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Resumen Filosofía del Derecho Contemporánea

Filosofía Del Derecho (Universidad Complutense Madrid)

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LA FILOSOFÍA DEL DERECHO CONTEMPORÁNEA


Carla Faralli (Resumen)

Introducción: LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO.

Los distintos usos del adjetivo contemporáneo generan, por lo menos, incertidumbre. Cuando
en el lenguaje común hablamos de Edad contemporánea, nos referimos al tiempo presente,
y con ello asumimos una delimitación que se mantiene fluida. Por el contrario, en el ámbito
de la historia, la divisoria suele fijarse con relación a fechas precisas.

De ahí que, para el estudio de la Filosofía del Derecho Contemporánea, sea necesario
estipular el momento en el que entendemos que ésta se inicia. Asumiremos como su
momento de inicio la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo XX, o lo que es lo
mismo, el momento en que comienza la crisis del modelo iuspositivista en su versión hartiana.

En los últimos treinta años se ha asistido a un progresivo derrumbamiento de las escuelas y


de los presupuestos que hasta entonces se consideraban consolidados en este ámbito
disciplinar. Una muestra es la pérdida de bastante de la utilidad que hasta entonces tuviera
la distinción clásica entre el iusnaturalismo, el iuspositivismo y el realismo jurídico.
Clasificación que durante largo tiempo nos había permitido agrupar las muy variadas
posiciones de los diversos autores.

La evidente pérdida de valor en nuestros días de estas tres tradiciones no nos permite
concluir que hayan desaparecido por completo. Más bien, por el contrario: el primero tiene
hoy como representante relevante a John-Mitchell Finnis; al segundo se encuentran ligados
autores como Neil MacCormick, Ota Weinberger o Joseph Raz; al tercero se vinculan en
nuestro tiempo los exponentes de los Critical Legal Studies, del análisis económico del
derecho y de una parte de la doctrina jurídica feminista.

La novedad de la presente situación radica en la comparecencia de otra serie de autores que,


en su discurso, o no se atienen a ninguna de ellas, o prescinden de las tres orientaciones
canónicas, en el sentido de que se ocupan de investigaciones por completo diferentes de las
que de ordinario se practicaban.

Otra de las características que singularizan al debate filosófico-jurídico contemporáneo es la


notable ampliación experimentada en su ámbito temático. Ámbito en el que se han abierto
nuevos campos, de tal manera que, sin que se haya renunciado del todo al tratamiento de
los problemas tradicionales de la disciplina, el filósofo del Derecho se encuentra cada vez
más comprometido con nuevas cuestiones, dotadas todas ellas de una elevada
especialización que requieren la aproximación a los campos propios del filósofo moral, el
filósofo de la política, el informático, el médico o el sociólogo.

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Una clave para comprender el debate filosófico-jurídico contemporáneo, puede consistir en


individualizar, en dicho debate, dos líneas de investigación que han surgido de la crítica al
modelo iuspositivista, con ocasión de su última crisis a finales de la década de los sesenta.

Tal modelo era característico de una teoría formal del derecho, es decir, el modelo propio de
una teoría que estudia el derecho atendiendo a su estructura normativa, con independencia
tanto de los valores a los que sirve, como del contenido que encierra.

Dicha concepción se asentaba básicamente en dos soportes: el primero la neutralidad


valorativa de las ciencias sociales y la imposibilidad de identificar criterios de enjuiciamiento
de orden moral para decidir en los ámbitos del Derecho y la Política. El segundo, la
imposibilidad de alcanzar un conocimiento objetivo de los valores.

El debate contemporáneo ha puesto en cuestión estos dos soportes sobre los que se
sustentaba el positivismo jurídico, lo cual ha hecho posible la apertura de la disciplina al
mundo de los valores ético-políticos y, a la vez, la apertura al mundo de los hechos.

Así pues, el POST-POSITIVISMO se abre paso, por un lado, a partir de las críticas que el
jurista y filósofo político estadounidense Ronald M. Dworkin dirige a Hart y a su “modelo de
reglas”; y por otro lado se produce su desarrollo por obra de las aportaciones neo-
institucionalistas del austriaco Ota Weinberger y el escocés Neil MacCormick, los cuales
sistematizaron sus críticas al modelo iuspositivista en su volumen conjunto “An Institutional
Theory of Law. New Approaches to Legal Positivism”.

La premisa de la teoría neo-institucionalista del Derecho de Ota Weinberger y Neil


MacCormick está constituida por la crítica al modelo iuspositivista, en la medida en que este
modelo se sirve de unas nociones ideales, por completo extrañas al mundo del ser, con lo
que se pierde de vista que el Derecho se encuentra profundamente inmerso en la realidad.

Con su teoría pretenden evitar tanto la caída en las trampas del idealismo, como sumergirse
en el engaño del reduccionismo. Para Neil MacCormick y Ota Weinberger el Derecho se sitúa
en el plano de los hechos, pero no en el plano de los hechos brutos (brute facts), sino en el
plano de los llamados hechos institucionales (institutional facts). El mundo de los hechos
brutos es visto como el mundo de los hechos naturales, es decir, los hechos que existirían
sin intervención de la creatividad humana. Por el contrario, los hechos institucionales son
hechos que son el resultado de la intervención y de la creatividad humana. Esta intervención
y creatividad no son consecuencia de una actuación individualista del ser humano, sino un
reflejo de la generalidad de la cultura que se encuentra, representada en el individuo. La
idea que se deja entrever es que no hay creatividad sin un fondo institucional.

En el caso de los hechos institucionales, que existen sólo por acuerdo humano, estaríamos
ante hechos que dependen de reglas constitutivas (constitutive rules), de las que en última
instancia surgen. Dichas normas confieren a un hecho bruto un nuevo sentido normativo o
institucional.

[Ejemplo: Se puede hablar de un acuerdo entre dos personas sin necesidad de mencionar
norma alguna (hecho bruto), pero no se puede hablar de matrimonio o de compromiso
(hecho institucional) sin hacer referencia a las normas que atribuyen a ciertos acuerdos entre
las personas el valor de matrimonio o compromiso (normas constitutivas).]

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Por lo tanto, los hechos institucionales presuponen la existencia de determinadas


instituciones y, a su vez, cada una de ellas es un sistema de reglas constitutivas. La nota que
permite distinguir a las normas jurídicas dentro del amplio conjunto de hechos institucionales
es el dato de que a las normas jurídicas se les atribuye la tarea de contribuir a la realización
de funciones que satisfacen fines relevantes para la sociedad.

Por lo que concierne a Ronald M. Dworkin, en su alegato contra la tesis hartiana de la


separación entre el Derecho y la Moral, sostiene que los ordenamientos jurídicos no se
componen tan solo de estructuras normativas, ya que comprenden, junto a las normas en
sentido estricto, los principios jurídicos, que van más allá del derecho establecido en cuanto
a que se refieren a fines o a valores.

Los principios jurídicos representan unas prescripciones genéricas, un standard que debe ser
tomado en consideración en cuanto que hacerlo constituye una exigencia de justicia, de
imparcialidad o de corrección. En la concepción dworkiana el Derecho se concibe como una
práctica social, que se encuentra integrada tanto por un conjunto de reglas, como por una
serie de valores que dichas reglas pretenden y deben desarrollar. Los principios son
realidades diferentes a las normas, si bien resultan complementarios de estas en el orden
jurídico. Los tribunales se ven obligados a recurrir a los principios para resolver los llamados
“casos difíciles” o “casos dudosos” (hard cases), en los que no resulta posible aplicar una
norma sin cometer, al hacerlo, una injusticia.

Mientras que una regla o una norma se aplica por subsunción (el caso concreto se subsume
en el supuesto de hecho abstracto previsto en la norma), los principios se aplican mediante
la ponderación de su valor relativo al caso. Pese a sus diferencias, tanto las normas en sentido
estricto como los principios jurídicos presentan una fisonomía común en el ámbito de la
decisión judicial. Ambos establecen derechos y obligaciones en orden a la decisión de la
controversia. Al juez le corresponde identificarlos, de tal manera que cuando resuelve la
controversia no asume una función creadora de Derecho.

Todo esto nos lleva a asumir la idea de que la interpretación posee mayor relevancia para la
teoría jurídica de la que se le había atribuido hasta entonces. En efecto, con el tiempo, el
momento interpretativo terminaría por convertirse en el motivo dominante de la construcción
doctrinal de Dworkin, quien en “Law’s Empire” construye una teoría del derecho como
interpretación y como integridad, sin dejarla en manos del arbitrio de los jueces y
magistrados, sino que se encuentra firmemente vinculada a los principios jurídicos.

Eliminada así la rígida distinción entre Derecho y Moral, que había caracterizado al positivismo
jurídico hasta la obra de Hart, se abre una nueva vía hacia una Filosofía del Derecho
normativa, que se ocupa de cuestiones dotadas de una fuerte proyección política y moral, y
que por ello mismo se encuentra en estrecha conexión con la Filosofía política y la Filosofía
moral.

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Por otra parte, también en el inicio de los años sesenta del siglo XX, cabe destacar al filósofo
estadounidense John Rawls, con su “A Theory of Justice”

Hasta la publicación de ese libro la gran mayoría de los filósofos anglosajones de la política
daba por sentado que su tarea consistía en aclarar el significado de los términos utilizados
en la reflexión política, así como en criticar a aquellos que la desarrollaban de manera
inconsistente. Este programa empezó a ser sometido a crítica en el transcurso de los años
cincuenta, cuando los propios filósofos analíticos comenzaron a poner en duda algunos de
los supuestos de su trabajo.

Rawls fue el primero que elaboró una teoría completa y sólida que asumió la principal
conclusión de este cambio de orientación: los problemas morales y políticos no se reducen a
simples cuestiones de significado. Rawls trató de identificar de entre todos los numerosos
objetivos sociales que, en principio, pueden perseguirse, aquellos que son justos.

El núcleo de la propuesta de Rawls radicaba en la convicción de que la legitimidad de un


orden institucional depende de que sus integrantes, individuos libres e iguales, puedan
aprobarlo de una forma estrictamente racional, al margen de la toma en consideración de
sus intereses particulares y de sus características y condiciones personales.

Así, los principios de justicia se deducen ateniéndose a un procedimiento en el que los


individuos deliberan a fin de decidir conjuntamente acerca del sistema institucional más
adecuado, y proceden a acordar cuáles son los principios de justicia. Procedimiento en el que
ha de partirse de la llamada posición originaria (original position), idónea para clarificar el
concepto de justicia y otros aspectos éticos. Es decir, se excluye el conocimiento, por parte
de los individuos que deliberan, de todas aquellas consideraciones que pudieran perturbar el
razonamiento estricto de justicia en favor de egoísmos o de intereses propios. Las partes en
cuestión alcanzan de manera conjunta, mediante un sólo acto colectivo, aquellos principios
que deben regular la asignación de los derechos y los deberes fundamentales, y que han de
determinar el reparto de las ventajas generadas por la cooperación social.

Tales principios de justicia son sustancialmente dos:

• El primero y prioritario, que prevalece sobre el segundo, establece que toda persona
ha de tener el mismo derecho al más amplio sistema de iguales libertades básicas,
compatible con un sistema similar de libertades para todos;
• El segundo, que determina que todos los principales bienes sociales, los llamados
bienes sociales primarios han de ser distribuidos de manera igual entre los miembros
de la sociedad, salvo en aquellos supuestos en los que la distribución desigual de uno
o más de dichos bienes redunde en beneficio de los menos favorecidos. Las
desigualdades económicas y sociales deben distribuirse de forma que resulten en la
mayor ventaja para los individuos menos favorecidos y estén ligadas a posiciones y
empleos al alcance de todos en igualdad de condiciones.

La citada publicación de Rawls tuvo un impacto excepcional sobre la filosofía del Derecho,
en la que ha producido una amplia y duradera controversia intelectual, en la medida en que
cuestiona uno de los soportes fundamentales del positivismo jurídico, el que expresa la
convicción de que resulta imposible tanto desarrollar cualquier tipo de discurso racional sobre
los valores, como una teoría científica que tenga por objeto contenidos deontológicos.

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Por otra parte, y aproximadamente en el mismo periodo, tiene lugar un proceso intelectual,
desarrollado básicamente en ALEMANIA, que atrae la atención de filósofos, economistas,
juristas, etc., y que genera todo un movimiento que se proponía la rehabilitación de la
filosofía práctica. Movimiento que, a partir de la relectura de Aristóteles y de Immanuel Kant,
intentó fundamentar una concepción del Derecho y de la Política de base renovadamente
normativa, y se propuso recuperar el tratamiento de los grandes problemas éticos,
económicos, jurídicos y políticos de la acción humana.

Este movimiento daría lugar a la llamada polémica del positivismo en la sociología alemana,
que se materializa en el congreso celebrado en Tübingen el año 1961, donde se evidenció el
enfrentamiento entre, de un lado, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, que sostenía
un positivismo metodológico, y de otro, la sociología de orientación empirista del racionalismo
crítico de inspiración popperiana.

Si abandonamos la óptica localista, podemos concluir que, contemplados desde una


perspectiva más universal, tal parece que los grandes temas del debate iusfilosófico
contemporáneo vuelven a ser la justicia, los derechos fundamentales del hombre, y la
imparcialidad o la neutralidad del Estado. Añejas temáticas, que hoy se ven enriquecidas con
nuevos perfiles y variados desarrollos.

En la propia ITALIA, el positivismo jurídico entra en crisis a finales de los años sesenta del
siglo XX. Como corriente doctrinal, el positivismo jurídico, a pesar de que, a partir de
entonces, se encuentra sometido a fuertes críticas, continúa constituyendo un punto de
referencia importante para bastantes estudiosos y, de entre ellos, de un modo singular para
Giacomo Gavazzi y Alfonso Catania.

Giacomo Gavazzi, discípulo directo de Norberto Bobbio, ha dedicado sus estudios al


tratamiento de problemáticas teórico-formales relacionadas con la interpretación del Derecho
y con la cientificidad de la ciencia jurídica, la coherencia del ordenamiento y las antinomias;
a los que se suman los estudios que tienen por objeto la profundización en el pensamiento
kelseniano y en las nuevas metodologías analíticas. Sostiene el autor que la teoría kelseniana
ha de ser purificada de sus elementos más inaceptables (como el propio concepto de norma),
al tiempo que debe expandirse en sus aspectos innovadores, entre los que habría que
destacar la toma en consideración del elemento funcionalista (de ahí su propuesta de una
“teoría general de las funciones”).

Por otro lado, Alfonso Catania realiza una crítica interna a Kelsen, y lo hace tomando
sobretodo en consideración las propuestas de Hart. De tal manera que, si bien mantiene
firme la distinción entre el mundo del ser (Sein) y el mundo del deber ser (Sollen) y subraya
la importancia del concepto de ordenamiento que resulta central para entender el Derecho,
no por ello renuncia a tratar de hacer más “realista” la dimensión pura del orden jurídico.

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En el debate doctrinal desarrollado en ITALIA en las últimas tres décadas, también se


mantiene activo el iusnaturalismo. Corriente doctrinal, tradicionalmente contrapuesta al
positivismo jurídico, que había encontrado ya, al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial,
una renovada acogida, tanto entre los filósofos como entre los juristas.

En esta línea argumental destaca Sergio Cotta, quién desarrolló una concepción, que él
mismo ha definido como “ontofenomenología” del Derecho. Concepción que tiene su núcleo
en el reconocimiento de la conexión intrínseca e ineliminable entre el vivir existencial, que
constituye la “estructura ontológica” del ser humano, y la coexistencia, en la que se activa la
dimensión de la juricidad. Sobre esta concepción descansa la idea de un Derecho natural,
que es entendido no como un Derecho ideal, sino como un conjunto de invariables cuya
inobservancia haría que resultasen inviables las relaciones coexistenciales. La perspectiva
existencialista de Sergio Cotta ha encontrado acogida, y ha tenido su desarrollo, en diversas
direcciones, por obra de sus discípulos.

Por otro lado, un iusnaturalismo de tipo historicista, basado en la concepción de un Derecho


natural como limite a la creciente omnipotencia del Estado y como garantía de la defensa de
la libertad del ciudadano y del ser humano, fue profesado por Guido Fassò, con una singular
y consecuente continuidad de pensamiento a lo largo de su obra. “Sólo si se desliga de la
idea de un Derecho natural metafísico, extrahistórico, eterno e inmutable, el iusnaturalismo
podrá encontrar un lugar en la cultura jurídico-política actual”.

Una original filosofía de los valores ha sido desarrollada por el catedrático de la Universidad
de Padua, Enrico Opocher, continuador del legado de Giuseppe Capograssi. Ambos
pensadores participan de una concepción del Derecho que lo entiende como valor “en la
medida en que todos sus aspectos se viven y se sufren por la conciencia del sujeto”, sin por
ello agotar la experiencia jurídica en una perspectiva subjetivista. A la profundización en el
tratamiento de estos temas han contribuido los discípulos de Enrico Opocher, cada uno con
una línea propia de investigación.

Otros filósofos del Derecho en ITALIA se han alineado en las esencias de las dos corrientes
– el marxismo y la espiritualidad católica – en las que se escindió el idealismo en torno a la
mitad del siglo XX.

Tres pensadores que participaban de puntos de partida próximos a las tradiciones del
marxismo, Domenico Corradini, Eugenio Ripepe y Danilo Zolo, terminaron destacando por
haber desarrollado en su trayectoria posturas propias. El primero de ellos orientaría sus
intereses en torno al tratamiento de temas inherentes a la construcción del sujeto y del orden
simbólico. El segundo centraría sus reflexiones en orden al tratamiento del pensamiento de
eminentes teóricos elitistas de la política. El tercero, mediante la combinación de una teoría
del conocimiento de impronta empirista con la concepción sistémica de Niklas Luhmann,
elaboraría una epistemología reflexiva de la complejidad.

Por su parte, el espiritualismo católico ha inspirado las reflexiones filosófico-jurídicas de


Domenico Coccopalmerio y de Francesco Mercadante.

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En 1965 vieron la luz dos textos fundamentales para la disciplina: “Giusnaturalismo e


positivismo giuridico”, de Norberto Bobbio, y “Cos’ è il positivismo giuridico?” de Uberto
Scarpelli. Dos obras que se consideran la síntesis y el balance de los quince años de alianza
entre el positivismo jurídico y la filosofía analítica, pero que, al tiempo, no dejan de revelar
ya los primeros síntomas de la crisis del citado modelo.

En el primero de ellos, Norberto Bobbio vuelve sobre los distintos significados de la expresión
positivismo jurídico y repite que por el positivismo jurídico pueden entenderse tres cosas:

1. El positivismo como enfoque metódico o modo de aproximación (approach) al estudio


del Derecho;
2. El positivismo como teoría del Derecho;
3. El positivismo como ideología sobre el Derecho justo.

Distinción que no se puede obviar a la hora de criticar al positivismo jurídico, ya que no es


posible realizar una crítica genérica indiscriminada del mismo como un todo. En todo caso,
Bobbio reconoce su identificación sin matices tan sólo con el positivismo jurídico entendido
en su acepción de modo científico de aproximarse al estudio del Derecho.

En un artículo posterior, Bobbio llega a dar la vuelta a las tesis que él mismo había sostenido
en la década de los cincuenta, concluyendo que se está asistiendo a una completa inversión
de rumbo. Cambio de orientación que se manifiesta en la tendencia a abrir paso a una
metajurisprudencia más realista, que al estudiar lo que la Ciencia jurídica es en realidad,
descubre que ésta, lejos de desarrollar un análisis meramente descriptivo, es en verdad
prescriptiva, en la medida en que establece los comportamientos a seguir.

Por su parte, Uberto Scarpelli, en “¿Cos’ è il positivismo giuridico?”, asume un punto de vista
bien diverso al bobbiano, al extremo de que llega a proponer el desplazamiento del modelo
iuspositivista “del universo de la ciencia al universo de la actividad política”. En efecto, al
admitir la impracticabilidad de un acercamiento meramente científico al Derecho, Scarpelli
sostiene que el iuspositivismo se resuelve en la aceptación, por parte del jurista, del Derecho
positivo (entendido como el sistema de normas válidas establecidas por el ser humano,
constituido por normas generales y abstractas, coherentes, completo y coercitivo).

La interpretación política del iuspositivismo atribuye a la práctica y a la Ciencia del Derecho


iuspositivista, una función primordial de colaboración con la voluntad política, que se
manifiesta en el derecho positivo.

En los años siguientes, los del post-positivismo, madura el pensamiento de N. Bobbio y U.


Scarpelli. Así, Bobbio se acerca a una teoría del Derecho de tipo funcional, intentando adecuar
la teoría del Derecho a las transformaciones que se estaban produciendo en la sociedad
contemporánea. Tal y como reconoce el propio Bobbio, la teoría formal del Derecho,
orientada al análisis de la estructura de los ordenamientos jurídicos, había descuidado el
análisis de sus funciones. Este descubrimiento pone en evidencia la necesidad de una “teoría
funcionalista del Derecho”, que se sitúe, no en contraposición a la teoría estructural, sino
junto a ella, complementándose entre sí.

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Desde finales de los setenta, N. Bobbio reorientó sus estudios y su docencia universitaria al
pasar a ocuparse de temas más bien propios de la Filosofía Política, ya fuese por motivos
puramente contingentes, ya fuese como consecuencia de que terminó asumiendo la
convicción de que la Teoría Política debe alimentar e integrar la Teoría del Derecho.

Al tiempo, el propio Bobbio pasó a sostener que, si bien en la teoría general del Derecho
contemporánea dominaba todavía la concepción represiva del Derecho (siendo un
ordenamiento coactivo), las teorías tradicionales resultaban inadecuadas para un contexto
institucional que se había transformado profundamente y que había dado lugar al Estado de
Bienestar. En ese nuevo contexto el Derecho había dejado ya de cumplir una función
meramente represiva, pasando a desarrollar también funciones promocionales, haciendo un
uso cada vez más frecuente de las técnicas de alentamiento. Junto a la sanción negativa
aparece un nuevo instrumento para guiar la conducta, la sanción positiva, que se propone
estimular y propulsar la práctica de los actos que se consideran socialmente útiles.

De este modo, Bobbio introduce dos innovaciones a su teoría, al proponer, por un lado,
revisar la concepción represiva del Derecho; al tiempo que, por otro lado, opta por ampliar
los confines de la teoría jurídica tradicional, estudiando no sólo los elementos estructurales
del universo jurídico, sino también su dimensión funcional.

Por estas mismas fechas Uberto Scarpelli procedió a reorientar sus estudios, al centrarlos
básicamente en el tratamiento de los problemas de ética y metaética jurídica y general, que
en ocasiones presenta en forma de investigaciones sobre los problemas característicos de la
semiótica del lenguaje prescriptivo; investigaciones que nunca dejaron de estar inspiradas
por la asunción del principio de la Gran División (Great Division) entre lo descriptivo y lo
prescriptivo, la llamada ley de Hume, en virtud de la cual se establece una separación entre
los juicios de existencia y los juicios de valor.

De ahí se deriva una modalidad de ética que Scarpelli denomina la ética sin verdad, que
sostiene que las proposiciones prescriptivas, a diferencia de las descriptivas, no son ni
verdaderas ni falsas y no pueden, por tanto, ser sometidas a un juicio de verdad o de
falsedad, sino tan solo a criterios de justificación.

En ese mismo periodo, Scarpelli comenzó a ocuparse, desde una perspectiva laica, del
tratamiento de la bioética, contribuyendo a la difusión entre los filósofos del Derecho del
estudio y los debates doctrinales que ha generado la problemática propia de esa modalidad
emergente de la ética aplicada.

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Capítulo primero: LA APERTURA DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO A LOS VALORES


ÉTICO-POLÍTICOS.

Como apuntamos en la Introducción, la crisis del positivismo jurídico contemporáneo ha


producido dos importantes efectos. De un lado ha favorecido la superación de la tesis
positivista de la rígida separación entre el Derecho y la Moral; y de otro lado, ha determinado
la consiguiente apertura del debate filosófico-jurídico contemporáneo a la toma en
consideración de los valores ético-políticos. Dicha apertura ha tenido varias manifestaciones,
las más significativas son dos corrientes: la teoría constitucionalista, neo-constitucionalista o
principialista del Derecho; y la nueva teoría del Derecho natural o neo-iusnaturalismo.

La individualización del constitucionalismo como una teoría específica del Derecho, su


contraposición al legalismo y la consideración de ambas como las dos concepciones básicas
del sistema jurídico, constituyen postulados que han encontrado acogida en las obras de
Robert Alexy y Ralf Dreier desde finales de los años ochenta del pasado siglo.

En el curso de dicho debate, las teorías legalistas han desarrollado, en última instancia, un
discurso similar al del iuspositivismo tradicional; por el contrario, las teorías
constitucionalistas se basan en el reconocimiento de la complejidad de la estructura
normativa de los Estados constitucionales democráticos. Complejidad que se encuentra
ligada a la positivación de los derechos fundamentales como derecho de vigencia inmediata,
la superioridad de la Constitución sobre las restantes fuentes del Derecho, y la introducción
de los principios constitucionales, así como la diferenciación entre estos y las reglas.

La suposición de que, además de las normas de tipo tradicional, al sistema jurídico


pertenecen también valores que, al tener rango constitucional, ejercen un efecto de
irradiación a todo el Derecho, tiene amplias consecuencias. Con conceptos tales como los de
dignidad, libertad, igualdad y Estado de Derecho, democracia y Estado social, la Constitución
proporciona un contenido substancial al sistema jurídico, que se refleja en la aplicación del
Derecho y en la tendencia a reemplazar la subsunción clásica de los hechos en las reglas
jurídicas, por una ponderación que sopese valores y principios constitucionales.

La crítica de esta concepción del sistema jurídico ofrece un arsenal de tesis, que en su
conjunto constituyen el denominado legalismo, y que tuvo en el iuspublicista alemán Ernst
Forsthoff uno de sus más destacados representantes.

En todo caso, como ya se ha anticipado, la aproximación constitucionalista tuvo su pionera


manifestación en la teoría del Derecho como integridad postulada por Ronald M. Dworkin.

Sobre la base de los desarrollos de Robert Alexy y Ralf Dreier, es posible caracterizar la
perspectiva constitucionalista atendiendo a sus tres ideas-fuerza más destacadas:

• En primer lugar, las teorías constitucionalistas sitúan en el centro de su análisis el


alcance atribuido a la corrección moral del Derecho, al tiempo que afirman la
irreductibilidad de todo el Derecho meramente al Derecho válido en sentido formal
(en contra de los postulados del positivismo jurídico). Todo ello encuentra su
expresión en la constitucionalización de los principios jurídicos y de los derechos

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inviolables de los individuos, a los que se atribuye la condición, no sólo de auténticas


normas jurídicas, sino de normas del máximo rango jerárquico. La presencia de los
principios se traduce en la apertura del Derecho a contenidos morales, al tiempo que
determina el desarrollo de nuevas formas de decisiones judiciales, en las que entra
en juego la ponderación de los distintos principios concurrentes.

• En segundo lugar, y sobre la base de estas nuevas formas decisorias, se subraya la


importancia de los procesos de aplicación del Derecho, en particular de los procesos
judiciales de aplicación del Derecho, por la determinación de los mismos en el ámbito
de los sistemas constitucionales.

• En tercer lugar, y en estrecha relación con el segundo aspecto, se destaca la


vinculación del legislador a los principios y a los derechos constitucionales, así como
el decisivo papel que se les reconoce a jueces y magistrados en orden a su realización.

Las teorías que han desarrollado de una manera más completa estas idea-fuerza, y que por
ello se pueden considerar teorías constitucionalistas del Derecho, son básicamente las
formuladas por Ronald M. Dworkin y Robert Alexy.

La reflexión del jurista y filósofo estadounidense Ronald M. Dworkin, como dijimos, fue una
primera aproximación constitucionalista al Derecho. La exigencia de un aparato teórico
adecuado al nuevo contexto, encuentra su desarrollo en la concepción del derecho como
integridad, ateniéndose a los tres aspectos mencionados:

• El primero de los aspectos, el relativo a la distinción cualitativa entre las reglas y los
principios presenta para Dworkin dos dimensiones: a) una dimensión empírica,
relacionada con los procesos de inclusión de los principios en los sistemas jurídicos,
y b) un aspecto teórico, ligado al problema de la obligatoriedad del Derecho. En
relación con el primero, se subraya la importancia de los principios en el desarrollo
del Derecho; desde el segundo punto de vista, la presencia de los principios supone
la conexión entre el Derecho y la Moral, y la legitimación de la comunidad jurídica:
esta última se encuentra legitimada en la medida en que exprese, a través de los
derechos individuales, la exigencia moral de la igual consideración y respeto de sus
miembros. Esta base moral es el elemento que atribuye obligatoriedad al Derecho.

• El segundo aspecto se encuentra vinculado a los procesos de interpretación y


aplicación del Derecho. La integridad se traduce en la exigencia de que la decisión
judicial sea coherente con los principios y haga efectivo el postulado de la igual
consideración y respeto. La integridad entendida como coherencia expresa la
exigencia de la universalidad de las decisiones, tratar casos iguales de manera igual.

• El tercer aspecto se relaciona con la posibilidad de una fundamentación objetiva de


las decisiones jurídicas y de los problemas morales. La presencia de los principios y
la inclusión de componentes morales en el Derecho se relacionan con la posibilidad
de obtener decisiones que tengan su fundamentación en términos racionales.

La teoría dworkiana sintetiza estos tres aspectos en una concepción basada en los derechos
de los individuos (rights based) y que participa de una concepción constitucional de la
democracia.

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Por su parte, Robert Alexy se propone integrar las aportaciones propias de la tradición
analítica inglesa con la llamada “teoría de la acción comunicativa y la ética discursiva” del
filósofo y teórico alemán Jürgen Habermas.

La reflexión filosófica de Jürgen Habermas se había iniciado en la última década de los 50 en


el ámbito de la llamada “segunda generación” de la escuela de Frankfurt. Corriente de la que
iría emancipándose hasta llegar a una plena autonomía de su pensamiento.

Será en los dos volúmenes de su “Teoría de la acción comunicativa” donde Habermas teorice
este cambio de paradigma, con el despliegue del denominado “giro comunicacional”, que
caracterizará su pensamiento ulterior y su concepción de la ética y del Derecho. Habermas
considera central el concepto de razón comunicativa. Dicha modalidad “ampliada” de razón
se contrapone, por un lado, a la razón puramente instrumental y finalista de la acción, y por
otro profundiza críticamente la razón práctica de origen kantiano. No nos pretende señalar
qué debe hacerse para obtener un resultado determinado, sino que nos muestra la vía para
identificar qué normas pueden disciplinar acciones.

La comunicación racional debe observar ciertos presupuestos: las reglas formales de la lógica
en la formulación de los argumentos, la comunidad de la lengua empleada o su traducibilidad,
la paridad de los participantes, su responsabilidad moral y la disponibilidad para entenderse.

En su obra “Facticidad y validez: sobre el Derecho y el Estado democrático de derecho en


términos de teoría del discurso”, el filósofo procede a la aplicación de estas premisas al
mundo de Derecho. El principio de validez del derecho es el principio según el cual merecen
la consideración de normas validas solo aquellas que pudieran recibir la aprobación de todos
los potenciales interesados, en la medida en que estos participan en discursos racionales.
Así, en el corazón del Derecho positivo, Habermas introduce la moral. Una moral de tipo
procedimental. Se puede hablar así de un Derecho justo, sin que por ello sea preciso hacer
referencia a éste o aquél concreto contenido moral.

Robert Alexy se sitúa en el mismo plano de Habermas, en la medida en que su teoría viene
a significar la sistematización y reinterpretación de la teoría del discurso práctico
habermasiano y la extensión de esta teoría al campo especifico del Derecho.

En su obra “Teoría de la argumentación jurídica”, Alexy alumbra y desarrolla la denominada


“Sonderfallthese”, que determina su consideración del discurso jurídico como un caso
especial de discurso práctico general, del cual se diferencia porque con las afirmaciones y las
decisiones jurídicas no se pretende alcanzar la corrección absoluta, sino tan sólo decisiones
correctas a la luz de los presupuestos del ordenamiento jurídico vigente.

En su obra “El concepto y la validez del Derecho, Alexy reitera que la pretensión de corrección
es un elemento necesario del concepto de Derecho, ya que establece la conexión entre
Derecho y moralidad. En dicha publicación, sostiene la tesis de la vinculación conceptual
normativa necesaria entre el Derecho y la Moral, y lo hace recurriendo a una serie de
argumentos, entre los cuales resulta fundamental el llamado “argumento de principios”. Así,
y a través del desarrollo y concreción de la posición dworkiana, Alexy define los principios
como una especie normativa con características singulares. Las reglas son mandatos
definitivos, son normas que sólo puede ser cumplidas o no, y su forma de aplicación es la

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subsunción. Por el contrario, los principios tienen un contenido más general, más abstracto,
más vago. Los principios son normas de un tipo distinto, que ordenan optimizar, de aquí que
puedan definirse como mandatos de optimización. Entre los principios y las reglas no solo
existe una diferencia de grado, sino también de tipo cualitativo. Los derechos que se basan
en reglas son derechos definitivos. Por el contrario, los derechos que se basan en principios
son derechos prima facie.

Alexy afirma que los principios se diferencian por la dimensión de su peso relativo, más que
por su validez. El procedimiento necesario para determinar cuál es el peso de cada uno de
estos principios está constituido por un test de balance, una ponderación. La ponderación es
la forma característica de la aplicación de los principios. Ponderar es buscar la mejor decisión
cuando en la argumentación concurren razones justificadoras conflictivas y del mismo valor.

Las constituciones que se ajustan al modelo que se expresa en los sintagmas Estado de
Derecho introvertido, Estado jurisdiccional, Estado constitucional, o Estado de Derecho
material, se diferencian de los llamados modelo de Estado de Derecho clásico o Estado de
Legislación por incorporar principios en los cuales se expresan decisiones valorativas que se
imponen al legislador.

Es en este punto concreto donde se manifiesta una abierta discrepancia entre Habermas y
Alexy, reprochándole a este último el haber sugerido la subordinación del Derecho a la Moral,
lo cual para Habermas está fuera de lugar, dado que la Moral no se encuentra del todo
liberada de resabios o connotaciones iusnaturalistas.

En el polo opuesto a la concepción del Derecho de Alexy y Habermas se sitúa la concepción


del jurista y sociólogo alemán Niklas Luhmann. Este autor, a partir de la década de los
ochenta, afrontó la problemática jurídica a la luz de la teoría general de los sistemas
autopoiéticos. Según esta teoría, la sociedad se concibe como un “sistema social
omnicomprensivo”, en cuyo ámbito anidan toda una variada serie de sistemas sociales
parciales o subsistemas sociales.

Todo subsistema social, en su condición de sistema autopoiético, es autónomo, y actúa según


su propio código específico, de conformidad con el principio de autonomía operativa que, en
el caso del Derecho, es el esquema código binario Derecho/no Derecho (legal o ilegal). El
Derecho, por sí mismo, determina lo que vale como Derecho. Su código binario le permite
distinguir en su ámbito a las acciones lícitas de las acciones ilícitas, sin que la distinción
implique valoración moral alguna, esto es, pronunciamiento acerca de su bondad o maldad.

A partir de estos argumentos se materializa la abierta discrepancia existente entre la


concepción de Niklas Luhmann y la concepción de Robert Alexy y Jürgen Habermas.

Resulta cercana a las teorías constitucionalistas de Dworkin y Alexy, la concepción filosófico-


jurídica que desarrolló el jurista argentino Carlos Santiago Nino, concepción que admite la
posibilidad de justificar y fundamentar racionalmente principios morales normativos.

De entre las muchas coincidencias que presentan las concepciones de Nino y las de otros
teóricos neo-constitucionalistas, destacan dos argumentos, que permiten hablar de una línea
de pensamiento común: por un lado, la crítica al positivismo jurídico, y por otro, la tesis de
la conexión entre el Derecho y la Moral.

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Por lo que concierne al primer punto de vista, Nino critica el positivismo jurídico a través de
lo que denomina “el Teorema Fundamental de la Filosofía del Derecho”, que puede
sintetizarse en que las normas jurídicas no estarían en condiciones de ofrecer razones
suficientes para justificar acciones o decisiones (por ejemplo, de los jueces), si estas
careciesen de un fundamento moral, de tal manera que el Derecho positivo tan sólo puede
ser considerado obligatorio si encuentra acomodo en principios o razones morales.

Desde el segundo punto de vista, Carlos Santiago Nino adopta la tesis del “caso especial” de
Alexy y desarrolla la idea de la conexión entre el Derecho y la Moral, sobretodo “en los niveles
de la justificación y de la interpretación del Derecho”. La fundamentación moral del Derecho
tiene una dimensión procedimental, a la vez que discursiva, y encuentra su principal
expresión en la decisión del legislador democrático. Para Nino, el Derecho producido
democráticamente, en cuanto fruto de un procedimiento que se acerca al discurso práctico
puede ser considerado obligatorio en cuanto aporta “razones según las cuales las normas
prescritas por la autoridad democrática derivan de principios morales válidos y contienen
argumentos que justifican decisiones”.

En el debate filosófico-jurídico ITALIANO, las temáticas del neo-constitucionalismo han


encontrado cierto eco tan sólo en los últimos tiempos.

Una cierta apertura al tratamiento del neo-constitucionalismo se puede apreciar en las


publicaciones de Uberto Scarpelli, en su última etapa. Scarpelli sostiene la necesidad de
individualizar unos principios que puedan orientar la legislación, al tiempo que auspicia la
creación de un aparato judicial que pueda asegurar, sobre la base de tales principios, una
actividad de interpretación del Derecho que desarrolle una función unificadora.

Dentro del “nuevo paradigma constitucional” se inscriben de manera destacada las obras que
el profesor Luigi Ferrajoli ha publicado a partir de “Derecho y razón. Teoría del garantismo
penal”. En este texto se ofrece una configuración del Derecho como un sistema de garantías.

Su autor desarrolla una teoría general del garantismo, que es la teoría propia del Estado
constitucional de Derecho. Teoría que inspira y promueve “la construcción de las paredes
maestras del Estado de Derecho, que tiene por fundamento y fin la tutela de las libertades
del individuo, frente a las varias formas de ejercicio arbitrario del poder, particularmente
odioso en el ámbito del Derecho penal”.

Traza por ello un modelo de sistema penal garantista, que se asienta sobre dos principios
indisponibles: el convencionalismo penal (con arreglo al cual no pueden existir tipos penales
si no están expresamente previstos en las leyes) y el cognitivismo procesal (que supone que
se dan hipótesis acusatorias que pueden ser verificadas o falseadas en virtud de su carácter
asertivo), principios que se contraponen a los propios de sistemas penales autoritarios.

Con la finalidad de limitar el poder de disposición del juez, el autor enuncia diez axiomas que
configuran un Derecho penal mínimo y garantista, que garantiza la esfera propia de la libertad
del ciudadano frente a las manifestaciones arbitrarias e imprevisibles del poder.

En sus obras más recientes, se ha ampliado la temática objeto de su producción bibliográfica,


ya que, sin haber abandonado el tratamiento del garantismo penal, ha procedido a abordar
otras cuestiones, como la soberanía, la ciudadanía y sobretodo, los derechos fundamentales.

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La apertura de la Filosofía del D. a los valores ético-políticos ha marcado también un hito en


la historia del iusnaturalismo, con la emergencia de una nueva teoría del Derecho natural.

Ya al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial, las tesis iusnaturalistas encontraron un


amplio eco y resonancia sobretodo en Alemania y en Italia, países ambos que habían
padecido la experiencia de la dominación totalitaria.

A partir de los años sesenta se manifestó un renovado interés por el Derecho natural también
en el área anglosajona, a consecuencia, por una parte, de la polémica que enfrentó en el
Reino Unido las posiciones de los juristas británicos Herbert L. A. Hart y Lord Devlin y, por
otra parte, como uno de los ecos que produjo la publicación en los Estados Unidos de “The
Morality of Law” de Lon L. Fuller y el apasionante debate entre éste y Hart.

La polémica que enfrentó a Hart y Devlin, tuvo su punto de partida en el informe de


conclusión del Wolfenden Commitee, comisión constituida por el Ministro de Interior británico
y el Depart. de Interior de Escocia, para dictaminar acerca de la conveniencia de mantener
o no la represión penal de la homosexualidad y de la prostitución en el Reino Unido.

La comisión designada se manifestó en dicho dictamen de manera contraria a la utilización


del Derecho a fin de reforzar o defender principios morales, aduciendo como argumento la
importancia que la Sociedad y el Derecho deben dar a la libertad individual de elección y de
actuación en materia de moralidad privada. A pesar de que la sociedad se esfuerce
deliberadamente en equiparar la esfera del crimen con la del pecado, debe reservarse un
ámbito de moralidad privada que nos es atribuido y que no es incumbencia del Derecho.

El informe concluía que la prostitución no debiera ser considerada delito, si bien debiera
ejercerse fuera de los lugares públicos. En todo caso sostenía, como argumento a favor de
que se eliminase del Código Penal determinados delitos, el que su criminalización constituía
una norma difícil de hacer cumplir.

Todo ello sobre el fondo de un argumento más amplio y abstracto a favor de la no


intervención en estos casos. El argumento característico del primer liberalismo inglés,
desarrollado por John Stuart Mill, en cuya virtud el Derecho no debiera intervenir en asuntos
de carácter moral privado más de lo que fuese necesario para mantener el orden público y
para proteger a los ciudadanos de las injurias y las ofensas. Este principio se recoge en su
obra “On Liberty”, muy importante para el liberalismo inglés, y que tiene por objeto examinar
la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer la sociedad sobre el individuo.

En su celebrado artículo de 1958 “Positivism and the Separation of Law and Morals” Hart
se mantuvo inequívocamente a favor de dicho principio, lo que suscitó la correspondiente
réplica por parte de Lord Patrick Devlin, quien, primero en una conferencia impartida ante
la British Academy, y luego en el libro “The Enforcement of Morals” no dudó en sostener
que una moral mínima es un componente irrenunciable de la organización social, en el
sentido de que representa un aspecto esencial de la estructura de toda sociedad.

En consecuencia, la sociedad, con el fin de preservar la cohesión social, tiene el derecho de


reforzar la moralidad que prevalezca en su caso interfiriendo para ello, si fuera preciso, en
todos aquellos actos que atenten contra las reglas morales fundamentales, argumentación
que expresa la tesis conocida como disintegration thesis.

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En “The Enforcement of Morals”, Lord Devlin se pregunta acerca de la relación existente


entre delito y pecado, así como hasta qué punto deberá, si es que debe, ocuparse el
Derecho penal de Inglaterra del cumplimiento de los principios morales y del castigo del
pecado y de la inmoralidad como tal. Cuestión a la que responde tras dilucidar tres
interrogantes:

1. ¿Tiene la sociedad el derecho, en general, a enjuiciar asuntos morales?, ¿debería


haber una moral pública o, por el contrario, las cuestiones morales deberían ser
asunto de juicios privados?”. Lord Devlin concluye que sí existe la moral pública.
2. Si la sociedad tiene derecho a emitir juicios morales, y si ello le da o no derecho a
servirse del D. como arma para hacer cumplir la moral pública”, responde también
afirmativamente. La sociedad puede usar el D. para preservar la moral, como se
sirve del D. para la salvaguarda de cualquier otro valor esencial para su existencia.
3. Suponiendo que la sociedad tuviera derecho a servirse del Derecho para imponer
una moral, ¿con qué límites debe hacerlo?

Estamos ante “el añejo y crucial tema del equilibrio entre los derechos y los intereses de la
sociedad y los derechos y los intereses de los individuos”. Lord Devlin reconoce la
imposibilidad de determinar de una vez por todas, los criterios que hagan posible tal
conciliación, pero no renuncia a la existencia de ciertos principios que el legislador debiera
acoger cuando establezca leyes relacionadas con los principios morales.

Las posiciones enfrentadas de Hart y Devlin son representativas de dos concepciones


opuestas sobre las cuestiones de la limitación de la libertad individual: a las que se identifica
respectivamente con los rótulos del liberalismo jurídico y de moralismo jurídico.

Por decirlo de manera esquemática, el liberalismo jurídico sostiene que, salvo los casos de
“harm to other” (cuando las acciones de un ciudadano produzcan daños a otros), debe
entenderse que todos los ciudadanos tienen la libertad de elegir los propios valores y fines,
que resulten compatibles con una igual libertad del mismo tipo para los demás;

Por el contrario, el moralismo jurídico considera que la conservación de la moralidad de una


sociedad constituye un valor tan digno de ser mantenido que justifica incluso el recurso al
aparato coercitivo del Derecho. El moralismo jurídico contemporáneo se apoya en dos
estrategias argumentativas, invocando a su favor tanto valores que se afirman por entender
que constituyen una “verdad ética objetiva”, como valores que se consideran expresivos
tan sólo de una moral social mayoritaria o hegemónica.

Una importante contribución ulterior a la controversia abierta por Hart y Devlin procede del
filósofo del d. estadounidense Lon Luvois Fuller. Se remonta a la década de los 50, momento
en que la revista de la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard publica sendos
artículos de Hart y Fuller sobre la validez de las normas aprobadas durante la etapa
nacionalsocialista en Alemania, que tuvo su continuidad en un capítulo de “The Concept of
Law” de Hart y en la propuesta de Fuller, en un capítulo de su obra más conocida “The
Morality of Law”. Capítulo en el que Fuller distingue entre una moralidad extrínseca o
externa del Derecho (cuyo contenido son los fines que debe perseguir el derecho) y una
moralidad intrínseca o interna del mismo, constituida por una serie de ocho elementos
ideales inherentes al mundo jurídico, a los que todo D. positivo debe adecuarse.

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De no cumplir estas condiciones, el Derecho se mostraría incapaz de desempeñar su función


esencial, que consiste en proporcionar una orientación general de comportamiento, que la
gente pueda utilizar para regular su propia conducta. Los principios no tienen naturaleza
sustantiva, sino procedimental, de ahí que su concepción del derecho haya sido identificada
como un Derecho natural procedimental, o iusnaturalismo tecnológico, en el sentido que su
papel consiste en señalar los procedimientos a que el Derecho debe atenerse en orden a
alcanzar el objetivo de someter la conducta humana al gobierno de las normas.

Un año después de la publicación de la primera edición de “The Morality of Law” de Fuller,


se publicó un ensayo del moralista Germain G. Grisez que señala el inicio de la que ha sido
considerada teoría neoclásica del Derecho natural, caracterizada por la recuperación de la
filosofía aristotélica y, por encima de todo, de la filosofía de Santo Tomás de Aquino.

El texto más consistente de toda la aproximación neoaristotélica a la doctrina del Derecho


natural y de la propuesta de rehabilitación de la racionalidad práctica es indisputadamente
“Natural Law and Natural Rights” de John Finnis.

El presupuesto del análisis crítico de John Finnis es la idea de la imposibilidad de deducir,


a partir de aserciones de naturaleza descriptiva, prescripciones que resulten útiles en el
ámbito de la acción humana. De aquí se deriva su propuesta de justificar la validez del D.
natural sin tener por ello que violar la regla que considera imposible derivar lógicamente
proposiciones valorativas de proposiciones fácticas, conocida como Ley de Hume.

La vía elegida para ello le conduce a la identificación de siete bienes humanos básicos.
Bienes que concurren en efecto a definir (y este es un concepto central para Finnis) la
auténtica realización humana.

El conocimiento, la vida y la salud, el juego (ocio), la experiencia estética (creativa o no),


la sociabilidad o amistad en su forma más genuina, la religión (metafísica o filosófica) y la
razonabilidad práctica son los valores fundamentales, principios dotados de igual relevancia
y a los que cualquier persona razonable tiene acceso y no puede menos que considerar
como bienes. Se perfila así para Finnis la necesidad de favorecer la prosecución y la
realización practica de ese objetivo, el desarrollo humano integral, entendido como fin moral
de la acción del hombre.

De este modo, se podrá configurar una organización de la sociedad que podrá, tanto jurídica
como políticamente, garantizar la consecución de esos fines, llegando a la valoración de
una moralidad pública que se encontraría respaldada por el poder político. Así, existirían
normas morales inderogables, definidas como absolutos morales, cuya validez no admite
excepciones (normas que penalizan el homicidio de seres humanos inocentes, el suicidio,
el adulterio, la fornicación, la contracepción y los actos homosexuales…)

John Finnis toma así distancias frente a la perspectiva liberal, y lo hace en aras de la defensa
del ideal perfeccionista de una vida buena, un ideal que entiende valido para todos. Esta
noción compleja del bien común es, en la creencia de Finnis, uno de los elementos
constitutivos del Derecho, y lo es porque representa el criterio a partir del cual es posible
legitimar el Derecho positivo, e incluso, el fenómeno jurídico en su conjunto.

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Capítulo segundo: LA APERTURA DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO A LOS HECHOS.

La creciente apertura de la Filosofía del Derecho contemporánea a los hechos ha tenido sus
manifestaciones más destacadas en las teorías neo-institucionalistas, así como en algunas
proyecciones actuales del realismo jurídico.

El neo-institucionalismo de Neil MacCormick y Ota Weinberger se puede considerar,


ateniéndonos a la exposición que de su propio pensamiento ofrecieron ambos autores, como
un desarrollo del normativismo en sentido realista.

Se trata de una concepción que vendría a enlazar con el institucionalismo clásico, corriente
esta última que se hallaba insertada en el ámbito de la revuelta que contra el formalismo
jurídico se desarrolló simultáneamente en el continente europeo y en Norteamérica a finales
del siglo XIX y a principios del siglo XX.

Tanto el viejo como el nuevo institucionalismo se presentan como reacciones frente al


positivismo jurídico; si bien el primero se generó como una réplica al positivismo de la
jurisprudencia de conceptos, y el segundo representa una reacción crítica frente a la tradición
positivista kelseniana-hartiana.

La propuesta por parte de MacCormick y Weinberger de una Teoría del Derecho que se sitúe
más allá del positivismo y del iusnaturalismo, al tiempo que consiga conjugar el normativismo
y el realismo, puede ser considerada como la desembocadura del pensamiento de ambos
autores: el normativismo en el plano de la teoría jurídica y el neo-empirismo en el plano de
la Filosofía general.

Efectivamente, Ota Weinberger enlaza con la tradición de la Teoría Pura del Derecho de las
escuelas jurídicas de Brünn y Viena; mientras que, por el contrario, Neil MacCormick se
explica a partir de Hart y la Filosofía analítica británica. Por otra parte, ambos concuerdan en
reconocer la importante deuda intelectual contraída con el filósofo norteamericano John
Rogers Searle, con cuya filosofía analítica del lenguaje se identifican, y de quien se acogen,
entre otras aportaciones, las nociones de los institutional facts y de los actos de habla.

A partir de ambas premisas (las del normativismo en el plano teórico-jurídico, y las propias
del neo-empirismo en el plano filosófico general) Neil MacCormick y Ota Weinberger llegan
a una concepción realista, que les obliga a tener que reconocer que las normas no constituyen
una realidad ontológicamente distinta de la realidad de los hechos empíricos.

El neo-institucionalismo de MacCormick y Weinberger muestra una serie de interesantes


analogías con algunos de los desarrollos que el realismo jurídico de matriz escandinava ha
tenido, particularmente en la Italia contemporánea.

La crisis del positivismo jurídico termino por favorecer la implantación y la expansión en Italia
del realismo jurídico, aunque será tan solo a partir de la obra de Giovanni Tarello cuando se
pueda afirmar que efectivamente se inicia la profundización en este modo de concebir el
Derecho. A partir de su estudio sobre el realismo jurídico norteamericano, Tarello llega a una
concepción del Derecho entendido como un conjunto de normas que los interpretes recaban
de los enunciados normativos.

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De la misma manera que el conocimiento del realismo jurídico norteamericano contribuyó a


desarrollar nuevas formas de concebir el Derecho, el conocimiento del realismo jurídico
escandinavo dio lugar a toda una serie de elaboraciones fecundas.

La influencia del enfoque realista, unida a los planteamientos empiristas, condujeron a


Silvana Castignone a centrarse en el análisis del lenguaje jurídico y político, a partir de las
operaciones de “terapia lingüística” que muy tempranamente realizaron los tratadistas
escandinavos de la Escuela de Uppsala con el propósito de denunciar aquellos residuos
metafísicos que todavía anidaban en el lenguaje jurídico y que conducían a la mistificación
de la realidad.

En distintos estudios, Silvana Castignone da cuenta de las relevantes consecuencias que, en


el plano de los conceptos jurídicos, ha tenido la adopción de esta perspectiva, reconociendo
también sus inevitables limites, derivados del hecho de que tales planteamientos tienden más
a deconstruir que a reconstruir, lo que le lleva a tratar de superarlos.

A diferencia de Silvana Castignone, que ha concentrado sus investigaciones acerca de la


Escuela realista de Uppsala sobre todo en la obra de sus exponentes más representativos, el
profesor Ricardo Guastini se ha ocupado de forma preferente del estudio de la obra del
iuspublicista e internacionalista danés Alf-Niels-Christian Ross. Este autor condiciona a
Guastini en diferentes aspectos, sin embargo, en su obra no faltan las críticas a Ross.

Por su parte, Enrico Pattaro presenta al realismo jurídico como la plasmación en el campo
jurídico de la filosofía analítica y, en un sentido más amplio, del neo-empirismo. El realismo
jurídico desarrollaría una peculiar concepción del Derecho, que Pattaro sugirió definir como
realismo normativista. Concepción que entiende y satisface, hasta cierto punto, las exigencias
inherentes al positivismo jurídico continental.

El realismo normativista tiene su fundamento en la asunción de que el Derecho es una


realidad no distinta ontológicamente de la realidad de los hechos empíricos, aunque no se
preste a ser reducido a estos últimos. De este modo, se concibe el Derecho como una realidad
cultural, social, empírica compleja de la que forma parte entidades lingüísticas y extra-
lingüísticas. Dicho de forma sintética, para Enrico Pattaro una norma es la creencia de que
un supuesto de hecho abstracto, o sea, un esquema de comportamiento, es objetivamente
vinculante.

Es posible contrastar el neo-institucionalismo y el realismo normativista en tres ámbitos:


atendiendo al aspecto ontológico, al aspecto metaético o al aspecto jurídico teórico:

• En el aspecto ontológico, el realismo normativista hace suya una concepción monista


de la realidad, en cuya virtud se sitúa al Derecho en la realidad empírica, y se le
considera un fenómeno de los que se ocupa la psicología social.

Neil MacCormick y Ota Weinberger comparten la perspectiva monista, pero se


distancia. Del realismo normativista en el alcance que atribuyen a su concepción del
Derecho como hecho. Ambos autores sostienen que el Derecho es un hecho, pero no
un hecho de los que se ocupa la psicología social, sino un hecho institucional

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(expresión con la que se hace referencia a entidades que dependen, al menos en


parte, de la voluntad, convenciones o designio del hombre, lo que determina la
imposibilidad de identificarlas con los hechos empíricos).

La institución representa por tanto una porción de la realidad típicamente humana,


cultura, que se encuentra fundada normativamente, que se materializa mediante la
formulación de reglas y normas, y que solo adquiere significado por referencia a estas.

• En el aspecto metálico, el realismo normativista es dualista, es decir, admite la


distinción entre el ser y el deber ser, que impone aceptar la irreductibilidad lógica de
los discursos descriptivos discursos prescriptivo y viceversa. Por su parte, los
institucionalistas mantienen actitudes matizadas: Ota Weinberger suscribe una tesis
dualista mientras que la postura al respecto de MacCormick en ese punto resulta
mucho menos precisa y bastante más indeterminada.

• Para concluir con la comparación, o por lo que concierne al aspecto jurídico teórico,
el realismo normativista es deontológico, esto es, considera que la idea de deber
resulta esencial al fenómeno jurídico. Del mismo criterio participan MacCormick y
Weinberger: para ambos, un aspecto irreductible del Derecho, es el hecho de que
pretende guiar los comportamientos.

Un segundo conjunto de orientaciones doctrinales, que confirmaría la apertura de la


Filosofía del Derecho al tratamiento de los hechos, estaría constituido por toda una serie
de movimientos que se desarrollaron en la segunda mitad del siglo XX. Movimientos que
han cristalizado básicamente en América del norte y que pueden ser agrupados en tres
grupos: el de los Critical Legal Studies, el del análisis económico del Derecho, y el
movimiento feminista. Corrientes todas ellas que, en principio y con matices diferentes,
pueden ser reconducidas al realismo jurídico americano y a las corrientes antiformalistas
de la primera mitad del siglo XX.

El movimiento de los Critical Legal Studies, que se ha desarrollado entre los años setenta
y ochenta del pasado siglo, ha tenido como uno de sus centros de irradiación la Escuela
de Derecho de la Universidad de Harvard, y su producción bibliográfica se encuentra
marcada por el punto de inflexión que supuso la publicación en 1975 del libro de Roberto
Mangabeira Unger “knowledge and Politics”.

Texto representativo de la primera etapa de los CLS, y en el que se ofrece una crítica
radical de aquella modalidad de liberalismo que en su discurso no toma en consideración
las relaciones reales de los individuos ni examina las condiciones histórico-sociales en las
que opera el Derecho. El propio Unger determinaría el golpe de timón de esta corriente,
que está marcado por la publicación de “Passion, An Essay on Personality” y los tres
volúmenes de “Politics. A Work in Constructive Social Theory” publicados el año 1987, con
los que se inicia la segunda etapa de este movimiento. Aun así, sería injusto identificar al
conjunto heterogéneo del movimiento con la obra de Unger, toda vez que integra un
nutrido grupo de juristas.

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Los exponentes de los CLS sostienen que el Derecho, lejos de ser racional, coherente y
neutral como pretendía la concepción liberal, es arbitrario, incoherente y profundamente
politizado (injusto).

Los derechos y libertades, que se describen como esenciales para la realización del
individuo, están en realidad al servicio de los objetivos políticos y económicos del
liberalismo. De aquí el determinante propósito de los CLS en orden a poner al descubierto
el sentido político de las prácticas cotidianas de jueces y juristas, quienes de hecho crean
Derecho, aun cuando se vean así mismos como meros instrumentos de éste.

La crítica a las teorías liberales por parte de los componentes de los CLS se despliega a
través de tres métodos de análisis: el trashing, la reconstrucción y el análisis histórico.

• El primer método, el llamado trashing (demolición), consiste en un conjunto de


operaciones que tienen por objeto hacer visible, y para ello desenmascarar, el
mensaje sesgado políticamente que se oculta en el discurso jurídico. Visibilidad
que se alcanza a través de la demolición de las categorías centrales que utilizan
en su trabajo los abogados, jueves, juristas y académicos, mediante la puesta al
descubierto de la indeterminación de la doctrina jurídica, y el esclarecimiento y
análisis de la opción política a la que sirven.

En todos los sistemas occidentales el discurso que practican los jueces, autoridades
jurídicas y teóricos de la política, niega dos fenómenos claves: a) el grado en que
las reglas establecidas estructuran la vida pública y privada de tal forma que
confieran poder a unos grupos en detrimento de otros, y cuyo funcionamiento en
la mayor parte de los casos reproduce los sistemas jerárquicos característicos de
la sociedad en cuestión; b) el grado en el que el sistema de reglas jurídicas
contiene lagunas, antinomias y ambigüedades que resuelven jueces que persiguen
proyectos ideológicos relativos a las citadas cuestiones de jerarquía social.

El trashing permite mostrar tanto las contradicciones de los discursos comunes


sobre el Derecho como la ideología que en ellos anida. De este modo se consigue
esclarecer las tendencias ideológicas subyacentes a las estructuras jurídicas, que
se encuentran siempre condicionadas históricamente.

• Una vez desvelada la naturaleza ideológica del sistema jurídico, entra en juego el
segundo método, la deconstrucción. Método de lectura de textos que hace patente
la notoria influencia que sobre el movimiento ha ejercido la Filosofía postmoderna.

Deconstruir el paradigma liberal, a fin de hacer que aflore la estructura profunda


del liberalismo, supone sacar a la luz sus contradicciones internas, empezando por
aquella que tiene mayor relevancia y resulta comprensiva de todas las restantes:
la contradicción existente entre el individuo y la comunidad, el individualismo y el
altruismo, que da lugar a dos modelos radicalmente contrapuestos de entender el
mundo, el modelo de Hobbes del homo homini lupus y el contrapuesto, que
considera natural la integración del hombre en la sociedad; ambos modelos
presentes en la tradición liberal, que ha preferido privilegiar a lo largo del tiempo
al primero de los dos, dejando en la penumbra al segundo.

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• La mejor forma de revelar la condición artificiosa e ideológica del discurso jurídico


es deconstruirlo en el curso de su historia. El análisis histórico o genealógico, que
representa el tercer método del que se sirven para su propósito los representantes
de los CLS, pone en evidencia hasta qué extremo se encuentran condicionadas por
el contexto histórico las ideas jurídicas. Esto es, la manera con que éstas se
justifican, en los contextos sociales específicos en los que se originan y se
manifiestan.

En el campo de las investigaciones históricas parece obligado destacar el nombre


del ya citado Robert W. Gordon, quien pone el acento en las relaciones de todo
tipo entre el Derecho y la Sociedad, así como en la conceptualización del cambio
histórico, tanto en el ámbito del Derecho como en el de las ideas jurídicas.

Siguiendo el curso abierto por Robert W. Gordon en sus investigaciones, los


componentes del movimiento CLS acogieron algunos de los planteamientos de la
llamada sociología crítica del Derecho, las diversas formas de percibir el Derecho
en las distintas esferas sociales.

En esta línea argumental, otro destacado representante de los CLS, Duncan


Kennedy ha sostenido que el elemento prioritario del Derecho no es la norma o la
regla, sino el standard. Mientras que la regla de Derecho es la expresión del
individualismo, el standard se enraíza en la comunidad y en los valores que en ella
se comparten, al tiempo que hace posible conjugar la mediación entre el
individualismo y el altruismo que, como dijimos, constituye la más importante
antinomia del liberalismo.

A través de la crítica de las teorías liberales, los exponentes de la denominada corriente


racionalista de los CLS llegan a formular propuestas alternativas a las propias del sistema
capitalista. Propuestas como la de Unger, quien pone el énfasis en la revolución cultural
del yo, es decir, del sujeto individual y concreto. Al individuo descarnado del liberalismo,
Unger contrapone la persona concreta y pasional, que de este modo se convierte en la
condición necesaria en orden a la transformación de las estructuras sociales existentes.

La segunda de las orientaciones doctrinales que protagonizan la apertura de la Teoría del


Derecho a los hechos está constituida por el llamado Análisis Económico del Derecho
(AED). Orientación doctrinal cuyos adherentes se alinean en posiciones políticas e
ideológicas abiertamente antiéticas a las que inspiran al movimiento de los CLS. Sus
principales exponentes concuerdan en reconocer como sus más remotos antecedentes a
la tradición utilitarista de Jeremy Bentham y a quien fuera su discípulo John Stuart Mill.

Se trata de una teoría del Derecho en la que se combinan tres componentes: una ética
normativa liberal, una filosofía pragmática y un método de investigación económico.

• Por exigencia del primero de estos tres elementos, quienes acogen tal teoría
comparten una serie de criterios: el principio de la máxima libertad para cada uno,
en la medida en que resulte compatible con la igual libertad de todos (principio
que tiene sus manifestaciones originarias en John Stuart Mill); así como la defensa

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de la igualdad de oportunidades y de las medidas económicas que el Estado deba


adoptar a fin de garantizarla.

• Bajo el segundo aspecto, la teoría manifiesta actitudes abiertamente


instrumentalistas, al sostener que cuando se afronta el estudio de los problemas
jurídicos es preciso evitar cualquier tipo de recurso a nociones metafísicas y
abstractas.

• Bajo la tercera perspectiva, la individualización de los efectos, junto a la utilización


en el ámbito jurídico de importantes instrumentos procedentes del campo de la
microeconomía (iuseconomismo), son los pilares del método de investigación
económico con el que opera. Esta visión instrumentalista del Derecho no requiere
atender a consideraciones de orden moral a la hora de decidir las formas de
distribución de recursos.

Punto de partida del Análisis Económico del Derecho es la convicción de que, si se analiza
la actividad de los jueces, se concluye que lo que fundamentalmente vienen haciendo, de
manera inconsciente, ha sido laborar reglas que pretenden maximizar la riqueza. El
sistema jurídico del Common Law actúa como un medio que trata de conseguir una
eficiente asignación de recursos o, lo que es lo mismo, la eficiencia económica y la
maximización del bienestar general. Los jueces de la Common Law tienden a coger con
preferencia reglas eficientes. Es decir que, en el desarrollo de su tarea de interpretación
y aplicación del Derecho, proceden a eliminar aquellas reglas del precedente menos
adaptativas en cuanto a las exigencias de la eficiencia.

Sobre la base de estas creencias, Posner propone que cuando se afronten los problemas
jurídicos se tengan en cuenta los efectos que pudieran generar las soluciones propuestas,
efectos identificados en base a investigaciones empíricas acerca de los costes/beneficios
y mediante la aplicación del criterio de la racionalidad medio/fin.

En primer lugar, por tanto, el intérprete deberá identificar todos los posibles significados
atribuibles a una disposición; en una segunda fase deberá prefigurar las consecuencias
de todas las interpretaciones halladas y, en fin, en una tercera y última fase, deberá elegir
la solución más eficiente, esto es, la que en conjunto comporte más beneficios.

Así, es muy conveniente que el juez no se encuentre constreñido en extremo por los
precedentes a la hora de juzgar, sino que disponga de márgenes decisorios, y pueda
prescindir de los precedentes en todas aquellas circunstancias en las que resulte evidente
que el cálculo coste/beneficio de una decisión innovadora acarrearía mayores ventajas.

La reflexión feminista sobre los temas jurídicos se ha desenvuelto a la par que el desarrollo
de la teoría política feminista, y ha concluido por ofrecer un discurso amplio y variado,
tanto por lo que concierne a las premisas, como por lo que se refiere a las conclusiones.

En el plano histórico, tras una primera fase, la del feminismo de la igualdad o de la simetría
(que dio lugar a una aproximación simétrica que parte de la idea de la inexistencia de
diferencias naturales manifiestas entre hombres y mujeres), fase en la que el pensamiento
y la acción feminista liberal se materializarán a través de un movimiento a favor de la
igualación de los derechos de las mujeres y los hombres y la lucha por la paridad; le sigue
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a partir de finales de los años 70, una segunda fase, a la que se denomina la etapa de la
diferencia, marcada tanto por la rebelión contra la lógica que pretendía que las mujeres
compitieran en base a modelos y valores típicamente masculinos, como por la
reivindicación de la especialidad de los caracteres femeninos.

Este proceso seguido por el movimiento feminista se tradujo en el plano jurídico a través
de la emergencia de la jurisprudencia feminista y de la teoría feminista del derecho, en
cuyos desarrollos resulta habitual diferenciar dos etapas. La primera fase estuvo marcada
por la reivindicación de un tratamiento igualitario, a través de la introducción de reformas
tendientes a eliminar la discriminación entre hombres y mujeres; mientras que en la
segunda se materializó la demanda de un tratamiento privilegiado para las mujeres, con
el objeto de acelerar la reducción de las diferencias existentes y con vistas a la igualación.

Por lo que concierne al ámbito de la teoría del derecho, han sido múltiples las perspectivas
abiertas por la reflexión feminista. A este respecto, la socióloga inglesa Carol Smart
propone diferenciar hasta tres momentos en la evolución de la posición feminista de cara
al derecho, cada uno de los cuales sintetiza en tres slogans: el derecho es sexista, el
derecho es masculino, el derecho es sexuado.

• La primera fase se habría centrado en la crítica al derecho vigente (con la finalidad


de mostrar cómo, pese a la pretensión de Muchos analistas, es un derecho que
discrimina a las mujeres).
• En la segunda fase prevalece la denuncia del derecho, al que se presenta como
un sistema intrínsecamente masculino.
• En la tercera, emerge de manera abierta ya la reivindicación de lo que debiera ser
un auténtico derecho de las mujeres

Las tres fases descritas por Carol Smart pueden también ser calificadas acogiendo para
ello las propuestas que sobre la evolución del tema mantiene G. Minda: en la primera se
despliega lo que se conoce como feminismo liberal, a la que sigue la fase intermedia del
feminismo cultural, y que, por ahora, concluye con la fase del feminismo radical.

Mientras que las feministas liberales situaban en el centro del debate jurídico el problema
de la igualdad/diferencia, y consideraban a la justicia como una noción que implica
igualdad de derechos para hombres y mujeres, las feministas culturales reelaboraban la
famosa tesis de la psicóloga Carol Gilligan, en el sentido de reconocer una importante
división entre dos perspectivas, la de la justicia, a menudo equiparada con el razonamiento
masculino, y la perspectiva feminista del cuidado, lo que les conduce a poner el énfasis
en la diversidad y en la distinta voz de las mujeres respecto a los hombres, que determina
la diferencia de planteamientos y concepciones ante idénticos dilemas morales.

A este respecto, Gilligan sostiene que existe un modo típicamente femenino de afrontar
los dilemas morales y jurídicos, un modo que ha sido ignorado e infravalorado por parte
de la doctrina y los estudios jurídicos. Para ella, la ética femenina es esencialmente una
ética a la que denomina ética de cuidado propio y ajeno y de la responsabilidad. Mientras
el hombre cuando ha de decidir lo hace poniendo el énfasis en la norma y los derechos,
la mujer apoya sus decisiones en el reconocimiento de las diferentes necesidades de cada
uno y en el respeto y la comprensión mutuas.

Para las mujeres el imperativo moral es un mandato de cuidado con respecto a los otros,
la responsabilidad de tomar en consideración y tratar de aliviar los males reales y
reconocibles de este mundo. Para el hombre, por el contrario, el imperativo moral aparece
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más bien como el mandato de respetar los derechos de otros, y así, proteger frente a las
posibles interferencias los derechos a la vida y a la autorrealización.

En el ámbito de la teoría del derecho, la corriente denominada feminismo radical destaca


Catherine A. MacKinnon. Se trata de una pensadora que se encuentra muy próxima a las
tesis del movimiento del CLS, movimiento con el que comparte la crítica al llamado
pensamiento liberal estándar, al suscribir sin matices dos de las imputaciones
descalificadoras más reiteradas por parte de los CLS: de un lado el rechazo, por
entenderlas infundadas, de las ideas acerca de la universalidad y neutralidad del derecho;
de otro, el reconocimiento del innegable carácter sexuado del derecho, además de su
condición inequívocamente favorecedora de los intereses masculinos.

MacKinnon se propone rectificar el desmedido masculinismo del derecho y reparar las


desigualdades que padecen las mujeres, sirviéndose para ello de la crítica marxista a los
derechos, si bien con una lectura en clave feminista. Propone una teoría jurídica crítica
que, además de poner en cuestión los fundamentos, métodos, y categorías de la ciencia
jurídica dominante, reivindique un derecho nuevo, un derecho de las mujeres. MacKinnon
pretende que el derecho en materia de género llegue a ser equitativo y para ello entiende
obligado renunciar a la llamada neutralidad de género.

El movimiento feminista, si bien se ha desarrollado de manera prevalente en América del


norte, ha encontrado otra concurrida cantera en el continente europeo y muy
singularmente en la escuela escandinava del llamado derecho de las mujeres, cuya
representante más destacada es la jurista noruega Tove Stang Dahl. Esta Profesora parte
del presupuesto de que el derecho no es masculino por estructura y vocación, sino que lo
es en la medida en que el curso de la historia ha venido siendo elaborado por hombres.
Está empeñada en la promoción de un derecho que, a partir de la diversidad de los
géneros, se esfuerce por entender la posición jurídica de la mujer, en particular con el
objetivo de mejorar su posición en la sociedad.

A finales de los años 80 del pasado siglo en los USA se ha desarrollado otra corriente
doctrinal, la de los teóricos de la diferencia racial, que hunde sus raíces en la concreta
experiencia, historia, cultura y tradición intelectual de la gente de color y que tiene como
exponentes más representativos a Derrick Bell, Richard Delgado y Patricia Williams.

A semejanza de las feministas, estos estudiosos desarrollan su crítica a la teoría del


derecho tradicional sobre la base de la conciencia de raza y postulan una teoría que haga
posible la comprensión de los problemas raciales. En sus publicaciones, se ofrece una
abierta denuncia a la doctrina y la praxis de los derechos civiles, por entender que se
asienta en una visión que es a la vez meritocrática y ciega al color, al tiempo que refleja
en verdad una perspectiva que examina los problemas raciales desde el punto de vista de
la cultura blanca, con lo que favorece la perpetuación de las injusticias sociales
establecidas en base a las diferencias raciales.

Los teóricos de la diferencia racial asumen bastantes de los postulados del


multiculturalismo, y al hacerlo, sostienen la necesidad de cambios legislativos que protejan
los valores de la diferencia, no sólo la diferencia racial, sino la diferencia cultural.

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Capítulo tercero: LOS ESTUDIOS SOBRE EL RAZONAMIENTO JURÍDICO.

Como es sabido, a partir de los años 50 del pasado siglo, comenzaron a manifestarse
numerosas críticas al modelo lógico-deductivo del razonamiento jurídico, que de ordinario se
consideraba el modelo característico del viejo positivismo jurídico. Críticas que se proponían
revelar la inadecuación y la insuficiencia del método lógico formalista, al tiempo que
subrayaban la necesidad de elaborar nuevos instrumentos en orden a esclarecer la estructura
argumentativa del razonamiento jurídico y las claves de su legitimación discursiva.

Los más representativos de entre los numerosos pensadores que participaron en dicho
debate fueron el inglés Stephen Edelson Toulmin, el alemán Theodor Viehweg y el polaco
Chaïm Perelman. Autores que han concluido por formular una serie de propuestas teóricas
alternativas al papel de la lógica-deductiva, que enlazan con la retórica y la dialéctica griegas,
y constituyen una ruptura con la concepción de la razón y del razonamiento de Descartes.
Alternativas que se han sumado, en orden al conocimiento del razonamiento jurídico, a las
distintas propuestas formuladas en el ámbito de la hermenéutica jurídica, así como los
estudios de orientación analítica acerca de la estructura y los usos del lenguaje prescriptivo.

A lo largo de los años 60 y hasta principios de los 70 del siglo pasado, se asistió a un
desarrollo evolutivo y a la precisión teórica de las corrientes antilogicistas de la
argumentación jurídica; sin que dejarán de manifestarse réplicas a tales críticas por parte de
quienes se continuaban identificando con los puntos de vista de la lógica clásica.

En el marco de estas premisas, se desenvuelven los estudios contemporáneos sobre el


razonamiento jurídico que están realizando autores de extracción geográfica y cultural
diversa, unidos por un común punto de vista hermenéutico y post analítico. Además de Alexy
y Dworkin, también Aulis Arvi Aarnio y Alexander Peczenik en los países escandinavos.

El punto de partida de Aarnio y Peczenik sobre la cuestión es la teoría de la argumentación


jurídica de Alexy. No es casualidad que los nombres de estos tres estudiosos aparezcan
suscribiendo conjuntamente en 1981 un texto que sea considerado como el escrito manifiesto
de la teoría de la argumentación jurídica “la fundamentación del razonamiento legal”.

La teoría de la argumentación de Alexy, como ya habíamos dicho, ofrece una doctrina


procedimental del discurso práctico racional. Dicha propuesta tiene como objetivo ofrecer
una adecuada representación de los procedimientos a través de los cuales se justifican las
decisiones jurídicas. En la concepción de la teoría de la argumentación de Alexy, los procesos
justificativos se entienden como actividades dialógicas en las cuales participan sujetos que
tienen intereses diversos. El pensador germano insiste, de este modo, sobre la estructura
discursiva de la experiencia práctica en general, y de la comprensión jurídica en particular.

En la medida en que se trata de un procedimiento discursivo, el proceso de comprensión


jurídica transcurre ateniéndose a una serie de normas específicas y modalidades
determinadas, que regulan la totalidad de las formas del discurrir y del argumentar práctico.
El jurista alemán identifica así un código o un sistema de la razón práctica, que estaría
constituido por un conjunto de 22 reglas fundamentales, y una tabla de las seis formas de la

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argumentación práctica en general. Sistema al que todo discurso debería adecuarse, a fin de
que se pueda justificar el propio argumentar.

En la teoría desarrollada por Alexy, la justificación jurídica constituye, por tanto, un caso
especial de discurso práctico general. De esta condición se derivan una serie de
consecuencias: De un lado, la argumentación jurídica ha de respetar las reglas de justificación
práctica y no puede transgredir los postulados fundamentales de la racionalidad práctica
procedimental. Por otro lado, la misma argumentación jurídica presenta una serie de
características específicas, que permiten diferenciarla de la justificación practica en general.
Por esa vía, Alexy sostiene que una argumentación es correcta si se desarrolla con el debido
respeto a determinadas reglas que se encuentran racionalmente justificadas.

La reflexión de civilista y filósofo del derecho finés Aarnio en torno a esta temática tiene su
origen en la concepción que dicho jurista escandinavo sostiene acerca de la dogmática
jurídica. El pensador de la universidad de Helsinki concibe a la dogmática jurídica como la
disciplina jurídica que se ocupa del análisis de los contenidos de las normas jurídicas válidas
y de su orden sistémico. Desde esta óptica el núcleo central de la actividad dogmática
consiste en la formulación de enunciados interpretativos: la temática de la interpretación
debiera ocupar un puesto central en la reflexión del teórico de derecho.

En el ámbito de la reflexión sobre la interpretación, la cuestión más relevante es el problema


de saber si es posible enunciar proposiciones interpretativas correctas; si la interpretación,
en cuanto actividad de determinación de los significados, consiste en un conjunto de
procedimientos del que se pueda predicar la verdad, o al menos, la corrección. Según Aarnio,
sólo en el caso de que la interpretación pueda ser justificada es posible garantizar el valor
de la certeza del derecho. A su vez, la certeza del derecho es entendida, no sólo como una
de las exigencias indiscutidas, sino más bien como un valor irrenunciable en dicho contexto.

El juez tiene la responsabilidad de proveer a fin de que la expectativa de certeza jurídica se


realice, o al menos, quede suficientemente satisfecha. En las sociedades modernas, la gente
exige, no sólo decisiones dotadas de autoridad, sino que pide razones que las justifiquen,
pretensión que resulta por completo extensible a la administración de justicia. En este
sentido, la obligación de ofrecer justificaciones de sus decisiones es, específicamente, una
responsabilidad de maximizar el control público de la decisión. Así pues, la presentación de
justificaciones es siempre también un medio para asegurar la existencia de la certeza jurídica
en la sociedad. Por otra parte, es a través de la justificación como el decisor genera la
credibilidad en la que descansa la confianza que los ciudadanos tienen depositada en él.

A pesar de ello, según Aarnio, podría existir un motivo aparentemente sólido para dudar
acerca de la posibilidad de considerar a la interpretación como una actividad de la que se
pueda predicar la verdad o la corrección, en base al argumento según el cual no es posible
identificar una única respuesta correcta para cada cuestión interpretativa singular. El propio
autor piensa que, dado el carácter pluralista y complejo de las sociedades occidentales
contemporáneas, una misma disposición normativa puede ser objeto de interpretaciones
diferentes, ninguna de las cuales puede ser considerada legítimamente más correcta que las
otras desde el punto de vista sustancial. De todos modos, la tesis escéptica no permite, según
el pensador escandinavo, concluir que la interpretación sea una actividad por completo
arbitraria y no susceptible de ser juzgada como más o menos correcta.

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La corrección o incorrección de la interpretación no depende de la posibilidad de determinar


o no la existencia de una única respuesta correcta, sino de la posibilidad de justificar
racionalmente las decisiones interpretativas. La justificación del enunciado interpretativo
garantiza la corrección de la decisión interpretativa y, por ello, el carácter no arbitrario de la
propia actividad interpretativa.

Se trata de una concepción que establece un estrecho vínculo entre la teoría de la ciencia
jurídica, la teoría de la interpretación y la teoría de la justificación jurídica. La teoría de la
justificación trata de combinar esencialmente tres tradiciones de pensamiento: la de la nueva
retórica de Chaïm Perelman, la que al respecto ofrece “el segundo” Wittgenstein, y la
inspirada en el enfoque racionalista de Habermas. Su punto de partida es considerar que la
racionalidad lógica no agota el campo de la racionalidad aplicable al derecho. Junto a la
racionalidad lógica existe también la razón dialéctica y es esta última la que desarrolla un
papel más importante en la justificación de los juicios interpretativos.

La idea de racionalidad dialéctica reenvía a la conformidad con una serie de parámetros,


entre los cuales el criterio de la congruencia ocupa una posición particular. Para que una
decisión jurídica pueda ser considerada justificada debiera demostrarse, en primer lugar, su
congruencia con el derecho preexistente y, por tanto, su armonización con las disposiciones
jurídicas generales y con las decisiones interpretativas precedentes que pertenezcan al
mismo sistema jurídico. El test de la congruencia es una condición necesaria pero no
suficiente en orden a garantizar la plena justificación de la decisión interpretativa. Existen
ulteriores requisitos, que pueden ser resumidos en el de la razonabilidad o aceptabilidad
sustancial de la solución propuesta. Con este término el autor escandinavo expresa la
necesidad de que las soluciones jurídicas particulares se adecúen a la imagen del mundo
propia de una cierta forma de vida, esto es a los valores de justicia sustancial característicos
de una determinada sociedad. Estas ideas acerca de la imagen del mundo y la forma de vida
son dos nociones que remiten de forma inequívoca a la filosofía lingüística de Wittgenstein.

De este modo, en la perspectiva de Aarnio, una solución interpretativa puede considerarse


justificada cuando es posible demostrar que es consistente y que, en alguna medida, se
encuentra determinada por el sistema axiológico compartido, al menos en las líneas
fundamentales, por una cierta comunidad jurídica que se encuentra comprometida con el
respeto a determinadas reglas y principios basados en una racionalidad procedimental.

Peczenik parte de una concepción del derecho como fenómeno constituido no sólo por reglas
en sentido estricto, sino también por principios, fines valores e ideales contenidos en
documentos normativos, producidos por sujetos que ejercen distintas funciones y tipos de
poder. El derecho en consecuencia, no es una entidad prefabricada. Más bien, por el
contrario, el derecho es una construcción del operador que con referencia al caso concreto
debe hallar la correcta combinación de diferentes factores. De aquí que Peczenik concluía
por tener que reclamar el carácter omnipresente del procedimiento argumentativo en el
derecho. De tal manera que sólo a través de la actividad argumentativa se pueden identificar
y combinar entre sí, con referencia al caso concreto, los diferentes componentes del derecho.
Por tanto, en todas y cada una de las principales actividades que se desarrollan por los
juristas se encuentra implícita una forma más o menos articulada de razonamiento jurídico.

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Para Peczenik, el conjunto de las principales actividades de los juristas se puede reconducir
a dos tipologías fundamentales: la enunciación de juicios de validez y la enunciación de juicios
interpretativos.

Tanto las determinaciones acerca del derecho válido, como las decisiones relativas a la
interpretación correcta, reclaman la utilización de un razonamiento de naturaleza no
exclusivamente lógico-deductiva. El autor sostiene que, de hecho, ya sea cuando se trata de
fijar la validez, ya sea en el ámbito de la actividad interpretativa, resultan indispensables
ciertas transformaciones o “saltos”. Con dicha expresión, este autor hace referencia al hecho
de que los pasos argumentativos necesarios para obtener conclusiones jurídicas válidas, o
para atribuir a un mismo texto el significado de sentido correcto, no sólo son lógicamente
evidentes, sino que requieren un salto lógico, es decir, la realización de operaciones que en
parte son valorativas, y que, en ningún caso, son susceptibles de justificación deductiva.

Para que no se les impute el estigma de ser arbitrarios, es preciso que en dichas operaciones
se acojan tres criterios de racionalidad que, sin duda, permiten restringir la arbitrariedad de
razonamiento jurídico:

1. La racionalidad lógica y lingüística, que permite presentar a un anunciado jurídico


como la conclusión correcta de premisas que han de estar bien formuladas
lingüísticamente y deben ser consistentes lógicamente (la llamada racionalidad lógica
– L-Rationality -).
2. La racionalidad entendida como la exigencia de que las premisas que prestan apoyo
y dan soporte a las conclusiones sean suficientemente coherentes (la llamada
racionalidad de soporte – S-Rationality -).
3. Y la racionalidad discursiva, esto es, la racionalidad entendida en el sentido de que la
conclusión no sea refutada el marco de un discurso en donde diferentes individuos
discuten de manera imparcial y objetiva (la llamada racionalidad dialéctica o
nacionalidad discursiva – D-Rationality -).

La racionalidad lógica reenvía a la necesidad de que las transformaciones, aunque no sean


deductivas, satisfagan al menos ciertos requisitos: de un lado que no violen el principio lógico
fundamental de no contradicción y de otro, que no se vulneran las reglas del uso del lenguaje
que se encuentran generalmente reconocidas como correctas en una determinada sociedad.

La racionalidad de soporte se satisface cuando las transformaciones respetan el requisito de


la congruencia con todo el material utilizado como razones.

Finalmente, la llamada racionalidad dialéctica, reenvía a la posibilidad de alcanzar un


consenso interno en el grupo social en el cual se producen las transformaciones citadas.

La aceptabilidad social al que se refiere Peczenik, en relación con la justificación discursiva


de las transformaciones, no es, pese a todo, una aceptabilidad empírica, sino que se trata de
una aceptabilidad ideal.

Es preciso traer a la consideración el punto de vista que al respecto ofrece MacCormick, del
que ya expusimos su concepción neo institucionalista. El Profesor escocés considera a la
doctrina de razonamiento jurídico como estrictamente complementaria de la teoría del
derecho.

En la concepción de este autor el estudio de razonamiento jurídico tiene por objeto el


conjunto de las prácticas argumentativa es que comparten los jueces y magistrados. Se trata

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de un estudio centrado en la toma en consideración de la forma y de la estructura de la


argumentación, más que en la toma en consideración de los contenidos. De aquí que pueda,
por lo tanto, definirse como una teoría procedimental del razonamiento jurídico.

Con referencia a la forma, el autor escocés entiende que, para que pueda ser considerado
racional, el razonamiento jurídico habrá de satisfacer el principio de universalidad y no deberá
contradecir las leyes de la lógica formal. El carácter lógico del razonamiento jurídico se
manifiesta en el hecho de que, en ocasiones, la argumentación que justifica una decisión
puede expresarse completamente en forma silogística.

Por otra parte, incluso los casos en los que la justificación silogística no resulte posible, y la
argumentación asuma una estructura más compleja, el vínculo con la lógica formal no
desaparece, desde el momento en que el razonamiento justificativo puede, de ningún modo,
transgredir al principio lógico de no contradicción. Sin embargo, en los casos difíciles, casos
en los que el derecho resulta indeterminado, la deducción no ofrece un criterio de justificación
suficiente, por lo que resulta indispensable recurrir a lo que el pensador escocés denomina
justificación de segundo grado, cuyo fin es mostrar que las premisas del proceso deductivo
no han sido establecidas de un modo arbitrario, sino que constituyen el fruto de una cadena
argumentativa que es susceptible de justificación racional.

Los criterios de justificación de segundo grado elaborados por MacCormick son los criterios
de consistencia, coherencia y argumento consecuencialista. Todos ellos pueden ser
reconducidos a la idea de que las decisiones asumidas a través del razonamiento jurídico
deben ser idóneas para tener sentido en el sistema jurídico de referencia o en el mundo.
Para ello, las decisiones deben ser coherentes y congruentes con los contenidos de este
sistema jurídico y deben producir consecuencias aceptables.

En otros términos, para MacCormick, una decisión jurídica puede estar racionalmente
justificada, aun cuando no se obtenga mediante el razonamiento deductivo de las normas
generales del sistema, si es coherente y congruente respecto al Derecho preexistente, y si
además produce consecuencias aceptables.

El problema de la interpretación del Derecho ha centrado en gran medida la obra del jurista
polaco Jerzy Wróblesky. En el curso de su larga actividad investigadora, elaboró una completa
teoría de la interpretación a partir de la distinción entre:

• La interpretación latissimo sensu (en sentido amplísimo) que singulariza a las ciencias
culturales. Este tipo de interpretación se define como la comprensión de un objeto en
tanto que fenómeno temporal.
• La interpretación lato sensu (en sentido amplio), entendida como comprensión en
general de un texto lingüístico: interpretación cuyo objeto es comprender los signos
de un determinado lenguaje en base a las reglas de sentido de ese mismo lenguaje.
• La interpretación estricto sensu, la modalidad de interpretación más restringida (en
sentido estricto), que se proyecta sobre los textos ambiguos, vagos o de cualquier
modo, poco claros, esto es, que se ocupa de determinar el sentido de los textos que
carecen de un “significado inmediatamente dado”.

La interpretación jurídica tiene como finalidad propia conseguir que el texto resulte
efectivamente utilizable con relación al problema jurídico que se trata de resolver.

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En este último nivel entra en juego aquella modalidad de interpretación que Jerzy Wróblesky
identifica como interpretación operativa. El punto de partida de tal modalidad se encuentra
constituido por la localización de una duda concerniente al significado de la norma aplicable.
Dicha duda tiene carácter estrictamente pragmático. El segundo momento consiste en el uso
de reglas interpretativas de primer nivel, reglas que especifican la manera en que el
significado dudoso de una norma debe ser determinado pragmáticamente, teniendo en
cuenta los concernientes contextos semánticos fundamentales. Wróbleski sugiere identificar
en este ámbito tres tipos de contextos de los que suelen provenir las dudas: el contexto
lingüístico, el sistémico y el contexto funcional.

Si el uso de las reglas de primer nivel resulta satisfactorio, entonces es posible formular la
decisión interpretativa y establecer el significado concreto de la norma en cuestión. De lo
contrario, será necesario recurrir a reglas o directivas interpretativas de segundo nivel. Estas
reglas de segundo grado definen esencialmente los modos en que han de ser utilizadas las
reglas de primer grado. Son, en este sentido, las reglas de procedimiento (determinan el
modo de proceder de las directrices lingüísticas, sistémicas y generales), y reglas de
preferencia (a fin de seleccionar unas directrices de primer nivel en detrimento de otras).

Wróbleski formula, por otra parte, la distinción entre la justificación interna y la justificación
externa de las decisiones judiciales. Mientras que la justificación interna de un juicio exige
que este haya sido correctamente inferido de las premisas que lo sustentas; la justificación
externa atienda a la racionalidad de la determinación de las premisas.

El autor concluye afirmando que ninguna teoría de la interpretación puede garantizar un


resultado seguro para cada problema jurídico. Por ello establece un contraste entre dos
modalidades de teoría interpretativa: las suficientemente ricas y completas para suministrar
idealmente el fundamento de la solución de cualquier duda interpretativa (a las que denomina
teorías normativas de la interpretación); en contraprestación con las teorías descriptivas de
la interpretación.

Una original perspectiva para el tratamiento de los temas de la interpretación en el presente


procede de un fuerte movimiento cultural y metodológico que se encuentra asentado no solo,
aunque sí especialmente, en los medios académicos de los estados unidos, a partir de los
años 80 del siglo xx, y al que de ordinario se identifica bajo el rótulo genérico derecho y
literatura (Law and Literature).

En dicha corriente confluyen, al menos en su momento de emergencia, tres distintos filones,


que, a su vez, han generado las corrientes: junto a la llamada derecho de la literatura, que
se ocupa del tratamiento que, de la literatura, hacen la ley, la doctrina y la jurisprudencia, y
que no representa estrictamente hablando una rama específica del derecho, sino un abordaje
transversal. Corriente que, por ello, no ha generado propiamente una concepción teórica
autónoma sobre el derecho; sí que la han generado las otras dos: el derecho en la literatura
y el derecho como literatura o literatura en el derecho. Por expresarlo de manera sintética,
quienes se desenvuelven en el ámbito propio del derecho en la literatura consideran que la
educación superior debe desarrollar en el estudiante la conciencia de la importancia de la
literatura, y estiman que los grandes clásicos de la literatura ofrecen importantes
contribuciones que permitan una mejor comprensión de derecho.

Quienes practican estudios que se ocupan del derecho como literatura o literatura del
derecho, por el contrario, abordan el discurso jurídico con los medios propios del análisis
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literario, y aplican para ello a los textos jurídicos una serie de métodos instrumentos de
análisis y de interpretación que han sido elaborados por la crítica literaria, a partir de la
premisa en cuya virtud, el derecho no deja de ser una historia que es preciso interpretar, al
igual que cualquier otra historia literaria.

Estudiosos como Stanley Fish, Owen Fiss, Sanford Levinson y el propio Dworkin (quien en
un artículo titulado el derecho y la interpretación comparada la interpretación del derecho
con la interpretación en la literatura, y sugiere parangonar la tarea de los jueces intérpretes
con la de un grupo de escritores estuvieran obligados a escribir una novela en cadena. A
excepción de quien iniciara la obra, todos ellos estarían abocados en la realización de su
tarea a retomar la novela en un momento dado de su elaboración y a continuar la obra en
curso), se han validado de esta última perspectiva, sobre todo en el ámbito de la
interpretación constitucional, con el objeto de elaborar una teoría interpretativa adecuada,
que se identifica en algunos aspectos con las tareas propias o bien de la semiótica jurídica,
o bien de la hermenéutica jurídica.

Para Aarnio, si cotejásemos tanto los parecidos como las diferencias existentes entre
interpretación de una novela en la interpretación jurídica, sería posible apreciar su profunda
semejanza estructural. Por su parte, el propio Dworkin considera que a los profesionales del
derecho más vendría mal estudiar las interpretaciones literarias, a fin de poder mejorar su
comprensión del derecho, y la moda en aconsejar servirse de la interpretación literaria como
modelo que proporciona el método fundamental del análisis jurídico.

La aplicación al texto jurídico de los métodos del análisis literario lleva a la exaltación el papel
del intérprete, entendido como productor de significado de texto, y a la calificación de la
interpretación como una actividad creativa y no meramente declarativa, en abierto contraste
con la concepción que al respecto asumen los iuspositivistas.

En Italia el debate sobre la interpretación y, más en General, sobre el razonamiento jurídico,


se ha visto fuertemente estimulado en los últimos decenios.

Giovanni Tarello nos dejó un volumen “Derecho, enunciados y usos. Estudios de teoría y
meta teoría del derecho”, en el que se focaliza la importante atención que dedicó a esta
temática. Como dijimos, este autor, a partir del estudio del realismo americano, desarrollar
una teoría realista del derecho que se apoya sobre una concepción de la norma jurídica
entendida, de un lado, como enunciado normativo; y de otro, como el contenido del
significado normativo obtenido del enunciado. Dicha acción de norma suministrar un eficaz
equipamiento para una teoría de la interpretación concebida, no como actividad cognoscitiva,
sino como actividad productora de normas.

La discusión abierta por Tarello se ha desarrollado con posterioridad básicamente a través


del contraste entre las posiciones neo formalistas y las posiciones neo escépticas. Entre los
representantes de las primeras se puede destacar a Mario Jori, quien sostiene que las
disposiciones normativas presentan regularmente un núcleo cierto de significado que el
intérprete comprende o puede describir. Núcleo más o menos amplio que coexistiría siempre
con zonas de penumbra, con respecto a las cuales el intérprete se ve abocado a decidir entre
distintas posibilidades.

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Entre los representantes de las posturas neo escépticas parece obligado citar a Riccardo
Guastini. Para este autor interpretar no consiste tanto en conocer las normas, como en
crearlas. Retomando la tan conocida distinción de Ross en su obra sobre el derecho y la
justicia, este autor distingue entre la interpretación como actividad cognoscitiva en
interpretación entendida como operación creativa de atribución de un significado y sugiere
diferencia también la interpretación como actividad de la interpretación como resultado un
producto de dicha actividad. La actividad interpretativa es la que da origen a la norma, la
que implica el paso de la disposición a la norma. Las normas son entidades variables que
dependen de la interpretación.

De la temática de la interpretación jurídica se han ocupado también, de manera monográfica,


dos filósofos del derecho italianos de orientación hermenéutica: Giuseppe Zaccaria y
Francesco Viola.

La hermenéutica jurídica, salvo el caso excepcional de Emilio Betti, no ha contado con una
tradición especialmente destacable en Italia. Circunstancia que ha determinado la
dependencia de la doctrina italiana respecto de los modelos que sobre la temática se han
desarrollado en el área germánica a mitad de siglo XX, que han generado una nueva
conciencia hermenéutica, a los que se ha sumado recientemente una inspiración y un
estímulo nuevos que en esta ocasión proceden del área anglosajona.

En efecto, por un lado, la hermenéutica jurídica se ha centrado en la interpretación judicial


y en análisis jurídico de la conexión entre cuestiones de hecho y cuestiones derecho
(Giuseppe Zaccaria); y, por otro lado, ha favorecido el despliegue de toda una reflexión sobre
el derecho entendido como práctica social (Francesco Viola).

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Capítulo cuarto: LOS ESTUDIOS DE LÓGICA JURÍDICA.

En los años cincuenta la difusión de la Filosofía analítica favoreció la renovación del interés
entre los filósofos del Derecho por los estudios de lógica jurídica, entendida como lógica de
las normas y/o lógica de las proposiciones normativas.

La crisis del positivismo jurídico formalista de los últimos decenios, por otra parte, no ha
implicado el abandono de la aproximación analítica que, en cambio, a través de un mayor
refinamiento de sus propios instrumentos lógicos y metodológicos, ha continuado orientando
la tarea de numerosos estudiosos que han mantenido vivo el interés por los estudios de
lógica jurídica, en parte confluyentes, como se dirá, en la nueva disciplina de la informática
jurídica.

Uno de los centros de investigación más identificados con la realización de este tipo de
estudios fue el Instituto de Filosofía del Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires
que dirigía Ambrosio L. Gioja.

En torno a su magisterio, en los años sesenta, se formó una importante escuela filosófico-
jurídica de orientación analítica. Escuela filosófico-jurídica de orientación analítica, en cuyo
ámbito se ha impuesto diferenciar dos corrientes: de un lado, la corriente iusanalítica de
inspiración lógico-formal (Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin) y, de otro, la corriente
iusanalítica del lenguaje ordinario (Genaro-Rubén Carrió, Roberto-José Vernengo…).

Una de las obras más significativas salida de este círculo de estudiosos es la célebre
monografía de Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin, “Normative System”. El objetivo más
acuciante del primer capítulo del texto es aclarar la noción de “sistema normativo” para
analizar luego las propiedades formales de tales sistemas: completitud, coherencia e
independencia. Sistema jurídico que se define, a partir de la noción clásica del sistema
deductivo, como un sistema normativo cuyos integrantes son el conjunto de los enunciados
jurídicos (las normas) más todas sus consecuencias lógicas.

A su vez, las normas son definidas como enunciados condicionales que conectan ciertas
circunstancias fácticas (“casos” o “supuestos de hecho”) con determinadas consecuencias
jurídicas (soluciones).

La noción de sistema jurídico como conjunto de normas que tienen una conexión significativa
entre sí permite, además, redefinir de un modo riguroso los conceptos de “plenitud” y
“coherencia”, en base a los cuales es posible obtener nociones adecuadas de laguna e
incoherencia (antinomia) del sistema.
Se puede decir, en efecto, que existe una laguna en relación con un caso cuando éste carece
de una solución, porque el Derecho no lo contempla y no es posible conectar al supuesto de
hecho consecuencia alguna. Existe, en cambio, incoherencia del sistema jurídico cuando un
sistema atribuye a un caso dos o más soluciones incompatibles entre sí, de modo tal que la
conjunción de las soluciones origina una contradicción normativa o antinomia.

La lógica puede ser usada para valorar la coherencia y la plenitud de un sistema jurídico,
pero no sirve de ayuda en absoluto cuando se trata de remediar lagunas o incoherencias. La
solución no puede ser sino de naturaleza estrictamente jurídica. Ligado al problema de las

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lagunas jurídicas se encuentra el de la naturaleza de la decisión judicial. Allí se califica a la


solución de conflictos como uno de los objetivos fundamentales del Derecho. Para su
realización no basta el sistema jurídico llamado “primario”, consistente en el conjunto de las
normas que dan solución a los casos genéricos, sino que es necesario introducir la llamada
jurisdicción obligatoria. Ésta permite distinguir el sistema primario, dirigido a los sujetos
jurídicos, del “secundario”, dirigido a los jueces. Entre las normas que establecen obligaciones
para los jueces se encuentran la que les impone la obligación de juzgar y la que les impone
la obligación de fundamentar sus decisiones en el Derecho.

En ideal deductivista, que según Alchourrón y Bulygin caracteriza esencialmente a la Ciencia


jurídica, nace de razones, ya teóricas ya políticas, sintetizables en tres principios:

1. El principio de inevitabilidad (unavoidability), según el cual los jueces tienen la


obligación de resolver todo caso susceptible de ser integrado en su propia esfera de
competencia.
2. El principio de justificación, según el cual los jueces deben justificar las propias
decisiones y probar su carácter no arbitrario.
3. Y finalmente, el principio de legalidad, según el cual las decisiones judiciales deben
fundarse en las leyes estatales.

Tales principios se unen a los postulados de plenitud y coherencia del sistema jurídico, que
pueden garantizar, junto a los primeros, los ideales políticos de seguridad e igualdad formal.
El postulado de completitud hace que el contenido de una decisión judicial sea una
consecuencia lógica de las premisas que la fundan.

Sin embargo, dado que un sistema es el conjunto de las normas surge la bien conocida
dificultad derivada de la ambigüedad y de la vaguedad intrínseca al lenguaje natural. Esta
consideración es el motivo de la inclusión en las temáticas de Alchourrón de la noción de la
llamada “defectuosidad” (defeasibility) del razonamiento normativo en general y en particular
del razonamiento jurídico-normativo.

Entre los estudiosos europeos que se han ocupado de la lógica jurídica se impone recordar
aquí a Lars Erik Gustav Lindahl, Arend Soeteman, Ota Weinberger y Georg Henrik von Wright.

Gran parte de la producción del Profesor Lindahl tiene por objeto la aplicación de la lógica
formal a cuestiones estrictamente jurídicas, o bien a temáticas que asumen su específica
situación dentro de la Teoría del Derecho y, en particular, del análisis formal de los conceptos
jurídicos fundamentales. Resulta a este respecto especialmente relevante la teoría de las
“condiciones jurídicas” (legal positions) que Lindahl ha venido desarrollando desde los años
setenta del siglo pasado, sobre el tema le suministraran algunos trabajos pioneros de quien
fue Director del Departamento de filosofía de la Universidad de Uppsala, Stig Gustav Kanger.
En ellos Lindahl trataba de aplicar y de combinar armónicamente la lógica deóntica y la lógica
de la acción.

Uno de los aspectos más relevantes de esta teoría consiste en la definición de un método
que permita conectar y describir de manera sistemática el espacio de todas las posibles
relaciones lógico-normativas entre dos agentes respecto de alguna tipología de la acción.

El método ha llamado, en primer lugar, a una clasificación de todas las posibles condiciones
jurídicas de relativas a un sujeto en cuanto tal o a un sujeto en relación con otro sujeto en,

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en segundo lugar, al análisis de la dinámica jurídica concerniente a los casos en los cuales la
condición de uno, sujetos sufre una mutación a través de acciones específicas como la
promesa, el contrato. El estudio sueco ha dedicado sus contribuciones más recientes al
análisis de los “conceptos intermedios”, esto es a nociones como, “propietario”, “poseedor”,
“ciudadano”, etc. que, dentro de un sistema normativo, “median” y establecen particulares
conexiones entre condiciones descriptivas relativas a hechos y específicas consecuencias
jurídicas.

El holandés Arend Soeteman (n. 1944) ha desarrollado un análisis detallado del concepto de
“razonabilidad” en el razonamiento jurídico. Soeteman sostiene que existe un margen
inevitable de imponderabilidad en el establecimiento y en la justificación de las premisas de
cualquier proceso racional e inferencial; sin embargo, si por una parte y es completamente
cierto que la lógica por su naturaleza no puede ofrecer una solución verdadera para tales
problemas, por otra parte permite analizar y aclarar las propias premisas, de modo que sea
posible obtener un consenso racionalmente fundado sobre el contenido sustancial de éstas
últimas.

En general, la lógica no puede hacerse cargo del contenido de toda decisión jurídica, pero
de todos modos debe ser entendida como un instrumento indispensable y necesario, aunque
no suficiente, para el control y la justificación de tales decisiones. El espacio residual que la
lógica formal no puede tratar deja el campo abierto a otras formas de razonamiento.

Sobre estas bases generales, Soeteman ha propuesto un análisis lógico-formal de numerosas


cuestiones relativas al razonamiento jurídico y normativo.

Ota Weinberger, de quien ya habíamos considerado la contribución a la teoría neo


institucionalista, en numerosos escritos se ha ocupado específicamente de problemas de
lógica jurídica, mostrando un cierto escepticismo respecto a la lógica deóntica clásica. Tal
escepticismo, por otra parte, no implica la imposibilidad de definir una genuina lógica de las
normas que, al contrario, para el estudioso checo, es condición necesaria para la existencia
de la propia Teoría del Derecho. El mecanismo de la subsunción, la noción de unidad racional
del ordenamiento, en términos de compatibilidad entre enunciados normativos, por ejemplo,
no podría ser objeto de una investigación sería si no existiese un modelo lógico-formal de
análisis del Derecho.

No obstante, según Ota Weinberger, es importante ante todo introducir nuevas definiciones
de los conceptos normativos. Además, en segundo lugar, resulta también fundamental un
análisis adecuado de las condiciones normativas. Weinberger ha introducido el llamado
“principio de covalidez”, en base al cual serían validos igualmente todos los enunciados
normativos que pueden obtenerse por inferencia lógica de otras normas válidas, o por la
combinación de estas últimas con enunciados descriptivos.

Last but not least, cabe mencionar al filósofo y editor Georg Henrik von Wright (n. 1916),
miembro de la comunidad de habla sueca asentada en Finlandia, autor de un breve ensayo
con el título “Deontic Logic” y en el libro del mismo año, An Essay in Modal Logic, en los que,
aparte de acuñar la expresión lógica deóntica, propuso la aplicación de la lógica a los

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enunciados prescriptivos y articuló lo que se llamaría “el sistema standard de lógica deóntica”.
Von Wright, tras la publicación de dos obras abandona su inicial preocupación por los
aspectos formales de la lógica deóntica y se orienta al tratamiento del “problema filosófico
de la lógica de las normas” ya que las normas no poseen los valores de verdad o falsedad,
una lógica de las normas tan sólo es posible si se la entiende como lógica de las proposiciones
normativas (esto es de las proposiciones descriptivas, por tanto verdaderas o falsas, sobre
la existencia o la vigencia de las normas).

Axel Anders Hängerström considera a las normas ya no como entidades absolutas, sino como
componentes de un corpus de normas emanadas de una autoridad normativa nacional. En
consecuencia, la lógica de las normas deja de ser concebida como una lógica en sentido
estricto y pasa a ser entendida como la expresión de un ideal, de racionalidad normativa. Las
normas, aunque no sean verdaderas o falsas, pueden ser explicadas o justificadas. La
justificación más común es la teleológica, que consiste en indicar un fin o propósito que
teóricamente se logra con la observancia de la norma. El fin extraordinario abajo valorado
como deseable o bueno por quien establece la norma, y también, si es posible, por su
destinatario, así que se puede afirmar que la justificación teleológica de las normas de
ordinario hace referencia a valores. Los valores también pueden ser explicados o justificados.
La justificación teleológica de las normas es típicamente anticipatoria (“Las nuevas
regulaciones harán más seguro el tráfico”), mientras que la justificación de las valoraciones
hace típicamente referencia a la forma de ser y al estilo de vida de los sujetos que valoran.

Un orden justo tiene con frecuencia su origen en el hecho de que las valoraciones sociales
cristalizan en normas. Esto no hace que las valoraciones sean más verdaderas, pero les
atribuye una mayor relevancia o dignidad.

En Italia, entre los más destacados estudiosos de la lógica jurídica, se impone invocar al
Profesor de la universidad de Pavía Amedeo-Giovanni Conte, discípulo directo de Norberto
Bobbio, que se había polarizado en sus primeros estudios en el tratamiento de una serie de
temas de teoría General del Derecho relativos al ordenamiento jurídico, como la validez, la
plenitud y la coherencia, en los que ya apuntaba un particular interés por la toma en
consideración de sus aspectos lógicos.

Ésta se ha ido orientando hacia la construcción de una teoría que las normas o de las reglas
constitutivas, en la cual convergen importantes y complejas temáticas, que exceden con
mucho el contexto estrictamente jurídico, se adentran en el más vasto ámbito de la filosofía
del lenguaje y de la filosofía de la acción, con una especial referencia al significado de las
acciones y de los comportamientos humanos, a su descripción y explicación.

Para concluir, no debe dejar de destacarse, por su originalidad, la postura de Alessandro


Giuliani, el cual, sobre el surco que abriera al respecto el romanista Riccardo Orestano, en
su rechazo al ideal de una “ciencia sin historia”, considera el estudio del Derecho como
estudio del aspecto constitutivo de la experiencia jurídica. A la luz de estas premisas
metodológicas, Giuliani ha realizado importantes investigaciones, que se ocupan, entre otras
temáticas, de la lógica jurídica, de la prueba, de la justicia, de los jueces y de la teoría del
proceso.

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Capítulo quinto: NUEVAS FRONTERAS PARA LA FILOSOFÍA DEL DERECHO.

En los últimos 30 años en la sociedad ha conocido transformaciones profundas a la vez que


rapidísimas: la informática ha entrado a formar parte de la vida de todos nosotros a distintos
niveles, e investigación en el ámbito médico y, más en general, en el ámbito científico abierto
inmensas nuevas posibilidades al tiempo que ha generado una serie de interrogantes morales
que conciernen a la delimitación de los límites de la intervención sobre la vida humana y no
humana; los grandes flujos migratorios desde los países más desfavorecidos han modificado
la fisonomía de los viejos Estados nacionales, determinando un nuevo escenario marcado por
el pluralismo jurídico.

Este conjunto variado el fenómeno ha abierto nuevos territorios a los estudiosos o


investigadores de los más distintos ámbitos disciplinarios, y también, como no podía ser
menos, a los filósofos del Derecho.

En cuanto informática, las primeras aplicaciones al derecho se remontan a finales de los años
cuarenta, pero sólo en los años sesentas y setentas de dicha centuria se crearon las primeras
bases de datos jurídicos y los primeros archivos informatizados que las administraciones
públicas.

Posteriormente, ya que la última década de los 80, se han asistido al desarrollo de nuevas
formas de documentación jurídica automatizada, junto a la edición electrónica, la realización
de grandes sistemas informatizados y, sobre todo, la difusión generalizada de la informática
en la actividad de los despachos profesionales.

Con todo ello la informática jurídica ha modificado en profundidad algunos aspectos hasta
entonces característicos del trabajo del jurista (como la búsqueda documental) y la gestión
de la contabilidad, el archivo, la redacción y la transmisión de documentos. La mayor parte
de la actividad jurídica se desarrolla hoy sirviéndose de la interacción con los procesadores
electrónicos, procesadores de textos y las bases de datos. Instrumentos y técnicas que se
revelan capaces de influir de manera profunda sobre la práctica del Derecho.

Una ulterior transformación de la práctica del Derecho se está produciendo en la actualidad


por otra de las nuevas tecnologías de la telemática y de internet. Nuevas tecnologías que
han revolucionado, tanto las modalidades de acceso a la información jurídica, como la
interacción entre los distintos operadores jurídicos (por ejemplo, entre los jueces, abogados,
procuradores de los tribunales, notarios, administradores públicos), mientras los juristas y
los ciudadanos.

En todo caso estos cambios de la práctica del Derecho, por sí solos no serían suficientes para
justificar la consideración de la Informática jurídica entre las nuevas fronteras de la filosofía
del derecho de nuestro tiempo.

Debemos recordar las contribuciones específicas que la misma ha aportado al progreso de la


reflexión filosófico-jurídica.

Entre finales de los años sesenta y el inicio de los años setenta del pasado siglo la informática
jurídica había suscitado un cierto interés entre algunos estudiosos de Teoría del Derecho,
que creían que la metodología de la informática y de la cibernética podrían llegar a
revolucionar los estudios jurídicos.

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Sin embargo, bien pronto atenuaron los entusiasmos, al caer en la cuenta de que la
informática, con el menguado desarrollo que entonces presentaba, no estaba en condiciones
de aportar una contribución especialmente significativa a la Ciencia jurídica.

A los entusiasmos teórico y filosófico cibernéticos de los albores de la informática jurídica, si


es hallado, por tanto, una fase de desencanto y de cautela.

Un renacimiento del interés por los estudios de tipo teórico en el ámbito del conocimiento
informático-jurídico se produce a partir de la segunda mitad de los años 80 y estuvo
determinada, sobre todo, por la emergencia de la nueva disciplina de la Inteligencia artificial
que venía a afrontar, de un modo nuevo, temas filosóficos clásicos. En particular, se
constituyó el ámbito interdisciplinar denominado “inteligencia artificial y Derecho”, en cuyo
seno el fértil encuentro entre la informática del conocimiento jurídico ha permitido enriquecer
y desarrollar ambas disciplinas.

Ante todo, los estudios informático-jurídicos han dado lugar a una verdadera y propia
revolución en el ámbito de los estudios de lógica jurídica que tradicionalmente consistía en
la aplicación al ámbito jurídico de la lógica clásica, si quien está a partir de la década de los
cincuenta se han enriquecido con la construcción de una nueva modalidad de lógica, la lógica
deóntica, modelada para las proposiciones normativas.

En el ámbito de la experimentación informático-jurídica se ha visto, sin embargo, que con la


ayuda de los más potentes indicadores automáticos, la lógica clásica podía ofrecer un modelo
adecuado del razonamiento jurídico.

Un obstáculo para ello está constituido por ciertas condiciones características de algunos
aspectos fundamentales del razonamiento jurídico por el hecho de que el razonamiento
jurídico sea una técnica procedimental en orden a la solución de problemas jurídicos. El
razonamiento jurídico requiere, pues, de procesos interactivos gobernados por reglas, en los
cuales participan los sujetos interesados, y no un proceso monológico, como es la deducción
lógica. Además, el razonamiento jurídico en la medida en que nace de la controversia y de
la contraposición de tesis en conflicto, es esencialmente un razonamiento defectuoso.

La informática jurídica ha permitido desarrollar lógicas jurídicas nuevas, lógicas capaces de


afrontar los retos a los que hemos hecho referencia.

El problema de la “posible aplicación práctica” de la lógica jurídica ha sido afrontado


recurriendo en particular a los lenguajes de la programación lógica, se han reducido la
distancia entre las representaciones lógicas y los programas informáticos: uno conjunto de
“axiomas jurídicos”, si se expresa en los lenguajes propios de la programación lógica, se
convierte en un programa que puede ejecutarse automáticamente. Esta orientación ha sido
desarrollada de forma especial por Robert Kowalski y Marek Sergot a través del “Proyecto
Prolog”, que se puso en marcha en el “Department of Computing” (Departamento de
Computación) del Imperial College at de Ciencia y Tecnología de Londres, quince kilos de los
años 80, y en cuyo ámbito se han obtenido una serie de fértiles aplicaciones a diversos
sectores del Derecho inglés.

Por lo que concierne a los problemas de tipo procedimental, éstos han sido afrontados
mediante los llamados sistemas de diálogo (dialog systems). Se trata de modelos formales
de interacción dialéctica.

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El problema de la defeasibility del razonamiento jurídico ha encontrado una solución en el


ámbito de los estudios sobre el razonamiento no-monotónico.

Además de estudiar estas nuevas dimensiones de la lógica, los cultivadores de la informática


jurídica no han dejado de ocuparse de los temas más tradicionales de la lógica deóntica,
llegando a nuevas, más precisas y flexibles, caracterizaciones de las situaciones jurídicas.

Junto a todas estas investigaciones que acabamos de reseñar, debemos recordar los estudios
informático-jurídicos en los que se afrontan aspectos del razonamiento jurídico
tradicionalmente ajenos a la lógica. Son numerosas, sobre todo en el ámbito norteamericano,
las propuestas de modelos de razonamiento basados en casos.

En este marco, no deben olvidarse los estudios informático-jurídicos que versan sobre las
tentativas dirigidas a reproducir el funcionamiento inconsciente y paralelo de la mente del
jurista mediante instrumentos como las redes neuronales, o a extraer información jurídica de
las respectivas fuentes mediante técnicas para el aprendizaje automático (machine learning).

Con el transcurso del tiempo, se han producido una serie de desarrollos ulteriores
importantes en relación al desarrollo de agentes informáticos dotados de un cierto grado de
autonomía, entre los cuales se establecen relaciones gobernadas por normas semi-jurídicas.

En Italia los filósofos del Derecho que abrieron la senda al tratamiento de la informática
jurídica han sido Vittorio Frosini y Mario G. Losano.

Vittorio Frosini publicó en 1968 un volumen, Cibernetica, diritto e società (Cibernética,


Derecho y sociedad) en el cual afrontaba los problemas suscitados por la aplicación de la
“revolución cibernética” en el campo jurídico y social.

Particular relieve asume la tentativa de Frosini de conjugar informática y hermenéutica


jurídica.

El profesor Mario G. Losano (n. 1939), discípulo de Norberto Bobbio, en 1969 publicó
Giuscibernetica. Macchine e modelli cibernetici nel diritto (Iuscibernética. Máquinas y
modelos cibernéticos en el Derecho). Volumen destinado a poner orden en la heterogénea
masa de estudios jurídico-informáticos de aquellos años, distinguiendo en el ámbito de esta
temática los acercamientos teóricos de los acercamientos prácticos.

La segunda frontera de la Filosofía del Derecho contemporánea se encuentra constituida por


la investigación en el ámbito de la bioética.

A inicios de los años setenta del pasado siglo, se asistió a un progresivo abandono de las
investigaciones metaéticas, sobre la naturaleza y el fundamento de la ética, sobre el
significado de los términos éticos y de los diversos modelos de razonamiento moral, y a un
renovado interés por la toma en consideración de problemas morales concretos y específicos.

Tal fenómeno, que puede definirse sintéticamente como “el paso de la metaética a la ética
normativa”, “giro aplicado”, ha comportado una ampliación de las investigaciones de “ética
aplicada” o “contextualizada”, que tiene por objeto la ética ambiental, la ética de los negocios
y la bioética.

El término bioética como designación de una nueva disciplina aparece por primera vez en
1970 en el título de un artículo del doctor Van Renssealer Potter (Bioética, la ciencia de la
nueva disciplina). Van Renssealer Potter se propuso tender un puente entre la cultura de las
ciencias y la de las humanidades, definía a la bioética como extensión de la ética, o ética

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basada en el conocimiento biológico, y vinculaba su razón de ser a la apremiante necesidad


de formular una nueva ética que permitiera garantizar la supervivencia de la humanidad a
través de un estrecho diálogo entre las ciencias biomédicas y las ciencias humanas. La
bioética se proponía, de este modo, obtener un urgente y necesario conocimiento que
permitiera desarrollar investigaciones acerca de cómo utilizar el pensamiento del hombre en
orden a la preservación de la calidad de vida.

El doctor Van Renssealer Potter, cuando en 1971 publicó Bioethics. Bridge to the Future,
estaba fuertemente influido por la ecología profunda y contemplaba el caso de la
biotecnología desde una perspectiva que se propone garantizar la supervivencia humana, la
mejora de las calidades de vida y la superación del riesgo ecológico.

En puridad, la bioética no es un una nueva disciplina, ni una subdisciplina de la ética, ni


siquiera una nueva ética. Se trata más bien de un conjunto de investigaciones, de discursos
y de prácticas que tienen por objeto la clarificación o la solución de aquellas cuestiones de
carácter ético suscitadas por las innovaciones científicas y tecnológicas producidas por el
actual desarrollo biomédico, que hoy nos permiten actuar sobre fenómenos vitales
(alterándolos o modificándolos)

El ámbito temático cubierto por la bioética es muy vasto y se está ampliando continuamente
con el progreso de las investigaciones científico-tecnológicas y de sus aplicaciones: se
extenderá del tratamiento del aborto a la eutanasia, desde las relaciones existentes entre los
profesionales de la salud y sus pacientes al trasplante de órganos, a la ingeniería genética,
o a la clonación. Junto a la problemática estrictamente biomédica, se sitúan también las
temáticas sobre la conservación del medio-ambiente, del cuidado y de los derechos de los
animales y los interrogantes éticos relativos tanto a la vida humana del presente y del futuro,
como de lo no humano.

A la reflexión bioética se la coloca ya ahora ante problemas de juicio y de decisión


extremadamente complejos y se le confían preguntas fundamentales, tales como: ¿cuándo
se inicia la vida?, ¿cuándo y hasta cuándo se puede hablar de “persona” o de “vida humana”?,
¿qué autonomía compete al individuo en la determinación de la propia vida y de la propia
muerte?,¿cuándo se debe tratar de mantener las prácticas de reanimación y cuándo se debe
dejar morir?, ¿cuándo tutelar a la madre, cuándo al feto o incluso al embrión en la probeta?,
¿cuáles son los límites del tratamiento y cuáles los de la experimentación humana y no
humana?

La reflexión, como resulta evidente, abarca desde temas estrictamente biológicos a temas
de naturaleza filosófico-religiosa, a temas filosófico-jurídicos, y a temas jurídicos en sentido
estricto, en un marco en el que se produce una abierta contraposición entre ideologías,
creencias religiosas, modelos culturales y sistemas de valores diversos. La exigencia de una
reglamentación jurídica se enfrenta en la sociedad pluralista contemporánea con la ausencia
de valores compartidos. De ahí se deriva un doble riesgo: establecer límites que respeten los
valores morales de tan sólo unos pocos, o tratar de controlar mediante leyes y disposiciones
administrativas el progreso de la ciencia.

El desarrollo del debate bioético se ha revelado con frecuencia tortuoso, particularmente en


Italia, a través de las confrontación, que en ocasiones deriva en abierto conflicto, entre las
orientaciones laicas y las orientaciones católicas; posiciones ambas que, a su vez, se
presentan no como bloques unitarios, sino como notables distinciones internas.

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Los presupuestos de la bioética laica, en gran parte reconducibles al magisterio de Uberto


Scarpelli son el respeto a la autonomía individual (en materia de salud y por lo que concierne
a la propia vida cada uno tiene el derecho de escoger); la garantía del respeto a las
convicciones religiosas de los particulares; la promoción de la calidad de vida al nivel más
alto posible (en contraposición a la mera prolongación de la vida); la garantía de un acceso
justo, al tiempo que lo mejor posible, a los tratamientos médicos.

Por su parte, la bioética católica cuenta entre los filósofos del derecho italiano con una
representación autorizada en Francesco D’Agostino, discípulo de Sergio Cotta.

En sus escritos de bioética D’Agostino se sitúa en una perspectiva personalista-ontológica.


Critica la compartimentación del hombre superior plano científico, que le ha despojado de su
núcleo central y ha producido la ruptura del concepto de persona. La persona no es un simple
“haz de fenómenos”, una árida dimensión materialista, sino que es “ser más allá de las
apariencias”.

De las premisas se derivan una serie de principios sobre los cuales D’Agostino fundamenta
la bioética: el principio de la defensa de la vida física, que propugna la inviolabilidad de la
vida, en cuanto la vida corpórea física es “el Valor fundamental de la persona”; el principio
de libertad y responsabilidad, que implica tanto la responsabilidad de tratar al enfermo como
persona, como la libertad del médico para rechazar solicitudes que resulten inaceptables para
la conciencia moral; el principio de la totalidad, que afirma que es lícito intervenir sobre la
vida física de las personas sólo si resulta necesario para salvaguardar la totalidad unitaria e
inescindible at de cuerpo-mente at-espíritu; el principio de sociabilidad y subsidiariedad, que
impregna toda la persona en virtud de la constitutiva y ontológica sociabilidad de vivir
participando en la realización con los congéneres.

La bioética de y amparar, según D’Agostino, una biojurídica, a fin de que el Derecho


establezca limitaciones a la libertad de intervención del hombre sobre la vida.

La bioética, tal y como se ha dicho, no se agota en la bioética médica.

Junto a la bioética médica se ha desarrollado con fuerza expansiva creciente una bioética
que se ocupa de las relaciones entre los seres humanos y su entorno no humano. Modalidad
de bioética que, a su vez, cubren dos conjuntos temáticos diferentes: la bioética que se ocupa
de los animales, y la bioética medioambiental, que se ocupa del tratamiento de las cuestiones
vinculadas a la relación entre el hombre y la naturaleza así como de los principios que deben
regular dicha relación.

La bioética de los animales comenzó a desarrollarse a principios de los últimos años setenta
a partir de la publicación del “bestseller” Animal Liberation (Liberación animal) del filósofo
australiano Peter A. Singer.

A la tesis de Peter A. Singer se opone Tom Regan, el otro gran exponente de la lucha en
favor de la promoción de los derechos de los animales en el ámbito filosófico. Este autor, en
la más conocida de sus obras, The Case for Animals Rights (La cuestión de los derechos de
los animales), trata de construir una verdadera y propia teoría de los derechos básicos de
todas las criaturas que son “sujetos de vida”, animales y no animales, a partir de la distinción
entre aquellos a quienes atribuye la condición de agentes morales (los seres humanos adultos
y racionales) y aquellos a quienes califica de pacientes morales (todos los animales no
humanos conscientes y cintinetes).

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En cuanto a la bioética ambiental, se pueden distinguir dos grandes corrientes de


pensamiento contrapuestas:

• La de los conservacionistas (una de cuyas voces más representativas puede ser


considerada la de John A. Passmore), quienes, a partir de un punto de vista
antropocéntrico, consideran a la naturaleza como un bien del que se sirve y hace uso
el hombre, y al que se tutela en atención a consideraciones de mera utilidad.
• La de los preservacionistas (interesante al respecto es la concepción de Paul W.
Taylor), quienes, a partir de una perspectiva biocéntrica, estiman que la Tierra y el
medio ambiente en general poseen un valor intrínseco y, por tanto, deben ser
respetados por sí mismos.
Hay una tercera posición, que se encuentra representada en particular por Eugene C.
Hargrove, la de quienes entienden que el deber de tutela del medio ambiente se encuentra
ligado a valores y consideraciones de orden estético.

En Italia a la bioética, en la más amplia de sus acepciones, se ha aproximado en sus últimas


publicaciones Lombardi Vallauri.

El “pleroma” se identifica en un primer estadio por Lombardi Villauri con el fin del cristiano,
o con la plenitud no reductiva del ser, “la forma perfecta dada la totalidad, la síntesis de todo
lo que el hombre es”. Posteriormente, en sus obras más recientes, se produce una expación
de la idea de pleroma al punto de cubrir con ella “la plenitud no reduccionista del ser, humano
y no humano, en sus dimensiones materia-natural, histórico-cultural y personal-espiritual, en
sus explicaciones conservativas y procesal creativa”. De aquí se deriva el abierto interés por
las problemáticas bioético-médicas, animalista, ambiental, etc.

Otra nueva frontera de la Filosofía del Derecho contemporánea está representada por la
actual teorización acerca de la proyección del multiculturalismo en el Derecho. En término
multiculturalismo cubre un amplio abanico de contenidos semánticos, y de hecho puede ser
usado, o bien en un sentido puramente fáctico y descriptivo, con la finalidad de designar
cierto tipo de sociedad, caracterizada por la presencia y la convivencia en su seno de grupos
culturales diversos, o bien en un sentido normativo, en cuyo caso el multiculturalismo
identificaría un modelo político, o un ideal jurídico-político para cuya realización se requiere
la colaboración del Estado.

En el primero de sus significados, el multiculturalismo es objeto de estudio privilegiado por


parte de los sociólogos. En la segunda acepción el tratamiento privilegiado del
multiculturalismo correspondería a los filósofos político-sociales.

El multiculturalismo en este segundo significado nace de la contraposición dialéctica entre el


pensamiento liberal y el pensamiento comunitarista.

Uno de los núcleos de dicha contraposición residía en la necesidad, defendida por el


liberalismo, de emancipar al individuo de las “concepciones del bien” socialmente
dominantes; el otro, en la exigencia, advertida en este caso por los comunitaristas, de limitar
el divorcio entre la identidad individual y los valores socialmente transmitidos.

El ideal multiculturalista se propone retomar y coordinar armónicamente ambos objetivos, en


cuanto, si bien, por una parte, trata de proteger y reconocer las tradiciones culturales de los
distintos grupos presentes en las modernas sociedades pluralistas, por otra ha concluido

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exigiendo la protección de la libertad del individuo y su capacidad de desarrollo en sentido


pleno su propia identidad.

Uno de los principios más importantes del liberalismo tradicional, como tuvimos la ocasión
de ver a propósito de la polémica que se desarrolló en el Reino Unido entre H.L.A. Hart y
Lord Devlin, es el clásico principio de la distinción entre la esfera pública, que incluye tan
sólo aquello que tiene relevancia política, y la esfera privada de la vida de cada ciudadano,
en cuyo ámbito recae todo lo que se refiere a la identidad particular del individuo (religiosa,
afectiva, sexual, etc.).

El principio de la separación de las dos esferas, que comporta, tanto para el Estado como
para las instituciones públicas en general, la prohibición de interferir en el ámbito de la vida
privada de los ciudadanos, se invoca por parte del liberalismo contemporáneo para sostener
la obligada neutralidad del Estado respecto a todo lo que encaja en el área de la “concepción
del bien” por parte de los ciudadanos.

Según este ideal, el Estado debe preocuparse tan sólo de garantizar a todos una igual
disponibilidad de aquellos “bienes primarios” fundamentales, que constituyen las
precondiciones necesarias para realizar cualquier “concepción” del bien particular a la que
pudieran aspirar los ciudadanos, en la variedad de su identidad, al tiempo que ha de
mantenerse en cambio neutral en el plano del desarrollo de las identidades particulares.

La observación de la realidad social en los países de composición cultural mixta, ha llevado,


a algunos estudiosos a advertir que también el sentido de pertenencia a un grupo y a una
tradición cultural puede ser considerado como un “bien primario”. La identidad de los
individuos no se crea de la nada, sino que es siempre fruto de posiciones intelectuales y
morales previas; y necesita de un fondo cultural y social respecto al cual se plasma
dialógicamente. La “identidad plena” se obtiene a partir de la identificación del agente con
“los marcos referenciales” del espacio moral (dado por la “comunidad lingüística” a la que
pertenece) y por la posición que ese agente ostenta dentro de ese “horizonte de significado”.
Si una cultura, que provee este fondo esencial para la construcción de la identidad de los
individuos a ella adheridos, se encuentra en una posición marginal en una determinada
sociedad en la que dominan otras culturas, los ciudadanos pertenecientes a la cultura
minoritaria se encontrarán en una situación desventajosa.

En principio, todos los individuos tienen intereses esenciales a recibir un reconocimiento


público de su propia cultura, como aplicación del principio de la igual dignidad de todos los
ciudadanos ante el Estado y las instituciones públicas. Tal objetivo puede ser conseguido ya
sea en el ámbito de la educación, estableciendo programas que conduzcan a los estudiantes
a la comprensión y al reconocimiento del valor de la cultura distinta de la propia, ya sea
utilizando el instrumental del Derecho estatal a fin de mantener las distintas culturas vitales,
aunque minoritarias, existentes en un país. En este sentido, hablar de “multiculturalismo”
significa también hablar de “política del reconocimiento”.

En los primeros años de la última década de los noventa el ideal multiculturalista encontró
su plena expresión en una serie de estudios. Particularmente significativa, en nuestro ámbito,
está siendo la contribución de Joseph Raz.

Sus estudios que se han proyectado en los ámbitos de la Filosofía moral, de la Filosofía del
Derecho y de la Filosofía política, encuentran unidad, en el marco de la Fiosofía de la razón
práctica o Filosofía práctica. Los tres ámbitos mencionados de la Filosofía práctica serían, en

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efecto, unificables en la medida en que pueden reconducirse todos ellos a la toma en


consideración de las razones para la acción (morales, jurídicas y políticas).

Según Raz, el campo de las razones del actuar no estaría totalmente dominado por la
subjetividad, en la medida en que debe revestir una adecuación al caso, esto es una
razonabilidad.

Con respecto a la razonabilidad, Raz distingue tres modalidades de razones:

• Las razones normativas, que son las que deberían orientar la acción de un modo
adecuado a las circunstancias existentes.
• Las razones explicativas, que dan cuenta del porqué de una determinada acción.
• Las razones excluyentes (exclusionary reasons), esto es, razones para no actuar por
ciertas razones; se trata de razones que estarían situadas en un nivel distinto, superior
a las otras, por lo que no entrarían nunca en colisión.

Sobre este trasfondo la Filosofía del Derecho abordaría investigaciones de carácter lógico-
conceptual, mientras que la Filosofía moral y la Filosofía política desarrollarían, en cambio,
investigaciones de carácter sustantivo.

Aún a pesar de que se opone a la neutralidad, características, como se ha dicho, de la


tradición liberal, Raz, no abandona la perspectiva propia del liberalismo, y fundamenta, una
propuesta propia de moralidad política que se asienta sobre el valor de la autonomía y de la
libertad encaminada al bienestar de la persona.

El respeto por las personas exige para J. Raz que cada uno pueda seguir sus inclinaciones,
con el único límite impuesto por las necesidades de la cooperación social y la igualdad de
oportunidades. Tal propuesta, a la que no es ajena la valoración del contexto cultural de
pertenencia, le lleva a sostener una particular versión de multiculturalismo, el llamado
multiculturalismo liberal, entendido como un “precepto normativo” que justifica la promoción
y alienta a la prosperidad de las minorías culturales, al tiempo que requiere el respeto debido
a su identidad.

La alternativa multicultural de Raz, así como su defensa política del pluralismo cultura, se
fundamentan sobre dos juicios de valor: la idea en cuya virtud la libertad y el desarrollo de
los individuos dependen de su plena y libre pertenencia a un grupo cultural, vital y respetado;
y el pluralismo de los valores, esto es, el reconocimiento de que no existe tan sólo una única
cultura válida o una sola forma de vida moralmente aceptable, sino que bien pueden resultar
justificadas distintas culturas, al igual que están disponibles para las personas muchas formas
de vida aceptables, con sus respectivas prácticas y valores, pese a que, entre sí, estas
culturas y formas de vida en ocasiones llegues a ser incompatibles.

La pertenencia a una cultura es para Raz esencial en tres sentidos: ante todo, porque sólo a
través de las prácticas y del horizonte de significado que suministra una cultura a los
individuos estos pueden elegir y discernir las opciones que dotan de sentido a sus vidas. En
segundo lugar, el hecho de compartir una cultura (por tanto un lenguaje dado, un cierto
conjunto de valores sociales, una tradición, etc.) facilita la comprensión entre las persona, y
por tanto es una prerrequisito de la socialización. En última instancia, la pertenencia a un
determinado grupo cultural es uno de los más importantes factores que determinan el sentido
de la propia identidad.

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Para Joseph Raz, el Estado liberal, lejos de mantenerse neutral, debería, por el contrario,
volver a reclamar para sí la tarea de promover la moralidad y el bien común de sus
ciudadanos, bien común que, tal y como se ha apuntado, no se puede alcanzar de manera
individualizada, al margen de las comunidades culturales, que son las únicas que
propiamente pueden dotar de significado, valor y reconocimiento a los fines del sujeto.

En Italia el debato sobre el multiculturalismo ha comenzado a delinearse sólo en tiempos


recientes, porque también es reciente la llegada de importantes flujos de inmigrantes y las
formas de mezcla cultural que están transformando el país en una sociedad multicultural.
Transformación que exigiría, tal y como ha propuesto al respecto Joseph Raz, que
reconsideremos las condiciones que presenta nuestra sociedad, tomando la debida
conciencia de que ésta ha dejado de ser una sociedad integrada por una mayoría en cierta
medido homogénea junto a distintas minorías, al haber pasado a estar constituida por una
pluralidad de grupos culturales. La inmigración se ha transformado en un hecho social que
ha terminado por afectar profundamente al núcleo sensible del poder político, por su
importancia en algunos de los conceptos articulados del proceso de construcción del Estado,
como la soberanía nacional, las concepciones de identidad, la desagregación de la
ciudadanía…

Por decirlo con los términos de que se sirve el profesor de la Universidad italiana de Trieste
Edoardo Clebo: “Sobre el trasfondo constituido por los procesos de globalización, el desafío
que el multiculturalismo plantea a la democracia contemporánea está constituido por la
necesidad de considerar a los ciudadanos como iguales, sin dejar de contemplar sus distintas
exigencias: por un lado, respetar la identidad de cada individuo con independencia de su
sexo, raza o etnia; por otro lado, tutelar prácticas y formas de vida sostenidas. No se trata
sólo de igualar las condiciones de existencia, sino de proteger, incluso a través de eventuales
beneficios reequilibratorios, la integridad de las formas de vida de quienes resultan de algún
modo en desventaja, por pertenecer a alguna minoría e impedir que el sistema democrático
se mantenga ciego, no sólo antes las diferencias sociales, sino también frente a las
diferencias culturales. El principio de paridad de tratamiento debe así valerse de programas
políticos, en condiciones de equilibrar la universalización de los derechos subjetivos, en una
política sensible a las diferencias culturales, tutelando la integración de los individuos incluso
en relación con la forma de vida que es constitutiva de su identidad.

Además, el problema que suscita el multiculturalismo implica la cuestión de la neutralidad


del procedimiento democrático de producción jurídica en un contexto de conflicto entre
valores. A la democracia contemporánea se le impone de este modo la necesidad de
salvaguardar, manteniéndolos sin embargo diferenciados, dos niveles distintos de
integración, en cuanto la convivencia jurídicamente equiparada de las diferentes formas de
vida debe tutelar la integración intercultural de grupos y culturas dotados de una identidad
propia, separándola de la integración política formal.

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