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DIOS NACIÓ MUJER

© Pepe Rodríguez

© Ediciones B., Barcelona, 1999.

English version

ÍNDICE

Introducción: La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de Dios

Parte I
DE LAS RAZONES QUE LLEVARON A LOS HUMANOS A CREAR DIOSES A SU IMAGEN Y
SEMEJANZA

1. ¿Qué hacía Dios mientras el ser humano, durante su evolución, se las tuvo que apañar
completamente solo para crearse a sí mismo? (c. 4.400.000 a 40.000 años)

2. «En el principio existía la Palabra»: la adquisición del lenguaje permitió acceder a la facultad de
crear (c. 1.800.000 a 35.000 años)

3. Primeros pasos de la humanidad hacia la creación del universo simbólico (c. 100000 a 9000
a.C.)

3.1. Del pensamiento mágico al arte prehistórico y viceversa (c. 35000 a 9000 a.C.)

3.2. Mitos y ritos: una senda de la inteligencia hacia la seguridad emocional

4. Un argumento de lógica primitiva: la creencia en la supervivencia postmórtem (c. 90000 a 2000


a.C.)

Parte II
EL PREDOMINIO DE LO FEMENINO: LA MUJER, BASE PARA LA SUPERVIVENCIA DE LAS
COMUNIDADES PREHISTÓRICAS, EN UN TIEMPO QUE NO TUVO MÁS “DIOS” QUE LA
DIOSA

5. El rol socioeconómico de la mujer en las comunidades preagrícolas (c. 2500000 a 9000 a.C.)

6. Figuras femeninas paleolíticas: la imagen simbólica del concepto primigenio de “Dios” (c. 30000
a 9000 a.C.)

7. Bajo el imperio de la Diosa única (c. 30000 a 3000 a.C.)

7.1. Un triste papel: las primeras deidades masculinas fueron seres secundarios y
condenados a morir anualmente (c. 6000 a.C.)

Parte III
EL PREDOMINIO DE LO MASCULINO: DE CUANDO EL VARÓN RELEGÓ A LA MUJER Y EL
DIOS USURPÓ EL LUGAR DE LA DIOSA

8. La implantación de la agricultura convulsionó la organización social y las estructuras religiosas


(c. 9000 a 3000 a.C.)

9. Los cambios económicos y sociopolíticos como motor de la sumisión de la mujer al varón (c.
4000 a 1000 a.C.)

10. El Dios varón relega, expolia y suplanta a la Gran Diosa (c. 3000 a 1000 a.C.)

Cuadros sinópticos:

Cuadro 1: Esquema evolutivo desde el primer homínido hasta el hombre actual

Cuadro 2: Relación de las principales imágenes de diosas analizadas para documentar este libro
(c. 30000 a 1000 a.C.)

Cuadro 3: Acontecimientos importantes en el proceso de desarrollo socioeconómico que puso las


bases de la civilización occidental (c. 10000-500 a.C.)

Cuadro 4: Principales civilizaciones e imperios de Próximo Oriente y Europa

Mapas:

Mapa 1: Franja euroasiática con hallazgos de figurillas femeninas paleolíticas y flujo de migración
del hombre moderno desde África

BIBLIOGRAFÍA

Introducción: La fascinante aventura de investigar las huellas de la


creación del concepto de "dios"

(Fuente: © Rodríguez, P. (1999). Dios nació mujer. Barcelona: © Ediciones B., Introducción, pp. 7-
27)

Italiano
Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya
más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta
inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indiferencia del universo.
Unos 90.000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a
albergar esperanzas acerca de una hipotética supervivencia después de la
muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo
desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso,
su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa. La
concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es imaginado
aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio a.C.
y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.

Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Gentiles, afirmó que «Dios está
muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a
pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no
decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —
en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también
está muy por encima de nuestras cabezas y de los conocimientos que tenemos el
común de la gente pero, sin embargo, la ciencia, a base de pensar que no hay
nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que
sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo Tomás.
Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados
razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al
menos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda
residir un ser divino). La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento
residirá la recompensa.

A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso


evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano
de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que
irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser
supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos del universo material
e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite
que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos,
mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia.

El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente


sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través
de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las
culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las
relaciones humanas, y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico
en cada uno de los hábitats conquistados por el Homo religiosus. Basta con la sola
evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se encastillen posturas,
se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se produzca una clara división en
dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no
creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, hacen y harán
las más gloriosas heroicidades, pero, también, las fechorías y masacres más
atroces y execrables.

El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la
cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y
actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo
adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las
necesidades y deseos humanos.

Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite
discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo,
prueba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el
origen y el fin de todo cuanto se pueda conocer o imaginar, por tanto, nada hay ni
puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en origen al
invertir la carga de la prueba, eso es que no demuestran fehacientemente aquello
que afirman —la existencia de Dios— y, de modo implícito —cuando no bien
explícito— descargan la responsabilidad probatoria en quienes defienden la
inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia substancia de lo que se
discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional:
unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).

Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupa la historia, arqueología,


psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y
comprender la variada gama de comportamientos humanos que conforman eso
que hemos dado en llamar cultura o civilización. De este tipo de dios conceptual sí
que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y
discusión. Los formidables indicios acumulados sobre este tipo de dios le
identifican con el primero —el dios creador/controlador de destinos cuya existencia
se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los
mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.

¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber
querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos
pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a
sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se
proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la «salvación
eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a
conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?...

Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso),
tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de África, que
creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los
akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al
terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de
justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese
encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más poderosas y graves
que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar que tengamos un planeta
hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es
que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra
suerte. Quién sabe. El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente
inteligente, ingenioso y realista.
Las religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios publicando
la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de
Dios son tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas
son tan variados y contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea
de Dios. ¿Es como el viejecito barbudo y presuntamente bondadoso que muestra
la Iglesia católica en su iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la
tradición hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios
creador cananeo representado como un funcionario político de máximo rango?
¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es como la Venus de
Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales
desmesuradas? ¿Es como el ser no representable de la tradición judía,
musulmana y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua
cosmogonía y teogonía helénica? ¿Es como el Big bang de la ciencia moderna?
¿Es como quién o como qué? Y, si cada doctrina divina cambia radicalmente en
función de las épocas y de las culturas, ¿cómo saber cual es el verdadero
mensaje divino? ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su doctrina tan a
menudo? ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de Dios?

La dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas, mal que


les pese a éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible
causa de naturaleza no específica —nada impide que denominemos «Dios» a
cuanto pudo haber (¿?) en el instante previo a la organización de la materia
atómica que dio lugar al nacimiento del universo— con una estructura basada en
la explotación de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica
(práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal (Dios) de lo
claramente instrumental (religión) evitará también «tomar el nombre de Dios en
vano», un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por este motivo no
escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— que, al
ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad
de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento
teológico.
Es bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja de Dios,
pero mucha nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur, uno de los
científicos más notables del siglo pasado, pero la simplicidad —que no simpleza—
, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora de esta frase no debe llevarnos
necesariamente a conclusiones religiosas. Quizá, tal como afirma el cosmólogo
británico Stephen Hawking —principal avalador, junto a Roger Penrose, de la
teoría del Big bang—, «si descubrimos una teoría completa [que abarque la
interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso es el sueño científico de la
TGU o Teoría de la Gran Unificación], debería ser algún día comprensible en sus
grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos.
Entonces, todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos
capaces de tomar parte en la discusión acerca de por qué existe el universo y
nosotros mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón
humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios.»

Aunque el pensamiento científico, debido al método de adquisición de


conocimientos que le caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello
represente contradicción ninguna para los científicos con creencias religiosas—, la
fuerza probatoria del primero hace que algunas de las más notables religiones
monoteístas actuales se acerquen a la ciencia con la intención de arropar sus
dogmas sobre la existencia de Dios en determinados descubrimientos.

En este caso está, por ejemplo, la aceptación que tiene la teoría cosmológica
del Big bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que señala claramente
Stephen Hawking —en su libro Breve historia del tiempo— cuando apunta que «la
Iglesia ha establecido el Big bang como dogma» y, al mismo tiempo, con elegante
malicia, recuerda una afirmación lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una
reunión de cosmólogos, cuando conminó a estudiar la evolución del universo
después del Big bang, pero sin entrar a investigar en el mismo Big bang ya que
ese era el momento de la Creación y, por tanto, de la tarea de Dios —objeto de la
teología, no de la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría
decirse también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos
devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío de contenido su
concepto. Si el Big bang realiza el trabajo creador de Dios, éste pierde todo su
sentido y función, es decir, deja de existir científicamentei[i].

La formación del universo, según la teoría del Big bang —«Gran bang», gran
explosión—, avalada por importantísimos hallazgos científicos recientes, tuvo
lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una
temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión
y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió
hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados
unos pocos minutos, la temperatura siguió bajando hasta el punto en que pudieron
combinarse los protones y los neutrones para formar los núcleos atómicos.

Si se demuestra definitivamente que existe una creación continua de materia


cósmica, tal como propone la teoría del Universo Estacionario o principio
cosmológico perfecto de Herman Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle, el universo
pasaría a verse como un complejo mecanismo autorregulador con capacidad de
organizarse a sí mismo hasta el infinito; una propiedad natural que haría
innecesario el tener recurrir a algún dios para justificar el origen de la materia.

Desde otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto


por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma parte de un
inmenso conjunto de universos salidos de un «universo-madre», del cual se
desgajó inflándose hasta estallar en un Big bang, un proceso que, según esta
hipótesis, aún sigue repitiéndose en otros universos y también en el que nosotros
existimos, y puede estar generando otros universos nuevos; esta teoría
cosmológica tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio
organizador divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni fin.

El astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante de Planck,


realizó una afirmación críptica pero muy definitoria cuando dijo que «no podemos
saber que sucedió antes de 10-43 segundos del Big bang, un tiempo
fantásticamente pequeño que guarda en potencia el universo entero. Todo eso
está contenido en una esfera de 10 -33 centímetros, es decir, miles y miles y miles
de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.»

En lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15.000 millones de


años, salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía Dios 10 -43 segundos
antes del Big bang? y, de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La
ciencia aún no puede responder qué pasó en ese espacio y tiempo prácticamente
inexistentes, pero eso no justifica, ni muchísimo menos, la afirmación gratuita de
quienes, como el epistemólogo Jean Guitton, defienden que la mejor prueba de la
existencia de un ser creador es que existen límites físicos al conocimiento.

Parece obvio que una visión teleológicaii[ii] del cosmos es infinitamente menos
inquietante y resulta más gratificante que su contraria, pero, al postular que todas
las leyes naturales que rigen la evolución del universo fueron diseñadas, en el
marco de un «proyecto cósmico», con el fin de poder posibilitar la vida humana
sobre este planeta, se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y
acientificismo.

Los conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que hasta
el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en los procesos evolutivos
de las especies, eso es que cientos de miles de especies de todas clases
siguieron caminos no viables que les llevaron, más pronto o más tarde, a su
extinción; un proceso de selección natural que no ha concluido todavía y que
seguirá en marcha mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En
este contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies
supervivientes —por ahora— a la evolución de los ecosistemas terrestres.

En el supuesto de que exista algún dios creador/controlador, la evidencia de


tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados —mal planteados— desde
su mismísima concepción, sólo podría sugerir que éste dios carece de habilidad y
experiencia para crear seres vivos con eficacia o que disfruta lanzando a la vida a
seres irremisiblemente condenados; en el mejor de los casos, podríamos llegar a
la conclusión de que Dios también crea empleando los mismos mecanismos que
son propios de la Naturaleza y de los humanos, eso es mediante el proceso del
ensayo-error, cosa que, obviamente, no le puede hacer acreedor ni de la más
mínima ventaja o superioridad sobre ningún ser vivo.

Al filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón cuando


escribió que el finalismo o teleologismo «es un prejuicio desastroso, que nace de
la ignorancia natural de los hombres y al mismo tiempo de una actitud utilitarista
(...) a la vana, aunque tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el
hombre, se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo
todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad absoluta,
induciendo así a la superstición del Dios personal, libre y creador.»iii[iii]

Otro filósofo, el cultísimo enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784),


ateo convencido después de ser educado por los jesuitas —de hecho fue
encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta sobre los ciegos
(1749)—, y famoso en su época por ser un brillante polemista, no supo que
contestarle al matemático Leonard Euler cuando, durante un encuentro en la corte
de la reina Catalina II de Rusia, éste le espetó: «Señor, (A+B)N/N = X, luego Dios
existe. ¿Qué me responde a eso?»

El notable físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827),


referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades, en cambio,
sí habría sabido responder a la fórmula envenenada de Euler con al menos tanta
eficacia como la que demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que
ocupaba Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta en
su Tratado de mecánica celeste (1799-1815). «Señor —le contestó Laplace al
emperador—, no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.»

Tras siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un principio


ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico, la cuestión sigue hoy
abierta y candente dentro de muchos campos científicos. Así, mientras unos
sostienen que la vida que conocemos es producto de una larguísima cadena de
casualidades —difícilmente repetibles, pero casualidades al fin y al cabo—, otros
argumentan que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de las
muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca la vida.

El concepto de «Dios» es tan atractivo que incluso científicos que se han


declarado agnósticos, como los físicos Heinsenberg o Einstein, han escrito
ensayos, denominados místicos por algunos, en los que rozaban la idea de
«Dios», pero de un dios absolutamente ajeno a la figura investida de atributos
antropomórficos que postulan las religiones. «Sé que algunos sacerdotes están
sacando mucho partido de mi física en favor de las pruebas de la existencia de
Dios —le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en la que negaba el
rumor de su supuesta conversión al catolicismo—. No se puede hacer nada al
respecto; que el diablo se ocupe de ellos.»

En cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar la


formación del universo tienen su límite en el llamado teorema de la incompletud de
Gödel. Este teorema, postulado por Kurt Gödel (1906-1978), una de las figuras
más importantes de toda la historia de la lógica, afirma que «dentro de todo
sistema formal que contenga la teoría de los números existen proposiciones que el
sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración ni de ellas ni
de su negación».

El teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de


proposiciones matemáticas puede derivar su prueba de consistencia del conjunto
mismo, sino que debe buscarla en una proposición que esté fuera de él, algo
aparentemente imposible para la metodología matemática y empírica en que se
fundamenta la investigación cosmológica actual. El hecho de que siempre haya
enunciados verdaderos indemostrables, que permanecen fuera del campo de las
deducciones lógicas, «no significa —según señaló el físico Paul Davies— que el
universo sea absurdo o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de
su existencia y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento
racional humano.»
Dentro de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el teorema de
la incompletud de Gödel siempre puede volver a anidar la esperanza en la
existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos propiciando ad infinitum los
humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra existencia y el
miedo a nuestro destino tras la muerte siempre serán más poderosos que la
fuerza probatoria de los descubrimientos científicos que contradigan la visión
teísta del universo.

De todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse


racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que no puede llegar
a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni su existencia. Siempre cabe, claro
está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión que, cumpliendo la
función para la que fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias
preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto que se han
conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero éste es un camino que
sólo sirve a quien busca, necesita o tiene ese tipo de dinámica mental que
conocemos como fe, una actitud directamente relacionada con los procesos
psicológicos derivados del pensamiento mágico (y que estudiaremos en los
capítulos 2 y 3 de este libro).

La fe, sin duda alguna, puede mover montañas, pero jamás podrá explicarnos
cómo se formaron o de qué están compuestas esas montañas que ha logrado
desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad, puede tener
innumerables ventajas para el psiquismo humano, pero resulta un instrumento
absolutamente inútil para intentar conocer algo sobre dicho ser supremo, objetivo
que, por encima de cualquier otro, alienta el trabajo que se plasma en este libro.

El gran sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto de


mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia y la religión, afirmó:
«Se dice que la ciencia niega por principio la religión. Pero la religión existe; es un
sistema de datos; en una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar
una realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un
medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla, pues si
bien expresa la vida, no la crea; puede, sin duda, intentar dar una explicación de la
fe, pero, por esa misma razón, la da por supuesta. No hay, pues, conflicto más
que en un punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio la
religión hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse de ella:
se trata de la función especulativa.

»Lo que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir, sino el derecho


a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la especie de competencia especial
que se atribuía en relación al conocimiento del hombre y del mundo. De hecho, ni
siquiera se conoce a sí misma. No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades
responde. Ella misma es objeto de ciencia; ¡de ahí, la imposibilidad de que dicte
sus leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la realidad a que
se aplica la reflexión científica no existe ningún objeto que sea específico de la
especulación religiosa, resulta evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro
el mismo papel que en el pasado.»iv[iv]

Si convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en


bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa será conocer al
máximo su materia base —carbón puro comprimido en una estructura cristalina
compacta—, las condiciones de calor y presión que hicieron posible ese tipo de
cristalización y, en menor grado, las impurezas minerales que le tiñen de uno u
otro color. Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto no
parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es auténtica desde el
punto de vista de la realidad geológica.

Cuando el diamante en bruto pasa por la exfoliación, aserradura, talla y


pulimento, se obtiene una joya de brillo adamantino que, entre sus propiedades,
adquiere un alto índice de refracción y dispersión —eso es distorsión—, al tiempo
que un gran poder evocador. Lo fundamental del diamante —su valor— se lo
debemos a interacciones geológicas; lo accesorio —su fama y precio— al tallador
y al joyero. Por eso, en este trabajo, viajaremos dentro de los límites de la
geología psicosocial humana y obviaremos, en la medida de lo posible,
detenernos en la contemplación de las mil facetas distorsionadoras talladas por las
teologías.

Descartada la fe como vía de conocimiento, quedan abiertas todas las demás,


pero ¿a qué disciplinas recurrir? ¿cómo plantear la investigación? ¿qué elementos
son básicos y definitorios para establecer la presunta relación entre Dios y el ser
humano? ¿sobre qué pruebas materiales podemos construir argumentos sólidos?
El camino es largo y complejo y cada cual puede comenzar su andadura desde
puntos muy diversos, ya que lo importante no es el inicio (premisas) sino el final
(conclusiones). Este libro refleja la aventura personal de su autor desde el
momento en que se propuso encontrar algunas respuestas razonables a un
abanico de hechos —determinantes para nuestra sociedad— que son aceptados
sin más por la práctica totalidad de la gente, e intentar llenar de contenido,
coherencia y sentido algunas de las cuestiones importantes que todos nos hemos
planteado en numerosas ocasiones.

Dado que a Dios, a su concepto, sólo puede llegarse a través del ser humano y
desde un ser humano —intente, sino, extraer conclusiones de una conversación
sobre Dios mantenida entre dos sillas, dos geranios o dos gatos, o entre
cualquiera de ellos y su propietario humano—, será indispensable intentar conocer
con detalle muchos aspectos del pasado biológico, ecológico y social del ser
humano y del proceso que conformó su estructura psíquica y sus expresiones
culturales. Las primeras evidencias y preguntas a formular deberán llevarnos, por
tanto, hasta el inicio de la evolución humana. En el proceso de hominización que
nos diversificó de los primates se esconden muchas claves para poder descubrir
cosas notables sobre Dios; y aunque no hayamos encontrado evidencia alguna
acerca de cómo y porqué él nos creó, sí que abundan las que testimonian cómo y
porqué nosotros llegamos a crearle a él.

Al igual que el criminólogo intenta descubrir una identidad escondida


investigando a partir de los restos hallados en el lugar del crimen —un trocito de
tela, una huella de zapato, una marca en el espejo del baño, o una gota de sangre
reseca, por ejemplo—, así este autor ha tenido que rastrear entre miles de datos
—aflorados y elaborados por decenas de paleoantropólogos, arqueólogos,
antropólogos, mitólogos, historiadores, psicólogos, etc.— que, al unirse unos a
otros, han acabado mostrando una imagen coherente y razonable no sólo de la
identidad escondida sino, mucho más importante aún, de todo el contexto
psicosocial que la definió y dotó de atributos y personalidad.

La estructura de este estudio, en la medida de lo posible, ha seguido un orden


cronológico para relatar y analizar los hechos que hemos juzgado determinantes
para poder llegar a una mejor comprensión de cómo, cuándo y por qué se produjo
la presencia de Dios entre los humanos. Para facilitar la visión global de algunos
de los aspectos clave tratados, se ha elaborado diversos cuadros sinópticos que
permiten a cualquier persona situarse rápida y fácilmente dentro del contexto
analizado. Con el fin de ampliar la visión y conocimientos del lector, así como para
referenciar las fuentes documentales en que se basa este trabajo, se ha
complementado el texto con muchas —y, a menudo, tan amplias como
fundamentales— notas a pie de página.

El desarrollo de este libro plasma con fidelidad el camino seguido por su autor
en busca de respuestas coherentes a la relación que parece existir entre la
humanidad y Dios. La andadura, nacida de una simple curiosidad, fue
convirtiéndose poco a poco en una aventura fascinante, envolvente y plagada de
centenares de alentadoras sorpresas que han acabado transformado de forma
notable algunas presunciones que tenía este autor en torno al ser humano y su
pasado, por lo que, en consecuencia, le han hecho variar algunos enfoques que
resultan básicos para intentar comprender el presente de nuestra sociedad y su
complicada proyección hacia el futuro.

Algún lector podrá sentirse perplejo, o incluso defraudado, cuando comience a


leer este libro —no olvidemos que se titula Dios nació mujer— y se encuentre ante
un relato de nuestra evolución desde los homínidos seguido de un capítulo —
inevitablemente complejo— sobre la formación del lenguaje y del pensamiento
discursivo o lógico-verbal. Con toda la razón se preguntará si el libro no lleva un
título erróneo, ¿tiene algo que ver todo eso con Dios y con el género que se le ha
atribuido? Sin duda alguna. Aunque lo esencial para justificar el título de este
trabajo se trate en los capítulos 6, 7 y 10, todo lo realmente importante, todo lo que
nos permitirá comprender cómo, cuándo y porqué llegamos hasta el concepto de
«Dios» y nos sentimos impulsados a idearlo como mujer muchos milenios antes
de cambiarle de género y hacerle varón, todo ello, digo, lo encontraremos en el
resto de capítulos. Nada sobra, aunque mucho falte en un texto que no es, ni
pretende ser, enciclopédico, así como tampoco filosófico ni teológico. Desde la
ventana al pasado que se abre en estas páginas, es probable que asistamos a un
desfile de hechos que nos lance a reflexiones mucho más amplias que las
sugeridas en este libro.

Después de adentrarse por los vericuetos de la evolución humana, uno ya no


puede ver a sus semejantes de la misma forma. El ser humano deja de ser una
«criatura de Dios» cuando se le ve a través del prodigioso proceso que nos
diferenció de los monos arborícolas hasta hacernos tal como somos, llenos de
fortaleza y de milagro, pero rebosantes de dramática fragilidad.

Analizar el desarrollo del lenguaje articulado humano y comprobar la


inimaginable fuerza que ha tenido el dominio de la palabra y del concepto para
determinar nuestro pensamiento, visión del mundo y cultura, acaba rompiendo
tantos esquemas preconcebidos que obliga a vernos a nosotros mismos y a
nuestras creencias más fundamentales como el producto de un juego infantil en el
que realidad y fantasía se confunden para materializar un ordenamiento universal
del que difícilmente se logra salir. Darse cuenta de que los relatos imaginados por
muchos niños pequeños, para explicarse su procedencia o el origen del mundo y
su funcionamiento, son substancial y estructuralmente idénticos a las
descripciones equivalentes que se contienen en los llamados textos sagrados,
abre una preciosa puerta para comprender mejor el psiquismo del ser humano y
sus comportamientos dichos religiosos.

Evidenciar el proceso de elaboración del universo simbólico prehistórico, de los


signos, mitos y ritos que aún son eje central de las religiones actuales, conduce a
conclusiones apasionantes acerca de las dinámicas de búsqueda de seguridad
emocional del ser humano. Una reflexión en la que no debe quedar al margen la
amplia prueba arqueológica de que la creencia en la supervivencia a la muerte
pudo preceder en unos 60.000 años a cualquier elaboración conceptual sobre
entes supremos o dioses.

Puede ser que el lector se sorprenda —o escandalice— al comprobar que el


concepto masculino de «Dios», que hoy domina en todas las religiones, no es más
que una transformación relativamente reciente del primer concepto de deidad
creadora/controladora que, tal como demuestran miles de hallazgos
arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenino! ¿Quién, sino una hembra, de cualquier
especie, está capacitada para poder crear, para dar vida, mediante la fecundación
y el parto? ¿Quién, sino la mujer, cuida de su prole y se encarga de abastecer las
necesidades básicas de su entorno inmediato?

Si, como veremos en su momento, el Homo sapiens primitivo fundamentaba


sus conceptualizaciones en analogías, resulta obvio que ningún ser humano pudo
pensar jamás en atribuirle las cualidades femeninas de generación, fertilidad y
protección nutricia a un ente masculino; por esta razón, la humanidad prosperó
bajo la protección de la Diosa única —en sus diferentes epifanías— durante un
período que fue desde c. 30000 a.C. hasta c. 3000 a.C., momento a partir del cual,
de forma progresiva aunque irregular, comenzó a imponerse la tipología específica
del dios masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras y
protectoras de la diosa, relegando a ésta al papel de madre —virgen, en algunos
casos—, esposa, hermana y/o amante del dios varón.

El golpe de estado del dios contra la diosa no fue caprichoso, ni casual, ni


inocuo, sino todo lo contrario. En primer lugar, disponemos de suficiente
documentación arqueológica e histórica para mostrar cómo, partiendo desde una
base mítica y ritual común, la personalidad, atribuciones y funciones del dios —y
de los dioses— masculino fue cambiando según las necesidades económicas y
sociopolíticas de cada cultura y momento histórico. De hecho, podemos
comprender más cosas sobre «Dios» si se estudian las implicaciones
socioeconómicas derivadas de la implantación de la agricultura excedentaria y de
la invención del arado que si nos concentramos en las teogonías, teologías y
rituales asociados a cada dios. Y esta apreciación sirve tanto para los dioses
dichos paganos —del latín paganus, campesino— como para su descendiente
directo y continuador actual, el Dios de las religiones monoteístas que se dicen
basadas en verdades reveladas.

Por otra parte, entender el desarrollo de la aniquilación de la Diosa por el


Diosv[v] nos conduce también a la comprensión de la dinámica histórica que llevó
a la mujer a ser subyugada en todos sus aspectos por el varón. La mujer y la
Diosa fueron perdiendo su autonomía, importancia y poder prácticamente al
mismo tiempo, víctimas de un mundo cambiante en el que los hombres se hicieron
con el control de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose,
por tanto, en detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la
paternidad, el pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.

La cultura patriarcal acabó con los últimos vestigios de las sociedades


matrilinealesvi[vi], que rindieron culto a la Diosa desde el Paleolítico superior, y,
lógicamente, rediseñó los mitos y los dioses a su conveniencia, eso es a su
imagen y semejanza. Analizar la derrota de la Diosa prehistórica no sólo nos
descubrirá un enfoque novedoso desde el que poder abordar el concepto de
«Dios», también nos ayudará —y no es menos importante— a comprender la
historia pasada de la mujer y las causas de la desigualdad e inferioridad que han
caracterizado su situación hasta el momento presente.

El proceso que se plasma en este libro, siguiendo las huellas de Dios, ha


permitido forjar una imagen sólida y coherente del ser humano y de sus creencias,
pero, tal como cabía esperar, aquello que definimos bajo el concepto de «Dios»
sólo se ha hecho patente a través del reflejo de su mito, como si se tratase de una
imagen que rebota en un espejo sin proceder, aparentemente, de ninguna parte.

Es probable que la causa de esta imagen esté dentro del propio espejo y no
fuera, razón por la cual nadie ha podido verla jamás, ya que ningún humano —sin
dejar de ser lo que es— puede convertirse él mismo en las partículas de sal de
plata que constituyen la base reflectante de un espejo. Si Dios está dentro de
nuestras partículas, como una imagen lo está en la plata del espejo, ¿cómo poder
distinguirle en medio del torrente casi infinito de emociones, sensaciones,
pensamientos y conceptos que desfilan, hilvanados, a lo largo de un camino de
matices que va y viene desde polos absolutamente opuestos?

Quizá la estructuración de las creencias en el ser humano tenga mucho que ver
con uno de los evocadores pasajes que describió Charles Dodgson —diácono,
profesor de matemática pura y escritor británico más conocido por su seudónimo
de Lewis Carroll— en su segunda obra dedicada a la niña Alice Liddell, la deliciosa
e inteligentísima narración de Alicia a través del espejo (1871):

—¡No puedo creer eso! —dijo Alicia.

—¿De veras? —dijo la Reina, con tono compasivo—. Inténtalo de nuevo: inhala
profundamente y cierra los ojos.

Alicia río.

—No tiene caso intentarlo —dijo—. Uno no puede creer en cosas imposibles.

—Me atrevo a decir que no tienes mucha práctica —dijo la Reina.

Cada cual podrá extraer de este pasaje la conclusión que más le plazca,
porque la cuestión sigue siendo casi la misma: ¿quién tiene más práctica para
creer en cosas imposibles, aquél que cree en la existencia de Dios o aquél que la
niega?

En este libro, como en todos los otros textos que se han publicado desde que
se inventó la escritura hace unos 5.000 años, no se demuestra nada concluyente
acerca de la posible existencia o no de Dios, ya que el autor se ha limitado a
documentar cómo y porqué el concepto de «Dios» que proponen las religiones
nació de la mente humana, se moldeó en función de nuestras ignorancias,
temores y esperanzas, para, finalmente, evolucionar manteniendo una relación
directa con las necesidades de organización y control social, económico y político
propias de cada cultura y momento histórico.
Sólo después de adjudicar a la evolución natural y al ser humano todo aquello
que fue, es y será su obra, podremos, de manera razonable, intentar encontrar a
Dios en el resto, que quizá siempre seguirá siendo infinito. O tal vez no.

i[i] La confrontación entre pensamiento científico y «fe» es algo que obsesiona al papa Wojtyla y
que, de hecho, le ha llevado a protagonizar una cruzada feroz contra el positivismo, que es poco
menos que decir contra la reflexión basada en datos objetivos sólidos. Muchos de sus documentos
públicos han atacado «los excesos y peligros del uso de la razón». En su encíclica Veritatis
splendor (Esplendor de la Verdad) prohibió la reflexión teológica crítica dentro de la Iglesia,
amordazando así a los pensadores católicos más lúcidos y brillantes de este siglo, que también
son los más cercanos al mensaje evangélico frente al brutal alejamiento del mismo que caracteriza
a la Iglesia dogmática oficial. En otra reciente encíclica, Fides et ratio (Fe y Razón), el ataque
contra la razón raya lo patético. Al presentar Fides et Ratio, el cardenal Ratzinger manifestó que
«la universalidad del cristianismo procede de su pretensión de ser la verdad, y desaparece si
desaparece la convicción de que la fe es la verdad. Pero la verdad es válida para todos y el
cristianismo es válido para todos porque es verdadero». Tan autorizada afirmación no sólo asienta
lo frágil que es la «verdad» católica, basada sobre una convicción subjetiva, sino que postula que,
justo por ser sujeto de duda, debe ser declarada verdad fuera de toda duda y con valor universal. A
lo anterior añadió que la fe cristiana debe oponerse a aquellas filosofías o teorías «que excluyen la
aptitud del hombre para conocer la verdad metafísica de las cosas (positivismo, materialismo,
cienticismo, historicismo, problematicismo, relativismo y nihilismo», eso es que debe rechazar los
enfoques fundamentales del pensamiento moderno, especialmente en todo aquello que cuestione
su particular cosmovisión basada en la «fe».

ii[ii] La argumentación teleológica, que pretende demostrar la existencia de Dios basándose en el


concepto de fin (télos en griego), fue postulada con fuerza por santo Tomás de Aquino, que la tomó
de Averroes (y éste, a su vez, la había tomado del pensamiento griego: Anaxágoras, Platón,
Aristóteles, etc.). Dado que las cosas naturales, aunque carentes de inteligencia, aparecen todas
ellas ordenadas en razón de un fin —afirmó Tomás de Aquino al proponer su «quinta vía»—, ello
demuestra que debe existir una inteligencia que las ordena así y que se plantea como fin supremo;
dicho fin supremo es precisamente Dios. El filósofo británico David Hume (1711-1776), en su obra
póstuma Diálogos sobre la religión natural (1779), refuta fácilmente el argumento teleológico por
estar basado en analogías antropomórficas (así como el orden de los materiales de una casa
remite a un arquitecto inteligente, así el orden cósmico remite a la inteligencia divina) y porque la
llamada finalidad natural (verdaderamente todo lo contrario de perfecta y divina) podría ser el
producto casual y contingente de ciegas disposiciones materiales. También el filósofo alemán
Emmanuel Kant (1724-1804), en su Crítica de la razón pura (1781), rechaza este argumento que él
denomina «físico-teológico». No obstante el enorme peso intelectual de los detractores del también
llamado finalismo, entre los que figuran Galileo, Bacon, Descartes, Spinoza, etc., entre los
defensores encontramos también personajes de la talla de Boyle, Newton o Leibniz. En el terreno
biológico el finalismo acabó siendo barrido —formalmente al menos— por el evolucionismo
darwiniano, pero sigue vigente en el pensamiento moderno alimentado por el concepto de
«providencia divina» que aún postulan las grandes religiones monoteístas.

iii[iii] Cfr. apéndice a la parte I de su Ethica more geometrico demonstrata (más conocida como
Ética).
iv[iv] Durkheim, E. (1992). Las formas elementales de la vida religiosa. Madrid: Akal, p. 400.

v[v] Una aniquilación que, en todo caso, aunque fue real a nivel del control del poder simbólico y
social, no dejó de ser muy relativa a nivel del inconsciente colectivo de todas las culturas: hoy,
como hace miles de años, las figuras divinas más veneradas y apreciadas por el pueblo llano —
dentro de la llamada «religiosidad popular»— son las femeninas. Un ejemplo claro, en el seno de la
cultura católica, lo tenemos en la gran fuerza e implantación del fervor mariano y del movimiento
mariológico; de hecho, tal como veremos, en la Virgen católica sobrevivieron, de forma controlada
y sometida al varón, algunas de las funciones míticas que caracterizaron a la Diosa prehistórica.

vi[vi] El término matrilinealidad designa un sistema de parentesco (ascendencia, descendencia,


herencia), vigente aún en algunas culturas primitivas actuales —y que fue común antes de
implantarse el patriarcado—, en el cual se tiene en cuenta la línea de descendencia de madre a
hijo y se privilegia la relación de parentesco del recién nacido con el hermano de la madre.

Resumen del libro DIOS NACIÓ MUJER

© Pepe Rodríguez
© Ediciones B., Barcelona, 2000.

English

En todas la culturas prehistóricas, la figura cosmogónica central, la potencia o


fuerza procreadora del universo, fue personalizada en una figura de mujer y su
poder generador y protector simbolizado mediante atributos femeninos —senos,
nalgas, vientre grávido y vulva— bien remarcados. Esa diosa, útero divino del que
nace todo y al que todo regresa para ser regenerado y proseguir el ciclo de la
Naturaleza, denominada «Gran Diosa» por los expertos —o, también, bajo una
conceptualización limitada, «Gran Madre»—, presidió con exclusividad la
expresión religiosa humana desde c. 30000 a.C. hasta c. 3000 a.C. En la Gran
Diosa única y partenogenética —bajo sus diferentes advocaciones— se contenían
todos los fundamentos cosmogónicos: caos y orden, oscuridad y luz, sequía y
humedad, muerte y vida…, de ahí que su omnipotencia permaneciese indiscutida
por milenios (el concepto de dios varón no apareció hasta el VI o V milenio a.C. y
no logró la supremacía hasta el III o II milenio a.C., según las regiones).

Aunque sólo sea a nivel de enunciado, debe recordarse que el concepto de


«ser divino» apareció y evolucionó paralelamente a los estadios de desarrollo del
pensamiento lógico-verbal humano —conformado hace unos 40.000 años—, y que
sus símbolos y mitos variaron al mismo ritmo y en la misma dirección que lo hizo
la estructura socioeconómica humana. Así, durante toda la era preagrícola el
control de la producción de alimentos y las instituciones sociales básicas, salvo la
defensa, estuvo en manos de las mujeres, a las que debemos la gran mayoría de
los adelantos psicosociales y técnicos que nos condujeron hasta la civilización, y
esos colectivos matricéntricos fueron regidos por la idea de la Gran Diosa. Pero, al
adentrarse en la era agrícola, cuando las sociedades se hicieron sedentarias y
dependientes de sus cultivos, por una serie de circunstancias imposibles de
resumir en este espacio, el varón se vio obligado a implicarse en la producción
alimentaria y comenzó un proceso de transformación que desposeyó a la mujer de
su ancestral poder y lo depositó en manos del varón.

En unos pocos milenios, tras la implantación de la agricultura excedentaria,


surgió el dios masculino, el clero, la sociedad de clases y la monarquía, mientras
que la mujer fue quedando reducida a un bien propiedad del varón. Obviamente, el
dominio del varón sobre la tierra tuvo su equivalente en el cielo —los cambios
sociales siempre se justificaron mediante cambios en los mitos— y la deidad
masculina comenzó a domeñar a la femenina. La mujer y la Diosa fueron
perdiendo su autonomía, importancia y poder prácticamente al mismo tiempo,
víctimas de un mundo cambiante en el que los hombres se hicieron con el control
de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose, por tanto, en
detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la paternidad, el
pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.

Durante no menos de 25.000 años la Gran Diosa fue considerada el principio


único de la generación del universo. A partir del V milenio a.C. se le comenzó a
imponer como coadyuvante de su fertilización a una deidad joven subsidiaria —su
hijo y amante— que moría anualmente tras una cópula en la que, la Diosa, en
realidad, se seguía fertilizando a sí misma ya que el principio masculino no era
sino carne de su propia carne; desde finales del III milenio a.C. —coincidiendo con
la divinización de la monarquía— los reyes pasaron a desempeñar simbólicamente
ese papel de amante y fertilizador de la Diosa. En el paso siguiente, durante el II
milenio a.C., el proceso de la creación dejó de entenderse mediante el símil de la
fisiología reproductora femenina y pasó a ser descrito como el resultado de
instrumentos de poder como la palabra —«hágase… y se hizo»—, usados
fundamentalmente por dioses masculinos que siempre iban acompañados de una
pareja femenina. El cambio fue realmente transcendente, ya que el concepto de
principio creador permitió alejarse de la ancestral dependencia de la Diosa en
cuanto principio generador único. Finalmente, un dios varón todopoderoso pasó a
acumular y detentar en exclusiva todos los aspectos de la generación.

Con el establecimiento de la sociedad compleja en el Próximo Oriente y en


Europa, el papel y función social de la mujer y de la Diosa fueron degradados sin
compasión. La propia eficacia productiva de la mujer —tanto en su faceta de
reproductora como de recolectora y horticultora—, que fue sostén de las
comunidades humanas durante cientos de miles de años, acabó siendo, por mor
de cambios socioeconómicos inevitables, el origen involuntario de la progresiva
degradación social de las mujeres y del proceso de trasvase mítico que llevaría a
sustituir la primitiva concepción de una divinidad femenina por otra masculina.
Aunque, a pesar de todo, ninguna formulación religiosa posterior ha sido tan
holística, inteligente y tranquilizadora como la Diosa; y ningún dios varón, por muy
Dios Padre que se haya erigido, ha tenido ni tendrá jamás la capacidad de
integración y de evocación mítica de la Diosa, por eso, aun en religiones
patriarcales, lo femenino ha perdurado agazapado bajo diversos personajes
divinizados, como es el caso de la Virgen católica, cuyos símbolos (luna creciente,
agua, etc.) son exactamente los mismos que identificaron a la Gran Diosa
paleolítica y neolítica. No en vano… Dios, su concepto, nació mujer.
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Jesús, en los Evangelios, preconizó la igualdad de derechos de la
mujer, pero la Iglesia católica se convirtió en apóstol de su
marginación social y religiosa

(Fuente: © Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: ©


Ediciones B., capítulo 12, pp. 313-324)

Afirma, con sobrada razón, el teólogo católico Schillebeeckx que «de hecho
hay más mujeres comprometidas en la vida de la Iglesia que hombres. Y, no
obstante, están desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una discriminación
(...) La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente
cultural, que en el momento actual no tiene sentido. ¿Por qué las mujeres no
pueden presidir la Eucaristía? ¿por qué no pueden recibir la ordenación? No hay
argumentos para oponerse a conferir el sacerdocio a las mujeres»vi[i].

Con todo el derecho que le confiere su cargo, pero sin ninguna razón
evangélica ni histórica, el papa Juan Pablo II, en su meditación Dignitatis
mulieris, abundó en el manido argumento de que Jesús no llamó a ninguna
mujer entre los doce apóstoles y que por ello debe concluirse que las excluyó
explícitamente de la dirección de la Iglesia y también del ministerio sacerdotal,
pero tal pretensión no solamente carece de fundamento sino que es
profundamente tramposa. Si leemos el Nuevo Testamento sin prejuicios
machistas, observaremos que Jesús trató a la mujer de un modo bien distinto al
que pretende la Iglesia católica y que en las primeras comunidades cristianas la
mujer ocupaba cargos de responsabilidad.

En cualquier caso, tal como ya hemos documentado sobradamente en


capítulos anteriores, si a alguien excluyó Jesús del «reino» que predicó, fue de
modo bien explícito a los sacerdotes profesionales y a todos aquellos que no
fueran judíos, una evidencia que conduce a la paradoja de que son los
sacerdotes católicos, desde el papa hasta el último párroco, los primeros
proscritos para ocupar cargos dentro de la ekklesía de Jesús (aunque estricto
sensu sí puedan desempeñarlos en la Iglesia católica puesto que ésta no sigue
el modelo apostólico ni el mensaje básico y nuclear de Jesús).

A propósito del texto de Juan Pablo II recién citado, la teóloga católica


Margarita Pintos reflexiona: «con este argumento se apela a que Jesús eligió
libremente doce varones para formar su grupo de apóstoles. Esto es cierto, pero
también es importante tener en cuenta que además de varones eran israelitas,
estaban circuncidados, algunos estaban casados, etc., y, sin embargo, el único
dato que se presenta como inamovible es el de que eran varones, mientras que
los demás datos se consideran culturales. No se tiene en cuenta que Jesús,
como buen judío, quería restaurar el nuevo Israel, y que la tradición de su pueblo
le imponía de forma simbólica elegir a doce (uno de cada tribu de Israel),
además varones (las mujeres no hubieran representado la tradición) y por
supuesto israelitas (si hubiera incorporado a un gentil, ya se hubiera roto la
continuidad). Esto demuestra que sólo se nos dice una parte de la verdad, y que
los datos que no interesa desvelar se nos ocultan.

»Como muy bien ha puesto de manifiesto el escriturista Lohfink prosigue


Pintos, la elección de los doce por Jesús es una acción simbólica y profética
que nada prejuzga y en nada afecta al papel asignado a la mujer en el pueblo de
Dios. Si se quiere apreciar en sus justos términos la presencia de la mujer en el
movimiento de Jesús, hay que prestar más atención a la composición del grupo
de discípulos. Es precisamente ahí donde se pone de manifiesto que Jesús, con
una libertad sorprendente y sin tener en cuenta los estereotipos vigentes en la
sociedad judía de entonces, integró mujeres en su círculo de discípulos»vi[ii].

Efectivamente, si nos fijamos, por ejemplo, en Mt 27,55-56, Mc 15,40-41, Lc


23,49-55 y otros, encontraremos a un grupo de mujeres que seguían a Jesús,
eso es que estaban aceptadas en su círculo de discípulos, todo un signo del
nuevo «reino de Dios» que jamás hubiese sido posible en el entorno judío del
que procedían tanto Jesús como sus apóstoles varones; un signo claro, por
tanto, de que la mujer debía jugar un papel distinto en los nuevos tiempos.

Si nos fijamos en la utilización del género en el Nuevo Testamento, tal como


propone en un interesante trabajo el teólogo y sacerdote católico António
Coutovi[iii], nos llevaremos una buena sorpresa: la palabra “hombre” como
sinónimo de “ser humano” (anthôpos/homo) aparece 464 veces y la designación
de “varón” (anêr/vir) y “mujer” (gynê/mulier) lo hace exactamente con la misma
frecuencia, eso es 215 veces cada uno de ellos, ni más ni menos.

Focalizando la revisión en los cuatro Evangelios, vemos que la palabra


“mujer” aparece 109 veces mientras que “hombre” (varón) lo hace sólo 47; y de
los 109 registros de “mujer”, 63 se refieren a una mujer en cuanto a tal y apenas
46 lo hacen para identificar a la mujer de algún hombre, es decir, su esposa (en
este cómputo hay que tener en cuenta que Juan, que cita 22 veces la palabra
“mujer”, no lo hace ni una sola vez para situarla en el rol de esposa).

Resulta también sintomático que los nombres propios femeninos sean


muchísimo más abundantes en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. De los
3.000 nombres propios que aparecen en toda la Biblia, 2.830 (94,3%) son
masculinos y sólo 170 (5,5%) son femeninos, pero si nos concentramos en los
150 nombres propios que, en total, se mencionan en el Nuevo Testamento,
vemos que 120 (80%) son masculinos y 30 (20%) lo son femeninos; el peso de
las mujeres, por tanto, cuadruplicó su porcentaje. Todas estas cifras implican
algo sustancial: aún dentro del entorno judío en que se desarrollan los pasajes
neotestamentarios que era esencial y profundamente patriarcal y
androcéntrico, Jesús quiso mostrar no sólo que la mujer era importante, sino
que podía y debía gozar de los mismos derechos sociales y religiosos que el
varón.

Cuando leemos con detenimiento el Nuevo Testamento y nos fijamos en los


pasajes que tienen a mujeres por eje central, salta a la vista rápidamente que en
estos textos se les adjudicó un protagonismo muy importante, tanto por el hecho
de haberlas hecho testigos únicos de algunos de los momentos más claves de la
historia del nazareno, como por haberlas elevado al rango de co-protagonistas,
junto a Jesús, para asentar enseñanzas que serían fundamentales para el
cristianismo posterior.

Así, por ejemplo, es una mujer, no un varón, el primer ser humano que
proclamó la divinidad de Jesús; un honor que le cupo a Isabel, según Lc 1,42-55.
Fue también a mujeres, según ya vimos en el capítulo 5, a quienes les fue
revelada en primer lugar la resurrección del nazareno, el suceso más
fundamental del cristianismo, y María de Magdala fue la primera en recibir la
aparición de Jesús resucitado y la encargada de comunicárselo a los discípulos
varones.

Al contrario que los apóstoles, las discípulas galileas de Jesús no huyeron ni


corrieron a esconderse y permanecieron en Jerusalén durante todo el proceso
de ejecución y entierro de su maestro. En relación a esto último, es de un
simbolismo evidente el hecho de que en el Calvario, a los pies del Jesús
crucificado (inicio del proceso de la salvación, para los creyentes), sólo había
cuatro mujeres, llamadas María todas ellas según Jn 19,25, pero ningún
apóstol varón.

Las siete mujeres que siguen y sirven a Jesús de forma continua María de
Magdala, María de Betania y su hermana Marta, Juana, Susana, Salomé y la
suegra de Simón/Pedro son personas nada convencionales, libres de amarras
sociales, religiosas y de sexo, capaces de poder decidir su presente y su futuro;
mujeres, tal como afirma el teólogo Couto, «nada marginales, más bien situadas
dentro de la historia y del alma de su pueblo, cómplices de la esperanza
mesiánica, cuya realización intuyen, esperan, favorecen y aportan. Son mujeres
al servicio de Dios y del Evangelio; no están al servicio de un varón o de los
hombres en general; están al servicio del Evangelio, a causa de lo cual dejan
evangélicamente todo, dándolo evangélicamente todo (...) son mujeres
evangelizadas y evangelizadoras»vi[iv]. Entre los seguidores de Jesús se dio un
discipulado de iguales entre varones y mujeres, y el rol de éstas, aunque más
restringido a causa de los condicionantes sociales imperantes, no fue menos
importante que el de aquellos.

María de Magdala no sólo aparece en los textos como discípula y servidora


de Jesús y su mensaje sino que se la inmortalizó con una misión clara de
mensajera, de informadora de los discípulos varones, un papel que reconocerá
la tradición latina a partir del siglo XII al distinguirla con el título de apostola
apostolorum (apóstola de los apóstoles).

El diálogo más extenso de cuantos mantuvo Jesús, según aparece en los


Evangelios, en Jn 4,7-26, se produjo entre éste y la “mujer de Samaria”,
desarrollándose a lo largo de siete intervenciones del nazareno y seis de la
samaritana causando tan gran asombro a los discípulos cuando los vieron
conversando juntos «que se maravillaban de que hablase con una mujer»vi[v];
como resultado de esta charla, mantenida junto a una fuente de la ciudad de
Sicar, muchos samaritanos reconocieron a Jesús como «Salvador del mundo»
(Jn 4,39-42), siendo éste un pasaje clave para justificar la extensión del
cristianismo entre los gentilesvi[vi].

Cuando Juan hizo que Jesús, para ir de Judea a Galilea, tuviera «que pasar
por Samaria» (Jn 4,3-4) un camino que podía hacerse perfectamente sin tener
que pasar por el «pozo de Jacob» de Sicar o Siquem en Samaria, quiso que
ese desvío hacia tierra gentil y el debate con la mujer del pozo adquiriese un
notable y específico significado simbólico. La samaritana que había tenido cinco
maridos y vivía amancebada con un sexto abandonó su cántaro y corrió a
testimoniar (martyréô) entre sus convecinos la presencia de Jesús,
representando así al «antiguo Israel adúltero e infiel que se convierte en el nuevo
Israel purificado, fiel y misionero»vi[vii]. Si se hubiese querido excluir a la mujer
como elemento activo del «reino» predicado por Jesús, tal como hace la Iglesia,
se habría elegido un varón para protagonizar este pasaje o su equivalente, pero
no fue así.
La iglesia católica habla a menudo de la famosa profesión de fe que Jesús le
pidió a Pedro en Mt 16,15-20, pero calla que esa misma profesión de fe se la
solicitó también a una mujer, a Marta de Betania: «Díjole Jesús: Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive
y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí, Señor; yo
creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn
11,25-27). Marta, por tanto, fue puesta por Jesús ante el mismo privilegio que
Pedro.

El respeto que Jesús manifestó por la mujer se trasluce perfectamente en un


relato como el de Mt 15,21-28 y Mc 7,24-30, donde una mujer cananea
(libanesa) le replica a Jesús y le gana la disputa dialéctica logrando su propósito
«¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» acaba por
concederle el nazareno (Mt 15,28); ésta es la única ocasión, en todos los
Evangelios, en la que Jesús habló de «fe grande» ¡y la atribuyó a una mujer!,
mientras que al mismísimo Pedro (Mt 14,31) y a los discípulos (Mt 6,30) les
había tildado previamente de «hombres de poca fe».

Otra mujer, su propia madre, fue la responsable de que Jesús obrase su


primer milagro público, según el relato de Jn 2,3-5: «No tenían vino, porque el
vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No
tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi
hora. Dijo la madre a los servidores: Haced lo que El os diga», finalizando el
pasaje con la frase: «Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de
Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en El sus discípulos» (Jn 2,11).

Jesús también hizo descansar sobre el protagonismo de una mujer (Lc 7, 36-
50), esta vez una «pecadora arrepentida», su fundamental enseñanza sobre la
gracia y el perdón de los pecados, un mensaje básico para el cristianismo futuro.
Del mismo modo mostró su respeto por la mujer y proclamó su derecho a la
igualdad cuandovi[viii] rehabilitó a la «hemorroísa», la mujer que padecía flujo de
sangre desde hacía doce años y que, por ello, había sido excluida de la vida
social y religiosa de su comunidad (según lo prescrito por Lev 15,19-29).

No menos clarificador es el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio de Jn


8,1-11, en el que Jesús se dirige a ella directamente, la pone al mismo nivel de
trato y respeto que merecían los varones presentes y la perdona. De hecho, en
Mt 5,27-32; 19,3-10 y Mc 10, 2-12, se ve perfectamente que Jesús colocó a
hombre y mujer en el mismo plano de igualdad en cuanto al criterio de conducta
moral respecto al divorcio y el adulterio.

La ekklesía que puso en marcha Jesús era un pueblo de hombres y mujeres


reunidos ante Dios, no sólo de varones, como había sido la tradición judía hasta
entonces. Pablo recogió esta idea y la amplió a los gentiles cuando escribió:
«Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en
Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya judío o
griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en
Cristo Jesúsvi[ix]. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham,
herederos según la promesa» (Gál 3,26-29).

En esta declaración bautismal del movimiento misionero pre-paulino se


proclamó específicamente que la iniciación, el ingreso en «el pueblo de Dios»,
no se producía ya a través de la circuncisión (patrimonio exclusivo del varón)
sino mediante el bautismo, que incluye a todos sin excepción bajo un mismo
Salvador y dentro del nuevo y ampliado pueblo de Dios. Era una nueva visión
religiosa que negaba las prerrogativas basadas en la masculinidad y abría las
puertas a mujeres y esclavos, lanzando una novedosa concepción igualitaria en
todos los campos, que incluso integraba a los gentiles, excluidos hasta entonces
del «pueblo de Dios».

Tras un somero repaso de las epístolas paulinas puede verse que las mujeres
de las comunidades cristianas de esos días eran aceptadas y valoradas como
miembros que gozaban de los mismos derechos y obligaciones que los varones.
Pablo dejó escrito que las mujeres trabajaban con él en igualdad de condiciones
y mencionó específicamente a Evodia y Síntique (que «lucharon por el
evangelio»), Prisca («colaboradora»), Febe (diákonos, hermana y prostatis o
protectoravi[x] de la iglesia de Céncreas), Junia (apóstol, considerada apóstola
por los padres de la Iglesia, pero transformada en varón en la Edad Media por no
poder admitir que una mujer hubiese sido apóstol junto a Pablo y tomada como
«ilustre entre los apóstoles»).

Se relacionan también parejas de misioneros que trabajaron en plano de


igualdad uno con otra, como son los casos de Aquila y Prisca, que fundaron una
iglesia en su casavi[xi], el de Andrómico y Junia, etc. Esas mujeres fueron
misioneras, líderes, apóstoles, ministros del culto, catequistas que predicaban y
enseñaban el evangelio junto a Pablo, que fundaron iglesias y ocuparon cargos
en ellas... pero muy pronto el varón retomó el poder e hizo caer en el olvido una
de las facetas más novedosas del mensaje cristiano; en el siglo II, la declaración
de Gál 3,26-29 ya había sido traicionada en todo lo que hace a la igualdad entre
los dos sexos.

En alguna parte del camino se había dado un golpe de estado tomando por
bandera una exégesis incorrecta de algunas frases paulinas polémicas. Cuando
Pablo escribió «quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la
cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3) y, pocos
versículos más adelante, entró en la discusión acerca del deber de las mujeres
de llevar velo en la cabeza para orar, el autor del textovi[xii] había empleado la
palabra griega exousía (autoridad), pero fue traducida por “dependencia de” o
“sujeción a”, que conlleva una interpretación absolutamente diferente y lesiva
para la mujer.

De lo anterior derivan sentencias tan conocidas como la de Haimo d’Auxerre


(siglo VIII): «en la Iglesia se entiende por mujer a quien obra de manera mujeril y
boba»; la de Graciano (siglo XII): «la mujer no puede recibir órdenes sagradas
porque por su naturaleza se encuentra en condiciones de servidumbre»; o la de
Santo Tomás (siglo XIII): «como el sexo femenino no puede significar ninguna
eminencia de grado, porque la mujer tiene un estado de sujeción, por eso no
puede recibir el sacramento del Orden». La mujer, según la ha entendido la
patrística cristiana, es un ser inferior, boba y condenada a la servidumbre «por
su naturaleza». Hoy, no pocos sacerdotes y prelados siguen pensando lo mismo
de ellas (aunque haciéndolas, también, como siempre fue, objeto de su lascivia).

A pesar de que, según lo visto, no fuese así en los Evangelios, sino todo lo
contrario, la mujer comenzó a ser discriminada de la ekklesía cristiana bastante
tempranamente; entre los siglos II y IV fue aboliéndose progresivamente la
presencia de las diaconisas en las congregaciones cristianas y, bajo el control
del emperador Constantino, la Iglesia católica fue configurándose según el
modelo del sacerdocio pagano que había sido oficial, hasta entonces, en el
imperio romano. Por igual razón, los escritos bíblicos se han interpretado
siempre desde una óptica profundamente androcéntrica y con un lenguaje no
solo escasamente neutral sino abiertamente antifemenino.

La Declaración Inter insigniores, emitida por la Congregación para la Doctrina


de la Fe (ex Santa Inquisición) el 15 de octubre de 1976, es un claro ejemplo de
este machismo clerical falto de fundamento y discriminatorio para la mujer. A
propósito de este texto, la teóloga católica Margarita Pintos comenta muy
certeramente que «la antropología que subyace en esta declaración está
claramente ligada al androcentrismo. Se asume la teología escolástica medieval
que adoptó la antropología aristotélica en la que se define a las mujeres como
“hombres defectuosos”. Esta antropología defendida por San Agustín y más
tarde reforzada por Santo Tomás, que declara que las mujeres en sí mismas no
poseen la imagen de Dios, sino sólo cuando la reciben del hombre que es “su
cabeza”, no es, como parece obvio, una antropología revelada.

»El hecho de que el sacerdote actúa in persona Christi capitis sobre todo en
la eucaristía añade Margarita Pintos, sirve a la declaración para afirmar que si
esta función fuera ejercida por una mujer “no se daría esta semejanza natural
que debe existir entre Cristo y el ministro”. Queda así reforzado el principio de
masculinidad para el acceso al ministerio ordenado. Sólo el ser humano de sexo
masculino puede actuar in persona Christi, es decir, representar a Cristo, ser su
imagen. Así se acentúa el carácter androcéntrico de la cristología y de la
eclesiología»vi[xiii].

Sólo desde esta plataforma ideológica que considera a las mujeres como a
«hombres defectuosos», especialmente enquistada en la jerarquía católicavi[xiv],
puede comprenderse la marginación que la mujer católica aún sufre en cuanto a
sus derechos de participación en el ejercicio y organización de su propia religión.
La mujer católica tiene limitadas sus posibilidades de contribución eclesial a los
papeles de clienta y de sirvienta de la Iglesia (o, más a menudo, del clero
masculino).

A pesar de que las corrientes evangélicas actuales están intentando devolver


a la mujer el protagonismo religioso que nunca debió perder y que, desde 1958,
va incrementándose de modo progresivo e imparable el número de Iglesias
cristianas que han aceptado con normalidad la ordenación sacerdotal de
mujeres, la Iglesia católica prefiere seguir ignorando las enseñanzas del Nuevo
Testamento y mantenerse atrincherada en su tradición: ¡las mujeres no pasarán!
Qué lejos y olvidado ha quedado aquel Jesús que predicó la igualdad de
derechos de la mujer y las aceptó junto a él como discípulas, con gran escándalo
de los sacerdotes, claro está. Igual que hoy.

En lo personal, el modelo de mujer que la Iglesia católica actual quiere


imponer es el de un ser volcado en la maternidad por encima de todo y que sea
dócil y servil al varón aún a riesgo de su propia vida. El mensaje nos lo ha dado
con claridad el papa Wojtyla no sólo a través de sus documentos y discursos
sino mediante sus actos más solemnes: canonizando a dos italianas cuyos
mayores méritos fueron, el de una, dejarse morir de cáncer de útero por no
querer abortar para someterse al tratamiento médico que la hubiese salvado 
con lo que dejó sin madre a sus cuatro hijos y al recién nacido que no quiso
perder y, el de la otra, aguantar hasta la muerte los malos tratos constantes de
su marido en lugar de divorciarse de él.

Podemos suscribir sin reparo alguno la frase con la que la teóloga feminista
católica Rosemary Radford Ruether comenzó uno de sus últimos trabajos:
«Escribo este ensayo tristemente consciente de que parece cada vez menos
probable que el catolicismo institucional avance en dirección a los
evangelios»vi[xv].

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Los antiguos cultos agrarios del solsticio de invierno

(Fuente: © Rodríguez, P. (1997). Ritos y mitos de la Navidad. © Barcelona: Ediciones B., capítulo
1, pp. 9-21)

El advenimiento de los dioses solares siempre se festejó en Navidad


El natalicio de Jesús un 25 de diciembre no se fijó hasta el siglo IV

Durante la Navidad, solsticio de invierno en el hemisferio norte, el sol alcanza


su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a alargarse
progresivamente en detrimento de sus noches hasta llegar al solsticio de verano
(21-22 de junio) en que invierte su curso; el término solsticio significa «sol
inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su declinación de un
día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador celeste.
El solsticio hiemal es el acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza con
su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas antiguas, representaba
el auténtico nacimiento del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a
despertar lentamente de su letargo invernal y los humanos veían renovadas sus
esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la
presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad ha venerado.
En el solsticio de invierno todos los pueblos antiguos, adoradores del sol,
celebraban el nacimiento del astro rey mediante grandes festejos caracterizados
por la alegría general y el protagonismo de las hogueras, alrededor de las cuales
se concentraban los lugareños con el fin de manifestar su alborozo y esperanza
mediante ceremonias colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la
recogida de ciertas plantas mágicas como el muérdago.
Era también la época adecuada para realizar pactos protectores con los
espíritus de la Naturaleza y con los de los familiares fallecidos (una costumbre de
la que derivó, en pueblos como el germano, la fiesta de los difuntos, que la Iglesia
católica acabará por transformar en una jornada de tristeza que desplazará hasta
el primer domingo de noviembre para poder alejarla de la alegre conmemoración
del nacimiento de Jesús).
Los pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores al 24 y 25 de
diciembre, así como en los seis posteriores que llevaban hasta el Año Nuevo,
festejaban el retorno del Nuevo Sol y las fuerzas vegetativas de la Naturaleza. Las
grandes hogueras tal como veremos en el capítulo 11, dedicado al tió de
Navidad, al margen de simbolizar el gran acontecimiento, tenían la función de
excitar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido que encaraba su
curso hacia la primavera inundando la tierra con su poder regenerador. Otro tanto
sucedía durante el solsticio de veranovi[i], época adecuada para mostrarle al
divino sol el agradecimiento de quienes habían sobrevivido un año más gracias a
su generosa intervención en el ciclo agrícola y ganadero.
Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica por todo el continente
europeo, los papas no siempre pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo
tuvieron que obrar con astucia fingiendo tolerar determinados ritos paganos
aunque en realidad los minaban y transformaban progresivamente al
entremezclarlos con elementos cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la
dejó el papa Gregorio I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los
paganos fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser
más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas de los anglosajones,
aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran
Bretaña, lo que sigue:
«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo, sino únicamente los
ídolos que hay en los mismos; después de asperjar esos templos con agua
bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos están bien
construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios
en casas del Dios verdadero, de manera que si el mismo pueblo no ve destruido
sus templos, deponga de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y
acuda a los lugares habituales según su vieja costumbre...»
Esta estrategia fue seguida también en la evangelización de las Galias y la
Germania, aunque su éxito no fue precisamente clamoroso. Así, por ejemplo, en el
primer Concilium Germanicum, celebrado en los años 742 y 743, se tuvo que
disponer que «el pueblo de Dios no fomente ninguna cosa pagana, sino que
rechace y aborrezca toda inmundicia de los gentiles, ya se trate de ofrendas a los
muertos o adivinación, de amuletos o signos de protección, de conjuros o
sacrificios conjuradores, que gentes necias ofrecen junto a las iglesias y a la
manera pagana, invocando a los santos mártires y confesores, con lo que
provocan la cólera de Dios y de los santos, para acabar alrededor de los fuegos
sacrílegos, que ellos llaman neid fyr».
Resulta evidente, pues, que la Iglesia católica, en el siglo VIII, a pesar del gran
esfuerzo de Bonifacio «el apóstol de Germania», aún no había podido lograr
que los germanos renunciasen a sus prácticas paganas tradicionales ni, mucho
menos, a sus ceremonias solsticiales navideñas alrededor de los fuegos sagrados.
En los pueblos germánicos y galos pero especialmente entre los primeros, ya
que fueron menos romanizados y su cristianización fue más tardía, lenta,
dificultosa e incompleta, estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las
fuerzas ocultas de la Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media;
en sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del
siglo X, y tomando expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas
por el cristianismo han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de
paganismo la celebración de la Navidad actual hasta el punto de que, tal como
iremos viendo a lo largo de este libro, los mitos solares ancestrales (conservados
en su estructura interna aunque desvirtuados en su forma externa y en su
significado) siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos navideños
que se celebran en el mundo de hoy.
Desde hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la
época de Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico
por excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la
supervivencia del hombre pagano o campesino pagus significa aldea y paganus
aldeano o rústico, del nacimiento o, mejor dicho, renacimiento anual de la
principal divinidad salvadora.
No es ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses
solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas como Osiris, Horus, Apolo,
Mitra, Dionisos/Baco (llamado el Salvador), etc. fuese situado durante el solsticio
de invierno. Y es menos casual aún que el natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador
cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la que hasta finales
del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus en el
Imperio Romano.

EL ADVENIMIENTO DE LOS DIOSES SOLARES SIEMPRE SE FESTEJÓ


EN NAVIDAD

Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales solsticiales agrarios no


desaparecieron sino que se adaptaron a las nuevas circunstancias y necesidades,
por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el ámbito campesino y se
convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban
para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como prosperidad y riqueza
para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre todo en invierno, pues la
actividad humana sufría en estos meses una bajada en su ritmo, ya que la guerra
se detenía, nadie se atrevía a navegar y las faenas agrícolas eran entonces
menos intensas. El invierno es en consecuencia un periodo muy propicio para que
las relaciones que se entablan con el mundo sobrenatural sean más estrechas,
más íntimas»vi[ii].
Entre las fiestas de los antiguos griegos y romanos que fueron precedentes de
la Navidad cristiana debe destacarse, por su importancia social y trascendencia
mítica y simbólica, las dedicadas a Dionisos y Saturno.
Dionisos, originado en la fusión de mitos egipcios y helenos, fue un dios del
vino, de la vegetación y de la fecundidad, pero también de la muerte, ya que los
difuntos y las potencias subterráneas «infernales», de inferus, inferior, puesto
que se creía que el mundo de los muertos estaba por debajo de la tierra eran
tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba multitudes e inspiraba
ideales de rebeldía que se enfrentaban con el orden establecido, tanto el político
(oponiéndose a la clase aristocrática dominante) como el divino (amenazando la
supremacía de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el siglo IV a.C., en el
calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba el 24 de diciembre
y tenía 31 días.
En la antigua Atenas y en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes,
el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades: las
Dionisíacas de los campos, las Leneas, las Antesterias y las Grandes Dionisíacas.
Las dos primeras se celebraban alrededor del solsticio invernal, con carácter
propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y en medio de festejos caracterizados por
la gran alegría general; las dos últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la
resurrección de la naturaleza. Las Antesterias, en particular, celebraban el vino
nuevo, de la última cosecha, conmemoraban la llegada de Dionisos a Atenas y su
hierogamia y, en su tercera jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a
los difuntos. El ciclo dionisíaco, como vemos, es el mismo que muchos siglos
después adoptará el cristianismo al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la
Pascua de Resurrección en primavera.
El Saturno romano equivalente al griego Cronos fue una antigua divinidad
agrícola cuyo nombre está relacionado con satur (saciado, harto) y sator
(sembrador, creador), siendo sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y
plantador de vides (vitisator), un arte que enseñó a los hombres cuando,
perseguido por su hijo Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia; bajo el apelativo de
Stercutius presidía el abono de los campos.
Los festejos romanos en honor de Saturno, las Saturnalia, fueron en su origen
fiestas campestres sementivae feriae, consualia larentalia, paganalia, pero
adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras la derrota del ejército
romano por el cartaginés Aníbal cerca del lago Trasimeno, preludio del desastre
de la batalla Cannas (216 a.C.) que puso fin a la segunda guerra púnica y
contribuyó a despertar el espíritu religioso de los romanos.
La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía lugar entre el 17 y
el 23 del mes de diciembre. Después de la ceremonia religiosa había grandes
festejos y banquetes, se abolía temporalmente las clases sociales y, en los
ágapes, los señores servían a sus esclavos que podían burlarse impunemente de
los amos, cesaba toda actividad pública en tribunales, escuelas, comercios,
operaciones militares, etc. y no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el
de la cocina, se imponía el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a
sus mesas bien surtidas a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban
juegos de azar..., en fin, los antiguos romanos hacían ya más o menos lo mismo
que aún se hace actualmente para celebrar la Navidad cristiana.
Si nos remontamos mucho más atrás en la Historia, hasta la época en la que
los hombres primitivos que practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera
solar como deidad comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas
antropomorfas, observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a
identificar a su dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón,
con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de
su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el
solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.
Caldeos, egipcios, cananeos, persas, sirios, fenicios, griegos, romanos,
hindúes y la práctica totalidad de los pueblos con culturas desarrolladas, entre los
cabe incluir los imperios orientales y las civilizaciones precolombinas como los
aztecas y su máxima deidad Huitzilopochtli, que tantos quebraderos de cabeza dio
a los misioneros españoles, han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de
la «Reina de los Cielos» y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.
En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven que
cada año muere y resucita, encarnando en sí los ciclos de la vida en la Naturaleza.
En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y
también el principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el
mundo civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los
monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado
siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol
en un dios hijo joven presenta ejemplos tan conocidos como los de Horus, Mitra,
Adonis, Dionisos, Krisna... o el propio Jesús-Cristovi[iii].
En el Egipto Antiguo se creía que Isis, la virgen Reina de los Cielos, quedaba
embarazada en el mes de marzo y daba a luz a su hijo Horus a finales de
diciembre. El dios Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del mundo»,
el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una encarnación. Fue
concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido
muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta sin
amores al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el
Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era el Christos y simbolizaba
el Sol.
Durante el solsticio de invierno, la imagen de Horus, en forma de niño recién
nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las
masas. Era representado como un recién nacido (a menudo recostado en un
pesebre) con cabello dorado, que tenía un dedo en la boca y el disco solar sobre
su cabeza. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de
Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis. El dios Osiris, dios de la vegetación y de
los muertos, padre de Horus, también había nacido de una virgen en el solsticio
hiemal.
Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra,
desarrollado a partir del antiguo dios funcional indoiranio Vohu-Manahvi[iv], objeto
de un culto aparecido unos mil años antes de Cristo y que, tras pasar por
diferentes transformaciones, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el
siglo IV d. C., era una divinidad de tipo solar tal como lo atestigua, entre otros, su
cabeza de león que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de
deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad,
era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el
dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y
protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus
seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente
el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el
persa, era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno
de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.
Muchos siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular,
ya había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, siendo
adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido, acabó siendo
muerto, resucitó al tercer día...
Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas
propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y
son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el
mundo como un Salvador o Libertador venido para remediar la tribulación de los
humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio
hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció
temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos
al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).
El dios hindú Shiva, en un acto de supremo sacrificio, según cuenta el
Bhâgavata-Purâna, ingirió una bebida envenenada y corrosiva que había surgido
del océano para causar la muerte del universo de ahí el epíteto de Nîlakantha
(«cuello azul») por el que también se conoce a Shiva y que fue el resultado del
veneno absorbido, tragedia que el dios evitó con su autoinmolación y vuelta a la
vida.
Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad,
también fue asesinado y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho
Isis con los trozos del cadáver de Osiris para renacer resucitado. Ausonius, una
forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera
(21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le había estado
reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a
Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna 
muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha o como
Jesús-Cristo muerto en la cruz de madera y lanceado, fueron todos ellos
condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida.
Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor,
tal como hace la Naturaleza con sus ciclos estacionales anuales. Todos ellos
habían nacido, según el mito, durante el solsticio de invierno, fecha en la que
algunas tradiciones tardías también sitúan el natalicio de Buda.

EL NATALICIO DE JESÚS UN 25 DE DICIEMBRE NO SE FIJÓ HASTA EL


SIGLO IV

En el siglo II de nuestra era, los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de


Resurrección y su misterio, ya que consideraban irrelevante el momento del
nacimiento de Jesús y, además, desconocían absolutamente cuando pudo haber
acontecido.
Durante el siglo siguiente, al comenzar a aflorar el deseo de celebrar el
natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose
en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como
el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 de mayo y algunas
otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215) no quiso quedar al margen de la
polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero el papa Fabian (236-250) decidió
cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a quienes intentaron
determinar la fecha del nacimiento del nazareno.
A pesar de la disparidad de fechas apuntadas, todos coincidieron en pensar
que el solsticio de invierno era la fecha menos probable si se atendía a lo dicho
por Lucas en su evangelio: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al
raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel
del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz...» (Lc 2,8-14) vi[v].
Si los pastores dormían al raso cuidando de sus rebaños, para que el relato de
Lucas fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de primavera de ahí
las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral e inicio de esta
estación, ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, el excesivo frío y las
todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier posibilidad de pernoctar
al raso con el ganado.
Forzando la escena relatada por Lucas hasta el límite de la sutileza, otras
Iglesias cristianas ajenas a la católica como la Iglesia armenia fijaron la
conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya que, según su deducción,
aunque no es posible situar el relato de Lucas en la estación más fría y lluviosa del
año en las tierras de Judea, sí puede ser creíble situando el nacimiento de Jesús
un poco más tarde, en enero y en el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es
muy probable la existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque
todavía haga frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales,
egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero.
Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X aún defendía esta fecha como la
única verdadera.
Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro argumento todavía
más peculiar para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo al vuelo la
afirmación de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía unos treinta
años» (Lc 3,23), dedujeron, de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús
murió cuando tenía «exactamente» treinta años, contados estos desde el día de
su concepción, y, dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de abril
(¡¿?!), sólo tuvieron que añadir los nueve meses exactos de gestación para llegar
hasta el tan celebrado 6 de enero.
Dejando al margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que la
fecha del 6 u 8 de enero la primera que la cristiandad celebró tenía mucho
sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la
doctrina cristiana), se festejaba con toda pompa el festival de Core «la Doncella» 
identificada con la diosa Isis y el nacimiento de su nuevo Aion, que era una
personificación sincrética de Osiris.
San Epifanio, refiriéndose al festival de Core, escribió en Penarion 51: «la
víspera de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo las
imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta y se sacaba una
imagen de madera, que tenía el signo de una cruz y una estrella de oro marcada
en las manos, rodillas y cabeza. Se llevaba en procesión, y luego se devolvía a la
cripta; se decía que esto se hacía porque la Doncella había alumbrado al Aion.»
Entrado ya el siglo IV, cuando ya se había concluido lo substancial del proceso
de trasvase de mitos desde los dioses solares jóvenes precristianos hacia la figura
de Jesús-Cristovi[vi], se decidió fijar una fecha concreta y acorde a su nueva
concepción mítica para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se
le había adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a su máximo
competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue hacerle nacer el mismo día en
que se celebraba el advenimiento de ese joven dios.
A más abundamiento, cabe recordar que la figura de Jesús no fue oficialmente
declarada como consubstancial con Dios hasta el año 325, cuando el emperador
Constantino convocó el concilio de Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes
que acatasen el entonces muy discutido y discutible dogma de que el Padre y el
Hijo compartían la misma substancia divinavi[vii].
De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el pontificado de Liberio (352-
366), se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de diciembre, día en
que los romanos celebraban el Natalis Solis Invicti, el nacimiento del Sol
Invencible un culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían
podido vencer o proscribir hasta entonces y, claro está, la misma fecha en la que
todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada del solsticio de invierno.
Según algunos autores, en la elección del 25 de diciembre hecho que sitúan
en el año 345, bajo el papa Julio I tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo
(del que sabemos que defendió esta fecha, frente a la del 6 de enero, en, al
menos, escritos del año 375) y Gregorio Nacianceno uno de los tres padres
capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria clásica a finales del siglo IV, pero
lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en la datación del
natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores del 25 de diciembre a
posteriori.
En cualquier caso, San Agustín (354-430) sí debía tener muy claro el verdadero
origen de la Navidad católica, sobrepuesta al Natalis Solis Invicti, cuando exhortó
a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al Sol, sino al Creador del Sol».
Con la instauración de la Navidad también se recuperó en occidente la
celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias europeas no comenzaron a
registrar las fechas de nacimiento de sus feligreses hasta el siglo XII.
A pesar de haberse fijado ya como inmutable la fecha del 25 de diciembre o
quizá por esa misma razón, las especulaciones en torno al natalicio de Jesús
prosiguieron durante muchos siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a
averiguar la verdad, le encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus
(Dionisio el Pequeño) que, tras un curioso proceso de razonamiento concluyó que
el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación de Roma, y que la
Encarnación misma había tenido lugar el 25 de marzo y el nacimiento el 25 de
diciembre, eso es después de una gestación matemáticamente exacta de nueve
meses.
La peculiar datación de Dionisio el Pequeño también dejó en herencia otra
fecha famosa, la de los 33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero
hoy ya está bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados
hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando fue
ejecutadovi[viii].
En el siglo XVI, un erudito como José Scaligero aún se ocupó del asunto y
afirmó que Jesús había nacido a finales de septiembre o principios de octubre.
Más prudente, el gran sabio y teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar
todo lo escrito al respecto, concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto,
callemos también nosotros»vi[ix]. La fecha del 25 de diciembre, fijada a finales del
siglo IV, ya era inamovible para el orbe católico (aunque no fuese aceptada por las
Iglesias cristianas orientales que siguen celebrando el natalicio de Jesús en el 6
de enero).
En un principio, la festividad de la Navidad tuvo un carácter humilde y
campesino, pero a partir del siglo VIII comenzó a celebrarse con la pompa litúrgica
que ha llegado hasta hoy, creando progresivamente la iluminación y decoración de
los templos, los cantos, lecturas, misterios y escenas piadosas que dieron lugar a
representaciones al aire libre del nacimiento del portal de Belén.

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