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Hace muchos años, en una pobre aldea china vivía un pobre campesino con su
hijo. Su única posesión material, aparte de la tierra y de la pequeña casa en la que
vivían, era un caballo que había heredado de su padre.
Un buen día el caballo se escapó, dejando al hombre sin animal para trabajar en el
campo. Sus vecinos —que lo respetaban mucho por su honestidad y diligencia—
acudieron a su casa para consolarle y decirle cuánto lamentaban lo ocurrido.
Él les agradeció la visita, y preguntó:
—¿Cómo podéis saber que lo que ocurrió ha sido una desgracia en mi vida?
—No quiere aceptar la realidad. Dejemos que piense lo que quiera, con tal que no
se entristezca por lo ocurrido.
Una semana después, el caballo retornó al establo, pero no venía solo: traía una
hermosa yegua como compañía.
Al enterarse del suceso, los habitantes del pueblo se alegraron, y se dieron cuenta
del significado de la respuesta que el hombre les había dado,
—Antes tenías sólo un caballo, y ahora tienes dos. ¡Enhorabuena! —le dijeron—.
—¿Será posible que este hombre no entienda que Dios le ha enviado un regalo?
Pasado un mes, el hijo del campesino decidió domesticar a la yegua. Al intentarlo
el animal dio un salto inesperado, y el muchacho tuvo una mala caída,
rompiéndose una pierna.
Los vecinos retornaron a la casa del campesino una vez más, llevándole
obsequios para el joven herido. El alcalde del pueblo presentó solemnemente sus
condolencias al padre, afirmando que todos estaban muy tristes por lo que había
sucedido.
Esta frase dejó a todos nuevamente estupefactos, pues nadie puede tener la
menor duda de que el accidente de un hijo es una verdadera tragedia.
—Realmente se ha vuelto loco; su único hijo se puede quedar cojo para siempre y
aún tiene dudas de que lo ocurrido es una desgracia.
Al cabo de algunos meses, Japón declaró la guerra a China. Los emisarios del
emperador recorrieron todo el país en busca de jóvenes saludables para ser
enviados al frente de batalla. Al llegar a la aldea, reclutaron a todos los jóvenes
excepto al hijo del campesino, que estaba con la pierna rota y no era útil para el
ejército.
Ninguno de los muchachos del pueblo retornó vivo. El hijo del campesino se
recuperó, los dos animales dieron crías que fueron vendidas y rindieron un buen
dinero. El campesino pasaba frecuentemente a visitar a sus vecinos para
consolarles y ayudarles, ya que siempre se habían mostrado solidarios con él en
todo momento.
Lo primero que me llamó la atención al leerlo por primera vez es la sabiduría del
campesino. Es sabio, ¿verdad? Y, sin embargo, en todo el cuento se limita a
preguntar, nada más.
Un hecho que encaja a la perfección con una definición de sabio leída hace algún
tiempo ya: un sabio no es aquel que tiene todas las respuestas —por sus
conocimientos—, sino el que sabe hacer las preguntas adecuadas. (Claude
Lévi-Strauss).
Así, nuestro sabio campesino chino ni se alegra ni se entristece ante lo que le
sucede, ni hace juicios de valor, sino que simplemente lanza una pregunta a sus
vecinos, pregunta que durante mucho tiempo les deja perplejos ante la
incapacidad de entender el significado real de la misma, así como respuesta que
lleva aparejada.
Juicio y perspectiva
Juzgamos todo aquello que nos sucede como bueno o malo, motivo de alegría o
de tristeza, justo en el momento en que ocurre, influidos, por tanto, solo por el
contexto más cercano.
Rufino Lasaosa