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LA SEXUALIDAD

DE LA M U JE R


EDICIONES HORMÉ S. A.
Distribución Exclusiva
E D IT O R IA L PAIDÓS
BUENOS AIRES
Titulo del Original Francés
S e x u a l it e d e l a F e m m e
E ditado p or Presses U niversitaires de France

Traducido por
SUSANA DUBCOVSKY
e
IR E N E FR IED EN TH A L

©
Copyright de todas las ediciones en castellano por
EDICIONES HORMÉ, S. A.
Santa Fe 4981 — Buenos Aires
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
IMPRESO EN LA ARGENTINA
La Bisexualidad en la mujer
CA PÍTU LO I
SOBRE LA FRECUENTE INADAPTACIÓN DE
LA MUJER A LA FUNCIÓN ERÓTICA
L a naturaleza no siempre realiza una perfecta adaptación
de los organismos a las funciones que deben cum plir en su
medio; a menudo se ve que la adaptación a la función erótica
es más deficiente en la m ujer que en el hombre.
Digo función erótica y no función de reproducción, por­
que es sabido que hay innumerables mujeres perfectamente
fecundas, y por lo tanto muy bien adaptadas a la función de
reproducción, que permanecen, sin embargo, inadaptadas a la
función propiam ente erótica. Frigidez y esterilidad son facto­
res generalmente disociados.
T al como Freud lo ha demostrado en su ensayo Sobre la
sexualidad femenina,1 parecen existir tres grandes grupos de
mujeres; cuyas características surgen de la diferente forma de
reaccionar al traumatismo decisivo que es para la niña el des­
cubrimiento de la diferencia de los sexos. Unas reemplazan
tem pranamente el deseo de tener un pene por el deseo de te­
ner un hijo, y se convierten en verdaderas mujeres normales,
vaginales, maternales. Otras abandonan la competencia con el
hombre porque sintiéndose armadas en forma desigual renun­
cian a toda sexualidad objetable y alcanzan psíquica y social­
mente, dentro de la especie hum ana un status semejante al de
las obreras de un hormiguero o de una colmena. Otras, final­
mente, a pesar de la realidad, que ellas no pueden aceptar
y niegan, se aferran a aquello que toda m ujer guarda de viri­
lidad psíquica y orgánica, el complejo de virilidad y el clítoris.
Por otra parte, no hay que olvidar que estos diversos ti­
pos raram ente se presentan puros. A m enudo concurren en
l Über die tueibliche Sexualitdt, 1931.
12 MARIE BONAPARTF
una misma m ujer cosas de cada uno de estos tres tipos, si bien
el predom inio de uno de ellos es suficiente para dar al ser
entero su característica individual.
No nos ocuparemos por el momento del segundo grupo,
el de las “renunciadoras”, que frecuentemente tienen más ras­
gos en común con el tercer grupo, el de las “reivindicadoras”,
que con el primero, el de las “aceptadoras”. De este últim o
grupo nos ocuparemos al final. Dirigiremos toda nuestra aten­
ción hacia las “reivindicadoras”, dado los importantes proble­
mas psicobiológicos que nos plantea su observación.
Ya hemos dicho que las mujeres que pertenecen a este
grupo se aferran a lo que pueden conservar de viril. Pero se
produce un hecho curioso: frecuentemente hay en ellas un
divorcio entre los dos factores de adaptación a su función. La
m ujer para llegar a ser plenam ente mujer, debe cambiar su
zona erógena directriz clitorídica-infantil y su objeto de amor
i: cial. El prim er objeto de amor es para la niña, su madre,
la mujer amada y deseada por ella, según parece, durante el
estadio fálico por el que todo ser atraviesa, con la misma
orientación libidinal, y las mismas zonas erógenas que el niño.
Hay que tener en cuenta las importantes observaciones que
•Jeanne Lampl de G roo t2 ha formulado en este sentido.
Entre las mujeres que no abandonan su virilidad, algunas
no renuncian ni a su objeto de amor prim itivo ni a la zona
erógena directriz fálica y se convierten en homosexuales. Otras,
por el contrario, habiendo efectuado en forma satisfactoria
el pasaje de la madre al padre como objeto de amor, y no
pudiendo imaginar un objeto de amor tan despreciable como
ellas mismas por estar privadas del falo, conservan con tena­
cidad como zona erógena dom inante la zona fálica, y am arán
y desearán con ese órgano masculino inapropiado para la
función femenina, a objetos de amor masculinos.
Todo analista conoce la dificultad que presenta la cura­
ción de este últim o tipo de mujeres. En realidad, el psicoaná­
lisis registró éxitos en estos casos: son testigo de ello el número
de recién casadas a las que les fue perm itido o facilitado
gracias al análisis el pasaje de la sensibilidad clitorídica exclu­
2 Zur Entwicklungsgeschichte des (Edipuskomplexes der Frau
(Sobre la evolución del complejo de Edipo en la mujer), 1927.
siva, a la sensibilidad vaginal, es decir la adaptación a la fun­
ción erótica femenina. Pero en estos casos de análisis precoz
de una función que no está plenam ente establecida, es difícil
determ inar lo que realizó el análisis y lo que la vida por sí
misma ha logrado; pues se sabe, que a la inversa del hombre,
a la m ujer siempre le es necesario un cierto tiempo para adap­
tarse a la función erótica, pero pasado éste generalmente lo
consigue.
Más asombrosos son los casos tardíos de adaptación de
mujeres clitorídicas a la función vaginal, que el psicoanálisis
perm ite a veces señalar.
Sin embargo, en muchos casos de clitoridismo de larga
data, la acción terapéutica analítica se hace difícil; la tenaci­
dad de la fijación a la zona fálica es desconcertante, y sobre­
vive incluso al análisis de las primeras fijaciones fálicas a la
madre. Esta frigidez parcial, y lim itada a una anestesia vagi­
nal, tiene un pronóstico menos favorable que la frigidez total,
anestesia de la vagina y del clítoris a la vez.
Las mujeres totalmente frígidas, aún durante largo tiem­
po, en general evolucionan mejor que las mujeres clitorídicas,
ya sea bajo la influencia del análisis o simplemente de la vida,
en virtud del carácter esencialmente histérico de sus inhibi­
ciones.
Como se ve, me ocupo aquí de una cuestión que Helene
Deutsch ha dejado de lado en su estudio sobre la frigidez
de la m ujer en relación con el masoquismo femenino normal
fundam ental.3 En efecto, escribió que en su trabajo descuidaba
“esas formas de la frigidez que se encuentran bajo el signo
del complejo de virilidad, de la envidia del pene. En ellas, la
m ujer continúa con su exigencia inicial de un pene, no aban­
dona la organización fálica, y no se lleva a cabo el viraje hacia
la actitud femenina pasiva, condición de la sensibilidad va­
ginal”.
Sin embargo, esta forma parcial de frigidez es, a mi pare­
cer, no sólo la más rebelde sino también la más frecuente. El
núm ero de mujeres que la padece, es mucho mayor de lo que
los hombres, en general sospechan, dada la costumbre feme­
3 Der feminine Masochismus und seine Beziehung zur Frigiditüt
(El masoquismo femenino y sus relaciones con la frigidez), 1930.
nina de disimular con una m entira sus carencias en el plano
erótico. Por otra parte, la forma en que las mujeres soportan
este tipo de frigidez, es muy variable. Unas se resignan como
si fuese una orden del destino, y se conforman con im aginar
a todas las mujeres según su propia imagen, para consolarse.
Para muchas clitorídicas, las mujeres que se vanaglorian de
los placeres del abrazo masculino son jactanciosas y embuste­
ras, salvo algunas excepciones.
Otras clitorídicas sobrecompensan su inferioridad, sin em­
bargo manifiesta, en la unión sexual, haciendo de ésta un
motivo de vanidad. Son las que pueden permanecer indepen­
dientes de las seducciones del acoplamiento, libres del hombre,
lo que les perm ite en ocasiones evitarlo, en particular por la
masturbación, siempre posible para estas mujeres. Algunas
clitorídicas, sin embargo, más sinceras consigo mismas reco­
nocen su sufrimiento.
HIPÓTESIS PSICOANALÍTICAS Y
BIOLÓGICAS

a) T r a b a j o s p s i o o a n a l í t i c o s
C om o lo hem os señalado, el estudio de estas mujeres plantea
los más importantes problemas psicobiológicos. Gracias a las
observaciones de Freud sobre la necesaria transferencia pube-
ral del centro de la sensibilidad erógena femenina del clíto­
ris a la vagina, es posible considerar que la permanencia del
clítoris como zona erógena femenina dominante, indica una de­
tención evolutiva. Pero esta comprobación por sí sola está le­
jos de agotar la cuestión. Por variadas que puedan ser las
causas de semejante perturbación de la evolución, y en vista de
la m ultiplicidad de factores que pueden favorecer o dificul­
tar, el desarrollo de todo ser hum ano, conviene buscar en
esta misma m ultiplicidad los lincamientos de algunas leyes.
Como se sabe, diversos autores psicoanalíticos se han ocu­
pado ya de este tema, no circunscribiéndose al tema en sí,
pero indirectamente diríamos a sus diversos contextos, enten­
diéndolo siempre en función del complejo de virilidad de la
mujer y del complejo de castración en general. Ya sea para afir­
marlos o para negarlos. Basta con citar aquí los nombres de
Van Ophuijsen, con sus Contribuciones sobre el complejo de
virilidad de la mujer (1916-1917), donde ha considerado en
forma adecuada la relación fundam ental entre el complejo de
virilidad femenino, el erotismo uretral y la masturbación cli­
torídica; Abraham, con su extenso y bello estudio Sobre las
manifestaciones del complejo de castración en la mujer (1921);
Helene Deutsch en Psicoanálisis de las funciones sexuales fe-
meninas (1925) y su bien pensado artículo sobre el Maso­
quismo femenino y su relación con la frigidez (1930); Karen
Horney con sus estudios sobre la Génesis del complejo de casr
tración en la mujer (1923), sobre la Fuite hors la féminité
(1926) y sobre la Negación de la vagina (1933); Josine Mü-
11er con su Contribuciones sobre el problema de la evolución
libidinal de la niña en la fase genital (1931); Jeanne Lam pl
de Groot, con sus profundas observaciones sobre la prehisto­
ria de la Evolución del complejo edípico en la niña (1927);
Melanie Klein, con su Estados precoces de conflicto edipico
(1928) y su Psicoanálisis de los niños (1932); Ernest Jones,
sobre el Desarrollo primario de la sexualidad en la mujer
(1927) y la Fase fálica (1933) ; R uth Mack Brunswick, con su
Análisis de un delirio de celos (1928); Otto Fenichel con su es­
tudio sobre la Prehistoria pregenital del complejo de Edipo
(1925) en el que sólo la fijación prefálica a la madre, está
notablemente estudiada;1 y por fin los dos grandes estudios
de Freud que completan las observaciones fundamentales de
los Tres ensayos sobre la teoría sexual (1905) : Algunas conse­
cuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos
(1925) y Sobre la sexualidad femenina (1931) y tam bién los
ensayos sobre Femineidad, contenidos en las Nuevas conferen­
cias sobre Psicoanálisis (1932).
Cada uno de estos trabajos contiene observaciones y refle­
xiones valiosas. Su error principal consiste en negar, a menudo,
en forma demasiado exclusiva todo aquello que no sea su
propia y fragmentaria verdad. Yo no los discutiré aquí en
detalle, a quienes interese la cuestión podrán leerlos, y los
puntos de concordancia y divergencia con mis propias opi­
niones se verán fácilmente. Me basta con subrayar aquí que,
en lo que se refiere al problema central del complejo de viri­
lidad femenino, los autores analíticos están orientados hacia
dos grandes tendencias opuestas. Unos, como Freud, Jeanne
Lampl de Groot, Helene Deutsch, y yo misma, le asignan, en
prim er lugar, raíces biológicas, que luego pueden ser secun­
dariamente reforzadas. Los otros, como Karen Horney, Me­
lanie Klein, Ernest Jones, le atribuyen raíces psicógenas más
l Nota de 1948: También de SAndor Radó: Fear of Castration in
Women, 1933.
l a s e x u a l id a d d e l a m u j e r 17
tardías: la huida frente a la femineidad, ya sea por temor a
sus peligros, por un sentimiento de culpa edípico, incestuoso,
o bien, por la decepción experim entada en la relación amo­
rosa hacia el padre. Todos los trabajos en que estos factores
figuran en prim er plano, finalizan por derivar el complejo de
virilidad de la m ujer de una reacción em inentem ente secun­
daria. En verdad, no se puede desconocer la importancia
psíquica de estas influencias secundarias, pero atribuirle el
rol dom inante en la génesis del complejo de virilidad de la
m ujer, parece una actitud antibiológica, que relega a segundo
plano la bisexualidad fundam ental, a la que es necesario no
perder de vista en ningún momento. Lo masculino y lo fe­
menino coexisten originariam ente en todo ser hum ano; el
sexo predom inante acentúa más uno u otro aspecto, y los
acontecimientos infantiles vienen luego simplemente a edifi­
car sus reacciones sobre este fondo, donde lo bisexual, en toda
la am plitud del término, es lo biológicamente primario. La
bisexualidad está en la raíz misma de las manifestaciones psí­
quicas primarias, en la envidia del pene, en las primeras
manifestaciones lih iinales, de las que dice Freud en su ensa­
yo Sobre la sexualidad femenina (1931): “la intensidad que
les es propia es superior a todas las emociones ulteriores; in­
tensidad que verdaderamente podemos calificar como incon­
mensurable”.
En los Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad (1905),
Freud había ya escrito que “en el ser hum ano no se encuen­
tran, ni en el sentido psicológico, ni en el sentido biológico,
virilidad o femineidad puras. Cada individuo presenta una
mezcla de sus caracteres sexuales biológicos con rasgos del otro
sexo, y una combinación de actividad y pasividad, tanto en la
medida en que los rasgos psíquicos dependen de los biológi­
cos, como en la medida en que son independientes”. No po­
dría haberse reconocido mejor en nosotros, la parte que corres­
ponde a la biológico y a lo psicológico.
Tam bién se puede pensar que, cuando la tenacidad de la
fijación de la libido en el clítoris es muy grande, puede tener
el valor de un rasgo biológico viril fundam ental incorporado
al organismo femenino.
b) U n a t e o r í a b i o l ó g i c a d e l a b is e x u a lid a d
El estudio de la bisexualidad en la naturaleza, está desde
hace un cierto tiempo ocupando un prim er plano, no sola­
mente en la ciencia psicoanalítica, sino tam bién en todas las
ramas de la biología.
No pasaré revista aquí a todos los trabajos sobre el tema,
tampoco me ocuparé en particular, en este momento, de aque­
llos que estudian la bisexualidad animal, o se apoyan sobre
todo en ella. Por más im portantes que puedan parecer las
conclusiones que derivan de ellos, y aunque parezcan aplicar­
se al ser hum ano, es el estudio directo del hombre lo que se
impone a un psicoanalista en prim er lugar.
Pero la obra de un autor que no pertenece al grupo psico-
analítico, merece igualmente la atención de éstos. Y quisiera
mostrar aquí las divergencias y las concordancias que existen
entre los puntos de vista del biólogo Gregorio Marafión y los
de los psicoanalistas. Para hacerlo me referiré a su obra: La
evolución de la sexualidad y los estados intersexuales,2 que
sería más adecuado llamar bisexuales.
Basada en una larga experiencia médico-clínica, la tesis
general del biólogo español se apoya en el descubrimiento de
la ley general que considera que, todo ser hum ano viene al
m undo conteniendo en potencia los dos sexos, uno de los cua­
les, ulteriorm ente, bajo influencia horm onal (si ésta es creado­
ra o simplemente protectora, poco im porta para é l), se des­
arrolla en forma predom inante, sin llegar jamás a ahogar to­
das las manifestaciones del otro sexo.
Pero, m ientras el sexo masculino sería progresivo, el sexo
femenino sería regresivo, es decir, sólo el hombre alcanzaría
el pleno desarrollo somático que corresponde a la especie. La
m ujer vería detenida su evolución general alrededor de la
pubertad, por el crecimiento de anexos destinados a la m a­
ternidad, los cuales absorben gran parte de las fuerzas em­
pleados por el hombre para edificar su organismo propiam en­
te dicho. De estas leyes se inferiría que, el hombre general-
2 La Evolución de la Sexualidad y los Estados intersexuales, 1930.
mente sufre una crisis intersexual, feminoide, antes de su ple­
na pubertad, cuando su virilidad no está todavía afirmada.
En tanto que la mujer, sufre su crisis intersexual normal, vi-
riloide, después de la menopausia, cuando desaparece la in­
fluencia inhibidora de sus ovarios.
La femineidad sería así, “una etapa del desarrollo com­
prendida entre la adolescencia y la virilidad, a su vez esta úl­
tima, una etapa que, por motivos estrictamente biológicos y
no metafísicos, podemos considerar como la fase term inal de
la evolución orgánica”.
Estos puntos de vista son muy discutidos; se les rebate
que las diferencias entre la evolución femenina y la masculina
no son una cuestión de grado sino de calidad, que el hombre
y la m ujer son, simplemente, una cosa distinta. Creo que con
este argumento no se hace justicia al pensamiento de Mara-
ñón. Él no ha dicho que la m ujer no fuera más que una ado­
lescente; sino que ella contiene yuxtapuestos, o mejor dicho,
imbricados, una adolescente, representada por su organismo
más grácil, y una m ujer, por sus anexos maternales que
además, tiñen con su. influencia el conjunto de ese cuerpo grá­
cil. Esto equivale a decir que la m ujer es a la vez femenina
por sus órganos femeninos y sus tendencias maternales, y mas­
culina por su complejo de virilidad. Sería inoportuno para
un psicoanalista oponerse a este argumento.
M arañón consagra numerosos capítulos al estudio de los
rasgos intersexuales en el hombre y en la mujer. Pasa revista
a los grandes síndromes de bisexualidad: hermafroditismo,
pseudohermafroditismo, criptorquidia, hipospadias; y luego a
los rasgos viriloides o feminoides que perturban el cuadro
unisexual de cada ser, ya sean éstos físicos o psíquicos, de
orden propiam ente erótico o aun de orden social.
Nos detendremos en el enfoque que este biólogo hace del
problema de la libido (a la que atribuye un sentido mucho
más restringido que el freudiano), y del orgasmo. “El orgas­
mo de la mujer, que no es indispensable... (para la repro­
ducción) , es según todas las apariencias una característica de
naturaleza viriloide, intersexual, como ya lo hemos dicho a
propósito de la libido”. He aquí una opinión que armoniza
con el punto de vista de Freud sobre la esencia masculina, o
por lo menos única de la libido.3 En otro lugar, había dicho
M arañón: “En el hombre, el orgasmo tiene por substratum
un órgano muy diferenciado, ricamente vascularizado e iner­
vado, el pene. En la mujer, el órgano correspondiente, es el
clítoris, que queda en estado rudim entario, y frecuentemente
es poco sensible a las excitaciones que no sean enérgicas y
prolongadas; en cambio hay en ella, una gran difusión de la
sensibilidad erótica hacia las mucosas vecinas (vulvar y an al),
y a toda la piel, hiperestesiada de los senos. Por esta razón,
como ya lo hemos dicho, la mujer es más sensible a las cari­
cias que el hom bre”. Estas observaciones son correctas y nin­
gún psicoanalista puede eludirlas, pero la divergencia co­
mienza a partir de este punto. Cuando M arañón, basándose
en la observación justa de que los apetitos eróticos de la m u­
jer y sus posibilidades orgásticas van creciendo con la edad
agrega, y vuelve sobre este punto en varias oportunidades:
“El orgasmo femenino, además de ser lento, es casi siempre
tardío en su aparición cronológica. En muchos casos su des-
8 En Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, 1905, Freud
escribió: “Si se toman en consideración las manifestaciones autoeróticas
y masturbatorias, se puede presentar la tesis de que en la sexualidad de
las niñas hay un carácter esencialmente masculino. Más aún, uniendo a
los conceptos de masculino y femenino nociones más precisas, se puede
afirmar que la libido es de una manera constante y regular de naturaleza
masculina, que aparece en el hombre o en la mujer con abstracción de
su objeto, hombre o mujer”. (Trad R e v e r c h o n , Paris, Gallimard, 1932,
pp. 147 y 148).
En las Nuevas conferencias sobre psicoanálisis, 1935, Freud escri­
bió: "No hay más que una libido, que se encuentra al servicio de la
función sexual tanto masculina como femenina. Si nos basamos en las
relaciones convencionales hechas entre la virilidad y la actividad, la
calificaríamos de viril, pero no hay que olvidar que ella también repre­
senta tendencias con fines pasivos. Cualquiera sea la relación con las
palabras “libido femenina”, ésta no puede justificarse. Más aún, parece
que la libido sufriera una represión cuando está obligada a ponerse al
servicio de la función femenina y que, para emplear una expresión teleo-
lógica, la naturaleza tiene menos en cuenta sus exigencias que en el
caso de la virilidad. La causa puede encontrarse en el hecho de que la
realización del objetivo biológico: la agresión, se encuentra confiada
al hombre y permanece, hasta un cierto punto, independiente del con­
sentimiento de la mujer” (Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung
in die Psychoanalyse, 1932, p. 183, trad. A n n e B e r m a n , París, Gallimard,
1936, p. 180).
arrollo espontáneo no se completa hasta que la m ujer se acer­
ca a los cuarenta, y a veces, incluso, goza por prim era v ez...
La verdadera razón consiste a mi entender, en que el órgano
específico del orgasmo femenino, el clítoris, siendo de filia­
ción masculina, alcanza muy tarde su desarrollo completo,
comparable, en este sentido, al desarrollo de otros caracteres
viriles que preceden o acompañan a la menopausia femenina”.
M arañón parece ignorar algo que es elemental para el psico­
análisis: la existencia de dos zonas erógenas dominantes en la
mujer, capaces cada una a su m anera de procurar el orgasmo
a la mujer, pero que a menudo son antagónicas.
Todos los psicoanalistas conocen el obstáculo que significa
la persistencia y, con más razón, la intensificación de la sen­
sibilidad clitoridiana para el establecimiento de la función
vaginal, indispensable para la sensibilidad de la mujer en el
coito normal. Desde el punto de vista de la victoria sobre la
frigidez en el coito, no es con un Tanto mejor, sino con un
Tanto peor, como hay que recibir la recrudescencia de que
habla M arañón.4
A pesar de la exactitud de las observaciones del biólogo
español sobre el valor masculino del clítoris, parecería que
siendo él mismo del sexo masculino, no pudiera llegar a pen­
sar en un orgasmo que no tenga relación con un órgano del
tipo del pene. Sin embargo, la realización biológica más nota­
ble del organismo femenino, es justamente el poder derivar
4 En su Psicoanálisis de las funciones sexuales femeninas (Psy-
choanalyse der weiblichen Sexualfunktionem, 1925), H e l e n e D e u t s c h
pretende haber observado varias veces una regresión de la sensibilidad
erógena de la vagina al clítoris, después de la menopausia, lo que estaría
de acuerdo con la tesis de Marañón sobre la fase viriloide post-menopáu-
sica de- la mujer, pero no con aquella según la cual se observa en la
hiperexcitabilidad del clítoris un progreso en la adaptación de la mujer
a la función propiamente erótica. Porque, me dijo Helene Deutsch, estas
mujeres que antes estaban satisfechas con «1 coito normal, ya no lo están
más y le son necesarias caricias externas para llegar al orgasmo.
Sin embargo yo creo, que en general, la mujer que tuvo posibilidad
del orgasmo vaginal durante la época de su plena femineidad, la conserva
después de su menopausia, como ella conserva, (y Marañón lo ha obser­
vado así tam bién), la elección heterosexual del objeto, a pesar de la
fase más o menos viriloide en la que ha entrado. El automatismo de
repetición del sistema nervioso central continúa haciéndola reaccionar
como antes.
la libido clitoridica, que es una fuerza masculina, y su máxima
expresión, el orgasmo, hacia vías propiam ente femeninas, trans­
firiendo el centro erógeno desde el clítoris, substratum mas­
culino, hacia la vagina cloacal; y esta transferencia es a veces
tan completa, que el clítoris queda insensible. La m ujer con
posibilidades orgásticas vaginales, supera entonces a m enudo
al hombre, ya que parecería que las mujeres ultravaginales,
fueran justam ente aquellas en las que el orgasmo se produce
con la mayor facilidad e intensidad.
El carácter de inadaptación para la función erótica fe­
menina propia de la hipersensibilidad clitoridica, parece así
haber escapado al examen de Marañón. En un sentido, esta
hipersensibilidad es mucho más de lo que él cree un fenóme­
no “intersexual”, ligado a la bisexualidad de los seres, y al
complejo de virilidad tan profundam ente perturbador de la
femineidad de la mujer.
Esta laguna en la obra del biólogo español, por otra par­
te observador y pensador de valor, muestra hasta qué punto
los conocimientos, y yo diría más, la experiencia psicoanalí-
tica, es indispensable para todo aquel que quiera estudiar los
problemas de la sexualidad humana.
Las dos disciplinas están íntim am ente relacionadas como
para poder, de aquí en adelante, ignorarse m utuam ente. En
lo sucesivo, será imposible dejar de lado los irreemplazables
métodos de exploración psicoanalíticos en el estudio de la
psicosexualidad. “Los matices de la sexualidad de la mujer,
—escribe M arañón—, forman parte de un todo im penetrable...
para el investigador”. Se entiende, para el investigador no
analista. Como lo ha dicho Freud,5 en realidad, la psicosexua­
lidad de la m ujer es un “continente negro”, y aún lejos de
estar explorado; los únicos pioneros que han logrado penetrar
en él llevaban la bandera del psicoanálisis.

6 Die Frage der Laienanalyse (Psicoanálisis y medicina), 1926.


EVOLUCIÓN COMPARADA DE LA LIBIDO
EN LOS DOS SEXOS
Si r e u n im o s l o s d a t o s psicoanalíticos que nos han proporcio­
nado en el curso de estos últimos años los trabajos de los
diversos autores, y nuestras observaciones clínicas personales, y
los relacionamos con los datos actuales de la biología, creo
que tendremos en nuestro poder suficientes elementos como
para intentar un ensayo biológico-psíquico sobre la evolución
comparada de las dos sexualidades humanas. Después de ha­
cerlo volveremos al problema particular de la sexualidad fe­
menina, del que hemos partido.
a) U n a r e s e ñ a e m b r i o l ó g i c a
Abraham, en su Ensayo sobre la historia de la evolución
de la libido,1 escribía: “Hace mucho tiempo que hemos tras­
ladado la ley biogenética fundamental de la evolución orgá­
nica del hombre, a su evolución psíquica (psicosexual). La
experiencia cotidiana del psicoanálisis muestra al analista que
el individuo, también en el dominio psíquico, reproduce la
evolución de la especie. Una am plia experiencia clínica nos
autoriza a proponer además una regla especial para la evolu­
ción psicosexual, según la cual, esta últim a sigue desde lejos,
i Versuch einer Entwicklungsgeschichte der Libido, 1924. Se sabe
que la ley biogenética de Haeckel, según la cual la ontogenia reproduci­
ría en forma abreviada la filogenia, actualmente es muy discutida. Ver
en particular G. R. de Beer: Embryologie et évolution, traducido por
Jean Rostand, donde el autor trata de establecer esencialmente, que en
la ontogénesis no hay una recapitulación, sino una repetición, me parece
que los paralelos fisiopslquicos de Abraham pueden mantenerse.
y como cojeando a la evolución orgánica, somática, y constitu­
ye una reedición o una reproducción tardía de sus procesos.
El prototipo biológico de estos procesos evolutivos a cuyo
estudio está consagrado este ensayo, se da en el período em­
brionario más precoz, aunque los procesos psicosexuales que
nos interesan se extiendan durante el período de años de vida
extra-uterina, desde el prim er año hasta la pubertad. Echemos
un vistazo en el dominio de la embriología; un paralelismo
bastante am plio se establece entre la progresión psicosexual
por etapas, observada por nosotros, y los procesos evolutivos
del período em brionario más precoz”.
Los paralelos biológicos puestos de relieve por Abraham,
así como otras coincidencias que se podrían agregar, los en­
contraremos y los estudiaremos más adelante. Extendiendq el
paralelismo biológico hasta los primeros estadios de la evolu­
ción hum ana, comenzaremos por recordar las primitivas dife­
renciaciones de la gonada.
Al principio habría un germen casi indiferenciado; digo
casi, y no totalmente, porque parece imposible imaginar que
las glándulas endócrinas, cuyas hormonas determ inarán en el
curso del desarrollo embrionario, y aun después, el predom i­
nio de un sexo sobre el otro, no deban su existencia y su
función a un estado primitivo zigótico más o menos bien di­
ferenciado según el caso, de la célula inicial.
La embriología nos enseña que lo que será la glándula
sexual del ser humano, aparece muy tem prano en el embrión
(lo vemos cada vez más temprano, a m edida que progresan
nuestros métodos para descubrirlo) y comienza por presentar,
macroscópicamente, un aspecto indiferenciado con los cordo­
nes sexuales primarios. Si el organismo por nacer se inclina
hacia el sexo masculino, las pequeñas células germinativas ini­
ciales de estos cordones, continuarán desarrollándose en la
masa celular prim itiva y se irán diferenciando en el sentido
masculino. Si, por el contrario, se inclina hacia el sexo feme­
nino, aparecen en la superficie de esa masa los cordones de
Pflüger, que darán nacimiento a las células propiam ente fe­
meninas, las que modificarán más y más la masa celular pri­
mitiva, que en la especie hum ana se atrofiará. Se puede decir,
que el sexo femenino, que según M arañón se afirm aría más
tarde, ya desde este momento, y de este estadio embrionario
de la gonada, se estructura biológica y psíquicamente como
un im portante apéndice femenino en un organismo que hu­
biera podido llegar a ser masculino, si no hubiera mediado la
influencia inhibidora del sexo opuesto.2
No vamos a discutir aquí las variadas hipótesis propues­
tas sobre estos temas, en la oscuridad que reina todavía en el
terreno de la biología, y que sostienen en parte un probable
substractum orgánico de la bisexualidad hum ana fundam en­
tal. M arañón las enumera en su capítulo sobre el herm afrodi­
tismo. Fuera de los casos comprobados de hermafroditismo con
un ovario-testículo, ¿se trataría de insospechados restos repre­
sentativos del otro sexo que se encontrarían " fuera de las go-
nadas, bajo la forma de corpúsculos accesorios o de células
dispersas a lo largo del tracto urogenital ?” (K rabbe). O bien,
si la coexistencia histológica de los dos tejidos no es indispen­
sable, ¿podría una gonada de morfología aparentem ente nor­
mal, haber recuperado en parte la aptitud bi-hormonal que
tenía al comienzo de su evolución, y segregar por medio de su
tejido intersticial las dos clases de hormonas que condicionan
la femineidad o la virilidad? (Zawandoski, Lipschütz). Las in­
vestigaciones recientes que perm iten cada* vez más pensar en
una probable pluralidad de hormonas sexuales, nos abren hi­
pótesis de más amplias perspectivas. En efecto, se ha encon­
trado que hay foliculina en la sangre y en la orina de los
machos (Dohrn, Hirsch, Ashheim y otros); y tam bién que por
medio de esta horm ona es posible hacer m adurar el tractus
genital de jóvenes ratas machos impúberes. Todo esto, sin ol­
vidar la sim ilitud en uno y otro sexo, de una probable unidad
de las sustancias que sirven de soporte a la libido propiam en­
te dicha, a la excitación sexual en el sentido más amplio.
U na últim a hipótesis hace depender la existencia de ras­
gos masculinos en un organismo hem bra, y viceversa, a pesar
de la ausencia actual de un soporte glandular de los rasgos
bisexuales, de la existencia anterior de ese) sustrato que habría
desaparecido después que los rasgos quedasen fijados. En la
unidad neuroglandular formada de esta manera, el elemento
nervioso irreversible, que no desaparece y que está constituido
2 Este modo de evolución embriológica de las gonadas aparece,
especialmente, en los vertebrados.
en este caso por todo el sistema nervioso, bastaría para ex­
plicar las reacciones bisexuales del sujeto aun después de la
desaparición del elemento glandular que las habría condi­
cionado primitivamente.

b) L a s f a s e s d e l a e v o l u c i ó n d e l a l i b i d o h u m a n a
Abandonemos el terreno propiam ente biológico, tan poco
explorado aún, para buscar en la investigación psicoanalítica
datos más certeros.
Tomaremos como base el esquema general de la evolu­
ción de la libido trazado por Freud, y completado en algunos
puntos por Abraham, tratando de aclararlo a la luz de los
nuevos datos analíticos. Posiblemente de esta manera se acla­
re mejor cómo la bisexualidad fundam ental preside la evolu­
ción humana.
Sabemos que el pequeño ser hum ano comienza su vida
bajo el imperio del erotismo oral y que su libido se apoya,
al principio sobre las grandes necesidades vitales orgánicas
(Freud). La madre es entonces su prim er objeto, por así decir­
lo, porque para el bebé es preobjetal, y está fijado a ella sin
distinguirla de sí.
En esta prim era fase autoerótica, caracterizada por el
impulso a succionar, todavía no hay diferencias entre el com­
portamiento de la niña y el del varón.
La segunda fase oral, distinguida de la prim era por Abra­
ham, y que es propiam ente canibalística, está todavía centra­
da siempre sobre la madre, a quien el bebé quisiera morder
y devorar con los dientes que comienzan a crecerle. En esta
fase, que correspondería, en la escala del amor objetal a la
fase narcisística, el niño tiene ya, seguramente, una imagen
psíquica más clara de la madre como un objeto separado, y
aunque es por cierto imposible para un cerebro adulto ima­
ginar la naturaleza de esta imagen psíquica, ella debe existir.
Sin embargo, el bebé ama este objeto narcisísticamente, como
si fuera un apéndice de sí mismo, correspondiendo a esta fase
canibalística, el impulso a incorporarlo totalmente. En este
estadio, en el que la madre sigue siendo el objeto central,
el comportamiento respectivo de la niña y el. varón parecen
ser todavía casi iguales.
No olvidemos que en los estadios pregenitales domina la
distinción entre actividad y pasividad, que preceden y fundan
ampliamente la distinción ulterior entre masculino y femeni­
no. Como lo había escrito Freud: “La masculinidad compren­
de el sujeto, la actividad y la posesión del pene; la femineidad
continúa el objeto y la pasividad”.3
La actividad y la pasividad, tal como Freud lo ha obser­
vado muy bien, comienzan a hacerse evidentes desde que el
niño entra en el estadio sádico-anal, hacia el principio de su
segundo año. Asistimos entonces al desarrollo concomitante
de su sistema muscular activo, y del erotismo de su mucosa
anal pasiva.
Según nosotros, es en este momento, que lo masculino y
lo femenino, y prim eramente lo premasculino y lo prefemeni-
no, se esbozan a la vez en el pequeño ser. Esto se realiza en
proporción a las acentuaciones respectivas más o menos fuer­
tes, que conducen a la erotización de su sistema muscular ac­
tivo y a la del sistema pasivo constituido por las mucosas di­
gestivas rectales y cloacales.
La tendencia agresiva que aparece en el análisis de algu­
nos adultos, pero sobre todo de niños, y en tantos mitos y
supersticiones primitivas,4 y que consiste en querer dañar v
m atar por medio de los propios excrementos, orina y heces,
proyectados hacia el exterior, se relaciona con la pulsión mus­
cular sádica activa, utilizada analmente, que se manifiesta por
medio de los únicos proyectiles (la expectoración de la saliva
o el esputo) que el niño tiene a su disposición en su propio
cuerpo. Así, el ano —como la boca— puede ser a la vez pa­
sivo o activo, aunque la pasividad sigue siendo su atributo
esencial.
Pero el acento libidinal mayor que tienen, según el caso, la
actividad muscular sádica, o la zona erógena anal pasiva, no
3 Die infantile Genitalorganisation (La organización genital infan­
til),1923.
4 Ver en particular a M e l a n i e K l e i n , Die Psychoanalyse des Kindes
(El psicoanálisis del niño), 1932, ya citado en todos los trabajos de Ró-
heim, sobre los Aurtralianós centrales.
sigue siempre paralelo al sexo predominante de las gonadas.
El varón, para llegar a ser plenamente viril, debería presen­
tar desde ya una mayor libidinización del sistema muscular
activo que de la zona anal pasiva; y la niña, para llegar a ser
plenam ente mujer una erotización predom inante de esta últi­
ma zona. Así se notaría, ya en este estadio, la mayor, o menor
predisposición para la unisexualidad predominante. Pero éste
no es siempre el caso, y la bisexualidad actual y futura del
niño se expresa a m enudo ya en este momento por una eroti­
zación excesiva de la actividad muscular activa en la niña, o
del erotismo anal pasivo en el niño. La deficiencia relativa
de estos dos erotismos ligados al sexo, favorecería igualmente
la bisexualidad.
No quiero decir con esto que el erotismo anal del varón,
por ejemplo, sea un fenómeno bisexual tan deplorable que
su supresión, desde ya imposible, constituyera un ideal. No,
porque el hombre debe poder utilizar este erotismo anal,
transformándolo para integrarlo en el conjunto de su psico­
sexualidad, de su carácter. Sólo he querido mencionar la in­
tensidad excesiva de este erotismo. Las mismas consideracio­
nes se aplican a la erotización excesiva del sistema muscular
sádico-activo en la niña. Se trata de una cuestión cuantitativa,
“económica”.
T odo lo que acabamos de decir se refiere a la prim era
fase sádico-anal, en la que la agresividad muscular aún no
está inhibida, como tampoco lo está el erotismo prim itivo de
la zona anal. Es el período en el que el niño quisiera poder
dedicarse libremente tanto a sus placeres excrementicios como
a su actividad muscular. Pero, he aquí, que las prohibiciones
de la educación han comenzado ya a intervenir para refrenar
una u otra de estas manifestaciones, sobre todo la primera.
La segunda fase anal va a comenzar con la transforma­
ción del placer de gozar libremente con la excreción, en el
deber, posteriormente placer, de guardar las heces dentro de sí.
Durante mucho tiempo me ha sorprendido no encontrar
mencionada, a esta altura del cuadro trazado por Abraham, la
fase fálica positiva. Este cuadro pasa sin transición de la se­
gunda fase sádico-anal, a la llamada fase genital primitiva
(fálica), que corresponde al amor por el objeto con exclusión
del órgano genital. Traduzco aquí, para perm itir al lector
LA se x u a l id a d d e l a m u j e r 29
orientarse, el, cuadro
ham:
Fases de organización Fases evolutivas del
de la libido amor objetal

1. Primera fase oral Autoerotismo (sin ob­ Preambivalente


(succión) jeto)
2. Segunda fase oral Narcisismo (incorpora­
(canibalística) ción total del objeto)
3. Primera fase sádico- Amor parcial (con in­
anal corporación)
Ambivalente
4. Segunda fase sádico- Amor parcial
anal
5. Primera fase genital Amor por el objeto
(fálica) (con exclusión del
órgano genital)
6. Fase genital terminal Amor por el objeto Post-ambivalente

A la luz de lo que sabemos actualmente con respecto a la


evolución sexual de la niña, pero tam bién de lo que ya sabía­
mos de la del rarón, parece imposible aceptar como prim era
fase genital la exclusión fálica inicial del falo, porque es jus­
tamente el falo, el que m ientras tanto es el único órgano
genital primitivo, al que se refiere todo el contexto de
Abraham.
En verdad, a,sí como se había visto, el pasaje de la fase
oral a la fase anal que la sucede, es la reproducción psicose­
xual tardía de lo que ha tenido lugar en ciertos embriones
(b a tra c io s)e l pasaje real de la boca prim itiva 5 a la función
de ano primitivo, Abraham cree reconocer en la fase fálica con
exclusión del falo el reflejo tardío de la aparente indiferen-
ciación sexual inicial del embrión. Pero podemos preguntar­
nos si esto es justificado. Fue justam ente en un típico caso
de histeria, con cleptomanía y pseudología, que Abraham ha-
fi Que además, es funcionalmente, aún en su situación primitiva,
un ano.
bía encontrado muy claramente la “regresión” a ese estadio.
Sabemos que la histeria es una neurosis que se edifica sobre
el plano genital-fálico, con represión, pero sin regresión. T am ­
bién estamos en condiciones de decir que la fase fálica con
exclusión del falo, no debe ser la fase fálica inicial, sino más
bien la fase fálica secundaria, producida por efecto de la re­
presión de la primera.
En la evolución de la libido hum ana el falo, antes de
ser negado histéricamente, o más simple, femeninamente, debe
haber sido afirmado; y esto es precisamente lo que vemos du­
rante la primera fase fálica, mientras que la segunda, indicada
tan exactamente por Abraham, no es más que una reacción.®
Recordemos ahora en pocas palabras la evolución habi­
tual de la m asturbación en el niño.
La masturbación del lactante, como ya lo ha señalado
Freud, es un fenómeno muy generalizado. Pero sería, por así
decir, una m asturbación embrionaria, mal localizada aún en las
zonas erógenas. Seguramente el autoerotismo del varón está
mejor centralizado en el pene, de lo que lo está el de la niña
6 En la sesión de la Sociedad Psicoanalítica de Berlín (febrero
de 1923), donde Abraham expuso por primera vez su teoría sobre la
evolución de la libido, el autor hizo en el pizarrón un esquema más
extenso del que publicó en su libro. Yo pude tener en mis manos ese
esquema gracias al Dr. Odier, que asistió a esa sesión y la tradujo.
Frente a su fase genital primitiva con exclusión del órgano genital,
Abraham escribió como correspondiente a la evolución edípica, este
estado, “período latente con represión”, lo que implica que esta fase
fálica negativa no sería más que una reacción a una fase fálica positiva
precedente, forzosamente implicada. Es además, esa fase fálica positiva que
F r e u d describió en su artículo La organización genital infantil, apare­
cido primeramente en el 2Q fascículo de la Zeitschrift sin duda, en la
primavera de 1923.
En el Ensayo de una historia de la evolución de la libido, publi­
cado en 1924, llama la atención, que Abraham no haya tenido en
cuenta el artículo “fálico” de Freud, redactando y simplificando para la
publicación el cuadro de sus fases de la Evolución de la libido.
Comparar mi división en dos del estado fálico, con los conceptos
de J o n e s expuestos igualmente en el Congreso de Wiesbaden de 1932:
The phallic phase (La fase fálica) protofálica y la deuterofálica, carac­
terizadas, la primera por un concepto unisexual de todos los seres y la
segunda por el concepto de la diferencia entre los sexos. Mis conceptos
difieren notablemente con los de Jones en lo que respecta al carácter
primario de la falicidad de la niña. Él niega la fase fálica en ella, no
considerándola una etapa biológica normal.
en el pequeño clítoris. Por esto parece poco acertada la inten­
ción de distinguir en ella m asturbación pericloacal de la que
es m asturbación fálica. Además, la m asturbación en esta edad
sólo es susceptible de proporcionar un placer prelim inar, vago,
difuso, sin conclusión; el placer term inal orgástico no es ac­
cesible al organismo hum ano, hasta épocas de variada preco­
cidad según los individuos, y sin duda para muchos recién en
los albores de la pubertad. Y la m asturbación del lactante, es
la que se abandona con más facilidad, como si la actividad
muscular, despertándose en el estadio siguiente, derivara a su
servicio todas las fuerzas libidinales del niño. Pero la activi­
dad general despertada refluye bien pronto hacia el falo que
despierta a su vez como zona erógena activa. Y comúnmente
desde la segunda fase sádico-anal, en que se reprime la pri­
mera libertad anal, el niño vuelve a la m asturbación propia­
mente dicha, que culmina, en el varón con el complejo de
Edipo positivo, masculino, activo; y en la niña, con el mismo
complejo de Edipo activo (negativo fem enino). Ambos reco­
nocen el mismo objeto, la madre, y sin duda el mismo órgano
ejecutivo central, el pene, o su dim inutivo homólogo, el clí­
toris.
Sólo el complejo de castración pone fin a esta fase, inau­
gurando para la niña, como para el varón, como esperamos
mostrarlo más adelante, la fase que Abraham ha calificado de
fálica, con exclusión del órgano genital (falo) y que para nos­
otros equivale a la transformación que sufre la fase fálica des­
pués de haber sido herida por el traumatismo del complejo
de castración.
Solamente en el histérico, y como fenómeno patológico,
se produce la exclusión del falo. En la niña esta exclusión
debería producirse normalmente, para perm itirle adaptarse
más tarde a la función erótica como mujer.
La exclusión del falo de Abraham, es según nos parece,
la prim era ola de represión que desde entonces, debe oponerse
a la m asturbación fálica de la niña y a la sensibilidad del
clítoris, que para algunos autores es el órgano ejecutivo del
efímero complejo de Edipo activo de la niña, homólogo pero
muy atenuado y truncado del complejo de Edipo positivo del
varón, considerándolo en el mismo plano en que lo es e)
clítoris femenino con respecto al pene masculino.
Por otra parte, una ola análoga parece oponerse regular­
mente a la masturbación fálica del varón en la misma época,
dado que su complejo de Edipo activo, bajo la influencia del
complejo de castración declina y lo hace con los mismos efec­
tos que en la niña, en lo que respecta al objeto, al fin sexual
y a las zonas erógenas.
T anto en la niña como en el varón, el complejo de cas­
tración pone fin al prim er complejo de Edipo, el complejo de
Edipo activo, en el cual la madre es el objeto deseado con el
falo activo. Y es el mismo también, el que inaugura el segundo
complejo de Edipo, el pasivo (siguiendo el orden cronológi­
co) , en el que el padre y su falo se convierten en los objetos
pasivos deseados de una manera cloacal.
Pero mientras que el complejo de Edipo activo de la niña
(actividad dirigida hacia la m adre), es en los casos normales,
definitivamente reemplazado por el complejo de Edipo pasivo
(pasividad durable hacia el padre o sus sustitutos masculinos
posteriores); el complejo de Edipo pasivo del varón, mom entá­
neamente sometido al padre, debe ser pasajero, y él debe triun­
far por la afirmación narcisista de su virilidad activa volvien­
do a las mujeres, sustitutos de la madre abandonada.7
Puede que aquí se nos objete que hasta el momento sólo
nos ocupemos de la exclusión del falo en el sujeto y no en el
objeto. Verdaderamente Abraham nos ha autorizado a ello, ya
que ha escrito en relación a esta fase postulada por él: “El
rechazo de la zona genital se extiende tanto al cuerpo del
propio individuo como al objeto”.
7 Complejo de Edipo activo y complejo de Edipo pasivo son los
términos propuestos por Freud mismo, con el fin de designar las acti­
tudes sucesivas que hemos tratado respecto a la niña y al varón en rela­
ción con la madre o el padre. Yo he tenido conocimiento de ello por la
comunicación de R u t h M a c k B r u n s w ic k en el Congreso de Wiesbaden
(1932), Observations on male preoedipal Sexuality (Observaciones sobre
la sexualidad masculina preedipica).
Se deberá señalar que mientras F r e u d , en La declinación del com­
plejo de Edipo (Der Untergang des (Edipuskomplexes, 1924), dice que
el complejo de castración, en el varón pone fin a un doble complejo
de Edipo, al activo y al pasivo, por preocupación narcisística por el
pene, y no distingue cronológicamente, diferentes tiempos en la decli-
íación de los mismos, yo me inclino hacia una declinación en dos
tiempos. Sin embargo, la imbricación entre las dos corrientes, activa y
pasiva es tal, que resulta difícil precisar la determinación cronológica.
En este momento nos es necesario hablar de la exclusión
del falo a la luz de nuestros propios puntos de vista. Esta
fase de exclusión, es según nosotros, la que inaugura el com­
plejo de castración y que teniendo en cuenta el sexo del su­
jeto considerado, posee una orientación prim itiva diferente.
Para la niña, la exclusión del falo de su propio cuerpo con
la afirmación narcisística compensadora del conjunto, que es
el fenómeno central, no es más que una percepción exacta
de la realidad, en la cual la aceptación es un paso decisivo
hacia su futura femineidad.
Para el varón, la exclusión del falo es un fenómeno que
debe transferir al objeto: la niña, la mujer, la madre. No es
a su falo, sino al falo del objeto amado al que debe renunciar
para convertirse en un heterosexual normal.
Para poder amar más tarde a la m ujer virilmente, el niño
debe poder amar a un ser total con exclusión del falo, el ser
real, en suma, que es la mujer. Y el éxito o el fracaso de
estas fases infantiles, ya sea que se refieran a uno u otro
sexo, condicionarán la norm alidad psicosexual del futuro
hombre o mujer.
M ientras que el niño para llegar a ser hombre no debe
considerar bajo ningún concepto la pérdida de su propio
pene, la niña para llegar a ser m ujer debe aceptar la pérdida
de este pene. Porque el hombre que psíquicamente excluye
al falo, tam bién se castra psíquicamente y la impotencia vi­
ril es el resultado de los diversos grados en que esta exclu­
sión se ha llevado a cabo.
Por el contrario, la m ujer que aspira a arrancar psí­
quicamente el pene masculino por envidia y venganza con­
tra el hombre que lo posee, proyectando retaliativamente- su
propia castración sobre él, se prepara de ese modo a no
aceptar amorosamente el pene del hombre, de donde surgen
ciertos tipos histéricos de frigidez por rechazo de la sensibili­
dad aceptadora vaginal.
Estas formas de carencia psicosexual han sido bien es­
tudiadas por Abraham, cuando él escribió que hay “dos sín­
tomas particularm ente comunes y prácticamente muy im por­
tantes, la impotencia del hombre y la frigidez de la mujer,
que en gran parte tienen su explicación en este estado de
cosas.” (el amor del objeto con exclusión del órgano genital,
del falo).
A la luz de lo que hemos expuesto, nos creemos auto­
rizados a modificar el cuadro de Abrahan.8 El mismo escri­
bió que ese cuadro se podía comparar con un horario de tre­
nes en el cual sólo algunas grandes estaciones serían seña­
ladas, dejando siempre lugar para otras.
Consideramos que una de esas grandes estaciones olvi­
dadas es la prim era fase fálica positiva, y que es necesario
agregar a las dos columnas referentes a las fases de la orJ
ganización de la libido y a las fases evolutivas del amor ob-
jetal, una tercera columna en la que se señalarán actitudes
activas o pasivas frente al objeto, ya sea que se refieran al
niño o a la niña.
c) L a e v o l u c i ó n d e l a p a s iv id a d EN l a n i ñ a y e n e l n iñ o
Pero sigamos de cerca el destino que sufre paralelam en­
te a los bloqueos libidinales del falo activo, la cloaca pasiva.
Parece que durante toda la infancia, la futura libido
genital, que todavía no está organizada, pero sí en constante
vía de organización, oscila en los dos sexos, entre esos dos
polos vecinos.
La cloaca comienza a manifestarse como un órgano eró­
tico desde la prim era fase anal. Y es un órgano pasivo du­
rante toda la vida, como lo es tam bién la boca en la fase
primitiva, antes de que aparezcan los dientes. La cloaca nun­
ca tendrá dientes, excepto en la fantasía de los impotentes,
quienes adjudican esa posibilidad a la mujer, o en ciertas
creencias primitivas; 9 la cloaca durante toda la vida será
el soporte esencial de la pasividad. Tam bién la acentuación
particular de este prim itivo erotismo anal pasivo es un signo
de predisposición a actitudes psicosexuales pasivas, cualquiera
sea el sexo del sujeto.
Pero no hay que olvidar, que tanto la niña como el niño
no han conocido más que un solo objeto de amor: la madre,
s Ver el cuadro de la pág. 29.
» En algunos primitivos, la vagina de la suegra era temida porque
se la consideraba provista de dientes, sin duda en represión a los deseos
incestuosos traspuestos de la madre a la suegra.
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Actividad genital fina] Pasividad final hacia e!


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hacia la mujer (pe- hombre (vaginal)


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Amor del objeto (pubertad)


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y esta prim era fase de pasividad es vivida bajo el signo de
la madre o de la m ujer que la sustituye (tal es el caso de
Kala, estudiado por R uth Mack Brunswick donde una pa­
ranoia femenina derivaba de una prim itiva fijación pasiva
a una herm ana mayor, sustituto de la madre) .10 Los cuida­
dos brindados durante el aseo por la madre, despiertan pa­
sivamente las zonas erógenas cloacales del niño, sin necesidad
de que ello constituya una seducción propiam ente dicha.
Además, la tendencia a recibir caricias generalizadas, excita­
ciones cutáneas y mucosas difusas, pasivas, está más desarro­
llada que la tendencia opuesta a la actividad muscular sá­
dica, que comienza a despertarse. Es necesario pues ver una
predisposición femenina, desfavorable al niño y favorable para
la niña, agregándose a los efectos de las excitaciones cloacáles
en el sentido prefemenino de la pasividad. Pero la segunda
fase anal está a punto de comenzar. La cloaca tiende a es­
trecharse, a cerrarse: el niño retiene las heces, en parte por
prescripción de la moral prim itiva que le ordena controlar
los esfínteres para no expulsar en cualquier parte o momento
(Ferenczi), y por otra parte por una razón biológica, el re­
fuerzo de esos esfínteres. Abraham, siguiendo con sus para­
lelos biológicos, escribió: “De un cuarto estadio de la evolu­
ción psicosexual, hemos reconocido que el objetivo sexual es
el m antenim iento y conservación del objeto. Las disposicio­
nes, en el canal intestinal tienen por objeto guardar lo que
ha sido absorbido, pareciendo ser éste su corolario en la on­
togénesis biológica. Se encuentran allí, estrechamientos, en­
sanchamientos, retracciones en forma de anillo, apéndices cie­
gos, repliegues numerosos, en fin, músculos de cierre involun­
tario y voluntario. Pero mientras se forman estos m últiples
aparatos de retención, todavía falta todo esbozo de aparato
urogenital.
HOM BRE
Primera fase pasiva (anal) dirigida hacia la madre.
Primera fase activa (fálica) dirigida hacia la madre
(complejo de Edipo activo positivo).
n» Die Analyse eines Eifersuchtswahnes (Análisis de un delirio de
celos), 1928.
COMPLEJO DE CASTRACIÓN
Segunda fase pasiva (fálica), con parcial exclusión del
falo y afirmación parcial de la cloaca, dirigida hacia el padre
(complejo de Edipo negativo pasivo pasajero).
FINALIZANDO A TRAVES DEL PERÍODO DE LATENCIA
En la segunda fase activa (genital peniana puberal) ha­
cia la mujer con afirmación del falo y exclusión erógena de
la cloaca.
M UJER
Primera fase pasiva (anal) dirigida hacia la madre.
Primera fase activa (fálica) dirigida hacia la madre
(complejo de Edipo activo negativo pasajero).
COMPLEJO DE CASTRACIÓN
Segunda fase pasiva (cloaca con exclusión relativa del
falo) dirigida hacia el padre (complejo de Edipo pasivo po­
sitivo durable).
FINALIZANDO A TRAVES DEL PERÍODO DE LATENCIA
En la tercera fase pasiva (genital vaginal, puberal) con
exclusión relativa durable del falo y afirmación de la vagina.
El seno uro-genital se esboza cuando la mem brana cloa­
cal ya ha desaparecido, pero el intestino aún se halla lejos de
estar terminado, y el tubérculo genital se bosqueja mientras
el intestino se perfecciona.
Podríamos considerar que la segunda fase anal es un
reflejo que queda de este estadio embriológico, pero conven­
dría seguir el paralelo de Abraham un poco más lejos. En el
momento de la evolución libidinal infantil al cual nos refe­
rimos, la libertad del orificio anal está siendo restringida y
por medio del esfínter aprende a cerrarse. Por lo tanto, la
tenaz erotización de la zona anal no disminuye, los músculos
del esfínter se ponen a su servicio, y la mucosa anal prepara
un bolo fecal duro, resistente, más apto para la excitación,
que será el precursor anal, en la cloaca femenina, del pene
vaginal. Pero yo creo que este estadio de la evolución es biva­
lente con respecto al erotismo cloacal. Primero favorece el
erotismo anal, pero progresando lo atenúa por la tendencia
al cierre del orificio anal.
En realidad, el ano digestivo, como condición vital, debe
permanecer abierto, persistir; pero el ano erógeno, por la evo­
lución de este estadio tiende a cerrarse.
Entonces la libido anal, del macho o de la hembra así
como la del niño o de la niña, es poco a poco rechazada y
dirigida hacia el falo en el que ahora se despierta, pudiendo
compararse con el estadio embrionario en el que al ser des­
plazada emigró hacia afuera y adelante, es decir hacia el tu­
bérculo genital.
Parece que la segunda fase fálica se insinúa cuando aún
persiste la segunda fase sádico-anal y mientras refluyen sobre
el falo, no sólo el erotismo anal primitivo, sino tam bién las
pulsiones activas musculares sádicas, de la prim era fase sádico-
anal ya superada.
Es éste el momento más viril o previril de la niña, siendo
para el niño el más femenino o prefemenino la fase anal pri­
mitiva. Pero ahora entra en juego el complejo de castración,
complejo que en el niño es sobre todo cultural realizándose
en nombre de la moral patriarcal; y que en la niña es sobre
todo biológico teniendo por causa una realidad anatómica
que es fácil comprobar.
Volviendo a la situación que se opera en la niña, vemos
que de ahora en adelante gran parte de su agresión se diri­
girá hacia la madre por haberla hecho sin falo, castrada. En
efecto, la niña debe atribuir su m utilación a la madre, por­
que sólo secundariamente y en tanto ella haya aceptado y ero-
tizado su propia castración, puede imaginarse masoquística-
mente castrada por el padre, en una fantasía de corte sádico.
Es bajo la influencia prim itiva de su decepción, de su
castración y bajo otras influencias biológicas más profundas
todavía, emanadas sin duda de las gonadas, que la niña pue­
de pasar al amor dom inante del padre, al deseo masoquista de
sufrir la tríada: castración-violación-parto.11 Y el deseo de
tener un falo se transforma en el deseo de tener un hijo cloa­
cal. Al mismo tiempo el clítoris sufre una especial involución
funcional que finaliza con la exclusión del falo, de la que ya
hemos hablado. El erotismo cloacal debe entonces reactivarse
preparando el erotismo vaginal adulto propiam ente dicho, el
cual, según Freud, no se despertará verdaderamente hasta que
pase por la vagina la sangre m enstrual en la pubertad. Si estos
son los hechos, podríamos recordar aquí, siguiendo el parale­
lo biológico, que en el embrión el tapón vaginal comienza
obliterando la vagina, la que cronológicamente se abre des­
pués que el recto y después que se forma el tubérculo genital,
por lo tanto, podríamos ver en esta evolución el prototipo de
desarrollo post-anal, post-fálico y púber de este órgano especí­
fico de la m ujer que es la vagina.
Cualquiera sea el cambio que realiza el organismo feme­
nino al llegar al estadio púber, es decir la madurez de sus
glándulas sexuales, el rol receptor de la vagina, función pasi­
va femenina, está dado por la utilización de una fuerza libidi­
nal originariam ente masculina, las posibilidades erógenas y
orgásticas del falo (clítoris). No podemos precisar el momen­
to en que se cumple este repliegue hacia la vagina.
Freud escribió sobre ello en su ensayo Sobre la sexuali­
dad femenina'. “Son los factores biológicos los que desvían
(las fuerzas libidinales) de sus fines iniciales, orientando las
aspiraciones activas en el camino de la femineidad, en todos
los sentidos del término viril”.
Se puede hacer aquí un nuevo paralelo biológico al
considerar el reflujo de la libido fálica sobre la vagina en di­
rección de los ovarios, comparable si bien en sentido inverso,
al descenso fetal de los testículos hacia el pene, como si el
órgano ejecutivo y las gonadas propias de cada sexo se atra­
jeran m utuam ente. En el hombre el pene erotizado parece
atraer hacia él las gonadas, en la m ujer las gonadas perma­
necen intraperitoneales y conducen hacia ellas la sensibilidad
erógena fálica vaginalizándola.
ll H e l e n e D e u t s c h , Der feminine Masochismus und seine Bezie-
hung m r Frigiditdt (El masoquismo femenino y sus relaciones con la
frigidez), 1930
d) D is c u s ió n d e a l g u n a s t e o r í a s a n a l í t i c a s d iv e r g e n te s
En estos últim os años, muchas voces femeninas han puesto
en duda el carácter secundario de la erotización de la vagina
asignado por Freud. Los trabajos de Karen Horney, Melanie
Klein, en particular, convergen en este sentido. Ernest Jones,
ha edificado una nueva teoría de la evolución prim itiva de
la sexualidad femenina, basándose en las observaciones sobre
niños hechas por Melanie Klein.
Según Karen Horney, la vagina de lá niña se despertaría
erogenéticamente muy temprano: lo testimonian los casos de
masturbación vaginal infantil, o bien de todos modos precoi-
to, que pudo deducir u observar analíticamente, y los recuér-
dos conservados en el inconsciente de sensaciones vaginales
espontáneas, a m enudo muy precoces, todo ello con ante­
rioridad al coito. Esto se realizaría bajo influencia de la an­
gustia relacionada con la herida profunda y peligrosa en el
cuerpo que el coito podría causar, considerándolo como un cas­
tigo por los deseos incestuosos infantiles, y que en algunas ni­
ñas haría rechazar la sensibilidad vaginal nata y desarrollar
secundariamente su sensibilidad clitoridica masculina como
acto de defensa; yo diría que es como si se colocara un para­
rrayos sobre una casa para im pedir que el rayo penetre.
La tesis de Melanie Klein tiene muchos puntos comunes
con la precedente, pero se desarrolla con mayor am plitud en
el campo de la teoría de los instintos, tan vasto, y en el que
tantas regiones permanecen aún poco exploradas.
Melanie Klein piensa que el complejo de Edipo comienza
mucho antes de la fase fálica, desde el destete. Según ella, en
ese momento el erotismo oral del niño se extendería desde
arriba hacia abajo, desde la boca hasta la cloaca — y en la niña
en particular, hasta la vagina. Bajo la influencia de la pro­
funda decepción que provoca la madre, que le ha suspendido
la leche, y de la observación del coito de los padres, o de
quienes ocupen su lugar, observación que ella parece postular
casi siempre como realmente realizada, más que como reem­
plazada por fantasías filogenéticas; el bebé femenino furioso
contra la madre, comenzaría a querer vaciarla de su contenido:
entrañas, fetos, el pene paterno incluso, para más o menos
devorarlos.
La niña de uno a dos años desarrollaría su prim er superyó
represivo de las agresiones primitivas, a fin de salvar el inte­
rior de su propio cueqao, por el temor de una venganza reta-
liatoria que la madre podría ejercer por esas fantasías agre­
sivas — tal como las brujas de los cuentos. Es decir, que la
niña tendría un complejo de castración cloacal cóncavo, pro­
piam ente femenino, réplica en bajorrelieve del complejo de
castración fálico, convexo del varón. Este complejo de castra­
ción cloacal sería el que frenaría la agresión femenina, y el
que condicionaría también, la anestesia vaginal tan frecuente
de las mujeres, las que en estos casos, habrían permanecido
inconscientemente presas del terror de ser heridas, despojadas
de sus propios órganos internos. En cuanto a la envidia del
pene, Melanie Klein la atribuye en las niñas, en las que reco­
noce su importancia, a la envidia del pene objetal, al deseo
precozmente edípico de apropiarse, de incorporar el pene pa­
terno, envidia de la madre en el acto del coito observado por
la niña. Para ella, en el niño, la representación de los padres
acoplados es fundam ental. La incorporación del pene es de­
seada al principio de la única manera real que conoce el bebé,
el modo oral ; el niño se imaginaría que la madre, durante el
coito, succionaría y comería el pene paterno, como él mismo
succiona y muerde el seno materno.
Por una transferencia ulterior desde arriba hacia abajo,
que se inspira además, en la realidad, y que inauguraría el
pasaje del estadio oral al estadio sádico-anal, la niña comen­
zaría a envidiar el pene paterno poseído por la madre de
modo ventral.
Vemos así, que los trabajos de Melanie Klein, como los
de Karen Horney, llevan a negar en mayor o menor grado
el carácter prim ario, fundam entalm ente bisexual del comple­
jo de virilidad de la mujer. La fase fálica positiva desapare­
cería en estas teorías como etapa inevitable del desarrollo fe­
menino; y no sería esencialmente más que una reacción pa­
tológica psicógena. Esto es lo que Freud ha reprochado a los
autores que defendían estas concepciones, cuando en ocasión
de las publicaciones de Horney como de Jones, escribió en su
ensayo Sobre la sexualidad femenina:
“Por seguro que sea que las primeras tendencias libidina-
les son reforzadas ulteriorm ente por regresiones y por forma­
ciones reactivas y por difícil que sea estimar el rol respectivo
de los componentes libidinales que confluyen, creo sin embar­
go que no deberíamos dejar de reconocer que aquellos pri­
meros impulsos tienen una intensidad propia, superior siem­
pre a las que siguen, una intensidad que en realidad sólo
puede ser calificada de inconmensurable. Ciertamente es
exacto que entre la vinculación al padre y el complejo de
masculinidad reina una antítesis —la antítesis general entre
actividad y pasividad, entre masculinidad y femineidad—, pero
eso no nos da el derecho de suponer que sólo una de las dos
sería prim aria, m ientras que la otra sólo debería su fuerza a
una actitud defensiva. Y si la defensa contra la femineidad
llega a adquirir tal energía, ¿de qué fuente puede derivar su
fuerza, sino del afán de masculinidad, que halló su prim era
expresión en la envidia del pene de la niña, y que por lo
tanto merece ser denominado con el nombre de esa misma
envidia?”
Los autores que acabo de citar podrían desde su punto de
vista reprochar a Freud no haber señalado suficientemente el
carácter primario de la femineidad en la mujer. La concep­
ción de la evolución libidinal femenina en la que la vagina,
sin prehistoria no despertaría hasta la pubertad, les debe pa­
recer, en efecto, demasiado teñida por la idea de que la
niña comienza su evolución libidinal m asturbatoria nada más
que como un varón y piensan sin duda que es esa cualidad
masculina la que ha hecho que Freud acentuara indebida­
mente en su teoría de los instintos, la virilidad encerrada en
la m ujer y sobre todo el deseo en ella de virilidad.
Inversamente, se podría reprochar a las autoras femeninas
partidarias de conceder igual im portancia a la vagina y al
pene, según el sexo, a estas apologistas femeninas de la vagi­
na, el manifestar en sus teorías algo de aquella reivindicación
que anima a las “sufragistas” -y tender, a negar, a anular jus­
tamente la envidia del pene, que tan realmente existe en el
fondo de todo corazón femenino. Es como si estas mujeres
proclamaran: “¿De qué tienen que vanagloriarse los hombres?
¡Nuestra vagina vale ampliamente su pene!”
Pero renunciando a este empleo “agonal” del análisis al
servicio de la lucha eterna entre los sexos, nosotros intenta­
remos mejor, con la ayuda de la luz emanada de la biología,
realizar un esbozo sintético de estos diversos puntos de vista,
ya que todos contienen posiblemente una parte de verdad.
Creo que los analistas hombres pueden tender sobre todo
a notar la virilidad, ya que la encuentran fuera de sí mismos,
por proyección de sí mismos hacia afuera. Pero los analistas
mujeres pueden también tender a proyectar hacia afuera, y re­
trospectivamente, en la historia de la evolución de la niña,
su propia femineidad cuando ya han alcanzado, podríamos de­
cir, la individualidad de su vagina adulta.
No vemos sin embargo, por qué uno de los dos puntos
de vista excluiría tan ampliamente al otro, porque en particu­
lar, este “combate alrededor de la vagina” que se libra actual­
mente en la literatura psicoanalítica tendría que tener como
corolario la im portancia de la vagina desde la infancia, y ne­
cesariamente la desvalorización en la niña de toda falicidad
biológica. Éste sería, en efecto, el ideal de la evolución feme­
nina, pero este ideal no debe perturbar el cuadro de los he­
chos, tal como ellos son realmente.
Mis propias observaciones analíticas me inclinan a ima­
ginar que Abraham, cuando hablaba de fase genital prim iti­
va con exclusión del órgano genital, no estaba errado en el
fondo; parece entonces que con esto me critico a mí misma,
al criticar la crítica que hice a Abraham más arriba. Pero para
poder darle la razón, habría que hacer abstracción del hecho
de que él mismo calificaba a esta fase como correspondiente
al “período de latencia con represión”.12
A partir del momento en que el bebé entra en el estadio
sádico-anal (y nosotros sabemos cuán flotantes son las barre­
ras que separan los estadios evolutivos, y cómo éstos cabalgan
unos sobre otros) la evolución libidinal aparece, en efecto,
bajo el signo de la cloaca.
Digo cloaca y no ano, porque si bien el varón no tiene
como agujero cloacal profundo, más que el ano (si se consi­
dera, a pesar de la confusión de lo genital y lo uretral que allí
se realiza, que la extensión de la uretra hasta la punta del
pene ha sido extraída, por así decirlo de la invaginación cloa­
12 Ver pág. 30, nota 6.
cal), en la niña la cloaca se ha m antenido más profunda; el
ano y la entrada de la vagina forman un todo abierto que
no se separa más que por el tabique recto-vaginal.
Parece, pues, que en el estado tan indiferenciado de las
sensaciones cenestésicas infantiles, la niña a menudo percibe
y adivina el conjunto de esas aberturas, sin ninguna selecti­
vidad particular todavía por la vagina o el ano. Por esto, si
se considera la evolución libidinal de los dos sexos y no sola­
mente la del varón, sería sin duda más exacto calificar al es­
tadio sádico-anal como sádico-cloacal.
En este estadio, en el que la vagina no se esboza más que
como un anexo del ano, que lo es por otra parte, es el aguje­
ro cloacal entero el que domina la organización libidinal. El
agujero parece afirmarse, si así se puede decir, en toda la or­
ganización libidinal, antes que la protuberancia: el predom i­
nio del erotismo oral y el anal han sido reconocidos desde hace
mucho tiempo por Freud como precediendo al predominio
del erotismo fálico. Se podría ver en esto una confirmación
psicobiológica de las observaciones propiam ente biológicas de
M arañón, según las cuales el varón sería en el camino del
“progreso”, una etapa ulterior a la hembra. Pero el agujero
seguirá siendo femenino; es la saliencia simplemente, lo que
fundam enta lo masculino. Así, en el estadio cloacal reside el
substractum de lo femenino, y lo femenino en la historia de
la evolución libidinal es anterior a lo viril.
Pero volvamos a Abraham. Su fase genital prim itiva, la
fase fálica con exclusión del órgano genital podría ser enton­
ces concebida simplemente como exclusión de la cloaca que
seguiría al cierre erógeno de ésta, y esta fase sería entonces la
que inauguraría la fase fálica positiva (que, sin embargo, ha
dejado de m encionar en su cuadro). Es decir que según el
sentido que se atribuya a la “exclusión del órgano genital”
postulado en esta fase por Abraham, sea la exclusión de la
cloaca femenina o del falo viril, la fase fálica negativa que él
señala se ubicaría antes o después de la fase fálica positiva
de Freud, es decir, según que ella negara la cloaca femenina
(actitud masculina) o el falo viril (actitud fem enina).
Sin embargo, Abraham no ha podido ver más que la ne­
gación del falo, y mi argumentación anterior subsiste en con­
secuencia enteramente.
Sea como fuere, vemos que la fase fálica positiva aparece,
a la luz de lo que acabamos de decir, como encerrada, en
sandwich, diríamos, entre dos grandes fases cloacales. La fase
sádico-cloacal precede así, a la instauración del predom inio fá-
lico, tal como en el terreno de la embriología los repliegues
intestinales se tornan más complicados antes de la aparición
de los aparatos uro-genitales, según ya lo había señalado
Abraham.
Pero un retorno o una regresión a la organización cloacal
sucede a la organización fálica, después del tratam iento del
complejo de castración que imprime, como lo hemos visto más
arriba, tanto al objeto como al sujeto, la exclusión psíquica­
mente percibida del jalo, que conferirá la marca psíquica
adulta a cada sexo en la medida en que corresponda a la
realidad sexual fisiológica del sujeto o del objeto.
Se puede ver en estas oscilaciones de la cloaca al falo y
viceversa, un reflejo de las oscilaciones en el estado embrioló­
gico entre lo masculino y lo femenino, oscilaciones que pue­
den existir en vista de la bisexualidad original, aun cuando el
resultado del combate entre los dos sexos en un solo ser, está
probablemente predeterminado.
El varón, al salir del estado sádico-cloacal, entrará en
el estadio fálico positivo para no salir más de él, a pesar de
la conmoción poderosa pero pasajera del complejo de castra­
ción. La fase fálica positiva de la niña, que no es para mí
un simple accidente reactivo, sino una etapa regular de su
evolución, debería en los casos ideales ser tan pasajera como
la fase fálica negativa del varón, dado que más tarde, la m ujer
debe adaptarse biológicamente a su función erótica femenina.
La cloaca debería volver a reinar sobre la organización feme­
nina infantil; pero la cloaca en nuestras civilizaciones, durante
el período de latencia más o menos duerme, en una espera
pasiva del hombre que la despertará más tarde bajo la figura
electiva de la vagina receptiva. Sin embargo, si las dos fases
cloacales femeninas, tanto la pre como la post-fálica, se re­
únen podríamos decir por debajo de la eminencia del falo,
sería difícil imaginar que no existe una prehistoria vaginal
cloacal para la niña.
Yo me imagino que, para la mayoría de los varoncitos la
vagina permanece, según la expresión de Freud, no descu­
bierta (unentdeckt). Cuando Karen Horney, en la Angustia
ante la mujer 13 adelanta que el varoncito conocería también
en general la vagina, me parece imposible seguirla. Debe haber
en esta teoría una “proyección hacia atrás” por parte de los
hombres analizados, o por lo menos de las mujeres analistas.
No, el varoncito según la ley universal antropomórfica del
psiquismo hum ano permanece en general durante mucho tiem­
po “egomórfico”, e imagina a todos los seres humanos a su
imagen, es decir, dotados de falo y sin vagina. Nunca apoya­
remos demasiado esta observación tan exacta de Freud, a pesar
de algunas excepciones que la literatura psicoanalítica podrá
registrar, debidas sin duda a circunstancias y a una precoci­
dad excepcionales.14
Pero otras deben ser las experiencias de la niña. Cuando
ésta se masturba manualmente, lo que es tan frecuente (las
otras formas de m asturbación infantil, como Freud me lo de­
cía, son a m enudo sustituto de la m asturbación m anual prim i­
tiva) , cuando juega con su pequeño clítoris, parece imposible
que sus pequeños dedos no percibieran un día u otro el agu­
jero que está a su lado.
Estoy de acuerdo con Karen Horney cuando ve en ciertos
sueños típicos de mujeres, un eco probable del descubrimiento
de ese agujero que es la vagina: “Cuando aparecen temores
relativos a las consecuencias nocivas del onanismo, entonces
se manifiestan a veces en sueños en los que en un bordado en
el cual se está trabajando se produce de repente un agujero
del que debe avergonzarse; o bien atravesando un puente éste
se abre súbitamente sobre un abismo o un río; o bien circu­
lando por la ladera resbaladiza de una pendiente repentina­
mente se comienza a resbalar y se encuentra en peligro de
caer al fondo de un precipicio”.15
En otra parte he estudiado 16 el simbolismo de los puen­
13 Die Angst vor der Frau, 1932.
14 El Dr. Charles Odier me dijo que había analizado a dos hom­
bres, que conocían desde muy temprana edad "el agujero de adelante”
de la mujer.
ib Die Verleugnung der Vagina (La negación de la vagina), 1933.
16 Edgar Poe, 1933, en la interpretación de su cuento No engalanes
nunca tu cabeza para el diablo.
tes en general, y de los puentes truncos en particular, en fun­
ción del erotismo fálico, pero creo que esta interpretación
“fálica” no excluye aquella cloacal, vaginal de los abismos en
que los puentes se desploman.
Conozco una niña cuyos cuadernos infantiles están reple­
tos de historias fantásticas, en las que los agujeros y los pre­
cipicios juegan un rol muy im portante.
Además se encuentran los “sueños de vértigo” que tan
frecuentemente se pueden observar en las mujeres, en el mis­
mo grado que el “vértigo” 17 real; a propósito de los cuales
relataré el siguiente:
“La protagonista del sueño está en el teatro, sentada en
un palco, sobre la platea, pero no hay pared delante de ella
y está sentada justo en el borde y sus pies cuelgan. No puede
mantenerse allí sino haciendo un gran esfuerzo para conser­
var el equilibrio, m ientras que este esfuerzo continuo contra
el vértigo, le perturba el placer del espectáculo que ha venido
a ver”.
Este sueño repetido de una paciente —que pertenecía al
tipo clitorídico— me parece que confirma las observaciones de
Karen Horney sobre el terror a la vagina descubierta durante
la infancia. Esta m ujer había tenido ocasión de observar du­
rante su prim era infancia el coito de los adultos: el “espec­
táculo”, aquí como en tantos otros sueños ocupa el lugar de
éste. La niña debió masturbarse como ocurre frecuentemente
bajo la influencia de la excitación que este “espectáculo” par­
ticular despertaba en su joven organismo. Pero los pequeños
dedos descubrieron el agujero junto a la eminencia clitorídi­
ca, y el vértigo del abismo “sobrecogió” a la niña reaparecien­
do más tarde en la m ujer adulta en el síntoma de la anestesia
vaginal y en los sueños vertiginosos nocturnos. Este sueño re­
petido encerraría el recuerdo, conservado en el fondo del in­
consciente, del descubrimiento “pavoroso” del agujero vaginal
en la infancia, percibido seguramente a esta tierna edad (dos
años más o menos) como simplemente “cloacal”.
¿Freud mismo no ha hablado acaso en tantos pasajes de
17 El vértigo, como ya se sabe, no es exclusivo de las mujeres, pero
cuando sobreviene en el hombre, ¿no será en función de su complejo de
femineidad?
sus trabajos de la “herida” de la castración que aterroriza a
niñas y varones? Pero una herida es un agujero y el orificio va­
ginal, en tanto que es un agujero percibido por los dedos de
la niña, encuentra su lugar justam ente en la teoría fálica de
la sexualidad infantil de las niñas.
Los sueños femeninos tan frecuentes en los que aparecen
casas, habitaciones, lugares y espacios originariamente únicos
que se encuentran divididos en dos son, según Freud, sueños
anatómicos típicos que reproducen de modo topográfico la
división de la cloaca por el tabique recto-vaginal en recto y
vagina. ¿Estos sueños no aparecen hasta la pubertad, después
del prim er pasaje por la vagina de la sangre menstrual? Yo
no me sorprendería de que a veces preexistan a éste, y daten
del segundo período de la m asturbación infantil, que es aban­
donado poco a poco por la niña después del traumatismo del
complejo de castración, cuando los pequeños dedos errantes
presienten la hendidura de la vagina. Pero solamente la ob­
servación analítica de los niños puede responder a esta cues­
tión.
Es cierto que en esta exploración de sus propios órganos
genitales la niña encuentra un obstáculo que el varón igno­
ra: el dolor. La vagina está cerrada por el himen, que es más
o menos resistente en grados diferentes según las mujeres. Se­
gún Karen Horney tres factores de defensa vital pueden con­
currir a la negación infantil de la vagina: 1*?) la comparación
que atemoriza, de las dimensiones del pene adulto con la exi­
güidad de la vagina femenina; 2°) la observación ocasional
y horrorizante de sangre menstrual femenina; 39) las lesiones
mínimas pero dolorosas del him en durante una exploración
manual. El masoquismo femenino del que hablaremos opor­
tunam ente, debe poder mezclar un deseo voluptuoso en estos
dolores sentidos o presentidos. Pero la defensa vital del orga­
nismo tiene un sentido contrario, y tam bién lo tiene, dejando
de lado aquí todos los elementos de represión moral, la bise­
xualidad fundam ental del organismo, la virilidad contenida
en la mujer.
Como lo veremos más adelante, el masoquismo erógeno
aparece como de origen femenino (Freud, H. D eutsch), y
cuanto más tema la niña la “herida cloacal”, más habrá que
sospechar que contiene elementos de virilidad innata. Lo vi­
ril, en efecto, rechaza lo pasivo, lo masoquista; ya que lo viril,
lo activo, lo sádico lleva hacia adelante, lo femenino tiene
sentido contrario. La forma de reaccionar de las niñas al com­
plejo de castración cloacal y al complejo de castración fálico
antes de ser influenciada psíquicamente por los acontecimien­
tos y los traumatismos diversos de la infancia, está sin ningu­
na duda predeterm inada por la constitución biológica más o
menos bisexual del individuo.
Todos los cirujanos y todos los dentistas saben cuánto
más “blandos” son los hombres que las mujeres. Si en los
combates guerreros, los hombres llevados por el ardor de su
ideal, y sobre todo por la prim a ofrecida por su agresividad,
se transforman fácilmente en héroes, en el consultorio del mé­
dico y en el del dentista, o en el hospital, en frío, soportan
el dolor mucho menos que las mujeres. Éstas, por el contra­
rio, sufren generalmente sin tropiezos. La base de estas diver­
sas reacciones reside en la constitución psicosexual del hom ­
bre o de la mujer, y ésta es la que debe condicionar al prin­
cipio en las niñas destinadas a ser clitorídicas, la actitud psico­
sexual de sus órganos genitales frente al pene penetrador,
hiriente. De esta m anera se constituiría cuando la vagina “cloa­
cal” ha sido “descubierta” a su tiempo, lo que Karen Horney
ha calificado de “negación de la vagina”, negación que Jones
ha relacionado con la pretendida ignorancia que presentan
ciertos primitivos de las consecuencias del coito: en los dos
casos la aparente “ignorancia” no sería más que una represión
de lo que a su tiempo fue presentido.18
Aquí nos detendrá un problema; y lo plantearé sin poder
resolverlo. ¿Hasta qué punto, en el “descubrimiento” proba­
ble de la vagina por la niña en el curso de la masturbación
infantil, está la vagina percibida erogenéticamente? Una iner­
vación previa y variable debe, en efecto, preparar la feminei-
zación ulterior más o menos exitosa de este órgano receptivo
de la mujer. U n esbozo de aquélla debe existir muy precoz­
mente. Y estas primeras y vagas “sensaciones” espontáneas o
periféricas, cuando existen, ¿en qué momento se transforman
en angustia? ¿Qué parte corresponde, en cada caso, a la
vagina-placer prim itiva y a la vagina-angustia reactiva, por te-
is The phallic Phase (La fase fálica), 1933.
mor vital de la herida, por “virilidad” o por temor moral del
castigo de los deseos reprobados?
Y, además, ¿hay casos en los que, en vista de la erotiza-
ción selectiva del clítoris, tan frecuente en la infancia, el “agu­
jero” que está cerca no es percibido más que como “agujero”,
herida o cicatriz hueca fríamente, sin angustia vital reconoci­
da ni placer, a simple título de herida narcisística en el cuerpo
femenino castrado de su pene? Esta simple representación de
la vagina-agujero despojada de su afecto, no debe ser sino se­
cundaria y provenir de un mecanismo psíquico bien conocido
que despoja de su afecto a una representación originariam en­
te muy cargada de emotividad, cuando ésta desaparece en el
inconsciente.
Entonces se podría concebir la vagina, simple agujero más
o menos anestesiado de muchas mujeres como un resto de un
estadio pasado, el cloacal, que ha sido reemplazado en forma
demasiado completa por el estadio fálico. En estos casos la car­
ga libidinal de la representación desaparecida en el incons­
ciente, el afecto flotante, se habría dirigido secundariamente
en su casi totalidad hacia el clítoris fálico, soporte prim ario
de toda virilidad.
Lo contrario sucede en los casos de varones con una evo­
lución perturbada por una gran dosis innata de femineidad.
En ellos, el estadio cloacal que debería haber sido superado,
subsistiría más o menos oculto bajo el estadio fálico mismo.
La carga libidinal de las representaciones fálicas, después del
traumatismo de la castración, abandonando estas representa­
ciones fálicas más o menos reprimidas, iría a reinvestir erogé-
nicamente la cloaca.
Así, el proceso que ocurre en las niñas que “niegan su
vagina” es en menor grado, psicosexualmente, el mismo pro­
ceso que, embriológica, anatómica y fisiológicamente consti­
tuye al varón. En el embrión masculino, en efecto, la cloaca
se cierra, y no conserva como invaginación profunda más que
el ano, ya que la uretra se exterioriza proyectándose hacia
adelante con la extensión del tubérculo genital. Y la misma
representación psicosexual, la misma inervación, si así se puede
decir, se proyecta en el biopsiquismo profundo de la niña o
de la m ujer clitorídica. Para ésta, en la mujer, abajo no hay
más que un ano y un pene. En el medio, la vagina, que ero-
génicamente aparece cerrada aunque se deje penetrar. Es
como si estas mujeres durante el coito proclamaran, a pesar de
la anatomía, que no tienen vagina.
Inversamente en los hombres con muchos elementos fe­
meninos parece haberse conservado algo de la evolución em­
briológica de la m ujer: en ellos la cloaca a pesar de su cerra­
zón casi completa, parece querer continuar por lo menos psi-
cosexualmente, abierta.
En estas últim as líneas he acentuado, para destacar mejor
mi pensamiento y los hechos, los objetivos inversos de la evo­
lución libidinal: de la evolución masculina en la mujer, y de
la evolución femenina en el hombre.
Tracemos ahora, para fijar las ideas un esquema de la
evolución idealmente norm al en los dos sexos, aislando rigu­
rosamente, a la inversa de lo que pasa en la naturaleza, la
m ujer del hombre.
HOM BRE
(Fases orales comunes a los dos sexos.)
Primera fase pasiva (cloacal y fálica) hacia elobjeto.
Prim era fase activa (fálica) hacia la madre (complejo de
Edipo activo positivo).
COMPLEJO DE CASTRACIÓN
Segunda fase pasiva (fálica) con parcial exclusión del
falo y afirmación parcial de la cloaca, hacia el padre (comple­
jo de Edipo negativo pasivo pasajero).
Llegando a través del período de latencia a la segunda
fase activa (genital-peniana-puberal) hacia la mujer, con afir­
mación del falo y exclusión erógena de la cloaca.

M U JER
(Fases orales comunes a los dos sexos.)
Primera fase pasiva (cloacal y fálica) hacia el objeto.
Primera fase activa (fálica) hacia la madre (complejo de
Edipo activo negativo pasajero).
COMPLEJO DE CASTRACIÓN
Segunda fase pasiva (cloacal con exclusión total o- parcial
del falo) hacia el padre (complejo de Edipo pasivo positivo
durable) .
Alcanzando a través del período de latencia la tercera fase
pasiva de la m ujer (genital vaginal puberal) con exclusión
total o parcial durable del falo y afinnación de la vagina.
Conviene agregar aquí que el complejo de castración de
la “pequeña niña” debe ser en general, según las observacio­
nes analíticas, mucho más precoz que el del varón. Esto no
debe sorprender demasiado, ya que hemos visto que éste es
un principio de orden biológico, y que tiene como base la
comprobación de la realidad. Esto, además, está de acuerdo
con el ritm o de evolución de la mujer, que es más precoz que
el del hombre. Así la instauración del complejo de Edipo po­
sitivo en la niña orientado pasivamente hacia el padre, debe
situarse cronológicamente más temprano que el complejo po­
sitivo del varón hacia la madre. Esto se acentúa cuando, por
ejemplo, observaciones muy precoces del coito, han hecho per­
cibir muy tem prano al niño la diferencia entre los sexos.

e) E l f a l o pasivo
Se habrá notado sin duda que en el cuadro que antecede,
la fase de pasividad prim aria hacia el objeto se ha calificado
de cloacal y fálica a la vez, aunque aún nada en el texto nos
haya autorizado a agregar el término fálico al de cloacal. Se
debe a que este cuadro fue establecido por mí, cuando este
ensayo ya estaba escrito, y antes de que pudiese estimar en su
justo valor, lo que llamaría la larga prehistoria pasiva del falo.
Después de algunos intercambios de ideas con el Dr. Ro-
dolphe Loewenstein,10 mis concepciones al respecto quedaron
19 R. L c e w e n s t e in dictó una conferencia sobre este tema en la
Sociedad Psicoanalítica de París, en junio de 1934, y después hizo una
comunicación al XIII Congreso Internacional de Psicoanálisis de Lucerna,
en agosto de 1934. De la passivité phallique chez l’homme apareció pos­
teriormente en la Revue jrangaise de Psychanalyse, VIII, I, 1935.
fijadas. Lcewenstein me decía que mis concepciones (expuestas
más adelante) relativas a la fase pasiva masoquista de la mas­
turbación clitoridica en la niña que ha entrado en el complejo
de Edipo pasivo, le confirmaban las sugerencias, emanadas del
análisis de hombres con perturbaciones de su potencia, de que
existe una fase de falo pasivo. Pero a su vez, los puntos de
vista de Lcewenstein sobre la fase del falo pasivo, me aclara­
ron la fase correspondiente en la niña.
En efecto, el falo, ya sea el pene o el clítoris, siguiendo
la ley general que rige todos los fenómenos orgánicos, debe
comenzar por la pasividad para pasar seguidamente a la acti­
vidad. Lo despiertan de un modo pasivo, en plena fase pre-
genital bajo el reinado materno. Todas las historias, que sur­
gen del fondo del inconsciente, sobre seducciones eróticas por
la madre lo atestiguan; y estas historias o fantasías son en cierto
modo reales, dado que es la madre quien brinda no sólo las
primeras caricias sino también los primeros cuidados del aseo
personal.
Ei? un principio, el niño desea que su madre le toque y
acaricie ese órgano agradablemente sensible, sólo en una etapa
posterior querrá servirse de él para introducir y penetrar acti­
vamente. Esta prim era fase de evolución, que podríamos lla­
m ar de eclosión fálica pasiva, y que precede regularmente a
la fase culm inante del complejo de Edipo de desarrollo fálico
activo, sería aquélla en la cual se retrasarían o a la cual re­
gresarían muchos de los semiimpotentes. En prim er lugar,
aquellos masturbadores que se conforman con las fantasías
soñadas durante la autom anipulación de su falo, o sino aquer
líos hombres que siendo capaces de elegir un objeto, no piden
a la m ujer más que la m asturbación o la fellatio, sin tener
necesidad de penetración. Todos los grados de retardo en
esta actitud, se encuentran y cambian con la actitud fálica
activa que la reemplaza. Algunos hombres tienen necesidad de
caricias preliminares pasivas para pasar a una penetración
activa. Pero antes de continuar, tenemos que definir lo que
entendemos por falo pasivo. Algunos analistas, nos han obje­
tado que el falo es siempre activo, desde el momento en que
está en erección cualquiera sea la forma en que lo haya logra­
do. Nosotros entendemos por falo activo aquél que, espontá­
neamente y por excitación nerviosa central, es capaz de entrar
en erección y desear penetrar, por ejemplo, al ver o pensar
en el objeto deseado. Por el contrario, el falo pasivo tiene nece­
sidad de excitaciones periféricas localizadas, y en casos extre­
mos de pasividad llega al orgasmo sin erección.
Un día, escuché a uno de nuestros escritores más conoci­
dos elogiar en un tono lírico, pero en lenguaje bastante cru­
do, a “la femme qui fait bien bander”, oponiéndola a las que
sólo pueden obtener la erección de su compañero por medio
de maniobras ya sea la fellatio o la masturbación, aun
cuando estuvieran “artísticam ente” realizadas. No se podría
cantar mejor y en forma más viril, la supremacía del falo ac­
tivo sobre el falo pasivo. Pero dejemos de lado la sexualidad
masculina para volver a ocuparnos de la femenina. La larga
prehistoria pasiva del falo se desarrolla también en la niña
y es aún más im portante en ella porque la pasividad es esen­
cialmente femenina. T anto la niña como el niño han sido
lavados, cuidados y acariciados involuntariam ente por la m a­
dre, lo que les despertó la sensualidad cloacal fálica pasiva.
Es en forma gradual y muy variable según los casos, que
la niña llega a desear a su madre en forma clitorídica y con
objetivos más o menos activos. Pero para ello le falta el ór­
gano verdaderamente penetrador, por lo que se comprende
que Fenichel,20 por ejemplo, se rebelara contra las concepcio­
nes de Jeanne Lam pl de Groot,21 negando por reacción toda
falicidad a la niña con respecto a su madre, a la que según él>
nunca ha estado fijada pregenitalmente, confundiendo lo pre-
genital con lo preedípico.
Pero la introducción del concepto de falo pasivo cambia
el aspecto de la evolución libidinal de la m ujer y aclara me­
jor los hechos.
La fase fálica activa de la niña, m iniatura homóloga del
varón, que fue tratada muy bien por Jeanne Lam pl de Groot,
podría ser intercalada como en un sandwich entre dos fases
fálicas pasivas, una prim aria que tiene origen en las envoltu­
ras de la criatura y que acompañan en forma encubierta a las
20 Zur pragenitalen Vorgeschichte des (Edipuskomplexes (Sobre
la prehistoria pregenital del complejo de Edipo), 1930.
2 1 Zur Entwicklungsgeschichte des (Edipuskomplexes der Frau (So­
bre la evolución del complejo de Edipo en la mujer), 1927.
fases orales y anales pregenitales; y una secundaria que sigue
al complejo de castración y que es la única que hemos tra­
tado hasta este momento. Estas dos fases fálicas pasivas esta­
rían superpuestas y serían contemporáneas de las dos fases
cloacales pasivas, que a su vez enm arcarían la fase fálica ac­
tiva. La segunda fase fálica pasiva debe considerarse como una
regresión biológica y norm al de la mujer. Hace tiempo que
Freud habló sobre las olas de represión que actúan sobre la
sexualidad fálica de la mujer, una al principio del período
de latencia y otro en el comienzo de la pubertad.
De esta historia pasiva del falo en la mujer, tenemos un
testimonio tan simple, sorprendente y deslumbrante, que jus­
tamente por ello no ha sido comprendido hasta el presente
el placer de tantas mujeres por las caricias en su clítoris. Toda
m ujer a la que se le acaricia el clítoris es un testigo viviente
e irrefutable, pero a la vez regresivo, de la larga prehistoria
pasivo del falo, que por el contrario, en el hombre idealmen­
te evolucionado, deberá haber desaparecido sin dejar rastros.
SOBRE LOS FACTORES PERTURBADORES
DE LA EVOLUCIÓN FEMENINA
a) I ndependencia relativa de las zonas erógenas
Y DE LOS OBJETOS SEXUALES
E l concepto del falo pasivo nos ayudará a com prender al­
gunos fenóm enos aparentem ente contradictorios.
Aunque generalmente la acentuación de la zona erógena
cloacal, predispone a actividades feminoides tanto en la m ujer
como en el hombre (homosexuales, pederastas), hay otro tipo
de hombres que teniendo una débil erotización del glande
llegan fácilmente al orgasmo por excitación de las zonas co­
rrespondientes a la entrada de la vagina, (son los eyaculadores
precoces sin erección, tan bien estudiados por Abraham) / y
que conservan como objeto sexual sólo a la m ujer, sin llegar
a ser homosexuales.
Es necesario mencionar aquí todas las variedades de maso­
quistas, en particular a los diversos tipos “flagelantes”. Según
Freud indicó en su ensayo Golpean a un niño,2 estos hombres
permanecen detenidos en el erotismo anal, mejor dicho cloa­
cal, y en ellos el orgasmo se produce por la idea o el hecho
de recibir malos tratos, preferentemente, sobre la zona glútea.
Pero deben ser realizados por una m ujer dominadora, que en
la fantasía m asturbatoria de estos hombres, ya sea real o ima­
ginaria, representa a la madre activa, siendo él, el sujeto
pasivo.
1 Über Ejaculatio prcecox (Sobre la eyaculación precoz), 1917.
2 Ein Kind wird geschlagen, 1919.
Pero los casos de persistencia de un erotismo cloacal muy
grande se combinan, en general, con los de supervivencia del
falo pasivo. Estos hombres, por su erotismo pasivo y su ma­
soquismo, imaginan ser acariciados o golpeados sobre su pene,
que de esta manera es excitado pasivamente. La fantasía fálica
así concebida se mezcla con el hecho o la fantasía de ser
golpeados, cloacal o analmente, siempre por sustitutos de la
madre, pero a pesar de sus tendencias pasivas feminoides no
transferidas de la madre al padre, eligen como objeto; de amor
a hombres en lugar de mujeres.
En cuanto a la m ujer clitorídica heterosexual, parece de­
sear al hombre “convexo”, con un órgano apropiado para
desear a la m ujer “cóncava”, el falo. Pero vistas las pequeñas
dimensiones del falo femenino y la atrofia psíquica fálica co­
rrespondiente, se ven obligadas a conformarse con el falo pa­
sivo, es decir las caricias hechas por el hombre y recibidas pa­
sivamente. Aun las homosexuales se ven obligadas a aceptar
estos hechos. Sólo en las fantasías femeninas, hetero u homo­
sexuales, se ven dotadas de un falo masculino apropiado para
penetrar y, algunas veces, pueden intentar rivalizar con el
hombre colocándose apéndices artificiales.
Las mujeres clitorídicas, homosexuales manifiestas (o que
lo hayan sido), pueden realizar la evolución objetal propia de
la m ujer haciendo la transferencia de la madre al padre, pero
es posible observar que siempre permanecen fijadas en el in­
consciente —cloacal y fálicamente a la vez—, a la madre de su
infancia.
Las homosexuales manifiestas, representan con mucha
frecuencia, la escena prim itiva de actividad y pasividad alter­
nadas entre la madre y el niño 3 durante el transcurso de los
tiernos cuidados recibidos en su infancia; y sólo las más acti­
vas superpondrán a esto una identificación con el padre, con­
virtiéndose en el tipo más exclusivamente activo de homose­
xual con corbata y chaqueta.

3 Ver H elen e D eu tscH: Über weibliche Homosexualitat (Sobre la


sexualidad femenina).
b) A lgunas relaciones entre el c o m plejo de E dipo
PASIVO DE LA MUJER, EL INSTINTO MATERNAL
Y LA VAGINALIDAD
De acuerdo con lo que hemos dicho hasta este momento,
es evidente que la existencia de un complejo de Edipo feme­
nino positivo demasiado fuerte y persistente, una fijación de­
masiado tenaz al padre, no es el enemigo más temible de la
evolución libidinal femenina normal, como se creyó durante
mucho tiempo. En verdad, una fijación de tal grado puede
hacer que una m ujer no se case y se aparte de los hombres,
y aun en caso de casamiento y en la realización del coito, inhi­
bir su vaginalidad por fidelidad al padre todopoderoso. Pero
una fijación demasiado fuerte a la madre deseada clitorídica-
mente en la infancia, puede considerarse prim itivamente más
patógena para la función erótica femenina.
Pero en este caso tam bién es patógena para la función
erótica femenina, la falta de identificación inconsciente con
la madre por amarla demasiado, lo que trae como consecuen­
cia la ausencia de instinto m aternal y la no aceptación de la
m aternidad y de los hijos.
En la actualidad es muy frecuente observar que la m ujer
puede enamorarse y amar al hombre vaginalmente, pero la
única preocupación que tiene por los hijos, es evitarlos.
La aceptación del hijo, hecho que forma parte de la gran
tríada masoquista femenina castración - violación - parto (H.
D eutsch), es decir el reemplazo del deseo de tener un pene
por el deseo de tener un hijo, deseo propio del complejo de
Edipo pasivo de la niña, es el hecho más favorable para la
futura vaginalización de la mujer.
Resulta difícil separar en este caso, lo que es causa y lo
que es efecto. ¿La niña acepta la vagina y a su vez el pene y el
hijo que pasarán por ella con los peligros inherentes al caso,
porque nace muy m ujer y muy cloacal, o porque acepta esos
hechos llega a ser muy m ujer y muy cloacal? Lo uno actúa sobre
lo otro, y tanto la femineidad como la virilidad iniciales, po­
dríamos decir metafóricamente, que deben formar una bola
de nieve, a partir del momento en que comienzan a rodar.
Siempre el deseo de la m aternidad, y no me refiero a la
aceptación más o menos forzada del hijo, es una condición
favorecedora de la vaginalidad. Es sorprendente ver que las
mujeres hogareñas (“pot-au-feu”) son en general, las mejor
adaptadas a la función erótica, pues nada causa más daño que
el narcisismo de las clitorídicas generalmente reivindicantes.
La no aceptación psíquica de la m aternidad y la falta de
instinto maternal, parecen estar frecuentemente relacionadas
con el establecimiento anormal de la función erótica femenina.

c) Sobre e l p e lig ro v it a l y m o ra l in h e re n te a la s
FUNCIONES SEXUALES FEMENINAS.
Generalmente las mujeres tienen miedo a la maternidad.
Además de las razones económicas, por las que también el
hombre evitará engendrar hijos, en la m ujer hay algo más:
el miedo al dolor y al peligro, que se oponen al deseo instin­
tivo y profundo de ser madres.
Este miedo tiene sus orígenes en la infancia de la niña.
Una percepción, o mejor dicho, una aprehensión de hechos
biológicos constituyen el fundam ento de esta actitud. En pri­
mer lugar, la tan frecuente observación del coito de los adul­
tos, con la consecuencia de que el niño se identifica con uno
de los dos, hecho que ha destacado Karen Horney.4 El niño
al comparar su pequeño pene con el orificio materno, sufre
una herida narcisística en su amor propio, en el sentido de
su valor; pero la niña, por el contrario, al comparar su pe­
queño orificio inferior con el gran pene paterno, teme el acto
tan deseado por temor a una herida vital, y con justa razón!
Porque el coito entre un hombre adulto y una niña, ya sea
por la vagina o por el ano, provocará dolorosos desgarra­
mientos.
4 En Die Verleugnung der Vagina (La negación de la vagina), 1932,
ya citado, K a r e n H o r n e y escribe: “La satisfacción imaginaria de los im­
pulsos sexuales enfrenta al niño con el siguiente hecho, tan penoso para
su amor propio: Mi pene es demasiado pequeño para mi madre; pero
para la niña ello implica una destrucción corporal. Es por esta razón,
conducida a los últimos fundamentos de orden biológico, que el temor
del hombre frente a la mujer es de orden genital narcisistico, pero el
temor de la mujer es de orden corporal”.
Al observar el coito, el varón o la niña se identifican con
los dos adultos a la vez en proporción variable,5 y ésta es una
identificación psíquica bisexual, consecuencia justa de su bise­
xualidad prim itiva y biológica. Por lo tanto el niño no está
exento del temor a la penetración pasiva del pene paterno y
la niña de poseer un deseo fálico de “penetrar” activamente, o
mejor dicho de em pujar hacia adelante con su pequeño clí­
toris.
Todo lo que podemos decir, es que en los casos favora­
bles de sexualización psíquica correspondiente al sexo de las
gonadas, la actitud masculina debe predom inar en el niño, y
la actitud femenina en la niña, y esto debe suceder desde un
principio. En los primeros tiempos de la infancia, el orificio
propio para la penetración del pene no es percibido como
verdaderamente vaginal; pues aunque la niña lo descubra con
sus pequeños dedos, no tiene una representación neta del ta­
bique recto-vaginal y lo concibe en forma cloacal.
Para este concepto de “vagina-orificio”, la niña posee una
base anatómica que no posee el varón, pero a pesar de ello, y
a la inversa de otros orificios y conductos que ya le sirven para
algo, como por ejemplo la boca, las orejas, la nariz, el ano,
encuentra que por la vagina todavía no pasa nada, y tiene
una idea poco clara de su individualidad. Pero sobre todo el
horror de su propia castración que se evidenciaría en la he­
rida que sería la vulva, hace que la niña no observe con de­
tención esas zonas.
La niña siempre teme como un peligro, la penetración
del gran pene adulto en su orificio inferior, sí bien al mismo
tiempo lo desea.
A este temor, debe agregarse otro más específicamente
femenino, que es el temor a la maternidad.
6 Freud sostuvo este punto de vista en toda su obra. Sorprende
ver a Karen Horney en La negación de la vagina, discutiendo la falicidad
de las niñas según Freud, con frases tan absolutas como las siguientes:
“¿Cómo es posible que la niña manifieste una angustia tal frente al
pene gigante del padre si (de la observación de la escena primitiva del
coito de los adultos), sólo ha podido experimentar las emociones del
padre? Para Freud, el temor a la penetración del gran pene paterno,
existe, pero de un modo anal. Karen Horney lo concibe de una manera
específicamente vaginal. Yo lo imagino del modo más indiferenciado, el
cloacal.
La idea de que los bebés se forman en el cuerpo y en el
vientre de la madre es muy precoz en el niño., y sólo finge
creer las historias que le han contado sobre el repollo o la
cigüeña. Pero para el niño, el bebé se origina, desarrolla y
nace, de un modo digestivo, como Freud 6 lo ha señalado hace
tiempo, y como lo atestiguan numerosos cuentos y mitos en
los cuales la reina concibe después de haber comido tal o cual
alimento, en particular una manzana. Podría creerse que esto
sólo es un desplazamiento obligado por la censura, pero yo
considero que el presimbolismo inicial es preexistente al des­
plazamiento que se realiza por la censura secundariamente
y más aún, que el presimbolismo universal, es la base de estas
teorías sexuales infantiles.
El bebé cloacal será percibido más que el pene adulto
como objeto peligroso, en vista de que se lo imagina con di­
mensiones desproporcionadas con respecto al cuerpo que lo
dará a luz. ¿Y cómo podrá pasar un objeto así por su cuer­
po, sin dañarlo? La niña ha escuchado siempre que el parto
hace mal, y ha visto a su madre o a otras mujeres tendidas,
doloridas y sufrientes cada vez que han tenido un hijo: el
lecho de dolor está muy próximo a la cuna. ¿Y qué decir de
las niñas que han perdido a su madre después del parto? Para
estas niñas la muerte es el precio de la m aternidad.
Es necesario que las niñas posean una cierta dosis de ma­
soquismo erógeno, que por otra parte es el masoquismo pro­
piam ente femenino, para poder aceptar los peligros vitales in­
herentes a la función femenina y para neutralizar la angus­
tia.7 Pero hay también otros peligros que amenazan a la niña
que quiere ser una m ujer adulta y llegar a identificarse con
la madre en los actos de amor. Ocupar su lugar implica una
agresión contra ella, y esta agresión implica a su vez un cas­
tigo similar al delito cometido. Este es el temor edípico de
la niña frente a la madre rival, temor que tiene una esencia
moral.
Conviene presentar aquí las ideas de Melaine Klein rela­
tivas al temor prim itivo de la niña frente a su madre. Melanie
6 Über infantile Sexualtheorien (Sobre las teorías sexuales infanti­
les), 1908.
7 Ver más adelante, Capítulo IV y siguientes de la segunda parte.
Klein remonta esta angustia al final del prim er año de vida,
en el cual según ella se instaura el complejo de Edipo posi­
tivo de la niña, después del destete y como una reacción hostil
al mismo. Éste está orientado pasiva y vaginalmente hacia el
padre. En la visión de la escena prim itiva, en la que juega
un rol principal el ver a los “padres unidos”, la niña se senti­
ría celosa del interpretar que la madre amamante al padre y
que a su vez, el padre con su pene amamante a la madre: és­
tas son interpretaciones de la criatura ya que no conoce otro
tipo de relación entre cuerpos humanos. La niña orientada
hacia los celos orales quiere absorber, succionar y devorar el
interior del cuerpo materno; las entrañas, las heces, el feto,
incluso el pene m aterno y como castigo por estos deseos agre­
sivos, desarrollará el temor de que le puedan hacer lo mismo,
esto es el complejo de castración interna, que engendrará en
la niña el prim er superyó. Las brujas de los cuentos, que tan
frecuentemente devoran a los niños, constituirían proyeccio­
nes de esta madre fantasmal, caníbal retaliatoriam ente, que
atorm enta la imaginación de nuestros niños. Estos son los con­
ceptos de Melanie Klein.
Yo creo que en parte son verdaderos, pero que la autora
tiende a moralizarlos demasiado. Ciertamente, el niño es muy
agresivo, pero también por suerte muy libidinal; esos impulsos
canibalísticos hacia la madre son desde el comienzo la expre­
sión, no sólo de la agresión y del odio, sino tam bién del amor.
Uno “ama” lo que come; pero no sólo se come para destruir
sino para incorporar lo que amamos, por ejemplo, los enamo­
rados “se comen a besos”. El sadismo original del niño hacia
la madre está cargado de amor infantil. Los impulsos origina­
les se encuentran ahora estrechamente imbricados. Al princi­
pio el dram a sádico del amor unido a la agresión tiene sólo
dos intérpretes: la nodriza y la criatura. Posteriormente encon­
tramos tres: la criatura, la nodriza y la rival. Hacia una pre­
domina la agresión y hacia la otra el amor. Este hecho puede
ser muy precoz, pero el bebé conoce primero sólo a su no­
driza y luego percibe junto con ella a la rival.
Según mi punto de vista, la agresión contra la rival es
secundaria y se superpone a la prim era agresión sádico amo­
rosa. Entonces, la ley del Talión de ser comida por haber
querido comer,8 toma un matiz moral, y comienza a construir­
se el imponente edificio del superyó.
Pero volvamos a algunos estados precoces de esta ley del
Talión, de acuerdo con lo que dice Melanie Klein. Según ella,
el clitoridismo de la m ujer y la falicidad de la niña, biológi­
camente, no serían primarios sino que tendrían un desarrollo
secundario.
Es el temor a la madre, a quien la hija celosa quisiera
arrancar las entrañas, el feto e inclusive el pene paterno, lo
que contribuiría a hacer que la niña renuncie a sus primitivos
apetitos cloacales y los conduzca hacia la falicidad, lo que por
lo menos no constituiría un peligro para el interior de su
cuerpo.
Sin embargo, Melanie Klein 9 sostiene que ese retorno1de
la libido de adentro hacia afuera se realiza en proporción al
sadismo original del niño, sadismo que es muy fuerte y pre­
dispone. Creo que esta observación es justa, pero que no está
correctamente fundada, dado que para Melanie Klein el con­
cepto de la bisexualidad cuenta relativamente muy poco. Si
las niñas con una constitución sádica muy fuerte tienden a la
falicidad, podemos decir que esto es un sadismo, un dinamis­
mo agresivo muy acentuado, un atributo masculino, es decir,
que desde su origen, es un estigma muy fuerte de bisexuali­
dad. La orientación centrífuga de la agresión y de la libido es
un atributo masculino. La orientación centrípeta de la agre­
sión y de la libido, es un atributo femenino. ¿Los órganos
femeninos o masculinos preceden a la orientación, o la orien­
tación y la tendencia crean la función y los órganos? Nos per­
deríamos en especulaciones filosóficas, si quisiéramos resolver
el problema con un simple trazo de pluma, es mejor dejarlo
en suspenso.
Vemos que siempre, la agresión dirigida hacia afuera, es
favorable a la virilidad y a las funciones masculinas y desfa­
vorables en la misma proporción, a la femineidad y a las fun­
ciones femeninas.
8 Ver en Edgar Poe, con respecto a la interpretación del cuento
de Berenice, las ideas de Freud mismo, sobre el temido canibalismo por
parte de la madre por el niño.
9 Ver Die Psychoanalyse des Kindes (El psicoanálisis del niño),
1933.
d) LA MASTURBACIÓN INFANTIL. La SEDUCCIÓN
Y EL BLOQUEO DE LAS ZONAS ERÓGENAS.
Se ha dicho que una masturbación clitoridica en la infan­
cia y en particular si continúa durante el período de latencia,
podría contribuir a condicionar la posterior fijación de la
libido en el clítoris de la mujer.
Esto parece ser cierto, pero el problem a sólo ha sido des­
plazado. Pues, ¿cuál sería la causa de que algunas niñas bajo
la influencia del traumatismo que es el complejo de castra­
ción, renuncian a la masturbación, mientras que otras no lo
hacen?
Todos los niños se masturban, por lo menos todos los
niños sanos. La m asturbación fálica del varón debe ser resis­
tente y no dejarse intim idar por las amenazas educativas o por
el complejo de castración cultural, debe anular el período de
latencia, ya que estos ejercicios sexuales preparatorios son a
m enudo favorables para la futura virilidad.
Dado que la niña debe convertirse en m ujer, la m asturba­
ción fálica normal en ella hasta el complejo de castración,
debe por el contrario sucumbir a las, prohibiciones de las edu­
cadoras o bien al complejo de castración biológico, y la vagi­
na de la m ujer erotizada desde la pubertad, debe conformarse
en esperar pasivamente el pene masculino que la despierte.
Desde el óvulo hasta el amante, el rol femenino consiste
en esperar. La vagina debe esperar la llegada del pene del
mismo modo pasivo, latente y adormecido en que el óvulo es­
pera al espermatozoide. Este prototipo biológico es compara­
ble al m ito eternamente femenino de la Bella Durm iente del
Bosque.
Tam bién podemos considerar que si la libido es de esen­
cia masculina, el período de latencia infantil está relacionado
con lo femenino.
Pero hay niñas que no quieren esperar. En ellas la segun­
da fase pasiva cloacal que sigue al complejo de castración, no
consigue instalarse con facilidad hasta la fase vaginal ideal
de la pubertad. A menudo, durante el período de latencia, se
producen regresiones activas, agresivas, varoniles: la m astur­
bación fálica interrum pe el período de latencia, pareciera ser
que las fantasías pasivas relacionadas con el nuevo objeto se­
xual que es el padre se superpusieran a las fantasías entremez­
cladas inconscientes, primitivas, pasivas y activas referentes a
la madre.
¿Es que hay en estas niñas, bajo la influencia de una bise-
xualidad demasiado fuerte, una orientación central endógena
tan predom inante del sistema nervioso hacia la virilidad, que
la evolución fisiológica norm al correspondiente a su constitu­
ción anatómica no llega a realizarse? ¿Algunos hechos, tales
como las seducciones infantiles han sido factores predisponen­
tes? ¿Cuál es en este caso, la parte respectiva a querer ser
viril o al ser viril verdaderamente-, es la resultante de la iden­
tificación con el padre o de la constitución viriloide? Los dos
hechos pueden tomar parte del fenómeno, no hay que olvidar
que las seducciones por sí mismas y las observaciones del coito
en particular, hacen intervenir en cada ser el sentido prescrip-
to por su constitución.
En las mujeres clitorídicas la evolución que hubiera teni­
do que fijarse y detenerse en la segunda fase cloacal y finali­
zar en la pubertad con la invaginación de la libido fúlica y
con la especialización vaginal de la libido cloacal, se realiza
con dificultad y con una orientación activa masculina, dema­
siado progresiva. No han aceptado la exclusión del falo en
ellas mismas, y a pesar de su complejo de Edipo positivo y de
su amor hacia el padre han reaccionado durante el período
de latencia muy fálicamente, como si el clítoris no fuera un
órgano inevitablemente destinado a la insuficiencia y conti­
nuase creciendo como el del varón. La contraparte de este
fenómeno, es decir su sentido interno psicofisiológico parece
desviarse del hecho anatómico, tan significativo, del floreci­
miento de la femineidad, que se manifiesta en el ensancha­
miento puberal de la vagina.
Algunas veces, en las mujeres clitorídicas, puede faltar la
masturbación prepuberal en el período de latencia. Pero ana­
lizándolas se descubre que un síntoma neurótico, generalmen­
te de carácter obsesional, sustituye y reemplaza a la m asturba­
ción, que de este modo continúa orientada hacia la afirmación
infantil del falo.
Hay otras mujeres que aún habiéndose m asturbado clito-
rídicamente durante el período de latencia, aprenden a reac­
cionar normalmente después de los primeros contactos con el
hombre. Estas son mujeres con una libido bien dotada y que
poseen las dos zonas erógenas, con la posibilidad de alcanzar
el orgasmo ya sea por una u otra zona, según el caso.

e) L a APARICIÓN PREPUBERAL DEL ORGASMO CLITORÍDICO Y SU


POSIBLE RELACIÓN CON LA FIJACIÓN A LA FASE FÁLICA
Con respecto a esto, se plantea un problema que la in­
vestigación analítica aún no ha resuelto. Yo creo que en la
infancia de las mujeres clitorídicas, la época relativamente
precoz en la que apareció el orgasmo propiam ente dicho, debe
haber predispuesto para la fijación de la libido en el clí­
toris. La época en que aparece el orgasmo, ya sea en la niña
o en el varón, parece ser bastante diferente según los casos,
y este hecho libidinal central debe contribuir a fijar la libido
a la fase y a la zona donde se produjo.
Es probable que tanto en la m asturbación prim itiva del
bebé como en la del prim er florecimiento sexual infantil, que
corresponden a la prim era fase fálica, la de afirmación del
falo y del complejo de Edipo activo no se llega al orgasmo,
ya sea en el varón y con más razón en la niña.
La niña predestinada a ser verdaderamente mujer, debe
abandonar generalmente la m asturbación clitoridica antes de
alcanzar el placer terminal, es decir el orgasmo, y entrar en
el período de latencia teniendo como único recuerdo ese in­
suficiente placer prelim inar. Como la Bella Durm iente del
Bosque herida en la mano por la rueca fálica materna, mano
que es culpable de la masturbación; la organización libidi­
nal preform ada de la niña se duerme para ser despertada de
su sueño por la llegada del esposo a través de las zarzas del
bosque himeneal. Esta sería la evolución ideal de las niñas
en nuestro medio.
Pero algunas niñas, como ya lo hemos dicho, no saben
esperar, y sobre todo no aceptan la exclusión del falo de su
propio cuerpo. La masturbación fálica sobrevive al descubri­
miento de la diferencia entre los sexos, se producen regresio­
nes que interrum pen el período de latencia y la niña puede
alcanzar, aún antes de la aparición de la menstruación, el
orgasmo por el clítoris.
¿Bajo qué influencias se produce esta maduración eróti­
ca precoz? Se puede señalar, y a veces con justa razón, que
se debe a la seducción directa por otro niño o por un adulto,
dado que éste es el factor exógeno predisponente a la fi­
jación clitorídica posterior. Pero sin duda, la niña al crecer
puede conservar o redescubrir por sí misma la masturbación
fálica. Resulta suficiente un cierto grado de bisexualidad,
para que la niña se comporte como algunos varones en los
cuales la m asturbación fálica hace una regresión durante el
período de latencia. Este es el factor predisponente endógeno.
Debemos hacer una excepción con las mujeres que fo ­
seen una doble zona erógena, en las que a pesar de la apa­
rición precoz del orgasmo clitorídico, se adaptan perfecta­
mente al coito norm al después de la desfloración.10

/) E l “ S c il l a y C a r ib d is ” d e l a n iñ a

Se plantea un difícil problema biológico en la evolución


libidinal femenina. En efecto, la m asturbación infantil lejos
de ser un vicio excepcional que tantos educadores todavía es­
tigmatizan, es una etapa necesaria en el desarrollo libidinal
de todo ser humano. Es para la sexualidad adulta lo que el
iO Nota de 1948: Comparar con los puntos de vista de K i n s e y ,
Po m ero y y M en Sexual Behavior of the Human Male (Filadelfia
a r t in
y Londres, 1948, pág. 180) .
Estos autores comentan así los hechos que han creído observar:
"Estos datos sobre la actividad sexual de los jóvenes machos aportan
una importante confirmación a los puntos de vista de Freud, según los
cuales, la sexualidad se presentaría en el animal humano a partir de la
primera infancia, si bien ellos no están de acuerdo con el concepto
freudiano de los estados pregenitales de erotismo difuso precedente a una
actividad genital más específica...”
Cualquier duda que pueda existir sobre las conclusiones relativas
al orgasmo del bebé, parece estar confirmada por las observaciones
behavioristas referentes al segundo período de masturbación en la in­
fancia, aquel del estadio fálico, que aparecen en la anamnesis de muchos
hombres y mujeres. En algunos, el recuerdo de la aparición prepuberal
del orgasmo no se pierde nunca y se conserva conscientemente.
juego es para la actividad social: una preparación y un en­
trenamiento.
La m asturbación infantil, a pesar de la oposición que le
presenta la civilización construida sin duda a costa de la li­
bido, y de la actitud en parte justificada de los educadores,
conserva su dignidad de preparación para la función adulta
más vital, la que superará nuestra m ortalidad.
La m asturbación del niño es verdaderamente la prepara­
ción para la actividad sexual del hombre; debemos conside­
rar que cuando el falo masculino llega a conocer el orgasmo,
aunque suceda precozmente, esto es un entrenam iento de lo
que deberá suceder luego, más o menos de la misma manera.
Justam ente se ha dicho que cuando el hombre se acopla hace
algo equivalente a masturbarse con una mujer. Y tendrá que
aprender a preferir psíquicamente esta “m asturbación” a la
otra.
Pero la niña se encuentra frente a dos peligros. En la
infancia su masturbación ha sido principalm ente fálica, pues
su vagina está más o menos dorm ida y le es necesario apren­
der la sexualidad con su pequeño clítoris. Si hay poca acti­
vidad fálica en la infancia, puede suceder que la sexualidad
no sea suficientemente aprendida, y la m ujer permanecerá en
ese estado de sensualidad difusa, indiferenciada y resignada,
que no llega al orgasmo. Este parece ser el caso de algunas
mujeres (Este tipo de mujeres, como Helen Deutsch lo ha
visto muy bien, está en vías de desaparecer, pues se trata de
casos de represión histérica). Pero si hay demasiada mastur­
bación fálica en la infancia (ya se deba a influencias endó­
genas o exógenas, o a una bisexualidad demasiado acentuada,
o a una seducción clitorídica), y en particular si el orgasmo
clitorídico aparece precozmente, la m ujer podrá permanecer
fijada a esta organización' libidinal y no aceptará eróticamente
la actitud pasiva que la naturaleza exige en el acto sexual
con el hombre .
De este modo se fijaría una estereotipia dinámica en el
sentido de Pavlov, que los hechos de la vida sólo podrían
modificar con gran dificultad, y siempre que las bases sobre
las cuales se realizara esta modificación fueran ampliamente
bisexuales.
g) UN COMBATE DE DOS MACHOS
Primitivam ente la bisexualidad hum ana asienta todas las
estructuras elevadas secundariamente, sobre la fase funcional
inscripta en la anatom ía de los órganos genitales femeninos
externos, con sus dos zonas erógenas, a las que la libido, se­
gún los casos, da preponderancia en forma diferente; y que
ningún biólogo o psicoanalista puede negar. El comporta­
miento erótico de cada m ujer está determinado por un fenó­
meno nervioso orientado por la mayor o menor virilidad zigó-
tico-endocrina del organismo femenino, y por las estereotipias
dinámicas adquiridas accidentalmente en la infancia.
En la evolución psicosexual de las mujeres clitorídicas,
la influencia de la larga prehistoria pasiva del falo y la prác­
tica de caricias pasivas, se ve reducida en vista de la atrofia
del falo femenino; frente a un compañero, no les queda más
que el clítoris eréctil que se hincha y em puja hacia adelante
para conducirse como un pequeño falo masculino.
Este comportamiento puede anim ar no sólo las zonas eró­
genas de la m ujer clitoridica, sino tam bién todo su psiquismo.
Este tipo de m ujer presenta una actividad generalizada exten­
dida a todos los actos de su vida. No sólo es activa socialmen­
te sino también en la búsqueda de sus objetos de amor. Al
elegirlos y conquistarlos manifiesta una cierta actividad mas­
culina.
Sin embargo, el drama de su vida erótica se representará en
el acto sexual. Al optar por la heterosexualidad, ella deseará
con su pequeño falo, es decir con su clítoris, un objeto que
también está dotado de falo, y de un gran falo masculino
que generalmente es adorado por estas mujeres. A pesar de
la realidad erótica en la que deben ser las penetradas y no las
penetrantes, deberán conciliar sus deseos inconscientes orien­
tados por el principio del placer, con esta realidad inevitable.
En la m ujer clitoridica la conciliación de los dos falos, el
suyo y el del hombre amado, se logra de maneras muy extra­
ñas, y esto está demostrado por muchos de sus sueños y fan­
tasías. Con el desprecio del inconsciente por la realidad y con
la virtuosidad por lo irreal que despliega en este terreno el
principio del placer, ellas imaginan frecuentemente que las
situaciones, los roles anatómicos y las ineludibles realidades de
los órganos sexuales, se cambian por sus opuestos a causa de
su todopoderoso deseo.
He tenido la ocasión de recoger el sueño de una m ujer cli­
torídica que podría ser calificado de típico: ella veía los ór­
ganos genitales acoplados, pero en lugar de que fuera el pene
del hombre el que eyaculaba, era la mujer, que con su pe­
queño pene escondido en el fondo de la vagina, eyaculaba en
la uretra del hombre. No se podría expresar mejor el deseo
de cambiar de situación y de rol anatómico. Además, la misma
m ujer, cuando una compañera a la edad de diez años, le re­
veló el mecanismo del coito no lo quiso creer, y con su inte­
ligencia superior decidió que debía ser a la inversa, la mujer,
lejos de ser penetrada por el pene del hombre, penetraría
durante el acto sexual en la uretra masculina con su clítoris.
Poco tiempo después, fue seducida por un niño, y en el mo­
mento en que él tocó su clítoris con su pene, tuvo un orgasmo-
instantáneo e intenso, lo que la convenció de que su pequeño
clítoris realmente había entrado en la uretra del niño.
Algunas mujeres clitorídicas, que son tenazmente frígidas
en el coito normal, no lo son si pueden invertir los roles y
colocarse sobre el hombre, monopolizando de esta forma la
actividad. Pero para la mayoría, la penetración del pene mas­
culino en su vagina, tan hiriente para su narcisismo viril, y
aunque se realice en esa posición en la que existe un estrecho
contacto del clítoris con el pene, alcanza para im pedir toda
erogeneidad, cualquiera sea el tipo de coito.
En el acoplamiento de estas mujeres con un hombre se
observa algo parecido a un combate. En efecto, el coito de
una m ujer clitorídica con un hombre, se puede comparar al
combate de dos hombres, en el cual el más débil será vencido,
penetrado, y traspasado, y sólo el vencedor conseguirá el tro­
feo del orgasmo en el retorno al “cuerpo m aterno”, que sólo
a él le fue concedido.
Pareciera que estos acoplamientos fueran el reflejo y el
vestigio conservado hasta nuestros días, de esa lucha prim itiva
en el terreno biológico entre lo masculino y lo femenino, que
fue postulada por Ferenczi,11 por el retorno nostálgico al
cuerpo materno, lucha en la cual mujer ha sido vencida.
11 Versuch einer Genitaltheorie (Ensayo de una teoría genital),
1924.
La Función Erótica
Función Biopsíquim
CA PITU LO I
LA PSICOLOGÍA, RAMA DE LA BIOLOGÍA
En sus nuevas aportaciones al psicoanálisis, Freud escribió
que, en realidad, sólo hay dos grupos de ciencias: las ciencias
naturales y la psicología.1 Pero en estos dos grandes grupos
se podría efectuar un reagrupam iento y reunir las partes de
las ciencias físicas que tratan sobre la vida, como por ejemplo
la química orgánica, con la psicología, las que en conjunto
constituirían la biología.
En efecto, la psicología es una rama de la biología de gran
im portancia para los seres humanos. El límite entre la prim e­
ra y la segunda parte de este ensayo no ha sido claramente
trazado. Los resplandores de la psicología se mezclaron sin
cesar con la luz emanada de la biología, a partir de la cual
hemos tratado de aclarar todo lo dicho hasta aquí; y a su vez
los resplandores de la biología se mezclarán forzosamente con
las claridades psicológicas, al tratar de ilum inar bajo otras
fases los problemas planteados hasta el presente.

l Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in die Psychanalyse,


1932.
LA HEMBRA Y SU LIBIDO
a) Sobre la menor riqueza de la libido en la hembra
Y LOS OBSTÁCULOS FUNDAMENTALES PARA LA
ADAPTACIÓN ERÓTICA DE LA MUJER.
C onviene recordar aquí que la libido, como toda fuerza y
energía es susceptible de poseer una cantidad, que varía en la
constitución de los diversos seres. Es debido a esto que se dice
popularmente, y en general sin comprender lo que se entiende
por ello, que una m ujer tiene más o menos “tem peram ento”.
Por difícil que sea reconocer la cantidad original, bajo las
inhibiciones y derivaciones que la cultura y la biología misma
imponen a la libido de un ser en general, y de una m ujer en
particular, esta cantidad sin embargo existe. Para hacer un
vestido, primero es necesario tener tela, por bueno o malo que
sean luego el sastre o la costurera.
Y, les resulte o no agradable a las mujeres, la cantidad de
libido del organismo femenino en general, y probablemente en
la mayor parte de las especies animales, es menor que en el
organismo masculino; sin duda en virtud de que el organis­
mo masculino necesita un dinamismo más fuerte para la acti­
vidad y agresión sexuales destinadas a la perduración de la
especie.
Además, la libido de la mujer, para realizar una adapta­
ción perfecta a la función erótica, debe recorrer un camino
más largo; como un río que debe cambiar, por lo menos en
parte, el lecho de la corriente, dado que debe cambiar de zona
y pasar en gran parte del clítoris infantil —órgano que como
el pronefros, no será más que transitorio— a la vagina, órgano
adulto definitivo. Se sabe que los cambios de lecho, en el
terreno fluvial, se realizan siempre con alguna pérdida de ener­
gía, y la libido de la mujer, a la que corresponde realizar este
trabajo suplementario, posee por lo tanto una cantidad de
energía y una propulsión menores. No resulta sorprendente
entonces, que frente al camino más largo que le es impuesto
y frente a las numerosas barreras que se presentan en su curso
—por una parte la anatomía y la fisiología femeninas, y por
otra parte la moral cultural que es más inhibidora para la
sexualidad femenina— el impulso prim itivamente más débil
de la libido femenina, no alcance a veces a recorrer todo el
camino y a franquear todas las barreras; y que su corriente
disminuya, se pare y se estanque, totalm ente o en parte, un
poco aquí y otro poco allá.
Como me lo hizo observar un biólogo francés amigo mío,
el divorcio que existe en la mujer, entre la función erótica y
la función de reproducción, a la inversa del hombre, no fa­
vorece la transmisión hereditaria de los progresos adquiridos
en la adaptación a su función erótica. En efecto, esto debería
suceder si se tienen en cuenta las leyes mendelianas de la
herencia; la adaptación de un ser dado a la función erótica
propia de su sexo podría ser considerada como un carácter
ligado al sexo (sex-linked). En el hombre, la potencia viril
coincide con su aptitud para la reproducción. U n hombre
poco potente se perpetuará con menos facilidad que uno muy
potente; y en las futuras generaciones viriles deberá marcarse
y continuarse una selección en el sentido de la adaptación a
la función erótica masculina. Todo lo contrario sucede en la
mujer. Una m ujer con una función erótica deficiente y mal
adaptada, se reproduce con tanta facilidad como una erótica­
mente adaptada; le bastará con atraer y aceptar al hombre,
función hacia la cual tiende su pasividad femenina. Por con­
siguiente, la selección erótica mal puede cumplirse, y la adap­
tación hereditaria de las mujeres a su función erótica m ejorará
muy poco en el transcurso de las generaciones sucesivas.

b) E l " vitelism o " psico -fisiológico de la m u jer

La m ujer presenta más de un enigma, y en particular esta


aparente contradicción: por una parte, tal como hemos visto,
parece estar menos dotada que el hombre para los actos eró­
ticos, poseer menor carga libidinal y estar más trabada para
su adaptación funcional, pero por otra parte se dice corrien­
temente y con cierta razón, que la mujer está más próxima
al instinto que el hombre, más empapada en su sexualidad y
que generalmente la absorbe por completo.
En verdad, las mujeres tienen una avidez mayor que el
hombre de ser amadas con calor, de ser mimadas tal como si
simplemente fueran niñas grandes. El hombre, portador del
falo, se basta mejor a sí mismo. Tiene su trabajo social, que
le gusta y lo absorbe; y es más suceptible de satisfacer y de
sublim ar su instinto sexual. La m ujer vive y subsiste en forma
más exclusiva para el amor, amor del hombre, amor por el
hombre y por el hijo.
Sin embargo, en lo que respeta a la función erótica pro­
piam ente dicha, es más deficiente en la m ujer que en el hom­
bre. Es decir, que en general, la m ujer está más encerrada en
el instinto que el hombre, en el instinto sexual en el sentido
más amplio, pero menos dotada para realizarlo eróticamen­
te en forma explosiva en el orgasmo, que equivale a decir:
para descargarse periódicamente.
No se puede resolver esta aparente contradicción sin ver
en conjunto los procesos progresivos de la diferenciación entre
los sexos en la escala de los seres.1 En la base se encuentran
los organismos unicelulares, que se m uhiplican por simple
conjugación de células en apariencia indiferenciadas. Poco a
poco y en particular con las algas, comienza a establecerse la
división del trabajo. Se observan algunas células especializadas
en la reserva de alimento para el futuro germen, que hacen
más pesadas y se inmovilizan, mientras que otras se especiali­
zan en el movimiento y la actividad necesarias para reunirse
con las primeras y así formar el germen del nuevo ser. Éste
es el prim er esbozo visible de la diferenciación entre lo fe­
menino y lo masculino. Avanzando en la escala de los seres,
observamos que en los reptiles y sobre todo en los pájaros, el
vitelismo de la célula femenina, si es que podemos emplear
este término, alcanza su punto máximo en la yema del huevo.
l Ver en particular, J o s e p h M e is e n h e im e r , Geschlecht und Gesch-
1921.
lechter (Sexo y especies),
A pesar de la pequeña dimensión del óvulo de la mujer,
podemos adm itir que, en nuestra especie, el elemento femenino
está impregnado de este “vitelismo”. Pero pareciera que es
todo el organismo de la m ujer el que lo llevara. En efecto, el
huevo de los mamíferos no necesita de vitelo porque posee la
placenta y además a partir del momento del nacimiento ten­
drá el seno materno. Más tarde, la madre hum ana continuará
preparando los alimentos de la familia. Así, el carácter “nu­
tritivo” de la m ujer se reencuentra con el “vitelismo”, pero
instalado en toda la función del ser femenino. El mismo cuer­
po de la mujer, aparece más infiltrado y relleno de tejido
adiposo que el del hombre, los músculos están menos adapta­
dos para la motilidad. Todo esto es testimonio somático de
su “vitelismo”. Y tam bién todo el psiquismo de la mujer^ está
impregnado de “vitelismo”, de esa relativa inercia dinámica
que es uno de los rasgos esenciales de todo lo que en la na­
turaleza, es femenino.
Esta misma inercia actúa sobre la libido de la mujer, y
le dificulta el dinamismo necesario para las realizaciones or­
gásticas en el coito.

c) V itelism o y m a te rn id ad h um ana.
Podríamos sacar como conclusión que por el sólo hecho
biológico de que la vida sexual de la m ujer no se lim ita al
coito sino que se extiende a los procesos de la m aternidad, la
libido femenina debe ser menos concentrada, menos enérgica
y menos explosiva en el acto sexual, en el cual la sexualidad
del hombre finaliza y culmina. Pero además, ya hemos señala­
do que la aceptación psíquica de la m aternidad es un factor
favorable para la vaginalización de la mujer y para la adapta­
ción erótica al acto que condicionará esta m aternidad. Esta
nueva contradicción aparente se resolverá si distinguimos en
el seno de la función m aterna hum ana, la actividad m aternal
propiam ente dicha, de los restos de vitelismo pasivo femeni­
no que generalmente conserva.
El vitelismo residual, sólo condiciona la inercia y el me­
nor dinamismo de la libido femenina. Pero el vitelo al ser re­
emplazado por el organismo entero de la hem bra mamífera,
pierde la mayor parte de su inercia: la madre que nutre es
un vitelio consciente que debe saber actuar, es un vitelo do­
tado de un sistema muscular, un vitelo que no posee el sen­
tido propio y original de la inercia vegetativa vitelina.
Los rasgos activos de la m aternidad hum ana, se manifies­
tan en los cuidados que la madre brinda al hijo y en la
aceptación vaginal y orgástica del acto que dará lugar a esa
maternidad.
Generalmente, las mujeres que poseen vaginalidad tam ­
bién tienen instinto m aternal, como si una misma orientación
prim itiva de la libido, condicionara las dos actitudes en rela­
ción con la vía por donde pasarán el pene y el hijo, actitudes
que son la adaptación a las funciones propias de la mujer.

d) L a triple estratificación del determinismo


DE LA FRIGIDEZ FEMENINA.
Pero estas actitudes de adaptación al máximo, vaginales
y maternales a la vez, no se realizan regularmente. Hay un
gran núm ero de mujeres a las que la naturaleza parece haber
descuidado en su adaptación a las funciones sexuales (aun
cuando les perm ita el acto pasivamente m aternal), y en parti­
cular a su función erótica.
Al estudiar la deficiencia de esta función, aparece la tri­
ple estratificación de la frigidez esencial femenina.
En prim er lugar, la m ujer por ser hem bra posee menos
energía libidinal, menos libido que el hombre, como ya lo he­
mos indicado: Ésta es la condición propiam ente femenina en
la frigidez de la mujer.
En segundo lugar, como hemos visto al comienzo de este
trabajo, la m ujer por ser una criatura bisexuada, en general
acepta mejor su complejo de virilidad que el hombre su com­
plejo de femineidad; lo que lejos de corregir agrava la caren­
cia biológica prim itiva de función femenina, haciendo más
difícil la adaptación de la libido al rol pasivo y vaginal de
la mujer: es la condición masculina de la frigidez femenina.
Y en tercer lugar, la m ujer en nuestras civilizaciones pa­
triarcales donde reina una doble moral, sufre por una parte
la inhibición sexual impuesta por el hombre que se reserva
mayor libertad en este terreno; y por otra parte una represión
más violenta de su sexualidad en la infancia, agravada por
el hecho de que su sexualidad ya es más débil y menos orien­
tada: ésta es la condición propiam ente cultural, moral, de la
frigidez femenina.
Por lo tanto en el camino conducente a la conquista de
su plena función erótica, la m ujer encuentra tres grandes obs­
táculos: su femineidad su virilidad y su moral.
SOBRE LOS ADULTOS Y EL NIÑO
a) L a a c t i t u d c o n t r a d i c t o r i a d e l o s a d u l t o s f r e n t e
a l a s e x u a lid a d d e l n iñ o .

L a m o r a l d e u n s e r le es i m p u e s t a d e s d e a f u e r a , y p o n e d e
m a n if i e s t o la s i n f lu e n c i a s q u e s u f r e u n o r g a n is m o d a d o e n
su m e d io .
En nuestras civilizaciones el medio es en gran parte in­
hibidor de los instintos naturales, pero observamos que la
naturaleza se ha reservado, a pesar de todos ellos, el derecho
de despertar esos instintos por el mismo medio ambiente en
que crece el niño y por intermedio de sus educadores. Es en
ese sentido, que los adultos son, aunque lo pongan en duda,
agentes excitadores y agentes inhibidores de la psicosexuali­
dad del niño.
Son numerosas las excitaciones que puede sufrir la sexua­
lidad del niño por parte de los adultos; las enumeraremos
aquí. En prim er lugar, en el bebé son inevitables los cuida­
dos del aseo que excitan sus zonas erógenas. Y aun si éstos
fueran descuidados, la acumulación de las secreciones en los
repliegues mucosos cum pliría la misma función, como si la
naturaleza velara porque estas zonas fueran despertadas eró­
ticamente de cualquier manera.
Ésta es la prim era de las seducciones realizadas involun­
tariam ente por la madre, y que comprende también a la ma­
dre naturaleza. Podríamos recordar aquí la época en que las
nodrizas voluntariam ente y a sabiendas m asturban al bebé
para m antenerlo tranquilo y hacerlo dormir.
Pero los adultos también seducen al niño de otra m ane­
ra: brindándole el espectáculo. En efecto, los adultos se dejan
llevar por su sexualidad, sin mayor preocupación, delante del
niño. ¿Acaso él no comparte la misma habitación con ellos?
¿Acaso no lo consideran demasiado “inocente” para com­
prender?
Con esto los adultos cumplen, sin saberlo, una gran mi­
sión prescripta por la naturaleza: la de la enseñanza que dis­
pensan al pequeño ser. El bebé hum ano, comienza a aprender
la sexualidad en época muy temprana; así lo quiere la natu­
raleza que decide que los actos sexuales de los adultos en su
presencia, nunca dejen de ser percibidos por el niño: ya sea
por el esencial sentido de la vista o sólo por el oído; estos¡ ves­
tigios indelebles que él ha percibido permanecerán siempre
como un recuerdo inconsciente. Lo atestiguan así, los num e­
rosos análisis de sujetos de toda edad. Podemos convencernos
de esta manera que el niño, aun el de corta edad, por ejem­
plo de un año y medio, es capaz de vibrar al unísono y a su
manera, frente al espectáculo ofrecido por el acoplamiento de
los adultos, así también como de almacenar las impresiones
que serán psíquicamente reelaboradas más tarde. En efecto, ya
posee todos los mecanismos que form arán más tarde su sexua­
lidad: el instinto preformado duerme, pero sólo necesita que
se lo despierte. La observación de los pasatiempos sexuales de
los adultos, despierta y refuerza en el niño, la tendencia inna­
ta a la masturbación, manifestación esencial de la sexualidad
infantil.
#

Más tarde, la sexualidad infantil puede ser excitada por


seducciones realizadas por otros niños. Los juegos sexuales en­
tre niños, entre hermanos y hermanas, son bastante comunes;
¡no es necesario ir a las tribus salvajes para verlos! Además,
el niño puede sufrir también la seducción sexual por parte de
adultos pedófilos y perversos, mucho menos raros de lo que
generalmente se cree.
Pero aun si nos limitamos a las dos primeras formas de
seducción que son las más comunes y que raram ente faltan
en la anamnesis de un individuo, los adultos, sin saberlo,
hacen que la sexualidad del niño se desarrolle según los pro­
pósitos de la naturaleza por medio de los cuidados del aseo
y de las caricias maternales, y además por el espectáculo del
coito; en este momento son los instructores delegados por la
naturaleza. Pero el niño pronto verá, que estos mismos adul­
tos, cambian de actitud y de misión, es cuando se convierten
en delegados de la cultura. Porque frente a las manifestacio­
nes de la sexualidad del niño, que ellos mismos han desper­
tado sin saberlo, frente a la masturbación, única actitud a su
alcance y en la que el niño vive todas las fantasías instintivas
que comienzan a poblar su imaginación, los adultos fruncen
el ceño, lo reprenden, lo amenazan. Si continúa m asturbándo­
se, le dicen, se enfermará, se infectará, se le debilitará el estó­
mago o el cerebro y se morirá! Al niño se le puede amenazar
literalm ente con la pérdida de su miembro, con la castración
cultural. Pero a la niña ya castrada biológicamente no; sin
embargo, no se salva de las otras amenazas. De todos modos,
el niño que se m asturba es un villano, un vicioso, un paria
a quien ya no se amará más, y al que Dios, si existe, castigará.
Para la niña la amenaza de la pérdida del amor es la más
eficaz dado que es un ser tan tierno y necesitado de amor
constitucionalmente.
Pero hay niños en quienes nunca se descubre la m astur­
bación y a quienes jamás se los reta directamente. Esto es im­
portante, dado que el descubrimiento, o la falta del mismo,
de la m asturbación de un niño por su educador, es de un
gran valor para la constitución de los reflejos psicosexuales
futuros, y marcan huellas indelebles en la sexualidad y el ca­
rácter del futuro adulto.

b) E l pensamiento sexual del n iñ o .

Confieso estar sobrecogida por una especie de terror, pues­


to que aquí entramos er un dominio infinitam ente vasto y
tenebroso. Corremos el riesgo de extraviarnos y nos encontra­
mos entre dos peligros: el de quedarnos inmóviles con los
ojos cerrados al borde del gran territorio, para no extraviar­
nos (la actitud de los no-analistas) y no ver entonces abso­
lutam ente nada; o el de explorar a pesar de todo el tenebroso
dominio con el ambicioso deseo de orientarnos, de explorarlo,
de penetrar en él; pero trazando arbitrariam ente caminos de­
masiado directos y demasiado simples y descuidando regiones
demasiado vastas y sin embargo primordiales.
No obstante, osemos adentrarnos.
Si en las páginas anteriores comenzamos insistiendo en la
actividad sexual manifiesta del niño: la masturbación; es por­
que la m asturbación es precisamente la actividad a través de
la cual se expresan sentimientos, intenciones y pensamientos
en un acto real, la sexualidad infantil, por otra parte mas o me­
nos encerrada en el niño impotente
Pero, con el placer prelim inar que supone, cualquiera
sea el momento en que aparece el orgasmo en el niño, la mas­
turbación infantil, expresión de la sexualidad infantil y por
ello preform adora de los modos de satisfacción erótica pro­
pias del adulto, antes de ser causa, es efecto.
Por supuesto que aquí hablo de la segunda fase de la
masturbación infantil, en la que se descargan las emociones
propias de los complejos de Edipo del niño aproximadamente
entre los tres y seis años. En esta fase, las fantasías sexuales
que corresponden en cada caso a las actitudes edípicas de cada
niño, impregnan, orientan y determ inan la masturbación. Es
decir que las pulsiones biológicas libidinosas, atávicas, inter­
nas, promotoras del dinamismo sexual, a la vez que las ideas,
las representaciones sexuales extraídas del medio exterior, pre­
siden la actividad sexual de esta edad.
Este pensamiento sexual infantil es lo que debemos estu­
diar ahora si queremos orientarnos un poco en el territorio
donde reinan los complejos de Edipo del niño, preformadores
de toda su sexualidad futura.
Pero tratemos antes de definir el término pensamiento
sexual infantil. Con esto me refiero al conjunto de represen­
taciones cargadas de afecto libidinoso que alberga el sistema
neuro-psíquico del niño. Algunas son una simple emergencia
a la superficie de grandes complejos del inconsciente y for­
m an parte del pensamiento llamado consciente; como cuando
el varoncito declara rotundam ente que querría “casarse con
mamá”. Pero el pensamiento sexual del niño es por otro lado
vasto y profundo; se extiende en amplios y espesos estratos del
inconsciente, cuya exploración es nuestra tarea actual. Allí
residen, por ejemplo, los demonios y las hadas que represen­
tan a los adultos, vislumbrados particularm ente en el acto sa­
grado y terrible del coito. Los padres edipicos reinan allí como
dioses subterráneos pero soberanos. Finalmente, por lo gene­
ral, no se puede determ inar exactamente el estado del pensa­
m iento sexual del niño; las fronteras precisas entre consciente
e inconsciente no están todavía trazadas en la infancia; se
forman poco a poco, con los progresos de la represión.
Totalm ente dominado en su conjunto por los complejos
de Edipo infantiles, el pensamiento sexual de los primeros
años, determ ina siempre el destino ulterior, adulto, de las
pulsiones libidinosas, aun cuando el pensamiento sexual in­
fantil esté predeterm inado por las pulsiones libidinosas cons­
titucionales.
Todos nosotros, varones y mujeres, pasamos regularmente
en nuestra infancia por dos complejos de Edipo sucesivos, el
activo y el pasivo, acentuado por cierto de m anera muy dis­
tinta según el sexo y el caso. La acentuación más o menos
grande de uno u otro de estos complejos edipicos, su super­
vivencia, sus vestigios parciales más o menos presentes en la
picosexualidad de cada uno, condicionan la actitud sexual en
general, erótica en particular y más o menos bisexual de cada
hombre y de cada mujer, como grandes “reflejos” —en el sen­
tido más amplio— “condicionados” desde muy lejos.
EL MASOQUISMO FEMENINO ESENCIAL
a) L as relaciones respectivas de los com plejos de E dipo
ACTIVO O PASIVO CON EL SADISMO O CON EL MASOQUISMO.
En un m om ento dado, y seguramente en forma progresiva, los
dos complejos de Edipo de la niña se sustituyen uno al otro
después de haber seguramente coexistido en la mayor parte
de los casos, dado que el inconsciente ignora la contradicción.
En el inconsciente de muchas mujeres, aun heterosexuales, y
en el de las clitorídicas en particular, el complejo de Edipo
activo de la niña, originalmente orientado hacia la madre es
siempre activo, a pesar de la elección adulta y exclusiva del
hombre como objeto amoroso.
Sabemos por otra parte, que la masturbación clitorídica
es a menudo 1a, actividad por medio de la cual se descarga no
sólo la excitación ligada al complejo de Edipo activo de la
niña orientada hacia la madre, sino también la del complejo
de Edipo pasivo orientado hacia el padre.1 Esto significa que
cuando la niña, luego de haber percibido su castración, es
decir la pequeñez de su clítoris y según mi punto de vista, el
orificio de su vulva, tiene fantasías de fin pasivo, que son las
fantasías de castración y violación por el padre; las vive a
menudo por el placer dispensado por este mismo órgano, el
clítoris. Esto sucede comúnmente, hasta que con el adveni­
miento del período de latencia, disminuye en ella la m astur­
bación.
A pesar de su persistente amor por el padre, de su com­
plejo de Edipo nunca definitivamente liquidado, la niña civi-
1 Ver sin embargo los trabajos ya citados de Karen Horney y de
Melanie Klein en particular, que divergen de este punto de vista.
1izada entraría entonces, como la Bella Durm iente del Bosque,
en ese largo sueño de espera en que consiste a menudo la se­
xualidad prepuberal de la mujer.
D urante este sueño, la libido de la mujer, como ya lo he­
mos dicho, parece recogerse esperando que el hombre aparez­
ca y despierte su vagina. Ésta es la evolución sexual ideal de
la mujer. Pero cuando el masculinizado clítoris macho “pro­
testa”, por decirlo así, cuando no se deja eliminar, o por lo
menos relegar a segundo plano, cuando alcanza fácilmente el
orgasmo y efectúa retornos amenazadores durante la latencia,
la sexualidad adulta de la m ujer puede ser perturbada.
¿Cómo se explica entonces que en algunos casos la acti­
vidad infantil de este pequeño órgano fálico esté consagrada,
por su persistencia, a perturbar la función erótica femeniná
adidta, permaneciendo rebelde y contrario a la actividad va­
ginal? ¿Cómo se explica que en otros casos, a pesar de haber
existido y persistido sin lugar a dudas en la infancia, esta ac­
tividad se fusione armoniosamente con la función erótica
adulta femenina, transformada en clitorídica-vaginal? ¿Cómo
se explica que esta actividad sucumba a veces completamente
en pro de la vagina, en los casos óptimos de adaptación a la
función femenina?
Creo que en gran parte, debe buscarse la respuesta a estas
preguntas en el comportamiento diferente de la mujer, desde
el punto de vista del sado-masoquismo, en relación con la
mastuibación infantil clitorídica y las fantasías que la acom­
pañan.
*

Como ya lo hemos señalado, Freud fue el primero en


hacer evidente el masoquismo femenino esencial.2 Helen
D eutsch3 lo considera la condición prim ordial para el esta­
blecimiento de la función erótica norm al en la mujer. Pero
creo que es necesario estudiar más a fondo las relaciones en­
tre este masoquismo y la m asturbación clitorídica, a través de
la cual se canaliza la excitación correspondiente al complejo
de Edipo pasivo de la niña.
2 Das dkonomische problem des Masochismus (El problema econó­
mico del masoquismo), 1924,
3 Der feminine Masochismus und seine Beziehung zur Frigiditat
(El masoquismo /^menino y su relación con la frigidez), 1930.
No se puede ser masoquista sin ser pasivo, pero la inversa
no es verdad. Sin embargo, cuando pasividad y masoquismo
no forman una unidad, existe una serie de intermediarios en­
tre una y otro; un vínculo profundo une la pasividad con el
masoquismo. La célula hem bra es pasiva a través de toda la
escala de seres vivos, animales o plantas. La misión del óvulo
es esperar que la célula macho, el espermatozoide activo y
móvil, venga a penetrarla. Pero esta penetración implica frac­
tura de la sustancia, y la fractura de la sustancia de los seres
vivos puede im plicar su destrucción, la muerte tanto como
la vida. La fecundación de la célula hem bra se inaugura en­
tonces con una especie de herida, la célula hem bra es a su
manera, prim ordialm ente “masoquista”.
Parecería que estas reacciones celulares prototípicas se
transfieren en bloque al psiquismo de los portadores o por­
tadoras de estas mismas células, impregnando totalm ente la
actitud psicosexual, masculina o femenina, de la especie hum a­
na. La actitud del lactante, varón o niña, hacia su activa
madre, es en los comienzos principalm ente pasiva. A causa
de su debilidad biológica debe dejar que lo cuiden, lo laven,
lo abriguen, lo acunen, lo acaricien, lo alimenten, a pesar
que el instinto de succionar el pecho que se le ofrece im pli­
que ya un reflejo activó, aunque de carácter esencialmente
receptivo. (Por otra parte, algunos bebés aprenden más o me­
nos rápidam ente a mamar b ie n ). La corriente profunda de
pasividad infantil, ligada a la debilidad del niño, no se agota
cuando comienza a pasar sobre ella la contracorriente de la
actividad que alcanza su máxima intensidad de afirmación en
la fase fálica activa del varón o de la niña, a medida que las
fuerzas del infante se van desarrollando,
Pero el calificativo de activo no es el único que corres­
ponde a esta fase. En efecto, en estos primeros tiempos, las
pulsiones libidinosas y agresivas están íntimamente entrela­
zadas. La actividad toda del niño, es a la vez libidinosa y
agresiva. Esta mezcla <?s la que compone el sadismo y la acti­
vidad fálica del niño, que como hemos visto antes, comienza
a instaurarse en plena fase sádico-anal, muscular-erótica, luego
de largos ejercicios preliminares pasivos del falo. Esta acti­
vidad fálica está siempre más o menos impregnada de sadis­
mo. El niño aspira a efectuar con su pene la penetración anal,
cloacal, intestinal de la madre, hasta aspira a destriparla de
manera sangrienta. A pesar, o más bien a causa de su poca
edad, el niño de dos, tres o cuatro años es un verdadero Jack
el Destripador en potencia. Aunque de manera mucho más
confusa, la niña presenta trazas de esta actitud, entremezcla­
das con el poderoso sadismo oral y anal de todos los niños.
Más adelante, la disociación de instintos que realiza el
complejo de Edipo del varón al definirse, tenderá a repartir
los instintos; la mayor parte de la agresión será canalizada
hacia el padre, mientras que la m adre recibirá el amor, más
o menos exento de agresión. H abría mucho que decir de la
prim itiva trabazón de pulsiones libidinosas y agresivas, de su
repartición edípica, de los destinos ulteriores de la agresión
parricida transformada en conciencia moral por vuelta contra
el sujeto mismo, después de la declinación del complejo de
Edipo. En particular habría que señalar que en el varón, la
agresividad constitucionalmente más fuerte, logra desexuali-
zarse y liberarse de las trabas de la libido mejor que en la
niña, lo cual condiciona por un lado la superioridad del hom­
bre en la lucha por la vida, y por otro la mayor fuerza de su
superyó.4
La agresión se manifiesta en la fase oral en forma cani-
balística y en la fase sádico-anal siguiente, por una parte, en
forma im aginaria como proyección de los excrementos y por
otra, más real, en forma muscular. La m usculatura estriada
seguirá siendo luego toda la vía ejecutora de la agresión. Las
fantasías de castración propias de la fase fálica implican una
agresión sobrecargada por un segundo impulso, un segundo
aporte libidinoso, erótico, y en esta fase el sadismo erógeno
propiam ente dicho se separa de la agresión en general, como
el falo cada vez más activo se separa del resto del cuerpo.
Según predomine en el sadismo la libido o la destrucción,
el sadismo erógeno permanecerá en el rango subordinado de
un componente del instinto sexual, o en los casos excepciona­
les extremos, constituirá este instinto mismo (asesinos sádicos,
por ejemplo un Vacher o un K ü rten).
Pero generalmente, cuando aflora el complejo de Edipo
activo del varón, se instaura una fase de disociación de las
4 Ver Freud, Das Unbehagen in der Kultur (El malestar en la
cultura), 1930.
pulsiones: la mayor parte de la agresión es dirigida hacia el
padre. Se podría llamar a esta disociación de las pulsiones, la
disociación edipica. Es igualmente ventajosa desde el punto de
vista vital, porque perm ite el amor del objeto sexual, despo­
jado al máximo de la agresión. Socialmente no dejaría de
tener inconvenientes, puesto que el hijo no puede m atar al
padre sin perjuicios sociales. Comprendemos por los trabajos
de Freud 5 que es a partir de la inhibición de estas dos pul­
siones, la parricida y la incestuosa que debieron surgir prehis­
tóricamente la moral y la civilización.
¿Pero cuáles son los destinos respectivos de la libido y de
la agresión, inhibidas como lo están en nosotros? La libido de
los varones, que en la infancia no podría conquistar a la ma­
dre, se orientará más tarde hacia otras mujeres, sustitutos ma­
ternos, y con ellas podrá entonces satisfacerse realmente en
forma erótica directa (sin hablar aquí de las formas indirec­
tas de satisfacción por medio de sublim aciones).
La agresión, en cambio, trabada en la dirección parrici­
da, permanecerá trabada en la dirección homicida en general,
salvo naturalm ente en caso de agresión colectiva, guerra na­
cional o social, o pena de m uerte por el verdugo. Se volverá
entonces contra el sujeto, desexualizada, es decir, disociada al
máximo del erotismo, para formar su conciencia moral. Ésta
es otra tentativa de disociar las pulsiones que el varón efec­
túa normalmente después de la realizada entre objetos edípi-
cos de sexo diferente, la liquidación del complejo de Edipo
activo realiza una nueva tentativa de disociación de las pulsio­
nes, la disociación moral, con la constitución del superyó más
o menos impersonal. Este últim o caso es el que Freud cita en
su trabajo sobre El problema económico del masoquismo como
ejemplo clásico de la existencia de la disociación de las pul­
siones.
El hecho que la niña sólo tenga derecho a un complejo
de Edipo activo tan trunco como su falo, el pequeño clítoris,
condena su agresión a permanecer mucho más fusionada al
erotismo que la del varón. La agresión de la hembra, tanto
como su libido, es sin duda constitucionalmente menos pode­
rosa en general que la del macho, lo que obliga al macho a
5 Tótem und Tabú (Tótem y T abú), 1913.
exteriorizar más esta región, so pena de peligro vital. Pero
además, el complejo de Edipo activo de la niña orientado ha­
cia la madre no sufre un desarrollo; no puede entonces efec­
tuar una disociación de los instintos igual a la del varón. El
complejo de Edipo pasivo, con el padre y su gran falo como
objeto amoroso, se instaura victoriosamente en la m ujer so­
bre la base del complejo de castración biológica real de ésta,
más o menos precoz según los casos. El macho debe rebelarse
contra la actitud pasiva, contra el masoquismo en general que
su biología no le impone, mientras que la m ujer debe acep­
tarlos. Todos los masoquismos son genéricamente y hasta en
esencia, más o menos femeninos: desde el deseo de ser comi­
do por el padre en la fase oral canibalística, pasando por el de
ser pegado, fustigado por él en la fase sádico-anal, y el de
ser castrado en la fase fálica; hasta el deseo de ser penetrada
y fecundada por el hombre, sustituto paterno, en la fase fe­
menina adulta.
Por su parte, entonces, la agresión de la m ujer está m u­
cho más constante e íntim am ente ligada a la libido que en
el hombre, y por otra, mucho más vuelta contra sí misma. El
masoquismo es más fuerte en ella. La agresión dirigida hacia
la madre correspondiente al complejo de Edipo pasivo de la
niña, no podría producir un superyó igual al que corresponde
al padre en el complejo de Edipo activo del varón, dado que
todos los rasgos de los dos complejos de Edipo de la niña, a
menudo concomitantes, están más enredados, más íntim am en­
te mezclados, y por ende embrollados. Permaneciendo siem­
pre en mayor o menor grado bajo la égida de su complejo de
Edipo positivo pasivo, masoquista, orientado hacia el padre
al que nunca abandona eróticamente en forma total, la m u­
jer, en suma, más que el hombre, queda sometida toda la
vida a sus pulsiones libidinales infantiles.
El destino del complejo sádico-activo dirigido hacia la
madre es al principio el mismo en la niña y en el varón. Una
parte de agresión tiende en el comienzo a ser canalizada ha­
cia el padre rival; y el amor por la madre, teñido prim ero de
agresión sádica debe desembarazarse de cierta cantidad de
agresión. Pero esta tentativa de disociación de los instintos
permanece en la niña apenas esbozada, puesto que la niña
descubre demasiado pronto la diferencia entre los sexos y
debe entonces sufrir el complejo de castración con toda la
frustración relacionada con el pequeño clítoris.
Este órgano ejecutor propiam ente dicho del sadismo fá­
lico infantil, es entonces desvalorizado desde muy temprano,
y en su lugar el verdadero representante del sadismo es, a los
ojos de la niña, el pene envidiado; el gran pene paterno con
el cual el clítoris no puede compararse. Debe suceder entonces
una especie de rendición del clítoris frente a la fuerza superior,
inconmensurable, del pene. En ese momento las pulsiones
primitivas masoquistas, que dorm itan en la hem bra deben
movilizarse; la actitud clitorídica sádico-activa, a la que hay
que renunciar, se vuelve contra ella y la niña desea estar so­
metida al asalto del padre y a los ataques de su enorme pene.
¿Pero cómo puede gozarse voluptuosamente con éstos? La
niña sólo conoce entonces al clítoris como órgano ejecutor de
su complejo de Edipo activo orientado hacia la madre. Por
supuesto que el clítoris permanece investido eróticamente, pero
con el cambio de objeto que inaugura la entrada en el com­
plejo de Edipo orientado hacia el padre, debe cambiar de
orientación voluptuosa. No falta entonces por cierto la idea
de penetración anal por el pene del padre, concepto precur­
sor de la penetración vaginal por este mismo pene. Pero la
niña conoció ya la primacía del falo, sabe por experiencia
que el centro de los placeres voluptuosos reside más por de­
lante que por detrás. Y dos fantasías conjuntas deben enton­
ces apoderarse de su imaginación: el ataque del padre a la
zona anal con su pene, y este mismo ataque dirigido contra
el clítoris.
Ahora bien, la larga prehistoria pasiva del falo debe ayu­
dar poderosamente a esta transformación del clítoris, de pasa­
jeram ente activo, y sin duda activo en proporciones muy va­
riables según los casos, a un órgano nuevamente pasivo. En
lo que concierne a la mujer, la regresión se confunde aquí
con la evolución. El clítoris pasivo de la mujer es el sucesor
directo del falo infantil prim itivam ente pasivo.
Quizá la fase activa haya sido con frecuencia tan débil­
mente esbozada que forzosamente deba parecer que faltó total­
mente. Quizás incluso el falo femenino a veces sólo fue pasi­
vo, y faltó verdaderamente todo esbozo de actividad.
b) “P egan a un n iñ o . . . o a una m u je r ”.

He aquí que volvemos a encontrar ahora la famosa fan­


tasía femenina a la que Freud consagró todo su ensayo Pegan
a un niño.e Como sabemos, en él Freud estudia, principal­
mente en análisis de mujeres, la frecuente fantasía infantil en
la que la niña creía primero ver pegar a otro niño más o
menos determinado, lo que satisfacía sus celos de una herm a­
na o un hermano rivales, luego sustituía a ese niño im aginán­
dose que el padre le pegaba a ella misma; finalmente, se re­
presentaba escenas de flagelación en las que un sustituto del
padre, maestro u otra persona, pegaba a algunos varones. La
evocación de esta últim a fantasía se acompañaba de m astur­
bación en la infancia. Por otra parte, hombres analizados por
Freud tam bién habían tenido en la infancia esta fantasía, con
la variante de que, en la tercera fase, estos sujetos masoquistas
se veían sometidos a los golpes de la madre. El segundo esla­
bón de la cadena, la fantasía central del tríptico: soy castiga­
do (o castigada) por el padre, común en la misma forma a
ambos sexos, permanecía además inconsciente en la mayor par­
te de los casos, en virtud de una fijación y de una culpa edí­
pica pasiva demasiado intensa. Sólo el análisis perm itía re­
construirla sin dejar lugar a dudas.
Al leer el tan sugestivo ensayo de Freud sobre estas típi­
cas fantasías de flagelación, parecería que plantea más proble­
mas de los que resuelve. En particular, ¿por qué son casi
siempre varones y casi nunca niñas los castigados por el sus­
tituto del padre en la fantasía núm ero tres de la niña, fan­
tasía acompañada de masturbación? Por cierto que Freud vio
en esto, con toda, justicia, una expresión del complejo de mas-
culinidad en la m ujer, pero creo que podemos osar ir más
lejos. La ecuación heces = oro = niño = pene es clásica para
todos los analistas, desde el día en que Freud escribió su otro
ensayo, tan fecundo: Sobre las transformaciones de los ins­
tintos y en especial en el erotismo anal.7 Ahora bien, creo
vque en los casos de la fantasía Pegan a un niño, la equiva­
lencia se da entre los dos últimos términos de esta ecuación.
6 Ein kind zvird geschlagen, 1916.
7 Über Triebumsetzungen, insbesondere der Analerotik, 1916.
Si la niña se sustituye a sí misma por varones en su últim a
fantasía flagelatoria, es ciertamente porque desea ser varón,
pero sobre todo porque desea que sea castigada por el padre
lo que, en el dominio del inconsciente, es el equivalente del
niño, su pequeño falo macho, su clítoris m ultiplicado en un
plural de majestuosidad en la fantasía flagelatoria final. Mis
comprobaciones clínicas analíticas en m ujeres8 me autorizan
a afirmarlo.
El sadismo, que en esta fase de la evolución libidinosa
sigue al complejo de castración, se transforma en su contrario,
y el clítoris infantil erógeno, de órgano sádico activo que pudo
haber sido en un tiempo, vuelve a ser —o permanece— órgano
pasivo, investido masoquísticamente. Creo que esta fase evo­
lutiva fálica masoquista, es completamente regular en la evo­
lución libidinosa femenina. T oda niña ha debido pasar por
ella. T oda niña, en el complejo de Edipo pasivo (que se im­
pone victoriosamente en plena fase fálica, mientras el erotis­
mo sádico-anal o más bien cloacal es todavía muy vivo) ha de­
bido fantasear inconscientemente con ser castigada en el clí­
toris, por los penes o el pene, órgano ejecutor por excelencia
del sadismo objetal de esta fase. Porque la fantasía Pegan
a un niño es, según mi punto de vista, el eslabón psicosexual
intermedio por el que pasa la libido clitoridica de la niña
cuando habiendo sido por un tiempo activa y sádica, evolu­
ciona por1regresión pasiva y masoquista a la primacía vaginal.
La flagelación es, en efecto, un acto prelim inar de la
penetración, de la fractura de la sustancia. Se llama a la
puerta antes de entrar. Se fuerzan si es necesario, la cerradura
y la llave. Y es el mismo órgano primitivo, el clítoris, órgano
ejecutor de la agresión sexual infantil fálica, sádica, dirigida
hacia la madre, el que entonces se transforma, por vuelta del
sadismo del sujeto contra sí mismo, en el objeto fantaseado
de la agresión sádica por el padre y su enorme pene. El clí­
toris, órgano de empuje activo, puede así llegar a ser, o me­
jor dicho volver a ser, un órgano de placer pasivo en la fan­
tasía de la niña ligada al padre por el complejo de Edipo
8 Freud mismo, por otra parte, asimiló la niña castigada en el
clítoris en Einige psychische Folgen des Geschichtsunterschiedes (Al­
gunas consecuencias psíquicas de la diferencia entre los sexos), 1925.
pasivo. Y sólo posteriormente la masturbación clitorídica será
abandonada, si lo es. bajo la influencia de la frustración nar-
cisista que se trasparente a pesar de todo. El pene es dema­
siado grande. El clítoris term inará por rendirse ante él, y los
ataques del pene del padre, del hombre en general, estarán
reservados para la vagina, voluptuosamente receptiva de la
totalidad del pene; para la vagina transformada en el “pene
hueco” del que han hablado algunos analistas.
La función sexual propia de la m ujer puede entonces
realizarse plenamente, por esta aceptación final, por este des­
lizamiento aceptado del pene en la vaina reservada para él.
La voluptuosidad vaginal del coito en la m ujer adulta,
se instala entonces, según mi punto de vista, sobre la existen­
cia y la aceptación más o menos inconsciente de la gran fan­
tasía la flagelación masoquista de la infancia. En el coito, la
mujer está efectivamente sometida a una especie de flagela­
ción por el pene del hombre. Recibe sus ataques y a menudo
gusta de su violencia.
La observación de la sensibilidad propia de las paredes
vaginales confirmará nuestro punto de vista sobre el tema. Sa­
bemos que las mucosas de la vagina son casi insensibles: casi
no sienten ni calor, ni frío, ni dolor. El cirujano puede ope­
rar en el interior de la vagina casi sin anestesia local. Y sin
embargo, en la vagina, más o menos lejos de la entrada según
los casos, reside la sensibilidad propiam ente erótica en la m u­
jer adulta adaptada a su función evolucionada; de esa zona
parte en el coito, el orgasmo terminal.
Se puede dar una explicación a estos hechos aparente­
mente contradictorios: a partir de la infancia la mujer debe
cambiar no sólo de objeto amoroso y de zona erógena domi­
nante, sino tam bién en gran parte, de tipo de excitación
sexual. No es ya sólo por intermedio de una mucosa superficial
excitable, sensible a los roces, como la del glande peneano o
clitorídico, a la que una suave fricción excita, por lo que se
produce el orgasmo típico propiamente femenino. Sin negar
lá difusa sensibilidad de la mucosa vulvar que tiene por cierto
su papel en la obtención del orgasmo femenino; con la ero-
genización predom inante tan frecuente, ya sea del contorno
del meato o de la horquilla, tam bién otro tipo de sensibilidad
debe contribuir para el orgasmo. Esta sensibilidad debe ser la
sensibilidad profunda, a los ataques del pene, vaginal propia­
mente dicha. Los labios eréctiles profundos que bordean la
vagina deben jugar un rol.8
El lenguaje mismo, tan cargado como siempre lo está de
“reflejos del inconsciente”, testimonia el conjunto de estos
hechos. ¿No califica acaso al pene de “verga” (vara, junco),
no habla acaso de sus “ataques” (golpes) ? La sabiduría po­
pular supo desde siempre que a las mujeres les gusta “ser
castigadas”.
Por otra parte, una aversión demasiado viva en una m u­
jer por los juegos brutales del hombre es sospechosa de ser
estigma de protesta viril y de bisexualidad excesiva. Ese tipo
de m ujer tiene probabilidades de ser clitorídica.
Creo además, que esta “protesta viril” (no en el sentido
social adleriano, sino en el sentido biológico de bisexualidad),
esta actitud generalmente teñida de sadismo, no se instituye
sólo secundariamente, ni tampoco principalm ente como reac­
ción ante un masoquismo femenino original demasiado fuer­
te y por ende vivido como peligroso, según el mecanismo tan
bien puesto en evidencia por Helen Deutsch en El masoquismo
femenino y sus relaciones con la frigidez. Cuando una mujer
protesta tan enérgicamente contra su masoquismo, su pasividad,
su femineidad, es porque la instancia en cuyo nombre protesta
era ya muy fuerte; la base bisexual era en ella muy amplia.
Si no, hubiera aceptado perfectamente y sin gran conflicto el
masoquismo femenino esencial a su sexo.
Todo esto confirma que normalmente debe existir en la
m ujer una menor disociación de los instintos que en el hom ­
bre. La agresión, cuantitativam ente menor, no es liberada en
la m ujer en el mismo grado que en el hombre, y sobre todo
desde muy temprano, aliada al erotismo y transformada en
masoquismo, se vuelve contra ella misma.

9 La Dra. Afhíld Tamm, de Estocolmo, me decía por su parte


(diciembre de 1932), que la sensibilidad erótica vaginal, debía ser, se­
gún ella, de naturaleza distinta a la del glande peneano o clitoridiano.
c) E xamen del ensayo freudiano “P egan a un n iño ”.
Se impone aquí un paréntesis im portante: el examen del
ensayo freudiano a la luz de nuestros esquemas de la evolu­
ción paralela de los instintos en ambos sexos.
I .— Freud comienza exponiendo la fantasía Pegan a un
niño, tal como se le presentó en varios análisis de neuróticos
de ambos sexos, aunque más frecuentemente en mujeres. (Esta
mayor frecuencia no nos sorprende dado que el masoquismo
es esencialmente fem enino). Freud tam bién observa aquí que
la fantasía m asturbatoria consciente parece haber aparecido
hacia los cinco o seis años como máximo, antes de ir a la es­
cuela y no prim itivamente conectada con escenas de castigos
escolares. (Esto tampoco es sorprendente, ya que la fantasía
pertenece esencialmente a la culminación del complejo de
Edipo pasivo de ambos sexos cuyo florecimiento puede situar­
se por lo común en esta edad, luego del traumatismo de la
toma de conciencia de la diferencia entre los sexos, toma de
conciencia que inaugura el complejo de castración.
II. — Freud considera esta fantasía, como expresión de un
rasgo perverso en la constitución del sujeto, como resultado
de la emancipación y de la afirmación demasiado precoces del
componente sado-masoquista de la libido (esto no puede ne­
garse, pero debemos señalar bien que, según nuestro punto de
vista, este rasgo sólo merece el epíteto de perverso si las fan­
tasías de flagelación pasan sin modificación alguna a la se­
xualidad adulta y la representan más o menos totalmente. Si
estos rasgos se integran, modificados en la forma que veremos
más adelante con la sexualidad femenina adulta, constituyen
un elemento normal, indispensable a la función erótica feme­
nina adulta y bien adaptada). Freud me ha escrito que las
cuatro mujeres de las que habla en su ensayo eran vírgenes,
lo que desafortunadamente impide ver en estos cuatro casos
la relación de una fantasía de flagelación tan persistente con
la función erótica propiam ente dicha. En esta parte de su ex­
posición indica además que toda perversión infantil, en este
caso la perversión flagelatoria en cuestión, puede tener cuatro
destinos: conservación, represión, formación reactiva o subli­
mación. Volveremos más adelante sobre esto.
III. — Freud recuerda aquí que la meta de todo psico­
análisis consiste en levantar la amnesia infantil. Ahora bien,
las fantasías conscientes que el niño recuerda se rem ontan ge­
neralmente al quinto o sexto año. Deben tener entonces una
prehistoria, situada en el período del brote de la sexualidad
infantil que sólo se desarrolla en estos años. Así es efectivamen­
te. Freud anuncia que se va a lim itar al estudio de la fantasía
en las mujeres. El análisis perm ite reconstruir tres fases en la
fantasía: 1) Pegan a un niño , un herm anito o una herm anita
generalmente, en una palabra, un pequeño rival por el afecto
de los padres. El padre de la niña es en general el encargado
de ejecutar el castigo; 2) M i padre me pega. Esta fase, a la
inversa de la anterior que la niña recuerda vagamente, per­
manece por lo general completamente inconsciente, induda­
blemente a causa de su culpa edípica demasiado fuerte (y yo
agregaría, quizás a causa de la defensa narcisista del yo con­
tra los golpes) ; 3) U n sustituto del padre, un maestro u otra
persona, pega a algunos niños , generalmente varones. Ésta es
la fantasía conservada en el recuerdo adulto. (No nos sor­
prende que los castigados sean varones, representantes, m ulti­
plicados en el inconsciente, del clítoris fálico de la niña. Toda
la representación masoquista sufre un tipo de desplazamiento
por el que el padre es reemplazado por algún otro hombre-
maestro) .
IV. — Freud estudia aquí las relaciones de la fantasía
Pegan a un niño con el amor que la niña desea recibir de su
padre. Comienza por declarar que la fantasía no parece vincu­
lada con la madre. (Creo que aún en la niña la madre fálica
activa puede a veces reemplazar, al principio y al final, en la
prim era y en la tercera fase al padre. Como ahora sabemos,
éste se superpone regularmente a la madre en la evolución
libidinosa del niño. Freud señala aquí que la prim era fase
de la fantasía está ligada generalmente a los celos experimen­
tados por otro niño, herm anito o herm anita. Si “el padre
pega a un niño”, es porque no lo quiere a él, sólo me quiere a
mi. Pero el sujeto entra pronto (todavía en plena fase sádico-
anal o cloacal, no lo olvidemos) en la fase fálica, y las dos
fases fálicas precedidas por una parte por la larga prehistoria
pasiva del falo, separadas por otra por el complejo femenino
de castración, movilizan todas las fuerzas pasivas que dorm i­
taban en la niña. Creo que ésta es en relación la raíz más
profunda de la transformación de la fantasía sádica de ver
pegar a otro niño en la de ser uno mismo pegado por el
padre. Creo que el sentimiento de culpa, de masoquismo m o­
ral puesto en evidencia por Freud tiene tam bién su rol, pero
un rol superpuesto al del masoquismo femenino erógeno, más
primitivo. Además, Freud mismo lo reconoce en su ensayo:
después de haber aventurado la afirmación de la que luego
se retractó, de que “el sentimiento de culpa sería siempre el
factor que transforma el sadismo en masoquismo”, agrega
precisamente que “sin embargo éste no es todo el contenido
del masoquismo”. Las posiciones sado-masoquistas y sádico-
cloacales de la libido están investidas regresivamente. (En lo
que a mí respecta, creo que incluso las fases fálicas están to­
talmente impregnadas de libido).
Así puede la niña fantasear amorosamente que su padre,
es decir, el gran pene de su padre le pega. Que el padre le
pegue de esta manera no es sólo "un castigo por la relación
genital reprobada, sino también un sustituto regresivo de esta
relación. La excitación libidinosa emana de esta últim a fuente,
a la que desde entonces permanecerá ligada y que se canali­
zará en actos onanistas. Ésta es la esencia del masoquismo”.
Freud cita el caso de un hombre que conservaba plena­
mente el recuerdo erógeno pasivo de ser pegado por su madre,
en contraste con el olvido que generalmente recubre la fanta­
sía femenina de ser pegada por el padre. Freud se pregunta por
qué en este caso existe tolerancia del Yo. Yo agregaría que
semejante fantasía en un hombre, siempre podríamos encon­
trar una especie de simetría con lo que ocurre en las mujeres
clitorídicas: el hombre habría conservado el objeto amoroso
heterosexual pero codiciándolo con zonas y fines propios al
otro sexo.
Por últim o vuelve Freud a la tercera fase de la fantasía
—niños pegados por un maestro o por otra figura paterna— a
la que finalmente se fija conscientemente la satisfacción mas­
turbatoria. Comprueba que siempre pegan a varones en las
fantasías de ambos sexos. ¿Por qué? En el varón dice, es con­
cebible: simplemente habría en este hecho una “proyección”
del varón en varios varones. En la niña habría reviviscencia
del complejo de virilidad por regresión, bajo la influencia de
la decepción amorosa causada por el padre. La niña fálica se
proyectaría en el exterior en forma de muchos varones. (Creo
que aquí debería agregarse que los golpeados proyectivamente
por el padre no son sólo el varón o la niña como seres com­
pletos, sino una parte esencial, común a ambos; el “falo”, pene
o clítoris, según el sexo).
V. — Freud dice que a la luz de las observaciones relativas
a la fantasía Pegan a un niño, tratará de dilucidar en esta
parte de su ensayo la génesis de las perversiones y el rol que
juega la diferencia entre los sexos en el dinamismo de la neu­
rosis.
Como ya se pensaba, una perversión se instituye siempre
a partir de un refuerzo constitucional de un componente de
la libido o a partir de su maduración demasiado precoz. Sin
embargo, el estudio de la fantasía Pegan a un niño permite
comprobar que el componente perverso no se desarrolla solo,
sino que se integra muy pronto a la evolución general normal
del sujeto, a la evolución edípica. Según Freud, sobrevive a
la declinación del complejo de Edipo, pero conserva el matiz
que éste le ha dado. (Yo agregaría que si la niña conserva
siempre el complejo de Edipo pasivo orientado hacia el padre,
no es sorprendente que algo de la fantasía, típica de esta fase
según creo, se integre, aún normalmente, a la sexualidad adul­
ta de la m ujer que es verdaderamente mujer. Aquí todo es
cuestión de integración y de grado. La escala que va desde
el masoquismo fustigador de la mujer, realmente perverso,
hasta la integración de la pulsión masoquista que alimenta la
fantasía infantil en la función erótica femenina adulta total,
no tiene solución de continuidad.
Freud explica luego las contribuciones que según él, la
fantasía de la flagelación estudiada aporta a la dilucidación
de la génesis del masoquismo. Reitera la afirmación sobre la
que volvió más tarde en El problema económico del masoquis­
mo. Según ésta, el masoquismo no sería nunca prim ario y en
cambio derivaría siempre de la vuelta del sadismo del sujeto
contra sí mismo. Algunas pulsiones de fin pasivo existirían
desde el comienzo, pero la pasividad no constituye la tota­
lidad del masoquismo: para que la pasividad sea masoquista
debe habérsele agregado el carácter de displacer. Freud cree
que la transformación del sadismo en masoquismo se efectúa
bajo la influencia del sentimiento de culpa que condiciona
en parte la represión. En el caso de la fantasía de flagelación,
esta represión se manifestaría bajo tres formas: hace incons­
ciente la organización fálica (y no genital; éste últim o térm i­
no debe ser reservado para la organización puberal y aquí se
trata de la fase de afirmación activa del falo, pene o clítoris,
fase que había sido alcanzada) ; obliga a la organización fálica
a regresar a la fase sádica cloacal (según mi punto de vista la
segunda fase fálica normal, con negación del falo, juega un
rol preponderante y regular en esta regresión que ella misma
hace al regresar al falo pasivo primitivo, contemporáneo de
las primeras fases pregenitales); en tercer lugar la represión
transforma el sadismo en masoquismo narcisista, por así decir­
lo. En esta transformación tendría participación el sentimiento
de culpa inherente no sólo a la elección incestuosa de objeto,
sino también a la agresión implicada en el sadismo. (Esto es
precisamente el masoquismo moral, pero el masoquismo eró-
geno femenino debe tener una parte preponderante en la
génesis de la fantasía de flagelación). Freud se pregunta dón­
de está el origen del sentimiento de culpa. Responde que se­
gún sus ideas aún no muy claras sobre la estructura del yo,
podría atribuírsele a la instancia que se opone al yo en forma
de conciencia integrante (el superyó que Freud diferenciaría
verdaderamente y nom braría por prim era vez en 1923, en El
Yo y el Ello.10) . Luego Freud muestra que el sentimiento de
culpa, de cuya relación central con el onanismo en los neuró­
ticos se asombraba Bleuler, está precisa e íntimamente conec­
tado con la masturbación. El onanismo infantil, como tam ­
bién se comprueba en la fantasía m asturbatoria de flagela­
ción, está en estrecha conexión con las pulsiones edípicas pro­
hibidas para el niño.
Freud term ina esta parte de su exposición señalando que
la segunda fase de la fantasía, reprim ida e inconsciente, don­
de la niña se imagina golpeada por el padre, es por mucho, la
más im portante en la evolución libidinosa. En últim o térm i­
no, Freud evoca el cuadro clínico de aquellos masoquistas mo­
rales que se granjean todos los golpes del padre y del destino
10 Das Ich und das Es, 1923.
y roza entonces la cuestión de la reivindicación. Pero por allí
se aparta del problema de la evolución libidinosa en general,
que es lo que nos interesa aquí.
VI. —Después de recordar las tres fases de la fantasía
Pegan a un niño en la niña, Freud pasa a exam inar esta mis­
ma fantasía en el varón. H ubiera podido esperarse, comienza
diciendo, que apareciera un paralelismo completo entre las
tres fases de la fantasía en la niña y el varón, con un simple
cambio en lo que respecta al sexo de los que golpean y de los
golpeados. Pero no es así. La fantasía de ser golpeado por la
madre permaneciendo la víctima varón, hubiera podido par­
ticularmente, ser tomada como la correspondiente a la niña
de ser golpeada por el padre. Pero la fantasía del varón, lejos
de ser inconsciente como la de la niña, permanece consciente
y ligada a la actividad masturbatoria.
Por cierto los hombres analizados por Freud que habían
presentado estas fantasías eran en su mayoría verdaderos per­
versos. Estos masoquistas en análisis podían ser divididos en
tres grupos: los del prim ero eran exclusivamente masturbado-
res; sólo encontraban satisfacción sexual en el acto onanista,
que se acompaña de fantasías masoquistas; los del segundo
habían logrado aliar el masoquismo a la relación objetal gra­
cias a algunas prácticas que acompañaban o precedían al coi­
to; los del tercer grupo eran desgraciados que en el curso de
estas tentativas se encontraban regularmente perturbados por
representaciones obsesivas que inhibían la actividad sexual y
los condenaban a la impotencia. Los del segundo grupo no
eran perversos plenamente satisfechos; las fantasías masoquis­
tas que precedían o acompañaban al actoi a veces no cumplían
su cometido. En efecto, los perversos satisfechos no recurren
al análisis.
Sin embargo, todos los perversos analizados tenían un
rasgo en común: el masoquismo, la pasividad, se vinculaba
regularmente a una actitud femenina hacia el objeto flagela­
dor; en la situación de golpeados, regularm ente se im aginaban
asumiendo el rol de una mujer. Su masoquismo parecía ser
entonces de naturaleza esencialmente femenina. Algunos te­
nían plena conciencia de esta situación; en otros el análisis
perm itía descubrirla fácilmente. Sin embargo, aunque los per­
versos se atribuyeran siempre un rol femenino en la fantasía
onanista de flagelación, la flagelación era regularmente ad­
m inistrada por una mujer.
Pero la anamnesis infantil dio siempre el mismo material:
la fantasía m asturbatoria y consciente de ser golpeado, varón,
por la madre, regularmente había sido precedida de otra fan­
tasía, pero ésta era inconsciente: de ser golpeado, varón, por
el padre. El paralelismo al que debimos renunciar (entre la
fantasía de flagelación del varón y de la niña, con simple cam­
bio del sexo de los sujetos o de los objetos) se encontraba
reemplazado por una identidad. La segunda fase de la fan­
tasía de flagelación, la fantasía inconsciente de ser golpeado
o golpeada por el padre, era común a ambos sexos indistinta­
mente. (Lo que no puede sorprendernos conociendo la iden­
tidad de las evoluciones bi-edípicas de la niña y el varón.
Ambos pasan por un complejo de Edipo activo y otro pasivo
aunque acentuados de manera distinta en uno y otro; y la fan­
tasía de ser golpeado por el padre es típica del complejo de
Edipo pasivo universal.)
Además, la prim era fase de la fantasía de flagelación —en
la que el niño del que se tienen celos es golpeado por un
fustigador indeterm inado que en el fondo sería el p a d re -
parece faltar a m enudo en el varón. Freud se pregunta si esta
laguna no se llenaría con observaciones más completas. (Po­
dría pensarse que los celos más acentuados de las niñas, debi­
dos al complejo de castración, son responsables de la más fre­
cuente acentuación de esta fase en las anamnesis femeninas.)
Podemos trazar el siguiente cuadro comparativo de la evolu­
ción de la fantasía Pegan a un niño, en ambos sexos, según
Freud:
NIÑAS VARONES
1) Pegan a un niño (un niño ri- 1) ................................................................
val) . (Fantasía sádica primaria
perdida en las brumas del re-
2) Mi padre me pega. (Fantasía 2) Mi padre me pega. (Fantasía
masoquista inconsciente.) . masoquistainconsciente.)
3) Un sustituto del padre pega a 3) Ml madre me PeSa- (Fantasía
una serie de varones. (Fantasía masoquista masturbatoria con-
sádica masturbatoria conservada servada en forma consciente y
en forma consciente en el re- cluc Pasa a menudo a la vida
cuerdo.) sexual con m ujeres reales, sus­
titutos de la madre.)
(Vemos que el hombre, en la tercera fase de su fantasía
de flagelación realiza simétricamente y en espejo lo que hace
la m ujer clitorídica heterosexual: presenta un fin sexual pa­
sivo opuesto a su sexo, aliado sin embargo a una elección de
objeto heterosexual. La m ujer clitorídica logró efectuar el des­
plazamiento de la libido desde la madre hacia el padre, pero
codicia este objeto heterosexual con una zona masculina: el
clítoris, y en forma más o menos activa o pasiva. El hombre
masoquista flagelante logró abandonar al padre después de
su complejo de Edipo pasivo para volverse hacia la madre.
Pero ama a ésta y a la m ujer que la sustituirá en forma feme­
nina pasiva y con un empleo imaginario pasivo de su falo
masculino. Éste se encuentra reducido al rol de receptor de
los golpes, que es el rol del clítoris de la niña luego de la
transformación del complejo de Edipo activo efímero de la
niña en complejo de Edipo pasivo, acompañado por la acti­
vidad m asturbatoria del clítoris fantaseada como masoquista
por regresión.) De esta manera, como Freud señala, el varón
realiza este hecho extraño: su fantasía final “implica una acti­
tud femenina sin elección homosexual de objeto”. (Agregare­
mos que la supervivencia en el inconsciente del varón, de la
actitud pasiva primitiva, a la vez cloacal y fálica hacia la
madre, es lo que perm ite este compromiso. Todo niño ha
pasado por esta actitud, a la que se superpone la pasividad en
relación con el padre y que siempre puede efectuar una revi­
viscencia por debajo de esta últim a. La predisposición a esta
actitud pasiva se arraiga en el componente femenino bioló­
gico, aliado en todo hombre a la virilidad. Esto hace que en
los casos de impotencia con base masoquista, como señala
Freud en Pegan a un niño, el pronóstico sea tan reservado,
indudablem ente en virtud de la constitución marcadamente
bisexual del sujeto.)
Freud term ina su ensayo criticando a la luz de la fanta­
sía Pegan a un niño, dos teorías que pretenden explicar la
represión, por el conflicto entre un sexo y otro en el mismo
individuo. Una de ellas es de inspiración puram ente biológi­
ca; la otra es de inspiración sociológica. La prim era afirma
que en todo ser hum ano el sexo dom inante tiende a reprim ir
lo que quiere salir a luz del otro sexo, en el hombre lo feme­
nino, en la m ujer lo viril. (Ésta fue la teoría de W ilhelm
■F’-'^ss.) La segunda (que es la de Alfred Adler, discípulo di­
sidente de F reud), pretende que la protesta viril dirigida con­
tra todo lo que es femenino y por lo tanto inferior, condiciona
el rechazo de estos últimos elementos.
El estudio de la fantasía Pegan a un niño muestra la in­
suficiencia de estas dos teorías. Confrontémoslo con la primera.
Para que la teoría biológica se desmorone, bastará compro­
bar que lo que la niña reprime, es precisamente la segunda
fase de la fantasía, la más femenina (mi padre me pega) y
que lo que la reemplaza es una fantasía sádico-viril. Además,
si la teoría fuera cierta, ¿por qué conserva el varón precisa­
mente el recuerdo de una actitud femenina pasiva, aunque
respecto a la madre?
A prim era vista, la teoría de Adler se sostiene más, frente
a la confrontación con la fantasía masoquista. Parece aplicarse
bastante bien a la niña, que reprime entonces su actitud fe-’
menina-pasiva hacia el padre para remplazaría en la tercera
fase de su fantasía por la fantasía sádica final. ¿Pero por qué
entonces adquiere esta fantasía el valor de un síntoma, si
para Adler tiene el sentido de la represión normal, sana? En
cuanto al varón flagelado, la teoría se aplica bastante mal por­
que éste conserva conscientes sus fantasías femeninas pasivas.
Pero la simple comprobación de lo que tiene lugar en el curso
de la evolución libidinosa general del varón, constituye la re­
futación más victoriosa de la teoría de la protesta viril, pro­
motora universal de la represión, según Adler. El varón pasa
entonces (en el curso de su complejo de Edipo activo) por una
fase en la que se desarrollan sus deseos activos masculinos in­
cestuosos por la madre. Pero estos deseos son reprimidos inme­
diatamente, bajo la influencia del complejo cultural de cas­
tración, como escribió luego Freud en La declinación del
complejo de Edipo.11 Sería imposible pretender que la protesta
viril actúa allí como instancia represora, ya que lo reprim ido
son justam ente las pulsiones viriles primitivas.
Resumiendo, Freud concluye que el estudio de la fantasía
Pegan a un niño y de las pulsiones que la anim an muestra
una vez más, que la represión es primero de origen biológico
y tiende a afectar lo que es superado en el curso de la evolu­
ll Der Untergang des (Edipuskomplexes, 1924.
ción del individuo. Pero en el grupo tan im portante de las
pulsiones sexuales se comprueba una resistencia particular de
estas pulsiones que las conduce a la formación de síntomas,
por haberse rebelado contra la represión. Y como lo confirma
el estudio de los destinos de la fantasía Pegan a un niño, estos
síntomas extraen su fuerza principalm ente de la sexualidad
infantil reprim ida, cuyo contenido esencial, el “complejo no­
dal” de las neurosis, es el complejo de Edipo. (Preferiríamos
designarlo en plural: los complejos de Edipo, activo y pasivo,
ambos comunes a la niña y al varón) .12

d) Los DIVERSOS DESTINOS DE L'AS FANTASÍAS INFANTILES


Y DE LAS PULSIONES QUE LAS PROMUEVEN.
Pero en muchos análisis de hombres y mujeres no se en­
cuentran estas fantasías masoquistas que acabamos de estudiar.
Si existieron ¿dónde fueron? ¿Desaparecieron sin dejar ras­
tros? ¿Y por qué entonces están tan bien sepultadas que a
pesar de grandes esfuerzos no se las puede desenterrar?
Los destinos de las fantasías infantiles en general y de
las pulsiones que las anim an parecen efectivamente ser muy
diversos.
Muchas veces las fantasías infantiles sucumben a la re­
presión, o sea que se las olvida completamente. Pero enton­
ces, ¿qué sucede con las pulsiones instintivas que las engen­
draron?
Pueden sucumbir a la represión, junto con las represen­
taciones, descender con ellas a las sombras del inconsciente y
continuar allí su vida, perturbando más o menos la persona­
lidad según que la represión haya sido más o menos exitosa.
Tenemos entonces neuróticos.
O bien la pulsión instintiva parcial, en este caso maso­
quista, rehúsa ser reprim ida y se conserva consciente, junto
12 Es interesante comprobar, en este contexto que entre los Iiirclis
(tribus del Cameroun Norte) se imponen ritos de fustigación a las niñas
“que han visto sangre”, es decir sus primeras menstruaciones. Es cierto
que los golpes son infligidos por mujeres viejas (como la excisión en
otros lugares) . (Según las notas de La Misión Dakar —Djibouti; ver
también el número de Minotaure del 11 de junio de 1933).
con la representación. Al aislarse se asegura la primacía re­
husada a la función genital adulta. Tenemos entonces per­
versos.
Se presenta un tercer caso cuando la pulsión instintiva, al
separarse de la fantasía —inofensiva ahora porque está sumer­
gida en el inconsciente^despojada de la pulsión— encuentra las
vías de la sublimación.
El masoquismo moral, con su sed de autosacrificio es ya
casi una sublimación: los devotos servidores de la hum anidad
son generalmente masoquistas que han sabido sublimar los
componentes instintivos masoquistas.
En cuarto lugar, los componentes parciales de la libido
que alimentan las fantasías masoquistas pueden transformarse
en su contrario, lo activo puede negar lo pasivo. Esta trans­
formación puede efectuarse tanto más fácilmente cuanto que
la mujer, volviendo a las mujeres, es más bisexual, presenta
a su pasividad femenina una contraparte más intensa de acti­
vidad viril.
Vemos así que los destinos de los que hablaba Freud pue­
den ser los mismos para las fantasías y para las pulsiones que
las animan: represión, conservación, sublimación, formación
reactiva.
Sin embargo, en ninguno de los casos citados referentes
al destino de las pulsiones instintivas promotoras de las fan­
tasías masoquistas erógenas, apareció el empleo norm al de las
pulsiones al servicio de la función erótica femenina. R epri­
midas ya no son accesibles, y si la represión no tuvo éxito
hacen rodeos neuróticos en la vida del sujeto. Sublimadas sir­
ven a otros usos, a empleos que el yo aprueba, que se ajus­
tan de tal manera a su ideal y que no los abandonarán. En
las formaciones reactivas contrarían el fin esencial, se oponen
a él en forma radical. Aisladas, perturban la función adulta,
la primacía genital, instaurando en su sitio y lugar una per­
versión persistente, como la de las flagelaciones.
Entonces ¿cuál es el quinto destino, el destino norm al de
estas pulsiones y de las fantasías que prim itivamente promo­
vían, la evolución y constitución de la función erótica feme­
nina normal?
En los Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, indi­
ca Freud que todos los componentes parciales de la libido
deben agruparse, sin desaparecer, en la pubertad, bajo el
centro de la primacía genital finalmente alcanzada.
Lo que no es muy claro es cómo se produce esta agrupa­
ción. Parece, sin embargo, como lo indica Freud en el mismo
lugar, que estos componentes tienen un papel reservado en el
indispensable placer prelim inar, repetición del modo muy pri­
m itivo de voluptuosidad infantil, preparación del placer final.
Es aquí donde deben encontrar su utilidad las pulsiones ins­
tintivas masoquistas que anim an las fantasías perversas de la
infancia, y que ponen a la m ujer en actitud receptiva frente
a la “herida” siempre renovada que representa para ella el
coito.
Pero en los casos normales la pulsión instintiva ha debido
retirarse de las fantasías masoquistas, por lo menos en su m a­
yor parte. Entonces las fantasías, despojadas de su afecto se
hunden en el inconsciente, como sucede en el caso de la su­
blimación. Sin embargo* una parte de la representación puede
a veces quedar ligada al afecto y salvarla de la caída en el
inconsciente. Esta parte de representación confiere entonces
a la sexualidad de la m ujer adulta un matiz de “perversión
masoquista” perfectamente compatible con la función vaginal
norm al de la m ujer en el coito.
En este últim o caso puede conservarse en parte el recuer­
do de las fantasías masoquistas; en el prim er caso puede des­
aparecer radicalmente y retornar sólo muy difícilmente; puede
incluso no retornar del todo en una anamnesis. En todo caso,
la m ujer norm al no analizada ni siquiera sospecha que las
albergó, y con mayor razón, ni siquiera sospecha la im portan­
cia de la participación de estas fantasías en la evolución de
la libido femenina.
Éste es el quinto destino de las pulsiones masoquistas fe­
meninas, el ideal desde el punto de vista de la función: puede
llamárselo integración de las pulsiones parciales a la función
erótica terminal, bajo el cetro de la primacía genital.
Convienq señalar que las pulsiones masoquistas correspon­
dientes a la zona clitorídica de la niña y ligadas a estas fanta­
sías parecen hundirse en bloque en la vagina o más bien en
la cloaca, sin duda antes que las fantasías en cuestión se hayan
separado de las pulsiones. Esto sucede cuando la niña, narci-
sísticamente frustrada por la pequeñez de su clítoris, renuncia
a la masturbación clitorídica infantil. La rendición del pe­
queño clítoris ante el gran falo implica que la niña da lugar
a éste en forma cloacal. Las transformaciones del sadismo cli­
torídico, en masoquismo primero clitorídico, luego cloacal, co­
rolarios del pasaje de la actividad a la pasividad, deben crear
finalmente, en la imaginación infantil inconsciente, fantasías
eróticas en hueco. Preparan la representación cóncava y no ya
convexa del placer, sobre la que volveremos más adelante, y
que será la representación de la m ujer normalmente adaptada
a su función erótica.
*

En su ensayo Sobre la sexualidad femenina Freud esta­


blece la ley de que todas las pulsiones, todas las emociones
relativas a la madre y vividas durante el complejo de Edipo
negativo de la niña, se transfieren luego al padre en bloque y
con la misma intensidad, cuando la niña pasa al complejo de
Edipo positivo.
A esta ley pueden todavía agregarse otras dos de transfe­
rencia en bloque. Por un lado, las fantasías masoquistas de
la niña, contemporáneas de la masturbación clitorídica prose­
guida pero orientada ahora exclusivamente hacia el padre,
constituyen (aunque hayan sido siempre ejecutadas por el clí­
toris) , el retorno en bloque de las fantasías sádicas, que tanto
en la niña como en el varón estaban dirigidas en un princi­
pio a la madre: fantasías de flagelación activa, de penetra­
ción, de estallido de la madre, por medio del falo. Estas fan­
tasías son soñadas cen mayor o menor nitidez o vaguedad,
según el sexo y el individuo. En el insconsciente del hombre,
que permanece orientado hacia la madre con su falo y su
actividad, todas las fantasías sádicas deben dejar además, ras­
tros mucho más fáciles de encontrar y de seguir que en la
mujer. En ésta no sólo fueron por lo general mucho menos
netas, sino que además las fantasías masoquistas las recubrie­
ron y reemplazaron muy pronto. Por otro lado, todas las pul­
siones pasivas masoquistas que acompañan a la masturbación
clitorídica infantil relativa al padre durante el complejo de
Edipo pasivo se transfieran luego en bloque, en forma latente
ahora y con la misma intensidad, a la cloaca vecina. Esto su­
cede cuando se abandona la masturbación clitorídica infantil
relativa al padre y cuando el desarrollo femenino es normal.
Seguramente a partir de entonces se prepara en el organismo y
en el inconsciente la elección de la vagina, que estará pre­
parándose el día en que la proxim idad de la pubertad la en­
sanche y la sangre menstrual, al pasar a través, la despierte
plenam ente para esperar al hombre.
Por lo tanto, resumiendo, el clítoris fálico que largamen­
te, pasivamente se despertó primero con los cuidados higiéni­
cos o las caricias fortuitas, a la erogeneidad, se torna portador
de pulsiones erógenas sádico-activas durante la efímera fase
sádico-activa. Luego vuelve a ser, secundariamente y por re­
gresión, el clítoris de las pulsiones erógenas pasivas masoquis­
tas, correspondientes al establecimiento definitivo del comple­
jo de Edipo pasivo de la niña que sucede al complejo de cas­
tración. Finalmente, con un últim o acto de adaptación a la
función erótica femenina futura, estas mismas pulsiones de
pasividad deben deslizarse, por decirlo así, a las zonas huecas
vecinas.
Tres grandes leyes, tres equivalencias maestras parecen
presidir la evolución libidinosa femenina fundam ental:
1) — Una ley objetal : la equivalencia madre-padre (Freud).
Las pulsiones, las emociones relativas a la madre persisten a
m enudo hasta muy tarde, incluso hasta el quinto o sexto año,
según mi punto de vista. Luego se transfieren en bloque, de
la madre al padre, tanto las pulsiones activas como las pasivas;
en un principio se experimentó a la madre pasivamente, y
sobre este prim er estrato de pasividad hacia la madre se fun­
dará luego la amplia pasividad femenina esencial hacia el
macho. Si, por el contrario, las pulsiones activas siguen pre­
dom inando a pesar del cambio de objeto, a pesar de la hete-
rosexualidad adquirida, y si codicia al hombre fálicamente,
clitorídicamente, la m ujer no estará bien adaptada a su se­
xualidad femenina en general y a su función erótica en par­
ticular, puesto que sus impulsos chocarían con su anatomía.
Aquí puede producirse una prim era detención del des­
arrollo.
2) — Una ley pulsionah la equivalencia sadismo-masoquis­
mo. Las fantasías masoquistas femeninas en espejo, de signo
pasivo contrarío, suplantan regularmente a las fantasías sádi­
cas de fustigación, de penetración, de estallido, activas, viri­
les. Esto se produce durante el pasaje del complejo de Edipo
activo al complejo de Edipo pasivo definitivo, el pasaje de la
madre al padre. La transformación de las pulsiones condiciona
la feminización futura. Pero al principio las fantasías se viven
seguramente por medio del clítoris, órgano ejecutor habitual,
según Freud, de la masturbación infantil que prosigue aún
bajo el signo del padre, hasta que se la abandona por decep­
ción narcisista. En esta fase la niña imaginaba más o menos
conscientemente que el clítoris era golpeado, traspasado, roto.
Si permanece en esta etapa de la evolución de las posiciones
libidinosas, podrá adquirir más tarde, sobre todo si su clítoris
no está demasiado alejado de la vagina, una satisfactoria fun­
ción m ixta clitorídico-vaginal al aceptar las pulsiones pasivas
masoquistas correspondientes al clítoris. Pero aún no es ésta
la evolución ideal de la mujer, la adaptación suprema a su
función erótica.
3) — Una ley zonal: la equivalencia clítoris-vagina. Luego
del abandono de la masturbación clitorídica por decepción
narcisista, las fantasías masoquistas relativas al clítoris se hun­
den en bloque en la cloaca, con la elección biológica quizá ya
efectuada de la vagina. Con este últim o paso se realiza la
constitución de la función femenina ideal. Las fantasías infan­
tiles portadoras de las pulsiones masoquistas femeninas pue­
den desaparecer: cumplieron ya su misión.
Como ya lo hemos visto, en el curso de esta evolución y
en los casos más normales, las fantasías separadas de las pul­
siones, que son lo único en aflorar, zozobran en tal forma en
el inconsciente femenino que por lo general no se las puede
descubrir, aún en el curso de largos análisis.
#
Entre tanto la sexualidad de la niña se encuentra amena­
zada por tres lados a la vez, precisamente porque es de esen­
cia pasiva y masoquista. En efecto, la represión de las pulsio­
nes masoquistas que están en su base puede sobrevenir por
tres lados.
Primero del lado de la virilidad incluida en la mujer,
virilidad dirigida hacia la madre en la niña, que comenzó muy
pronto a expresarse clitorídicamente.
Cuanto más virilidad constitucional albergue una mujer,
cuanto más las vivencias de la infancia y de su complejo
de Edipo hayan animado y reforzado esta virilidad por fija­
ción o por desafío, tanto más poderosa será su protesta viril
contra las fantasías masoquistas. Rechazará ese rol femenino
que lastima su narcisismo masculino, tendrá hacia él algo de
aquella actitud defensiva que normalmente debe desarrollar
el varón como reacción contra su complejo de Edipo pasivo
hacia el padre y su pene dom inador amenazante.
En segundo lugar, cuanto más semejante sea el sentido
de la protesta vital asexuada con la del yo biológico, más fá­
cilmente podrá instaurarse esta actitud. En mayor o menor
grado, el yo defiende siempre su integridad, los organismos
vivos invisten de barreras de defensa la sustancia viva; a pesar
de la osmosis hay para cada uno de ellos “un límite ideal y
sagrado donde comienza el cuerpo”, bordeando el protoplas-
ma de las células están las membranas celulares, los tabiques.
Entonces se vive como peligrosa toda tentativa de penetración
violenta, de fractura, de amenaza a la vida. La m ujer tiene
más dificultad que el hombre, su compañero más afortunado
en este sentido, en aceptar su misión sexual, puesto que ésta
implica penetración, fractura y, de hecho, más peligros que
la misión sexual del hombre. Es verdad que otros peligros
amenazan al hombre más agresivo, más osado, más expuesto
a diversos riesgos guerreros, pero no es menos cierto que el
campo de batalla de la vida está sembrado de cadáveres de
mujeres muertas por la función sexual y la m aternidad.13
13 Karen Horney atribuye principalmente a esta protesta vital la
responsabilidad de la Negación de la vagina (Die Verleugnung der Va-
gina, 1933) . Según ella ésta es siempre secundaria a una erotización
natural, primaria, de la vagina en las niñas. Por la comparación de
su pequeño órgano con el órgano desproporcionado del padre, por la
observación de los menstruos en la mujer y finalmente por las pequeñas
heridas del himen que podría infligirse al masturbarse vaginalmente, ela­
boraría el terror por la penetración que lastima. Creo que este miedo
de la herida es uno de los elementos de la "negación de la vagina” (o
mejor dicho de la cloaca cuando se trata del niño) pero me parece que
Karen Horney, como tantos analistas, toman aquí pars pro toto. La
protesta vital encubre en parte la importancia de la protesta moral de­
Por último, en tercer lugar, la represión moral que por
lo general encubre la sexualidad de la niña más fuertemente
que en el varón (porque esta represión es en sí más fuerte
y porque lo que encubre es más débil y más pasivo, menos
resistente), puede tam bién perturbar la evolución de la femi­
nidad. Si se prohíbe demasiado severamente a la niña la ac­
titud erótica de la m ujer con todo lo que implica de pasivi­
dad masoquista hacia el padre, puede zozobrar el erotismo todo
de la niña. Si no se vuelve a investir las posiciones libidinosas,
puede establecerse una frigidez total; el masoquismo moral,
privativo, punitivo, habrá reemplazado demasiado ampliamen­
te al masoquismo erógeno.
Se trata de un balance de fuerzas, de cuál triunfará, (p or
más fuerte, en el conflicto de fuerzas presentes.

e) L a afirm ación del clítoris y la negación de la vagina .

Es por cierto difícil observar directamente, sobre los he­


chos, el pasaje misterioso que se cumple durante muchos años
y que se efectúa en las oscuras profundidades del biopsiquis-
mo, de la libido femenina, desde sus posiciones infantiles,
clítorídico-cloacales hasta sus posiciones adultas, centradas en
la vagina.
Seguramente ocurre aquí algo análogo a lo que tiene lu­
gar entre el pronefros, el mesnefros y el riñón definitivo, es
decir el reemplazo de órganos temporarios por un órgano ter­
minal, pero esta vez en el plano funcional. Se puede decir que
formadora impuesta por los educadores, y casi enteramente la importan­
cia de la protesta viril que se funda en la bisexualidad biológica de la
niña, tan poderosa a veces. Para Karen Horney la envidia del pene en
la niña no sería más que un juego bastante pueril que expresa una
bisexualidad bastante vaga y que supone despojada de toda fuerza
biológica.
Lo que precede no significa que haya que subestimar la protesta
vital. La fuga de la hembra que se encuentra frente al macho, en tantas
especies animales, se funda seguramente en un tipo de percepción en-
dopsíquica de los peligros vitales de la feminidad. Y la coquetería que
a menudo se mezcla con esta fuga podría resultar de un compromiso
entre el instinto sexual que incita a la unión de los sexos y el instinto
vital individual que impele a huir de ella.
sin el psicoanálisis no se comprende nada de estos fenómenos;
hasta se ignoraba que existieran. Basta con abrir cualquier
tratado de ginecología o de psiquiatría para convencerse.
Pero el psicoanálisis perm itió aclarar un poco estos hechos
tan difíciles de ver, en parte por los análisis de niños, dema­
siado pocos todavía, y en parte por la observación y la inter­
pretación del cuadro clínico erótico de la m ujer adulta.
Nunca he analizado niñas hasta ahora, pero he podido
observar por mí misma distintas mujeres, en análisis o aun por
confidencias que parecía yo atraer, por una especie de predis-
tinción, antes de ser analista. Pude así convencerme de la im­
portancia práctica y teórica de diversos hechos relativos a las
variaciones de actitud hacia el hombre de las mujeres clito-
rídicas.
En efecto, la actitud de estas mujeres no es unívoca. Com­
porta, como todo lo que se refiere a la sexualidad, una fuer­
za proteiforme, de variaciones infinitas. Sin embargo, las va­
riaciones principales perm iten agrupar a las clitorídicas en dos
grandes subgrupos: las que en prim er lugar afirman el clítoris
las que prim ordialm énte niegan la vagina.
Estas dos actitudes se complementan y en estas mujeres
—que no son totalm ente frígidas por inhibición histérica—
la negación de la vagina implica la afirmación del clítoris, y
recíprocamente. Pero la acentuación predom inante de una u
otra de estas actitudes complementarias sella de modo muy
diferente la psicosexualidad de cada m ujer clitorídica.
Una observación ilustrará de manera perentoria la dife­
rencia de actitudes. Sabemos que la m ujer clitorídica, en el
coito llamado normal, con la m ujer en posición decúbito dor­
sal y el hombre sobre ella, no siente casi nada a causa de su
anestesia vaginal. Cuando confiesa su frigidez, la m ujer clito­
rídica, se queja de que su zona sensible está situada dema­
siado arriba, que no es afectada y expresa entonces la idea
que si, por un artificio cualquiera, pudiera en el coito esta
zona descender, o ser alcanzada, compartiría perfectamente el
goce del hombre. No está totalmente errada. En efecto, si al
cambiar de posición el hombre busca de elegir una en la que
puede excitar con la mano el clítoris de su compañera al mis­
ino tiempo que la penetra la clitorídica puede, en general,
compartir perfecta y sincrónicamente el placer del hombre.
Pero si el hombre y la m ujer adoptan una posición que ase­
gura el contacto del clítoris femenino y el pene masculino, co­
mo la de la m ujer colocada encima del hombre (de rodillas
sobre el hombre acostado, o bien a babucha sobre el hombre
sentado), entonces la respuesta placentera de la mujer, según
el tipo de clitoridica al que pertenezca, será muy distinta.
A pesar del estrecho contacto entre el pene y el clítoris
que asegura esta posición, en la mayor parte de los casos, y
esto puede parecer a prim era vista paradojal, tan fuerte es
en la m ujer clitoridica la protesta contra el pene del hombre,
contra su penetración “sádica” del propio cuerpo y la actitud
masoquista personal que ésta implica, que queda insatisfecha
a causa misma de este tipo de coito.
A justo título, un analista creó la fórmula del “pene hue­
co” de la mujer. Cuando la m ujer vaginal goza con el pene
del hombre dentro de ella, parece tener en su imaginación
más o menos inconsciente la representación en hueco de su
propia vagina, molde, por así decirlo, del codiciado pene. Po­
dríamos decir con justicia que estas mujeres tienen una re­
presentación mental cóncava del placer, totalm ente opuesta
a la representación mental convexa del placer correspondiente
tanto a las clitorídicas como a los hombres.
Ahora bien, cuando se es psicoanalista, se conoce la im por­
tancia de la influencia de las representaciones mentales sobre
las funciones biológicas controladas por el sistema nervioso.
El rechazo de la representación cóncava del placer, llega así
a ser tan poderoso que en cualquier coito, hace desbordar la
negación erótica de la vagina, propia de estas mujeres, sobre
la gran erogeneidad que a veces tiene el clítoris.
En estas mujeres lo cóncavo es aborrecido a tal punto que
en relación con el pequeño clítoris, puede resultar que se
produzca una erogeneización diferente, según se trate de su
faz interna posterior o de su faz externa anterior. Creo que
efectivamente, ésta es la explicación del hecho que, en las
hiperclitorídicas, las caricias en la faz externa del clítoris re­
sultan con frecuencia mucho más placenteras que las caricias
en la faz interna: no se da el “vértigo del abismo”. Esta ero­
geneización electiva de las distintas faces del mismo órgano
erógeno se encuentra también en ciertos hombres, en los que
precisamente la faz anterior del glande es a menudo la zona
más erógena, como si la sexualidad masculina hubiera debido
huir al máximo peligro cloacal.
Aquí conviene recordar el fenómeno del vaginismo, que
como sabemos, consiste en un estado espasmódico local tal,
que con la amenaza del coito toda penetración del hombre se
torna imposible. El vaginismo puede ser pasajero o crónico,
puede constituir en la vida erótica de una m ujer un episodio
o una enfermedad crónica. Sabemos por otra parte que en
los casos tenaces, sólo un tratam iento psíquico puede llegar al
fondo de esta reacción extrema de rechazo de la función fe­
menina. Podemos ver en el vaginismo el caso límite de la
negación de la vagina.
Por el contrario, en las mujeres verdaderamente femeni­
nas, la erogeneización, la atracción psicógena de la cloaca, del
agujero, pueden ser muy poderosas. Yo misma he podido ob­
servar una m ujer que, desflorada muy lentam ente por un
amante atento, conservó su him en progresivamente empujado
hacia adentro y luego dilatado, durante semanas y meses. T an
fuerte era en la psique de esta m ujer la representación cón­
cava del placer que el himen y luego sus restos parecían ha­
berse tornado la zona erógena principal. “¿Qué sucederá cuan­
do mi him en esté completamente desgarrado?”, se preguntó
una vez con inquietud. Pero la parte de erogeneidad “cónca­
va” transferida al himen pasó tam bién poco a poco y fácil­
mente a las paredes vulvo-vaginales, por otra parte muy sensi­
bilizadas para entonces, o más bien, retornó totalm ente a la
representación global cóncava del placer de la que había
derivado la erogeneización de estas distintas zonas internas.
Aquí no se puede dejar de pensar en el orgasmo desde el
punto de vista teleológico en el sentido lamarckiano, es decir,
en el flujo de una especie de “flúido vital” —controlado por el
sistema nervioso— que modelaría las funciones de los órganos
según las exigencias impuestas por el medio, y parecería, mis­
teriosamente “comprendidas” más o menos bien por el orga­
nismo en cada caso.
*
¿Qué sentido tienen estos hechos en relación con las po­
siciones, con los fines y objetos de la libido?
Con respecto a las posiciones, con la afirmación del clí-
toris, la posición de la libido ha permanecido evidentemente
fálica, viriloide, aun cuando la actitud fálica pasiva atenúe
en proporciones diversas este carácter “viril”. Se puede ver
en la negación de la vagina un carácter concomitante del pri­
mero: la libido, que se ha fijado en otro estadio no ha inves­
tido a éste, o lo ha hecho insuficientemente, puesto que se
encuentran todos los grados de anestesia vaginal: cómo suce­
dió esto es lo que falta estudiar en cada caso particular, como
tam bién falta precisar qué es lo que predomina, si la afir­
mación del clítoris o la de la vagina.
En lo que respecta a los fines de la libido se los puede
deducir de lo que se expuso en el capítulo anterior. En los
casos de clitoridismo, la proporción, diferente en cada caso,
de pulsiones sádicas activas o masoquistas pasivas del clítorjfs,
determ inará la mayor o menor desadaptación de cada mujer
clitorídica a su función erótica. En cuanto a la vagina, gene­
ralm ente pasiva, a veces tiene pulsiones sádicas activas; fanta­
sías de castración activa del macho, tendencia a conservar , a
arrancar el pene.
Hay tanto una “cloaca activa” como un “falo pasivo”. Pero
la vagina está generalmente investida con pulsiones masoquis­
tas pasivas, únicas favorables a la función erótica femenina.
La cuestión de los objetos que concierne a la erogeneidad
respectiva del clítoris o de la vagina, es una de las más intere­
santes de estudiar. Volveremos más adelante sobre ella porque
es la más “psicológica”. Ya hemos visto que el objeto prim i­
tivo de las pulsiones pasivas y luego activas del clítoris es en
prim er lugar la madre. En particular, parece haber aquí un
complejo de Edipo activo en la niña como hay un complejo
de Edipo activo en el varón, aunque mucho menos acentuado.
Secundariamente se transfieren estas pulsiones al padre y son
éstas entonces las que sufren la transformación del sadismo
en masoquismo. Ésta es la etapa clitorídica infantil de la evo­
lución norm al ulterior de la mujer. Pero podemos pensar que
cuando el clítoris rehusó, por decirlo así, dejar de ser inves­
tido, subsiste en el inconsciente femenino una profunda fija­
ción latente a la madre: bajo el complejo de Edipo positivo,
el complejo de Edipo negativo es muy vivo. Seguramente
gracias a una fuerte bisexualidad prim itiva, la actitud psíqui­
ca que se deriva, determ ina a su vez toda la sexualidad futura.
Además, no se puede dudar de cuál es el objeto real de
la vagina: no puede ser más que el pene y el hombre que lo
lleva. La vagina, o más bien la cloaca que lo precede, es el
órgano ejecutor (psíquicamente, se entiende) del complejo de
Edipo pasivo de la niña, cuando éste se ha establecido verda­
deramente. Pero antes la cloaca había sido tam bién el órgano
pasivo de la fijación a la madre, al mismo tiempo que el falo-
clítoris pasivo después de su despertar. Ciertas anestesias vagina­
les —de las cuales he visto ejemplos— pueden por lo tanto
estar condicionadas por una fijación, una fidelidad anal, cloa­
cal, a la madre, cuyas caricias en la zona anal, cloacal, fueron
en su época deseadas y codiciadas demasiado intensamente.
Pero en las relaciones de la m ujer con el hombre es la
vagina la que debe separarse electivamente de la cloaca para
tornarse órgano receptivo pasivo. Y en los tiempos precoces
de la evolución sexual, la vagina no tenía el complemento de
realidad erótica que era la m asturbación infantil para el clí­
toris ejecutor del complejo de Edipo activo y luego del pasa­
je al complejo de Edipo pasivo masoquista.
En efecto, después que el complejo de Edipo se ha esta­
blecido, la niña tiende precisamente a abandonar la m astur­
bación infantil. Es sobre todo en la psique donde debe pre­
pararse a continuación el rol de la vagina; ésta no encuentra
apoyo real para su preparación; su único prototipo de lo que
tendrá lugar más tarde en el coito es en la región intestinal,
el pasaje de las heces por el recto o de la cánula de las ene­
mas infantiles, a menudo tan mal tolerados. Y dado el gran
rechazo de nuestra civilización por todo lo anal, la función
erótica vaginal, que necesita mucho más del componente anal
que el erotismo fálico, si se establece, deberá evitar un recha­
zo más que los que tiene que evitar la función fálica mascu­
lina.
Pero no es aquí donde reside el principal obstáculo psi­
cológico para su establecimiento. La manera cómo se instau­
ró, evolucionó, culminó, subsistió o declinó el complejo de
Edipo pasivo de la niña es lo que determ ina en prim er lugar
el destino psíquico del erotismo vaginal de la mujer. Porque
si la pasividad cloacal y aun fálica, se despertó primero bajo
la influencia de la madre que alimenta, cuida y lava al niño,
pasividad reemplazada muy pronto por la actitud clitorídica
naciente bajo el signo de la madre; a medida que se abandona
esta actividad, después de haber estado bajo el signo del pa­
dre, renace la pasividad cloacal ampliada por todas las fuerzas
aumentadas del organismo bajo el signo del padre, del hom ­
bre. La pasividad cloacal permanecerá por lo general toda la
vida bajo el signo de éste.
Esto es tan cierto que, como me decía una m ujer que
conoció muchas homosexuales, cuando niña está provista de
una sensibilidad vaginal predom inante, a pesar de todas las
seducciones que en la adolescencia hubieran podido hacerle
una homosexual ocasional, term ina casi siempre uno u otro
día pasando al hombre, mucho más apto con su pene para
satisfacer el erotismo cóncavo del que está dotada. En general
sólo permanecen tenazmente homosexuales las mujeres de ero­
tismo clitorídico exclusivo o por lo menos predom inante. Pero
las mismas clitorídicas a menudo pasaron enteramente al
hombre desde la infancia, gracias a la posibilidad, por la ero-
geneidad clitorídica, de perseguir fines activos y pasivos.

f) T i p o s d e m u j e r y c o m p l e j o s d e E d ip o .

Tratem os de ver ahora cuáles son los lazos que pueden


vincular los distintos tipos de mujeres, clitorídicas y vaginales,
a los complejos de Edipo vividos en la infancia.
Pero antes de pasar al estudio desde este punto de vista
de las heterosexuales, se impone algún conocimiento de las
homosexuales.
Las homosexuales, como tan bien lo señala un estudio de
Helen Deutsh,14 frecuentemente siguen jugando “a la madre y
el hijo”, con exclusión del padre perturbador. Algunas tien­
den a identificarse con la madre activa y son electivamente
atraídas por las muchachas muy jóvenes. La mayor felicidad
consiste en “revelarlas” a sí mismas. Por el contrario, otras
continúan siendo las niñas que en otro tiempo fueron atraí­
das sobre todo por mujeres mayores, maternales, protectoras,
hacia las que permanecen más o menos en estado de pasividad,
14 Über die weibliche Homosexualitat (Sobre la homosexualidad
femenina), 1932.
o bien de actividad infantil. Otras, finalmente, pueden vivir
las dos actitudes alternativam ente o al mismo tiempo. Pero
en todas el órgano ejecutor del placer homosexual es, como en
la niñita “fálica” en su infancia, el clítoris. Es bastante raro
que alguna de estas homosexuales busque de “alargar” su clí­
toris con apéndices artificiales. El clítoris en general les basta,
y la idea del pene grande y “grosero” del hombre les inspira
generalmente un perfecto horror. Estas homosexuales tienden
a excluir al hombre y su pene del paraíso perdido pero reen­
contrado donde la madre cuidaba y acariciaba a su hija y
excitaba con sus cuidados, sus caricias, el clítoris todavía pa­
sivo de la niñita. Tampoco tienden a usar ropas masculinas y
conservan de ordinario una apariencia muy femenina.15
Más allá de la identificación con la madre activa prim i­
tiva, solícita con el niño, el otro tipo de homosexuales se iden­
tifica por superposición, por decirlo así, con el padre que su­
cedió a la madre en el desfile de los objetos para amar —o
para odiar— del niño. Estas mujeres presentan fantasías clito-
rídicas mucho más activas que las primeras, y toda su con­
ducta está teñida por el ideal que han asimilado: son las
homosexuales con corbata y saco que tratan verdaderamente
de jugar a ser hombres con las mujeres amadas. Parece que
incluso algunas, se contentan acariciándolas, satisfaciéndolas,
pero se rehúsan a sí mismas la pasividad, según ella demasia­
do grande de las Caricias. En lo que respecta a éstas, segura­
mente no podrían soportar que se comprobara, una vez más,
en el propio cuerpo, la vergonzosa falta del pene.
Pero volvamos a la m ujer heterosexual, nuestro tema de
estudio central y pasemos revista a sus diversos tipos. Primera­
mente hay mujeres cuya adaptación a la función erótica se
ha realizado al máximo. Estas mujeres son insensibles a las
caricias clitorídicas o éstas las irritan (lo que constituye un
caso de involución menor del clítoris) ; solamente el coito des­
encadena en ellas el placer y el orgasmo.
Vienen luego las mujeres que poseen una erogeneidad va­
ginal y una erogeneidad clitorídica conjugadas armoniosamen­
15 Este es uno de los dos tipos de hemosexuales que Marañan
describe en La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales. En
el párrafo siguiente nos ocuparemos del otro tipo de homosexuales, más
viriloides.
te. Estas mujeres son susceptibles de placer con las caricias
clitorídicas, pero en general prefieren reservarlas para la pre­
paración del coito —preparación necesaria si su función es
algo lenta—. En todo caso, en el coito, la vagina y el clítoris
tienen cada uno roles que armonizan, a condición, no obs­
tante, quizá, que en estas mujeres el clítoris no esté demasia­
do alejado de la vagina.
Otras mujeres, si bien poseen esta función mixta, pueden
también llegar al orgasmo por las dos zonas separadas: por
la vagina o por el clítoris. Son a menudo estas mujeres las
que sienten la vagina y el clítoris como antagonistas; para
ellas es a veces la una, a veces el otro el que juega un rol.
En estas mujeres, el placer en el coito es generalmente sólo
vaginal.
Otro grupo de mujeres que ya tratamos largamente lo cons­
tituyen las clitorídicas. En estas mujeres la función fálica vi-
riloide predom ina a expensas de la vaginalidad, más o menos
involucionadá o inhibida.
Finalmente, hay otras mujeres en las que se ha produ­
cido una inhibición total de las dos zonas erógenas. Son las
frígidas totales. Ni el coito ni las más variadas caricias del
hombre consiguen procurarles placer.
#

Ahora bien, ¿cuál ha sido, en estas mujeres, el destino de


los complejos de Edipo infantiles?
En la prim era de las mujeres descritas, la más idealmen­
te adaptada a la función erótica, el complejo de Edipo activo
dirigido hacia la madre ha debido ser sin duda relativamente
débil y en todo caso sucumbió enteramente, cuerpo y bienes
podría decirse, a la represión exitosa, con todas sus represen­
taciones; en este caso, represión de sentido biológico en prim er
lugar. La m ujer ha reconocido al parecer, que los objetos
amorosos apropiados a su organismo que puede ofrecerle el
m undo exterior ya no son la madre, no son la m ujer; ha re­
nunciado al mismo tiempo al objeto amoroso femenino y a la
zona erógena vanamente activa, el clítoris, absolutamente in ­
apropiado para que el nuevo objeto, que es el hombre pro­
visto de pene, lo penetre. El fin activo de las pulsiones mis­
mas, salvadas al máximo de la represión, es al mismo tiempo
abandonado, y las pulsiones sádicas transformadas en su con­
trario masoquista, vienen a deslizarse en la vagina receptora
del pene por aonde pasará a su vez el niño. La representación
no ya convexa sino cóncava de la sexualidad y del placer se ha
instituido plenamente en estas mujeres. En el caso ideal, la
m ujer ha superado victoriosamente la fidelidad prim itiva a la
madre tanto en lo que respecta a la zona erógena y al fin
pulsional como al objeto amoroso; ha pasado así íntegramen­
te, adaptadamente, al padre y allí al hombre que le sucederá.
Volveremos sobre este “de allí”, puesto que implica un nuevo
obstáculo a la fidelidad edípica, un segundo um bral de infi­
delidad muchas veces difícil de franquear para la psicosexua-
lidad de la mujer.
En el segundo caso, donde la m ujer ha conservado armo­
niosamente conjugadas sus dos zonas erógenas, el clítoris se
excita y juega el rol asociado al acto vaginal —según la expre­
sión de Freud, de leña—. En él puede verse una superviven­
cia de aquel estado de pasaje en el que el clítoris, antes que
la vagina, se había tornado el órgano ejecutor o más bien el
ejecutor de las pulsiones y de las fantasías masoquistas que
inauguran en la niña el pasaje de la madre al padre, del
complejo de Edipo activo al complejo de Edipo pasivo. El
objeto y el fin edípicos pasivos han sido en este caso, alcan­
zados plenamente, la fantasías activas relativas a la madre han
sido debidamente reprimidas; las pulsiones libidinales y apa­
rentes adecuadamente salvadas y transformadas en sus contra­
rios masoquistas. La zona clitorídica conservada junto a la
zona vaginal puede serlo luego sin perjuicio; en el conjunto
de la, función adaptada este resto ha sabido encontrar su lugar
y su rol subordinados.
En el tercero de los casos que hemos distinguido, donde
existe una especie de divorcio entre la erogeneidad vaginal y
la clitorídica, un conflicto parece abrirse paso. Aquí, el clí­
toris conservó sus fines activos sádicos, continúa queriendo
em pujar hacia adelante y en el inconsciente el objeto prim i­
tivo de estos empujes, la madre, debe ser tenazmente conser­
vado, como originariamente debió ser fuertem ente codiciado
en forma activa. Aquí se plantea el problema de la constitu­
ción viriloide que en mayor o menor grado predispone a que
estas primeras actitudes sean intensas y persistentes. En este
caso sucede siempre que la mujer, después de haber adquirido
una vagina erógena receptora del hombre, adaptada al objeto,
a la zona y al fin, conserva a su lado, y como yuxtapuesta, una
organización fálica antagonista edificada sobre una “homose­
xualidad” muy profunda y muy reprimida. Cuando la vagina
no parece perturbada en su función erógena receptiva es por­
que en virtud del principio de no contradicción que reina en
el seno del inconsciente, el complejo de Edipo de estas mujeres
ha podido establecerse y subsistir y debe además predominar,
junto a un resto del complejo de Edipo activo.
La m ujer clitoridica provee el caso de máxima desadapta­
ción a la función, a la realidad en general y a la realidad
erótica en particular. En efecto, ha sabido cambiar de objeto
en la infancia, pasar de la madre al padre, pero ha seguido
codiciando este nuevo objeto provisto del pene activo, pene­
trante, con su zona activa, el clítoris, que en conjunto ha per­
manecido animado por las pulsiones activas, sádicas del com­
plejo de Edipo activo orientado hacia la madre. Éste es un
caso de eminente desorientación y ceguera biológicas. La re­
presión afectó por cierto al objeto central, la madre, pero al
final la madre de las pulsiones activas ha debido no obstante
conservarse en el inconsciente; el padre, provisto del falo al
que estas mujeres no han podido renunciar, ni en ellas ni en
las otras mujeres, no ha hecho más que sustituir brillante­
mente a la madre en el momento de la toma de conciencia,
narcisísticamente tan dolorosa de la castración materna. En es­
tas mujeres la vagina no se “abrió” nunca, por así decirlo, des­
de el punto de vista erógeno; su cloaca erógena se ha vuelto
a cerrar, como normalmente debe suceder en el hombre.
Desde el punto de vista de las inhibiciones psicógenas el
caso siguiente, el de las frígidas totales, es el más demostrati­
vo. En estas mujeres, cualquiera sea la zona excitada la fun­
ción erótica parece abolida; ninguna caricia parece ser capaz
de excitarlas. Hay aquí la mayor represión posible de los com­
plejos de Edipo activo y pasivo; el clítoris parece haber renun­
ciado a la madre, a sus fines pasivos, como la vagina renunció
en bloque a sus fines pasivos, al padre, al hombre. Pero esto
es sólo aparente: un buen día, bajo la influencia de la vida
—o del análisis— una u otra zona llega a despertarse, a veces
con gran violencia. En estos casos la zona vaginal toma por
lo común la delantera, ya que estas frígidas, por inhibición
histérica, son a menudo más femeninas que las clitorídicas. Po­
dría decirse que estas últim as se han aferrado a la zona mas­
culina. A la frigidez total, Bella Durm iente del Bosque que
ha dormido demasiado, el prim er beso del Príncipe no le ha
bastado. Pero está dispuesta a recibir sus besos; en ella los
fines pasivos generalmente se establecieron muy bien, aunque
hayan permanecido latentes por mucho tiempo en el incons­
ciente. Y aunque el clítoris de estas mujeres tam bién se excite,
antes o después que la vagina, estas mujeres despertadas perte­
necen generalmente al grupo de mujeres en las que las dos
zonas erógenas femeninas, armoniosamente conjugadas, funcio­
nan bajo el signo común de la pasividad.
Los dos últimos tipos de mujeres, las frígidas parciales o
clitorídicas, como las frígidas totales de las que acabamos de
hablar, tienen ambas anestesia vaginal. Sólo en estas últimas
la excitación vaginal es generalmente más fácil que en las
primeras, como ya lo hemos indicado. No obstante, el ejem­
plo de las últimas nos perm ite preguntarnos hasta qué punto
en cada caso de las primeras mujeres puede levantarse tera­
péuticamente la anestesia vaginal. Porque si el clitoridismo te­
naz, excesivo y exclusivo está indudablem ente condicionado
por la bisexualidad constitucional y es seguramente en su gra­
do extremo una especie de hermafroditismo larvado, en mi­
niatura, puede sospecharse que la anestesia vaginal incluye una
gran parte de inhibición histérica y que, por lo tanto, está
psíquicamente condicionada. En estos casos se impone al ana­
lista la búsqueda del probable condicionamiento psíquico tan­
to de la “apertura” como de la “cerrazón” erógena de la va­
gina femenina.
Así, el que súbitamente se levante la inhibición en las
frígidas totales, autoriza a preguntarse, qué parte se debe en
las frígidas parciales a una perturbación biológica de la evo­
lución y qué a una inhibición psicógena. Cuando nos encon­
tramos en presencia de una clitorídica con anestesia vaginal,
¿qué parte tienen estos dos fenómenos en cada caso? Sólo un
largo análisis permite decidirlo.
U n principio semejante parece gobernar la psicosexuali-
dad de la mujer: se puede levantar las inhibiciones; lo adqui­
rido, en cada caso, tiende a conservarse.
Con excepción de algunos pocos casos citados, casi no
conozco casos de regresión de la función vaginal a la función
clitorídica. La m ujer con erotismo vaginal, generalmente lo
conservará después de la menopausia, aun a pesar de una even­
tual disminución biológica del impulso erótico. La vaginal
cuya sensibilidad clitorídica se excitara, por ejemplo, con la
influencia de un análisis, no perderá por eso su sensibilidad
vaginal. Asimismo, una clitorídica puede alcanzar la función
vaginal cuando se levanta la inhibición, sin perder por eso la
función clitorídica. En efecto, las funciones nerviosas una vez
verdaderamente adquiridas pueden muy bien estar veladas
por inhibiciones pasajeras, pero en tanto el organismo no su­
fra una degeneración irremediable, conservan el carácter de
irreversibilidad.16

16 Nota de 1955: Queda sin embargo un problema sin solución


cierta. ¿Dónde reside la sensibilidad interna de las mujeres vaginales?
Sensibilidad profunda más allá de la poco sensible mucosa vaginal, como
postulan K e g e l (Sexual Functions of the Pubococcygeus Muscle, 1952)
y otros ginecólogos? ¿O reflejo clitorídico inducido vaginalmente? La
histología no ha dado respuesta.
De cualquier manera, las afirmaciones de K i n s e y en Sexual Behavior
of the Human Female (Filadelfia y Londres, 1953, p. 84) relativas a
"la imposibilidad biológica” de un orgasmo vaginal, no pueden tomarse,
ni aún por Kinsey mismo, al pie de la letra.
Pero más deplorable es la omisión de K r o g e r y B e r g l e r en Kinsey’s
of Female Sexuality (New York, 1954) de la bisexualidad funcional que
se encuentra en la base de las anestesias vaginales, totalmente referidas a
inhibiciones neuróticas por estos autores.
CA PÍTU LO V
EL ROL FORMATIVO DEL HOMBRE PARA
LA SEXUALIDAD DE LA MUJER
a) L a s in ic ia c io n e s e r ó t ic a s c o m p a r a d a s
REALES O EDÍPICAS.
sexuales de una persona dejan rastros en
T o d a s l a s v iv e n c ia s
su sexualidad. Cuanto más nuevo, cuanto más virgen es el
terreno sobre el que se im prim en estos rastros, tantos más de­
cisivos serán. Por eso las primeras seducciones que la niña
vive, merecen en este ensayo un capítulo aparte.
Ahora bien, hay dos grandes tipos de seducciones a la
que la niña puede ser sometida: las anteriores a la posibilidad
del placer terminal, que tienen lugar durante el dominio del
placer infantil, prelim inar, difuso, y las que consiguen desen­
cadenar en la niña, por prim era vez, el orgasmo.
Como ya lo indicamos, la m anera como una niña “apren­
de” el placer terminal, por la vagina o por el clítoris no pue­
de ser indiferente. Es cierto que la acentuación preexistente
de una u otra zona erógena traza de antem ano el camino
hacia las sensaciones genitales, acentuación debida en parte a
la constitución y en parte a las vivencias infantiles. Pero a
a su vez el pasaje del orgasmo por cierta vía nerviosa tiende
a profundizarla y a hacer de ella la vía erótica elegida, gra­
cias al automatismo de repetición que rige al instinto. Por
oposición al hombre que siempre hace y lleva con él las
formas propias de su sexualidad, con su zona erógena domi­
nante, su pene activo y resistente, la mujer, más infantil, pa­
siva, plástica, tanto más cuanto más femenina es, recibe fácil­
mente la impresión que se le da. Es lo que Freud indicó,
cuando escribía en los Tres ensayos sobre la teoría de la se­
xualidad, que por seducción, la mujer como el niño, es sus­
ceptible de adquirir todas las perversiones. ¿Puede también
adquirir, bajo la influencia del hombre, la normalidad?
Conozco algunos casos de seducción precoz, que, relacio­
nados con la forma que tomó luego la sexualidad adulta de
la m ujer pueden ser interesantes de referir.
U n caso de incesto para comenzar: Una niña de diez a
doce años, no formada aún, es seducida por un hermano de
dieciocho años al que adoraba desde su infancia. No hubo más
que coitos normales; pronto la niña tiene reacciones, satis­
facciones eróticas, absolutamente normales. Al cabo de más
de un año los padres descubren las relaciones incestuosas, se­
paran a los delincuentes, envían lejos al hermano. La niña
pretende no haber tenido la impresión de “hacer algo malo”
durante todo el curso de la pasión fraternal. No parece haber
adquirido luego una impresión muy fuerte a pesar de las san­
ciones familiares y el hecho que el padre le haya advertido
solemnemente que eso era muy feo. El ideal que este her­
mano mayor representaba debía tener para ella demasiada
fuerza; su “permiso de lo sexual” debía oponerse demasiado
victoriosamente a las condenas del ambiente y del padre mis­
mo. Cuando más tarde la joven se casó, tuvo para con su
marido, una función erótica clitorídica-vaginal normal que
perm itía regularmente la satisfacción en el coito. Las leccio­
nes del hermano iniciador no se perdieron.
Esto sucedía en una familia muy respetable de burgue­
ses acomodados y no entre proletarios; sucedía en “el prim er
piso” y no en “la planta baja”. Como sabemos, en las leccio­
nes de Introducción al psicoanálisis 1 Freud imagina un caso
de seducción de dos niñitas: una, hija de burgueses del “pri­
mer piso” y, la otra, hija de los proletarios que viven en la
“planta baja” (llamémosla la hija de la po rtera). Se descu­
bre el delito: la niña del prim er piso tiene una educación
cuidadosa, moral, severa, que la convierte en una niña virtuo­
sa y completa. A la niña de “la planta baja” se le permite co­
rrer libremente por las calles y frecuentar promiscuamente a
otros niños. Esto hasta la pubertad. Luego se casa, suponga­
mos, con un obrero y se transforma en una joven sana, nor­
i Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, 1916-17,
XXII, Vorlesung.
mal, no neurótica y sexualmente satisfecha. La joven del pri­
mero, en cambio, lejos de haber seguido viviendo los juegos
sexuales de su tem prana infancia como una iniciación, sólo
recuerda las prohibiciones que les pusieron fin y que para
ella, condenaron toda la sexualidad. Se volvió delicada, refi­
nada, capaz de sublimar, concertista a pintora quizá, pero pre­
senta distintos síntomas neuróticos. Rechaza toda sexualidad
como algo demasiado “grosero”, quizá se prohíba casarse y si
no obstante se casa para obedecer a sus padres o porque un
joven de aspecto delicado le haya agradado, no vibrará con
las caricias demasiado “groseras” de su marido. En resumen,
será una m ujer frígida, insatisfecha y neurótica, que segura­
mente hará infeliz a su marido y a sí misma, y eventualmente
a sus hijos.
Este puede ser el fin de una seducción descubierta y cas­
tigada.
¿Dónde reside entonces la diferencia, desde el punto de
vista de la evolución de la sexualidad, entre el caso imaginado
por Freud y el caso al que me he referido, ambos situados en
el “prim er piso”? Evidentemente, tratándose siempre de cues­
tión económica, de relación de cantidad, puede decirse que
en el caso citado por mí los padres fueron menos violentamen­
te represores que en el otro caso, y que el instinto! de la joven
delincuente debía ser más resistente, más fuerte. La resultante
de una cupla de fuerzas equivale a la suma algebraica de las
fuerzas. Podríamos establecer aquí una fórmula, recordando
al mismo tiempo los experimentos de Pavlov.
Representemos con una forma algebraica la seducción por
el herm ano —o por la compañera— y la represión que le
sigue en los tres casos mencionados:
Excitación por seducción sexual: cantidad x
Inhibición por descubrimiento y sanción moral: canti­
dad y
x —y = z
Si x es mayor que y, la suma algebraica z tendrá signo
positivo. Las reacciones ulteriores, los “reflejos” adquiridos
en el curso de la excitación por seducción tendrán durante
toda la vida, en situaciones análogas, signo positivo. La res­
puesta a las excitaciones análogas seguirá siendo positiva.
Si por el contrario y es mayor que x, la suma algebraica
z tendrá signo negativo; prevalecerá la inhibición, las excita­
ciones sexuales posteriores desencadenarán todas las veces el
reflejo inhibitorio, la sexualidad estará trabada.
Este últim o caso se produce en la niña del “prim ero”
imaginada por Freud; el primero se produce en la niña de
la planta baja y en aquél al que me he referido.
Caso de Freud del prim er piso:
x < y = z < 0
Caso de Freud de la planta baja:
x > y = z > 0
Caso citado por mí:
x > y —z > 0
No hay que hacerse ilusiones por cierto con la aparente
simplicidad de esta fórmula; * e j son cada una la resultante
de cientos de elementos imposibles de aislar y que varían en
el curso de la vida. A estos elementos se agregan otrois, lo
que en un momento dado puede modificar la resultante e in­
cluso hacerla cambiar de signo, tem poraria o definitivamente.
La cura psicoanalítica se basa en esta últim a posibilidad. Pero
generalmente los elementos constitutivos más constantes de x
o de y han sido incorporados en una edad muy tem prana al
psiquismo, al inconsciente, al ello y al superyó. Por lo tanto,
la respuesta erótica de un determinado individuo —natural­
mente con un compañero capaz de despertar la excitación-
conservará una relativa constancia; será una respuesta de tipo
individual, más o menos difícil de modificar.
M ientras no sepamos medir las fuerzas psíquicas, des­
afortunadam ente nuestra fórmula permanecerá vacía de ci­
fras exactas. Vemos que la resultante z participa en la vida
de todos; sabemos que el instinto, la psique, la vida, están
gobernados por las mismas leyes cuantitativas energéticas que
gobiernan todo el universo físico. . . , pero desgraciadamente
no se ha inventado todavía el psicómetro.
Debemos entonces resignarnos a prescindir de él, sin re­
nunciar por eso al estudio científico del psiquismo como tan­
tos “sabios” se ven llevados a hacerlo.
Retomemos entonces el caso citado de la niña seducida
por su hermano. Seducción indudablem ente ventajosa desde
el punto de vista de la función erótica. En este caso el signo
de la resultante z fue positivo, ya que el sentimiento de
culpa no logró sofocar la función instintiva.
Pero el signo positivo de z que expresa la persistencia
de la respuesta positiva a las excitaciones análogas a la ex­
citación x primera, no siempre es tan acertado. Porque aun­
que de signo positivo, x puede tener este signo, si podemos
decirlo, allí donde no debería. Por supuesto que aludo nue­
vamente a las dos zonas erógenas de la mujer.
Conocí otra m ujer que pertenecía a un ambiente tan
distinguido como el de la niña del prim er caso. En su in­
fancia, aproximadamente a los nueve años, esta mujer fue
seducida por un hombre adulto: esta vez un sirviente de los
padres. Arrastraba a la niña a los más oscuros rincones de
los corredores donde la m asturbaba clitóricamente sin tratar
de poseerla. Estas relaciones duraron algunos meses, quizás
un año, hasta que echaron al sirviente, que no había sido
descubierto.
Ahora bien, esta m ujer fue más tarde exclusivamente
clitorídica. N inguna posición, ni siquiera de contacto con el
clítoris podía conducirla al orgasmo en el coito: sólo podían
satisfacerla las caricias externas, en las que el pene no to­
caba el clítoris. Esto era siempre así, a pesar de numerosos
cambios de compañero.
z positivo se había realizado bien, pero como el signo +
estaba “mal colocado”, la sedución precoz parecía haber sido
en este caso nefasta a la función erótica adaptada al acto
normal.
Conozco otros casos en los que el orgasmo experim enta­
do, aprendido, por prim era vez por el clítoris, parece sellar
para siempre la sexualidad de la mujer.
Sin embargo, frente a ejemplos semejantes se plantea
una pregunta: ¿No sería demasiado simplista atribuir toda
la orientación posterior de la función erótica femenina a
estas seducciones?
El erotismo de la mujer, al igual que la psicosexualidad
hum ana, se edifica efectivamente sobre tres amplios estratos:
constitución, restos edípicos, formación prepuberal o adulta.
¿Quién puede por lo tanto afirm ar que en las mujeres ci­
tadas la cantidad de libido con la que efectivamente estaba
cargada una u otra zona erógena no era tal que indefectible­
mente el orgasmo debía partir de una u otra de estas zonas?
Efectivamente el largo placer prelim inar, el primero que se
conoce en la infancia, podía corresponder indistintam ente a
una u otra zona, a la vulva o al clítoris, aunque el fálico
clítoris haya podido tener la primacía en su tiempo. Pero
el placer terminal, descarga explosiva de una acumulación
explosiva de libido, quizás sólo podía producirse allí donde
la constitución del individuo acumuló de antemano la car­
ga explosiva más fuerte. H abría aquí un brillante y decisivo
ejemplo de “complacencia somática”.
Entonces podríamos suponer que según los casos, según
la constitución bisexual más o menos fuerte de cada niña,
la carga libidinosa más fuerte se encuentra, congénitamente,
tanto en el clítoris como en las paredes vulvo-vaginales y en
los labios. Prescribiría de antemano la vía por donde partirá
por prim era vez el orgasmo, en el momento de la prim era
seducción por otros o por sí misma. Si en este caso, la se­
ducción hubiera sido dirigida a la otra zona, más débilmente
cargada, ésta hubiera permanecido inoperante, no hubiera
tenido “éxito”, es decir sólo hubiera predom inado el placer
infantil que ya ha conocido, y no el placer terminal, pró­
dromo de la sexualidad adulta.
Pero parece que aún de antemano en otras mujeres, las
dos zonas, la clitoridica y la vulvo-vaginal, cada una a su vez,
y desde los primeros contactos, pueden proporcionar el pla­
cer terminal. En efecto, conozco una m ujer de apariencia
bastante viril que conservó la costumbre de masturbarse, lue­
go que una sirvienta les enseñó a hacerlo a ella y a su her­
mano. T enía entonces seis años; continuó masturbándose en
forma esporádica y siempre clitorídicamente, hasta los trein­
ta años. Sólo entonces se entregó por prim era vez a un hom­
bre. Ahora bien, después de algunos coitos, y luego de haber
sido verdaderamente desflorada, bruscamente se encontró
adaptada a la función vulvo-vaginal y con o sin preparación
clitorídica, experim entaba con la mayor facilidad plena sa­
tisfacción en el coito normal. Ella piensa que sobre todo en
la pared vagino-rectal, pero como a menudo sucede en la
m ujer con sensibilidad interna, no puede localizar muy bien
el lugar donde siente el placer.
Tales casos muestran la independencia relativa de las
zonas erógenas, ya que un largo hábito de masturbación cli­
torídica no perturbó la receptividad vulvo-vaginal. El caso
mencionado es tanto más demostrativo cuanto que esta m u­
jer parece dotada de un impulso sexual bastante débil y
puede vivir castamente sin sufrimiento aparente durante
meses, entre aventura y aventura, siempre breves.
Lo que aquí complica la interpretación de los hechos,
es que la predisposición no sólo a las neurosis sino a los ti­
pos de carácter y de psicosexualidad como tam bién a los ti­
pos de seducciones prepuberales, puberales y adultas, está
siempre dada por la convergencia de dos factores: los cons-
titucionales-heredados y las vivencias significativas de la pri­
mera infancia.
Ahora bien, estas vivencias implican todos los traum a­
tismos, todas las emociones edípicas sobre los que deberemos
volver una vez más para examinarlos a la luz de lo que de­
seamos decir.
Sin embargo, a la inversa de las seducciones reales, los
hechos edípicos generalmente sólo suceden en la imaginación
del niño; los padres, el padre en particular, que no se ocupa
de los cuidados higiénicos de su hija, no la seduce en el
sentido estricto de la palabra. Así, con las emociones, con las
fantasías edípicas infantiles nos encontramos frente al mis­
terio y las tinieblas que lo envuelven ante el ojo adulto, de
la eficiencia incomprensiblemente poderosa de lo no reali­
zado.
Cuando Schopenhauer escribió que el niño vive en la
“representación” enunció una verdad más profunda de lo que
a prim era vista parecería.
El niño no vive por cierto en la “representación” serena
en la que pensaba el filósofo. Por el contrario, el niño vive
presa de la torturante “voluntad” del gran pesimista. Por lo
general, el niño no es más que un gran deseo tenso e impo­
tente. Pero la proposición de Schopenhauer se torna muy
cierta si modificamos una palabra: el niño vive en la imagi­
nación.
Ahora bien, en la imaginación reina la realidad psíquica,
preformadora de nuestro ser en un grado por lo menos igual
al de la realidad física, que a veces no se reconoce o ni si­
quiera se siente. U na ley semejante parece desprenderse de la
observación de los hechos, tal como los presenta todo psico­
análisis: las emociones infantiles edípicas actúan como si se
realizaran. El niño vive su deseo como realidad. Por haber
deseado la unión incestuosa con uno u otro de sus padres y
la muerte de uno u otro vivido como rival, el niño experi­
menta los mismos sentimientos de culpa que si hubiera reali­
zado estos “crímenes”. De donde la inhibición que se vincula
luego a la idea de asesinato y de sexualidad
Se desprende además otra ley: la manera como el niño
fantasea la sexualidad, la posesión activa o pasiva de la ma­
dre o del padre, preforma toda su futura actitud psicosexual
erótico-carnal. En las fantasías edípicas, en las fantasías in­
fantiles, la pasividad masoquista predispone a las actitudes
feminoides, trátese de la niña o del varón. La actividad fálica
acentuada creará también, en la niña y en el varón, un “en-
grama” a partir del cual se formará más adelante la función
erótica del adulto.
Por otra parte, en este período el niño no se priva de
ejercicios masturbatorios preparatorios para su sexualidad. La
m asturbación no siempre le proporciona el placer terminal,
pero el placer prelim inar basta a veces para trazar las vías,
basta sobre todo para vivir, en forma indeterm inada, indefi­
nida, asintomática, si puede decirse, las no menos interm ina­
bles fantasías edípicas.
Es cierto que la forma de las fantasías edípicas está dada
en parte por la constitución, pero a su vez, las fantasías-efec­
to, condicionan toda la sexualidad futura.
De lo que predomine en estas fantasías, excitación amo­
rosa edípica o inhibición moral edípica surgida de las prohi­
biciones, por la m asturbación edípica y de la culpa derivada,
dependerá entonces que el niño lleve a su vida adulta una
sexualidad a salvo o naufragada.
Hallamos entonces nuevamente, aun sin seducción infan­
til, la fórmula:
x —y = z
referente a la resultante de las excitaciones y de las inhibi­
ciones edípicas preformadoras, junto con la constitución, de
toda la psicosexualidad futura.
Como ya lo hemos dicho, la masturbación infantil es una
preparación para la sexualidad adulta, que cumple con res­
pecto a ésta un rol análogo al de los juegos del niño en rela­
ción con las futuras actividades sociales del hombre. De la
misma manera, el o mejor dicho los complejos de Edipo del
niño, pueden parecemos una especie de juego psicosexual pre­
paratorio de la psicosexualidad ulterior del hombre o la
mujer.
El niño juega a amar y a amar sexualmente, totalmente;
y al decir esto no pretendo desvalorizar los complejos de
Edipo.
En efecto, como Freud lo puso de manifiesto, el carácter
del juego no es la falta de seriedad sino la falta de relación
con la realidad. No se puede negar que durante sus complejos
de Edipo los deseos del niño carecen en gran parte de rela­
ción con la realidad, aunque el niño con sus ciegos impulsos
instintivos, generalmente no lo vea con claridad, a diferencia
de lo que ocurre en el juego. Sin embargo, queda en pie
el hecho que cuando el niño fantasea casarse con su ma­
dre o la niña con su padre, por debajo de estas fantasías so­
beranas, algo en ellos presiente que no se realizarán.
Además, así como a m enudo se abandona, sobre todo en la
niña, la m asturbación infantil que no alcanza el orgasmo; así
como se abandona, por su fracaso total, la solitaria investiga­
ción sexual infantil; así, cada complejo de Edipo infantil ter­
mina por declinar a causa misma de las imposibilidades rea­
les de realizarlo. Esto sucede independientemente de las cau­
sas externas inhibidoras que secundariamente lo condenan en
todas las civilizaciones humanas.
Para que después de la primera decepción edípica in­
fantil, después de los juegos sexuales de la prim era infancia
entre los niños, tan frecuentes entre los primitivos y hasta
entre nosotros, el niño osara en la pubertad disputarle la
madre al padre envejecido desafiando la autoridad de los
machos viejos, la hum anidad debería regresar hasta la edad
de las cavernas e incluso más atrás.
Pero entre nosotros el fracaso del complejo de Edipo in­
fantil es generalmente definitivo. En la pubertad el hijo y la
hija deben volverse hacia extraños. Entonces, en el caso más
favorable, los complejos de Edipo de nuestros niños civiliza­
dos sufren el destino ideal de la represión exitosa: hundim ien­
to de las representaciones edípicas infantiles en el incons­
ciente, con desprendimiento, conservación y puesta a la dis­
posición de la psicosexualidad, de las pulsiones y emociones
libidinosas y aferentes liberadas al término de la evolución.
No obstante, este caso absolutamente ideal de represión
de las representaciones condenadas, con conservación y libe­
ración de las pulsiones, generalmente no se realiza nunca en
forma total gracias a la inercia reinante en el dominio de los
instintos. En algunos casos, una parte de las pulsiones pue­
de seguir el destino de las representaciones edípicas sumergi­
das en el inconsciente, conservárseles fieles, por así decirlo,
privando así a la psicosexualidad adulta de la correspondiente
fuerza promotora. La represión fue entonces excesiva, sobre­
pasó su meta. En otros casos, la fidelidad de las pulsiones a
las representaciones se produce en otro sentido, del otro lado,
digamos, de la barricada. Las pulsiones no reprimidas son en­
tonces las que atraen las representaciones edípicas de antaño
vueltas a surgir del inconsciente, seguramente con desplaza­
mientos que las hacen irreconocibles. En estos casos la repre­
sión no fue1exitosa, ha fracasado parcialmente. Entonces según
que en los complejos de Edipo de un individuo hayan predo­
minado excitaciones o inhibiciones edípicas, tendremos dis­
tintos cuadros adultos: o el del individuo que, con furor des­
enfrenado busca sin saberlo las imágenes parentales en la
elección amorosa, o el del hombre o la m ujer que al reconocer
inconscientemente al objeto edípico en cada objeto amoroso,
retrocederá ante la prohibición edípica.
En los dos últimos casos la consecuencia será una des­
adaptación a la realidad, una especie de perturbación de la
visión psíquica por proyección en el m undo exterior de nues­
tras fantasías internas. Esto impide discernir bien que los
otros hombres y mujeres que pueblan el m undo no son de
hecho nuestros padres. Pero sólo el últim o caso será verdade­
ramente nefasto a la función erótica, en virtud de la predo­
minancia de la inhibición.

b) Los ROLES RESPECTIVOS DEL PADRE, DEL HERMANO


Y DEL DESFLORADOR.
El hombre se acerca a veces al desprendimiento pulsio-
nal del complejo de Edipo, que para realizarse debería vencer
el automatismo de repetición de los instintos. Dado que ge­
neralm ente desde su infancia la m ujer queda siempre ligada
a su complejo de Edipo pasivo, seguramente no puede alcan­
zar nunca este desprendimiento en el mismo grado que el
hombre. Freud me lo dijo un día metafóricamente: “El padre
tiene siempre la prim era hipoteca sobre el corazón de una
m ujer; el esposo sólo tiene la segunda”.
Como ya lo vimos, si el clítoris se excita en prim er lugar
bajo el signo de la madre, prim ero pasivo, luego activo; la
vagina, anexa a la cloaca receptiva parece “abrirse” bajo el
signo del padre, del complejo de Edipo pasivo. T anto por la
calidad como por la cantidad del amor que dispensa a su
hijita, el padre no puede menos que tener un rol decisivo en
esta “apertura” (eco lejano, parece, de la apertura embrioló­
gica de la vagina por desaparición del tapón vaginal).
Pero se podrá objetar: la niña, en el complejo de Edipo
pasivo, y el varón, en el complejo de Edipo activo, ambos
preformadores de la sexualidad, están condenados a la decep­
ción amorosa, no sólo cultural sino tam bién biológicamente.
¿Cómo se explica entonces que la fatal decepción inhe­
rente a los complejos de Edipo sea en unos casos inhibidora,
desadaptadora, patógena y en otros no lo sea?
En el caso del varón, la fuerza biológica fundam ental de
la libido, la mayor cantidad de libido en un órgano altamente
diferenciado, mejor adaptado a su función que en la niña, le
perm ite más frecuentemente que a ésta superar victoriosa­
mente la inevitable decepción edípica. Como lo manifestó
Freud en La declinación del complejo de Edipo , para que el
hombre pueda conquistar una sexualidad adulta normal, es
necesario que de niño haya superado en parte la prohibición
del incesto. Esto significa que el niño ha salvado gran parte
de sus pulsiones edípicas de las amenazas de castración y que
el ímpetu de su sexualidad no se ha estrellado contra la ame­
naza cultural de castración. Las pulsiones deben ciertamente
abandonar el objeto m aterno incestuoso, pero la libido, narci-
sísticamente salvada por el amor del varón por su propio pene,
investirá otros objetos tanto como sea posible. Digo “tanto
como sea posible” porque Freud tiene indudablem ente razón
al manifestar que en nuestra sociedad, hay probablemente muy
pocos hombres que gocen de la totalidad de su potencia vi­
ril.2 Una parte más o menos grande de la potencia viril debió
sucumbir en la infancia al complejo de castración inhibitorio.
Como quiera que sea, el ímpetu libidinoso biológico, gene­
ralm ente más fuerte en el macho que en la hembra, es un po­
deroso suplemento en la evolución norm al de la sexualidad
del hombre.
Muy distinto es el caso de la mujer. El impulso libidinoso
activo del que el clítoris es portador debe interrum pirse para
que la m ujer pueda alcanzar su propia función erótica. Esta
rotura, causada en parte por el complejo de castración bio­
lógica es la que inaugura el complejo de Edipo pasivo de la
niña, causa psíquica de la sexualidad propiam ente femenina.
A partir de ese momento la orientación de la sexualidad de
la niña ha cambiado de dirección; se diría que la niña ha
elegido entre su virilidad y su feminidad; los fines de las pul­
siones, de activos se han vuelto pasivos, aun cuando el clíto­
ris convexo sea portador, durante un cierto tiempo, de pul­
siones de fin pasivo. El padre preside este proceso como un
dios soberano. Tratem os de imaginarnos qué puede entonces
ocurrir en el alma infantil. La madre, originalmente castrado­
ra y castrada ella misma, ha sido más o menos abandonada a
causa de un rencor enorme; en su lugar se ha elegido al padre
portador del falo. La mayor parte del amor dirigido en un
principio a la madre ha sido transferido al padre. Con todo
su organismo que m adura y con todo su psiquismo expresán­
dolo, la niña aspira oscuramente a ser el objeto amoroso del
padre, adorado, en sentido psíquico y en sentido físico. Quie­
2 Schlusswort der Onanie Diskussion (Conclusión a la discusión
sobre el onanismo), en Die Onanie (El onanismo), 1912.
re que el padre la ame, que la busque, que esté todo el tiem­
po con ella, que la acaricie, la penetre, la fecunde. Quiere te­
ner, como la madre envidiada, un hijo suyo. Evidentemente,
los mecanismos de estos actos fisiológicos no están claros en
su mente infantil, que ignora el esperma y la vagina. Pero por
sus pulsiones, de objeto viril y orientación pasiva, la niña es ya
enteramente, una m ujer en m iniatura.
El padre, si es normal, ama a su hija, la prefiere a su o
sus hijos. La pone en sus rodillas, la acaricia, la mima, y la
niña se abre a este amor. Sin embargo, en el fondo de sí mis­
ma, la frustración acecha, los celos rondan, aun si no tiene
hermanas. ¿Por qué Papá sale tanto con Mamá? ¿Por qué a
la noche se encierra con Mamá en su cuarto, sin mí, para dor­
m ir con ella? ¿Por qué cuando estoy enferma y Papá y Mamá
ponen mi camita ai lado de la de ellos, se oyen esas quejas,
esos suspiros? ¿Por qué se acuesta Papá con Mamá y no conmi­
go? Y no hablo aquí de los pobres, entre quienes el hijo for­
zosamente duerme en la habitación de los padres.
Así se agitan los celos infantiles, y el destino de la niña,
verdaderamente precursor del de la mujer, es de estar con­
denada a compartir; es un destino de celos, de despecho. ¿Y
por qué mi padre me rechaza como si yo lo aburriera, cuando
quiero abrazarlo largamente? ¿Por qué me echa de su escrito­
rio cuando quiero jugar con sus papeles y lápices? ¿Y cuál es
ese misterioso “trabajo” por el que está tanto tiempo afuera?
Y la niña, anunciando tam bién en esto a la mujer, cela desde
entonces las ocupaciones, el trabajo del hombre, que a su
parecer lo distraen demasiado de su amor por ella.
Y es que la niña no aspira sólo a obtener amor psíquico
del padre. En efecto, hacia los tres, cuatro, cinco años, ¿no ha
descubierto acaso la niña, y desde hace tiempo ya, el placer
emanado no sólo de la totalidad de su superficie cutánea, sino,
sobre todo, de su zona erógena genital? Cuando la niña se
sienta sobre las rodillas de papá, o cuando papá, para diver­
tirla, la instala a horcajadas sobre su espalda, busca el más
íntim o contacto de sus zonas sensibles con el padre amado;
busca de obtener del dios que adora, el máximo placer acce­
sible a su cuerpecito. Pero si Papá percibe todo esto, o si sim­
plemente está cansado de estos juegos, interrum pe la cabal­
gata a horcajadas o deposita en el suelo a su hijita frustrada,
destronada de sus divinas rodillas. La niña atribuye regular­
mente toda prohibición moral, todo cansancio de los padres,
a falta de amor. Si Papá me deposita en el suelo cuando quiero
aquel placer, es porque no me quiere tanto como para pro­
porcionármelo. A la decepción psíquica por celos de la m ujer
adulta que el padre prefiere sexualmente —la madre o quien
la reemplace— se agrega el no menos grave rechazo de la soli­
citación amorosa física de la niña, im potente y frustrada. La
prim itiva frustración amorosa, la que la niña siente hacia los
cinco o seis años, a partir del prim er florecimiento de su psi-
cosexualidad femenina, se compone de todo esto. La prim era
flor de su amor se m archita, y a veces, si la helada que la
dobló fue demasiado intensa y la planta demasiado delicada,
nunca más podrá volver a florecer verdaderamente.
No obstante, en otros casos, los dioses, o mejor dicho el
dios, es más clemente. En efecto, el padre en nuestra sociedad
cultural, no podría nunca satisfacer verdaderamente las aspi­
raciones físicas, sensuales de su hija, nunca podría ser su ini­
ciador real a la sexualidad. Pero por esto mismo tiene mayor
obligación de amarla con profunda ternura, de dedicarle ese
amor largo y constante que puede precisamente tornarse sexual
cuando está obstaculizado y que es el amor sobre el cual se
edifica la familia hum ana duradera. Así dispensada, la ternura
del padre constituye el clima donde mejor evoluciona la se­
xualidad femenina.
Cuando la niña recibe ternura, amor, aunque de fin in­
hibido, consiente mucho más fácilmente en adoptar la actitud
psicosexual que la naturaleza y1el hombre exigen de la mujer,
con todos los riesgos narcisísticos y vitales que esta actitud im­
plica. La penetración del cuerpo será una herida: ¿qué im­
porta para la que es amada? El sufrimiento esperado se vuelve
goce soñado. El masoquismo femenino termina. ¿El parto
implica peligro de muerte? ¿A quién le preocupa, en el reino
del amor? A cambio de amor, la m ujer acepta todos los peli­
gros; muchas veces se entregaría definitivam ente si el hombre
quisiera conservarla y no fuera el prim ero en frustrarla, a
veces sin remedio.
Es aquí donde reside a veces un obstáculo edípico para
el establecimiento de una psicosexualidad norm al posterior
que perm ita el casamiento y la m aternidad. Muchas niñas se
han "entregado” psíquicamente al padre en forma definitiva.
Puesto que éste, dios reinante en el reino de la infancia, no
las ha aceptado, ningún otro hombre podrá poseerla. Se di­
ría que en estas mujeres, la vagina receptora, “abierta” psí­
quicamente en un momento, durante el complejo de Edipo
pasivo, se ha vuelto a cerrar psíquicamente a fuerza de esperar
en vano a aquél que no podía llegar. H abría aquí una inhibi­
ción por espera inútil, por frustración.3 En estas mujeres que
m orirán con su himen, parece haberse realizado por fidelidad
una verdadero cierre de la vagina.
Quizá hayan conservado la zona clitoridica, que se ejer­
citará entonces de vez en cuando con la masturbación. Las
fantasías que acompañan a esta actividad son, desde el punto
de vista psicoanalítico, entonces muy interesantes de estudiar.
Es raro que sean conscientes, pero cuando se llega a po­
nerlas en evidencia, a menudo se percibe que por debajo de
las fantasías relativas al padre, otras fantasías más profundas
han permanecido orientadas hacia la madre; la madre del
complejo de Edipo activo al que el clítoris permanece fiel
a su manera. Se diría que estas mujeres han sufrido una par­
ticular “viscosidad” de su libido, de una enfermedad crónica
de fidelidad. Demasiado fieles a la madre en el inconsciente,
han conservado el clítoris para ella; demasiado fieles al paaje,
por amor a él han cerrado la vagina a otros hombres. La
fidelidad del clítoris es positiva, la de la vagina negativa; por
fidelidad el clítoris persigue mientras que por fidelidad la
vagina evita. Con estos casos como ejemplo, vemos cuán justa
es la ley enunciada por Freud en su ensayo Sobre la sexualidad
femenina, y según la cual todo lo relativo a la madre, a los
complejos de Edipo de la niña, es luego transferido en bloque
al padre: la misma fidelidad sigue esta ley.
Pero generalmente la ternura del padre por su hija no es
tan fatal para la psicosexualidad de ésta. Al contrario, puesto
que la sexualidad de las mujeres es como los buenos frutos de
nuestras huertas: necesitan del sol para m adurar. Si falta el
s Cf. los perros de Pavlov que ya no reaccionan a la señal cuando
repetidamente ésta no ha sido seguida de alimento. Pero en el perro,
animal menos “cerebral” que el hombre, el reflejo reaparece cuando con
la nueva señal vuelve a presentársele el alimento.
amor del padre a la niña, m adura la rebelión en su corazón.
El hombre puede albergar rebelión en su corazón sin dañar
su virilidad; la rebelión tiene el mismo sentido activo y sádico
de la virilidad. Pero demasiada rebeldía en la mujer, al acen­
tuar su complejo de virilidad, no puede sino perturbar pro­
fundam ente su psicosexualidad. Por más que por rebeldía,
estas mujeres quieran evitar en otros y otros abrazos (comple­
jo de prostitución) al padre que las frustró, muchas veces le
serán fieles a pesar de ellas mismas. En efecto, a causa de la
rebeldía el clítoris habrá reactivado toda su virilidad consti­
tucional; a pesar de la pérdida del him en la vagina perm a­
necerá eróticamente “cerrada” como se cerró al padre en la
infancia por frustración, por despecho, por odio, después de
habérsele ofrecido vanamente.
¡Felices de aquéllas que han tenido un herm ano a qilien
transferir las emociones de su sexualidad edípica frustrada!
Para estas mujeres el hermano podrá haber sido el salvador
xle ia heterosexualidad. Si la sexualidad de la niña, frustrada
demasiado violentamente por el padre, no encuentra otro m a­
cho ai t¡ue aferrarse, puede en algupps casos desviarse para
siempre dej hombre y regresar a la madre, objeto del complejo
de_E4Í.p° activo primitivo. Cuando la bisexualidad es lo bas­
tante fuerte y el ambiente favorable, esto no perm itirá más
que juegos homosexuales del tipo madre-hija con otras m u­
jeres.
Vemos por lo que precede que un “Charybdis y Scilla”
amenaza la sexualidad femenina, que en el recodo edípico debe
evitar la excesiva o la poca ternura. Pero en conclusión y ya
que la mujer, a diferencia del varón, permanece toda su vida
ligada a su complejo de Edipo positivo cuyo objeto es el pa­
dre, por debajo de las transferencias a los posteriores machos
protectores, podemos aventurar que el padre corre mucho me­
nos riesgo de dispensar demasiado amor a su hija que el de
dispensárselo demasiado poco. El hombre ocupado por su m u­
jer y su trabajo, corre el riesgo de m alcriar demasiado poco a
su hija. Lo que malcría a la niña es mucho más a m enudo la
rebeldía contra un padre poco amante. La ternura del padre
es tanto más indispensable a su hija cuanto que en nuestra
sociedad la iniciación sexual real le está prohibida y la ternu­
ra paternal es la única compensación de este hecho inevitable;
el padre debe rechazar toda la parte sensual de las solicitacio­
nes de su hijita.
Así, la ternura del padre es la defensa por medio de la
cual el padre trata de hacerse perdonar el no poder ser él
mismo el iniciador de su hija en la sexualidad real.
Esta defensa debe ser elocuente, dado que la niña, igno­
rante aún de las distinciones abstractas, confunde generalmen­
te, como ya lo indicamos, rechazo por moralidad con rechazo
por falta de amor.
En efecto, el niño concibe dificultosamente que no se
debe hacer lo que se desea en virtud de una orden abstracta:
su superyó no está aún verdaderamente constituido. Si el
niño tuviera fuerzas suficientes haría lo que desea; sólo se lo
impiden los adultos. ¿Entonces, por qué los adultos, pudiendo
hacerlo, no se perm iten todas las caricias que el niño desea,
si lo aman realmente? La niña se pregunta: ¿por qué mi pa­
dre no me mima tanto como yo quisiera? Porque no me ama
lo bastante. Este reproche al padre es semejante al de un
enamorado apasionado, que al querer persuadir a su bella de
que se fugue con él, tropieza con su virtud: no me amas lo
bastante, se lamenta.
Ambos, el enamorado y el niño, tienen razón en parte.
Si la joven virtuosa y el padre edípico rechazan la pasión que
los solicita, es que hay en ellos algo más fuerte que la pasión.
Sin embargo, tanto la joven virtuosa como el padre edí­
pico pueden amar mucho. Sólo que en ellos, una fuerza es
aún más poderosa: la moral hum ana es capaz de tener en ja­
que al instinto natural. Pero para el enamorado nada debería
estar por sobre la pasión. Por eso el niño vive como rechazo
por falta de amor, el rechazo edípico por moralidad.
Más allá de la carne frustrada, sólo la ternura, amor su­
blimado, puede a la larga hacer perdonar al padre su rechazo,
dando a la niña el premio duradero del afecto paterno a cam­
bio del cual aceptará la renuncia edípica moral.
Si el padre tiene como misión prescrita por el destino, el
iniciar a su hijita en los sentimientos a m o r o s o s siuxxxtljos
placeres objetales heterosexuales—^...sL-iniarnti tiempo - la.ik .
iniciarle en la moral .m ilenaria adquirida por J a hum anidad;
al "hermano, cuando la niña tiene la suerte de tenerlo, le está
reservado un íbT iMuy distinto.
Entre Jierm ano y herm ana la moral no -está aún constitui-
da.-ctáclT la tierna edad del par fraternal. Para ellos, la moral
venida del exterior, impuesta por los educadores, no está más
que en vías de introyección más o menos avanzada. En ellos
la naturaleza, a pesar de la complacencia hereditaria, atávica,
en tomar hábitos morales, redam a sus derechos con sus instin­
tos primitivos.
Por ello.,,.a.,p o » r de la vigilancia de los padres y sirvi£ja-
tes. j pesar de las prohibiciones de los adultos, los niños no
sólo se m asturban sino que. b.us.c.ari de com partir sus placeres;
en suma, buscan de vivir su sexualidad objeta,! obstaculizadla
pairóos padres.
Ya que el hermano está tan próximo a la herm ana, ¿qué
hay de .sorprendente que los juegos sexuales entre niños sean
tan comúnmente incestuosos ?
Creo que la frecuencia de estas relaciones infantiles esca­
pa a los educadores, cegados por su propia amnesia infantil.
En cambio, en los psicoanálisis de niños y de adultos se los
encuentra con extrema frecuencia.
Se ha dicho que la “seducción” en la infancia era la causa
de muchos males. Que se dé en un niño, o lo que es más raro,
en un adulto, la seducción deja efectivamente huellas profun­
das en la psicosexualidad, en todo el carácter.
Pq¿o parece que la “seducción”, aun en 1g infancia,,es
un arma de *dos filos. ¿No lo qpmprendió y expresó .ya Jjeu d,
efT^ía ficción del “prim er piso y de la planta baja”? que
condena la seducción a la patogenia, es mucho más la repre­
sión moral —que está implícita más o menos forzosamente en
nuestra sociedad civilizada— que la seducción en sí. Esta se­
ducción forma parte de los ejercicios preparatorios de la se­
xualidad.
Sin embargo, la seducción no sólo acarrea males por el
lado de la moral patógena. Puede perturbar la psicosexualidad
y todo el carácter por otro lado. En efecto, si la m ujer tiene
por misión biológica el ser pasiva, el hombre debe perm ane­
cer activo. Por eso, mientras que los jóvenes seductores a me­
nudo no se dañan más adelante a sí mismos — ya que la ac­
tividad seductora debe ser la parte del macho— no es muy
bueno para un varón el ser seducido ya sea por un adulto o
por otro niño, aunque éste fuera su herm ana mayor; induda-
blemente se incorporará a su sexualidad, a todo su carácter,
un rasgo de pasividad. La seducción de la niña es menos pa­
tógena, si no para su moralidad, al menos para su sexualidad
futura, siempre que la moral de los educadores no la haya
luego condenado demasiado rudam ente.
Pero mencionemos algunos casos de seducción fraternal
favora'fle' a la adaptación psicosexual, a la función erótica dé­
la mujer. Además del caso de incesto fraternal prepuberal
mencionado anteriormente, citaré aquí otros dos casos de se-
ducoión pasiva precoz de resultado feliz.
Conocí una pequeña pareja: el herm ano tenía apenas un
año más que su hermana. A pesar de toda la vigilancia, tu­
vieron lugar en la infancia los siguientes juegos: Los niños
dorm ían ambos en la misma habitación. Inm ediatam ente des­
pués que la m ujer que los cuidaba salía de la habitación, el
niño se levantaba e iba lentam ente al lecho de su hermana.
Allí la provocaba: “ ¡Te desafío a tocarlo!” (su pene) . La
niña no osaba h acerlo ... Pero él proseguía: “¡Yo me atrevo!”
Y tocaba los órganos genitales de su herm ana. Los niños te­
nían entonces respectivamente cinco y seis años.
La niña había sufrido una grave frustración edípica: el
padre prefería mucho más a su hermano. Concibió entonces
una inmensa agresión edípica, un odio al padre con todos sus
avatares. La solicitación amorosa se volvió entonces hacia la
madre, pero lai madre, m ujer normal, prefería a su hijo varón,
por lo que se produjo una nueva frustración.
No obstante, el herm ano seductor parece haber sido des­
tinado, en este-cas.Q-P.ar.ticular. a ser el salvador de la norma­
lidad de su herm anita.
En efecto los juegos no fueron nunca descubiertos. Tuve
de la m ujer adulta el relato de aquellas hazañas. Desde el
punto de vista de la función erótica esta m ujer era absoluta­
mente normal. A un largo período de latencia siguió el des­
pertar por el hombre. La función se estableció normalmente,
¡suceso raro!, desde el prim er contacto.
En este caso, el varón había hecho a su herm ana un in­
signe serviaoT le había enseñado a elaborar debidamente “SÜ
duele? * ^p F ,,£l“ am or -edípico imposible; le había enseñado a
poder, cuando es necesario, recurrir a la saludable e indispen-
■sáTzíTe infidelidad.
Veamos aún otro caso donde el rol del herm ano me es
mucho menos conocido, aunque pueda ser inferido de las reac­
ciones posteriores de la mujer. Se trata de una niña a tal
punto fijada a un padre, que por otra parte la adoraba, que
durante mucho tiempo pareció muy improbable que se casa­
ra alguna vez. Su padre la instigaba a que lo hiciera; en vano,
¡ella esperaría hasta los treinta años! Entonces se presentó un
joven encantador y ella consintió en casarse. Pero durante el
noviazgo, un buen día cambió de idea. Paciente, sin renun­
ciar, el novio que la adoraba, esperó. Era necesario, en efecto,
que el conflicto tuviera tiempo de desarrollarse.
Esta joven tenía un hermano algunos años menor que
ella. Creo que el novio debió a este hermano el conseguirla
finalmente. Ignoramos lo qué sucedió en la infancia entre la
hermana y el hermano, y seguramente ninguno de ellos lo
sabe ahora. ¿Seducción real? ¿Seducción sentimental? ¿O qui­
zás, en parte, ambas a la vez? Queda en pie el hecho que si
esta niña tan fuertem ente ligada al padre no hubiera tenido
un hermano, es muy probable que no se hubiera casado, a
pesar del deseo paterno. Es muy probable que no hubiera sido
en el m atrim onio tan plenam ente feliz como lo fue, tanto des­
de, el punto de vista físico como desde el psíquico.
Tales pueden ser los resultados felices del apego de un
herm ano en la infancia, y hasta de la seducción real por éste.
A la inversa, aun cuando la niña es seducida —siguiendo
la regla de la pasividad de su sexo— por un hermano mayor,
el resultado puede ser de lo más nefasto.
Citaré un solo caso que conozco a fondo. El análisis mos­
tró que la m ujer de que se trata había sido en su infancia
realmente seducida por un hermano mayor (caricias, sin
coito).
Los culpables fueron descubiertos y el hermano castiga­
do. El resultado fue, en la herm ana un retroceso total ante la
sexualidad. A pesar de sus muchos amantes y de una vida
sexual comenzada a los 23 años, a los 40 años esta m ujer no
había podido experim entar nunca el placer term inal con un
hombre, fuese con caricias o con el coito. Sólo la m asturba­
ción vulvo-clitorídica se lo producía a veces. M ientras tanto
el hermano prim aba en su fantasía inconsciente. Digo incons­
ciente porque el recuerdo de todos aquellos sucesos infantiles
no existía y sólo el análisis pudo reconstruirlo con gran segu­
ridad. El herm ano prim aba a tal punto, que todos los am an­
tes respondían a su tipo y que la necesidad de defender al
hermano en contra del padre experim entada en la infancia,
había sido transferida en la vida a un automatismo de repeti­
ción muy tenaz: esta m ujer debía pedir dinero a sus protec­
tores ricos —que a menudo se lo rehusaban— para sus aman­
tes pobres. (Este caso me parece aclarar de una manera inte­
resante la psicología de la niña que da al amante que ama,
lo que toma a su protector: había aquí predilección por el
herm ano “que sabe am ar”, a expensas del padre edípico a
quien no se perdona el rechazo.) El análisis, al levantar las
prohibiciones morales infantiles y al sustituir a la severa madre
prohibidora de la infancia, y el analista que analiza “más
allá del bien y del m al”, perm itió el retorno de la función eró­
tica con la transferencia preferida del “herm ano”. Esto suce­
dió después de una serie de ensayos un poco al azar de en­
cuentros, a los que el analista se guardó muy de oponer su
veto, dado el caso de hipersensibilización de la moral. La fun­
ción erótica resurgió de su larga represión absolutamente nor­
mal, vaginal. Esta mujer, sin duda muy femenina por natura­
leza, había reaccionado tanto a la seducción como a su repre­
sión de la manera plástica pasiva de la mujer, y aunque cua­
renta años más tarde, supo recuperar su función con la misma
plasticidad: caso de curación de una inhibición histérica en
una m ujer nacida por su desgracia, en el “prim er piso”.
Pero terminemos aquí esta pequeña revisión. Bastó para
mostrarnos que si el padre, según nuestro código cultural, "fío
debe iniciar a la niña en el erotismo, el hermano, aun cuan­
do tanff>óco deba hacerlo por orden de los padres, muy á me-
nudo*lo hace. Por eso es muchas veces benéfico, aporta una
corrección a la frustración edípica, enseña a su herm ana a
cambiar de objeto, a volverse hacia enamorados de su misma
edad, lo que biológicamente es deseable, ya que las generacio­
nes sucesivas deben hacer su vida de la misma manera.
La Jherm ana también puede tener con el varón un rol
análogo sustitutivo de la madre edípica, mala iniciadora en
el dominio sexual.
Pero el rol normalizador del hermano con la herm ana es
quizá más im portante aún. Desde la infancia el hermano pue­
de tornarse para ella, el macho por cuyo amor había valido la
pena aceptar todas las desventajas, todos los riesgos de la fe­
minidad.
Así, en la formación psicosexual en general, y erótica en
particular de la mujer, <■!li<in|l»ic jnr»:» su rol, con varios pa*
pelgs. E n prim er .lugar el papel del padre o quien lo susliks-
va, porque hay niñas que en su complejo de Edipo pasiva, han
visto a diversos actores asumir este. rol. Luego con los rasgos del
herm ano o quien lo reemplace, prim o o camarada, el papel
(Tel compañero a medida de la niña, muchas veces su único
iniciador real a la sexualidad objetal infantil.
Finalmente, luego del sueño de la Bella Durm iente del
Bosque, del período de latencia, aparecerá el amante o el es­
poso, $1 desflorador, con la misión de iniciar a la m ujer en
la sexualidad femenina verdaderamente adulta.
Mientras que en el dominio de la iniciación real el padre
no debe y el herm ano puede pero no debe; el que la desflo­
re debe.
El hombre aborda a la joven, Bella Durm iente del Bos­
que (excluyo aquí los casos de desfloración por un hermano
o un pequeño amigo) cuya vagina está aún cerrada por
el himen. En su psiquismo existen vías preformadoras en pri­
m er lugar por su constitución, más o menos sexuada y además
más o menos bisexual, constitución acentuada o corregida por
las vivencias de la primera infancia, los complejos de Edipo
activos y pasivos. Primero la madre, luego el padre y los her­
manos, o quienes los reemplacen, han marcado cada uno su
im pronta en la estatua y con la arcilla proporcionada por la
naturaleza, han hecho una estatua de m ujer más o menos logra­
da. No obstante, el últim o toque de la estatua será dado por el
que la desflore, por el prim er amante, esposo o no de la joven.
La importancia de éste fue siempre reconocida por la sa­
biduría popular, quien le atribuyó incluso más participación
de la que le correspondía, ya que antes del psicoanálisis se
ignoraba la sexualidad infantil preformada.
He aquí entonces a la muchacha víctima del desflorador.
La tarea de éste no siempre es fácil. El dolor no siempre
puede ser ahorrado a la mujer, y si no es demasiado intenso,
puede ser favorable a la actitud masoquista erógena, tal como
debe ser la de la m ujer en el acto sexual. Por ello puede pre­
guntarse hasta qué punto serían favorables a la adquisición ul­
terior de una función normal, las desfloraciones artificiales por
el cirujano. Quizás no habría en esto sino un retorno a una
costumbre común entre los primitivos; en los que la desflora­
ción de las niñas estaba, o está, a cargo de personajes solem­
nes. Éstos evitarían al esposo el duradero rencor femenino por
el dolor, y además por su carácter paternal satisfacían en
parte los deseos edípicos de la niña, largamente frustrados du­
rante la infancia, tal como lo señaló Freud en El tabú de la
virginidad. De una m anera u otra, una vez desgarrado el
himen, el iniciador tiene la vía libre. Es entonces cuando co­
mienza el rol iniciador del hombre.
Si por su constitución demasiado bisexual, agravada por
la manera como vivió sus complejos de Edipo (fijación clito-
rídica a la madre, rebelión contra el padre y rechazo de la
vagina) la m ujer es demasiado exclusivamente clitoridica; los
esfuerzos mas tiernos del esposo se estrecharán contra este m u­
ro. La adaptación al coito no se realizará; la m ujer sólo será
sensible a las caricias externas.
Pero si la m ujer tiene posibilidades vaginales, exclusivas
o aliadas a la erogeneidad conservada por el clítoris, el rol
del desflorador, del últim o escultor de la estatua femenina
puede ser decisivo.
Además, el hombre no debe olvidarlo nunca: en el placer
es él el único amo del tiempo. Es cierto que algunos hombres
pueden “esperar” más o menos antes del acto o durante su
curso, pero algunos ni siquieran tratan de hacerlo. Muy a
m enudo la m ujer está sensibilizada a la falta de tiempo. No
sólo porque en la mayoría de los casos necesita físicamente
de más tiempo, sino porque en el placer, tanto como en ge­
neral en el amor, siente el tiempo que se le acuerda como en
signo, una prueba de amor. Puede realmente decirse, modifi­
cando una célebre fórmula, que para la m ujer Time is love.
Las mujeres con función clitorídico-vaginal mixta, se en­
cuentran aquí en superioridad frente a las mujeres únicam en­
te vaginales. Estas últimas sólo tienen el recurso del coito, que
difícilmente puede ser reemplazado por las caricias manuales
internas. Si su función es algo lenta, habrá menos compañeros
aptos para satisfacerla. Antes de pasar al coito en cambio, las
clitorídico-vaginales adm iten los preliminares (únicas metas de
tantas clitorídicas). Éstas, a la vez que reservan el placer ter­
m inal al acto normal, someterán a una prueba menos dura
la paciencia del macho en el coito.
Todo esto significa que en el amor, el hombre debe estar
dotado de paciencia, y de paciencia erotizada.
La forma en que actúe el desflorador, el prim er iniciador,
tiene así muchas veces una im portancia decisiva. Podrá co­
rregir o agravar las privaciones que datan de la infancia. Si
no cumple su misión, el castigo será que la mujer, ávida de
amor y de placer se dirigirá a otro para que la inicie; si este
otro tampoco la cumple, a otros y otros más.
Pero volvemos a encontrar aquí la frigidez, condición na­
cida desde muy lejos y que el iniciador adulto puede, pero
no siempre modificar.
ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN SEXUAL
FEMENINA
P o d e m o s e n t o n c e s representarnos la evolución sexual de la
mujer: originariam ente la naturaleza la ha creado no total­
mente mujer, sino m ujer más o menos en gran parte con un
elemento más o menos masculino yuxtapuesto.
Estas diversas partes constitutivas se expresarían muy
pronto orgánicamente, en la forma que adoptaría desde muy
temprano la masturbación infantil. Ésta es cloacal, prim era­
mente indiferenciada en cuanto a la precisión de las zonas,
pero luego se fija más o menos exclusivamente en el clítoris
o preferentem ente en la entrada de la vulva. Una erotización
innata más o menos grande respectivamente de las dos zonas
eréctiles que el órgano genital externo de la m ujer contiene,
el clítoris o los labios vaginales, predispondría a la niña, en
cada caso, a una u otra forma de masturbación. H abría así,
según las niñas, predominancia de la masturbación convexa
o de la m asturbación cóncava, sin que nunca una u otra falte
completamente.
El clítoris tiende a empujar, a penetrar; la vagina recla­
ma una penetración. Todo esto prim eramente de manera in­
diferenciada, indefinida, vaga; ni uno ni otro órgano saben
qué debe ser penetrado ni qué debe penetrar. Pero la tenden­
cia biológica existe; hay una complacencia somática que de
antemano sale al encuentro del objeto.
En los estadios cloacales prim ita. os, en los que aun sólo
la madre reina en las necesidades y cuidados higiénicos de
la niña, ésta indudablem ente aspira, pasiva y vagamente, a las
caricias cloacales por los dedos maternos. En sus vagos deseos,
todo lo que está en relieve en el cuerpo m aterno, puede reem­
plazar al pezón succionado primitivamente.
El varón vive analmente una fase pasiva análoga, sobre
la cual se edificará en el hombre homosexual el componente
feminoide que le perm itiría ser pederasta.
Excitado en prim er lugar por los cuidados maternos, el
clítoris tiene una larga prehistoria. Pero cuando la actividad
fálica llega a reemplazar regularm ente la pasividad cloacal y
la pasividad fálica primitivas, la tendencia a penetrar se su­
perpone a la de ser penetrado. La niña vive entonces su fase
sádico-fálica más o menos acentuada según el caso, a la que
debe poner fin la transformación propiam ente femenina del
sadismo en masoquismo, siempre fálico al principio pero que
finalmente lleva a la libido a las zonas labiales vaginales, cón­
cavas. Creo que es desde esta fase edípica pasiva, cuando se
decide la orientación que tomará el erotismo de una mujer:
los menstruos, al pasar por la vagina no harán más que con­
firm ar una forma de erogeneidad que ya existía.
En el varón la fase fálica debe persistir y devenir la fase
genital, que corresponde al órgano viril.
En cambio parece que en los casos femeninos ideales el
clítoris, ese pequeño falo de la m ujer deba tener el destino
de los órganos temporarios que, como el timo, después de
haber tenido un rol transitorio, deben sucumbir a la involu­
ción cuando junto a ellos la evolución ha desarrollado otro
órgano para cum plir una función análoga y al cual será en­
comendada la función adulta.
Pero puesto que el clítoris y la vagina existen desde el
comienzo, no creo que la niña pueda ignorar totalmente la
vagina cuando se masturba. Esta ignorancia queda reservada
al varón. Como me imagino, los pequeños dedos femeninos
no pueden evitar deslizarse en el pequeño abismo junto al
clítoris. Tampoco puede la niña dejar de alegrarse o de asus­
tarse más o menos por su existencia, según que el orificio
vaginal esté más o menos erotizado de antemano, según que
la niña sea más o menos femenina constitucionalmente o que
proteste más o menos virilmente, vitalmente, contra esta he­
rida, este agujero.
No debemos olvidar que todo lo que acabamos de indi­
car, este prólogo biológico-infantil a la sexualidad adulta,
puede actuar durante más o menos tiempo, sólo como forma
de placer prelim inar. Como las zonas pueden sustituirse más
fácilmente la una a la otra, la libido es en este momento, más
lábil, más apta para tomar uno u otro camino.
Siendo ambas primordiales, la zona clitorídica o la zona
labio-vaginal pueden secundariamente, acentuarse, tomar la
im pronta excitante o inhibitoria que le dan los hechos ex­
ternos. Así es como los adultos, la madre, el padre, hasta los
hermanos o hermanas o quienes los sustituyen en la infancia,
todos aquellos grandes o pequeños dioses, pueden contribuir
a trazar la vía de la futura sexualidad de la mujer.
Pueden hacerlo de dos maneras: en forma real, sensual,
por seducción, a la que ningún niño escapa totalm ente, ya
que por lo menos para lavarlo, alimentarlo, acariciarlo, la
madre lo toca. Pero la im pronta se marca aún en forma ficti­
cia, no sólo por las sensaciones sino también por los senti­
mientos que le inspiran los seres que rodean al niño por sus
propias reacciones sentimentales. Y los sentimientos, junto con
las representaciones a las que den lugar, los “engramas” pre-
formadores, contribuyen en la m ujer a hacer aceptar o recha­
zar su feminidad, con todas las fantasías de entrega, de pene­
tración erótica aceptada o rechazada que la femineidad com­
porta.
Pero un día, más o menos pronto, según los casos, la niña
alcanza el orgasmo, ya sea por influencia de la seducción o
sola.
Cuando lo obtiene sola, es evidente que la orientación
preexistente de la sexualidad —fantasías incluidas— la mayor
o menos acentuación erógena de una u otra zona, deben ape­
lar aquí o allá al contacto, a la caricia. Pero cuando la m ujer
aprende el orgasmo, lo que a m enudo sucede por medio de
alguna seducción, entonces la forma de esta seducción puede
llegar a su vez a influir sobre todo lo que ya existía. Por
cierto que si en las casos muy acentuados de clitoridismo o
de vaginalidad, la seducción se dirige a la zona menos sen­
sible, simplemente no tendría influencia. Pero en los casos
clitorídico-vaginales mixtos, la seducción clitorídica podrá in­
dudablem ente perturbar o simplemente retrasar el estableci­
miento ulterior de la función vaginal, que sin ella se hubiera
realizado directamente.
Sobre estos diversos cimientos superpuestos se edifica la
sexualidad de la mujer. La constitución está abajo; la vida
se construye por encima. Finalmente aparece el edificio psico-
sexual femenino, con sus grandes variedades, variedades más
multiformes aún que las que podrían afectar la sexualidad del
hombre, centrada como lo está alrededor del falo, órgano
altamente diferenciado para la función erótica masculina.
Perspectivas Evolucionistas
CA PÍTULO I
LAS ADAPTACIONES ALOPLÁSTICAS Y
AUTOPLÁSTICAS
a) N o r m a l id a d y salud

No d e b e c o n f u n d ir s e nunca norm alidad y salud. En las varie­


dades que asume la psicosexualidad de la m ujer —como por
otra parte la de todo ser hum ano— están incluidas muchas
posibilidades de sufrimiento pero también de satisfacción. Una
salud psíquica norm al puede coexistir con desviaciones nota­
bles de la norma ideal del instinto.
Recordaremos aquí la gran distinción establecida por
Freud en su ensayo La sexualidad femenina, entre tres tipos
principales de mujeres que pueden llamarse aceptadoras, re-
nunciadoras y reinvidicadoras.
En las aceptadoras la salud psíquica coincide al máximo
con la norm alidad: son las mujeres vaginales, amantes o ma­
dres, que han adoptado su femineidad de las mejor manera.
En las renunciadoras puede verse a veces que la renuncia
a la sexualidad coexiste con la salud: tal es el caso de ciertas
vírgenes en las que la libido muy sublimada parece saturada
por una intensa actividad social. Pero en otros casos la renun­
cia es mal tolerada, la neurosis estalla y sólo un análisis podrá
perm itir a la mujer, ya sea reconciliarse con su renuncia al
precio de una actividad social de la que hasta entonces care­
cía pero instaurada ahora; ya sea —lo que es más simplemente
instintivo— reconciliarse con el ejercicio de su sexualidad real
hasta entonces negada.
De las reivindicadoras hemos hablado más que de las
otras. Aquí las consideramos primero en sus subgrupos, y habla­
remos en prim er lugar de las homosexuales, en las que la pro­
testa viril puede manifestarse al máximo.
Cuando el yo de la homosexual ha acentuado plenamente
su hábito psicosexual, su forma de satisfacción erótica, la
salud puede coexistir con esta “anom alía”. Pero si el sufri­
miento acompaña a la elección homosexual compulsiva del
objeto, un tratam iento analítico está indicado. Como ya lo
hemos señalado, las reivindicadoras clitorídicas con marcado
complejo de masculinidad pero con elección de objeto hetero­
sexual, pueden soportar su frigidez de maneras distintas. Pue­
de decirse que su debilidad reside en el coito normal. O se
adaptan al coito, o se jactan de él, o sufren por él. Según los
casos, tiene una salud psíquica más o menos completa, o más
o menos lesionada.
Pero los organismos vivos tienden a adaptarse a su medio,
ya sea en forma aloplástica, tratando de modificarlo o de ele­
girlo en función de sí mismos; ya sea en forma autoplástica, es­
forzándose en modificarse a sí mismos en función del medio.
Un psicoanalista comprueba a diario la fuerza de lo nervioso,
de lo psíquico, para modelar lo funcional. Las mujeres clito­
rídicas heterosexuales (tan interesantes desde el punto de vista
de la bisexualidad y de la inadaptación al medio, constituido
aquí por los compañeros m asculinos), nos ofrecen m ateria de
observación particularm ente instructiva en lo relativo a las
tentativas de adaptación tan pronto aloplásticas como auto-
plásticas, de un organismo individual —pero no de una raza-
ai medio.

b) La a d a p t a c ió n a l o p l á s t ic a : l o s h o m b r e s EN ESPEJO.
En prim er lugar, lo que tantas veces perm ite a estas m u­
jeres soportar su destino, bastante duro en el fondo, es la
pasividad, el masoquismo característico del sexo femenino,
que se encuentra aun en estas mujeres. Luego vale la pena
prestar atención a otro hecho, igualmente de orden bisexual,
y que proviene de ciertas cualidades de los objetos amorosos
que pueden presentarse a estas mujeres.
Vista la evolución de la libido cuyo cuadro hemos esbo­
zado, gran número de hombres retiene, por su parte, muchos
rasgos feminoides. Estos hombres, fijados en parte a la fase
cioacal-fálica, presentan una exclusión parcial del falo en su
propio cuerpo; a veces presentan incluso una acentuación de
la zona periclóacal, sin dejar de tener a la m ujer como obje­
to, por lo menos algunas veces presentan ligeras perturbacio­
nes de la potencia. Pero el hombre que psíquicamente no se
ha asido con fuerza a la posesión de su propio falo, no ha
suprimido el falo en el otro sexo tan radicalmente como el
hombre muy viril. En el insconsciente de estos hombres la m u­
jer fálica, propia de la imaginación infantil de todos los va­
rones, sobrevive con particular intensidad.
Además, ya de hecho, el clítoris de la m ujer es un pe­
queño pene, un falo en m iniatura. Estos hombres, aunque
hayan llegado a ser viriles en su comportamiento activo, inte­
lectual, social y aun psicosexual, son inconscientemente ado­
radores del falo de la mujer. Para otros hombres más decidida
y exclusivamente viriles, el clítoris se vuelve poco atrayente;
pero para estos hombres nada resulta más agradable que los
juegos con el clítoris de la m ujer concomitantes o prelim ina­
res al acto.
Es así que, las mujeres clitorídicas con un seguro instinto,
que les perm ite sastisfacer su erotismo fálico, atraen y ligan a
ellas a este tipo de hombres, que la civilización tiende a m ul­
tiplicar en vista de los obstáculos que pone a la evolución
sexual normal y que favorecen las detenciones y las regresio­
nes de la misma.
En esta forma de compensar la inadaptación sexual feme­
nina con una inadaptación sexual masculina en espejo, pode­
mos observar una tentativa de adaptación aloplástica, bastante
lograda.
Pero sería injusto decir que sólo esta clase de “hombres
en espejo” se preocupan de satisfacer a las mujeres clitorí­
dicas.
El hombre de nuestras civilizaciones occidentales, por el
sólo hecho de su extremada cerebralización, sabe que muchas
mujeres prefieren el juego con el clítoris a la simple penetra­
ción. Aun, sin que su propia dosis de sexualidad feminoide
sea muy acentuada, y siendo él mismo muy viril, el hombre
“civilizado” cuando ama, se adapta a los deseos de la mujer.
En efecto, el hombre “civilizado” cuando ama, es menos egoís­
ta de lo que generalmente se cree, su necesidad de compartir
el placer y de una identificación amorosa con la mujer, hacen
que se preocupe por su compañera, y así las mujeres clitorí­
dicas pueden encontrar en un hombre que las ame bastante
como para satisfacerlas, una compensación para su enferme­
dad funcional.
Sin embargo, hay numerosas clitorídicas que sufriendo
esta inadaptación, hacen de ello un desafío de superioridad.
Cualquiera sea la satisfacción que tengan estas mujeres, que
Abraham ha descripto tan bien, como pertenecientes al tipo
de aquellas que han reaccionado por la “venganza” frente al
complejo de castración, cualquiera sea el placer que puedan
experim entar engañando al hombre con su frigidez, probán­
dole que él no puede y que frente a ellas es en cierto modo
impotente, debemos decir que en esto las engañadas son ellas
y en mucho mayor grado que el hombre. Al lado de estas
mujeres, se encuentran otras que a pesar de su virilidad, son
bastantes mujeres como para no desear ser distintas, son dema­
siado viriles para satisfacerse con el coito normal y demasiado
femeninas para no sufrir profundam ente por ello. Porque se
puede tener una parte masculina y ser muy m ujer al mismo
tiempo. El drama de estas mujeres es muy doloroso cuando
se encuentran fijadas como objeto de amor, a un hombre de­
masiado masculino para adaptarse a sus deseos clitorídicos, lo
que puede sucederles con facilidad cuando la parte femenina
que en ellas coexiste con lo masculino, es mucho mayor.
En estos casos se impone una modificación, una adapta­
ción autoplástica.

c) La a d a p t a c ió n a u t o p l á s t ic a : l a c e n t r a l ,
EL PSICOANÁLISIS.
La verdadera modificación, la verdadera adaptación auto-
plástica, sólo será lo que podrá rehacer, aunque tarde, la evo­
lución que faltó en la infancia y que fue desviada en la pu­
bertad.
La vida por sí misma, lo logra muy raram ente en la ver­
dadera m ujer clitorídica. Porque, a diferencia de las mujeres
frígidas por represión histérica de una evolución cloacal y
de una vaginalidad rechazada —en las cuales la sexualidad
norm al puede repentinam ente surgir—, en estos casos de fri­
gidez por acentuación fálica excesiva y por desaparición del
erotismo cloacal concomitante, resulta muy difícil que puedan
ser influenciados por los hechos de la vida. Aun cuan­
do es de naturaleza histérica, generalmente son rebeldes a las
psicoterapias comunes sugestivas.1 Sólo el psicoanálisis está
capacitado para influenciarlas, y en los casos en que la fija­
ción y las prácticas clitorídicas son muy antiguas, la tarea
es muy difícil.
La dificultad en este terreno, se encuentra en saber cuán­
do ha dado el análisis todo lo que puede. La fijación de la
libido al clítoris de la mujer, como todos los fenómenos psi-
cosexuales, está condicionado por la constitución bisexual y
por los hechos de la vida infantil y adulta que la obstaculizan
o la favorezcan. Si el análisis, remontándose desde los hechos
actuales hasta los infantiles, consigue hacer desaparecer la fi­
jación clitoridica exclusiva y hace aparecer la sensibilidad
vaginal, el trastorno de la evolución se ha corregido y pode­
mos decir que el análisis (que en estos casos habrá abarcado
todo el conjunto de síntomas y toda la personalidad), es un
éxito. Pero si, a pesar de los progresos en los descubrimientos
teóricos y a pesar del análisis profundo, en particular el de
las primeras fijaciones fálicas a la madre, se encuentra que las
zonas erógenas no se han modificado, o que no lo han hecho
en forma suficiente para perm itir una satisfacción plenamente
norm al en la unión de los sexos, ¿cuál debe ser la actitud del
analista?
¿En qué momento puede decirse que ha sido alcanzada
la frontera infranqueable de lo biológico, como sucede en
ciertos casos de homosexualidad; es que acaso no es posible
creer en la existencia de un fragmento de territorio psíquico,
no conquistado aún?
Las sorpresas terapéuticas logradas al finalizar el análisis,
deben animarnos en la cura de estos casos, a realizar prolon­
gados y perseverantes esfuerzos. Se sabe que el análisis de las
perversiones en general es largo, y la analogía de la frigidez
femenina por fijación clitoridica tenaz, con una “perversión”
l El Dr. Paul Sollier me dijo, en el año precedente a su muerte,
que en el transcurso de su larga carrera de psicoterapeuta, no había te­
nido la ocasión de observar la transformación de una mujer clitoridica,
en una mujer vaginal.
no se le escapará a ningún analista. Y a la inversa de la
represión histérica genital total, ¿no tiene en común con la
perversión la posibilidad de desplazar la libido hacia una vía
lateral, esta vía que es colateral para la mujer, no será la vía
central de desplazamiento de la libido hacia el todopoderoso
falo? Sólo hay que resignarse tardíam ente a adm itir que, en
los casos de semiéxito terapéutico en estos tipos de frigidez, se
ha tropezado con el muro infranqueable de lo orgánico.

d) O t r a t e n t a t iv a d e a d a p t a c ió n a u t o p l á s t ic á :
LA PERIFÉRICA, LA OPERACIÓN HALBAN-NARJANI.
Cuando comencé a interesarme por el psicoanálisis, se
presentaron en mi espíritu los problemas de la psicosexualidad
femenina, sustentados por la confidencia de muchas mujeres.
Estaba sorprendida por el gran número de mujeres cli-
torídicas, y me preguntaba cuál sería la causa de esta anoma­
lía tan frecuente. Tuve la idea de buscar si había algo en la
anatomía genital de ellas que pudiera sustentar sus deficientes
reacciones eróticas, y con la colaboración de algunos médicos
que quisieron ayudarme en esta búsqueda, pude observar ana­
tómicamente y a la vez interrogar a un gran número de m u­
jeres, tanto en París como en Viena.
He aquí lo que pude sacar en conclusión de esas obser­
vaciones: el grosor del clítoris parece no tener gran impor­
tancia, pero sí la distancia entre el clítoris y el meato urinario.
Es muy variable en las mujeres, oscila entre 1 y 4 centímetros,
y las mujeres en que el diámetro es mayor, tienden a ser cli-
torídicas. Publiqué el resultado de estas observaciones en abril
de 1924, en el Bruxelles Medical, bajo el seudónimo de A. E.
N arjani.2 Esta publicación fue prem atura, porque pude com­
probar que la frigidez por fijación clitorídica también se pro­
duce en las mujeres en que la distancia es corta, y que las
distancias mayores son a veces compatibles con una sensibili­
dad vaginal normal. Yo le atribuía un rol demasiado central
en las realizaciones eróticas, al acercamiento del clítoris a la
2 Considérations sur les causes anatom iques de la frigidité chez
la fem m e (Bruxelles-M édical, abril de 1924). Artículo que no he repro­
ducido en esta recopilación por considerarlo preanalítico y erróneo.
zona vaginal y, por así decirlo, a la utilización vaginal del clí­
toris. Pero a pesar de todo, se puede deducir de estas observa­
ciones que, generalmente, las grandes distancias meato-clitorí-
dicas no son favorables a la transferencia norm al de la sensi­
bilidad del clítoris a la vagina, como si hubiera que, franquear
una zanja muy grande. Esta gran distancia puede considerarse
como un verdadero estigma de bisexualidad.
Entonces tuve una idea de que se podría intentar, en
algunas mujeres con distancia meato-clitorídica extrema y
fijación clitorídica tenaz, un acercamiento clitorídico-vaginal,
favorable a la función erótica normal, por medio de una
intervención quirúrgica. El profesor H alban, de Viena, biólo­
go y cirujano, se interesó por el problema y puso en práctica
una técnica operatoria simple (sección del ligamento suspen­
sorio del clítoris, fijación del clítoris a los planos profundos
y su fijación por debajo con acortamiento eventual de los
pequeños labios) .3
El resultado de cinco intervenciones de este orden fue
muy interesante desde el punto de vista psicosexual. Desgra­
ciadamente, dos de los casos se perdieron de vista. Otro cons­
tituyó un fracaso: la mujer, una divorciada de 35 años que
hacía vida m arital con un amante desde mucho tiempo atrás,
demasiado tarde se mostró furiosa por haberse dejado operar,
evidentemente sin gran perjuicio pero sin éxito. Ella había
logrado satisfacción dos veces en la relación normal (decúbito
dorsal) cuando la herida, que todavía no estaba cerrada se
le infectó, movilizando temporalmente el masoquismo feme­
nino esencial. Cuando la herida cicatrizó, ella debe haber vuel­
to a la posición que ya la había satisfecho con anterioridad:
de rodillas sobre el hombre que está acostado de espalda.
U n corto análisis, mostrará que esta mujer, había espera­
do que por medio de la operación el cirujano padre le diera
el pene soñado. El complejo de virilidad de esta mujer era
demasiado fuerte.
En los otros dos casos el resultado fue más favorable sin
llegar a ser decisivo: se logró una erotización vaginal con po­
sibilidad de excitación que antes no existía en el coito normal.
Sin embargo, la obtención del orgasmo en el acto norm al (de­
3 V er H a lb a n , Gynakologische Operationslehre, 1932.
cúbito dorsal) no se establece de golpe regularmente y puede
estar sujeto a grandes intermitencias. El clítoris sigue siendo
la zona erógena dominante.
En estas dos mujeres (una, récién casada de 25 años, y la
otra casada dos veces, la prim era vez a los 20 años y la segun­
da a los 35 años, en ese momento tenía 40 años), coexistía una
actitud femenina acentuada, con un complejo de virilidad, a
la inversa del caso precedentemente citado; y es sin duda esa
actitud la que perm itió, como una réplica de lo que sucede
normalmente, la utilización femenina de una fuerza mascu­
lina, es decir, en este caso, la utilización vaginal del clítoris.
Por consiguiente sólo en casos muy escogidos y psicoana-
líticamente explorados, podrá intentarse una intervención de
este tipo. Porque el límite de su éxito está trazado por la fuer­
za de la “estereotipia dinám ica” del sistema nervioso central,
que erotiza electivamente el clítoris y las prácticas que apun­
tan a ello y excluyen correlativamente a la vagina. Los resul­
tados de la intervención son problemáticos.
El psicoanálisis cuando llega a sus fines sin esta ayuda
sangrienta, es una solución más segura y más elegante, m ien­
tras los trastornos del instinto, que son puram ente psicofisio-
lógicos, esperan que se posean las hormonas, que si bien no
se han hallado pueden hallarse, que perm itan cuando sea ne­
cesario virilizar al hombre y feminizar la m ujer y sus respecti­
vas zonas erógenas y su psiquismo.
LAS MUTILACIONES FISICAS DE LAS MUJERES
EN LOS PRIMITIVOS 1 Y SUS PARALELOS
PSIQUICOS ENTRE NOSOTROS
Es in t e r e s a n t e comprobar, que tanto en la antigüedad como
en nuestros días, pueblos enteros practicaban y practican ope­
raciones sangrientas en los órganos genitales externos de la
mujer, pero que a la inversa de la operación Halban-Narjani,
generalmente, no son proclitorídicas sino anticlitorídicas.
La extensión de esta práctica no alcanza a ser tan común
como la de la circuncisión masculina. Pero se sabe que los
egipcios de otros tiempos y los actuales, los abisinios y muchas
poblaciones del Este, como así tam bién del Oeste de Africa,
practican en las niñas la clitoridectomía, sin hablar de la cruel
infibulación de Somalis (el cierre de la vagina de las niñas,
después de la ablación de los pequeños labios y del clítoris,
que sólo el esposo volverá a abrir con su sílex, su cuchillo o su
pen e).
M ientras que el sentido de la circuncisión masculina, que
después de Freud apareció bastante claro, y en §1 que se puede
reconocer una atenuación de la castración cultural, una espe­
cie de castigo por los deseos incestuosos, un rescate que per­
m itía a los jóvenes de las tribus primitivas en la pubertad
la entrada a la sociedad de los adultos y a la vida sexual de
los “grandes”, que siempre era acompañada de variados ritos;
l A pesar de las objeciones que hacen algunos etnólogos y soció­
logos a este término, lo he conservado porque me parece que es el mejor
comprendido por todos, y no veo el interés en cambiarlo, por ejemplo,
por el de arcaico. La palabra adecuada está aún por encontrarse y
hacerse aceptar.
el sentido de las mutilaciones infligidas a la niña no aparece
muy claro.
Freud pensaba que, el hecho de que tribus enteras le
cortaran el clítoris a las niñas, era una tentativa de feminizar
a la m ujer quitándole el principal vestigio de su virilidad.
Freud me dijo un día que estas operaciones, tenían por fin
lograr la castración biológica de la mujer, que la naturaleza
para estas tribus, no había realizado completamente.2
Tam bién me dijo que la misma tendencia al logro de la
feminidad de la m ujer, pero transferida al pie, que es un
símbolo fálico especialmente en los fetichistas, podríamos en­
contrarla en la China con el aplastamiento y encogimiento
del pie de esas mujeres. Las mismas a las que la madre en
la infancia, abre la vagina para efectuar limpiezas internas
casi rituales, por lo que hay regiones enteras de China en las
que no es posible encontrar mujeres “vírgenes”.3
Podría preguntarse hasta qué punto, la sobredetermina-
ción de todos los actos humanos, autoriza a decir qüe este rito
está orientado sólo por el deseo de feminizar al máximo a la
mujer.
Félix Bryk pensaba en el Neger Eros casi como Freud.
Esto sería así, si pudiera atribuirse la inspiración de esas ope­
raciones a las mujeres viejas que están animadas por celos
edípicos contra las jóvenes.
2 Próximas a estas prácticas en la mujer, se encuentran las de
ablación del mamelón en los hombres de algunas tribus. El profesor
C e r u l l i escribió al respecto: “Las tribus que practican la ablación del
mamelón en el hombre son los Djanjéro que habitan en el alto valle
del Orno Bottego”, Yo he presentado las informaciones sobre los Djanjéro
en Etiopia Occidental, vol. II, pp. 13-23, y mapa: Le Populazioni ed il
Languagio dell’Etiópia, referido a los Djanjéro sobre su costumbre de
cortarse los senos me dijeron: "Lo hacemos porque no queremos pare­
cemos en nada a las mujeres”. El viajero (francés) B o r e l l i , que estuvo
explorando la Etiopía meridional, señaló en su Journal de voyage, con
fecha 2 de enero de 1888: “Mi Zingéro volvió con uno de sus compa­
triotas que como él, tenía los senos cortados. Los dos aseguraron, una
vez más, que era una práctica general inspirada en el desprecio por las
mujeres”. Un hombre no debe parecérseles en nada, dijeron los dos a
la vez”.
Es casi la misma respuesta, palabra por palabra, que nos dieron
cuarenta años después.
3 P l o s s und B a r t e l s , Das Weib (La mujer), 1927.
Además, cuando se pregunta a los pueblos que practican
la clitoridectomía, la razón de ello, la única respuesta que se
obtiene es la de la conformidad con las costumbres. Por lo
tanto se puede decir que tiene por fin, o de suprim ir algo
“feo”, o de poner un freno a la licencia sexual de las niñas.
La clitoridectom ía aparece entonces como una castración “eul-
tural” impuesta para provecho del propietario, por los padres,
los esposos de la tribu.
Puede ser que todas estas motivaciones actúen a la vez.
Pero se plantea otra cuestión aparte de las motivaciones de la
clitoridectomía. Nos referimos al resultado fisiológico funcio­
nal, al éxito psicosexual de ella.
¿Es de origen biológico? ¿Tiene razón Freud?
El hombre, cortando el clítoris a la mujer, que constituye
un vestigio fálico, ¿tiende en prim er lugar a “femineizarla”
al máximo, quemándole las naves, para obligar a su libido a
seguir el único camino que le queda o sea el vaginal? Enton­
ces tendríamos que investigar si esta intervención en general
está coronada por el éxito.
¿Las mujeres africanas y tam bién las australianas que to­
davía son más “primitivas”, deben ser consideradas más vagi­
nales” que sus hermanas europeas, a las que se le ha dejado
el clítoris? Vemos que es necesario abarcar un amplio campo
de estudios para poder contestar esta pregunta. Hasta el pre­
sente nos faltan todos los elementos de la respuesta, que yo
sepa ningún etnólogo se ha ocupado en buscarlos.
Se dirá que hay muchos blancos que tuvieron relaciones
sexuales con mujeres a las que se le hizo esta operación. Por
mi parte, conozco a varios de ellos. Sus declaraciones con res­
pecto a la sensibilidad erótica de estas mujeres, son contradic­
torias: unos dicen que son de una frigidez total y otros las
embellecen con una sensibilidad interior. La verdad de estos
testimonios está desprovista de todo valor objetivo, porque el
hombre en lo que respecta al erotismo de la mujer que él
posee, es un mal observador, en parte porque en ese momen­
to no tiene la sangre fría que reclama la observación cientí­
fica; y por otra parte porque la m ujer en todos los climas,
es la gran simuladora, la embustera por excelencia, y la em­
bustera interesada, porque el hombre exige de ella, a despe­
cho del placer compartido, el simulacro de este placer.
Según M. de La Palisse, la observación del comportamien­
to, es decir el estudio “behaviorista” del órgano femenino está
plagado de incertidum bre, a la inversa de lo que sucede con
el orgasmo masculino. Un hombre no puede hacer como si
eyaculara, ni tampoco simular una erección, que es lo que
necesitamos para conocer la calidad de su placer. Pero en la
mujer, si bien puede comprobarse la erección clitorídica, resul­
ta muy difícil inferir el orgasmo clitorídico por su compor­
tamiento. En cuanto al ofgasñTO vaginal, a pesar de las con-
TPWtiones^que pueden acompañarlo o precederlo, resulta más
difícil de confirmar desde el punto de vista “behaviorista”.
La misma confusión se establece para los dos tipos de orgas­
mo en relación con las secreciones de las glándulas de Bartho-
lin, que bien pueden precederlo. Por lo tanto, para conocer
el orgasmo y las reacciones eróticas femeninas en general, es
necesario pasar por el inevitable rodeo psicológico: es necesa­
rio que la m ujer consienta en hablar y diga la verdad. Esta
condición se aplica a todas las mujeres, a la m ujer blanca de
nuestras civilizaciones, y a la m ujer operada del continente
negro. Pero si la m ujer blanca, después del advenimiento del
psicoanálisis, ha dejado traslucir algunos de sus secretos, la
negra todavía no ha hablado.
Sin duda ella hablará con las mujeres, porque el hombre
que la oprime y del que ha sido secularmente la esclava la
intim ida demasiado, y más aún si pertenece a la raza extran­
jera de rostro blanco. Tendremos por delante un gran trabajo
para ganar su confianza, para establecer lo que diríamos una
“transferencia positiva”, trabajo en el que sería condición pri­
mordial el conocimiento de la lengua indígena. Además, para
poder juzgar será necesario hacer una examen ginecológico
externo, para conocer el carácter total o fragmentario de la
operación y confrontar, en cada caso, la respuesta funcional
con la anatomía. Por lo tanto, se podría y hasta se debería
dividir el trabajo entre dos investigadoras. Y para poder llevar
a cabo estas dificultosas búsquedas serán necesarios conoci­
mientos etnográficos, lingüísticos, ginecológicos y psicoana-
líticos.
A la espera de que estos trabajos puedan algún día rea­
lizarse, podemos hacer conjeturas sobre los resultados que se
podrían obtener de los mismos con la condición de que nunca
se pierda de vista que sólo son hipótesis. Fuera de los casos
en que la escisión imperfecta del glande clitorídico, en los
cuales, en parte puede persistir la sensibilidad, yo imagino que
los resultados fisiológicos funcionales biológicos no pueden
ser unívocos. Estos resultados serán diferentes dado que, la
mujer, constitucionalmente y por los hechos de su prim era
infancia (que según Freud son menos decisivos en los seres
primitivos y que son menos reprimidos por nosotros), es más
o menos bisexual.
En las vaginales, la operación no puede cambiar mayor­
mente la capacidad orgástica que posee. En las clitorídicas,
según la fuerza del bloqueo libidinoso clitorídico, el resul­
tado puede suprim irla totalm ente sin ganancia libidinosa va­
ginal, o no cambiar en nada las posibilidades orgásticas ex­
ternas.
Apoyando esta últim a posibilidad, podría citar los casos
tan conocidos de clitoridectomía practicados en Europa, a cau­
sa de una masturbación infantil puberal excesiva. Es sabido
que hace cincuenta años, los cirujanos europeos no se privaban
de usar este medio. Y las niñas y las adolescentes continua­
ban masturbándose, tanto como antes. Podría preguntarse aquí
si esa masturbación se realizó con un orgasmo term inal, por­
que justam ente los casos de ninfom anía y de masturbación
proseguida durante horas, se producen porque no consiguen
llegar al orgasmo.
Me considero autorizada a creer en la falta de cambio, en
lo que respecta a las posibilidades orgásticas de estas mastur-
badoras tenaces, por haber observado el siguiente caso. (Con
posterioridad, en 1941, he visto otros en Á frica).4
En 1929, en la clínica neuro-psiquiátrica de Leipzig, pude
observar, gracias a la solicitud del Dr. W eigel y de la Dra. Hup-
fer, a una mujer de treinta y seis años afectada de onanismo
compulsional (casi quince veces por d ía ). Estando casada,
ella misma había pedido ser operada. En efecto, hacía dos
años se le habían cortado los nervios de la región genital,
unido los pequeños labios y el clítoris y sacado las dos trom ­
pas y los ovarios. Pero ella continuaba masturbándose sobre
4 Ver notas sobre la escisión en Psychanalyse et biologie, Paris,
P.U.F., 1952.
la cicatriz con la misma frecuencia y en la misma forma com-
pulsional. La masturbación se efectuaba sin disminución de la
sensibilidad clitorídica y sin ganancia de sensibilidad vaginal,
la que faltaba totalmente en las relaciones con su marido. Me
dijo que solamente dos veces, y estando un poco ebria, había
logrado gozar debidamente en la relación normal.
Es verdad que en estos casos, en que el triunfo de la “es­
tereotipia dinám ica” del sistema nervioso central es sorpren­
dente (esta m ujer continuaba sintiendo su clítoris, como los
mutilados sienten sus brazos o sus piernas am putados), cons­
tituyen una excepción por la intensidad de la fijación tenaz
de la libido. Podríamos preguntarnos si en los casos de cons­
titución mixta, clitorídico-vaginal, la escisión del clítoris pue­
de ayudar a la elección de la vagina como zona erógena do­
m inante, teniendo en cuenta el mayor o menor espíritu de
docilidad o desafío de la mujer.
Pero encaremos el problema en su otro aspecto, el que
concierne no al éxito fisiológico funcional, sino a su resultado
cultural.
Me parece probable que un elemento de represión de la
sexualidad femenina se combine con las intenciones más o
menos inconscientes de esta intervención quirúrgica. En efecto,
bajo todos los climas, el hombre desea tener una compañera
erótica lo más femenina posible (de ahí su tendencia a “fe-
minizar” a la mujer sacándole su pequeño falo) y por otra
parte, existe también su deseo de poseer una “esposa casta”
que no tenga deseos hacia otros objetos de amor, de ahí su
tendencia a atenuar el deseo sexual femenino cortándole el
clítoris. Esta últim a tendencia masculina coincide con la de
las viejas mujeres envidiosas de la juventud, en las que el
hombre de las sociedades primitivas encontró una eficiente
ejecutora de sus prescripciones mutiladoras.
De acuerdo con nuestras hipótesis, podríamos establecer
un paralelo relativo a las diferentes maneras en que las niñas
primitivas pueden reaccionar frente a la clitoridectomía, y los
grupos establecidos por Freud, según las diversas maneras en
que nuestras niñas reaccionan frente al complejo de castra­
ción.
A nuestras aceptadoras psíquicas corresponderían las ni­
ñas primitivas que aceptaron la escisión real, que con anterio­
ridad al nacimiento o por evolución han sufrido la involución
psicosexual del clítoris y el bloqueo erótico de la vagina, es
decir, que han aceptado la castración biológica de la mujer,
que la escisión viene a confirmar. Hay también en este cua­
dro, mujeres que son muy mujeres, amantes o madres vagi­
nales, que están satisfechas de su destino femenino, ya hayan
conservado como entre nosotros su clítoris, o bien como en
África, hayan perdido este órgano superfluo.
A las renunciadoras de nuestras civilizaciones correspon­
derían las niñas primitivas de tipo clitorídico, a las que al
quitarles su pequeño falo, completando así la cruel obra de
la naturaleza, se las coloca en desventaja con respecto al hom­
bre, renuncian, por así decirlo, a toda satisfacción erótica ter­
minal, a pesar de sus acercamientos con el hombre, a los cuales
las mujeres primitivas no pueden sustraerse como nuestras
vírgenes persistentes. Estas mujeres hubieran encontrado un
medio de renunciar a su erotismo, si hubieran podido eximirse
de dar al hombre su placer, pero han sido violentadas y for­
zadas. Correspondería más exactamente a lo que entre nos­
otros son las mujeres frígidas persistentes totales que renun­
ciaron, no al hombre, pero sí al clítoris, sin adquirir por ello
sensibilidad vaginal.
Este últim o grupo correspondería al de nuestras reivin-
dicadoras, que tienen un potente complejo de virilidad, una
bisexualidad acentuada y un clítoris que trata de defenderse,
sería el tipo de “m ujer de Leipzig”, que a pesar de la escisión
conservaría la sensibilidad erógena ubicada fálicamente sobre
la cicatriz, su libido clitorídica rehusaría dejarse destronar de
su posición fálica y tomar el camino interior de la vagina. Se
observaría una actitud análoga a la de las mujeres obstinada­
mente clitorídicas de nuestra civilización a pesar de la abla­
ción del glande clitorídico, y desafiándola.
Si tal es el caso, se vería que las diferentes reacciones fe­
meninas frente al complejo de castración, reacciones que son
paralelas en las primitivas y en nuestras mujeres, reflejarían
fielmente la doble naturaleza del complejo de castración de
la mujer.
En el hombre, el complejo de castración es principalm en­
te cultural, ya que no es biológico y no consiste en la real
exclusión del falo, contra lo que el hombre normal protesta­
ría violentamente: al efectuar las mutilaciones rituales, el hom­
bre se ha limitado a las del prepucio o zonas adventicias, de­
jando subsistir la función fálica, tal es el caso de los austra­
lianos centrales, a pesar de la subincisión.
Pero en la mujer, la m utilación ritual, ataca al órgano
erógeno mismo: im itando a la naturaleza que lo ha tronchado,
la mano hum ana corta el falo femenino. Por lo tanto, un sen­
tido cultural se superpone al biológico de la mutilación ri­
tual, es necesario ver que un deseo de represión de la sexua­
lidad femenina se une a la sobrefemenización, lo que equiva­
le a decir que las intenciones profundas e inconscientes de la
escisión revelan la doble naturaleza del complejo de castra­
ción femenino, que es cultural y biológico.
Podríamos deducir una ley, de la observación comparada
de las civilizaciones que, como la nuestra, han renunciado a
las mutilaciones rituales y las de aquellas culturas en que
han quedado fijadas.
Parece que los seres humanos que viven en sociedad, no
pueden evitar una represión sexual, que no viene de adentro
sino que es impuesta desde afuera. Aún quedan muchos pro­
blemas por aclarar respecto al estudio comparado de las so­
ciedades primitivas con las nuestras; en prim er lugar el del
período de latencia. ¿Falta absolutamente en muchas tribus
(como los tobriandeses de Malinowski) ? Si es así, ¿qué mo­
dificaciones se han producido en la evolución de la libido? So­
bre estos ejemplos podría aprenderse mejor que sobre los nues­
tros la evolución instintiva humana.
Pero parece que la libertad sexual de los niños, que es
mayor entre los primitivos, es herida (a la inversa de los to­
briandeses) en los albores de la pubertad o más tarde por el
traumatismo de las mutilaciones rituales, circuncisión, esci­
sión o mutilaciones de reemplazo (como el diente roto de
algunas tribus australianas). Sólo entonces el niño se convier­
te en adulto, y entra en la sociedad de los hombres, y la niña
es considerada digna de ser esposa al estar marcada por el signo
femenino de la tribu.
Sin embargo, a medida que las culturas progresan, las m u­
tilaciones rituales se ubican cada vez más temprano en la his­
toria ontogenética del individuo: los abisinios y los judíos se
circuncidan en los primeros días posteriores al nacimiento, y
lo mismo sucede con la escisión entre los abisinios. Se podría
decir que el signo de intim idación real se reduciría, poco a
poco, antes de desaparecer, a un símbolo, como sucede entre
nosotros.
Exceptuando la circuncisión judía ritual o higiénica, los
hombres y las mujeres se desarrollan anatómicamente intac­
tos. Pero esta integridad no subsiste si la trasladamos al te­
rreno psíquico. Es aquí donde nuestras civilizaciones practi­
can sus “mutilaciones”. El instinto sexual, que concuerda con
el instinto de agresión, se m utila entre nosotros, en lo que
respecta a la m asturbación por medio de defensas educativas,
que en el mismo grado ignoran los niños de las tribus prim i­
tivas. Entonces nuestras generaciones se desarrollan altamente
cultivadas, cerebralizadas, pero en proporción directa desarro­
llan una falta de sexualidad a partir de la cual nacen neurosis
paralelas a los trastornos sexuales funcionales, impotencia vi­
ril en sus diversos grados y frigidez femenina de distintas
clases.
Entre los primitivos y nosotros, o mejor dicho, entre nues­
tros antepasados y nosotros (porque los primitivos actuales
han evolucionado en forma diferente a la nuestra, y no son
más que nuestros prim os), el camino evolutivo que recorrió
la moral, parte de la represión externa ejecutada por la mano
feroz del padre o de los más fuertes y se convierte en una
represión interna de nuestra conciencia moral, que si bien
externamente no es tan ardiente y brutal, es indómita e inelu­
dible porque la llevamos siempre en nosotros.
NATURALEZA Y CULTURA
L a respuesta que nos suministrará la observación de las m u­
jeres operadas de las tribus primitivas será interesante desde
un punto de vista muy general. Porque creo que entre ellas
hay aceptadoras, renunciadoras y reivindicadoras cuyas dife­
rentes proporciones constituirían un dato de interés.
En vista de que, exceptuando la escisión, se perm ite ma­
nifestar la sexualidad de las niñas primitivas con más liber­
tad que entre las nuestras, si estas proporciones fueran análo­
gas a las de nuestras civilizaciones, habría que referir los tras­
tornos funcionales de la sexualidad femenina a la naturaleza,
que parece no haberse preocupado —hablando ideológicam en­
te— de la función erótica de la m ujer en la misma forma que
de la del hombre, a quien le confió la fecundación. En efec­
to, podríamos preguntarnos al observar los animales acoplados,
por ejemplo los perros por tomar el anim al que se encuentra
más a nuestro alcance, si la naturaleza se ha preocupado lo
suficiente de asegurar la satisfacción erótica de las hembras.
Pero la proporción de aceptadoras es mayor entre las pri­
mitivas, aun en las operadas, que entre las nuestras, estas m u­
jeres son más vaginales y más fáciles de satisfacer y de acuerdo
con la creencia que atribuye a las negras, a la m ujer prim i­
tiva, una sensualidad mayor que la de las blancas, tendremos
entonces un dato im portante para el proceso que estamos au­
torizados a hacer a nuestra cultura.
Según los etnólogos y exploradores, los trastornos de la
potencia viril parecen ser menos frecuentes entre los prim iti­
vos que entre nosotros. Si los trastornos de la función erótica
femenina tam bién son más raros, entonces todos los tipos de
frigidez, la de carácter bisexual, como la producida por un
refuerzo del complejo de virilidad femenino, aparecerían con­
dicionadas por una regresión surgida de nuestras defensas cul­
turales y morales, que tendría influencia en la evolución de
la sexualidad femenina. En este caso, la m ujer primitiva
debería su mayor normalidad, no al hecho de que se le perm i­
ta con mayor libertad la m asturbación en la infancia, sino a
que ella es considerada mucho más precozmente que entre nos­
otros donde las niñas están muy protegidas objeto de “seduc­
ciones”, es decir de iniciaciones normales, vaginales, por parte
de los niños y de los hombres.
Se aprecia la im portancia del problema, en el cual el es­
tudio de sexualidad femenina en general, y su respuesta eró­
tica en particular, en las diversas culturas, perm itiría obtener
una respuesta: sobre el valor para el condicionamiento de la
sexualidad hum ana de los factores biológicos y culturales. No
sólo para condicionar su grado de intensidad, sino también
su orientación más o menos bisexual.
En efecto, podríamos preguntarnos, ¿en qué sentido se
orienta nuestra especie hacia una mayor o menor diferencia­
ción sexual? La tesis que, por ejemplo, sostiene M arañón en
La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales, apo­
yándose en la diferenciación progresiva de los sexos a medida
que nos elevamos en la escala de los seres vivientes, del her­
mafrodismo al gonocorismo, dice que el hombre tiende a
convertirse en más hombre y la m ujer en más mujer. Desde el
punto de vista puram ente biológico puede ser cierto, pero la
evolución puram ente biológica del hombre está obstaculizada
por su evolución en la civilización.
No somos la única especie anim al en la que la evolución
sexual es perturbada por el progreso social, pues los diversos
himenópteros construyeron sus sociedades sobre la represión
sexual de las obreras, soldados u obreros, según se trate de
abejas, hormigas o termitas. Entre ellos, hay un tipo de hem­
bra casi asexuada que soporta la carga social de la ciudad,
la especialización sexual está reservada para las reinas y los
machos, estos últimos generalmente inútiles y superfluos.
En la especie hum ana no se podría recurrir, para resol­
ver el problema social del antagonismo entre el sexo y el
trabajo, a procesos similares por la poca fecundidad de la
mujer. Sin embargo, un esbozo similar a lo que sucede en la
colonia o en el hormiguero, nos lo ofrecen las renunciadoras;
con una vida social atrofiada se m antienen apartadas de toda
sexualidad real objetal pero son socialmente útiles.
Y en lo que respecta a los hombres y mujeres que no han
renunciado a la sexualidad, ¿en qué sentido se orienta su li­
bido a medida que la civilización progresa: hacia una mayor
o menor diferenciación sexual?
En el transcurso de una conversación, el Dr. Rodolfo
Loewenstein, que tam bién se ocupó de estos problemas, me
dijo que según él y de acuerdo con la observación analítica,
la diferenciación entre los sexos parece ir borrándose, la m u­
jer es menos francamente m ujer y el hombre menos hombre.
En apoyo de esta tesis, él citaba la frecuencia cultural de los
trastornos de la potencia en el hombre y de la fijación clito-
rídica en la mujer.
La contraparte de estos hechos queda por establecerse en
las sociedades primitivas, pero tal como se presenta el cuadro
de nuestra civilización me inclino a creer que favorece más
la indiferenciación regresiva, que la progresiva diferenciación
sexual.
Sobre todo, lo que más nos llama la atención es la viri-
lización de la mujer: la m ujer aspira y generalmente triunfa
al tratar de igualar al hombre en el trabajo. U na virilización
sexual sería el corolario de esta virilización social. ¿Y la fija­
ción clitoridica, justamente tan frecuente en la m ujer blanca,
sería el testimonio fisiológico?
Esta opinión, contraria a las predicciones de Marañón,
sin embargo, está de acuerdo con otros de sus puntos de vista.
¿Acaso él no escribe, en toda la extensión de su trabajo sobre
la intersexualidad, que la virilidad es de sentido progresivo
y la femineidad de sentido regresivo ? La virilización social
progresiva de la m ujer encontraría así, en la biología, un ele­
mento coadyuvante.
Y como las mujeres son las educadoras de los varones, y
como Abraham lo ha demostrado, el complejo de castración
activo demasiado fuerte en la madre, actúa de manera per­
turbadora en la evolución psicosexual de los hijos, entonces
no nos sorprendería encontrar varones inhibidos por ello en
su virilidad, lo que los hace regresar hacia cierta feminidad
ligada a su propio sexo.
Sin embargo, podemos esperar gracias al psicoanálisis, pri­
mera ciencia que se ocupó, comprendió y aceptó la psicose­
xualidad hum ana, un correctivo para esta tendencia regresiva
de la civilización hacia la bisexualidad de los primeros seres.
La sexualidad propiam ente dicha, podrá ser orientada en
sus vías normales, no sólo por el análisis de los análisis de los
adultos sino también de los niños. La adaptación de los orga­
nismos a las funciones que deben cum plir en su medio está
dirigida, en gran parte, por el sistema nervioso.
La mujer, objeto de este trabajo, al que es necesario vol­
ver para finalizar, no debe renunciar a toda actividad social e
intelectual para saber adaptar mejor su organismo a la fun­
ción erótica, ni para estar verdaderamente satisfecha como
m ujer y como madre, en sus relaciones con los hombres.
Si bien M arañón ha escrito, “la m ujer tropieza... con el
obstáculo de la m aternidad que se opone a su progreso inte­
lectual, o con el de la esterilidad que se opone a la transmi­
sión de todo progreso”, a veces la hum anidad realiza compro­
misos felices, y todo en esta m ateria consiste —si bien hay que
reconocer que no es muy fácil— en que la m ujer sepa ubicar
su virilidad donde mejor convenga, como Freud me solía
decir.

“Sobre la sexualidad femenina” aparecido en la Revue Francaise de


Psychanalyse XIII, 1, 2, 3, 1949. La primera edición (1951) llevaba el
mismo título.
ÍNDICE
P r im e r a parte

LA BISEXUALIDAD EN LA MUJER
I. Sobre la frecuente inadaptación de lamujer a la función
erótica ................................................................................................................ H
II. Hipótesis psicoanalíticas y biológicas .................................................... 15
a) Trabajos psicoánaliticos ................................................................. 15
b) Una teoría biológica de la bisexualidad .................................... 18
' III. Evolución comparada de la libido en losdos sexos ............ 23
a) Una reseña embriológica .................................................................. 23
b) Las fases de la evolución de la libido humana ..................... 26
c) La evolución de la pasividad en la niña y en el niño ....... 34
d) Discusión de algunas teorías analíticas divergentes .............. 40
e) El falo pasivo ...................................................................................... 52
IV. Sobre los factores perturbadores de la evolución femenina . . . . 57
a) Independencia relativa de las zonas erógenas y de los obje­
tos sexuales ........................................................................................... 57
b) Algunas relaciones entre el complejo de Edipo pasivo de
la mujer, el instinto maternal y la vaginalidad .................... 59
c) Sobre el peligro vital y moral inherente a las funciones se­
xuales femeninas 60
d) La masturbación infantil. La seducción y el bloqueo de las
zonas erógenas ....................................................................................... 65
e) La aparición prepuberal del orgasmo clitorídico y su po­
sible relación con la fijación a la fase fálica 67
f) El “Scilla y Caribdis” de la niña ............................................... 68
g) Un combate de dos machos .......................................................... 70

Segu n d a parte

LA FUNCIÓN ERÓTICA - FUNCIÓN BIOPS1QUICA


I. La psicología, rama de la biología .................................................... 75
II. La hembra y su libido ............................................................................ 77
a) Sobre la menor riqueza de la libido en la hembra y los obs-
táculos fundamentales para la adaptación erótica de la
mujer .................................................................................................... 77
b) El “vitelismo” psico-fisiológico de la mujer ........................ 78
c) Vitelismo y maternidad humana ............................................ 80
d) La triple estratificación del determinismo de la frigidez
femenina .............................................................................................. 81
III. Sobre los adultos y el niño ...................................................................... 83
a) La actitud contradictoria de los adultos frente a la sexua­
lidad del niño 83
b) El pensamiento sexual del niño ............................................. 85
IV. El masoquismo femenino esencial ....................................................... 89
a) Las relaciones respectivas de los complejos de Edipo activo
o pasivo con el sadismo o con el masoquismo .................. 89
b) “Pegan a un n iñ o ... o a una mujer” .................................... 96
c) Examen del ensayo freudiano “Pegan a un niño” ......... liOO
d) Los diversos destinos de las fantasías infantiles y de las
pulsiones que las promueven .................................................. 109
e) La afirmación del clítoris y la negación de la vagina ..... 116
f) Tipos de mujer y complejos de Edipo ................................. 122
V. El rol formativo del hombre para lasexualidad de la mujer 129
a) Las iniciaciones eróticas comparadas reales o edípicas ..... 129
b) Los roles respectivos del padre, del hermano y del desflo-
rador ................................................................................................... 139
' VI. Esquema de la evolución sexual femenina ....................................... 153

T ercera parte

PERSPECTIVAS EVOLUCIONISTAS
I. Las adaptaciones aloplásticas y autoplásticas ...................................... 159
a) Normalidad y salud ............................................................................. 159
b) La adaptación aloplástica: los hombres en espejo ..................... 160
c) La adaptación autoplástica: la central, el psicoanálisis .. . 162
d) Otra tentativa de adaptación autoplástica: la periférica, la
operación Halban-Narjani ............................................................... 164
II. Las mutilaciones físicas de las mujeres en los primitivos y sus
paralelos psíquicos entre nosotros ........................................................ 167
III. Naturaleza y cultura ..................................................................................... 177
ESTE LIBRO SE TERMINO DE
IMPRIMIR EL 28 DE OCTUBRE DE
1961, EN MACAGNO, LANDA Y Cía.
ARAOZ 162, Bs. As., ARGENTINA

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