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Carátula
1. INTRODUCCIÓN .....................................................................................................................11
2. EL BANDOLERISMO ..............................................................................................................21
3. UN BANDOLERO EN CASA .................................................................................................29
4. EL VIAJE ....................................................................................................................................45
5. ÚLTIMAS PALABRAS ............................................................................................................63
6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ..................................................................................65
COMPOSICIONES ..........................................................................................................................67
ÁLBUM FOTOGRÁFICO ................................................................................................................77
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PRÓLOGO
Tengo una linda hija, alguna vez me tocó sembrar un árbol, y se puede inferir que
me corresponde escribir un libro, sin embargo, ese no es el motivo de estar aquí.
Nací después de un lapso de diecisiete años producto del reencuentro de mis
padres y, desde ahí hasta la fecha, no ha sido más que recuerdos de buenos y
difíciles tiempos vividos. Recuerdos, que se convirtieron en grandes lecciones de
vida, o simples anécdotas que decidí escribir en medio de los machetes, caballos
y ponchos, que acompañan a esa linda historia, que mi abuelo protagonizó allá
por el año 1924.
Estos serán los hechos que vienen escritos en los siguientes capítulos, pero con
el agregado, que lo hace un descendiente de bandolero; donde las historias se
hacen hazañas, nuestros personajes héroes, y las letras se escriben con sangre.
Bueno, nadie es perfecto, algunos de nuestros actos trajeron alegrías como
hazañas, mis padres son mis grandes referentes como héroes, y casi siempre, lo
que contamos, lo hacemos con pasión, provocando el revoloteo de la sangre en
el cuerpo.
Antes de comenzar les digo, que solo espero que esta narración anecdótica, que
escribí con mucho amor, se convierta en emociones, y que los lectores descubran
al bandolero que llevamos dentro.
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1. INTRODUCCIÓN
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y dentro de poco, comenzaba una práctica calificada con el Ingeniero Elías,
profesor considerado uno de los veteranos de guerra del petróleo en el Perú, por
su largo trajín en la industria.
“Dejo los pozos listos para que comiencen a producir” —proclamaba con orgullo.
Fuera de la instrucción clásica que impartía los sábados por la mañana, se
encargaba de inyectar el “espíritu petrolero” a los alumnos, de forma peculiar…
—Si quieres ser un buen petrolero, debes ser pelotero, borracho y mujeriego —
repetía con orgullo. —Si no, dedícate a otra cosa —sentenciaba.
—“la malva por ser malva en cualquier jardín florece, el petrolero por ser petrolero,
en cualquier cama amanece” —entonaba.
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—Otra vez fallaron, es verdadero —sentenció, esbozando una sádica sonrisa. —
Cuarta pregunta — entonaba dando vuelta la página de la libreta. —¿Es verdadero
o falso?
En tanto, gritaban desde las bancas, mientras Carlos seguía dando sus mejores
trancos, con su mochila a cuestas.
Haber estudiado toda la noche —no habitual en él— le jugó una mala pasada.
Brincando de a tres, los peldaños de las escaleras, llega al segundo piso de la
antigua edificación petrolera. La puerta del aula ya estaba cerrada, y es que el
ingeniero Elías era muy estricto con el horario, y no permitía tardanzas. Carlos,
con singular rosto de angustia y pegando sus manos en señal de rezo, posaba por
la ventana de la puerta, intentando capturar la atención del profesor para lograr su
misericordia y lo deje entrar. El ingeniero era inmune a la distracción y continuaba
parado frente a una decena de alumnos, dando instrucciones preliminares para
rendir el examen.
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Luego de divisar al grupo, en la improvisada ágora de las bancas, se acerca a
participar sin que lo inviten. La tertulia pasaba por la búsqueda de la coherencia
de un tema de la clase de reservorios, con lo que encontraron escrito en un libro
—Applied Petroleum Reservoir Engineering de Craft—, reconocido entre
petroleros. No todos manejaban bien el inglés, y los que teníamos formación
básica - nos ganábamos unos soles traduciendo algunas hojas.
Carlos, era uno de esos personajes desvergonzados que se invitaban solos a los
grupos, y en un instante, ya se había abierto espacio entre dos personas, y era
uno más de la ronda, distrayendo el intercambio de reflexiones académicos.
Algunos quedaban desconcertados por la “conchudes”, y otros —que lo conocían
muy bien— hacían espacio y tomaban su mejor ángulo conocedores, que lo
bueno, estaba por venir.
Primero, se seca el sudor, por el trote que dio, y luego, dejando su mochila en el
piso, se lanza a contar un episodio bizarro de su intimidad.
—Le di una bofeteada para que reaccionara —dijo. —Y no pasaba nada —decía,
haciendo un silencio de suspenso.
Día a día, Chira, demostraba su destreza explicando a los colegiales que llegaban
interesados a ver la feria. Hacía gala de la experiencia como profesor de
academia, y su escondida faceta actoral.
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Los recorridos de “Chira” alrededor de la maqueta eran bien calculados por él, y
rápidamente se convirtieron en los preferidos por los estudiantes que hacían
largas colas, esperando su turno, por grupos. Eran las once y treinta de la mañana,
la hora de mayor concurrencia de estudiantes, y a lo lejos podíamos divisar a
“Chira” moviéndose zigzagueantemente y haciendo flamear el lapicero que tenía
de puntero. Si no conociera a “Chira”, podría creer que se trataba de un mago
dando unos toques mágicos con su barita, o a un director de sinfónica agitando
su batuta en pleno concierto. Era su última ronda, y una decena de embrujados
estudiantes seguían a su instructor como un rebaño a su pastor. A unos metros
de distancia, un profesor y yo, veíamos con admiración el desempeño de “Chira”,
que ya concluía por ese día. Estirando los brazos hacia atrás hace crujir sus
articulaciones y se acerca a nosotros. Mientras el grupo estudiantil se iba
dispersando, una niña se aísla, y se aproxima por detrás de “Chira”.
—¿Por qué el petróleo tiene varios colores? —preguntó con voz tímida, la curiosa
niña, mientras “Chira” ya estaba frente a ella.
Rápidamente pasó por mi cabeza, que aquélla, no era una pregunta muy típica y
sencilla de responder, y que la repuesta pasaría por explicar los fenómenos físico-
químicos presentes en la diagénesis, o simplemente que dependía de las
condiciones donde se dieron los procesos de sedimentación. Yo no sabía cómo
explicar dicho proceso complejo, sin embargo, “Chira” sí.
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Mira, hay uno verde, el otro es azul, también hay amarillo…de todos los colores —
por eso el petróleo tiene diferentes colores, acotaba descaradamente.
La escena jocosa estimuló el apetito, por eso, decidimos continuar con el epílogo
de la exposición comiendo un rico “cebichito”. Giramos hacia la puerta de salida
de la universidad, y casi inmediatamente, dos personas del grupo de la banca de
cemento, salen raudos a darnos el alcance. Carlos y Javier, tenían instalado un
sentido del humor común, formidable para detectar los encuentros especiales
entre amigos. Como zombis, siguieron nuestros pasos hasta alcanzarnos metros
más adelante. El destino era el restaurant de Freddy, casa verde que fungía como
cebichería caleta en un segundo piso, a unas cuadras de la universidad. Muchos
se atrevían a decir, que si no habías ido al “Freddy” o al “Canteño”, no eras de la
UNI. El “Freddy” destacaba por la preparación de cebiches y jaleas, y “El canteño”
era el punto cervecero preferido.
El plan era, degustar una deliciosa fuente de cebiche tipo “quinceañera” —fuente
de quince soles— oferta que inventé por el bajo presupuesto que manejábamos
en nuestra etapa universitaria. Ahí aprendí, que el valor de un cebiche no solo
pasa por el sabor captado por el buen paladar que tenemos los peruanos, sino por
el poder de convocatoria que tiene el delicioso manjar. Grandes grupos de
comensales pueden posar alrededor de una fuente, deteniendo el habla, y solo
admitiendo treguas para empilar un vaso de cerveza. En medio de la noche,
cuando las notas del equipo de sonido —que se escondía detrás de unas cortinas
al fondo de la casa restaurant— callaban, y el color del cielo se veía sombrío por
la ventana, se abría paso en la conversación, aquella narrativa épica de mi abuelo;
era mi turno, y nadie podía interponerse, mi abuelo estaba en la historia del Perú,
y sus leyendas eran caldo de cultivo de la reunión. Así Carlos, el hiperactivo del
grupo, reclamaba, como fanático, que se cuente la historia del abuelo bandolero,
Don Tomás Castañeda.
Javier, era el más aplicado en los estudios, y no solo se quedaba con que le
cuenten la historia, sino pedía una base histórica que lo sustentara. No era fácil,
narrar la historia ante ese grupo exigente e impulsivo, sin embargo, mi orgullo y
deseo por desbaratar la semejanza con delincuentes comunes, me hacía sentir
obligado a contar la historia de los bandoleros con lujo de detalles.
Pero lo más importante— les dije en tono soberbio—, Don Castañeda era mi
abuelo, y qué cosa va a pasar.
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Aunque era un enfrentamiento a veces desigual en número y recursos, la cosa
nos favoreció muchas veces, les decía, como asumiendo el protagonismo en la
contienda.
Casi siempre terminaba contando lo que decían los historiadores sobre el hábito
adquirido por los bandoleros, que se robaban a las doncellas más lindas de los
pueblos. Inclusive, alguna crónica narró que el abuelo Tomás Castañeda murió
cumpliendo su función marital, haciendo el amor con su pareja de quince años.
Carlos exigía ampliar al detalle esa parte de la historia.
Y si quieren saber más de la historia —les decía, —otro día me invitan y les cuento.
La dinámica de narrar las leyendas del abuelo, una y otra vez en la Cebichería de
Freddy o en cualquier reunión de amigos, se hizo costumbre, tanto que, hasta ya
me apodaban: “bandolero” o “cebichito”.
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2. EL BANDOLERISMO
Las narraciones del bandolerismo se repiten y desarrollan con el tiempo que pasa
inexorable, haciendo de comidilla que van nutriendo a historiadores hambrientos.
Son las diferentes publicaciones que descansan en las bibliotecas, las que
esperan que la curiosidad de algunos las recoja.
Eleodoro Benel no fue un forajido que robaba ganado, fue un gamonal dueño de
muchos fundos y gente a su servicio. Luchador contra las injusticias, con muchos
amigos en los grupos bandoleros y muchos enemigos entre los cuatreros. La
rivalidad entre haciendas terminaba casi siempre en deseos de liquidación entre
ellos. De otro lado, el ser partidario de un partido político, y defender sus causas,
lo llevó a ganarse muchos detractores y convertirse en enemigo del gobierno. De
hecho, Benel es el bandolero referente, de quien se han tejido innumerables
historias. Benel llamaba a mi abuelo: “el joven Castañeda”, apelativo que lo vemos
acuñado en varias partes de los registros históricos.
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Como consecuencia de su actitud rebelde, los bandoleros cargaban deudas con
la justicia, inclusive muchos estuvieron encerrados y fugaron de las cárceles allá
por el año 1919.
Samuel del Alcázar y Huguet, limeño e hijo de Gabriel del Alcázar y de María
Huguet, fue el mayor de tres hermanos varones, siendo el segundo Víctor del
Alcázar y Huguet y el menor Benigno del Alcázar y Huguet. Durante la guerra del
Pacífico, participó en la batalla de Huamachuco el 9 de julio de 1883 y fue uno de
los últimos oficiales en ver con vida al Coronel Leoncio Prado Gutiérrez, durante
la retirada. Siendo mayor, luchó heroicamente y resultó herido el 17 de marzo de
1895, defendiendo un puesto de avanzada en Cocharcas.
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gobiernistas se reorganizaban. Finalmente, éstas atacaron y derrotaron a los
rebeldes en las cercanías de esa ciudad.
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éste lo sorprendió. En la refriega murieron más de 50 soldados, el resto huyó.
Benel se sentía seguro al haber vencido al ejército.
En una segunda incursión y con el mismo fin, salió el Capitán EP Gárate desde
Santa Cruz, con un escuadrón de caballería. También pensó sorprender a Benel,
quien conocedor del terreno y del arte de la guerra, lo dejó que se aproximara
hasta un punto estratégico y atacó. Gárate y su escuadrón tuvieron que huir
dejando algunos muertos, unos buenos caballos y armas que tanta falta le hacían
a la insurgencia.
Una tercera incursión estuvo a cargo del el Teniente Coronel EP Valdeiglesias con
el Batallón de Infantería Nº11 de Lambayeque, de donde salió en enero de 1925,
llegando el 20 del mismo mes a las inmediaciones de la Samana. Allí fueron
avistados por los hombres de Benel, quien tenía un destacamento especial
integrado por sus hijos Andrés y Segundo y por sus hijas Lucila y Donatilde,
expertas en el manejo de armas de fuego.
Valdeiglesias atacó con todo ímpetu, pero al final no pudo vencer la resistencia de
los rebeldes quienes atrincherados respondían con igual fuerza a los gobiernistas.
Viendo que todo era inútil, el jefe del escuadrón ordenó la retirada a los
sobrevivientes dejando decenas de muertos. De lado de los benelistas, cayeron
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A pesar del triunfo, Benel y sus lugartenientes Misael Vargas y César Asenjo,
quienes siempre estuvieron de su parte, y lucharon bravamente en todas las
contiendas, acordaron dejar la Samana y retirarse a Silugán, tanto porque
carecían de municiones como porque —tal vez - querían ya la paz.
La caravana estaba compuesta por Benel, sus lugartenientes, sus hijos, las viudas
y más de 150 fusileros fidelísimos. Sumaban unas 300 personas entre hombres,
mujeres e hijos de los combatientes. La ruta fue La Esperanza, Cordillera de
Huambos, Mamabamba, Callayuc y al fin, las montañas y los bosques de Silugán.
En el trayecto tuvo que enfrentarse a una banda gobiernista capitaneada por
Manuel Alarcón en Chabarbamba. No hubo mayores contratiempos. La larga y
penosa jornada duró cuatro días.
Así, Benel era para el gobierno un objetivo con el que se debía acabar por el
peligro político que significaba: un foco de resistencia que podía expandirse. Era
un paladín y un ejemplo para el resto de bandoleros de la zona, y era un reto para
las fuerzas gubernamentales, que hasta entonces no podían con él.
Para capturar a Benel, fue necesario movilizar a las fuerzas regulares del Ejército
y a las de la Guardia Civil. Según el General Merino Arana, en el libro ya
comentado, el Coronel Valdeiglesias, del Ejército, contaba con 400 hombres y
Herrera, de la Guardia Civil, tenía más de 450 hombres. Según Juan D. Vigil cada
fuerza tenía más de mil efectivos.
Lucila Benel escribe sus impresiones sobre Benel y el bandolerismo, en una carta
publicada en el diario El Comercio de Lima el 24 de setiembre de 1963, en
respuesta a otro artículo, publicado en el mismo diario, el 10 de ese mes.
• Benel sabía que le había llegado la hora, que una bala acabaría con él en lucha
o en prisión. Recordemos que todo prisionero era fusilado en el acto. No había
alternativa.
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• Su temperamento, su valentía y su orgullo no le permitían darle ese gusto a “los
cachacos”.
• Benel sentía un profundo odio hacia la Guardia Civil, a cuyos efectivos llamaba
despectivamente “los cachacos”
Con su muerte, dice Merino Arana, “terminó este legendario personaje de 67 años,
enjuto, con su barba y cabellos ampliamente crecidos por el tiempo, la camisa de
mísero tocuyo y el pantalón de loneta, sucio y rotoso, los pies descalzos y la salud
a medias”. “Cerca de un año vivió acosado por la formidable fuerza de la Guardia
Civil que no podía tocar fajina, sin antes haber sentado el acta de muerte”.
En resumen, la revolución gestada por Osores, del Alcázar y Benel tenía como
objetivo impedir la reelección de Leguía y acabar con los abusos y la corruptela
que reinaba en el país, sin embargo, esta gesta terminó sin éxito.
Del Alcázar fue fusilado y Osores terminó encarcelado. Benel tomó el mando en
esa lucha, liderando exitosos enfrentamientos con las fuerzas del orden,
haciéndose famoso porque nadie lo podía capturar, pero llegó un momento que
se siente sitiado, ya sin armas, ni alimentos. Así débil, llega a su final por una
traición de uno de los suyos.
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3. UN BANDOLERO EN CASA
La abuela era colosal, me pedía que no cante para comer - costumbre que hasta
ahora arrastro —o cuando en una reunión, nos servía los potajes en un plato más
grande que los que usaba para la visita.
—Hola tío —le saludaron con mucho afecto, a los que Daniel correspondía. —
Tenemos un “cachuelo” para ti —le decía uno de ellos, esperando despertar el
entusiasmo que nunca llegó.
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A Daniel le decían “tío”, quizá por su corte de señor recio y gestos autoritarios.
Con una frente ancha, que lucía abajo de un mechón blanco similar al que usaba
Miguel Aceves Mejía —cantante y actor mexicano, de la llamada Época de Oro
del cine mexicano, autor de temas rancheros, a quien se le conocía con el apodo
de “El Rey del Falsete”
A pesar del descanso legal forzado por la norma de jubilación, la suma de los años
y un aneurisma cerebral que lo llevaba congénito, notaba que Daniel se mostraba
dispuesto a alguna invitación para seguir trabajando, como que el reposo no era
una opción para él. Fue entonces que, con una voz rasposa, por los estragos del
cigarro, aceptó la propuesta, pero con un pequeño detalle…
Mi madre era una sencilla y bella mujer, con carisma criollo y trato adulador. Con
un plan cumplido al ver a sus hijos profesionales, sin que pisen una loseta del piso
de la cocina. Se ganaba la amistad de mis amigos y los de mis hermanos. Su
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mayor preocupación fue, qué cocinar al día siguiente, realmente era una experta
en la cocina y su mentalidad machista no permitía ayuda culinaria de alguno de
nosotros. Que lo nuestro era el estudio decía, y que si entras eres un mariquita.
La tarde de tertulia con los visitantes se tornaba caliente por el calor reinante, y
ameritaba unos vasos de limonada, muy apropiados para esas gargantas secas
por las peroratas desplegadas para el convencimiento del “tío”. La Jeshu, otra vez
en acción, vuelve en su conocido viaje de la cocina a la sala, y muestra una fuente
con agua para los locos, así llamaba al refresco de manzana, útil para la cabeza
decía. Con una fineza para hablar ante los invitados, y su sonrisa pícara como
para ganar espacio, se despedía volviendo al aroma de las ollas en la cocina, con
nuestro adorable perro de compañía. Tyson, nuestro bóxer atigrado y cuto, limpió
la imagen de Polín, shih tzu obsesionado y agresivo por el movimiento de los pies
de los visitantes a la casa.
Dieron la orden entonces, que nos habilitaran una habitación con dos camas, a
pedido del tío. Entonces compartimos habitación esa noche, con un sueño
interrumpido por los ronquidos de mi padre.
—Dos americanos —respondió Daniel, mientras suponía que había hecho una
buena elección.
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Fue así, que aterrizaron unas tazas, una de té y otra de café en la mesa. Don
Daniel no se perdía una taza de café pasado, por la mañana, por la tarde o la
noche, con la complicidad de un cigarro Latino en la mano que la Jeshu había
comprado en paquetes de doce cajetillas en el Mercado Central.
—Me equivoqué echando sal, cuando debí echar azúcar —decía entrecortado por
el bochornoso momento
—No pasa nada, amigo —expresó con seriedad— eso le pasa a cualquiera —
acotaba. —Mozo, otra taza con agua —sale el grito cruzando la sala.
—Tu labor es cargar con los equipos, plancheta, la mira y el maletín de viaje. —
dijo con seriedad y aplomo. Recuerda que no eres solo un simple cargador,
también debes anotar en la libreta cada vez que te lo indique —decía.
—Ok —le dije, llamando con el brazo a uno de ellos que pasaba por ahí.
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Nuevamente tuve que trasladar los equipos a la maletera del auto. Media hora nos
tomó cruzar la avenida Arequipa y el Centro de Lima para llegar al Rímac.
Finalmente llegamos, y la habitual maniobra de traslado de los instrumentos
recobra vida, al menos con la satisfacción que iba a ser la última vez que lo hacía.
Ya en casa, Daniel se sentó en el sillón principal de la casa para el descanso del
guerrero, en tanto colocaba en el suelo el último equipo que descargué desde el
taxi.
De pronto, Daniel, reposando sobre el asiento, respaldo y brazos del sofá, gira la
cabeza y lanza la pregunta:
—¿y la plancheta? — se trataba, de lejos, del equipo más costoso que teníamos.
El tío sentado, con su rostro quemado por intenso sol, prende su cigarro y, gira en
reversa su cabeza hacia el Zenit. Un silencio rondó la sala, no noté molestia en mi
padre, más bien una mezcla de resignación con sentimiento de culpa. Oliver,
esposo de Maricela, llegaba del trabajo y se enteraba de todo.
Maricela rauda, y casi sin pensar, agilizó el paso a la cochera para sacar el auto y
salir enseguida a buscar la plancheta. Llegamos a la avenida Javier Prado, a unos
doscientos metros de donde se produjo el trasbordo, y apenas se podía divisar la
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pileta. Maricela reconoce el edificio contiguo y advierte, que ahí mi padre llevaba
su tratamiento por su problema neurológico.
—Den la vuelta —decía. —Hay una bomba, una bomba —replicaba, mientras se
interponía. —Aléjense de aquí inmediatamente —ordenaba firmemente.
—No hay problema —les dije —Es mi plancheta —en referencia al equipo que
divisé, descansando sobre el muro de la pileta.—Es el equipo que usa mi padre
para la topografía —Lo olvidé aquí, cuando estaba abordando un taxi, hace un par
de horas —acoté.
—Ok, tranquilos —les decía, mientras iba abriendo la correa que rodeaba el
artefacto.
Uno de los valientes servidores del orden, despojado del pasamontaña que cubría
su rosto, con voz soberbia y aliviada dijo:
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—yo trabajé alguna vez con un equipo así… sí lo conozco balbuceó —Lléveselo y
tenga más cuidado otra vez —indicó el policía, con falsa soberbia.
Avergonzado, y con una alegría que degustaba en privado, cerré la caja para
llevarla de vuelta a casa, en medio del justificado clamor y temor de los vecinos.
En esos tiempos, Lima vivía días difíciles, las noticias nos informaban de coches
bomba que estallaban, arbitrarios ajusticiamientos y abusos militares. Desde esa
época los peruanos fuimos diferentes, pues aumentó nuestra sensibilidad, y
algunos desarrollaron un extraño resentimiento.
Era uno de esos cachuelos para delinear una irrigación de un campo agrícola.
Recuerdo a un Ingeniero Armas que era nuestro vecino en el Rímac, y cada tanto
visitaba la casa, algunas veces para ofrecerle trabajo a mi padre. Esta vez me
disculpé le dije que ya no podía viajar, pues había comenzado a trabajar en una
empresa de la UNI, y mis obligaciones iniciales no me permitían cuadrar horarios.
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Habían pasado un par de meses y Daniel seguía trabajando en Chepén, cuando
llegaron malas noticias del estado de su salud. El ingeniero Armas nos contaba
que, aparte de las convulsiones, se había desmayado un par de veces. Pero el
problema más grande, era que hacía oídos sordos cuando se le recomendaba ya
no trabajar y regresar a Lima. En ese entonces, el escenario había cambiado, y
es que la UNI pasaba una crisis debido a una huelga de estudiantes y
trabajadores, inclusive el campus había sido tomado. Me tomé una licencia
obligada por la empresa, pues mi cargo no era de confianza. Inmediatamente por
acuerdo de la familia optamos que yo viaje de forma inopinada. Entonces enrumbé
a Chepén a darle la sorpresa a mi padre, y a ver si podía convencerlo y regresar
ambos a casa.
Embarqué en un bus rutero, es decir, que paraba en algún punto de cada ciudad
que atravesaba. Casi doce horas de viaje, con el detalle que no conocía esa
región, y que me quedé dormido hasta un punto en que el vehículo se detuvo por
un buen tiempo. Eran las doce y algo de la medianoche y alcanzo a ver un letrero
que cruzaba la pista de poste a poste. El aviso felicitaba el ascenso a la primera
división del futbol profesional del equipo del “Sport Pilsen de Guadalupe”, y al pie
del cartel decía Municipalidad de Chepén. Tomé mi maletín de la gaveta y
esquivando al señor, que roncaba a mi costado, salí apresurado para bajar ahí,
había llegado a Chepén y no me había dado cuenta.
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—Yo, tu hijo —respondí
Fue así que, en uno de esos tránsitos, clavando y desclavando —cada hito era
definido por un clavo donde se fija la mira—, Napo pasa frente a Daniel con el
clavo en la mano, bromeando a nariz de perro chiquito.
—¿A dónde vas Napo?, ¿dónde llevas ese clavo? —Daniel le reclamaba,
refiriéndose a la pieza puntiaguda de acero de treinta centímetros de largo. —
Debiste dejarlo clavado, y poner la mira para poder tomar la medida —le gritaba—
Ahora ¿qué punto voy a medir? —Se arruinó el trabajo de todos —dijo en tono
beligerante.
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Nunca vi a Daniel con esa furia, sus gritos hacían “caliente” el momento, y el eco
se expandía en el frondoso valle. Napo impávido, quedó sentado sobre una roca
con la cabeza abajo y los codos en las rodillas, no había un chiste que sirva de
remedio. Daniel da la vuelta y busca una sombra bajo la copa de un árbol para
servirse, del pico de una botella plástica de gaseosa, el emoliente de chancapiedra
que Napo le había traído para el dolor de sus riñones.
—Me merezco esos gritos —en tono de arrepentido, dijo Napo. —Me lo ha repetido
tantas veces, y me distraje otra vez —reflexionó en voz alta. —Don Daniel es muy
bueno con nosotros, y mira cómo le pago —sentenció, como queriendo que
elimine la vergüenza ajena que sentía.
—Vamos a volver a repetir la medida de los puntos que se perdieron. —Dos días
almorzaremos en el campo para recuperar el tiempo perdido —ordenó
apaciguado.
—Una buena y otra mala —acotaba el ingeniero Armas, mostrando una leve
sonrisa.
—Bueno, dime primero la mala —dijo mi padre, sin mucho entusiasmo, como
siguiendo el juego.
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—La mala es que hemos tenido problemas financieros, y por lo tanto no hay plata
suficiente para los pagos —anunció el gerente. —Y la buena, tío, es que a ti si te
pagaremos —inmediatamente aclaró Armas, anticipando la respuesta de Daniel.
—No puedo aceptar eso —dijo con voz enérgica. —Si no nos pagan a todos, se
jode todo, y mañana mismo nos vamos a Lima —dijo, mientras los labios le
temblaban.
—Calma tío —dijo uno de ellos. —Trataremos de solucionar esto ahora mismo el
problema - decían con voz temblorosa.
Algunos que lo conocían, decían que Daniel explotaba como un volcán, y que
había que cuidarse de la nevada que era peor. Mi padre nunca aceptó ser un
“characato” arequipeño, a pesar de haber nacido en la provincia costeña de
Mollendo, a un poco más de 100 km de Arequipa, decía que se salvó por
kilómetros.
Dado que al día siguiente salimos al campo, sin problemas, supuse que las cosas
se arreglaron y terminamos el trabajo para luego volver juntos a Lima.
—Tío, hace mucho frío acá —decía “Tobi”, mientras degustaba un “calientito” para
calmar los escalofríos. —Menos mal que te abrigas con el cigarro —le decía como
broma.
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—El tío es bien chistoso —decía “La china” al grupo, en tono burlón, y sin creer
una pisca en lo que decía. —Apostamos, le dijo tentándolo. —Si lo dejas —te
llevamos a comer a “Rosita Ríos”.
—Ta bien —dijo “La Loba”, que era “amante del puño”, y se veía ganador.
—Si no, nos invitas una tranca en tu casa —seguro de continuar los encuentros
mensuales, después que cobren sus sueldos.
No sé si se cumplió la apuesta, pero desde esa fecha nunca más vi a los viejos
amigos reunirse en la casa.
Sus últimos años fueron duros, pues una caída le quebró la cadera y tuvo que
quedarse postrado en cama varios años. Aunque dolía verlo así, me quedo con lo
que respondía a sus visitas cuando le preguntaban por su salud, su frase era:
“jodido pero contento”.
—Segunda pregunta Daniel. —¿Cuál es la capital del Perú? — le dice, sin dejar
de alumbrar sus ojos.
—Muy bien, Daniel —respondió. —Ahora, ¿cómo se llama el presidente del Perú?
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Entonces, mi padre se apoderó de un instante de silencio, giró la cabeza de lado
y mirando a Percy, que se encontraba con los brazos cruzados y rostro cabizbajo
por la preocupación, le preguntó:
Mis padres fueron dejando grandes momentos, que emociona al recordar, y son
lecciones con efecto retardado, que ayudan a decidir cómo hacer, o no hacer las
cosas.
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4. EL VIAJE
Los días transcurren, y ya trabajando en una de las empresas petroleras del país,
decidí formar una familia con Graciela, con la que tuve una hija maravillosa
llamada Ariana. Pero antes que naciera ella, puedo recordar mi primera etapa de
familia.
—Querecotillo debe ser —le corregí, refiriéndome al pueblo entre Piura y Sullana
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—¡No! Querocotillo —aclaró con autoridad, refiriéndose al pueblo perteneciente a
Cutervo en Cajamarca.
—“Eso, es harina de otro costal”, cuando hablábamos de una persona que no era
de la familia.
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tiene una superficie de 697,1 km². En un plano pude distinguir que era el distrito
más extenso de toda la provincia y que abarca casi la tercera parte del territorio
provincial.
Nos contaba que cuando tenía unos meses de nacida fue llevada a Chiclayo, junto
a una prima, para ponerla fuera del alcance de las venganzas que amenazaban
al abuelo, provocadas por largos tiempos de bandolerismo.
—No, hijito, no vayas por favor, es peligroso — ella me decía. —Quién sabe si aún
se guardan rencores familiares, y podrías recibir agresiones, hasta te pueden
matar —acotó.
Sin embargo, mis deseos por viajar se hacían más grandes, aun considerando
semejante ingrediente que inyectaba adrenalina a la historia; ya no sería un viaje
cualquiera, sino que, tenía el perfil de una aventura.
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Filas de estantes con libros, forraban las paredes de más de tres metros de altura.
Todos clasificados y ordenados para la lectura y la consulta del público, que no
abarrotaba, pero era numeroso, en su mayoría escolares. Todavía novato en las
formas administrativas que gobernaban la biblioteca, mi tímido comportamiento
no se podía ocultar. Era difícil la tarea, pues solo sabía que tenía que encontrar
información del bandolerismo donde aparezca mi abuelo como protagonista. Ya
empapado de los procedimientos, inicié la búsqueda de los libros relacionados, y
comencé a escudriñar una lista de un fichero extraído de unos muebles de
madera, los contenidos eran relacionados a la historia de Cajamarca; encontré
varios similares, logrando rescatar, narrativas anónimas, mapas de la época,
personajes históricos, inclusive fotos en blanco y negro. Aunque no tenía tanta
solvencia económica, pude sacar algunas copias que ahora guardo celosamente.
De mi abuelo, apenas encontré pinceladas.
Que había participado, exitosamente, en varios combates contra las fuerzas del
orden.
Pero era información suficiente, para con Graciela, planear una fecha para el viaje
sin que interfiriera con nuestras obligaciones laborales.
—En este libro aparece tu abuelo, era un soporte importante para la revolución,
como brazo derecho del popular Benel —precisaba.
Llegamos a Huambos, un lugar satélite que servía como punto de encuentro para
transportistas y pasajeros que hacían un alto para retomar fuerzas, y volver a
dirigirse a lugares más lejanos como Querecoto, Querocotillo, Cutervo o el mismo
Chiclayo.
Unas señoras vendían limas sentadas sobre petates frente a una casona, y
extendían el negocio a lo largo de la acera de la plaza de Huambos, que
aparentaba ser el lugar de concentración de la zona. Las agridulces frutas se
apilaban en mantas sobre el piso, y las abrigadas mujeres, lanzaban sus ofertas
a viva voz.
Fueron unos minutos, los necesarios, para que Graciela y yo, nos familiarizáramos
con la dinámica de Huambos. De varias de las entrevistas que hicimos, logramos
empatía con María.
—Son casi tres horas para llegar a Querocotillo —nos informaba con tono humilde,
mientras que daba de lactar y mecía a su niño de meses. Las agencias de viaje
solo transportan los lunes y viernes durante la semana —comentaba.
49
Era martes, y el deseo de viajar angustiaba. Ya había pasado la medianoche y no
nos acompañaba la suerte, no aparecía vehículo alguno que iba a Querocotillo.
Había una casona que funcionaba como comedor, y sus comensales preferidos
eran choferes y pasajeros, y no podían perderse un buen caldo de gallina para
recargar energías y seguir el viaje. Por los ventanales del comedor, se podía ver
el tránsito de platos de un lado a otro, además de grandes humaradas que se
desprendían y se perdían en el ambiente.
Las limeras se sumaron a nuestra causa, nos decían que no perdiéramos la fe,
que debíamos preguntar a los propios choferes que hacían un alto para recargar
combustible.
Luego de tomar un caldo de gallina que compartimos los dos, vi el reloj, y ya eran
casi la una de la madrugada, y hacía un frío cada vez se hacía más crudo.
—Todo está perdido, tiro la toalla —le digo a Graciela. —Mejor nos vamos a un
hotel a descansar, e irnos a Chiclayo al amanecer, y luego retornamos a Lima —
resignado, declaro la voz de retirada.
Parecía el inicio de una discusión más en nuestras vidas. Antes que siguiera la
réplica, se oyó un grito en medio de la oscuridad de la noche.
—Voy! —grité, mientras salí en paso, ligero pero no apurado, hacia afuera.
—¿Cuánto nos cobras? —le dije con ansiedad, sin preocuparme que eso pueda
provocar que me lanzara una cifra inalcanzable.
—Por favor, espere que traigamos las cosas —le dije en tono ansioso y voz
quebradiza.
Nos esperaban tres largas horas en camión y la precavida Graciela compró unas
frazadas que le había prometido vender una señora, si conseguíamos movilidad.
Tuvo que despertarla tocándole la ventana de su dormitorio, ya que eran las dos
de la mañana.
Ya listos con nuestro equipaje, nos dirigimos al grifo para abordar el camión.
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—Van atrás —dijo, refiriéndose al remolque de la parte trasera —Pero sobrado
hay espacio para los dos —alentó.
Eran varios metros por una escalera de gato para llegar a lo alto de la caja de
carga, y había que desplegar una lona gruesa que forraba el interior, que apenas
podíamos notar. Iba cargado de bultos y la familia del chofer sobre ellos, era una
mujer adulta y una adolescente. No lográbamos verlos, pero en medio de la
penumbra, pudimos intercambiar saludos. Luego de ubicar a Graciela en un
estrecho lugar junto a ellas, busqué otro espacio para poder recostarme, pisando
los bultos hacia el otro lado. Era nuestro primer viaje en camión, pero me atrevo a
decir, que me tocó el mejor lugar. Era amplio y abrigador, inclusive me rendí al
sueño y al cansancio en medio de la conversación que entablaban Graciela y las
damas, desde ese momento buenas amigas. Durante el camino, me quedé
dormido, y podía predecir lo accidentado de la geografía del terreno por las
vibraciones que sufría el camión.
—Creo que al fin llegamos —dije, cuando el camión se detuvo por algunos minutos
—menos mal que durante el viaje ni noté el frío —agregué, mientras el amanecer
se abría paso por la lona traslucida tendida como techo del remolque.
Sentimos que alguien subía por las paredes de la caja de carga y desenfundaba
la lona. Era el señor chofer.
—Llegamos —dijo.
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Pisé firme sobre el lecho que me cobijó del frío, y sentí un ruido como balido, por
lo que desplegué más la lona para que la luz natural alumbrara adentro.
—¡Era una oveja viva! —entre miedo y asombro grité. —Había estado tendido
sobre una oveja — exclamé— mientras Miguel que sonreía, y preguntaba a dónde
íbamos exactamente.
Miguel, dirigiendo su dedo índice, nos apuntaba hacia un parque que era la plaza
de armas de Querocotillo.
Descendimos por los lados del remolque, hasta llegar al suelo de Querocotillo, con
los estragos respectivos por el trajín. Evidentemente, nos encontrábamos un tanto
perdidos y no dejábamos de mirar a los alrededores con curiosidad. Sin un solo
hotel a la vista y personas a quien preguntar, seguimos la pista empedrada que
nos marcaba el sendero hacia la plaza que señaló Miguel. Era imposible, dejar de
notar las casas de los lados de la pista, que iba en suave pendiente hacia el
destino. Sus ventanas se iban iluminando a nuestro paso, por el destello de
candiles en su interior. Pensamos, que como recién amanecía y no habia
suficiente luz natural, y las personas —ya despiertas —los iban encendiendo.
Fue en ese instante, que a lo lejos avizoraba por primera vez a la primera persona.
La neblina que se deslizaba sobre las aceras y jardines de la plaza, apenas dejaba
ver a un hombre alto, corpulento y arropado que se acercaba llevando un brazo
cruzado para cargar algo. El miedo asomó, y fue el momento que recordé las
célebres frases, todavía vigentes, de la Jeshu: que aún pueden haber rencillas, y
que escondiera el apellido Castañeda. Todavía puede haber sed de venganza y
puedes morir - recordaba.
El hombre se veía entrar con paso firme a la plaza como que no le molestaba el
peso que llevaba encima. Eran casi cien metros los que nos distanciaba desde la
vereda principal de la plaza. Cada vez que avizoraba mejor su imagen, recordaba
al legendario asesino del clásico del cine de terror, Jason, de viernes 13.
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Fue entonces que decidí ir al encuentro del misterioso personaje —desplegando
una estrategia absurda.
—Graciela, quédate aquí —ordené. —Si pasa algo, agarra una piedra, escoge una
casa y rompe una ventana para hacer escándalo —sin percatarme que el suelo
era empedrado y brillaba por su limpieza.
En ese momento, era nerviosismo lo que sentía. Íbamos paso a paso los dos,
hasta que nos detuvimos a dos metros. Llegó el momento dije, viendo ahora con
claridad sus facciones adustas y envergadura que me superaba ampliamente.
Saludé de inmediato.
—Ahí donde está sentada esa señorita —refiriéndose a Graciela—En esa puerta,
vive Ernesto Castañeda —indicó en tono serio pero amable.
Ya frente a la puerta, que aparecía alumbrada por los tímidos rayos de sol que ya
habían cortado la barrera de la neblina, pensamos si era oportuno tocar, y ante lo
desolado que lucía la ciudad y el temor a lo desconocido, di tres golpes a la puerta
que hicieron eco a lo largo y ancho de la pequeña plaza. Pasaron algunos
segundos, y se escuchaba que alguien hacía vibrar la puerta con unas maniobras
bruscas que buscaban quitar el seguro de la chapa. Finalmente la puerta se abrió,
y apareció un señor en calzoncillos y bividí de algodón blanco de la famosa marca
Boston.
—¿Usted es, Ernesto Castañeda? —le anticipé antes que dijera algo.
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—Nos presentamos —y sorprendido e interesado ante la noticia nos invitó a pasar,
creo motivado por la posibilidad de ser familia.
Tras la conversación inicial, era inevitable pensar que por nuestras venas pasaba
la misma sangre de bandolero. Era primo de mi madre, pues su padre era
hermano de Don Tomás Castañeda, hijo de mi bisabuelo Leopoldo.
Ernesto pidió permiso y se retiró unos instantes, quizá a ponerse ropa de vestir
pues seguía en ropa interior mientras conversábamos. Fue solo un instante
cuando reapareció vestido, y me invitó a entrar a la habitación del fondo de la
casa. Desde lejos, pude ver a una anciana tendida en su cama, como que no
comenzaba el día para ella.
Mientras Ernesto decía. —Mi madre tiene ochenta y cuatro años, y no puede ver.
Desde ahí comencé a vivir un momento diferente en mi vida. Aterricé mejor la idea
con la que salí desde Lima, y me sentí como si me estuviera abrazando la historia
misma, mi historia. Ya mi hermano, había experimentado algo similar. En uno de
esos viajes familiares, un poblador de Pucará no paraba de fijarle la mirada, y mi
padre lo increpó. Respondiendo —el extraño— que le incomodaba que Tomasito
Castañeda no lo saludara. Había confundido a Percy con Tomás Castañeda, y
que luego de identificarse, no paro de narrar las reconocidas historias del abuelo.
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—Abuela, ya estoy lleno —le dije tímidamente. —Come tú no más —le dije en tono
delicado.
Cuando pasábamos por la plaza de armas, el tío Ernesto toma aire y se pronuncia.
—Aquí estaba la casa donde nació tu madre —me dijo, mientras deslizaba su
mano sobre la tapia que cubría un terreno baldío. —La llevaron a Chiclayo de muy
niña —anotó, en tanto sacudía su mano para desempolvar sus dedos del polvo de
pintura blanca que se desprendía de la pared. —Vamos a la casa que tienen que
descansar —dijo, rompiendo una sensación de nostalgia.
—Ahí descansa el cuerpo del comerciante más acaudalado que tuvo Querocotillo.
Era exitoso en los negocios, usurero y avaro, la sensibilidad humana no era lo
suyo —decía. —¿Ves esta cruz? —volvió a preguntar, mientras se ponía en
cuclillas, y tomaba su extremo superior.
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Una corona empolvada descansaba sobre ella, y por el deterioro que lucía,
parecía que había sido colocada desde el primer momento que la clavaron.
—Sí —respondí.
—No —dijo, Ernesto. —Ahí están —señalando, las matas de piña alineadas en el
terreno.
Ernesto metió sus manos a los bolsillos, y tras rebuscar en su interior sacó unas
monedas, sin advertir la cantidad, creo que no pasaban de los dos soles.
—Yo estoy invitando sobrino —dijo el tío Ernesto en tono de autoridad, que no me
quedó más remedio que aceptar.
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—Llévalas papi —dijo la señora, que nos daba a probar estirando un cuchillo con
un trozo de piña en la punta.
Retornamos llevando a cuesta las diez piñas, todavía con el sabor agradable en
nuestros labios.
Luego de las horas de descanso, y el paseo que dimos por casi toda la ciudad,
Graciela expresa en tono de preocupación que tenía que retornar a Lima, ya que
debía reincorporarse al trabajo, después del permiso solicitado al colegio donde
trabajaba. Es decir, que teníamos que partir, pues recordamos que no tendríamos
transporte formal, recién hasta el siguiente viernes.
Esa noticia no era feliz para Ernesto, que con toda hospitalidad nos reclamaba el
porqué de la decisión de irnos. Sin embargo, ya conocedor de la urgencia, nos
ayudó a buscar la mejor opción.
—Tengo unos caballos, los pueden llevar hasta Sillangate —dijo el amigo. —De
ahí habría que hacer trasbordo a Huambos —acotó con incertidumbre.
Alguien que pasaba por ahí, y escuchó sobre la necesidad de viajar, nos informa
que la noche anterior había llegado un camión, y que Antonio —el chofer—
encontró remedio en el alcohol cuando halló a su querida en manos de otro
hombre.
Efectivamente, ahí estaba el camión en una esquina, con Antonio que saludaba al
sol estirando sus brazos, como despabilándose de la noche de alcohol. Varios
transeúntes, aparentemente sabidos de lo acontecido, rodeaban el vehículo.
—El muelle de la llanta derecha está roto —dijo unos de sus ayudantes. —
Necesita ir al taller —recalcó.
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Cuando ya estaban listos para enrumbar, Ernesto —que conocía a Antonio– le
pide que nos llevara. Luego de vernos de pies a cabeza, asintió y con poco
entusiasmo y mala gana dijo que no tenía problema.
Un largo abrazo sirvió de gratitud y despedida del tío Ernesto, en tanto el ayudante
amarraba el muelle con sogas, siguiendo la ordenanza de Antonio. Graciela, le
dice al tío Ernesto que era mejor no despedirse directamente de la abuela, pues
podría entristecerse.
Ahí estábamos nuevamente en un camión, esta vez vacío de carga, pero con uno
de los muelles amarrado con sogas arriesgándonos a que cedan por el peso, y el
camión se ladee hasta caer. Nunca me imaginé lo desgastante que era viajar en
camión sin carga, los efectos de la vibración no se podían soportar, inclusive
pensábamos pedir que el camión se detuviera.
—Soy nieto del bandolero Tomás Castañeda —les decía, mientras Graciela
contaba las pericias que pasamos hasta llegar allí.
Nunca tuvimos tan buen auditorio para nuestro relato, se reían y gozaban con la
historia. Pasó como una hora y ni lo sentimos.
—Ya es hora —exclamó una de las señoras, recogiendo el bulto que había dejado
sobre el mostrador.
—Acompáñennos —nos invitó la señora más joven, con una sonrisa casi
permanente.
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—¿Cómo no? —dijimos— aunque era lo que menos esperábamos ante tal
situación, igual, aceptamos la invitación por cortesía. —Pero que alguien nos avise
si llega el chofer —les dije, pues no quería que quedáramos estancados.
—Seguro estará con una de sus chicas —nos decíamos Graciela y yo.
Tomados de las manos de las señoras, nos dirigimos a la pequeña capilla, era un
sendero empinado, oscuro y fangoso el que conducía a la Casa del Señor. Ya en
la capilla, nos dimos cuenta lo importante que fue haber aceptado la invitación a
la homilía, pues se les veía felices como anfitrionas y trataban de darnos todas las
atenciones.
De vuelta al camión, pudimos ver al niño que había sido elegido para su cuidado.
En ese instante, coincidimos con el chofer que llegaba y nos comunica con toda
calma, que solo podía llevarnos hasta Querecoto, y que ahí se quedaba.
Alguien nos dijo que era la camioneta del chofer del alcalde, el mismo que meses
después nos enteramos que estaba involucrado con actos de narcotráfico.
—¿Qué pasa? —preguntó un tipo sin camisa y con pinta arrogante, en tanto salía
lentamente, pues parecía tener pesadez, provocada por el almuerzo.
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—Sígueme —nos dijo— colocándose su camisa y caminando hacia la cuesta que
estaba a unos doscientos metros. —Ven a ese caserío allá abajo — señalando
con su dedo. —Ahí está el alcalde con su hermano —también alcalde de
Querocotillo, juergueándose con unas féminas— sin guardar ninguna delicadeza
ante la presencia de Graciela.
Finalmente terminó el viaje, con todos los ingredientes que tuvo. Una lección me
queda y es que la historia no solo hay que conocerla, sino también vivirla. Que los
acontecimientos del pasado se repiten. Que la familia no muere y la casta está
ahí, por los siglos de los siglos. Ahora, nuestro abuelo vive en el recuerdo como
un hombre valiente que luchó por defender sus ideales, aunque alguna vez, mis
padres fueron a Sullana a conocerlo, y encontraron a un hombre viejo, insensible
y tozudo, con una diabetes que lo acabaría pronto.
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5. ÚLTIMAS PALABRAS
Tras la batuta de nuestros padres salimos al mundo intentando correr sin aliento
y a volar, a veces, sin alas. Esperamos que la miel caiga del cielo, y solo llueve
hiel y los atajos solo son distracciones que hacen más largo el camino.
A la vida vamos con poco, y lo correcto llega como susurros tardíos en el tramo
final.
Solo me queda desear, que nunca nos llene la soledad, y que los sonidos siempre
nos hablen de amor.
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6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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COMPOSICIONES
Algunas pinceladas, que escribí,
en tanto surgían nuevos recuerdos
para agregar al libro.
Nacen prematuros,
antes que los azotes del virus me
impida publicarlos.
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Bandolero
Escucha bandolero
Son balazos
Son los cascos que retumban
Son “cachacos” los que vienen
Saca filo a tu machete
Ponte el poncho y el sombrero
Sube raudo a tu caballo
Es casi la hora,
y morirás
Sin el perdón ni gracias
Solo el orgullo quedará
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Madre mía
Y tu recuerdo,
como ave celosa
que no abandona…
Así, como hace tiempo, Madre mía
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El viejo va
Te fuiste viejo
Atrás
tu vida excepcional dejaste
Tu vocación
apasionado abrigaste,
y qué lección nos dejaste
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Hey covid
Fíjate,
más que miedo, tu cobardía aturde
pues los niños y ancianos son tus favoritos,
pero cuidado que a otros como tú vencimos
Sabes…
si hay algo que te agradezco
es haber hecho de mi casa, mi trinchera
cortando mis ataduras,
cobijando mis esperanzas,
y rescatando mis recuerdos
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ÁLBUM FOTOGRÁFICO
Algunos hallazgos
fotográficos del baúl
de los recuerdos.
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Mis padres juntos e inolvidables.
Jesús y Daniel
La Jeshu
Visita
sorpresiva a
Daniel en Paita
Con mi padre
Daniel
Con mi madre
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Mis hermanos siempre estuvieron conmigo, y Oliver, uno más de la familia, no
deja de irradiar amabilidad y respeto. Ariana brilla como una joya, la más
importante de mi vida.
Mi hija Ariana
Con Tyson
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Difícil olvidar al Callao, donde recibimos el cariño inmenso de mi abuela Brenilda
y mi tío José; y Chiclayo, donde brillaron con luz propia mi tía Julia y Ángel, sin
olvidar a Juanito con su amor siempre sincero.
Con la abuela
Brenilda
Mi tío José
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Momentos universitarios, desde las bancas de las Facultad de Petróleo, las
maquetas de la UNI, hasta la cebichería Freddy.
Vistas de la antigua
edificación de la
Facultad de Ingeniería
de Petróleo
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El pueblo de Querocotillo. Momentos emocionantes en el cementerio y el lugar
donde nació mi madre.
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Mi primo Ernesto y su madre, los grandes anfitriones que compartieron su
grandeza con nosotros. También, las nuevas generaciones de Querocotilo.
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DE BUENA CASTA
…un bandolero en casa
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