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1. INTRODUCCIÓN
En este relato, que só lo nos cuenta Lucas, Jesú s se dirige todavía a los fariseos como
representantes de aquellos que aman el dinero (Lc 16,14); y ademá s pensaban
justificarse ante Dios y los hombres mediante el cumplimiento estricto de la ley (Lc
11,37ss). Esta pará bola tiene dos partes. En la primera (Lc 16,19-26) se nos describe a
los dos personajes principales segú n un cliché literario muy extendido en la literatura
bíblica: el rico vive lujosamente y celebra grandes fiestas y banquetes, el pobre tiene
hambre y está enfermo. Pero la muerte de los dos cambia totalmente su situació n. En la
descripció n del má s allá , el evangelio de Lucas utiliza las imá genes de su tiempo (seno
de Abrahá n, el abismo) que no pretenden darnos una informació n sobre la geografía del
má s allá sino manifestar la justicia de Dios sobre el conjunto de la vida humana. En la
segunda parte (Lc 16,27-31) se insiste en que la Escritura, de la que los fariseos eran
considerados expertos, es el camino má s seguro para la conversió n. Pero el hombre rico
fue sordo a sus demandas. Su vida no estaba enraizada en la palabra de Dios. El
versículo final (Lc 16,31) expresa perfectamente el centro del mensaje contenido en la
pará bola: incluso los milagros má s espectaculares, como la resurrecció n de un muerto,
son inú tiles cuando no se ha acogido en el corazó n la palabra de Dios. El reproche que
se hace al rico es el de no saber compartir lo que tiene con los má s necesitados. Ha
perdido, incluso, una oportunidad de conversió n por no haber escuchado a Moisés y los
profetas, donde habría encontrado muchas demandas de solidaridad para con los
pobres (por ejemplo, Is 58,7, que pide compartir el pan y la casa con el necesitado). Su
pecado consiste en haber hecho de las riquezas su dios (Lc 16,13).
En todas las formas y estados de vida, la conversió n no es un acto que se realiza de una
vez para siempre, sino un verdadero proceso, que ha de durar toda la vida. No puede
darse nunca por concluido, sino que debe proseguirse ininterrumpidamente, sin
cansancio. Nunca se está del todo convertido. La verdadera conversió n -metanoia, en
sentido bíblico- es una transformació n de la persona desde dentro: en su mentalidad, en
su ló gica interna, en su escala de valores, en sus actitudes vitales. Es un permanente y
progresivo reajuste con la mentalidad, la ló gica, la escala de valores y las actitudes
vitales de Jesú s. La vida consagrada, por su misma naturaleza, es una forma
especialmente radical de entender y de vivir la conversió n evangélica. Se trata de
adoptar el estilo de sencillez y austeridad, marcado por la oració n y el ayuno y, sobre
todo, por la actitud de servicio en una comunidad de vida espiritual, fraterna y
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apostó lica, propuesto por Jesú s. En nuestro caso, no se trata, propiamente, de pasar de
la incredulidad a la fe, o del escá ndalo a una vida ejemplar, y ni siquiera del pecado a la
gracia, sino de un grado de fidelidad a otro de mayor fidelidad, progresando
ininterrumpidamente en nuestra real configuració n con Jesú s, en “su modo de existir y
de actuar, como Verbo encarnado, ante el Padre y ante los hermanos” (VC 22). Este
proceso no admite dilació n, ni tiene límites.
La vida consagrada supone y exige una actitud permanente de conversió n. Debe ser un
ejemplo constante de crecimiento en el Espíritu, en fidelidad ascendente y progresiva.
Sin embargo, puede suceder que aparezca en nuestro modo de vivir un tono de rutina y
hasta de mediocridad. Esto ocurre cuando se vive má s en ló gica de contrato jurídico que
de alianza bíblica, cuando nos mueve má s el cumplimiento que el seguimiento de Jesú s;
suelen predominar las normas sobre los criterios, lo institucional sobre lo carismá tico y,
en definitiva, la simple observancia sobre la auténtica fidelidad. Así fá cilmente nos
vamos acostumbrando a todo, en el peor sentido de la palabra costumbre.
Es má s fá cil que se convierta de su mala vida el hijo pró digo que el otro hijo, que se
quedó en casa con espíritu de mercenario y que se creía justo y, desde luego, mucho
mejor que su hermano. Por lo demá s, ¿de qué podría arrepentirse, si todo lo había
hecho bien y había cumplido puntualmente todas las ó rdenes del padre? (Lc 15,11-32).
Es má s fá cil que se convierta el publicano-pecador de la pará bola, que el fariseo,
cumplidor escrupuloso de la ley, que se consideraba justo y que despreciaba a los
demá s (Lc 18,9-14;11,42). Georges Bernanos, en Dialogues des carmélites, sobre el
martirio de las Carmelitas del monasterio de Compiègne (Francia), hace una severa
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afirmació n acerca de este mismo tema: “El estado de una religiosa mediocre me parece
má s deplorable que el de un bandido. El bandido puede convertirse… La religiosa
mediocre ya no puede nacer de nuevo, nació ya y falló en su nacimiento. Salvo un
milagro, será siempre un aborto”.
Recordemos la experiencia de san Agustín: “Tarde te amé, oh Belleza tan antigua y tan
nueva. Tarde empecé a experimentar el amor de Dios, tarde empecé a vivir en plenitud”.
Conviene también hacer en estos días un examen sereno y profundo de conciencia,
bajar al fondo del alma para arrancar toda mentira, todo engañ o, todo pecado y volver a
la vida en Dios, en Cristo.
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4. CONVERSIÓN: CAMINO A LA LIBERTAD Y A LA VIDA EN PLENITUD
En el ejercicio de nuestra libertad, a veces rechazamos esa vida nueva (Jn 5, 40) o no
perseveramos en el camino (cf. Heb 3, 12-14). Con el pecado, optamos por un camino de
muerte. Por eso, el anuncio de Jesucristo siempre llama a la conversió n, que nos hace
participar del triunfo del Resucitado e inicia un camino de transformació n. (DA 351). La
conversió n personal despierta la capacidad de someterlo todo al servicio de la
instauració n del Reino de la vida. Todos estamos llamados a asumir una actitud de
permanente conversió n pastoral, que implica escuchar con atenció n y discernir “lo que
el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Ap 2,29) a través de los signos de los tiempos en
los que Dios se manifiesta (DA 366).
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Entendamos por conversió n, primeramente, el descubrimiento vital de la dimensió n
religiosa de la existencia: “Una potencia nueva penetra en la vida, y ésta es
experimentada como enteramente otra, recibe un fundamento renovado y comienza a
ser de nuevo”. La conversió n es vivida por su protagonista como la irrupció n
avasalladora de Dios en lo má s íntimo de la propia personalidad. Conversió n y vocació n
son realidades correlativas, como las dos caras de una moneda. Como consecuencia de
la irrupció n divina, se produce una ruptura con la existencia anterior y una renovació n
completa del modo de entender el mundo y la propia vida. La conversió n provoca una
llamada. Surge un nuevo y definitivo proyecto vital.
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Paul (14 mai 1610-29 octobre 1616): Annales (1941-1942) p. 249-265. Estudio
introductorio sobre la historia de la abadía y presentació n de cuatro documentos
notariales referentes a la adquisició n de la misma por San Vicente. El resto de la
documentació n en S.V.P. XIII p. 8-13. .
Poco má s o menos a la misma hora, entre las cuatro y las cinco de la tarde, y a só lo unas
manzanas de distancia, en la calle de la Ferronerie, mientras se dirigía desde el Louvre a
la casa de su primer ministro Sully, el rey Enrique IV recibía en su misma carroza, de un
faná tico medio loco llamado Francisco Ravaillac, las dos puñ aladas que ponían fin a su
vida y a su reinado. La muerte del rey galante cerraba un capítulo de la historia de
Francia; dejaba en suspenso una campañ a bélica que le habría enfrentado
inevitablemente con Españ a y el Imperio daba paso a un inestable período de luchas
por el poder iniciado con la minoría del nuevo rey, Luis XIII, y la regencia de su madre,
María de Médicis6V.-L. Tapié, o.c., p. 11-12. .
No só lo por su proximidad física al lugar de los sucesos, Vicente hubo de sentirse
vivamente afectado por el regicidio. La abadía de San Leonardo no era el primer empleo
que conseguía. Desde unas pocas semanas antes, y aunque en uno de sus círculos má s
periféricos, su existencia giraba en torno al poderoso nú cleo de atracció n que era la
casa real: entre el 28 de febrero y el 14 de mayo había conseguido también el
nombramiento de capellá n de la ex reina Margarita de Valois. Con ese título se le
nombra en el contrato de arriendo de la abadía7S.V.P. XIII, p. 8;Abelly, o.c., L.1 c.6 p. 21-
25; Collet, o.c., t.1 p. 30. .
La reina Margot
No sabemos con exactitud cuá les eran las funciones de Vicente como capellá n de
Margarita. La primera esposa de Enrique IV, ú ltima descendiente directa de los Valois,
cuyo matrimonio con el rey había sido declarado nulo -¡y con razó n!8Se decía que en la
boda, el rey Carlos IX había tenido que darle un golpe en la cabeza en el momento de
pronunciar el “Sí”. El Cardenal de Borbó n, oficiante de la ceremonia, no había obtenido
para la misma dispensa del impedimento de disparidad de cultos. - en 1599, habitaba
un suntuoso palacio en la orilla izquierda del Sena. En torno a la antigua soberana
bullía, con pretensiones de corte, una variopinta turba de poetas, comedió grafos,
teó logos, nobles, religiosos y charlatanes. Margarita, sin renunciar del todo a sus
devaneos galantes, combinaba su afició n a las ciencias y a las artes con el gusto por la
devoció n: mantenía a su costa una comunidad de agustinos, que cantaba día y noche el
oficio divino en su capilla, y oía diariamente tres misas celebradas por sus capellanes,
que eran, al menos, seis. Uno de ellos era Vicente de Paú l, quien debía su nombramiento
a los buenos oficios del Sr. Le Clerc de la Forêt9Abelly y Collet consideran al secretario
de la reina Margarita, Charles du Fresne, como introductor de Vicente en la casa de la ex
reina. A. Dodin, basá ndose en la biografía inédita de Antoine Le Clerc de la Forêt,
atribuye la gestió n a este ú ltimo. Cf. A. Dodin, o.c., p. 17. . A fin de vivir en la proximidad
del palacio, Vicente instaló su domicilio en la calle del Sena, en una casa distinguida por
ostentar en su fachada la insignia de San Nicolá s10S.V.P. XIII p. 8. . Como capellá n-
limosnero (aumonier, en el francés del siglo XVII, no había perdido aú n su primitivo
significado), ademá s de celebrar la misa segú n su turno, Vicente se ocupaba de
distribuir las abundantes limosnas de la extravagante dama. Muchas de ellas tenían
como destino el vecino hospital de la Caridad, regentado por los Hermanos de San Juan
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de Dios, los Fate ben Fratelli, en cuyo convento romano había ingresado el ex renegado
tunecino. Pronto lo vamos a ver en acció n allí11El hospital de los Hermanos de la
Caridad o, má s brevemente de la Caridad, debía su fundació n a la segunda esposa de
Enrique IV, María de Médicis, quien había hecho venir para ello a cuatro hermanos de
San Juan de Dios del convento de Florencia. Margarita de Valois trasladó el hospital a un
edificio cercano a su propio palacio y lo dotó generosamente. C. F. Guillet, L’Hô pital de
la Charité (Montévrain 1900); cit. por Coste, M.V., t.1 p. 68. . Vicente continuaba
aprendiendo, y su aprendizaje le iba entrenando cada vez con mayor precisió n para las
grandes empresas de su vida. Andando el tiempo, sería, sin títulos, pero muy realmente,
el gran limosnero del reino. Sería también director de conciencia de la verdadera reina
de Francia. Algo muy profundo estaba empezando a cambiar en el corazó n de Vicente
de Paú l en este añ o de 1610, al traspasar esa divisoria entre juventud y madurez que
son los treinta añ os.
La abadía de San Leonardo de Chaumes no resultó tan buen negocio como se había
prometido Vicente. En el contrato de adquisició n ya se hacía constar que la iglesia se
encontraba en ruinas, que no había en ellas monjes y que era preciso poner en
explotació n las tierras abandonadas. Por si fuera poco, resultó un avispero de pleitos.
Vicente no conseguía hacerle producir las 3.500 libras que anualmente tenía que pagar
al concesionario, Hurault de I’Hô pital. A los seis añ os de tan ruinosa adquisició n, se
desprendería de ella, por donació n entre vivos irrevocable y firme, en favor del prior de
San Esteban d’Ars, Francisco de Lanson12S.V.P. XIII p. 40-41. .
“Una vida verdaderamente eclesiá stica”
Volvamos, una vez má s, a 1610. Aparte de ocuparse en afianzar lo má s só lidamente
posible su situació n econó mica, Vicente vivió durante aquellos meses otros problemas y
preocupaciones de índole muy diversa. Una serie de indicios nos permiten vislumbrar
el cambio que empezaba a producirse en su espíritu. A pesar del anuncio hecho a su
madre a principios de añ o, ni la capellanía de la reina Margarita ni la abadía de San
Leonardo, que en cierto sentido era el “honesto retiro” por tanto tiempo buscado, le
llevaron a regresar a su pueblo para consagrarse, como proyectaba, al cuidado de los
intereses familiares. Había cambiado, como sabemos, de domicilio. La desagradable
experiencia derivada de su hospedaje en casa del juez de Sore le había abierto los ojos a
los peligros de la vida en el mundo. Ya antes de la falsa acusació n de robo había trabado
conocimiento con una de las figuras má s relevantes de la Iglesia francesa en aquellos
momentos: Pedro de Bérulle (1575-1629). Vicente de Paú l se puso bajo su direcció n,
pequeñ o gesto que implicaba un profundo cambio de actitud. Vicente empezaba a
proponerse metas má s altas que el mero ascenso social: empezaba a buscar una
orientació n y unos objetivos espirituales. “Dios le había inspirado – comenta Abelly – el
deseo de llevar una vida verdaderamente eclesiá stica”13Abelly, o.c., L.1 c.6 p. 24 .
Con Bérulle, Vicente entraba en contacto con las corrientes má s fervorosas y activas de
la Iglesia francesa, las que desde hacía medio siglo se esforzaban por implantar en
Francia la reforma preconizada por el concilio de Trento. Por aquellos añ os alcanzaba
su apogeo la campañ a en favor de la aceptació n por Francia de los decretos tridentinos.
Derrotada en los Estados Generales de 1614, acabaría imponiéndose, a pesar de las
resistencias galicanas, en la Asamblea General del Clero de 161514L. Villaert, La
7
restauració n cató lica, vol.20 de la Historia de la Iglesia de Fliche-Martin, ed. españ ola, p.
409-422. .
“Uno de los hombres má s santos que he conocido, el cardenal Bérulle”
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Es curioso constatar có mo las citas explícitas de Bérulle en los catorce volú menes de los
escritos vicencianos no pasan de la docena. Varias de ellas, aunque envueltas en elogios
má s bien tó picos, refieren pensamientos berulianos bastante triviales, como el de la
malignidad que el cargo de superior suele dejar en quienes lo ejercen21S.V.P. XI p. 62 y
139: ES p. 749 y 60.. La armonía entre maestro y discípulo terminó en una grave
ruptura. No estamos muy enterados de los detalles por la extrema discreció n de Vicente
en estas materias. Probablemente, la ruptura se produjo en 1618. Poco antes de esa
fecha había estallado una grave crisis en el círculo beruliano. El futuro cardenal se había
empeñ ado en imponer a las carmelitas, como cuarto voto comunitario, el voto de
esclavitud a Jesú s. Tal propó sito encontró la apasionada resistencia de muchas
religiosas y la decidida oposició n de otro de los superiores, el Dr. Duval, quien no dudó
en denunciar el caso al cardenal Belarmino. En enero de 1618, Bérulle sostuvo con la
Sra. Acarie para entonces M. María de la Encarnació n, un violento altercado, que se
saldó con una ruptura irremediable. La Sra. Acarie murió en abril de aquel mismo añ o
sin haber hecho las paces con Bérulle. Varias de las carmelitas tomaron la grave
decisió n de abandonar su convento de París y refugiarse en los Países Bajos españ oles.
No parece que Vicente interviniera en el fondo de esta malhadada controversia, pero sí
podemos suponer, con bastante certeza, el partido que tomó : el del Dr. Duval. Sin un
conflicto de gravedad, no se explica el encono con que, en 1628, Bérulle se opondría a la
aprobació n por la Santa Sede de la Congregació n fundada por su antiguo discípulo.
“El buen Sr. Duval”
De la tutela de Bérulle pasó Vicente a la del Dr. Andrés Duval. Es muy probable que
durante algú n tiempo simultaneara ambas influencias, má s atento a la de Bérulle en el
plano profesional de ocupaciones y empleos, má s sumiso a Duval, su confesor, en
asuntos de conciencia. Duval, menos brillante que Bérulle, no era menos sabio que él y,
seguramente, má s desinteresado y má s santo. Vicente dirá de él que, “siendo un gran
doctor de la Sorbona, era má s grande todavía por la santidad de su vida”22S.V.P. XI p.
154: ES p. 74. . “El buen Sr. Duval” – otra de las expresiones favoritas de Vicente para
referirse a él23S.V.P. XI p. 100 376: ES p. 404 646. - se distinguía por su fervorosa
adhesió n a la Santa Sede. Era, en el sentido francés de la palabra, un ultramontano. A
instancias del cardenal Barberini, el futuro Urbano VIII, con quien le unía una estrecha
amistad desde los tiempos en que éste había sido nuncio en París, compuso un tratado
sobre la autoridad del romano pontífice24A. Duval, De suprema Romani Pontificis in
Ecclesiam potestate (París 1614). para combatir el antirromanismo propagado por
Richer. En un orden má s prá ctico, trabajó , sin excesivo éxito, por convertir a la Sorbona
en un foco de irradiació n espiritual, y, en la misma línea, tradujo el Flos sanctorum del
P. Rivadeneira, completá ndola con la vida de los santos franceses, y escribió la biografía
de la Venerable Madre María de la Encarnació n, la famosa Sra. Acarie. Hasta su muerte
en 1638 sería el consejero indispensable de Vicente. Este, sin duda, encontraba má s de
su gusto la doctrina de Duval, de que las personas má s sencillas disputan a los sabios la
puerta del cielo y se la ganan25S.V.P. XI p. 154: ES p. 74. , que la de Bérulle, segú n la cual
los pastores de Belén carecían de categoría para honrar dignamente al Verbo
encarnado: “El honor que le hacían era muy pequeñ o, de suerte que puede decirse que
vinieron má s a ver al Hijo de Dios que a rendirle homenaje”26Cit. por J. Orcibal, en Le
cardinal de Bérulle… p. 122. Sobre Duval, DTC IV col.1967. . ¿No estaría ahí la raíz
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profunda que acabó distanciando de Bérulle al futuro apó stol de la pobre gente del
campo?
“Como vivía en la ociosidad, se vio asaltado de una fuerte tentació n contra la fe”
Pero hemos anticipado demasiado el curso de los acontecimientos. En 1610, las
relaciones entre Bérulle y Vicente de Paú l acaban de comenzar y son armoniosas27Es
difícil fijar la fecha exacta del encuentro de Vicente con Bérulle. Segú n Abelly (o.c., L.1
c.5 p. 22) y Collet (o.c., t.1 p. 26), el conocimiento entre ambos se produjo muy poco
después de la llegada del primero a París. Quizá no fue tan inmediato. La primera
aparició n segura de Bérulle en la vida de Vicente se produce con ocasió n de la denuncia
del supuesto robo hecha por el juez de Sore. Esto nos obliga a remontarnos a 1609 o,
quizá , a 1610. . Tanto que puede decirse que Bérulle es, para Vicente, mucho má s que
un protector y un consejero: es su maestro de novicios28P. Defrennes, art.cit., p. 397. .
Después del primer y serio sobresalto interior que ha sido para Vicente la acusació n de
robo, el encuentro con Bérulle es el segundo gran acontecimiento que le va a orientar
decididamente por el camino de la santidad. El tercero y má s importante no iba a tardar
en producirse. Entre 1611 y 1616, sin que podamos entrar en mayores precisiones
cronoló gicas, sufre Vicente una terrible crisis espiritual, su travesía por el desierto o, si
se prefiere el vocabulario carmelitano, su noche oscura del espíritu.
Los hechos, segú n Abelly, se desarrollaron de la siguiente manera: de la comitiva
palaciega de la reina Margarita formaba parte un famoso doctor que en otro tiempo,
siendo magistral de su dió cesis, se había distinguido por su actividad y elocuencia en la
controversia antiprotestante. La ociosidad a que le condenaba su nuevo oficio hizo que
se viera asaltado por graves tentaciones contra la fe. Tan violentas llegaron a ser, que el
pobre hombre experimentaba impulsos violentos de blasfemar de Jesucristo,
desesperaba de su salvació n y hasta sentía deseos de quitarse la vida tirá ndose por las
ventanas. El mero intento de rezar el padrenuestro despertaba en él horribles
imaginaciones. Hubo que dispensarle del rezo del oficio y de la celebració n de la Misa.
El mismo confió sus angustias a Vicente de Paú l, quien le aconsejó que en el ardor de la
tentació n se limitara a apuntar con un dedo hacia Roma o hacia la iglesia má s cercana,
indicando de esta manera que creía todo lo que cree la Iglesia romana. En tal estado de
á nimo, cayó gravemente enfermo. Vicente, temiendo que acabase por sucumbir a la
fuerza de las tentaciones, pidió a Dios que, si lo tenía a bien, traspasase a su propia alma
las tribulaciones del doctor. Dios le tomó la palabra. El doctor sintió disiparse de golpe
las tinieblas de su espíritu, empezó a ver bañ adas en radiante claridad todas las
verdades de la fe y murió en medio de una consoladora y maravillosa paz espiritual29El
relato de la tentació n del doctor es del propio San Vicente (S.V.P. XI p. 32-34: ES p. 725-
736), quien, sin embargo, no la pone en relació n con la suya propia. La noticia de que
Vicente había pedido a Dios la transferencia de la prueba procede de Abelly, quien nos
dice haberla recibido de una persona digna de toda fe y que no conocía el relato de
Vicente. Basada sobre este solo testimonio, resulta de dudosa credibilidad. Es, en
cambio, incuestionable la historicidad de la tentació n misma que relatamos a
continuació n (Abelly, o.c., L.1 t.3 c.11 p. 116-119). .
Entonces empezó la prueba para Vicente. La oscuridad envolvió su alma. Le resultaba
imposible hacer actos de fe. Sentía desmoronarse en torno suyo el mundo de creencias
y certezas que le había envuelto desde la infancia. Só lo conservaba, en medio de las
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tinieblas, la convicció n de que todo era una prueba de Dios y de que éste acabaría por
compadecerse de él. Redobló la oració n y la penitencia y puso en prá ctica los medios
que creyó má s apropiados. El primero fue escribir en un papel el símbolo de la fe y
ponerlo sobre su corazó n. Convino con Dios en que cada vez que se llevase la mano al
pecho renunciaba a la tentació n, aunque no pronunciase una sola palabra. “De esta
manera – comenta Abelly con fino instinto psicoló gico – confundía al diablo sin hablarle
ni mirarle”. El segundo remedio consistió en vivir con los hechos las ideas que la
confusió n de la mente no le permitía contemplar con claridad. Se entregó a la prá ctica
de la caridad, visitando y consolando a los enfermos del hospital de San Juan de Dios. La
tentació n duró tres o cuatro añ os. Se vio libre de ella cuando, bajo la inspiració n de la
gracia, tomó la firme e irrevocable resolució n de consagrar toda su vida, por amor de
Jesucristo, al servicio de los pobres. “Apenas había formulado este propó sito, cuando las
sugestiones del maligno se desvanecieron; su corazó n, oprimido tanto tiempo, se
encontró sumergido en una dulce libertad y su alma se llenó de una luz esplendorosa
que le permitió contemplar con plena claridad las verdades todas de la fe”.
Quisiéramos conocer má s a fondo el caminar interior de Vicente durante esos tres o
cuatro añ os. Es inú til. Vicente no nos ha dejado nada parecido a la narració n de sus
experiencias místicas, que otros santos han descrito con minuciosidad. Pero todo indica
que nos encontramos aquí ante la coyuntura decisiva de su vida. Bajo el peso de la
prueba, su espíritu se fue acrisolando lentamente. Salió de ella purificado y
transformado. Todavía habría de vivir otras experiencias y recibir otras luces. Pero el
cambio radical ya se había producido. Había encontrado a Dios y se había encontrado a
sí mismo, aunque su vocació n no se había concretado aú n en una determinada forma de
vida ni en una actividad específica. Por eso va a seguir durante unos añ os tanteando un
poco a ciegas todavía. La conversió n radical vivida por Vicente pasaría por un largo
proceso de maduració n, hasta convertirse en un á rbol cargado de frutos. Un episodio de
1611 podría hacernos pensar que Vicente era ya otro en esa temprana fecha. El 20 de
octubre de ese añ o, mediante acta notarial, Vicente hacía donació n voluntaria y libre al
hospital de la Caridad de una suma de 15.000 libras que él había recibido el día anterior
del Sr. Juan de La Thane30S.V.P. XIII p. 14-16. Curiosamente, este señ or de La Thane,
director de la Moneda de París, se encontraba precisamente entonces en conflicto con
Bérulle a causa de su negativa a ceder a éste los oficios de la Casa de la Moneda que una
ordenanza real le habían atribuido para el establecimiento del Oratorio (Defrennes,
art.cit., p. 396). . ¿Puro y desinteresado rasgo de caridad o mera transmisió n de una
limosna recibida con ese preciso destino? En todo caso, el que se escogiera a Vicente
como ejecutor del acto de caridad es un indicio de que nos encontramos ya muy lejos
del despreocupado deudor de Toulouse. La acusació n del robo, todavía no
completamente esclarecida, no había disminuido la confianza depositada en él por sus
amigos parisienses. Si no por un santo, se le tenía por un hombre honrado.
Por primera vez, cura de aldea
Otra prueba de confianza la recibía Vicente de su director el P. Bérulle. Uno de los
primeros compañ eros de éste en la fundació n del Oratorio iba a ser Francisco Burgoing.
Pero Burgoing era pá rroco del pueblecito de Clichy-la-Garonne, vecino a París.
Necesitaba renunciar a su parroquia para incorporarse a la naciente comunidad. En
busca de un sustituto, Bérulle puso los ojos en Vicente de Paú l. Burgoing firmó su
11
renuncia el 13 de octubre de 161131Collet, o.c., t.1 p. 36. . La Santa Sede la aceptó el 12
de noviembre. Vicente no era ya el inexperto aspirante a la parroquia de Tilh; sabía que
era necesario atar bien todos los cabos. El 2 de mayo de 1612, cuando todo estuvo
legalmente asegurado, tomó posesió n de su cargo con todas las formalidades de rigor:
entró y salió por la puerta de la iglesia y de la casa presbiteral, hizo la aspersió n con
agua bendita, oró de rodillas ante el crucifijo y ante el altar mayor, besó el misal, puso la
mano sobre el sagrario y las fuentes bautismales, tocó las campanas, se sentó en la sede
del pá rroco…32S.V.P. XIII p. 17-18. Al cabo de doce añ os, por primera vez en su vida
sacerdotal asumía la responsabilidad de la cura de almas. La conservaría durante má s
de catorce añ os. Pero só lo en los dos primeros haría de ella su principal ocupació n.
Luego le reclamarían otros cargos y otras obligaciones, forzá ndole a descargar el
cuidado directo de la parroquia en un vicario. Clichy quedaría, hasta que la vida de
Vicente haya encontrado al fin su rumbo definitivo, como apoyo seguro y ú ltimo,
mantenido en reserva, puesto que los usos del tiempo y los sagrados cá nones le
autorizaban a ello, durante una larga excedencia33Coste, M.V., t.1 p. 77. .
Clichy, en 1612, era una parroquia bastante extensa, con territorios anexionados hoy en
gran parte a los distritos VIII, IX, XVII y XVIII de París, pero poco poblada: unas 600
almas, de las que só lo 300 estaban en edad de comulgar. A pesar de su cercanía a la
capital, los habitantes eran campesinos humildes y gentes sencillas como los que
Vicente había conocido en su Pouy natal. El nuevo pá rroco se entregó al trabajo con el
ardoroso celo del neó fito. Seguía atravesando la dolorosa prueba que acabamos de
relatar, pero ello no hacía sino redoblar su fervor, convencido como estaba de que era la
ociosidad la causa de sus turbaciones y de que só lo la prá ctica de los actos contrarios
acabaría por concederle la victoria sobre la insidiosa tentació n.
Su actividad se extendió a todos los á mbitos. La iglesia se encontraba en muy mal
estado. Vicente emprendió su reconstrucció n, la dotó de ornamentos y muebles, hizo
poner un nuevo pú lpito y una nueva pila bautismal. Sus amistades parisienses le
proporcionaban los recursos necesarios. Vicente poseía ya el don, que tan importante
papel desempeñ aría en su vida, de saber despertar la generosidad de los poderosos en
favor de los necesitados. É l mismo no dudaba en endeudarse para tan nobles fines. A los
seis meses de su entrada en Clichy le vemos reconocer ante notario una deuda de 320
libras34S.V.P. XIII p. 19. .
“Má s feliz que el papa”
Con ardor todavía mayor se entregó a la atenció n espiritual de sus feligreses; predicaba
con entusiasmo y, lo que es má s importante, con capacidad de persuasió n; visitaba a los
enfermos, consolaba a los afligidos, socorría a los pobres, reprendía a los extraviados,
animaba a los pusilá nimes. Fue, para él, una época feliz que en su ancianidad recordaría
con nostalgia:
“Yo he sido pá rroco de una aldea (¡pobre pá rroco!). Tenía un pueblo tan bueno y tan
obediente para hacer todo lo que les mandaba, que, cuando les dije que vinieran a
confesarse los primeros domingos de mes, no dejaron de hacerlo. ‘Venían, se
confesaban, y cada día iba viendo los progresos que realizaban sus almas’. Esto me daba
tanto consuelo y me sentía tan contento, que me decía a mí mismo: ‘Dios mío, ¡qué feliz
soy por poder tener este pueblo!’ Y añ adía: ‘Creo que el papa no es tan feliz como un
pá rroco en medio de un pueblo que tiene el corazó n tan bueno’. Y un día, el señ or
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cardenal de Retz me preguntó : ‘¿Qué tal, señ or? ¿Có mo está usted?’ Le dije: ‘Monseñ or,
estoy tan contento, que no soy capaz de explicarlo’. ‘¿Por qué?’ ‘Es que tengo un pueblo
tan bueno, tan obediente a cuanto le digo, que me parece que ni el Santo Padre ni Su
Eminencia son tan felices como yo'”35S.V.P. IX p. 646: ES p. 580. .
No só lo eran buenos, sino artistas:
“Diré, para confusió n mía, que, cuando yo me vi en una parroquia, no sabía lo que hacer:
oía a aquellos campesinos entonar los salmos sin fallar en una sola nota. Y entonces me
decía: ‘Tú que eres su padre espiritual, ignoras todo esto’ y me llenaba de
aflicció n”36S.V.P. XII p. 339: ES XI p. 616. .
La acció n de Vicente en Clichy irradió a las parroquias vecinas, cuyos pastores vieron en
él un estímulo y un ejemplo. Una pequeñ a ausencia suya provocó una carta de su
coadjutor pidiéndole que volviera cuanto antes, pues todos los pá rrocos de los
alrededores, así como los burgueses y demá s habitantes de la villa, deseaban
ardientemente su regreso. Un religioso, doctor de la Sorbona, a quien Vicente invitaba
con frecuencia a predicar y confesar en la parroquia, declaraba que los feligreses del
futuro fundador de la Misió n le parecían á ngeles. Intentar instruirlos con su palabra se
le antojaba empeñ o tan vano como llevar luz al sol37Abelly, o.c., L.1 c.6 p. 26. .
Otra iniciativa tuvo Vicente durante su estancia en Clichy. Reunió en torno suyo a un
pequeñ o grupo juvenil compuesto por diez o doce muchachos aspirantes al
sacerdocio38Abelly, o.c., L.1 c.6 p. 28. . Uno de ellos se llamaba Antonio Portail y tenía
entonces veinte añ os. Es el primer discípulo de Vicente cuyo nombre conocemos. Estaba
llamado a ser el má s permanente de sus colaboradores: pasaría toda su vida junto a
Vicente y ambos morirían el mismo añ o, con só lo siete meses de intervalo. Portail fue la
ocasió n involuntaria de que Vicente ejercitara otra virtud: la del perdó n de las injurias.
Un día el bueno de Portail fue atacado, sin que se sepa por qué, por un grupo de vecinos
del cercano pueblo de Clignancourt, que la emprendieron con él a golpes y pedradas.
Los habitantes de Clichy salieron en defensa del atribulado mozo y consiguieron
apoderarse de uno de los agresores, que fue puesto en prisió n. Vicente intervino ante la
justicia del lugar e hizo libertar al prisionero39[L. Robineau], o.c., p. 157 .
Clichy es, en cierto sentido, el primer esbozo de la obra total de Vicente. En pequeñ a
escala, en su labor parroquial está n ya presentes todos los grandes temas que
desarrollará su futura acció n misionera: la preocupació n evangelizadora de la gente del
campo, la movilizació n de los poderosos en favor de los humildes, la caridad, la
formació n del clero. Todo ello no es todavía sino un vislumbre de líneas borrosas y poco
definidas, pero en ellas late ya el presentimiento de la obra futura. Para descubrir y
realizar ésta, Vicente necesitaba otros horizontes, un marco má s amplio, llamadas aú n
má s precisas. Sin darse cuenta de ello, Bérulle iba a ser de nuevo el instrumento de la
Providencia. A finales de 1613 le invitaba a dejar Clichy e ingresar como preceptor en
una de las má s ilustres familias de Francia: los Gondi.
Se comprende el dolor con que los vecinos de Clichy vieron a Vicente alejarse de su
pueblo. No les dejaba por completo, puesto que hasta 1626 retendría la titularidad de la
parroquia, y de vez en cuando regresaría a ella ya para administrar algú n
bautismo40Coste, M.V., t.1 p. 77. , ya para recibir, al frente de su feligresía, la visita
pastoral del señ or obispo, como ocurrió en 1624, en que Mons. Juan Francisco Gondi
encontraría todo en orden: el oficio dignamente celebrado, enseñ ado el catecismo, los
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libros parroquiales al día, armonía y buen entendimiento entre el pá rroco y su vicario,
entre los sacerdotes y el pueblo41Annales (1929) p. 729. .
El Señ or Vicente
El buen pueblo de Clichy guardó siempre un grato recuerdo del mejor de sus pá rrocos,
Vicente de Paú l o, como ellos le llamaban familiarmente, “Monsieur Vincent”, el Señ or
Vicente. Había sido él mismo quien había querido que se le llamase así, como quien dice
el Señ or Pedro o el Señ or Antonio, segú n explica Abelly42Abelly, o.c., L.3 c.13 p. 199. .
Ocultaba de esa manera el “de Paú l”, un poco enfá tico, de su apellido. El resto de su vida
seguiría siendo só lo eso, Monsieur Vincent, el Señ or Vicente. Así le llamarían la reina, el
cardenal Mazarino, los misioneros, las Hijas de la Caridad, los pobres de Chatillon, los
cardenales y los obispos. Por el mismo nombre, acaso hoy privado por el uso de su
primitivo y espontá neo frescor, le seguimos conociendo nosotros: Monsieur Vincent, el
Sr. Vicente.
Todos le tenían por virtuoso, pero antes de morir un molinero le reveló su oscuro
pasado
El molinero de Gannes, muy enfermo y con fama de virtuoso, pide confesarse. Es
probable que Vicente de Paú l pensara que su confesió n sería breve y rutinaria. Sin
embargo, el sacerdote se llevó una sorpresa cuando el moribundo reveló una serie de
pecados graves ocultos durante añ os. Este episodio cambiará el rumbo de la vida de
nuestro santo.
Los santos y las iglesias de Francia representan una pequeñ a semilla cristiana en una
tierra en la que el laicismo y la indiferencia, ligada al desconocimiento, parecen
predominar desde hace má s de dos siglos. Si nos quedamos en las apariencias externas,
seremos incapaces de apreciar esa riqueza. Pero Dios inspira, tanto en el interior del
templo, como en las circunstancias ordinarias de la vida.
La confesió n del molinero
Así le sucedió a san Vicente de Paú l un 25 de enero de 1617, día en que pronunció una
homilía en Folleville, cerca de Amiens. Sus palabras fueron una llamada de atenció n a
un auditorio de campesinos a los que apremiaba a confesarse.
Esta apelació n a reconciliarse con Dios no partía de ningú n rígido moralismo. Por el
contrario, era la consecuencia de una experiencia vivida recientemente: el molinero de
Gannes, un pueblo cercano, había pedido confesarse por encontrarse gravemente
enfermo.
Aquel hombre tenía fama de honrado y virtuoso entre sus convecinos, y es probable que
Vicente de Paú l pensara que su confesió n sería breve y, en cierto modo, rutinaria. Sin
embargo, el sacerdote se llevó una sorpresa cuando el moribundo solicitó hacer una
confesió n general.
Llegó entonces el momento de revelar una serie de pecados graves, ocultos durante
añ os a causa de una vergü enza transformada en un peso abrumador. Este episodio
cambiará por completo el rumbo de la vida de nuestro santo. En vísperas de la fiesta de
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la conversió n de san Pablo, Vicente de Paú l también se convierte tras unos añ os de
dudas y sufrimientos personales, una auténtica noche oscura de su alma.
Fueron, en especial los añ os de París, donde tuvo la direcció n espiritual y la protecció n
del sacerdote Pierre de Bérulle, hombre de gran ascendencia en la corte y fundador de
los oratorianos en Francia.
Bérulle recomendó a Vicente como capellá n de la familia Gondi, unos banqueros
florentinos establecidos en el país. Se diría que así se cumplían las aspiraciones de un
joven clérigo, destinado a ser un humilde pastor en las Landas.
La carrera eclesiá stica, con sus beneficios correspondientes, le sacaba de la existencia
oscura y trabajada de los campesinos para acercarle a ambientes nobiliarios con una
vida mucho má s amable. ¿Se repetiría la historia de tantos campesinos que, a lo largo de
los siglos, eligieron el estado eclesiá stico como un modo de mejorar su condició n social
y econó mica? Con Bérulle se había empapado de una espiritualidad cristocéntrica, en la
que la vida cristiana implica una participació n en la Vida del Verbo encarnado.
Ahora, tras la confesió n del molinero de Gennes, llegaba otro paso má s, en el que la
mirada de Vicente de Paú l se dirigía a aquellos en los que apenas había reparado: los
pobres, los campesinos…
Había que llegar a las almas necesitadas
En los dominios de la familia Gondi imperaba una miseria material y moral. ¿Bastaba
con la atenció n espiritual al matrimonio Gondi y su hijo, o era má s urgente ocuparse de
unos 8.000 campesinos necesitados de catequesis y sacramentos?
Si el molinero no había llevado una vida recta, pese a su prestigio social, ¿cuá l sería la
situació n de unos campesinos desatendidos en sus necesidades espirituales y
materiales? Muchas almas se perderían si alguien no les llevara el fuego ardiente de la
caridad, acompañ ada siempre de la alegría, porque una alegría indescriptible fue la
experimentada por el molinero al verse libre de sus remordimientos.
La vida de Vicente de Paú l cambió para siempre en aquel enero de 1617, y es preciso
reconocer que también influyó el interés de la señ ora de Gondi, que comprendió que las
atenciones espirituales del capellá n no solo serían para su familia. Había que llegar a
otras almas má s necesitadas y por eso brindó su apoyo a Vicente.
Este, por su parte, se olvidó de la estrecha mentalidad de no complicarse la vida y
disfrutar de las rentas de un cargo eclesiá stico. Ahora le apremiaba la caridad de Cristo,
signo distintivo de todo cristiano. Bien podrían aplicarse a san Vicente de Paú l estas
palabras del Papa Francisco: “Ejerzan con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de
Cristo, con el ú nico anhelo de gustar a Dios, y no a ustedes mismos. Sean pastores, no
funcionarios. Sean mediadores, no intermediarios”.
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