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Un burdel con orquesta

‘Juntacadáveres’ y ‘La Casa Verde’

Larsen encendió un cigarrillo viejo y sudado, que ya había estado fumando hacía un
rato, y empujó la puerta de La Casa Verde. La oscuridad estaba caliente y le dio en la
cara. Al fondo, escuchó una música andrajosa y abofeteada por la orquesta, que
componían tres miembros. Había oído hablar durante años de aquel prostíbulo.
Experimentó una emoción algo triste, como si hubiese viajado durante meses hasta
Piura, al norte del desierto de Sechura, en Perú, para morir entre caras desconocidas.

La ambición de regentar un burdel perfecto, con putas decrépitas e inverosímiles,


había quedado enterrada en Santa María años atrás. Pero estaba destinado a perseguir
sueños muertos. Lo mantenían con vida, esperanzado en que su existencia estuviese
abocada a un acabamiento sin fin. Quién sabe si no se encontraría en Piura para
comprar la casa de putas, y en los últimos instantes de su vida, hacer realidad un
anhelo desahuciado. A veces los muertos resucitan.

Se acercó al mostrador. Detrás de él una mujer fuerte, de una fealdad antigua, secaba
vasos con un trapo mugriento. “¿Qué va a ser, señor?”, preguntó. Larsen señaló con el
dedo una botella polvorienta. Tal vez se tratase de pisco. Bebió media copita de un
trago y tosió al final. Sabía a botas sucias. Se giró y contempló la sala de baile; en las
mesas que había en la orilla las habitantas cuchicheaban entre sí.

“¿Quién manda en todo esto?”, preguntó Larsen tras apurar lo que restaba en la copa y
limpiarse la boca con un brazo. La mujer se señaló el cuerpo de arriba abajo. Llevaba
puesto un vestido negro desgastado, que le nacía de la piel, casi como una
descamación. Larsen adquirió aplomo de repente, se puso muy derecho y buscó la
corbata para arreglársela, pero esa mañana no se la había puesto. “Permítame que la
felicite por su establecimiento, señora”, le dijo al fin. “Yo regenté uno como este”,
añadió con nostalgia…, “pero no duró ni cien días abierto. A lo mejor fue porque el mío
no tenía orquesta, como el suyo”, bromeó con las arrugas de la cara encendidas. Le
tendió una mano a través del mostrador. “Soy Larsen, Junta Larsen; aunque también
me llaman Juntacadáveres”.
La mujer se señaló el cuerpo de arriba abajo. Llevaba puesto un vestido negro
desgastado, que le nacía de la piel, casi como una descamación

La Chunga, que había estado hablando por gestos, se desperezó. De pronto, se sintió
vagamente interesada por lo que le decía aquel señor chupado, en cuyos pliegues se
notaba que nunca había sido joven. Lo miró fijamente, hasta atravesarlo y ver qué
había dentro. Entonces recordó su nombre. Tal vez lo había mencionado el arpista de
la orquesta. Se había hecho tristemente célebre, recordó la jefa, por rodearse de
prostitutas consumidas y viejas. Aceptó su saludo. “Algunos días me pregunto por qué
no cierro yo el mío”, comentó. Larsen se alargó de nuevo, como si quisiese alcanzar una
ventana más alta que él desde la que otear en las profundidades de la Chunga. Le
pareció que en aquella frase coleteaba un temblor, y se preguntó si la patrona no
estaría siendo literal en su comentario. “A lo mejor”, se animó a decir, “está esperando
a que le hagan una buena oferta por él”.

En ese momento se oyeron pasos en la escalera, cada vez más fuertes, hasta que
también se vieron unos zapatos, y después los cuerpos completos de un hombre y una
mujer. Él se sometía la camisa dentro del pantalón. Pasó por delante de la Chunga y de
Larsen sin volverse. Iba malhumorado. “Adiós, Lituma”, le habló la patrona. Lituma
farfulló algo incomprensible y buscó la puerta. Su acompañante, la Selvática, se quedó
en la barra. La Chunga le hizo un gesto para que se fuese, que no se le había perdido
nada allí, pero no lo entendió. “Ve a decirle a la orquesta que se tome un descanso,
cielo. Tantas canciones tristes van a deprimirnos”. Esta vez la habitanta comprendió
perfectamente. Larsen se volvió para ver cómo se alejaba. Cuando se giró otra vez, la
patrona lo esperaba, con la conversación pendiente, para desengañarlo. “Yo ya solo
aguardo a que una noche se me caigan encima las paredes y el techo de la casa,
mientras duermo. Ese día lo cierro. Pero para eso aún falta. Entretanto, ¿no le apetece,
digamos, algo?”.

Juan Tallón

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