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CONTEXTO ARGENTINA AÑ OS 90
En 1989 asume como presidente Carlos Saú l Menem. Su mandato comenzó de mala
manera, ya que se sucedió una gran crisis econó mica. La hiperinflació n, desatada
en el mes de abril de 1989 llegó en el mes de julio al 200%, y en diciembre todavía
se mantenía en un 40%. Con un estado en bancarrota, moneda licuada, sueldos
inexistentes y violencia social, quedó expuesta la incapacidad que en ese momento
tenía el estado para gobernar y asegurar el orden.
No fue só lo el veredicto de las urnas sino una compleja trama de negociaciones las
que rodearían el retorno del justicialismo al gobierno, a trece añ os del golpe que
había puesto fin a su anterior gestió n (1973-1976). El 14 de mayo, la fó rmula
justicialista compuesta por Carlos Menem y Eduardo Duhalde se había impuesto al
binomio radical que encabezaba Eduardo César Angeloz y al que acompañ aba Juan
Manuel Casella. Las cifras fueron contundentes: 7.862.475 (47,30 por ciento)
contra 5.391.944 (32,40). En tercer lugar se ubicó la Alianza de Centro, que
postulaba al ucedeísta Á lvaro Alsogaray y al demoprogresista Alberto Natale. No
hubo necesidad de negociaciones en el Colegio Electoral que, por tratarse hasta
entonces de elecciones indirectas, era el encargado de elegir al futuro presidente.
Las elecciones tuvieron un marco que reflejarían estos planos: una profunda crisis
econó mica que terminó con el ministro Juan Vital Sorrouille, reemplazado por Juan
Carlos Pugliese, poco después sucedido en el cargo por Jesú s Rodríguez y, al final
de mayo, hiperinflació n y asalto a supermercados en el conurbano, Rosario y otras
ciudades. El resultado electoral y estos hechos tornaban muy lejana la fecha del 10
de diciembre para la transferencia del poder. Finalmente, se negoció una entrega
anticipada, lo cual se concretó el 8 de julio. Ese día, Menem juró y brindó su primer
mensaje ante la Asamblea Legislativa, seguido con mucha atenció n desde la Casa
de Gobierno, hacia donde luego se dirigió para recibir la banda y el bastó n de
mando de parte de Alfonsín.
Hiperinflación[editar]
Lo nuevo no era la crisis, sino la violencia. Para enfrentarla existía una má gica
receta; facilitar la apertura de las economías nacionales, para posibilitar su
adecuada inserció n en el mercado globalizado y desmontar los mecanismos del
Estado interventor y benefactor, tachado de costoso e ineficiente. En el caso de la
Argentina, y de América Latina en general, esas ideas se habían decantado en el
llamado Consenso de Washington, las agencias del gobierno norteamericano y las
grandes instituciones internacionales de crédito, como el FMI y el Banco Mundial ,
transformaron estas fó rmulas en recomendaciones o exigencias, cada vez que
venían en ayuda de los gobiernos para solucionar los problemas coyunturales del
endeudamiento. Economistas, asesores financieros y periodistas se dedicaron con
frecuencia a difundir el nuevo credo, y gradualmente lograron instalar estos
principios simples en el sentido comú n. Su éxito coincidió con la convicció n
generalizada de que la democracia por sí sola no bastaba para solucionar los
problemas econó micos.
Segú n él diagnó stico dominante, la economía argentina era poco eficiente debido a
la alta protecció n que recibía el mercado local, y al subsidio que, bajo formas
variadas, el Estado otorgaba a distintos sectores econó micos; todos los que en la
larga puja distributiva habían logrado asegurar su cuota de asistencia. A la
ineficiencia productiva, que dificultaba la inserció n en la economía mundial
globalizada, se suma el déficit cró nico de un Estado excesivamente pró digo, que
para saldar sus cuentas recurría de manera habitual a la emisió n monetaria, con su
consiguiente secuela de inflació n. Se cuestionaba todo un modo de funcionamiento,
iniciado en 1930 y consolidado con el peronismo. Algunos discutían si la crisis era
intrínseca a ese modelo, o si se debía al prodigioso endeudamiento externo
generado durante el Proceso, que coloco al Estado a merced de los acreedores y
banqueros. Pero la conclusió n era la misma: la inflació n y el endeudamiento, que
sirvieron durante mucho tiempo para postergar la solució n de problemas y
consecuentemente su agravamiento, finalmente había desembocado en el colapso
de 1989.
La receta que difundía el FMI, el Banco Mundial y los economistas de prestigio era
simple. Consistía en reducir el gasto del Estado al nivel de sus ingresos genuinos,
retirar su participació n y su tutela de la economía y abrirla a la competencia
internacional: ajuste y reforma. En lo sustancial, ya había sido propuesta por
Martínez De Hoz en 1976, aunque su ejecució n estuvo lejos de estos supuestos.
Pero era difícil de aceptar. La resistían todos los que aun vivían al calor de la
protecció n estatal, incluyendo a los grandes grupos econó micos, partidarios
genéricos de estas medidas, pero reacios a aceptarlas en aquello que les afectara
específicamente. También la enfrentaron quienes – no sin razones- asociaban las
reformas propuestas con la pasada dictadura militar. Bajo el gobierno de Alfonsín,
en su ú ltimo tramo, se admitió la necesidad de encarar ese programa: hubo una
cierta apertura comercial, y un proyecto de privatizar algunas empresas estatales,
que chocó en el Congreso con la oposició n del revitalizado peronismo y la
reluctancia de muchos radicales. La crisis de 1989 allanó el camino a los
partidarios de la receta reformista segú n un consenso generalizado, había que
optar entre algú n tipo de transformació n profunda o la simple disolució n del
Estado y la sociedad.
El nuevo presidente fue uno de los conversos. Menem encauzó la crisis como una
oportunidad de cambio: la conmoció n social era tan fuerte, había tanta necesidad
de orden pú blico y estabilidad, que la medicina hasta entonces rechazada
resultaría tolerable hasta apetecible. Por otra parte, esa medicina era de agrado de
las instituciones internacionales de crédito y del selecto grupo de gurues que las
asesoraba, es decir, de las fuerzas capaces de agitar o calmar las aguas de la crisis.
Para emprender el camino hacia el ejercicio efectivo del poder, Menem debía
ganarse su apoyo. Un punto tenía a su favor: su incuestionable voluntad política. En
la campañ a electoral prometió el ´´SALARIAZO´´ y la ´´REVOLUCIÓ N PRODUCTIVA
´´, segú n el má s tradicional estilo peronista, ese que por entonces procuraba
modificar los ´´RENOVADORES´´. En suma, con el parecía retornar el viejo
peronismo.
Aunque pronto sacrificó buena parte del bagaje ideoló gico y discursivo del
peronismo, Menen fue fiel a lo má s esencial de este: el pragmatismo. En un giro
copernicano, se declaró partidario de la economía popular de mercado, abjuró del
estatismo, alabó la apertura, proclamó la necesidad y bondad de las privatizaciones
y se burló de quienes se habían quedado en el 45. Urgido por ganar esa confianza y
extender su escaso margen de maniobra, Menem apelo a gestos casi desmedidos,
se abrazó con el almirante Rojas, se rodeó de los Alsogaray – padre e hija- y confío
el Ministerio de Economía sucesivamente a dos gerentes del má s tradicional de los
grupos econó micos- Bunge y Born-, que segú n se decía traía un plan econó mico
má gico y salvador.
Así pues, sus políticas estaban conectadas con la ideología neoliberal. La apertura
econó mica trajo consigo pobreza y hambruna. Entonces la década de los noventa
en la Argentina se prefigura en una imagen: pobladores de los barrios má s pobres
del sector urbano bonaerense invaden supermercados, roban las mercaderías y
provocan numerosos dañ os. Las severas políticas de signo neoliberal, que
caracterizaron a la época menemista, provocaron al mismo tiempo un aumento de
los niveles de exclusió n social y una expansió n del consumo hasta entonces nunca
conocida. La apertura cambiaria impulsó la desindustrializació n y el desempleo,
pero también la generalizació n de la compra a crédito, la invasió n de marcas y
productos extranjeros exhibidos en los imponentes centros comerciales de la
ciudad. En Escenas de la vida postmoderna, Beatriz Sarlo describe muy bien có mo
la juventud fue el sujeto privilegiado de estos cambios: «El mercado toma el relevo
y corteja a la juventud ( ) le ofrece un verdadero folletín hiperrealista que pone en
escena la danza de las mercancías frente a los que pueden pagá rselas y también
frente a esos otros consumidores imaginarios que no pueden comprarlas »1 (43).
Como otro subproducto del mercado capitalista, los medios de comunicació n
masiva hegemonizaron la organizació n de la dimensió n simbó lica del mundo
social. En el marco de un empobrecimiento creciente de grandes masas de la
població n, la sociedad de consumo produjo estilos de vida asociados a lo juvenil. La
juventud se convirtió en el consumidor privilegiado y los mitos de la “belleza y
felicidad” asociados a lo juvenil configuraron la estética predilecta del mercado. La
ideología del consumismo, cuyo paisaje describe Sarlo, la mediatizació n de la vida
cotidiana y la cultura publicitaria de la “belleza y felicidad” juvenil son el punto de
partida de La prueba de César Aira.