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Curso de Postgrado

S
I EMIOTICA DE LA IMAGEN VISUAL

Selección de Textos
Por: Dr. José Luis Perelló Cabrera
El gesto. La vida como experiencia estética. Lenguaje
corporal.
INSUFICIENCIA DEL LENGUAJE HABLADO.

Los signos que conforman el lenguaje, mas concretamente las palabras, son producto de un
proceso de abstracción bastante complejo, donde el intelecto juega un papel muy importante.
Esa reducción intelectual de las emociones, sentimientos, vivencias afectivas, normalmente
resulta insuficiente ya que es muy difícil para el intelecto abstraer contenidos difusos, sin
limites precisos, para transformarlos en conceptos. Es cotidiana la experiencia de no
encontrar la palabra adecuada para expresar algo, o no quedar conformes con la palabra
usada.
Gran parte de la información que contiene el lenguaje escrito depende de como esté
estructurado el discurso, o sea que el significado de una palabra esta condicionado por el
lugar que ocupa en la frase o en el discurso total. Es decir que, el significado del lenguaje
escrito tiene características estructurales.
Las emociones, los sentimientos, las vivencias afectivas, los contenidos no intelectuales y no
conscientes en general, tienen límites muy indefinidos y contenidos complejos, y muy a
menudo, contradictorios. Como dice Jung un su libro "Sicología y Alquimia", "...la paradoja es
uno de los máximos bienes espirituales; la claridad, en cambio, es signo de debilidad". O sea
que, a medida que nuestro siquismo se desarrolla y enriquece, nuestro lenguaje se hace
menos útil para comunicarnos. La poesía es el intento del lenguaje escrito para estructurarse
de una manera que permita una comunicación más luminosa de nuestras oscuras
profundidades.
En el lenguaje hablado, las palabras comunican una pequeñísima porción del significado total.
Es un hecho muy estudiado y conocido que el lenguaje no verbal carga con la mayor
responsabilidad en la comunicación (muy por encima del 50% del mensaje total). A través de
los gestos, donde incluimos la modulación de la voz, matizamos constantemente el
significado de las palabras, pudiéndose incluso llegar a invertir ese significado con el gesto.
Es una experiencia cotidiana recibir una frase cuyo contenido es exactamente opuesto al que
las palabras indican.
COMUNICACION NO VERBAL: EL GESTO
La gestualidad de todo el cuerpo, donde está incluida la
modulación de la voz, es el vehículo que utilizamos para poder
comunicar ese complejo mundo de sensaciones e imágenes que
nos colma interiormente.
La modulación de la voz es el gesto mas “emparentado” con la
emisión de los sonidos que constituyen el lenguaje hablado. Las
variaciones del volumen, el timbre o hasta el “color” constituyen
herramientas formidables para matizar o modificar el sentido
literal de la palabra que se está emitiendo. Un cambio hacia los
sonidos graves en un saludo, lo puede transformar en un
reproche; o un tránsito hacia los agudos en cualquier frase la
puede convertir en una gran exclamación de asombro.

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La cara constituye una zona muy importante de
comunicación no verbal porque al hablar, se concentra
la atención en esa zona del interlocutor. La cara tiene
como zonas importantes: los ojos y la boca. En ambas
zonas existe una complejísima organización de la
gestualidad, donde participan pequeños movimientos de
párpados, globo ocular, cejas, labios y lengua. Es
bastante conocido y usado el contenido erótico que
tiene en una mujer el gesto de entreabrir la boca y
dejar asomar la lengua. Una pequeña vibración en los
párpados puede transmitir una alteración emocional
fuerte y un movimiento rápido de los globos oculares
hacia los lados podrá denotar miedo.
El cuello constituye también una zona expresiva importante, ya que la inclinación y
movimiento de la cabeza contiene una parte importante del mensaje transmitido. Una leve
inclinación lateral de la cabeza puede resultar en un gesto de soberbia, mientras que una
inclinación hacia adelante un gesto de sumisión.
En el tronco podemos distinguir cinco arcos expresivos: uno en la zona de los hombros que
llamaremos arco alto; uno a la altura del pecho que llamaremos intermedio alto; uno que
cruza el plexo que llamaremos intermedio; otro sobre la cresta ilíaca que denominaremos
intermedio bajo y por último, otro a la altura del piso de la pelvis, que incluye los esfínteres,
y que llamaremos bajo.
Cada uno de estos arcos genera una gestualidad con matices
característicos que la colorea y distingue. Si recorremos los
arcos desde abajo hacia arriba, nos encontramos con
contenidos y expresiones cada vez más culturales, más
elaboradas, más sofisticadas. Los arcos inferiores conectan con
vivencias, emociones, imágenes más primitivas, más
animalescas. Los arcos superiores, en cambio, tienen más que
ver con los mecanismos de relación de la vida civilizada y nos
conecta con los ideales. Es como si, recorriendo los arcos hacia
arriba, recorriéramos el desarrollo del hombre desde sus
estadios más primitivos hasta la actualidad.
La gestualidad de cada uno de estos arcos exige distintas formas de apoyo en los pies, las
rodillas y la pelvis. Los arcos inferiores exigen apoyos sólidos y firmes mientras que los arcos
superiores necesitan apoyos más volátiles.
Cada arco expresivo define una altura expresiva que moviliza un centro de energía distinto.
La cualidad energética diferente tiene relación con el “color” expresivo de cada arco. En los
arcos expresivos inferiores la energía es más fuerte, más tosca, más roja y brota en cascada,
lo que dibuja esa peculiaridad en la expresión. Los centros superiores tienen energía más
azul, más modulada, más suave.
En definitiva, estamos definiendo siete arcos expresivos: la cara, el cuello, y los cinco del
tronco. Nuestro sistema sicofísico formado por el cuerpo y la siquis constituye sin embargo,
una unidad gestual. Ese debiera ser el objetivo, una unidad.

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¿Cómo funcionan estos arcos expresivos respecto a esta unidad?. Para que nuestro mensaje
expresivo sea comprensible, debemos funcionar como decíamos más arriba, como una unidad
gestual. De esta manera, todo el cuerpo, al que llamaremos subsistema corporal, estará
expresando un sólo contenido, (aunque sea difuso o contradictorio) y abarcará todo nuestro
sistema sicofísico. En este caso, uno de los arcos, el que más tiene que ver con el contenido
a transmitir, generará el gesto y el resto de los arcos acompañaran y completaran el gesto.
Por ejemplo, si expreso un ataque de rabia pateando el piso, el gesto se generará en los
arcos inferiores mientras que los superiores (incluidos los brazos) acompañaran el
movimiento hacia abajo. En este ejemplo, la energía se descarga hacia abajo y todo nuestro
cuerpo debe mostrar esa descarga violenta.
¿Cómo, en realidad, funcionamos?. Nuestro sistema sicofísico normalmente esta
expresivamente fracturado, y esas fracturas están originadas en el subsistema físico, en el
subsistema síquico, o más comúnmente, en una combinación de ambos. Normalmente, las
trabas en el cuerpo están asociadas a bloqueos en el siquismo.
Y esta asociación interrumpe el pulso expresivo y energético lo
que provoca que una zona del cuerpo exprese algo
contradictorio de lo que expresa la otra. El mensaje se hace
sumamente confuso.
Y a esta confusión hay que agregar un esquema corporal más o
menos rígido resultante de nuestra historia y/o herencia. Este
esquema corporal funciona como una expresión rígida; es como
si en el lenguaje hablado dentro de cualquier discurso
repitiéramos una misma frase. Hay una expresión que siempre
estará presente y que teñirá el gesto que estemos desarrollan-
do. Por ejemplo, una persona con los hombros caídos y el
pecho hundido teñirá toda su gestualidad con un aire de
introversión o de temor a exponerse. Una persona que apoye
los pies en la almohadilla dará a su gestualidad un color liviano,
grácil, orientada hacia arriba aunque lo que desea comunicar
sea lo contrario. Esto crea gestos confusos y ambiguos que no
son posibles de percibir con claridad.
AMBIGÜEDAD GESTUAL. DENOTACIÓN Y SUGESTION
Acabamos de hablar de la ambigüedad en el gesto generada por una expresividad confusa.
Sin embargo, conviene aclarar que existe una ambigüedad que es característica del gesto y
que nace de su carácter eminentemente no intelectual. Hay todo un campo de la experiencia
humana que es muy difícil de reducirlo a conceptos. Ya hemos visto antes lo difícil que
resulta reducirla a un concepto. Se pueden escribir ciertos libros sobre el amor, pero
difícilmente ninguno logre aprehenderlo en su esencia y traducirlo a conceptos intelectuales
que resistan un análisis.
Esa dificultad de reducir gran parte de las vivencias humanas a conceptos hace que los
gestos, resultantes de esas vivencias, no puedan ser claramente definidos por el intelecto y
descritos a través del lenguaje hablado. Es muy complejo señalar lo que un gesto está
diciendo, pero sí es posible describir un cierto campo de significación, un cierto campo de
contenidos.

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Podemos decir que el gesto define, o mejor dicho, sugiere un
campo de posibles significados, y así es trasmitido a nuestro
subsistema síquico no intelectual. Podemos también decir que
el gesto tiene un carácter "sugestivo".
Si entendemos por denotación el significado del gesto que
percibe el intelecto, el significado total está formado por ambos
aspectos, siendo su carácter "sugestivo" bastante más amplio y
más rico que su aspecto "denotativo". Esto le da al gesto, esa
ambigüedad de que hablábamos, que lo relacionan con el
símbolo. Para diferenciar esta ambigüedad estructural del
gesto, de la ambigüedad generada por el mal funcionamiento
expresivo, llamaremos a la primera: confusión, y a la segunda:
ambigüedad, propia de la naturaleza gestual.
De lo que hemos visto aquí, surge claramente la relación entre
el gesto y el símbolo. El gesto tiene más de símbolo que de
signo porque su significado es mucho más ambiguo y más
amplio que lo requerido por la claridad de un signo. El símbolo,
al igual que el gesto, tiene muchos contenidos que se
transmiten y se perciben más allá o más acá del intelecto.
CONTROL DEL CUERPO. RIGIDEZ DEL ESQUEMA CORPORAL.
Como hemos dicho mas arriba, cada uno de nosotros adopta un
esquema corporal más o menos rígido producto de la historia
personal, y de lo heredado en el ámbito individual, familiar, grupal.
Influye la sociedad donde nacimos e incluso, la evolución de la
especie. Ese esquema corporal esta asociado a un esquema síquico
y su desarrollo se produce por una interrelación donde ambos
funcionan como el sistema sicofísico.
Uno de los condicionamientos gestuales más importantes es la
rigidez del esquema corporal. A lo largo de nuestra historia, se nos
van “congelando” gestos y posturas heredadas o adquiridas. Esos
gestos y posturas generalmente las adoptamos porque necesita-
mos ser aceptados, o porque queremos diferenciarnos. En ambos
casos, sea por mimetizarnos o por rebelarnos, actuamos
condicionados por el medio familiar y el medio social.
El esquema corporal no nace exclusivamente de necesidades
personales, sino de una mezcla compleja de condicionamientos
diversos. Cada gesto o postura que se adopta, es una palabra o
una frase gestual. O sea que, el esquema corporal vendría
funcionando, como un “disco rayado” que siempre repite lo mismo.
Cada uno tiene una frase o conjunto de frases corporales que
repite continuamente. Ese pequeño discurso corporal fijo, se
acopla a cualquier gesto que aparezca, tenga el contenido que sea,
y distorsiona el significado.
Ese esquema funciona como el compendio de nuestra historia
personal en función de la historia social que nos toca vivir. El

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subsistema físico funciona como el ente emisor de los contenidos que se fueron congelando y
bloqueando. El gesto resultante de un contenido “congelado” es un “gesto congelado”, o un
conjunto de gestos articulados que podemos llamar frase gestual. Podemos decir que el
esquema corporal es una frase gestual que se repite independientemente de la situación que
experimente o viva.
Como decíamos anteriormente, esa repetición “colorea” toda la gestualidad dándole una
característica más o menos definida. Esa rigidez llega al punto de impedir transitar todo un
campo gestual. Hay expresiones que nos están prohibidas, hay otras que nos están
permitidas a medias, hay otras que salen exageradas.
De acuerdo al campo gestual que define nuestro esquema corporal, y a la rigidez que posea,
la expresividad tendrá menos riqueza y menos matices. Es decir, estará también rígidamente
condicionada.
CONEXION DEFICIENTE DE LOS SUBSISTEMAS
Nosotros entendemos al ser humano como un sistema sicofísico formado por dos
subsistemas: el físico y el síquico. Hasta aquí hemos supuesto una conexión absoluta, fluida y
armónica entre ambos subsistemas: conviven interdependientes, tienen canales de
comunicación por donde fluyen los contenidos en uno y otro sentido.
Un contenido síquico puede generar una expresión que lo exteriorice y un gesto puede inducir
una vivencia, una imagen, una emoción. Estas conexiones son las usadas en la actuación, ya
que el actor, al elaborar el personaje, estudia su sicología y su comportamiento corporal, y
genera una mutua inducción que le permita crearlo.
Esa conexión no siempre es fluida. Los canales pueden estar como obstruidos, y en algunos
casos, cortados. El resultado de esto es una desconexión entre los dos subsistemas, en la
práctica, esto se manifiesta de diversas maneras.
Es muy común, en la actuación, ver trabajos que no nos comunican nada, y sin embargo,
escuchar al actor o la actriz decir que han tenido vivencias o emociones muy fuertes. Allí, hay
una conexión deficiente que impide al subsistema físico corporizar un contenido. En el caso
del trabajo corporal, también es muy evidente cuando esa conexión falla.
El cuerpo funciona como un gran “grabador” donde cada uno de los hechos importantes de
nuestra historia ocupa una porción de esa gran memoria. Cuando nos movilizamos, esa
memoria se pone en funcionamiento e induce a las vivencias, imágenes, sensaciones,
emociones, etc. Cuando esa movilización no produce nada, estamos enfrentados a una
situación de bloqueo, los canales no están conectados; nuestro cuerpo con nuestra psiquis.
El sistema sicofísico esta integrado por un subsistema físico y uno síquico. Ambos
subsistemas conviven en el espacio definido por el cuerpo, aunque hay indicios que la psiquis
transciende ese espacio. Existe una consubstanciación tal entre ambos subsistemas que
resulta absolutamente imposible diferenciarlos, o siquiera definir limites.
Sin embargo, según el párrafo anterior, se puede suponer que existen canales que los
comunican, donde indudablemente juega un papel fundamental el sistema nervioso. La
práctica indica que esa comunicación se da en ambos sentidos.
Podemos afirmar que nuestro siquismo está conformado por una zona consciente donde se
asienta la razón, y una gran porción inconsciente, donde aparentemente anida la experiencia
acumulada por la especie, por nuestros antepasados directos y por nosotros mismos. Algunos

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de los contenidos síquicos que conforman el inconsciente funcionan de manera más o menos
autónoma, de acuerdo a que estén más o menos alejados de la conciencia. A través de los
canales comunicantes, ambos subsistemas se influyen mutuamente. El gesto es la resultante
externa de un proceso donde un contenido síquico se resuelve, mediante un complejo
proceso dialéctico, en una acción corporal.
¿Por qué decimos "complejo proceso dialéctico"?. Porque cada acción depende del contenido,
de los bloqueos corporales, del esquema corporal, de las sensaciones, vivencias y emociones
que la acción genera y modificando el contenido original.
Veamos el siguiente ejemplo. Aparece un contenido: necesidad de reprender a un hijo.
Cuando comienzo con el gesto, me “conecto” con un reto similar recibido de chico y me
reprimo, a continuación recuerdo algún consejo psicológico y me impulso. Al tratar de
imponer mi autoridad, mi esquema corporal, ahuecado en el pecho, proyecta un gesto de
debilidad. Al tomar conciencia de ellos, me enojo. Finalmente, el gesto resultante de todo
este proceso, que puede ser una “nalgada”, está teñido y condicionado de contenidos e
historias que nada tienen que ver con el momento actual que originó la reprimenda.
Por lo tanto, un gesto, como decíamos, es la resultante de todo un proceso interactivo.
Podemos decir que están presentes en él todos los contenidos conscientes y no conscientes,
condicionamientos conscientes y no conscientes propios o heredados.
CONDICIONAMIENTOS NO CONSCIENTES
Nuestra historia individual está normalmente llena de represiones y carencias de las cuales
hemos tenido necesidad de defendernos. La resultante de esa defensa es rigidez en el
esquema corporal y canales de comunicación entre nuestros subsistemas físico y síquico,
cortados.
La resultante expresiva de esta situación resulta totalmente
confusa; porque la rigidez en el esquema corporal desde el
punto de vista del lenguaje, es como si repitiéramos
constantemente una frase mientras hablamos. Si esto sucediera,
el discurso se haría muy confuso porque esa frase fija aparecería
en cualquier lugar, sin ninguna relación con lo que queremos
decir.
Supongamos que tenemos como frase fija: "Tengo Miedo". Si
quisiéramos transmitir afecto y amor a otra persona, la charla
podría ser: "Siento que nos llevamos muy bien. Tengo miedo.
Juntos me parece que podríamos hacer grandes cosas, pero
Tengo miedo. Creo que eres una gran persona. Tengo miedo. Y
te tengo mucho afecto. Tengo miedo. También siento tu aprecio.
Tengo miedo."
Por supuesto que el interlocutor quedaría totalmente des-
concertado porque no sabría a que atribuir ese Tengo miedo que
en principio no parece tener una relación con el contenido del
discurso.
En el discurso corporal pasa eso. Si nuestra postura habitual tiene el pecho ahuecado, es
probablemente que transmitamos inseguridad aunque estemos hablando de la seguridad que

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sentimos. Para poder hablar corporalmente deberemos lograr flexibilizar el esquema corporal
y tender hacia la neutralidad expresiva.
FRASE CORPORAL
Podemos definirla como la unidad mínima de un discurso corporal. Vendría ocupando el
mismo lugar que la frase verbal. Tenemos en la frase corporal una sintaxis. Podemos
caracterizar a la frase corporal por:
Duración. Acentos. Silencios. Articulación. Significado connotativo.

1. La duración puede ir desde un pequeño pulso similar a una exclamación, hasta varios
segundos. Como la frase verbal o la musical, debe tener un comienzo y un final. Durante
ese tiempo deberá comunicar algún contenido.
2. La frase tendrá acentos principales y acentos secundarios, tal como sucede con la frase
musical. Los acentos son los equivalentes a los énfasis del lenguaje verbal.
3. Los silencios podrán ser largos o cortos, totales, parciales, contenidos. En principio estos
silencios marcarán el comienzo y el final de una frase. Luego, serán los que articulen los
distintos contenidos de la frase. Son el equivalente a los puntos, las comas y los puntos y
comas del lenguaje verbal.
4. La articulación podrá ser ligada, cortada o combinando ambas características. Una frase
corporal con la otra estará unida por un corte en el movimiento, o habrá una continuidad
entre ambas. No encuentro símiles en el lenguaje hablado, sí en el musical.
5. En el campo de la connotación, la frase corporal tiene mucha similitud con la frase musical
por no ser conceptualizable como lo es la verbal. Aquí todo es sugerencia y su significado
casi siempre queda en el campo simbólico, aunque hay una serie de gestos que están
muy codificados, y que por lo tanto, tienen una parte fuertemente denotativa.
LENGUAJE CORPORAL
Si hablamos de lenguaje, estamos presuponiendo una sintaxis, una articulación de los
elementos significantes que para nuestro caso, serían los gestos. Los gestos son, en el
lenguaje corporal, el equivalente a la palabra del lenguaje hablado, o de la nota en el
lenguaje musical.
En el lenguaje corporal, en el lenguaje no-verbal en general, existe una articulación de los
gestos que generan la frase corporal, frase en general difícil de traducir en conceptos. Pero
hay un discurso que cuando es potente, conmueve y moviliza. La mayoría de las veces no
seríamos capaces de explicar racionalmente el mensaje recibido. Pero existe y está.
También podemos distinguir un movimiento lleno de contenido emocional, de aquel que se
muestra mecanizado y vacío. Cuando observamos a dos personas haciendo una clase de
gimnasia psicofísica, es notable el contraste si una está sumergida en todo un mundo de
significados, y la otra presa por la razón en una sucesión intelectual de figuras armadas.
A veces, ambos trabajos son ricos en propuestas formales, pero uno muestra una calidez
orgánica, mientras que el otro no. Es difícil decir porque en un caso nos tramite un contenido
tan vivencial. Sucede con los bailarines cuando algunos muestran una brillantez técnica vacía
y carente de sangre.
Cuando hablamos de sintaxis en el lenguaje corporal estamos hablando de esa articulación de
gestos que conforma un discurso vivencial y emotivo capaz de hacer vibrar. Una articulación

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de movimientos, que no es racional como una coreografía, sino que es una sucesión
originadas en las vivencias que induce la música con sus ritmos y melodías, los que, con el
transcurrir de los minutos, se transforman en ritmos y melodías internos.
El ritmo es la esencia de la música. Existe un ritmo que rige todas las acciones del hombre,
desde el fisiologismo de la respiración y los latidos cardiacos, hasta el caminar o correr. Cada
fenómeno de la naturaleza está regido por un ritmo: las estaciones del año, las fases de la
Luna, el movimiento de los cuerpos celestes, los días y las noches, etc.
El hombre de la antigüedad, al crear las primeras “melodías” con acompañamiento de
instrumentos rudimentarios, obedecía a una necesidad instintiva del espíritu y el cuerpo: el
ritmo.
Por medio del ritmo se establecen las relaciones de duración, de intensidad, de altura. Por
medio del ritmo los sonidos se agrupan entre sí en un lenguaje fluido. En la cotidianidad, el
ritmo ayuda al trabajo y disminuye la fatiga. El soldado en marcha, ritma su paso y para no
sentir cansancio entona una canción: las marchas y los himnos. Cada oficio tiene sus cantos
y sus ritmos, y su lenguaje corporal, esto tiene su origen en los tiempos más antiguos.
No hablamos de una sintaxis que se podría escribir, analizar, estudiar racionalmente como se
hace con la sintaxis del lenguaje hablado. Hablamos de un proceso más intuitivo ligado a los
procesos desconocidos que se desarrollan por debajo de la conciencia.
El trabajo corporal tiene un alto contenido de magia y misterio. Cuando uno llega y se
prepara para impartir una clase, el intelecto prolijamente trata de ir ordenando lo que se
hará. Pero cuando empiezan a transcurrir los minutos, si la “música” es sugerente, uno
comienza a sumergirse en un extraño mundo que tiene su lógica y su secuenciación, pero no
coincide con la racionalidad del pensamiento cotidiano, al cual estamos mas acostumbrados.
Ese camino que se comienza a transitar no tiene un rumbo muy definido, va fluyendo.
Recuerda mucho a la descripción que hace del suceder humano el Tao. Es un fluir que las
mas de las veces sorprende, ya que nos conduce por sendas desconocidas.
Pese a ello, o quizá justamente por ello, tiene una lógica, pero una lógica que tiene mas que
ver con las propuestas desconocidas del yo interior, de nuestro sí-mismo.
Podremos describirla, e intentar practicarla, si apelamos a una sintaxis similar, muy
elaborada a través de siglos, que puede venir en nuestra ayuda, es la sintaxis musical.
¿Por qué la música? Porque el lenguaje musical comparte con el lenguaje corporal el ser un
lenguaje no conceptualizable. Es un lenguaje que se desarrolla en un campo mucho menos
racional que cualquier otro, donde el símbolo forma el entramado base. Así como de una
frase corporal podremos hablar elípticamente como si describiéramos las diversas caras de
un diamante, pero sin poder penetrarla, así también hablamos de una frase, o de un discurso
musical.
Sabemos que hay un discurso porque incluso tiene un sostén de signos. Pero, aunque hasta
podemos leerlos, resulta difícil traducirlo en conceptos, salvo que sean técnicos. No podemos
decir que una música dice tal cosa, podemos decir que sugiere, que provoca, que induce.
Esta similitud de los dos lenguajes nos permite tomar prestados los elementos elaborados por
la música, que por otra parte, es el elemento inductor que hemos elegido como sostén de la
clase. Podemos distinguir elementos que van a permitir después hacer propuestas de trabajo
para desarrollar la sintaxis corporal.

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La música tiene en principio una base rítmica y una melódica que a medida que las
propuestas se complejizan tienden a desaparecer, fundiéndose una en la otra. Encontramos
entonces, especialmente en la música popular, frases rítmicas y frases melódicas. En la
música llamada culta, o clásica, esa división tan tajante se esfuma, no pudiendo encontrarse
ni vestigios de esta división en la música clásica contemporánea.
Lo que sí podemos distinguir en toda frase musical son algunos elementos como:
• Énfasis. Esto va desde leves aumentos de volumen a verdaderos golpes. La música
percusiva gira casi totalmente alrededor de este elemento. Para el lenguaje corporal
vamos a distinguir los acentos (marcaciones suaves) de los pulsos (marcaciones
fuertes). Entre los dos extremos, habrá toda una gama de variación.
• Silencios. La música define tantas duraciones de silencios, como duración del sonido.
Por eso tenemos silencio de blanca, de negra, de corchea, etc. Con el lenguaje corporal
haremos algo similar a lo que hicimos con el énfasis, definiremos un poco los extremos
y hablaremos de pausa para los silencios cortos, los que van articulando los gestos; y
de congelamiento a los silencios largos que separan las frases corporales.
• Frase. Utilizaremos este concepto de la misma manera que lo usa la música, es decir,
una sucesión de gestos articulados que tiene un comienzo y un fin. Todo discurso debe
estar formado por frases, y por lo tanto, el trabajo mostrará los congelamientos que
van definiendo las frases.
• Cualidad melódica. Así como la música nos ofrece una enorme variedad de propuestas
melódicas que nos inducen estados de ánimo totalmente distintos, el movimiento debe
mostrar esa variedad. Para ello podemos definir:
Los movimientos rectos, que se desarrollan describiendo espacialmente la línea recta.
Los movimientos ondulantes que generan curvas en el espacio.
Los movimientos cortados, cuyo desarrollo espacial se corta y cambia.
Los movimientos continuos, que se van encadenando para formar, en el extremo, una
sola frase. Es la propuesta del trabajo "continum".
Estas cuatro cualidades las podemos organizar en dos pares de opuestos: rectos/ondulantes
por un lado, y cortados/continuos por el otro. La combinatoria de esto nos propone toda la
riqueza posible del lenguaje del cuerpo.
Esto es lo que tiene que ver con la sintaxis del lenguaje corporal. Ahora vamos a ver un poco
lo que nos pasa por adentro.
Los ruidos internos
En el momento que tratamos de concentrarnos en algo, descubrimos que nuestra mente
consciente desarrolla una extraña actividad autónoma, alocada, saltando de un pensamiento
a otro, de una imagen a otra, y provocando un estado de ánimo que rápidamente cambia y
se resuelve en otra emoción. No podemos dejar de asociarla a la ardilla, saltando de un lado
para el otro, con movimientos muy cortados y nerviosos, sin una finalidad demasiado visible.
Como enseñan todas las escuelas de crecimiento, ese ruido racional es uno de los obstáculos
más difícil de superar para acceder a escuchar el yo interior.
Estos ruidos tienen un ritmo y una intensidad; siempre están presentes. Cuando
comenzamos un trabajo corporal, lo primero que surge es la inducción de los movimientos de

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la mente consciente. Es muy rico corporizar esos movimientos, es como darles un escape y
pueden ser un capital expresivo importante para el trabajo.
Pero poco a poco, con el transcurrir de los minutos de clase, deberemos tratar de superarlos
quedando atentos a los contenidos que afloran desde abajo. Es una “gritería” que se acallará
a medida que la deje salir en la expresión y de lugar a las voces interiores. El mecanismo es
muy parecido a la propuesta de los ejercicios de meditación: observar, expresar y dejar que
se agoten los ruidos de la superficie y estar atentos a los movimientos más profundos. Por
eso, la clase puede ser un ejercicio de meditación dinámico.
Para lograr esto, el cuerpo deberá entrenarse en el cambio de ritmo y el cambio en la
cualidad del movimiento. La riqueza de los contenidos síquicos es parecida a la riqueza de la
música compleja; si entrenamos con esas música tendremos un sistema sicofísico capaz de
acceder expresivamente a las propuestas mas profundas de nuestro psiquismo.
Práctica del fraseo corporal
La práctica del fraseo corporal consiste en lograr una flexibilidad expresiva suficiente para
lograr que se armen las frases para lograr el discurso corporal. Para esto es muy valioso
utilizar música de cierta complejidad que nos obliguen a cambios rápidos en el ritmo, a
modificaciones sustanciales en la cualidad del movimiento manteniendo los acentos y las
pausas.
Como una frase necesariamente debe comenzar y terminar, es indispensable incorporar lo
que denominamos congelamiento. Antes de comenzar una frase, deberá existir un silencio
que separará una frase de la otra, como sucede con cualquier lenguaje. Por lo tanto se debe
lograr que el cuerpo, mas bien nuestro sistema sicofísico, se acostumbre a comenzar y a
terminar una expresión.
Luego, practicar los énfasis, sean estos acentos o pulsos. No existe lenguaje que no tenga
énfasis, tampoco puede suceder con el lenguaje corporal. Cuando no se perciben los énfasis,
es un indicador que se está trabajando con el intelecto armando figuras desde imágenes.
Obligándose a seguir la música con sus pulsos, podemos entrenarnos en esta característica
del lenguaje corporal.
El tema del ritmo es un tema medular. El cuerpo no entrenado tiene una cierta inercia a
tomar un ritmo y mantenerlo, mas allá de la necesidad expresiva del trabajo. Esta inercia
coarta las posibilidades expresivas y corta la comunicación con nuestros contenidos interiores
porque estos tiene cambios constantes e instantáneos de ritmo.

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Crónica de la Construcción y Venta de Sí Mismo
Por MSc. Gabriel Zaldívar Rivero

Entre las reglamentaciones necesarias a los asuntos que a medios de comunicación se


refieren, el derecho a la imagen de uno mismo está en el olvido. Este es un tema que a
nadie inquieta tal vez porque faltan reflexiones sobre el asunto mientras unos cuantos
se hacen millonarios. ¿De qué se trata?
El ejemplo
Hablemos de personajes públicos que hacen de sí mismos
un negocio de cantidades desconocidas. Los ejemplos de
aquellos que eligen una serie de productos y servicios para
dar su aval y referir como la mejor de las ofertas sobran.
Los mercadólogos están concientes de que unir una imagen
pública a un producto o servicio incrementa los números del
área de ventas, solo es cuestión de seleccionar a la persona
idónea, esa que comparte los atributos de lo que se vende.
Quienes lo hacen, esos personajes públicos, lo saben y
explotan financieramente. Echemos un ojo a las revistas de
cine del mes de febrero y encontraremos a un Fernández
caracterizado de Zapata en más de un ejemplar, a una
Niurka o a un tal Oscar que premia a lo que, según
Hollywood es lo mejor del cine, preguntemos después a los
vendedores de estas revistas que cantante/actor dejó más ganancias.
Anuncios de papas fritas en canto y recomendación del
ex–lucero de México, comediantes que recomiendan
detergentes, ungüentos para las hemorroides y hasta
refrescos de cola. Ana Gabriela Guevara como la
publicidad que corre. Mauricio Vázquez, un chico que
se exhibe a diestra y siniestra en cualquier canal de
televisión mientras decora productos de carácter
dietético y recorre el mundo. El asunto es una
costumbre norteamericana. Recordemos a Madonna o
Michael Jackson trabajando para una marca de
refrescos.
Políticos, cantantes, deportistas, comediantes, entre
otros. Eso sí, todos públicos y posicionados para
arrastrar a la marca consigo. Es parte del negocio
mediático y, en estos casos está reglamentado. Los
representantes y/o administradores de estos entes lo
saben y alientan.
Ahora demos un giro al asunto. Pensemos en la gente ajena a este ambiente del
espectáculo mediático.

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La construcción
Si nos ubicamos en explicaciones que atienden a lo psicológico recordaremos a quienes
sostienen que una persona en su proceso de crecimiento y desarrollo está en constante
formación de la propia identidad que luego proyecta con su imagen. Tomando
ejemplos de uno y otro lado, los personajes de los medios, los padres y maestros, se
lleva a cabo este proceso que no es asunto sencillo y tal vez en donde mayores
dificultades enfrenta es en la adolescencia.

Hoy puede salir el joven vestido de camisa y pantalón con el pelo recién cortado y
mañana con ese mismo pelo en llamativo color rojo, algunos cuantos aretes en las
partes más íntimas de su cuerpo sin olvidar los tatuajes y una ropa que ni los “boxers”
esconde. Es natural, está construyendo su propia identidad que deja ver en su imagen.
Durante ese período puede experimentar múltiples y drásticas transformaciones. Lo
que hoy le parece extraordinario mañana lo considera irrelevante.
La complejidad radica en que este proceso es interminable. Durante toda su vida, el
ser humano está transformándose en lo que se ve y lo que no se ve. Pero ¿cuántos
han descubierto que esta imagen es un buen negocio?
La venta
La llegada a México de los “espectáculos de la realidad” (Big Brother, La Academia,
Operación Triunfo, Estrellas de Novela, Fear Factor, entre los de mayor impacto) ha
hecho relevante lo jugoso del negocio de la propia imagen.

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Los responsables de este tipo de programas lanzan la convocatoria para ser parte del
fenómeno y, en este afán de los mexicanos por “pertenecer”, se vuelcan para obtener
la solicitud que tal vez sea un pase directo a la fama. Con miles de contratos
repartidos, pues así lo presumen los organizadores, los jóvenes se prestan para hacer
toda clase de circos a fin de ser seleccionados: desnudarse frente a los realizadores del
“casting”, llorar contando las historias más íntimas, cantar los temas de moda, imitar a
su artista favorito, contar chistes de innegable simpatía y más. Los seleccionadores de
talentos, con palabras y acciones, incitan a los participantes para medir hasta dónde
son capaces de llegar, tal vez bajo la consigna: “lo más desinhibido que encuentres te
lo traes para hacerlo estrella”.

En las largas filas encontramos de todo: mamás que presionan a las crías ¡para que se
desinhiban!, jóvenes que bailan y cantan con enorme ánimo a las 6 de la mañana (¡de
acuerdo!, el talento no tiene horario), chicas que a pesar del frío matutino muestran su
cuerpo con ropa ajustada y largos escotes, actores profesionales en busca de la
oportunidad, adolescentes y otros no tanto que vienen desde Mérida hasta Tijuana sin
importar la distancia.
Luego, rápidamente, se ocupan de llenar la “solicitud de trabajo” que pide los datos
mínimos necesarios para saber algo de la persona próxima a convertirse en personaje:
nombre, edad, domicilio, estudios (cosa que realmente poco importa), datos
familiares, entre otros, ya sea pidiendo una pluma o aprovechando a los vendedores
de plumas que casualmente pasaban por ahí. Al término de las líneas en blanco que
esperan ser llenadas y tras una serie de “letras chiquitas” se pide al personaje firme el
documento y ¡claro! signa el documento como si con ello asegurara su pase al
estrellato.

13
Pero ¿qué dicen las “letras chiquitas”? Que el presente es un contrato de exclusividad
que brinda a la empresa que lo suscribe todos los derechos de explotación de la
imagen del firmante quien no podrá participar en ninguna otra organización más que
esa y que para ser parte de cualquier proyecto de carácter comercial la persona que ha
firmado deberá solicitar la autorización de sus superiores. Dicho contrato carece de
temporalidad definida o se firma de por vida. O sea, no pueden hacer nada que la
producción contratante no autorice (o de lo cual se lleve una comisión).
Esto es, cobrarán (y así lo hacen según lo han afirmado en declaraciones el ex big
brother) por cada aparición del firmante la cantidad de dinero que la empresa decida
que es justo mientras su imagen es explotada. Así, ellos se hacen conductores,
modelos de calendario o revistas pornográficas, cantantes, locutores, actrices o lo que
sea, y la empresa cobra de por vida una parte proporcional de sus ingresos. El único
riesgo para los productores es que la imagen no venda y deban fabricar otra.
Los actores profesionales tienen muchas veces la curiosidad de revisar estas “letras
chiquitas” y de inmediato dejan el contrato pues conocen lo voluble de su mercado de
trabajo, pero estas convocatorias atraen en su mayoría a gente que desea la fama a
cualquier precio sin conocer los entretelones de la industria.
La salida
Para quienes han caído en el juego, la salida parece ser un conflicto legal de larga
duración en donde, por su magnitud financiera, las productoras o medios llevan las de
ganar, y si en lo legal perdiesen, voltearán su maquinaria para quienes salieron del
redil. A quienes somos ajenos al ambiente del espectáculo mediático tal vez debamos
reglamentar nuestra imagen para cobrar derechos a aquellos que deseen usarla. Sin
poner atención a la profesión que se tenga, usted puede ser usado para hacer negocios
y no obtener ninguna utilidad.

14
El Mercado de la Identidad Corpórea y sus Contornos
Emocionales1

Resumen
El proceso social de construcción de la identidad está relacionado directamente con los
valores de la cultura de consumo que predominan en la actualidad. El cuerpo y nuestra
propia imagen ocupan un lugar central en el proceso de mediación de la experiencia
humana. El cuerpo humano se ha transformado en un bien de uso y consumo y sobre él
recaen expresiones simbólicas y figurativas de la perfección y la felicidad. Este interés
comunicativo por crear ficciones de la corporeidad sigue en muchos casos una lógica de
mercado que precisamente altera la experiencia que el individuo posee de su propia
corporeidad, y fomenta en él el miedo, la incertidumbre y la angustia como reacciones
emocionales que le inducen a la práctica de un comportamiento consumista en busca de
un ideal corpóreo.
La angustia como condición emocional de la experiencia mediada
El término angustia refiere múltiples connotaciones semánticas. Lo cierto es que la
angustia, unas veces entendida como angustia vital, otras como angustia existencial o
como angustia neurótica ha presidido un número casi inabarcable de obras literarias,
artísticas y científicas.
Ha sido una cuestión ampliamente debatida y tratada desde ópticas muy diferentes. Si
tomamos como ejemplo el sentido que le confiere el lenguaje clínico, la angustia viene a
ser sinónimo de otro término filial: ansiedad (del latín anxietas). Ambos se utilizan
indistintamente aunque en ocasiones aparecen revestidos de matices singulares. La
ansiedad está vinculada con una sensación general de incomodidad, mientras que la
angustia alude etimológicamente a “estrechez”, “opresión” o “angostamiento”. Además,
ésta última, denota una experiencia intrapsíquica que se materializa en grados muy
diversos de agitación, pavor, inquietud, preocupación e incertidumbre.
La visión freudiana sobre la naturaleza de la angustia introduciría una concepción mucho
más elaborada de la misma a partir de una dicotomía esencial. Esta dicotomía está
basada en la distinción entre angustia objetiva, es decir, aquella que tiene lugar ante un
peligro o una amenaza real para el organismo que proviene del mundo exterior (un perro
rabioso que nos persigue), y angustia neurótica1 , que tiene su origen en impulsos
interiores (intrapsíquicos) e inconscientes asociados a un conflicto o una experiencia
traumática pasada.
De manera extensa —y sin pretender vincular el término con corriente psicológica
alguna— la angustia, en todas sus manifestaciones vendría a concretarse en algo así
como un sentimiento vital asociado unas veces a situaciones percibidas como
amenazantes o peligrosas para la supervivencia del organismo —un afecto originado por
el instinto de protección que nos dispone a la acción— y otras, a tensiones psíquicas
internas experimentadas con desesperación por parte del sujeto que ve reducida su

1
Dr. Joaquín Guerrero Muñoz
Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación, Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), España.
E-mail: guerrero@pdi.ucam.edu

15
capacidad para dirigirse y obrar en la vida. La angustia puede ser entendida, dice A.
Giddens, “en relación con el sistema global de seguridad que el individuo desarrolla y no
sólo con un fenómeno situacional específico ligado a unos riesgos o peligros concretos”2.
Este es el sentido ordinario que en las ciencias del comportamiento y de la mente
humana asume el concepto de angustia. Sin embargo, la angustia, como emoción
nuclear de la experiencia humana, posee un vínculo evidente con el proceso de
construcción de la identidad personal.
En nuestro tiempo, como en otros, la manifestación colectiva de este sentimiento vital
resulta de una “crisis” o perturbación que debemos ubicarla en el entorno socio-cultural
inmediato. El contexto actual nos provee de fuentes o referentes identitarios, de
comunidades y agregados de pertenencia y sentido, y éstos se hallan influenciados por el
torbellino mediático que la comunicación y la publicidad ejercen sobre las relaciones
sociales y conducidos por la acción erosiva que la mercantilización de la experiencia
humana está generando en la mentalidad colectiva.
Una mercantilización que cataloga, representa y desvela las cualidades de nuestra
identidad personal como unidades u objetos que pueden ser comprados y vendidos, es
decir, que están sometidos a cierta clase de fuerza económica que los aprisiona y
manipula con el fin de alcanzar un beneficio o lograr introducir una pauta de acción
interesada.
En nuestra sociedad se consolidan y dibujan nuevas formas de la angustia, que no
devienen tanto de un posicionamiento filosófico y humanista frente a la existencia
misma, nuestro lugar en el mundo o la transcendentalidad, sino que se localizan en la
experiencia inmediata, en el “orificio” individualista de nuestra mirada egocentrípeta y
sociocentrípeta que inunda nuestra cartografía emocional.
No es esta última una afirmación contradictoria. Esta mirada rebusca en el interior las
esencias de la identidad, toma al individuo en su plano horizontal, es por tanto
egocentrípeta, dirigida hacia uno mismo, pero lo hace desde una plataforma exterior
sobredeterminada por valores inmanentes como el hedonismo corpóreo —que no es sólo
una actitud individual sino también la imposición mediática y figurativa del cuerpo como
expresión y significado centrales de lo que parece ser una nueva arquitectura colectiva
del deseo y la erótica humanas y del afán de superación personal—.
Esta forma de hedonismo corpóreo es un rasgo diferenciador de la cultura del consumo
actual, una prolongación de un proyecto y de un estilo de vida abiertos a todos los
hombres que anhelan reificar las relaciones sociales a través del goce en todas sus
dimensiones3. Un gozar la vida, y de la vida, aparentemente al alcance de todos, inserto
en un mercado de las ilusiones donde el lema “si tú quieres, es posible” nos ha conducido
hacia un comportamiento exhibicionista, donde lo que tenemos o poseemos es
consecuencia de un consumismo descontrolado impulsado por la necesidad urgente de
ser como los otros, al tiempo que nos debatimos por enarbolar con orgullo las
“diferencias” que nos convierten en seres pertenecientes a una clase “privilegiada y
distinguida”.
Esas diferencias se adscriben a la esfera de la identidad, son asumidas como propias, el
individuo se convierte en un consumidor de señales de las que se sirve en la vida para
comunicar su rango o condición social. Estas señales pueden ser muy bien formas de
instrumentalización del cuerpo.

16
La cultura del consumo enfatiza la idea de que los bienes y los principios estructurales
que rigen sus dinámicas mercantiles son centrales para la comprensión de la sociedad
contemporánea. El cuerpo es ahora un “bien”, como se suele decir “un bien de uso y
consumo”, como lo son un coche, un teléfono celular, la vivienda, un viaje turístico y
todas las comodidades que nos rodean.
La emergencia de la cultura del consumo se ha
caracterizado por un incremento cuantitativo y
cualitativo de la estilización de la vida cotidiana, y
en la producción e intercambio de bienes han
asumido un valor predominante los aspectos
simbólicos y expresivos4.
Si entendemos que el cuerpo es una mercancía
más, hemos de admitir por una parte que en torno
a él circulan toda clase de elementos relacionados
con la dimensión cultural de la economía, con la
simbolización, y por tanto, con el empleo del
cuerpo no sólo como un bien utilitario sino también
como un bien comunicativo; y por otra parte que
los principios del mercado se insertan en los estilos
de vida y los determinan en cierta medida5.
A esta sobredeterminación corpórea exógena, han
contribuido decisivamente los medios de comuni-
cación y la publicidad. Cuando hablamos de una
sociedad angustiada escenifico la generalidad de
un fenómeno. La experiencia emocional es
subjetiva aunque determinadas emociones puedan
ser compartidas.
Pensemos por un momento en un grupo de jóvenes adolescentes que exaltadas corean al
unísono el nombre de su idolatrado cantante. Podríamos decir que experimentan un
estado emocional colectivo de euforia, pese a que la vivencia de tal excitación sea íntima
y concreta en todos los casos.
Quisiera llegar más lejos. El planeamiento es bien sencillo. ¿Vivimos inmersos en un
mundo que nos aboca irremisiblemente a la angustia, y por tanto a un estado emocional
de inquietante amenaza o peligro, como resultado de una comercialización abusiva y de
una mediación publicitaria y mercantil de las representaciones y de los sentidos en torno
a la corporeidad que quedan fijados en nuestra identidad personal?
Antes de dar respuesta a esta pregunta conviene aclarar que la angustia nos acompaña a
lo largo de toda nuestra vida, es una condición humana esencial, no podemos evitarla ni
rehuirla, “está ahí”, es parte de nosotros mismos por el simple hecho de estar vivos. La
angustia se encuentra enraizada en nuestro proceso personal madurativo y es parte del
ciclo vital de cualquier ser humano.
En determinadas etapas de nuestra vida sentimos la angustia propia del cambio y de la
separación que conlleva: nuestro primer día de colegio, nuestra primera experiencia
laboral, o bien, cuando formamos nuestra propia familia. La angustia es aquí parte
necesaria del crecimiento psicológico, y también, el sentimiento que nos posibilita

17
desarrollar las estrategias adecuadas para afrontar aquellos sucesos que devienen del
propio cambio. Es imprescindible para la adaptación a un entorno, por definición,
variable, fortuito e inacabado. De lo que aquí se trata es de concretar si nuestras vidas
soportan una carga emocional que surge de la presión que sobre nosotros ejercen ciertas
imágenes y mensajes que trasmiten una experiencia de lo corpóreo a través de la cual el
individuo queda relegado a una posición subordinada respecto de su propio cuerpo.
Angustia ego-corpórea o la dinámica perversa del “buen cuerpo”
El cuerpo es inseparable de nuestra identidad personal y social. El yo está corporeizado6.
El sujeto se percibe a sí mismo como un ser corpóreo total, aunque en el acceso a esa
corporeidad se encuentre limitado porque siempre posee una visión parcial del mismo,
pero que le permite, no obstante, discernir entre lo externo y lo interno, lo de dentro y lo
de afuera.
Vivimos emplazados en la corporeidad, somos
seres enteramente corpóreos, lo cual supone
considerar que nuestras experiencias y nuestro
conocimiento del mundo están mediatizados
por la condición histórica y objetiva de la
misma corporeidad humana, y que ésta rebasa
con creces los límites de lo puramente físico o
biológico. El Hombre habita en el cuerpo, se
muestra, se realiza y se vivencia a través del
cuerpo, el cual es un receptáculo supraorgánico
de sensaciones, valores, virtudes y cualidades
estéticas, morales, comunicativas y simbólicas
que sobrepasan y trascienden la condición
anatómico-morfológica que lo distingue y define
sus contornos en tanto que entidad física.
El cuerpo es también fuente de narraciones y
discursos a partir de los cuales el individuo
conforma una imagen de sí mismo; una
representación significativa de lo “que es” y de
“quien es”, es decir, un modelo coherente e
integrado de su identidad personal que se gesta
en un contexto relacional y abierto.
La imagen corporal, y nuestra propia imagen, es la resultante del sentido que le
concedemos a nuestra existencia y de la manera en que la cultura mediatiza nuestra
experiencia7.
En el ámbito de la cultura debemos incluir las relaciones de comunicación y de poder,
porque en definitiva, desde el planteamiento que estoy sugiriendo, el cuerpo ha de ser
entendido como una realidad bio-histórica no ajena a las formaciones y dinámicas
sociales que precisamente determinan y afectan las relaciones que sostienen nuestra
vida.
La corporeización de la vida ha alcanzado tal grado de intensidad en nuestra sociedad
(véase por ejemplo espacios en el arte que emplean el cuerpo como soporte y
visualización del yo, como argumento preformativo o narración8) que el cuerpo supone

18
no sólo una cuestión de supervivencia sino que ha asumido un valor inherente en cuanto
que símbolo expresivo de una particular manera de “ser” y “estar” en la sociedad9 y
como fuente reveladora del yo. Un yo que aparece fluctuante, vulnerable, inestable pero
que anhela la perdurabilidad y la fijación estática de sus cualidades, que reniega de las
ideologías unitarias pero que al mismo tiempo tiende necesariamente a concretarse. En
tanto que valor social el cuerpo se convierte por tanto en un medio de realización y
desarrollo personal, en un soporte real, pero también imaginario, de nuestra identidad.
El cuerpo encarna la identidad, la sustrae y se apropia de ella.
Una identidad que se configura en nuestro tiempo dramática, celosa del bienestar físico y
arquetípicamente narcisista (o caracteriológicamente narcisista10). Estamos orientados
hacia algo fundamentalmente externo, una figuración de la perfección, de la belleza, de
la salud y del bienestar creada con el afán de mediatizar nuestras vidas convirtiendo esa
referencia identitaria que es nuestro cuerpo, en un objeto de veneración ajeno y extraño.
El cuerpo es en la sociedad de consumo un producto, como tal recaen sobre él todo tipo
de argumentos publicitarios relacionados con el mundo emotivo de los individuos y se
somete a las invisibles reglas de un juego económico en el que prima la ilusión11.
Se construye en base a una imagen crucial: “el buen cuerpo” —concepto próximo al de
“buen objeto”, introducido por M. Klein— y hacia ella se dirige nuestro deseo. El “buen
cuerpo” es un valor alcanzable, que podemos obtener y que nos hará sentir mejor, más
saludables y adquirir un mayor prestigio social.
Esta es la estrategia publicitaria que se
introduce en nuestro mapa emotivo individual
y moviliza nuestra ansiedad más primaria y
nuestro sentido de culpa al objeto de
provocar positivamente en nosotros la
decisión de comprar o invertir en la
transformación de nuestro cuerpo.
Buena parte de nuestros miedos y
frustraciones provienen de un imago corpóreo
que no se corresponde con cualidades
igualmente humanas como la debilidad, la
enfermedad o la corruptibilidad. Se nos
presenta ahora un cuerpo humano ahogado
por una figuración metafórica y comercial de
la perfección y la felicidad.
Esa perfección que simbolizan las esbeltas y
delgadas modelos de la pasarela, las gogós
de una sala de fiestas, los hombres depilados
y escultóricos de un anuncio de perfume o de
ropa interior, las postales turísticas de figuras
que dormitan placidamente bajo un radiante
sol, etc. El deseo, unido al cuerpo por
necesidad y posibilidad, se ha corporeizado a
través de la publicidad, la moda y el mercado
de consumo, pero además estamos ahora inmersos en canales de socialización de
nuestra libido, como diría P. Bourdieu, que conduce nuestros impulsos hacia espacios de

19
interés constituidos socialmente, donde el cuerpo es un agente de socialización y
diferenciación objetiva12.
En cierto sentido la publicidad y la comunicación, al servicio del consumo, han hecho del
cuerpo una herramienta, un medio eficaz para lograr determinados fines, entre ellos el
sometimiento y la coacción. Dice J. C. Pérez que “el modelo de sociedad que difunde la
publicidad es un mundo ideal de consumidores compulsivos de todo tipo de productos
pero que a la vez mantiene sometido su cuerpo a un estricto “cannon” de belleza”13.
No sólo ha pasado a ser un instrumento sino que sobre el cuerpo revierte una ideología
de la corporeidad misma que deja traslucir visiones del mundo y de la vida que aglutinan
consensos arbitrarios sobre lo “bueno” y lo “malo”. Los medios de comunicación
intervienen en la conformación inequívoca de arquetipos de lo corpóreo a través de los
cuales podemos reconocer una particular perspectiva del mundo, son dispositivos
vicarios de la experiencia, herramientas cognitivo-representacionales que dan lugar a
vivencias14 de muy diversa índole y condición.
Además, ya lo había mencionado N. Luhmann15, los medios de comunicación penetran
en el sistema de valores de una cultura, lo permeabilizan estableciendo complejas
ecuaciones de sentido que determinan cómo debe percibirse el mundo y cuáles han de
ser las opciones morales más consonantes con esa representación legitimante que se
ofrece como verdadera o adecuada.
Lo mismo sucede en el ámbito de la publicidad, el poder de las grandes marcas reside,
por ejemplo, en su capacidad estratégica para dotar de sentido a la experiencia de los
destinatarios, insertando en el discurso publicitario elementos que persiguen revitalizar
ciertos valores sociales16 con los cuales supuestamente el individuo se desenvuelve en la
cotidianidad. Pero, he aquí una cuestión importante, todo ello formando parte de una
lógica simbólica y mercantilista en el que predominan los “trasvases” de imágenes e
iconos que postulan la vigencia de una empresa económica, y no tanto la reivindicación
del sentido que en la cultura pueden adquirir dependiendo de los usos y costumbres de
los actores sociales.
Buscamos el placer etéreo de una imagen femenina
idealizada, de una joven semidesnuda, esbelta y
delgada, que nos sonríe desde el cristal traslúcido de un
anuncio en mitad de la calle, o del joven ectomorfo que
nos mira con lo ojos entornados y seductores. Nuestro
deseo se dirige hacia algo que es prácticamente
inalcanzable, y esta búsqueda en lo ideal de la realidad
concreta y singular, es, precisamente, el origen de la
angustia ego-corpórea, una experiencia emocional
distónica.
El individuo empírico —por utilizar el término acuñado
por L. Dumont— en esta visión elucubradora y engañosa
de su corporalidad, se siente y se percibe constreñido y
amenazado por estereotipos estéticos difícilmente
accesibles, pero que se muestran como fotogramas de
una realidad corpórea culturalmente asociada a valores
como la bondad, el equilibrio y la justicia.

20
El cuerpo publicitado orienta así las acciones del individuo —también su propia validación
personal— incitando su deseo bajo el lema subsidiario de la propaganda consumista que
absorbe y reproduce sin cesar los imaginarios socioculturales y los transforma
introduciendo una lógica que refigura las disposiciones emocionales de los individuos, y
por tanto que altera las bases de la identidad personal.
Este es nuestro tiempo, el tiempo de la publicidad uniformadora, que, como dice G.
Lipovetsky, aplana las personalidades individuales y atrofia las facultades de juzgar y
decidir personalmente17. En este panorama nacen las mujeres fashion, pseudo-
anoréxicas de formas estéticas equilibra-
das y marcadamente eróticas, y los
hombres metro y tecnosexuales, citadi-
nos y sofisticados, de cuerpos viriles y
musculosos.
Imágenes de un mundo feliz regido por
artificiales y robóticas coordenadas de la
identidad corpórea. Un mundo en el que
han quedado obsoletas las pedagogías
consumistas basadas únicamente en la
comunicación racional, y se imponen los
mensajes connativos emocionales y las
caricaturescas denotativas expresiones
de una corporeidad sostenida en lo que
Baudrillard entendería como la hiper-
realidad y la completa simulación de una
virtualidad corpórea, más que pensada,
figurada o imaginada18.
Hace ya bastante tiempo el sociólogo D.
Riesman había expresado que nuestro
carácter está orientado externamente19,
que estamos de cara a un mundo
figurativo que nos arrastra con una
fuerza incontrolable. Pero este mirar
incesante en busca de modelos de
perfección, ese constante desasosiego
por alcanzar los “mitos” modernos de la
belleza nos está esclavizando.
Ahora nuestro cuerpo no sólo es el reflejo de quienes somos, sino que es la localización
de la angustia y el origen de una inseguridad egodistónica colectiva. Hablamos por lo
general de una sociedad basada en el culto al cuerpo, y verdaderamente se trata de eso.
Hoy más que nunca vivimos obsesionados por la belleza física, la salud y el bienestar
total, y a eso le llamamos “calidad de vida”. Cultivamos nuestras experiencias corpóreas
rindiendo tributo a los dioses de la eterna juventud. Una corporeidad inalcanzable porque
como objeto de deseo es privativo de cualquier satisfacción inmediata, y porque nuestro
desear, como ya manifestó J. Lacan, busca algo más que el mero deleite o placer físico.

21
En parte este fútil desear se comprende si pensamos que no sólo la ciencia con su ideal
de objetividad ha contribuido a la alienación del cuerpo , sino que la sociedad moderna
también ha favorecido su instrumentalización más vil y falaz, elevándolo a una categoría
donde lo auténticamente humano ha quedado rebasado por un simulacro o una ficción
del cuerpo20. Esa ficción corpórea es congruente con la sociedad de consumo actual. El
cuerpo es un “objeto”, algo que podemos manejar para alcanzar una ilusión, que
podemos moldear a nuestro antojo. Sin embargo la realidad es bien distinta. La idea de
que el gobierno de nuestro cuerpo es posible si lo sometemos a estrictos controles de
calidad, a rígidas dietas, a continuos esfuerzos físicos, a intervenciones quirúrgicas de
toda índole, no es sino la consecuencia de un mercado que se ha movilizado para crear
verdaderas empresas de la ilusión.
Desde esta perspectiva se corporeiza incluso el espacio con un afán mercantilista. Los
gimnasios se han convertido en estos últimos años en los escenarios más crueles del
control al que sometemos nuestro cuerpo, y probablemente también en los más
rentables. Nos introducimos en una sala repleta de tecnologías que nos aseguran una
nueva identidad, que nos prometen la renovación de nuestro cuerpo a través del
esfuerzo físico y de una inversión considerable en tiempo y dinero.
En este contexto la angustia se afirma como un virus destructivo y voraz en el seno de
nuestro yo. Es una maraña emocional flotante que nos aprisiona y que deriva de una
representación errónea de la corporeidad como esencia del atractivo físico, y de éste,
como fuente exclusiva de valoración personal.
Nos percibimos empleando para nuestro
análisis personal imágenes figurativas
del cuerpo, pantallas reflectoras de una
ideología consumista que pretende
imponer determinados usos y hábitos a
fin de adecuar su contingente o capital
de inversión y su rentabilidad. Nuestra
sociedad está contribuyendo a crear
individuos de primera, de segunda y
hasta de tercera categoría.
La desviación de la norma es catalogada
de síntoma patológico, como ausencia
de salud o de bienestar, pero ¿acaso la
salud es una condición objetiva? La
cuestión, a vueltas de todo, es que la
perfección como tal, es un ideal, una
quimera, no existe en ninguna parte, y
si existe es como una figuración
ideológica, mercantilista o moralizante.
En ocasiones se muestra como una
mortificación humana o como una
recreación plástica y ficticia del Hombre
en su estado más puro. Lo curioso es
que la “perfección” y la “imperfección”
son arbitrios de la historia y de la

22
sociedad, inestables variaciones de los gustos que unos pocos han cultivado por la fuerza
de la repetición o han diseminado siguiendo un interés utilitario hasta alcanzar el valor
de norma.
En tanto que esa “norma” es asimilada por la colectividad, cualquier excepción será
repudiada, y si nuestro cuerpo se aleja del canon de belleza establecido entonces
también nosotros estaremos en los límites de la sociedad, seremos portadores del
estigma de la deformidad o la anomalía.
Este es el núcleo argumental de la angustia, el miedo a la exclusión, a la marginalidad en
un mundo donde la aceptación, la proclamación de que existimos pasa necesariamente
por un tribunal público configurado por espectadores fortuitos y anónimos.
El cuerpo juega un papel fundamental en la configuración de nuestra propia imagen
personal y también de la imagen pública que ofrecemos a los demás de nosotros
mismos. Los individuos, en el sentido que lo había abordado E. Goffman, negocian sus
identidades en la interacción con los otros, desvelan de sí mismos una serie de
capacidades y competencias mostrando una imagen de sí que los otros habrán de
aceptar si está en consonancia con ciertos valores sociales, pero que en cualquier caso
supone considerar que la vida diaria se halla constantemente enredada, diría E. Goffman,
entre líneas morales discriminatorias21.
Los límites del cuerpo dejan de ser entonces fronteras puramente físicas para convertirse
en referentes de sentido e idoneidad enmarcados en el intercambio social como modelos
de comportamiento expresivo en consonancia con una determinada concepción. Los
individuos con una identidad corpórea desacreditada desean a toda consta el
reconocimiento de los otros, en definitiva, ser virtualmente normales, para lo cual tienen
ante sí un mar de posibilidades que les ofrece la sociedad de consumo.
Ahora me viene al recuerdo la campaña publicitaria de una conocida marca de whisky
que hacía de la anomalía su reclamo emotivo: “gente DYC, gente sin complejos”. El uso
de la deformidad, la obesidad en unos casos, en otros simplemente una rareza física, se
empleaba en beneficio de la conformidad, y me pregunto ¿por qué han de sentirse
acomplejados quienes están gordos, y en nombre de quién han de reivindicar una
condición que les defina como normales? ¿quiénes son los creadores de virtuales
complejos?
La razón que los impulsa es compleja, pero sus repercusiones muy importantes.
Recientemente, en un restaurante de comida rápida, se habían introducido
modificaciones en los carteles que exponían los menús. Ahora las ensaladas ocupaban un
lugar central, panorámico, enmarcadas en un rótulo de color verde suave que sugiere
tranquilidad y sosiego, y las cristaleras que dan a la calle se veía a una chica joven
degustando un yogur y a un chico negro (también joven) a punto de darle un bocado a
una suculenta manzana. Decididamente el mensaje estaba claro: “un cuerpo sano
también lo puedes lograr aquí”.
La paradoja fatal es que necesitamos de la mirada del otro para proveernos de una cierta
unidad22, puesto que en realidad poseemos una visión incompleta de nuestra
corporeidad que sólo finalizamos, aunque sea esporádicamente, con el reflejo que nos
devuelve la mirada del otro. ¿Pero qué sucede cuando esa mirada es acusadora? Este es
el dilema de nuestro tiempo, cuando el mirar del otro puede convertirse en un mensaje
que deslegitimiza nuestra intrínseca condición social, y donde los hábitos que nos

23
relacionan con nuestro cuerpo se convierten en técnicas de control y no en fuentes de
satisfacción.
En todas las épocas se han generalizado cualidades y
valores estéticos, la cultura les ha dado un sentido
propio, en cambio, ahora, más que en cualquier otra
época la comercialización del cuerpo les ha provisto
de un poder coactivo. Ese “poder” que proviene de las
imágenes y de los mensajes publicitarios destruye las
posibilidades ciertas de la autorrealización personal a
través de una vivencia de lo corpóreo sujeta a la
naturaleza dada de las cosas, y no tanto a lo que
“debería” o “podría ser”. La acción de ese poder
coactivo es todavía más perversa ya que adormece
nuestro dominio sobre el cuerpo, nos hace seres
decididamente externos, que han perdido un cierto
sentido de propiedad, que, como decía E. Fromm, se
arraiga en la misma existencia humana: lo que uno
tiene es propiedad suya, el cuerpo de uno se tiene y
si no es así es porque está supeditado a cierta forma
de esclavitud que lo hace depender del otro, quien lo
maneja a su antojo y capricho23.
Lo que debemos hacer notar, en cualquier caso, es que esa esclavitud no es gratuita, el
beneficio lo obtienen otros que vislumbran el deseo humano de aclimatarse a una norma,
a una referencia estable como axioma de validación personal. El mensaje en este sentido
es muy claro: “si usted quiere una figura bonita, un rostro perfecto, un estilo atractivo,
nosotros se lo podemos proporcionar”.
Podemos lograr disminuir la ansiedad invirtiendo tiempo, esfuerzo y dinero en ello, pero,
la verdad es que estamos comprando, o más bien, persiguiendo una ilusión. Esta ilusión
compartida ha logrado calar en las tendencias narcisistas que anidan en nuestro interior,
y se ha convertido en un catalizador de las relaciones sociales en la medida que nuestro
“yo” necesita de otro en el que poder reflejarse24, del cual obtener su validación y la
concreción de sus propias características y límites.
A esto cabría añadir la evidencia de que en nuestra sociedad han surgido y proliferado
auténticos imperios del significado, empresas creadoras de sentido que comercializan lo
humano. Evidentemente, los significados en torno al cuerpo se han incardinado en el
discurso de los individuos y forman parte de sus esquemas cognitivos. Pero estos
significados no sólo poseen intencionalidad sino que dependen del contexto y activan las
condiciones para su satisfacción , que en nuestro caso, remiten indiscutiblemente a
fuentes externas al propio individuo que le incitan ha interpretarse de un modo particular
conforme a una visión estereotipada y ficticia del cuerpo.

Notas:
1 Cf. ARNOLD, W., EYSENCK, H. J. MEILI, R., Diccionario de Psicología, Ediciones Rioduero, Madrid, 1979,
pp. 77-78.
2 GIDDENS, A., Modernidad e Identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea, Península,
Barcelona, 1997, p. 62.

24
3 Cf. FEATHERSTONE, M., Cultura de consumo y posmodernismo, Amorrortu, Buenos Aires, 1991, p. 147.
4 Cf. LURY, C., Consumer culture, Polity Press, Cambridge, 2001, pp. 80 y ss.
5 Cf. FEATHERSTONE, M., “Lifestyle and Consumer Culture”, en Lee, M. J. (ed.), The consumer society
reader, Blackwell Ltd., London, 2000, pp. 92-105.
6 GIDDENS, A., op. cit., p. 76.
7 Cf. BURKITT, I., Bodies of thought. Embodiment, identity and modernity, Sage Ltd, London, 1999, p. 147.
8 Cf. CRUZ SÁNCHEZ, P. A. y Hernández- Navarro, M. Á., “Cartografías del cuerpo. Propuestas para una
sistematización”, en Debats, núm. 79 (2002), pp. 62-75.
9 SHILLING, C., The Body and Social Theory, Sage Publications Ltd, 2ª ed., 2003; FEATHERSTONE, M.,
HEPWORTH, M. y TURNER, B. S. (eds.), The Body: Social Procress and Cultural Theory, Londres, Sage, 1991
y TURNER, B. S., The Body and Society, Sage Ltd, London, 1996.
10 LASCH, C., The culture of Narcissism, New Cork, Norton, 1991.
11 Cf. FALK, P., The consuming Body, Sage publications Ltd, London, 1994, p. 154.
12 Cf. CROSSLEY, N., The Social Body. Habit, identity and desire, Sage Ltd, London, 2001, p. 102.
13 PÉREZ GUALI, J. C., El cuerpo en venta. Relación entre el arte y la publicidad, Cátedra, Madrid, 2000, p.
65.
14 AGUADO, J. M., “La mediación tecnológica de la experiencia: la globalización de marcos experienciales en
la construcción de imaginarios socioculturales”, en Razón y Palabra, núm. 27, Junio-Julio 2001.
15 Luhmann, N., La realidad de los medios de masas, Anthropos, Barcelona, 2000, pp. 115 y ss.
16 Cf. SAN NICOLÁS, C., “Publicidad, corporatividad y cultura cotidiana”, Actas del Congreso Internacional
Desafíos Actuales de la Comunicación Intercultural”, Salamanca, 2002.
17 LIPOVETSKY, G., El imperio de lo efímero. La moda y sus destinos en las sociedades modernas,
Anagrama, Barcelona, 1998, p. 223.
18 Cf. BAUDRILLARD, J., Cultura y Simulacro, Kairós, Barcelona, 6ª ed., 2002.
19 Cf. RIESMAN, D et al., La muchedumbre solitaria, Paidós, Barcelona, 1981.
20 Cf. GADAMER, H. G., El estado oculto de la salud, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 87 y ss.
21 GOFFMAN, E., La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p. 266.
22 Cf. NAVARRO, G., El cuerpo y la mirada, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 108.
23 Cf. FROMM, E., Del tener al ser. Caminos y extravíos de la conciencia, Paidós, Barcelona, 1991, p. 125.
24 Cf. SENNETT, R., Narcisismo y Cultural moderna, Kairós, Barcelona, 1980, p. 55.
25 JOHNSON, M., El cuerpo en la mente. Fundamentos corporales del significado, la imaginación y la razón,
Debate, 1991, p. 273.

25
El Poder en el Cuerpo. Subjetivación, Sexualidad y
Mercado en la «Sociedad del Espectáculo»1
Dr. Rafael Vidal Jiménez
Grupo de Investigación en Teoría y Tecnología de la Comunicación de la Universidad de Sevilla, España

Al tratar de abordar de manera crítica la actual resurrección de la corporeidad como


objeto de estudio historiográfico, dirigiendo, así, una «llamada de atención sobre la
presencia suprimida del cuerpo –ignorada u olvidada demasiado a menudo- dentro de
muchas otras ramas más prestigiosas del saber académico» Roy Porter [1996: 286],
centra su análisis en el enorme peso ejercido, dentro del pensamiento occidental
patriarcal, por el dualismo jerarquizado entre mente y cuerpo2.
Como ha mostrado Michel Foucault, autor sobre el que apoyaré buena parte de mis
indagaciones, ya en los primeros diálogos platónicos -por ejemplo, el Alcibíades-, el
“conócete a ti mismo”, como deber inexcusable asociado al “cuidado de sí”, remite a
una preocupación esencial por el alma como la principal actividad en esa “inquietud por
sí”. Tanto es así que «el esfuerzo del alma por conocerse a sí misma es el principio
sobre el cual solamente puede fundarse una acción política, y Alcibíades será un buen
político en la medida en que contemple su alma en el elemento divino» [Foucault,
2000a: 59].
No obstante, a partir del desarrollo de la filosofía helenística e imperial romana, como
es el caso del estoicismo, comenzará a producirse una inversión paulatina que
transformará el “conocimiento de sí mismo” en principio axial de las nuevas “tecnologías
del yo” que comenzarán a ponerse en marcha en tanto formas de acción del individuo
sobre sí mismo. Ello, para concebir al sujeto como lugar de entrecruzamiento de los
actos necesitados de regulación, de un lado, y las normas a las que ha de atender esta
última, de otro. Pero será el cristianismo el que conduzca dicho proceso cultural hasta
sus últimas consecuencias, (entre)tejiendo una moralidad basada en el primordial
rechazo del sujeto, en la renuncia al deseo y el yo propios como fuente de salvación del
alma [Foucault, 2000a].
El cristianismo —sus efectos conformadores de la subjetivación han tenido una enorme
vigencia en nuestra cultura occidental hasta tiempos muy recientes— representa, de
esta forma, una auténtica revolución cultural centrada negativamente en el cuerpo.
Haciendo de la encarnación una humillación de Dios, manifestando un radical horror del
cuerpo como prisión del alma3, la tradición cristiana entrañará una derrota doctrinaria
de lo corporal en toda regla.
Como testimonia Pierre Bonnassie, en referencia a la Edad Media como momento
histórico en el que quedan definidas y asentadas las prohibiciones y prescripciones
sexuales que van a regir en el mundo occidental hasta una época bastante próxima, los
“Penitenciales” —colecciones de “tarifas” de penitencias” utilizadas como material de
apoyo de la confesión— y los textos doctrinales mostraban una similar preocupación por

1
Mercedes Arriaga, Rodrigo Browne, José Manuel Estévez y Víctor Silva (eds.), Representaciones y
Simulacros del Cuerpo Femenino. Tecnología, Comunicación y Poder, Sevilla, Arcibel, 2004, pp. 205-226.

26
el pecado sexual, el cual merece una muy destacada atención con respecto a cualquier
otro tipo de desviación del alma:
los delitos sexuales que enumeran y castigan [los “Penitenciales”]
representan siempre una proporción muy elevada del conjunto de los
pecados: por ejemplo, la tercera parte del total en los Penitenciales de
Columbano y de Cummeán, alrededor de la mitad en los de Vinnian, Hubert,
Beda y Teodoro; y las dos terceras partes en el de Egbert. Por lo que
respecta a las sanciones preconizadas, aunque variables según la naturaleza
de la falta cometida, eran en conjunto muy fuertes: por ejemplo, siete años
de ayuno por la masturbación femenina y hasta quince años de penitencia a
pan y agua por la práctica de ciertas posturas consideradas “contra
natura”… (penas todas ellas más severas en ocasiones que las que
castigaban el homicidio) [Bonnassie, 1984: 143-144].
Por eso, Jacques Le Goff interpreta la abolición de todos los espacios de sociabilidad
urbana que, en la Antigüedad, suponían una gozosa exaltación y utilización del cuerpo:
el teatro, el circo, el estadio y las termas; como un ineludible choque de lo fisiológico y
lo sagrado que «lleva a un esfuerzo para negar el hombre biológico: vigilia y ayuno que
desafían al sueño y a la alimentación» [Le Goff, 1985: 41].
Pero, antes de retomar el hilo de las argumentaciones principales, permítaseme una
disquisición que me parece importante. Sin negar la profunda misoginia, es decir, el
miedo y odio atroz expresados hacia la mujer por parte de la Iglesia medieval, la
historiadora Adelina Rucquoi ha puesto el dedo en la llaga al denunciar cómo muchos de
los tópicos que han pervivido hasta nuestros días acerca del papel de la mujer en la
Edad Media se deben a los filtros interpretativos y a la proyección irreflexiva de los
prejuicios patriarcales decimonónicos de románticos y positivistas, re-creadores de esa
“Edad Media gótica “ y de ese “obscurantismo” medieval hoy sustituidos por una nueva
mirada historiográfica [Rucquoi, 1985].
Éste no es lugar para profundizar en este tema, el cual me parece también extensible al
estudio de la conducta sexual medieval, en general. Sin embargo, la reivindicación que
la investigadora hace del papel relativamente importante representado por la mujer
medieval en ámbitos familiares y laborales diversos debe servir para constatar las
posibilidades de una relectura re-interpretativa historiográfica que permita rehabilitar,
en un sentido hermenéutico, esas minorías silenciadas por la Historia Universal oficial
moderna.
Para Rucquoi, la era de la verdadera dominación antifeminista se corresponde con una
época histórica postmedieval. El Renacimiento se torna, pues, en el discurso de esta
autora, en una época de oscuridad marcada por la intolerancia, por las “guerras de
religión”, por el “encerramiento” de los que no son “conformes”, con la reclusión de la
mujer en el convento, su casa o la cárcel, con el invento del “corsé” en contra de todo
movimiento libre del cuerpo, y, así pues, con el inicio de la represión sexual. Y
concluye: «la opresión de la mujer, en estas condiciones, ¿de qué es fruto?, ¿de un
Medievo apodado de “bárbaro” o de una época moderna que se inicia con el auge del
arte y del intelectualismo y desemboca en el triunfo de la ciencia… y del
armamentismo? [Rucquoi, 1976: 113].

27
Hemos, pues, de desestimar, de entrada, el presunto carácter atemporal, natural y
universal del cuerpo. Hemos de pensar éste, por el contrario, como sede biológica de
una identidad personal abierta, pluralizada, y realizada “en” y “con” el otro4, como
“teatro de operaciones” que, de acuerdo con unos parámetros socio-culturales
históricamente limitados, constituye el escenario principal de la acción moral permitida
dentro de dichos límites socio-culturales5.
Ello justifica el salto conceptual del cuerpo como mera
biología a la corporeidad como construcción trans-
subjetiva. Así, este “oscurecimiento” patriarcal de la
carne, ligado a la jerarquía mente-cuerpo, no puede
ser comprendido sino desde la estrecha conexión
existente entre lo corporal y el poder.
Como sugiere el citado Porter, frente al estereotipo
cultural, fuertemente enraizado en la cultura
occidental cristiana, consistente en la representación
del cuerpo como «un anarquista, el rey de la juerga,
emblema de los excesos en la comida, la bebida, el
sexo y la violencia» [Porter, 1996: 271] –esto enlaza
con la contracultura carnavalesca y popular del cuerpo
reflejada en la obra de Rabelais-, los grupos sociales
dominantes siempre han apoyado su situación de
privilegio en un gran esfuerzo socializador de ese
“cuerpo anárquico”.
Esto se relaciona con el desarrollo de unas prácticas de restricción, represión y reforma
que, afectando a las distintas esferas de la sanidad, la educación, el mundo laboral, la
cárcel, etc., convergen en una especie de política corporal de naturaleza autopunitiva,
cuyo fin último, en definitiva, es la exaltación de la inferioridad de la carne.
Manuel Castells, haciéndose eco del enfoque foucaultiano acerca de la difusión de los
aparatos del poder en un sujeto construido e interpretado sexualmente, coincide con
Anthony Giddens al apuntar hacia ese conflicto permanente entre el poder y la identidad
en el campo de batalla del propio cuerpo [Castells, 1998]. Para Giddens, la sexualidad,
en tanto «constructo social, que opera en campos de poder, y no meramente un
abanico de impulsos biológicos que o se liberan o no se liberan» [Giddens, 1995: 31],
es un terreno fundamental de lucha política y también un medio de emancipación»
[Giddens, 1995: 165].
Ello adquiere una significación especial en el contexto de ese “proyecto reflexivo del
ego” que está en la base del potencial liberador de esa transformación moderna de la
intimidad estudiada por el autor. Volveré sobre ello de manera crítica. Pero, por ahora,
quisiera poner el acento en una cuestión que será decisiva en mi análisis posterior. Si,
más allá de una simple concepción estatal, jurídica y represivo-prohibitiva del poder,
definimos éste en un sentido estratégico y relacional como conjunto de acciones
conducentes a la determinación diferencial de otras acciones [Foucault, 1998], como
«multiplicidad de relaciones de fuerza inmanentes al dominio en el que se inscriben»
[Foucault, 1992b: 166-167], será posible hablar de un auténtico biopoder y de una
economía política del deseo; sobre todo, desde el momento en que apreciemos que el
sexo, convertido en ley y código de todo placer, ha acabado dando lugar a todo un

28
“dispositivo” de la sexualidad. Tanto es así que, desde el cristianismo, «el sexo ha sido
siempre el núcleo donde se anuda, a la vez que el devenir de nuestra especie, nuestra
“verdad” de sujetos humanos» [Foucault, 2000b: 147].
En el primer volumen de su Historia de la sexualidad, Foucault trató de delinear los
cuatro conjuntos estratégicos que desde el siglo XVIII convergen en la constitución
disciplinaria de determinados dispositivos de saber y de poder referidos al sexo:
“histerización de la mujer”, “pedagogización del sexo del niño”, “socialización de las
conductas procreadoras” y “psiquiatrización del placer perverso” [Foucault, 1992a].
La gran preocupación de Foucault será describir, ante todo, la sexualidad, no tanto
como un simple impulso contrario a su sometimiento por parte de un poder exterior al
mismo, sino como ese punto en el que las relaciones de poder encuentran sus mayores
posibilidades de maniobrabilidad estratégica conducente a la objetivación normalizadora
del sujeto. Así que, poco después de la publicación en 1976 de esta última obra citada,
reconocería:

lo que busco es intentar mostrar cómo las relaciones de poder pueden


penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener
incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder
hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad
interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder,
de somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace
la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual
reconocemos y nos perdemos a la vez [Foucault, 1992b: 166].

No podemos negar las prohibiciones, las exclusiones y las regulaciones fuertemente


restrictivas a las que ha sido sometido el cuerpo durante siglos y siglos de dominación
patriarcal. Disponemos hoy de una cada vez más intensa historia de las condenas y
prescripciones relativas a la utilización, experimentación, expresión y percepción del
cuerpo propio y ajeno, acordes con determinados esquemas normativos hegemónicos6.
Pero el cuestionamiento decidido de la “hipótesis represiva” propuesto por Foucault nos
introduce en el complejo entramado de la “gobernabilidad” entendida como conexión
entre las técnicas de dominación del “otro” y las referidas a la acción transformadora
sobre uno mismo7.
Nos situamos, por tanto, ante «una historia de la organización del saber respecto a la
dominación y al sujeto» [Foucault, 2000a: 49]. Y es que, en tanto estrecha articulación
entre poder y saber en el discurso, el tema de la gobernabibilidad nos invita a la
reflexión “arqueológica” y “genealógica” sobre el modo en que, en todo momento
histórico contingente, nos convertimos en sujetos de nuestros pensamientos, nuestros
discursos y nuestras acciones morales [Foucault, 2003].
Para terminar de centrar los presupuestos teóricos sobre los que podemos asentar un
análisis hermenéutico, es decir, comprensivo-interpretativo, de la corporeidad,
tendremos que hacernos cargo del hecho de que en la sexualidad -quizá más que en
cualquier otro espacio de la experiencia humana- convergen de manera positiva, esto
es, configuradora y remodeladora del sujeto, los tres dimensiones que, en la obra de
Foucault, están en la base de la conformación dinámica de la propia subjetividad: el “sí
mismo” en tanto relación consigo mismo; el “poder” como relación con los demás; y el

29
“saber” como relación con la verdad, con una verdad, obviamente, cultural, histórica y
contingente. Nuestro autor alude, en este sentido, a tres “ámbitos genealógicos” que
Deleuze recoge como “ontologías históricas” ajenas a unas condiciones universales:
el ser-saber está delimitado por la dos formas que adquieren lo visible y lo
enunciable en tal momento, y la luz y el lenguaje son inseparables de la
“existencia singular y limitada” que tienen en tal estrato. El ser-poder está
determinado en relaciones de fuerzas que pasan por singularidades
variables en cada época. Y el sí mismo, el ser-sí mismo, está determinado
por el proceso de subjetivación, es decir, por los lugares por los que pasa
el pliegue (el caso de los griegos no es universal). En resumen, las
condiciones nunca son más generales que lo condicionado, y tienen valor
por su propia singularidad histórica. Al mismo tiempo, las condiciones no
son “apodícticas”, sino problemáticas. Al ser condiciones, no varían
históricamente, pero varían con la historia. En efecto, presentan la manera
en que el problema se plantea en tal formación histórica: ¿qué puedo
saber, o qué puedo ver y enunciar en tales condiciones de luz y lenguaje?
¿Qué puedo hacer, qué poder reivindicar y qué resistencias oponer? ¿Qué
puedo ser, de qué pliegues rodearme o cómo producirme como sujeto?
[Deleuze, 1998: 148-149].
Debemos, por consiguiente, problematizarnos a nosotros mismos problematizando
nuestra sexualidad, una sexualidad, al fin y al cabo, regulada, disciplinada, convocada,
estimulada, implicada y co-implicada: emplazada, en una palabra. Es decir, hemos de
problematizar las condiciones actuales de posibilidad de ese ser estratigráfico que es el
saber normalizado; hemos de problematizar ese ser estratégico que se corresponde con
el poder como tejido de relaciones trans-subjetivas tendente a la reducción de su propia
complejidad constitutiva8; y, en suma, hemos de problematizar, desde las redes de
vínculos -vínculos cognitivos, vínculos afectivos, pero, también, y antes que nada,
vínculos corporales- en las que emergemos como tales, ese ser pléctico que somos
nosotros mismos como “plexos”, como «lugares dinámicos cruzados por líneas de
agenciamiento y relaciones múltiples» [Vázquez Medel, 2003: 30].
En otra entrevista, “El interés por la verdad”, también recogida en el volumen Saber y
Verdad, y de la que ya he dado cuenta en una nota anterior, Foucault aborda el
concepto de “problematización” desde la superación de esa metafísica del objeto a la
que da lugar su filosofía de la relación. Entendamos bien su alcance hermenéutico:
problematización no quiere decir representación de un objeto pre-existente,
ni tampoco creación por medio del discurso de un objeto que no existe. Es
el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas lo que hace entrar a
algo en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto de
pensamiento (ya sea bajo la forma de reflexión moral, del conocimiento
científico, de análisis político, etc.) [Foucault, 1991: 231-232].
Intentemos, pues, acercarnos crítica y deconstructivamente a nuestra “verdad” como
hombres y mujeres a través del análisis de los rituales de interacción que gobiernan
nuestra corporeidad en los límites del espectáculo informacional, de ese espectáculo
consumista actual que no es tanto un conjunto de imágenes como un modelo de
interacción social mediatizado icónicamente [Debord, 2002]. Rosi Braidotti ha
reflexionado acerca de Un ciberfeminismo diferente, hablando de un “cuerpo

30
posthumano”, de un cuerpo reconstruido de manera artificial como expresión de ese
proceso histórico de desnaturalización y desesencialización que le ha conducido a su
propia “desaparición”. Para esta “feminista
postmoderna”, en su búsqueda de un modelo hetero-
géneo de subjetividad que rompa con los esquemas
normalizadores modernos y patriarcales, los efectos
liberadores de dicho proceso son más que evidentes,
permitiendo el despliegue incondicionado de “cuerpos
múltiples” y la configuración de conjuntos variables
de “posiciones corpóreas”.
Así, propone el concepto pléctico, emplazante y
relacional de “encarnación” para referirse a nosotros
mismos como sujetos espacial y temporalmente
circunstancializados, dispuestos, por ello mismo, a
realizar combinaciones de (inter)acciones disconti-
nuas dentro de ese “aquí” y “ahora” espacio-
temporal9. Sin embargo, ella misma apunta hacia la
problemática fundamental que surge de la necesidad
de adaptar la política a ese cambio. La autora nos
invita a la siguiente visión:
por un momento, imaginemos un tríptico postmoderno: en el centro, Dolly
Parton, con su imagen simulada de belleza sureña. A su derecha, esa obra
de arte de la reconstrucción a base de silicona que es Elizabeth Taylor con
el clon de Peter Pan, Michael Jackson, lloriqueando a su vera. A la izquierda
de Dolly, la hiperreal fetichista del cuerpo en forma, Jane Fonda, bien
asentada en su fase postbarbarella, convertida en principal propulsora del
abrazo catódico planetario de Ted Turner. Ante ustedes, el panteón de la
femineidad postmoderna, en directo en la CNN a cualquier hora, en
cualquier lugar, de Hong Kong a Sarajevo; a su disposición con solo
apretar un botón. Como dijo Christine Tamblyn, 'interactividad' es otro
nombre para 'ir de compras', y la identidad sexual hiperreal es lo que
vende [Braidotti, 2001].
Si realmente estos son los términos de la construcción
artificial y espectacular de esos “cuerpos posthumanos”
convertidos en los nuevos símbolos de una sexualidad
presuntamente “emancipada”, creo que deberíamos
tratar de “descifrar” los códigos sociales que se
proyectan sobre ese espejo en el que el sujeto
postmoderno pretende ver reflejados sus “falsos”
sueños consumistas.
Vayamos por partes. ¿Hasta qué punto la “liberación
sexual” soñada “por” y “en” el espectáculo mediático-
publicitario postmoderno puede ser asumida como una
auténtica recuperación del cuerpo propio y, en
consecuencia, del sí mismo, frente a la negación y el
rechazo de sí inherente a la moralidad cristiana-

31
patriarcal? Para Manuel Castells, en la “era de la información” se está produciendo una
“revolución sexual” que, en la práctica, dista bastante de la anunciada por los
movimientos sociales de los años sesenta y setenta, a pesar de que éstos hayan
contribuido de modo decisivo a su desarrollo.
Afectando de forma directa a la construcción de una
nueva “identidad corporal”, su principal rasgo es la
progresiva autonomía que van experimentando esos
aspectos que, en el orden patriarcal, están
estrechamente vinculados: el matrimonio, la familia,
la heterosexualidad, y la expresión sexual o deseo. De
esta manera, señala: «la afirmación de la sexualidad
de las mujeres, de la homosexualidad tanto de
hombres como de mujeres y de la sexualidad electiva
están induciendo una distancia creciente entre el
deseo de las personas y sus vidas familiares»
[Castells, 1998: 263].
Esa creciente autonomía del deseo, esa explosión
transgresora de la diversidad sexual, remite, en
síntesis, a esa reestructuración genérica de la
intimidad que Anthony Giddens ha atribuido a la
modernidad a través de conceptos como los de
“relación pura” y “sexualidad plástica”.
El sociólogo británico, intentando problematizar la opinión general acerca de las
esperanzas depositadas por aquéllos que han querido ver en la citada “revolución
sexual” el despliegue de la sexualidad como «reino potencial de libertad, no reducido
por los límites de la civilización contemporánea» [Giddens, 1995: 11], se sitúa en el
punto de partida de la exigencia femenina de la igualdad con respecto a los hombres.
Sin entrar en los desequilibrios que todavía puedan persistir en los ámbitos económico y
político, se interesa, sin embargo, en los profundos efectos transformadores que la
exploración de las posibilidades de la “relación pura” puede provocar en el sistema de
relaciones de poder establecidas tradicionalmente entre los géneros10.
Tratándose de una nueva relación basada en la igualdad sexual
y emocional entre los sexos construidos trans-subjetivamente
—hay que recordar que a esto último remite el concepto
cultural de género—, la “relación pura” apunta hacia una
asociación sexual-afectiva iniciada, sostenida y proseguida
desde la iniciativa propia y las libres decisiones adoptada sobre
la marcha por cada una de las partes. Se trata, por tanto, de
una relación “autonormalizada” en la que sólo rigen las reglas
impuestas por los propios amantes en un plano de equidad, la
cual queda encuadrada dentro de lo que Ulrich Beck ha
descrito como una nueva “religión terrena del amor”. En ésta,
desde una sexualidad destradicionalizada, «los amantes, y sólo
ellos, disponen de la verdad y del derecho de su amor. Solo
ellos pueden hacerse justicia y administrarla» [Beck, 2000].

32
La democratización de la vida personal, guiada
por el principio de autonomía como hilo
conductor del proceso analizado, se traduce, en
definitiva, según Giddens, en la auténtica
revolución que supone el surgimiento de la
“sexualidad plástica”. Ésta, toda vez que señala
hacia la rehabilitación de lo erótico como
«cultivo del sentimiento, expresado por la
sensación corporal, en un contexto de
comunicación» [Giddens, 1995: 182], esto es,
como arte de la “transacción” dialógica del
placer, supone una sexualidad transgresora,
una sexualidad totalmente disociada de las
necesidades reproductoras y de las exigencias
del parentesco. Situada en el núcleo de la
reivindicación femenina del placer, y coherente
con la entidad reflexiva del sujeto moderno, la
“sexualidad plástica” responde a la acción
conjunta de los factores que el también citado
Beck identifica como:
la destradicionalización y desmoralización del amor, la retirada del Estado,
del Derecho y de la Iglesia de cualquier pretensión de control directo de la
intimidad, la necesidad de construir cada cual su biografía propia y
mantenerla en contra de los deseos del prójimo, de las personas queridas, y
en general la multiforme necesidad de construirse una existencia propia al
margen de los papeles tradicionales de hombre y mujer [Beck, 2000: 46].
¿Pero no será que, más allá de los evidentes
efectos emancipadores del fenómeno descrito, es
la lógica simuladora, estetizadora y consumista
del Mercado informacional la que está sustitu-
yendo esos referentes estatales, jurídicos y
eclesiásticos instituicionales en un contexto en el
que, quizá más que nunca, el poder no remite
tanto a un esquema estructural-represivo como a
un modelo relacional-disciplinario?
Manuel Castells sugiere que una “sociedad sexual-
mente liberada” puede convertirse en un simple
«supermercado de fantasías personales, en los
que los deseos de los individuos se consumen
mutuamente en lugar de producirse» [Castells,
1998: 265]. Y, de la misma manera, Porter,
aduce que, en el capitalismo actual, los esfuerzos
de control social se han ido desplazando de la
férrea disciplina ejercida en el mundo productivo
del trabajo al «cuerpo como consumidor, rebosan-
te de apetencias y necesidades, cuyos deseo hay
que avivar y estimular» [Porter, 1996: 274].

33
Debemos, por tanto, orientar nuestro análisis hacia esas nuevas tecnologías
informacionales del yo que, invocando al sacrificio del sí mismo en los altares del
consumo, implican la proyección re-territorializadora de nuevas líneas integrales frente
a las líneas transversales de fuga que representaron los movimientos sociales que, en el
último tercio del pasado siglo XX, dieron vida a la llamada “revolución sexual”.
En la misma medida en que las prohibiciones forman parte de una “economía compleja”
hecha, también, de incitaciones, manifestaciones y valoraciones, hemos de estar muy
atentos ante el importante instrumento de control y poder que encarnan los discursos
emancipadores centrados en la mera reivindicación de la liberación de una sexualidad
reprimida. Ese tipo de discurso, haciendo un uso
concreto de lo que dicen, piensan y esperan los
individuos, «explota su tentación de creer que basta
para ser felices franquear el umbral del discurso y
levantar alguna otra prohibición. Y acaba recortando y
domesticando los movimientos de revuelta y
liberación» [Foucault, 2000b: 151].
Debemos, por consiguiente, dirigir nuestra atención
crítica hacia los nuevos revestimientos y desplaza-
mientos operados por el Poder, más allá de la simple
consideración de los movimientos de liberación sexual
y de género en términos de aproximación progresiva y
acumulativa unilineal hacia la meta universal de la
represión y la prohibición cero.
En el ámbito de una multiplicidad (postmoderna) de
historias, hecha de rupturas y discontinuidades, de
avances y retrocesos, de pliegues y repliegues,
habremos de aceptar el carácter indefinido e
indeterminado de la lucha contra un poder que, en
nuestro particular contexto histórico, ha adoptado la
forma de la «explotación económica (y quizás
ideológica) de la erotización, desde los productos de
bronceado hasta las películas porno» [Foucault,
1992b: 113].
Lo que estoy esbozando como una tecnología informacional del yo comporta una nueva
forma de “control-estímulo” desde la que el cuerpo se hace escritura en la esfera de un
«amor receptivo, leído, oído (visto en televisión y terapéuticamente regulado), digamos
que un “amor en conserva” producido con anterioridad, un “guión” que se desarrolla
luego en camas y cocinas» [Beck, 2000: 56]. Pasamos, así, del lenguaje sobre el cuerpo
-es decir, de un determinado discurso performativo alusivo a una corporeidad
doblemente sexualizada y medicalizada- al cuerpo como lenguaje, como “cárcel escrita”,
en el plano de la nueva alianza tecnocrática entre genética y economía; de una alianza
que, como ha estudiado Mª Teresa Aguilar, conlleva la aparición histórica de nuevas
jerarquías y nuevas exclusiones entre las que el cuerpo se convierte en el criterio
principal de demarcación del “adentro” y “afuera” del sistema. El fenómeno sobre el que
advierte la autora es el que Paul Virilio describe así: «privados progresivamente del uso
de nuestros órganos receptores naturales, de nuestra sensualidad, estamos

34
obsesionados como el minusválido por una especie de desmesura cósmica, la búsqueda
fantasmagórica de mundos y de modos diferentes, donde el antiguo “cuerpo animal” ya
no tendría cabida, donde se llevaría a cabo la simbiosis total entre el humano y la
tecnología» [Virilio, 1999: 49]. Así que, pensando en los nuevos poderes que subyacen
en semejante síntesis biotecnológica, y atendiendo a la distinción realizada por Lévy-
Strauss entre “antropoemia” y “antropofagia” como dos formas diversas de acción sobre
los sujetos que no se atienen a la norma prevaleciente en una sociedad determinada,
Aguilar emplaza el mundo occidental bajo el imperativo biopolítico de la primera: la
“antropoemia” como exclusión y rechazo, como expulsión e introducción de las
diferencias en un “orden social distinto” dentro del mismo orden social [Aguilar, 2003].
Pero, como vamos a ver a continuación, no
podemos desestimar la posibilidad de detec-
tar mecanismos antropofágicos, esto es,
basados en la asunción transcultural de lo
ajeno en lo propio, en el proceso mismo de
absorción icónica del cuerpo y del sí mismo
concretada en la noción de “sociedad del
espectáculo”. Este fenómeno, que Rodrigo
Browne ha dilucidado como el tránsito
multicultural de la “antropofagia” a la
“iconofagia” [Browne, 2002-2003], es sisté-
micamente compatible con el desarrollo
complementario de los procedimientos antro-
poémicos a los que alude Mª Teresa Aguilar.
Creo que dicha conjunción antropo-fágico-
émica está en la base de las leyes de
reproducción social subyacentes en el sistema
de representaciones publicitarias concretado
en el panóptico multidireccional,
multicultural, participativo y consumista al
que se han referido autores como Reg
Whitaker. En una decidida denuncia de ese
“fin de la privaci-dad” que hay detrás de esa
“transformación de la intimidad” celebrada
por Giddens; Whitaker ha analizado cómo la
mirada panóptica capitalista tiende a
consolidar determinados movimientos sociales sólo en tanto pueden ser recogidos y
modelados como demandas de consumo. El nuevo panoptismo consumista reconoce y
legitima las diferencias sexuales cristalizadas en los movimientos feminista y gay, por
ejemplo, en tanto opera una fragmentación socio-económica a su interior,
discriminando, pues, en función del poder adquisitivo de sus miembros.
En ese sentido, al tiempo que la vigilancia participativa es consensual, puesto que no
hace uso directo de la coerción, apunta hacia la disciplina integradora y no tanto a la
resistencia antinormalizadora, poniendo las diferencias espectacularmente reconocidas
al servicio de la autorreproducción estabilizadora del sistema. En este panóptico
consumista, más abierto a las participaciones heterogéneas, y asegurado por un
consenso insolidario y excluyente del “otro” como enemigo, como amenaza “anti-

35
consumista”, «la mayoría no tiene el pasaporte que permite la entrada en tal recinto: el
dinero. Otros han sido excluidos de tales encantos a causa del “riesgo” que representan
y, a medida que se incrementa intencionalmente la aceptación de la agenda liberal, se
les excluye incluso del cinturón de seguridad del sistema de bienestar» [Whitaker,
1999: 187].
Desde la articulación sistémica entre Consumo y Miedo como referentes identitarios, el
problema de “el Poder en el Cuerpo” se corresponde hoy con la re-escritura, con la re-
inscripción publicitaria de éste en el marco general de la re-estructuración simuladora
del Deseo.
Aludo, por consiguiente a un proceso paradójico de re-construcción del cuerpo como
espectáculo de sí. Esta obsesión reaccionaria por la imagen propia se asienta en la base
de nuevos procesos de identificación definidos por el falso autorreconocimiento del sí
mismo en el contexto “carcelario” de esas falsas expectativas negociadas trans-
subjetivamente con esa “industria de la persuasión” en la que se han convertido los
medios de comunicación social.
Podemos ir un poco más lejos que Whitaker:
«la modernización globalizadora se ofrece
como espectáculo para los que en rigor
quedan afuera, y se legitima configurando un
nuevo imaginario de integración y memoria
con los souvenirs de lo que todavía no existe»
[García Canclini, 2001: 168]; y, sin duda,
nunca existirá, si entendemos bien cuáles son
los mecanismos de estructuración de nuestros
deseos puestos en marcha por el discurso
performativo publicitario.
Éste, como ha estudiado Daniel Crestelo,
posee una estructura onírica, justificada tanto
por su forma como por su contenido
enunciativo, que hace un uso subyugador de
las principales herramientas del psicoanálisis
freudiano –condensación, desplazamiento y
figurabilidad. Se parte, así, de la hipótesis de
que el contenido esencial de los sueños señala
a un deseo inconsciente realizado mientras
estamos durmiendo.
El resultado es el desarrollo de una “geopolítica del cuerpo” enfocada hacia la
potenciación de una dimensión afectiva e intuitiva estimulada, de forma acrítica,
mediante el uso masivo de recursos estéticos y emotivos, imágenes, voz, música, etc.
En suma, la actitud transgresora de los límites del imperativo moral tanto en la forma
como en el uso que caracteriza el discurso publicitario persigue como finalidad básica la
canalización regulada de la voluntad pasional hacia todo lo que garantice la
reproducción del sistema. Se trata, pues, de una “transgresión figurativa” que sólo se
aplica sobre imágenes en la esfera de lo onírico, y que convierte el acto de consumo en
la opción preestablecida al conflicto simulado entre ser y deber ser [Crestelo, 2003].

36
El tema del biopoder incumbe, en este espectacular principio de siglo XXI, a la ex-
expropiación, a la casi total colonización mercantil del cuerpo, expresada materialmente
por la impronta de la marca comercial como seña de identidad y principio de
clasificación esencial. Esta corporeidad informacional, alienada y fagocitada por un
sistema reducido al “Imperio” hegemónico de una lógica conductual consumista y
reaccionaria, remite a un cuerpo-simulacro realizado en una eterna auto-contemplación
compulsiva.
Ésta le devuelve siempre a la insatisfacción
y frustración que produce la eterna
distancia con respecto a un modelo
universal de perfección y plenitud inexis-
tentes. Pienso que, en la actualidad,
estamos asistiendo a una redefinición
tecnocrática del antiguo dispositivo cristia-
no de la sexualidad en tanto el poder de la
imagen supone una nueva versión laica de
ese proceso trazado por Foucault como
«correlación entre la revelación del yo,
dramática o verbalmente, y la renuncia al
yo» [Foucault, 2000a: 94].
Ahora, se trata de la desaparición del
mundo sensible del cuerpo-mercancía en
favor de sus imágenes como lo sensible por
excelencia, ya que «el mundo a la vez
presente y ausente que el espectáculo hace
visible es el mundo de la mercancía que
domina toda vivencia» [Debord, 2001: 52].
Vivimos, por tanto, en un mundo donde la
conversión de nuestros cuerpos en
simulacros nos relega a una existencia
fantasmagórica —ésta se funda en la
indistinción hiperreal entre lo verdadero y
lo falso, lo real y lo ficticio allí donde se
aparenta ser lo que no se es— en la que el
rostro y el cuerpo mueren en la mesa de
operaciones de la cirugía estética; en un
mundo donde la búsqueda afanosa de la
“Gran Virtualidad” nos adentra no sólo en
esa «liquidación de lo Real y de lo Refe-
rencial, sino, también en la era del
exterminio del Otro» [Baudrillard, 1996:
149]; en un mundo en el que la creciente
ficcionalización de la política coincide con la
elevación “popular” al gobierno de Califor-
nia de un actor vigoréxico: el nuevo brazo
ejecutor de la pena de muerte, de esa
“justicia infinita”, de esa limpieza étnica de

37
“baja intensidad” que, afectando a negros, hispanos y otras minorías, tantos votos
concede entre el electorado blanco y racista norteamericano; en un «mundo que sólo se
produce, justamente, como el seudogoce que conserva en su seno la represión»
[Debord, 2001: 64].
El “consumo espectacular” es la esfera cultural “visible”
de “la comunicación de lo incomunicable” y de la “ilusión
de reunión”. Y el espectáculo, «“la expresión de la
separación y del alejamiento de los hombres entre sí”»
[Debord, 2001: 172]. De este modo, la nueva tecnología
informacional del yo hacia la que señalo conduce, de un
lado, a ese “gran confinamiento” de la “teleproximidad
social” que Paul Virilio acaba relacionando con «una
publicidad comparativa y universal que tiene poco que
ver con el anuncio de una marca de fábrica o de un
producto cualquiera de consumo, ya que se trata, a partir
de ahora, de inaugurar, gracias al comercio de lo visible,
un verdadero MERCADO DE LA MIRADA que sobrepasa, con
mucho, al lanzamiento promocional de una compañía»
[Virilio, 1999: 71]. Y, de otro, al triunfo de una ética de la cosmética -cosmética
procede de la raíz kosmevw, adornar, poner en orden- donde la mencionada obsesión
compulsiva por la imagen y el “adorno” corporal se corresponde con la irrupción
complementaria de un “orden” social apoyado en un consumismo egoísta fortalecido por
el miedo y el rechazo al “otro”.
Autores como Christopher Lasch han hablado de una cultura del
narcisismo como mutación antropológica ligada al desarrollo de una
nueva etapa de la historia del individualismo occidental. Para este
autor, “Narciso” simboliza la emergencia de un nuevo patrón de
relaciones del sujeto consigo mismo y con su propio cuerpo, con
los demás, con el mundo y con el tiempo histórico, que responde a
valores como: el culto a la imagen corporal; la exaltación de los
ideales de belleza, juventud, riqueza y fama; la reducción de la
existencia a un presente desprovisto de cualquier referencia de
pasado y futuro; la búsqueda incesante de la realización personal;
la glorificación del deseo; la renuncia a metas político-revolucio-
narias, sociales, religiosas, etc.11.
Gabriel Cocimano, recogiendo los aspectos principales de la obra de Lasch, dibuja una
sociedad “light”, indiferente socio-políticamente, en ruptura con el pasado, ávida de
placer y descomprometida en lo emocional, y obsesionada por la imagen, la información
y la velocidad, que encaja también con La era del acceso de Jeremy Rifkin. En ésta se
retrata un nuevo arquetipo humano más interesado por la sorpresa, la inmediatez y la
improvisión que por la acumulación de experiencias, más espontáneo que reflexivo; un
nuevo prototipo de hombre que piensa más a través de las imágenes que con las
palabras, y que identifica la soberanía del consumidor con la democracia. Para este
narcisista postmoderno, sólo cuenta el “acceso”, la “conexión” en el mundo de la
hiperrealidad y la experiencia fugaz [Cocimano, 2003]12.

38
Pero ese Narciso consumista -ese auténtico emblema de la “muerte prematura”, ajeno a
cualquier sentido de los vínculos intersubjetivos- no vive sólo en el “Olimpo” de los
dioses del mundo-espectáculo. Otro mito clásico, “Pigmalión”, y uno de creación mucho
más moderna, “Knock”, completan los referentes míticos de esta nueva cultura
informacional del cuerpo como espectáculo y simulacro de sí.
José Alberto Mainetti, en su reflexión
filosófica sobre las consecuencias éticas
de lo que podemos percibir como una
tecnología médica del yo, hace alusión a
un “complejo bioético postmoderno”,
cuyas principales formas culturales son
tres. Por un lado, en la línea de lo
expuesto con anterioridad, reconoce la
existencia de un “narcisismo individua-
lista” que apuesta por el repliegue del
sujeto sobre sí como valor supremo: la
exaltación de la autosuficiencia existen-
cial y legitimidad hedonista. Sin embar-
go, este deslumbrante descubrimiento
reciente del cuerpo como objeto del
cuidado y del estudio no tiene nada que ver con el anuncio profético orteguiano de la
“resurrección de la carne” en la cultura occidental contemporánea.
Más bien, queda encuadrado en esa “revolución somatoplástica” en la que Pigmalión ha
liberado a Narciso del espejo13. Hay que orientar, mejor, la cuestión hacia la aplicación
de la revolución tecnocientífica al desarrollo de una nueva “medicina del deseo” -o
“antropoplástica”- recreadora y remodeladora del hombre biológico:
la vocación demiúrgica de la nueva tecnología biomédica se aprecia ya en
una medicina del deseo o desiderativa, que no se conforma, como creía
Chesterton, con el cuerpo humano normal y solo trata de restaurarlo. El
arte de curar se ha vuelto factivo y no meramente correctivo, promesa de
mutaciones vertiginosas por las cuales, en ciertos aspectos, la condición
humana deja de ser una realidad irreparable, sustantivamente
irreformable. Este pigmalionismo biomédico somatoplástico no es como
otro de nuestros saberes y poderes, pues nos obliga a repensar la vida -lo
que ahora llamamos bioética- en su naturaleza humana individual, familiar,
social, política y cósmica, y eso significa mucho más que acomodar las
innovaciones tecnocientíficas a nuestras creencias y costumbres, como
hacemos con la astronáutica y la televisión o el automóvil. La
transformación actual del cuerpo humano modifica el correspondiente
mundo de la vida, y la pregunta por el ser del hombre se torna en la
pregunta sobre que debemos hacer de él [Mainetti, 2003b].
Sin embargo, hay más. Esta “salvación” antropoplástica de Narciso se corresponde,
ante todo, a esa nueva fase de la medicalización moderna del cuerpo y de la vida que
supone la actual identificación de la salud como bien de consumo. Mainetti correlaciona
el nuevo “knockismo economicista” con el triunfo del Mercado como principio rector de
las relaciones humanas tras la crisis del Estado de Bienestar. Nos introduce, por

39
consiguiente, en una nueva etapa del desenvolvimiento de la medicina como
instrumento de poder y control social en el mismo momento en que el cuerpo y su
bienestar son objeto –como mercancías- de los criterios de rentabilidad económica
ajenos al interés individual y colectivo del sujeto-paciente14 .
Creo que este “complejo bioético postmoderno” descrito por Mainetti condensa muy
gráficamente esos desplazamientos espectaculares del problema del “biopoder” en la
manera que los vengo planteando. Absorto en la contemplación de su propia
corporeidad reflejada en el espejo-pantalla mediático, encadenado a la promesa
incumplida de un cuerpo eterno e inmortal, y dispuesto, en fin, a encomendar todos sus
sacrificios egoístas, también los económicos, al cuidado de sus propias banalidades, el
sujeto informacional parece no tener otro destino que su auto-disolución como un sí
mismo imposible. Como esgrime Debord, «la exterioridad del espectáculo en relación
con el sujeto activo se hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de
ser suyos, para convertirse en los gestos de otros que los representa para él» [Debord,
2001: 49].
Mientras los sueños emancipadores de las mujeres
occidentales quedan atrapados en las redes cosméticas de
ese “burka” de la frustración anoréxica y bulímica, un nuevo
perfil de hombre histriónico se cierne como grotesca
consecuencia de una especie de co-alienación trans-
genérica. Bosch, Ferrer y Gili han intentado enmarcar el
estudio de las misoginias actuales dentro de la reciente
irrupción de un prototipo de hombre joven y triunfador que,
en la práctica, engloba todos esos rasgos que, en los
manuales de psiquiatría aparecen como definidores de la
“histeria” como patología femenina específica. Partiendo de
la hipótesis de que comportamientos equivalentes son
socialmente valorados de forma distinta según se trate de
un sexo u otro, las autoras se esfuerzan por demostrar que
todas esa características que, en el contexto de la
“psiquiatrización (moderna) de la mujer”, han sido consideradas como signo de
debilidad de ésta frente al hombre, ahora configuran el nuevo ideal masculino
consagrado por los “mass media”:
con el tiempo, se ha producido una modificación en la imagen masculina
dominante. De hecho, y por una serie de motivos diversos, se tiende a
abandonar el papel de “macho” para buscar otro más suave, más
andrógino. En el campo de la publicidad, cada vez son más los modelos
masculinos de aspecto aniñado, de mirada tierna y adolescente que nos
recomiendan la compra de cualquier producto y que sustituyen a los
modelos más rudos y de aspecto más primitivo que nos inducían al
consumo fulminándonos con una mirada dominadora y varonil. Y ante el
regocijo de los diseñadores de moda, los hombres gastan cada vez más en
vestirse, buscan las mejores marcas, los tejidos más selectos y, como ya
hemos dicho, se atreven también con los cosméticos [Bosch, Ferrer y Gili,
1999: 222-223].

40
Sin que deba ser entendido como el resultado
de una moda pasajera, esta descripción
parece formar parte de la emergencia
espectacular de una nueva modalidad de
“hombre-niño” propenso a la teatralidad, a la
dramatización tanto de las formas gestuales
como de los contenidos comunicativos; a la
llamada exhibicionista de atención como
estrategia principal de supervivencia en el
ámbito de una socialidad inauténtica basada
en la labilidad emocional y en la pérdida del
sentido del “otro”; a la continua somatización
de sus miedos e inseguridades; a la
dependencia en la búsqueda constante de la
aprobación de los demás; a la obsesión por el
éxito profesional y el triunfo social; a la
erotización seductora de todas las relaciones
humanas; y a las dificultades frecuentes en las
relaciones sexuales. Cuando los vínculos
sexuales tienden a situarse en el nivel
simulador del “escaparate” y, en muy pocas
ocasiones, alcanzan el nivel de esa intimidad
celebrada por Giddens, nos encontramos con
que esta histerización general afecta a esa
sexualidad supuestamente “liberada” según el
siguiente esquema:
el nivel de exigencia en las relaciones con los otros puede crear serias
dificultades. Si se exigen del otro unos ideales de belleza y de atractivo
sexual, ello puede crear en la pareja serios problemas de autovaloración y
por supuesto de funcionamiento sexual, pudiéndose, entre otras cosas,
sobrevalorarse pequeños defectos corporales hasta impedir la
espontaneidad en la comunicación sexual [Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 204].
En definitiva, debemos desbloquear nuestras expresiones sexuales, perdiendo el miedo
a la intimidad, “desexualizando” nuestra realización dinámica “en” y “con” el “otro”,
saliendo de esa suerte de sexualismo hacia el que se dirigen las nuevas tecnologías
espectaculares del yo esbozadas aquí. Sin que estas propuestas finales supongan una
apología de la continencia, sino todo lo contrario —el que lo interprete así es que no ha
entendido nada de lo anterior—, considero que hemos ido pasando paulatinamente de la
lucha contra una sexualidad oprimida a la omnipresencia de una sexualidad opresora.
La verdadera recuperación de nuestros cuerpos femeninos y masculinos, de nosotras y
nosotros mismos, debe pasar por una decidida asunción del Deseo no como carencia,
sino como potencia proyectada hacia las continuas recreaciones de una identidad
inestable y plural, des-esencializada en su totalidad, en la línea de las “encarnaciones”
múltiples de Rosi Braidotti [Braidotti, 2001].
Desde la asunción compleja y emplazante de una personalidad flexible, ello debe
suponer la salida de la tiranía del conflicto de géneros, y de los roles que,

41
convencionalmente, se atribuyen a uno y otro lado de esa disciplinante línea
separadora. Como ha mantenido Giddens, en alusión a la obra de John Stoltenberg:
el rechazo a la masculinidad no equivale a abrazar la femineidad. Resulta
de nuevo una tarea de construcción ética, el relacionar, no sólo la
identidad sexual, sino una identidad más amplia, con la preocupación
moral de la solicitud por los demás. El pene existe, el sexo masculino es
sólo el falo, el centro de la misma masculinidad. La idea de que hay
creencias y acciones que son correctas para un hombre y erróneas para
una mujer, o viceversa, puede perecer con la progresiva mengua del falo al
convertirse en pene [Giddens, 1995: 180].
Por consiguiente, tampoco el abandono de ese
modelo patriarcal de femineidad, tan fuertemente
psiquiatrizado, que todavía prevalece como herencia
moderna por mandato publicitario, debe implicar la
asunción de esa masculinidad decadente, tan
agresiva como insegura, a la que me opongo con
firmeza por mucho que esa fábrica de los sueños que
son los medios se empeñe en seguir mostrándola
como el espectáculo alienante que es. Pero para
alcanzar esa desalienación recíproca de nuestras
subjetividades simuladoras, hemos de ser capaces
de enfrentarnos de manera trans-subjetiva a esa
saturación sexual del dominio público, y a esa
violencia sexual consecuente, que, como sugiere
Rasia Friedler, tienen como principal fin evitar las
responsabilidades y tensiones asociadas a todo
vínculo real con el “otro” en tanto única fuente de
auténtica voluptuosidad [Friedler, 2003].
Me dirijo, pues, a una nueva ecología hermenéutica del cuerpo, que ha de enfocarse
desde esa re-habilitación de lo erótico como «sexualidad reintegrada en una gama
amplia de objetivos emocionales, entre los que la comunicación es lo supremo»
[Giddens, 1995: 182]; y, en consecuencia, desde esa “estética de la existencia”, desde
ese “arte de la vida”, que Michel Foucault opuso a la exclusiva lucha contra unos
poderes tan sólo imaginados como represivos. Para hacer frente a los disciplinamientos
impuestos por el nuevo dispositivo (informacional) de la sexualidad, nada mejor, pues,
que la “práctica de la creatividad”. Desde el presupuesto de que el “yo” no nos viene
dado, «debemos construirnos a nosotros mismos, fabricarnos, ordenarnos como una
obra de arte» [Foucault, 1991: 194]. Se trata, precisamente, de eso, de enfocar la vida
ética del sujeto como estructura de la existencia ajena a lo jurídico, autoritario y
disciplinario en la perspectiva de «la formación y el desarrollo de una práctica del yo
que tiene como objetivo el constituirse a uno mismo en tanto obrero de la belleza de su
propia vida» [Foucault, 1991: 234].
La verdadera recuperación transgresora de nuestros cuerpos y de nosotros mismos sólo
será posible si hombres y mujeres -con independencia de las diversas opciones
sexuales, todas respetables, que adoptemos- nos entregamos a la tarea conjunta de re-
escribirnos, dialógica y complementariamente, para re-descubrirnos en ese pasado

42
silenciado por poderes no siempre “visibles”, para revelarnos en ese pasado desde el
que pensar un futuro abierto en el proceso infinito del ir siendo a través de la alteridad.
Si sabemos sacar provecho a esa referencia cruzada entre la pretensión historiográfica
de “haber sido” y la “exploración de lo posible” característica del relato de ficción, de la
que dio cuenta Paul Ricoeur en su Tiempo y narración [Ricoeur, 1996], quizá podamos
encontrar nuevas oportunidades de re-invención constituyente de nuestra ipseidad.
Convengo con Foucault en la idea de que existe la posibilidad de activar la ficción en la
verdad, de producir efectos de verdad en un discurso de ficción, de modo que el
discurso de verdad acabe “ficcionalizando” –ello nada tiene que ver con la acepción
hiperreal y espectacular del mismo término, de la que he hecho uso con anterioridad-,
esto es, generando algo que no existe aún. En el marco de esa “ontología crítica del
presente” desde la que habremos de interrogarnos siempre por lo que queremos llegar
a ser en ese avanzar retrocediendo, siempre re-planteable, «se “ficciona” historia a
partir de una realidad política que se hace verdadera, se “ficciona” una política que no
existe todavía a partir de una realidad histórica» [Foucault, 1992b: 172]. Hagamos,
pues, historia, “ficcionalizando”, re-imaginando, re-interpretando, dialógica y
creativamente, nuestros cuerpos. Sólo haciendo historia, se puede hacer política, la
política que queramos, la política que necesitemos en nuestro aquí y ahora
problematizado.

Notas:
1 Salvo correcciones de última hora, este texto se corresponde con la conferencia ofrecida en el I
Seminario Internacional del Grupo de Investigación de la Junta de Andalucía “Escritoras y
Escrituras”, “Sin carne. Imágenes y simulacros del cuerpo femenino”, Sevilla, 1-3 de marzo de
2004. Apareció por primera vez en la edición impresa: Mercedes Arriaga, Rodrigo Browne, José
Manuel Estévez y Víctor Silva (eds.), Sin Carne: Representaciones y Simulacros del Cuerpo
Femenino. Tecnología, Comunicación y Poder, Sevilla, Arcibel, 2004, pp. 205-226.
2 En concreto, señala: «por un lado, los componentes clásicos y, por otro, los judeocristianos de
nuestra herencia cultural propusieron cada uno por su lado una visión del hombre fundamental
dualista, entendida como una alianza a menudo incómoda de mente y cuerpo, psique y soma; y
ambas tradiciones, a su manera diversa y por diferentes razones, han realzado la mente o alma
y despreciado el cuerpo» [Porter, 1996: 256].
3 Esto culmina en la identificación del pecado sexual con ese pecado original entendido, en otros
momentos, como pecado de soberbia y desafío intelectual a la divinidad, de un lado, y en la
equiparación de esa corporeidad y sexualidad aborrecidas con la mujer como desenfreno, como
perdición, como “puerta del infierno”. Tratándose de una idea que impregnaría de forma general
la mentalidad eclesiástica medieval, esta última definición se debe a Tertuliano (siglo III)
[Bonnassie, 1984].
4 Autores como Paul Ricoeur han opuesto, en un sentido hermenéutico, a esa concepción
esencialista y reaccionaria de la “identidad” prevaleciente en multitud de sistemas culturales e
ideológico del pasado y del presente, una visión dinámica y relacional del “sí mismo” en tanto
implicación directa de las distintas figuras de la alteridad en la construcción indeterminada de
uno mismo [Ricoeur, 2001].
5 En una entrevista llevada a cabo por Georges Vigarello con Michel de Certeau, éste alude al
cuerpo como ese “teatro de operaciones” que no sólo responde a un sistema de opciones
respecto a sus propias acciones, sino que, también, atiende a un conjunto de selecciones y
codificaciones referidas a registros muy básicos como: a) los “límites del cuerpo”; b) las formas
de percibirlo y pensarlo; y el desarrollo de los sentidos. Cada cuerpo, simbólica e históricamente

43
construido sería, pues, el resultado de la combinación cultural de estos condicionantes. Y,
precisamente, porque podemos hablar de un cuerpo griego, de un cuerpo indio o de un cuerpo
occidental moderno, podemos defender la existencia de “historias de cuerpos” y, por tanto, de
una “historia del cuerpo”. Puede consultarse esta entrevista en: “Historias de cuerpos”,
Expediente. De la corporeidad en la Historia. Historia y Grafía. Julio-Diciembre de 1997.
Hemeroteca Virtual ANUIES. Disponible en World Wide Web:
<http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES
/ibero/historia/historia9/sec_3.html>. En mi opinión, hemos de remitir esta concepción cultural
de la corporeidad al “paradigma de la complejidad” en tanto el cuerpo es valorable como lugar
del encuentro dinámico e inestable de nuestras complejas determinaciones bio-físico-químico-
psíquico-socio-culturales [Morin, 1994].
6 Desde los planteamientos de base relacionados con la relación mente-cuerpo y los aspectos
regulativos de la corporeidad, no perdiendo nunca de vista los factores biológico-culturales del
tradicional sometimiento femenino, la agenda de esa “historiografía del cuerpo”, la cual
comienza a asumir estos planteamientos disciplinarios, pero que, en cualquier caso, continúa
muy imbuida en el “paradigma sexual-represivo”, está compuesta de los siguientes aspectos: 1.
“El cuerpo como condición humana”. 2. “La forma del cuerpo”. 3. “La anatomía del cuerpo”. 4.
“Cuerpo, mente y alma”. 5. “Sexo y género”. 6. “El cuerpo y la política del cuerpo”. 7. “El
cuerpo, la civilización y sus manifestaciones” [Porter, 1996].
7 En una entrevista realizada en 1984, “El interés por la verdad”, aludiendo a la continuación de
su Historia de la sexualidad, Foucault concretaba: «ahora me gustaría mostrar cómo el gobierno
de uno mismo se integra en una práctica de gobierno de los otros. Se trata, en resumen, de dos
vías de acceso contrapuestas en relación a una misma cuestión: cómo se forma una “experiencia
en la que están imbricadas la relación de uno mismo y la relación a los otros» [Foucault, 1991:
232].
8 Aludo, también al respecto, a esa visión relacional del poder a la que Niklas Luhmann llega
desde una sociología de corte sistémico. Entendiendo el poder como medio de comunicación
simbólicamente generalizado -determinante de la conducta selectiva de los sujetos implicados en
la propia relación comunicativa-, Luhmann viene a coincidir con Foucault al distinguir claramente
el poder de la mera coerción. En tanto trasmite complejidad reducida, el poder «supone apertura
a otras acciones posibles por parte del ego afectado por el poder. El poder hace su trabajo de
transmitir, al ser capaz de influenciar la selección de las acciones (u omisiones frente a otras
posibilidades. El poder es mayor si es capaz de mantenerse incluso a pesar de alternativas
atractivas para la acción o inacción. Y sólo puede aumentarse junto con un aumento de la
libertad por parte de cualquiera que esté sujeto al poder» [Luhmann, 1995: 14].
9 A ello ya me referí en mi trabajo Discurso feminista y temporalidad: la descomposición
postmoderna de las identidades de género [Vidal, 2002].
10 Sea como fuere, «el reconocimiento de su vida laboral o profesional, su independencia
económica y personal, el redescubrimiento de la amistad y solidaridad entre ellas, ha ayudado a
cambiar la noción que la mujer tiene de sí y a la vez a modificar profundamente el modelo de
relación de pareja deseado, llevándonos, en este caso, a abrir un camino esperanzador hacia las
relaciones igualitarias tanto en el ámbito público como privado» [Bosch, Ferrer y Gili, 1999:
218].
11 Recuérdese que Narciso es el personaje de la mitología griega que, por no responder al amor
de la ninfa Eco, fue castigado por los dioses. Condenado a extasiarse ante su propia imagen
reflejada en un lago, Narciso quedó consumido de amor a sí mismo hasta convertirse en la flor
que lleva su nombre.
12 Como se desprende de lo dicho, esta nueva cultura individualista y narcisista del cuerpo-
simulacro posee unas implicaciones temporales en las que no puedo entrar en este momento.
Tan sólo apuntaré hacia esa nueva temporalidad tecnocrática, específicamente desfuturizadora,

44
que he analizado en otro lugar bajo el concepto de complejo temporal informacional [Vidal,
2003].
13 El mito de Pigmalión narra la historia del legendario rey de Chipre que labró en marfil una
estatua de mujer, de la cual se enamoró. Afrodita, respondiendo a sus deseos, dio vida a la
estatua, convirtiéndose, finalmente, ésta en su esposa Galatea.
14 Para un acercamiento a este fenómeno y, en especial, al modo en que la medicina medicaliza
la vida por medio del lenguaje y contribuye a organizar la experiencia y construir el mundo, ver
Mainetti, 2003a. En cuanto a “Knock, se trata del personaje dramático protagonista de la obra
teatral Knock o el triunfo de la medicina, escrita por Jules Romains, y representada por primera
vez en el parís de 1923. Su argumento se basa en lo que Maninetti contempla como: «un caso
paradójico y extremo de fanatismo profesional, que en una rústica comarca del sur francés logra
un éxito completo. Knock, estudiante crónico recientemente graduado, viene a suceder al
veterano doctor Parpalaid en el cantón Saint Maurice, donde en pocos meses transforma la
magra clientela anterior de atrasados y avaros campesinos, renuentes a la atención de la salud,
en una población consumidora de servicios médicos, con un gran sanatorio-hotel como principal
atractivo y actividad económica de la región. La lectura y comentario del texto es un feliz
ejercicio de comprensión del triunfo de la medicina o cultura de la salud en el mundo real que
nos toca vivir» [Mainetti, 2003a].

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