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“Marcas”, usos y efectos: una reflexión especial

Arturo Cruces - Juan Pablo Fiesco - Carlos Peña

En este trabajo nos proponemos reflexionar en torno a la “marca”, entendida


como aquel aparato discursivo usado en pos de apartar, y deslegitimar, a una
persona con base a rasgos fenotípicos, y de comportamiento, históricamente
significados (este término lo trata Guillauimin, C: 2009). Para ello, abordaremos su
uso, tratando su impacto dentro de espacios construidos por discursos
dominantes, y su efecto en la reproducción de estos órdenes al atacar a estas
personas.

Con eso dicho, este trabajo está estructurado de la siguiente manera: en un


primer momento, tomaremos algunos de los enfoques presentados en el curso y
los integraremos dentro de un relato global; y luego, en la segunda parte, cada
integrante compartirá un poco de su experiencia personal y autobiográfica, con
todo lo dicho y el tema. Al cierre del escrito se presenta una conclusión.

Pensar el discurso y sus efectos es pensar el lenguaje como práctica social, y


como tal, cuando se usa en ámbitos cotidianos no expresa más que acuerdos o
decisiones de grupo, en el caso, de la minoría dominante (Wittig, M: 1992). Con
esto en mente, la vida social no puede considerarse en un equilibrio “justo”, sino
como un espacio en disputa entre diversas legitimaciones e imaginarios de orden
históricamente construidos, y hoy día resignificados por grupos particulares
(“Black feminism” estuvo en la vanguardia). La disputa es entonces recurrente,
con protagonistas, y poderes de influencia, variando de un contexto a otro.

Latinoamérica no ha sido ajena a esto, y en línea con discursos nacionales, a


intentado privilegiar la noción mestiza y heterosexual sobre las demás;
transformando así las condiciones socioculturales de cada país (Wade, P: 2012) .
El problema es que este discurso, de forma implícita, llama al blanqueamiento
mediante sexo “interracial” (o por lo menos heterosexual), con todo lo que esto
implica (Viveros, M: 2009). Así, es el discurso mayoritario y más extendido,
habiendo cambiado entonces las estructuras sociales; atacando y censurando al
mismo tiempo a quienes no encajan en su imaginario. En esto, las minorías,
nosotros y nosotras, han sido las víctimas, y los ataques que han recibido pasan
inadvertidos y pareciese que no admiten reacción (dijéramos que aquí juega la
“naturalización” y su construcción de la diferencia, en el sentido expuesto por
Viveros, M: 2004).

Así, la blanquitud y la heterosexualidad se han constituído en la normalidad -es


necesario recordar la “interseccionalidad”-, una violenta normalidad; afirmación
que nos permitimos hacer al revisar la historia Latinoamericana y su estrecha e
igual vigente relación con el fenómeno de la violencia. Violencia particularmente
cruel, que ha buscado siempre exterminar al otro dentro de supuestos
antagonismos irreconciliables en diferentes planos de la vida social; y donde sus
expresiones, con intensidad distinta, ofrecen una variopinta que a veces hace
imperceptibles sus ataques detrás de virtuales “buenas intenciones”, como las
leyes de “inclusión” (Racismo simbólico, sistémico y discriminación indirecta, esta
última se articula directamente con el “Género”. Rudder, Poiret & Vourc´h : 2010).

Esto, como ocurre en el gobierno, en la parte alta de la vida social; también


pasa en el nivel de la vida cotidiana. Allí es común y reiterativo encontrar
normalizadas expresiones con sesgos concretos en torno a la raza y la sexualidad
de una “persona de bien”. Pasando muchas veces por chistes o simples frases sin
mayor trascendencia, poseen un trasfondo increíblemente profundo, del que sus
interlocutores no tienen idea, y que seguro no comprenden ni se esfuerzan por
hacerlo; reproduciendo así, de forma implícita, tal orden jerárquico ya
mencionado.

Buscando un nuevo camino me encuentro con una nueva "marca".

En mi segunda llegada a la ciudad de Bogotá en búsqueda del sueño de ser


futbolista, hace aproximadamente ocho años, me encontraba realizando una serie
de esfuerzos por hacer parte de un club de los prestigiosos que normalmente uno
solía ver por la televisión como Millonarios, Santa Fe, Equidad, y otros de
segunda y tercera división. Pero primero había que adaptarse a nuevos cambios,
como la ciudad, un ambiente extenso, muchos carros, motos, mucha gente y el
transmilenio.

En nuestro primera presentación, éramos tres jugadores para esa categoría, a


uno de los clubes que fue el Bogotá FC, estaba emocionado y tranquilo, íbamos a
jugar contra el equipo de una categoría más alta que juega “liga” en la ciudad.
Afortunadamente todos pasamos la prueba, pero luego todo fue un poco más
incómodo, durante los entrenamientos el entrenador decidió llamarnos los
“indios” o “indiecitos”, realmente no sabía por que lo usaba si por una táctica
para mejorar nuestro rendimiento o simplemente por deporte, lo cierto del caso es
que siempre lo repetía, y así fue mientras permanecíamos en el club. Me sentía
un poco desanimado frente al uso de este término, aunque me sienta orgulloso de
ser un “indio”, también me sentía a modo de ofensa que lo dijera alguien que no
formaba parte de nuestra comunidad, debido a esto automáticamente bajaba el
rendimiento. Luego de ello, me llegaba la duda de si era eso lo que quería, como
quiero estar de nuevo en mi pueblo, allí tengo cabida, y no tengo que soportar
este tipo de tratos. Aún así, mi gente de la costa atlántica, que también se
esforzaban por estar allí, también me daban ánimos para seguir adelante. Con
esto se me simplificaba un poco las cosas, desde una perspectiva es algo
alimentador que ellos estuvieran allí, puesto que era una alegría interminable,
reían y molestaban, creo que era un lugar acogedor, por sobre todo gente de
varios equipos venían a la casa. Debido a esto intentaba no pensar en el trato del
técnico y con ellos al lado procuraba esforzarme un poco más, para evitar este
tipo de menciones, logrando que cambiara este término por el de “mono” tal vez
por el aspecto físico del cabello.
De la misma manera ocurrió esto en mi pueblo, que mientras trabajaba, en el
primer empleo que tuve, fue un poco más difícil la situación ya que uno de los
altos coordinadores de programas deportivos y lúdicos, tenía una difícil relación
con un compañero afro, que por cierto para mi era buen amigo y buen
compañero, sobre todo colaborador y alegre, aunque se le notaba que era su
primer trabajo. En cuanto al coordinador, decía que los negros parece que no
supieran trabajar, y era temeroso de su comportamiento, siempre era constante
haciéndole la guerra.
Esto ocurre en mi familia, y es más al uso del término peyorativo “Gay”. El
problema está en que en mi familia se arraiga mucho el dejar hacer las
actividades de la casa a las mujeres y el trabajo como cortar leña y otras, a los
hombres, y siempre se ha mantenido así. Pero por ejemplo cuando era niño era
muy colaborador sobre todo, con la compra del mercado, y otras, como llevar la
losa y temas de colaborar, cosa que mis primos o mis tíos no las hacían, siempre
esperaban que les sirvieran. De este modo siempre hacía mis quehaceres, era
ordenado y siempre intentaba ser puntual, barrer el patio por que mi abuela
siempre lo hacía, entonces ya en la adolescencia lo seguía haciendo, barrer el
patio, y bueno ahí empezaron los comentarios como por ejemplo: “ole parece una
vieja”, “si fuera mujer me casaría con usted”. De alguna manera empezaron con
esos comentarios y empecé a sentirme incómodo, como enserio no puedo hacer
cosas que distraigan mi mente y cosas así.

La “marca”: conciencia y alejamiento

Nací en Bogotá; hijo de “migrantes” internos que se trasladaron en busca de


alguna trascendencia en contrapartida a la rutinaria y estéril vida que pintaba su
futuro en un contexto rural y periférico: el Suroccidente colombiano. En esta zona,
específicamente en la parte andina -de donde son-, las dinámicas del mestizaje
han sido constantes, configurándose una región multicolor, pero
fundamentalmente “blanqueada” dado el trasfondo que contienen esas dinámicas;
no más es mirarme a mí, que aunque no soy “blanco” guardo un contraste
significativo con lo llamado negro en torno al color de piel; no es así con mi pelo y
algunos otros rasgos fenotípicos. Ya me imaginarán.

Diría que esa apariencia fue y es -ciertamente- provechosa. La verdad que en


mi infancia no sentí ni asomo de exclusión o rechazo, ni hacia mí, ni desde mis
padres hacia otros, eso sí, el machismo sí estaba presente. Por eso digo que en
esos años dorados no sabía lo que era la raza mas había un asomo de lo que era
sexualidad. Ambas cosas empezaron a ser más explícitas en lo sucesivo. La
primera vez que -recuerdo- me hicieron caer en cuenta de diferencias raciales fue
en la primaria, allí el profesor me tomo de ejemplo para explicar la historia de
Colombia y la esclavitud: desde ahí todo cambio, empezando con mis
compañeros, que ahora me acusaban de diferente, aunque en buen tono, y sin
todas las implicaciones e imaginarios negativos que asumiría después esa
clasificación. En cuestiones de sexualidad, la toma de conciencia fue más brusca,
mis padres, como parte de su política de crianza autoritaria, machista, violenta y
estricta, me golpearon a mí y mi hermano por jugar juegos con contacto calificado
de no-heterosexual; más luego esa política viraría fundamentalmente hacia mí, ya
que siempre fui cariñoso, cosa que deje en el hogar dados los golpes que
implicaba.

Esto último -además de ser triste- da apertura al tema, ya que allí fue donde
escuché por primera vez que alguien me marcara con fines de bajar mi ánimo e
insultarme en función de las dicotomía normal y no normal. En esos tiempos no
entendí muy bien la magnitud de aquello, pero hoy lo veo de forma lúcida. Mis
padres pusieron a condición de su cariño ser un “HOMBRE”, con todo lo que eso
tiene impreso, no sólo virilidad -eso era lo menos-, sino fundamentalmente en
actitudes de fuerza, poca cariño, insensibilidad y seriedad; querían un objeto del
cual sentirse orgullosos en una sociedad patriarcal.

Esa experiencia, quizá la más traumática, no ha sido la única ni mucho menos


la que me hizo caer totalmente en cuenta de este fenómeno de las marcas, eso
pasaría más bien en el campo racial. A medida que crecía me di cuenta que eso
(raza) tenía un peso cada vez más significativo en mi relación con los demás,
empezaron a actuar imaginarios. Primero por parte de compañeros de grados
superiores en torno a una supuesta suciedad; y segundo en la calle, donde no
han sido pocas las veces que me ha dicho “negro” algún desconocido -es
revelador que siempre hayan sido hombres mestizos, esa es muestra de la
jerarquización patriarcal-. Ambas experiencias me han traído conflictos, y en parte
explican mi apatía a caminar la ciudad; cosas que no actúan en el pueblo familiar,
donde si no camino en la calle es por cuestiones de clase y sexo, dadas mis
formas “citadinas” de hacer y sentir en un contexto harto machista.

Consecuencia, en ambos casos las marcas me han hecho alejarme y cerrarme


de cara al mundo, desde sus primeras manifestaciones en la familia. Eso sí, a
pesar de esto, creo que mantengo esas marcas como parte de mi identidad y no
me han hecho tanto daño, pues -como dije- mi racialización no es extrema, y
sexualmente -creo- encajo en la normalidad.
Devenir e inventarse

Nacer y crecer en una de las regiones más conservadoras de México, para mí,
una persona no heterosexual, significó una infancia donde mis compañeros de
preescolar me seguían al baño para molestarme, para encerrarme mientras yo
estaba dentro y no poder salir hasta que ellos se retiraran; desde mi infancia
rechacé y nunca me sentí parte de esa masculinidad con la que mis compañeros
de preescolar me hacían temer ir al baño. Desde mi infancia me rodee de niñas y
sentía seguridad solo estando con mi hermano porque no sentía comodidad
estando con niños que se burlaban y hacían chistes sobre mí.

Mi época de primaria no resultó ser diferente, sino que desde el primer día me
hicieron sentir incomodidad por mi forma de ser y expresar. Recuerdo el receso,
ese tiempo libre entre clases, donde el espacio representaba miedo al pensar que
podía encontrarme con el machito que aprovechaba cualquier momento para
gritarme “joto”, “puto”, “pinche gay”.

El espacio escolar siempre significó violencia, insultos, burlas, chistes y acosos


por parte de mis compañeros. La secundaria resultó un espacio aún más hostil,
pero, donde de alguna manera, comenzaba a entender y aceptar mi sexualidad.
Sin embargo, en la secundaria tuve que vivir una de las experiencias que más me
han marcado por cuestión de mi sexualidad y expresión de género: mi profesor de
educación física aprovechaba todas las clases para hacerme sentir una persona
idiota, débil, que no podía hacer nada, humillándome frente a todos y todas mis
compañeras. De manera que cada martes y jueves resultaban los peores días de
la semana, era odiar ponerme el uniforme deportivo, porque el deporte es cosa de
“hombres”, y las mujeres y los jotos que no sabían jugar futbol.

De esta forma, el ser hombre, esa masculinidad hegemónica, nunca la sentí


parte de mí, nunca me identifiqué con esos hombres y su masculinidad. Así, me
encontré y descubrí como una persona no binaria, rechazando esa imposición,
binarismo y violencia que representa el género.

Durante la época de la universidad comencé a cuestionarme muchas cosas


sobre mi, mi cultura y lo que había aprendido. Comencé a relacionarme con más
personas y espacios LGBT+, sin embargo, en mi proceso de desaprender y
construir una postura más crítica sobre quien soy y la sociedad en la que vivimos,
empecé a cuestionar también esa blanquitud mexicana llena de racismo y
homofobia, que busca moldear a una imagen aspiracionista tanto en el ideal
blanco mestizo, como el del gay homonomado aceptado socialmente, pero que
pasa como heterosexual.

Conclusiones

Contrastando los relatos de México y Colombia, podemos dar cuenta de cómo la


blanquitud y la heteronormatividad forman parte de los proyectos nacionales de
ambos países, construyendo ideologías como el mestizaje, que institucionalizó
desigualdades y violencias hacia los cuerpos sin importar la dignidad de las vidas
no heterosexuales o blancas, convirtiéndolos en seres antagónicos y
subordinados. En cuanto a la interseccionalidad de estos países, permanecen en
el rezago a la hora de fomentar una política que atienda este tipo de
desigualdades y violencias indignas sobre los individuos.

Referencias

De Rudder, Poiret, & Vourc’h. (2010). La desigualdad racista. Precisiones


conceptuales y precisiones teóricas. En O. Hoffman & O. Quintero (Eds.), Estudiar
el racismo: textos y herramientas. Pág. 73–102. París: EURESC.

Guillaumin, C. (2009). Raza y naturaleza. Sistema de las marcas. Idea de grupo


natural y relaciones sociales. En E. Cunin (Ed.), Textos en diáspora. Una
antología sobre afrodescendientes en América (pp. 61–92). Ciudad de México:
l’IFEA.

Viveros Vigoya, M. (2004). El concepto “género” y sus avatares: interrogantes en


torno a algunas viejas y nuevas controversias. En Pensar (en) género: Teoría y
práctica para nuevas cartografías del cuerpo. Pág. 170–193. Bogotá D.C.:
Editorial Pontificia Universidad Javeriana.

Viveros Vigoya, Mara (2009). La sexualización de la raza y la racialización de la


sexualidad en el contexto latinoamericano actual. Pág. 63–81. Revista
Latinoamericana Estudios de Familia, 1.

Wade, P. (2012). Introducción: Orden racial e identidad nacional. En Gente negra,


nación mestiza: Dinámica de las identidades raciales en Colombia. Pág 33–60.
Medellín: Universidad de Antioquia.
Wittig, M. (1992). El pensamiento heterosexual. En El pensamiento heterosexual y
otros ensayos. Pág 45-58. Barcelona: Editorial Egales.

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