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El coronet
Se repetía que tal vez debió de ser menos impulsivo y después de todo, su manager tenía
uno que otro punto válido, pero estaba demasiados kilómetros metido en medio de la
nada como para pensar en regresar. Había caminado por dos días y en la última noche,
gran parte de la madrugada se la pasó pensando que moriría en el frío glacial de las
5am. Aún le provocaba un irracional miedo a morir congelado. Se imaginaba sentado y
convertido en paleta como Jack Nicholson en el Resplandor. Ahora la situación era
completamente opuesta. El sol brillaba en lo alto. Ya le había tostado el lado izquierdo
del rostro, la nuca y comenzaba a sonrojarle la mejilla derecha.

En el horizonte podía ver aquél charco falso. Ilusión óptica provocada por el
calentamiento de la carpeta asfáltica, que a su vez calentaba el aire; cuando los rayos
solares atravesaban esa capa de aire caliente, estos salían desviados a todas partes,
reflejando todo menos el suelo. ¡Voilá! Un océano de esperanza, imposible de alcanzar.

Iohann se desplomó en el polvo y con él cayó toda esperanza de salir vivo de ahí. Había
visto suficientes películas macabras como para pensar que en cualquier momento
pasaría un zopilote y le sacaría los ojos, pero en cambio se presentó la visión de una
cruz. Le pareció irónico que un ateo como él estuviera teniendo visiones de Jesús en su
lecho de muerte. En ningún momento le pasó por la cabeza orar por su vida, pero ahí
estaba, alzándose imponente la figura de un Cristo crucificado que moría para y por los
pecados del hombre. Al enfocar con detenimiento se percató de que no era más que una
cruz cualquiera de carretera con un vaso polvoso y seco debajo. En la cruz se podía leer
un gastado nombre: Michelle Dupeyron. Y una fecha ya ilegible. Ahora tendrían que
colocar una cruz con su nombre a un lado y tal vez alguien que viniera a dejarle flores a
Iohann se apiadaría de Michel y pondría otras pocas en aquél vaso polvoso. Cerró los
ojos sin poder imaginar nada más. Ya se mecía en la oscuridad con la idea de que
dormir un poco le daría la fuerza para salir de ahí o le haría más rápida e indolora la
llegada al inframundo. Rápida era una palabra gratificante.

Escuchó un zumbido que atribuyó a las moscas que ya viajaban en busca de su


putrefacta carne, pero el zumbido se acrecentó hasta convertirse en un rugido y se dio
cuenta de que ese sonido no era una alucinación. Se incorporó precipitadamente y abrió
los ojos grandes como platos. Sobre la carretera, se veía aproximarse un potente carro
antiguo, no sabría con exactitud qué modelo era sino hasta que lo tuviera en frente. Su
color azul como las aguas del caribe lo hizo sentir la esperanza de ver un millón de
amaneceres más y con seguridad, cantaría en un escenario, con una nueva melodía
macabra en tan sólo un par de semanas.

No dejaría que la persona que manejaba aquélla belleza se fuera y lo dejara a su suerte.
Se plantó en medio del camino y extendió los brazos. O se detenía y lo sacaba de ese
infierno o le ahorraba el trabajo al abrazante sol y de una buena vez, lo mandaba directo
al verdadero infierno. El carro no parecía estar disminuyendo la velocidad y eso lo
ponía un poco nervioso, pero no era suficiente para hacerlo desistir. La situación no se

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puso tan tensa, pues el vehículo al fin aminoró la velocidad. Iohann miró con claridad el
modelo. Un coronet.

Se detuvo peligrosamente cerca de sus rodillas. El reflejo del sol contra el parabrisas no
le permitió ver quién era el piloto de esa maravilla de la mecánica automotriz y tuvo que
acercarse con sigilo al lugar del copiloto, esperando que no se arrancara y lo dejara ahí
varado.

Su sorpresa fue grata cuando miró a una rubia al volante. Sus ojos zafiro eran seductores
y denotaban inteligencia. Después de eso miró sus pechos. Se encontraban cubiertos
solamente por una playera de tirantes. No traía sostén y eso incentivaba su imaginación.

–Gracias –Dijo Iohann en tono cansado y un poco jubiloso–. Déjame ir contigo, a donde
sea, pero lejos de este infierno.

Ella soltó una carcajada, mostrando su perlada y delineada sonrisa.

–A donde sea, ¿dijiste?

–A donde sea que vayas, pero lejos de aquí.

–Sube

La puerta estaba abierta y en cuanto posó su rockero trasero sobre el asiento del
copiloto, el carro aceleró con violencia. Las ventanas estaban bajas y aunque el aire
afuera era caliente a Iohann se le figuró como un balde de agua helada.

–Te ves algo deshidratado –Dijo ella al tiempo que sonaba el familiar sonido de una
cerveza al destaparse. La llevaba entre las piernas y se precipitó un enorme trago para
después mirarlo con una sonrisa seductora–. Hay más en la parte de atrás. Toma una,
porque ésta es mía.

Tenía una pequeña hielera tras el asiento del conductor y en ella había más de 12
cervezas de lata sumergidas en agua y hielo. Sintió que algo pasaba en su boca y se dio
cuenta de que ésta intentaba salivar, pero ya no tenía mucho con qué hacerlo. Se destapó
una y la bebió toda de un solo trago.

–Tranquilo vaquero. No quiero que te de una torsión gástrica como a mi perro. Iohann
tragó a tiempo la cerveza, pues estuvo a punto de escupirla por una carcajada.

–No me gustaría que suene como un cliché, pero de verdad tengo la duda. ¿Qué hace
una chica tan linda como tú, viajando sola en un costoso auto como éste? Y no es que
sea mal agradecido, pero ir por ahí recogiendo vagos en medio de la nada, no es la
mejor idea.

–¿Sabes? Hace mucho que me ronda una idea en la cabeza. Eres la primera persona que
recojo y tal vez se deba a que eres el primer autoestopista que veo que me hace la
parada. La verdad llevo bastante tiempo recorriendo la carretera sola y un poco de
compañía no me vendría mal.

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–Te lo dije antes, a donde sea, pero lejos de aquí– Dijo Iohann sin poder evitar mirarle
los pechos a la rubia y percatándose de las placas de identificación que colgaban de su
cuello hasta sus senos.

–Ya veremos si eso es verdad– Dijo ella en tono desafiante, para rematar pisando un
poco más el acelerador.

Miraba por la ventanilla con una sonrisa, pensando que recorrer todo lo que habían
recorrido en 10 minutos le habría tomado a él horas. Echó un vistazo al velocímetro e
iban a 120k/h. Dividió mentalmente y llegó a la conclusión de que ya habían recorrido
unos 20 o 22 kilómetros en tan sólo 10 minutos. Se maravilló por el ingenio humano y
bendijo a todos los dinosaurios que murieron sólo para convertirse en petróleo y
salvarlo de...

El tacto de una mano suave que subía desde su rodilla hasta su muslo lo sacó del trance.
No había pensado en tener tanta suerte en tan poco tiempo. Tal vez cuando llegara la
noche, pero no tan pronto. La pequeña sonrisa que llevaba se alargó hasta doler. Bajó la
mirada y lo que vio sobre su muslo fue una mano despedazada. Tenía una fractura
expuesta en el dorso. Huesos astillados le brotaban por todos lados y toda la sangre se
veía gelatinosa y negra. Sangre coagulada. Le faltaba la uña al dedo pulgar. Iohann pegó
un brinco en su asiento y le apartó la mano con violencia.

–Creo que te tomé por sorpresa –Dijo con toda la normalidad del mundo posando
nuevamente la mano sobre el volante y dejando ver una piel tersa–. O quizás no te
gustan las mujeres –Soltó una carcajada enfermiza.

–Sí, digo, no... Sí me has tomado por sorpresa y no; claro me encantan las mujeres. De
hecho pensaba que más tarde... digo... –Suspiró esperando que eso lo relajara–. Creo
que el sol me afectó demasiado. Llevo dos días caminando a la orilla de la carretera y no
había bebido nada. Tal vez se me ha subido la cerveza y creí ver... Bueno, no importa.–
Tranquilo vaquero. Estás en buenas manos.

Se sonrieron, pero la sonrisa de Iohann era nerviosa. Pensó que lo mejor sería seguir
mirando por la ventana y olvidarse un poco de lo que creía haber visto, quizás así le
regresarían las ganas de mirarle los pechos, tomar más cerveza, llegar borrachos al
anochecer y hacer el amor. Antes de que pudiera seguir con su erótica historia, lo asaltó
la idea de que la siguiente vez que le mirara los senos, se encontraría con dos
putrefactas glándulas mamarias, saturadas de cortes y sangre o un prominente corte en
forma de "Y" sobre su pecho y rematado con suturas descuidadas, como las que veía en
la tele cuando le practicaban a una persona una necropsia. No soportó el estrés de la
visión y se dio vuelta para acabar con las especulaciones. Ahí estaban. Un par de los
senos más hermosos que había visto en toda su vida y eso incluía su carrera como
vocalista de una popular banda de rock. Las pequeñas placas militares que reposaban
sobre su pecho le llamaron la atención. Inclinó la cabeza de manera poco discreta e hizo
uso de esa codiciada vista perfecta.

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Ruiz Dupeyron

Michelle

CI: 01GC00124

FN: 08/04/1956

GS: 0+

–Me gustaría pensar que miras mis placas de identificación y no mis senos –Dijo ella
con humor–. Aunque aquí entre nos, no me molestaría que fuera lo contrario.

–¿Tu nombre es Michelle? –Dijo pasando de largo de su comentario.

–Sí que tienes buena vista, vaquero.

–Sí –Contestó ensimismado y pensando por qué le parecía tan familiar ese nombre. Si
sería la novia o hermana de algún productor. O tal vez una de esas chicas que le
escribían todo el tiempo a su fanpage de Facebook. Recordar a todas las chicas
extremadamente atractivas que le escribían a diario lo hacía pensar en que no era una
idea tan descabellada, aunque, en el mejor de los casos, muchas de ellas se habían
tomado su mejor foto y en el mundo real no eran nada de lo que aparentaban o muchas
otras se valoraban tan poco que preferían robarse la foto de algún sitio con un nombre
como "modelos adolescentes" o "colegialas bien". Sería una locura pensar en ella como
la admiradora psicópata que se enteró de su pelea con el manager y posterior
desaparición, para luego salir en busca de su amado. Todo eso explicaba la osadía con la
que le había acariciado la entrepierna sin siquiera saber su nombre...

–Vamos Iohann, haz memoria –Dijo despreocupada como si hubiera estado escuchando
sus pensamientos, cosas que le heló la sangre a Iohann.

–¿A qué te refieres? –Decía al tiempo que volteaba y se encontraba con una figura
ensangrentada y de carne expuesta. Sobre la frente le colgaban grandes trozos de cuero
cabelludo que a su vez dejaban expuesto un blanco y astillado cráneo. El lado izquierdo
de su rostro parecía haber sido rebanado con un serrucho. Un corte tosco que exponía
sus muelas rotas, pero no era tan impactante como ver lo que quedaba de su ojo
pendiendo del nervio óptico hasta la altura de su pómulo. El otro ojo estaba de un azul
casi blanco y cubierto por una película lechosa. El brazo izquierdo sólo se veía
salpicado por virios y sangre, pero a la altura de la muñeca, se encontraba en una
posición antinatural. Era evidente que estaba dislocada. El brazo derecho, que reposaba
sobre la palanca de velocidades parecía colgar por pellejos y la mano era la misma que
había visto antes. Iohann quedó paralizado ante tal visión y pudo haber seguido así de
no ser porque ella estiró de nuevo la mano para cogerle la pierna. Salió del trance con
un respingo y replegándose contra la puerta–. ¡Dios!

–Creí que no creías en él –Dijo ella con una voz tranquila que contrastaba con su
apariencia.

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–¡Oh Dios, por favor!

Ella soltó el volante sin apartar la mira de su único ojo lechoso. El coronet aceleró de
golpe y el velocímetro ahora estaba a tope. Comenzaba a parecer un metrónomo
poseído. EL coronet chillaba y lo hacía por medio de fierros que se retorcían. Miró la
pintura del cofre burbujear, como si estuviera hirviendo y después retorcerse
lastimosamente.

–Tienes que recordar, Iohann

La respuesta le vino a la cabeza tan de golpe, que se sintió, por medio segundo, feliz de
poder hacer conjeturas bajo esas extraordinarias circunstancias.

–¡Michelle Dupeyron¡ –Gritó Iohann– Tu nombre estaba en la cruz y yo no te conozco.


¡Déjame ir!

–Vamos vaquero, no seas gallina. Dijiste que me acompañarías a donde fuera y la


verdad es que llevo demasiado tiempo sola.

El vehículo comenzaba a irse de lado. Iohann se armó de valor e intentó coger el


volante, pero no lo consiguió, pues ella le atenazó el brazo con la mano destrozada. Para
tener los huesos y ligamentos completamente rotos y expuestos, apretaba bastante bien.
Intentó zafarse, pero tampoco lo consiguió. Pensó que el impacto sería inminente y que
el auto se volcaría. Rebotaría por todas partes y su cuerpo resistiría tanto como un huevo
en el bolsillo de un jugador de americano en pleno super-bowll. Ahí se dio cuenta de
que no llevaba puesto el cinturón de seguridad.

El auto salió del asfalto y tomó una duna como rampa. Giró y giró en el aire, pero jamás
golpeó contra el suelo ni contra ningún otro objeto. Iohann tenía los ojos fuertemente
cerrados y aunque no se había dado cuenta, de ellos salían lágrimas. El corazón le
palpitaba tan fuerte que no sólo lo sentía brincar en su pecho, sino también en su
garganta y oídos. No supo cuánto tiempo pasó, pero el sentimiento de angustia se diluyó
paulatinamente. Cuando se atrevió a mirar en rededor se encontró con una Michelle
hermosa y fresca, conduciendo un coronet sumamente cómodo.

–Anda Vaquero, no ha sido tan malo ¿O sí?

–¿Qué ha pasado?

–La vida; eso pasó.

A pesar de todo, Iohann se sentía a salvo y sin duda ella también.

El coronet siguió su camino por esa misma carretera. Jamás se agotaría su combustible
ni volvería a recoger a ningún otro autoestopista.

Dos semanas más tarde, un par de turistas de la tercera edad, que utilizaban la vieja
carretera hacia las pirámides, encontraron al desaparecido Iohann Kodachi. Estaba al
borde de la momificación con una mano seca aferrada a una vieja cruz de carretera. No

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pasó mucho antes de que hubiera dos cruces y muchas flores para ambos. Fue una
suerte, pues pocos saben lo que le pasa a un fallecido cuando los vivos se olvidan el él o
ella.

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Semana Santa
Tenía el cuerpo pegajoso y en algunas partes viscoso por el sofocante clima de Abril, el
sol era lo que su abuelo solía decir "bravo" y bastaba con poner un pie sobre el ardiente
asfalto para sentir la planta del pie quemarse dentro del zapato.

Por más calor que hiciera, a Luis no le parecía suficiente como para dejar de fumar un
poco de marihuana. En su habitación tenía un cajón con doble fondo repleto de
pequeñas bolsas con diferentes tipos de marihuana, desde la hidropónica, pasando por la
pelirroja y la gold Acapulco, hasta llegar a una muy rara de color verde muy oscuro,
casi negro, con pelusa gris por todas partes y conocida como lomo de gorila.

Luis se pasaba todo el día sentado frente a su casa, tostando su ya muy morena piel y
haciendo cigarros de marihuana con una sola mano. Estaba en esas agrietadas escaleras
de piedra cuando vio a la señora Olga regresando del mercado con los niños asoleados,
pero sonrientes, con un helado en la mano y en la otra una bolsa con quesadillas y
flautas de papa. La señora Olga parecía tener problemas con las bolsas y Luis la ayudó a
cargarlas los últimos metros. La señora Olga trató de darle una moneda, pero Luis no se
la recibió. Ya iba de regreso a sus escaleras cuando fijó la vista en la enorme casa azul
de la señora Jessica y miró cómo salía con su hermoso cabello rubio y su atlético cuerpo
de gimnasio a despedir al sujeto alto y moreno que todos los domingos por la mañana,
desde hacía dos meses, arreglaba su costosa y casi nueva lavadora. Luis se limitó a
sonreír y mover la cabeza desaprobando. La señora Jessica lo miró alejarse con una
sonrisa que dejaba al descubierto sus perfectos dientes blancos, parecía que lo seguiría
mirando hasta subir al modesto Derby, pero encontró a lo lejos la mirada de Luis y de
inmediato fue sustituida esa sonrisa por una mueca de desprecio. Indignada, dio media
vuelta y entró de nuevo a su casita de ensueño.

Luis se sentó de nuevo en las escaleras y terminó de armar un cigarrillo, sacó de la bolsa
derecha de su bermuda un par de llaves raras con un llavero plateado de la santa muerte
y un encendedor tipo sipo. Ya le había pegado una buena bocanada a su cigarrillo
cuando vibró su teléfono, era un mensaje por WhatsApp de "El loco". Había trabajo.

Subió a su viejo Mustang negro, le hacía falta pintura y tal vez unos asientos nuevos,
pero en realidad se veía en muy buenas condiciones. Tenía todo tipo de
compartimientos para esconder bolsitas de droga y un arma de bajo calibre oculta, pero
a la mano. Arrancó el carro y a los pocos metros encendió la radio para escuchar alguna
canción de Rock en español y justo cuando comenzaba a sonar apuesta por el rock and
roll, alarmas de carros en todo el vecindario comenzaron a sonar, Luis detuvo el
Mustang y se dio cuenta del problema, cuando vio que los postes y el cableado se
tambaleaban con suficiente violencia como para comenzar a creer en Dios. La gente
comenzó a salir de sus casas, personas en pijama, sin calzado, con el cabello sin
arreglar, otros con sus diminutos perros en brazos y entre todos Luis notó a una chica de

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piel blanca, anteojos, cabellos negro y con uno delicado, pero sexy cuerpo, cubierto sólo
por unas pequeñas pantimedias grises y una diminuta playera blanca que no dejaba
mucho a la imaginación. Luis no pudo evitar sonreírle a la joven, pero en medio de su
intento por aparearse, un poste de concreto cayó y partió un carro por la mitad. Lo que
antes parecía un ordenado simulacro con una que otra mujer gritona se convirtió en ese
momento en una escena de caos y desesperación. La gente corrió por todas partes
buscando refugio. Algo comenzó a tronar, Luis pensó que se trataba de los cables de
alta tensión chocando contra el piso, pero se dio cuenta de que eran las casas que
comenzaban a agrietarse y algunas ventanas comenzaron a partirse en pedazos. Después
de casi dos minutos todo había terminado.

Luis puso en marcha el carro y mientras se dirigía de manera mecánica a su destino,


contempló a mucha gente llorando, en shock, a otras descalzas y con las plantas de los
pies sangrando. Vio una cornisa que se había despedazado y había caído sobre un
hombre que yacía en el piso inconsciente o tal vez muerto.

La radio dejó de sonar y sólo se escuchaba estática y cuando se disponía a apagarla la


voz de un sujeto se hizo presente.

-Damas y caballeros, interrumpimos esta transmisión para informar sobre un sismo que
acaba de sacudir a la ciudad de México, "Charly" y yo su servidor, no pudimos
abandonar la cabina por la responsabilidad de traer hasta ustedes la información del
sismo. El primer reporte que tenemos es que pudo haber sido un sismo de 8.4 grados en
la escala de Richter, con epicentro en la ciudad de Guerrero. Muchos edificios que están
en las inmediaciones de la cabina, en la colonia Polanco, han caído desmoronados. No
tenemos cifras exactas, pero sabemos que debe de haber un gran número de heridos y
bajas humanas. ¿Tú que dices Charly?

-Así es Christian, tal vez tenga que ver con los acontecimientos que esta semana santa
trajo consigo. No sé si puedas recordar que el día Martes pudimos ver desde la ciudad
de México un fenómeno conocido como luna sangrienta, que hoy sabemos es causado
por la posición de la tierra entre la Luna y el Sol, pero que en otros tiempos podría haber
sido una señal de mal augurio. También la granizada del día Jueves, Jueves Santo, en la
que media ciudad quedó cubierta por casi treinta centímetros de granizo, e incluso hay
quienes reportaron en ese momento vidrios y parabrisas rotos por el tamaño excesivo de
dicho granizo.

-Charly, no puedes olvidar las mariposas o palomillas, como las llaman muchos aquí,
que el día viernes invadieron el Zócalo capitalino y que los expertos aún no saben de
dónde salió tal cantidad de este tipo de insectos.

-Cristian, está llegando un reporte desde el aire con las colonias más afectadas, vamos a
escuchar a nuestro compañero Said que se encuentra allá arriba. Said, estamos contigo...
-Más estática se escuchó por unos segundos.

Luis ya tenía suficiente y decidió apagar el radio. Sacó un cigarrillo armado de la


guantera y decidió que a ninguna autoridad le importaría pararlo por echar un poco de
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humo verde. Al parecer tenían otras prioridades. Condujo lento mirando los destrozos
por otros 20 minutos y no se detuvo hasta llegar a casa del Loco.

Cuando llegó, el Loco iba bajando de su Mazda 3 color rojo, le pidió ayuda para bajar
una pantalla de la parte trasera del auto, le contó que la acababa de robar del centro
comercial y que traía una aspiradora y un horno de microondas en la cajuela. Del lado
del copiloto había una enorme caja con un estéreo de última generación y muchos
paquetes de cigarrillos. Tras bajar las cosas le dijo que le tenía un encargo. El Loco
destapó una cerveza con los dientes y le dijo que tenía a dos sujetos amagados en la
habitación trasera.

El Loco era un moreno, no muy alto, con mirada ventajosa y rapado. Tenía tatuajes por
todo el cuerpo, muchos de esos tatuajes eran realmente horribles, pero era porque
habían sido hechos en prisión. Caminar tras él por los oscuros pasillos de su casa,
siempre le daba a Luis la extraña impresión de que en cualquier momento giraría y le
metería una puñalada en el ombligo, sólo por diversión.

Al pasar por una de las habitaciones vio a una chica joven, al menos 10 años más joven
que el Loco, era rubia, de ojos azules y facciones muy finas, estaba tratando de ponerse
unas pantimedias y luego un Jersey del Loco. Miró a Luis por un segundo y continuó
con su torpe intento de vestirse. Al regresar la vista al pasillo el Loco ya lo estaba
mirando con una sonrisa truculenta y carente de varios dientes.

-Cuando quieras es tuya, solo que primero tienes que impresionarla-. Y soltó una
carcajada.

-¿Cómo demonios la impresionó el Loco? –Pensó Luis -Tal vez le apuntó con un arma a
la cara-. Sonrió sin ánimo.

Al llegar al final del pasillo encontró una habitación en la que se encontraban dos tipos
atados de pies y manos, con los ojos encintados y con una mordaza en la boca.

-Robamos un camión hace unos días y el estúpido del Bomba trajo el tráiler con Trailero
y copiloto. Los iba a dejar libres en algún lugar del estado de México, pero el chico
reconoció al Bomba y ahora no tenemos otra alternativa.

Luis detestaba tener que desaparecer cuerpos, pero no tenía de otra, se lo estaba
pidiendo el Loco en persona y además había buen dinero de por medio.

-Está bien Loco, pero sabes que ya no quiero hacer este tipo de encargos. Espero que
sea el último.

-No lo creo Luisito –Dijo el Loco con seriedad –Tal vez no lo sepas, pero ya no hay
gente como tú, con huevos y con cerebro. Si mandara a uno de mis "mostros" a hacer
algo como eso, seguro lo agarrarían y en unos días yo también estaría chingándome en
cana.

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Luis pasó la tarde en casa del Loco mirando en el televisor nuevo las noticias sobre un
meteoro que había iluminado el cielo en Rusia y que no había causado daños
importantes, pero había terminado con la comunicación en algunas zonas.

Cuando cayó la noche se preparó para poder subir a la cajuela al trailero y al copiloto.
Estaba un poco inquieto de que no cupieran los dos y que tuviera que llevar a uno en los
sillones traseros, pero cuando al fin llegó el momento, los dos cuerpos embonaron como
en el tetris.

Encendió la radio en su estación de Rock favorita y manejar desde la casa del Loco
hasta el municipio de Ecatepec no fue difícil. Vio un par de patrullas de camino, pero tal
vez tenían su atención puesta en las grietas que el temblor formó sobre la avenida.

Llegó a Tecámac, y pasó cerca de una pequeña casa que tenía ahí, se imaginó dándose
un baño tibio después de haber cavado otro sucio y frío hoyo en el que desaparecería a
otro par de infelices.

Se salió del camino para entrar en un estrecho paso de terracería. Dos kilómetros más
adelante detuvo el Mustang. Una peste a animal muerto le saturó el olfato, no era raro,
pues a un kilómetro de ahí había una fábrica de jabón y las fábricas de jabón utilizan
grandes cantidades de grasa animal, grasa que en época de calor, como lo es la semana
santa, tiende a pudrirse y a esparcir por kilómetros el aroma de la muerte a una
velocidad increíble.

A Luis no le gustaba trabajar con las luces del carro encendidas y tampoco utilizaba su
lámpara, creía que así no llamaría la atención de algún curioso despistado que lo pudiera
ver actuar y también evitaría que los mosquitos lo picaran hasta drenarlo. A pesar de eso
sacó la diminuta lámpara de mano de la guantera y un arma que escondía bajo los cables
sueltos del estéreo, los metió en su chaqueta y comenzó a cavar en la oscuridad.

No tardó mucho en hacer un hoyo lo suficientemente profundo para que los dos sujetos
cupieran, pues había elegido aquel lugar para todos sus encargos por lo suave de la
tierra y lo alejado de cualquier lugar en cualquier dirección. Al menos tardarían otros 10
años en construir algo por ahí.

Caminó hacia el carro, encendió un cigarrillo y luego puso el Mustang en neutral, sin
prender las luces lo acercó hasta el agujero para librarse de arrastrar a los sujetos hasta
ahí, pero cuando miró por el retrovisor vio algo extraño, una figura de pie entre el carro
y el hoyo. Puso el freno de mano y volteó rápidamente pensando que mientras cavaba
los sujetos se habían liberado de sus ataduras y habían salido de la cajuela sin que él se
diera cuenta, pero no vio nada.

-Tal vez no debí de haberme prendido el lomo de gorila –Pensó Luis al tiempo que
empalidecía.

Regresó la vista al frente y respiró hondo. Salió del carro para ver si aún seguían esos
dos en la cajuela. Levantó despacio el cofre y efectivamente, ahí estaban, llorando en
silencio y frotando sus cabezas en un extraño gesto de consuelo.
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Luis nunca había podido matar a ninguno de sus encargos antes de meterlos al hoyo,
todos los que había mandado el Loco vivos, habían sido enterrados vivos. Estos no
serían la excepción.

Tomó por los pies al primero y éste se retorció como el gusano que descansa bajo la
piedra y es alcanzado por la dañina luz del día. El pobre gimió tan desesperadamente
que de haber sido el primer encargo de Luis, tal vez se habría arrepentido y lo habría
dejado comenzar una nueva vida en un lejano estado de la República Mexicana.

Tiró con fuerza sujetando ambos pies, cuando una pálida mano lo tomó con fuerza por
la muñeca, de la impresión dejó escapar un grito, se tiró de nalgas sobre el césped y
sacó el arma que tenía guardada en la chaqueta, apuntó a la oscuridad y no vio nada.

Luis comenzó a entrar en pánico y la habitual taquicardia de sus primeros días como
fumador activo de marihuana, regresó.

Sacó la lámpara de su chaqueta y la tomó junto con el arma como había visto tantas
veces en las series policiacas americanas y comenzó a caminar hacia el único sitio
donde podría haberse escondido una persona. A un costado del mustang.

En un movimiento rápido iluminó el área, tampoco había nada ahí. Luis comenzó a
bajar despacio tratando de iluminar bajo el carro y cuando pasó la lámpara de izquierda
a derecha vio algo pálido y huesudo alejarse por el otro lado. Lo que vio le recordó el
movimiento de un cienpies y un escalofrío le recorrió la nuca y luego todo el cuerpo.

Se levantó agitado e iluminó el frente del mustang. Definitivamente había algo ahí, no
era humano, era más rápido que él y no parecía querer ser su amigo.

Luis no lo pensó más y decidió que no podría terminar el trabajo.

Antes de dar un paso algo le jaló ambas piernas y calló de boca sobre el césped, soltó el
arma para poder meter las manos y la lámpara rodó a un par de metros y por unos
segundos dejó ver el aterrador rostro de la muerte; Los ojos parecían cubiertos por una
tela blanca y en estado de descomposición, la boca la tenía repleta de dientes humanos,
pero en desorden, tenía un agujero en medio del rostro del cual escurría un líquido
viscoso y que pretendía ser una nariz. Brazos y piernas por todas partes unidos a un
dorso que parecía no tener fin.

Antes de que pudiera emitir cualquier sonido un golpe seco lo mandó a dormir.

Cuando recuperó la conciencia todo estaba oscuro. Una fuerte punzada en la cabeza lo
sorprendió en ese momento, se quiso llevar las manos a la nuca y descubrió que el
espacio era demasiado reducido, cuando al fin logró tocar su nuca, sintió el cabello
empapado en algo que supuso era sangre.

Buscó rápidamente en la bolsa de su pantalón y encontró las llaves del Mustang y el


encendedor. Lo encendió y entendió lo que pasaba. Le habían hecho lo que él llevaba
haciendo años; lo habían enterrado vivo.

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Al mirar hacia sus pies se percató de que había un hueco por el cual tal vez pudiera
salir, pero antes de que pudiera arrastrarse dos centímetros hacia él, un par de manos
grises y de uñas negras comenzaron a aparecer por ahí, luego el mismo rostro que había
visto antes de ser sepultado y en ese instante, y en ese rostro, encontró a todas las
personas que había sepultado vivas durante tanto tiempo en ese mismo lugar.

Al otro extremo de la criatura sólo había manos y piernas trabajando juntas para sepultar
vivo a su verdugo y dejar como únicos testigos a un Mustang negro, un cielo estrellado
y a un trailero, ahora diabético, amagado junto a su joven copiloto.

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La psicofonía
No tenía la intención de salir de Facebook, bloquear el teléfono, levantarme de la cama,
ponerme la sudadera roja y mis tenis rojos DC, pero mamá había dado una orden y
tomando en cuenta el coraje que le había hecho pasar mi odiosa hermana mayor; Liz, al
ser descubierta con la luz apagada, en el sofá y con un par de manos donde debería de
estar su sostén, decidí hacer caso a la primera.

Era un poco tarde, pero no lo suficiente como para correr al lambiscón novio de Liz y
mandar al puberto Ángel (yo) por una cajetilla de cigarrillos.

Al llegar a la sala me encontré con la triste escena por la que ya habían pasado decenas
de veces Liz y mamá. Llegué justo en el peor momento, cuando el silencio se tornaba
incómodo y mamá se limitaba a mirarla por un largo rato antes de decir cualquier
palabra relacionada con su conducta. De haber un momento en el que un hijo
verdaderamente reflexiona por lo que hizo, era ese.

Mamá ni siquiera me miró, tenía la vista fija en la avergonzada, pero orgullosa Liz. Se
limitó a decir que el dinero estaba en la mesa y que quería que le trajera una cajetilla de
Marlboro 100. Detestaba que fumara, pero entendía que muchos de sus intentos por
dejarlo fueran saboteados por las imprudencias de mi hermana y un ejemplo era este.

Salí de casa y me encaminé hacia la tienda que se encontraba a dos cuadras de ahí. Miré
el reloj para asegurarme de que aún la encontraría abierta y me di cuenta de que
pasaban, por poco, de la media noche, sabía que la tienda la cerraban a las 12, pero
muchas veces la llegué a encontrar abierta hasta las 12:10 por los últimos clientes del
día. Si no llegaba a ser así, tendría que atravesar el campo de futbol para poder
comprarlos en el mini-super, que por supuesto, tenía servicio las 24 horas.

Me apresuré y sólo llegué para ver cómo el señor terminaba de bajar la cortina y
comenzaba a poner los candados, habría preferido simplemente encontrarla cerrada y
evitarme el coraje de pensar en el maldito "hubiera".

Escondí el dinero en uno de mis calcetines y me decidí a no dar tanta vuelta y pasar por
el oscuro campo de futbol, era un mal momento en muchos sentidos, pues acababa de
terminar de ver EVIL DEAD unas horas antes y por otro lado, los "Prats" se juntaban
ocasionalmente para molestar a jóvenes ingenuos y sin autoestima, como lo que yo
aparentaba ser.

Para mi suerte no salió ningún "Prat" con un bate a querer amedrentarme y mucho
menos salió de la tierra una putrefacta bailarina de piel azul a querer mostrarme sus
dotes de baile.

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El del mini-super ni siquiera me pidió identificación, era un chico a penas un poco más
grande que yo, con unas ojeras muy marcadas y una torcida sonrisa que me dejó ver sus
amarillentos dientes tras entregarme el cambio. Salí de ahí dispuesto a enfrentar lo que
fuera en el campo de futbol, poro una vez más, nada ocurrió.

Al llegar a mi casa encontré la puerta emparejada y pensé que la discusión se había


salido de control. Entré con cautela esperando escuchar a alguna de las dos en pánico,
pero no había alguien, o por lo menos eso creía.

En el piso estaba el teléfono celular de Liz y eso me pareció sumamente raro. De haber
salido corriendo, lo último que olvidaría sería el celular. Estaba desbloqueado y no dudé
en husmear un poco. Dejé los cigarrillos sobre la mesa y antes de subir a mi habitación,
cerré la puerta del frente, me aseguré de que no hubiera nadie en el patio de atrás y me
fui directo a mi cama, pensando que de estar las dos afuera, una traería llaves o
llamarían con el timbre.

Lo primero que hice fue ver su whatsapp, la última conversación era para Lalo, su
novio. No podía creer cómo la fría y malvada Liz podía decir cosas tan cursis como
"Kskrita, tú sbes q nda ns sparará" y "Aw, si vvieras cnmig t djría cartas bjo la
almuada", pero era cierto, tenía un corazón y le pertenecía al chico más imbécil del
barrio.

Di gracias porque no encontré fotografías de sus genitales y no paré de reír mientras leía
la sarta de mentiras que se decían al jurarse lealtad eterna. Al final de la conversación
había un audio y antes de que lo pudiera reproducir, un golpe seco proveniente de la
planta inferior me alertó. Pensé que Liz y mi madre habían vuelto así que me apresuré a
esconder el teléfono y bajar para ver si todo estaba bien.

Al llegar abajo no encontré a nadie. Fui hacia la puerta principal para corroborar que
estuviera bien cerrada y lo mismo hice con la puerta trasera, pero todo estaba en orden,
aunque me pareció extraño, no le di tanta importancia. Tal vez sólo me confundí.

Subí de nuevo a mi habitación, entré y una vez más me recosté sin siquiera prender la
luz. Saqué el celular de Liz y me sentí afortunado de que no se hubiera bloqueado al
guardarlo. Entré de nuevo a whatsapp y me dispuse a escuchar el audio que había sido
enviado a las 12:18 AM y que aún no marcaba el "doble check". Estaba seguro de que
iba a escuchar algo como las últimas palabras que Rose le dijo a Jack en Titanic.

Al reproducir el audio escuché la voz de mi hermana ahogada en llanto, balbuceaba


palabras que al principio no podía entender, pero que poco a poco se fueron haciendo
más legibles:

–Lalo, Lalo, Lalo... La luz parpadeaba... –Sollozos– Y se fue... Mamá gritó, y gritó, y
gritó... y yo la busqué y no la encontré...

Luego escuché ruidos de muebles siendo arrastrados de una manera violenta, seguidos
de un grito prolongado:

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–¡No, no, no, no, no, no, no!

Y después, sólo silencio. Me quedé mirando la pantalla y aún marcaba unos 15


segundos más. Escuche con atención y descubrí una voz... No, más bien un susurro.
Subí el volumen para escuchar mejor lo que decía:

–Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de... No nos


castigues más.

Eso era todo, una infantil y temerosa voz. Alcé la vista muerto de miedo y miré la luz
del pasillo que se filtraba bajo la puerta. Por un par de segundos todo me pareció una
pesadilla de la que despertaría en cualquier momento, pero no fue así, de hecho
empeoró.

Dicha luz comenzó a parpadear y antes de que pudiera hacer cualquier cosa, se apagó.
Miré el teléfono, pero él también se había apagado, lo intenté prender, pero estaba
muerto.

Un escalofrío me recorrió la nuca y me fui recorriendo hacia atrás, sin perder de vista la
puerta y buscando llegar hasta el lugar más alejado de ella. Tras unos segundos
comencé a escuchar susurros de niños que se hicieron cada vez más suaves, hasta que
desaparecieron. Luego escuché pasos firmes provenientes de la planta baja, de la cocina
y un plato caer y romperse en esa misma habitación.

Levanté una toalla que estaba en el suelo y me cubrí con él hasta la nariz, esperando que
ese pedazo de tela me protegiera.

Luego silencio. Tal vez pasaron unos cuantos segundos que a mí me habían parecido
minutos. Volví a escuchar ruidos, pero ahora venían de la sala. Se escuchaban los
cajones abrir y cerrar una y otra vez. Luego los muebles más pesados ser arrastrados de
un lado a otro, después alguien que subía por las escaleras con pasos pesados, con algo
arrastrando y que hacía sonar un golpe seco en cada escalón.

Para ese momento yo estaba a punto de gritar de miedo algo así como:

–Lárguense de aquí, estoy marcando a la policía.

Pero de mi boca no salió ni un solo murmullo.

Escuché cómo se abría la puerta de la recámara de mamá, luego el baño y después la


habitación de Liz, sin duda, seguía la mía. Me cubrí el rostro y esperé, pero la puerta no
se abrió.

Me descubrí y miré hacia ella, seguía cerrada.

Una voz burlona me dijo al oído:

–Corre.

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Todos los bellos de mi cuerpo se erizaron, grité instintivamente como jamás había
gritado y salí corriendo de la habitación en pánico total.

Cuando estaba a punto de bajar corriendo las escaleras me topé de frente con dos niños
encorvados y jugando con algo en el piso. Me dejé caer de nalgas sobre las escaleras y
en ese momento voltearon a verme y vi que lo que tenían jugando era una rata muerta,
pero lo que me dejó paralizado fue que los niños no tenían ojos, cuando giraron de
nuevo la cabeza hacia la rata me incorporé y corrí de regreso, pero esta vez no entré en
mi habitación, sino en la habitación de Liz. Me escondí en su closet como cuando
éramos niños y mamá estaba por regañarnos por alguna travesura.

Me encorvé en una esquina y apreté las manos contra mi boca, fue cuando sentí las
mejillas húmedas por unas lágrimas que no supe en qué momento habían aparecido.
Respiré con dificultad y temí volver el estómago del miedo, pero me pude contener.

Pasaron algunos minutos y luego algunas horas, yo seguía muerto de miedo y deseando
que mamá y Liz estuvieran conmigo. Me quedé esperando a escuchar algo más, pero
sólo había silencio.

Me dormí.

A la mañana siguiente mi hermana me despertó con un grito y me aporreó con una


almohada:

–¿Qué haces ahí? –Preguntó histérica– ¡Le diré a mamá!

Salió corriendo a toda prisa.

No estaba seguro de qué pensar, me incorporé y salí tras ella.

Llegando al cuarto de mamá, Liz me acusó de no respetar su privacidad y mamá nos


advirtió que no eran horas para estar peleando. Yo tenía los ojos tan abiertos que creí
que se me saldrían. Ahí estaban mamá y Liz, como si nada hubiera pasado. Les quise
explicar, pero no encontré palabras en ese momento.

Más tarde le conté a Liz y por supuesto me creyó un muchacho loco falto de atención, e
incluso yo mismo comencé a creer que en verdad nada de eso había pasado, pero luego
le conté de sus conversaciones con Lalo. No se pudo explicar cómo es que yo conocía al
pie de la letra todas las cursilerías que se habían dicho, y lo más intrigante aún, cuando
revisó su celular, sí había un mensaje de audio enviado a Lalo a las 12:18 AM

Al tratar de reproducirlo no se escuchaba algo. Sólo el característico sonido del


micrófono grabando nada.

Lo intentó parar a la mitad, pero insistí en que lo escucháramos todo. Era un audio largo
y efectivamente no había nada más en él, pero cuando estaba por terminar, al final de la
grabación, le dije que había escuchado algo, que prestara atención. Era un lejano e
infantil susurro:

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–Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de... No nos
castigues más.

Bosque peruano
Estaba seguro que dentro del bosque había algo. Tenía la linterna apuntando en todas
direcciones y tal vez si se calmaba un poco podría haber visto una vez más esa pequeña
figura de ojos negros y separados, de piel rojiza y dientes afilados.

Tenía que ser una broma de la escuálida de Laura. No sería la primera vez en ese viaje
que intentaba apartarlo del grupo con la intención de darle su merecido. Seguro se
estaba vengando por el último video qua había subido a Youtube y que se había vuelto
viral a nivel mundial.

Iván se había consagrado con esa broma y no era para menos. Había invitado a Laura a
ver unas películas a su casa diciéndole que se llevara pijama, porque había conseguido
la zaga completa de Harry Potter. Esa noche ya habían visto las primeras tres películas,
mientras se hacía de noche, Laura bajaba la guardia después de una interminable lista de
bromas. Iván le dijo que estaría bien que cenaran unos roles de canela con chocolate
caliente. No tardó en preparar una mezcla de chocolate abuelita con una bien calculada
dosis de sedantes. Después de dos tragos, Laura se había quedado tan dormida que ni
estando recargada sobre una de las bocinas de un concierto de Sepultura, hubiera podido
despertar.

Llegaron dos amigos de Iván. Uno era paramédico y el otro un joven dentista que no
tenía mucho de haber puesto su propio consultorio. La presencia de ellos, lo habían
impulsado a correr mayores riesgos, como el de los sedantes. La metieron en la
camioneta de Iván y la llevaron al consultorio de su amigo. Habían preparado el lugar
para hacer la más viral de las bromas.

Cuando Laura despertó, lo primero que vio fueron un par de luces segadoras. Al tratar
de moverse se percató de que estaba inmovilizada de brazos y piernas. Giró la cabeza
para reconocer su entorno, pero unas mamparas bien iluminadas no le permitieron sacar
conclusiones lógicas. Por el piso avanzaba una sigilosa y enorme nube de hielo seco,
que con dos comunes lámparas leds multicolor, adquiría el aspecto de una niebla capaz
de devorar lo que fuese que tocara. Se escuchó el sonido clásico de la descompresión de
una puerta y aparecieron dos robustas siluetas que al acercarse más dejaron al
descubierto una piel reseca y grisácea. Laura no gritó, sino que mantuvo una cara de
pánico de la cual se podía deducir, estaba a punto de llorar.

18
Uno de los grisáceos seres se llevó ambas manos a la parte que parecía la boca y le
mostró una dentada cuenca muy parecida a las fauces de una sanguijuela. Se dobló
como si fuera a vomitar y de la babosa cavidad emergió un pulpo muerto teñido de
verde. Laura comenzó a repetir sin sentido las palabras "ma, ma, ma, ma, ma"; parecía
un bebé que apenas comenzaba a hablar y eso generó una sonora carcajada en el
consultorio que de haber sido más ingenua toda la tensión que ya se había generado se
hubiera venido abajo, pero en realidad sonó maliciosa y ventajosa. El imponente ser que
ahora sostenía entre sus manos un pulpo verdoso, caminó hacia ella y meneó sobre el
rostro de Laura, el viscoso cadáver. Esta vez Laura comenzó a gritar y a moverse
desesperadamente. Las amarras cedieron y se dio cuenta de que todo el tiempo había
estado fijada al asiento reclinable con velcro. Huyó hacia un rincón del consultorio
tirando uno de los tapancos y comenzó a gritar palabras que no significaban nada en
ningún idioma, hasta que pudo articular una oración completa.

-¡Tú no sabes quién es mi papá! Es el presidente de este planeta.

Un poderoso torrente de carcajadas terminó con la broma y las luces comenzaron a


encenderse. Los seres grises se retiraron la máscara y Laura miró con recelo la enorme
sonrisa que ahora mostraban Iván y su amigo. A pesar de que Laura seguía llorando, su
rostro denotaba alivio y felicidad. Se levantó e Iván corrió muerto de risa para abrazarla.
Laura podría haber reaccionado mal, pero más de un año haciéndose bromas con Iván
para su canal de Youtube, no se lo permitió. Correspondió su abrazo sabiendo que tarde
o temprano tendría su revancha.

A las tres semanas de haber subido la broma a su canal, no creían lo que estaban viendo.
El video ya rebasaba las 10 millones de reproducciones y los programas de televisión de
su país, y de todo el mundo, ya la transmitían con humor y orgullo. Algunas personas
creían que habían llegado demasiado lejos, pero al ver la cara de Laura con una enorme
sonrisa al final del video, no les quedaba de otra más que admitir que en realidad era
muy divertido. Comenzaron a surgir memes de Laura con frases como "bitch please, mi
papá es el presidente del mundo" o "a veces me gustaría ser abducido, pero luego
recuerdo que mi papá no es el presidente del mundo y se me pasa"

El fenómeno podría haber acabado con la autoestima de cualquier persona, pero Laura
lo tomó con humor y decidió abrir su propio canal de youtube. En poco tiempo se
convirtió en una estrella youtuber. Ahora la gente se le acercaba y le pedía tomarse una
selfie con ellos. Ella trataba de imitar el gesto de pánico que la había inmortalizado y la
gente acompañaba sus fotografías con textos como "#Casual Con la hija del presidente
del planeta". Toda es atención le agradaba a Laura, pero después de un tiempo ya
deseaba darse un descanso de todas las cámaras. Recordó que tiempo atrás Iván le había
dicho que sería genial pasar un fin de semana a las orillas de un río, pescando,
encendiendo fogatas y contando historias de terror en torno a ella.

Determinó que era algo que en realidad deseaba y que si quería darle un susto de muerte
a Iván, ella tendría que organizar la salida.

19
Habían confirmado seis personas, pero llegado el día sólo pudieron ir cuatro: Iván,
Laura, Carlos que era amigo del colegio tanto de Iván como de Laura y que había
mantenido una relación en secreto con Laura durante algún tiempo, y la novia de Carlos,
una chica tímida y muy guapa llamada Tania.

Iván supo desde el principio que algo tramaba Laura, pero le parecía interesante
descubrir poco a poco en qué terminaría todo. Además no quería admitirlo, pero Laura
comenzaba a llamarle la atención. Toda esa fama la había convertido en una chica muy
segura y esa característica le parecía mucho más sexy que sus grandes ojos o sus suaves
labios.

El bosque era lo que todos habían estado necesitando y un poco más. Desde que
llegaron buscaron un lugar apartado en el cuál se pudiera acampar y encontraron el sitio
perfecto cerca de un pequeño río cristalino y de aguas heladas, por el cual se podía
observar nadar pequeños pececillos azules.

Armaron sus tiendas. Nadie requirió ayuda, aunque en numerosas ocasiones Iván se veía
muy interesado en ver cómo lo estaba haciendo Laura, pero ella resolvió todo sin ayuda
e incluso terminó un poco antes que los demás.

Carlos, Tania e Iván se sentaron cerca del río con tres enormes cañas de pescar y
esperaron con una sonrisa a que alguno de esos hermosos peces azules que penetraba a
ratos en la clara superficie y luego se desvanecía en lo más profundo, picara el anzuelo,
pero antes de que eso ocurriera llegó corriendo Laura con un bikini puesto y se lanzó al
agua con un grito de guerra. El diminuto bikini confirmó que el agua no sólo se veía
helada, sino que también se sentía así. Iván terminó de enamorarse en ese momento y se
preguntó, cómo era posible que la escuálida Laura hubiera podido ocultar un cuerpo tan
hermoso durante tanto tiempo a su mejor amigo. No salió de su alelamiento hasta que
Laura le tiró agua sobre el rostro.

-¡No me mires así! –Gritó Laura-. De todas formas no ibas a pescar nada hoy.

Iván se sintió aliviado de saber que Laura aún no descubría cómo la estaba mirando
realmente. Como un adolescente enamorado.

Se quitó la playera, los pantalones y saltó al agua con Laura. Sólo ellos dos jugaron en
el río, pues Carlos y Tania dejaron sus cañas bien aseguradas y se retiraron a su tienda
de acampar. Cuando comenzó a caer el sol ya se habían salido del río y platicaban de
todo menos de youtube. Laura aún no lo había notado, pero comenzaba a sentir lo
mismo por Iván. Después de que Laura le contó un chiste malo y tierno respecto a los
peces Iván no se contuvo más y la besó. Fue suave y al mismo tiempo apasionado. Sin
duda tomó por sorpresa a Laura, pero ella decidió que era una sorpresa muy grata y que
la iba a disfrutar. Al terminar el beso se miraron a los ojos con la luz de la tarde
atenuándolo todo, pero una de las cañas comenzó a hacer un ruido raro y terminó con
ese instante que los dos querían que durara por siempre. Al mirar la caña se dieron
cuenta de que un pez había picado y corrieron a sacarlo. Les costó trabajo y creyeron
que sacarían del agua un pez del tamaño de un perro mediano, pero cuando lo sacaron
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del agua no medía más de 12 centímetros, aun así fue una experiencia que nunca
pensaron que les fuera a provocar tanta emoción.

Se acercaron victoriosos con el pescado a las pequeñas casa de campaña en las cuales ya
estaban Tania y Carlos tratando de prender un fuego con algunas varas secas que había
estado recogiendo, pero no habían tenido éxito. Mientras Iván alardeaba sobre el
pescado, Laura buscó un poco de hojas secas y luego varitas más delgadas para
encender la pequeña pira.

Pronto cayó la noche y no perdieron la oportunidad de poner algunas salchichas a asar,


y tampoco perdieron la oportunidad de contar algunas historias de terror.

Carlos era realmente malo para eso, pero Tania mostró un talento increíble para
asustarlos. Decía no estar preparada, pero contó una historia realmente aterradora sobre
una criatura de nombre Chullachaqui que vivía en esos mismos bosques.

–La criatura llevaba tiempo engañando a los niños de los poblados cercanos, para que se
alejaran de sus padres y se adentraran en el bosque –Dijo Tania con el rostro cerca de
las chispeantes brasas–. Lo pueblos en rededor sumaban más de 300 niños extraviados
en los últimos 100 años. Nadie sabía para qué quiere a los niños, pero lo que si se sabían
era que no sólo extraviaba niños, sino que podía hacer lo mismo con los adultos. En
alguna ocasión habían penetrado en el bosque un grupo de hombres para darle caza a la
criatura, que esta vez se había hecho de tres niños en menos de una semana. La jornada
duró todo el día, pero no se organizaron como deberían de haberlo hecho y al caer la
noche se dieron cuenta de que habían perdido a cuatro hombres más. Hicieron una
pequeña búsqueda más y encontraron a uno de ellos vagando sin ojos ni lengua cerca
del río. Días más tarde, cuando al fin se recuperó, escribió que la criatura los había
separado haciéndose pasar por personas que cada uno de ellos amaba. Algunas veces
sólo con voces, pero también podía adquirir la forma del ser amado. A él se le había
presentado en la forma de su hijo. Tenía los pies metidos en el agua y lloraba repitiendo
la palabra papá. El hombre no se lo creyó y en el momento en que trató de correr la
criatura saltó del agua mostrando unas enormes pesuñas en lugar de pies. Cayó sobre él
transformado en demonio. Lo inmovilizó y le trituró la lengua para que no pudiera pedir
ayuda. Le arrancó los ojos con las manos y según escribió, escuchó a la criatura
masticarlos y tragarlos. Cuando más seguro estaba de que ahí mismo perdería la vida,
los gritos del grupo se escucharon acercarse con rapidez y lo ahuyentaron. Se incorporó
en busca de ayuda, andando a tientas. Ese fue el momento en que lo hallaron. Cuando
más recuperado estaba, lo tomó por sorpresa una intensa fiebre que no pudieron bajar
con remedio alguno. La herida de la lengua se comenzó a tornar oscura y a los pocos
días murió alucinando y con una mueca de pánico. Dicen que la criatura no quedó
conforme con eso, pues el cuerpo desapareció antes de ser sepultado. Otros cuentan que
lo vieron caminando con paso torpe camino al bosque. La verdad respecto a eso no está
clara. Lo que sí les puedo asegurar es que el chullachaqui sigue deambulando por estos
mismos bosques. Esperando en la oscuridad y planeando cómo separarnos.

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Algo se movió entre el bosque y los cuatro se miraron y corrieron a abrazarse. Luego
soltaron una sonora carcajada pensando en lo ridículos que se veían y en lo bien que lo
había hecho Tania.

Esa noche contaron unos chistes para acabar con la tensión del relato de Tania y
hablaron un poco de sus metas. Comieron todas las salchichas que quisieron mientras
Carlos tocaba la vieja armónica alemana que le había heredado su abuelo. Era realmente
bueno y los hacía sentir un viejo western americano.

No eran ni las 11 de la noche, pero sentían que llevaban toda la noche hablando, así que
apagaron la fogata y se fueron a dormir tranquilos, sin pensar más en la creciente
oscuridad y tampoco en el chullachaqui.

Iván fue el último en dormir. Pensaba en Laura y en lo ingenuo que fue al no traer
condones. No se torturó mucho y antes de que se diera cuenta, ya estaba soñando.

En su sueño una culebra se metía en su casa de campaña y lo mordía en una pierna. Sus
amigos lo intentaban llevar al doctor, pero antes de llegar su pierna ya se había secado y
parecía más la pata de una cabra que una pierna humana. Lloraba y pensaba que se le
seguiría secando el cuerpo hasta convertirlo en una momia de cabra.

Despertó agitado y Laura ya se estaba acomodando a su lado.

-Ojalá no te moleste, pero la historia de Tania... No he dejado de pensar en eso.

-Vamos, entra al saco de dormir –Dijo Iván con una sonrisa de galán-. Te ves linda
cuando estás asustada.

-¡No digas esas cosas! –Dijo Laura al tiempo que le golpeaba el brazo.

Cuando al fin sintió su cuerpo contra el suyo, Iván no pudo contener un beso y luego no
pudo contener poseerla. Los condones fueron la última cosa en la que pensó Iván
cuando entró en Laura.

Terminaron sudorosos, satisfechos y muy cansados. Iván ya estaba dormitando mientras


abrazaba a Laura, cuando se escuchó un ruido afuera. Laura se alertó.

-¿Qué fue eso?

No puede ser –Pensó Iván -. Igual que en las películas de terror.

-Deberíamos de revisar, Ivan. Puede ser un animal salvaje.

-O sólo son Carlos y Tania que no quisieron quedarse atrás y nos están imitando –Iván
sonrió de maneta pícara.

El sonido se repitió.

-En serio, creo que tenemos que revisar.

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La sonrisa de Iván se desvaneció. Se puso los pantalones, tomo una pequeña pero
potente linterna y salió con cuidado.

Pasó la linterna de un lado a otro, pero nada apareció. La apuntó hacia la casa de
campaña de Carlos y Tanía sólo para descubrir que ya no estaban. El miedo lo
sobrecogió y se apresuró a decirle a Laura que Carlos y Tanía no estaban en su casa de
acampar, pero cuando miro dentro de su propia tienda ya no estaba Laura. Comenzaba a
entrar en pánico, pues las imágenes que se había creado durante la historia de Tania lo
estaban abordando con osadía, pero recordó que Laura aún no había tenido su revancha
en youtube y fue como si el interruptor del miedo se hubiera bajado de golpe. Escuchó
de nuevo, dentro del bosque, el ruido que lo había sacado de su tienda. Apuntó la luz en
esa dirección y miró por medio segundo lo que parecía el rostro de un diablo rojizo.
Perdió el control y la mano de la linterna le comenzó a temblar.

-¡Ha ha! –Dijo Iván nervioso y con sarcasmo-. ¿Ahora tengo que orinarme del miedo,
Laura?

Pensó que hubieran podido engañarlo de no haber sido por la increíble y bien narrada
historia de Tania, pero ahora esperaba que en cualquier momento sonara una grabadora
con la voz de su madre pidiendo auxilio o alguna otra artimaña del estilo de la historia
antes narrada.

-¡No podrán asustarme, chicos! –Gritó con aire petulante.

Otro sonido resonó dentro del bosque. Pensó que lo que había planeado Laura era
asustarlo hasta que se metiera en su casa de campaña y ahí dentro hacerlo llorar de
miedo, pero ella no contaba con su carácter impulsivo y decidió seguir los sonidos.

Entró a la casa de campaña por una sudadera deportiva pensando que les tiraría la
broma y los moscos no se lo cenarían. Salió a prisa con una sonrisa de confianza
enorme y comenzó a adentrarse en el bosque.

A penas perdió de vista el pequeño campamento, una neblina sobrenatural comenzó a


emerger de entre los árboles. Recordó el hielo seco que había empleado para la broma
en el consultorio y su sonrisa creció aún más.

-Valla, parece que se han quedado sin ideas –Grito entusiasmado-. Ese truco es viejo y
fui yo el que lo utilizó la última vez.

La risita de Laura se escuchó unos metros más adelante e Iván rodeó un árbol para
atraparla donde él creía que la había escuchado, pero no estaba ahí. <<Hasta al mejor
cazador se le va la presa>> pensó Iván.

Trató de no hacer ruido al andar y pensó que si era difícil para él ver a través de la
niebla, lo mismo sería para Laura. Se agazapó y anduvo así unos metros hasta que al fin
la visualizó. Estaba en un diminuto claro, sobre una piedra, peinando su cabello y
parecía no tener blusa. <<Le va a dar una pulmonía si no termino con esta broma ahora
mismo>> se dijo en tono protector Iván. Se acercó con sigilo. La tomó con mano suave

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por el hombro y ella lo "miró". No tenía ojos. Le mostró su aperlada sonrisa y cuando
intentó decir algo la sonrisa desapareció en una mueca de sorpresa. Se llevó las dos
manos a la garganta y abrió la boca para mostrarle que ya no tenía lengua. Iván estaba
paralizado, pero algo dentro de él decía <<Te están grabando, no grites como un
princeso>> No pudo evitar dar un pequeño pasito para atrás. Creyó que caería de nalgas
sobre el lodo, pero alcanzó a recuperar el equilibrio. La luna apenas iluminaba la escena
e Iván creyó ver que a Laura al fin le había reaparecido la lengua, pero al mirar con más
detenimiento se dio cuenta de que era un enorme cienpies. Iván no temía a las ratas o las
arañas, mucho menos a las alturas y a los espacios cerrados, pero los insectos eran algo
diferente. Una vez en su infancia voló una enorme cucaracha hasta su cara y todos los
adultos entraron en pánico, Iván le atribuía a esa experiencia su irracional temor. No
conocía en persona a los cienpies, pero sabía que no le agradaban y ver a ese salir de la
boca de Laura era más de lo que podía soportar. Se puso pálido, pero no gritó.

-Esa maldita mascara es impresionante –Dijo Iván con voz entrecortada-, pero el
cienpies es demasiado, Laura.

"Laura" se puso de pie y ya no era Laura. Ese hermoso cuerpo de una mujer joven había
sido sustituido por una piel muy roja y áspera a la vista. Una de sus piernas era fuerte y
con el pie muy grande, pero la otra estaba torcida. Como si estuviera rota. Por debajo de
la rodilla se notaba una rodilla más, pero esta estaba invertida. Donde terminaba había
una enorme y muy brillante pesuña negra. Iván recordó su sueño. Cuando alzó la vista
de nuevo a donde debía de estar el rostro de "Laura" ya no era Laura, sino un diablo con
dos prominentes cuernos, pero sin lengua ni ojos. No se movió ni un centímetro y tenía
la esperanza de que las luces se encendieran y todos comenzaran a reír. El diablo rojo se
dejó caer sobre Iván y de su boca vacía emergió la voz de Laura.

-Te has portado como todo un hombre. Gracias por salir a investigar.

Iván supo que esa noche no había poseído a Laura, sino que había sido el diablo rojo el
que se recostó junto a él cuando despertó de su pesadilla. Se había hecho pasar por un
ser amado, como en la historia de Tania, e igual que en la historia de Tania, el diablo
rojo le mordió los labios y cuando gritó Iván, le arrancó la lengua. Intentó gritar de
nuevo, pero la sangre se le agolpó en la garganta y sintió que se ahogaba. Se retorció
con la cabeza punzándole y sus manos se movieron desesperadas sobre el helado cuerpo
del diablo, pero era como golpear a una piedra que además de dura era inamovible. El
diablo le intentó arrancar los ojos, pero uno se reventó dentro de su cuenca y sólo pudo
masticar el otro. El dolor de una basurita en el ojo era un recuerdo feliz que no volvería
a experimentar Iván. El Diablo Le mordió el cuello y se comenzó a llenar como una
chinche y mientras el calor del cuerpo de Iván desaparecía, el del diablo rojo comenzaba
a emerger poco a poco. Se sintió relajado y luego miró la luz. Del otro lado ya lo
esperaban Carlos y Tania. También miró a su abuelo y reconoció al abuelo de Carlos. A
lo lejos miró a su tía difunta en 2003 y a su abuela fallecida en 2004. Buscó a Laura con
la mirada, pero no estaba, aunque sabía que no tardaría en llegar.

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Las bolsas de la navidad
El maldito calor del verano me hacía dar vueltas sobre la cama de un lado a otro,
empapado en sudor. Tenía las sabanas adheridas a todo el cuerpo; las piernas, los brazos
y los genitales eran la peor parte. No recordaba haberla pasado tan mal desde el verano
del 2002, cuando en el último día de escuela Rodrigo y Hugo me habían levantado de
las piernas y brazos para jugarme la vieja broma de la "cunita", pero uno de ellos
decidió que sería buena idea, soltar mis piernas con un segundo de retraso para que no
pudiera caer de pie. Me pasé todas las vacaciones con un maldito collarín, la clavícula
rota y la cintura partida por el banquetazo. A la fecha siguen muriendo de risa cuando
cuentan esa historia y yo sigo muriendo de envidia sólo de saber que me perdí de las
mejores vacaciones del mundo, pues todos se habían ido de campamento y mientras
perdían la virginidad con las chicas más hermosas de la escuela, yo tenía que rascarme
la nuca con un lápiz y sentarme en una dona para no seguirme lastimando la columna y
poder comer una pastosa y grasosa sopa aguada.

Ahora no parecía tan malo, sólo tenía una pierna enyesada y la seguridad de que no
volvería a lanzarme de un paracaídas nunca más.

Bel estaba todo el tiempo pendiente de mí, era una gran cocinera, gran compañera, pero
aún mejor amante. Sólo se ausentaba para ir al trabajo, en el cual pasaba 9 horas
preparando platillos gourmet para los demás y luego regresaba directo a casa para
consentirme sólo a mí. Lo único que detestaba del asunto, eran sus horarios. Solía llegar
hasta las 3 de la madrugada o a las 6 de la mañana, si el imbécil de Mario, el Sous Chef
(Como Bel solía llamarlo), se equivocaba en el inventario y tenía que hacerlo todo de
nuevo. De ahí en fuera, todo era perfecto.

La primera semana de la incapacidad la había disfrutado bastante, pero la segunda ya


comenzaba a tornarse tediosa y apenas era lunes. Ya había tenido suficiente de
Facebook y los narcisistas comentarios que al principio me habían parecido ingeniosos,
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pero muy pronto me había dado cuenta de que sólo copiaban y pegaban las frases más
profundas sin la menor intención de reconocer su procedencia. Era como decían en la
película The Fight Club: una copia, de una copia, de una copia, de una copia...

Estaba por refugiarme en los aburridos programas de televisión cuando noté que el
librero estaba lleno de posibilidades. Al principio creí que sólo iba a encontrar libros de
cocina, pero Bel no sólo era trabajadora y muy hermosa, también era una chica con
amplios conocimientos de cultura en general. Y efectivamente, en la parte superior del
librero encontré toda una repisa llena de novelas junto con una pequeña araña, tan
pequeña, que la confundí con una hormiga despistada. Al final me decidí por Lestat el
vampiro de Anne Rice.

Regresé con trabajos a la habitación, con el libro en una mano y las muletas en la otra,
después de eso, la casa se quedó en silencio por horas.

Tal vez serían las tres de la madrugada del apenas iniciado día martes, cuando lo noté
por primera vez. Era como si una bolsa de plástico se estuviera moviendo con el viento,
pero no podía identificar de dónde provenía el sonido. Todas las ventanas se
encontraban cerradas y eso descartaba esa posibilidad casi por completo. Unos minutos
más tarde, el ruido desapareció. No supe en qué momento me quedé dormido, pero
cuando abrí los ojos, Bel ya estaba acariciándome la cara con una sonrisa encantadora
que pasó de decir "te amo" a decir "te deseo". Esa noche el yeso no fue impedimento
para practicar más de ocho de nuestras posiciones favoritas.

El martes por la noche le había dado una segunda oportunidad al Facebook, pero lo más
relevante que pude encontrar fue un video donde un mono capuchino vestido de
mariachi molestaba a un perrito pug y luego de ponerle una montura lo usaba como
caballo, fue lo bastante bueno como para sonreír y comentar el video con un "jajaja".
Antes de cerrar la computadora vi que otra diminuta araña caminaba sobre mi mano,
pensé en matarla, pero después de todo, ella podría velar mis sueños y salvarme de
alguno de esos detestables mosquitos de Agosto.

A penas entrada la madrugada del miércoles, reinicié la lectura donde creí que me había
quedado. No tardó mucho en escucharse la misteriosa bolsa una vez más. Decidí
ignorarla, pero me di cuenta de que si no encontraba su origen, tal vez me volvería loco
por no poder hacer ni una cosa ni la otra. Apenas me estaba incorporando, cuando dejó
de escucharse, esperé unos 5 minutos paciente a que volviera a sonar, pero no hubo más.
Continué con mi lectura y esta vez no tardé en quedarme dormido. Cuando abrí los ojos
de nuevo, no había sido porque Bel estuviera dispuesta a que mejoráramos lo de la
noche anterior, sino porque una vez más la misteriosa bolsa comenzó a sonar. No le di
oportunidad y me incorporé de una sola vez, sintiendo un dolor en el hueso que me hizo
recapacitar la velocidad a la que debía de atacar. Al final di con que el sonido provenía
del armario.

A pesar de que la casa había sido remodelada, no podía ocultar que era vieja y una
prueba de ello era ese enorme armario en donde no solo cabían todos los zapatos de Bel,

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sino también toda su ropa y aún le había quedado espacio para meter hasta las repisas
más altas, edredones, sábanas y sí, bolsas repletas de "triques". En ese momento
comencé a sospechar que se trataba de un ratón. Tenía ganas de comenzar una faena
épica, comparable solo con el trabajo que hacía él o la maquillista de Lady Gaga, pero
antes tenía que esperar a Bel para pedirle permiso de mover todas sus cosas.

Cuando llegó me comió a besos y me dijo. Hoy tengo la intención de que no duermas en
toda la noche.

Olvidé todo lo que le iba a decir, pero mientras nos besábamos de una manera voraz, lo
pude escuchar de nuevo y la interrumpí:

–¿Lo escuchas, Bel? Creo que tenemos un ratón.

–En este momento no puedo escuchar nada que no sea "vamos a usar las esposas" –
Respondió Bel, al tiempo que sacaba de su bolsa un par de esposas de peluche rosa del
tipo que uno encuentra en una sex shop.

La miré con asombro y antes de perder la cabeza, le dije:

–Bel, tenemos un ratón y mañana cuando te vallas, yo lo voy a atrapar, ¿De acuerdo?

–Has lo que quieras mañana, pero hoy vas a hacer lo que yo te diga.

Si la bolsa hizo ruido durante la noche, seguro que nadie la pudo escuchar.

La siguiente noche ya ni siquiera encendí la computadora. Me había enganchado el libro


con la manera en la que Lestat de Lioncourt había salido a cazar en las montañas a una
jauría de lobos que había estado atormentando al pueblo y durante la batalla había
perdido a su caballo y a dos enormes perros que habían dado su vida para protegerlo. La
sangrienta escena de cómo los lobos habían devorado a los animales me parecía
grotesca y me aterraba imaginar qué se sentía morir de esa forma.

Cuando más concentrado estaba en el libro, me tomó por sorpresa el sonido de algo
cayendo en el armario y recordé que yo también tenía que hacerla de cazador.

Me incorporé y me apresuré a ver qué era, pensando que si Lestat había podido con una
jauría de lobos yo sin duda podría con un pequeño ratón.

Medité un momento mientras contemplaba el lugar. Vi que lo que se había caído era una
de las bolsas negras de la parte más alta del closet. Decidí que tenía que ir por una jerga
húmeda para ponerla debajo de la puerta de la habitación y que el pequeño intruso no
pudiera escapar. También necesitaría tener a la mano jalador, escoba y bolsa. Eso sería
suficiente para este cazador.

Al abrir la bolsa que se encontraba en el piso del armario me encontré con un montón de
esferas hechas pedazos, más abajo había un antiguo duende de la navidad. Era uno de
esos muñecos viejos que en su tiempo podría haber sido hermoso, pero que con los años

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había adquirido una expresión desesperada y una sonrisa enfermiza. Lo dejé a un lado
para seguir buscando. Al fondo sólo encontré series navideñas.

Ahora sabía por dónde debía de comenzar. La parte de arriba.

Pensé que seguro el ratón ya se había instalado en alguna de las cajas y me mentalicé
para revisar bolsa por bolsa.

Estaba muy oscuro y la poca luz que alcanzaba a entrar no daba para iluminar sino hasta
la repisa inferior. Bajé una bolsa negra con mucho cuidado, esta era muy ligera. Antes
de ponerla en el piso, miré en su interior y un par de ojos me tomaron por sorpresa, casi
di un grito y estuve a punto de soltar la bolsa, pero me contuve. Miré con más
detenimiento y vi que sólo eran los ojos del reno de navidad más feo que hubiera visto.
Lo que le había dado un aspecto aterrador era esa horrible hierba grisácea que utilizaban
para los nacimientos.

Pensé que todos esos adornos no debían de pertenecer a la navidad sino al Halloween,
sin duda matarían de miedo a muchos tan solo con ponerlos a oscuras y cerca de una
vela.

Metí la mano, temeroso de lo que podía encontrar, la revolví toda y sólo pude hallar un
par de borregos de cerámica y un caballo de plástico.

Tomé la siguiente bolsa, mucho más polvorienta que la anterior, al traerla hacia mí, tiré
algo sobre la misma repisa, no le di importancia en ese momento. Miré dentro de la
bolsa y encontré un hermoso Santa Claus de porcelana y tela junto con un montón de
series y luces navideñas. Saqué el muñeco y bajé la bolsa al suelo.

A penas lo comenzaba a observar cuando regresé la vista a la repisa, miré por unos
segundos y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Al principio creí que
eso que había tirado se trataba de más de esa hierba gris, pero luego comenzó a tomar
forma.

No era un ratón, era una maldita y enorme rata del tamaño de un conejo.

De no haber tenido la pierna enyesada habría saltado hasta el otro extremo de la


habitación. Perdí el equilibrio, pero sin soltar a Santa Claus me sostuve de la pared para
no caer. Pensé que la brusquedad de mis movimientos la harían saltarme a la cara, pero
la rata ni siquiera se movió.

Miré con atención y vi que la razón era que estaba muerta. Tenía la cola gruesa como un
lápiz y muy derecha. Estiré la mano lentamente y antes de que la pudiera tocar, algo
raro comenzó a pasar.

Una sombra espesa comenzó a emerger de ella. Era como si el cabaer estuviera dando a
luz a una bola de pelo viviente . Abrí los ojos a más no poder y enfoqué todo lo que
pude.

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De las cuencas de los ojos, de la boca y del trasero de la rata le salía esa cosa negra, que
al llegar a la orilla de la repisa se despedazaba y a caía al suelo.

La rata comenzó a perder volumen y pasó de un robusto roedor a un pellejo con pelos.
No comprendía lo que estaba pasando hasta que al final vi cómo el cadáver se giraba y
dejaba ver un enorme agujero en su costado del cual le salía con mucha dificultad una
araña negra tan grande que cabría en la palma de mi mano.

Un escalofrío me comenzó en la nuca y me recorrió todo el cuerpo.

Comprendí que eso que yo creí que era pelo viviente, no eran más que infinidad de
diminutas arañas y que habían matado a una rata para hacerla su hogar.

Los escalofríos no pararon y esta vez no pude evitar gritar, repetí con la voz temblorosa
una cantidad absurda de veces la palabra "¡Fuck!".

La araña corrió con una velocidad increíble hacia una de las esquinas del armario y
antes de que pudiera hacer cualquier cosa, yo ya estaba cubierto de arañas. Había de
todos los tamaños caminándome por la mano izquierda, por el brazo, el cuello, la nuca,
las orejas y la cara. 

Sentía sus miles de patitas caminando veloces a travesando por el lado izquierdo de mi
espalda al derecho y luego una sensación semejante a la de un baño de alfilerazos. Fue
ahí cuando me di cuenta de que las arañas estaban saliendo de la boca de Santa. Lo
arrojé con todas mis fuerzas.

Recuerdo haberlo visto reventar contra la pared y de los restos vi correr a otras dos
enormes arañas muy parecidas a la primera que había salido de la rata. Perdí el
equilibrio mientras trataba de quitármelas de encima y al caer me di un fuerte golpe en
la nuca. Vi un flashazo y luego toda la habitación estaba muy iluminada. 

Lo último que recuerdo fue a una de esas enormes arañas corriendo a toda prisa hacia
mí rostro. No supe más.

Cuando desperté fue porque el dolor me había invadido por completo, sentí como si
tuviera el cuerpo completamente quemado y no estaba lejos de ser así, pues el veneno
había necrosado mi piel. La había disuelto. Me comencé a mover con desesperación y
en ese momento me percaté de que me habían amputado el brazo izquierdo. Dos
enfermeras se apresuraron a controlarme, pero no sabían cómo hacerlo. Cuando llegó la
doctora, inmediatamente puso una inyección en una de las bolsas que estaban
conectadas a mi brazo derecho y del cual también habían desaparecido los dedos.

Las siguientes semanas deseé estar muerto. Me enteré de que las arañas que me habían
atacado eran Loxosceles Laeta, una pequeña araña negra o marrón que posee uno de los
venenos más mortales de todas y que sólo para que me diera una idea de lo que me
había pasado, su veneno puede llegar a ser 10 veces más poderoso en su efecto que la
quemadura con ácido sulfúrico. La famosa "Araña Violinista". A partir de ese momento
comenzaron a darme las malas noticias.

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El veneno me había disuelto grandes cantidades de piel y musculo del brazo izquierdo y
lo tuvieron que amputar. El cuello era un desastre y tendrían que buscar un poco de piel
de otra parte de mi cuerpo para injertarla ahí. De los dedos de la mano derecha sólo
habían podido salvar uno, dijeron que era una fortuna que fuera el pulgar; ¿Una fortuna?
Debían de estar locos.

La peor parte se la llevó la cara. Ya no tenía una oreja, el parpado se había disuelto
junto con la córnea. Los labios los tenía casi desaparecidos y todo el tiempo estaba
mostrando los dientes, como esos pequeños y feos perritos que parecen estar enojados
todo el tiempo, pero que podían parecerle tiernos a muchas mujeres. Yo no podría
haberle parecido tierno a nadie ni de broma. Cuando por fin pude comenzar a articular
palabras, les pude explicar lo que había pasado y dijeron haber encontrado a la rata,
pero no había más que 4 arañas muertas. Les dije que eso había pasado después de
media noche y ellos me dijeron que Bel fue la que me encontró con una herida enorme
en la nuca, pero hasta las 5:30am.

–¡Estúpido Mario! –Pensé– Estúpido ¡Sous Chef!

Para cuando salí del hospital ya caminaba. Mi pierna había sanado. Lo primero que
descubrí fue que me podía dar un ataque de pánico si veía una araña. Tardé más tiempo
en darme cuenta de que Santa Claus me hacía cagarme de miedo. Literal. Entonces vi
que esas arañas también habían disuelto mi dignidad.

La vida con un rostro que no encontrarías ni en la mejor película de terror, no es posible


de llevar por nadie, pero yo era un tipo optimista y así me habría conservado, pero hace
unos días comenzó a darme pizazón la cabeza. Me rasqué y me rasqué hasta que
comprendí que la picazón no venía del cuero cabelludo, sino de dentro de mi craneo.

Hoy escribo estas líneas esperando salvar la vida de algún incauto, advirtiéndole que las
bolsas de la navidad pueden ser más aterradoras que las de día de muertos.

Yo por mi parte me despido terminando todo esto como comenzó, pero esta vez me
aseguraré de que no sólo me romperé una pierna.

30
A quien corresponda
Ahí estaba de nuevo ese ruido. Eran las 3 de la mañana y parecía que en la habitación de
junto una cadena se arrastraba de un lado a otro. Lila abrió los ojos de golpe y miró que
la puerta siguiera atrancada. El ruido cesó. Las noches anteriores habían estado llenas de
acontecimientos similares, pero aunque no fuera así, tampoco habría podido haber
dormido mejor. La muerte de su marido no la habría dejado. Después de un rato con la
mirada perdida en el techo se quedó dormida.

A la mañana siguiente, cualquiera habría pensado que se había pasado toda la noche
llorando y en velo. Los ojos los tenía muy hinchados y las bolsas bajo ellos le sumaban
a sus 28 primaveras, por lo menos 10 más. Ella no lo sabía, pero mientras dormía
sollozaba y la almohada no se había llenado de saliva, sino de lágrimas. Se sentó en la
cama con su holgada pijama que se componía de un viejo pants verde, que pertenecía a
su abuelo, y una arrugada blusa gris con el logo de VANS en ella. Miraba el pequeño
rayo de luz que se filtraba de entre las cortinas y que dejaba ver las diminutas partículas
de polvo en una danza sin orden ni propósito. Bastaron 15 minutos en la misma
posición para llegar a la resolución de que el mundo continuaba girando y que tenía que
hacer algo. Después de eso le vino a la mente el viejo proverbio chino "Antes de iniciar
la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu casa" Se hizo una cola de caballo,
cogió sus tenis DC y se propuso terminar con los deberes del hogar.

Comenzó por la pared ensangrentada que daba a las habitaciones y después de oscurecer
con sudor la parte baja de su playera, no dejó rastro alguno de dicha mancha. Logró
sacudir los tristes y mudos muebles, e incluso, cuando pasaba el trapo por las fotografías
de su boda, no se había detenido a sostenerlas y mirarlas por horas. Había barrido y
trapeado con éxito, y ahora se disponía a lavar los trastes, pero tomó el tarro de Fer y se
dio cuenta de que la última noche que se vieron no pudo terminar su cerveza.
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La noche que conoció a Fer, se encontraban en un bar de la calle de Regina, en el centro
histórico. Fer había quedado de verse con un posible cliente para la inmobiliaria: no era
gran cosa, pero si las negociaciones salían bien, podría ahorrar hasta 40 mil pesos por
año en canceles de aluminio. Se encontraba sentado mirando a la puerta esperando a que
apareciera el susodicho y fue cuando la vio entrar a ella. Supo en el acto que ella era
mucho más importante que los 40 mil y la siguió con la mirada hasta que se sentó en la
barra. Miraba su celular contantemente y lo hizo pensar que espera a alguien. Pidió una
cerveza y antes de que el bar-tender pudiera ponerla sobre la barra, él ya la había cogido
y con toda la seguridad y naturalidad del mundo, se la hizo llegar. Sus dedos se tocaron
en un momento mágico para ambos. A los pocos minutos Fer miró sobre el hombro de
Lila y vio entrar al sujeto que le podría ahorrar 40 mil anuales a la empresa, pero
decidió que era más importante comenzar un aspecto de su vida que llevaba tiempo en
el olvido. Fer y Lila estaban destinados desde el día en que Dios los creó. La noche en la
que vio por última vez a Fer, habían estado sobre el sofá. No encendieron el televisor ni
la radio, sino que pusieron en el estéreo un disco de Damien Rice. Se dieron un beso
largo y lento. Embriagador. Y cuando se separaron un poco para mirarse y decirse
cuánto se amaban, una serie de golpes violentos se escucharon en le puerta. Se miraron
a los ojos y luego Fer se levantó indicándole con una mano que esperara en el sofá.

Un golpe seco sobre una de las puertas de las habitaciones la trajo de regreso a la
realidad. Miró las cerraduras de la puerta de la entrada, pero todas seguían en modo
guardián. El pánico casi se apoderaba de ella, pero se controló. Tiró el contenido del
tarro, lo puso en alto con mano amenazante y se encaminó sigilosamente hasta las
habitaciones. La de su recamara estaba abierta. Por lo que dedujo que el golpe debía de
haber venido de la puerta contigua. Estando ahí parada, con el tarro en una mano, Lila
no pudo evitar continuar pensando en su difunto marido.

Aquella noche salieron al cine y se maravillaron al ver que a los dos les gustaban el
mismo tipo de películas pachecas. Cuando se terminó la película, Fer aún no estaba
dispuesto a que la noche terminara, así que le dijo que tenía ganas de bailar y ya en la
pista de baile de un lugar de música salsa, murieron de risa cuando descubrieron que
ambos tenían dos pies izquierdos. La noche terminó con los dos sentados en la azotea
del imponente edificio donde se encontraba la inmobiliaria de Fer. Lila no recordaba
haber visto un amanecer en compañía de ninguna otra persona. La siguiente semana
fueron al estadio a ver un partido de futbol, pero cada quién llevaba la camisa de su
equipo. Habían apostado y al final ganó el equipo de ella. Él cumplió y tuvo que
disfrazarse de árbol y ayudarla a pintar su casa con el traje puesto. El siguiente fin de
semana lo terminaron desnudos. Ella dejó a sus roomies y él dejó el departamento que
rentaba. Los dos buscaron un lugar para vivir juntos y encontraron esa hermosa casa con
dos habitaciones, cosa que los hizo pensar que tal vez pronto se animarían a dar el
siguiente paso. Mientras eso sucedía la habitación sobrante se convirtió en el cuarto de
los triques. Con objetos del apartamento de soltero de Fer como guitarras eléctricas y
acústicas, cuadros de Darth Vader o figuras de Mario Bros, y también un mar de ropa y
zapatos que Lila recibía con frecuencia de los tíos para los que era como una hija. Ahora
todo eso se había convertido.
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Ahora se encontraba parada frente a esa puerta. El mausoleo de Fer. Sostenía con mano
temblorosa un tarro vacío y no encontraba el valor para atreverse a entrar. Una enorme
tabla atravesaba el marco de la puerta y se posaba sobre la chapa dándole la apariencia
de una vieja puerta medieval. Se puso de cuclillas y pegó la cabeza al piso para ver si
podía ver algo. Divisó la luz que entraba por la ventana e iluminaba perfectamente la
blanca habitación. Pasó la vista de un lado a otro y movió la cabeza de sitio un par de
veces para ver desde diferentes ángulos. Antes de levantarse resignada, un pesado
mueble de madera fue a dar de un extremo al otro, dentro de la habitación. Lila se
aventó de espaldas y contuvo un grito. Comenzó a dar vueltas por toda la casa, con el
tarro en mano que la hacía ver como una mujer ebria a la cual se le ha pinchado una
llanta y que no sabe qué hacer o a quién llamar. Caminó hacia la ventana y se detuvo
antes de abrir la cortina. Con el movimiento más sutil de su dedo índice recorrió lo
suficiente la cortina como para mirar el exterior con un solo ojo. La regresó a su
posición inicial y bajó la cabeza desanimada. Al cabo de unos minutos, ya estaba
terminando de lavar los trastes. Cuatro horas más tarde ya no había qué limpiar.

Se tiró al sofá con la mirada perdida y tratando de no pensar en qué seguía.

Soñó con la última noche que pasó junto a Fer. Lila estaba en el sofá y él preguntaba en
voz alta -¿Quién es? La inconfundible y nasal voz de Roger, el vecino, fue la que
respondió. Fer se asomó por la mirilla de la puerta y vio que venía solo. Lo dejó pasar y
tras él cerró la puerta a prisa.

-Vecino –Dijo Roger agitado y dirigiéndose a Fer -. Usted sabe que los disturbios de los
últimos días han sido fuertes. Las colonias vecinas están en pánico. Nosotros tenemos
suerte ser una unidad que cuenta con muro en rededor y sólo dos accesos. El del Este y
del Oeste. Pero hace unas horas nos enteramos de que la unidad de junto ya fue tomada.
El Jefe de unidad está convocando a todos los hombres para que acudan a proteger
alguna de las entradas. Parece que somos los siguientes.

Fer y Lila se miraron a los ojos y supieron al instante lo que pensaba el otro.

-¿En cuánto tiempo crees que lleguen a las puertas? –Preguntó Fer.

-Tal vez una hora; a lo mucho.

-Entonces ya deberíamos de estar listos y coordinados -Dijo Fer mientras se humedecía


los labios.

-Yo también puedo ayudar –Repuso Lila.

-Imposible, amor. Te necesito aquí. Yo puedo proteger una de las puertas de la unidad,
pero alguien tiene que proteger la casa. Si todo falla, debemos de tener por lo menos
este lugar para refugiarnos.

- Tiene razón su marido, vecina –Dijo Roger con su graciosa voz -. Será mejor que
conserve la calma y espere a que los hombres nos hagamos cargo.

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Fer la tomo por las manos y la miró a los ojos dibujando una sonrisa que pretendía
reconfortarla, pero que sólo la inquietó más.

-Bueno Vecinos –Intervino Roger en un tono que los hizo imaginarlo estrujando un
sombrero y moviendo el talón de su pierna derecha de un lado a otro -. Será mejor que
los deje para que lo platiquen, pero vecino, yo estaré en la puerta Este. Con permisito.

Roger salió a prisa y cerró la puerta tras de sí. Fer y Lila se quedaron en silencio.

El sonido de un cristal al reventarse la despertó. No había sido estruendoso como para


pertenecer a una de las ventanas de la casa. Sabía que provenía de la habitación de los
triques. Escuchó que los muebles se comenzaban a mover de un lado a otro y luego el
ruido cesó para darle paso a las tétricas cadenas que arrastraban de un lado a otro. Casi
al mismo tiempo, las cuerdas de una guitarra acústica comenzaron a ser rasgadas en una
melodía sin sentido.

El pánico en su rostro lo decía todo. Estaba a punto de enloquecer. Se llevó las manos a
los oídos, cerró los ojos con fuerza y apretó la mandíbula.

-¡Basta! –Gritó furiosa Lila.

Los sonidos cesaron.

Lila no resistía más. Regresó a su habitación y sacó del closet una mochila de buena
calidad que había pertenecido a Fer. Mientras la llenaba con las prendas más
indispensables, agua embotellada y comida en lata, recordaba a Fer regresando aquella
noche, con la cara y la camisa teñidas por la sangre. No se pudo explicar cómo era que
el cabello, que siempre llevaba corto y varonil, se encontraba empastado y cubriéndole
una oreja; hasta que miró con más atención y se dio cuenta de que el cuero cabelludo se
le había desprendido del lado izquierdo y dejaba ver parte de su blanco cráneo. Lila
sintió que se desmayaba y comenzó a pedirle perdón una y otra vez, sin saber por qué.
Afuera mucha gente gritaba y dado que no venía nadie más con Fer, este se apresuró a
decirle a Lila que cerrara la puerta. Lila obedeció y Fer se recargó en una de las paredes
para avanzar hacia las habitaciones. Lila corrió para ayudarlo, pero le dijo que no lo
tocara y Lila nuevamente obedeció. Entró en la habitación de los triques y se derrumbó
junto a la entrada.

-Nena. Alcánzame las pastillas que están en el cajón azul.

Lila abrió el cajón azul y miró con angustia que se encontraba repleto de medicamento.

-¿Cuál de todas?

-Dame todo el cajón.

Lila sacó el cajón y se lo dio. Fer lo tomó con las manos batidas en sangre y dio
rápidamente con las que buscaba. Se metió un par a la boca y Lila le dijo que llamaría al
doctor García.

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-No tiene caso –Se adelantó Fer -. Yo mismo lo he visto morir. El pobre no tuvo
oportunidad. Esos malditos mataron a la mayoría. Parecen torpes, pero sólo parecen.

-Amor, No te puedo dejar así –Dijo Lila -. No me puedes dejar sola.

-Basta nena. Todo estará bien. Sólo no salgas. Son una maldita plaga que destruirá lo
que les estorbe y luego seguirán con su camino. Cuando hayan pasado podrás ir en
busca de ayuda, pero creo que eso tardará un poco.

Fer necesitó un poco de aire antes de continuar. Sabía que en cualquier momento la iba
dejar sola.

-Nena. No olvides que te amo y que te estaré cuidando siempre.

Lila se soltó a llorar y lo tomó de la mano. Fer intentó soltarse, pero ya no tenía fuerza.
Comenzó a sentirse muy relajado, no cansado, sino relajado. Lila lo besó y a Fer se le
vino a la mente una canción de las que ponía su mamá cuando era niño y que según
recordaba era de José Alfredo Jiménez.

* Yo me volví a meter entre tus brazos, tú me querías decir no sé qué cosas, pero calle
tu boca con mis besos y así pasaron muchas muchas horas...

Y así, Fer murió pensando en las dos mujeres que más había amado.

Lila había terminado de empacar y la mochila la esperaba sobre el sofá, pero aún no
estaba lista para abandonar lo que podría haber sido el hogar de sus hijos. Estaba
contemplando el tanque de gas y planeaba comenzar un incendio cerca de él, pero tenía
miedo de que el fuego se corriera a otras casas y que si aún quedaba alguien con vida, lo
enviara de regreso al cielo o al infierno, según como se hubiera portado en vida. Decidió
que lo mejor sería reforzar la seguridad de la habitación de los triques.

Buscó un poco de papel y un bolígrafo. Meditó unos instantes y escribió unas cuantas
líneas. Dejó la nota sobre la mesa y se marchó.

En ella se leía:

* A quien corresponda: En el refrigerador hay agua embotellada, comida que tal vez no
dure mucho y un refrescante seis de cervezas. En la alacena hay sólo nueces, latas de
atún y chiles en vinagre. Aún queda un poco de gas en los tanques, pero he cerrado la
llave; tanto el boiler como la estufa funcionan bien. En la habitación que no está
bloqueada hay ropa para hombre y mujer. Toda está limpia. En la habitación bloqueada
sólo hay objetos sin valor, un cajón azul con medicamentos y el cadáver de mi marido,
del cual me gustaría decir "que descanse en paz", pero lo triste es que lo ha adquirido y
ahora sólo se la pasa agusanándose y moviendo cosas de un lado a otro. Mucha suerte.
Liliana Morales.

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Yaz
Una noche de noviembre, caminaba con la vista en alto contemplando la imponente
torre latinoamericana, sumergido en mis memorias y nuevamente perdido entre las luces
de la ciudad. Me encaminé por la calle de Carranza sin motivo alguno. Antes de llegar a
la calle de Gante, entré en un restaurante-bar de un estilo muy peculiar; luz tenue,
personas relajadas y de un decorado armonioso. Al instante me sentí como en casa. Mi
confort creció aún más cuando la vi caminar frente a mí.

Siempre tuve la cualidad de identificar a las personas con las que tendría grandes
experiencias, desde una amistad de por vida hasta una relación de pareja seria, y eso que
sentí cuando la vi, rebasaba todo lo que había sentido antes; era la sensación de estar
seguro de conocer a esa persona, de saber qué es lo que iba a pasar entre nosotros, pero
con la incertidumbre de no saber de qué forma.

Fijé mi vista en ella y todo pareció lento. Era hermosa... simplemente todo lo que había
estado buscando en una mujer. Tenía ojos grandes y expresivos, una delicada piel
blanca, cabello largo, negro y natural, al caminar se contoneaba de una manera que me
hipnotizaba y tenía un cuerpo que me provocaba un deseo casi incontenible de sentirla
cerca de mí.

Desde el momento en que la vi algo en mí vibró, de inmediato supe que algo


sorprendente pasaría entre nosotros dos.

No tuve el valor para decirle siquiera un seco "hola", pero si ella me vibraba de esa
forma, sólo era cuestión de tiempo para que pasara lo inevitable. Para mí ya era un
hecho.

Toda la noche intenté llamar su atención, pero tuve poco éxito, o eso creía yo. Pasaba el
tiempo y no encontraba la forma de acercármele, cuando de pronto sin saber cómo ni de
qué manera ya le estaba sonriendo y acercándome para charlar. Me atreví a dejar de ser
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yo por un momento y casi en automático logré intercambiar algunas palabras. Después
de charlar seca y torpemente, le pedí que saliéramos, fue una de esas cosas que uno
termina de decir y ya se está arrepintiendo, pero ella me miró con una sonrisa muy
cálida, como se mira a un niño que ingenuamente pide algo que no está a su alcance y
aceptó.

Casi 20 días después, la noche del 8 de diciembre, salimos en una cita rara y llena de
curiosidades, divertida a su manera. Esa noche fue mi cumpleaños número 26,
estábamos cenando en Garibaldi y en la televisión transmitían la tercera pelea de
Marques contra Pacquiao; en las dos peleas anteriores Pacquiao había ganado por
decisión unánime, todos sabíamos que eso era un robo y que las peleas parecían estar
arregladas, así que esta vez Marquez tenía que ganar por knockout... Así lo hizo, en el
sexto round, con un golpe nada común, Marquez mandó a Pacquiao la lona, todo el
mundo enloqueció los jueces no tuvieron alternativa. Garibaldi se llenó de gritos,
festejos y mucho, pero mucho alcohol. Todo eso lo sé, porque a ella resultó que le
gustaba el box.

Salimos caminado de entre los mariachis y la plática torpe continuó sin importar lo
mucho que me esforcé en no decir una estupidez. Resultó peor, esa noche me iba a lucir.

Ella tenía una mirada muy profunda y al mismo tiempo, misteriosa, eso me intimidaba
un poco, pero en contraste, era una persona muy sencilla, una de esas chicas hermosas
que te tratan como persona y no como un ser inferior... una de esas chicas que se
expresaba con una dulzura fugitiva y al mismo tiempo una frialdad para guardar la
distancia.

Decidimos caminar por el eje central y el frío de la madrugada nos tomó por sorpresa.
Estábamos bajo la torre latinoamericana cuando ella sugirió comprar una bebida
caliente, nos decidimos por un vaso grande de chocolate y que desconocía que contenía
cafeína; debo mencionar que no bebía alcohol por convicción, no fumaba por sentido
común, no veía la TV por miedo a no hacer nada de mi vida y no bebía café por ser...
amargo y negro (y no es que sea clasista, pero su color me recuerda a las aguas negras
de Ecatepec).

Nos sentamos en una banca frente a la alameda, deseaba con todo mi ser, tocar su mano,
besar su mejilla, morir en sus labios a la luz de la luna; o por lo menos, pasar mi brazo
por encima de ella y protegerla, aunque sea un poco, del frío de las tres a.m.

A los pocos minutos de terminar de beber el chocolate me había vuelto hiperactivo, se


había acelerado mi metabolismo y mis ganas de orinar aparecieron como se aparecería
Pennywise en las regaderas de la escuela de la película "IT"; de una manera inesperada
y aterradora... Traumática.

Busqué con la vista un baño y al no encontrarlo le pedí que corriéramos hacía uno, pero
el más cercano estaba en la plaza de Garibaldi, a un kilómetro y medio.

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No íbamos ni en bellas artes cuando le pedí se adelantara y con prisa me dispuse a
orinar en la vía pública. Lo conseguí, pero en el intento oriné mi mano y mis pantalones.
Ella me vio salir de las sombras, sonrojado, y en un acto de comprensión me contó una
historia en la que ella había hecho algo similar, pero evidentemente no se comparaba.

La fui a dejar a su casa. Estábamos de pie en la calle 5 de Febrero, casi esquina con
Regina, tenía unas tremendas ganas de besar esos carnosos y sensuales labios, pero el
recordar que tenía los pantalones húmedos me quitó cualquier ápice de seguridad que
tuviera. Me dijo que la había pasado muy bien y entonces no pude contener un abrazo,
un abrazo que nació de muy dentro, que me permitió sentir su cuerpo y su calor, que me
dejó conocerla y entrar de una manera insignificante en su vida. ¡Qué primera cita!

La siguiente vez que nos vimos los mayas habrían previsto el fin del mundo, y para mí
de cierta forma era verdad. Desde hacía dos años había estado arrastrando con muchos
conflictos, pesadas cargas y demonios que me atormentaban sin descanso. Ella me
liberó de una forma muy peculiar.

Quedamos de vernos en un lugar para beber un poco, cosa que no había hecho desde
hacía años, esto nos llevó a fundirnos en caricias y besos.

Aquella noche la terminamos juntos y comenzamos juntos el día siguiente, pero ésta
vez, desnudos. Estábamos recostados y yo no dejaba de tocar la piel de su espalda. A la
altura de los omóplatos tenía dos tatuajes hermosos que más que una figura definida,
parecían jeroglíficos. Me levanté y me vestí, esperé a que despertara, pero creo que ella
hubiera preferido que no estuviera ahí.

Le pregunté por los tatuajes y algo salió muy mal, no supe qué, pero se retiró a toda
prisa. No nos volvimos a ver sino hasta el siguiente año. Por un tiempo me sentí
desdichado y pensaba que no la volvería a ver jamás, pero algo no cuadraba, ella me
había vibrado de una manera en la que nadie más me había vibrado, ¿Podría ser posible
que me estuviera equivocando? ¿Qué al fin me estuviera haciendo viejo y que no
pudiera determinar nunca más que iba a pasar con quién? Todo era posible en esos
momentos de angustia, pero un día, de la nada, reapareció en mi vida. Al verla me di
cuenta de que en realidad quería pasar mucho tiempo con ella, todo el que me fuera
posible.

Cuando llegó Enero, ella apareció tan repentinamente como se había ido. No parecía
querer hablar de lo que habíamos vivido, pero si tenía interés en que lo nuestro
continuara.

Las salidas se hicieron más frecuentes, hasta el punto en que en alguna ocasión miramos
las estrellas claras y nítidas durante un día despejado. Otro vez, fuimos al monumento a
la revolución y miramos el amanecer más hermoso que jamás había visto; de frente, a
través del arco, nacía en el horizonte un sol cálido y tibio, con un resplandor que pocas
veces se puede apreciar en la contaminada ciudad y justo sobre nosotros, permanecía
estática y serena una luna, un ojo plateado que nos había espiado toda la noche.

38
En cada ocasión en la que salimos intente besarla, pero ella nunca accedió. Eso me
desanimaba. Yo no sabía por qué no me lo permitía y pensaba que si ya habíamos
pasado por algo mucho más íntimo, qué le podía impedir un contacto más casual... O tal
vez era no era qué, sino quién.

A pesar de todo, yo no era un tipo fácil de convencer y no me iba a rendir.

Llegó marzo, un mes hermoso, pero con un final para ésta historia.

Nos comenzamos a ver dos veces por semana y comenzamos a compartir de todo, al fin
había podido entrar en su vida. Ahora conocíamos algo más que los simples gustos del
otro, ahora nos conocíamos por dentro.

En una de nuestras citas nocturnas, una al papalote museo del niño, después de
sorprendernos, sonrojarnos e intercambiar sonrisas y miradas, después de habernos
hecho regalos el uno al otro (Yo le regalé un cuento titulado el espejo y ella me regaló
un dibujo hecho por ella de un tigre blanco), se había detenido y con la cabeza abajo me
confesó que no podíamos estar juntos, que no entendería, pero que a resumidas palabras,
había alguien más.

Eso habría desanimado a cualquiera, pero ahora yo no era tan egoísta como en el pasado
y conocía las formas de amor, ser amigos era suficiente para mí, el poder estar cerca de
ella ya me hacía mucho bien y no podía darme el lujo de perderla sólo por un capricho.
Así que la amistad era otra forma de... ¿amarla? Sí, amarla.

Salimos tantas veces, me ayudó muchísimas veces más. Fue un ángel en mi vida... creo
que esa palabra la puede definir con mucha exactitud, un "ángel".

Llegó semana santa y cometí el error de salir con ella el viernes santo.

Cada viernes santo que recordaba había sido tortuoso. No podía pensar en uno solo, en
el que no me pasara algo malo y esta vez no iba a ser la excepción.

Esa noche cenamos y decidimos caminar un poco, algo me estaba advirtiendo que no
siguiéramos, que cada quién tomara su camino, pero el placer que me causaba estar con
ella me hizo ignorar las advertencias. Estábamos caminado por la alameda de la ciudad
cuando algo me trajo a la mente el único sueño que había tenido con ella.

En el sueño estaba lloviendo y ella estaba junto a mí, tranquila y despreocupada, como
ella solía ser. Tomaba mi mano y me quitaba de la lluvia, nos refugiábamos bajo una
cornisa de una antigua estructura abandonada. Parecía tener abandonada más de 70 años
y me recordaba las tardes que pasé jugando en un kiosco viejo de Coyoacán; al igual
que ese kiosco, la humedad había pintado un verde intenso en muchas de las piedras de
la estructura, había vida en cada hueco, en cada centímetro, el lugar respiraba como si
estuviera vivo. Cuando más a gusto me sentía y creía que todo iba a estar bien, algo
pasó. De entre la lluvia apareció una silueta. Un hombre. Vi que era joven y apuesto,
muy parecido a algunas de las detalladas figuras que Miguel Ángel Buonarroti esculpió
en mármol. Caminaba con seguridad, pero había algo raro, parecía que no lo tocaba la

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lluvia, como si ni siquiera tocara el suelo al caminar. Miraba con atención y tranquilidad
hacia donde estábamos nosotros... más bien hacia donde estaba ella. Al estar lo
suficientemente cerca, una sonrisa amable pero no tranquilizadora se dibujó en su
rostro, y cuando al fin la tenía de frente, le extendió la mano y ella sin remordimiento se
alejó con él. Él no me miró en ningún momento, parecía que me había ignorado, como
si me estuviera diciendo que no representaba una amenaza. Yo me quedé parado viendo
cómo se alejaban y al tiempo que se perdían y escampaba, di media vuelta y comencé a
caminar hacia el lado contrario.

Ello sonrió y me dijo que eso no pasaría, pero su mirada no parecía estar convencida.

Estábamos de regreso en la alameda, pero ahora nos encontrábamos sentados en una


enorme banca de concreto con vista a una hermosa fuente que recientemente había sido
iluminada para darle una mejor vista a la ciudad, algo raro pasó en ese momento, sentí
que algo dentro de mí daba un vuelco y seguido a eso me dejaba vacío por dentro. Ella
puso su mano sobre la mía y me miró detenidamente, como si supiera lo que estaba
sintiendo.

Decidimos reanudar la marcha y al tiempo que caminábamos ella me tomó del brazo y
comenzó a hablar de una manera sutilmente agitada, me pareció que decía cosas muy
elocuentes y al mismo tiempo disparatadas.

Comenzó por hablar de mi pasado, de cómo había sido mi vida y que cosas me habían
marcado y forjado mi personalidad y carácter. Pensé por un segundo en un programa de
tv llamado el mentalista. Habló un poco del presente y del mundo de personas que
pasaban en rededor a mí, un mundo que no podía ver por estar tan inmerso es mí
mismo. Por último me habló del futuro, de cuáles eran mis próximos logros, de qué
podría llegar a cambiar, de cuántas personas algún día iba a ayudar, de eso me dijo
tantas cosas, me dio tantos detalles. Guardó silencio por un momento como si pensara
mejor lo que estaba a punto de decir.

Reanudó la charla y comenzó a contarme cómo yo había cambiado su vida, de cómo


estaba influyendo en su manera de vivir, de salir de un camino en el cuál ella se sentía
atrapada, al fin se estaba abriendo, cuando de pronto perdió un poco el color, abrió
grandes los ojos y habló como si se fuera el poco aire que le quedara en los pulmones.
Tenía la vista fija al frente y yo no pude evitar mirar hacia donde ella miraba; una
silueta, una figura que desentonaba con el ajetreado tumulto que caminaba a toda prisa
rumbo a la torre latinoamericana y de regreso.

Era él. La misma silueta. El mismo sujeto que había visto en mis sueños. Cada
movimiento, cada cabello, cada detalle. Lo podía recordar perfectamente, sólo que ésta
vez no nos miraba con serenidad, nos miraba con odio.

Sentí incomodidad, pero sonreí seguro de mí mismo y le estiré la mano para saludarlo,
por un segundo miró mi mano y su expresión fue de ira y al siguiente momento tenía
una sonrisa tranquila; cuando nuestras manos se tocaron sentí algo de dolor, un dolor
que provenía del mundo entero, y al estar todo eso dentro de mí, se convirtió en
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angustia. Al soltar mi mano todo regresó a la normalidad. Antes de que el dijera una
sola palabra, Yaz soltó mi brazo suavemente y me miró, me dijo que le diera 5 minutos
y entonces me aparté.

Me senté un momento mirando la imponente torre latinoamericana y comencé a pensar


en cómo es que pudiera haber soñado con tanto detalle a una persona que jamás había
visto y qué había sido ese sentimiento al estrechar su mano.

No pasaron los 5 minutos cuando se acercaron a mí. Ella se despidió de una manera
muy triste. Yo de alguna forma sabía que era un adiós. La abrace con fuerza, como si no
estuviera él, como si no existiera el mundo.

Al fin nos separamos y al alejarse lo miré él y sólo recibí indiferencia de su parte. Él


extendió la mano para despedirse y ésta vez no sentí nada.

Al igual que en mi sueño, comenzaron a caminar en la dirección contraria a donde yo


pretendía caminar, di media vuela y no miré atrás. Me perdí entre la gente, igual que
ellos.

No la volví a ver.

En alguna ocasión, cuando ya el cabello comenzaba a caer y las articulaciones ya me


dolían por la mañana, en uno de mis habituales paseos por la alameda de la ciudad, creí
haberla visto de nuevo. Estaba lejos y había mucha gente, pero era idéntica a ella. Lo
raro es que de haber sido Yaz, no habría cambiado nada en todos esos años. Era tal y
como la recordaba, y claramente, eso no era posible.

Mientras me hacía viejo, noté que todo lo que me había dicho respecto al futuro se había
cumplido al pie de la letra, todo lo que me contó esa noche ha pasado tal cual. Ahora
soy un hombre de éxito, tengo dinero y fama; he podido ayudar a muchas personas, a
pesar de que nadie me ha podido ayudar a mí.

Es una lástima que nunca me haya hablado del amor, pues después de ella no he podido
encontrar a alguien con quien sienta que puedo compartir una vida en pareja. Alguien
con quien pueda compartir los secretos de este viejo y cansado corazón.

También es una lástima que me haya contado cómo iba a terminar todo, cómo iba a
morir.

Es una lástima que me haya dado tantos detalles de ese evento, pues ahora mismo miro
el reloj y cuento las horas hacia atrás escribiendo lo más rápido que puedo antes de
apretar mi pecho con violencia y caer sin vida, con el corazón vació y roto.

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El albergue
-Cuando sabes lo que yo sé, no puedes darte el lujo de dormir con los dos ojos cerrados
-Palabras que solía decir el indigente conocido como Juan "el conspiraciones" cada que
alguien le preguntaba el por qué, de ese horrible gesto al dormir.

Era delgado, con la piel tostada por el inclemente sol, tenía un par de ojos grandes y
unas enormes bolsas a causa del insomnio que dejaban ver que Juan había andado toda
una vida tras la pista de una organización secreta que trabaja en conjunto con el
gobierno de su país.

Contaba muy a menudo la historia de un grupo de personas que no vestían de traje ni


gafas y que podrían haber pasado por cualquier persona con cualquier tipo de empleo,
pero que él los había reconocido porque todos portaban una marca de un color
ligeramente más oscuro al color de su piel en forma de 8 horizontal, en la base de la
nuca. Estos seres, según Juan, secuestraban personas para experimentar con ellos en
laboratorios clandestinos dentro de las calles del centro histórico de la ciudad de
México, en los cuales aplicaban procedimientos grotescos de algo llamado medicina
cuántica. Experimentos que ponían en riesgo la estabilidad de la materia, pero que de
tener éxito advertían que podían encontrar una nueva manera de curar cualquier
enfermedad, incluyendo el cáncer, y lo más importante, crear una nueva raza de seres
capaces de viajar en multiversos.

En el mejor de los casos, dichos experimentos terminaban reduciendo a un hombre a un


baboso costal de carne que aún no había perdido la conciencia, pero que muy pronto
perdería la cordura.

A pesar de lo cómodo que se sintiera Juan en su soledad, las circunstancias no se lo


permitían siempre. En los meses más fríos del año, tenía que recurrir a una opción
menos agradable, y ésta era los albergues que el gobierno del distrito federal

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proporcionaba cada año en tiempos de frío. Cosa que lo llevaba temporalmente de
regreso a sus años de infancia en el que todos lo molestaban por su comportamiento más
parecido al de un ratón asustado que al de los pequeños adictos a los videojuegos de su
misma edad. En los albergues, Juan se podía comportar de una manera muy extraña,
pero eso no molestaba a nadie e incluso muchos pensaban que era divertido tenerlo ahí.

Podía pasar horas compartiendo valiosa información para no ser víctima de un secuestro
por los hombres del 8 horizontal. Además de que algunas de sus historias de escape
rayaban mucho en la realidad, pero tras unas horas de lo mismo, hasta el más paciente
de sus compañeros terminaba por perder el interés. Para la segunda semana de
Diciembre, Juan ya tenía más que establecida su rutina y todas las posibles salidas de
escape ya estaban meticulosamente estudiadas. Incluso sabía quién dormía dónde y
cuáles eran sus hábitos, rutinas y patrones de conducta.

Esa noche había notado que Margarita, la encargada del lugar, después de recibir una
llamada a su teléfono móvil, había adelantado su ritual de comer un pan de dulce y una
taza de café, 15 minutos. Luego desapareció por otros quince minutos y después regresó
para continuar con su labor en el albergue. Al poco tiempo todos se fueron a dormir.

Juan había tardado un poco más en dormir, preguntándose quién había llamado a
Margarita y había osado perturbar su indispensable rutina, pero Morfeo era un tipo duro
y no tardó en hacerse presente.

Mientras dormía, cerca de las 3 a.m., había escuchado una serie de sonidos que no
lograron despertarlo, pero que se filtraron como una pequeña semilla en su mente y que
terminaría de germinar cuando se despertara antes que todos y viera que el sujeto del
catre 16 no estaba.

No llamó la atención con una escena de esquizofrenia, pero si comenzó a hacer


preguntas acerca del sujeto de la cama 16. A nadie le interesó que la siguiente noche no
volviera y uno de todos los sujetos que llegaban tarde y no alcanzaban lugar, lo
remplazó.

La siguiente noche Margarita llegó 15 minutos tarde a su turno y eso volvió a sacar de
balance la rutina. Según Juan, todo era un desastre, el de la cama 16 ya no estaba y
Margarita estaba apenas repartiendo las cobijas.

–Permítame ayudarla señora Margarita –Dijo Juan–. En tres minutos va a pasar el señor
del pan y yo podría pedirle que le mande un café negro sin azúcar y un bizcocho salado.

–Juan, no es necesario –Dijo Margarita sonriente e impresionada–. El señor sabrá


esperar unos minutos mientras salgo por él, ya me conoce.

–Por favor –Dijo suplicante–. Así todo estará más en orden y yo podré dormir mejor.

Margarita que seguía despachando las cobijas mientras platicaba lo meditó por un
momento. Sacó dinero de su bolsa y le dijo susurrando que le mandaran lo de siempre y
que se comprara algo para él.

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Esa noche Juan durmió, y eso ya era bastante; su ayuda a restablecer el orden y tener un
panquecito del papel rojo en la panza, hicieron que la magia de Morfeo se manifestara
en un acto épico.

La luz de la mañana atravesaba con serenidad la cristalina gota de saliva que se había
escurrido desde la comisura izquierda de los labios de Juan, hasta la sucia y polvosa
barba que sin saber cómo, ya albergaba caspa. Juan se incorporó con histeria y con los
ojos saltones. Aunque era el primero en despertar, para él ya era más que tarde. Lo que
había detonado dicha histeria era que muy en lo profundo de su sueño, se había
percatado de que alguien había entrado mientras dormían, más de dos personas, y se
habían acercado bastante a él, pero no le habían hecho nada, sólo se habían detenido ahí
un momento y al siguiente ya se habían ido junto con el rancio aroma de la senilidad
que acompañaba para todos lados al sujeto de la cama de junto. Charly, le decían.

–¡Se lo llevaron! –Comenzó a gritar "El conspiraciones"– En la noche estaba ahí y


ahora ya no está. Margarita corrió con las lagañas todavía en los ojos, lo último que
quería en su turno era una pelea entre indigentes.

– Juan, será mejor que guarde silencio –Dijo Margarita– No quiere despertar a los
demás, ¿O sí?

Unos pocos comenzaron a levantarse para ver que estaba sucediendo, pero la mayoría
permanecía inerte y aferrándose a sus sueños en busca de 5 minutos más.

–Ayer había un sujeto en el catre 24, el de aquí –Señalando el catre de junto con un
dedo índice duro y delator–. Hoy ya no está.

–Seguramente se ha ido temprano y eso es todo.-Igual que se fue el sujeto del catre 16
antenoche y antes de eso quien sabe cuántos más se habrán ido por la madrugada –
Continuó Juan "el conspiraciones" alzando su tono–.   Y si se fue, ¿Por qué no esperó al
desayuno gratuito y por qué está su zapato izquierdo bajo mi cama?

Un murmullo desplazó el silencio y los que se mantenían entre dormidos, se


comenzaron a incorporar. Ahora tenía la atención de todos y por la mente de muchos
pasaba el perezoso "Por qué no dejan dormir", pero por la de otros pocos, ya se
formulaba una conjetura; "Tiene razón".

Margarita soltó una risa dulce.-Juanito, entonces dinos a todos qué fue lo que pasó.-Se
lo llevaron "las personas de 8 horizontal"

Una carcajada ácida y áspera se escuchó desde atrás, un segundo después todo fue ruido
de risas y espetos.

–Juan, será mejor que ya no sigas –Dijo Margarita– No tiene caso que se empeñe en
creer en algo que jamás ha visto y que jamás verá.

El tono en el que Margarita había dicho esas palabras hizo que se le agolpara en la
cabeza una serie interminable de recuerdos con personas mirándolo y tratándolo como

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un fenómeno. Al tiempo que los ojos se le humedecían y en la garganta se le hacía un
nudo, sus manos se apretaban junto con los músculos de la quijada.

En un movimiento rápido, ya se encontraba sobre Margarita, gritándole como un mono


rabioso sobre la oreja izquierda. Su mandíbula apretada no dejaba que ninguna de las 43
palabras que dijo se entendieran y antes de que la cosa se pusiera peor ya estaban sobre
él dos oficiales gordos, morenos y fatigados propinándole una golpiza digna de atentar
contra los derechos humanos.

Margarita sabía que por muy aterrador que hubiera parecido el momento, Juan no le
había hecho daño. Solo tenía el cabello anudado y nada más.

Una sucia bota de casquillo impactó en la boca de Juan y uno de sus incisivos estuvo a
punto de salir volando. Esa acción fue suficiente para sacar a Margarita de su
ensimismamiento y detuvo a los oficiales.

Juan ya hacía en el piso en posición fetal. Estaban a punto de llevarlo por los brazos a la
patrulla, pero Margarita intervino.

–Ese hombre no hizo nada que él crea incorrecto –Dijo Margarita con sus labios
pálidos–. Ese hombre está enfermo. Deberán de llevarlo al albergue de la delegación
Cuauhtémoc en la colonia centro, que ahí tienen el equipo y medicamento para
atenderlo.

Juan no se había sentido en problemas sino hasta que escuchó la palabra medicamento.
Un ataque de histeria se apoderó de él y por más que gritó y berreó, no pudo escapar de
sus captores.

–¡Juan, cálmate! –Gritaba Margarita– Nadie te va a hacer daño. Es por tu bien.

¿Cuántas veces había escuchado esa frase, "es por tu bien"? Durante su traslado, no paró
de gritar y llorar. Pensaba que las personas del 8 horizontal al fin lo habían atrapado.

Cuando llegó al albergue de la colonia centro una mordida a la oreja del enfermero más
sádico, Michelle Torres, le valió dos jeringas muy grandes repletas de calmantes y
antipsicóticos.

Las siguientes horas transcurrieron en un caos sensorial y casi dimensional, los colores
parecían sabores y las luces, a ratos, notas musicales. El mundo se deformaba y
reconstruía frente a él y no tenía idea de cuánto tiempo había pasado.

Lo que para cualquier persona sobria, habían sido 14 horas, para Juan "el
conspiraciones", habían parecido 14 meses. Todos sus pensamientos tardaron un par de
horas en recobrar su muy particular orden, pero para las 11pm ya había dejado de llorar
y el único indicio que quedaba de que todo aquello había sucedido eran un par de ojos
hinchados y dos enormes bolas en los lugares donde habían penetrado las jeringas.

El infierno comenzaba a pasar del país de las maravillas al hangar 18.Juan tenía tiempo
de no hacerlo, pero sabía perfectamente cómo escapar de una camisa de fuerza. No
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tardó ni dos minutos, que para él era un pésimo tiempo, en estar libre de ella. Caminar a
la puerta le tomo un poco de trabajo, al parecer los antipsicóticos gozaban de una
generosa cantidad de psicotrópicos. Cuando llegó a ella temió encontrarse con una
cerradura eléctrica, pero no era más que una cerradura de sanatorio.

Esta vez no tardó tanto como con la camisa.

Al otro lado no había cámaras o guardias de seguridad, sólo un monótono pasillo con
una cantidad absurda de puertas. Ninguna estaba numerada o marcada. Tampoco se veía
el trillado señalamiento con la flecha y la leyenda "salida de emergencia".

Si se había preparado para ser sigiloso y asertivo en algún momento de su vida, era
aquél.

Decidió instintivamente caminar hacia la derecha y caminar hasta el final, pero


descubrió, después de doblar 5 veces hacia la derecha, que no había dicho final.

Pensó que tal vez seguía bajo los efectos de las drogas y que debía de caminar un poco
más, pero antes de que pudiera dar otro sigiloso paso, comenzó a escuchar un par de
voces aproximarse por una de las puertas. No lo pensó y abrió la puerta que tenía más
cerca y desapareció tras ella.

La habitación estaba oscura. Entró con cuidado de no hacer ni el menor ruido. Esperó a
que sus ojos se acostumbraran a la espesa oscuridad y antes de que sucediera notó que
un par de ojos lo miraban. Estaban ahí, flotando en la nada. Ligeramente brillantes e
inexpresivos.

El pulso de Juan se aceleró y estuvo a punto de salir corriendo, pero las voces que había
escuchado antes ahora eran muy claras. Había dos personas caminado al otro lado de la
puerta, por el pasillo. Sin duda, no era opción regresar por donde había venido, pero
tampoco podía quedarse parado justo frente a la puerta. Pegó la espalda contra la pared
y dobló las rodillas. Prestó atención a lo que las personas de afuera decían, pero ya no
las escuchó. La angustia de pensar que tal vez seguía alucinando comenzaba a invadirlo.
Intranquilo, comenzó a deslizarse por la pared. Como huyendo de lo que pudiera entrar
por esa puerta y también de quien sea que lo estuviera mirando desde lo más oscuro de
la habitación, pero en el momento más crítico de sus posibles alucinaciones su espalda
se topó con un apagador y la luz se hizo en una habitación de vidrio muy grueso justo
frente a él.

Sintió la sangre congelársele en las venas.

Lo que al principio parecía un piso ensangrentado y cubierto por partes humanas, poco a
poco fue adquiriendo forma. Eran bultos babosos. Masas carnosas y llenas de venas que
al sentir la presencia de la luz comenzaron a moverse de una manera tan estremecedora
que la mente de Juan no pudo evitar llevarlo a su infancia; cuando vertía cera caliente
sobre los gusanos peludos que encontraba en la yerba seca. Intentó apagar la luz, para
no llamar la atención de los que estaban afuera, pero quedó perplejo al descubrir que
esas horribles masas tenían rasgos humanos. Algunos tenían dedos y uñas adheridos a
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ellos, otros tenían mechones sucios de cabello, pero la mayoría tenía ojos incapaces de
enfocar y en una que otra de esas bolas de venas rosadas pudo ver una boca con dientes
muy separados y chuecos. Masticaban el aire o tal vez intentaban pronunciar una
palabra... ¿Sería "Ayuda"? o tal vez "piedad".

Miró hacia el muro y se percató de que había más apagadores, todos eran digitales, muy
parecidos a los vúmetros de una consola de audio. Sin importar el riesgo y ahora
motivado por la curiosidad y la adrenalina que le había provocado el miedo, se decidió a
encender otra luz. Al pasar la mano por encima de las diminutas luces verdes, la
habitación continua se iluminó. Había una plancha de acero cóncava y sobre ella estaba
un hombre completamente desnudo.

Se acercó con los pasos más sigilosos que en su paranoica vida había dado. Al tiempo
que empañó el vidrio con su aliento y vio con horror que ese hombre era el sujeto del
catre 16. 16 abrió los ojos grandes al reconocer la cara de Juan "el conspiraciones", pero
no tuvo oportunidad de siquiera señalarle con la mirada la posible salida de aquella
prisión de vidrio cuando un líquido blanco comenzó a caer con mucha presión sobre el
cuerpo desnutrido, pero vientrudo de 16. Su boca se abrió en un gesto de horror que
debía de estar acompañado de un grito desgarrador, pero desde fuera de la habitación no
se escuchó nada.

Juan retrocedió, pero no dejó de mirar a la habitación. Del líquido blanco, ahora pintado
con tonos rojizos, comenzaron a brotar trozos de 16. Dedos, una pierna, un ojo. La
situación apenas duró unos segundos, pero al terminar de caer el líquido, ya sólo
quedaba una masa viscosa y llena de esfínteres, retorciéndose en la cóncava plancha de
acero.

El miedo fue lo que hizo despertar a Juan y sin apagar las luces salió a toda prisa de la
habitación. No tuvo que intentarlo dos veces, por instinto y suerte, dio con la puerta que
conducía a las escaleras.

Sería la combinación de la adrenalina con las drogas, pero el siguiente momento en el


que Juan tuvo consciencia fue al estar caminando frente al museo de la luz, por la calle
de San Idelfonso.

Ya llevaba puesto un cálido y oloroso abrigo gris. En una de sus manos sostenía un
pedazo de papel y la otra la tenía sosteniendo un bolígrafo dentro de uno de los bolsillos
del abrigo. El no saber cómo había llegado hasta ese punto le erizaba la piel. Al mirar lo
que llevaba en las manos comprendió perfectamente lo que tenía que hacer. Redactó
como pudo una especie de carta anónima a la CNDH con la esperanza de que alguien
que no estuviera implicado la leyera, pero la carta no tenía más veracidad que un relato
de ciencia ficción de Ray Bradbury. Resultaba muy entretenido, pero era tan increíble
terminó publicado en internet bajo la palabra creepypasta.

Después de haber depositado la carta en uno de esos raros buzones rojos, Juan aún no
sentía que la tarea estuviera terminada. La única persona en la que podía confiar para la
tarea que se proponía era Margarita. Cuando la encontró, a diez minutos que comenzara
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su turno y a dos cuadras del albergue, a Margarita se le secó la boca y pareció
empalidecer.

–No le haré daño –Dijo Juan mostrándole las manos, al tiempo que Margarita daba un
pequeño paso para atrás.

–Lo sé, pero ¿Cómo es que te saliste... del albergue de la Cuauhtémoc? Juan lo meditó
unos segundos y luego le contó todo lo que podía recordar de ese lugar y que
difícilmente podría dar con él.

Margarita, que se había limitado a escuchar, incluso durante los detalles más
surrealistas, le pidió que no regresara al albergue, sino que la acompañara. Juan no pudo
evitar pensar que margarita no le había creído y en realidad no esperaba menos. Su
mirada se ensombreció, se encogió de hombros, pegó la barbilla con el pecho y metió
las manos en las bolsas.

–Usted era la única persona en la que confío. Dijo Juan al tiempo que se daba la vuelta y
antes de haber dado dos pasos, un dolor agudo en la nuca acompañado de un flashazo
segador, lo envió a las tinieblas.

No había sido el ruido, sino dos potentes reflectores los que lo habían despertado.
Estaba desorientado y lo primero que le vino a la mente fue que lo habían regresado al
albergue para continuar con la intensa dosis de medicamentos, pero al echar una mirada
por el lugar se dio cuenta de que algo le era perturbadoramente familiar. Sin duda, ahora
estaba al otro lado del vidrio. La misma plancha cóncava de acero en la que horas antes
se encontraba 16. No tenía que intentar moverse para saber que está atado de pies y
manos. El corazón le galopa cual caballo desbocado cuando se escucha la voz de
Margarita a través de una bocina.

–Es una lástima Juan. Es una lástima que hayas tenido que ver esto.

–No Margarita, no...

–No eras candidato para los experimentos, nos interesa saber cómo responde la mente
cuerda y no una psicótica como la tuya.

–Margarita, no, no, ¡NO Por favor!

–Pero ahora no vemos por qué no incluirte en esto.

–¡NO MARGARITA, NO, NO, NO, NO!

Lo último que Juan "el conspiraciones" vio y sintió fue un espeso chorro de líquido
blanco que lo baña por completo y lo disolvía efervescente.

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Música de sobremesa
Juancer el Bastardo era el chico encargado de deshacerse de los cuerpos de alguna mafia
en la que ni siquiera él tenía idea de quién era el jefe, pero la paga era tan buena, y ellos
eran tan discretos, que no le interesaba saber quiénes eran o qué habían hecho esos
infelices antes de llegar a él, convertidos en carnes frías.

Comenzó con este negocio, y ahora mal hábito, cuando era joven y necesitaba un poco
de dinero para salir de las deudas que se había echado encima por maquilar en grande su
primer disco de RAP; un éxito en el norte y centro del país, pero Juancer no había
sabido administrar las ganancias y al término de la inversión se encontraba en quiebra.

Por esa época, Black Leeroy se había acercado a él durante una borrachera en camerinos
y de alguna forma, Juancer terminó acompañándolo al sitio más oscuro y aterrador que
hasta entonces había visitado, para arrojar a uno de los cuerpos en una de las múltiples
fosas comunes que habituaba Leeroy.

Ese fin de semana de alcohol, mujeres, drogas y RAP lo pagó Leeroy con el dinero de
ese trabajito.

Cuando el fin de semana terminó, Juancer no estaba tan convencido, pero vio la
posibilidad de hacer un poco de dinero fácil, por un periodo corto de tiempo. Trabajaría
para Leeroy y no tendría que involucrarse con nadie más, era muy seguro. Leeroy
aceptó. Juancer pensó que sólo sería mientras pagaba las deudas que venía arrastrando e
incrementando durante 5 meses.

Terminó de pagar sus deudas mucho antes de lo que había planeado y decidió que
quería armar un estudio en casa, tal vez un par de trabajos más, tal vez un par de
borracheras más.

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Las pequeñas borracheras se hicieron grandes borracheras y entre más grandes, más
costosas. Entre más frecuentes, más difíciles de dejar.

Habían pasado 8 o tal vez 10 años, Juancer ya no estaba muy seguro.

Ya no hacía los tratos con Leeroy, sino con el jefe y llevaba un estilo de vida que el
RAP aún no podía costear.

Había un vaso old fashion con una bola de hielo y whiskey sobre la mesa, sudaba un
poco y eso lo hacía una delicia al tacto. Miró por la ventana y ahí estaba, imponente y
llena de vida. La ciudad de México, sumergida en un show de luces que no pararían
hasta el amanecer. Aún no llegaba ya típico Tsuru blanco.

Caminó tambaleándose hasta la mesa, tomó el trago y partió a paso torpe rumbo a la
habitación. Las vio tiradas en la cama, una tenía un liguero negro y la otra unas pantis
blancas, joviales, muy naturales. Sonrío y luego bailó un poco consigo mismo. Colocó
el vaso vacío en la mesa con el afán de llenarlo una vez más, pero una llamada lo
interrumpió.

–Ya llegó su taxi señor –dijo una voz sin tacto y colgó el teléfono–.

Juancer regresó a la ventana y miró una vez más, vio que el Tsuru ya estaba aparcado en
la oscuridad, justo bajo la tétrica y seca jacaranda. Tomó sus pantalones, que de alguna
forma habían llegado al sofá, trató de ponérselos, pero cayó un par de veces, rio a
carcajadas y luego se levantó, sacudió un poco su gorra y con un movimiento, que
Juancer recordaba hacía a Frank Sinatra, se la puso. Regresó a su paso de vals con
rumbo a la salida, tras la puerta lo esperaba una sudadera negra de capucha amplia. Se la
puso hábilmente. Salió del departamento y cerró la puerta. Casi de inmediato volvió a
entrar, fue a la nevera y tomó un seis de Jack Daniel's, sonrió y cerró la puerta de la
nevera con el pie.

Abrió la puerta del carro, se sentó y buscó las llaves, sonrío de nuevo y bajó del carro,
metió la mano bajo la salpicadera delantera izquierda, ahí estaban, como siempre.

Subió al Tsuru y una vez más algo lo perturbó, miró fijamente hacia la guantera, acercó
la mano y al abrirla encontró una Colt M1911 semi-automática de acción simple,
alimentada por cargador y operada por retroceso directo de calibre 45 ACP, Juancer la
conocía como "escuadra 45". Una ligera sonrisa se dibujó con calma en su rostro. Surcó
la ciudad mientras degustaba otra Jack Daniel's. Luces, carros y rostros, por todos lados
veía personas y pensaba que tal vez algún día llevaría a alguno de ellos en la cajuela del
Tsuru., como lo hacía ahora. Al fin llego a un lugar muy alejado y de poco alumbrado,
aparcó el carro cerca de la bodega.

Anteriormente enterraba los cuerpos en lugares muy apartados y despoblados, en el


estado de México, pero perdía muchas horas en el camino y se fastidiaba llegando
sobrio al lugar, así que decidió rentar una bodega solitaria en una zona industrial. Cada
fábrica, en cualquier dirección, estaba por lo menos a un kilómetro y medio de

50
distancia. Esto incluía un matadero al Oeste, así que era perfecto para disimular los
olores.

Abrió la cajuela y miró el habitual bulto blanco, pero esta vez había algo raro, algo que
lo perturbó profundamente. El bulto dejaba ver unos nike Air Force One de bota, color
blanco. Tuvo la impresión de que la persona bajo la sabana era uno de sus conocidos.

Le vino a la mente Black Leeroy. Recordó la última vez que intercambiaron servicios
por dinero, charlaron un poco, se sirvieron unos tragos y mientras brindaban, bastardo
derramó un poco de alcohol sobre el costoso tenis de Leeroy, los miró con detenimiento
y admiración. Juancer había soñado con esos tenis desde que era niño y ahora que tenía
el dinero para comprarlos, ya había olvidado que los quería. Se disculpó, pero Leeroy
no le dio importancia y la fiesta continuó.

Ahora tenía miedo de que Leeroy fuera el pobre infeliz bajo la sábana y de ser así, él
podría ser el siguiente. Acercó su mano empalidecida y sudorosa, tomó una punta de la
sábana y pensó que tal vez debería de hacerlo como las mujeres depilaban sus piernas.
En un movimiento rápido lo descubrió. El rostro que encontró en su vida lo había visto.

Una carcajada sonó por todo el lugar, movió la cabeza negándolo todo. Regresó al carro
y tomó un Jack Daniel's.

Con mucho esfuerzo sacó la mitad del cuerpo de la cajuela, tiró una vez más y la cabeza
del infeliz azotó dura y seca contra el concreto. Lo arrastró con indiferencia desgarrando
la oscuridad con una linterna de mano. Llegó hasta una tapa en el suelo, parecía la de
una cisterna, quitó el candado, se puso un pañuelo en la cara, y levantó la tapa oxidada.
Retrocedió un poco ante la peste que provenía del hoyo. Apuntó la luz dentro y vio que
sus nenas corrían de un lado a otro deseosas de alimento, algunas eran tan grandes que
parecían conejos, ya no quedaba nada del último sujeto que arrojó ahí, las ratas lo
habían devorado por completo.

Quitó la sabana del cuerpo y la dejó a un lado, colocó el cuerpo en la orilla y bailó un
poco más para ellas. Con el talón rodó el cuerpo dentro y las ratas chillaron casi de una
manera eufórica. Juancer siguió bailando; izquierda y derecha, una y otra vez, pero
cuando pasó por encima de la sábana, sus pies se enredaron en ella y perdió el
equilibrio. Cayó de cara en el oscuro agujero y por un momento no supo en dónde
estaba, o quiso negarse a lo que en realidad sabía, pero entonces sintió un agudo y
penetrante dolor en la mano, levantó el brazo y lo vio cubierto de ratas, se incorporó, se
sacudió todo el cuerpo y saltó lo más alto que pudo hacia el único lugar por donde
entraba la luz. Estaba demasiado alto. Tras un grito prolongado y furioso reinó el
silencio.

Juancer no dejó de sentirse orgulloso de sus nenas y dedicó sus últimos pensamientos a
desear haber caído muerto ahí dentro.

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Despertó en su casa, despertó con dos chicas, despertó en el sofá, despertó en un carro,
despertó en la calle, despertó de día, despertó de noche, despertó con sus padres,
despertó y despertó y siguió despertando.

Tras las salchichas


Tras las salchichas había algo y temía que fuera una araña muy grande o un mono muy
pequeño. Geovanni la había visto moverse de un lado a otro por el almacén durante los
quince días que llevaba trabajando en el pequeño minisúper.

La única arma con la que contaba en ese momento era un mechudo viejo y polvoso, que
habría preferido meter en agua para darle más peso, pero la colonia llevaba días sin agua
y el mechudo se habría quebrado por el peso en la primera abanicada.

El temor que sentía de dar el primer golpe estaba fundamentado en que de ser una araña,
se podría meter entre el mechudo, recorrer el palo con tenacidad hasta subir por su brazo
con sus asquerosas y peludas patas y que antes de poder agitarlos como si estuvieran en
llamas, la maldita araña ya estaría en su nuca, clavándole los colmillos y llenándole de
veneno el cráneo.

Un escalofrío le nació en la nuca, justo donde el creyó que le rondaría esa cosa y decidió
que tal vez no era el mejor momento para averiguar qué era. Estando ahí, con el
mechudo en alto, se preguntó cómo un trabajo tan normal había terminado en el
detonante de una paranoia.

El turno de la madrugada era totalmente diferente al de día.

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En rededor sólo había oficinas que durante las primeras horas de la mañana exigían
café, cigarrillos, donas, yogurt bebible para el tránsito lento e irregularidad intestinal y
cualquier otro tipo de producto milagroso que prometiera vitalidad para un mejor
desempeño laboral.

A la hora de la comida vendían una cantidad absurda de hot-dogs, refrescos de dieta y


aguas bajas en sodio. Entre las 13hrs y las 16hrs la fila de oficinistas parecía infinita,
pero durante la noche, después de que se cerraban las puertas, no llegaban más de dos o
tres personas que necesitaran pan de caja o un galón de leche.

Geovanni Ángeles llevaba trabajando ahí apenas dos semanas. Desde el inicio le habían
asignado el turno de la noche y a él le venía perfecto, pues lo dejaba con el tiempo para
poder completar sus estudios.

Se había dado cuenta de inmediato de que en el almacén había dos rayitas de señal de
wi-fi sin contraseña, por lo cual comenzó a refugiarse ahí para ver videos en su
smartphone.

Desde la primera noche, con la nariz metida en IrreverenTV, creyó haber visto con el
rabo del ojo algo que se movía con suma cautela y luego a gran velocidad. No tuvo
oportunidad de ver qué era o siquiera qué forma tenía, pero desde ese momento
comenzó a sospechar que en el lugar algo no andaba bien.

De inmediato le hizo el comentario a Paco.

–Ese es problema del supervisor –Dijo Paco mientras miraba fastidiado la caducidad de
las papitas fritas–. En su siguiente visita, si no viene de una discusión de su frustrada
vida ideal en pareja, yo mismo le avisaré.

Geovanni no concebía la idea de una persona tan poco comprometida con su trabajo.
Después de todo, era su segundo empleo.

La siguiente noche notó que cada que regresaba al almacén y encendía la luz, una
sombra se escabullía en dirección al congelador. Eso parecía imposible, porque la puerta
de acero tenía un guardapolvo muy grueso y sólido. Recordó que en alguna ocasión
escuchó que las ratas eran tan flexibles que se habían colado en un bunker alemán
durante la segunda guerra mundial y habían devorado a casi todos los soldados. Los que
salieron para contar la historia, habían muerto al poco tiempo a causa de las infectadas
mordidas.

Dos noches después, Geovanni se había quedado, por primera vez, solo en la tienda.
Pronto descubriría que iba a ser más frecuente de lo que pensaba. Había terminado de
recibir el producto de uno de los proveedores de refresco y se disponía a acomodar las
rejas. Se inclinó para levantar la primera, pero algo tras la reja le rosó el dorso de la
mano. Al principio su mente lo había hecho creer que había sido peludo y áspero, pero
cuando se revisó la mano la tenía húmeda y cubierta por un líquido baboso y rosa. Tiró
la reja y salió corriendo cerrando la puerta del almacén tras de sí.

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Cerca del amanecer llegó Paco. Apestaba a cerveza y tenía labial en varias partes del
cuello.

–Hay algo en el almacén y creo que está dejando crías –Dijo Geovanni recordando con
asco lo que había tocado– Te juro que esa cosa ya está pariendo y en menos de lo que te
imaginas vas a tener una plaga de ratas aquí.

Paco lo miró con una sonrisa de borracho y luego abrió la boca para decir algo, pero no
pudo concretar nada. Se fue a lavar la cara y cuando regresó le dijo:

–Ya cumpliste Geovas. Deja que yo me encargue. Puedes retirarte.

–Pero faltan dos horas para mi salida.

Con un ademan le pidió que no hablara más. Con una sonrisa y un movimiento de
cabeza lo invitó a que se retirara.

Geovanni pensó que después de todo, no era su problema que el lugar se infestara de
ratas, sino del encargado y terminó por retirarse sin decir más.

Durante las siguientes nueve noches estuvo evitando entrar al almacén. Aún no había
notado que se frotaba y rascaba con frecuencia el dorso de la mano, donde había tenido
el líquido rosa.

Para ese entonces ya había acomodado todo el producto, mejorando cada noche su
tiempo. Había movido las máquinas de café y la de las salchichas para limpiar debajo de
ellas. Incluso le había pedido a Paco que le enseñara a utilizar la caja y él lo había hecho
con gusto, pues a muchos les daba miedo manejar dinero y Paco ya estaba fastidiado de
hacerlo.

Se limitó a entrar al almacén sólo para lo indispensable y en cada ocasión veía la


sombra huir al prenderse la luz. Paco era el que entraba con más frecuencia, muchas
veces a tomar una siesta.

Cada que lo hacía, Geovanni esperaba escuchar un grito, seguido de una escena de
pánico o verlo salir pálido y con los ojos muy abiertos, pero nada de eso ocurrió.
Comenzaba a pensar que tal vez todo habían sido ideas suyas.

El turno estaba a dos horas de terminar y ya no había nada que hacer en la tienda. Lo
único que se le ocurría era ver videos del Morfo, Héctor Leal o del Mox, pero la única
manera de hacerlo era dentro del almacén. Acompañado de esa cosa.

Si durante tres días Paco no había visto nada, tal vez era porque esa cosa, de haber
existido, ya se había ido.

Prendió la luz y el lugar quedó bien iluminado. Se encaminó hacia una de las esquinas y
se trepó sobre unos cartones de cerveza para encontrar disponible el nuevo video de
EnchufeTV. Le dio reproducir, mientras miraba con impaciencia en rededor y se
convencía de que definitivamente eran ideas suyas, pero cuando apenas se estaba

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relajando sintió la fuerza de un dedo índice tocar tres veces su hombro, como
invitándolo a voltear. Geovanni pegó un grito y dejando tirado su Smartphone, salió a
toda prisa de la habitación.

Sorprendió a paco sacándose el moco más colosal de su vida y corrió hacia donde él
estaba.

–Hay alguien ahí dentro –Dijo con los ojos vidriosos y los labios pálidos–.

Paco tomó un pequeño bate de baseball que guardaba bajo el mostrador y se encaminó
hacia el almacén.

–¿Quién anda ahí? –Gritó creyendo que de alguna manera, alguien se había colado
dentro–.

Mientras Paco entraba, Geovanni sólo se limitaba a verlo desde el mostrador y levantar
una plegaría para que nada le pasara. Miraba la puerta y se preguntaba dónde estaban las
llaves y qué haría si necesitaba salir por ayuda. Paco salió aún asustado y le dijo que no
había nadie ahí dentro.

–Te juro que sí –Dijo suplicante–, alguien me tocó el hombro.

Paco lo miró con la cara más amarga que pudo hacer y meneo la cabeza mientras
regresaba a su lugar.

–Amigo, te juro que alguien me tocó ahí dentro.

–Déjalo así Geovanni.

El turno llegó a su fin y Geovanni no paró de pensar que no era una rata lo que había
visto, sino un fantasma.

Al siguiente día le tocaba descansar y pensó que de no ser porque necesitaba el dinero
para su colegiatura, esa misma noche habría renunciado. Definitivamente lo iba a hacer,
pero esperaría hasta la quincena para hacerlo.

Mientras caminaba de regreso a casa, se buscó el teléfono y recordó que lo había tirado
en el almacén. La angustia se apoderó de él. Pensó que no quería regresar esa noche a
ese lugar y se convenció de que Paco era flojo, pero estaba seguro de que no era ratero.
–Ya vendré por él pasado mañana –Pensó.

El día de descanso le vino muy bien. Elena lo había llevado a pasear todo el día al
centro histórico de la ciudad de México. Terminaron exhaustos, desnudos y mirando las
estrellas recostados en la azotea de la casa de ella. Él no se había dado cuenta de la
hinchazón en la mano y ella se lo hizo ver, pero él no tuvo la memoria suficiente para
recordar que había comenzado con el líquido rosa.

Cuando llegó a la tienda estaba muy fresco. Lo primero que hizo fue preguntar a Paco
por su teléfono celular. Paco le dijo que en el almacén no había encontrado ningún

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teléfono aquella noche. Le aseguró que si no lo había recogido él, seguro lo tendría el
encargado de la mañana.

Geovanni le pidió que le prestara su teléfono para marcarse a ver si alguien contestaba y
Paco se lo dio. Al marcar el número recibió tono, escuchó claramente "suerte" de Paty
Cantú sonando desde el almacén. La angustia se apoderó del él al reconocer su ringtone.
Miró a Paco y le pidió que entrara a buscar su teléfono, pero Paco se mofó de él y casi
le arrebató su celular de las manos.

–Suficiente tienes con estar mal gastando el crédito de mi celular y todavía quieres que
lo busque por ti.

Geovanni aceptó que tenía razón.

–Geovanni, voy a salir a tomar un poco de aire –Dijo Paco mientras miraba con
impaciencia su reloj –Te dejo el celular para que busques tu teléfono. No tardo nada.

A Geovanni se le hizo un hueco en la boca del estómago. Tenía ganas de gritar y rogarle
para que no lo dejara solo, pero sabía que a sus 20 primaveras ya no se podía dar esos
lujos.

–No tardes –Le dijo mientras fingía una sonrisa.

Decidió que iba a hacer tiempo en lo que llegaba Paco, pero le pegaba en el ego tenerle
tanto miedo al almacén de un minisúper. Había pasado media hora y pensó que lo mejor
sería actuar sin pensar. Se colocó el celular en la oreja y comenzó a fingir que llamaba a
alguien más mientras entraba casual al almacén. Al prender la luz no vio una silueta
escabullirse, sino a una cosa del tamaño del "mumi", su perro. Era muy peluda, con seis
y ocho patas y negra con marrón. Estaba estática en el centro de la habitación como
diciendo, "yo tengo tu celular, qué vas a hacer chico valiente".

Geovanni abrió muy grandes los ojos y esta vez sin tirar el celular, salió corriendo del
almacén, apresurándose a cerrar la puerta.

Cuando Paco llegó le contó lo que había visto ahí dentro.

–¿Crees que en el almacén habría una tarántula del tamaño de tu perro y que nadie,
excepto tú, la haya visto antes? Déjate de payasadas y mejor dime que no quieres
acomodar la cámara.

Geovanni se ruborizó y a pesar de que quería insistir en su historia, lo que había dicho
Paco sonaba muy sensato.

Aquella noche no pisó ni de chiste el almacén y no se habló de nuevo de la araña del


tamaño de un perro.

Esperó a los del siguiente turno y cuando Paco ya se había ido, les pidió que lo ayudaran
a buscar el celular. Todos eran mucho más amables que Paco y ninguno se opuso.

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–Nadie ha notado nada raro aquí dentro –Dijo Geovanni mientras buscaba cerca de las
cervezas–.

–Sí –Dijo uno de ellos y Geovanni se paralizó–. La cámara ya no enfría como antes.

–Me refiero a algo como telarañas o arañas del tamaño de un french poodl.

Todos rieron al unísono.

–Hace poco vimos una araña así –Dijo una de ellos–. Pero resultó ser la hermana del
Félix.

Y volvieron a reír, pero esta vez sin Geovanni.

–Por qué no me das tu número y te marco –Intervino el más alto de todos–.

Geovanni le dio el número y esperó a que sonara, pero el teléfono estaba apagado y lo
mandó al buzón de voz.

–Me manda al buzón. Tal vez se quedó sin pila. Mala suerte amigo.

Todos comenzaron a incorporarse poco a poco a sus actividades y Geovanni no quiso


quedarse solo, así que prefirió buscar la siguiente noche.

Ese día de camino a la escuela, en el camión, se había dormido un rato y mientras le


daban a su cabeza recargada sobre el vidrio, los primeros rayos de sol, soñó que alguien
le marcaba a su teléfono celular y que el identificador decía mamá, pero la voz que
escuchó al contestar era la de Elena, que pedía ayuda. Geovanni se angustiaba y cuando
quería retirarse el teléfono del rostro no podía, pues se había transformado en una
tarántula que lo sostenía con fuerza con sus patas rodeándole la cabeza. Comenzó a
meterse poco a poco en su boca y sintió sus peludas patas introducirse en su garganta.
En su sueño ya lloraba cuando el chofer se voló un tope y lo despertó brusca, pero
satisfactoriamente.

La siguiente noche llegó Paco aún no estaba ahí. Le entregaron las llaves y le pidieron
que cerrara. Geovanni pensó que tal vez ese sería el último día que trabajaría ahí no
puso pero alguno.

Traía consigo un celular barato que sólo usaban cuando alguno había perdido su
teléfono. Antes de intentar entrar al almacén a buscar lo que le pertenecía, decidió que
sería buena idea marcar para comprobar si en realidad estaba apagado el Smatphone.

El teléfono dio tono y escuchó de nuevo sonar desde el interior del almacén "suerte" de
Paty Cantú.

No había de otra, tenía que entrar. Buscó el pequeño bate de baseball de Paco, pero no
lo encontró.

Tomó un mechudo polvoso que se encontraba junto a los cigarrillos y marcó de nuevo a
su antiguo teléfono.

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Al entrar al almacén, descubrió que el teléfono sonaba tras la puerta de la cámara.
Geovanni calculaba que la cámara estaría a unos 3 grados o menos y según sabía, eso no
era bueno para las tarántulas. Las bajas temperaturas las podían matar.

Al entrar a la cámara, se percató de que su celular sonaba y brillaba tras las cajas de las
salchichas gigantes que se utilizaban para los hot-dogs. Colgó el teléfono y lo guardó en
la bolsa de su pantalón. La cámara estaba muy oscura. Apenas la alumbraban las puertas
que daban hacia su interior y que no servían para acceder sino para mostrar sus
productos.

Caminó despacio, con el corazón palpitándole hasta la garganta y con el mechudo en


alto.

Le tiró tres golpes rápidos a las salchichas y no pasó nada. Se inclinó para meter la
mano enrojecida, palpitante y que ahora albergaba algo. Se detuvo un momento antes de
alcanzar el teléfono, pues había creído escuchar un ruido diferente al de los incansables
motores de refrigeración.

–Esa cosa –Pensó– no podría sobrevivir a esta temperatura. Seguro es mi imaginación.

En el momento en que cogía el celular y comenzaba a levantarse, algo muy peludo le


saltó a la mano, le subió por el brazo y se aferró a su garganta. Geovanni entró en
pánico y trató de quitársela con ambas manos, pero sólo consiguió que la cosa se le
aferrara con más fuerza. La criatura comenzó a avanzar lentamente hacia su rostro hasta
que se posó sobre su barbilla.

Introdujo una especie de pata dura como un hueso que al llegar a su garganta se detuvo.
No segregó veneno alguno o cualquier otro líquido, sólo se quedó ahí estrujándole el
cuello e impidiéndole respirar.

Geovanni pensó en Elena y en Dios, pero ni Elena ni Dios se encontraban pensando en


Geovanni en ese momento.

Paco llegó casi a las 5 de la mañana y no hubo quien le abriera la tienda. No fue sino
hasta las 6 de la mañana que llegó el otro encargado con su juego de llaves, que
pudieron entrar.

Los dos encontraron el cuerpo de Geovanni, en la cámara de refrigeración. En la cara


tenía un petrificado rostro de angustia, con los ojos saltones y la lengua de fuera.

Lo más raro fue ver que le hacía falta el dorso de la mano derecha. Como si se la
hubieran rascado hasta el hueso.

Como en cualquier situación similar, el incidente se mantuvo con extrema discreción.


Nadie compraba en un lugar donde había muerto alguien.

Una semana después, en la madrugada, apareció un equipo de cinco hombres de la


compañía de salchichas y se llevó todas las cajas de salchichas gigantes de esa tienda y
todas las de la franquicia.
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Dos meses después. Quien sea que buscara algún rastro de dicha empresa, no
encontraría nada.

Barquito en el puerto de Manzanillo


El Muerto tenía el dedo tenso sobre el gatillo de la 357 que hacía seis meses había
encontrado en el armario de su abuelo y con la cual ya había perpetrado 12 robos. Hasta
ahora no había matado a nadie, ni siquiera había disparado el arma para ver si
funcionaba, pero esta vez había consumido más cocaína de la que su cuerpo podía
tolerar y además de eufórico, comenzaba a estar paranoico. Al igual que todas las
personas en la tienda, veía el cañón aterradoramente grande entre sus pequeñas manos
huesudas, cosa que lo hacía sentirse el rey del mundo a la Leonardo Di Caprio en
Titanic. El Hobbit se había saltado del otro lado del mostrador y ya comenzaba a llenar
su mochila con cajetillas de cigarrillos, condones, botellas de alcohol, teléfonos
celulares baratos y dinero de las cajas registradoras. Los dos empleados encargados del
turno nocturno se sentían un poco intimidados por el arma del Muerto, pero la
naturalidad con la que el Hobbit actuaba y las muchas experiencias similares a ésta, los
hacía permanecer tranquilos. El verdadero problema era que el momento en que el
Muerto y el Hobbit habían entrado a robar el minisúper, se encontraban cuatro rubias
calentando unos burritos para terminar lo que ellas llamaban "el viernes de lobas".
Había pasado casi un minuto desde que el asalto comenzó y ellas apenas comenzaban a
caer en cuenta de lo que estaba pasando. El muerto las miró con los ojos desorbitados
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que mostraban la misma o más confusión que ellas y luego el arma apunto hacia donde
estaban ellas.

–¡Dije al suelo, perras!

Tres de ellas se tiraron al suelo sin pensarlo, pero la última comenzó a gritar, giró sobre
sus talones e intentó salir corriendo en dirección a los refrigeradores, pero antes de que
pudiera dar el primer paso de su inútil huida el Muerto había jalado el gatillo. Nunca lo
supo, pero fue un verdadero logro que aquella vieja arma, que no había sido limpiada y
aceitada en más de 30 años, se hubiera aclarado la garganta y expulsado todo el óxido
en un perfecto disparo que mandaría un proyectil a perforar la parte superior derecha de
la nuca de Nora y que al salir le volara la mitad izquierda del rostro, creando una
caliente erupción de sangre, músculo, nervios y piel.

–¡Diablos, Muerto! –Gritó el Hobbit víctima de un espasmo natural del cuerpo al


escuchar un el estruendo de un arma de gran calibre ser disparada a unos pocos metros–.
Acabas de jodernos a todos.

El Muerto estaba petrificado y no podía dejar de ver la enorme mancha que había
aparecido sobre el microondas y de la cual parecían emerger pequeños grumos de
materia gris.

–¿Has visto? –Dijo mientras flexionaba el codo para levantar a la altura de su rostro la
humeante 357 –. ¡Demonios! Pregunté que si lo habías visto

–¡Sí, maldita sea! Ahora será mejor que nos larguemos de aquí.

Cuando corrían el Hobbit tomó el fino celular que el cadáver arrojó al suelo y a su
salida ya los esperaba degustando la fría briza que el Patrulla suponía, venía desde lo
alto del cerro Ehecatl.

–Escuché un disparo –Dijo con una sonrisa pacheca el Patrulla–. Imagino que llevamos
prisa.

–Pisa el maldito acelerador a fondo, si no quieres que tu asqueroso y blanco trasero


termine por el resto de sus días en prisión.

***

La policía llegó 20 minutos después. El oficial Marco Helado Ramírez Limón estaba
tomando la declaración de las tres rubias cuando se arrepintió de haber sido el primero
en llegar y pensó que hubiera sido mejor tomarse unos minutos más tratando de
conseguir el teléfono de Maricela, la nueva intendente del cuartel.

Nora (La chica que tenía un orificio en la nuca y medio rostro diseminado por el
microondas, los hot-dogs y las sopas instantáneas), resultó ser la única hija de un
judicial llamado Pedro Mejía. El oficial Ramírez sabía de qué era capaz ese sujeto, pues
en el cuartel todos sabían que Mejía era al hombre al que debías de llamar si querías
desaparecer los daños colaterales de alguna balacera en el cumplimiento de tu deber.
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Ahora temía ser quien diera las malas noticias a Mejía y terminar con la nariz rota o con
una bala en el muslo. Luego de que terminara de tomar la declaración de todas las
personas implicadas en el homicidio, no dejaba de pasar su robusta y morena mano por
la culata de su arma, con la mirada perdida y pensando que tal vez sería mejor no decirle
nada a nadie, pero era imposible no decirle al comandante. Así que decidió que él no
tenía que informarle a Mejía, pues no era su obligación, sino la del comandante.
Mientras brindaba la atención a los peritos que recién llegaban y se disponía a darle la
mala noticia al comandante, un mal presentimiento lo invadió. Se había olvidado de los
teléfonos celulares de las chicas que seguramente ya habían dado la mala noticia a la
familia de Nora Mejía. Miró con temor al exterior de la tienda y como si hubiera
invocado una fuerza maligna, llegó derrapando un Dodge Charger blanco con vidrios
polarizados y "tumbaburros". Al frenar se envolvió en una polvareda de la cual sólo
emergieron dos potentes luces. El oficial Ramírez escuchó perfectamente el sonido de
las puertas al abrirse y logró ver entre el polvo una bota con textura de reptil, que no
parecía ser de imitación, bajar pesada del lado del conductor. Ramírez se puso pálido sin
estar enterado aún de que ya estaba muerto de miedo. Cuatro hombres armados entraron
en la tienda. Todos llevaban botas, bigote tupido y gafas de aviador con moldura
dorada.

–¿A qué hora planeaban notificarme? –Dijo con voz gruesa uno de ellos–.

–Señor, teníamos que corroborar la identidad de la víctima –Atinó a decir Ramírez, sin
saber de dónde había sacado valor para hablar.

Por un segundo lo miró Mejía y a pesar de las oscuras gafas de aviador, pudo sentir la
furiosa mirada que le dedicó. Luego miró hacia el lugar en donde se encontraba el
cuerpo de Nora, su hija, que hasta ese momento permanecía en el suelo y bocabajo.

Cuando los peritos le daban la vuelta al cuerpo, el oficial Ramírez pensó que esa era un
buen momento para salir corriendo antes de que la furia de Mejía se volcara sobre él y
todos los presentes, pero Mejía ni siquiera se inmutó. No hubo reacción y permaneció
con la cara dura y el mentón apretado ante lo que quedaba del rostro de Nora.

–Por lo que sabemos, fueron tres jóvenes de complexión delgada que... –El oficial
Ramírez se quedó con la palabra en la boca, pues Mejía se había dado media vuelta
mientras le hacía una seña a sus acompañantes. Se subió al Charger blanco a paso firme
y su gente lo imitó. Encendió el carro y se largó a la misma velocidad a la que había
llegado–.

Tres días más tarde, el oficial Marco Heladio Ramírez Limón fue llevado al hospital,
herido de bala en ambas piernas quedando en su expediente que no le puso el seguro a
su arma y accidentalmente se disparó dos veces.

***

Esa misma noche un Tsuru blanco se escabullía entre las calles más oscuras de Ecatepec
y no por miedo a ser descubierto junto con su drogada tripulación, sino a consecuencia

61
de buscar a los sujetos que cambiaran drogas por una generosa parte de su mal habido
botín. El Patrulla no entendía bien qué había sucedido minutos atrás, pero tampoco le
interesaba saber, él sólo se preocupaba por conducir como se conduciría un roedor en
medio de la noche, sin alertar a nadie ni dejar rastro de nada. Podía ser discreto y al
mismo tiempo rápido. Esa había sido su especialidad desde que comenzó a caminar. En
una ocasión, cuando apenas tenía tres años, su mamá le había regalado un triciclo para
pasear dentro de su apartamento ubicado en un segundo piso, ya tenía problemas para
localizarlo a pie y creyó que si escuchaba el rechinido del pedaleo siempre sabría dónde
estaba su pequeño bribón, pero no podía estar más equivocada.

La cocina se encontraba justo en la entrada y seguida a ella estaba la sala, el aún joven
patrulla la miraba con recelo desde una ubicación donde su madre no lo podía ver. Ella
había abierto la puerta para dejar salir el vapor de la sopa de fideos que ya aromatizaba
toda la casa. Los ojos del Patrulla se iluminaron al ver esa puerta abierta de par en par y
esperó el momento en el que su madre le daba la espalda para revisar la flama de la
sopa. Salió pedaleando a toda velocidad y sin hacer el menor ruido. La rebasó sin que
ella se diera cuenta y luego salió volando, montado en su pequeño triciclo como todo un
experto del motocross que hubiera ejecutado una pirueta que tuviera ensayada hasta el
cansancio y por unos momentos sintió que había venido al mundo sólo para ese
momento, después se dio cuenta de su error al no haber pensado nunca en el aterrizaje.
Rodó hasta el primer descanso, donde un vecino que subía las escaleras lo interceptó y
levantó con velocidad buscando a su madre. La única cicatriz que tenía en la cabeza se
la había hecho aquél día, pero era una lección que jamás olvidaría y un error que no
volvería a cometer.

El Hobbit se encargó de las negociaciones y consiguió más de lo que todos esperaban.


Llegaron a la casa del Muerto y se repartieron toda la droga en partes iguales. El
Muerto se acomodó todo sobre la mesa como dispuesto a tomarle una foto para
presumirla en Facebook. El Hobbit corrió a esconder a puerta cerrada la mayor parte de
su porción, después salió sólo con un poco de todo escondido en los calzones, calcetines
y compartimientos secretos de su cinturón. El Patrulla cambió lo que pudo por toda la
mariguana y luego se forjó un cigarro con una mano mientras pasaba la vista por todo el
lugar preguntándose en casa de quién estaban ahora.

–¿Dónde estás güera? –Dijo el Muerto con el celular en la oreja una sonrisa truculenta
pintada en su boca–. Hoy nos vamos a dar una fiesta que no vas a olvidar nunca. Así
que traite a todas las de la 12 porque mis amigos también necesitan con quien bailar –
Escuchó paciente y al finalizar la llamada dijo–. Ya les mandé pedir algo que estoy
seguro les estaba haciendo falta.

El Hobbit sonrío y corrió a poner algo de música en un viejo estéreo con entrada
auxiliar. El Patrulla terminó de armar su segundo cigarro frente a la pintura de un barco
que parecía surcar a toda velocidad el océano. Tenía la certeza de que no estaba
huyendo de la tormenta que parecía estar por todas partes, pero sin terminar de
materializarse, sino deslizándose por las turbias aguas para probarse así mismo. El
Patrulla había comenzado su adicción por la velocidad con un triciclo, luego fue una
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avalancha, también unos patines, un scooter, la patineta, la bicicleta, la motocicleta y
aunque no le encantaban tanto, su fama se la debía a los automóviles, pero jamás había
pensado que aún le quedaba algo por probar y nunca le había pasado por la cabeza lo
que podría ser surcar el océano a toda velocidad. La idea le emocionó y una enorme e
inocente sonrisa se dibujó en su rostro.

Una mano se posó sobre su hombro.

–¿Qué miras Patrulla?

–¿De quién es ese cuadro?

–Creo que era del abuelo. Fue lo único que mi jefe le pudo sacar a las arpías de sus
hermanos cuando su viejo falleció.

–¿Me lo regalas, Muerto?

El muerto contempló el cuadro por unos segundos mientras meditaba lo que el Patrulla
le pedía. Lo miró más de cerca y le vinieron recuerdos gratos de una infancia que ahora
parecía no ser la suya.

–Dame dos piedras y es tuyo –Dijo el Muerto con su habitual sonrisa maliciosa.

–Hecho.

El muerto regresó la mirada al cuadro y luego dijo:

–Sabes, pensaba que había un anciano en el barco, pero ahora que lo miro, no lo veo por
ningún lado... Debió de ser la imaginación de un niño sin que hacer.

El patrulla no prestó más atención al comentario y siguió pensando en cuál sería la


máxima velocidad que podría alcanzar ese enorme monstruo de madera. Desmontó el
cuadro del muro y se lo llevó a colgar en un muro de la sala, desde donde lo podría ver
mientras se fumaba un cigarro de la felicidad.

***

Mejía no tardó ni dos horas en saber quiénes habían sido los mal nacidos que habían
robado el minisúper y matado a Nora, mejor conocida como la Loba Mayor. Ya era
difícil ocultarle información a un botudo de metro ochenta y cinco, y la cosa se
complicaba cuando te apuntaba a la cabeza con un arma más grande que tu brazo. Se
corrió la voz muy pronto de que tres chamacos habían estado visitando a todos los
dealers para cambiar botellas de alcohol, cajetillas de cigarros, teléfonos celulares
baratos y más alcohol, por cualquier tipo de droga ilegal. Estaban celebrando su primer
homicidio y según la implícita ley del barrio, con esto se graduaban para dejar de ser
taloneados y comenzar a talonear.

En la casa del Cavernario encontró el teléfono celular de su hija, que había sido
cambiado por 10 piedras y dos bolsas grandes de marihuana. Después de esa noche, no
se vio de nuevo al cavernario por ese o cualquier otro barrio. Para cuando interrogó al
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último de los dealers ya sabía en dónde estaban, cuánta droga tenían, que armas
portaban (sólo la 357 del abuelo del Muerto) y con cuántas mujeres pretendían fornicar.

Al llegar a la residencia del Muerto, miró a tres de las chicas saliendo a comprar más
refrescos para el Martell y el Hennessy que aún quedaba.

–¡Hey, chamaca! No le cierres que voy a entrar.

Las chicas se miraron desconcertadas y salieron corriendo sabiendo sólo que no debían
volver ahí y que el dinero de los refrescos ahora era todo suyo.

***

El Muerto y el Hobbit compartían los mismos gustos y ambos querían poseer a la


chaparrita metalera que se limitaba a mirar con sus ojos grandes, pero que no miraba
con deseo o simpatía a ninguno de los dos, sin embargo, le parecía muy interesante el
chico que no dejaba de mirar el cuadro del barco con una enorme sonrisa.

–¿Qué tanto le miras a ese cuadro?

–Descubrí que se llama barquito en el puerto de Manzanillo, lo dice al reverso.

Ella le dedicó una mirada curiosa y una sonrisa amable.

–No lo vas a creer, pero creo que se mueve. A veces, cuando lo miro por mucho tiempo,
siento que el agua comienza a moverse y si esa sensación permanece el tiempo
suficiente... –El Patrulla se sonrojó un poco, pero continuó–. Bueno, creo que puedo
sentir la briza del mar.

Esperó a que la chica se burlara de él, pero ella no lo hizo. Una voz de mujer llamó al
otro lado de la habitación.

–¡Nena, vamos por unos refrescos!

Ella miró al Patrulla y se despidió con una sonrisa. El Patrulla la miró alejarse y de
reojo miró que el barco se movía a toda velocidad hacia él. Regresó rápidamente la vista
al cuadro y vio con claridad que el agua se movía y el barco se mecía con tenacidad
sobre las olas. El Patrulla abrió muy grandes los ojos y regresó la mirada a la puerta
para buscar que alguien más corroborara lo que él estaba mirando, pero ya no había
puerta, ni sala, ni música ni casa. Sólo el enorme océano tan infinito como el cielo. Miró
a sus pies y se dio cuenta de que ahora estaba sobre el barco. Se sintió muy desorientado
y por un momento casi vuelve el estómago, pero se logró contener. Sin duda estaba en
alta mar y sin importar cuanto se negara a creerlo, no iba a volver a tierra firme
pensando así.

***

Mejía entró primero sosteniendo entre sus manos una escopeta recortada y tras él,
entraron otros tres hombres luciendo sus AK-47, mejor conocidas como cuernos de
chivo. Al primero que agarraron fue al Hobbit que en ese momento se encontraba cerca
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de la puerta tratando de reproducirse con una de las chicas más parecida a la chaparrita
metalera que lo había bateado y para ser sincero, con esta estaba teniendo mucho éxito.
Lo tomaron por el cuello y lo sacaron sometido por los brazos y el cinturón. El Hobbit
estaba desconcertado y tenía una vaga idea de que los someterían, les quitarían la droga
y los dejarían ir. El Patrulla fue el siguiente. Se encontraba ensimismado, mirando hacia
el muro con la boca abierta y la mirada perdida. No opuso nada de resistencia, pero los
judiciales no dudaron en meterle tres puñetazos en las costillas y un jalón de greñas con
el cual lo sacaron de la casa. El Muerto opuso más resistencia y aprovechó los gritos de
las mujeres y su corredera para salir en busca del arma. Se metió en la primera
habitación que pudo y con el corazón a punto de salírsele del pecho comenzó a hacer
memoria de dónde podía estar la 357. Se tiró en una esquina de la oscura habitación,
pero algo evitó que sus nalgas hicieran contacto de lleno con el piso. Se movió
incómodo y se palpó el área para darse cuenta de que ahí estaba la 357, nunca se la
había sacado del pantalón. Sacó el arma y se la puso a la altura de la cabeza, con el
cañón apuntando al techo e imaginando que tal vez se veía como Antonio banderas en la
película de Asesinos con Silvester Stalone.

La puerta se abrió y una enorme silueta apareció en el marco. El Muerto levantó el


cañón del arma y apuntó a la silueta de Mejía. Este miró directo a los apenas iluminados
ojos del muerto y se dio cuenta de su error, error que le podría haber costado la vida, de
no ser porque la 357 se atascó y no volvió a disparar nunca más.

Mejía corrió hacia la esquina y se acabó sus botas de cinco mil pesos en los dientes del
Muerto.

Lo sacó de la habitación chimuelo y llorando.

***

El Patrulla rondaba el barco con curiosidad y creía que en cualquier momento


aparecería alguien que le explicaría qué era lo que estaba pasando, pero eso no sucedió.
Cuando llegó al puesto del capitán, miró un sombrero sobre el timón y entendió lo que
pasaba. Jamás se iba a ir de ese lugar, pero a cambio tendría la oportunidad de surcar los
siete mares desde ahí. Se puso el sombrero y empuñó el timón. Sintió todo el poder y
toda la velocidad que ese barco era capaz de alcanzar. Miró al horizonte y descubrió que
una tormenta se acercaba. Sonrió y luego se encaminó hacia ella. No para huir de su
pasado, sino para probarse así mismo.

***

Mejía los hincó cerca de una canal de aguas negras y no se tentó el corazón para
quitarles la vida con un tiro de gracia. Primero fue el Hobbit, después el Patrulla que
pareció en todo momento perdido y babeando. Cuando llegó al Muerto, éste ya se había
ensuciado los pantalones, no paraba de llorar y ocasionalmente fingía un ataque de
epilepsia. Mejía sabía que él había matado a su hija. Le disparó en la columna, le desató
los brazos y luego lo rodó al canal. Tuvo el peor final.

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Mejía y sus hombres se fueron del canal que a tantos de sus enemigos había engullido.

***

El cuadro del Barquito en el puerto de Manzanillo apareció 20 años más tarde, en un


consultorio dental de la delegación Miguel Hidalgo. La gente a veces se sentaba y lo
miraba pensando en qué hacía un hombre tan sólo tripulando un barco tan grande en
medio del mar. Luego regresaban meses más tarde jurando que ese cuadro tenía a una
persona tripulando solo un enorme barco, pero no lo podían asegurar. A veces estaba en
la cubierta y a veces no. A veces tenía una mirada nostálgica y otras veces una enorme
sonrisa que se podía ver a leguas de distancia.

La banca del lago


La tarde era hermosa y nada que hubiera visto Rafael a sus 81 primaveras se le podía
comparar. Se preguntaba cómo era que aquel atardecer podía contener tantos colores. El
cielo plagado de nubes en el horizonte se teñía con una gama de rosas, naranjas,
purpuras y azules. El agua del lago estaba tranquila y mientras reflejaba los mismos
colores de las nubes, los transformaba al mecerse con suavidad. La brisa era tibia y se
sentía como una caricia materna, como cuando su madre le aseaba el infantil rostro que
mostraba a sus tiernos ocho años y se limitaba a pasar tan solo un par de veces sus
cálidas manos para no despertar a su amado hijo, pero no sabía que él ya estaba
despierto y tan sólo fingía por simple picardía. En verdad no recordaba ningún otro
atardecer igual a ese.

«¿Qué era lo que estaba haciendo la diferencia?» se preguntaba con insistencia, y habría
muerto de un infarto junto con una sonrisa en el rostro de haber sabido que todo era a
causa de que Dios estaba a escasos dos metros de él, sentado en una humilde banca de
madera, con una sonrisa, mirando el lago y esperando a ver, después de lo que a él le
parecía una eternidad, a uno de sus hijos.

Rafael aspiró hondo y se detuvo a ver la puesta de sol. Pensó que tal vez podría sentarse
en la banca junto al sujeto de pantalón de vestir, camisa beige arremangada y tirantes
color pardo. Iniciar una conversación con él; tal vez charlar sobre el amor hacia los
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hijos, que parecía duplicarse con los nietos y que no sabía qué esperar cuando conociera
a su primer bisnieto, que ya estaba en camino. Tal vez su corazón no soportaría amar
tanto a un nuevo retoño, pero antes de que pudiera terminar de preparar su dialogo, se
dio cuenta de que ya había un sujeto de botas gastadas, vaqueros percudidos y chaqueta
de cuero sentado donde pretendía sentarse él.

Rafael se encogió de hombros, metió las manos en las bolsas del pantalón y siguió
contemplando el espectáculo que sólo Dios podía proveer.

Comenzaba a recordar el tiempo en que su padre le enseñaba a pescar en ese mismo


lago haciendo énfasis en su frase favorita «Cualquiera que alimentara a un hombre le
daría de comer por un día, pero si lo enseñaba a pescar le daría de comer toda la vida.»

A medio recuerdo una idea lo asaltó: No podía recordar el rostro de las dos personas
sentadas en la banca. Sólo recordaba qué era lo que llevaban puesto, pero no más. Tal
vez habría sido algo irrelevante para cualquier persona, pero no para Rafael, que pintaba
rostros en sus ratos libres (que en ese momento eran bastantes) y que además había
nacido con memoria fotográfica heredada de su tío abuelo Don Manuel. Recordaba qué
llevaban puesto y que el sujeto de vaqueros gastados y chaqueta de cuero debía de ser
un rompecorazones, pero nada más. Los miró de nuevo, ahí sentados, platicando en un
idioma incomprensible y con la sensación de que algunas veces no movían los labios.
Concentró toda su capacidad de retención en ellos y cuando creyó que tenía suficiente
como para pintar un retrato en otra tarde de primavera regresó la vista al lago, pero al
mirar esas tranquilas aguas violáceas, su mente, una vez más divagó y una vez más se
sorprendió cuando no pudo recordar sus rostros.

Una sensación de mareo y desorientación lo abordó. Trató de sentirse furioso o


frustrado, pero tampoco lo consiguió. Por tercera vez miró hacia la banca y esta vez,
aunque no sabía en qué lengua hablaban, pudo entender lo que decían:

–Dejemos las formalidades y vallamos al grano –Dijo con tono humilde el sujeto
apuesto de la chaqueta de cuero–. ¿Por qué hoy, por qué así después de tanto tiempo?

–Te amo, al igual que amo a todos mis hijos y aunque siempre has actuado de maneras
misteriosas, mi amor por ti no disminuirá –Dijo el "hombre" de tirantes pardos al
tiempo que subía una de sus piernas en la banca para darle la espalda a Rafael y para
hablar de una manera más íntima con el sujeto apuesto –, pero antes de que las cosas se
pongan mal, debo advertirte que estás muy cerca de rebasar los límites y tal vez todo
esto se solucione ahora.

–Yo también te amo padre, pero sabes que tengo que hacerlo. No soy distinto de las
personas que hay en derredor nuestro. También estoy buscando respuestas y tú no las
das. ¿Quién eres?... ¿Quién te creó?... ¿Para qué nos creaste a nosotros y a ellos?

–Sólo te voy a pedir que no sigas. Déjalos cumplir su ciclo. No intervengas más. Me ha
dolido cada ser al que has privado de su vida. Cada mundo con el que has arrasado.

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–Yo no los arrastro hacia mí, son ellos los que vienen. Yo no jalo de los gatillos o
presiono los botones de aniquilación mundial, ellos solos lo hacen. Yo no los estoy
matando, se matan entre ellos.

–Sabes que no es así. Tus hermanos, con los que caíste, ya están actuando. Se están
manifestando en ésta y muchas otras realidades. No voy a dejar que eso pase, aunque
tenga que jugar tu juego.

Rafael sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes y sus ojos estuvieron a punto de
salírsele de las cuencas. Había quedado claro que las dos personas sentadas a dos metros
de él eran nada más y nada menos que Dios y el mismísimo diablo. Como si sus piernas
tuvieran vida propia comenzaron a retroceder y fue entonces que el sujeto de la
chamarra de cuero le dedicó una mirada de desprecio por encima del hombro, del que
Rafael creía, era Dios.

Por un segundo miró esos ojos, ojos que jamás olvidaría, pues parecían dos pequeños
cristales que dejaban ver parte de su interior y ahí sólo había fuego. Gritos, locura y
mucho fuego. La cabeza del hombre de tirantes buscó interponerse entre ellos dos y
cuando al fin lo logró, Rafael pudo salir corriendo de ahí.

Había sentido miedo, suficiente como para manchar sus pantalones o quedarse
congelado sin saber qué hacer, pero sus pies sabían con certeza qué era lo siguiente por
hacer. Huir.

Les dio la espalda y salió corriendo al tiempo que escuchaba la lengua ilegible en la que
hablaba Dios al diablo. No miró atrás en ningún momento.

Cuando llegó a la esquina ya estaba sin aliento y encontró la puerta del local de Laura
abierto. Lo llenó de alivio ver a un gran grupo de personas comiendo en el lugar. Se
sentó en una mesa para dos y esperó a que Laura lo atendiera, como era su costumbre.

–¡Don Rafa! –Dijo Laura algo asustada. ¿Está usted bien? Está muy pálido y agitado.

–Niña... –Pensó en lo siguiente que diría y se vio en un asilo por el resto de sus
miserables años–. No te preocupes, sólo trae un bolillo y un vaso con agua.

Rafael no le dijo nada a nadie, por lo menos antes que a mí; su primer bisnieto. La
historia es sorprendente y cuando me la contó yo tenía apenas 12 años, pero la recuerdo
con claridad y la acepté como una verdad. Sobre todo por la manera en la que su mirada
se perdía al describir los ojos del diablo.

No sé por qué me lo dijo a mí, pero tal vez tenga que ver con su segundo y último
encuentro con lo sobrenatural.

Dijo que tiempo después. Una noche, mientras dormía, una luz penetró en su habitación.
Era como si un botón hubiera encendido el sol. Se levantó de la cama y miró por la
ventana. La luz era intensa, pero no lastimaba los ojos y todo estaba perfectamente
iluminado. Cuando regresó la vista al cuarto ya había alguien de pie junto a la puerta.

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No era el hombre de tirantes color pardo y con alivio vio que tampoco era el sujeto de
botas, vaqueros y chaqueta de cuero.

No me contó con exactitud qué fue lo que le dijo, pero se presentó como un mensajero
del señor. Le reveló que la conversación que presenció aquél día en el lago no fue
casualidad. Al parecer sí tenía un gran propósito en el plan del creador, pero sea cual sea
dicho propósito, hasta hoy sólo ha sido contarme la historia a mí.

Hoy mi Bisabuelo, Rafael, cumple 10 años de muerto y cada que paso por esa vieja
banca de madera frente al lago, pienso que es un privilegio sentarme donde mi padre
eterno y su antagonista tuvieron una épica conversación.

Aún recuerdo cada detalle de la historia que me contó. Al parecer heredé de él la


memoria fotográfica.

Puedo recordar la sonrisa que se le dibujaba al pensar en un Dios que ama hasta al más
brabucón de sus hijos, pero también recuerdo el pánico con el que describía esos ojos de
cristal que mostraban llamas ardiendo en el interior del diablo, pero en realidad, lo que
me preocupa, es eso último que dijo el creador antes de que Rafael comenzara su
escape. Esa sentencia amarga "aunque tenga que jugar tu juego".

Me agrada pensar que se refería a enviar a sus ángeles a la tierra para encaminar a
personas a la gloria eterna, pero también pienso que tal vez sea otra cosa; tal vez sea
como comenzar a jugar sucio, igual que el otro.

En ese caso... ¿Qué nos espera, a la humanidad, cuando dos entidades superiores
mantienen una lucha de egos?

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El misterio de la perforadora Strata 950
Nadie puede decir con exactitud qué hay después de la vida. Qué nos depara el otro
lado. Tal vez yo tampoco pueda hacerlo, pero creo que tengo una idea mucho más clara
de lo que nos espera al morir.

Esas fueron las últimas palabras que se encontraron en la bitácora de Fermín, un


hombre de 50 años que había dedicado su vida a la creación de estructuras subterráneas
de todo tipo.

Trabajó en túneles que atravesaban los cerros más grandes de México para hacer
autopistas que comunicarían majestuosas ciudades entre sí, túneles en la imponente
ciudad de México que servirían para la nueva línea del metro y hasta en la excavación
de pozos submarinos en el golfo de México diseñados para explotar el petróleo del país.
A resumidas palabras, él era el mejor en lo que hacía.

De acuerdo a la bitácora de Fermín, estaba involucrado en un ambicioso proyecto para


perforar el pozo más profundo de toda América Latina, parecía que habían firmado los
contratos de confidencialidad y aunque a simple vista no parecía haber algo turbio,
había cláusulas que hacían énfasis en que de encontrar algún artículo, indefinible, no
podrían notificar a ningún tipo de autoridad sin antes consultarlo con el consejo a

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cargo de las operaciones. Por la zona, cualquiera habría pensado que eso era una
estupidez, pues se trataba del desierto y era bien sabido que ahí nunca se había
establecido ciudad alguna, pero el trabajo de Fermín no era hacer preguntas, ese era el
mío.

Los primeros 2 años corrieron de manera en forma, las bitácoras están llenas de
palabras y números que sólo los ingenieros pueden comprender, si acaso pequeños
contratiempos que podrían haberse convertido en enormes problemas, pero la
experiencia de Fermín siempre pudo más y todo cuanto se les ponía en frente lo
resolvían con avidez, no fue sino hasta la semana 115 Cuando las anomalías
comenzaron.

La perforadora principal era una Strata 950, Una perforadora gigante de dimensiones
colosales. El día que la trajeron se ocuparon 42 camiones para poder transportarla y
dada la naturaleza del proyecto era ideal para el trabajo, pues se podía desmantelar y re
ensamblar conforme el proyecto avanzara. Se encontraban a 3325 metros de
profundidad, un record mundial anónimo, cuando un reporte urgente llegó a manos de
Fermín, en el encabezado se podía leer "la perforadora desapareció". No lo podía tomar
de manera literal, no podía creerlo, no sabía cómo demonios desapareció a más de 3000
metros de profundidad una de las perforadoras más complejas, potentes y exactas del
mundo, pero así era. Partió rumbo al pozo sin poder imaginar cómo había sucedido.

Al llegar al lugar le explicaron cómo creían que había sucedido todo, pero que en
realidad no había testigos.

Bajó por las oscuras escaleras hasta el último punto de seguridad y desde ahí vio con
asombro que la escalera que daba a la perforadora terminaba abruptamente en un
manojo de fierros torcidos y que más allá de ellos, y de la débil luz que proveía una
lámpara en el muro, se imponía con vértigo la visión de un oscuro y burlón abismo. Esa
imagen le recordaba con angustia a su tío Moisés, o mejor dicho a la cuenca seca y
vacía de uno de los ojos de su tío Moisés. Un escalofrío le recorrió la nuca.

Muchas veces, cuando se trabaja en un proyecto tan grande como éste, era común tener
bajas humanas, pero en la mayoría de los proyectos que dirigía Fermín, no se
reportaban muchas de éstas, pues se sabía que él exigía se llevaran a cabo todas las
precauciones del reglamento al pie de la letra, y aquellos que él sorprendía, hasta por
algún descuido insignificante, infringiendo el reglamento, eran despedidos
inmediatamente y sin derecho a réplica. La mayoría de estos decesos eran de jóvenes
con mucha vitalidad, pero poco sentido común.

Alguna ocasión, en alguno de tantos proyectos en los que trabajó Fermín, llegó un
chico de fuera que buscaba trabajar por un par de semanas para luego continuar su
camino y lograr su sueño al otro lado del río bravo. Fermín no solía contratar éste tipo
de ayuda, pero 12 de sus hombres se habían reportado enfermos por haber ido a cenar
la noche anterior al lugar con fama de tener el corte más grande, jugoso y exquisito de
la región, eso sin hablar de la mejor y más deliciosa salsa de habanero, y resultó que la

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carne estaba contaminada con pesticida, pues una noche antes habían fumigado todo el
lugar y algún chico listo olvidó asegurar la puerta de la cámara de carnes frías.

El trabajo era muy sencillo, era en una mina y sólo tenían que pulverizar un gran
fragmento de granito mezclado con metal que impedía los avances en la mina, así que
le dio una oportunidad al chico, el muchacho se ganaría unos pesos y Fermín No
tendría que retrasar los trabajos dos o tres días más. Se le pidió al joven que se limitara
a pasar la herramienta que se le pedían y se le dio una sola indicación, no cruces las
áreas delimitadas con un color rojo. A los 2 días de trabajar con ellos, el chico decidió
tomar una siesta detrás de una de las máquinas para desgajar piedra, el área estaba
marcada por un color rojo que indicaba movimientos constantes de maquinaria pesada.

En el más profundo de sus sueños, él muchacho miraba las manos marchitas de su


abuelo, que había sido un hombre de campo. Todo en rededor se veía percudido, casi
sepia, pero entre más tiempo estaba con él, mas vividos se hacían los colores, él viejo le
decía

–Si hubieras sido menos como tu padre y más como yo, ahora mismo no estaríamos por
encontrarnos.

No tuvo tiempo ni de alzar un grito. La máquina se echó de reversa y le reventó el


cráneo con la misma violencia con la que un alfiler revienta un globo. Lastima.

Esta vez Fermín no había perdido a uno o dos trabajadores, sino a 38 de los mejores
hombres con los que en su vida había trabajado.

Lo primero era saber cuánto habían caído y por qué ningún sensor detectó ese vacío.
Aquí las cosas comenzaron a ponerse raras. Resultó que habían comenzado a trabajar
en un área con carga magnética y algunos de los aparatos no habían estado funcionando
en el momento en que la Strata 950 se esfumó.

La empresa fue notificada, pero no hubo respuesta inmediata, parecía que no les
interesaba la perdida millonaria que esto representaba para el proyecto.

Esto me hacía pensar que tal vez andaban tras algo mucho más grande, y costoso que
una maquina tan espectacular como esa perforadora, o que sabían de alguna forma que
algo así podría pasar, aún era pronto para sacar conclusiones.

A las 4 horas del incidente, aún no recibían respuesta de cómo proceder y Fermín
decidió que tenía que hacer algo. Si quedaba alguien vivo ahí abajo, tal vez sólo tenía
poco tiempo y no quería cargar con eso. Con muchos de los aparatos inutilizados por el
magnetismo, la única solución era bajar personalmente, y así se hizo.

Montaron una grúa improvisada, a la orilla del abismo.

La temperatura era cambiante. A ratos se sentía templado, luego aumentaba la humedad


en el aire y casi podía sentirse una onda ígnea que golpeaba el rostro con violencia,
pero el frío que le seguía a ésta, hacía pensar a Fermín que sólo eran ideas suyas.

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Al fin comenzó el descenso. No podía arriesgar más vidas, pero pidió que una persona
del equipo médico bajara junto con él, pues si encontraba a alguien con vida, le
tendrían que brindar atención médica inmediata y además ver si estaba en condiciones
para ser transportada a la superficie.

Habían pasado unos 8 minutos desde que dejaron de ver la luz del equipo a la orilla del
abismo,

Fermín sabía que aún era pronto para que el grueso y frío cable de acero que los
sostenía en medio de esa densa oscuridad, se terminara, pero comenzaba a rondar en su
cabeza la idea de que no alcanzaría el cable y que el abismo no tenía fin.

Los radios no funcionaban, pero tenía consigo una vieja grabadora de bolsillo en la que
guardaba algunos recordatorios, un viejo hábito adquirido en la construcción de la línea
nueve del metro de la ciudad de México cerca 1987 o tal vez 1988, ya no le recordaba
con tanta claridad.

Conforme iban bajando acercaba el aparato a su rostro y pronunciaba tecnicismos y


claves que sólo él podía descifrar.

Comenzaba a recorrerlo el miedo, a perseguirlo la misma y absurda idea, "el abismo no


tiene fin", cuando un estrepitoso ruido, acompañado de un golpe, los sacudió con
violencia y casi los tiro del rudimentario cesto, Fermín tiró con fuerza de la cuerda
(más por la caída que sufrió que por querer dar a conocer la situación) esto le avisaría al
equipo que no debían de bajarlos más.

Se incorporó rápidamente y vertió la luz por todo el lugar mirando con sorpresa que se
encontraban sobre una pila gigante de fierros retorcidos. Al fin habían llegado al fondo.

En algún momento mientras bajaban, pasó por la mente de Fermín que la asistencia
médica sería inútil, pues nadie podría sobrevivir a una caída de esa altura. Ahora que
podía ver los escombros de lo que alguna vez fue la perforadora más eficiente de la
década, no podía más que pensar que lo único iban a encontrar ahí abajo serían masas
sangrientas y deformes en lo que alguna vez fue una persona.

Comenzaron a caminar con dificultad hacia lo que creían sería el ala este del lugar, con
la nula esperanza de encontrar a alguien vivo

–¡¿Hay alguien ahí?! –Repetía Fermín mientras caminaba hacia la densa oscuridad,
pero sólo un eco respondía–.

–¿Hay alguien con vida? –Y de nuevo el eco–.

El metal bajo sus pies se retorcía con algunos pasos y varias veces creyó que caería en
una mortal trampa de acero que se cerraría sobre él y después sobre sus huesos.

Cuando al fin llegaron a un lugar estable, pudieron distinguir por primera vez y con
claridad las dimensiones del lugar. Era una bóveda, Una bóveda natural creada por
algún movimiento en las capas tectónicas y tal vez por la lejana erosión del agua. En
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realidad no tenía importancia. Ahora pudieron ver los daños y se dieron cuenta de que
era imposible que alguien sobreviviera.

Gran parte de la estructura en el centro parecía haber sido comprimida y cerca de las
orillas se apreciaba la fuerza con la que habían volado restos de la perforadora al
impactar.

Fermín caminó una vez más, pero hacia el lado contrario, estaba absorto, ensimismado.

Recorrió unos 6 metros pensando en que tal vez estaba en lo cierto. Haber llegado hasta
este punto sólo para darse cuenta de que "el abismo no tenía fin".

Tropezó, no, resbaló con algo, algo viscoso, dirigió la luz hacia el suelo y ahí estaba,
un dorso de alguno de sus trabajadores y tal vez amigo. Las náuseas lo tomaron por
sorpresa y estuvo a punto de vomitar, pero se contuvo.

Antes de darse vuelta para apartarse de tan horrible escena notó algo extraño, una
cabeza deforme y sin cabello, que dejaba ver una boca ensangrentada y llena de
dientes, dientes amarillos y afilados. Conservó la imagen por un momento en su cabeza
y no pudo evitar mirar de nuevo, así que dirigió una vez más la luz hacia el lugar y la
observó con más detalle. Ahí estaban, estáticos dientes que no pertenecían a ninguno de
sus hombres, es más a ningún hombre. Aquello no era humano y se pudo cerciorar
cuando miro la piel, era una piel gris y áspera, gruesa. El cráneo estaba deformado y no
tenía un solo cabello. Buscó sus ojos y encontró dos pequeños puntos negros que le
recordaron la vez en la que fue con la chica que pretendía a ver la película de tiburón.
Todos hablaban de ella y de lo agradable que era sentir sobre el brazo los pechos de las
chicas que se asustaban en la escena en la que el tiburón aparece después de ser
anunciado por una banda sonora que generaba una tensión insoportable.

Esto no era una película, esto era real y esa cosa no había sido anunciada por dicha
banda sonora. Fermín analizaba con mucho detalle ese ser extraño, estaba al borde del
shock, pero no se permitía caer en pánico.

En la grabación pude escuchar cuando pidió al médico que se acercara y le dijera qué
era esa cosa, pero el medico no pudo determinar algo concreto, especuló mucho y al
final sólo pudo decir que no era humano. Lo último que se puede apreciar en esta parte,
es que el médico le pide que por favor se retiren.

El silencio era aterrador, pero fue aún más aterrador comenzar a escuchar murmullos,
al principio creyeron que habían comenzado a alucinar por la profundidad o algún gas
en el ambiente, pero cuando se miraron mutuamente, supieron que era real y que los
sonidos provenían a espaldas de ellos, luego hubo silencio de nuevo.

Dirigieron con mano temblorosa la luz de la lámpara hacia el lugar de donde podían
provenir los murmullos y se encontraron con paredes de roca obscura. En ella había una
fisura con una singular forma, tal vez habría sido la manera en la que la luz la
iluminaba, pero sin duda parecía la boca gigante del insecto más aterrador que hubieran
visto.
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El médico pidió con una ansiedad enfermiza retirarse del lugar, pero Fermín le dijo
que tal vez era alguno de los trabajadores que esperaba herido, cosa que ni él mismo
creía. Se acercó a la grieta tratando de no hacer ningún ruido. Tal vez habría sido el
viento, pero, ¿A quién engañaba?

El maldito viento jamás podría soplar ahí abajo. Acercó la oreja a la grieta y dijo

–¿Hay alguien ahí? –Otro eco regresó las palabras inseguras de Fermín. Dudó por un
momento y luego encontró el valor que necesitaba para meter la cabeza y asegurarse
que ninguno de sus hombres estaba ahí dentro–.

–¿Alguien con vida? –Esta vez no respondió el eco, sino que comenzaron a emerger
sonidos, sonidos escalofriantes y nada legibles, que poco a poco comenzaron a subir su
intensidad y se convirtieron lamentos. Lamentos acompañados de murmullos y luego
de voces que ahora sonaban con claridad. Hablaba una cantidad de incalculable de
personas. Eran tantas que era imposible que fueran de su equipo. Lo que sea que
dijeran, no importaba tanto como el tono en que lo decían. Con psicótica desesperación.

En la grabación pude escucharlo todo. Cuando salieron corriendo, cuando tropezaron


con grandes estructuras de metal que a su vez chocaban con otras. Cuando subían
torpemente a la cesta y cómo el médico gritaba

–¡Tire de la cuerda! Por dios, ¡TIRE! –Escuché como rezaban mientras subían y cómo
el médico comenzaba a sollozar–.

–Vio algo ¿Verdad ingeniero? Estoy seguro de que vio algo, dígame ¿qué fue? –Sólo
un rechinido recurrente, tal vez la cesta meciéndose en la nada–.

La bitácora detalla muchas cosas. Como el momento en que proporcionan informaron a


los encargados del proyecto y estos se mostraron fríos a lo acontecido. Les hablaron de
la criatura, de los dientes y los pequeños ojos negros, de la fisura sobre el muro y de lo
que habían escuchado que provenía de ahí, pero estas personas se mostraron
indiferentes. Les dijeron que les pagarían por el resto del contrato y que no debían de
hablar con nadie de esto. Fermín y el médico habían contado todo, pero no
mencionaron la cinta. Las bitácoras pasaron a manos de la empresa, pero la última y
más importante la pudo sacar Fermín.

Ahora tenía una bitácora que detallaba lo acontecido y un audio que lo respaldaba, pero
¿Qué hacer?

Él estaba seguro de una cosa, todos tenían que saber la verdad, así que me contrató
para atar cabos, me entregó la bitácora, la cinta, una agenda con direcciones que
marcaba los nombres de las 38 personas que habían desaparecido durante el incidente.

Cuando escuché la historia estaba totalmente convencido de que era una tomada de
pelo y que este tipo era un loco con mucha imaginación, pero al final me mostró la
cinta. Gran parte de lo que me había contado estaba grabado en audio, confirmaba lo
que había dicho. Cuando escuché los lamentos, las voces y los gritos me quedé helado.

75
Tenía un contacto capaz de decirme la procedencia de cada una de las palabras que
escuché y en efecto, la mayoría de las voces, de niños, mujeres y hombres repetían con
locura la palabra "piedad"

Me hizo una lista con todos los idiomas que pudo identificar entre los cuales estaban el
latín, arameo, hebreo, inglés, egipcio y muchos otros que parecían ser dialectos.

Al cabo de tres días tenía casi todo armado, sólo tenía que encontrar al médico y
hacerle unas cuantas preguntas, pero no hallaba rastro alguno de su paradero. Al final
lo encontré. Llevaba muerto 2 días en un hotel. En la puerta se podía leer no molestar,
pero una mucama que tenía problemas para determinar si su novio le era infiel con su
prima, entró en la habitación de manera distraída y encontró el cuerpo del médico en la
bañera, completamente flagelado y con el rostro tan golpeado que no pudieron saber
que era él hasta que los hijos lo fueron a reconocer. Un tatuaje en forma de corazón que
se había hecho durante su estancia en la universidad lo delataba.

Regresé un poco desanimado a la oficina, que para mi sorpresa ardía como me


imaginaba que arderían las nalgas de Miley Cyrus en una fiesta clandestina de famosos
en los ángeles. Por un segundo creí que todo se había perdido, pero la cinta la había
cargado conmigo todo el tiempo. Decidí que tenía que publicarla sin fundamentos
sustentables, junto con el audio en Internet y con la descripción más detallada que
podía hacer, pero antes tenía que ver a Fermín para ver si podía hacerlo con algún otro
objeto o documento que pudiera darle veracidad al perturbador audio.

Lo fui a buscar al viejo apartamento en donde nos habíamos visto un par de veces más.
En efecto, ahí estaba, colgado en uno de los polines de la vieja casa. ¡Maldita sea! Ya
no tenía nada más. Encontré unas líneas en un papel, Lo que Fermín encontró ahí abajo
no era otra cosa más que una idea perturbadora con la cual ninguna persona pudiera
mantener su existencia, un abismo sin fin.

–El mundo está corrompido y saben una cosa, todos tenemos un lugar ahí abajo. Ahora
lo sé, el infierno existe y es un abismo que no tiene fin.

Fermín había visto algo y muchos querían que no se supiera.

Ahora que yo poseía la información me iba a poner cómodo e iba a esperar a que
vinieran por mí. Creí que serían personas robustas y de traje, pero estaba muy
equivocado. No usaban traje, no eran robustas y tampoco eran personas.

76
El asombroso panorama en el fin de la
humanidad
Despertó abruptamente con los sentidos inundados por el caos. Las primeras formas que
vio fueron las danzantes sombras que la luz del fuego proyectaba por todos lados. Una
espesa nube de humo ennegrecía el cielo sobre él. Tenía la nariz infestada con el aroma
de la sangre seca y el diésel. Todo comenzó a aclararse y trató de incorporarse. Sintió el
cuerpo completamente tullido cosa que le recordó por un momento, la preparatoria;
específicamente a la vez en que se había ido de pinta al llano, a las orillas del cerro. Los
compañeros de la escuela, habían bebido algunas cervezas y enloquecido por el alcohol
y la testosterona. Llevaba semanas queriendo llamar la atención de Gaby, la chica de tez
clara, cabello negro, ojos grandes y claros, con actitud rebelde y una perforación en la
ceja que reafirmaba dicha actitud y la hacía ver más sexi. Había entrado ese mismo
semestre, pero no con todo el grupo, sino dos semanas después del inicio del ciclo
escolar.

Al fin era el momento para impresionarla, así que tomó una cuatrimoto y se propuso
demostrarle que él era el más rápido, intrépido y valiente, no del grupo, sino de toda la
escuela.

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La curva más cerrada y conocida como la curva del diablo, tenía fama de haberle
dislocado muchos huesos a decenas de chicos de varias generaciones atrás, pero
también había unos pocos que se habían convertido en leyendas a causa de la forma tan
intrépida de tomar esa vuelta. La oportunidad que estaba esperando era esa curva.

La subida era sencilla, prácticamente una línea recta con grandes árboles que definían
claramente el camino, poco antes de llegar al punto clave, había una serie de curvas
muy amplias que permitía aumentar la velocidad y jugar carreritas con los demás
amigos, después venía el descenso, por un costado del cerro comenzaba un camino poco
inclinado que sin darte cuenta iba precipitándose más y más, hasta que adquirías una
velocidad de miedo. Antes de llegar al final de la pendiente, todos disminuían la
velocidad casi a cero para poder tomar la famosa curva del diablo, que no daba a un
desfiladero lleno de cuerpos en descomposición y aves de rapiña devorándolos, pero sí a
un pequeño barranco no tan inclinado y cubierto por césped seco.

Todos los que habían pasado habían disminuido la velocidad, ni siquiera Gerson, el
arrogante chico que se la pasaba desafiando a los demás, había acelerado, pero para
impresionar a Gaby, esa no era opción, así que aunque se vio tentado, nunca tocó el
freno mientras bajaba por la pendiente previa a la curva y esperó hasta el último
segundo para hacer derrapar las llantas de atrás al estilo "fast and furious". Deseaba
salpicar aquélla graba roja por encima del pequeño barranco y salir victorioso de la
curva, dejando tras de sí una densa nube de polvo rojo. Estaba seguro de que iba a
impresionar a todo el grupo, incluyendo al hablador de Gerson y a la sensual Gaby,
pero, no fue así.

En la horrible realidad volcó con violencia y cayó por más de ocho metros rodando y
golpeándose las costillas y los brazos repetidas veces contra el suelo y rocas no muy
afiladas. Al final, se podría decir que logró su cometido, todos quedaron impresionados,
pero había sido por la manera tan estrepitosa de partirse la cadera, dislocarse el hombro,
abrirse el pómulo izquierdo y perder el conocimiento. Pasó 15 días en cama, sin poder ir
al colegio y estuvo castigado todo un año. Cuando al fin regresó a clases tenía que usar
una dona para sentarse en su pupitre. Nunca pudo mirar de nuevo a Gaby, no con la
seguridad con la que le habría gustado hacerlo.

Ahora estaba tirado en el asfalto con una sensación muy similar, sólo que esta vez no
despertó en el hospital pensando en lo imbécil que era.

A lo lejos vio un automóvil volcado que ardía en implacables llamas que se extendían
varios metros hacia arriba. De entre el humo aparecieron pequeñas siluetas fugitivas,
eran niños que perseguían una figura aún más pequeña, corrían directo a él y vio que era
un perrito Fox Terrier Smooth idéntico al que había salido en la película "The Mask".
Había algo raro en esos niños, pero no podía definir qué. Tal vez era que para estarce
terminando el mundo, no parecían asustados y mucho menos se mostraban interesados
por saber en dónde estaban sus padres.

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Se incorporó de golpe e ignoró por completo el chispazo de dolor que lo recorrió desde
la punta de los pies hasta lo alto de la coronilla.

–Mis hijos –murmuró–.

Gritó a los niños que corrían hacia él, pero escuchó su voz lejana y se dio cuenta de que
no podía escuchar mucho desde hacía un rato. Se acercaron lo suficiente como para ver
que eran tres y que el más grande tendría unos ocho años, el mediano unos 6 y el más
pequeño, tendría a lo mucho cinco años, que por la forma en la que corría le daba la
impresión de ser un aterrador "chico bueno". Ya estando cerca, se dio cuenta de que no
eran sus hijos.

Antes de llegar a él, el perro cambió de dirección a causa de un impresionante estallido


y pareció correr aún con más prisa emitiendo fuertes chillidos, mientras se alejaba
rumbo al oeste.

De entre los arbustos quemados y aún humeantes que se encontraban cerca de los niños,
salió velozmente un sujeto de camisa a cuadros, anteojos de pasta y cabello largo
recogido en una cola de caballo. Éste, con un movimiento predador, atrapó al más
pequeño y con una sola mano lo alzó unos dos metros en el aire, cayó de espaldas sobre
el asfalto, su cabeza rebotó de una forma aterradora y dando la impresión de ser de
goma, pero con el segundo impacto, la ilusión desapareció y dejó de botar de una
manera seca.

El sujeto corrió tras los demás chicos y todos se perdieron tras virar en los escombros de
una esquina.

Lo primero que hizo fue tratar de correr hacia el niño y auxiliarlo, pero a su lado
izquierdo, el estruendoso reventar de un ventanal llamó toda su atención. Había una
chica desnuda y empapada tirada entre los vidrios, se levantó aturdida y con pequeños
puntos de sangre distribuidos por todo el cuerpo, salió de una especie de
ensimismamiento y corrió sin tomar en cuenta los enormes fragmentos de vidrios
regados por todo el césped.

Era Tamara, su vecina de 22 años, blanca, rubia, de ojos grandes y claros, color
aceituna, tenía la figura de una chica atlética, y de hecho la recordaba llegando un par de
veces con un balón de voleibol bajo el brazo, una blusa deportiva, ajustada y unos
diminutos shorts de mezclilla. Ahora estaba completamente desnuda, tenía el cabello
mojado y sobre algunas partes de su cuerpo se alcanzaba a distinguir algo de espuma de
jabón.

La miró correr hacia los rosales que su difunta esposa había plantado el día en que
planearon toda una vida juntos, con dos hermosos hijos que tendrían la mirada
penetrante de él, pero lo increíble sonrisa de ella. Cuidarían el jardín zen que armarían
juntos en la parte trasera de la casa que los dos diseñaron. Verían a sus hijos crecer,
tener su primera novia, conseguir su primer empleo de verano, terminar la preparatoria
y entrar en la universidad, conseguir un empleo y mudarse lejos, casarse y tener sus

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propios hijos. Envejecerían y consentirían a sus nietos como lo hicieron sus abuelos con
ellos. Todo sería grandioso y perfecto, pero en los planes no estaba que ella muriera en
un accidente vehicular provocado por la imprudencia de jóvenes enfiestados bajo los
efectos del alcohol.

Imaginó a Tamara tropezando con las rosas y rasgando su tersa piel con las gruesas
espinas de los rosales, pero cambió de dirección y vio como sus hermosos ojos verdes se
clavaban en los suyos, notó cómo se llenaban de ira y una sonrisa maliciosa aparecía en
su rostro. Supo que se dirigía hacia él y que si lo alcanzaba, ella se encargaría de
arrancarle esos lujuriosos ojos de sus perversas cuencas. Estaba a unos 4 metros y él
daba pasos hacia atrás esperando la oportunidad para derribarla y al mismo tiempo no
lastimarla más de lo que ya estaba, pero un vehículo salió de la nada y la desapareció
frente a él. Aunque todo fue muy rápido, tenía la impresión de haberlo visto como en
cámara lenta. Pudo ver su cabeza rebotando contra el parabrisas y su cuerpo
contorsionarse de una manera tan amorfa que resultaba escalofriante. Había sido un
golpe tan espeluznante que muchas noches después siguió teniendo pesadillas con ese y
muchos otros momentos que aún tenía por vivir.

Se quedó frío y empalideció. El mundo a su alrededor era violencia pura, no había


terminado una cosa cuando ya otra estaba atentando contra su integridad.

Recordó al sujeto que había hecho volar al niño y miró en esa dirección. Había
desaparecido el pequeño "Chico Bueno".

Dio dos pequeños y aturdidos pasos en esa dirección, alcanzó a divisar algo en el piso,
pero no era un cuerpo sino un pequeño zapato deportivo, la única evidencia de que
aquello no había sido una alucinación.

–¡Mis hijos! –Susurró con los ojos muy abiertos–.

Corrió desesperado a su casa y esquivó sin darse cuenta, infinidad de trozos de metal,
muchos de ellos ardiendo en llamas. Vio que la puerta estaba abierta y el miedo se
convirtió en pánico.

Entró en la estancia y la encontró destrozada. Pedazos de vidrio regados por todo el


suelo, entre los cuales pudo reconocer trozos de la urna que contenía las cenizas de su
difunto padre, visión que fue eclipsada por un camino de abundante sangre que corría
por el pasillo y que conducía a la cocina. Siguió el rastro y al fin quedó a un paso de la
locura.

–¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? –Pensó de manera fugaz–.

Lo suficiente como para que un psicópata entrara a la casa y comenzara la mayor de las
pesadillas de cualquier padre.

Cayó de rodillas junto con sus esperanzas y levantó el cuerpo inerte de uno de sus hijos.
Estaba ahí, sin vida, pálido. Con el vientre ensangrentado y sin ninguna expresión.

80
Llevaba puesta la sudadera de las tortugas ninja que hacía juego con sus tenis de luces
verdes y que la abuela les había mandado desde Estados Unidos las vacaciones pasadas.

La sangre le saturó la cabeza y no pudo respirar, intentó gritar pero el estómago lo tenía
hecho vuelcos y no lo dejó emitir ningún sonido. Se tiró a un lado con la boca abierta y
se retorció en el piso con los ojos apretados y las venas del cuello y la frente inflamadas.

Antes de que pudiera emitir cualquier sonido, tras la puerta de la cocina, escuchó caer
algo tan pesado que cimbró toda la casa.

Se levantó con su pequeño en brazos y cruzó con una patada la puerta.

Encontró el refrigerador tirado y dedujo que eso había sido lo que escuchó, pero lo
importante era quién lo había tirado.

Al fondo de la cocina, tras la barra, estaba la chica encargada de cuidar a los niños,
levantaba del suelo un cuchillo ensangrentado y tenía una expresión de miedo en el
rostro.

Cuando lo vio entrar en la habitación, los ojos de la chica se hicieron grandes y su boca
dibujó una "O" perfecta, parecía querer decir algo, pero no podía. Corrió hacia él con la
respiración agitada, el cuchillo en alto y la mirada clavada en el cuerpo sin vida del niño
que él aún tenía en brazos.

Al tirar la primer puñalada, él trató de detenerla, pero no lo consiguió y aquél cuchillo


cebollero, con una hoja de frío acero de 10 centímetros y mango ergonómico, diseñado
para cocineros profesionales o aficionados de la cocina, capaz de picar, cortar
desmenuzar y hasta triturar, penetró la pálida y nada tibia carne de su hijo. Él la tomó
con fuerza por la muñeca y dejó caer al suelo el cuerpo de su hijo.

En el forcejeo debieron de haber tirado una botella de aceite o algo similar, porque de
un momento a otro el piso se tornó muy resbaladizo y cayeron luchando por obtener el
control del cuchillo. Sin saber cómo, él consiguió quitarle aquél casero, cotidiano y
mortal artefacto.

No pensó en nada cuando pasó el cuchillo por la delgada garganta de la chica y de la


mortal herida, como de su boca, comenzó a salir una gran cantidad de sangre que le
manchó las manos, la playera y los pantalones. Se llevó las manos a la herida y entre
horripilantes chillidos, gesticulaba desesperadamente la palabra "Locos" una y otra vez.
Continuó así por algunos segundos hasta que un pesado cansancio se apoderó de ella y
por fin se desvaneció.

Se levantó pálido. Tenía, una vez más, el estómago revuelto, pero ahora sentía algo
nuevo, un desprecio profundo por sí mismo, similar a imaginar el comer algo baboso y
grasoso, podrido, tal vez los ojos crudos y agusanados de una res. La terrible sensación
de ser un monstruo se apoderaba de él. Se sentía uno de esos asquerosos seres que
privan de la vida a alguien sólo por querer mantener el control de la situación. Poder.
Volvió el estómago.

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Tomó el cuerpo de su hijo y lo puso sobre la barra de la cocina a la que ya le daban los
últimos rayos de sol.

Antes de poder desplomarse sobre uno de los bancos de la barra, vio al otro lado de ella
una pequeña mano ensangrentada, supo, como cualquier padre lo hubiera sabido, que
esa pequeña y frágil mano le pertenecía a su hijo menor, el cual yacía inconsciente sobre
el suelo y con un fuerte golpe en la cabeza. Se apresuró a levantarlo y antes de caer en
otro ataque de histeria, lo miró mover ligeramente los parpados. Lloró sin saber si era de
felicidad o de dolor, tal vez una mezcla de ambos. Lo apretó con fuerza contra su pecho
y dejó que el nudo en su garganta le interrumpiera la respiración por varios segundos.

El amanecer estaba a unos minutos y él no había podido dormir en toda la noche.


Primero por haber clavado tablones viejos en las puertas y ventanas de la casa. Segundo,
por estar pendiente del único hijo que aún le sobrevivía. Tercero, por las alarmas, las
sirenas, los disparos, las explosiones y los aterradores gritos que no dejaron de
escucharse en toda la noche, y por último, por las muchas veces que escuchó cómo
intentaban entrar a su casa, pero al poco rato desistían de su intento.

No sabía qué estaba pasando ahí afuera y no le interesaba saber, lo único que le
importaba era ver a su hijo despertar y escucharlo decir "papá".

Le había limpiado todas las heridas con una toalla y agua tibia. Lo miraba con alivio y
al mismo tiempo con angustia, pues temía que al despertar manifestara daño cerebral,
pues lo que antes había sido un pequeño chichón rojizo, ahora parecía un hematoma que
se le extendía con ese desagradable color morado-verdoso por toda la frente, por debajo
del ojo derecho y parte de la nariz.

Pensaba constantemente en salir y buscar al Doctor Betancourt que había sido la


bendición de la colonia por varios años e incluso al pensar en el canoso, blanco y
letrado hombre, muchas veces le venía a la mente el personaje interpretado por Hugh
Laurie en la serie "Dr House", sólo que con un sentido del humor menos retorcido y
mucho más amable.

En su desesperación y angustia pensaba que tal vez tendría una posibilidad si recorría
toda la calle por las azoteas de las casas vecinas y llegando a la esquina saltaba sobre
alguno de los carros del estacionamiento, después tomaría un automóvil como lo hacían
en los juegos de videos y atravesaría con mínimas dificultades el deportivo que los
separaba, pero aunque todo eso funcionara, no sabía si el Doctor Betancourt estaría a
salvo en su casa, esperando a que alguien llegara para pedir una consulta a domicilio, o
todo lo que estaba pasando lo habría tomado por sorpresa mientras daba clases en la
universidad.

Cuando más desesperado se sentía y estaba a punto de buscar una escalera para subir a
la azotea su hijo despertó.

Tenía una sonrisa enorme que iluminaba toda la habitación y lo primero que hizo fue
pedir unas gomitas de panditas. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho y una vez

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más creyó que era el hombre más afortunado del mundo. No pudo contener las lágrimas
y le dijo que pronto irían a la tienda a comprar todas las gomitas que tuvieran.

El amanecer al fin llegó y con él cesaron todos los disparos, algunas alarmas seguían
sonando, pero ya no se escuchaban los aterradores gritos que muchas veces rasgaron la
esporádica tranquilidad de la noche.

Cuando miró por una de las ventanas, vio columnas de humo que se erguían imponentes
en el horizonte. Seguro habían estallado muchos automóviles y por el tamaño de otras
columnas, tal vez habrían sido una pipa o una gasolinera.

Pensó en prepararle a su hijo un plato de cereal, pero el niño se le adelantó y le pidió


unos hot-cakes con jamón y mantequilla, su padre no lo pensó dos veces y le dijo que lo
esperara en la habitación mientras los preparaba.

Bajó a la cocina y miró con terror sangre seca por todos lados, el cuerpo de la chica que
aún tenía los ojos abiertos como platos y la boca llena de espesa sangre oscura, seguía
en el mismo lugar, estorbando la entrada. No había entrado ahí desde que se llevó el
cuerpo de su hijo mayor y aseguró las ventanas, debía de estar tan destrozado que ni
siquiera recordaba haber esquivado el cuerpo al salir. La observó con la mirada perdida
y recordó lo último que intentó decir la joven: "Locos".

Antes de que siquiera pudiera pensar en echarle una manta encima, su hijo apareció tras
de él.

–Papá, no quiero los hot-cakes con mermelada, los quiero con miel, como los hacía
mamá.

Se sobresaltó y se apresuró a cubrirle los ojos para que no contemplara la horrible


escena, lo sacó de la cocina y le dijo que no quería que entrara ahí.

–¿Lo dices por ella, papi? –Preguntó el pequeño señalando una de las piernas que aún se
alcanzaba a ver desde donde estaban–. Nos trataba mal, me da gusto que esté muerta.

Él lo miró con ojos grandes y amenazadores, pero al final se relajó y la voz del padre
fue la que salió del él.

–Hijo, no quiero escucharte decir eso –Dijo con firmeza, pero sereno–. Nunca más.

El niño asintió con la cabeza y no hubo más conversación.

Después del desayuno, que habían terminado por ser unos panques con miel,
permanecieron unos minutos en la mesa sin saber cómo proceder.

El niño miraba las caricaturas en la tableta y su padre miraba con intriga la actitud
despreocupada de su hijo.

Pensaba en lo difícil y dramático de las circunstancias.

83
Pocos meses atrás había perdido a su esposa en un absurdo accidente de automóvil y
ahora perdía al mayor de sus hijos en un horrible asesinato. Tenía miedo y su hijo
parecía estar como si nada.

No pasó mucho antes de que se comenzara a preguntar a dónde se habían ido todos.
Durante la noche las calles parecían mercado en domingo y ahora no había ni un alma
ahí fuera.

Ya había notado que no tenía red en el celular, pero no que el internet de casa seguía
funcionando.

En redes sociales decían que todos se habían convertido en monos locos y no pudo
evitar pensar en las palabras ahogadas en sangre de la niñera: "Locos".

Hablaban de conspiraciones del gobierno, de una enfermedad similar a la de las vacas


locas que había evolucionado y ahora estaba afectando a las personas, del apocalipsis en
el libro de las revelaciones y hasta de un virus extraterrestre traído por los
Estadounidenses en su última exploración a Marte.

Pudo mirar algunos videos de un contenido aterrador, desde uno tomado por una
videocámara de seguridad del metro de la ciudad de México en el cual se veía a un
hombre tan rojo como un tomate bajando a golpes a un vendedor ambulante de discos
piratas y cuando por fin parecía que todo terminaría el sujeto comenzaba a saltarle en la
cabeza y a desfigurarle el pixelado rostro; hasta el de una mujer de la tercera edad, en
Siria, con un lanzagranadas y abriendo fuego desde su azotea contra un grupo de niños
que jugaba a la pelota en un estacionamiento.

El mundo estaba muy loco desde antes de que todo esto comenzara, pero aun así, las
cosas más atroces parecían haber comenzado tres días atrás. No pudo averiguar dónde
comenzó, pero supo con certeza que ahora estaba por todo el mundo.

Pensaba que tal vez Corea del Norte sería el único país libre de locos y después la idea
lo hacía reír amargamente.

Entre todas las cosas que se podían ver en la red, había una cantidad impresionante de
pornografía, pero no del tipo de pornografía con producción, sino de la casera que se
graba con el teléfono. Parecía que ahora todo mundo había hecho su propio video
pornográfico. Bastaba con buscar en el muro de Facebook de cualquier chica, para ver
hasta la más obscena de sus fantasías en video.

Al medio día el Internet dejó de funcionar, pero él había descubierto ya suficientes


similitudes en gran parte de los videos y la información.

–Lo que sea que estaba pasando, sólo ocurría de noche.

–La mayoría de los "infectados" andaban desnudos por todos lados.

–Algunos de los "infectados" tenían la piel irritada y salpullido en la panza.

84
–Y lo más importante, los "infectados" podían verse como una persona normal y actuar
normal por horas, pero en algún momento perdían el control y cuando eso pasaba, era
muy probable que alguien muriera de una manera sádica.

Tenía miedo, pero no por él, sino por su hijo. Ya había perdido demasiado y aunque
sentía que no tendría la fuerza y se tiraría a llorar con resentimiento hacia lo divino, no
se lo iba a permitir, no iba a perder la poca cordura que aún le quedaba, no iba a
perderlo a él.

Una vez más comenzó a ponerse el sol y con la luz debilitada, comenzaron los ataques,
los gritos, los disparos y las explosiones. Pensaba constantemente en que él ya lo había
escuchado la noche anterior, pero su hijo no, pues él había recobrado la conciencia cerca
del amanecer. Lo miró y trató de distraerlo. Conectó los auriculares a la TV y le dijo
que mirara las películas que tenían en bluray. El niño no se impacientó y continuó
mirando toda la noche, una y otra vez las películas de Pixar que tanto le gustaban.

Esa noche la pasó mirando con horror todas las fotografías familiares y en cada una de
ellas encontró una forma diferente para desgarrar su alma. Miraba a su hijo mayor
vestido completamente de blanco y con una rosa en las manos para el festival del día de
las madres y la ira lo envenenaba completamente. Observaba la fotografía de su esposa
que un sujeto había tomado en su primer sita y se las había podido vender en 50 pesos,
pero los había valido pues ella tenía una sonrisa increíblemente hermosa y autentica,
pues habían tomado mucho café y al no estar acostumbrado a dicha bebida él había
mojado los pantalones.

Antes de que pudiera seguir con la tortuosa situación, los ruidos que la noche pasada
indicaban la presencia de alguien queriendo entrar a la casa, ahora se habían
intensificado.

Buscó la forma de ver de quién se trataba, pero no lo consiguió. Fue deprisa a su


habitación y del closet sacó un viejo palo de golf, regalo de su suegro, que jamás había
usado. Después se encaminó hacia la cocina y encontró sobre la barra a su hijo
sosteniendo en la mano derecha el afilado cuchillo con el que había privado de la vida a
otro ser humano.

Lo primero que pensó fue en no asustarlo, para que no fuera a caer y todo terminara en
una tragedia, pero justo en ese momento el niño volteó y lo miró con furia.

Bajó de la barra con una habilidad que lo hacía parecer un profesional de la lucha libre y
como sacado de una película de terror, lo miró correr con el cuchillo en la mano hacia
él.

En ese momento supo que los niños que correteaban al pequeño perro, que había visto al
despertar, estaban infectados, estaban locos. Y eso significaba que su hijo también lo
estaba y que la mujer a la que le había cortado el cuello en esa misma cocina y con ese
mismo cuchillo, no buscaba más que defender su vida. Que tal vez no había sido ella

85
quien mató al mayor de sus hijos, sino que había tratado de que no se llevara a cabo una
enferma representación de Caín y a Abel. Todo estaba perdido.

No pensó en darle en la cabeza, pero sí lo detuvo pegándole con el palo de Golf en sus
cortas y aparentemente frágiles piernas. Tras derribarlo se abalanzó contra él y en su
primer intento por quitarle el cuchillo el niño le apuñaló la pierna, pero después de un
breve forcejeo al fin tomó el control de la situación.

A la mañana siguiente ya no había luz eléctrica. Alistó una mochila con una serie de
provisiones muy básicas que consistía en enlatados y agua potable. Quitó sin esfuerzo
las trancas de la puerta principal y miró la luz de la mañana con el característico dolor
que provoca el no haberla visto en mucho tiempo.

Se percató de que había tomado la mejor decisión, pues por las condiciones en las que
estaba la madera, no iba a poder aguantar una noche más.

Se montó la mochila al hombro y saco de la casa un viejo carrito de supermercado con


su hijo adentro y una gruesa tabla encima sujetada con alambre. El niño comenzó a
gritar como si lo estuvieran quemando vivo y seguido a eso su padre le echó un grueso
cobertor encima. Los gritos cesaron y su delirante viaje comenzó.

Índice
ÍNDICE:

El coronet

Semana Santa

La Psicofonía

Bosque Peruano

Bolsas de la navidad

A quien corresponda

Yaz

El albergue

Musica de sobremesa

Tras las salchichas


86
Barquito en el puerto de Manzanillo

La banca del lago

El misterio de la perforadora Strata 950

El asombroso panorama en el fin de la humanidad

El Oscuro Imaginario (Sólo disponible en su versión física)

87

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