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Jacques Ruffié compara la evolución biológica y la evolución cultural. Según él, la primera
transcurre de una manera lenta y se rige por el azar, sin plan ni finalidad premeditada alguna. La
segunda es rápida y efectiva, dirigida por la intencionalidad humana hacia objetivos conscientes y
claramente definidos. Al contrario, el beneficio que comporta la lentitud azarosa de la evolución
biológica está en el carácter fijo e irreversible de sus adelantos; mientras que una extrema fragilidad
es el precio que debe pagar la evolución cultural por su eficacia y rapidez. Dado el caso de la
desaparición de todas las abejas, una sola pareja de supervivientes bastaría para regenerar toda la
especie manteniendo todas las habilidades necesarias para continuar construyendo panales
perfectos y fabricando riquísima miel. Si una catástrofe nuclear eliminara la especie humana, y
pudiera sobrevivir un pequeño grupo de niños todavía no escolarizados, todo el camino cultural y
civilizatorio recorrido hasta ahora habría vuelto atrás. Haría falta empezar de nuevo, de tal forma que,
siendo optimistas, esta vez no llegaríamos a tan triste final.
Todo lo que sabemos sobre el origen del hombre muestra que tanto su aparición en la tierra
como el lugar que ha ocupado en el mundo viviente son hechos ante los que no podemos
maravillarnos. Es un "mono desnudo", fruto inicial de un accidente cromosómico, que a través de
una serie de eslabones dio lugar al hombre. Hay que reconocer que ninguna de las adquisiciones
orgánicas de los homínidos fue revolucionaria ni demasiado original. Todas existían, al menos
esbozadas, en los grupos precedentes. Los homínidos no son más que una nueva línea entre
muchas otras, y peor pertrechada que la mayoría de ellas. Si el hombre sólo hubiera podido contar
con sus cualidades biológicas, habría ocupado, de haber sobrevivido, un lugar muy modesto en la
fauna de finales del terciario y del cuaternario. No hubiera llegado a cambiar la faz de la tierra.
Para entender cómo se ha podido operar la transición de lo biológico a lo cultural, hay que
tener en cuenta el papel de lo innato y de lo adquirido en el comportamiento animal. La conducta de
cualquier ser vivo está constituida por dos series de elementos estrechamente unidos. Unos son
innatos, y están inscritos en el patrimonio hereditario -y varían con la especie, la raza, la
descendencia, e incluso con el individuo-; los otros son adquiridos, como por ejemplo el aprendizaje,
la educación, y dependen de la sociedad en la que vive el individuo. Si consideramos la evolución
filogénica, lo innato predomina en las especies inferiores, las más antiguas y lo adquirido domina en
las especies superiores, las más recientes. Esta tendencia se observa en todos los niveles
taxonómicos, pero sobre todo en los vertebrados, y en particular en los primates: culmina en el
hombre. Desde luego, si la evolución ha favorecido progresivamente en todos los grupos lo
adquirido en lugar de lo innato, es porque esta transferencia ofrecía una ventaja selectiva. Va a la par
con el desarrollo del sistema nervioso que es el soporte de las funciones psíquicas, y será rica en
consecuencias.
Una vez llegado al estadio sapiens, el hombre ya no evolucionará, o mejor dicho su evolución
no se situará a nivel orgánico sino a nivel psicosocial. La adaptación ya no es genética sino cultural;
la especie humana ya no se subdivide en subespecies o en razas sino en etnias, es decir en grupos
culturales que son, en el terreno psícosocial, lo que razas o especies son en el campo biológico. A
partir de este momento la historia de la humanidad estará marcada por una extraordinaria
diversificación de culturas que dividirá a la especie humana en múltiples grupos.
Desde hace algunos años se intenta proteger a las especies en vías de desaparición. Haría
falta proteger las culturas amenazadas con la misma preocupación, ya que su multiplicidad
constituye la riqueza de la humanidad y su garantía de supervivencia.
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2ª PARTE
SIN CULTURA SERÍAMOS UNOS SERES NIMIOS, INSIGNIFICANTES EN
MEDIO DE LA NATURALEZA
Las adquisiciones biológicas tienen muchas probabilidades de persistir. El bagaje que nos
permite progresar como especie ya no está contenido en los cromosomas sino en la cultura. Es la
sabiduría atesorada de generación en generación. Esta no se transmite ya por un proceso genético
sino a través de educación. El hombre es un animal prodigiosamente educable; al venir al mundo
posee pocos comportamientos innatos. Tiene que aprenderlo casi todo, y el mismo trabajo educativo
tiene que volver a empezar a cada generación. Si un inmenso cataclismo atómico destruyera la
totalidad de los países desarrollados y sólo permitiera sobrevivir a algunas tribus de Nueva Guinea el
mundo retrocedería siete u ocho mil años. Se tendría que empezar todo de nuevo; la humanidad
tendría que recorrer de nuevo el mismo camino.
La cultura, adquirida por cada uno de nosotros gracias a la educación determina
esencialmente nuestra personalidad. Somos más el resultado de la educación que de la herencia
biológica. A partir de un sustrato filogenético común a la especie somos sobretodo el resultado de
nuestro viaje con quienes nos han educado, nuestros padres, familia, escuela, barrio, amistades…
Los procesos educativos son la herramienta más adecuada para la transmisión a las jóvenes
generaciones de la rica experiencia y sabiduría acumuladas por las generaciones que nos han
precedido y en el seno de la sociedad humana constituyen la gran baza para el progreso individual y
colectivo. Nuestro genoma nos aporta como máximo algunas predisposiciones que nuestra
educación explotará o inhibirá. La personalidad del hombre no es nada sin la cultura. Es la que define
nuestra identidad.
La primera, basada en la mutación, es el fruto del azar, guiado por la necesidad. Se realiza al
precio de un gasto inmenso, y sus éxitos son ínfimos en relación con la gran cantidad de tentativas
destinadas al fracaso. Además a menudo sólo aporta soluciones aproximativas: hemos visto que la
adaptación biológica es "aceptable" pero siempre imperfecta. En cambio la adaptación cultural, fruto
de una voluntad consciente y deliberada consigue soluciones más ajustadas. No tiene nada de
aleatorio: el carpintero que monta una puerta sabe con antelación la forma y la función del objeto
que desea. No actúa a tientas. El objeto fabricado será inmediatamente funcional, apto para cumplir
su papel: como máximo exigirá algunos retoques.
Al contrario, la evolución biológica, que avanza sin ninguna finalidad consciente, es como un
cerrajero ciego que tuviera que dar forma a una llave para una cerradura desconocida, y que
dispusiera de toda la eternidad para ello. Tres millones de tentativas al azar, es probable que una o
algunas de las llaves fabricadas acabaran por abrir la cerradura. La operación no compensa porque
supone una inmensa pérdida de tiempo y un gasto increíble, incompatibles con las exigencias de
rapidez y de precisión que implican las sociedades humanas.
Por todas estas razones, la evolución cultural es capaz de realizaciones muy superiores a la
evolución biológica. Ninguna mutación, por muy compleja que sea, hubiera permitido al hombre
abandonar el campo de atracción terrestre para alcanzar la Luna. Este logro sólo podía ser fruto de
un avance tecnológico. Y es necesario subrayar que el intervalo que separa el momento en que se
fijó el objetivo a conseguir y el éxito de la operación, es muy pequeño: como máximo una decena de
años. La conquista del espacio es una de las realizaciones tecnológicas más espectaculares: no es
la más sorprendente, ni la que ha cambiado más profundamente las condiciones de vida de nuestra
sociedad. Los progresos de la física corpuscular y de la utilización de la energía atómica para fines
pacíficos, los de la biología molecular en todas sus aplicaciones en lo que respecta a la salud del
hombre, su equilibrio, y su longevidad, seguramente tendrán consecuencias más importantes.
De todas formas, este esplendor tiene una contrapartida. La evolución cultural, basada en lo
psicosocial, resulta infinitamente frágil. Las adquisiciones biológicas registradas en el genoma, son
perennes, gracias a la invariancia del ADN que transmite su información por autocopia de
generación en generación. Al ser aceptables respecto a las condiciones del entorno, las
adquisiciones biológicas tienen muchas probabilidades de persistir. A menos que suceda un
cataclismo o una variación ecológica profunda, una especie genéticamente bien adaptada a su
medio no está amenazada. La invariancia del ADN la protege de cualquier sorpresa, de cualquier
paso en falso. Evidentemente esta estabilidad es también una prisión: la sociedad de las abejas, en
ciertos aspectos es más "perfecta" que la sociedad humana: no puede cometer ningún "error". Pero
no ha progresado desde hace millones de años y sin duda no variará jamás.
Es la que define nuestra identidad. Nuestro genoma nos aporta como máximo algunas
predisposiciones que nuestra educación explotará o inhibirá. Volvamos a la ciencia-ficción para
ilustrar esta verdad. Actualmente sabemos cómo conservar células vivas durante largo tiempo
congelándolas bruscamente a temperatura muy baja. Si estas células, una vez descongeladas, se
cultivan, dan excelentes cariotipos que parecen conservar intacto su lote de información. No es
inimaginable que algún día se pueda obtener el desarrollo de una de estas células a partir de su
inserción en un útero. Este experimento se ha llevado a cabo en grupos inferiores. De este modo
podríamos ver "renacer", muchos años después de su muerte a un ser querido. Este "doble" seria
morfológicamente tan idéntico como un gemelo verdadero; tendría los mismos ojos, la misma cara,
las mismas expresiones, la misma voz, la misma sonrisa. Y sin embargo, aunque tuviera el mismo
stock genético (por lo tanto biológicamente similar) educado en otra época y en otro medio, se
trataría de una persona distinta. El ser que habíamos querido nos podría resultar detestable.
El hombre brilla por su cultura y lo que aporta al patrimonio común se perpetúa después de la
muerte. A pesar de su fragilidad la grandeza de la evolución cultural depende del nivel de conciencia
y de libertad que implica. La evolución biológica es inconsciente y pasiva. El animal no busca ni una
mutación, ni un genoma, no los prepara: los sufre. En cambio, la evolución cultural es consciente y
activa. El hombre sabe qué objetivo persigue. Su actividad no tiene nada o casi nada de fatal o
ineluctable: en todo momento puede cambiar de dirección, decidir hacer o no hacer, proseguir o
abandonar. En resumen, el hombre es responsable de sus actos: es él el que orienta su futuro y
asegura su destino.
Actualmente esta responsabilidad del hombre, que equivale a su poderío, resulta aplastante.
Nuestros contemporáneos han adquirido los medios de destruir a nuestra especie y puede que
incluso toda la vida del globo. La historia presente no nos asegura el que no lo hagan. Se trata de un
fenómeno nuevo, específicamente humano. Desde que la vida apareció en la tierra, millones de
especies han visto la luz del día para extinguirse después. Pero ninguna ha desaparecido por
iniciativa propia. Gran cantidad de comportamientos innatos contribuyen al instinto de conservación.
La especie humana es la única capaz de autodestruirse. La eventualidad del suicidio colectivo es el
último avatar de la evolución cultural.
desaparición. Haría falta proteger las culturas amenazadas con la misma preocupación, ya
que su multiplicidad constituye la riqueza de la humanidad y su garantía de supervivencia.