Mario
Góngora (2003) contiene, además, su polémica con Arturo Fontaine
Talavera, exponente, entonces y ahora, del pensamiento liberal en
Chile.

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Constitución del 80, la potencia del modelo chileno, que la
Concertación no pudo sino consolidar, se basa en una trans-
formación profunda de la idiosincracia nacional: ahora, cual
más, cual menos, somos todos “emprendedores”.
Jaime Guzmán fue asesinado el 1 de abril de 1991.
Durante el segundo semestre del 2010, la petición de extra-
dición desde la Argentina de uno de los acusados por este
crimen, el ex-frentista Galvarino Apablaza, y su obtención,
allí, de la calidad de refugiado, volvió a remover toda esta
densa materia. Porque el viejo descontento de izquierda y
derecha, anteriormente dirigido al orden de la “vieja Repú-
blica”, se reproduce ante este nuevo orden, aunque esta
vez de manera más bien caricaturesca. Por una parte, se
trata de grupos como el FPMR y el Lautaro que, frente a
la salida negociada a la dictadura, se jugaron nuevamente
la carta revolucionaria, y volvieron a fracasar. Por la otra,
están los sectores “duros” de la dictadura: los cuadros de
la vieja DINA, de la CNI que, abandonados por la derecha
democrática, fueron ofrecidos como víctimas propiciatorias
al nuevo orden. Y la confluencia de ambos, si se atiende a la
evidencia que surgió en esos días del 2010, parece ser ahora
una cuestión bien concreta. Así, hay motivos para pensar
que, como él mismo lo ha manifestado reiteradamente, el
secuestro por parte del FPMR del Coronel Carlos Carreño
(1987) habría sido “digitado” por miembros del Ejército y
llevado a la práctica por un “topo” que convenció a la direc-
ción del FPMR de la conveniencia de la acción. La misma
sospecha existe respecto al asesinato de Jaime Guzmán, del
cual los generales Ballerino y Ramírez Rurange, e incluso el
mismo Augusto Pinochet, habrían estado en conocimiento,
sin que ninguno de ellos se tomase el trabajo de informar
a la víctima. Y es que, en la clandestinidad, todos los gatos

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son negros: el juego de las ocultaciones, de las dobles iden-
tidades, es precisamente el que los servicios secretos saben
jugar.
El asesinato de Jaime Guzmán tuvo lugar a poco más
de un año del inicio de la transición (con Pinochet en la
Comandancia en Jefe del Ejército); solo un mes después
de la publicación del Informe Rettig. Se inserta, de esta
manera, en un ambiente de enorme incertidumbre e inesta-
bilidad, prefigurado ya en la reticencia del círculo de hierro
de Pinochet a reconocer la victoria del “No” en el plebis-
cito de 1988, y que episodios como el “boinazo” de 1993 se
encargarían de prolongar.
Jaime Guzmán fue la figura gatopardesca de la transi-
ción: uno que entendió que, para que todo permanezca,
todo debe cambiar. Su elección como víctima, ese día de
abril de 1991, no parece haber sido producto del azar.

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9. ¿Diversidad o conflicto?

Con su movilización el movimiento estudiantil puso en


cuestión, inesperadamente, los principios fundamen-
tales del “nuevo orden de la nación chilena”. Es decir, su
“libreto”, el cual fue –y difícilmente pudo haber sido de otra
manera– el resultado de una negociación cuyos términos
la dictadura –derrotada en un plebiscito, pero detentora de
buena parte del poder real– en gran parte impuso. De este
modo la democracia y las élites políticas quedaron bajo el
peso de una hipoteca (una deuda o culpa, diría Nietzsche:
metáfora de la entera situación chilena) que ha terminado,
como muestran las encuestas, por arruinarlas sin distinción
de color.
El 8 y 9 de octubre del 2011 se realizó en Chile un ple-
biscito informal (“Consulta Ciudadana”), convocado por
los mismos estudiantes más una serie de organizaciones
sociales que se fueron sumando al movimiento (Colegio de
Profesores, Asociación de Padres y Apoderados, Asociación
Nacional de Funcionarios Ministerio Educación, Alumnos
Secundarios y Universitarios, Central Unitaria de Trabajado-
res, Asociación Nacional de Empleados Fiscales, Junji, Con-
fusam, Trabajadores de la Educación Superior, Agrupación

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Familiares Detenidos Desaparecidos, Confemuch, Traba-
jadores Mineduc, A. F. Municipales). Previsiblemente, la
opción favorecida por los organizadores triunfó abruma-
doramente. Más allá de esta unanimidad, la convocatoria
mueve a pensar.
Por cierto, no es lo mismo un plebiscito lanzado desde
el Estado que desde un movimiento social. En el primer
caso, lo que se pretende es, desde arriba, hacerle el quite
a la democracia representativa, apelando supuestamente
al pueblo sin mediación. Digo supuestamente, porque en
verdad hay la tremenda mediación: para no ir más lejos,
la ejercida por los medios de comunicación, por los apara-
tos estatales y partidarios (por sus promesas y amenazas),
etc. En el segundo caso (y muy particularmente el de Chile,
donde los mediadores, las élites, han quedado inquietante-
mente en el camino), y más allá de las intenciones de sus
organizadores, el “efecto plebiscito” consiste, en principio,
en articular una serie de demandas heterogéneas en un solo
movimiento, a la manera del “No” en el plebiscito de 1988.
El paralelo se puede profundizar: en ambos casos se trató y
se trata de reposicionar la conflictividad inherente a lo polí-
tico, neutralizada, sea por la represión dictatorial, sea por
la sustitución –inherente al liberalismo– de la política por
la tecnocracia (por las llamadas “políticas públicas”, que se
anticipan a cualquier demanda de posibles actores sociales,
los cuales no pasan entonces más allá de ser meramente
“posibles”).
Es decir, para que lo político adquiera presencia, la mera
multitud no basta. Se trata más bien, como el teórico polí-
tico alemán Carl Schmitt lo enseñó, de generar una distin-
ción binaria que Schmitt, con una franqueza (o ingenuidad)
que ya no mucho se estila, denominó “amigo/enemigo”. Y

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el mecanismo plebiscitario cumple con esta tarea de modo
ejemplar. En efecto, lo que en todo plebiscito opera es una
feroz simplificación: opciones complejas se reducen a un
simple “sí” o “no”. De esta manera, a costa de tal simplifica-
ción –pero todo tiene su costo en esta vida– la conflictividad
inherente a lo político cobra nuevamente presencia.
Ahora bien, cabe preguntarse si los promotores de la
Consulta tenían claro que esto es lo que, al menos en prin-
cipio, estaban efectuando. Cabe, en primer lugar, porque
el contenido de algunas de las preguntas resultaba, en este
aspecto, contradictorio. Así, como casi todas, la pregunta
N° 2 “¿Está usted de acuerdo con que las Escuelas y Liceos
sean desmunicipalizados, volviendo a depender del Minis-
terio de Educación de forma Descentralizada, Participativa
y Autónoma?” mezclaba una serie de cuestiones diversas
y complejas, pero reducidas a un simple “sí” o “no”. Pero
además planteaba una reivindicación, la de la autonomía
de la educación, propia del liberalismo. Pues en virtud de
ella la educación deja de ser un factor de unificación social
bajo valores republicanos, para transformarse en un juego
de diferencias (diferencias que, en un país como Chile, ter-
minan fácilmente reproduciendo la estratificación social).
Y por lo demás, ¿cómo se conjugaba esta reivindicación
de la autonomía con la idea del carácter necesariamente
“público” (ambigua palabra, que suele traducirse, lisa y lla-
namente, por “estatal”) de la educación, tal como aparecía
en la pregunta N° 1?
Por cierto, no estoy afirmando aquí que la diferencia sea
en sí misma “mala”, ni que la reducción de las diferencias
a una oposición binaria, como condición para que la con-
flictividad de lo político salga a la superficie, lo sea tam-
poco. Pero poner ambas cosas en el mismo plano resulta

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alarmante: algo así como la expresión de una mentalidad
de consumo, en virtud de la cual se eligen opciones con la
misma liviandad con que se hace shopping o se eligen platos
en un menú: militancia dura sí, diversidad liberal también.
Alarmante era también la pregunta N° 4: “¿Está usted de
acuerdo con la necesidad de incorporar el Plebiscito Vin-
culante, Convocado por los Ciudadanos, para resolver los
problemas fundamentales de carácter nacional?”. Con su
vaguedad (¿convocado por cuántos ciudadanos?) esta pre-
gunta contenía la promesa –a la vez, la amenaza– de poner
fin a la política como actividad cotidiana, sustituyéndola por
la conflictividad radical (sí/no; amigos/enemigos) enten-
dida, no como excepción, sino como regla. Por cierto, la
diferencia entre regla y excepción es relativa: la excepción,
así lo enseñó magistralmente Carl Schmitt (2009) en su
Teología Política, es más importante que la regla; la norma-
lidad que se expresa en esta no es sino la excepción negada,
sublimada. Tampoco es posible olvidar que, ante dicha evi-
dencia –la de que vivimos, en el fondo, bajo un Estado de
excepción enmascarado de Estado de derecho– y en circuns-
tancias extremas (las de un intelectual judío de izquierda
que ve con horror cómo el pacto Molotov-Ribbentrop parece
poner fin a toda esperanza terrena), Walter Benjamin ima-
ginó una política mesiánica capaz de instaurar un “verda-
dero Estado de excepción”.
El mesianismo, sin embargo, no se consume en peque-
ñas dosis. Se ingiere entero, ritual y soteriología (doctrina de
la salvación) incluidos. Es dudoso que el mismo Benjamin,
más allá del casi inevitable impulso a teologizar las derrotas
(la de la revolución en Alemania a fines de los años 20; la
más definitiva, 20 años después), lo haya hecho. Más difícil
aun es que lo hagan filósofos profesionalizados, por más

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que estudien el mesianismo en sus cátedras; menos aun
se le puede pedir este sacrificio de la razón a los dirigentes
sociales. ¡De vuelta a terreno áspero! (La exhortación es de
Wittgenstein, y quizás no está demasiado fuera de contexto).
Por una parte, quien apuesta por la conflictividad está uni-
ficando al partido de los “amigos”. Pero al costo de tener al
frente a verdaderos enemigos. La historia política chilena
muestra que al movimiento popular chileno no le ha ido
nada bien en ese terreno, que colinda con el del conflicto
armado (porque los enemigos, enemigos son, y se baten de
esa manera). Para no ir más lejos, durante el gobierno de la
Unidad Popular, la ultraizquierda (MIR, PS de Carlos Alta-
mirano, Mapu Garretón) jugó a extremar la conflictividad
de lo político. Salvo un “pequeño” detalle: a la hora de la ver-
dad (que más temprano que tarde siempre llega) no había
materia (“fierros”, como se decía) para respaldar tan incen-
diarias palabras. ¿Habrá mañana tal materia, o se tratará de
otra fanfarronada irresponsable?
Por cierto, se podría decir que la Consulta Ciudadana que
comento reflejó, más bien, la diversidad de la movilización
social de los meses anteriores (de hecho, las preguntas en
cuestión se respondían separadamente). Pero esta diversi-
dad –desde el mismo carácter de Carnaval, o Love Parade
(pienso por ejemplo en el sugerente Desfile de Putas y Mara-
cas del 19 de septiembre del 2011) que caracterizó a las
multitudinarias manifestaciones– constituye una escena
paradigmáticamente liberal, de la cual incluso policías y
“encapuchados” entran a formar parte. Liberal, porque el
liberalismo político tiene su núcleo de sentido, no en la con-
secución del lucro a toda costa, sino precisamente en un
Estado neutral que, idealmente, permite que todas las dife-
rencias (religiosas, sexuales, filosóficas, etc.) se expresen,

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siempre y cuando se restrinjan a una esfera privada (es
decir, que no pretendan hegemonizar la vida pública).
Sin duda, se puede argumentar muy seriamente en el
sentido de que la neutralidad de tal Estado no es más que
una mentira o, mejor, una ficción; tal como sería una ficción
la diversidad que pretendería albergar. De hecho, es verosí-
mil que así sea: no hay, en condiciones modernas, una polí-
tica, una forma de organización social que sea “verdadera”
(natural, divinamente revelada, etc.). Solo hay, solo puede
haber ficciones performativas (es decir, que operan efectos
sobre lo real). Hay, por cierto, ficciones mejores y peores y,
dentro de ciertos límites, es posible elegir la ficción al inte-
rior de la cual se quiere vivir. Pero solo dentro de ciertos
límites. Y, es de esperar, con conciencia de que se trata de
eso, de una ficción, nada más, nada menos.

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10. “Qué preferí’, que te pegue un balazo
o un palo” (Estado de derecho, lado B)

El incendio de la cárcel de San Miguel a comienzos de


diciembre del año 2010; poco antes, las revelaciones de
tortura a un detenido por parte de carabineros –cuatro de
ellos oficiales– en un furgón policial de la 50a Comisaría
de San Joaquín. Es como si un velo se descorriese repenti-
namente, dejando ver un espectáculo horroroso, pero a la
vez cotidiano. Y, además, seductor: no por nada las dantes-
cas escenas de San Miguel repletaron las pantallas (¿cuál
sería el rating?). Y en el caso de los policías torturadores, la
producción televisiva fue high-tech e independiente: fueron
ellos mismos quienes, celular mediante, se las ingeniaron
para “subir” el episodio al reality show de la vida chilena (la
frase que sirve de título a esta columna proviene del registro
en video que ellos mismos tomaron y pusieron en circula-
ción). La reacción de las personas tenidas por sensatas, de
la élite, de la clase política, consiste básicamente en con-
siderar que episodios como estos son lamentables anoma-
lías, que políticas públicas más eficaces, o el tan ansiado
desarrollo, finalmente debieran terminar por eliminar o, al
menos, minimizar. Así, en el caso de los presos y las cár-
celes, además de la promesa de más metros cuadrados de

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“infraestructura penitenciaria” y otras progresistas medidas
surge, una y otra vez, la palabra “rehabilitación”, como si en
ella residiese la esencia del Estado carcelario. En el caso de
los abusos policiales, sus perpetradores pasan a ser, rápida-
mente, y sin mayor trámite, ex-policías: como si se tratase
de comportamientos que, no obstante su recurrencia, fue-
sen impensables bajo el concepto de lo policial.
Tanta insistencia en la rehabilitación, y sin embargo,
nadie o casi nadie se rehabilita; tanta en la impoluta condi-
ción policial (también militar), y si embargo, los “abusos”
(¡remember Antuco!)20 se remontan hasta donde alcanza la
memoria. No obstante, esa misma insistencia, a la manera
de un síntoma neurótico de ocultamiento de un contenido
reprimido, apunta precisamente hacia lo contrario: la con-
dición carcelaria está a la vez fuera y dentro de la ley; los
abusos policiales son, en realidad, los usos auténticos de la
institución policial.
Algunas líneas del discurso (escrito por Andrés Bello)
con el cual el Presidente Manuel Montt presentó ante
el Congreso, en 1855, el Código Civil, pueden servir para
entender esto. Dice así:

Se ha confiado más que en la ley, en el juicio de los padres y en


los sentimientos naturales. Cuando estos se extravían o faltan,
la voz de aquella es impotente, sus prescripciones facilísimas
de eludir y la esfera a la que les es dado extenderse, estre-
chísima… El proyecto se ha limitado a reprimir los excesos

20 La tragedia de Antuco ocurrió en mayo del 2005, y tuvo por resultado


la muerte por congelación de 45 jóvenes reclutas de un batallón
del Ejército de Chile. No obstante las condiciones climáticas
evidentemente desfavorables, el mando se obstinó en llevar a cabo
una marcha en plena ventisca de nieve entre el volcán Antuco y la
laguna de La Laja, en la VIII Región del Biobío.

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enormes de la liberalidad indiscreta, que… es lo único a que
puede alcanzar la ley civil, sin salir de sus límites racionales,
sin invadir el asilo de las afecciones domésticas, sin dictar
providencias inquisitorias de difícil ejecución, y después de
todo ineficaces.

Por una parte, Bello y Montt son conscientes de que la


eficacia de las leyes es limitada. A la vez, son caballeros
del siglo XIX: es decir, ante tal limitación, apelan al poder
patriarcal y a la naturaleza. Pero, si vamos al fondo del
asunto, lo que esta presentación del Código Civil deja ver
es una suerte de inquietante zona gris: la apelación a ins-
tancias que, sin estar fuera de ley, tampoco están en rigor
dentro de ella, y que además hacen posible que la primera
opere “sin salir de sus límites racionales”. Y, por cierto, bajo
el tupido velo de los piadosos eufemismos decimonónicos
(“juicio de los padres”; “sentimientos naturales”), es posible
entrever una realidad siniestra: la fusta implacable del padre
y el patrón de fundo; el miedo y la domesticación transfor-
mados en naturaleza.
Estos poderes, claro está, no fueron capaces de sobrevivir
en el medio corrosivo, plebeyo, de las sociedades de masas
del siglo XX, del siglo XXI. Por usar una expresión puesta de
moda por una recordada campaña del Servicio Nacional de
Menores, Sename, contra la violencia intrafamiliar, el viejo
patriarca se ha transformado en una figura grotesca: en un
maricón. Pero esto no significa que la zona gris haya des-
aparecido: más bien, la policía de las familias y los feudos
ha sido substituida, abiertamente, por la institución policial
y su complemento, la cárcel. Ciertamente, estas existían en
el siglo XIX y antes también. Pero ahora se han desplazado,

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desde los márgenes hasta el centro (si alguien duda, basta
con que encienda el televisor).
A estas alturas, algún defensor acérrimo de nuestras
fuerzas de orden y seguridad podría saltar indignado. ¡Pero
si la policía, las instituciones penitenciarias, están regula-
das por la ley! Y claro, lo están. Pero, como Montt y Bello lo
sabían, la eficacia de las leyes es limitada: hay microprácti-
cas que ninguna ley puede regular. Este es, precisamente, el
terreno donde opera la policía.
El pensador judío-alemán Walter Benjamin, en un texto
célebre ya mencionado (Hacia la crítica de la violencia), dis-
tingue entre la violencia que da origen a las leyes y la violen-
cia que las preserva (por cierto, como en Thomas Hobbes,
padre del pensamiento político moderno, la ley puede sur-
gir para detener la violencia, “la guerra de todos contra
todos”: esto no significa que la violencia deje de estar en su
origen). Pero el policía (o el gendarme) opera, justamente,
en la zona gris entre ambas: aunque pareciera solo aplicar
la ley (preservarla), de hecho se ve cotidianamente envuelto
en situaciones (las series policiales de la TV están repletas
de ellas: de ahí el placer perverso que provocan) sobre las
cuales, en la práctica, la ley nada podría decir y que requie-
ren, por tanto, del ejercicio situacional, discrecional, de una
violencia creadora de ley.
En un artículo publicado en el London Review of Books
en noviembre del 2010, David Simpson (2010) comenta un
libro acerca del comportamiento de los soldados norteame-
ricanos en Irak (None of Us Were Like This Before: American
Soldiers and Torture, de Joshua Philips, publicado en Gran
Bretaña por Verso el 2012). Lo sorprendente es que, según
la evidencia obtenida, mediante entrevistas, por Philips, la
tortura empezó en Irak mucho antes de ser validada por el

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gobierno de Bush. En la medida en que las guerras contem-
poráneas involucran crecientemente a poblaciones civiles
(sean éstas víctimas de golpes de Estado o de invasiones),
estos soldados han pasado, en rigor, a ser policías. Lo que
los ha llevado a ser torturadores espontáneos es, por una
parte, el aburrimiento. Uno de los entrevistados, Adam Grey
(posteriormente, ya desmovilizado, habrá de suicidarse),
dice: “Todos dan vuelta el culo y corren como hijos de puta.
Estoy tan locamente aburrido”. Pero, más allá del hastío,
lo que llama la atención es que estos policías-soldados no
requieren de ningún entrenamiento especial para tornarse
en avezados torturadores: les basta solo con recordar la vida
de cuartel, el entrenamiento y los castigos a los que, en su
formación como guardianes, fueron ellos mismos someti-
dos por sus superiores. Esta formación no solo incluye las
clásicas lagartijas: también están los rituales iniciáticos (en
el mismo período acerca del cual escribo, una demanda
judicial permitió que la opinión pública se enterara de la
pervivencia de estas prácticas en la Fuerza Aérea de Chile)
y los cursos de supervivencia, que abarcan privación del
sueño, sadismo sexual, ruido, exposición a temperaturas
extremas, inmersión y ahogo. Así, los policías-soldados en
Irak no tuvieron que recurrir más que a la ancestral cultura
de la tortura, que se propaga y perfecciona de generación en
generación, y que abarca tanto a prisioneros como a guar-
dianes, y que constituye, crecientemente, la zona gris del
Estado de derecho, el soporte oculto de su racionalidad.
Esta cultura es profunda y abarcante: no se reduce a
esporádicos episodios, a Estados de excepción como el
Golpe Militar del 73 (aunque estos, sin duda, se alimenten
de aquella). Y es que, como el propio Walter Benjamin
lo observaba, por sobre el “Estado de excepción” está la

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excepción que coincide con la regla.21 Y habría que ser
demasiado ingenuo para no advertir que Chile no podría
estar al margen de ella.
Algunos podrán seguir pensando en una revolución
que habría de poner fin, de una vez para siempre, a este
comercio en la sombra, a estas relaciones peligrosas entre
legalidad y violencia. Ignoran, o fingen ignorar, que las
revoluciones terminan, inevitablemente, en la formación
de Estados policiales no mejores que los que pretendían
erradicar (y en Chilito no vamos a descubrir la pólvora).
Más arriba me he referido a las élites, que tienden a pensar
en los episodios que he comentado como meras anomalías.
Ahora bien: esto no necesariamente es así, quizás hay uno
que otro personaje lúcido, que advierte la realidad, aunque
prefiera, por prudencia, recurrir a lo que Platón llamaba
“mentira noble”.
En cualquier caso, son episodios que descorren el velo e
invitan a pensar. Y la lucidez, aunque no proporcione solu-
ciones ni consuelo, es una virtud que los seres humanos no
tenemos por qué abandonar.

21 “Sobre el concepto de historia” (W. Benjamin 2008), Tesis VIII.

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11. El malestar en el liberalismo

Una de las más razonadas y razonables interpretaciones del


fenómeno político –el retorno de lo político– que el movi-
miento estudiantil ha desencadenado en Chile (ver por
ejemplo entrevista a Carlos Peña, en “Reportajes” de La Ter-
cera el sábado 25 de agosto del 2012) consiste en entender
que “el malestar” (“¿Hasta dónde llega el malestar?” es la
pregunta que formula el mencionado medio) no afectaría
a las bases mismas de la modernización liberal que puso
a andar la dictadura en los años 80, y que los gobiernos de
la Concertación, además de profundizar, legitimaron demo-
cráticamente. Es decir, las demandas que hoy plantean
los “movimientos sociales” serían resultado de esa misma
modernización: así, el “malestar” no sería sino expresión de
un desequilibrio entre las expectativas meritocráticas que
el liberalismo inherentemente desencadena y el fracaso de
su versión local en cuanto a disponer los medios para satis-
facerlas. De este modo, la solución a la crisis (por ejemplo,
de la credibilidad de las élites) no sería menos, sino más
liberalismo: un liberalismo coherente, en suma.
Por cierto, hay muchos elementos que avalan esta inter-
pretación. Más allá de lo que muestran las encuestas, es

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posible sostener que, por sobre sus demandas específicas,
el movimiento estudiantil está movido por un ethos liber-
tario –el ethos de la diversidad, de la transparencia, de la
libertad de expresión, de la meritocracia– que en principio
no rebasa, sino más bien profundiza lo que alguna vez se
ha llamado “la asombrosamente poderosa sistemática del
pensamiento liberal”. De hecho, vuelvo a algo tratado más
arriba, en el terreno universitario –el de la universidad “de
Chile”, más precisamente– las invocaciones a la tradición de
Andrés Bello encubren la distancia sideral existente entre
una universidad “de la excelencia”, que necesariamente
debe integrarse a las redes globalizadas de producción y cir-
culación del conocimiento en el mundo contemporáneo (y
lo hace: de allí el volumen de investigación que con justifi-
cado orgullo la Universidad de Chile exhibe), y una univer-
sidad nacional en la cual, son palabras de Bello ya citadas
más arriba en su discurso de instalación como Rector,
“todas las sendas en que se propone dirigir las investigacio-
nes de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen
a un centro: la patria”. Una universidad, la de Bello, que
está en íntima conexión con la élite dirigente en todas sus
dimensiones (política, religiosa, económica, militar). Pero
esta misión nacional deja de ser posible una vez que las
universidades pasan a constituir una más entre las esferas
autónomas y diferenciadas que constituyen las sociedades
contemporáneas. De hecho, la autonomía universitaria no
parece haber estado en la mentalidad de Bello ni en la de
los prohombres de la época. Su expresión estatutaria, al
menos, data recién de 1931 (durante la dictadura de Car-
los Ibáñez del Campo) y coincide, sugerentemente, con la
supresión de la tutela que hasta entonces la Universidad de
Chile ejercía sobre las demás ramas de la educación. Estos

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fenómenos coincidentes apuntan hacia el ethos individua-
lista –meritocrático– que caracteriza a la universidad de hoy,
y que se traduce, entre otras cosas, en que la desconfianza
hacia la política real, en cuanto actividad que exige un cierto
sacrificio de la individualidad (“es mejor equivocarse con
el Partido, que tener razón sin él”, se decía en el antiguo
PCCh), se haya tornado inherente a la vocación académica.
Un liberalismo coherente. No deja de ser llamativo que
reivindicaciones como la abolición de la conscripción mili-
tar obligatoria –expresión por excelencia del sometimiento
de los individuos al Estado– así como la legalización de
las drogas, que si bien no han estado en el centro de las
demandas de los movimientos sociales en el Chile actual, sí
constituyen parte de su difuso trasfondo, hayan sido enfáti-
camente defendidas por quien, por otra parte, es su bestia
negra: Milton Friedman. De paso, Friedman incluía tam-
bién en la lista la legalización de la prostitución, de modo
de terminar con las mafias que controlan esta actividad, y
de restituir a la mujer el dominio de su cuerpo, el cual no
excluiría, por qué no, la posibilidad de alquilarlo.
A Friedman, por cierto, se le puede reprochar su incohe-
rencia: un libertario que, sin embargo, no le hizo asco a cola-
borar con la dictadura de Pinochet.22 Pero, y aquí recién llego

22 “Libertarios” (traduzco así del inglés: “Libertarian”) son, según The


Stanford Encyclopedia of Philosophy, quienes sostienen “que los agentes
humanos son completamente dueños de sí mismos y están dotados
de ciertos poderes morales para adquirir derechos de propiedad
sobre los objetos externos”. La tendencia parece tener su origen
en Locke y su expresión contemporánea más influyente en Nozick.
Como la misma Enciclopedia lo establece, hay libertarios tanto de
derecha como de izquierda. En términos contemporáneos, de hecho,
muchas de las posiciones morales consideradas “de izquierda” son
totalmente consistentes con el libertarianismo. Este “se opone a
toda ley que restrinja las relaciones sexuales privadas y consensuales

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al asunto de fondo que quiero tratar, quizás fue coherente,
pero de un modo que escapa a quienes ven al liberalismo
solo por el lado de la libertad individual. Para entender el
“lado B” del liberalismo es preciso ir a la historia de los Esta-
dos liberales modernos. Estos surgieron como resultado de
las sangrientas guerras religiosas desatadas por la Reforma
Protestante y por la Contrarreforma, a las cuales ya me he
referido.
Inspirada en debates teológicos que habían estado pre-
sentes durante toda la historia de la Cristiandad pero que
se agudizaron en la Alta Edad Media, la Reforma enfatizó
la omnipotencia divina: la omnipotencia de un Dios cuyos
designios, por tanto, habrían de estar más allá del alcance
de la razón humana (de lo contrario, Dios no sería más que
un constructo a la escala humana, un ídolo). Pero de esta
manera, la autoridad de la institución eclesiástica medieval
quedó irremediablemente socavada. En efecto, dicha auto-
ridad basaba su legitimidad en su auto-conferido privilegio
de traducir los designios divinos, contenidos en la Escritura
o en el “libro” de la Creación, en términos de normas ético-
políticas que, a partir de allí, eran obligatorias para todos. La

entre adultos (por ejemplo, la sexualidad gay, extramarital, fuera de


la norma), a las leyes que restringen el uso de drogas, que imponen
puntos de vista o prácticas religiosas, así como el servicio militar
obligatorio”. La diferencia entre libertarios de derecha y de izquierda
se da más bien en el terreno de los derechos, no sobre sí mismo, sino
sobre la propiedad de los recursos naturales. Mientras los libertarios
de derecha se oponen a cualquier restricción sobre su apropiación
privada, los de izquierda consideran que tales recursos pertenecen a
todos, de un modo igualitario, de modo que la apropiación privada
debe ir acompañada de pagos compensatorios (Vallentyne, Peter,
“Libertarianism”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring
2012 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL = <http://plato.stanford.
edu/archives/spr2012/entries/libertarianism/>).

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Reforma, en cambio, al menos en su momento más radical,
se opuso a toda mediación institucional. Pero de este modo
la conciencia individual pasó a ser la única vía de contacto
con una trascendencia opaca, enigmática. A la vez, un Dios
omnipotente, impenetrable es, paradójicamente, un Dios
distante, ausente: un Dios cuya ausencia hace posible que
se abra un espacio para actividades que no suman ni restan
a la cuenta individual de la salvación. Se dan así las con-
diciones culturales, las ideas fuerza que potencian el desa-
rrollo de la tecno-ciencia y del mercado. Sujeto individual,
tecno-ciencia y mercado son, de hecho, los elementos fun-
damentales del mundo moderno.
Pero hay que agregar un cuarto elemento, el Estado.
En lugar de la Revelación administrada por la institución
eclesiástica medieval, la Reforma instaló la certeza subje-
tiva –los dictados de conciencia– como criterio último de
verdad. El resultado fue lo que se suele llamar “Estado de
naturaleza”: la guerra de todos contra todos. Como Tho-
mas Hobbes, padre de la filosofía política moderna, lo supo
entender, la Modernidad requiere de un Estado que, desar-
mando a los contrincantes y monopolizando la violencia,
les prometa a cambio defenderlos de la amenaza de muerte
violenta en manos de sus semejantes; a la vez, el miedo a
esta muerte propicia que los contendientes estén dispues-
tos a deponer la violencia individual o sectaria a favor del
Estado y del imperio del derecho. Nace así el “Dios mortal”,
el “gran Leviathan”, en las elocuentes expresiones de Hob-
bes: la soberanía moderna.
Pero deponer la violencia “natural” solo es posible si las
creencias (primero religiosas, luego todas las demás, inclu-
yendo las políticas) son neutralizadas por el soberano: es
decir, confinadas al interior de la conciencia individual o, a

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lo más, de un grupo, que debe entender (y si no lo entiende,
¡ay de él!) que no debe intentar imponer su dominio sobre
el resto de la sociedad (a lo más, influir sobre ella mediante
la “libertad de expresión”). Así, la fe religiosa se transforma
en mera “creencia” privatizada. Y la sociedad despolitizada
pasa a ser el campo de operaciones de la tecnocracia.
Más arriba conjeturé que Milton Friedman pudo haber
sido coherente. Lo haya sido o no, la cuestión es que el libe-
ralismo contemporáneo no lo es. Razón fundamental para
ello es la creciente despersonalización e invisibilidad del
poder soberano, oculto bajo formas como el parlamenta-
rismo, la judicialización de aspectos crecientes de la vida
(que hace olvidar que el fundamento último del derecho es
la violencia); el mismo debilitamiento de los Estados nacio-
nales, que sustrae el ejercicio de la soberanía de la percep-
ción del ciudadano de a pie.
No cabe entrar aquí a un análisis más profundo de esta
cuestión. Solo agrego otro factor: la interpretación domi-
nante, y simplista, de los conflictos que caracterizaron al
siglo XX (liberalismo vs. totalitarismo). A ello se suma el
intenso marketing político ejercido por el bando triunfante:
un marketing ligado a la promesa –hedonismo de masas–
de una satisfacción sin límites del deseo, de modo que
todo límite pasa a ser visto como injusticia. De todo esto se
sigue la idea, que las actuales concepciones libertarias “de
izquierda” (el anarquismo) tienden ávida e ingenuamente
a comprar, de que sería posible disociar libertad moderna y
autoridad. Así se hace posible que esta “izquierda” más bien
cultural (que poco tiene que ver con la “vieja” izquierda, no
obstante reclame su legado o incluso conserve sus nom-
bres) coincida, tal como lo he hecho ver más arriba, con las
ideas “libertarias” de Friedman. Y que sufra, en su ideario,

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de una profunda esquizofrenia. Así, añora el rol determi-
nante del Estado (el cual, para ser efectivo, debe necesaria-
mente extenderse hacia lo económico), sin entender que, en
la medida en que las expectativas y conductas de los sujetos
inciden en los fenómenos económicos, no hay economía
planificada en serio sin censura y restricciones al comporta-
miento de las personas (así se explica, de paso, el fenómeno
chino).
Si la lógica profunda del “modelo” es esta, las demandas
que se siguen de él no son meramente de tipo igualitario o
meritocrático. Hay un malestar profundo en el liberalismo:
demandas libertarias que, cobrándole la palabra al sistema,
hacen aparecer, súbitamente, su faz violenta, represiva, que
él mismo parecía haber dejado atrás. De paso, más allá de
las evidentes y repugnantes desigualdades económicas, es
posible pensar que, por sobre cualquier análisis en térmi-
nos de igualdad de oportunidades, de discriminación y de
financiamiento, la educación es el escenario de un conflicto
soterrado: el que enfrenta a estudiantes bombardeados por
aspiraciones libertarias con profesores cuya autoridad está
irremediablemente socavada.
Nada de esto hace predecible un derrumbe del modelo.
Más bien, un permanente estado de insatisfacción, pun-
tuado por estallidos de euforia y de represión.

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12. Encuestas: la plaga de las fantasías

En su columna de La Tercera del sábado 15 de septiembre


del 2012, Alfredo Jocelyn-Holt observa: “Circula un ‘estu-
dio’ sobre la percepción de los chilenos sobre sí mismos.
En una de sus entradas un 76% de los consultados afirma
que es propio de los chilenos ‘no decir las cosas de frente’.
La lógica me dice que de ser efectivo todas las respuestas
consignadas en dicha muestra son discutibles (incluida esta
respuesta) e invalida de paso todas las encuestas”.
La cuestión lógica a la cual AJH alude es, más precisa-
mente, la de la autoinclusión: enunciados que se refieren,
se incluyen a sí mismos. El prototipo de ellos es la llamada
“paradoja del mentiroso”: en ella incurre quien dice “Yo
miento” (en su versión más clásica, se trata de un cretense
que dice “todos los cretenses mienten”). Lo común de todos
los enunciados que comparten esta estructura autorreferen-
cial es que su verdad queda en suspenso: si es verdad que
“yo miento”, entonces es falso; si es falso, entonces yo no
miento, y entonces el enunciado es verdadero, etc.
Las paradojas provocan desconcierto. Así sucede tam-
bién con las paradojas de los filósofos eleáticos (siglos VI
y V antes de nuestra era), la más divulgada de las cuales se

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conoce como la de “Aquiles y la tortuga”. Aquiles y la tortuga
se desafían a correr los 100 m. planos. Como la tortuga es
lenta, y Aquiles en cambio un hombre veloz –digamos, diez
veces más que el animalito– y también justo, le concede a la
tortuga una ventaja (supongamos que parte ya en la mitad
de la pista). Cuando Aquiles corra esos 50 m., la tortuga
habrá avanzado 5 m.; cuando “el de los pies ligeros” corra
esos 5 m., la tortuga habrá avanzado 0,5 m.; cuando Aquiles
recorra esos 0,5 m., la tortuga… Finalmente, se demuestra
que Aquiles jamás alcanzará a la tortuga; más radicalmente,
que el movimiento es imposible.
Pero no es que los eleáticos no creyesen en el movimiento
en el mundo real; más bien, lo que hacían era poner en evi-
dencia la insuficiencia de nuestros conceptos para pensarlo.
Lo mismo sucede con la paradoja del mentiroso: se trata de
llevarnos a reflexionar sobre la lógica (en particular, sobre
enunciados como el del “tercero excluido”, que prescriben
que todos los enunciados han de ser, sea verdaderos, sea
falsos).
Algo similar podría decirse con la paradoja que AJH
observa en el seno de las encuestas. Pero la reflexión sobre
ella podría extenderse más allá. Particularmente, porque las
encuestas, el people-meter, determinan crecientemente la
forma del mundo en el cual vivimos, incluso por sobre esas
variables “duras” que dice manejar la ciencia económica. De
hecho, esta misma ciencia aloja el virus en su interior: los
sujetos actúan según sus expectativas. Y estas, en medida
creciente, son moldeadas por la dupla encuestas-medios de
comunicación, que se complementan.
Las encuestas se utilizan hoy para determinar no sola-
mente qué marca de detergente “la gente” prefiere; tam-
bién, como sabemos, determinan en gran medida el

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comportamiento de las élites políticas, de modo que, al
final del día, el debate político se reduce a los porcentajes
de preferencia que uno u otro candidato obtienen, o las pre-
ferencias del público por estas u otras prioridades para las
políticas públicas.
Todo esto debiera llevar a preguntarnos por los supuestos
que subyacen a esta poderosa herramienta de construcción
de realidad, durísima realidad. Por ejemplo: ¿responden
las personas lo que realmente piensan, o lo que se supone
debieran pensar? ¿No podría darse una situación en la cual
los entrevistados respondan, deliberadamente o no, fal-
seando sus genuinas opiniones? ¿Es posible que un cuestio-
nario recoja verdaderamente el abanico de opciones frente
a cuestiones complejas? ¿No será que el cuestionario repro-
duce la visión, inevitablemente sesgada, de quienes dise-
ñan la encuesta, por más precauciones científicas que estos
tomen? Por cierto, se dirá, la encuesta se complementa y
corrige con estudios “cualitativos” (focus groups, etc.). Pero
estos, de nuevo, están preconcebidos, sesgados en una
dirección determinada (esa es la diferencia entre un focus y
una asamblea; por eso el focus es una herramienta maneja-
ble). Y, además, finalmente hay la necesidad de cuantificar,
con lo cual lo supuestamente cualitativo se transforma en
una ilusión.
Yendo más a fondo: en el tiempo limitado de respuesta
a una pregunta, ¿es posible que los encuestados sepan real-
mente lo que piensan? ¿Y más a fondo aun, independien-
temente de la premura, sabemos realmente los chilenos (¡o
los seres humanos en general!) lo que “realmente” pensa-
mos? Este es un problema lógico-filosófico mayor. Solo un
antecedente: el relato con que Edgar Allan Poe dio origen
a la llamada “novela detectivesca analítica”, Los crímenes de

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la calle Morgue (1941), se inicia con la siguiente reflexión:
“Las facultades mentales que se dice son analíticas son, en
sí mismas, muy poco susceptibles al análisis.”
La dificultad que Poe plantea no es de tipo psicológico,
sino más bien lógico: no hay ningún saber que pueda darse
alcance a sí mismo; cuando me analizo, automáticamente
me desdoblo (“yo soy otro”), y así hasta el infinito. No esta-
ría demás tomarse en serio las palabras de Poe, que anti-
cipan que ni siquiera un “razonador”, como su personaje
Dupin, de quien desciende el popular Sherlock Holmes
(o el mismísimo Aristóteles, para el caso), sería capaz, en
último término, de entenderse a sí mismo. No obstante,
tanto administradores como usuarios del people-meter omi-
ten esta reflexión. Más bien, toman las respuestas del ciu-
dadano de a pie como si se tratase de verdades, sin tomar
siquiera precauciones empíricas elementales. ¿Qué sucede,
por ejemplo, con un progenitor de “clase media” enfrentado
a un encuestador que lo interroga, digamos, por sus razones
para escoger una determinada universidad para su prole? El
interrogado está urgido por darle una salida decorosa a sus
hijos hacia la vida laboral; su autoimagen exige además que
aparezca ante los demás, encuestador incluido, haciéndolo.
En estas condiciones prescindirá de cualquier análisis cui-
dadoso de la cuestión (y de auto-análisis, ni hablar): tenderá
a suspender cualquier juicio respecto al lucro o no lucro, lo
privado y lo público, el laicismo o la religión y se decantará
hacia aquellas universidades que parecen –parecen, porque
en medio está el profuso marketing, la máquina de venta
de ilusiones– asegurar buena empleabilidad e inserción
social, en detrimento, por ejemplo, de cualquier cosa que
suene a “formación”. De la misma manera, ante la misma
pregunta, el estudiante, agobiado por la incertidumbre (y

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por el agobio de los padres, y su dependencia económica
de ellos; tal dependencia, de paso, al bloquear el tránsito a
la condición adulta, constituye el efecto más perverso de la
educación pagada) tenderá a responder de manera similar.
Estos, por cierto, son solo “experimentos mentales”;
conjeturas que quizás no hacen sino reproducir mi propio
sistema de prejuicios y fantasías. Por otra parte, nada hay
de malo en preocuparse de asuntos como la empleabilidad.
Pero el punto es otro. Por una parte, hay toda una maqui-
naria que amplifica y cristaliza (en políticas, instituciones,
sentido común, etc.) respuestas que pertenecen al dominio
de la fantasía. De este modo, un mundo fantástico (y para-
noico) invade al mundo; aquel es, a su vez, tomado por real.
Tomado por real: es decir, el elemento de decisión que toda
política supone queda borrado: lo que el poder hace es, al
parecer, nada más que “lo que la gente quiere”.
Pero construir realidad es la tarea por excelencia de la
política; por eso, la retórica ha sido, tradicionalmente, la
herramienta conceptual que le es más propia. La retórica
se ocupaba del discurso persuasivo –la oratoria– que con-
fería verosimilitud (o sea, semejanza a la verdad) a aquello
que, en último término, no respondía sino al ejercicio del
poder. En otras palabras, se trataba de un discurso que hacía
posible que la “mentira noble” que todo poder requiere para
operar –la expresión es de Platón, en La República– fuese
tomada por los gobernados como verdad.
Las encuestas y el aparato mediático que las acompaña
podrían, desde esta perspectiva, ser consideradas como la
retórica de nuestro tiempo. Pero con una salvedad signifi-
cativa. La encuesta pretende saber la verdad acerca de las
poblaciones: es el órgano de una “voluntad de saber” (el sub-
título de La Historia de la Sexualidad 1, de Michel Foucault)

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que intenta penetrar cada rincón de la existencia humana,
de modo de anclar allí el ejercicio del poder. Ahora bien, si
como lo he dicho más arriba, incluso los sujetos más ejerci-
tados en el auto-análisis están impedidos de decir la verdad
acerca de sí mismos, el mundo construido por un poder
que se apoya en el people-meter y que se encuentra a la vez
atrapado por él –por las legiones de especialistas que lo cir-
cundan y lo aíslan– no obstante su apariencia de racionali-
dad, no podrá ser sino un inquietante delirio; una plaga de
fantasías bajo una máscara de sensatez.

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13. They say you want a revolution…
(¡vuelta al más áspero de los terrenos!)

En junio del 2012 la prensa registraba declaraciones del his-


toriador Gabriel Salazar, en las que invitaba a Camila Vallejo,
líder del movimiento estudiantil del 2011 y “rostro” del PC a
abandonar el Partido y sumarse a los movimientos sociales.
Con esto, Salazar no hacía sino repetir un gesto que tuvo
su expresión teórica más concentrada en la Introducción a
su libro La violencia popular en las “Grandes Alamedas”. En
esta Introducción con pretensiones epistemológicas, Sala-
zar contraponía lo que denominaba, algo pintorescamente,
“epistemologías G’”, caracterizadas por las “ideas de ‘tota-
lidad’” y de lo ‘general’” (Salazar 1990, 33), a la “Historia”
(1990, 52). Esta última se las arreglaría para acceder direc-
tamente a “sujetos humanos vivos” (1990, 58). Por cierto,
hay toda una carga, una enorme hipoteca metafísica en
las mismas palabras que Salazar usa: “sujeto”, “humano”,
“vivo”; hay también toda una discusión, muy contemporá-
nea, sobre la materialidad escritural de la “Historia”; tam-
bién la hay acerca de la memoria y el trauma, el archivo,
el testimonio, etc., todo lo cual el Dr. Salazar se las arre-
gla para ignorar por igual. Finalmente, aunque no lo diga
(no me atrevería a afirmar que no lo sabe), se trata allí de

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la “intuición intelectual” del Romanticismo (esa experien-
cia inmediata, que más arriba atribuí a los jóvenes): de esa
“noche en la cual todos los gatos son pardos”, de “la inge-
nuidad del vacío en el conocimiento” (Hegel), es decir, de la
pretensión de una fusión inmediata, mística, entre el sujeto
cognoscente y su objeto que, contra Kant, el idealismo ale-
mán posterior (Fichte, Schelling) quiso reponer. ¿Es el Dr.
Salazar un medium, a través de quien los “sujetos huma-
nos vivos” hablan? Difícil decirlo (aunque no dejo de recor-
dar un foro en Arcis en el que me tocó participar, el año de
aparición de la primera edición del libro y de la propuesta
epistemológica del Dr. Salazar donde, si la memoria no me
traiciona, algo así como un conato de conjura de espíritus
sí tuvo lugar).23

23 El fenómeno Salazar se puede entender como un síntoma de lo


que cabría llamar “el malestar en la academia”. Las universidades
modernas, como ya lo he dicho más arriba, son pieza fundamental
en el dispositivo de “neutralizaciones y despolitizaciones”
consubstancial al liberalismo. La necesidad de establecer un campo
al interior del cual todas las posiciones puedan, en principio, ser
debatidas sin que a nadie se le vaya la vida en ello requiere que estas
se expresen, no como particularismos, sino en términos que, de una
u otra forma, se proponen como universales. Y la mediación hace
de lo particular una instancia de lo universal (de lo condicionado
una instancia de lo incondicional). Así, universalidad, mediación,
incondicionalidad, pueden ser entendidos como “efectos de campo”
que mantienen al pensamiento académico alejado del “áspero suelo”
de los particularismos sin más. Cabe contrastar el fenómeno Salazar,
que sintomatiza sin más el malestar, produciendo un discurso
que se estrella ingenuamente contra sus propias condiciones de
producción, con la deconstrucción. Esta no pretende eximirse
de estas condiciones; más bien, hace de su expresión filosófica la
materia de su propio discurso, de modo que, y este es un ejemplo
paradigmático, la Ley, depurada por el mismo pensamiento crítico
de sus circunstanciales contenidos, deviene para ella una nada
pregnante, tras la cual es posible entrever su carácter historial. Algo
similar se podría quizá decir del pensamiento de Emmanuel Lévinas,

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La respuesta de Camila Vallejo y del PC fue predecible-
mente fuerte en el tono y débil en lo sustancial. Porque así
como Gabriel Salazar parece ignorar la historia del pro-
blema epistemológico que plantea (o ha sido muy hábil
en simularlo), el PC chileno –y en esto, Gabriel Salazar ha
puesto el dedo en la llaga– subsiste sobre la base de ignorar,
o fingir ignorar, el feroz drama histórico del cual, como inte-
grante del movimiento comunista internacional, fue actor
protagónico. De esta manera, pareciera que su historia se
redujese a la de su lucha contra la dictadura y sus secuelas
y a la de sus mártires. Y que su ideología fuese una suerte
de compendio de la “buena onda”: movimientos sociales,
derechos de las minorías, Fiesta de los Abrazos.
Salazar ha puesto el dedo en la llaga porque ese feroz
drama histórico tuvo como episodio central las comple-
jas relaciones entre lo que ahora llamamos “movimientos
sociales” y la política. En efecto, a partir de Hegel y Marx fue
posible creer en que el mejor de los mundos posibles estaba
ad portas. Y este era un mundo en el cual la mediación,
indispensable para que pueda haber algo así como ciencia
y sociedad en términos modernos, no fuese rechazada en
nombre de la intuición romántica, sino absorbida, “supe-
rada” (aufgehoben),24 sea en el Espíritu Absoluto hegeliano,
sea en la pretendida auto-transparencia de la conciencia de

cuya crítica a la totalidad se hace desde una “idea de infinito” tras la


cual se dibuja la figura inquietante, soberana, de la palabra profética,
que rompería la “afasia” del mundo moderno.
24 Esta es la interpretación, muy influyente sobre lo que después se
llamará “marxismo occidental” del Marx hegeliano, formulada en
un libro célebre, Historia y Conciencia de Clase (1923), por el filósofo
húngaro de lengua alemana Georg Lukács (1875-1971). Más adelante
vuelvo a Lukács, en relación a su conversión –un “salto de fe”– al
bolchevismo, en 1918.

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clase del proletariado, en cuanto clase “para sí”. Se sigue
de aquí que, en Marx, el “momento” de lo político, enten-
dido como ruptura del continuum dialéctico de la historia,
no exista en cuanto tal: sería solo una falsa apariencia que el
auto-movimiento del Espíritu, ahora encarnado en el prole-
tariado, habría de disipar.
Por ello, a diferencia de Hegel, desde el marxismo hege-
liano es posible ver al Estado como, en esencia, un animal
peligroso, nocivo: en el mejor de los casos, un mal que tran-
sitoriamente habría que intentar domesticar, como etapa
hacia una sociedad sin dominio, y por tanto sin Estado. Pues
el Estado es una máquina que, de manera análoga al mer-
cado, se apropia de las energías creadoras del ser humano
y las “cosifica”: las transforma en cosa extraña y opuesta a
sus productores. A través del mercado, en efecto, las cosas
“olvidan” su historia (la sangre, el sudor, las neuronas y las
vísceras invertidas en su producción) y se transforman en
mercancías, dotadas de una propiedad enigmática y abs-
tracta: su valor de cambio. El trabajador moderno, bajo las
condiciones del mercado capitalista, no se pauperiza (como
en algún momento Marx lo pensó). Pero no puede ya reco-
nocerse en lo que le es más propio, su producción.
Lo mismo sucede con el Estado. En condiciones moder-
nas, de sociedades crecientemente masificadas, el Estado no
puede sino operar por medio de una racionalidad abstracta
(por ejemplo, la del derecho), ciega respecto a la comple-
jidad de la vida humana. Esta racionalidad abstracta cons-
tituye una verdadera “jaula de hierro” (la expresión es de
Max Weber, en cuyo pensamiento los pensadores marxistas
más lúcidos del siglo XX, como Lukács, Adorno y Horkhei-
mer supieron reconocer una extensión del pensamiento
de Marx). Al interior de esta jaula (la del Estado capitalista

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o socialista, lo mismo da), al individuo solo se le ofrece la
felicidad efímera de la evasión: en última instancia, el con-
sumo y la caja de los sueños, la TV (los socialismos reales
se desplomaron, sin que nadie disparara un solo tiro en su
defensa, en 1989. Y a nadie que tenga una pizca de sentido
histórico se le puede escapar el hecho de que los ciudadanos
de estos desaparecidos países no eran “hombres nuevos”,
sino consumidores y televidentes en potencia, ávidos de la
única satisfacción para la cual las sociedades burocráticas
los habían preparado).
Por cierto, ni el mercado ni el Estado funcionan solos.
El pretendido automatismo del mercado, como lo demos-
tró ese notable historiador económico que fue Karl Polanyi
(La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de
nuestro tiempo) se basa en una operación, políticamente con-
ducida, de “cierre”, en virtud de la cual la tierra, el trabajo
y el dinero son forzados a comportarse como mercancías.
Las crisis, muestra Polanyi, son precisamente esos momen-
tos en los cuales la política (es decir, la acción de agentes
humanos que actúan, no automáticamente, sino de modo
deliberado) sale a la superficie. Y, en cuanto al Estado, este
requiere de una burocracia o tecnocracia, de un estamento
jerarquizado y con dominio de la racionalidad abstracta en
sus diversas variantes. Este estamento es una clase social
por derecho propio, en la medida en que está dotada de
intereses que le son propios, no coincidentes con los de la
sociedad en su conjunto. En cuanto clase social, la buro-
cracia (sus niveles jerárquicos superiores, naturalmente)
puede entrar en alianzas, explícitas o tácitas, con otras cla-
ses, por ejemplo, con la de los detentores del capital. Pero
donde estos dejan de existir, el resultado, como la historia
–de los socialismos reales, los únicos existentes más allá de

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la quimera–, lo muestra, no es el paraíso en la tierra, sino
“todo el poder a la burocracia”.
La crítica al Estado, al interior de la tradición del mar-
xismo ruso, tuvo su postrera expresión en El Estado y la
Revolución, obra de Lenin escrita en 1917, casi al filo de la
Revolución. El Lenin que escribe allí es aún un intelectual
marxista clásico, denunciando “la incomprensión de la crí-
tica socialista de todo Estado en general” y la “fe supersti-
ciosa en el Estado”. También es, clásicamente, alguien para
quien la revolución socialista, como tal, ha de ocurrir, no
en un país marginal, atrasado, semi-feudal, como Rusia,
sino en los países de capitalismo avanzado, como Inglate-
rra o Alemania: allí, por así decirlo, la sociedad, madura en
el desarrollo de sus fuerzas productivas, debiera estar en
condiciones (este es el núcleo del pensamiento de Marx) de
“reabsorber” todas las manifestaciones de la racionalidad
abstracta –incluyendo allí a la política– que son sus excre-
cencias cristalizadas, necrosadas (algo así como si un cara-
col, a partir de un cierto momento de su desarrollo, hubiese
de ser capaz de reabsorber en su organismo la concha que
es a la vez su habitación y su cárcel). Solo así es posible
imaginar una sociedad en la cual desaparezca toda división
abstracta del trabajo y sea posible recuperar la unidad per-
dida del ser humano: en la cual se “hace cabalmente posi-
ble que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello,
que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la
noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place,
dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente
cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos” (Marx y
Engels, La Ideología Alemana).
Por cierto, es discutible a estas alturas si acaso tal uni-
dad del ser humano responde a alguna posibilidad real, o

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si no es más que un residuo del integrismo cristiano más o
menos secularizado que se expresa en la filosofía alemana,
de la cual el pensamiento marxista es aun deudor. Lo que
quiero resaltar aquí es que el intelectual marxista clásico
que es Lenin aún en 1917 ha dejado de serlo en 1918. A
partir de ese momento, al imponer, como político realista,
el Tratado de Brest Livotsk (es decir, la paz unilateral con
Alemania), paz que la izquierda del bolchevismo rechazaba,
ha encaminado a la Revolución Rusa hacia el rumbo, que
luego Stalin se encargará de afinar, del “socialismo en un
solo país”. Este cambio de rumbo genera efectos globales,
que a su vez retroalimentan y hacen irreversible este curso.
En efecto, tal como los bolcheviques de izquierda lo seña-
laron en ese momento (y haberlo hecho les costará la vida,
cuando venga el momento inevitable de las grandes pur-
gas de los años 30), con el mencionado tratado, el imperia-
lismo alemán quedó con las manos libres para reprimir a
la soñada revolución alemana, es decir, la revolución “clá-
sicamente” verdadera, para la cual la revolución en Rusia
no hubiera sido (observa la izquierda bolchevique entonces)
sino una chispa catalizadora. De allí en adelante el efecto se
transforma crecientemente en causa. Cada paso que los bol-
cheviques rusos dan en pos de consolidar el socialismo en
un solo país introduce en su arsenal teórico consideracio-
nes instrumentales, diplomáticas y geopolíticas. Y cada uno
de estos pasos se justifica por el “atraso” de la revolución en
Occidente; no obstante, tal atraso es, a la vez, el producto de
estas consideraciones. Porque, llevado por esta lógica, sea
en China, sea en la España republicana, sea en la Alema-
nia de la pre-Segunda Guerra Mundial, el ya glorioso PCUS
sistemáticamente sacrifica las posibilidades revoluciona-
rias de los comunistas locales (y de paso, a estos mismos

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comunistas,). Finalmente, en 1943, la Internacional Comu-
nista (el Komintern) es disuelta.
Nada, excepto ceguera histórica e intelectual, se obtiene
con demonizar a Stalin culpándolo de estos fenómenos.
Stalin, en el peor de los casos, fue el hombre adecuado en el
lugar adecuado. Pero el problema viene de mucho más atrás:
su origen se remonta a la misma fantástica idea (la metáfora
del caracol reabsorbiendo su concha) en el sentido de que
sería posible una sociedad humana compleja sin estructu-
ras impersonales, sean ellas las de la racionalidad (con su
abstracción) o las del mercado o el Estado. Pues en nombre
de esta utopía, estas estructuras, justamente por ser consi-
deradas como meros fenómenos transitorios, como males
menores que el Bien requiere para, final e inevitablemente,
resplandecer, pasan a ser paradójicamente sacralizados: a
transformarse en piezas de una teodicea cuyo final feliz las
invisibiliza, las sustrae de todo análisis riguroso.
El giro hacia la Realpolitik en el pensamiento que aún se
reclama marxista es acompañado inevitablemente, en una
sociedad “sin clases”, por el dominio sin contrapesos del
Estado y de esa clase, la burocracia, la tecnocracia. Un hito
que vale la pena recordar aquí es la publicación, por parte
de Lenin, del texto “Más vale poco pero bueno”, fechado el
2 de marzo de 1923 (Lenin 1961). Allí Lenin ha abandonado
sus especulaciones clásico-marxistas sobre la extinción del
Estado: se trata ahora, para el político realista, de lo contra-
rio: no de disipar “fe supersticiosa” alguna, sino de esta-
blecer un estamento de buro-tecnócratas incorruptibles (la
“Inspección Obrera”) capaz de llevar con firmeza el timón.
Por cierto, para que esto ocurra (Lenin no lo dice, pero es
difícil imaginar que no lo sabe) este estamento de incorrup-
tibles no debe entrar en contactos íntimos con el pueblo al

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cual dirige, so pena de contraer sus vicios: ha de ser, como
la historia posterior ampliamente lo habrá de probar, una
clase separada del resto de la población, sobre la cual ha
de ejercer su dominación (esta separación explica, por lo
demás, la tendencia dinástica de socialismos como los de
Cuba o Corea del Norte).25 De hecho, la relación inmediata
(o identidad) entre poder político y poder económico deter-
mina que las decisiones económicas se transformen en
directamente políticas (indirecta, mediadamente, siempre
lo son). Este maridaje, la experiencia histórica lo enseña, es
el caldo de cultivo para la corrupción. Y estas dos cuestio-
nes, corrupción y enclaves de hiper-poder, tuvieron que ser
enfrentadas en la construcción del socialismo (de la socie-
dad plenamente burocrática) en la URSS. Y cuando se hizo,
se hizo de la única manera posible: mediante la más enér-
gica represión.
La ideología de esta clase –su metafísica, no diferente en
esencia a la del liberalismo– es el positivismo tecno-cientí-
fico. A la vez, el marxismo oficial (así lo observó con curio-
sidad y asombro Keynes, en su vista a la URSS en 1929)26

25 Los métodos utilizados por la Stasi en la RDA para reclutar a sus


oficiales permiten entender como el principio “pocos pero buenos”
genera esta tendencia. El reclutamiento, en efecto, incluía una
investigación exhaustiva no solamente sobre el candidato, sino
sobre su entero círculo familiar y social. Dado el esfuerzo que tal
investigación suponía, la Stasi crecientemente empezó a reclutar
entre los hijos de su personal, puesto que en tales casos gran parte
del trabajo de filtrado estaba ya hecho. Otra fuente importante de
reclutamiento era el Regimiento de Guardia Felix Dzerdhinski, el
cual, con una dotación de casi doce mil hombres, estaba encargado
del resguardo de las instalaciones de la Stasi en Berlin (Bruce 2010).
26 Sus impresiones están recogidas en un texto titulado “A Short
View of Russia”, que se inicia con estas palabras: “El leninismo es
la combinación de dos cosas que los europeos hemos mantenido

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pasa a ser una religión de Estado, que oculta las verdaderas
relaciones sociales. Las transformaciones de la base social
no surgen espontáneamente, como lo había supuesto, en lo
esencial, Marx. Por el contrario, como la industrialización
acelerada de los años 30 en la URSS, han de ser impuestas
por el Partido-Estado a sangre y fuego. Tal industrialización
transforma, hasta cierto punto, a la URSS en una potencia
moderna. No obstante, la masa obrera que tal industrializa-
ción genera ya no es, ni será jamás una clase, sino un apén-
dice de la burocracia. En efecto, esta masa no tiene manera
de expresar sus intereses y de luchar por ellos; más bien, es
el objeto pasivo de políticas públicas que, al igual que las
políticas públicas del capitalismo del siglo XXI (por ejem-
plo: en Chile), determinan científico-burocráticamente lo
que debiera ser bueno para la gente.
El resultado, entonces y ahora, es una suerte de gran
depresión a escala societal, que la sociedad de la entreten-
ción en versión socialista o capitalista se esfuerza por aliviar.
Estas políticas públicas, por cierto, están destinadas a fallar,
en la medida en que suponen la capacidad de modelar cien-
tíficamente la complejidad de lo social, más allá de lo que
cualquier modelo de optimización matemática, instalado en
la más poderosa computadora imaginable, podría realizar.
Por otra parte, la gente aprende a reaccionar tal como los pla-
nificadores “descubren” que reaccionan. La “economía cen-
tralmente planificada” debió su ineficiencia, su incapacidad
para elevar el nivel de las fuerzas productivas más allá del
subdesarrollo, precisamente a ese perverso efecto. Operaba

durante algunos siglos en distintos compartimentos del alma –la


religión y los negocios. Nos asombra porque la religión es nueva, y
lo despreciamos porque al estar el negocio subordinado a la religión,
en vez de lo contrario, resulta altamente ineficiente” (Keynes 1963).

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así: en cada ciclo de planificación, las unidades económicas
y los sectores de la economía habían de cumplir con ciertas
cuotas. ¿Pero cuál es la cuota? Los trabajadores, los admi-
nistradores de nivel inferior quieren, obviamente, trabajar
lo menos posible: sus superiores, si bien pueden ser presa
de ciertos arrebatos de ambición (deseo de avanzar en la
carrera burocrática mediante algún rendimiento excepcio-
nal arrancado a los trabajadores), aprenden rápidamente el
valor de la prudencia, que asegura la solidaridad de clase
con sus pares. El resultado, como la historia nuevamente lo
demostró, es que la ineficiencia queda incorporada al fun-
cionamiento mismo del sistema, generada continuamente
por él.27

27 En una Conferencia dictada ante un masivo público en enero de


1919, a la cual me volveré a referir en este texto (“La política como
vocación”), Max Weber profetizó en unas pocas líneas el destino
cuyo cumplimiento he bosquejado aquí: “El héroe de la fe [se refiere
al líder revolucionario; es razonable conjeturar que Weber tenía en
mente a Lenin] y la fe misma desaparece o esta se convierte en parte
integrante de la fraseología convencional de los técnicos e incultos de
la política; no nos engañemos, pues la interpretación materialista de
la historia no es un carruaje al que uno se pueda sustraer a capricho:
¡no se detiene ante los actores de las revoluciones! [es decir, tales
actores, aunque se los embalsame después de muertos, son seres
humanos de carne y hueso] Esta transformación se realiza de forma
especialmente rápida en las luchas religiosas, pues suelen estar
dirigidas o inspiradas por auténticos líderes, por los profetas de la
revolución [Marx, Lenin, Trotsky, Stalin…] y aquí, como en cualquier
aparato con líder, una de las condiciones del éxito es el vaciamiento
y la cosificación, la proletarización espiritual en beneficio de la
‘disciplina’. Los seguidores de un luchador religioso que llegan a ser
gobernantes suelen degenerar con especial facilidad en un grupo
completamente ordinario de prebendados” (Weber 2001, 160).

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14. “Vamos a decir que No”

La película No de Pablo Larraín (2012) ha generado, además


de una interesante polémica, reacciones sugerentemente
airadas. A la hora de explicarlas, se suele decir que la ira
proviene de que la película, al centrarse en la operación
publicitaria que constituyó la campaña por la opción No en
el plebiscito de 1988 y, muy particularmente, en la célebre
“franja televisiva”, ignora las luchas populares que habrían
sido determinantes para la caída de la dictadura, y que des-
pués, suele continuar el argumento, la Concertación habría
traicionado, haciendo uso de su capital simbólico –la sangre
derramada– para consolidar el modelo neoliberal. E incluso
si se acepta, como sucede en algunos casos, que la nego-
ciación con la dictadura y con los poderes de los cuales ella
fue exponente, fue imprescindible no solo para terminar
con la dictadura sino también para el proceso de “transición
a la democracia”, la película constituiría, igualmente, una
ofensa a las víctimas, que no por haber muerto en vano (es
decir, jugándose por una alternativa que fracasó) dejarían
de ser los verdaderos héroes, a los cuales toda reconstruc-
ción histórica de la época habría de homenajear y guardar
respeto.

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Esta visión, que intento reproducir con fidelidad, es solo
parcialmente exacta, en lo que a la película misma se refiere.
Porque la historia que ella cuenta no deja lugar a ninguna
duda respecto a que la campaña por el “No” se da en un con-
texto de luchas sociales, de amedrentamiento y represión,
que incluso alcanzan al protagonista, el joven publicista
retornado del exilio personificado por el actor mexicano
Gael García Bernal. Ahora bien: más allá de la ira, lo cierto
es que si bien este contexto no se omite, el centro de la his-
toria no está allí, sino en la operación publicitaria, que pro-
fesionales del rubro, de mentalidad progresista (libertaria,
diría, ver más atrás para la definición de este término), que
han hecho sus armas no en la calle sino en las cómodas ofi-
cinas de las productoras publicitarias, llevan a cabo, incluso
contra el sentido común de una parte al menos de la clase
política anti-dictatorial de la época.
¿Qué caracterizó a esta operación, de modo que su
puesta en el centro de una película histórica cause tanta
ira? Respuesta: la despolitización. En vez de exhibir a los
mártires y de lanzar al espacio televisivo la gesta heroica del
pueblo chileno, renacido después de una horrorosa derrota,
la “franja del No” puso el acento en la promesa estetizada de
la alegría: “la alegría ya viene”. Promesa materializada en la
exhibición de rostros bellos y sonrientes, colores del arcoí-
ris, música que, como la película lo pone de manifiesto, era
más cercana al pop que al himno, danza y cuerpos flexi-
bles: es decir, todo el arsenal de seducción patrimonio del
marketing, de la publicidad. Un rasgo del protagonista es
relevante aquí: se mueve por la ciudad en una patineta, un
skateboard; posmodernamente surfea sobre una ciudad que
ha devenido líquida.

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Pero la despolitización no fue una invención de la franja
del No, ni tampoco de No, la película. Viene de más atrás.
Más precisamente, tal despolitización de la sociedad chilena,
en la perspectiva de la constitución de una sociedad liberal,
no es solamente obra de la dictadura. También está estre-
chamente asociada a la manera como, ante la maquinaria
del horror que la dictadura desplegó para destruir minucio-
samente no solo sus organizaciones, sino el cuerpo viviente
mismo de sus militantes, la izquierda vencida se vio forzada
–pero hay toda una signatura epocal en este forzamiento– a
poner su lucha contra la dictadura bajo el manto universa-
lista de los “derechos humanos”. Porque de esta manera, el
conflicto político chileno, en toda su historicidad, su concre-
ción, quedaba borrado: se transformaba en una instancia de
un humanismo global y abstracto. Sin saberlo, la izquierda
contribuía así, decisivamente, a instalar en Chile el sustrato
cultural de la hegemonía de la sistemática del liberalismo.28
La idea de la despolitización proviene de Carl Schmitt: de
su caracterización de nuestro tiempo –el tiempo del libera-
lismo que se instala ya en calidad de horizonte irrebasable–
como la “era de las despolitizaciones y las neutralizaciones”
(es el título de un ensayo de Schmitt de 1929). En esta era
se consuma la tendencia, ya presente en la idea hobbesiana

28 Decisivamente, porque la hegemonía se maximiza cuando los


adversarios de una formación política y social determinada
internalizan su núcleo de sentido, de modo que terminan luchando
en su nombre. Por cierto, este diagnóstico se podría profundizar. Así,
la rápida conversión de los países del socialismo real en sociedades
de capitalismo rapaz solo se puede entender como la expresión
de un tipo de subjetividad que no difiere en lo fundamental de la
subjetividad liberal en su modalidad más básica. Una subjetividad
que se gestó en el seno de los mismos socialismos reales, y cuyo
necesario corolario era el tránsito, aún en curso, a una sociedad
liberal.

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del Estado, de la privatización de toda fe sustantiva: esta pri-
vatización, que se inicia con la religión, reducida a mera
“creencia”, va invadiendo ámbitos crecientes de la vida,
hasta alcanzar, bajo la hegemonía liberal contemporánea,
a la misma política, que queda reducida, en principio, a la
mera administración (digo en principio, porque, tras esa
administración, el espectro de la soberanía, de la Gewalt
benjaminiana, sigue penando).
Los “derechos humanos”, como también lo supo ver Sch-
mitt, transforman una categoría descriptiva (“lo humano”)
en una categoría moral, normativa. De esa manera, se gati-
llan dos fenómenos: por una parte, la asimilación de la polí-
tica a la moral borra los conflictos políticos en su histórica
concreción; por la otra, legitimiza guerras en las cuales el
enemigo puede ser presentado como un enemigo de la
humanidad, que puede ser por tanto tratado como un “no-
humano”.29 ¿Suena conocido?
Debiera. Por una parte, la neutralización de la concreta
lucha política del pueblo chileno, transformada en un caso
de “violación de los derechos humanos”, prepara el terreno
(tanto, quizás, como la dictadura) para la integración de
Chile a la globalización liberal. Y, por otra parte, el caso
que, emblemáticamente, hizo posible la consolidación de la
ambigua herencia de la dictadura –una sociedad, la chilena,

29 En su Teoría del partisano, Schmitt contrasta esta moralización


y universalización con la actitud de Juana de Arco ante sus
inquisidores. Esta, al ser interrogada acerca de si consideraba que
los ingleses eran encarnaciones del demonio, habría contestado algo
así como: “No sé si son encarnaciones del demonio; lo único que sé
es que los quiero fuera de mi tierra” (Schmitt, Theorie des Partisanen:
Zchwisenbetrachtung zun Begriff des Politischen 1963, 93-94). Esta
actitud sería la opuesta a la liberal-universal, que transforma la guerra
en una conflagración total.

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cuyo eje ya no es el Estado, sino el mercado: la sociedad
liberal– fue, paradójicamente, la detención de Pinochet en
Londres: The Clinic. A partir de allí, en efecto, se gatillan
en Chile fenómenos determinantes: el destrabamiento de
los juicios a los crímenes cometidos por agentes del Estado;
la desaparición de Pinochet del escenario político; el des-
acoplamiento creciente de la derecha chilena de la heren-
cia de la dictadura, o sea, el momento en el cual la derecha
termina de advertir que tal herencia no necesita ya ser rei-
vindicada, pues, más allá de los discursos, ha pasado a ser
integrada al funcionamiento mismo de la sociedad chilena,
a sus prácticas cotidianas. Ahora bien, este episodio deter-
minante fue resultado de la operación de la justicia globali-
zada: de la institucionalidad mediante la cual el incipiente
Imperio global de nuestro tiempo (tomo prestada la expre-
sión de Antonio Negri) busca su legitimación. Pues para
legitimarse un Imperio debe, antes que nada, transmutar
su fuerza en derecho. Y el caso de un Pinochet que ya había
cumplido su vida útil era óptimo en esa perspectiva.
El Chile de hoy no siente el peso de la vigilancia del
Estado, en su expresión más concentrada, es decir, de las
Fuerzas Armadas. De hecho, el temor a una regresión a
la dictadura, que estuvo muy presente durante los prime-
ros años de la transición –hasta la misma detención de
Pinochet– y que fue determinante para la “política de los
acuerdos” y el “posibilismo” de la Concertación, hoy resulta
incomprensible. De este modo, los nuevos movimientos
sociales tienden a considerar esas opciones políticas como
el resultado de mera cobardía, entreguismo, acomodo, etc.
Por cierto, acomodados siempre hay. Pero la cuestión, que
no es otra que la del espectro de la fuerza, no se puede tratar

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en términos meramente psicológicos. Al respecto, solo un
par de observaciones.
Uno de los logros de los gobiernos de la Concertación
fue remover a las Fuerzas Armadas del escenario político.
Remover, invisibilizar. Y en esto la globalización neoliberal
jugó un rol central: las instituciones militares chilenas nece-
sitaban normalizarse. Incluso, su oficialidad, tan expuesta
como cualquiera de nosotros a los encantos del mundo glo-
bal, quería participar de él. Así, la Comandancia en Jefe del
Ejército del General Cheyre, entre los años 2002 y 2006,
transformó el carácter de las Escuelas Matrices (la Escuela
Militar): ahora ya no ingresan a ella preadolescentes, sino
egresados de la enseñanza media. Y obtienen un grado aca-
démico (Licenciado en Ciencias Militares), impartido no
solamente por militares sino que por un par de prestigio-
sas universidades chilenas (se sabe incluso de profesores
de clara filiación “de izquierda” que dictan o han dictado
cursos allí). Este grado académico les permite, como a cual-
quier otro universitario, aspirar a salir a continuar estudios
en el exterior: es decir, adquirir saberes tecno-científicos
(sin excluir a las ciencias sociales) y, last but not least, salir al
ancho mundo, al cual Chile está ligado por decenas de trata-
dos de libre comercio y en el cual el fascismo ya no se lleva.
A este fenómeno a nivel de la oficialidad habría que agre-
gar el hecho que, de facto, la conscripción obligatoria ha
dejado en Chile de operar. Hoy las FF.AA. chilenas son un
ejército profesional: el “ejército de ciudadanos”, vinculado
al poder omnímodo de los estados nacionales, ha dejado de
existir entre nosotros. La publicidad que las FF.AA. hacen
para promover el servicio militar es elocuente: video-clips
que muestran el ejercicio de las armas como una forma de
turismo-aventura; que enfatizan, no la defensa de la patria

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contra enemigos externos o internos, sino la obtención de
conocimientos y habilidades técnicas. En suma, la ideolo-
gía libertaria –¡remember Milton Friedman!– ha obtenido un
nuevo triunfo. Pero no hay que engañarse: salir del escena-
rio político es, precisamente, la condición para permanecer
tras bambalinas. O sea, para retomar la “doctrina Schnei-
der”, esa doctrina por medio de la cual la Unidad Popular
intentó proteger una revolución que esa misma doctrina
hacía a priori imposible.
“Entonces, es la madre”. Con este ejemplo, el de un
paciente que dice: “Ud. pregunta quién puede ser esta
persona del sueño. No es mi madre”, Freud introduce su
artículo “La negación” (“Die Verneinung”), de 1925. Y Freud
aconseja al analista concluir: “Entonces, es la madre”. Las
reacciones airadas ante la película No se explican, precisa-
mente de esta manera. “No, nosotros nada tenemos que
ver con este Chile neoliberal” significa: “tenemos todo que
ver (pero debemos reprimirlo)”. Algunos de los airados jus-
tifican su ira mediante un argumento ad hominem: no es
posible que el hijo de un partidario de la dictadura, de un
militante de la UDI, del senador Hernán Larraín, que un
“facho”, finalmente, se meta con una historia que no le per-
tenece. Pero de la biografía del cineasta Pablo Larraín (una
biografía que, como la de cualquiera, no se deja reducir a la
historia familiar; en todo caso, la re-elabora de modo com-
plejo) no se sigue de modo directo y lineal un juicio sobre
su obra (si fuera así, habría que quemar buena parte de las
bibliotecas, de los museos, de las cinetecas).
Por cierto, la genealogía no puede no dejar una huella
sobre la obra. ¿Pero de qué genealogía estamos hablando?
¿Y cuál sería entonces la huella?

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15. “La metafísica fundamenta una era”
(Martin Heidegger)

La lógica de la espontaneidad, de las diferencias que consti-


tuyen los “movimientos sociales” (Gabriel Salazar) es, más
allá de su pathos anticapitalista, enteramente compatible
con la “asombrosamente consistente sistemática del pen-
samiento liberal” (la expresión es de Carl Schmitt): con la
metafísica “grado cero” del mundo moderno, cuya invisi-
bilidad es proporcional a su performatividad, y al interior
de la cual todas las diferencias son admisibles. Admisibles,
claro está, siempre y cuando sus particulares perspectivas
no intenten invadir el lugar virtual, y sin embargo sacro,
vedado, de la verdad metafísica y del poder. (En un espíritu
similar al de Heidegger, Carl Schmitt escribió: “La imagen
metafísica que de su mundo se forja una época determi-
nada tiene la misma estructura que la forma de la orga-
nización política que esa época tiene por evidente. […] La
metafísica es la expresión más intensa y más clara de una
época” (Schmitt 2009, 44).
Tampoco la idea de hegemonía como articulación de
diferencias (Laclau 2004) escapa al campo gravitacional, al
agujero negro del liberalismo. Laclau, de hecho, es cuida-
doso al momento de vaciar su noción de hegemonía de todo

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esencialismo metafísico; de modelar su noción de articula-
ción a la manera de un campo de significantes vacíos. Y es
que solo vaciados de contenido sustantivo, abstraídos, los
movimientos sociales podrían someterse a su lógica de la
articulación. ¿Pero no recuerda este vaciamiento a aquel en
que opera la circulación de mercancías? ¿No es la abstrac-
ción, en cuanto “forma de objetividad” (Lukács en Historia y
conciencia de clase), correspondiente a aquel proceso, lo que
se está reproduciendo aquí? Y, por último, ¿acaso la renun-
cia a la metafísica no es, precisamente, la condición para que
la metafísica del liberalismo se imponga sin condiciones?
Contrariamente a Laclau, diría que la metafísica es, pre-
cisamente, el punto de máxima intensidad donde conver-
gen pensamiento y política: la metafísica es decisión (en el
sentido etimológico ya mencionado: corte epocal, no ligado
a una voluntad subjetiva) y poder concentrados; decisión
y poder anteriores a toda verdad o falsedad, que articulan,
es decir, ponen bajo su perspectiva, a un conjunto de dife-
rencias. (“Recapitulación: imprimir al devenir el carácter del
ser, esa es la suprema voluntad de poder”, escribe Nietzsche
en un pasaje expresamente sintetizador de La voluntad de
poder, ligando así poder y metafísica). El leninismo no fue
más ni menos que articulación; quizás una de las causas
de su fracaso fue que no estuvo en condiciones de hacerse
cargo de la metafísica que, en estado práctico (la expresión
es de Althusser) lo habitaba, y a la cual ya me he referido
más arriba. Esta metafísica (que en sentido estricto no es el
marxismo, tal como un erudito lo podría hoy desenterrar de
los escritos de Marx transformados en archivo académica-
mente explotable) le fue más bien impuesta por el “áspero
terreno”, por las circunstancias que suponen una tempo-
ralidad regida por el “ahora”, y no por la eternidad de las

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bibliotecas: la paz de Brest-Litovsk; el comportamiento de la
clase obrera alemana que, contra todo pronóstico derivado
del pensamiento marxista, dio preferencia a sus intereses
corporativos por sobre su cita con la historia; la industria-
lización acelerada mediante la cual el leninismo intentó
responder al tsunami de la modernización que se le venía
encima. El marxismo clásico, con su fe fundada en todo
caso en la venerable tradición del idealismo alemán y no en
pintorescas epistemologías, en la espontaneidad de proce-
sos orgánicos, que iban desde la base social (el proletariado)
hasta la política, no servía para eso. Lo que sí servía era esta
metafísica articulada a medias y que, como tal, condujo el
proceso desde las sombras. Y esta metafísica trae consigo
soberanía, estado, división de clases.

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16. Universidad “de la excelencia”

A la hora de definir su hacer, la universidad contemporánea


suele recurrir a la idea de “excelencia académica”. “Académi-
cos de excelencia”, “excelencia en la docencia y en la inves-
tigación”, son los objetivos que todas las universidades se
trazan y parece enteramente natural –componente de una
naturaleza intemporal de “lo universitario”– que así sea.
No obstante, esta naturalización oculta un proceso histó-
rico: el de la Modernidad, del capitalismo moderno, y el de
la ampliación de la racionalidad abstracta, que es su sello,
hacia la esfera de la producción y la circulación del saber.
Para entender esto es fundamental historizar el con-
cepto de “excelencia”, en cuanto problemático pero al pare-
cer ineludible sustituto del concepto en torno a la cual se
constituyó la universidad moderna en su sentido clásico
(la universidad humboldtiana, cuya plasmación concreta y
paradigmática fue la Universidad de Berlín en el siglo XIX):
el concepto de cultura o formación cultural (Bildung).30

30 Bill Readings. The University in Ruins (1996). El presente texto es, en


parte, una reflexión suscitada por el texto de Readings. Una primera
versión de él se publicó en Papel Máquina Año 1 N°2 (2009.). Santiago
de Chile: Palinodia.

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En efecto, es posible distinguir tres modelos de universi-
dad moderna. El primero, el de la universidad kantiana, tal
como Immanuel Kant lo desarrolló, particularmente en El
Conflicto de las Facultades. Kant, quien pensaba el fenómeno
universitario en relación con la tareas de la Ilustración en
Prusia, quería distinguir en la institución universitaria
dos círculos concéntricos: uno formado por las Facultades
“superiores” (Teología, Derecho, Medicina) y una Facul-
tad “inferior” (Filosofía y Humanidades). Los apelativos
de “superior” e “inferior” no suponen aquí jerarquía, sino
ubicación en ese sistema de círculos concéntricos. Así, las
Facultades “superiores” forman la porción exterior del cír-
culo: están en contacto con las exigencias, limitadas y cam-
biantes, de lo que constituye para Kant el uso “privado” de
la Razón (que nosotros tenderíamos a llamar “profesional”):
en contacto con el mundo de los negocios y del Estado, y res-
tringidas en el uso de la Razón por él. La Facultad “inferior”,
en cambio, es la más interna, y constituye el núcleo directriz
del hacer universitario. Protegida, de alguna manera, del
roce del mundo externo por su posición inferior, su misión
es velar por el desarrollo del uso “público”, es decir, crítico e
irrestricto, de la Razón. Dice Kant:

La clase de las facultades superiores (de alguna manera, el ala


derecha del parlamento de la ciencia) defiende los estatutos
del Estado; sin embargo, debe existir también, en una cons-
titución libre, como debe ser aquella en la cual se trata de la
verdad, un público de oposición (la izquierda): la bancada de
la facultad de filosofía. Pues, sin el examen y las objeciones
severas de esta, el Estado no estaría lo suficientemente infor-
mado respecto de aquello que pudiese serle útil, o perjudicial
(Kant, Der Streit der Fakultäten s.f.).

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Por cierto, como los lectores de Kant lo pueden adver-
tir, todo anda bien en este modelo mientras el uso público
(irrestricto, crítico) de la Razón no entre en conflicto, no ya
con las facultades superiores (este conflicto es inevitable y
necesario), sino con el mismo Estado, el cual por entonces
se hacía presente en el mundo de las ideas mediante la ins-
titución de la censura. Allí, a Kant no le queda finalmente
más que confiar en la posibilidad de déspotas ilustrados.
De aquellos que, como Federico II de Prusia –cuyo reinado
se extendió hasta 1786, es decir, coincidió en buena parte
con la vida filosófica de Kant–, desarrollan en los hechos
una política que admite una cierta libertad de expresión, el
avance de las ideas ilustradas y la formación de individuos
autónomos (es decir, de aquellos que, en términos kantia-
nos, no habrían de reconocer otra autoridad que no sea la
de la propia Razón). Los hechos históricos, sin embargo, se
encargarán de desmentir la discutible esperanza de Kant:
Federico es sucedido por Federico Guillermo II, y de ahí
en adelante (como el propio Kant lo experimentó al recha-
zarse en 1792 el imprimatur para su Religión en los Límites
de la Mera Razón) se tornó difícil ignorar que despotismo
e Ilustración comparten una misma esencia, la del estado
moderno.
Una solución para el dilema Estado y razones de Estado
versus Razón a secas es declarar (y la filosofía de Hegel,
con matices por cierto, es el monumento a esta idea) que
no hay, en última instancia, contradicción entre Razón y
Estado, porque la historia y su producción más elevada (la
más elevada, al menos, que Hegel alcanzó a conocer), el
Estado-Nación, son nada menos que la encarnación, la rea-
lización de la Razón misma. La encarnación, que entre los
cristianos era todavía un acto sobrenatural, ha pasado a ser

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en Hegel una cuestión interior a los conflictos históricos y a
sus instituciones. En el Estado-Nación, esos enemigos que
la Modernidad crítica enfrenta, la Razón y el Poder, termi-
narían por revelarse como caras de una misma moneda. Si
la Razón, así pensaban los ilustrados, es el resultado inevi-
table del libre juego de las facultades humanas (es decir,
surge “desde abajo”, desde la Nación), no puede haber con-
tradicción de fondo, dirán sus sucesores románticos, con
el Estado. Porque no es posible concebir una Nación sin
organización, representación, Estado en suma.
En el plano universitario, esta idea de la “encarnación” de
la Razón en el Estado (“He visto al Emperador –esta alma
del mundo– […] montado sobre su caballo”, escribe Hegel en
1806, después de haber presenciado la entrada de Napoleón
en Jena) se plasma en la idea humboldtiana (por Wilhelm
von Humboldt, hermano del naturalista) de la universidad
de la cultura. A través de la Bildung, la formación cultural, el
Estado-Nación cree poder lograr científicamente lo que los
griegos (en su versión filtrada por el romanticismo) habrían
poseído naturalmente. Si bien la universidad no es una ins-
titución burocrática cualquiera, que sigue servilmente las
instrucciones del Estado, su autonomía está supeditada a
la formación de élites nacionales y de ciudadanos forma-
dos culturalmente. Esta formación, por cierto, no significa
que posean conocimientos cuantitativamente medibles: se
refiere más bien a la capacidad de actuar como ciudadanos,
jefes de familia, altos funcionarios, de acuerdo a un ethos
incorporado: es decir, sin que el Estado tenga que recurrir
a un oneroso (e imposible) “panoptismo”: vigilancia y con-
trol efectivo las 24 horas del día. Esa vigilancia se ejerce,
en la medida de lo posible, para los plebeyos no formados
culturalmente; de los que han pasado por la Universidad

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se espera que cumplan el deber (hacia el Estado y hacia sí
mismos), por el deber mismo. Este resultado es obviamente
no cuantificable. Sucede algo similar con la institución del
Ejército, con el culto a los héroes, con la ornamentación de
los edificios estatales: se trata de rendimientos holísticos,
que no responden a los intereses concretos, cuantificables,
de ningún ciudadano en particular (nadie en cuanto parti-
cular es beneficiado por el hecho de que con sus impuestos
el Estado proteja ficticias fronteras, construya majestuosos
monumentos y edificios). Cuando estos oropeles del Estado
–por ejemplo: el culto a los héroes nacionales– pasan a ser
objeto de discusión (como en el Chile de hoy, con obras
de arte que desmitifican a personajes como Bolívar o Prat)
estamos ya en otra época.
La “Universidad de la cultura”, modelo de la Universidad
“de Chile” de Bello, no podía sobrevivir más allá de las con-
diciones que le dieron origen: el predominio de los Estados
nacionales. En la medida en que estos se debilitan hasta la
cuasi-disolución, la Universidad de la cultura ha de dejar
paso a la “Universidad de la excelencia”, cuyo principio rec-
tor es (y no podría ser de otra manera) la cuantificación,
los resultados de alguna manera “objetivamente” medibles.
Los intentos en el siglo XX por oponerse a esta marea de la
historia han dado lugar, en el mundo de la academia, a epi-
sodios vergonzosos. “La Autoafirmación de la Universidad
Alemana”, discurso rectoral de Martin Heidegger (2009),
entonces flamante miembro del Partido Nacional-Socia-
lista, en la Universidad de Friburgo, en 1933, es un ejemplo
paradigmático. Allí, contra todo rigor intelectual, Heide-
gger intenta utilizar su concepto de Dasein (existencia), que
en Ser y Tiempo había sido elaborado y caracterizado como
“cada vez mío” (es decir, estrictamente individual), como

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un concepto colectivo (“El Dasein de un pueblo”), buscando
dar una nueva fundamentación a la feneciente, y por ello
desesperada idea, de una universidad de la cultura ligada a
las tareas del Estado-Nación. El paralelo a este episodio gro-
tesco no lo es menos: el ya mencionado “affaire Lyssenko”,
en los años 30; el intento por crear una biología “marxista”
–esto es, dotada de un contenido sustantivo– en el marco
del “socialismo en un solo país”, la antigua URSS.
La universidad de la excelencia surge de la confluencia
entre el proceso de globalización, en sus facetas económi-
cas y tecnológicas y, tan fundamentalmente como aquel, del
proceso de auto-deslegitimación, de autofagia en la esfera
de la “alta cultura”. Como anunciaba Marx, “todo lo sólido
se desvanece en el aire”; parafraseándolo, diríamos: todo lo
extra-ordinario –lo que de por sí era “unaccountable”, opaco
al análisis y a la contrastación empírica se desvanece, se
disuelve en ordinarios, terrenales componentes. Las ideas
de Dios, del Alma, del Mundo, esas totalidades patrimonio
de la vieja metafísica, ya para Kant no son más que cons-
tructos de la razón trabajando en el vacío, cuya validez
“como sí” (hagamos como si el Alma fuese inmortal, para
que los individuos puedan soportar sus terrenales penu-
rias) se halla confinada a un ámbito particular de la ya frag-
mentada praxis humana (la llamada “razón práctica”). Por
cierto, en Kant aun estas ideas dan lugar a contradicciones
(antinomias, paralogismos); estas, a su vez, serán puestas
en movimiento por Hegel, quien de esta manera repondrá
una cierta forma de pensar la totalidad, que más arriba he
asociado con la realidad del Estado-nación.
Por cierto, vivimos en tiempos posthegelianos, en los
cuales pensar cualquier totalidad se ha tornado imposi-
ble, inverosímil. Pero esta imposibilidad no emana de la

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lógica: negar la posibilidad del conocimiento de la totalidad
supone, en efecto, que de alguna manera se sabe, se tiene
acceso cognitivo a esta totalidad. Ocurre como en Nietzsche
(“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”), donde el
filósofo, para afirmar, como buen nominalista, que la razón
humana es una cárcel que nos veda el acceso a lo real, ha
de atribuirse justamente el privilegio de mirar, como quien
dice, por el ojo de la cerradura: su visión, suerte de doble
negativo de la alegoría platónica de la caverna, le indica que
cabalgamos sobre el lomo de un tigre: visión ominosa, solo
al filósofo concedida, afortunadamente vedada a los simples
mortales.31
Es decir, se necesita de algo más que el logos para que la
negación del acceso a la totalidad (o, lo mismo da, su afirma-
ción) se transforme en artículo de fe. Este “algo más”, por
una parte, es la decisión epocal que constituye el mundo
moderno; ella interactúa complejamente con el muy real (y
total) proceso de expansión e intensificación de la división
del trabajo, inseparable de la necesidad de hacer medible,
calculable, el trabajo humano por sobre la arbitrariedad

31 El pasaje de Nietzsche (1999) –suerte de inversión del mito platónico


de la caverna– que me he tomado la libertad de parafrasear, dice más
precisamente así: “En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo?
¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque solo fuese por una
vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso
no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su
propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de
sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las
complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado
en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la
funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura
del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre
descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato,
en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus
sueños del lomo de un tigre!”.

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asociada al trabajo artesanal; inseparable también de la frag-
mentación de lo social. Para evitar malos entendidos, aclaro
que mi posición no tiene nada de nostalgia comunitarista.
Por el contrario, la fragmentación podría en principio estar
asociada a la posibilidad de un individuo autónomo, pre-
servado en su autonomía precisamente por la opacidad de
lo social, que ya ni el ojo de Dios ni el del Poder pueden
transparentar. Por cierto, esta es solo una posibilidad, que
los dispositivos de vigilancia y domesticación del mismo
mundo moderno tienden a desmentir. El más reconocible,
aunque quizás no el más esencial, de estos dispositivos, es
la industria cultural: los individuos creen que ven televisión,
cuando más bien están siendo minuciosamente observados
y, people-meter mediante, estandarizados por ella.32
La universidad de la excelencia es la expresión de esta
fragmentación en el ámbito del saber. Hay una explosión
analítica de los saberes, que se publican en decenas de
miles de journals especializados en el mundo, y un evidente
y en principio laudable incremento de un saber analítico
y riguroso. La producción y circulación del saber tiende a
organizarse en comunidades meritocráticas: comunidades
de pares, a las cuales individuos circulantes (es decir, no
atados ya a un suelo, a una patria) se integran en base a sus
credenciales académicas, y a la adscripción a cierta bibliogra-
fía: en efecto, la discusión bibliográfica, en los proyectos de

32 El artista visual Harun Farocki (Desconfiar de las imágenes, 2013)


hace un notable inventario de formas de observación mediante
cámaras de vigilancia, así como de los algoritmos y estrategias que
permiten predecir o, mejor aún, producir el comportamiento de los
consumidores en grandes centros comerciales. La estandarización,
por cierto, no equivale a homogenización, sino más bien a la
segmentación de los públicos en categorías de preferencias y
consumo.

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investigación, es la contraseña que permite reconocer, o no,
a un individuo como integrante válido de una cierta comu-
nidad. En base a estos elementos, así como en rendimien-
tos objetivamente medibles (publicaciones, proyectos), los
individuos son evaluados y remunerados. El carácter formal
de las comunidades meritocráticas las hace potencialmente
globales: así, el desarrollo tecnológico no hace más que tor-
nar real el universalismo abstracto que ya era el núcleo del
concepto de excelencia: este universalismo, por así decirlo
pedía, a gritos, la web, la globalización.
Los saberes críticos (que, de alguna manera, aunque sea
negativamente, aluden a una totalidad: el caso de este mismo
texto) no quedan en absoluto excluidos de la universidad de
la excelencia: más bien, paradójicamente, pueden formar,
y forman, su propia comunidad meritocrática, su propio
fragmento. No es infrecuente que estos saberes se refugien
en un lenguaje skoteinós, impenetrablemente obscuro:33 es
el reproche que se les suele dirigir, en ciertos sectores de la
academia anglosajona. Ahora bien, la tendencia a la opaci-
dad podría entenderse como el costo a pagar por intentar ir
más allá de la división técnico-abstracta de los saberes; a la
vez, en la medida en que se inserta ya en tal división, se con-
vierte en una mera seña de reconocimiento al interior de
una comunidad más de especialistas. También la tendencia
a desarrollar saberes locales está inserta en la dinámica de
la universidad de la excelencia: por una parte, estos saberes
incrementan su volumen, su capacidad analítica; por otra
parte, constituyen nuevos insumos para la voraz empresa

33 “Skoteinos. Como se debería leer”, es el título de un ensayo de


Adorno (1991).

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académica tardomoderna, en su ciega “movilización total”
(Jünger, Heidegger).
La excelencia, vuelvo a ella, es, como el dinero (con el cual
está directamente relacionado), un “equivalente universal”,
cuya primaria función es el establecimiento de una equiva-
lencia cuantitativa entre trabajos y productos cuantitativa-
mente diversos (en este caso, los trabajos especializados de
distintas comunidades académicas). Pero, además, la “exce-
lencia” constituye la cosificación de lo que originalmente es
un adjetivo o un adverbio: “un excelente corredor”; “corrió
excelentemente”: en otras palabras, es una cualidad fantas-
mática, un fetiche, a la manera como lo son la mercancía
y el dinero en Marx. Los “excelentes”, extraídos de su con-
texto, son excelentes, precisamente en... nada, de la misma
manera como el dinero fuera del mercado es solo un papel.
No obstante, la excelencia puede pasar a ser vista como un
atributo “duro” (a la manera de una propiedad física, o quí-
mica), legitimante de privilegios en la esfera del poder.
La universidad de la excelencia se inscribe en una tenden-
cia más amplia hacia la tecnificación, en la sociedad en su
conjunto. En virtud de ella, los antiguos funcionarios, liga-
dos directamente a algún tipo de poder fáctico, son despla-
zados por comunidades de profesionales meritocráticos. Si
bien en estas comunidades impera la evaluación “objetiva”
(es decir, colectivamente subjetiva) entre pares, ha de existir
una instancia de apelación que asegure que cada comuni-
dad meritocrática opere efectivamente según tal principio.
Pero, evidentemente –so pena de regresión al infinito– esta
instancia no podría ser, a su vez, de índole meritocrática,
sino metafísica. Y el saber metafísico, así como el ejercicio
sin más del poder –la política– con el cual guarda esencial
afinidad, son infundados: en última instancia, su Verdad

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substancial no puede fundarse más que en un des-oculta-
miento (la a-letheia, la Verdad griega según Heidegger), en
una suerte de revelación historial e inverificable.

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17. Política cultural, meritocracia, poder

La meritocracia y el mercado son portadores de un impulso


igualitario, que pretende medir a todos los seres humanos
por la misma vara. No obstante, alberga en su cúspide a la ini-
gualitaria metafísica, a la política en cuanto in-fundado ejer-
cicio del poder. Una sociedad meritocráticamente lograda
sería una sociedad despolitizada (compuesta por especialis-
tas-consumidores: los técnicos que crecientemente despla-
zan a los antiguos políticos); o, mejor, una sociedad donde
la soberanía política se ha concentrado en un solo punto, su
cúspide, ocupada por una suerte de rey-filósofo, a la manera
de La República de Platón. En otras palabras, si la meritocra-
cia es la culminación de la cultura de Occidente, esta cul-
minación consiste en una sociedad transparente, pero que
alberga un polo de irreductible opacidad.
Tal opacidad es también la del capital cultural; la de su
reproducción y la de la élite, su portadora. Hasta aquí me he
referido a la universidad fundamentalmente en su función
productora del saber. Pero la universidad tiene también
funciones de reproducción, aunque, ¡atención!, claramente
diferenciadas: por una parte se trata de la élite; por otra, de
“capital humano”. En tiempos del neoliberalismo global, la

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política cultural, que incluye a la política universitaria y edu-
cacional –véase el caso de Chile– solo atiende la segunda de
estas funciones (de tipo extensivo, redistributivo); a la vez,
renuncia (quizás inevitablemente, dado el carácter epocal,
planetario, de la transformación que intento describir) a la
formación, intensiva, de una élite republicana.
Políticos, economistas, intelectuales orientados a la cosa
pública, en efecto, centran hoy su atención en políticas
igualitaristas, re-distributivas: en síntesis, en una narrativa
cuyo “happy-end” nos presenta a un ciudadano convocado
con cierta periodicidad a elecciones; con acceso al consumo
e, incluso, a una educación superior masificada: donde, en
suma, todo es susceptible de re-distribución, menos el capi-
tal cultural real, vinculado al ejercicio del poder (tal capi-
tal no se adquiere participando en “Fiestas de la Cultura”;
tampoco en un sistema educacional que tiende a privilegiar,
tanto en la escuela como en la universidad, la producción
de trabajadores especializados, aun cuando estos se llamen
“médicos”, “ingenieros” o “abogados”).34

34 Por cierto, para desarrollar con mayor amplitud este planteamiento,


habría que abordar el tema de la “instrucción pública”, de la enseñanza
primaria y media. Este tema ha sido objeto de encendidos debates y
detallados estudios a partir de la “revolución pingüina” del 2006, y de
la demanda de substitución de la LOCE. No obstante, estos debates y
estudios se caracterizan por centrarse en la propuesta de instrumentos,
más o menos adecuados, de ingeniería social; de políticas públicas
que apuntan hacia la producción de la igualdad. Pero lo que estos
enfoques omiten es la cuestión propiamente política: es decir, la
cuestión de las luchas sociales y del momento, en ellas contenida,
de producción de desigualdad (es decir, de producción de una élite
democrática, republicana: “nacional-popular”, en la hoy olvidada
terminología gramsciana). Tal omisión determina que las propuestas
más “de izquierda” terminen siendo las más acordes con el modelo
neoliberal. Así sucede, por ejemplo, con la propuesta de terminar con
el “financiamiento compartido” en la educación municipalizada. Bien

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El viejo Chile –pero atención: aquel que terminó de colap-
sar en septiembre del 73– dio lugar, en instituciones como la
Universidad de Chile (también en el Instituto Nacional cuya
crisis, ya en los años 60, fue el anuncio del desplome poste-
rior), a la formación de una élite político-intelectual republi-
cana, que no se limitaba a reproducir a las viejas élites del
capital económico y cultural. Esta élite fue eliminada por el
Golpe Militar. También sus instituciones. El tema del poder
y la élite ha quedado fuera del horizonte político-intelectual
del presente. En el nuevo orden de la nación chilena solo
hay lugar para trabajadores especializados, consumidores,
tele-espectadores. Y para una élite que se reproduce según
su propia dinámica, imperturbable.
La cuestión sale en ocasiones a la superficie. Así suce-
dió a propósito del “maletín literario”, iniciativa cultural del
gobierno de Michelle Bachelet, en abril del 2007. Se trató
allí, en el fondo, del tema de la legitimidad de una política
cultural del Estado. Pero, como suele suceder, la discusión

concebida y regulada (evidentemente, no lo está; se ha transformado


en una forma más de discriminación), tal modalidad permitiría
que, de común acuerdo, padres y apoderados complementasen el
financiamiento estatal mediante aportes propios. De esta manera,
se propiciaría el surgimiento de una cierta desigualdad al interior de
los propios sectores populares; de una élite político-intelectual de
origen popular. Pues su supresión, en condiciones de un hedonismo
de masas –hecho indiscutible en la sociedad mass-mediática
contemporánea– no hace sino propiciar el desvío de fondos hacia el
consumo (la compra del último modelo de televisor, del más reciente
video-juego): es decir, termina favoreciendo la consolidación de una
sociedad de consumidores y trabajadores especializados, presidida
por un poder fantasmal, a salvo de toda disputa. En suma, tanto los
defensores del financiamiento compartido (en las condiciones en
que este opera en Chile) como sus detractores tienden a compartir
un igualitarismo abstracto que, para bien, para mal, es tributario de
la sistemática del pensamiento liberal.

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tendió a poner al Chile de la “vieja República” como punto
de comparación, sea positivo o negativo, sin tomar en cuenta
que el Golpe Militar surgió, precisamente, de su crisis. Así,
por ejemplo, partiendo del hecho de que el Estado de Chile
difundía la alta cultura (pienso en los canales universitarios
de TV, únicos por entonces autorizados), se compara esta
situación con la diversidad y la farándula de la TV actual.
Pero para entender cabalmente el tema de la política cul-
tural –de lo que ella pone en juego, de sus cambios– hay
que desviar la mirada del tema de la difusión, para enfocarla
en cambio en el poder. De esta manera se evita la falacia
neoliberal, que presenta la situación actual como si fuera la
forma natural de ser de las cosas: es decir, como si la política
cultural hubiese sido siempre un problema de distribución
masiva de bienes simbólicos. La izquierda participa de esta
falacia: suele plantear las cuestiones culturales también en
el plano de la distribución (es decir, en el plano que corres-
ponde en esencia al pensamiento neoliberal), con un cierto
énfasis, claro, en la corrección de las distorsiones causadas
por el mercado. En ambos casos hay una borradura de la
cuestión del poder.
¿Cómo era el Chile que el Golpe Militar –la única verda-
dera revolución habida en Chile en el siglo XX– vino defini-
tivamente a clausurar? Vale la pena repetirlo, partiendo de
un dato básico: desde fines de la década del 20 (dictadura
de Ibáñez), y con más fuerza a partir de los gobiernos del
Frente Popular, en Chile se impone un modelo de desarro-
llo “por sustitución de importaciones”. Un Estado fuerte e
interventor –el estatalismo chileno no es solo patrimonio de
la izquierda, sino, y esto no hay que olvidarlo, también de la
derecha– restringe, mediante fuertes aranceles, el ingreso
de productos importados. De esta manera, se propicia el

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surgimiento de una industrialización por sustitución de
importaciones; asimismo, de una burguesía nacional, de
una clase obrera industrial sindicalizada y de una clase
media que asciende por medio del acceso a la educación. La
industria nacional, protegida (textil, línea blanca) produce
bienes caros y de mala calidad; no obstante, la organización
sindical posee un poder de negociación que permite elevar
los salarios, de modo que existe un poder adquisitivo que
permite que estos bienes sean adquiridos. La clase media,
por su parte, en alianza progresiva con los sectores obreros,
va ocupando progresivamente posiciones al interior de la
élite cultural.
Este modelo es, en gran medida, perfectamente circu-
lar: tanto los intereses de la burguesía nacional, como los
de la clase obrera y media, parecen obtener satisfacción al
interior del sistema. No obstante, hay tres factores de des-
estabilización, que se harán presentes cada vez con mayor
fuerza, hasta provocar una crisis, una situación revolucio-
naria. El primero es un factor exógeno: la incipiente globa-
lización, hostil a las economías cerradas. Los otros dos son
endógenos.
En primer lugar, este modelo reposa sobre la existencia
de bajos precios para los productos agrícolas –la alimenta-
ción– con la consiguiente marginación de una porción con-
siderable de la población que vive, no en las ciudades, sino
en el campo. Un dato autobiográfico: cuando, a comienzos
de los años 60, ingresé a la enseñanza secundaria al Ins-
tituto Nacional, por ese solo hecho, me transformaba, sin

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saberlo, en un integrante del 15% más educado de la pobla-
ción chilena.35
A partir de los años 50, esta marginación empieza a
entrar en crisis: por diversas vías (quizás la “radio a pila”
haya sido un factor desencadenante, en un mundo rural
que desconocía la electrificación), el campesinado se entera
de que existe un mundo, el urbano, supuestamente mejor.
Empieza la migración masiva del campo a las ciudades, que
instala en torno a estas los cinturones de pobreza que aun
conocemos, y las hace crecer desmedidamente. Se desata
también una lluvia de demandas (caminos, escuelas, habi-
tación, electricidad, agua potable, alcantarillado) que se
dirigen a un Estado que, crecientemente, no las puede satis-
facer: la avalancha de estas demandas, representadas políti-
camente por la ultra-izquierda, será un factor no menor en
la caída del gobierno de la Unidad Popular.
El segundo factor endógeno es el surgimiento de una
élite educada, producto de la educación pública –Instituto
Nacional, Universidad de Chile– que no puede menos que
despreciar a la antigua élite dirigente: la oligarquía parásita,
brutal, supersticiosa, explotadora. Dos élites –esta podría ser
una máxima de la ciencia de la política– no pueden coexistir.
Para la élite chilena emergente, la cultura no era un asunto
de distribución de bienes para ocupar el tiempo de ocio: era,

35 Ver José Joaquín Brunner, disponible en http://mt.educarchile.cl/mt/


jjbrunner/archives/2007/09/educacion_debat.html (visitado el 11 de
junio de 2013).
En la actualidad, casi el 100% del segmento etario correspondiente
ingresa y permanece en la Enseñanza Media. De esta manera, los
problemas de la pobreza, de la carencia de capital cultural, del
futuro laboral, se trasladan hacia la escuela, y pasan a ser para esta
sus problemas prioritarios (y no ya la formación de élites: estas se
reproducen “automáticamente”, en los colegios de pago).

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por el contrario, una cuestión directamente política. Qui-
zás la situación en la cual la cultura como política se hace
patente es la Reforma Universitaria. La reacción escanda-
lizada de la oligarquía (de su prensa: El Mercurio) frente a
una asonada estudiantil como la toma de la Casa Central
de la UC el año 1967 es un buen indicador para contrastar
esta afirmación: la antigua élite, porque ejerce el poder, sabe
de su secreto: este no es otro que el carácter político de la
cultura, así como de las luchas en torno a ella.
Con esto, la lucha por el poder en Chile queda planteada.
Pero la élite emergente (dirigentes obreros, clase media culta
crecientemente radicalizada) tiene el alma dividida. Por una
parte, su sola existencia desencadena una crisis del sistema;
por la otra, esta élite se ha forjado al interior del sistema, y
se maneja mejor con el voto que con el fusil. Allende, el Par-
tido Comunista, eran la izquierda del sistema: enfrentados
a una situación revolucionaria, que en parte ellos mismos
desencadenan, carecen de los medios para resolverla. Su
derrota está determinada por esta irresuelta contradicción.
No es raro que la acción represiva de la dictadura chi-
lena se haya orientado, consistentemente, a diezmar física-
mente a los integrantes de la élite emergente, así como a
neutralizar los dispositivos sociales (la educación pública,
particularmente) que la reproducían y amplificaban su
influencia. Con esto, por otra parte, la dictadura no hacía
más que allanar el camino para la integración de Chile al
mundo globalizado.
Si bien en los márgenes de este mundo aún hay luchas
de poder, su ideal (la evaluación objetiva, meritocrática,
de cada cual) parece erradicarlas totalmente, como si ellas
correspondieran a un estadio ya superado de la evolución
de la humanidad. La cultura, como ya he dicho, aparece

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crecientemente, no como ligada al poder, sino a la produc-
ción y distribución masiva de bienes simbólicos. Estos bie-
nes, cuando se llaman “educación”, permiten acrecentar el
mérito individual: la condición de trabajador especializado,
merecedor de una tajada mayor de consumo, de satisfac-
ción material y a la vez simbólica. O bien, cuando se llaman
“cultura” a secas, constituyen una forma socialmente acep-
table de evasión, de uso del tiempo libre.
El poder, antes ligado directamente a la cultura, se hace
ahora difuso, invisible; se confunde con la ciencia, la tec-
nología, con los procedimientos formales que, para bien y
para mal, rigen crecientemente las vidas de los individuos.
En la sociedad chilena, quizás el lugar neurálgico del poder
real sea el Banco Central. No obstante, este se nos presenta
como un organismo puramente técnico, cuyas decisiones
no están sujetas a la opinión política, sino a la ciencia eco-
nómica. Por cierto, la economía es una ciencia, pero su
cientificidad, afirmada incondicionalmente y encarnada en
el ejercicio institucionalizado de un poder, encubre las con-
diciones fácticas, históricas, de su emergencia: la economía
de mercado. El mercado, en efecto, es un dispositivo de abs-
tracción, de olvido: lanzadas a la deriva mercantil, las cosas
“olvidan” su historia: finalmente, comparecen en el mer-
cado dotadas de una propiedad abstracta y, sin embargo,
dura, inapelable: su precio (no se regatea en un supermer-
cado). Solo una vez consumado este proceso de abstracción,
la economía puede acceder al status de una ciencia, incluso
matematizable. Hacer de ella una ciencia sin más, en cam-
bio, equivale a naturalizarla. Es decir, a hacer de ella algo así
como el producto de una naturaleza humana eterna, inmu-
table, una de cuyas aptitudes innatas sería el intercam-
bio económico, el cual recién en el capitalismo moderno,

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removidas las deformaciones contrarias a la naturaleza que
solían constreñirlo, alcanzaría su plena expresión. De esta
manera, se le confiere al devenir la forma de la eternidad,
del Ser. Imposible no pensar nuevamente en Nietzsche:
“Conferir al devenir la forma del Ser: esa es la suprema
voluntad de poder”, dejó escrito en uno de sus fragmentos.
El estado de cosas que describo bien puede durar un
milenio. En tal caso, debiéramos acostumbrarnos a la cul-
tura como consumo cultural: como suave droga para com-
pensar la tragedia –en última instancia, somos el animal
que muere– que en la esfera pública –mundo feliz, brave
new world– resulta indecente, o inconveniente, exponer.
También cabe la posibilidad de que, en los intersticios del
nuevo orden, nuevas élites se estén forjando y que, nueva-
mente, la cuestión de la educación y la cultura sea la cues-
tión del poder.

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18. Descartes en la Araucanía
(un experimento mental)

“La trama múltiple de la información deliberadamente


distorsionada, las versiones y contraversiones son el lugar
denso donde imaginamos lo que no podemos comprender”
Ricardo Piglia, El camino de Ida.

El pensador francés René Descartes suele ser conside-


rado como el padre de la filosofía moderna. Y de hecho, su
obra principal, sus Meditaciones Metafísicas (1641), pone en
escena la infinita capacidad del sujeto moderno para poner
en duda todo lo que se le ofrece como evidente. Para el per-
sonaje, él mismo sentado ante su chimenea, que Descartes
construye en esa obra, ya no hay punto fijo alguno al cual
aferrarse: ni la tradición filosófica, ni las Escrituras y la ins-
titución eclesiástica que decía tener la clave para interpretar-
las y traducirlas en términos morales y políticos. Tampoco
la experiencia sensorial. Incluso Dios, Creador del Uni-
verso, suponiendo que tuviésemos acceso a él, podría ser un
demonio, un engañador. Ahora bien, ¿qué habría pensado
Descartes si repentinamente, desde su exilio en Holanda,
donde pudo vivir y pensar durante más de 20 años, hubiese
sido proyectado a la Araucanía a comienzos de enero del
2013, en los días posteriores a la muerte, producto de un
ataque incendiario, del matrimonio Luchsinger-Mackay?
La invocación a Descartes es pertinente dado que, en
principio, lo que hay aquí son dos evidencias enfrenta-
das. Por una parte está la evidencia que maneja o parece

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manejar la policía, la fiscalía, los aparatos de inteligencia del
gobierno, buena parte de la prensa. Esta evidencia apunta
a la existencia de grupos, pequeños pero bien organizados
y contactados nacional e internacionalmente, que estarían
empeñados en crear, terror mediante, un clima de ingo-
bernabilidad en la Araucanía. Por la otra parte, se tiene la
abundante evidencia proveniente de las ONG, abogados y
defensores de los derechos humanos y, finalmente, histo-
riadores. En ella, a menudo con el respaldo de muy sóli-
dos trabajos académicos, el pueblo mapuche es presentado
como víctima histórica de depredaciones y abusos por parte
del Estado de Chile. Bajo esta óptica, la represión policial
y judicial del presente no sería más que la reiteración de
tal historia. Una reiteración para la cual el asesinato de los
Luchsinger-Mackay, su exposición mediática, sería uno más
en una larga y reconocible serie de subterfugios.
¿Qué diría Descartes? Estoy haciendo aquí de Descartes
el exponente de una actitud intelectual, la de la duda, que
después de casi cinco siglos ha penetrado profundamente
en el sentido común: ya todos sabemos que verdad y apa-
riencia no coinciden; que verdad y tradición tampoco. Pero
esta no es toda la historia. Porque Descartes en sus Medi-
taciones, después de naufragar en las agitadas aguas de la
incertidumbre, sí encuentra un fundamento sólido al cual
aferrarse. Un fundamento que hasta los escolares conocen,
pero que pocos entienden en todo su alcance: ego cogito ergo
sum, “pienso, luego existo”. Pocos entienden, porque lo que
parece un acierto puramente intelectual, resultado de la
duda y de la deducción es, leído a fondo, el hallazgo de la
voluntad humana como ese fundamento sólido que la evi-
dencia, sea de primera o de segunda mano, obtenida a tra-
vés de los sentidos, o prestando atención a libros y hombres

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sabios, ya no proporciona. De una voluntad y también de
una verdad. Pero esta no es ya la verdad que se encuentra,
sino la que se proyecta, se construye; no ya la del pasado, sino
la del futuro. Como la verdad de la ciencia moderna, que no
se limita a contemplar la naturaleza, sino que la interroga
y obliga a responder en el lenguaje de la matemática. La
verdad de la política moderna, asimismo: para esta, como
lo dijo alguna vez Giambattista Vico, como lo repitió siglos
después Antonio Gramsci, “verdadero es lo que se hace”.
Bajo esta óptica cartesiana, entre ambos bandos (“repre-
sores” e “historiadores”, diré para sintetizar) hay en prin-
cipio un desequilibrio. Porque los primeros, mediante la
construcción, más allá de toda imposible evidencia “dura”,
de la figura del terrorista mapuche, intentan, “más allá del
bien y del mal”, ponerse a la altura de lo que sería, para ellos,
la intensa politicidad de la situación. En cambio, los “histo-
riadores” miran hacia el pasado. Y lo que se encuentran es
con la víctima. La historiografía, en efecto, hace tiempo que
ya no es, como se solía decir, “la historia de los vencedores”.
Ahora los vencidos han conquistado un lugar, la academia,
la cultura, el arte, desde donde pueden contar su historia.
¿Lo han conquistado, o han quedado confinados en él, en
una suerte de cautiverio feliz? ¿Y cuentan toda su historia,
o solo su historia en tanto víctimas? ¿Y no los condena ello
a quedar confinados al archivo, al columbarium del historia-
dor, quedando así por debajo de Descartes, por debajo de
la politicidad moderna, por debajo incluso, conjeturo, del
mismo conflicto mapuche?
Invoco nuevamente a Descartes, a mi Descartes. Porque
este, imagino, podría pensar así: “Los mapuche, en la óptica
de los ‘historiadores’ –curiosamente, no en la de sus adver-
sarios ‘represores’– no son más que víctimas. Nadie allí se

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atreve a pensar que se podría tratar, al menos para sus pro-
tagonistas, de una guerra justa; que algunos mapuche –los
más valerosos, los más cultivados: la élite– podrían haber
llegado a la conclusión de que ya basta de ser víctimas. Y
que la respuesta legítima, política, ante tanta opresión, no
podría ser otra que pasar, hábilmente por cierto, al terreno
de la guerra. O sea: hacer ingobernable la Araucanía. Y
hacer que toda la violencia del huinca se exponga a plena
luz, a la plena luz del mundo globalizado, que estos mapu-
che comprenden tanto como sus adversarios. Que salgan de
su tumba los Cornelios Saavedras, los Augustos Pinochet. Y
si no, al menos los Alan Coopers”. (Alan Cooper: participó
en el asesinato del Gral. Schneider y militó en Patria y Liber-
tad. Reaparecido públicamente en días post-Luchsinger, lla-
mando a las armas a los agricultores. Mi Descartes está bien
informado).
Dejo descansar a mi Descartes y prosigo su argumento
donde él lo dejó. Sus mapuche desvictimizados podrían,
incluso, oponer buenas razones a los dos argumentos más
fuertes en contra de su hipotético actuar. Se trata, por una
parte, del argumento moral; por la otra, aquel que los con-
trapone, en tanto minoría, al “pueblo” mapuche (son los
argumentos de Ascanio Cavallo, escribiendo “en caliente”
el sábado 5 de enero de 1973 en La Tercera. Y son significa-
tivos, en cuanto vienen del mundo “progresista”, que no es
exactamente el de los “historiadores”).
El argumento moral dice que ninguna lucha, por legí-
tima que sea, puede justificar un crimen brutal como el
cometido en la Araucanía. Más ampliamente, la moral de
los derechos humanos, del respeto incondicional a la vida,
estaría por sobre cualquier contienda política, de modo
que tan condenable sería la muerte del comunero Matías

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Catrileo como el de los latifundistas Luchsinger-Mackay.36
¿Qué podrían responder los mapuche de Descartes a esto?
Quizás podrían reducir el argumento moral al absurdo: en
efecto, si la moral del “No matarás” se aplicase universal,
incondicionalmente, se obtendría un también universal
empate moral, resultante, simplemente, de constatar que,
en cada lado imaginable, ha habido al menos un muerto,
una víctima. Y, en la línea de Carl Schmitt, quizás podrían
también alertar respecto a los efectos de una política que
se hiciese, que de hecho ya se hace, en nombre de la moral
universalista de los derechos humanos. Este universalismo
moral, en efecto, no sería más que la máscara del particu-
larismo expansionista de Occidente. Y justificaría un ilimi-
tado derecho de intervención por parte del “eje del bien”,
que produciría, que a la fecha ha producido, millones de
víctimas que nadie parece contabilizar. O bien, que sí se
las contabiliza, pero despojadas de todo atributo verdadera-
mente humano. Es decir, precisamente solo en cuanto “víc-
timas”, a la espera de un improbable juicio final –aquí el
progresismo converge con la escatología biopolítica de un
filósofo como Giorgio Agamben– o bien, a la espera de su
más mundana redención mediática o, por qué no, artística.
La política regida por la moral universalista de los
DD.HH., dirían en suma los mapuche, conduce a la gue-
rra total. Y en cuanto a lo segundo, dirían, cartesianamente,
que un pueblo no es una “población”: no existe como objeto
observable, por ejemplo, estadísticamente. Un pueblo sería,

36 Matías Valentín Catrileo Quezada. Estudiante mapuche de 23 años,


baleado a mansalva en un enfrentamiento con Carabineros el 3 de
enero del año 2008, en el contexto de la lucha por la reivindicación
nacional del pueblo mapuche. La muerte de los Luchsinger se
produce exactamente cinco años después.

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por el contrario, una voluntad de pueblo. O sea: todo se ini-
ciaría con minorías, élites. Estas, si no son prematuramente
derrotadas, devienen vanguardia. Lenin no sometió a vota-
ción popular la toma del Palacio de Invierno. Se lo tomó sin
más, aprovechando con astucia el derrumbe del poder del
viejo imperio zarista. Y con ese acto constituyó a un pueblo
moderno, que sobrevive más allá del colapso de la URSS.
Para esto se requiere, por cierto, de una moral. Pero esta no
es la moral que pesa el bien y el mal, sino aquella a la cual
aluden expresiones como “subir la moral”, “la moral alta”
(o baja), etc. Expresiones que aluden a un movimiento de la
voluntad y que ahora solo parecen existir en la jerga depor-
tiva (así, también en enero del 2013, Mario Salas, entrena-
dor de la selección “sub-20”, declara usar las obras de Che
Guevara para subir la moral combativa de su equipo).
Vuelvo a Descartes. Dado que, más allá de verdades tri-
viales (“hoy salió el sol”; “anoche tembló”), la verdad y el sen-
tido son, modernamente consideradas, construcciones que
trabajan sobre el material neutro de los “hechos”, entonces
la misma lógica que subyace a la política moderna opera
también en la construcción de hechos e informaciones, de
contra-hechos y contra-informaciones, que caracteriza a las
tareas de contrainteligencia y des o contra-información. Y, si
hemos seguido a mi Descartes al atribuir a la élite mapuche
el dominio de la lógica de la política moderna, no habría
por qué negarles un dominio análogo de tales tareas. Así,
superar la condición de víctima despolitizada, acceder a la
calidad de sujeto político, es a la vez adquirir la capacidad de
desarrollar estrategias comunicacionales, de información y
contrainformación. Y en este caso, al menos por un tiempo,
la más eficaz de estas estrategias consiste en, precisamente,
negar todo aquello. Es decir, si bien ya estarían dejando de

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ser meras víctimas, aun convendría que el mundo los con-
sidere como tales.
Pero aquí el asunto, como en las tramas de contrainteli-
gencia y contra-información, se complejiza hasta el infinito.
Y en este laberinto de la sociedad y la política modernas,
es muy posible que los mapuche hayan llegado demasiado
tarde. Me explico: en algún momento la vanguardia tiene
que mostrar su verdadera cara, su politicidad, con toda la
carga de violencia, real y simbólica, que ello supone. ¿Qué
sucede entonces?
La habilidad política que, en este experimento mental,
plausiblemente he atribuido a la élite mapuche consiste fun-
damentalmente en jugar con las debilidades del adversario.
Por una parte, se trata del debilitamiento de la soberanía de
los Estados nacionales en condiciones de mundialización.
Estos, si bien no desaparecen, se transforman creciente-
mente en piezas de un Imperio: en administradores loca-
les de una economía, de una justicia, de un ejército y una
policía, de un sistema educacional mundializados. Y este
debilitamiento hace posible que minorías locales establez-
can relaciones directas con estas instancias imperiales sal-
tándose olímpicamente a los viejos Estados.
Pero la debilidad radica también en que el Estado
moderno, y muy particularmente, este incipiente aparato
estatal globalizado, asegura a sus súbditos espacios de segu-
ridad y autonomía al precio de despolitizarlos, de neutra-
lizarlos políticamente. Esta neutralidad –olvido profundo
de la lógica de la política real– hace posible que aquellos
que aquí he llamado “historiadores” –más ampliamente,
me refiero a quienes ocupan los espacios de la academia,
del arte, de la cultura en general– disfruten, en tiempos de
normalidad, de una libertad prácticamente irrestricta. Allí

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todos los temas se pueden tocar; allí nada es sagrado, y los
temas de la víctima y el victimario así como, y no por azar, el
de la redención por obra de una anhelada “violencia divina”,
están a la orden del día.
Pero aquí la estrategia de jugar con la debilidad del adver-
sario topa su límite. Y mi experimento mental también.
Porque hasta ahora he supuesto, ¡ay de mí!, que el bando de
lo “represores” era el que estaba a la altura de la politicidad
moderna: que su versión “alarmista” del conflicto mapu-
che podía ser más acertada. Ahora debo modular, invertir
incluso, esa afirmación. Porque, paradójicamente, la apoli-
ticidad de los espacios modernos autónomos, donde mora
el “historiador”, es intensamente política. Pero no lo es en
función del “compromiso político” de este personaje sino
todo lo contrario. Porque, de nuevo, lo político moderno, la
soberanía moderna, opera fundamentalmente por medio de
la neutralización: para concentrar lo político en un punto, el
de la soberanía (que, por ello, se torna cuasi-invisible), se
hace necesario que las convicciones substantivas en todos
los ámbitos, desde la religión a la misma actividad política,
se transformen en campos autónomos, neutralizados y, en
lo fundamental, despolitizados (la religión: creencia privati-
zada; la política: debate técnico-académico o parlamentario).
La ganancia no es menor: la protección de la vida, aunque
esta sea una vida primordialmente despolitizada, más allá
de toda voluntad o deseo individual.
Desde esta óptica, el “represor” juega un juego ya obso-
leto. No hace falta invocar la Ley Antiterrorista, la seguridad
del Estado. Bastaría con seguir con mesura el juego de lo polí-
tico moderno. Funciona más o menos así: al sujeto mapu-
che incipientemente politizado, ya lo he dicho, le conviene
que lo sigan viendo como la mirada del “historiador” quiere

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verlo: como mera víctima despolitizada. En otras palabras,
la élite mapuche, que no tendría por qué ser menos que el
Dios engañador de Descartes, engaña. Engaña a las “almas
bellas” –así se refería Hegel a los pensadores románticos–
chilenas, europeas o globales; estas, a su vez, solo quieren
ser engañadas.
Pero esta situación puede ser leída de manera inversa:
son más bien estas almas bellas quienes engañan a los
mapuche –a la vez, estos se engañan a sí mismos por medio
de ellas­–, incentivándolos a soñar con una guerra acerca de
la cual estas almas, en realidad, saben lo suficiente como
para no querer librar (aunque, de vez en cuando, también
tengan sueños húmedos con ella).
En otras palabras: quien juega a la guerra en condiciones
de neutralización –esa pieza que Hobbes agregó, magistral-
mente, al juego cartesiano– es como el tigre que, en busca
de ese alimento que le debiera hacer posible seguir siendo
la fiera que es, se mete astutamente en una jaula. De ella no
saldrá jamás.

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Georg Lukács: por una moral sin cuentas

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Lo que sigue es, en parte, un comentario a dos textos de
Georg Lukács: “El bolchevismo como problema moral” y
“Táctica y ética” (ambos se incluyen como Apéndice). Se
trata de textos escritos en el breve período que va de fines
de 1918 a comienzos de 1919 por un intelectual que, a poco
andar, se transformaría en uno de los referentes obligados
del pensamiento marxista del siglo XX y que, en sí mismos,
invitan a la reflexión, al comentario. ¿Pero por qué hacerlo
aquí, en un libro cuyo foco está puesto sobre Chile, sobre las
cuatro décadas transcurridas desde el Golpe Militar del 73?
Las razones son varias, y debo dedicar parte importante
de este texto a exponerlas. La primera es que, evidente-
mente, nada de lo ocurrido en estos años y en estas tierras
puede entenderse con prescindencia del contexto global;
menos aun tratándose, en lo fundamental, de la historia de
una izquierda, la nuestra, primero marcada por el interna-
cionalismo y luego por lo que cabría llamar “inter-estata-
lismo”, correspondiente al giro, al cual ya me he referido,
hacia el “socialismo en un solo país”: hacia la geopolítica,
la división del mundo en esferas de influencia y la Guerra
Fría. Es decir, por el giro desde lo que se pensaba sería una

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relación horizontal entre pueblos, naciones, a la etapa de
los “socialismos realmente existentes”. Giro que, sea en el
plano intelectual, sea en el moral, no es digno de ignorar
–en el sentido que los marxistas dieron a ese término, ello
supondría además un “idealismo” flagrante– como si se
hubiese tratado meramente de un “error”, de una desvia-
ción de la historia efectiva con respecto a la eternamente
recta enseñanza de los “clásicos”. Y que, de todos modos,
supone una continuidad esencial: bajo una forma u otra,
la izquierda chilena fue parte, se asumió como parte de un
conflicto global, de una guerra, ya no de Estados, sino de
clases: la guerra que terminaría con todas las guerras; la
última guerra de la humanidad.
La segunda razón es que, como ya lo he dicho en el Pró-
logo, al hilo de este comentario me propongo tratar un asunto
delicado, el del conflicto político llevado a su máximo nivel
de intensidad –la lucha por el poder del Estado, nada más
y nada menos– que la izquierda chilena, particularmente
en los años de la Unidad Popular, instaló en el supuesta-
mente plácido viejo orden de la nación chilena, el mismo
que la “sensibilidad de izquierda” en tiempos actuales suele
idealizar y recordar con nostalgia. Asunto delicado, porque
cualquier mención a él suele ser descalificada como justifi-
cación del Golpe Militar y de la brutal represión que le suce-
dió: como justificación de lo que se suele llamar “empate
moral” entre la dictadura y sus víctimas.
Mi propósito es poner en cuestión esta versión, que sin
mayor análisis contrapone política revolucionaria y moral.
Para ello, la lectura de los mencionados textos de Lukács,
escritos en el momento prístino de la revolución bolchevi-
que –es decir, antes de que, por razones en parte pertene-
cientes al ámbito de la misma estrategia política, la misma

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izquierda, Lukács incluido, optase por levantar un tupido
velo intelectual sobre el asunto–, me han parecido útiles.
Porque permiten entender que la moral –y esto particular-
mente para los revolucionarios; en Chile, a mucho honor,
los hubo– no es una cuestión de cuentas, sino que con-
cierne a la conciencia del individuo que, si no quiere trans-
formarse en una mera pieza de una maquinaria ciega –de
un proceso– debe asumir en sí mismo la responsabilidad
por acciones que desbordan la norma, la normalidad. Por
cierto, soy también un convencido de que el tiempo de las
revoluciones anticapitalistas, si alguna vez genuinamente
existió, pertenece al pasado. Pero si bien este es un conven-
cimiento intelectual apoyado en sólidas razones, no cons-
tituye arrepentimiento. Mi generación es quizás la última
que, más allá de la mera autorrealización personal, de la
aventura juvenil, se planteó con responsabilidad y sentido
estratégico el desencadenamiento de un cambio social radi-
cal. A muchos se les fue la vida en ello. Pero aunque la gue-
rra se haya perdido, o incluso lo haya estado de antemano,
no es posible relegarla al olvido. Y recordarla consiste, entre
otras cosas, en aceptar que no hubo allí solo víctimas, sino
también combatientes.
Entro así en materia. El gradualismo estratégico de algu-
nos sectores de la Unidad Popular –el Partido Comunista,
particularmente– no puede velar el hecho de que el Programa
de la Unidad Popular instalaba, él mismo, esta conflictivi-
dad intensificada, que constituye la marca inconfundible de
lo político. Ya en sus primeros párrafos, en efecto, este Pro-
grama descartaba la vía de las reformas (“el reformismo es
incapaz de resolver los problemas del pueblo”) y llamaba en
cambio a instaurar el socialismo (“La única alternativa ver-
daderamente popular y, por lo tanto, la tarea fundamental

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que el Gobierno del Pueblo tiene ante sí, es terminar con
el dominio de los imperialistas, de los monopolios, de la
oligarquía terrateniente e iniciar la construcción del socia-
lismo en Chile”); caracterizaba ese hoy idealizado orden de
la vieja república por la violencia:37 llamaba a un “traspaso
del poder, de los antiguos grupos dominantes a los trabaja-
dores, al campesinado y sectores progresistas de las capas
medias de la ciudad y del campo”, de modo de constituir
un Poder Popular;38 de manera oblicua, pero evidente para
cualquier lector avisado, se proponía, nueva Constitución
mediante, incorporar a los partidos políticos de la izquierda
al aparato del Estado, siguiendo así la práctica común en
los socialismos reales;39 por último, rendía homenaje a la
Revolución cubana en términos de inequívoco significado:
“avanzada de la revolución y de la construcción del socia-
lismo en el continente latinoamericano”.40

37 “Porque violencia es que junto a quienes poseen viviendas de lujo,


una parte importante de la población habite en viviendas insalubres
y otros no dispongan siquiera de un sitio; violencia es que mientras
algunos botan la comida, otros no tengan cómo alimentarse”
(Programa básico de gobierno de la Unidad Popular: candidatura
presidencial de Salvador Allende 1970).
38 “Los Comités de Unidad Popular no solo serán organismos
electorales. Serán intérpretes y combatientes de las reivindicaciones
inmediatas de las masas y, sobre todo, se prepararán para ejercer el
Poder Popular”. Idem.
39 “Normas específicas determinarán y coordinarán las atribuciones
y responsabilidades del Presidente de la República, ministros,
Asamblea del Pueblo, organismos regionales y locales de poder y
partidos políticos, con el fin de asegurar la operatividad legislativa,
la eficiencia del gobierno y, sobre todo, el respeto a la voluntad
mayoritaria”. Idem.
40 Las palabras son algo más que “meras palabras”: el viento no se las
lleva. Así sucedió con las que Ernesto “Che” Guevara envió como un
mensaje, en enero de 1966, a la “Primera Conferencia Tricontinental”

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En cuanto diagnóstico histórico-sociológico, el contenido
del Programa de la Unidad Popular pudo o no ser certero
(en líneas generales pienso que sí lo era). Pero no se trataba
allí de historia, de sociología ni de conocimiento, sino de
política llevada al más alto nivel de intensidad. Por cierto,
nada hay en ello de objetable. Porque son los adversarios
del status quo, no sus sostenedores, quienes han de declarar,
hacer explícito el conflicto, de modo que de allí en adelante
no se tratará ya de la política bajo los cauces de la norma-
lidad (es decir, de la legalidad como expresión jurídica del

(La Habana del 3 al 15 de enero de 1966), a la cual asistió la flor y la


nata de la izquierda revolucionaria de entonces, incluido el propio
Salvador Allende. En parte de su mensaje (“Crear dos, tres… muchos
Vietnam”), Guevara dice: “El odio como factor de lucha; el odio
intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones
naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta,
selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser
así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a
sus lugares de diversión; hacerla total” (Guevara 1967). Se perfila allí
no solamente la ya conocida figura del guerrillero. También aparece,
proféticamente, la del terrorista. Ignoro cuál sería la reacción de
Allende ante este mensaje de Guevara. El segmento de la izquierda
chilena encabezado por el Partido Comunista, al igual que los
“socialismos reales”, fue siempre distante, en lo político, de lo que
entendían era el aventurerismo revolucionario de Guevara (en parte,
este venía a perturbar la partición geopolítica del mundo del período
de la Guerra Fría). Pero en el plano cultural la izquierda chilena, sin
excepciones, hizo de Guevara un ícono. De esta manera, se podría
pensar, lo neutralizó, estetizándolo. Pero quizás ahí no termina la
historia: la amenaza de la guerra total, del terror total, proferida
además por quien de hecho la pone en práctica, no puede sino ser
tomada en serio; la izquierda fue quizá entonces víctima de la misma
operación de estetización que propició, que le impidió hacerse cargo
de las consecuencias profundas de lo que Guevara estaba diciendo
(y con su decir, haciendo).

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status quo), sino de lo político como tal. Es decir, de un con-
flicto que linda con la guerra civil.41
Vale la pena insistir sobre esto: las declaraciones no son
diagnósticos académicos. Más bien, al plantear, sobre la
base de un diagnóstico, un reto, cambian el mundo: a partir
de ese momento, este se polariza en amigos y enemigos y
todas las acciones, todos los discursos, sean propios o del
adversario, pasan a ser interpretables en términos estratégi-
cos, como armas en una estrategia político-militar y, como
tales, no sujetas a las normas de una evaluación argumen-
tativa normal, cognitiva, académica, las cuales operan “eleá-
ticamente”: ni Aquiles ni la Tortuga llegan jamás a la meta,

41 Por cierto, todos los esfuerzos del Partido Comunista a partir del
“tanquetazo”, el conato fracasado de golpe militar del 29 de junio de
1973, se concentran en la consigna “¡No a la guerra civil!”, lanzada
precisamente en respuesta a ese evento. No obstante, vista a la
distancia, esta consigna puede ser entendida como la expresión del
inconsciente de la “revolución con empanadas y vino tinto”: siempre
se trató de guerra civil y solo de ella, aunque solo tardíamente,
durante los últimos meses del gobierno de Salvador Allende, y ya
en tono defensivo, reconociendo la derrota, esta verdad profunda
llegó a articularse bajo la forma de una denegación (¡No….!). Por otra
parte, como un vistazo a los documentos del PCCh de esos años
fácilmente lo muestra, después de vacilaciones y malos entendidos,
el Partido hizo esfuerzos por clarificar que lo que proponía no era
una “vía pacífica” al socialismo, sino una “vía no-armada”. Es decir,
una “guerra fría”, suerte de expresión local de la Guerra Fría global en
la cual el conflicto político chileno estaba, de todos modos, inserto.
Tanto a nivel global como local, esto significaba que, en principio, no
se utilizaría armamento de guerra. Pero, inversamente, significaba
que todo lo demás, sin excepción, se podría transformar en potencial
arma. Es decir, la idea de la “vía no-armada” no permite distinguir a
los combatientes (los cuales, en la “vía armada”, se distinguen por
el uso de las armas de guerra) de la población civil, de modo que la
tendencia a la guerra civil no hace sino reforzarse.

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a la Verdad.42 Y este salto es irreversible: ya no es posible
pretender que los discursos propios sean juzgados como

42 Este cambio de nivel que asocio aquí a un “acto de habla”, en


este caso un Programa de Gobierno que declara que un estado de
cosas, hasta entonces tenido por normal, es en verdad un estado
de conflictividad intensa, corresponde a aquello que tanto Hegel
como el materialismo dialéctico intentaron pensar como una ley
lógica, la de la “transformación de los cambios cuantitativos en
cualitativos”. Pero no se trataba de lógica (es decir, del supuesto
automovimiento del Espíritu, para decirlo en “hegeliano”), sino de
política. Así lo entiende Carl Schmitt (El concepto de lo político) en
una nota acerca del pensamiento de Hegel, que hace que este se
desplome abruptamente, del cielo de las ideas, al áspero suelo de
la política: “La tantas veces citada fórmula del salto de la cantidad a
la cualidad posee un sentido indefectiblemente político y expresa el
conocimiento de que desde cualquier ‘ámbito de la realidad’ se llega
al punto de lo político, y con ello a una intensidad cualitativamente
nueva de la forma humana de agruparse” (Schmitt 1998, 90).
Más adelante Schmitt agrega: “Hegel nos proporciona también
una definición del enemigo, algo que los pensadores de la Edad
Moderna tienden más bien a evitar: el enemigo es la diferencia ética
(sittlich) (no en el sentido moral, sino como pensada desde la ‘vida
absoluta’ en lo ‘eterno del pueblo’), diferencia que constituye lo
ajeno que ha de ser negado en su totalidad viva. ‘Tal diferencia es el
enemigo, y la diferencia, contemplada como relación, es al mismo
tiempo oposición del ser a los opuestos, es la nada del enemigo,
y esta nada, atribuida por igual a ambos polos, es el peligro de la
lucha’” (Schmitt 1998, 91). Y sobre el destino del pensamiento de
Hegel, Schmitt hace la siguiente reflexión: “[…] Hegel emprendió su
peregrinación, a través de Marx y Lenin, hacia Moscú. Allí su método
dialéctico reveló su fuerza concreta en un nuevo concepto concreto
del enemigo, el del enemigo de clase, y lo transformó todo, asimismo
–al método dialéctico–, la legalidad y la ilegalidad, el Estado, incluso
el compromiso con el adversario, en un arma de esa lucha. Es en
Georg Lukács donde la actualidad de Hegel muestra su máxima
vitalidad. Lukács cita también un dicho de Lenin, atribuido por este a
Hegel, no sobre las clases sino sobre la unidad política de un pueblo
en lucha: ‘las personas’, dice Lenin, ‘que entienden la política como
pequeños trucos que en ocasiones lindan con el engaño, tienen que
ser resueltamente rechazadas por nosotros. No se puede engañar
a las clases’” (Schmitt 1998, 91-92). (La cita de Lukács corresponde

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verdad (porque pretenderlo es, precisamente, una jugada,
una estrategia dentro del arriesgado juego de la política);
tampoco aceptar que los del adversario lo sean.
He caracterizado más arriba esta cuestión como “deli-
cada”. Y lo es porque al interior de la ya mencionada “sen-
sibilidad de izquierda”, de su ala académica al menos,
prima la visión de que reconocer la conflictividad, eviden-
temente no creada de la nada, pero sí declarada por la Uni-
dad Popular, equivaldría a legitimar el Golpe Militar del 73,
los crímenes de la dictadura –“violaciones a los derechos
humanos”– y el llamado “empate moral” entre esta y sus
víctimas y adversarios.
La cuestión de los derechos humanos es aquí central. De
hecho, constituye el eje conceptual de un texto en el cual se
expresa, de modo paradigmático, la posición de parte con-
siderable de la mencionada izquierda académica a la hora
de intervenir en el debate acerca de la historia política de
los años de la Unidad Popular y de la dictadura. Me refiero
al llamado “Manifiesto de Historiadores” de enero de 1999,
difundido como respuesta a la “Carta a los chilenos” enviada
desde Londres por un Pinochet que jugaba ya sus últimas
cartas políticas. Más arriba me he referido al episodio de
su detención como aquel que hizo posible la consolidación
de la ambigua herencia de la dictadura –una sociedad cuyo
eje ya no es el Estado, sino el mercado. Pues, vale la pena
repetirlo, a partir de ese momento se gatillan en Chile fenó-
menos determinantes: el destrabamiento de los juicios a
los crímenes cometidos por agentes del Estado; la desapari-
ción de Pinochet del escenario político; el desacoplamiento

a un texto que lleva por título “Lenin”, escrito poco después de la


muerte de este, en 1924).

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creciente de la derecha chilena de la herencia visible de la
dictadura (con contadísimas excepciones sus representan-
tes políticos se restarán pocos años después del funeral del
dictador); el momento, en otras palabras, en que la dere-
cha termina de advertir que tal herencia no necesita ya ser
afirmada pues ha pasado a ser integrada al funcionamiento
mismo de la sociedad chilena, a sus prácticas cotidianas. Y
este episodio determinante fue resultado de la operación de
la justicia globalizada, en la cual el incipiente Imperio global
de nuestro tiempo plasma su también incipiente hegemo-
nía. Hegemonía, en efecto, sigo en esto a Chantal Mouffe,
es el “punto de convergencia –más bien de colapso– entre
objetividad y poder” (Mouffe 2005, 99). Es decir, aquel
punto en el cual un poder, al presentarse como objetividad
–como racionalidad–, se oculta y maximiza a la vez; en el
cual su fuerza se trasmuta en derecho.
Sea como sea, los historiadores firmantes del Manifiesto
optaron por hacer de los derechos humanos el eje concep-
tual de su escrito. Por cierto, se trató de un texto más bien
de circunstancia, gatillado por una situación en la cual el
antiguo dictador, secundado en cierta medida en esto por
el historiador Gonzalo Vial, hacía un postrer intento por
instalar una versión de la dictadura como “gesta, hazaña o
epopeya” de carácter nacional, tendiendo así un tupido velo
sobre los crímenes perpetrados por los agentes del Estado.43

43 Vale la pena recordar que Gonzalo Vial fue uno de los integrantes de
la Comisión de Verdad y Reconciliación formada por el primer gobierno
de la transición, el del Presidente Patricio Aylwin. Esta Comisión,
presidida por el jurista radical Raúl Rettig, elaboró un informe sobre la
violación de derechos humanos durante la dictadura, conocido como
“Informe Rettig”, el cual en su momento fue rechazado por la FF.AA.
aun dominadas por Pinochet. Uno de los motivos del rechazo fue que
el informe no culpabilizaba a la izquierda por el colapso de la vieja

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Pero, precisamente por su carácter de escrito de circunstan-
cia, sus decisiones teóricas pueden ser entendidas como
paradigmáticas: como la expresión de un cierto sentido
común instalado en la cultura de izquierda.
Así, para los firmantes del Manifiesto, “la cuestión de la
soberanía y de los derechos humanos es la materia última,
esencial, de que trata la Historia. La soberanía emana de
la libertad individual y colectiva, y los derechos humanos
constituyen la consagración jurídica universal de esa dig-
nidad soberana” (Salazar, Gabriel y Grez, Sergio 1999). Si
bien más atrás en el documento se ha relacionado la sobe-
ranía con “un pueblo, nación o comunidad nacional”, y se
ha puesto como ejemplo de su ejercicio nada menos que la
Guerra del Pacífico, está claro que los historiadores en cues-
tión piensan la soberanía en clave universalista: si antes,
para algunos al menos de ellos, el motor de la historia era la
lucha de clases, ahora este aparece reemplazado por “ener-
gía limpia”: el universalismo de los derechos humanos.44

república, sino que entendía que se trató, tanto por circunstancias


internas como externas, de un caso de extrema polarización política.
Este reconocimiento no impidió que el Informe considerara como
“graves violaciones las situaciones de detenidos desaparecidos,
ejecutados y torturados con resultado de muerte”, ni que diera
paso, más adelante, a iniciativas más abarcantes, como la Comisión
Valech, que consideró las decenas de miles de casos de torturados.
No obstante, el Manifiesto de Historiadores, so pretexto de refutar
posteriores intervenciones de Vial (quien habría sido el autor de la
parte política del Informe Rettig), niega el carácter específicamente
político de la polarización, diluyéndolo bajo explicaciones histórico-
sociológicas. Veáse la sección III del Manifiesto de Historiadores
(Salazar, Gabriel y Grez, Sergio 1999).
44 Al afirmar que “la soberanía emana de la libertad individual y
colectiva”, los historiadores despachan, en una frase aparentemente
inocua, la tensión, inherente a las “democracias liberales”, entre
democracia y liberalismo. Mientras este último pone el acento en la

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Con esto los historiadores en cuestión repiten el gesto en
el cual ya he reparado más arriba: el de la izquierda chilena
que, en un momento de derrota y de encarnizada perse-
cución, se vio forzada a buscar protección bajo el manto
universalista de los derechos humanos. Por cierto, se trató
de un gesto forzado por los duros hechos: “no había otra”.
Pero no por ello ha de sustraerse al análisis, a la reflexión.45
En primer lugar, porque el forzamiento en cuestión fue el
resultado, inesperado por su crueldad y eficacia,46 de un

racionalidad, la igualdad abstracta y el universalismo de los derechos


individuales, el principio democrático, al cual parece referirse aquí
la apelación a la “libertad colectiva”, privilegia la constitución de
un demos, de un pueblo, lo cual implica inevitablemente trazar una
línea divisoria, y conflictiva entre un fuera y un dentro: entre aquellos
“iguales” que pertenecen al “pueblo”, y aquellos que, por diversas
circunstancias, son señalados como antagonistas. Al reducir
finalmente ambas vertientes a los derechos humanos (“los derechos
humanos constituyen la consagración jurídica universal de esa
dignidad soberana”), los historiadores parecen haber internalizado a
su “enemigo”: el liberalismo intensificado que la dictadura impuso,
aunque luego este, en su figura hegemónica global, se hubo de volver
en su contra, bajo la ya mencionada forma de los DD.HH.
45 En términos sencillos: si me asaltan, me roban, etc., llamo a la
policía. Pero de ahí no se sigue que la policía como institución quede
más allá de toda reflexión crítica; o que de allí en adelante haya que
conferirle a la “policialidad” el carácter de “materia última, esencial,
de que trata la Historia”.
46 ¿Pero era posible pensar que, ante un desafío decisivo, el “enemigo
de clase” actuase de otra forma? Porque en la tradición y el discurso
leninista, a los cuales la izquierda chilena de la época adhería sin
reservas, se trataba precisamente de un desafío de ese tipo: el
adversario se sabía “enemigo” en la que habría de ser la última
guerra de la humanidad, de modo que era esperable que actuase
como tal. En este sentido, la izquierda chilena pagó muy caro su
ingenuidad/irresponsabilidad. Porque es regla elemental del arte de
la política y de la guerra que solo sea aconsejable entablar un desafío
total si se cuenta con la fuerza efectiva para vencer de modo también

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total; de lo contrario, hay que dejar al adversario alguna salida
honrosa. La ingenuidad/irresponsabilidad abarcó no solamente a
la extrema izquierda, la cual a partir de su lectura de la situación
chilena en términos de teoría de la dependencia, tomaba a Lenin
al pie de la letra. Porque, sin fuerza efectiva (o sin un adversario
derrotado de antemano, como fue el caso de la Revolución de
Octubre), la adscripción al leninismo –también aquello que tal
adscripción performa– se transforma en un caso de lo que el propio
Lenin caracterizó como “fraseología revolucionaria”. En el caso
del PCCh, este síndrome pasa también por haber intentado hacer
una revolución mediante una forma política, el frente-populismo,
concordante con su caracterización de Chile como país “semi-
feudal”, en el cual las condiciones para el socialismo solo estarían
dadas una vez que se hubiese completado una fase de revolución
“democrático-burguesa”. Pues a estas alturas cabe sospechar que
tanto esta caracterización como su expresión política no respondían
tanto a la realidad de Chile como a la división geopolítica del mundo
en esferas de influencia. Y esta prescribía que al interior de la esfera
de influencia de los EE.UU. y sus aliados, salvo excepciones, no
habría revoluciones. Bajo esta óptica, el error fundamental del PCCh
habría consistido en intentar hacer una revolución bajo una forma
política pensada precisamente para evitarla. Más concretamente
aun, la Unidad Popular, con el PC y Salvador Allende a la cabeza,
intentó, “doctrina Schneider” mediante, proteger una revolución que
esa misma doctrina, al ligar la “prescindencia política” de las FF.AA.
con la intangibilidad de la Constitución, hacía a priori imposible.
Por otra parte, el tortuoso proceso de autocrítica del PCCh en los
años posteriores al golpe en relación tanto con la indefensión frente
al golpe militar como a la debilidad del Partido para actuar en la
clandestinidad –esta determinó la caída sucesiva de sus Direcciones
Políticas en el interior– reproduce el síndrome. Porque tal autocrítica
se plantea la carencia de fuerza militar propia como si hubiese sido
un mero “error”, y no el producto de la historia misma del PCCh:
este, como izquierda del antiguo orden de la nación chilena, no podía
sino privilegiar las formas legales de lucha. Y, más allá de debates
teóricos, de tácticas y estrategias, la historia da lugar a culturas y
subjetividades políticas, en las cuales ella sedimenta. Por eso,
cuando el PCCh decidió a fines de los 70, en el contexto de la llamada
“Política de Rebelión Popular de Masas”, enfrentar militarmente a la
dictadura, se vio forzado a constituir una estructura militar paralela
al Partido, recurriendo a cuadros jóvenes que se habían formado en

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desafío intensamente político, que no podía resolverse sino
en victoria o derrota, pero que careció de la fuerza efectiva
para ser lo primero, de modo que inevitablemente se con-
virtió en lo opuesto. Y, además, porque más plausible que la
mala metafísica universalista que impregna al Manifiesto,
es pensar que en la historia hay eventos que en su momento
pueden parecer insignificantes, “meramente tácticos”, pero
que constituyen puntos de bifurcación epocal.47 Ahora bien,
la repetición del forzado gesto por parte de académicos ya
no forzados, sino bien protegidos por la libertad de cátedra
que la transición a la democracia restableció, opera una bor-
radura de tal trágica historicidad, asociada a la singularidad
de un evento, transformándola en mera instancia de una

una tradición distinta (Cuba, Nicaragua, etc.). El posterior fracaso y


escisión del FPMR tienen como trasfondo este encapsulamiento de
lo militar, aislado de la cultura partidaria histórica. Pero, nuevamente,
no se trató de un mero error, sino de una cuestión que involucra
cultura y subjetividades. El historiador Rolando Álvarez Vallejos, en
diversos trabajos, ha abordado la historia del PCCh desde el ángulo
de las culturas políticas y las correspondientes subjetividades. Ver
por ejemplo: “Los ‘hermanos Rodriguistas’. La división del Frente
Patriótico Manuel Rodríguez y el nacimiento de una nueva cultura
política en la izquierda chilena. 1975-1987”, Revista Izquierdas, Año 2
N°3, 2009 (Revista Izquierdas 2009).
47 Este énfasis en el evento es, según Foucault, lo que caracteriza al
enfoque genealógico inaugurado por Nietzsche, en oposición a toda
filosofía de la historia. Para la genealogía, el origen no sería “materia
última”, esencia de la cual los eventos históricos no serían sino
manifestación o instancia, sino más bien “emergencia” (Entstehung)
a partir de un evento y de los fenómenos de reforzamiento y
retroalimentación que este puede (o no) desencadenar. Así, por
ejemplo, “la especie tiene necesidad de sí misma como especie, como
algo que, justamente en virtud de su dureza, de su uniformidad, de
su simplicidad de forma, puede […] imponerse y hacerse duradera
[…]” (Nietzsche, Más allá del bien y del mal: preludio de una filosofía del
futuro 1997, §262).

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“materia última, esencial” de la cual se trataría la historia:
“materia última”, los DD.HH. que, paradójica y sugerente-
mente, requirió de la derrota y de la dictadura para reve-
larse, para hacerse presente ante nosotros.
En un texto publicado el 2004 (“‘The Most we can Hope
for’…, Human Rights and the Politics of Fatalism”), la
teórica Wendy Brown hace una lectura crítica del discurso
contemporáneo sobre los derechos humanos.48 La relevan-
cia de este texto en relación al tema que abordo surge de
que, en él, Brown parte del análisis de un libro (Human
Rights as Politics and Idolatry) del filósofo, intelectual público
y político canadiense liberal Michael Ignatieff, uno de los
defensores más destacados y visibles de una política a nivel
global basada en los DD.HH.49

48 El texto de Wendy Brown (Brown 2004) fue publicado en un número


especial de The South Atlantic Quarterly dedicado al tema de los
DD.HH., editado por Ian Balfour y Eduardo Cadava bajo el título
“And Justice for All? The Claims of Human Rights”. Este número
recogió textos de Jacques Rancière, Ètienne Balibar, Jacques Derrida,
Werner Hamacher, Susan Maslay, Rebeca Comay, Rony Brauman y
Philip Pettit, Bruce Robbins y Elsa Stamatopoulou, Thomas Keenan,
Paul Downes, Avital Ronell, Slavoj Žižek y Gayatri Spivak, además
de la mencionada Wendy Brown, constituyéndose en un referente
imprescindible para el debate en profundidad de la cuestión.
49 Ver Michel Ignatieff. Human Rights as Politics and Idolatry (Princeton:
Princeton University Press, 2001). El libro recoge las conferencias
de Ignatieff en la versión 2001 de las Tanner Lectures on Human
Values, organizadas anualmente por un conjunto de influyentes
universidades US-americanas (Harvard, Princeton, Yale, Stanford,
UC Berkeley, entre otras). Ignatieff, quizás por su doble condición
de académico y político, no evade las conclusiones políticas reales
de sus posiciones intelectuales. Así, aunque luego se retractara,
defendió públicamente la invasión a Irak. Además, es partidario del
llamado “derecho de injerencia” y de la misión global de los EE.UU.
en el mundo. Su figura puede equipararse a la del francés Bernard
Kouchner (médico gastroenterólogo, en alguna época militante

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Ignatieff, por cierto, es teóricamente más prudente que
nuestros historiadores: descarta todo gran relato acerca de
la “Historia” y se sitúa en cambio en una cauta perspectiva
minimalista: “Considero que esta es la prioridad elemental
de todo activismo en pro de los derechos humanos: detener
las torturas, las golpizas, los asesinatos, la violación y la
agresión, y mejorar cuanto más podamos la seguridad de la
gente corriente. Mi minimalismo no es estratégico en abso-
luto. Es lo máximo que podemos esperar” (Ignatieff, citado
por Brown 2004, 452).
Por cierto, como acota Brown –esto aplica también al
caso de Chile de la dictadura, con sus círculos infernales de
asesinato, tortura, desaparición y amedrentamiento genera-
lizado–, si se tratase solamente de esto, no habría nada que
discutir: “Si los derechos humanos logran esto, y nada más,
no hay querella alguna que sostener” (Brown 2004, 452).
Pero las cosas no son tan simples: más allá de las buenas o
malas intenciones, los proyectos políticos significativos –y
el de los DD.HH. globalizados sin duda lo es–, producen
consecuencias que las desbordan. En este caso, estas con-
secuencias apuntan, tal como lo he hecho ver más arriba,
hacia la despolitización en cuanto paradójica forma a tra-
vés de la cual el núcleo de sentido de la Modernidad liberal

comunista, fundador de Médecins sans Frontières y más adelante


de Médecins du Monde, luego Secretario de Estado para Asuntos
Humanitarios bajo el gobierno de Mitterand, y también Ministro bajo
Sarkozy). Kouchner, junto al abogado internacional Mario Bettati, fue
responsable de dar forma al llamado droit d’ingérence –el derecho
a desconocer las soberanías nacionales e intervenir en países que
experimentan crisis humanitarias– hasta lograr su codificación, bajo
la forma de la Resolución de la ONU 43/131. Ver Christopher Caldwell,
Communiste et Rastignac (2009).

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necesariamente se expresa. De hecho, apunta Brown, el
activismo centrado en los DD.HH.

se presenta […] como una suerte de anti-política: como una


pura defensa de los inocentes y los impotentes ante el poder,
una pura defensa del individuo ante las inmensas maquina-
rias, potencialmente crueles o despóticas de la cultura, el Esta-
do, la guerra, el conflicto étnico, el tribalismo, el patriarcado,
así como otras movilizaciones o instancias del poder colectivo
enfrentado a los individuos (Brown 2004, 453).

Pero esta anti-política es profundamente política: esta-


blece una oposición radical entre el individuo, necesitado
de protección, y toda instancia próxima de poder transindi-
vidual (familia, confesión religiosa u organización política,
comunidad, estado nacional).50 De este modo, una pieza
fundamental de la sociedad liberal, la libertad negativa –la
libertad de ser dejado en paz para hacer lo que a cada uno le
plazca– se transforma en norma de vigencia global, a la cual
se ciñe el comportamiento, las prácticas de individuos que
no necesitan ya adscribir al credo liberal porque, de hecho,
lo practican (Žižek, citado más arriba, ha dado en esto en el
blanco: “hoy solo imaginamos que no ‘creemos realmente’

50 Vale recordar que el caso de la detención de Pinochet en Londres


planteó un conflicto entre la soberanía nacional y la jurisdicción de
las instituciones supranacionales –imperiales o proto-imperiales,
he dicho– que actúan en nombre de los derechos humanos. Los
autores del Manifiesto de Historiadores advierten este conflicto, pero
lo eluden y deforman, al reducir la cuestión de la soberanía nacional
a la defensa de la Constitución del 80. En cambio, en consonancia
con la idea de que los derechos humanos serían el nuevo motor de la
historia, identifican al otro polo con “la humanidad misma”; con ello,
nuevamente, borran su contenido político (Salazar, Gabriel y Grez,
Sergio 1999, IV).

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en nuestra ideología –no obstante esta imaginaria distancia,
continuamos practicándola”).
Este individuo, además, necesita de instancias supra-
locales y formales que protejan su espacio.51 Es, por tanto,
un cliente potencial del activismo global de los derechos
humanos. Y, por más que se vista con una camiseta con la
efigie del Che, su subjetividad no es ya la del combatiente
–a estas alturas esa figura solo es posible en el mundo del
deporte de alta competencia– sino, como dice Brown, un
inocente, un impotente, destinado entonces a experimen-
tar la vida política desde la perspectiva de la víctima que
demanda protección. Pero la protección, como bien lo sabía
Hobbes,52 como lo repite Carl Schmitt, se paga al precio de

51 Sobre estos ciudadanos universales escribe Chantal Mouffe: “[…] esos


ciudadanos cosmopolitas peregrinos habrían perdido en realidad
la posibilidad de ejercer su derecho democrático de confeccionar
leyes. Les quedarían, en el mejor de los casos, los derechos liberales
de apelación a los tribunales transnacionales para defender sus
derechos individuales en los casos en que estos hubieran sido
violados. Con toda probabilidad esta democracia cosmopolita, si
llegara a realizarse algún día, no sería más que un nombre vacío con
el que disfrazar la efectiva desaparición de las formas democráticas
de gobierno y con el que señalar el triunfo de la forma liberal de
racionalidad gubernamental” (Mouffe 2005, 58-9). La novela Las
partículas elementales (1998), de Michel Houellebecq, puede ser leída
como la novela de formación de este tipo de ciudadano. Provocativa
y sugerentemente, Houellebecq presenta a Mayo del 68 como el
acontecimiento crucial de un proceso que deslegitima las estructuras
intermedias, hasta dejar al individuo solo frente al mercado y al
estado en vías de globalización.
52 “De este modo he llegado al fin de mi discurso sobre el gobierno civil
y eclesiástico, discurso promovido por los desórdenes del tiempo
presente, sin parcialidad, sin personal propósito, y sin otro designio
que poner de relieve la mutua relación existente entre protección y
obediencia” (Hobbes 2008, 586). Son palabras de Hobbes al concluir
su Leviathan.

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la obediencia absoluta: “protego ergo obligo es el cogito ergo
sum del Estado” (Schmitt 1998, 81-82). Y este lema aplica
no solo a los ya debilitados estados nacionales sino tam-
bién, y preferentemente, al naciente supra-Estado global,
contraparte política de la globalización tecno-científica y
económica, y a sus protegidos.53
El Manifiesto de Historiadores, en suma, quiere situarse
críticamente ante lo que fue el momento fundacional del
liberalismo intensificado en Chile; ante la carga de horror
que le está asociada. Pero lo hace, quizás de manera inevi-
table, desde el prisma normativo de un liberalismo desarro-
llado, mundializado.
Ahora bien, esta internalización de la lógica del adversa-
rio, con el desgarro que supone, es el costo a pagar por las
“victorias morales”: aquí y entonces fui derrotado, mas en
la dimensión de las esencias eternas, vencí. Pero estas, en
su supuesta esencialidad y eternidad, no son sino la expre-
sión concentrada, hegemónica, de la concepción del mundo
del vencedor. De esta manera, se constituye una subjetivi-
dad que, de su derrota y sometimiento, extrae un paradojal
sentimiento de superioridad. Una subjetividad, por tanto,
presa del desgarro: cuando celebra su victoria, en verdad
conmemora su fracaso; tampoco puede hacer el duelo por
su pérdida, porque para ella, la experiencia del dolor está

53 Por cierto, en los márgenes siempre puede haber excepciones.


Pero a cada época histórica le corresponden tipos psicológicos
paradigmáticos, dominantes: el héroe trágico, el monje, el puritano
acumulador de riquezas, el combatiente bolchevique, la estrella
de cine. El nuestro, conjeturo, sería el tiempo del deportista de
alto rendimiento y de la víctima, no solamente de violaciones a
los DD.HH.: de abusos sexuales, pedofilia, negligencias médicas,
desprotecciones varias (más: protego ergo obligo), obesidad mórbida,
etc., etc.

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contaminada por la euforia del vencedor. La izquierda chi-
lena, de ella se trata, ha obtenido una victoria moral al costo
de internalizar su derrota, de modo que el resultado de esta
–no ya heroicos combatientes, sino “víctimas de violacio-
nes a los derechos humanos”– ha terminado por definir su
identidad.
Quizás –he dicho más arriba– “de manera inevitable”.
En efecto, si bien más arriba he opuesto, a la idea de una
“materia de la historia”, la historicidad del evento, tal opo-
sición no implica disolver la historia en mera contingencia;
más bien, abre paso a comprender, a la manera, sistémica
avant-la lèttre, de la “emergencia” nietzscheana/foucaul-
tiana, que, traspasado un cierto umbral, determinados
eventos dan lugar a un corte epocal –a una decisión, en el
sentido etimológico indicado más arriba–, de modo que a
partir de allí la historia adquiere un sentido, un sesgo, que
se traduce en un sistema de posibilidades e imposibilida-
des. Así, en el desencantado mundo moderno, en cuyo ori-
gen convergen y se entretejen el capitalismo emergente y
el nominalismo llevado al espacio público por la Reforma
protestante, la naturaleza ha pasado a ser neutra, despro-
vista de orden intrínseco y finalidad, de modo que solo a
partir de entonces sobre ella puede volcarse la voluntad de
afirmación –voluntad de orden– de un sujeto al cual la opa-
cidad del Dios nominalista, que lo ha dejado librado a su
suerte en un mundo hostil, le ha hecho posible dedicar su
vida a actividades profanas –tecnociencia, mercado, polí-
tica– que ya ni suman ni restan a la cuenta individual de
la salvación. El Estado moderno –el Leviathan de Thomas
Hobbes– constituye el marco al interior del cual este sujeto
puede desplegar su autonomía. Una autonomía pagada al
costo de una creciente despolitización: autónomo es aquel

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sujeto cuyas convicciones están protegidas por el Estado,
pero a condición de devenir creencias confinadas a un espa-
cio privado. Paralelamente, la política queda regida por el
cálculo, por la max-weberiana “ética de la responsabilidad”.
Prácticas, lenguajes, instituciones, redes, cultura mate-
rial, todo ello lleva la marca de este origen, suerte de
“genoma” del mundo moderno. Este no constituye enton-
ces un espacio neutro al cual sería necesario inyectarle
un sentido –orden, dirección impartida tanto a la materia
inerte como a los cuerpos vivientes– del cual estaría despro-
visto. Por el contrario, es un juego con reglas por lo general
inaprensibles –por su proximidad, por su obviedad, por el
modo como impregnan cada elemento de nuestras vidas– y,
por ello mismo, férreamente eficaces: no todo vale, no toda
jugada es posible; hay cuestiones –el mismo desencanta-
miento de la naturaleza– ante las cuales no existe libertad
de errar (so pena de ir a parar a una institución especiali-
zada, donde se trata a aquellos –dementes, delincuentes–
que, simplemente, no lograron aprender las reglas).
Contra este sentido –esta religión de los modernos, cuyo
minimalismo es inversamente proporcional a su exigen-
cia, y que se oculta tras una aparente neutralidad, la del
formalismo del Estado y del derecho– se han estrellado los
intentos de inyectar, mediante la abolición de la distinción
público/privado, un sentido otro al mundo moderno. Desde
la derecha, este fue el intento, en Alemania, del “moder-
nismo reaccionario”, entre cuyos exponentes intelectuales
se encuentran Ernst Jünger, Carl Schmitt y Martin Heide-
gger.54 Así este último, en su Discurso Rectoral de 1933 (“La

54 Ver para esto: Jeffrey Herf. El modernismo reaccionario. Tecnología,


cultura y política en Weimar y el Tercer Reich (México: FCE, 1990). Y

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autoafirmación de la Universidad Alemana”) intentaba con-
ferir un sentido al quehacer universitario, en oposición a la
fragmentación de los saberes y a su unidad meramente téc-
nico-administrativa, como si estos fenómenos no fuesen la
expresión por excelencia del sentido inherente a la Moder-
nidad. Por su parte Schmitt, no obstante su aguda compren-
sión de los fenómenos histórico-políticos, en su comentario
de 1938 al Leviathan de Hobbes (Schmitt, El Leviatán en la
teoría del estado de Thomas Hobbes 2004) presenta, muy a
tono con los tiempos, “la distinción entre la creencia interna
y la confesión externa” (Schmitt 2004, 50-51) como un error,
una grieta en el diseño del Dios Mortal en la cual el judío
Baruch Spinoza habría podido infiltrar su veneno.55 Pero
este “error” no es tal: la heterónoma autonomía de la “creen-
cia interna” –una suerte de “cautiverio feliz”– es, por el
contrario, un elemento fundamental del diseño del Estado

para la cuestión de la técnica y la política en Heidegger, y su relación


con Ernst Jünger: Michel Zimmerman.
55 El error de base de Schmitt parece consistir en que cree en la
neutralidad de la tecnociencia moderna; es decir, en la posibilidad de
una neutralización y despolitización sin más. Así, en “La era de las
neutralizaciones y despolitizaciones” afirma: “La técnica es siempre
solo instrumento y arma, y porque sirve a cualquiera no es neutral
[…] Cualquier clase de cultura, cualquier pueblo y cualquier religión,
cualquier guerra y cualquier paz puede servirse de la técnica como un
arma” (Schmitt 1998, 118). Martin Heidegger, en sus escritos sobre
la técnica posteriores a su aventura política, refuta esta concepción
instrumental: para él, la técnica moderna, la tecnología, es un
“modo del desocultar”, es decir, contiene ella misma una cierta pre-
interpretación respecto a las cosas, por sobre (contra, incluso) las
intenciones de sus usuarios. En este texto he usado con frecuencia
las expresiones “la era de las neutralizaciones y despolitizaciones”;
“neutralización”; “despolitización”, pero dejando en claro que, contra
Schmitt, designan la forma paradojal como lo político moderno se
despliega en su máximo nivel de intensidad.

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moderno, de su eficaz economía del poder y la fuerza. En
otras palabras, si se intenta alinear “creencia interna” y
“confesión externa”, el resultado es, desde el punto de vista
de esta economía, sub-óptimo: el Estado totalitario, que pre-
tende realizar tal alineación, está obligado a consumir su
energía en la vigilancia y el castigo, siete días a la semana,
veinticuatro horas al día, de cada uno de sus súbditos.56 Lo
mismo se podría decir del marxismo-leninismo: el Estado
que no abre espacio para el “libre juego” de la sociedad civil
(para el totalitarismo blando que tal espontaneidad encu-
bre) queda atrapado en el totalitarismo duro de “los pocos
pero buenos” de Lenin; del consiguiente recurso al terror
rojo, a las purgas y el Gulag, que produjeron, no está de
más recordarlo, millones de víctimas. Y atrapado también
en la fatigosa tarea de vigilar minuciosamente a cada indi-
viduo, tarea de la cual los frondosos archivos de la Stasi –
­ de

56 El “poder disciplinario” investigado por Michel Foucault es parte de


la economía del poder del Estado moderno: no se trata de vigilar
y castigar a cada sujeto, sino de instaurar en los sujetos un auto-
observador minucioso e infatigable; un eficaz “funcionario interior”
(Peter Sloterdijk), que no pesa sobre el presupuesto del Estado ni
está amenazado de paro, porque trabaja con la energía del propio
sujeto al cual se trata de vigilar. Anoto de paso que la actualidad de
la cuestión de la soberanía, aparentemente desplazada por formas
más contemporáneas, “foucaultianas”, de poder (poder disciplina-
rio, biopoder), fue reconocida por el mismo Foucault. No se trata
de un desplazamiento, sino de una articulación: “En realidad, se
tiene el triángulo soberanía-disciplina-gubernamentalidad [gouver-
nalité]” (Foucault 2002, 219). En el mismo sentido Agamben, en su
Introducción a Homo Sacer toma una postura contraria a la oposición
radical entre biopoder y poder soberano, y reconoce que Foucault no
dio una respuesta clara a la cuestión de su articulación. Escribe: “Se
puede decir, incluso, que la producción de un cuerpo biopolítico es la
aportación original del poder soberano” (Agamben 1998, 16).

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la policía política del país que buena parte de la izquierda
chilena consideraba ejemplar– son el mejor exponente.57
El intento de ir contra el genoma liberal de la Modernidad
constituiría, en suma, el genuino “origen del totalitarismo”.
Ahora bien, ¿cómo se entiende entonces mi crítica al Mani-
fiesto de Historiadores, basada en lo que he considerado una
internalización del prisma normativo del liberalismo desa-
rrollado, mundializado? ¿No estoy sometiendo a crítica, a
severa crítica, un fenómeno que, he terminado por argu-
mentar, sería inevitable? No obstante, una cosa es (Žižek)
imaginar que no se cree en el liberalismo, y sin embargo
–o mejor: precisamente debido a ello– practicarlo; otra es
como en este caso practicarlo no de manera empírica, sino
normativa, de modo que el núcleo más irreductible del libe-
ralismo contemporáneo, la ideología de los DD.HH., se
presenta como materia última de la historia. La única alter-
nativa, lo he dicho más arriba en relación al laicismo, es
asumir autoconscientemente el liberalismo en su calidad de
horizonte, epocal pero a la vez contingente. Más concreta-
mente, en el caso de Chile, implica entender que el recurso
a los DD.HH., como en el título del texto de Wendy Brown,
si bien puede haber sido “lo más que podríamos esperar”
en la situación de brutal ensañamiento que, como en las
guerras totales modernas, afectó a un círculo muchísimo
más amplio que el de los “combatientes”, su reificación
como “materia última de la historia” equivale a reificar al

57 También de la ineficacia inherente a la pretensión de control total.


Los testimonios de ex-agentes recogidos en el libro de Gary Bruce
mencionado más arriba abundan en este tema. En general, sobre
los totalitarismos modernos cabría decir lo que Borges dice sobre el
“último lobo de Inglaterra” en su poema “Un lobo” (Los conjurados):
“No basta ser cruel”.

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poder soberano mundializado del cual el derecho interna-
cional es, en último término, la sutil emanación. Y también
a borrar una memoria que, no por inactual o inoportuna
debiera ser obliterada. La izquierda chilena merece recordar
esa época en la cual fue combatiente y no víctima; de ello
podría depender su futuro.
Con esta apelación, aunque sea solo museística (solo el
futuro lo dirá), a la historia de una izquierda combatiente
entro, al fin, a los textos de Lukács, “El bolchevismo como
problema moral” y “Táctica y ética” (en adelante BPM y TE).
Lukács, quien todavía en vísperas de la Gran Guerra escri-
bía que “la redención no tiene plural”, salía de esta, de las
enormes conmociones sociales y políticas que fueron su
consecuencia –la caída de cuatro de los grandes imperios
que a la sazón se repartían el mundo: alemán, ruso, austro-
húngaro, otomano– transformado en un social-demócrata
y luego, rápidamente, en un comunista. De hecho, cuando
BPM fue publicado, contrariamente a lo que había con-
cluido en él (“[…] el camino democrático no nos confronta
con una cuestión insoluble, como sí sucede con el pro-
blema moral del bolchevismo”), Lukács se había afiliado ya
al Partido Comunista Húngaro (PCH). En mayo de 1919, de
hecho, publicó en Vörös Ujság (La Gazeta Roja), órgano del
recién formado PCH, el artículo “Táctica y ética”, en el cual
la opción democrática defendida pocos meses antes es des-
cartada sumaria y contundentemente. Según la ensayista y
poeta Anna Leznai (citada por los editores del volumen que
recopila traducciones al castellano de lo que llaman “escritos
tempranos [1919-1929]”), esta retractación de Lukács habría
antecedido incluso a la publicación de BPM: ya en noviem-
bre del 18 Lukács habría comunicado, en términos enfáti-
cos, a sus contertulios de la “Sociedad de los Domingos”

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(cuyos miembros, en todo caso, coinciden con los del “Cír-
culo Galileo”, al cual alude la traductora del texto al inglés)
su adhesión al PCH.58
Ya en 1918, en todo caso, Lukács entiende que la moral
no tiene que ver ni con derechos universales ni cuentas
morales, sino que atañe fundamentalmente al sujeto que
actúa y ha de responder por su acción antes que nada ante
sí mismo, más aun cuando esta se despliega en un medio
específico, el de la política revolucionaria y la violencia que
necesariamente le está asociada en tanto apunta al cen-
tro del poder. “Responder”, ser responsable: estamos, con

58 Las retractaciones son frecuentes en Lukács y, más allá de reflejar


algún hipotético rasgo de carácter, pueden ser entendidas como el
resultado del esfuerzo de un intelectual –de un obrero de la verdad–
por mantenerse al interior de un movimiento histórico cuya intensa
politicidad hizo de la verdad un asunto partidario. En el Prólogo, fe-
chado en 1967, a la reedición de su célebre obra marxista-hegeliana
Historia y conciencia de clase (1922), Lukács, además de distanciarse
una vez más de ella, así como de buena parte de su obra anterior (“el
libro me ha llegado a ser completamente ajeno y extraño, exactamen-
te igual que me lo resultaron en 1918-1919 mis escritos anteriores”
(Lukács, Historia y conciencia de clase 1969, XXXIX)) y de relacionar,
muy sugerentemente, tal distanciamiento con su creciente acepta-
ción de “la objetividad ontológica de la naturaleza” (una idea cara
al “materialismo dialéctico” leninista-staliniano), hace un recorrido
biográfico en el cual sus retractaciones aparecen, a menudo, como
“billetes de entrada” (1929: “‘billete de entrada’ en la actividad anti-
fascista” (XXXII); 1933: “billete de entrada para participar en las lu-
chas posteriores” (XLIX). Pero en 1956, con el establecimiento en
la Hungría socialista del efímero gobierno rebelde de Imre Nagy, la
cuestión de cuál “boleto de entrada” correspondía adquirir había de-
jado de ser evidente. Lukács fue ministro de Cultura del gobierno
de Nagy y, cuando este fue depuesto por las fuerzas soviéticas, fue
deportado a Rumania. A diferencia de Nagy y otros integrantes de
su gobierno, Lukács no fue ejecutado. Poco más tarde, previa retrac-
tación, obtuvo su billete de entrada al purgado mundo académico
húngaro, bajo el régimen de Janos Kadar.

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este Lukács, en la atmósfera max-weberiana, aceradamente
moderna, de la “ética de la responsabilidad”.59 De hecho,
en su conferencia “La política como profesión”, de enero
de 1919, Max Weber, con quien Lukács había mantenido
una activa amistad intelectual de la cual difícilmente las
cuestiones éticas suscitadas por la política pudieron estar
ausentes, ponía en el centro de su reflexión precisamente la
relación entre violencia y política: “Desde el punto de vista
sociológico, el Estado moderno solo se puede definir, más
bien, en último término por el medio específico que, como
toda asociación política, posee: la violencia” (Weber 2001,
94). E inmediata, y sugerentemente, citaba a Trotsky: “Todo
Estado está fundado en la violencia”.60 Y, más adelante, al
reflexionar sobre las relaciones entre ética y política, volvía
al tema de la violencia: “¿Podrían ser las exigencias éticas a
la política tan indiferentes al hecho de que esta opera con

59 Más arriba he definido a esta ética por el cálculo de efectos. El modo


como Weber la presenta en “La política como profesión”, así como
en otros textos, da pie a pensarlo. No obstante, hay un estrato
más decisivo y profundo del pensamiento de Weber respecto a la
responsabilidad al que me referiré más adelante, particularmente
bajo la forma, depurada y extrema, que adquiere en Lukács.
60 Sugerentemente: la referencia a Trotsky es un aguijón lanzado por
Weber contra los revolucionarios que, en ese momento, eluden las
consecuencias del “medio” apelando a su “noble intención”. Por
cierto, no es el caso de Lukács. Este es mencionado por Weber
en otra conferencia célebre de enero del 19: “La ciencia como
profesión”, donde aparece, fugazmente, como exponente de una
Estética trascendental. Se dice que Weber rompió su amistad con
Lukács a propósito de su adhesión al comunismo. En todo caso,
tanto “El bolchevismo como problema moral” como “Táctica y ética”
están escritos en el espíritu de Weber: salvo alguna vacilante y poco
convincente apertura al hegelianismo en el segundo, son, en cierto
sentido, como espero mostrarlo en lo que sigue, más weberianos
que el propio Weber.

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un medio muy específico, el poder, detrás del cual está la
violencia?” (Weber 2001, 151).
Parto por aclararme con Weber, cuya “ética de la respon-
sabilidad” –con cierta inexactitud, como ya dije en una nota–
caractericé más arriba por el cálculo. La idea weberiana del
“desencantamiento” (o “desmagificación”, Entzauberung)
del mundo excluye la posibilidad de toda finalidad última
de la acción humana. Como dice al concluir la conferencia
“La ciencia como profesión”:

Es el destino de nuestro tiempo, con su racionalización e inte-


lectualización y, sobre todo, con su desmagificación del mun-
do, que los valores fundamentales y más sublimes se hayan
retirado de la vida pública al reino transmundano de la vida
mística o de la fraternidad de las relaciones inmediatas entre
los individuos (Weber 2001, 87).

No obstante, esta ausencia de valores fundamentales


no implica para Weber que la actuación en la vida pública,
política, haya quedado a merced de la arbitrariedad, de la
irracionalidad, de la mera búsqueda de la satisfacción de
impulsos individuales. Por el contrario, al menos en prin-
cipio, el desencantamiento/desmagificación del mundo ha
liberado al ser humano de la sujeción a mandatos ético-polí-
ticos heterónomos; puede este entonces seguir el célebre
mandamiento kantiano (Sapere aude!) y atreverse a pensar
por sí mismo: a establecer sus propios valores y a utilizar
su racionalidad para evaluar los medios para alcanzarlos.
Y además, la irracionalidad es atributo del desencantado
mundo exterior: el ser humano, en cambio, se constituye
en cuanto tal en tanto la razón le haría posible sustraerse de
toda compulsión física o psíquica:

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Es obvio lo que hay de erróneo en el supuesto de que la “liber-
tad” de la voluntad, como sea que se entienda, se identifica
con la “irracionalidad” de la acción. El rasgo de “impredictibi-
lidad” –igual pero no mayor que el de la impredicibilidad de
las “fuerzas ciegas, naturales”– es el privilegio de los demen-
tes. Por el contrario, asociamos la más fuerte “sensación de
libertad” empírica precisamente con aquellas acciones que
sabemos que nosotros mismos hemos llevado a cabo racio-
nalmente, es decir, en ausencia de “compulsión” física o psí-
quica; acciones en las cuales “perseguimos” un “propósito”
claramente consciente mediante aquellos que, para nuestro
conocimiento, son los medios más adecuados (Weber 2005,
226-227).

No obstante, y difícilmente podía suceder de otra manera


dado “que los valores fundamentales y más sublimes se
[han] retirado de la vida pública”, esta libertad, y la consi-
guiente responsabilidad, han de depender, ya no del “propó-
sito” (Zweck) de la acción –en rigor, tal propósito no podría
ser sino un fin instrumental, destinado a integrarse a una
ciega cadena de medios; o bien una convicción meramente
subjetiva–, sino de la elección de los medios, pues solo ella
está sujeta al escrutinio racional.61 De hecho, en “La política
como profesión”, si bien Weber se empeña por no aparecer
descartando la “ética de la convicción” a favor de la “ética de

61 En otro de sus escritos, y usando el ejemplo de la racionalidad


económica, Weber deja en claro que la “libertad de la voluntad”
(Willensfreiheit) no consiste para él sino en la obediencia (Befolgung) a
las precisas máximas del comportamiento económico (der Befolgung
sehr bestimmter Maximen des ökonomischen Gebarens) (Weber 2005,
133). Al respecto, Karl Löwith anota: “[Esta] libertad para limitarse a
sí mismo a los medios disponibles en la búsqueda de los propios
fines últimos, es, nada más, nada menos, el significado de la
responsabilidad de la acción humana” (Lowith 1993, 66-67).

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la responsabilidad” (“No es que la ética de las convicciones
de conciencia sea idéntica a la falta de responsabilidad y que
la ética de la responsabilidad sea equivalente a la falta de
convicciones de conciencia” [Weber 2001, 153]), pocas líneas
más adelante deja en claro su genuina posición, la que se
sigue de la retirada de los valores de la vida pública.

[Si] las consecuencias de una acción realizada desde una pura


convicción son malas, no será responsable de esas consecuen-
cias, según [el agente], quien haya realizado la acción, sino el
mundo, la estupidez de los otros hombres o la voluntad de
Dios que los creó así. Quien, por el contrario, actúa según la
ética de la responsabilidad, toma en cuenta precisamente estos
defectos de los hombres: no tiene ningún derecho –como dijo
acertadamente Fichte– a presuponer que los hombres sean
buenos y perfectos, no se siente en situación de poder car-
gar sobre otros las consecuencias de sus propias acciones en
cuanto que pudo preverlas” (Weber 2001, 153-154).

En la “ética de la responsabilidad” se juega entonces la


moralidad –“personalidad”, dirá también Weber– de un
sujeto que asume, él mismo y solo él, las consecuencias de
sus actos –más específicamente, de la violencia que, de modo
mediato o inmediato, es inherente a la política– sin que la
“convicción” –una suerte de niebla narcisista– le sirva como
pretexto para sacar cuentas morales felices. No obstante, se
trata en principio de consecuencias tecno-científicamente
previsibles (“en cuanto que pudo preverlas”; “la obediencia
a las precisas máximas del comportamiento económico”),
de modo que la responsabilidad aparece, finalmente, como
el destino de un héroe trágico atrapado en lo que el propio
Max Weber caracterizará como la irracional “jaula de hierro”
de la racionalidad moderna, su indefinida cadena de medios

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sin fin. En otras palabras, si la racionalidad se define por “la
ausencia de compulsión”, el héroe trágico weberiano es, en
última instancia, aquel “demente” que, más allá de toda pre-
visibilidad, acepta la responsabilidad por un mundo cuya
misma racionalización pone de manifiesto su carencia de
fundamento y de finalidad racionales: que no es entonces
sino la expresión de una compulsión originaria, la decisión
historial alojada en lo que he llamado “genoma” del mundo
moderno. En “La ciencia como profesión” Weber había
visto en el enunciado “credo quia absurdum est” –a él vuelve
Lukács cuando se trata de la promesa mesiánica asociada a
la revolución bolchevique– el fundamento último de toda
“teología positiva” (Weber 2001, 86). Ahora bien: su propio
pensamiento, como exponente paradigmático de la “reli-
gión de los modernos”, no podría sino contener ese mismo
enunciado en cuanto cláusula secreta; en cuanto límite en el
cual, ahora sí, “responsabilidad” y “convicción” convergen, y
en el cual el historiador, sociólogo y economista Max Weber,
devenido teólogo-político, precariamente se equilibra.
La apelación a la moral, en los textos de Lukács que estoy
considerando, es tributaria de esta teología política max-
weberiana, a la cual apura hasta sus consecuencias más
extremas. Lukács, en primer lugar, tiene perfectamente
claro que la opción revolucionaria, bolchevique, que en
BPM aun contrapone a una opción democrática y gradual,
supone “la opresión de clases […] más abierta y cruel”.62 Es
decir, no obstante reconocer en sus escritos autobiográficos
que en ese momento su conocimiento de Lenin, e incluso
de Marx, era incompleto, no se le escapa lo que a cualquier

62 Todas las citas de BPM y TE corresponden a la traducción incluida en


el apéndice.

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observador atento, mal se le podría escapar: la revolución
no será “con empanadas y vino tinto”: Y plantea como una
cuestión de moral, como la cuestión de moral, entenderlo
así, sin pretender inocencia; sin descargar la responsabili-
dad sobre “el mundo”: “Tenemos que aceptar lo malo en
cuanto malo; la opresión en cuanto opresión y la opresión
de clase en cuanto opresión de clase”, se lee en el texto que
comento. En TE la apelación a la responsabilidad moral
es aun más enfática: “Todo el que se decide actualmente
por el comunismo está, pues, comprometido a cargar con
la misma responsabilidad individual por cada vida humana
que muere por su causa en la lucha, que la que le cabría si
él mismo la hubiera matado”.63
Lo que está en juego es la “naturaleza moral” del mili-
tante revolucionario: “[…] solo el crimen realizado por el
hombre que sabe firmemente y fuera de toda duda que el
asesinato no puede ser aprobado bajo ninguna circunstan-
cia puede ser –trágicamente– de naturaleza moral”.
Como se puede observar ya en estas líneas, la respon-
sabilidad individual lukácsiana no está restringida a los
efectos, racionalmente previsibles, de las acciones del indi-
viduo; tampoco está limitada a los actos que el individuo ha
realizado, sino que se extiende a todos los actos que podría
haber realizado en cuanto adherente a una causa.64 Se diría

63 Agrega: “Pero todos los que se adhieren al otro lado –la defensa del
capitalismo– deben cargar con la misma responsabilidad individual
por la destrucción que se produzca en las nuevas guerras imperialistas
que seguramente habrán de generarse en represalia, como también
por la opresión futura de naciones y clases”.
64 Es inherente a la lógica de esta moral que se contabilice, no solo a
las víctimas efectivas, sino también a las posibles. Con esto, vuelvo
a Chile, 11 de septiembre de 1973. ¿Qué habría pasado si ese día las
fuerzas leales hubiesen logrado derrotar a los golpistas? En su libro La

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conjura, la periodista Mónica González registra algunas reflexiones
del Comandante en Jefe del Ejército, el General Carlos Prats (algunas
provenientes de sus Memorias, otras recogidas de otras fuentes).
Una de ellas (10 de julio de 1973, en conversación con Allende)
proporciona el hilo conductor para responder mi pregunta. Prats: “Es
imprescindible buscar pronto un entendimiento con la Democracia
Cristiana, de lo contrario, veo inevitable el enfrentamiento cruento,
del que emergerá una draconiana dictadura militar o una terrible
dictadura proletaria” (González 2000, 202). No obstante, este
entendimiento (de “profilaxis contra el golpismo” lo calificaba
también Prats, (González, 189), no era aceptado por gran parte
de la izquierda intra y extra-UP; esta se orientaba por la consigna
explícitamente contraria, “avanzar sin transar”. De hecho, en una
concentración realizada el 12 de julio de 1973, el Secretario General
del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, Miguel Enríquez, en
oposición al constitucionalismo que, a esas alturas, como piedra de
toque de la “doctrina Schneider”, era el único soporte efectivo del
“Gobierno Constitucional de Salvador Allende”, observaba, muy en el
espíritu del Lukács de TE, que “las constituciones expresan intereses
de clase y correlación de fuerzas”; consistentemente, reivindicaba
“el legítimo derecho del MIR a construir su propio ejército” (203).
Con estos antecedentes ahora sí contesto la pregunta. La defensa
que hipotéticas fuerzas leales, comandadas por Prats u otro militar
de alta graduación, hubiesen podido hacer del Gobierno, de modo
alguno habría traído consigo el restablecimiento de la situación de
“normalidad” anterior. Enfrentado a la resistencia militar tanto de las
fuerzas golpistas como del ejército de Enríquez (también de Carlos
Altamirano), el comandante de las fuerzas leales habría tenido que
establecer una dictadura; aun si su sincero propósito no hubiese sido
otro que el de restablecer la vigencia de la Constitución del 25, ello
no habría permitido desarmar a los contendientes. Y si el ejército de
Enríquez y Altamirano, al cual muchos genuinos revolucionarios se
habrían sumado, hubiese sido algo más que mera palabrería, podría
haber resultado vencedor. A esas alturas, no habría ya términos
medios; la anticipación de Prats se habría cumplido: “patria o
muerte”; “revolución o muerte”. ¿Puede alguien dudar entonces
que lo que estaríamos recordando hoy serían las víctimas, no del
terror blanco, sino del rojo? ¿Y que entre estas últimas se habrían
contado también reformistas, constitucionalistas, defensores de los
derechos humanos? A no ser que se crea que, así como haríamos
una oximorónica revolución al interior del Estado de derecho, los

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que Lukács, que en BCM se ha puesto bajo el signo “[d]
el idealismo ético, no ya a ras de tierra, del pensamiento
kantiano-fichteano”, ha retornado a las raíces kantianas del
pensamiento de Weber. Porque en Kant, en efecto, los jui-
cios morales no tratan del cálculo de medios y fines (lo que
Kant llama “imperativos hipotéticos”: si quiero A, entonces
B); se trata por el contrario de “imperativos categóricos”,
cuya índole moral se demuestra por su universalidad poten-
cial: “obra solo según aquella máxima que puedas querer que se
convierta, al mismo tiempo, en ley universal” (Kant 1998, 92),
reza la primera formulación del imperativo categórico en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En TE, de
hecho, Lukács enuncia su versión del imperativo categórico:

[se] debe actuar como si de su acción o inacción dependiera el


cambio de destino del mundo, cuya realización debe propiciar
u obstaculizar la táctica presente. (Pues en la ética no hay neu-
tralidad ni imparcialidad: el que no quiere actuar, debe poder
responder también ante su conciencia por su inacción.) […]
Éticamente, nadie puede eludir la responsabilidad alegando
ser meramente un individuo, de cual no depende el destino
del mundo. Esto [...] no podemos saberlo objetivamente con
seguridad[,] puesto que siempre es posible que dicho destino
dependa precisamente del individuo […].

No pretendo aquí dilucidar las influencias, kirkegaar-


dianas por ejemplo, que este imperativo aún conserva;65

habitantes de esta “copia feliz del Edén”, por obra de algún misterioso
designio, seríamos también más benignos, más piadosos, menos
vengativos, más respetuosos de los derechos humanos, en suma,
que otras naciones (rusos, cubanos, chinos, coreanos…).
65 Es conocida la influencia del pensamiento de Kirkegaard sobre el
“joven Lukács” y su generación.

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tampoco inventariar eruditamente sus diferencias con
Kant, sino más bien entender históricamente la torsión a
la cual Lukács somete la ética de la responsabilidad. Weber,
en efecto, se había apartado de Kant al poner la carga del
deber moral sobre los juicios hipotéticos. Y, más allá de las
razones estrictamente teóricas que se pueden aducir para
ello, hay allí toda una signatura epocal: Kant, situado en los
confines –Königsberg– de una Prusia aún pre-moderna, no
pudo avizorar como ese mismo rigorismo ético protestante,
que contrapone la interioridad del ser humano a un mundo
caído, y que impregna su propia moral,66 habría de dar
lugar al despliegue de un mundo racionalizado, en el cual,
dentro de ciertos límites –aquellos que Weber alcanza con
su trágico heroísmo intelectual–, dicha interioridad puede
libremente salir de sí misma y trascender el aislamiento,
el vaciamiento de contenidos mundanos al que la moral

66 La Fundamentación de la metafísica de las costumbres se inicia con


la siguiente sugerente sentencia: “Ni en el mundo ni, en general,
fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado
bueno sin restricción excepto una buena voluntad” (Kant 1998, 53).
A partir de esta premisa, Kant desarrolla una moral cuyo rigorismo
es proporcional a su falta de contenido (aunque una acción parezca
haber sido realizada “por el deber”, y no solamente en conformidad
externa con él, si el agente está psicológicamente inclinado a ello –
es un filántropo–, la acción deja de tener valor moral). Sucede que,
como Kant lo reconoce abiertamente, jamás podemos descartar
que “algún impulso secreto del egoísmo” no esté operando tras
bambalinas: “aun ejercitando el más riguroso de los exámenes, no
podemos nunca llegar por completo a los más recónditos motores
de la acción, puesto que cuando se trata del valor moral no importan
las acciones, que se ven, sino sus principios íntimos, que no se ven”
(Kant 1998, 72). A Weber, en cambio, le importan las acciones, no
los supuestos (invisibles) “principios últimos”, cuya bondad tanto
Nietzsche como Freud, profundizando en la interrogante acerca de
“los más recónditos motores de la acción” que el propio Kant había
dejado instalada, se habían ya encargado de desmontar.

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kantiana lo había sentenciado. Ante este mundo Weber se
instala, como Kant lo había hecho anteriormente ante la
física de Newton y Galileo, en actitud trascendental: como
él mismo lo observa en “La ciencia como profesión”, esta
actitud parte del supuesto de que algo existe –la verdad cien-
tífica y su valor, las obras de arte–, “preguntándose luego
bajo qué condiciones del pensamiento es posible (concebi-
ble)” (Weber 2001, 86).67
Por cierto Weber, al constatar la irreductible irracionali-
dad del mundo cuya racionalidad quiere reconstruir en tér-
minos trascendentales, no ha hecho sino estrellarse contra
el núcleo más interno del pensamiento kantiano, la “Ter-
cera Antinomia” de la Crítica de la Razón Pura.68 Es decir, ha

67 Es sugerente que Weber, en el mismo pasaje citado, sugiera que


esta actitud tiene una raíz teológica, analogándola con el supuesto
teológico de que “el mundo tiene que tener un sentido” y con la
pregunta, para él también teológica, acerca de “cómo hay que
interpretar ese sentido para que sea pensable”.
68 Kant enuncia y analiza esta antinomia en la Segunda División de la
Crítica de la Razón Pura, titulada “La dialéctica trascendental”, bajo
el título “La antinomia de la razón pura. Tercer Conflicto de las ideas
trascendentales” (Kant, KrV 1978, 407-413). Allí Kant, remontándose
a una tradición que se podría rastrear, al interior de la filosofía
moderna, hasta Leibniz, se plantea el dilema al que se enfrenta todo
intento de explicar causalmente la totalidad del universo. Porque,
o bien se acepta una regresión infinita (con lo cual el edificio de la
razón moderna queda tambaleante); o bien se debe aceptar que,
al final de la serie debe aparecer algo que Kant llama “causalidad
por libertad”, es decir, una causa que a su vez no es causada. Kant
considera, en todo caso, que se trata de un falso problema, resultado
del intento de ir con la razón humana más allá de toda posibilidad
de evidencia empírica (pues respecto a la “totalidad del universo” no
podría haber tal evidencia; tampoco observador humano alguno que
pudiera aportarla). Es decir, la antinomia (la incómoda cuestión de
que, en principio, se pueda sostener lógicamente tanto la posibilidad
de explicar causalmente el universo como la posibilidad contraria)
se resuelve, para Kant, trazando un límite, entre el entendimiento

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dado con la disonancia (absurdus) que aguarda cuando las
explicaciones racionales se agotan y no hay más que decir
“este es el juego […] que se está jugando” (Ludwig Wittgens-
tein en Investigaciones Filosóficas, §654); en otras palabras,
cuando hay que admitir una “razón última”, la cual, dado
que la razón se ha entendido como ausencia de compul-
sión, aparece como su compulsivo e irracional origen. Pero
un origen que, a diferencia de lo que sucede en la Tercera
Antinomia de Kant, no es ya una abstracta libertad contra-
puesta a una igualmente abstracta razón, sino la racionali-
dad moderna y el mundo que ella construye llevados a su
condición de (im)posibilidad.

(Verstand) confinado al mundo fenoménico, y la razón (Vernunft)


que tiende a la ilusión. Kant, por cierto, advierte que establecer un
límite supone saber ya, de cierto modo, lo que hay fuera; pero, muy
sugerentemente piensa, o quiere pensar, que sería posible que la
razón se internase apaciblemente en esa tormentosa región, la de las
cosas en sí mismas no domesticadas por el entendimiento humano,
mediante el razonamiento analógico; los ejemplos que proporciona
(ver por ejemplo su nota en §58 de los Prolegómenos a toda metafísica
que haya de presentarse como ciencia) son suficientes para apreciar
cuan débil es tal pretensión. Hegel y el idealismo alemán posterior
explotarán hábilmente este flanco abierto por Kant para reponer
una concepción de razón capaz de dar cuenta, cognitivamente,
de la totalidad. Pero quizás el problema es más profundo. Porque
Kant al llamar “libertad” (“causalidad por libertad”) a “eso” que la
racionalidad causal se encuentra, y que vendría entonces a ser su
infundado fundamento, ha antromorfizado, ha domesticado algo
que vendría a ser más bien la alteridad radical: de un modo menos
tranquilizante, Leibniz, siguiendo un razonamiento semejante, llegó,
no a algo asimilable a la libertad, sino a lo que con mayor rigor
designó como “Unidad Dominante” (Leibniz 1982, 472). Es decir,
al Dios soberano, impenetrable, arbitrario, que las especulaciones
filosóficas y teológicas siempre han dejado entrever, y que sale
finalmente a la luz con el nominalismo de la Alta Edad Media y con la
Reforma protestante y la Modernidad.

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El credo quia absurdum est de Weber es, así, el infun-
dado fundamento contra el cual una teología positiva de
la Modernidad, pensada hasta sus últimas consecuencias,
necesariamente debe colisionar; el de Lukács, en BPM, un
salto hacia adelante y hacia el vacío, una decisión más allá
de toda teología weberiana y de toda hegeliana “astucia de
la razón”: “Como sucede con cualquier asunto de verdadera
importancia, la decisión a favor o en contra del bolchevismo
ha de ser ética”; “Pero en el momento de la decisión que
ahora ha llegado, no es posible pasar por alto la separación
dualista entre la realidad empírica carente de alma y el obje-
tivo humano, ético-utópico”, escribe.69
Esta separación dualista es netamente kantiana, nomi-
nalista, moderna. “La realidad empírica carente de alma”
refiere, más específicamente, a la violencia que, ya sabe-
mos, es el medio de la política y que Lukács entiende,
lúcidamente, que alcanza su clímax en ese acontecer para-
digmático de lo político, la revolución. Revolución que en
BPM termina sin embargo por rechazar en cuanto medio
para llegar al “objetivo humano, ético-utópico”, porque no
cree en la transmutación teológica ni dialéctica del mal en
bien.70 Así, concluye:

69 También: “El socialismo, por otra parte, es el postulado utópico de


la filosofía marxiana de la historia: es el objetivo ético de un orden
mundial por venir. (Al colocar dos categorías diferentes de la realidad
al mismo nivel, el hegelianismo de Marx contribuyó de alguna manera
a esta confusión)”.
70 En “La política como profesión” Max Weber, apelando a la historia
de las religiones, había defendido enérgicamente la idea de que
el mal sí podía engendrar el bien (y viceversa), entendiendo
además que las diversas respuestas teológicas al problema del
mal habrían sido la fuente de la vitalidad y permanencia de la fe
trascendente. Entre ellas menciona al Deus Absconditus y la teoría de
la predestinación de la Reforma. Y, por cierto, ante un Dios tal la

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[…] el bolchevismo descansa sobre el supuesto metafísico de
que el mal puede engendrar el bien. O como Razumijin dice
en Crimen y Castigo de Dostoyevsky, de que sería posible men-
tir nuestro camino hacia la verdad.
A este autor le resulta imposible compartir esta creencia. Por
consiguiente percibe la existencia de un problema moral inso-
luble en la raíz del punto de vista bolchevique.

cuestión del mal se resuelve de la manera más simple: no sabemos


qué puede ser el mal ante los ojos de Dios, de modo que incluso la
irracionalidad consumada de la “jaula de hierro” weberiana puede
ser juzgada con benevolencia bajo el estado de excepción divino.
El pensamiento de Max Weber se instala en esa perspectiva. El de
Lukács, en cambio, debe rechazarla, puesto que en esta fase aspira,
no a comprender al mundo moderno, sino a redimirnos de él.
No obstante, tal “perspectiva de la redención” (la expresión es de
Adorno, en Mínima Moralia), para el político real que Lukács aspiró
a ser, equivale al inmovilismo (a la confortable angustia de quienes,
como alguna vez Lukács dijo refiriéndose a Adorno, habitan en el
“Hotel Abismo”). La evolución del pensamiento de Lukács, con sus
sucesivas retractaciones, quizás puede ser entendida también como
el resultado del arduo esfuerzo por sustraerse de la seducción que
sobre él ejerció tal albergue, hacia la cual sus orígenes –intelectual de
clase media adinerada, de origen judío, al igual que Theodor Adorno,
Walter Benjamin y los demás pensadores de la Escuela de Frankfurt–
lo predisponían. Sobre la “cuestión judía” en Lukács: Zoltan Tarr.
“Georg Lukács sobre la cuestión judía”, disponible en http://www.
herramienta.com.ar. Lukács (originalmente Löwinger) había nacido
en 1885 y era, según Adorno (citado por Tarr), “un pequeño, delgado,
torpe, rubio judío oriental (¡sic!) con una nariz talmúdica y unos
maravillosos, insondables ojos”. Los Löwinger, por razones no
ajenas a la incipiente carrera académica de Georg, se convirtieron al
protestantismo en 1907. Thomas Mann pudo haber tenido presente
a Lukács cuando creó a su personaje Naphta, un radical teólogo-
político al que la tisis ha dejado varado en los Alpes Suizos. Sus
discusiones con el ilustrado Settembrini son lectura obligada para
quien quiera comprender a fondo el juego político-intelectual que,
hoy y entonces, se está jugando (La montaña mágica) (Mann 2005).

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Pero, ¿no hay también “un problema moral insoluble”
en la opción por la democracia (y, más a fondo, en cualquier
opción política)? ¿Acaso la democracia, vista tanto bajo la
óptica weberiana como marxista, no opera también en el
medio de la violencia, aunque se trate de la violencia amor-
tiguada por el derecho, por el parlamentarismo? Este es, sin
duda, el punto débil de BPM, que permite entender, más
allá de la anécdota, el veloz giro de Lukács hacia el comu-
nismo. Más precisamente, en BPM coexisten dos concep-
ciones radicalmente opuestas de “democracia”. En efecto,
por una parte se trata de “un sistema político en virtud del
cual la lucha de clases, incluso como posibilidad teórica,
esté excluida”, y cuyo horizonte de realización haría del pro-
letariado “la clase mesiánica de la historia mundial”. Pero
a la vez se trata de la democracia burguesa, al interior de la
cual Lukács anticipa una larga y arriesgada espera, marcada
por inciertas alianzas; por el hecho de que, al igual que en el
caso del bolchevismo, los medios tienden a transformarse
en fines: “[…] es difícil, sino imposible, desviarse del camino
angosto y directo de la acción que conduce al logro del obje-
tivo sin permitir, a la vez, que los desvíos se transformen en
fines en sí mismos”.
Aquí, aquello en lo cual el compromiso político se sos-
tiene y que en la balanza moral pesaría más que el salto de
tigre del bolchevismo, sería la capacidad de los verdaderos
creyentes para realizar “esfuerzos sobrehumanos, bajo la
forma del autosacrificio y la renuncia”. Es decir, este sostén
es la pura convicción, la paciente espera. Casi al concluir su
conferencia “La ciencia como profesión”, Max Weber hace
una referencia al Antiguo Testamento que parece tener a este
Lukács –al judío Löwinger– en la mira:

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Llega un grito de Seir, en Edom: centinela, ¿cuánto tiempo
durará todavía la noche? El centinela dice: la mañana llegará,
pero ahora es todavía noche. Si queréis preguntar otra vez,
volved de nuevo”. El pueblo a quien se le dijo esto ha pregun-
tado y esperado durante más de dos milenios y nosotros cono-
cemos su estremecedor destino. Saquemos aquí la conclusión
de que solo con añorar y esperar no es suficiente […] (Weber
2001, 89).71

Más allá de si Lukács conoció o no este texto antes de su


veloz giro al comunismo, lo cierto es que extrajo una con-
clusión semejante. En TE, de hecho, el camino gradual al
interior de la legalidad es descartado desde el inicio, con un
argumento breve y contundente:

71 Weber concluye esta alocución, cuyo tema no es directamente la


política, sino la ciencia, apelando a la sobria vida dedicada al trabajo;
lo mismo hace casi al terminar “La política como profesión”. Allí,
luego de anticipar el porvenir con aguda lucidez (“Lo que tenemos
ante nosotros no es la alborada del estío sino una noche polar de
una dureza y una obscuridad glacial, triunfe fuera el grupo que
triunfe […]”: Auschwitz y el Gulag están en el horizonte), así como la
consiguiente amargura y decepción, interpela a sus jóvenes oyentes:
“Habrían hecho mejor en dedicarse con imparcialidad a su trabajo
cotidiano y en cultivar lisa y llanamente la fraternidad de hombre
a hombre”. Pero de inmediato reconoce, y este reconocimiento es
coherente con la vertiente teológica de su pensamiento, que “es
completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que
no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido
a lo imposible una y otra vez. Pero para poder hacer esto, uno tendrá
que ser un líder, y no solo esto, sino también un héroe, en un sentido
muy sobrio de la palabra” (Weber 2001, 164). Contrariamente a lo que
se suele pensar, nada hay en el pensamiento de Weber que excluya
la posibilidad de la revolución; lo que sí hay es la exigencia de que se
haga en serio, sin evadir la responsabilidad por las consecuencias,
propias o ajenas.

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[…] si definimos la táctica […] como un lazo de unión entre el
fin último y la realidad, se derivan diferencias fundamentales,
según si el fin se encuentra categorizado como un momento
que se halla dentro de la realidad social dada o más allá de ella.
Esta inmanencia o trascendencia del fin último contiene, ante
todo, en su interior, la siguiente diferencia: en el primer caso,
el orden legal existente se encuentra dado como un principio
que determina necesaria y normativamente el marco táctico
de la acción; por el contrario, en el caso de un objetivo social
trascendente, dicho orden se presenta como realidad pura,
como poder real, y el hecho de contar con él puede tener, a lo
sumo, un sentido utilitario.

Es decir, para el revolucionario que se propone “un


objetivo social trascendente”, todo orden dado se presenta
como pura facticidad: como poder o violencia, sin más. Pero
ahora, a falta de la orientación táctica que tal orden procura
a la “Realpolitik legal”, el lazo de unión entre realidad y fin
último ha de ser, no ya el salto de tigre implícito en el teolo-
gema “credo quia absurdum”, sino una filosofía de la historia
de matriz hegeliana, la misma que había rechazado enfática
y sumariamente en BPM. Así, escribe Lukács ahora:

La teoría marxista de la lucha de clases, que a este respecto


sigue escrupulosamente la obra conceptual hegeliana, con-
vierte al objeto trascendente en inmanente; la lucha de clases
del proletariado es el sujeto y a la vez el medio de su realiza-
ción. […] Este medio no es ajeno al fin […] sino una aproxima-
ción del fin a la autorrealización.

De esta manera, recurriendo a una filosofía de la histo-


ria que aseguraría “autorrealizativamente” la correspon-
dencia entre medios y fines, Lukács cree haber depurado
a la táctica de consideraciones morales. En compensación,

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ha de extremar el rigor kantiano de su moral, hasta llegar,
en TE, a la versión del imperativo categórico que he citado
más arriba, que extiende la responsabilidad individual
hasta incluir la totalidad de las acciones, reales o posibles,
del colectivo de los revolucionarios. Porque Lukács (aún)
no está dispuesto a renunciar a la substancia moral de la
acción, “a la certeza subjetiva y la conciencia de la respon-
sabilidad”. Y porque entiende que en el prodigioso artilugio
filosófico en el cual cree haber encontrado respuesta teó-
rica a la cuestión de la táctica –la práctica será otra cosa–
no hay lugar para tal responsabilidad. Se trata, como dice,
“[…] de las facetas peligrosas del legado hegeliano en el
marxismo. El sistema de Hegel no tiene ética alguna”. Es
cierto, no la tiene.72 No la tiene porque, en la medida en que

72 En Hegel no hay ética; tampoco –pero Lukács aún no lo sabe– hay


una política capaz de dar cuenta de la dimensión de decisión, de
salto en el vacío inherente a la política revolucionaria. En 1923,
cuando Lukács publica su célebre Historia y conciencia de clase, su
conversión al hegelianismo es ya completa. Allí, Lukács advierte que,
sin un conocimiento de la totalidad, la moderna fragmentación de los
saberes impide que la política revolucionaria pueda reivindicar para sí
la Verdad (una Verdad que requiere como fundamento, toda vez que
la incómoda cuestión de la decisión ha sido evacuada): “El dominio
de la categoría de totalidad es portador del principio revolucionario
de la ciencia”, escribía entonces. E ingeniosamente se las arregla
para otorgar, al proletariado entendido hegelianamente como “clase
para sí”, el privilegio de acceder a tal conocimiento. Ello, por cierto,
en la medida en que consiga superar su conciencia meramente
reivindicativa –hasta entonces, es solamente una clase “en sí”– y
asuma autoconscientemente el rol que la ciencia marxista le reserva:
en el intertanto, tal como Lenin lo había escrito en 1905 (¿Qué
hacer?), tal conciencia le ha de ser “importada” desde fuera (por los
intelectuales): es una conciencia “atribuida”, en la terminología de
Lukács. Con esto, Lukács pensó haber logrado cerrar la brecha entre
las vertientes “sociológica” y “utópica” (mesiánica) del pensamiento
de Marx (y evitado el recurso al salto de fe, a la decisión). Pero lo que
había logrado realmente había sido poner el dedo en una dolorosa

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asegura que los medios son, serán ya el fin –este último es
la “autorrealización” de aquellos–, la substancia moral de
la acción desaparece; se trata, simplemente, de seguir los
dictados que emanarían de de un recto saber. Lo que he lla-
mado “rigor kantiano” mediante el cual, como ya he dicho,
Lukács intenta compensar esta falta, consiste en no poner
límites a la responsabilidad individual. Y esta se extrema
hasta adquirir caracteres trágicos, cuando no se trata ya
de víctimas distantes, de alguna manera abstractas, sino
del asesinato cometido por propia mano. Lukács cita con
aprobación al terrorista social-revolucionario y hombre de
letras ruso Boris Savinkov:73 aunque su “fundamentación”

llaga. Porque ya en el momento en el que Historia y conciencia de clase


se publicó, estaba claro que la clase obrera alemana, considerada
en esto como paradigmática, había faltado a su cita histórica con la
revolución (o, más bien, que la revolución, como el mismo lo había
entendido en BPM, no se resuelve en el plano sociológico, sino el
plano político). Y a los bolcheviques, empeñados ya desde 1918: la
paz de Brest-Litovsk, en tomar decisiones políticas en la perspectiva
de la construcción del “socialismo en un solo país” poco les podía
interesar una teoría que más bien deslegitimaba ambas cosas, y
que además mantenía vivo un mal recuerdo. Lukács (en el Prólogo
a la ya mencionada re-edición de 1978), hace la acostumbrada
autocrítica, centrándola en su omisión de “la objetividad ontológica
de la naturaleza” (Lukács, Historia y conciencia de clase 1969, XXXVIII-
XXXIX). Es decir, del positivismo filosófico pre-crítico disfrazado
de marxismo que pasó a ser, crecientemente, la ideología oficial
de un Partido-Estado que no estaba en condiciones de aguardar
la alquímica transformación del “en sí” en “para sí” para tomar
drásticas decisiones políticas.
73 Savinkov (1879-1925) participó directamente en dos de los atentados
más espectaculares contra dignatarios zaristas entre 1904 y 1906:
el asesinato del ministro del Interior ruso, Vyacheslav von Plehve,
y el asesinato del gran duque Sergio Aleksándrovich Románov, tío
y cuñado del Zar. Los social-revolucionarios fueron contrarios al
régimen bolchevique y desarrollaron una activa y en ocasiones
violenta oposición (fueron responsables del casi exitoso atentado

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sea “imposible”, “la raíz moral última del accionar terro-
rista [radica] en que este no solamente sacrifica su vida por
sus hermanos, sino también su pureza, su moral, su alma”.
Es decir, si la acción del militante revolucionario que mata
ha de considerarse moral, nos dice entre líneas Lukács, ello
solo es posible si se renuncia a toda fundamentación: si se
asume tal acción bajo la ineludible (i)lógica del credo quia
absurdum que aquí, como un inconsciente –si se lo reprime
acá, levanta su porfiada y nocturna cabeza más allá–, vuelve
a hacer su aparición. Más precisamente, se trata del anti-
nomismo que surge cada vez que se quiere, no meramente
transgredir la ley moral, sino más bien aprehenderla en su
último fundamento. Es decir, cuando se trata de acceder
a un punto desde el cual sería posible ver como “realidad
pura, como poder real” al orden moral mismo –a un orden
que, de alguna manera, debiera trascender toda formación
histórica– y no solamente a un “orden” social determinado,
como hemos visto ya a Lukács hacerlo en TE, en relación a
la sociedad burguesa.74

contra Lenin en 1918), que fue a su vez violentamente desarticulada.


Savinkov murió en 1925, luego de ser condenado a diez años de
prisión por actividades antibolcheviques.
74 Esta es también la tarea de una “genealogía de la moral”, tal como
Nietzsche se la propuso. No es casual, en este aspecto, que Nietzs-
che, tras recorrer una serie de figuras de la moral, desde la moral
reactiva hasta los ideales ascéticos, se detenga, casi al final de la
obra, en el lema “Nada es verdadero, todo está permitido…”, en el
cual ve la más alta realización de la “libertad de espíritu” (Nietzsche,
La genealogía de la moral 1997, 191). Como observa Walter Kaufmann
en sus notas a la traducción al inglés de la Genealogía, lo importante
aquí para Nietzsche es la primera parte del lema: “nada es verdade-
ro” (Nietzsche, On the Genealogy of Morals. Ecce Homo 1998, 150). Es
decir, se trataría de la contradicción performativa que con este enun-
ciado se comete (lo que este dice -“no hay verdad”- contradice lo que
hace: proponer eso mismo como verdad, de modo que el enunciado

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Lo que estaría en juego en la acción revolucionaria sería
entonces el concepto mismo de ley moral, así como la para-
doja que involucra. Esta paradoja consiste en que tal ley,
como escribe Giorgio Agamben (Homo Sacer), “está fuera
de sí” (“demente”, como en Weber): su fundamento es inte-
rior a ella, pues la funda; no obstante, es a la vez, exterior
pues, en tanto fundamento, no podría estar sometido a la
misma ley que funda. Y además, la ley moral instaura la
transgresión y la culpa (y no a la inversa), de modo que su
cumplimiento soberano consistiría, paradojalmente, en
transgredirla: “Bendito seas Tú, Oh Señor, nuestro Dios,
Rey del Universo, que permites lo prohibido”.75

se podría traducir como “la verdad es que no hay verdad”). Y del


acceso al nivel de la “Unidad Dominante” (ver nota 65 más arriba)
que tal contradicción franquea: es decir, a la soberanía como límite
de toda ley.
75 Esta es la paradoja a la cual inherente a todo mesianismo: el
Mesías –así lo observa por ejemplo Borges, en “Tres versiones de
Judas”– no ha de renunciar meramente a su existencia material,
sino eminentemente, a su prestigio, a su gloria. Y así sucedió de
hecho en el siglo XVII con Sabbatai Zevi, “el Mesías apostata”, a
quien se atribuye la oración reproducida más arriba: un rabino judío
de Esmirna, entonces parte del Imperio Otomano quien, en 1647,
aseguró ser el Mesías; que luego de ser condenado a muerte por las
autoridades otomanas, se convirtió al Islam para eludir la ejecución,
pero cuya conversión fue interpretada por sus seguidores, y luego por
muchas comunidades judías de Europa Oriental como la antinómica,
paradójica confirmación de su condición mesiánica. (Scholem,
Sabbatai Sevi. The Mystical Messiah 1973) (Scholem, El misticismo
extraviado 2005). Más allá de los rasgos heréticos o pintorescos
del episodio protagonizado por Sabbatai, en él −pero atención:
también, según autorizados intérpretes, en el mismísimo Paulo de
Tarso (Taubes 2004)− parece expresarse la propensión de un pueblo
exiliado de la historia a pensar la emancipación en términos de un
juicio global sobre ésta, y sobre la misma ley mosaica. Así de hecho
sucedió durante los años inmediatamente posteriores a 1911 cuando,
como muchos jóvenes intelectuales judíos de su generación (el

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En su versión moderna, el antinomismo apunta al cora-
zón de la relación entre moral y política. Pues la moral, como
lo he dicho al pasar más arriba, ha de ser trascendente; no
meramente reproducir lo que es al interior de un mundo
–no hacer un balance de placeres y dolores, como lo hace el
utilitarismo– sino juzgarlo. Y así lo entendía Lukács aun en
BPM, cuando se ponía bajo el signo “[d]el idealismo ético,
no ya a ras de tierra, del pensamiento kantiano-fichteano
que aspiraba a transformar metafísicamente al mundo […]”.
Pero, ¿es algo así posible, en un mundo secularizado, des-
encantado, que precisamente ha optado, sobriamente, por
vivir a ras de piso? Con esto entramos al centro de la proble-
mática moral de la Modernidad.
En efecto, con la Reforma los mandamientos morales
han pasado a tener resonancia solo al interior de la concien-
cia individual. Por sobre los individuos, por cierto, se yergue
el Estado. Pero la naturaleza del derecho que este instaura
no puede reivindicar para sí el estatuto de la revelación: el
soberano, el Dios Mortal de Hobbes, al reclamar para sí
el privilegio de decidir si algo es o no un milagro, no está
haciendo más que evitar que la contienda acerca de las ver-
dades reveladas perturbe la paz social.76 Por cierto, hay una

mismo ya mencionado Gershom Scholem; Walter Benjamin; también


todos quienes componían el “Círculo de los Domingos”), Lukács se
interesó por este lado místico-anárquico de una tradición que, para la
generación de sus padres, se había transformado en un peso muerto.
Ver: Zoltan Tarr. “Georg Lukács sobre la cuestión judía”, disponible
en http://www.herramienta.com.ar. El escritor Isaac Bashevits Singer
recoge en algunos de sus relatos el fervor mesiánico suscitado por la
figura de Sabbatai en las comunidades judías del Este de Europa en
el siglo XVII. Ver por ejemplo: Satán en Goray, Plaza y Janés, Madrid
1985.
76 “En esta cuestión no hemos de inquirir nuestra propia razón o
conciencia privada, sino la razón pública, esto es, la razón del

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zona gris, la que regula extrajurídicamente las relaciones
entre los seres humanos. Se trata de lo que Bello y Montt,
al presentar nuestro Código Civil, designaron como “[…]
el juicio de los padres y […] los sentimientos naturales”.
¿Pero cómo se ha de interpretar esto en un sentido moral?
Se presentan alternativas: la primera, más bien particula-
rista, entiende que esta moralidad cotidiana no podría ser
más que el resultado de la costumbre, de la tradición de
un pueblo. La segunda, más universalista, entiende que se
trataría de una forma secularizada de la moral contenida
en los mandamientos de la religión judeo-cristiana: si bien
ella no podría ya pretender regir como ley moral revelada,
sería la expresión decantada de la experiencia moral de la
humanidad, universal en términos antropológicos (es la
posición de Spinoza, en su Tratado Teológico-Político). Estas
dos alternativas pueden ser entendidas como conservado-
ras: el peso de los muertos lastrando a los vivos. La posición
de Kant, a la que Lukács se pliega, es más revolucionaria y
arriesgada, puesto que pretende, en aras de la universalidad
(es decir, en pos de elevarse por sobre ras de tierra), invertir
los términos. Ya no se trataría de derivar, de la moral judeo-
cristiana, una suerte de universalidad, entendida como un
concentrado de la experiencia de la humanidad, sino de
que esta experiencia moral, sus mandamientos, puedan ser
juzgados mediante el superior uso de la razón. De la razón
(Vernunft) y no del mero entendimiento (Verstand). Porque
el entendimiento, al estar limitado al mundo fenoménico,

supremo representante de Dios, que actúa como juez supremo […]


Un hombre particular (puesto que el pensamiento es libre) tiene
siempre la libertad de creer o no íntimamente […] pero cuando se
llega a la confesión de esta fe, la razón privada debe someterse a la
pública, es decir, al representante de Dios” (Hobbes 2008, 369).

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no podría juzgarlo; el ámbito de la razón, en cambio, com-
prende tanto lo que hay en el mundo como lo que estaría
fuera de él.
No obstante, aquí comienzan las dificultades. Porque,
en oposición a lo que con rigor se sigue de la ya mencio-
nada Tercera Antinomia de la Crítica de la Razón Pura (en
virtud de la cual aquello que le saldría al paso al entendi-
miento en su afán totalizador es la disonancia, el absurdo),
Kant ha designado a ese ámbito como “razón”. Pero esta
razón no podría entonces ser más que el mundano enten-
dimiento, solo que despojado de sus formas categoriales
y desprovisto de la materia que le proporciona la sensibi-
lidad espacio-temporalmente formada: es decir, la pura y
vacía lógica formal; las llamadas “Ideas de la Razón” –Dios,
Alma, Mundo– no le prestan contenido, son meros princi-
pios regulativos, arquitectónicos. Y, de hecho, la lógica, el
principio de no-contradicción, se transforma en Kant en el
único criterio para decidir si acaso las máximas subjetivas
de la acción son morales, es decir, “imperativos categóri-
cos”: “obra según aquella máxima que puedas querer que se
convierta, al mismo tiempo, en ley universal” (Kant 1998,
92).
Con esto, Kant ha dejado abiertos flancos decisivos.
Por una parte, y no podría ser de otra manera, su moral
es vacía: dado que hay pluralidad de tradiciones entre los
seres humanos, cualquiera de ellas –el canibalismo ritual,
por ejemplo– podría pasar exitosamente la prueba del impe-
rativo categórico (porque los caníbales no tendrían por qué
querer privar a nadie de los beneficios espirituales de su
ritual). Complementariamente, y paradójicamente, los
ejemplos de deberes morales que Kant ofrece –y los ejem-
plos nunca son “meros ejemplos”: hay toda una substancia

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en ellos– son, y de nuevo difícilmente podría ser de otra
manera, los que corresponden a su tiempo y lugar (no men-
tir, no suicidarse, no ser holgazán), con lo cual su moral,
caída a ras de suelo, termina proporcionando una legitima-
ción lógico-universal y ahistórica al mundo moderno. Asi-
mismo, la decisión moral, con toda la problematicidad que
supone, queda sepultada bajo la idea de una “ley moral” que
debe ser obedecida so pena de transgredir las mismas leyes
de la lógica. Por último –last but not least–, estos flancos
débiles darán lugar a la “superación dialéctica” hegeliana,
es decir, al inmanentismo consumado, “a ras de suelo”, para
el cual ningún juicio sobre el mundo es ya posible.
En principio, el antinomismo moral elude estas parado-
jas, instalándose en un precario equilibrio en ellas, sobre
ellas. Es decir, en vez de oscilar entre una moral que desde
el exterior pretende orbitar por sobre cualquier mundo posi-
ble, y su violento precipitarse a tierra, se sitúa en el límite
entre exterior e interior, allí donde la facticidad, carente de
orden, se transmuta en orden, en ley. Es decir, enfrenta el
absurdo, la carencia de un fundamento último –credo quia
absurdum est– sin recurrir a la coartada de la lógica, formal
o dialéctica; sin pretender por tanto emitir juicio desde él.
Y, puesto que invita a transgredir la ley sabiendo que se lo
hace, sin hacer pasar por obediencia el momento de irre-
ductible libertad asociado a la decisión.
Por cierto, esta suerte de palanca moral, que sí permite,
como al Razumijin de Dostoyevsky que Lukács evoca al ter-
minar BPM, engendrar el bien a partir del mal, se sustenta
en un frágil punto: la tensión moral, el desgarro del revo-
lucionario que “[…] no solamente sacrifica su vida […] sino
también su pureza, su moral, su alma”. Pues sin esta frá-
gil sustentación, el antinomismo moral se colapsa en una

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mera coartada que, contrariamente, aniquila toda moral
sustituyéndola por esa obediencia estricta e inequívoca a las
leyes de la naturaleza o de la historia que Hannah Arendt
identificó con el mal, radical y banal a la vez (Arendt, 1951).77
De hecho, la cita de Judith, la obra del dramaturgo decimo-
nónico Christian Friedrich Hebbel con la cual Lukács con-
cluye TE, puede ser leída, contra las intenciones del autor,
como apuntando hacia tal inquietante y a la vez inherente
posibilidad: la tensión moral desplazada por una paradó-
jica y perversa obediencia a la transgresión, en la cual el yo
(“¿quién soy yo…?”) se disuelve plácidamente: “Y si Dios
hubiera colocado el pecado ante mí y la misión que me ha
sido asignada, ¿quién soy yo para poder sustraerme a él?”
En suma, solo la tensión interior asociada a acciones
que, por su naturaleza político-revolucionaria, se alzan por
sobre la cotidiana normalidad del mundo permitiría hablar
de ellas en términos de moral; solo así, conflictividad polí-
tica intensificada y moral podrían, aunque solo sea pre-
cariamente, coexistir. La moral no es cuestión del mundo
–ni de historia, ni de sociología, ni tampoco de derechos
supuestamente universales– sino que concierne a sujetos
que, con plena consciencia asumen su responsabilidad; que
no pretenden ser inocentes, ni explicar sus acciones como
una mera reacción ante las circunstancias.

En suma, sólo la tensión interior asociada a acciones que,


por su naturaleza político-revolucionaria, se alzan por sobre
la cotidiana normalidad del mundo permite hablar de ellas

77 Para una rica discusión acerca de la cuestión del mal en Arendt, que
concluye que no hay diferencia entre mal radical y mal banal, ver:
Birmingham.

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en términos de moral; sólo así, conflictividad política inten-
sificada y moral podrían, aunque sólo sea precariamente,
coexistir. En otras palabras, bajo la presión de la política revo-
lucionaria, la moral no podría ser cuestión del mundo –ni
de historia, ni de sociología, ni tampoco de derechos– sino,
primordialmente, de sujetos que con plena consciencia han
de asumir su responsabilidad. Sin pretender inocencia; sin
pretender explicar sus acciones como mera reacción ante
las circunstancias.
Para establecer esto, en relación a Chile, a “una moral sin
cuentas” como reza el título de este capítulo, he tenido que
pasar por cuestiones que parecen trascender con mucho el
contexto local: ¿qué tiene que ver la teología-política, el anti-
nomismo mesiánico y moral, el credo quia absurdum, por
nombrar sólo algunos de los hitos de esta reflexión, con los
interesantes tiempos del Chile de los últimos cuarenta años,
con sus antecedentes? Nada, posiblemente, si se tratase de
una situación normal o de una catástrofe natural. Todo, si
es que se trató de una revolución y de su sangrienta derrota.
¿Porque de eso se trató, no?

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Apéndice
Textos de Georg Lukács
“El bolchevismo como problema moral” (1918)
“Táctica y ética” (1919)

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El bolchevismo como problema moral (1918)78

Nota de la traductora al inglés: La siguiente traducción está basada en


el artículo en lengua húngara “A bolsevizmus mint elkölcsi probléma”,
aparecido primeramente en Szanbadgondolat (Libre Pensamiento) en di-
ciembre de 1918, pp. 228-232. Szanbadgondolat era el órgano oficial del
llamado “Círculo-Galileo”, organización de intelectuales radicales de la
Universidad de Budapest. Lukács escribió este ensayo para una edición
especial dedicada al bolchevismo, presumiblemente a petición de su
editor, Karl Polanyi. Hasta ahora, el ensayo ha sido excluido de la exten-
sa reedición de la obra temprana de Lukács. De hecho, los académicos
dedicados al estudio del pensamiento de Lukács lo habían dado por per-
dido; presunción comprensible dado que el material en lengua húngara
les había sido inaccesible.
Este ensayo constituye, en más de un aspecto, un documento de
interés histórico. Aborda algunas de las cuestiones que preocuparon a
los intelectuales europeos en los períodos anterior y posterior a la Pri-
mera Guerra Mundial. El llamado Weber-Kreis, en Heidelberg, por ejem-
plo, sostuvo largos debates durante la guerra en torno al problema de la

78 Traducido al castellano a partir de la traducción del húngaro al inglés


publicada originalmente en la revista Social Research (“Bolshevism
as a Moral Problem” Vol. 44, No. 3 (AUTUMN 1977), pp. 416-424).
He optado por conservar la Nota Inicial de la traductora al inglés,
Judith Marcus Tar, dada la información que entrega acerca de las
circunstancias que enmarcaban el pensamiento de Lukács y su
evolución al momento de escribir este texto. También he conservado
las notas al pie de la traducción al inglés. Lukács mismo solo incluyó
una nota al pie. Al igual que en la traducción inglesa, esta se identifica
con las iniciales “G.L.”. (Nota de Eduardo Sabrovsky).

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justificación del uso de la fuerza en tiempos históricos decisivos. (Georg
Lukács, Karl Jaspers y Ernst Bloch se contaban entre los participantes).
A la vez, ilumina la atmósfera de crisis que afectó a los intelectuales
de izquierda en Hungría con posterioridad al colapso de la monarquía
austrohúngara y la subsiguiente revolución “democrático-burguesa” de
octubre de 1918, que dio lugar a una inefectiva coalición de diferentes
grupos políticos. Pero adquiere su mayor importancia en el contexto de
la génesis y desarrollo del compromiso de Lukács con el marxismo y la
ideología bolchevique.
La vida de Lukács se encontraba en una etapa de transición cuando
escribió este texto. Había abandonado ya su postura “romántica anti-
capitalista” a favor de una posición casi socialdemócrata. Además de
constituir una aproximación “objetiva” al problema, el ensayo tiene un
carácter decididamente confesional, al proporcionar una cierta idea del
conflicto interior que Lukács estaba viviendo. Todas las experiencias pro-
fundas de su vida dejaron su huella aquí: el encuentro con Dostoyevsky,
con los anarquistas rusos (entre ellos, su primera esposa), el mesianis-
mo judío, las teorías de Marx y el idealismo alemán. Este es el trasfon-
do de la discusión de alternativas que tiene lugar en el ensayo. No fue
esta, sin embargo, la primera vez que Lukács consideró la posibilidad de
violar las normas éticas “convencionales” en pos de un fin último (por
ejemplo, la salvación de un individuo). En su Pobreza del espíritu, escrito
en 1912, Lukács rechaza la ética formal y opta por una de “orden más
elevado”. De la misma manera, en su período premarxista, esteticista-
burgués, Lukács sostuvo una concepción extremadamente radical de la
forma, en la cual el concepto de violencia encontraba su lugar. “La forma
es un juicio”, escribía, “que fuerza la salvación de todas las cosas me-
diante el terror sagrado” (Cultura estética, 1913, texto original en húnga-
ro). Es cierto que en dicho ensayo Lukács no era aún capaz de sucumbir
al punto de vista bolchevique. Mas, sobre la base de sus escritos tem-
pranos, es posible afirmar que en el radicalismo de su posición estética
y ética se encontraba ya el germen de su decisión de hacer suya la causa
de la revolución.
Se ha especulado mucho en torno a la fecha exacta y circunstancias
de la aparentemente súbita conversión de Lukács a la causa comunista.
A pesar de que el Partido Comunista húngaro había sido fundado por
Bela Kuhn y otros el 24 de noviembre de 1918, Lukács no se afilió a él
hasta finales de diciembre. Cuando, el 7 de diciembre de 1918, fue lan-
zado Vörös Ujság (La Gazeta Roja), órgano oficial del Partido Comunista,
Lukács no era aún militante. Este texto, el último escrito por el Lukács
premarxista, fue publicado unos pocos días después.

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En la actualidad se ha podido establecer que, aún hasta septiembre
de 1918, Lukács tenía previsto instalarse en Alemania. Con tal fin solicitó
ayuda de sus amigos alemanes (Hans Staudinger, funcionario de Wei-
mar, y Paul Ernst, poeta y dramaturgo). Incluso, con fecha 18 de mayo de
1918, postuló para obtener su habilitación en la Universidad de Heidel-
berg. Sin embargo, el Decano Domaszevsky, en carta del 12 de diciembre
de 1918, informó a Lukács que su postulación había sido rechazada en
razón de su nacionalidad extranjera. La respuesta de Lukács, fechada el
16 de diciembre de 1918, comunica que gustosamente retira su postula-
ción, pues tiene en vista iniciar una carrera política. De manera que es
posible establecer con seguridad la fecha en que Lukács se afilió al Parti-
do Comunista. No creemos, sin embargo, que tal circunstancia externa
pueda, por sí sola, explicar su decisión. De acuerdo a las referencias del
mismo Lukács a esa época, tal como fueron registradas por sus con-
temporáneos en sus memorias, el agente catalítico fue el carismático y
persuasivo Béla Kun. “Hace poco conocí a alguien”, contó Lukács a sus
amigos, “cuyo pensamiento y convicciones no existen en vacío, sino que
se vuelven acción. Aquello de lo cual nosotros hablamos, él lo experi-
menta en su totalidad. Me convenció de que yo sería incapaz de aceptar
las consecuencias de mis pensamientos. Me encargaré de que tal cosa
cambie”.
Cuando, a fines de diciembre, circuló el siguiente número de Vörös
Ujság, Georg Lukács aparecía ya como miembro del Comité Editorial.
Dos meses más tarde escribió una secuela a “Bolchevismo…”, con el
título de “Táctica y ética”.79 Contiene la adhesión de Lukács a la causa
comunista y sus razones para sacrificar su moral individual en aras de
una ética colectiva, una ética de un orden más elevado.

79 Hay traducción al castellano. György Lukács (2005). Táctica y ética.


Escritos tempranos (1919-1929). Veda, M. trad. Buenos Aires: Ediciones
El cielo por asalto, pp. 27-34. Esta traducción, gracias a la autorización
del traductor Dr. Miguel Vedda, se incluye también en este Apéndice.
(Nota de Eduardo Sabrovsky).

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El bolchevismo como problema moral

Hemos optado aquí por no considerar las posibilidades de


realización del bolchevismo, ni tampoco discutir sus conse-
cuencias beneficiosas o dañinas. Por una parte, este autor
no se siente competente para dar una respuesta fundada a
estas cuestiones. Y, lo más importante, considera que, en
aras de la claridad, una discusión acerca de las consecuen-
cias prácticas no sería oportuna. Como sucede con cual-
quier asunto de verdadera importancia, la decisión a favor
o en contra del bolchevismo ha de ser ética. En pos de una
elección verdaderamente honesta, por tanto, a la clarifica-
ción inmanente de esa compleja decisión debe dársele la
más alta prioridad.
La formulación ética de este problema se justifica, en
parte, por el hecho de que en su mayoría las discusiones
en torno al bolchevismo se centran en la cuestión de la
madurez de las condiciones económicas y sociales para una
revolución bolchevique inmediata. Sin embargo, las espe-
culaciones de este tipo no conducen a ninguna parte: en mi
opinión, sobre cuestiones de este tipo nunca es posible saber
de antemano. La voluntad de hacer realidad el bolchevismo,
inmediata e incondicionalmente, constituye una parte tan

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integral de la “madurez” de las circunstancias como las con-
diciones objetivas. Por otra parte, la idea de que una revolu-
ción bolchevique victoriosa podría destruir grandes logros
culturales y civilizatorios no influiría sobre quienes, sea por
consideraciones éticas o histórico-filosóficas, optasen por
ella. Con o sin añoranzas, estos revolucionarios se harán
cargo de este hecho y aceptarán su carácter inevitable. Tal
apreciación ni cambiará sus objetivos, ni tendría por qué
cambiarlos. Pues saben, y demasiado bien, que un cambio
histórico-mundial de tal magnitud está destinado a destruir
los viejos valores. Su determinación de establecer nuevos
valores les proporciona la confianza de que pueden com-
pensar a la generaciones venideras por esta pérdida.
Pareciera seguirse de esto que un grave problema ético,
que todo verdadero socialista debe enfrentar, ha quedado
resuelto, de modo que nada debiera confundir su decisión
en pro de una revolución bolchevique. Pues, en definitiva,
¿qué podría interponerse en el trayecto hacia la obtención
inmediata e incondicional de nuestro objetivo, si no se
requiere considerar ni la madurez de las circunstancias, ni
la aniquilación de los viejos valores? Quien optase por el
compromiso, por esperar y seguir deliberando, ¿podría ser
aún considerado un verdadero socialista? Y, por otra parte,
si un no-bolchevique objeta la dictadura de una minoría en
nombre de la democracia, se encontrará con la respuesta
de los discípulos de Lenin: estos, siguiendo la orientación
de su líder, simplemente remueven la palabra “demócrata”
del nombre y programa de su partido y se autodenominan
“comunistas”.
La formulación ética del problema, por tanto, depende
de cómo se interprete el rol de la democracia. Es decir, si
acaso la democracia se entiende como una táctica temporal

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del movimiento socialista, como una herramienta útil para
ser empleada en la lucha contra el terror sancionado legal-
mente pero carente de ley de las clases opresoras, o si se
considera verdaderamente a la democracia como parte inte-
grante del socialismo. Si esto último fuese el caso, la demo-
cracia no podría ser dejada de lado sin tomar en cuenta
las consecuencias morales e ideológicas que se seguirían.
Por lo tanto, todo socialista responsable y consciente se ve
enfrentado a un grave problema moral cuando considera el
abandono del principio democrático.
En el pasado no ha sido habitual separar adecuadamente
la filosofía de la historia de Marx de su sociología. En con-
secuencia, a menudo se ha pasado por alto que los dos ele-
mentos constitutivos de su sistema, la lucha de clases y el
socialismo, si bien traen consigo el fin de la división de las
clases, de la opresión, y de ese modo están cercanamente
relacionados, no son, de manera alguna, productos del
mismo sistema conceptual. El primer elemento constituye
un hallazgo fáctico de la sociología marxista de significación
epocal. La lucha de clases ha sido siempre la fuerza motriz
tras cada orden social existente; a la vez, es uno de los prin-
cipales principios que hacen posible explicar las genuinas
interconexiones de la realidad histórica. El socialismo, por
otra parte, es el postulado utópico de la filosofía marxista de
la historia: es el objetivo ético de un orden mundial por venir.
(Al colocar dos categorías diferentes de la realidad al mismo
nivel, el hegelianismo de Marx contribuyó de alguna manera
a esta confusión.) Aunque la lucha de clases del proletariado
esté destinada a producir un nuevo orden mundial, ella, en
cuanto lucha de clase, no es la encarnación de tal nuevo
orden mundial.

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Como la posteridad de la victoriosa lucha de clases de la
burguesía lo ha demostrado, la liberación del proletariado
no traerá necesariamente consigo el fin de toda dominación
de clases. En términos sociológicos implicará simplemente
el reordenamiento de las clases: los antiguos opresores
pasarán a ser la nueva clase oprimida. Puesto que la victoria
del proletariado constituye la liberación de la última de las
clases oprimidas, esta victoria es un prerrequisito irrevocable
para el advenimiento de una era de genuina libertad en la
cual no habrá ya ni opresores ni oprimidos. Pero se trata
solo de una promesa –y, en cuanto tal, constituye un punto
negativo. La búsqueda de un nuevo orden mundial, más allá
de las descripciones meramente sociológicas y de las leyes
que gobiernan la realidad social, es decir, la búsqueda de
un orden democrático mundial, constituye un prerrequisito
absoluto para un mundo verdaderamente libre.
Por tanto, la voluntad,80 capaz de ir más allá de la cons-
tatación sociológica de hechos, constituye un rasgo esencial
de la concepción del mundo del socialismo; sin aquella, esta
colapsaría como un castillo de naipes. Precisamente esta
voluntad permitió que el proletariado deviniese el agente
de la salvación social de la humanidad, la clase mesiánica
de la historia mundial. Sin el fervor de este mesianismo,
el camino victorioso de la socialdemocracia habría sido
imposible.
Engels estaba en lo cierto cuando afirmaba que el prole-
tariado es el único heredero legítimo de la filosofía clásica
alemana; el idealismo ético, no ya a ras de tierra, del pen-
samiento kantiano-fichteano que aspiraba a transformar

80 Entendida aquí como un concepto del idealismo ético. (Nota de la


traductora al inglés).

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metafísicamente al mundo, era ahora transformado en
acción. Lo que había sido teoría se transformó en praxis
revolucionaria cuando el proletariado tomó la vía recta
al objetivo, en tanto que la estética de Schelling y la filo-
sofía del derecho de Hegel tomaron un camino diferente,
reaccionario.
Sin duda, Marx se apoyó en gran medida en la astucia de
la razón (List der Idee) de Hegel para la construcción de su
proceso histórico-filosófico, que afirma que el proletariado,
en tanto lucha por sus intereses inmediatos, liberará a la vez
para siempre al mundo de la tiranía. Pero en el momento
de la decisión que ahora ha llegado, no es posible pasar por
alto la separación dualista entre la realidad empírica carente
de alma y el objetivo humano, ético-utópico. Ahora podre-
mos constatar si efectivamente el rol redentor del socia-
lismo implica una disposición voluntaria y absoluta hacia
la salvación de la humanidad, o si no era más que la cáscara
ideológica de meros intereses de clase. Si esto último fuese
el caso, el socialismo diferiría solo por su contenido de otros
intereses de clase; no podría reivindicar diferencias, ni cua-
litativas ni éticas. (Recordemos que en el siglo XVIII, todas
las teorías burguesas de la emancipación proclamaban la
liberación de la humanidad, es decir la teoría del laissez-
faire. La índole puramente ideológica de estas teorías quedó
en evidencia durante la Revolución Francesa cuando, en
último término, solo prevalecieron los intereses de clase.)
Si el ideal de una genuina socialdemocracia –la consecu-
ción de un sistema político ajeno a toda opresión de clases–
fuese solo ideología, no estaríamos enfrentados ahora a un
dilema ético. Nuestro problema ético deriva del hecho de
que existe solo un objetivo final que confiriere real signifi-
cado a la lucha de la socialdemocracia: poner fin a todas las

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luchas de clase futuras; la creación de un sistema político en
virtud del cual la lucha de clases, incluso como posibilidad
teórica, esté excluida.
En la actualidad, la realización de este objetivo ha lle-
gado a ser una bien definida posibilidad. Por consiguiente,
enfrentamos el siguiente dilema moral: si aprovechamos
la posibilidad dada para la realización de nuestro objetivo,
hemos de aceptar la dictadura, el terror, y la opresión de
clase que va con ello. La opresión de clase existente ten-
drá entonces que ser reemplazada por la del proletariado
–expulsar a Satán con ayuda del Belcebú, por así decirlo–
en la esperanza de que esta opresión de clases, la última y
por ello la más abierta y cruel, finalmente se destruirá a sí
misma, y haciéndolo, pondrá fin para siempre a la opresión
de clase. No obstante, si optásemos por hacer realidad el
nuevo orden mundial por medios verdaderamente demo-
cráticos (y, casi no hace falta decirlo, la verdadera democra-
cia sigue siendo un desideratum nunca realizado en lugar
alguno en el mundo, ni siquiera en los así llamados estados
democráticos) correríamos el riesgo de una postergación, de
un retraso infinito, dado que la mayoría del pueblo podría
no querer aún este nuevo orden mundial. Si nos privamos
de imponerlo por la fuerza a esta mayoría, nuestra única
opción pasa a ser enseñar, ilustrar, y esperar, con la espe-
ranza de que algún día la humanidad, a través de su acción
consciente, obtendrá aquello que por largo tiempo muchos
han considerado como la única solución posible a los pro-
blemas del mundo.
Sea cual sea la decisión, es inherente a ambas opciones el
peligro de cometer pecados imperdonables e innumerables
errores. Todos deben enfrentar este hecho que, a su vez,
tiene por resultado un dilema ético real. Las implicancias

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éticas de la segunda opción son muy claras: involucra la
necesidad de una alianza provisional con partidos y clases
cuyos intereses inmediatos coinciden con los de la socialde-
mocracia pero que permanecen hostiles al objetivo final. En
tal caso, se torna imperativo encontrar los criterios tácticos
correctos que hagan posible la cooperación, sin poner en
peligro la pureza del objetivo último ni debilitar el fervor de
la empresa.
En este punto los peligros de desviación se tornan eviden-
tes: es difícil, si no imposible, desviarse del camino angosto
y directo de la acción que conduce al logro del objetivo sin
permitir, a la vez, que los desvíos se transformen en fines en
sí mismos. Y una desaceleración del avance en pos del fin
último necesariamente debilitaría el fervor de la empresa.
Así, nos vemos confrontados a un dilema real que puede
ser articulado en los términos siguientes: ¿cómo podemos
adherir a los principios democráticos en la realización del
socialismo, sin permitir que los compromisos tácticos se
enraícen en nuestra conciencia?
El bolchevismo ofrece una salida fascinante en cuanto
no implica compromiso. Pero no todos quienes caen bajo
su atracción pueden ser completamente conscientes de las
consecuencias de su opción. El problema que enfrentan se
puede plantear en estos términos: ¿es posible lograr el bien
usando medios condenables? ¿Puede la libertad ser lograda
mediante la opresión? ¿Es posible que un nuevo orden
mundial emerja de una lucha cuyas prácticas varían solo
técnicamente en relación a aquellas del viejo y despreciado
orden mundial?
Quizás podríamos apuntar a los supuestos de la sociolo-
gía de Marx, en virtud de los cuales la historia consiste en
una secuencia continua de luchas de clase entre opresores

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y oprimidos. Por consiguiente, la lucha del proletariado no
podría tampoco escapar a esta “ley”. Pero si esto es así, el
significado ideal del socialismo, como lo hicimos notar más
arriba, no sería nada más allá de los intereses materiales
del proletariado. Sería una mera ideología. Pero esto no es
así. Y porque no lo es, este presupuesto histórico no puede
servir de fundamento en la búsqueda de un nuevo orden
mundial. Tenemos que aceptar lo malo en cuanto malo;
la opresión en cuanto opresión y la opresión de clase en
cuanto opresión de clase. Estamos obligados a creer –este es
el verdadero credo quia absurdum est– que ninguna renovada
lucha de clases (resultante en el establecimiento de una
nueva opresión) habrá de emerger como resultado de esta
lucha de clases, la cual daría continuidad a la vieja secuen-
cia de luchas sin sentido ni propósito, sino que la opresión
generará los elementos de su propia destrucción.
Se trata por lo tanto de una cuestión de creencia –así
sucede en el caso de cualquier pregunta ética­– respecto a
cuál será la elección.81 En la interpretación de muchos obser-
vadores, por lo general críticos, pero en este caso superficia-
les, muchos socialistas veteranos y probados son renuentes
a unirse a las filas de los bolcheviques porque su creencia
en el socialismo se ha debilitado seriamente. Debo admitir
que rechazo esta interpretación, porque rechazo el punto de
vista en virtud del cual se requeriría de una convicción más
profunda para escoger el heroísmo instantáneo del bolche-
vismo que para aceptar la vía democrática, la cual no parece

81 Para evitar cualquier mal entendido deberíamos enfatizar que solo las
consideraciones éticas más agudamente típicas y puras se discuten
y comparan aquí. En ambos casos, la frivolidad, la irresponsabilidad
y el interés individual pueden determinar las elecciones; tal tipo de
decisión está más allá de nuestra preocupación (G.L.).

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en absoluto heroica, pero que requiere, no obstante, un sen-
tido de responsabilidad y compromiso profundos para sos-
tener una batalla a contracorriente que supone un largo y
martirizante proceso de enseñanza y espera.
Quienes opten por lo primero parecerán asegurar a todo
costo la pureza de su convicción, la cual, en el segundo caso,
ha de ser sacrificada. Este autosacrificio ayuda a su vez a
conservar el significado central de la socialdemocracia, esto
es, la realización de la socialdemocracia en su totalidad y no
en fragmentos. Permítaseme enfatizarlo nuevamente: el
bolchevismo descansa sobre el supuesto metafísico de que
el mal puede engendrar el bien. O, como Razumijin dice en
Crimen y Castigo de Dostoyevsky, de que sería posible men-
tir nuestro camino hacia la verdad.
A este autor le resulta imposible compartir esta creen-
cia. Por consiguiente percibe la existencia de un problema
moral insoluble en la raíz del punto de vista bolchevique. En
el caso de la democracia, “sólo” esfuerzos sobrehumanos,
bajo la forma del auto-sacrificio y la renuncia, se requieren
de parte de aquellos que hacen su elección conscientemente
y están preparados para perseverar en ella con honestidad.
No obstante, aunque pudiese requerir una fuerza sobrehu-
mana, el camino democrático no nos confronta con una
cuestión insoluble, como sí sucede con el problema moral
del bolchevismo.

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Táctica y Ética (1919)82
A la joven generación del Partido Comunista

En la acción política, la posición y el significado de la táctica


son, en todos los partidos y clases, muy disímiles, de acuerdo
con la estructura y el papel histórico-filosófico de esos parti-
dos y clases: si definimos la táctica como un medio para la
realización de los objetivos escogidos por los grupos actuan-
tes, como un lazo de unión entre el fin último y la realidad,
entonces se producen diferencias fundamentales, según
que el fin se encuentre categorizado como un momento que
se halla dentro de la realidad social dada o más allá de ella.
Esta inmanencia o trascendencia del fin último contiene,
ante todo, en su interior la siguiente diferencia: en el pri-
mer caso, el orden legal existente se encuentra dado como
un principio que determina necesaria y normativamente el
marco táctico de la acción; por el contrario, en el caso de un
objetivo social-trascendente, dicho orden se presenta como
realidad pura, como poder real, y el hecho de contar con él
puede tener, a lo sumo, un sentido utilitario. Subrayamos
que se trata de un sentido utilitario en el mejor de los casos,

82 Traducción del Dr. Miguel Vedda, Cátedra de Literatura Alemana,


Facultad de Filosofía y Letras – UBA. (Nota de Eduardo Sabrovsky).

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ya que un objetivo tal como el de, por ejemplo, la restau-
ración legitimista francesa –a saber: el reconocimiento, de
algún modo cualquiera, del orden legal de la revolución– ya
se aproximaba a un compromiso. Sin embargo, este ejem-
plo muestra también que los diversos objetivos trascenden-
tes –en el marco de una sociología totalmente abstracta y
desprovista de valores cualesquiera– han de ser colocados
al mismo nivel. Si, pues, el orden social establecido como
fin último existió ya en el pasado, si se trataba de restaurar
un estadio de desarrollo ya superado, entonces el descono-
cimiento del orden legal vigente es solo una aparente supe-
ración del marco de los órdenes legales dados, un orden
legal real se enfrenta con otro orden legal real. La continui-
dad del desarrollo no es rígidamente impugnada; el fin más
extremo consiste, entonces, tan solo en anular un estadio
intermedio. En cambio, todo objetivo esencialmente revo-
lucionario niega la razón de ser moral y la actualidad his-
tórico-filosófica de los órdenes legales vigentes y pasados;
para dicho objetivo, se convierte en exclusivamente táctica
la pregunta sobre si habrá que tomar en consideración esos
órdenes legales, y, en el caso de que la respuesta sea afirma-
tiva, en cuál medida habrá que hacerlo.
Pero en vista de que la táctica se libera, de esa manera,
de las limitaciones normativas del orden legal, es preciso
encontrar algún parámetro nuevo capaz de regular la toma
de posición táctica. Puesto que el concepto de conveniencia
es ambiguo, es preciso diferenciar, conforme a ello, si dicho
concepto comprende un objetivo actual, concreto, o un fin
último aun más alejado del suelo de la realidad.
Para aquellas clases y partidos cuyo fin último ya ha sido
en realidad alcanzado, la táctica se rige, necesariamente,
de acuerdo con la factibilidad de los objetivos actuales y

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concretos; para ellos, aquel abismo que separa el objetivo
actual del fin último, aquellos conflictos que surgen de esa
dualidad, simplemente no existen. Aquí se manifiesta la
táctica bajo la forma de la Realpolitik legal, y no es ninguna
coincidencia que, en tales casos (excepcionales) en que se
presenta un conflicto de estas características, como, por
ejemplo, en el contexto de la guerra, aquellas clases y parti-
dos persigan la más trivial y catastrófica Realpolitik; no pue-
den proceder de otro modo, ya que el fin último actual solo
admite semejante Realpolitik.
Esta contraposición es muy apropiada para ilustrar la
táctica de las clases y de los partidos revolucionarios; para
ellos, la táctica no está reglada de acuerdo con ventajas
momentáneas, practicables en el presente; deben incluso
rechazar algunas ventajas de esta índole, ya que estas
podrían poner en peligro lo verdaderamente importante, el
fin último. Sin embargo, puesto que el fin último no está
categorizado como utopía, sino como realidad que debe ser
alcanzada, la postulación del fin último no puede significar
ninguna abstracción de la realidad, ninguna tentativa para
imponer sobre la realidad ciertos ideales, sino antes bien el
conocimiento y la transformación práctica de aquellas fuer-
zas que actúan dentro de la realidad social; de aquellas fuer-
zas, pues, que conducen hacia la realización del fin último.
Sin ese conocimiento, la táctica de cualquier clase o partido
revolucionarios oscila sin orientación entre una Realpolitik
desprovista de ideas y una ideología sin contenido real. Ese
conocimiento estuvo ausente en la lucha revolucionaria
de la clase burguesa. También allí existió, por cierto, una
ideología orientada hacia un fin último; pero dicha ideolo-
gía no pudo insertarse orgánicamente en la regulación de la
acción concreta; antes bien, se desarrolló en gran parte en

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el sentido de lo actual, creó instituciones que pronto se con-
virtieron en fines en sí mismos, por lo cual desdibujaron el
propio fin último y se rebajaron al nivel de una ideología
pura, pero inefectiva. El singular significado del socialismo
reside precisamente en haber encontrado una solución para
ese problema. Pues el fin último del socialismo es utópico
en el mismo sentido en que rebasa los marcos económi-
cos, legales y sociales de la sociedad actual, y solo puede
ser realizado a través de la destrucción de esa sociedad; sin
embargo, no es utópico en la medida en que el camino hacia
ese fin último implica una realización de ideas que se cier-
nen, vacilantes, más allá de los límites de la sociedad o por
encima de esta. La teoría marxista de la lucha de clases, que
a este respecto sigue escrupulosamente la obra conceptual
hegeliana, convierte el objeto trascendente en inmanente;
la lucha de clases del proletariado es el objeto y, al mismo
tiempo, su realización. Ese proceso no es un medio cuyo
sentido y valor habría que medir según el parámetro de un
fin que lo excede, sino que representa una nueva aclaración
de la sociedad utópica, paso a paso, salto a salto, de acuerdo
con la lógica de la historia. Esto significa una inmersión
en la realidad social actual. Este “medio” no es ajeno al fin
(como ocurría con la realización de la ideología burguesa),
sino una aproximación del fin a la autorrealización. Esto
significa que entre los medios tácticos y el fin último hay
transiciones conceptualmente indeterminables; nunca es
posible saber de antemano qué paso táctico habrá de hacer
realidad ya el propio fin último.
Con ello tocamos el parámetro decisivo de la táctica socia-
lista: la filosofía de la historia. El hecho de la lucha de clases
no es más que una descripción sociológica y una elevación
del acontecer a la condición de una legalidad que tiene lugar

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en la realidad social; la intención de la lucha de clases del pro-
letariado rebasa, sin embargo, ese hecho. Por cierto, dicha
intención es, en esencia, inseparable del hecho, si bien
tiene en vista el surgimiento de un orden social distinto de
cualquiera que haya existido hasta el presente y en el cual ya
no se reconocen opresores ni oprimidos; a fin de que cese
la era de la dependencia de lo económico, que humilla la
dignidad humana, es preciso –como dice Marx– quebrar el
poder ciego de las fuerzas económicas y colocar en su lugar
un poder más elevado, adecuado y correspondiente a la dig-
nidad del ser humano.83 La ponderación y el recto reconoci-
miento de las actuales coyunturas económicas y sociales, de
las auténticas relaciones de fuerzas, son, pues, únicamente
el presupuesto y no el criterio del proceder correcto, de la tác-
tica correcta de acuerdo con los principios del socialismo. El
verdadero parámetro solo puede ser si el cómo de la acción
sirve en un caso dado para la realización de ese fin, del sen-
tido del movimiento socialista; y, por cierto –puesto que para
ese fin no sirven medios cualitativamente diferentes, sino
que los medios en sí ya significan la aproximación al fin
último–, han de ser buenos todos los medios por los cuales
este proceso en el plano de la filosofía de la historia es des-
pertado a la conciencia y a la realidad; por el contrario, han
de ser malos todos los medios que oscurecen esta concien-
cia (como, por ejemplo, los que ofuscan la conciencia del
orden recto y de la continuidad de la evolución “histórica”,
o los intereses materiales momentáneos del proletariado). Si
existe un movimiento histórico para el cual la Realpolitik es
funesta y siniestra, ese movimiento es el socialismo.

83 Marx, Kapital, III, p. 2355 [El capital. Crítica de la economía política. 3 vv.
Trad. de Wenceslao Roces. 3ª ed., 1ª reimpr. México: FCE, 2000, III, p.
759]. (Nota del traductor).

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Esto significa, concretamente, que toda solidaridad con
el orden social vigente encubre posibilidades de un peligro
semejante. Si bien subrayamos en vano, con auténtica con-
vicción interior, que toda solidaridad es solo una comuni-
dad de intereses momentánea, actual, que no es más que
una alianza provisoria para la obtención de un fin concreto,
es sin embargo inevitable el peligro de que el sentimiento
de solidaridad se afinque en aquella conciencia cuya necesa-
riedad obscurece la conciencia universal, el despertar a la
autoconciencia de la humanidad. La lucha de clases del pro-
letariado no es una mera lucha de clases (si se limitara a eso,
solo se encontraría realmente regulada por la Realpolitik),
sino que es un medio para la liberación de la humanidad,
un medio para el verdadero comienzo de la historia humana.
Todo compromiso oscurece precisamente ese aspecto de la
lucha, y por eso –a pesar de todas sus ventajas eventuales,
momentáneas, pero por sobre todo problemáticas– resulta
funesto, en consideración de ese auténtico fin último. Pues
en tanto persista el orden social vigente, las clases domi-
nantes se encuentran en situación de compensar abierta o
encubiertamente la ventaja económica o política obtenida
de esa manera; y después de esa “compensación”, la lucha
solo proseguirá bajo circunstancias desfavorables, ya que,
obviamente, el compromiso debilita el ánimo de lucha. Por
eso, el significado de los desvíos tácticos tiene en el socia-
lismo un efecto más profundo que en otros movimientos
históricos; el sentido de la historia universal es aquí el pará-
metro táctico; y aquel que, sobre la base de consideraciones
de fines, se desvía del camino del recto proceder prescrito
por la filosofía de la historia –un camino que es estrecho y
escarpado, pero que es el único que conduce a la meta–, ha

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asumido ante la historia una responsabilidad por todos sus
actos.
Pareciera como si con ello también se hubiera aportado
una respuesta al problema ético; como si la correcta táctica a
seguir ya fuese en sí de carácter ético. Pero hemos arribado
al punto en el que se hacen visibles las facetas peligrosas del
legado hegeliano presente en el marxismo. El sistema de
Hegel no tiene ética alguna; en él, la ética es reemplazada
por aquel sistema de los bienes materiales, intelectuales y
sociales en los cuales culmina su filosofía social. Esta forma
de la ética ha sido asumida, en lo esencial, por el marxismo
(así, por ejemplo, en el libro de Kautsky),84 solo que este
estableció otros “valores” en lugar de los hegelianos, sin
formular la pregunta sobre si la apetencia de los “valores”85
socialmente importantes, de los fines socialmente correc-
tos –con indiferencia de las fuerzas impulsoras internas de
la acción– es ya en sí ética, aun cuando es ostensible que
un interrogante ético solo puede tener su punto de partida
en esos fines socialmente correctos. Quien niega el desdo-
blamiento que aquí se produce de los interrogantes éticos,
niega también su posibilidad ética y entra en contradicción
con los hechos anímicos más primitivos y más generales: la
certeza subjetiva y la conciencia de responsabilidad. Todas

84 Lukács se refiere al libro de Karl Kautsky Ethik und materialistische


Geschichtsaufassung [Ética y concepción materialista de la historia]. 1ª
edición. Stuttgart, 1906. (Nota del traductor).
85 Lukács se refiere al “contenido del nuevo ideal ético” descripto por
Kautsky, que este intentó deducir “exclusivamente del conocimiento
de la base material dada”. Kautsky sintetizó en la siguiente fórmula el
cambio de “valores” conductores: “En el socialismo científico, el ideal
ético de la lucha de clases es transformado en un ideal económico”.
Cfr. Kautsky, Ethik und materialistische Geschichtsaufassung, pp. 69 ss.
(Nota del traductor).

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esas cosas no estudian, en primer lugar, lo que hizo o quiso
hacer el ser humano (esto se encuentra reglado por las nor-
mas de la acción social y de la acción política), sino que
indagan si era objetivamente correcto o incorrecto lo que
hizo o quiso hacer el ser humano, y por qué lo hizo o lo quiso
hacer. Esa pregunta por el porqué solo puede surgir a pro-
pósito de casos individuales; solo tiene sentido con relación
al individuo, en aguda contraposición con la cuestión tác-
tica de la adecuación objetiva, que solo puede encontrar una
solución unívoca en la acción colectiva de grupos humanos.
La pregunta que se nos presenta es: ¿cómo se comportan la
certeza subjetiva y la conciencia de responsabilidad del indi-
viduo frente al problema de la acción colectiva tácticamente
correcta?
Ante todo, habría que establecer aquí una dependencia
mutua, justamente porque los dos tipos de accionar puestos
en relación son, en lo esencial, independientes entre sí. Por
un lado, la pregunta sobre si una decisión táctica dada es
correcta o incorrecta, es independiente de la pregunta sobre
si la decisión de aquellos que actúan con ese ánimo ha sido
determinada por motivos morales; por otro lado, un acto
derivado de la fuente ética más pura puede ser totalmente
desacertado desde puntos de vista tácticos. Esa independen-
cia mutua, sin embargo, es solo aparente. Pues si la acción
individual determinada –como habremos de ver en lo que
sigue– por motivos puramente éticos ingresa al ámbito de
la política, su corrección o incorrección (histórico-filosófica)
objetiva no puede ser indiferente ni siquiera en lo ético. Y
en virtud de la orientación histórico-filosófica de la táctica
socialista, debe producirse en aquella voluntad individual –
después de su asociación con otras voluntades– una acción
colectiva, y la conciencia histórico-filosófica reguladora

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debe expresarse, ante todo porque sin esto sería imposible
el necesario rechazo de la ventaja presente en función del
fin último. El problema puede ser formulado ahora de la
siguiente forma: ¿qué consideraciones éticas producen en
el individuo la decisión para que la conciencia histórico-
filosófica necesaria se convierta en él en la acción política
correcta –es decir, en elemento de una voluntad colectiva–,
se despierte y pueda también decidir esa acción?
Volvemos a subrayarlo: la ética se orienta hacia lo subje-
tivo, y, como necesaria consecuencia de esa actitud, se pre-
senta ante la conciencia y el sentido de la responsabilidad el
postulado según el cual debe actuar como si de su acción o
de su inacción dependiera el cambio del destino del mundo,
cuya realización debe propiciar u obstaculizar la táctica pre-
sente. (Pues en la ética no hay neutralidad ni imparcialidad:
el que no quiere actuar, debe poder responder también ante
su conciencia por su inacción.) Todo el que se decide actual-
mente por el comunismo está, pues, comprometido a car-
gar con la misma responsabilidad individual por cada vida
humana que muere por su causa en la lucha, que la que le
cabría si él mismo la hubiera matado. Pero todos los que
se adhieren al otro lado –la defensa del capitalismo– deben
cargar con la misma responsabilidad individual por la des-
trucción que se produzca en las nuevas guerras imperia-
listas que seguramente habrán de generarse en represalia,
como también por la opresión futura de naciones y clases.
Éticamente, nadie puede eludir la responsabilidad alegando
ser meramente un individuo, del cual no depende el des-
tino del mundo. Esto no solo no podemos saberlo objetiva-
mente con seguridad –puesto que siempre es posible que
dicho destino dependa precisamente del individuo–, sino
que incluso la esencia más íntima de la ética, la conciencia

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y el sentido de la responsabilidad, torna imposible un pen-
samiento semejante; quien no toma una decisión sobre
la base de estas consideraciones –aunque en lo demás se
muestre como un ser muy evolucionado– se encuentra,
desde el punto de vista de la ética, al nivel de un instinto
primitivo, inconsciente.
Esta determinación puramente ético-formal de la acción
individual no basta, sin embargo, para esclarecer la relación
entre táctica y ética. Por el hecho de seguir o desdeñar una
táctica cualquiera, el individuo que toma una decisión ética
dentro de sí se desplaza hacia un nivel de acción especial –a
saber, el de la política–, y esa particularidad de su acción aca-
rrea, desde el punto de vista de la ética pura, la consecuen-
cia de que debe saber cómo actúa y bajo qué circunstancias.
El concepto de “saber” que se introduce con ello requiere,
sin embargo, de una explicación más detallada. Por un lado,
el “saber” no implica de ninguna manera un conocimiento
perfecto de la situación política actual y de todas las con-
secuencias posibles; por otro, dicho “saber” no puede ser
considerado como el resultado de reflexiones puramente
subjetivas, según las cuales el individuo implicado actúa
según “su mejor saber y conciencia”. En el primer caso, toda
acción humana sería imposible de antemano; en el otro, se
encontraría abierto el camino hacia la mayor ligereza y fri-
volidad, y todo parámetro moral se tornaría ilusorio. Puesto
que, sin embargo, la seriedad y el sentido de la responsa-
bilidad del individuo configuran un parámetro moral para
cada acción –de acuerdo con el cual el individuo en cuestión
habría podido saber la consecuencia de sus actos– surge la
pregunta sobre si él, en la medida en que conoce esa conse-
cuencia, habría podido responder por ella ante su concien-
cia. Esta posibilidad objetiva varía, ciertamente, de acuerdo

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con el individuo, y de caso en caso, pero, en lo esencial,
siempre puede ser determinada para cada individuo y de
caso en caso. Ahora, para cada socialista, el contenido de
la posibilidad objetiva de que se realice el ideal del socia-
lismo, y el hacerse posible de los criterios de posibilidad,
están determinados por la actualidad histórico-filosófica de
ese ideal. La acción moralmente correcta se encuentra estre-
chamente relacionada, para todo socialista, con el conoci-
miento correcto de la situación histórico-filosófica dada; y la
vía para la obtención de ese conocimiento solo ha de alcan-
zarse cuando cada individuo se empeña en hacer consciente
para sí solo esta autoconciencia. El presupuesto primero e
ineludible para ello es el desarrollo de la conciencia de clase.
Para que la acción correcta se convierta en un regulativo
verdadero y correcto, la conciencia de clase debe elevarse
por encima de su existencia meramente dada y ajustarse a
su misión histórico-universal y a su sentido de la respon-
sabilidad. Pues el interés de clase, cuya consecución es el
contenido de la acción realizada con conciencia de clase, no
coincide ni con la totalidad de los intereses personales de
los individuos que pertenecen a la clase, ni con los intereses
actuales, momentáneos de la clase como unidad colectiva.
Los intereses de clase que hacen realidad el socialismo, y la
conciencia de clase que concede expresión a dichos intere-
ses, significan una misión histórico-universal; y, con ello,
la posibilidad objetiva arriba mencionada significa también
aquella pregunta sobre si ya ha llegado el momento histó-
rico que ha de conducir –por vía de salto– del estadio de la
aproximación continua al de la auténtica realización.
Cada individuo debe saber, sin embargo, que aquí, de
acuerdo con la esencia de la cosa, solo puede existir una
posibilidad. No puede pensarse ninguna ciencia humana

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que con la misma exactitud y seguridad con que la astrono-
mía establece la aparición de un cometa, pueda decir para la
sociedad que ha llegado hoy la hora en que han de realizarse
los principios del socialismo. Tampoco puede darse una
ciencia que pueda decir que ha de llegar mañana, o recién
dentro de dos años. La ciencia, el conocimiento, solo puede
mostrar posibilidades; y una acción moral, cargada de res-
ponsabilidad, una verdadera acción humana se encuentra
solo en el campo de lo posible. Pero para aquel que capta esa
posibilidad, no existe, si es un socialista, ninguna opción ni
vacilación.
Esto, sin embargo, no puede querer decir que la acción
así constituida debe ser ya en forma necesaria moralmente
incorrupta e intachable. Ninguna ética puede tener por fin
encontrar recetas para la acción correcta, suavizar y negar
los conflictos insuperables, trágicos del destino humano. Al
contrario: el autoconocimiento ético señala, precisamente,
que hay situaciones –situaciones trágicas– en las cuales es
imposible actuar sin cargarse de culpa; al mismo tiempo,
también nos enseña que aun en el caso de que tuviéramos
que elegir entre dos formas de culpabilidad, existiría un
parámetro para la acción correcta y la incorrecta. Ese pará-
metro es el sacrificio. Y así como el individuo que elige entre
dos clases de culpa encuentra, al fin, la elección correcta
cuando sacrifica a su yo inferior en el altar de las ideas más
elevadas, así también hay cierta fuerza en afirmar este sacri-
ficio en función de la acción colectiva; aquí, sin embargo, se
encarna la idea como un mandato de la situación histórico-
mundial, como una misión histórico-filosófica. Ropschin

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(Boris Savinkov),86 el líder del grupo terrorista durante la
revolución rusa de 1904-1906, formuló en los siguientes
términos, en una de sus novelas,87 el problema del terror
individual: el asesinato no está permitido, es una culpa abso-
luta e imperdonable; ciertamente, no “puede”, pero “debe”
ser ejecutado. En otro pasaje del mismo libro encuentra,
no la fundamentación –ya que ella es imposible–, pero sí
la raíz moral última del accionar del terrorista, en que este
no solo sacrifica su vida por sus hermanos, sino también su
pureza, su moral, su alma. En otras palabras: solo el crimen
realizado por el hombre que sabe firmemente y fuera de
toda duda que el asesinato no puede ser aprobado bajo nin-
guna circunstancia, puede ser –trágicamente– de natura-
leza moral. Para expresar ese pensamiento de la más honda

86 Boris Savinkov (1879-1925). Cfr. especialmente las siguientes obras,


importantes para Lukács: Como si no hubiera ocurrido. Novela de la
revolución rusa; Recuerdos de un terrorista. (Nota del traductor).
87 Se trata del libro Como si no hubiera ocurrido. Savinkov trata, en ese
libro, el distanciamiento del mundo propio de los revolucionarios
rusos. Lukács ya se había ocupado del problema de la ética
revolucionaria a propósito de Savinkov. En una carta del 4/5/1915,
escribe a Paul Ernst: “Es por eso que no he visto en Ropschin –
considerándolo como documento, no como obra artística– ningún
síntoma enfermizo, sino una nueva manifestación del antiguo
conflicto entre la ética primera (el deber frente a las instituciones
sociales) y la segunda (los imperativos del alma). El orden de
prioridades siempre contiene complicaciones dialécticas cuando el
alma no se dirige hacia sí misma, sino hacia la humanidad, tal como
ocurre con el hombre político, con el revolucionario. Aquí el alma
debe ser sacrificada, a fin de salvar el alma. Uno debe transformarse,
a partir de una ética mística, en un cruel Realpolitiker, y tiene que violar
el mandamiento absoluto “no matarás”, que no es una obligación
para con las estructuras” (Lukács, G., Selected Correspondence 1902-
1920. Selected, edited, translated and annotated by Judith Marcus
and Zoltán Tar. New York and Guilford, Surrey: Columbia U.P., 1986,
p. 248). (Nota del traductor).

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tragedia humana en las inimitablemente bellas palabras de
la Judith de Hebbel: “Y si Dios hubiera colocado el pecado
entre mí y la misión que me ha sido asignada, ¿quién soy yo
para poder sustraerme a él?”.88

88 Las palabras de Judith son, en verdad, en la obra de Hebbel: “Si Tú


[Dios] colocas un pecado entre mí y el hecho que debo hacer, ¡quién
soy yo para discutir contigo sobre ello, y para escapar de ti!” (Judith,
III). (Nota del traductor).

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Bibliografía

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