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La falsa certidumbre de que todo futuro no es más que la suma mecánica de un pasado y un
presente, ha consolidado la tesis algo incauta de que el hombre puede pronosticar su propio
destino. Tal ingenuidad ya ha sido harto combatida por la misma vida: al mañana jamás se
llega en línea recta, sino que este es el resultado de infinitos rodeos, repentinos giros,
imprevistas torceduras e interminables accidentes, y gracias a ello hoy sabemos que más
importante que la tozudez en leer el destino, ha de ser siempre el esfuerzo que pongamos
primero en escribirlo. O lo que es lo mismo: que no hay destino legible si antes este no se
ha escrito.
Y es que en una época tan pesimista como la nuestra, “una época llena de pronósticos sobre
la cultura, pero sin creencias, sin fe” , para decirlo según las proféticas palabras que Alfred
Weber escribiera hace casi un siglo, y donde la creciente “disneylización” del mundo no
hace más que exacerbar los temores a la realidad más vital, a la cruda realidad, la espera de
generaciones capaces de reintegrarnos los deseos de experimentar la vida con sus placeres y
sus dolores, pero sobre todo, con verdadero optimismo creativo, ha terminado por
convertirse en una suerte de obsesión colectiva.
LA PRIMERA MUESTRA
Algo de eso pudo estar sucediendo en La Habana, la noche del 31 de octubre del 2000. Esa
noche la cartelera del cine Chaplin anunció el inicio de la “Primera Muestra Nacional del
Audiovisual Joven”; en el programa de apertura se notificaba la exhibición de Clase Z
Tropical (2000) de Miguel Coyula, Se parece a la felicidad (2000) de Aarón Vega,
Caidije... la extensa realidad (2000) de Gustavo Pérez, Rrring (1998) de Pavel Giroud, Más
de lo mismo (2000) de Esteban García Insausti y La Época, El Encanto y Fin de Siglo de
Juan Carlos Cremata.
A pesar del casi perfecto anonimato del grueso de los creadores, la inmensa sala se llenó, y
no solo eso: cada uno de los materiales recibió fuertes aplausos, como señal inequívoca de
la aprobación pública. Ese formidable buen ánimo persistió durante par de semanas,
confirmándose una vez más el pujante poder de seducción de todo lo que se hace llamar
joven.
Quisiera insertar una digresión anecdótica, con el fin de entender una parte del origen de
aquello: cinco meses atrás, Senel Paz me había llamado desde La Habana a Camaguey, para
hablar del cine cubano, obviamente, pero no del cine que ya teníamos, sino del que
queríamos tener. Supongo era el colofón de esa polémica silenciosa que ambos habíamos
sostenido a través del correo electrónico, en torno al estado de salud del cine nacional en
los noventa.
Senel Paz tenía ahora una propuesta concreta: diseñar una muestra que permitiera obtener
una idea precisa de ese “talento” existente en aquello que, no sin altisonancia, yo mismo
había nombrado “cine cubano sumergido”, y sobre todo, que permitiera trazar estrategias de
continuidad entre lo oficial y lo independiente, lo visible y lo invisible, aglutinando fuerzas
en función de una producción audiovisual que a la postre sería la memoria de nuestros días.
Con ello se iluminaría una vez más lo que siempre ha sido certeza evidente: que cine
cubano solo hay uno; hágalo quien lo haga, de la manera en que lo haga y en el lugar que lo
haga.
La idea me sedujo por varias razones, pero una me animó más que las otras: al estar
auspiciada por el ICAIC, que es nuestro principal centro productor de cine, esta Muestra
propiciaría una atmósfera de complicidad intelectual que a la larga tendría que favorecer la
dinámica creativa del país. Está claro que el ICAIC, como todo en esta vida, hoy más que
nunca necesita fomentar estrategias de inclusión antes que de exclusión, así como ejercitar
una mirada que haga de la profundidad de campo su modo de percibir el camino por donde
ha de transitar; solo así podrá borrar esas artificiales distinciones entre lo viejo y lo nuevo,
lo oficial y lo independiente, lo palmario y lo sumergido, que no pocas veces nos ha hecho
perder de vista que vivimos (todos) involucrados en un mismo proyecto: la cultura cubana.
Recuerdo haberle dicho el sí a Senel Paz casi de inmediato. Recuerdo el triunfo de la
Muestra, los periódicos del momento hablando de éxitos y laureles. Recuerdo todo, y sin
embargo...
Si cuento esto que puede parecer escandalosamente anecdótico, como prólogo a una
reflexión que se pretende “objetiva”, es porque deseo insistir en la idea de que buena parte
de las historias del arte que conocemos no resultan más que sublimaciones de momentos
efímeros, aunque eso sí, intensos. Esto puede ir contra mí mismo, pero allí va: nos hemos
acostumbrado llamar Historia al entusiasmo oral o escrito de aquellas personas que
compilan fechas y hechos, sin percatarnos que muchas veces esa Historia “objetiva” refleja
mucho mejor lo que el historiador o cronista se estaba representando en su mente en el
momento de escribirla, que lo sucedido en sí.
Mirando aquel sincero éxtasis colectivo, no podía pensarse otra cosa de que el cine cubano
estaba a punto de conocer una renovación, encabezada por ese puñado de jóvenes que
habían decidido rebelarse contra la complacencia formal, el superficialismo temático y la
férrea teleología ética. Milenaristas como somos, animales utópicos hasta la muerte, una
vez más nos creíamos testigos del arribo de una mejor época para nuestra cultura fílmica.