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Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus tres hijos,
desesperados, ya no sabían qué hacer para curarle. Un día, mientras
paseaban apenados por el jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos
y barba blanca se les acercó.
– Siento deciros que es muy difícil de encontrar, tanto que hasta ahora
nadie ha logrado llegar hasta su paradero.
El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días
pasaban, ninguno de los dos había regresado y la salud de su padre
empeoraba por minutos. Sintió que tenía que hacer algo y partió con su
caballo a probar fortuna. El duende del bosque se cruzó, cómo no, en su
camino.
– Voy en busca del agua de la vida para curar a mi padre, el rey, aunque lo
cierto es que no sé a dónde debo dirigirme.
– Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da tres
golpes de varita sobre la cerradura y se abrirá. Si aparecen dos leones,
dales el pan y podrás pasar. Pero has de darte prisa en coger el agua del
manantial, pues a las doce de la noche las puertas se cerrarán para
siempre y, si todavía estás dentro, no podrás salir jamás.
El hijo del rey dio las gracias al duende por su ayuda y se fundieron en un
fuerte abrazo de despedida. Partió muy animado y convencido de que,
tarde o temprano, encontraría el agua de la vida. Cabalgó sin descanso
durante días y por fin, divisó el castillo encantado.
Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derribó. Allí,
sentada, con la mirada perdida, estaba una hermosa princesa de ojos
tristes. La pobre muchacha llevaba mucho tiempo encerrada por un
malvado encantamiento.
El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro,
se apartó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron
entrar.
Y así termina la historia del joven valiente de buen corazón que, con la
ayuda de un duendecillo del bosque, sanó a su padre, encontró a la mujer
de sus sueños y se convirtió en el nuevo rey.