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Taylor Swift. Julio de 2020.

Layla Martínez

Taylor Swift estaba en la cima de su carrera. Solo unos días después del lanzamiento,
1989, su quinto disco, era número uno en doce países y estaba entre los diez primeros en
otros quince más. Las cifras de ventas se contaban por millones: seis en los dos primeros
meses, diez el año siguiente. La crítica también fue unánime, y no era para menos. El disco
funcionaba como un engranaje perfectamente engrasado, como una máquina de
producción de éxitos pop. No había temas de relleno, no había canciones metidas a última
hora que nadie iba a recordar en un par de meses. Swift abandonaba definitivamente el
country para reinar en el pop. El disco tenía todo lo que debe tener este género: estribillos
pegadizos y letras sencillas pero capaces de conectar con emociones universales. La
discográfica haría el resto: convertir todo eso en dinero. El titular de Bloomberg poco
después del lanzamiento de 1989 lo resumía a la perfección: “Taylor Swift es la industria de
la música”.

A finales de 2014, cuando salió el disco, Swift todavía no lo sabía, pero este titular estaba a
punto de convertirse en una profecía autocumplida. Desde entonces, la cantante de
Tennessee ha encarnado mejor que ningún otro artista ese conglomerado de intereses,
dinero, maniobras especulativas, márquetin salvaje y trituradora de carne que es la industria
de la música. Una industria que la ha hecho ganar cantidades de dinero que nadie debería
poder ganar -185 millones de dólares solo el año pasado según Forbes- pero que también
ha explotado sin descanso una imagen y una carrera musical que Swift no siempre ha
podido controlar. Esto no significa que haya que ver a la cantante como una víctima o que
haya que sentir lástima por ella -la lástima no sirve de nada en los análisis-, pero sí que
representa muy bien las tensiones y contradicciones de una industria que a su vez funciona
como ejemplo perfecto de la forma en que el capitalismo se relaciona con los sujetos y lo
que espera conseguir de ellos. Pero vayamos poco a poco.

Seguro que casi todos conocéis la historia: Taylor Swift está en el escenario agradeciendo
el premio al mejor video del año cuando Kanye West le quita el micrófono y dice que el
premio debería haber sido para Beyoncé. Comenzaba entonces una polémica que West no
iba a dejar enfriar. Después de pedir disculpas y retractarse en diferentes entrevistas a lo
largo de los siguientes años, en 2016 publica la canción Famous, cuya letra aludía
directamente a Swift: “Creo que Taylor y yo todavía podemos tener sexo/ ¿Por qué? Yo hice
famosa a esa zorra”. Internet se viene abajo cuando West publica el video: en él se ve una
figura que representa a la cantante desnuda en la cama junto a él. Cuando lo peor de la
tormenta ha pasado, Kim Kardashian, mujer de West, publica una conversación de teléfono
en la que supuestamente Taylor le da permiso para la letra de la canción. De nuevo las
redes estallan. El hashtag que acusa a Swift de mentirosa y victimista se convierte en
trending topic mundial y la prensa hace carnaza. La presión deteriora aun más la salud
mental de Swift, que, como cuenta ella misma en el documental Miss Americana, por
entonces ya sufría ansiedad, trastornos alimenticios y una relación de dependencia con la
validación y la aprobación externa.

La industria alimenta la polémica y hace caja a costa de Swift, pero la relación de esta con
la exposición pública de sus enfrentamientos y problemas personales había sido
ambivalente. En sus redes sociales y en muchas de sus canciones, había hecho referencias
directas a peleas con otras cantantes y con varios de sus ex novios. Swift perdía el control
de una imagen que había manejado con firmeza hasta entonces, no solo mediante sus
letras y sus redes sociales, sino también con la negativa a hacer ningún tipo de comentario
político. Sin embargo, todo aquello demostraba que ni siquiera alguien con una posición tan
privilegiada como la de Swift, con todos sus recursos y su equipo de trece mánagers, puede
controlar una industria que, como muchas otras, somete a quien participa en ella a una
exposición constante en redes en forma de autopromoción y conversión en marcas. Swift es
un caso extremo, pero cualquier periodista, traductor o ilustrador autónomo sabe de lo que
hablo: necesitas la visibilidad para poder trabajar, pero esa visibilidad es solo una enorme
fuente de autoexplotación que te acaba pasando factura y sobre la que no puedes mantener
el control. El sistema nos vende como un beneficio lo que en realidad siempre fue un coste,
como una ventaja lo que en realidad solo fue una forma de hacernos cómplices de nuestra
propia explotación. Ellos colocan el cepo y nosotros, con el pie dentro, intentamos monetizar
la herida en el siguiente artículo, en el siguiente tuit.

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