Está en la página 1de 96

DE BUENA CASTA

…un bandolero en casa

Es una colección de anécdotas familiares, escrita


como narrativa, en medio de los recuerdos e historias
de Tomás Castañeda, nuestro abuelo bandolero.

Juan Daniel Peralta Castañeda


DE BUENA CASTA
…un bandolero en casa

Es una colección de anécdotas familiares, escrita como narrativa, en medio de los


recuerdos e historias de Tomás Castañeda, nuestro abuelo bandolero

EDITORIAL CORONA 2020


Lima - Perú
Título original : De Buena Casta…un bandolero en casa
Primera edición : Mayo de 2020
Publicado : Como Ebook en castellano en Lima, Perú

Carátula

Fragmento de un sarcófago con la personificación


de kairós. copia romana del original de Lisipo.

Siglo II d. C. Turín, Museo di Antichitá.


Fuente Internet y NeoTrading.es

“Kairos, en la mitología griega, era el hijo menor de Zeus y representaba a la


oportunidad. Personaje alado hasta en los pies, y es que el tiempo pasa
inexorable, luce una cabeza calva a excepción del mechón de cabello que le cae
delante, para ser tomado cuando lo tengas enfrente. Su mano derecha con una
balanza, aduciendo que la oportunidad es justa y necesaria, y en la otra, una daga
para romper las ataduras del pasado.
Kairos es una antigua palabra griega que significa el momento adecuado, el
momento oportuno. Los griegos tenían dos palabras para referirse al
tiempo: Cronos y Kairos. La primera se refiere al tiempo cronológico, la segunda
significa el momento donde las cosas especiales suceden.
Este libro es algo especial para mí, pues lo he tejido con mis sentimientos más
profundos, hasta ahora íntimos.”

Corrección ortotipográfica : Rodolfo Fuentes


Dibujos : Ariana Peralta
Diagramación : Gustavo Tueros
A mi familia
querida, que me
dan el poder para
compartir lo
nuestro, y sigamos
haciendo historia.
ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN .....................................................................................................................11
2. EL BANDOLERISMO ..............................................................................................................21
3. UN BANDOLERO EN CASA .................................................................................................29
4. EL VIAJE ....................................................................................................................................45
5. ÚLTIMAS PALABRAS ............................................................................................................63
6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ..................................................................................65

COMPOSICIONES ..........................................................................................................................67
ÁLBUM FOTOGRÁFICO ................................................................................................................77

7
8
PRÓLOGO

Tengo una linda hija, alguna vez me tocó sembrar un árbol, y se puede inferir que
me corresponde escribir un libro, sin embargo, ese no es el motivo de estar aquí.
Nací después de un lapso de diecisiete años producto del reencuentro de mis
padres y, desde ahí hasta la fecha, no ha sido más que recuerdos de buenos y
difíciles tiempos vividos. Recuerdos, que se convirtieron en grandes lecciones de
vida, o simples anécdotas que decidí escribir en medio de los machetes, caballos
y ponchos, que acompañan a esa linda historia, que mi abuelo protagonizó allá
por el año 1924.

Debo confesar, que frente a la computadora portátil, fue inevitable el accionar de


mi mente, la aceleración de mi corazón y el despertar de mis emociones. Las
cosas que empezaré a contar en su momento, fueron captadas del lado
consciente de mi mente, treparon al inconsciente y ahora son parte de mi
personalidad pregonada por nuestros actos que a veces son felicitados o
desaprobados.

Somos tres hermanos, Maricela, Percy y yo; y no desperdiciamos las reuniones


familiares para narrar esas anécdotas, que cada uno, con una pizca de
exageración, ameniza el relato; y por supuesto ahí, toda repetición no es una
ofensa, solo falta escuchar a Percy, quien a la fecha, sigue provocando risas y
simpatías en las visitas.

Estos serán los hechos que vienen escritos en los siguientes capítulos, pero con
el agregado, que lo hace un descendiente de bandolero; donde las historias se
hacen hazañas, nuestros personajes héroes, y las letras se escriben con sangre.
Bueno, nadie es perfecto, algunos de nuestros actos trajeron alegrías como
hazañas, mis padres son mis grandes referentes como héroes, y casi siempre, lo
que contamos, lo hacemos con pasión, provocando el revoloteo de la sangre en
el cuerpo.

Antes de comenzar les digo, que solo espero que esta narración anecdótica, que
escribí con mucho amor, se convierta en emociones, y que los lectores descubran
al bandolero que llevamos dentro.
9
10
1. INTRODUCCIÓN

Lima, otoño del año 2000, la fachada de la prestigiosa Universidad Nacional de


Ingeniería luce brillosa por el barrido de la tenue, pero fogosa llovizna de julio.
Estábamos en frente a la vieja edificación verde —Facultad de Petróleo—en una
de las bancas de cemento preferidas, junto al gran jardín que se extiende frente
al pabellón central. Estudiantes
parlamentarios narran las
fascinantes teorías aprendidas,
de la clase de uno de nuestros
mejores profesores a quien
bautizamos como “Mesías”, así
apodamos a nuestro profesor del
curso de reservorios, cuya finura
de su voz alcanzaba el timbre
mesurado de un sabio islámico.

“Mesías” era un ingeniero


acomodado y de prestigio en la
industria, con una cátedra nocturna
obligada por su horario de oficina. Ser profesor en la UNI satisfacía su vocación
oculta, y las aulas de la facultad eran su mezquita donde predicaba con devoción,
como viaja el petróleo por las venas de la roca, y el cálculo del volumen del
hidrocarburo que vale la pena extraer. Recuerdo cuando nos alentaba a entrar a
su clase, motivando a los que habían tirado la toalla, y repartiendo folletos de su
curso fotocopiadas por el mismo. Inclusive, ayudó con dinero a algunos
compañeros que tuvieron problemas de deudas por pérdida de la gratuidad de la
enseñanza, y así puedan continuar estudiando. Era gracioso verlo cuidar un
examen desde lo alto de una silla, y con visión privilegiada, detectar las ingeniosas
“planchas” que algunos llevaban a los exámenes.

En medio de la garúa, Carlos, el aguilucho estudiante del tercer año de petróleo,


corría como un tren descarrilado por la pista, dribleando estudiantes y esquivando
vehículos estacionados dentro de la universidad. Eran casi las 10 de la mañana,

11
y dentro de poco, comenzaba una práctica calificada con el Ingeniero Elías,
profesor considerado uno de los veteranos de guerra del petróleo en el Perú, por
su largo trajín en la industria.

“Dejo los pozos listos para que comiencen a producir” —proclamaba con orgullo.
Fuera de la instrucción clásica que impartía los sábados por la mañana, se
encargaba de inyectar el “espíritu petrolero” a los alumnos, de forma peculiar…

—Si quieres ser un buen petrolero, debes ser pelotero, borracho y mujeriego —
repetía con orgullo. —Si no, dedícate a otra cosa —sentenciaba.

Cada tanto, nos recitaba el poema petrolero.

—“la malva por ser malva en cualquier jardín florece, el petrolero por ser petrolero,
en cualquier cama amanece” —entonaba.

Creencias machistas que no calaron mucho en nosotros, y perdía arraigo cada


año, con el aumento de ingresantes mujeres a la especialidad de petróleo. Muchas
de ellas llegaron a destacar, inclusive mucho más que los varones.

A Carlos lo marcaba la mala experiencia de una evaluación anterior, de esas


donde había que responder verdadero o falso. Se hablaba mucho de aquella, el
profesor dio una hora para responder en silencio, con la anuencia de poder
consultar cuadernos durante el examen, además indicó que nosotros mismos nos
pondríamos la nota al final. Comenzó el examen e hizo la primera pregunta.

—¿Qué responden? —leyendo las preguntas desde una libreta.

—Verdadero –respondimos en coro con entusiasmo.

—Incorrecto – dijo - es falso. —Segunda pregunta —y nuevamente lanza la


interrogante. —¿Verdadero o falso?.

—Esta sí, es verdadera profesor – respondieron al unísono.

—Otra vez mal, es falso —dijo, alardeando con la explicación de la respuesta. —


Tercera pregunta, ¿falso o verdadero? —continuó.

—Falso – respondieron en voz baja algunos, escondiendo sus rostros.

12
—Otra vez fallaron, es verdadero —sentenció, esbozando una sádica sonrisa. —
Cuarta pregunta — entonaba dando vuelta la página de la libreta. —¿Es verdadero
o falso?

Ante el silencio de la sala, se abrió paso la voz de Carlos, que dijo.

—Responda usted primero profe.

En esa práctica no hubieron aprobados, a pesar de los puntos adicionales que


daba el ingeniero Elías, por la presentación de hojas de textos traducidos al
español, de un libro que tenía.

En tanto, gritaban desde las bancas, mientras Carlos seguía dando sus mejores
trancos, con su mochila a cuestas.

—Corre, Carlos, corre.

—Tengo práctica, no jodan —decía, mientras se le escuchaba hablar, en medio


de una voz agitada que el trote provocaba.

Haber estudiado toda la noche —no habitual en él— le jugó una mala pasada.
Brincando de a tres, los peldaños de las escaleras, llega al segundo piso de la
antigua edificación petrolera. La puerta del aula ya estaba cerrada, y es que el
ingeniero Elías era muy estricto con el horario, y no permitía tardanzas. Carlos,
con singular rosto de angustia y pegando sus manos en señal de rezo, posaba por
la ventana de la puerta, intentando capturar la atención del profesor para lograr su
misericordia y lo deje entrar. El ingeniero era inmune a la distracción y continuaba
parado frente a una decena de alumnos, dando instrucciones preliminares para
rendir el examen.

La semejante puesta en escena que protagonizaba Carlos, era un acto


desesperado, pues necesitaba rendir ese examen para mejorar su promedio,
además sabía, que ahora, solo le quedaría el sustitutorio, y que debería dejar las
noches de juerga para poder rendirlo bien. Para colmo de males, el “míster” —así
le decíamos a Rubén, el encargado de la limpieza —lo invitó a retirarse, para que
sus zapatos, humedecidos por la lluvia, no sigan manchando el piso, que brillaba
por la cera. Sin más remedio, baja y se posa en el umbral de la fachada de la
facultad, resignado por su mala fortuna.

13
Luego de divisar al grupo, en la improvisada ágora de las bancas, se acerca a
participar sin que lo inviten. La tertulia pasaba por la búsqueda de la coherencia
de un tema de la clase de reservorios, con lo que encontraron escrito en un libro
—Applied Petroleum Reservoir Engineering de Craft—, reconocido entre
petroleros. No todos manejaban bien el inglés, y los que teníamos formación
básica - nos ganábamos unos soles traduciendo algunas hojas.

Carlos, era uno de esos personajes desvergonzados que se invitaban solos a los
grupos, y en un instante, ya se había abierto espacio entre dos personas, y era
uno más de la ronda, distrayendo el intercambio de reflexiones académicos.
Algunos quedaban desconcertados por la “conchudes”, y otros —que lo conocían
muy bien— hacían espacio y tomaban su mejor ángulo conocedores, que lo
bueno, estaba por venir.

Primero, se seca el sudor, por el trote que dio, y luego, dejando su mochila en el
piso, se lanza a contar un episodio bizarro de su intimidad.

—Era un día de esos —dijo—,

—Me tocaba mi higiene sexual —alardeaba orgulloso, de su necesidad de tener


sexo.

—Llamé a mi hembra, y me la llevé a un hostal —contaba. —En Habich, hay uno


“baratieri” —decía, refiriéndose al bajo precio que tenía la habitación que alquilaba
por horas. —Bueno, estaba en pleno acto —exclamaba, mientras el grupo miraba
con atención los gestos frenéticos de Carlos, que daba imagen a lo narrado. —
Estaba moviéndome sobre ella, cuando uno de los listones de madera, que
cruzaba la cama, se rompió por el peso —contaba, mientras se tocaba la cabeza
con las dos manos, graficando el momento de susto que vivió en esos instantes.
—¿Pueden creer?... su nuca golpeó con la cabecera y se desmayó —decía con
preocupación.

—¿Qué hiciste? —con similar atención, los parroquianos preguntaron.

—Le di una bofeteada para que reaccionara —dijo. —Y no pasaba nada —decía,
haciendo un silencio de suspenso.

—¿Qué hiciste entonces? —repetían con desesperación.

—Amigos, lo importante era terminar, y terminé —respondió.


14
Carcajadas desvergonzadas, estallaban en el frontis de la facultad. Las anécdotas
de Carlos, dejaban atrás los temas académicos, y convocaban a grandes grupos
como seguidores. Un día, hacia un lado de la facultad, se podía ver stands como
de una feria. Era un buen número de maquetas ordenadas estratégicamente sobre
el asfalto de la pista. Un desteñido toldo granate y blanco —colores de la UNI—
las protegía del sol y de la lluvia.

Se trataba del EXPOUNI, que la universidad presentaba todos los años a


escolares indecisos, que buscaban descubrir y definir su vocación en una carrera
que les guste y sea lucrativa.

Las maquetas eran construidas por estudiantes de arquitectura, a partir de diseños


preparados por alumnos petroleros. Esto se convertía en un medio para mostrar
su perfil artístico, y obtener dinero que ayudaría a solventar la costosa carrera.

“Chira” era un estudiante del cuarto año de ingeniería de petróleo, que en su


tiempo libre se dedicaba a la enseñanza de trigonometría en una prestigiosa
academia pre-universitaria de Lima. Desde hace unos días, era el responsable del
stand petrolero y el mismo se encargaba de su instalación. Veíamos a diario, como
llevaba a empujones cada maqueta rodante, desde el viejo almacén donde se
guardaban. Para “Chira” era importante que le reconocieran unos créditos por
proyección social, así completar el exigente currículo y reducir la carga académica
del siguiente año.

Día a día, Chira, demostraba su destreza explicando a los colegiales que llegaban
interesados a ver la feria. Hacía gala de la experiencia como profesor de
academia, y su escondida faceta actoral.

La maqueta más grande, la que se armaba de cuatro partes, era su favorita; en


cada uno de sus lados encontrabas alguna parte de las fases del petróleo. Por
ejemplo, podías ver a unos dinosaurios de plástico —que compramos en bolsas
de una tienda de juguetes— que posaban sobre la base colorida de tecnopor, que
los arquitectos habían ambientado para asemejar a un ambiente jurásico. Ahí
teníamos a la teoría orgánica, que supone que el petróleo se originó por la
descomposición de los restos de animales como los dinosaurios, hasta su
refinación y comercialización.

15
Los recorridos de “Chira” alrededor de la maqueta eran bien calculados por él, y
rápidamente se convirtieron en los preferidos por los estudiantes que hacían
largas colas, esperando su turno, por grupos. Eran las once y treinta de la mañana,
la hora de mayor concurrencia de estudiantes, y a lo lejos podíamos divisar a
“Chira” moviéndose zigzagueantemente y haciendo flamear el lapicero que tenía
de puntero. Si no conociera a “Chira”, podría creer que se trataba de un mago
dando unos toques mágicos con su barita, o a un director de sinfónica agitando
su batuta en pleno concierto. Era su última ronda, y una decena de embrujados
estudiantes seguían a su instructor como un rebaño a su pastor. A unos metros
de distancia, un profesor y yo, veíamos con admiración el desempeño de “Chira”,
que ya concluía por ese día. Estirando los brazos hacia atrás hace crujir sus
articulaciones y se acerca a nosotros. Mientras el grupo estudiantil se iba
dispersando, una niña se aísla, y se aproxima por detrás de “Chira”.

—Señor, una pregunta—decía la niña, tocando su espalda.

“Chira” volteó electrizado, y la atendió cortésmente.

—¿Por qué el petróleo tiene varios colores? —preguntó con voz tímida, la curiosa
niña, mientras “Chira” ya estaba frente a ella.

—Ummh —murmuraba “Chira”, mientras se tocaba la barbilla y miraba el cielo


nublado.

Rápidamente pasó por mi cabeza, que aquélla, no era una pregunta muy típica y
sencilla de responder, y que la repuesta pasaría por explicar los fenómenos físico-
químicos presentes en la diagénesis, o simplemente que dependía de las
condiciones donde se dieron los procesos de sedimentación. Yo no sabía cómo
explicar dicho proceso complejo, sin embargo, “Chira” sí.

—¿No los viste? —advirtió “Chira”.

—¿A quiénes? —respondió la niña atónita y temerosa, moviendo su cabeza de


lado a lado, sin parar.

—No he visto nada —dijo la niña.

—Los dinosaurios, pues —desvergonzado, le responde “Chira”, refiriéndose a los


multicolores dinosaurios de plástico, ubicados en la parte inicial de la maqueta. —

16
Mira, hay uno verde, el otro es azul, también hay amarillo…de todos los colores —
por eso el petróleo tiene diferentes colores, acotaba descaradamente.

Luego de agradecer por la respuesta, la niña se sumó a la fila ordenada que


hacían los estudiantes para salir, y dicho sea de paso, fue la última vez que la
vimos.

La escena jocosa estimuló el apetito, por eso, decidimos continuar con el epílogo
de la exposición comiendo un rico “cebichito”. Giramos hacia la puerta de salida
de la universidad, y casi inmediatamente, dos personas del grupo de la banca de
cemento, salen raudos a darnos el alcance. Carlos y Javier, tenían instalado un
sentido del humor común, formidable para detectar los encuentros especiales
entre amigos. Como zombis, siguieron nuestros pasos hasta alcanzarnos metros
más adelante. El destino era el restaurant de Freddy, casa verde que fungía como
cebichería caleta en un segundo piso, a unas cuadras de la universidad. Muchos
se atrevían a decir, que si no habías ido al “Freddy” o al “Canteño”, no eras de la
UNI. El “Freddy” destacaba por la preparación de cebiches y jaleas, y “El canteño”
era el punto cervecero preferido.

El plan era, degustar una deliciosa fuente de cebiche tipo “quinceañera” —fuente
de quince soles— oferta que inventé por el bajo presupuesto que manejábamos
en nuestra etapa universitaria. Ahí aprendí, que el valor de un cebiche no solo
pasa por el sabor captado por el buen paladar que tenemos los peruanos, sino por
el poder de convocatoria que tiene el delicioso manjar. Grandes grupos de
comensales pueden posar alrededor de una fuente, deteniendo el habla, y solo
admitiendo treguas para empilar un vaso de cerveza. En medio de la noche,
cuando las notas del equipo de sonido —que se escondía detrás de unas cortinas
al fondo de la casa restaurant— callaban, y el color del cielo se veía sombrío por
la ventana, se abría paso en la conversación, aquella narrativa épica de mi abuelo;
era mi turno, y nadie podía interponerse, mi abuelo estaba en la historia del Perú,
y sus leyendas eran caldo de cultivo de la reunión. Así Carlos, el hiperactivo del
grupo, reclamaba, como fanático, que se cuente la historia del abuelo bandolero,
Don Tomás Castañeda.

—Era como yo —decía Carlos, en referencia a las historias de amor que se


deslizaban del abuelo.
17
—Además, era un líder y tenía su banda en Cutervo —les decía orgulloso.

—¿Qué? ¿acaso era uno de los integrantes de los “destructores’’? jajaja —


preguntaba Javier, haciendo alusión a la famosa banda de delincuentes.

Javier, era el más aplicado en los estudios, y no solo se quedaba con que le
cuenten la historia, sino pedía una base histórica que lo sustentara. No era fácil,
narrar la historia ante ese grupo exigente e impulsivo, sin embargo, mi orgullo y
deseo por desbaratar la semejanza con delincuentes comunes, me hacía sentir
obligado a contar la historia de los bandoleros con lujo de detalles.

—¿Quién fue ese bandolero?, dijo “Chira”, ayudándome a iniciar la narrativa.

—Se discute si fue un abigeo, un malhechor, un guerrillero o un luchador social


como Robin Hood. Pues, no fue ni lo uno ni lo otro, definitivamente no fue un
simple ladrón que robaba ganado para subsistir, ni un desadaptado social,
tampoco un guerrillero, mismo Tupac Amaru, quien buscaba una patria libre sin
explotados ni explotadores. Era un revolucionario justiciero que se alzó en armas
con su ejército de ronderos y campesinos.

Tenía como compinches al General Oscar R. Benavides y al Coronel Samuel Del


Alcázar.

La idea era derrocar al presidente Augusto B. Leguía.

Pero lo más importante— les dije en tono soberbio—, Don Castañeda era mi
abuelo, y qué cosa va a pasar.

La escena en la que el abuelo se vistió de mujer para escabullirse de la vigilancia


de la guardia nacional era una parte imperdible, “Chira” haciendo gala —otra vez—
de su buen sentido del humor lanza la semejanza con el momento que viví en una
recordada gymkana, en la que me vestí de mujer para ganar unos puntos y hacer
que mi grupo gane.

Intrigaba en el grupo, cómo eran los combates.

—¿Usaban armas de fuego? —preguntaba curioso Javier.

—Seguro que se agarraban a punta de machetazos —replicaba Chira.

—Rifles y machetes —todo valía les decía.

18
Aunque era un enfrentamiento a veces desigual en número y recursos, la cosa
nos favoreció muchas veces, les decía, como asumiendo el protagonismo en la
contienda.

Mi abuelo don Tomás Castañeda lideraba la banda de Querocotillo.

Casi siempre terminaba contando lo que decían los historiadores sobre el hábito
adquirido por los bandoleros, que se robaban a las doncellas más lindas de los
pueblos. Inclusive, alguna crónica narró que el abuelo Tomás Castañeda murió
cumpliendo su función marital, haciendo el amor con su pareja de quince años.
Carlos exigía ampliar al detalle esa parte de la historia.

Había preguntas que no podía responder, pero mi imaginación permitía seguir el


relato, hasta que llegaba el momento que Freddy anunciaba el cierre del negocio.

—Bueno ya es tarde, decía yo —y me ponía de pie, mientras recogía la “chanchita”


para pagar la cuenta.

Y si quieren saber más de la historia —les decía, —otro día me invitan y les cuento.

Si no vayan a la biblioteca —les aconsejaba.

La dinámica de narrar las leyendas del abuelo, una y otra vez en la Cebichería de
Freddy o en cualquier reunión de amigos, se hizo costumbre, tanto que, hasta ya
me apodaban: “bandolero” o “cebichito”.

19
20
2. EL BANDOLERISMO

Las narraciones del bandolerismo se repiten y desarrollan con el tiempo que pasa
inexorable, haciendo de comidilla que van nutriendo a historiadores hambrientos.
Son las diferentes publicaciones que descansan en las bibliotecas, las que
esperan que la curiosidad de algunos las recoja.

“Yo soy un cholo chotano de


esos de machete en mano, de
aquellos tiempos de Benel”
dice la primera estrofa del
popular huayno que cantan los
chotanos, curtidos de las
hazañas del caudillo andino. La
canción nos invita a pensar en
esos tiempos, en los que
brotaba un levantamiento
armado con el propósito de
derrocar al dictador Augusto B. Leguía.

Eleodoro Benel no fue un forajido que robaba ganado, fue un gamonal dueño de
muchos fundos y gente a su servicio. Luchador contra las injusticias, con muchos
amigos en los grupos bandoleros y muchos enemigos entre los cuatreros. La
rivalidad entre haciendas terminaba casi siempre en deseos de liquidación entre
ellos. De otro lado, el ser partidario de un partido político, y defender sus causas,
lo llevó a ganarse muchos detractores y convertirse en enemigo del gobierno. De
hecho, Benel es el bandolero referente, de quien se han tejido innumerables
historias. Benel llamaba a mi abuelo: “el joven Castañeda”, apelativo que lo vemos
acuñado en varias partes de los registros históricos.

El bandolerismo aflora por la impotencia del pueblo frente al Poder Judicial, al


abuso de las propias autoridades y la carencia de recursos económicos de
algunos hombres, quienes ingresaban a un grupo armado como un medio de vida,
y también por defender sus intereses, inspirados en el ejemplo de las fuerzas
armadas paramilitares.

21
Como consecuencia de su actitud rebelde, los bandoleros cargaban deudas con
la justicia, inclusive muchos estuvieron encerrados y fugaron de las cárceles allá
por el año 1919.

Como un golpe a la insurrección paramilitar, el gobierno de Leguía deporta a


Osores y Del Alcázar al vecino país de Ecuador, junto a otros antileguiistas. Desde
ahí, se gesta el movimiento para derrocarlo. Fue entonces que establecieron
correspondencia con políticos de diversas partes del Perú. El movimiento
paramilitar no tuvo nada que ver con el bandolerismo, más bien unieron fuerzas
contra el gobierno dictador. Cuenta la historia que Benel envía al joven Tomás
Castañeda hasta la frontera con el Ecuador, exactamente por Ayabaca, para traer
al Coronel Del Alcázar y al Dr. Osores, este último, tuvo que disfrazarse de
sacerdote para eludir los controles policiales.

Samuel del Alcázar y Huguet, limeño e hijo de Gabriel del Alcázar y de María
Huguet, fue el mayor de tres hermanos varones, siendo el segundo Víctor del
Alcázar y Huguet y el menor Benigno del Alcázar y Huguet. Durante la guerra del
Pacífico, participó en la batalla de Huamachuco el 9 de julio de 1883 y fue uno de
los últimos oficiales en ver con vida al Coronel Leoncio Prado Gutiérrez, durante
la retirada. Siendo mayor, luchó heroicamente y resultó herido el 17 de marzo de
1895, defendiendo un puesto de avanzada en Cocharcas.

Arturo F. Osores Cabrera, abogado chotano, profesor y político peruano. Además,


miembro prominente del Partido Constitucional o cacerista, tuvo una participación
importante en el golpe militar contra el gobierno de Guillermo Billinghurst en 1914,
y fue ministro de Gobierno y Policía en la Junta Militar presidida por Óscar R.
Benavides ese mismo año. Luego, fue ministro de justicia del gobierno de Augusto
B. Leguía en 1919.

Del Alcázar y Osores reunieron a las bandas armadas que actuaban en el


departamento de Cajamarca encabezadas por el célebre Eleodoro Benel. El 20
de noviembre de 1924, al frente de 150 hombres asaltaron la ciudad de Chota,
logrando reducir a las tropas que la resguardaban, las mismas que estaban al
mando del capitán Benigno Álvarez y el alférez Zenón Noriega. Los rebeldes
permanecieron en Chota durante cuatro días, mientras que las fuerzas

22
gobiernistas se reorganizaban. Finalmente, éstas atacaron y derrotaron a los
rebeldes en las cercanías de esa ciudad.

El coronel Alcázar y el teniente Barreda fueron apresados y fusilados sin proceso,


el 30 de noviembre. Osores, que se hallaba enfermo, huyó rumbo a la costa, pero
fue capturado. Fue recluido en la isla San Lorenzo, junto con su esposa, su hija
Juanita, y dos de sus hijos varones, uno de los cuales falleció en ese lugar. Todos
ellos, estuvieron aislados y sin comunicación con el exterior durante casi seis
años, hasta que en 1929 fueron embarcados furtivamente rumbo a los Estados
Unidos.

En 1930, cuando finalizó el gobierno de Leguía (llamado desde entonces el


Oncenio), Osores retornó al Perú. Contando con el apoyo de antiguos militantes
del Partido Constitucional, organizó una autodenominada Coalición Nacional, que
lanzó su candidatura presidencial a las elecciones generales de 1931, pero quedó
en cuarto lugar, con apenas 19,653 votos, que equivalía a un 6.5% del electorado.
En esas elecciones triunfó Luis Sánchez Cerro.

Retirado de la política, Osores se dedicó a la abogacía, hasta su fallecimiento en


1936.

En realidad, con el fusilamiento de Del Alcázar y con la prisión de Osores la


insurrección ya había terminado, pues habían desaparecido su jefe militar y su
mando político. Pero Benel y el joven Castañeda no deponen sus armas, y deciden
seguir luchando; para ello tenían a sus hombres armados que los seguían
incondicionalmente. Eran unos 500 hombres a caballo y otro tanto de infantería,
que tenían un pleno conocimiento de la topografía del terreno.

Para la gente, Benel era un hombre adinerado y generaba dudas de sus


verdaderos intereses. Benel, después de la debacle del combate de Churucancha
se dirige a Achiramayo, y al encontrar sus campos arrasados y sus casas
incendiadas, jura “luchar hasta el final y no perdonar nunca a los piojosos y
cachacos” (apodo que le habían puesto a las guardias civiles).

En su comarca se hizo fuerte y esperó que le fueran siguiendo. Así, el capitán


Ezequiel Padrón salió de Chota con más de 200 hombres. Llegaron al pueblo de
Andabamba, cerca de la Samana, pero antes que se decidiera atacar a Benel,

23
éste lo sorprendió. En la refriega murieron más de 50 soldados, el resto huyó.
Benel se sentía seguro al haber vencido al ejército.

En una segunda incursión y con el mismo fin, salió el Capitán EP Gárate desde
Santa Cruz, con un escuadrón de caballería. También pensó sorprender a Benel,
quien conocedor del terreno y del arte de la guerra, lo dejó que se aproximara
hasta un punto estratégico y atacó. Gárate y su escuadrón tuvieron que huir
dejando algunos muertos, unos buenos caballos y armas que tanta falta le hacían
a la insurgencia.

Una tercera incursión estuvo a cargo del el Teniente Coronel EP Valdeiglesias con
el Batallón de Infantería Nº11 de Lambayeque, de donde salió en enero de 1925,
llegando el 20 del mismo mes a las inmediaciones de la Samana. Allí fueron
avistados por los hombres de Benel, quien tenía un destacamento especial
integrado por sus hijos Andrés y Segundo y por sus hijas Lucila y Donatilde,
expertas en el manejo de armas de fuego.

Valdeiglesias atacó con todo ímpetu, pero al final no pudo vencer la resistencia de
los rebeldes quienes atrincherados respondían con igual fuerza a los gobiernistas.
Viendo que todo era inútil, el jefe del escuadrón ordenó la retirada a los
sobrevivientes dejando decenas de muertos. De lado de los benelistas, cayeron
18 alzados. La lucha duró todo el día.

A pesar del triunfo, Benel y sus lugartenientes Misael Vargas y César Asenjo,
quienes siempre estuvieron de su parte, y lucharon bravamente en todas las
contiendas, acordaron dejar la Samana y retirarse a Silugán, tanto porque
carecían de municiones como porque —tal vez - querían ya la paz.

La caravana estaba compuesta por Benel, sus lugartenientes, sus hijos, las viudas
y más de 150 fusileros fidelísimos. Sumaban unas 300 personas entre hombres,
mujeres e hijos de los combatientes. La ruta fue La Esperanza, Cordillera de
Huambos, Mamabamba, Callayuc y al fin, las montañas y los bosques de Silugán.
En el trayecto tuvo que enfrentarse a una banda gobiernista capitaneada por
Manuel Alarcón en Chabarbamba. No hubo mayores contratiempos. La larga y
penosa jornada duró cuatro días.

Siguiendo la información de Juan D. Vigil en su libro, “La Rebelión del Caudillo


Andino Eleodoro Benel Zuloeta”, Benel habría recibido material de guerra y una
24
carta del general Benavides en Silugán. En ella le decía que pronto se levantarían
las tropas del ejército, que viajara a Chiclayo con urgencia.

Benel habría aceptado la noticia de buen agrado y se dirigió rumbo a la costa, el


11 de marzo de 1925, pasando por diversos pueblos en los cuales su presencia
alborota a toda la población, provocando comentarios y especulaciones. Llega al
pueblo de Niepos y envía un emisario, a la hacienda Tumán para cerciorarse de
la verdad de las cosas. Al cabo de algunos días, recibió sólo desesperanza,
comprende —una vez más— que su sitio es Silugán, y emprende el regreso.

En la zona de Chota no solamente operaba Benel, sino que según manifiesta el


General GC Rómulo Merino Arana, en su libro Historia Policial del Perú, existían
las siguientes bandas armadas:

“En Sedamayo y Silugán actuaba Eleodoro Benel, el más temido de la región; en


Lajas, los Villalobos; en Pallac y Camsa, los Vásquez y Misael Vargas; en Santa
Cruz, los Soberón; en Callayuc Fermín Arrascue; en Querocotillo, los Castañeda;
en la hacienda Jerez (Celendín) los Alfaro y los Marchena; en Tacabamba, los
Mejía; en Yerbabuena (Callayuc), los Barón; en la Samana, Anselmo Díaz; y en
fin, cada lugar había una banda grande o pequeña”. Todos recibían la misma
denominación y el mismo trato. Aunque en el fondo las fuerzas del orden no
sabían quién es quién; es decir, no sabían, quiénes eran bandoleros en estricto
sentido de la palabra, o quiénes eran bandoleros políticos, ya que el mismo
general Merino Arana dice en la página 179 de su mencionado libro que Benel
“fue un bandolero político”.

Así, Benel era para el gobierno un objetivo con el que se debía acabar por el
peligro político que significaba: un foco de resistencia que podía expandirse. Era
un paladín y un ejemplo para el resto de bandoleros de la zona, y era un reto para
las fuerzas gubernamentales, que hasta entonces no podían con él.

El coronel Valdeiglesias, quien vino de Chiclayo con 145 hombres, lo perseguía:


sus fuerzas habían chocado con las de Benel en más de una oportunidad, sin
ningún éxito.

Por eso, desde Lima, es enviada la Segunda Comandancia de la Guardia Civil


(recientemente creada) y un escuadrón al mando del Tnte. Coronel GC Antenor
Herrera, teniendo como subjefe al capitán Emilio Vega.
25
Salen el 4 de enero de 1927 con destino a Eten —Chiclayo. De esta ciudad, se
dirigió con 100 hombres de caballería por la ruta de El Izco— Llama, llegando a
Chota el 12 de febrero. Otra parte de la compañía partió por la ruta de
Carhuaquero, Santa Cruz, al mando del mayor Emilio Vega (el grueso de las
tropas dice Merino Arana). El grupo que llegó a Chota el 22 de febrero contaba
con 300 soldados, aparte de los oficiales. Su armamento consistía en con fusiles
y ametralladoras modernas.

De Chota, se trasladan a Cutervo el 20 de junio de 1927. En esta ciudad trazan


un plan de operaciones para acabar con Benel. El plan se cumple con éxito y
capturan a bandoleros rebeldes, a quienes fusilan en el acto, mediante una corte
marcial. Así cayeron los hermanos Vásquez de El Lanche; Epifanio Arrascue en
Callayuc, los Barón en Yerbabuena y Queromarca.

Para capturar a Benel, fue necesario movilizar a las fuerzas regulares del Ejército
y a las de la Guardia Civil. Según el General Merino Arana, en el libro ya
comentado, el Coronel Valdeiglesias, del Ejército, contaba con 400 hombres y
Herrera, de la Guardia Civil, tenía más de 450 hombres. Según Juan D. Vigil cada
fuerza tenía más de mil efectivos.

Y la muerte le llega a don Eleodoro Benel el 27 de noviembre de 1927, en el lugar


denominado El Arenal, (hacienda Silugán, distrito de Callayuc), en donde se había
refugiado, estableciendo su último reducto entre bosques y cuevas.

Según el General GC Merino Arana, de tendencia anti-benelista, fue el tiro de un


efectivo civil el que le segó la vida. Según Juan D. Vigil, decidido benelista, Benel
se suicidó antes de caer prisionero. Así también lo atestigua Lucila Benel, hija del
líder rebelde, quien estuvo hasta el último minuto al lado de su padre.

Lucila Benel escribe sus impresiones sobre Benel y el bandolerismo, en una carta
publicada en el diario El Comercio de Lima el 24 de setiembre de 1963, en
respuesta a otro artículo, publicado en el mismo diario, el 10 de ese mes.

Ella dice que fue suicidio por los siguientes motivos:

• Benel sabía que le había llegado la hora, que una bala acabaría con él en lucha
o en prisión. Recordemos que todo prisionero era fusilado en el acto. No había
alternativa.

26
• Su temperamento, su valentía y su orgullo no le permitían darle ese gusto a “los
cachacos”.

• Benel sentía un profundo odio hacia la Guardia Civil, a cuyos efectivos llamaba
despectivamente “los cachacos”

Con su muerte, dice Merino Arana, “terminó este legendario personaje de 67 años,
enjuto, con su barba y cabellos ampliamente crecidos por el tiempo, la camisa de
mísero tocuyo y el pantalón de loneta, sucio y rotoso, los pies descalzos y la salud
a medias”. “Cerca de un año vivió acosado por la formidable fuerza de la Guardia
Civil que no podía tocar fajina, sin antes haber sentado el acta de muerte”.

En resumen, la revolución gestada por Osores, del Alcázar y Benel tenía como
objetivo impedir la reelección de Leguía y acabar con los abusos y la corruptela
que reinaba en el país, sin embargo, esta gesta terminó sin éxito.

Del Alcázar fue fusilado y Osores terminó encarcelado. Benel tomó el mando en
esa lucha, liderando exitosos enfrentamientos con las fuerzas del orden,
haciéndose famoso porque nadie lo podía capturar, pero llegó un momento que
se siente sitiado, ya sin armas, ni alimentos. Así débil, llega a su final por una
traición de uno de los suyos.

Luego de su muerte, Benel se convirtió en una leyenda, arrastrando en el recuerdo


a todos los que lucharon por algo bueno, entre ellos mi abuelo don Tomás
Castañeda.

En la provincia de Chota y en sus aledaños, la gente habla con mucho interés y


simpatía de la “Revolución de Osores, Del Alcázar y de Benel”. La verdad es que
este movimiento no buscaba cambiar las estructuras del país ni acabar con la
explotación del hombre peruano sino simplemente, un cambio de hombres en el
gobierno. Con buena intención se quería mejorar la administración y luchar contra
la inmoralidad y la falta de patriotismo de Leguía.

Hubo varias publicaciones, como la que se cita en la bibliografía, donde sus


autores no firmaban con su nombre sino con seudónimos. Hablar en buenos
términos de la insurgencia, en ese tiempo, era considerado apología a la violencia
y condenado por el gobierno.

27
28
3. UN BANDOLERO EN CASA

Apenas terminada la universidad, mi casa se convirtió en una mesa de partes a


espera de alguna oferta de trabajo que el sector petrolero ofreciera. La casa
estaba conformada por mi padre Daniel, mis hermanos Maricela y Percy y la
popular Jeshu, que nace del amor entre mi abuela Brenilda Vergara y Tomás
Castañeda. Mi abuelo, el bandolero natural de la casa.

Tengo el gusto de haber conocido a mi abuela Brenilda, encantadora viejita de


tierna mirada y de pasos lentos,
lo cual no le impedía hacer
una crema a la huancaína con
batán. Su compañero en el
último tramo de su vida fue su
hijo José Castañeda,
miembro de la policía y
apodado como “El gato”.
Curioso, que uno de los hijos
de un bandolero haya sido
miembro de la policía y sobre
todo haber llevado el servicio
con dignidad y respeto. No
quito de mi mente, que, tras
su deceso, al paso del carro
fúnebre, los bravos del Callao
que cruzaban la calle, pasaban
sus manos por la ventana de la bodega de la carroza y decían “Chau Gato, nos
vemos ahí”, para luego persignarse. José adoraba a sus gallos y perros —Kimba
y Terry —los que tenían un refinado paladar, y no aceptaba agua sino Coca Cola.

Maricela, mi hermana, tenía claro en visitar a la abuela al Callao, y me llevaba


todos los domingos, aunque a espaldas de mi padre, quien consideraba la zona
como un lugar muy peligroso. Recuerdo abordar la línea 87 dejando caer mis
vómitos, debido al vértigo que me producía los viajes al Callao. Aunque, ella no
olvidaba llevar siempre bolsas para la emergencia, ese es uno de esos recuerdos
29
que uno siempre quiere ocultar. Mi abuela y mi tío, vivían en la mar brava de la
costanera, había que bajarse entre Buenos Aires y Marco Polo, para luego
atravesar Loreto —reconocido por ser uno de los barrios más temidos del Callao—
, hasta llegar al Barrio Fiscal N°5 donde vivían, zona entre la Siberia y los
Barracones. Desde ahí, tenías un paisaje espléndido frente al mar, y podía divisar
la isla del Frontón a lo lejos, legendario presidio ahora clausurado. Cada visita de
domingo, mi tío José era nuestra vigilancia particular desde un paradero de la
avenida Buenos Aires.

La abuela era colosal, me pedía que no cante para comer - costumbre que hasta
ahora arrastro —o cuando en una reunión, nos servía los potajes en un plato más
grande que los que usaba para la visita.

Mis hermanos, allá por el año 2000, se encaminaban en un ámbito profesional


como ingenieros, y la casa de Samuel del Alcázar del Rímac, era testigo del
desarrollo hacia mi madurez. Curioso el hecho que la calle de nuestro domicilio
llevara el nombre del prestigioso militar, quien tomó notoriedad durante el gobierno
del dictador Leguía, al formar parte de la lucha contra él e insurgencia del
bandolerismo.

Un verano de febrero, Don Daniel Peralta Basurco, estaba sentado frente al


televisor Zenit, esperando que aparecieran las imágenes mientras desapareciera
el punto blanco de la pantalla, después de tirar la perilla y justo cuando la televisión
completó su tiempo de encendido, escuchó sonar el timbre de la casa en medio
de los ladridos de nuestro perro Tyson, que se alborotaba por la presencia de los
desconocidos. Eran unas personas que preguntaban por el ingeniero Daniel
Peralta. Muchos confundían a mi padre como ingeniero, quien, a pesar de su
instrucción técnica de topografía a distancia, se ponía de igual a igual con
cualquiera de ellos. Hoy, decenas de fascículos del curso —recibidos desde una
institución de Argentina —reposan en un estante del Rímac.

Se trataba de dos señores maduros, uno de mediana estatura y el otro un poco


subido de peso, a los que recibí haciéndoles entrar.

—Hola tío —le saludaron con mucho afecto, a los que Daniel correspondía. —
Tenemos un “cachuelo” para ti —le decía uno de ellos, esperando despertar el
entusiasmo que nunca llegó.
30
A Daniel le decían “tío”, quizá por su corte de señor recio y gestos autoritarios.
Con una frente ancha, que lucía abajo de un mechón blanco similar al que usaba
Miguel Aceves Mejía —cantante y actor mexicano, de la llamada Época de Oro
del cine mexicano, autor de temas rancheros, a quien se le conocía con el apodo
de “El Rey del Falsete”

En medio de la conversación, noté un acercamiento de los visitantes a autoridades


del gobierno de esa época, inclusive uno de ellos, tenía un hermano como
viceministro de transportes. Hablaban de un terreno en Ica, al que se le quería
hacer un levantamiento topográfico. Algunas horas sirvieron para explicar el
proyecto, y tentar al “Tío” para un viajecito al sur chico.

A pesar del descanso legal forzado por la norma de jubilación, la suma de los años
y un aneurisma cerebral que lo llevaba congénito, notaba que Daniel se mostraba
dispuesto a alguna invitación para seguir trabajando, como que el reposo no era
una opción para él. Fue entonces que, con una voz rasposa, por los estragos del
cigarro, aceptó la propuesta, pero con un pequeño detalle…

—…que mi hijo vaya conmigo de libretista —dijo.

No dejaba de asombrarme el semejante atrevimiento, me sentí avergonzado ahí


en frente de los señores, no era para tanto, pensaba. Finalmente, ya aceptada la
condición, sin reclamos que valgan, aceptamos ir a Ica.

En medio de un ambiente relajado por el consenso en la negociación, entra a


escena, la sonriente Jeshu, así le decíamos a mi madre Jesús, que no sabía que
se llevaban a su hijito a trabajar; garbosa y respetuosa, saludó y ofreció un café a
los invitados. La taza de café de la Jeshu era muy solicitada en esos tiempos,
dicen los expertos que el pasar su espuma caliente por los labios y hacer buches
en la boca con su esencia, era un placer inolvidable. Su aroma era estimulante, y
no quedaba más que empinar el codo hasta alcanzar a tomar la última gota. En
ese momento, el café era lo disponible, más decoroso, para Jesús, comparada
con las cachangas que reposaban en la fuente azul de la cocina, y que tenía listas
desde la noche anterior.

Mi madre era una sencilla y bella mujer, con carisma criollo y trato adulador. Con
un plan cumplido al ver a sus hijos profesionales, sin que pisen una loseta del piso
de la cocina. Se ganaba la amistad de mis amigos y los de mis hermanos. Su
31
mayor preocupación fue, qué cocinar al día siguiente, realmente era una experta
en la cocina y su mentalidad machista no permitía ayuda culinaria de alguno de
nosotros. Que lo nuestro era el estudio decía, y que si entras eres un mariquita.

La tarde de tertulia con los visitantes se tornaba caliente por el calor reinante, y
ameritaba unos vasos de limonada, muy apropiados para esas gargantas secas
por las peroratas desplegadas para el convencimiento del “tío”. La Jeshu, otra vez
en acción, vuelve en su conocido viaje de la cocina a la sala, y muestra una fuente
con agua para los locos, así llamaba al refresco de manzana, útil para la cabeza
decía. Con una fineza para hablar ante los invitados, y su sonrisa pícara como
para ganar espacio, se despedía volviendo al aroma de las ollas en la cocina, con
nuestro adorable perro de compañía. Tyson, nuestro bóxer atigrado y cuto, limpió
la imagen de Polín, shih tzu obsesionado y agresivo por el movimiento de los pies
de los visitantes a la casa.

Finalmente, fuimos a Ica en una camioneta Civa, que nuestros contratantes


dispusieron para transportarnos. Grande fue mi sorpresa ver como el carro se
desviaba hasta cuadrarse frente al portón eléctrico de un hotel, era el conocido
Hotel de Turistas de Ica, el mejor de la zona. Ya en el lobby, nuestros contratantes
nos informaron que había dos habitaciones para nosotros, y fue en ese instante
que la reciura del tío asomó.

—Un momento —dijo, —No necesitamos dos habitaciones, mi hijo y yo podemos


dormir en una sola.

—¿qué? —dije desconcertado.

Dieron la orden entonces, que nos habilitaran una habitación con dos camas, a
pedido del tío. Entonces compartimos habitación esa noche, con un sueño
interrumpido por los ronquidos de mi padre.

Ya temprano en el cafetín del hotel, estábamos a punto de tomar nuestros


desayunos antes de emprender la marcha al trabajo de campo.

—¿Americano o continental? —preguntó el, refiriéndose al tipo de desayuno.

—Dos americanos —respondió Daniel, mientras suponía que había hecho una
buena elección.

32
Fue así, que aterrizaron unas tazas, una de té y otra de café en la mesa. Don
Daniel no se perdía una taza de café pasado, por la mañana, por la tarde o la
noche, con la complicidad de un cigarro Latino en la mano que la Jeshu había
comprado en paquetes de doce cajetillas en el Mercado Central.

Unos recipientes de azúcar lucían en el medio de la mesa; eran unos envases de


vidrio transparente con una tapa plástica y un orificio en el pico superior, que
permitía dosificar el chorro de azúcar para el endulce. Fue entonces que removí
la tasa con la cuchara luego de rociar un poco de azúcar, y probé. Oh sorpresa,
estaba super salado. Me equivoqué y tomé el pomo equivocado, era sal lo que
había en ese pote. En ese instante, uno de los anfitriones, que ya había
desayunado, se sienta en una silla libre de nuestra mesa, y pregunta qué tal
descansamos. Mientras tanto, yo por supuesto seguía sin hacer notar el gran error
que había cometido. Pasaron unos minutos de conversación, y nuestro amigo se
percata que no tomaba ni un sorbo del té.

—¿Por qué no tocas tu taza de té? —me pregunta curioso.

—Me equivoqué echando sal, cuando debí echar azúcar —decía entrecortado por
el bochornoso momento

—No pasa nada, amigo —expresó con seriedad— eso le pasa a cualquiera —
acotaba. —Mozo, otra taza con agua —sale el grito cruzando la sala.

—¿Pasó algo con el té? —respondió al grito el mozo.

—Nada —dijo — el joven —señalándome a mí— se equivocó, y le echo sal al té,


en vez de azúcar —los altos decibeles de la voz de nuestro amigo eran como un
grito de gol en el estadio, pero en tu propio arco —los otros comensales sonreían,
murmurando.

Bueno, luego del bochornoso momento, nos subimos a la camioneta en dirección


al mencionado terreno, en tanto, mi padre me recordaba:

—Tu labor es cargar con los equipos, plancheta, la mira y el maletín de viaje. —
dijo con seriedad y aplomo. Recuerda que no eres solo un simple cargador,
también debes anotar en la libreta cada vez que te lo indique —decía.

Ya en el campo, podíamos ver proyectando su mirada a los alrededores de la


zona, para definir el lugar exacto de inicio de la triangulación. Era toda una
33
ceremonia, cómo anclaba el trípode, cómo lo nivelaba con un instrumento de
burbuja, ajustando la perilla del lente-visor, buscando precisar la imagen. El tiempo
que mi padre se tomaba asomado en el lente del equipo de topografía - que
llamaba plancheta - suponía un trabajo de alta precisión. No era raro encontrar
cenizas de cigarro, mezcladas con residuos de borrador sobre el tablero de la
plancheta, tapando los curvilíneos trazos que pasaba encima de los puntos que
ubicaba. A penas la labor duró un día, el trabajo era relativamente sencillo, pues
trabajar en el llano era soportable, a pesar del intenso sol. Había que dormir esa
noche para salir al día siguiente después del desayuno. No pude creer cuando me
enteré, que mi padre había coordinado para no regresar al Hotel de Turistas,
mucho gasto —decía— indicando que conocía un hotel más barato en Mala,
donde pasamos la noche sin novedad, salvo que, si deseábamos miccionar,
debíamos salir por un pasadizo y buscar el baño común.

Al día siguiente, era temprano, y el amable conductor de la camioneta Civa nos


invita retornar para un descanso merecido en Lima, después de todo la chamba
no estuvo tan mal que digamos. Con los equipos cargados en la maletera partimos
a nuestro destino, Lima. Ya por una parte de la gran avenida Javier Prado, el
chofer nos pregunta por una referencia para llegar a la casa del Rímac, mi padre
otra vez lanza la humilde y autoritaria frase, no es necesario que nos lleves al
Rímac, déjanos aquí, que de aquí podemos tomar una carrera directo a nuestra
casa.

Se detiene en plena avenida Javier Prado, y me di cuenta que estábamos a una


cuadra de la Av. Arequipa, había junto a nosotros una pequeña pileta, con un arco
iris de monumento que cruzaba de lado a lado del circular estanque, al frente de
un gran edificio. En silencio, —mezcla de cansancio y rabia— comencé a
descargar los equipos. Uno a uno, los acomodé al costado de la pileta.

—Busca un taxi de una vez —indicó Daniel.

—Ok —le dije, llamando con el brazo a uno de ellos que pasaba por ahí.

Un vehículo amarillo se detuvo, y rápidamente fui a negociar el precio.

—Subamos —grité, mientras Daniel descansaba sentado sobre el borde de la


pileta.

34
Nuevamente tuve que trasladar los equipos a la maletera del auto. Media hora nos
tomó cruzar la avenida Arequipa y el Centro de Lima para llegar al Rímac.
Finalmente llegamos, y la habitual maniobra de traslado de los instrumentos
recobra vida, al menos con la satisfacción que iba a ser la última vez que lo hacía.
Ya en casa, Daniel se sentó en el sillón principal de la casa para el descanso del
guerrero, en tanto colocaba en el suelo el último equipo que descargué desde el
taxi.

De pronto, Daniel, reposando sobre el asiento, respaldo y brazos del sofá, gira la
cabeza y lanza la pregunta:

—¿y la plancheta? — se trataba, de lejos, del equipo más costoso que teníamos.

—Mmm —murmuré, mientras un viento helado pasaba por mis huesos.

Hice el recuento de las cosas, y realmente no lo hallaba. Raudo salí a la calle, y


el taxi ya había partido. Regreso, y la noticia saltó de inmediato con mi voz ligera
y avergonzada.

—El taxi ya se marchó con la plancheta.

El tío sentado, con su rostro quemado por intenso sol, prende su cigarro y, gira en
reversa su cabeza hacia el Zenit. Un silencio rondó la sala, no noté molestia en mi
padre, más bien una mezcla de resignación con sentimiento de culpa. Oliver,
esposo de Maricela, llegaba del trabajo y se enteraba de todo.

—Saquemos el carro y vamos al lugar donde hiciste trasbordo —dijo Mari.

Nada me animaba a tomar esa decisión, no me sacaba de la cabeza que lo olvidé


en el taxi, y que ya se estaría ofertando en el mercado negro.

—Veamos, pudo haberse quedado en la calle, cuando se cargaba en la maletera


del taxi - analizaba Oliver.

—Varias veces me ha pasado a mí —decía atinado y con empatía, lo cual me


animaba a seguir la idea de regresar a buscarlo.

Maricela rauda, y casi sin pensar, agilizó el paso a la cochera para sacar el auto y
salir enseguida a buscar la plancheta. Llegamos a la avenida Javier Prado, a unos
doscientos metros de donde se produjo el trasbordo, y apenas se podía divisar la

35
pileta. Maricela reconoce el edificio contiguo y advierte, que ahí mi padre llevaba
su tratamiento por su problema neurológico.

Un efectivo de la policía, con un uniforme negro y boina, irrumpió nuestro tránsito


que no superaba los 10 kilómetros por hora.

—Den la vuelta —decía. —Hay una bomba, una bomba —replicaba, mientras se
interponía. —Aléjense de aquí inmediatamente —ordenaba firmemente.

Era domingo, y no había muchos vehículos desplazándose, lo único que podía


divisar, al exigir la mirada, eran a tres uniformados cogiendo una larga pértiga,
tomándola como en una competencia de soga. Bajé del Volkswagen crema, y me
escabullí hacia ellos, sorprendiendo al policía que hacía de tranquera humana.

—No hay problema —les dije —Es mi plancheta —en referencia al equipo que
divisé, descansando sobre el muro de la pileta.—Es el equipo que usa mi padre
para la topografía —Lo olvidé aquí, cuando estaba abordando un taxi, hace un par
de horas —acoté.

Mi presencia, interrumpió la desconocida maniobra de los efectivos — tratando de


alcanzar la plancheta con la pértiga —buscando no sé qué. Vestían una
indumentaria extraña de la cabeza a los pies —como astronautas— y seguro que
vinieron en la furgoneta que divisé unos metros más allá, tenía escrito en uno de
sus lados: UDEX. Luego, me enteré que significaba Unidad de Desactivación de
Explosivos.

—Abra el artefacto cuidadosamente —ordenaba uno de los encapuchados,


refiriéndose a la carcasa metálica verde que forraba el valioso equipo.

—Ok, tranquilos —les decía, mientras iba abriendo la correa que rodeaba el
artefacto.

El contenedor se destapaba como una caja de zapatos, y se podía apreciar el


instrumento que se desplegaba bajo un sistema articulado. Quien no estaba
familiarizado con la topografía, fácilmente podía pensar que se trataba de un
equipo moderno y sofisticado, inclusive, su color verde oliva —o militar— imponía
respeto.

Uno de los valientes servidores del orden, despojado del pasamontaña que cubría
su rosto, con voz soberbia y aliviada dijo:
36
—yo trabajé alguna vez con un equipo así… sí lo conozco balbuceó —Lléveselo y
tenga más cuidado otra vez —indicó el policía, con falsa soberbia.

Cuando el clima se aliviaba se notaban asomos desde las ventanas.

—¡Llévenselos presos! —se dejaba escuchar.

—¡Terroristas! —gritaban desde otro ventanal.

—A la cárcel — se aunaban más gritos de los pacientes provenientes de las


ventanas del consultorio de neurología del famoso Dr. Esteban Roca.

—Mejor recoge tu equipo y arranca —recomendaba los policías.

Avergonzado, y con una alegría que degustaba en privado, cerré la caja para
llevarla de vuelta a casa, en medio del justificado clamor y temor de los vecinos.
En esos tiempos, Lima vivía días difíciles, las noticias nos informaban de coches
bomba que estallaban, arbitrarios ajusticiamientos y abusos militares. Desde esa
época los peruanos fuimos diferentes, pues aumentó nuestra sensibilidad, y
algunos desarrollaron un extraño resentimiento.

No fue la única oportunidad de trabajar con mi padre, esta experiencia se repitió


una y otra vez.

Los problemas neurológicos de Daniel, originados por un aneurisma cerebral,


terminaban en frecuentes convulsiones que solo se podían remediar
intensificando la dosis de su medicación cada cierto tiempo, sin embargo, no
cesaba de aceptar propuesta para trabajar, inclusive en provincia.

Es así, que llegó a Chepén, ciudad perteneciente a la Región La Libertad, más


conocida como “La Bendita Perla del Norte”, por la riqueza de su tierra donde se
cosecha principalmente, el arroz, y a sus habitantes se les conoce como
chepenanos.

Era uno de esos cachuelos para delinear una irrigación de un campo agrícola.

Recuerdo a un Ingeniero Armas que era nuestro vecino en el Rímac, y cada tanto
visitaba la casa, algunas veces para ofrecerle trabajo a mi padre. Esta vez me
disculpé le dije que ya no podía viajar, pues había comenzado a trabajar en una
empresa de la UNI, y mis obligaciones iniciales no me permitían cuadrar horarios.

37
Habían pasado un par de meses y Daniel seguía trabajando en Chepén, cuando
llegaron malas noticias del estado de su salud. El ingeniero Armas nos contaba
que, aparte de las convulsiones, se había desmayado un par de veces. Pero el
problema más grande, era que hacía oídos sordos cuando se le recomendaba ya
no trabajar y regresar a Lima. En ese entonces, el escenario había cambiado, y
es que la UNI pasaba una crisis debido a una huelga de estudiantes y
trabajadores, inclusive el campus había sido tomado. Me tomé una licencia
obligada por la empresa, pues mi cargo no era de confianza. Inmediatamente por
acuerdo de la familia optamos que yo viaje de forma inopinada. Entonces enrumbé
a Chepén a darle la sorpresa a mi padre, y a ver si podía convencerlo y regresar
ambos a casa.

Embarqué en un bus rutero, es decir, que paraba en algún punto de cada ciudad
que atravesaba. Casi doce horas de viaje, con el detalle que no conocía esa
región, y que me quedé dormido hasta un punto en que el vehículo se detuvo por
un buen tiempo. Eran las doce y algo de la medianoche y alcanzo a ver un letrero
que cruzaba la pista de poste a poste. El aviso felicitaba el ascenso a la primera
división del futbol profesional del equipo del “Sport Pilsen de Guadalupe”, y al pie
del cartel decía Municipalidad de Chepén. Tomé mi maletín de la gaveta y
esquivando al señor, que roncaba a mi costado, salí apresurado para bajar ahí,
había llegado a Chepén y no me había dado cuenta.

Estaba en medio de la plaza de armas y no había transeúntes. Solo sabía que


debía llegar a una dirección que anoté en un papel, y que la calle terminaba donde
comenzaba la plaza de armas.

Mi padre ni se imaginaba que llegaría. Buscando por los alrededores, encuentro


la calle, y caminando dos cuadras ya estaba en la dirección exacta. Era un portón
de vidrio que decía Funeraria Cruz, pero me pude dar cuenta que la puerta
contigua comunicaba con su segundo piso, pues pude ver a través de ella y vi la
escalera. Toqué el timbre tres veces y un grito asomaba.

—¿Quién es? —se escuchaba, y le reconocí la voz

—Yo —le respondí

—¿Quién, pues carajo? —replicaba

38
—Yo, tu hijo —respondí

Se oyó la chapa de la puerta activada electrónicamente desde arriba. Pude


distinguir a mi viejo en piyama que asomaba desde arriba, en medio de la
penumbra, me invitaba a subir con voz quebrada; subí a su encuentro y nos dimos
un fuerte abrazo, sentía sus lágrimas derramarse sobre mi pecho. Mi padre era de
los que lloraba, hasta cuando el galán besaba a la chica al final de la película,
impulso emocional, que hemos heredado sus hijos.

Me dijo que ya no olvidaba tomar sus pastillas y que no me preocupe.

Inmediatamente después de declarar que continuaría trabajando, y enterarse el


detalle de porque estaba ahí, me dijo que aprovechara y lo apoyara tomando notas
en la libreta en el campo.

Las jornadas en el campo comenzaron temprano después de desayunar, y el


equipo de trabajo se presentó. Dos chepenanos de nacimiento asomaron para
embarcar en la camioneta. Recuerdo a Napo, y a Jeremías, a quien Napo le decía
“nariz de perro chiquito”. Napo era un muchacho corpulento, parecido al “Gordo
Casatero” —famoso cómico de la televisión—, preparado para sumergirse en la
acequia de aguas caudalosas y sostener la mira o regla telescópica que permitía
medir desniveles. Tenía esa chispa que te alegraba las largas horas de trabajo,
pero a la vez le distraía de su labor. A diferencia de ello, Jeremías no hablaba
mucho, característica que le ayudaba a tener mayor concentración para ayudar a
mi padre a armar y cargar el trípode de hito en hito.

Fue así que, en uno de esos tránsitos, clavando y desclavando —cada hito era
definido por un clavo donde se fija la mira—, Napo pasa frente a Daniel con el
clavo en la mano, bromeando a nariz de perro chiquito.

—¿A dónde vas Napo?, ¿dónde llevas ese clavo? —Daniel le reclamaba,
refiriéndose a la pieza puntiaguda de acero de treinta centímetros de largo. —
Debiste dejarlo clavado, y poner la mira para poder tomar la medida —le gritaba—
Ahora ¿qué punto voy a medir? —Se arruinó el trabajo de todos —dijo en tono
beligerante.

39
Nunca vi a Daniel con esa furia, sus gritos hacían “caliente” el momento, y el eco
se expandía en el frondoso valle. Napo impávido, quedó sentado sobre una roca
con la cabeza abajo y los codos en las rodillas, no había un chiste que sirva de
remedio. Daniel da la vuelta y busca una sombra bajo la copa de un árbol para
servirse, del pico de una botella plástica de gaseosa, el emoliente de chancapiedra
que Napo le había traído para el dolor de sus riñones.

Me acerqué a reanimarlo y antes que dijera algo.

—Me merezco esos gritos —en tono de arrepentido, dijo Napo. —Me lo ha repetido
tantas veces, y me distraje otra vez —reflexionó en voz alta. —Don Daniel es muy
bueno con nosotros, y mira cómo le pago —sentenció, como queriendo que
elimine la vergüenza ajena que sentía.

El tío, tomando el último sorbo de la botella de chancapiedra, replicó.

—Vamos a volver a repetir la medida de los puntos que se perdieron. —Dos días
almorzaremos en el campo para recuperar el tiempo perdido —ordenó
apaciguado.

Días después, cuando se había completado el trabajo, tocaba el pago de jornales


y tuvimos la visita de los jefes, incluido nuestro director vecino, que citó a mi padre
a una reunión por la noche. En tanto esperábamos la visita, mi padre daba unos
retoques al plano con suaves trazos que hacía con el lápiz para darle forma a las
curvas de nivel, y concuerde con lo que había visto en el terreno. No era raro, ver
la cartulina Canson con cenizas de cigarro mezcladas con los restos de borrador
que usaba.

Finalmente comenzó la reunión, tras la llegada de los directivos.

—Tenemos que anunciarle dos noticias —decía el mayor de ellos.

—Una buena y otra mala —acotaba el ingeniero Armas, mostrando una leve
sonrisa.

—Bueno, dime primero la mala —dijo mi padre, sin mucho entusiasmo, como
siguiendo el juego.

40
—La mala es que hemos tenido problemas financieros, y por lo tanto no hay plata
suficiente para los pagos —anunció el gerente. —Y la buena, tío, es que a ti si te
pagaremos —inmediatamente aclaró Armas, anticipando la respuesta de Daniel.

Al escuchar mi padre el pronunciamiento, tiró ferozmente el lápiz al suelo, con una


fuerza, que lo partió en dos. Su rostro se enrojecía mientras algunas gotas de
saliva se proyectaban en medio de la vociferación.

—No puedo aceptar eso —dijo con voz enérgica. —Si no nos pagan a todos, se
jode todo, y mañana mismo nos vamos a Lima —dijo, mientras los labios le
temblaban.

—Calma tío —dijo uno de ellos. —Trataremos de solucionar esto ahora mismo el
problema - decían con voz temblorosa.

Algunos que lo conocían, decían que Daniel explotaba como un volcán, y que
había que cuidarse de la nevada que era peor. Mi padre nunca aceptó ser un
“characato” arequipeño, a pesar de haber nacido en la provincia costeña de
Mollendo, a un poco más de 100 km de Arequipa, decía que se salvó por
kilómetros.

Dado que al día siguiente salimos al campo, sin problemas, supuse que las cosas
se arreglaron y terminamos el trabajo para luego volver juntos a Lima.

Después de Chepén, le tocó viajar —sin saber - a su último destino de trabajo,


Cerro de Pasco. Estar a más de cuatro mil metros de altura pudo haber acaparado
la atención de la anécdota, sin embargo, no es así. “Tobi”, “La China” y “Loba”
eran sus viejos compañeros de trabajo, y me contaron una conversación nocturna
que tuvieron bajo cero.

—Tío, hace mucho frío acá —decía “Tobi”, mientras degustaba un “calientito” para
calmar los escalofríos. —Menos mal que te abrigas con el cigarro —le decía como
broma.

—Yo fumo en invierno y en verano, lo importante es fumar —exclamó el tío. —Y


el día que quiera dejarlo, lo dejo y punto —dictaminó, continuando su declaración.

41
—El tío es bien chistoso —decía “La china” al grupo, en tono burlón, y sin creer
una pisca en lo que decía. —Apostamos, le dijo tentándolo. —Si lo dejas —te
llevamos a comer a “Rosita Ríos”.

—Ta bien —dijo “La Loba”, que era “amante del puño”, y se veía ganador.

—Y ¿qué gano yo? —decía Daniel.

—Si no, nos invitas una tranca en tu casa —seguro de continuar los encuentros
mensuales, después que cobren sus sueldos.

No sé si se cumplió la apuesta, pero desde esa fecha nunca más vi a los viejos
amigos reunirse en la casa.

Sus últimos años fueron duros, pues una caída le quebró la cadera y tuvo que
quedarse postrado en cama varios años. Aunque dolía verlo así, me quedo con lo
que respondía a sus visitas cuando le preguntaban por su salud, su frase era:
“jodido pero contento”.

Un día, sufrió la más fuerte de las convulsiones, y trajimos a un nuevo especialista


que escuchamos en un programa de salud de Radio Programas, emisora que
acaparaba la mayor sintonía en los hogares peruanos, en ese entonces. Ya
habían parado las convulsiones, y el doctor comenzó a auscultarlo
minuciosamente, nunca vi tanto detalle. Toda la familia rodeaba la cama de Daniel
con mucha preocupación. Recuerdo que el profesional, sentado al borde de la
cama se inclina hacia mi padre, y casi frente a él, lo alumbra con una linterna.

—Te voy a hacer unas preguntas—decía. —¿Cómo te llamas? —empezaba el


interrogatorio.

—Daniel —le dijo, manteniendo la mirada firme en el doctor.

—Segunda pregunta Daniel. —¿Cuál es la capital del Perú? — le dice, sin dejar
de alumbrar sus ojos.

—Lima — dijo sin dudar.

—Muy bien, Daniel —respondió. —Ahora, ¿cómo se llama el presidente del Perú?

—Fujimori —refiriéndose al presidente de facto.

—La última, Daniel—¿Cómo se llama el papa? —

42
Entonces, mi padre se apoderó de un instante de silencio, giró la cabeza de lado
y mirando a Percy, que se encontraba con los brazos cruzados y rostro cabizbajo
por la preocupación, le preguntó:

—¿Cómo se llama ese cojudo?

El clima de tristeza y pesar, dio pase al jolgorio por la recuperación de nuestro


Daniel querido.

Mis padres fueron dejando grandes momentos, que emociona al recordar, y son
lecciones con efecto retardado, que ayudan a decidir cómo hacer, o no hacer las
cosas.

43
44
4. EL VIAJE

Los días transcurren, y ya trabajando en una de las empresas petroleras del país,
decidí formar una familia con Graciela, con la que tuve una hija maravillosa
llamada Ariana. Pero antes que naciera ella, puedo recordar mi primera etapa de
familia.

Vivía cerca a la casa de mi


madre en la avenida
Alcázar, y no podíamos
evitar visitarla casi todos los
días, y compartir sus
historias imborrables, entre
ellas la del abuelo
bandolero. Mi madre era una
experta capturando la
atención de la gente, cuando
daba de largo a sus
historietas que muy bien
contaba.

Entre tantas, quedaban


como leyenda y mitos,
algunas pericias de Tomás
Castañeda. Contaba que el abuelo llegaba a los caseríos y se robaba a las
mujeres más hermosas, o que tuvo que vestirse de mujer para eludir a la guardia
nacional del Dictador Leguía, o que traicionó a Benel, quitándole su mujer de
quince años, inclusive se contaba que murió en pleno acto sexual con la joven.
Todas estas narraciones a modo de leyendas, fueron nutriendo las grandes
conversas en la casa del Rímac.

Un día la Jeshu se autoreveló frente a todos y dijo:

—Soy de Querocotillo, a mucho orgullo —dijo, cuando comentábamos sobre su


poco conocida etapa infantil.

—Querecotillo debe ser —le corregí, refiriéndome al pueblo entre Piura y Sullana
45
—¡No! Querocotillo —aclaró con autoridad, refiriéndose al pueblo perteneciente a
Cutervo en Cajamarca.

El que la Jeshu mencione que era de Querocotillo era un hallazgo que no


podíamos pasar por alto, puesto que siempre pensábamos que era chiclayana.
Su amabilidad, su sazón en las comidas y buen sentido del humor, eran
características de un norteño típico. Los sesos arrebozados, el ají a la diabla y el
caldo de sustancia son manjares inimitables que dejé de saborear hace mucho
tiempo. Esa picardía y forma jocosa de contar las cosas eran su sello, cada vez
que conversaba con alguien. Son inolvidables sus frases:

—“Estudia y cuando grande, no serás el juguete vulgar de las pasiones”, cuando


flaqueábamos en el colegio.

—“Toito te lo consiento menos faltarle a mi madre, que a una madre no se


encuentra, como a ti te encontré en la calle”, recomendación que nos hacía, cada
vez que nos distraíamos con nuestras parejas, y nos olvidábamos de ella.

—“Eso, es harina de otro costal”, cuando hablábamos de una persona que no era
de la familia.

Hacía amena cualquier conversación, instalando profundas bases de amistad con


mucha gente de diferente género y estrato social. Su nivel de instrucción no
llegaba a primaria completa, y pasaba inadvertido por su talante jovial y sencillo.

No era raro sorprender a nuestros amigos en la cocina, limpiando el arroz en una


batea, moliendo el café, o envolviendo y amarrando la masa de los tamales con la
panca. Visitarnos, y no encontrarnos en casa, les salía caro a algunos, aunque
luego volvían a sabiendas que no estábamos. La Jeshu alcanzaba los más altos
ratings de sintonía con las personas. Era capaz de consolidar: sensibilidad en la
atención, involucramiento como empatía y solidaridad en la solución de problemas
de los demás.

El distrito de Querocotillo, es uno de los quince que conforman la provincia de


Cutervo ubicada en el departamento de Cajamarca en el Norte del Perú. Limita
por el Norte con el distrito de Pucará (Jaén); por el este con el distrito de Calláyuc;
por el sur con los distritos de Cutervo y Querocoto (Chota); por el oeste con los
distritos de Querocoto e Incahuasi (Ferreñafe). Está ubicado a 1,973 m.s.n.m y

46
tiene una superficie de 697,1 km². En un plano pude distinguir que era el distrito
más extenso de toda la provincia y que abarca casi la tercera parte del territorio
provincial.

Gran interés provocó en conocer Querocotillo, más aún, considerando que la


Jeshu nunca lo llegó a ver. La Jeshu lamentaba no conocer su tierra, ya que los
años la habían debilitado, y sería incapaz de soportar un viaje por carretera,
aunque, siempre lo recordaba. Los últimos años de mi madre tuvo como
colaboradoras a las recordadas Saida, Jéssica y Olinda —ahora ejemplares
madres —que rápidamente se ganaron el corazón de mi madre y fueron sus
secretarias preferidas.

Nos contaba que cuando tenía unos meses de nacida fue llevada a Chiclayo, junto
a una prima, para ponerla fuera del alcance de las venganzas que amenazaban
al abuelo, provocadas por largos tiempos de bandolerismo.

Un día, raudo y apresurado, decidí viajar a Querocotillo y conocer el pueblo donde


nació mi madre, y se lo dije feliz.

—No, hijito, no vayas por favor, es peligroso — ella me decía. —Quién sabe si aún
se guardan rencores familiares, y podrías recibir agresiones, hasta te pueden
matar —acotó.

—Tranquila, no es para tanto —la apaciguaba, guardando el análisis para


después.

Sin embargo, mis deseos por viajar se hacían más grandes, aun considerando
semejante ingrediente que inyectaba adrenalina a la historia; ya no sería un viaje
cualquiera, sino que, tenía el perfil de una aventura.

Un día, luego de conversarlo con Graciela, planee inmediatamente visitar la


biblioteca para empaparme y motivarme sobre el bandolerismo. La Biblioteca
Nacional de la avenida Abancay fue la elegida —actualmente reemplazada por un
edificio más moderno en el distrito de San Borja. No recordaba haber ido alguna
vez, ya que mi padre se había encargado de coleccionar mucha bibliografía de
corte enciclopédico, apilada en un estante con puertas de luna, que descansaba
en la sala de la casa.

47
Filas de estantes con libros, forraban las paredes de más de tres metros de altura.
Todos clasificados y ordenados para la lectura y la consulta del público, que no
abarrotaba, pero era numeroso, en su mayoría escolares. Todavía novato en las
formas administrativas que gobernaban la biblioteca, mi tímido comportamiento
no se podía ocultar. Era difícil la tarea, pues solo sabía que tenía que encontrar
información del bandolerismo donde aparezca mi abuelo como protagonista. Ya
empapado de los procedimientos, inicié la búsqueda de los libros relacionados, y
comencé a escudriñar una lista de un fichero extraído de unos muebles de
madera, los contenidos eran relacionados a la historia de Cajamarca; encontré
varios similares, logrando rescatar, narrativas anónimas, mapas de la época,
personajes históricos, inclusive fotos en blanco y negro. Aunque no tenía tanta
solvencia económica, pude sacar algunas copias que ahora guardo celosamente.
De mi abuelo, apenas encontré pinceladas.

Que su nombre completo era Tomás Castañeda Velázquez.

Que era el hombre de confianza de Benel.

Que lideraba a los bandoleros de Querocotillo.

Que su ejército era conformado por más de cien valientes.

Que había participado, exitosamente, en varios combates contra las fuerzas del
orden.

Que llegó a ser alcalde de Pucará.

Pero era información suficiente, para con Graciela, planear una fecha para el viaje
sin que interfiriera con nuestras obligaciones laborales.

Con la hoja de ruta preparada, gracias a la información recabada, iniciamos el


viaje. El ómnibus de una reconocida empresa de transporte nos llevó primero a
Trujillo, y luego por un desvío hacia Cajabamba, terminando en Chota, donde nos
detuvimos. Ahí, era un común denominador, el conversar con alguien, pregonar
que era nieto del famoso bandolero y que por eso viajábamos. Así llegamos a
Chota y conocimos a Jeremías, un profesor de historia que cuando le dije que era
descendiente directo de Don Tomás Castañeda, inmediatamente me dijo:

—Yo hablo con mis alumnos de tu abuelo —mientras que la emoción me


embargaba—Y no te imaginas cuantas historias se cuentan —decía con fervor. —
48
Tu abuelo está en la historia del Perú —enseñándome por primera vez el libro: “La
Rebelión del Caudillo Andino” del Dr. Juan D. Vigil.

—En este libro aparece tu abuelo, era un soporte importante para la revolución,
como brazo derecho del popular Benel —precisaba.

Buscamos un lugar para reproducir esa publicación y llevarme una copia,


continuando nuestra ruta a Querocotillo.

Retómanos el viaje tomando la combi que sugirió Jeremías, desde el terminal


improvisado, para continuar la ruta que recomendó. Nos dio un abrazo, en señal
de despido, y nos deseó mucha suerte. El tramo a Huambos no era tan largo, sin
embargo, era un viaje incómodo que dejaba el cuerpo adolorido.

Llegamos a Huambos, un lugar satélite que servía como punto de encuentro para
transportistas y pasajeros que hacían un alto para retomar fuerzas, y volver a
dirigirse a lugares más lejanos como Querecoto, Querocotillo, Cutervo o el mismo
Chiclayo.

Unas señoras vendían limas sentadas sobre petates frente a una casona, y
extendían el negocio a lo largo de la acera de la plaza de Huambos, que
aparentaba ser el lugar de concentración de la zona. Las agridulces frutas se
apilaban en mantas sobre el piso, y las abrigadas mujeres, lanzaban sus ofertas
a viva voz.

Fueron unos minutos, los necesarios, para que Graciela y yo, nos familiarizáramos
con la dinámica de Huambos. De varias de las entrevistas que hicimos, logramos
empatía con María.

—María, es importante ir a Querocotillo —le comentábamos, explicándole la


historia y lo apremiante del tiempo.

—Son casi tres horas para llegar a Querocotillo —nos informaba con tono humilde,
mientras que daba de lactar y mecía a su niño de meses. Las agencias de viaje
solo transportan los lunes y viernes durante la semana —comentaba.

49
Era martes, y el deseo de viajar angustiaba. Ya había pasado la medianoche y no
nos acompañaba la suerte, no aparecía vehículo alguno que iba a Querocotillo.

Había una casona que funcionaba como comedor, y sus comensales preferidos
eran choferes y pasajeros, y no podían perderse un buen caldo de gallina para
recargar energías y seguir el viaje. Por los ventanales del comedor, se podía ver
el tránsito de platos de un lado a otro, además de grandes humaradas que se
desprendían y se perdían en el ambiente.

Las limeras se sumaron a nuestra causa, nos decían que no perdiéramos la fe,
que debíamos preguntar a los propios choferes que hacían un alto para recargar
combustible.

—¿Van a Querocotillo? —les preguntaba.

—No, a Querocotillo solo se va los lunes y viernes —decían sin involucrarse, y


confirmando la información de María.

Luego de tomar un caldo de gallina que compartimos los dos, vi el reloj, y ya eran
casi la una de la madrugada, y hacía un frío cada vez se hacía más crudo.

—Todo está perdido, tiro la toalla —le digo a Graciela. —Mejor nos vamos a un
hotel a descansar, e irnos a Chiclayo al amanecer, y luego retornamos a Lima —
resignado, declaro la voz de retirada.

—¡No! —exclamó Graciela, alejando el plato y los cubiertos en señal de protesta.


—Hemos venido con un objetivo y no regresaremos sin lograrlo – dijo.

—Lo único que lograremos es un resfriado —dije desanimado, molesto y


contrariado.

Parecía el inicio de una discusión más en nuestras vidas. Antes que siguiera la
réplica, se oyó un grito en medio de la oscuridad de la noche.

—Camión, camión, camión… se escuchaba…era María la limera, sus gritos


invadieron el salón de la casona.

—Voy! —grité, mientras salí en paso, ligero pero no apurado, hacia afuera.

—Hay un camión que llegó a la esquina —exclamó María. —Pregunte rápido,


parece que se está preparando para salir —Mientras señalaba al camión que
viraba en dirección de un grifo que se ubicaba a unos metros de distancia.
50
—Ah, era eso —dije desmotivado, mientras María brillaba con sonrisa alentadora.
—Voy corriendo ahora mismo —Creí que no debía quitarle la voluntad a María.

Me acerqué al camión, y tras pisar fuerte sobre el primer peldaño de la escalinata


que asciende a la cabina, me impulsé hasta sujetarme del borde de la ventana y
ponerme de frente al chofer.

—Amigo, buenas noches —saludé cordialmente —Mi mujer y yo necesitamos


llegar hoy a Querocotillo —en tono de preocupación pero con poco entusiasmo.

—Hacia allá vamos amigo —dijo.

—¿Verdad? —respondí, cogiéndome fuerte al soporte del espejo, pues la noticia


me había desestabilizado.

—¡Sí! - me dijo —te podemos llevar.

—¿Cuánto nos cobras? —le dije con ansiedad, sin preocuparme que eso pueda
provocar que me lanzara una cifra inalcanzable.

—Luego hablamos de eso —dijo en tono amable.

—Por favor, espere que traigamos las cosas —le dije en tono ansioso y voz
quebradiza.

—No se preocupe, todavía voy a cargar combustible —me informó.

No podía creerlo, rápido y presuroso pegué un salto al suelo, y fui corriendo a


buscar a Graciela. En el camino, no paraba de decir gracias a las limeras que
aplaudían de alegría.

Y así se concretaba la partida al encuentro con Querocotillo.

Nos esperaban tres largas horas en camión y la precavida Graciela compró unas
frazadas que le había prometido vender una señora, si conseguíamos movilidad.
Tuvo que despertarla tocándole la ventana de su dormitorio, ya que eran las dos
de la mañana.

Ya listos con nuestro equipaje, nos dirigimos al grifo para abordar el camión.

—Amigo, ¿y su familia? —pregunté.

51
—Van atrás —dijo, refiriéndose al remolque de la parte trasera —Pero sobrado
hay espacio para los dos —alentó.

Eran varios metros por una escalera de gato para llegar a lo alto de la caja de
carga, y había que desplegar una lona gruesa que forraba el interior, que apenas
podíamos notar. Iba cargado de bultos y la familia del chofer sobre ellos, era una
mujer adulta y una adolescente. No lográbamos verlos, pero en medio de la
penumbra, pudimos intercambiar saludos. Luego de ubicar a Graciela en un
estrecho lugar junto a ellas, busqué otro espacio para poder recostarme, pisando
los bultos hacia el otro lado. Era nuestro primer viaje en camión, pero me atrevo a
decir, que me tocó el mejor lugar. Era amplio y abrigador, inclusive me rendí al
sueño y al cansancio en medio de la conversación que entablaban Graciela y las
damas, desde ese momento buenas amigas. Durante el camino, me quedé
dormido, y podía predecir lo accidentado de la geografía del terreno por las
vibraciones que sufría el camión.

—Creo que al fin llegamos —dije, cuando el camión se detuvo por algunos minutos
—menos mal que durante el viaje ni noté el frío —agregué, mientras el amanecer
se abría paso por la lona traslucida tendida como techo del remolque.

Sentimos que alguien subía por las paredes de la caja de carga y desenfundaba
la lona. Era el señor chofer.

—Llegamos —dijo.

—Gracias —dijimos— en tanto estiraba la mano con unas monedas y preguntaba


su nombre.

—Miguel —respondió —La próxima me pagan, amigo —han sido buenos


pasajeros.

Metí la mano al bolsillo, y saqué mi llavero de la “U”, desatando las llaves de su


argolla.

—Recibe este regalo, estamos muy agradecidos - le dije en tono emotivo.

—Lo guardaré muy bien, soy hincha del Alianza — me dijo.

—Nadie es perfecto —pensé.

52
Pisé firme sobre el lecho que me cobijó del frío, y sentí un ruido como balido, por
lo que desplegué más la lona para que la luz natural alumbrara adentro.

—¡Era una oveja viva! —entre miedo y asombro grité. —Había estado tendido
sobre una oveja — exclamé— mientras Miguel que sonreía, y preguntaba a dónde
íbamos exactamente.

—No sabemos aún, ¿nos indicas un lugar céntrico, por favor?

Miguel, dirigiendo su dedo índice, nos apuntaba hacia un parque que era la plaza
de armas de Querocotillo.

Descendimos por los lados del remolque, hasta llegar al suelo de Querocotillo, con
los estragos respectivos por el trajín. Evidentemente, nos encontrábamos un tanto
perdidos y no dejábamos de mirar a los alrededores con curiosidad. Sin un solo
hotel a la vista y personas a quien preguntar, seguimos la pista empedrada que
nos marcaba el sendero hacia la plaza que señaló Miguel. Era imposible, dejar de
notar las casas de los lados de la pista, que iba en suave pendiente hacia el
destino. Sus ventanas se iban iluminando a nuestro paso, por el destello de
candiles en su interior. Pensamos, que como recién amanecía y no habia
suficiente luz natural, y las personas —ya despiertas —los iban encendiendo.

Llagamos a la plaza de armas, y apenas podíamos distinguir su belleza por la


tenue neblina que anunciaba retirada. El cansancio nos embargaba y decidimos
descansar en el umbral de una puerta frente a la plazuela.

Fue en ese instante, que a lo lejos avizoraba por primera vez a la primera persona.
La neblina que se deslizaba sobre las aceras y jardines de la plaza, apenas dejaba
ver a un hombre alto, corpulento y arropado que se acercaba llevando un brazo
cruzado para cargar algo. El miedo asomó, y fue el momento que recordé las
célebres frases, todavía vigentes, de la Jeshu: que aún pueden haber rencillas, y
que escondiera el apellido Castañeda. Todavía puede haber sed de venganza y
puedes morir - recordaba.

El hombre se veía entrar con paso firme a la plaza como que no le molestaba el
peso que llevaba encima. Eran casi cien metros los que nos distanciaba desde la
vereda principal de la plaza. Cada vez que avizoraba mejor su imagen, recordaba
al legendario asesino del clásico del cine de terror, Jason, de viernes 13.

53
Fue entonces que decidí ir al encuentro del misterioso personaje —desplegando
una estrategia absurda.

—Graciela, quédate aquí —ordené. —Si pasa algo, agarra una piedra, escoge una
casa y rompe una ventana para hacer escándalo —sin percatarme que el suelo
era empedrado y brillaba por su limpieza.

Comenzaron mis trancos, nada apresurados, hacia el encuentro. Ya había pasado


el orgullo estúpido que uno rescata para quedar bien.

En ese momento, era nerviosismo lo que sentía. Íbamos paso a paso los dos,
hasta que nos detuvimos a dos metros. Llegó el momento dije, viendo ahora con
claridad sus facciones adustas y envergadura que me superaba ampliamente.
Saludé de inmediato.

—Buen día, amigo—Vengo de Lima—Soy de la familia Castañeda, y busco


alguien con ese apellido. —¿Conoce, usted, a alguien? —le pregunté

Los nervios a veces no me juegan un buen papel, y la impulsividad me hace decir


lo que no pienso. El hombre dejaba esperar su respuesta, mientras bajaba el bulto
al suelo. Estirando el brazo y señalando hacia Graciela dijo:

—Ahí donde está sentada esa señorita —refiriéndose a Graciela—En esa puerta,
vive Ernesto Castañeda —indicó en tono serio pero amable.

—Muchas gracias —fueron mis palabras dando un giro violento, y emprendiendo


paso de retirada.

Ya frente a la puerta, que aparecía alumbrada por los tímidos rayos de sol que ya
habían cortado la barrera de la neblina, pensamos si era oportuno tocar, y ante lo
desolado que lucía la ciudad y el temor a lo desconocido, di tres golpes a la puerta
que hicieron eco a lo largo y ancho de la pequeña plaza. Pasaron algunos
segundos, y se escuchaba que alguien hacía vibrar la puerta con unas maniobras
bruscas que buscaban quitar el seguro de la chapa. Finalmente la puerta se abrió,
y apareció un señor en calzoncillos y bividí de algodón blanco de la famosa marca
Boston.

—¿Usted es, Ernesto Castañeda? —le anticipé antes que dijera algo.

—Sí yo soy, y ¿y ustedes? —preguntó.

54
—Nos presentamos —y sorprendido e interesado ante la noticia nos invitó a pasar,
creo motivado por la posibilidad de ser familia.

Tras la conversación inicial, era inevitable pensar que por nuestras venas pasaba
la misma sangre de bandolero. Era primo de mi madre, pues su padre era
hermano de Don Tomás Castañeda, hijo de mi bisabuelo Leopoldo.

Ernesto pidió permiso y se retiró unos instantes, quizá a ponerse ropa de vestir
pues seguía en ropa interior mientras conversábamos. Fue solo un instante
cuando reapareció vestido, y me invitó a entrar a la habitación del fondo de la
casa. Desde lejos, pude ver a una anciana tendida en su cama, como que no
comenzaba el día para ella.

—Pasa Juan, que mi madre quiere conocerte.

—Acércate - me dijo la abuela. —Siéntate a mi costado. Y sin decir nada aún —


pasa sus manos por mi rostro, como si lo estuviera escaneando. Las mismas
cejas, nariz y pómulos, eres igual a Tomás Castañeda —decía.

Mientras Ernesto decía. —Mi madre tiene ochenta y cuatro años, y no puede ver.

Desde ahí comencé a vivir un momento diferente en mi vida. Aterricé mejor la idea
con la que salí desde Lima, y me sentí como si me estuviera abrazando la historia
misma, mi historia. Ya mi hermano, había experimentado algo similar. En uno de
esos viajes familiares, un poblador de Pucará no paraba de fijarle la mirada, y mi
padre lo increpó. Respondiendo —el extraño— que le incomodaba que Tomasito
Castañeda no lo saludara. Había confundido a Percy con Tomás Castañeda, y
que luego de identificarse, no paro de narrar las reconocidas historias del abuelo.

Ernesto, luego de invitarnos a salir de la habitación de la abuela, nos invita a tomar


desayuno. Ya posaban cuatro platos con algunas frituras cuyo aroma, despertaba
nuestro apetito. Era una sopa de maíz con trozos de carne en forma de bolitas,
acompañada por una taza de té, disculpándose de la ausencia de panes pues
nuestra visita era inesperada, nos invitaron a sentarnos alrededor de la pequeña
mesa que ocupaba el centro de la sala. Una vez más, mostraba mi rapidez para
comer y dejar el plato de aluminio brillando. Fue entonces que la abuela invidente,
buscó apresurada y recogió con rapidez, un pedazo de carne de su plato y lo metió
al mío.

55
—Abuela, ya estoy lleno —le dije tímidamente. —Come tú no más —le dije en tono
delicado.

—Acaso te he preguntado si estás lleno —masculló la abuela, come nomás —dijo


—, luego me daría cuenta que esa era una forma de expresarme su cariño, con la
comida, como lo hacía mi abuela Brenilda. Mientras tanto, Ernesto anunciaba con
alegría, la búsqueda de las piñas al día siguiente.

Luego de la sobremesa, y dejando las atrevidas intervenciones de la abuela


fuimos a conocer el pueblo de Querocotillo, que brillaba bajo un sol esplendoroso.
Las personas que cruzábamos nos veían y no dejaban de mirarnos,
definitivamente éramos los extraños del pueblo. Aun así, sus simpáticas
expresiones despertaban el interés de saludarlos, inclusive permitía que
desplegáramos, como un viejo libreto, el rollo que ponía de manifiesto que éramos
descendientes de Tomás Castañeda.

Cuando pasábamos por la plaza de armas, el tío Ernesto toma aire y se pronuncia.

—Aquí estaba la casa donde nació tu madre —me dijo, mientras deslizaba su
mano sobre la tapia que cubría un terreno baldío. —La llevaron a Chiclayo de muy
niña —anotó, en tanto sacudía su mano para desempolvar sus dedos del polvo de
pintura blanca que se desprendía de la pared. —Vamos a la casa que tienen que
descansar —dijo, rompiendo una sensación de nostalgia.

Al día siguiente, nos invitó a salir en búsqueda de las piñas.

Caminamos hasta encontrar una trocha con un camino en pendiente. En medio


de la subida, a unos doscientos metros desde abajo, nos topamos con un
cementerio. El tío Ernesto —que guiaba la ruta— detuvo su marcha, y esquivando
las cruces clavadas en el piso, me llevó hacia un lugar del campo santo.

—¿Lo llegan a ver? —Preguntaba Ernesto —señalando un mausoleo que lucía su


fina construcción.

—Sí —le dijimos, despistados por la pregunta.

—Ahí descansa el cuerpo del comerciante más acaudalado que tuvo Querocotillo.
Era exitoso en los negocios, usurero y avaro, la sensibilidad humana no era lo
suyo —decía. —¿Ves esta cruz? —volvió a preguntar, mientras se ponía en
cuclillas, y tomaba su extremo superior.
56
Una corona empolvada descansaba sobre ella, y por el deterioro que lucía,
parecía que había sido colocada desde el primer momento que la clavaron.

—Sí —respondí.

—Es de mi abuelo, es decir, tu bisabuelo - dijo Ernesto.

Inmediatamente pensé, sin desviar la mirada de la cruz, que era el mismísimo


Leopoldo Castañeda, padre de Tomás.

—Fue el primer hombre de Querocotillo —exclamó, en tono de reflexión. —Era un


tipo muy querido por la gente —nos contaba.

Fueron unos segundos de silencio, y mientras asimilaba el mensaje de la reflexión,


la voz de Ernesto nos invitaba a continuar la caminata.

Unos minutos más, y llegamos a la parte más alta, un valle hermoso de


tonalidades verdes, que parecía una postal viviente. Podíamos ver una pequeña
vivienda que posaba a unos metros más abajo, casi en la parte plana del valle.
Ernesto nos dirigía hacia ella, y ya en la casa, una señora nos daba la bienvenida
intercambiando saludos.

—¿Dónde están las piñas? —pregunté, pues no divisaba árbol alguno a la


redonda. —¿Hay que caminar más? —acoté.

—No —dijo, Ernesto. —Ahí están —señalando, las matas de piña alineadas en el
terreno.

—Cierto —señalé, y más que avergonzado, asombrado de apreciar como el fruto


posaba en medio de una corona de hojas verdes, que se abrían rígidas y
espinosas, como una flor.

Ernesto metió sus manos a los bolsillos, y tras rebuscar en su interior sacó unas
monedas, sin advertir la cantidad, creo que no pasaban de los dos soles.

—Deme diez piñas —le dijo a la vendedora.

—Un momento —Yo pago —dije, sacando un billete de diez soles.

—Yo estoy invitando sobrino —dijo el tío Ernesto en tono de autoridad, que no me
quedó más remedio que aceptar.

57
—Llévalas papi —dijo la señora, que nos daba a probar estirando un cuchillo con
un trozo de piña en la punta.

Retornamos llevando a cuesta las diez piñas, todavía con el sabor agradable en
nuestros labios.

Luego de las horas de descanso, y el paseo que dimos por casi toda la ciudad,
Graciela expresa en tono de preocupación que tenía que retornar a Lima, ya que
debía reincorporarse al trabajo, después del permiso solicitado al colegio donde
trabajaba. Es decir, que teníamos que partir, pues recordamos que no tendríamos
transporte formal, recién hasta el siguiente viernes.

—Tenemos que llegar a Huambos —decíamos, sabíamos que desde ahí


podíamos abordar un vehículo a Chiclayo y tomar el vuelo del jueves.

Esa noticia no era feliz para Ernesto, que con toda hospitalidad nos reclamaba el
porqué de la decisión de irnos. Sin embargo, ya conocedor de la urgencia, nos
ayudó a buscar la mejor opción.

—Vamos a ver a un amigo —caminando en paso apurado y cabizbajo, como


preocupado hacia una casa que distaba unas cuadras.

—Tengo unos caballos, los pueden llevar hasta Sillangate —dijo el amigo. —De
ahí habría que hacer trasbordo a Huambos —acotó con incertidumbre.

—OK —dijo Ernesto, con una expresión con duda.

Alguien que pasaba por ahí, y escuchó sobre la necesidad de viajar, nos informa
que la noche anterior había llegado un camión, y que Antonio —el chofer—
encontró remedio en el alcohol cuando halló a su querida en manos de otro
hombre.

Efectivamente, ahí estaba el camión en una esquina, con Antonio que saludaba al
sol estirando sus brazos, como despabilándose de la noche de alcohol. Varios
transeúntes, aparentemente sabidos de lo acontecido, rodeaban el vehículo.

—El muelle de la llanta derecha está roto —dijo unos de sus ayudantes. —
Necesita ir al taller —recalcó.

—Busca unas sogas y amárralo bien, no pasa nada —dijo el chofer.—Recuerda


que no tenemos carga, fácil llegamos a un taller en Huambos —sentenció.

58
Cuando ya estaban listos para enrumbar, Ernesto —que conocía a Antonio– le
pide que nos llevara. Luego de vernos de pies a cabeza, asintió y con poco
entusiasmo y mala gana dijo que no tenía problema.

Un largo abrazo sirvió de gratitud y despedida del tío Ernesto, en tanto el ayudante
amarraba el muelle con sogas, siguiendo la ordenanza de Antonio. Graciela, le
dice al tío Ernesto que era mejor no despedirse directamente de la abuela, pues
podría entristecerse.

Ahí estábamos nuevamente en un camión, esta vez vacío de carga, pero con uno
de los muelles amarrado con sogas arriesgándonos a que cedan por el peso, y el
camión se ladee hasta caer. Nunca me imaginé lo desgastante que era viajar en
camión sin carga, los efectos de la vibración no se podían soportar, inclusive
pensábamos pedir que el camión se detuviera.

Llegó el anochecer, y el camión se detuvo. Pasó tanto tiempo detenido, que


decidimos salir y acercarnos a una tienda que divisábamos cerca. Ya dentro, unos
candiles alumbraban el área. Había varias personas en su interior, a quienes le
pedimos que nos dieran el nombre del lugar.

—Estamos en Paraguay— un distrito de Chota —dijo una de ellas, sonriendo de


manera simpática.

—Kilómetros más allá se encuentra Querecoto —acotó otra.

—Soy nieto del bandolero Tomás Castañeda —les decía, mientras Graciela
contaba las pericias que pasamos hasta llegar allí.

Nunca tuvimos tan buen auditorio para nuestro relato, se reían y gozaban con la
historia. Pasó como una hora y ni lo sentimos.

—Ya es hora —exclamó una de las señoras, recogiendo el bulto que había dejado
sobre el mostrador.

—Verdad, la misa ya va empezar —sostuvieron al unísono todas con un dejo


característico.

—Acompáñennos —nos invitó la señora más joven, con una sonrisa casi
permanente.

59
—¿Cómo no? —dijimos— aunque era lo que menos esperábamos ante tal
situación, igual, aceptamos la invitación por cortesía. —Pero que alguien nos avise
si llega el chofer —les dije, pues no quería que quedáramos estancados.

En verdad, no notamos que ya llevara más de una hora sin volver.

—Seguro estará con una de sus chicas —nos decíamos Graciela y yo.

—Al menos no va a tomar alcohol —decía ella.

Tomados de las manos de las señoras, nos dirigimos a la pequeña capilla, era un
sendero empinado, oscuro y fangoso el que conducía a la Casa del Señor. Ya en
la capilla, nos dimos cuenta lo importante que fue haber aceptado la invitación a
la homilía, pues se les veía felices como anfitrionas y trataban de darnos todas las
atenciones.

De vuelta al camión, pudimos ver al niño que había sido elegido para su cuidado.
En ese instante, coincidimos con el chofer que llegaba y nos comunica con toda
calma, que solo podía llevarnos hasta Querecoto, y que ahí se quedaba.

No quedaba otra opción, subimos al camión y terminamos en Querocoto. Parecía


un lugar de pocos habitantes, por lo menos no circulaba mucha gente por las
calles. Desde lo lejos pude ver algo que desentonaba con el ambiente desolador
y modesto. Era un carro negro que brillaba por el encerado, el mismo que
descansaba al costado de una casa.

Alguien nos dijo que era la camioneta del chofer del alcalde, el mismo que meses
después nos enteramos que estaba involucrado con actos de narcotráfico.

—Buenos días —grité tímidamente desde afuera, asomando mi rostro al patio de


la casa para ver mejor, pues el radiante sol dejaba sombra en su interior.

—¿Qué pasa? —preguntó un tipo sin camisa y con pinta arrogante, en tanto salía
lentamente, pues parecía tener pesadez, provocada por el almuerzo.

—Amigo —le dije— necesitamos viajar a Huambos — es urgente —repliqué.

—Muy bien —nos dijo— pero les va a costar.

—El carro es del alcalde y yo soy su chofer —nos confirmaba.

—¿No tendrás problemas? —pregunté.

60
—Sígueme —nos dijo— colocándose su camisa y caminando hacia la cuesta que
estaba a unos doscientos metros. —Ven a ese caserío allá abajo — señalando
con su dedo. —Ahí está el alcalde con su hermano —también alcalde de
Querocotillo, juergueándose con unas féminas— sin guardar ninguna delicadeza
ante la presencia de Graciela.

—Cuarenta soles y los llevo —declaró con soberbia.

Aceptamos inmediatamente y emprendimos el viaje. El tramo era insoportable,


ahora ya no solo por lo accidentado del terreno, sino por la falta de delicadeza del
chofer que distaba de la noble gentileza de los pobladores de Paraguay que
conocimos.

Ya en Huambos, embarcamos en un colectivo informal —station wagon— hacia


Chiclayo. Un viaje de placer comparado con los realizados en camión.
Obviamente, era un paso obligado visitar a mis tíos preferidos en Chiclayo, Julia
y Ángel, a quienes siempre los recuerdo con infinito cariño.

Finalmente terminó el viaje, con todos los ingredientes que tuvo. Una lección me
queda y es que la historia no solo hay que conocerla, sino también vivirla. Que los
acontecimientos del pasado se repiten. Que la familia no muere y la casta está
ahí, por los siglos de los siglos. Ahora, nuestro abuelo vive en el recuerdo como
un hombre valiente que luchó por defender sus ideales, aunque alguna vez, mis
padres fueron a Sullana a conocerlo, y encontraron a un hombre viejo, insensible
y tozudo, con una diabetes que lo acabaría pronto.

61
62
5. ÚLTIMAS PALABRAS

Tras la batuta de nuestros padres salimos al mundo intentando correr sin aliento
y a volar, a veces, sin alas. Esperamos que la miel caiga del cielo, y solo llueve
hiel y los atajos solo son distracciones que hacen más largo el camino.

A la vida vamos con poco, y lo correcto llega como susurros tardíos en el tramo
final.

Ahora, los recuerdos son como pensamientos maduros y ordenados en la mente


y son expulsados como rituales para vivir.

Solo me queda desear, que nunca nos llene la soledad, y que los sonidos siempre
nos hablen de amor.

63
64
6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

• La Rebelión del Caudillo Andino


DR. JUAN D. VIGIL

• Chotanos Bandoleros y justicieros


JUSTINIANO R. MARCATINCO VELAZCO

• Semblanza de Eleodoro Benel


POR UN CHOTANO

• Historia Policial del Perú


GC RÓMULO MERINO ARANA

• Wikipedia. La Enciclopedia libre


INTERNET

65
66
COMPOSICIONES
Algunas pinceladas, que escribí,
en tanto surgían nuevos recuerdos
para agregar al libro.
Nacen prematuros,
antes que los azotes del virus me
impida publicarlos.

67
68
Bandolero

Escucha bandolero
Son balazos
Son los cascos que retumban
Son “cachacos” los que vienen
Saca filo a tu machete
Ponte el poncho y el sombrero
Sube raudo a tu caballo

Con cuerpo erguido


y tu frente en alto
ajusta bien el sombrero
con el poncho de lado
y sube al monte vigilante

Vaya “Robin Hood” andino


que en los pueblos hay suspiros
de las mozas que te lloran

Dale sin parar,


las caídas son muy fuertes
pero te hacen inmortal

Es casi la hora,
y morirás
Sin el perdón ni gracias
Solo el orgullo quedará

69
70
Madre mía

Que tan lejos aquellos días


que con alegría y gozo
y al recordar alumbran
mi terrenal camino

Sencilla y garbosa Jeshu,


dejas marcada la vía
con alegría
son tus cosas ¡madre mía!

que van acompañando


mi vacilante camino,
alumbrando con tu mirada
que encandila

Y tu recuerdo,
como ave celosa
que no abandona…
Así, como hace tiempo, Madre mía

71
72
El viejo va

Te fuiste viejo
Atrás
tu vida excepcional dejaste

Viejo necio, viejo íntegro


…viejo mi querido viejo

Tu vocación
apasionado abrigaste,
y qué lección nos dejaste

Amigo del café,


del cigarro y la cumbiamba
Tu blanco mechón aún brilla
sobre tu ceñudo rostro

Vuela alto viejo lindo


Y que la distancia
solo deje más amor

73
74
Hey covid

Tú que no te dejas ver


y caminas por mercados, plazas y calles
dejando tu peste de un brochazo
Tú que acabaste con los sueños e ilusiones de muchos
y nos convertiste en simples números
hoy arrinconado te veo desde casa

Fíjate,
más que miedo, tu cobardía aturde
pues los niños y ancianos son tus favoritos,
pero cuidado que a otros como tú vencimos

Ahora en medio de la duda


salimos sin corona,
y son mis médicos y policías
brigadas que en el peligro
son mis valientes
que a las ocho
desde el balcón aplaudo

Sabes…
si hay algo que te agradezco
es haber hecho de mi casa, mi trinchera
cortando mis ataduras,
cobijando mis esperanzas,
y rescatando mis recuerdos

Con mis nuevas armas


descubro
que siempre fuimos felices
y no lo sabíamos
Y aunque me quede en casa
vamos por ti

75
76
ÁLBUM FOTOGRÁFICO

Algunos hallazgos
fotográficos del baúl
de los recuerdos.

77
78
Mis padres juntos e inolvidables.

Jesús y Daniel
La Jeshu

Visita
sorpresiva a
Daniel en Paita

Con mi padre
Daniel

Con mi madre

79
80
Mis hermanos siempre estuvieron conmigo, y Oliver, uno más de la familia, no
deja de irradiar amabilidad y respeto. Ariana brilla como una joya, la más
importante de mi vida.

Óliver y Maricela con mi hija Ariana


con su abuelita Jesús

Maricela y Percy con la Jeshu


en el Barrio Fiscal N°5 Con mi Con mi hermana
hermano Percy Maricela

Mi hija Ariana

Con Tyson

81
82
Difícil olvidar al Callao, donde recibimos el cariño inmenso de mi abuela Brenilda
y mi tío José; y Chiclayo, donde brillaron con luz propia mi tía Julia y Ángel, sin
olvidar a Juanito con su amor siempre sincero.

Con la abuela
Brenilda

Mis tíos Julia y


Ángel con el
genial Juanito y
Ariana

Mi tío José

83
84
Momentos universitarios, desde las bancas de las Facultad de Petróleo, las
maquetas de la UNI, hasta la cebichería Freddy.

Vistas de la antigua
edificación de la
Facultad de Ingeniería
de Petróleo

Maqueta de las Fases de la


Industria de Petróleo

Brindando con “Chira” en la


Cebichería “Freddy”

85
86
El pueblo de Querocotillo. Momentos emocionantes en el cementerio y el lugar
donde nació mi madre.

Vista aérea de Querocotillo

Plaza de armas Piña de Querocotilo

Con Ernesto en el Cementerio Aquí estaba la casa donde


nació mi madre

87
88
Mi primo Ernesto y su madre, los grandes anfitriones que compartieron su
grandeza con nosotros. También, las nuevas generaciones de Querocotilo.

Con Ernesto y su madre

Paseando por el pueblo

Desayuno con la madre de Ernesto

La nieta de mi primo Ernesto (con una gorra que le


regalé), y sus amigos

89
90
91
92
93
DE BUENA CASTA
…un bandolero en casa

Primera edición escrita como


libro electrónico, que me animé a
publicar durante la pandemia que
nos tocó vivir el 2020.

Quizá nos estemos


acercando al final de la carrera, y
no quiero ser sorprendido sin
dejar siquiera un testimonio
familiar.

Juan Daniel Peralta Castañeda

- Limeño desde 1966. Pasó sus mejores años en el barrio


Ventura Rossi del Rímac
- Ariana es su hija adorada. Vive orgulloso que tocara el
“Claro de Luna” en el piano del mismísimo Oswaldo
Guayasamín
- Estudiar petróleo en la UNI le mostró el Perú verdadero
- Sus estudios de riesgos pueden salvar vidas
- Apasionado por el fútbol. Identificado a muerte con la “U”
- Su sueño de ser entrenador de fútbol no anda muy lejos

Av. General Córdova 361 – Miraflores – Lima - Perú


947579368  judapeca@gmail.com

94

También podría gustarte