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Camino a la perdición (Road To Damnation en inglés)

Por Evelyn Fredericksen

—Me estoy cansando de este acoso continuo. Estaba en pleno estudio de delicada magia que
requiere semanas de preparación y diversos rituales —Kel’Thuzad se vio obligado a esperar
durante horas, exasperado por haber sido insultado, antes de que se le permitiera la mínima
cortesía de explicarse ante sus acusadores. Los supuestos portavoces del grupo, Drenden y
Modera, habían sido desde hace tiempo sus críticos más fragorosos. No obstante, no habrían
pronunciado esta última acusación sin el apoyo de Antonidas, que aparecería tarde o
temprano. ¿Qué traería por aquí al anciano?

Drenden resopló. —Es la primera vez que oigo llamar “delicada” a ese tipo de magia.

—Una opinión ignorante de un hombre ignorante —dijo Kel’Thuzad con fría precisión.

Entonces, una voz distante le habló, una voz amiga. Sus comentarios le resultaban ya tan
familiares que los consideraba como propios. Te temen y envidian. Al fin y al cabo, gracias a
estos nuevos estudios, seguirás adquiriendo nuevos conocimientos y poder.

De repente, hubo un destello, y un archimago de pelo gris con cara de pocos amigos apareció
en la entrada. Bajo el brazo llevaba un pequeño cofre de madera. —De no haberlo visto por mí
mismo, no lo habría creído. Una vez más, has vuelto a abusar de nuestra paciencia, Kel’Thuzad.

—El venerable Antonidas por fin nos deleita con su presencia. Empezaba a pensar que habrías
enfermado.

—Te asusta la vejez, ¿no es cierto? —interrumpió Antonidas—. Un día te darás cuenta de que
es inexorable.

Si eso le consuela, deja que opine así…


Como para tranquilizarlo, Antonidas añadió: —En cuanto a mi salud se refiere, no hay de qué
preocuparse. Tan solo andaba ocupado en otros asuntos.

—¿Acaso buscando pruebas de magia prohibida entre mis estancias? Deberías encontrar
mejores recursos.

—Cierto, pues tus estancias no albergan evidencia alguna. Aunque esos almacenes que posees
en las tierras del norte… —Antonidas le miró con repugnancia.

¡Maldito! Menudo fisgón pretencioso. —No tenías ningún derecho a…

Antonidas golpeó su bastón contra el suelo para hacerlo callar, y se volvió hacia los otros
magos. —Ha convertido los edificios en laboratorios para realizar una serie de sucios
experimentos. Vedlo vosotros mismos, compañeros. Contemplad el fruto de su trabajo —abrió
el cofre y lo inclinó para que todos pudieran verlo bien.

Restos de rata en estado de descomposición. Dos seguían escarbando torpemente a los lados
del cofre en un vano intento de escapar. Varios magos se apartaron, en una ola de
consternación. Incluso el elfo noble de pelo dorado, sentado al final de la sala, parecía
sobresaltado, pues la edad del Príncipe Kael’thas descartaba la posibilidad de que fuera capaz
de realizar una hazaña como ésa.

Volviendo la mirada hacia las ratas cautivas, Kel’Thuzad apreció que éstas yacían ahora
inmóviles. Más fallos, aparentemente. No importaba. Algún día crearía un espécimen estable e
inmortal. Tendría una buena razón que justificara tantas horas de trabajo… Tan solo era
cuestión de tiempo.

El hechizo que te silencia tiene varios cabos sueltos. ¿Quieres que te muestre cómo terminar
de deshacerlos?

El tiempo y su aliado desconocido, cuya enigmática voz oía en ocasiones, le ayudarían a


avanzar un paso más hacia su objetivo. ”Muéstrame cómo“, pensó.

De repente, apareció un destello, tras el que se descubrió una mujer joven. Cuando se acercó a
Antonidas, los ojos del elfo noble la siguieron con mirada a la vez desazonada y amenazadora.
Pero Lady Jaina Valiente no le prestó atención: estaba completamente concentrada en su
labor. El apuesto príncipe no tenía ninguna posibilidad.

Sus intensos ojos azules dedicaron una mirada curiosa a Kel’Thuzad. Tomó la caja de las manos
de Antonidas, que explicó: —Mi aprendiz podrá apreciar que el cofre y su contenido han sido
incinerados.

La mujer inclinó la cabeza y se teletransportó, saliendo de la estancia. Al otro lado, el elfo


noble miraba el espacio ahora vacío con el ceño fruncido. Bajo otras circunstancias, a
Kel’Thuzad esta escenita de teatro mudo le habría parecido divertida. Sin poder defenderse,
Antonidas proseguía con su diatriba. Conteniendo su furia en absoluto silencio, Kel’Thuzad, se
esforzó una vez más por liberarse.
—Ya hemos permitido que la situación llegue demasiado lejos. Le hemos reprendido a menudo
por sus más que cuestionables propensiones. Intentamos guiarlo, y ahora nos enteramos de
que ha estado practicando la magia oscura. Los habitantes del Kirin Tor comienzan a
pronunciar su nombre como si de una palabra maldita se tratase.

—¡Mientes! —exclamó Kel’Thuzad con todas sus fuerzas, y captó la atención de algunos de los
magos, que esperaban oír una explicación—. Los campesinos recuerdan la Segunda Guerra tan
bien como yo. Di lo que te plazca sobre los orcos, pero sus brujos ostentaban gran poder, un
poder contra el que poco podíamos defendernos. Tenemos una obligación: debemos aprender
a manejar y hacer frente a este tipo de magia solos.

—¿Para formar un ejército de ratas muertas, cuya existencia sobrenatural tenga las horas
contadas? —replicó Antonidas con brusquedad—. Sí, hijo, también encontré tus diarios. Has
guardado un registro muy detallado sobre esta empresa abominable. No puedes pretender
utilizar estas criaturas patéticas contra los orcos. Asumiendo, por supuesto, que los orcos
emerjan algún día de su letargo, escapen de los campos de reclusión, y de alguna manera,
consigan volver a convertirse en una amenaza.

—Por ser un poco más joven que tú no creo que puedas calificarme de niño —replicó
Kel’Thuzad—. En cuanto a las ratas, me sirven para hacerme una idea de mis progresos. Se
trata de una técnica experimental básica.

Antonidas suspiró. —Me consta que últimamente pasas la mayor parte del tiempo en el norte.
Tus ausencias, cada vez más prolongadas, fueron lo que primero llamó mi atención. Seguro
que ha llegado a tus oídos que el nuevo impuesto del rey ha levantado el descontento del
pueblo. Tu egoísta búsqueda de poder podría incitar la revuelta de los campesinos. Lordaeron
podría verse envuelto en una guerra civil.

No sabía nada de ese impuesto, Antonidas debía de estar exagerando. Además, un verdadero
mago se centraría en asuntos de mayor envergadura. —Seré más discreto —ofreció,
apretando los dientes.

—Ni toda la discreción del mundo podría esconder un secreto de tal calibre —afirmó Drenden.

Modera añadió: —Sabes que siempre hemos actuado con precaución para proteger a los
nuestros sin convertirnos nosotros mismos en un peligro. No osamos sacrificar nuestra
humanidad, al menos no nuestra apariencia humana y mucho menos nuestra esencia. Tus
métodos podrían, en el mejor de los casos, condenarnos como herejes.

Era el colmo. —Se nos ha tachado de herejes durante siglos. La Iglesia no ha apreciado nunca
nuestros métodos. No obstante, esos sentimientos aún perduran.

Ella asintió. —Porque evitamos la práctica de magia oscura, que conduce a la corrupción y a la
catástrofe.

—¡Porque somos necesarios!

—Basta. —Antonidas parecía cansado, y dirigiéndose a Modera y a Drenden, añadió: —Si las
palabras hubiesen bastado para hacerle entrar en razón, ya lo habría hecho.
—He escuchado lo que teníais que decir —respondió Kel’Thuzad exasperado—. Por todos los
dioses, ¡os he escuchado hasta hartarme! Vosotros sois quienes no queréis escucharme a mí,
ni olvidaros de vuestras ideas anticua…

—No comprendes cuál es nuestro propósito hoy —interrumpió Antonidas—, esto no es un


debate. En este momento, se están investigando tus propiedades con perfecta minuciosidad.
Todos los objetos manchados con magia negra serán confiscados y, tras ser identificados, con
gran satisfacción por nuestra parte, serán destruidos.

Su aliado anónimo le advirtió que esto podría ocurrir, pero Kel’Thuzad no le creyó. Qué raro.
Incluso se sintió aliviado por que la situación llegara hasta este punto. Tanto secretismo había
limitado el alcance de su trabajo y entorpecido su progreso.

—En vista de la evidencia —dijo Antonidas pesadamente—, el rey Terenas está de acuerdo con
nuestro criterio. Si no abandonas esta locura, se te despojará de tu rango y propiedades, y
serás exiliado de Dalaran… y de todo Lordaeron.

Con ese pensamiento rondando en su mente, Kel’Thuzad se inclinó y abandonó la estancia. Sin
duda, el Kirin Tor mantendría en secreto su supuesta desvergüenza, temiendo las
repercusiones que sus actos tendrían de hacerse pública. Por una vez, esa cobardía actuaría en
su favor. Su riqueza nunca llenaría los cofres del rey.

Una manada de lobos siguió a Kel’Thuzad durante varios kilómetros, lo suficientemente


apartados como para quedar fuera del alcance de sus hechizos, hasta que quedaron atrás.
Mirando con recelo por encima del hombro, los vio gruñir y bajar las orejas antes de
desaparecer. Afortunadamente, los vientos árticos también amainaban. A lo lejos pudo avistar
la cumbre, una inhóspita cima, con cierta sensación de triunfo, con una corazonada. Lo más
alto de la Corona de Hielo. Pocos exploradores se habían aventurado en el glaciar, e incluso
menos habían sobrevivido para contarlo. Pero él, Kel’Thuzad, escalaría sus cumbres solo y
miraría hacia abajo al resto del mundo.

Por desgracia, apenas existían mapas del gélido continente de Rasganorte, y los encontró
inútiles, como todas las provisiones que con tanto orgullo había preparado para su viaje. Con
dudas acerca del camino a seguir y sobre su destino final, no podía arriesgarse a
teletransportarse. Culpándose a sí mismo, se tambaleó hacia delante. Había perdido la pista
sobre cuánto tiempo llevaba caminando. A pesar de su pelliza, temblaba de manera
incontrolable. Sus piernas eran como pilares de piedra, extrañas y entumecidas. Su cuerpo
comenzaba a perecer. Si no encontraba cobijo pronto, moriría ahí mismo.

Por fin, un destello apareció: se trataba de un obelisco de piedra grabado con símbolos
mágicos y, detrás, una ciudadela. ¡Por fin! Pasando apresuradamente el obelisco, cruzó un
puente de, lo que parecía, energía pura. Las puertas de la ciudadela se abrieron cuando se
acercó, pero se detuvo en seco.

La entrada estaba protegida por dos grotescas criaturas que parecían arañas gigantes de
cintura para abajo. Seis delgadas patas soportaban el peso de cada criatura; las otras dos
extremidades estaban sujetas como brazos a un torso apenas humanoide. Algo, si cabe, más
sorprendente que las criaturas en sí, era su estado. Sus cuerpos presentaban todo tipo de
heridas, de las cuales la más grave estaba toscamente vendada. Los brazos de uno de los
guardias estaban vendados en ángulos casi imposibles. De la mandíbula sarnosa del otro
guardia rezumaba icor, pero no mostró intención alguna de limpiárselo.

A pesar del olor putrefacto a no-muerto, los guardias no mostraban señales de confusión,
contrariamente a las ratas de Kel’Thuzad. Las criaturas de aspecto arácnido debían de haber
conservado su fuerza y coordinación innatas. De no ser así, serían guardias mediocres. Su
creador era, sin duda, un nigromante cualificado.

Para su sorpresa, se apartaron para dejarle pasar. Ignorando la razón de su buena fortuna, y
sin replicarla, entró de buena gana a la ciudadela, mucho más calurosa. En la entrada, más
adelante, se batía una estatua de una de las criaturas semiarácnidas. El edificio mismo era
reciente, pero la estatua era bastante antigua. Ahora que lo pensaba, ya había visto estatuas
parecidas a ésta en las antiguas ruinas que atravesó en su camino hacia el norte. El frío estaba
minando su ingenio

Suponía que el nigromante había conquistado un reino de estos seres parecidos a las arañas,
convirtiéndolas con éxito en no-muertos, apoderándose de sus tesoros como botín de guerra.
La alegría lo colmó. Seguro que aquí aprendería grandes lecciones.

Al final de la entrada advirtió una criatura gigante: una grotesca mezcla entre escarabajo y
araña. Se le acercó con paso decidido y Kel’Thuzad observó que su imponente figura mostraba
incluso más heridas y vendajes. Al igual que los guardias, era un no-muerto, pero su
accidentada masa corporal le asustaba más que impresionaba. Dudó que pudiera tener la
habilidad suficiente para vencer a un monstruo así, y mucho menos resucitarlo.

La criatura le saludó con una voz baja y profunda que resonaba desde su voluminoso cuerpo.
Aunque hablaba perfecta y comprensible lengua común, el sonido le daba frío. Extraños
zumbidos y chasquidos sostenían sus palabras. —El maestro te ha estado esperando,
archimago. Yo soy Anub’arak.

Ese ser tenía tanto la inteligencia como las habilidades motoras necesarias para el lenguaje…
¡Increíble! —Sí. Deseo convertirme en su aprendiz.

La enorme criatura lo miró. Seguramente se estaba preguntando si sería sabroso como


aperitivo.

Se aclaró la garganta con nerviosismo. —¿Puedo verle?

—Todo a su debido tiempo —contestó Anub’arak con voz estridente —. Hasta ahora has
dedicado tu vida a la obtención de conocimiento, una excelente meta. Sin embargo, tu
experiencia como mago no es aún suficiente para servir al maestro.

¿Qué podría haber inspirado tales palabras? ¿Acaso consideraba el mayordomo a Kel’Thuzad
como rival? Aquella era una idea errónea que habría que disipar lo antes posible. —Como
antiguo miembro del Kirin Tor, domino más magia de la que podrías imaginar. Estoy más que
preparado para cualquier tarea que el maestro me quiera adjudicar. —Eso está por ver.
Anub’arak lo condujo a través de una serie de túneles que llevaban más allá de la tierra. Por
fin, Kel’Thuzad y su guía aparecieron dentro de un enorme zigurat cuyo nombre, según dijo
Anub’arak, era Naxxramas. Por su arquitectura, el edificio debía de ser también producto de
las criaturas semiarácnidas. De hecho, las primeras cámaras que Anub’arak le mostró estaban
pobladas de cosas no-muertas, que vertiginosamente perdían su frescura. Arañas reales
también deambulaban por los rincones entre los no-muertos, ocupadas tejiendo telarañas y
poniendo huevos.

Kel’Thuzad evitó expresar su repugnancia. No daría esa gran satisfacción al enorme


mayordomo. Refiriéndose a uno de los seres arácnidos, dijo: —Tenéis cierto parecido.
¿Pertenecéis todos a la misma raza?

—A la raza nerubiana, sí. Entonces llegó el maestro. A medida que su influencia se extendía,
guerreamos contra él, creyendo ingenuamente que teníamos oportunidad de vencer. Muchos
fuimos asesinados y resucitados como no-muertos. En vida yo era rey, ahora soy señor de la
cripta.

—A cambio de ser inmortal, diste tu acuerdo para servirlo —Kel’Thuzad pensó en voz alta—.
Extraordinario.

—Dar su acuerdo implica elegir.

Lo que significaba que el nigromante podría imponer la obediencia de los no-muertos.


Kel’Thuzad era, quizás, el único ser vivo en ir hasta allí por voluntad propia. Ligeramente
nervioso, cambió de tema. —Este lugar está lleno de los de tu raza. Supongo que eres quien
manda aquí.

—Después de mi muerte, guié a mis hermanos para conquistar este zigurat para nuestro
nuevo maestro. También supervisé su remodelación para que tuviera su diseño actual. Sin
embargo, Naxxramas no caerá bajo mi autoridad. Tampoco lo harán mis hermanos, sus únicos
habitantes. Ésta es solo una de sus cuatro alas.

—En ese caso, continúa la visita, señor de la cripta. Muéstrame el resto.

La segunda ala era todo lo que Kel’Thuzad había esperado. Artefactos mágicos, instrumentos
de laboratorio, y otros suministros que dejaban en evidencia sus viejos laboratorios. Salas
inmensas que podrían albergar todo un ejército de ayudantes. Bestias no-muertas que fueron
sagazmente cosidas a partir de un batiburrillo de animales para luego renacer. O incluso unos
pocos humanoides compuestos de diversos cuerpos humanos. Las partes humanas no
mostraban heridas. Contrariamente a los nerubianos, los humanos no habían luchado contra
su destino. El nigromante debía de haber adquirido los cuerpos de algún cementerio cercano.
Prudente, para evitar ser descubierto. El Kirin Tor habría actuado sin demora.

Por desgracia, la tercera ala del edificio resultaba menos interesante. Anub’arak le mostró
armas y una zona para entrenamiento al combate. A continuación, el señor de la cripta lo guió
a través de cámaras plagadas con cientos, no, miles de barriles sellados y de embalajes. ¿Para
qué necesitarían en Naxxramas tantos suministros? Bueno, la pirámide estaría bien
aprovisionada en caso de asedio.
Al final, él y Anub’arak alcanzaron la última ala. Unos champiñones gigantes crecían en un área
ajardinada y despedían vapores nocivos que le revolvieron el estómago a Kel’Thuzad. El suelo
entre cada hongo tenía un aspecto malsano, posiblemente enfermo. Al acercarse para
observarlo, pisó algo que ahí chapoteaba entre el fango: una criatura de baja talla semejante a
un gusano.

Se estremeció y, apresuradamente, continuó. La siguiente sala contenía algunos calderos


llenos de un líquido verdoso en ebullición. Con curiosidad, y a pesar del olor hediondo,
Kel’Thuzad avanzó un paso, pero, de repente, una enorme garra le bloqueó el paso.

—El maestro desea que permanezcas entre los vivos. Tu hora no ha llegado aún.

Contuvo la respiración. —¿Esa cosa me habría matado?

—Hay muchos que no servirían al maestro estando en vida. El fluido resuelve ese problema—.
Ante la mirada en blanco de Kel’Thuzad, el señor de la cripta dijo: —Ven. Te lo mostraré.

Anub’arak lo llevó hasta la celda de dos prisioneros. A juzgar por la sencillez de sus ropas,
debían de ser aldeanos. El hombre acunaba en sus brazos a la mujer. Ésta estaba pálida como
la cera y bañada en sudor. Ambos vivos, aunque, sin lugar a dudas, la mujer estaba enferma.
Kel’Thuzad miró al señor de la cripta con cierta aprensión.

Sus ojos, vidriosos y llenos de desesperación, se encontraron con los de Kel’Thuzad y se


iluminaron. —¡Piedad, mi señor! Mi cuerpo no responde. He visto lo que ocurrirá después. Una
descarga de llamas es lo que pido de usted. Permítame descansar en paz.

Tenía miedo de convertirse en la esclava del nigromante. Según Anub’arak, no tenía opción.
Kel’Thuzad apartó la mirada con inquietud. Después de todo, la mujer no seguiría viva mucho
tiempo.

Ésta se zafó de los brazos del hombre y se colgó de las barras. —¡¡Por piedad!! ¡Si no me
ayuda, al menos ponga a salvo a mi marido! —rogó llorando desconsolada.

—Tranquila, cariño —le murmuró el hombre detrás. —No te dejaré.

—¡Haz que se calle! —Kel’Thuzad murmuró a Anub’arak con brusquedad.

—¿El ruido te molesta? —Con un fugaz movimiento, Anub’arak lanzó una uña a través de las
barras y pinzó a la mujer atravesándole el corazón. Después, el señor de la cripta sacudió el
cuerpo, echándolo al suelo.

El marido gritó con agonía. Sintiéndose culpable pero algo aliviado, Kel’Thuzad comenzó a
darse la vuelta, pero se detuvo al ver que el cuerpo comenzaba a retorcerse y arquearse contra
el suelo de piedra. El hombre, boquiabierto de la impresión, se quedó en silencio.

La piel de la mujer muerta estaba cambiando de color hacia un gris verdoso. Progresivamente,
los espasmos cesaron y, con cierta inestabilidad, se puso en pie. Giró la cabeza hacia un lado, y
le entró un escalofrío al ver a su marido. —Guardias, saquen a este hombre de aquí —dijo
irritada.
Los guardias no se movieron. Con un gruñido, pasó los dedos por su pelo castaño y enredado y
Kel’Thuzad observó su rostro con atención. Sus venas se oscurecían bajo su piel, y sus ojos
parecían salvajes, como enloquecidos.

Su marido preguntó vacilante —Amor… ¿estás bien?

Una risotada escapó de la mujer, convirtiéndose en un gruñido cuando él dio un paso con
vacilación hacia ella. —No te acerques más.

El hombre ignoró su protesta y se acercó a ella, pero ella lo repelió con suficiente fuerza como
para mandarlo volando, golpeando las barras de la celda y deslizándose hacia el suelo,
aturdido.

—Atrás —sus palabras se estaban volviendo más guturales. —Herirte —se agarró los hombros
abrazándose a sí misma y retrocedió hasta chocar contra la otra pared de la celda. —Herirte,
herirte —gimió, y algo en sus palabras daba a entender que algo no iba bien.

Sin entender muy bien lo que ocurría, Kel’Thuzad observó cómo levantaba una mano lenta y
bruscamente hacia el agujero en su pecho. Se tambaleó, hizo una mueca, trayéndose los dedos
a la boca, chupándolos. Después, con un movimiento impreciso, se abalanzó sobre su marido,
golpeándolo y enseñando los dientes.

El hombre chilló, y la sangre corrió por el suelo de la celda. Kel’Thuzad se estremeció, pero el
hecho de cerrar los ojos no ayudaba… aún podía oír sonidos atroces. Desgarros, descuajos,
mordiscos. Un lamento suave de desdicha le hizo temer que la mujer no-muerta era
consciente de sus actos hasta cierto punto, pero incapaz de contenerse.

Enfermo y horrorizado, se teletransportó muy lejos de Naxxramas y se alejó un poco, dando


tumbos, y vomitó. Tras encontrar un poco de nieve virgen, tomó de ésta a manos llenas y se
frotó con insistencia boca y rostro. Sentía como si ya nunca se sintiera limpio. ¿En qué se había
metido?

Uno a uno, fue ordenando los dispersos pensamientos dentro de su mente. Al nigromante no
solo le interesaba estudiar una especialidad mágica académica y ampliamente condenada, y
tampoco iba a cesar de fortalecer a los suyos contra el ataque. Estaba produciendo un fluido
en masa que convertía a la gente en zombis. Naxxramas también contaba con un
abastecimiento enorme de suministros, armas, armaduras y campos de entrenamiento…

Éstas no eran medidas defensivas, sino preparativos de guerra.

Un aire repentino lo azotó con un grito sobrenatural, y un grupo de fríos espectros surgió ante
sus ojos. Ya había leído acerca de ellos años atrás en la Ciudadela Violeta. La vaga descripción
de sus figuras nubosas y traslúcidas no mencionaba nada sobre la frígida malicia de sus ojos
incandescentes.

Uno de los espectros se acercó y preguntó: —¿Pensándotelo mejor? Como puedes ver, tu
pequeño truco no te servirá de nada. No puedes escapar al maestro. En cualquier caso, ¿Qué
esperarías lograr? ¿Adónde irías? Es más, ¿quién te creería?
Luchar o huir… esas habrían sido las dos decisiones más heroicas. Heroicas, pero sin sentido.
Su muerte no habría servido de nada. Al aceptar convertirse en el aprendiz del nigromante,
Kel’Thuzad tendría tiempo para aprender más. Con el entrenamiento suficiente, podría
superarlo o pillarle desprevenido.

Asintió con la cabeza al espectro. —Muy bien. Llévame hasta él.

Los espectros lo teletransportaron de vuelta a la ciudadela y lo guiaron hacia abajo por una
serie de pasillos y habitaciones que Kel’Thuzad sabía no podría recordar después. Por fin, en
las profundidades de la tierra, él y los espectros entraron en una enorme cueva cuyo frío
húmedo se metía hasta los huesos. En el centro de la cueva se encontraba una alta aguja de
roca que mareaba al mirarla. Cubiertas por la nieve, unas escaleras de caracol subían hacia la
aguja.

Él y los espectros comenzaron el ascenso. Su corazón albergaba emoción y temor a la vez.


Cuando se dio cuenta de que sus pasos se hacían más lentos, apretó el paso, pero su
resolución no duró mucho. Sentía como si un peso tirara de él. Cierto era que el viaje a través
de Rasganorte le había fatigado mucho más de lo que imaginaba.

En la distancia y por encima de él, en lo alto de la aguja, apenas pudo apreciar un enorme
fragmento de cristal. Limpio de nieve y de un leve brillo azulado. No había señal del
nigromante.

Uno de los espectros utilizaba una gélida ráfaga de viento para empujarlo. Su paso volvía a
aminorar. Irritado, dio un tirón de su capa, apretándola contra él y se forzó a continuar
subiendo, a pesar de respirar con dificultad.

El tiempo pasaba, y una ráfaga de aguanieve lo devolvió a la realidad. Se había parado en


mitad de las escaleras para apoyarse sobre su bastón. El aire era fétido y sofocante, y
jadeando, consiguió decir: —Un momento, por favor.

Uno de los espectros detrás de él dijo: —Nosotros no podemos descansar, ¿por qué deberías
hacerlo tú?

Descorazonado, Kel’Thuzad continuó subiendo, intentando ignorar su agotamiento, cada vez


mayor. Esforzándose, levantó la cabeza y vio que el tenue cristal se iba acercando. A esta
distancia, parecía un trono de forma serrada, con figuras difusas y oscuras en el interior.
Alrededor de él podía palparse cierta aura de amenaza.

Los espectros pasaron junto a él rozándolo mientras aullaban. Ecos de aquel sonido resonaron
por la cueva. Kel’Thuzad se abrigó con fuerza bajo su capa con manos temblorosas y ateridas.
Su respiración se asfixiaba al fondo de su garganta, y sintió la repentina necesidad de salir
corriendo. —¿Dónde está el maestro? —preguntó con voz alta y temblorosa.

No obtuvo respuesta, solo una tormenta de granizo que le dio un latigazo cruel. Se tambaleó y
recobró el equilibrio. Con cada paso, el trono cercano sobre él transmitía cada vez más
opresión, empujando su cabeza hacia abajo, doblando su espalda. Apenas podía caminar
erguido. Poco después cayó al suelo de rodillas.
El nigromante se dirigió directamente a Kel’Thuzad con un tono que no resultaba ni
remotamente amable. Que ésta sea tu primera lección. No siento afecto alguno por ti ni por tu
gente. Más bien al contrario, pretendo purgar de Humanidad a este planeta, y no cometer
ningún error… y poseo el poder necesario para ello.

Los espectros, implacables, no le permitieron detenerse. A pesar de la humillación, dejó su


bastón a un lado y comenzó a arrastrarse. La maldad del nigromante le apretó aún más,
hundiéndolo más en la nieve. Kel’Thuzad temblaba aterido, pero… qué equivocación había
cometido… qué estúpida e inmensa estupidez. Ya no sentía fatiga, sino miedo… un miedo
sobrecogedor.

Nunca me cogerás desprevenido, pues nunca duermo, y como ya habrás averiguado, puedo
leer el pensamiento tan fácilmente como un libro. No esperes vencerme. Tu mente endeble es
incapaz de manejar la energía que yo manipulo a mi antojo.

Ya hacía tiempo que las ropas de Kel’Thuzad estaban desgarradas, y sus leotardos eran inútiles
contra los toscos peldaños de piedra helada. Sus manos y rodillas dejaban marcas de sangre
tras él a medida que avanzaba penosamente por la última espiral. El trono irradiaba un frío
que se metía hasta los huesos y había niebla alrededor. No era un trono de cristal, sino de
hielo.

La inmortalidad puede ser una gran ventaja. También puede ser agonizante, cuyo gusto no has
aprendido aún a apreciar. Desafíame, y te enseñaré todo lo que he aprendido del miedo. Vas a
suplicar la muerte.

Se acercó unos pocos pasos al trono y ya no pudo avanzar más, clavado sin remedio bajo el
aura abrumadora de esa cosa de poder inhumano y odio. Un poder oculto ejercía fuerza sobre
él y aplastaba su rostro contra la dura piedra. —Por favor —se oyó a sí mismo sollozando. —
¡¡Por favor!! —suplicó dejando escapar estas palabras.

Por fin la presión cesó. Los espectros se fueron volando, pero sabía que levantarse no era la
mejor idea. Dudaba, en cualquier caso, que pudiera hacerlo. No obstante, su mirada buscaba a
su torturador.

Un conjunto de armadura pesada se encontraba sentada en el interior del trono, más que
sobre él. Kel’Thuzad llegó a pensar que la armadura sería negra, pero, forzando la vista, vio
que la luz no se reflejaba en su superficie. De hecho, cuanto más miraba, parecía que devoraba
más luz, esperanza y cordura.

El casco, adornado con pinchos, servía de corona. Tenía una gema azul incrustada y, al igual
que el resto de la armadura, parecía vacío. En un guantelete, la figura blandía una espada
maciza cuyo filo había sido grabado con runas. Aquí yacía el poder… aquí yacía la perdición.

Como mi aprendiz, adquirirás el conocimiento y la magia que sobrepasará tus sueños más
ambiciosos. Pero a cambio, vivo o muerto, serás mi servidor el resto de tus días. Si me
traicionas, te arrebataré la consciencia y continuarás a mi servicio.
Servir a este ser espectral, o a este Rey Exánime, como Kel’Thuzad había empezado a
considerarlo, le otorgaría sin duda gran poder… y maldición para toda la eternidad. Pero esa
información la había adquirido demasiado tarde. Además, la perdición no suponía mucho sin la
perspectiva de una muerte certera.

—Te pertenezco, lo juro —aseveró con voz ronca.

A modo de respuesta, el Rey Exánime le envió una visión de Naxxramas. Pequeñas figuras
vestidas de negro formaban un ancho círculo fuera del glaciar. Sus brazos, visiblemente
rodeados de magia oscura, se elevaban y descendían al son de un canto monótono que
Kel’Thuzad no podía comprender. La tierra tembló bajo sus pies, pero continuaron lanzando
hechizos.

Vas a salir ahí fuera y vas a testimoniar mi poder. Serás mi embajador entre los vivos y reunirás
un grupo de seres similares para ejecutar mi plan. Mediante la ilusión, la persuasión, la
enfermedad y la fuerza, establecerás mi dominio en Azeroth.

Para sorpresa de Kel’Thuzad, el hielo se desplazó y crujió, y la punta del zigurat perforó el
terreno helado. Un edificio surgía del suelo. Mientras las figuras vestidas redoblaban sus
esfuerzos, la vasta pirámide proseguía su emergencia imposible. Pedazos de tierra y hielo
saltaron por los aires con una fuerza explosiva. Pronto la estructura entera se había despojado
del abrazo de la tierra. Lenta, pero segura, Naxxramas se elevó en el aire.

Y ésta será tu embarcación.

Creación del archivo: http://wowmania.cubava.cu/

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