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Pero donde el último cuarto del siglo XIX se nos aparece más innovador
es en el campo tecnológico. De hecho, la importancia que alcanzó la
ciencia en los avances técnicos figura entre los rasgos más relevantes de
la Segunda Revolución Industrial. El papel de la ciencia en la Primera
Revolución industrial había sido secundario: las invenciones de aquella
etapa fueron relativamente simples y producto más del ingenio de
personalidades individuales abocadas a la experimentación práctica que
de elaboraciones teóricas; las fuentes energéticas más utilizadas
(carbón, vapor) no eran nuevas, como tampoco las materias primas
esenciales. A partir de 1870, en cambio, se produjeron notables avances
en la tecnología científica: se introdujeron materias primas que
requerían un proceso previo de transformación para su empleo (petróleo
o caucho), se generalizaron los laboratorios de investigación y surgieron
industrias mucho más tecnificadas. Nuevos materiales, nuevas materias
primas y nuevas fuentes de energía reemplazaron con ventaja a las ya
conocidas, mientras algunos sectores industriales recientes se situaban a
la cabeza de la producción.
Uno de los rasgos más sobresalientes de estas décadas finales del siglo
fue la sustitución progresiva del hierro por el acero, una aleación de
hierro y carbono dotada de mayor dureza y plasticidad. Aunque conocido
y producido desde hacía siglos, el acero sólo pudo ser obtenido a bajo
coste a partir de las sucesivas invenciones y mejoras de Bessemer,
Siemens-Martin y Thomas-Gilchrist, introducidas entre 1856 y 1879. El
aumento de la producción fue entonces extraordinario: hacia 1890 la
producción de acero superaba ya a la de hierro, y las 125.000 toneladas
fabricadas en 1861 se habían multiplicado por ochenta en vísperas de la
Primera Guerra Mundial. Las inversiones requeridas para el montaje de
plantas originaron grandes concentraciones industriales (United Steel en
Estados Unidos; Krupp y Thyssen en Alemania).