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Textos de Pensamiento Político Moderno

Tema 1: La Cosmovisión Medieval y la política medieval


LOS BALUARTES DE LA FE

Una forma de plantear la pregunta que pretendo responder aquí es: ¿por qué en nuestra sociedad
occidental era virtualmente imposible no creer en Dios en el año 1500, por ejemplo, mientras que
en el 2000 eso no sólo no es fácil para muchos de nosotros, sino incluso inevitable? Parte de la
respuesta, sin duda, es que en aquellos días todos creían, y, por lo tanto, las alternativas parecían
algo extraño. Pero esto no hace más que trasladar la pregunta aún más atrás. Necesitamos
comprender cómo cambiaron las cosas. ¿Cómo llegaron las alternativas a convertirse en algo
posible? Una explicación importante es que muchas características de aquel mundo obraban a
favor de la creencia y hacían que la presencia de Dios fuese aparentemente innegable.
Mencionaré tres de estas características, que desempeñarán un papel importante en la historia
que quiero contar.

1. El mundo natural en el que vivían las personas, que tenía su lugar en el cosmos que
imaginaban, era el testimonio del designio y la acción divinos, y no sólo en la forma obvia que aún
podemos comprender y (al menos muchos de nosotros) apreciar hoy, a saber, que su orden y su
diseño evidencian la creación, sino también porque los grandes acontecimientos que tienen lugar
en este orden natural, las tormentas, las sequías, las inundaciones, las plagas, así como los años de
fertilidad y bienaventuranza excepcionales eran considerados «actos de Dios», algo de lo que la
hoy metáfora muerta de nuestro lenguaje jurídico aún da testimonio.

2. Dios también estaba implicado en la existencia misma de la sociedad (que no era referida como
tal —pues ése es un término moderno—, sino más bien como polis, reino, Iglesia o lo que fuere).
Un reino sólo podía ser concebido como fundado en algo superior a la mera acción humana de los
tiempos seculares. Y más allá de eso, como mencioné en el capítulo anterior, la vida de las diversas
asociaciones que conformaban la sociedad —parroquias, burgos, cofradías y demás— participaba
del ritual y del culto. Dios aparecía por doquier.

3. Las personas vivían en un mundo «encantado». Tal vez éste no sea el mejor término, pues
parece evocar luces y hadas. Pero lo que estoy invocando aquí es su negación,
«desencantamiento», el término acuñado por Weber para describir nuestra condición moderna.
Este término se ha vuelto tan corriente en nuestra discusión de estas cuestiones que usaré su
antónimo para describir un rasgo esencial de la condición premoderna. El mundo encantado en
este sentido es el mundo de los espíritus, los demonios y las fuerzas morales en el que vivían
nuestros ancestros. Las personas que viven en este tipo de mundo no necesariamente creen en
Dios, ciertamente no en el Dios de Abraham, como lo demuestra la existencia de innumerables
sociedades «paganas». Pero para los campesinos europeos del año 1500, más allá de todas las
ambivalencias inevitables, el Dios cristiano era la garantía última de que el bien triunfaría o al

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menos mantendría alejadas las múltiples fuerzas de la oscuridad. El ateísmo es casi inconcebible
en un mundo que posea estas tres características. Parece muy obvio que Dios está allí, actuando
en el cosmos, fundando y sosteniendo a las sociedades, actuando como un baluarte contra el mal.

Por lo tanto, parte de la respuesta a mi pregunta inicial —¿qué sucedió entre 1500 y 2000?— es
que estas tres características han desaparecido. Pero, como afirmé en el capítulo anterior, eso no
puede explicarlo todo. El surgimiento de la modernidad no es tan sólo una historia de pérdida, de
sustracción. La diferencia clave que estamos examinando entre nuestras dos fechas límite es un
cambio en la concepción de lo que denominé «plenitud», un pasaje de un estado en el que
nuestras máximas aspiraciones espirituales y morales apuntan ineludiblemente a Dios y podría
decirse que no tienen sentido sin Dios, a un estado en el que esas aspiraciones pueden
relacionarse con una serie de fuentes diferentes y que muchas veces se remiten a fuentes que
niegan a Dios. Ahora bien, aunque es indudable que la desaparición de estos tres modos de
presencia de Dios en nuestro mundo ha facilitado este cambio, no ha podido bastar para
producirlo por sí misma. Porque sin duda podemos continuar experimentando la plenitud como un
regalo de Dios, aun en un mundo desencantado, en una sociedad secular y en un universo
poscósmico. Para poder no hacerlo fue necesaria una alternativa. Y entonces la historia que tengo
para contar no sólo narrará cómo la presencia de Dios retrocedió en estas tres dimensiones;
también deberá explicar cómo algo diferente de Dios pudo llegar a convertirse en el polo objetivo
necesario de la aspiración moral o espiritual, de la «plenitud». En un sentido, la gran pregunta
sobre lo que sucedió es: ¿cómo surgieron las alternativas a la referencia de la plenitud
dependiente de Dios? En lo que me centraré es en el humanismo exclusivo.

La historia típica de la «sustracción» atribuye todo al desencantamiento. Primero, la ciencia nos


dio una explicación «naturalista» del mundo, y luego las personas comenzaron a buscar
alternativas a Dios. Pero no es así como funcionaron las cosas. No se consideraba que la nueva
ciencia mecanicista del siglo XVII fuese necesariamente una amenaza para Dios. Lo era para el
universo encantado y la magia, y también comenzó a plantear problemas para las providencias
particulares. Pero había importantes motivos cristianos para emprender el camino del
desencantamiento. Darwin ni siquiera estaba en el horizonte en el siglo XVIII. Luego, por supuesto,
la sociedad comenzó a ser considerada en términos seculares. Hubo revoluciones. En ciertos casos
ello implicó rebelarse contra las Iglesias, pero podía ser en nombre de otras estructuras
eclesiásticas, como sucedió en la década de 1640, y con una fuerte convicción de que la
Providencia era la guía.

Una teoría de la sustracción más completa sostiene que no fue sólo el deshacer el encantamiento
del mundo, sino también el desvanecimiento de la presencia de Dios en los tres ámbitos lo que
nos llevó a replantearnos cuáles eran los puntos de referencia posibles y alternativos para alcanzar
la plenitud. Como si éstos ya hubiesen estado allí, esperando a que los invitásemos a entrar. Yo
sostengo que, en un sentido importante, ya no estaban allí. Es verdad, algunos habían imaginado
varias doctrinas que ciertos escritores ortodoxos incluso habían atacado enérgicamente y que, en
algunos casos, ciertos autores antiguos habían explicado. Pero éstas no eran todavía verdaderas
alternativas; quiero decir, interpretaciones alternativas de la plenitud que pudieran tener sentido

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para las personas, salvo para unos pocos espíritus muy originales. En sentido negativo, era muy
difícil concebir que un humanismo exclusivo pudiera desempeñar este papel, en la medida en que
las personas tenían una visión encantada del universo, esto es, consideraban que los seres
humanos habitábamos un campo de espíritus, algunos de ellos malignos. En este sentido, desde
luego, la ciencia, al ayudar a desencantar el universo, contribuyó a abrirle el camino al humanismo
exclusivo. Una condición esencial para ello fue una nueva concepción del yo y de su lugar en el
cosmos: un yo no abierto, poroso ni vulnerable a un mundo de espíritus y poderes, sino lo que
denomino un yo «impermeabilizado». Pero para producir el yo impermeabilizado se requirió algo
más que el desencantamiento; también fue necesario confiar en nuestros propios poderes para
llevar a cabo un ordenamiento moral. Pero, ¿la ética no teísta del mundo pagano de la antigüedad
disponía de los recursos para ello? Diría que sólo muy parcialmente. En primer lugar, algunas de
estas concepciones también nos ubicaban en un orden espiritual o cósmico más amplio. El
platonismo y el estoicismo, por ejemplo. Ciertamente, éstos no tenían una relación necesaria con
la magia y los espíritus del bosque, pero tenían sus propias maneras de resistirse al
desencantamiento y al universo mecanicista. No constituían realmente un humanismo exclusivo
en el sentido que le estoy dando a esta expresión. Incluso diría esto respecto de Aristóteles,
debido al importante papel que le adjudicaba a la contemplación de un orden más amplio
concebido como algo divino que habita en nosotros. Donde sin duda había un humanismo
exclusivo era en el epicureísmo. Y no ha de sorprender que Lucrecio fuese uno de los inspiradores
de las exploraciones que se hicieron en dirección del naturalismo, por ejemplo con Hume. Pero el
epicureísmo en sí no bastaba realmente. Podía enseñarnos a alcanzar la ataraxia mediante la
superación de nuestras ilusiones acerca de los Dioses. Pero no era esto lo que se necesitaba para
un humanismo que pudiera prosperar en el contexto moderno. Pues en éste, el poder de crear un
orden moral en la propia vida estaba comenzando a asumir una forma bastante diferente. Debía
incluir la capacidad activa de configurar y moldear nuestro mundo natural y social, y debía ser
activado por alguna inclinación a la beneficencia humana. Para expresar este segundo requisito en
una forma que nos devuelva a la tradición religiosa, el humanismo moderno, además de ser
activista e intervencionista, debía producir algún sustituto del ágape. Todo esto significa que había
que imaginar una forma aceptable del humanismo exclusivo. Y ello no podía hacerse de la noche a
la mañana. Tampoco podía surgir de un solo salto, sino que debía atravesar una serie de fases,
emergiendo de las formas cristianas anteriores. Ésta es la historia que estoy tratando de narrar. A
partir de fines del siglo XIX, en verdad, comenzamos a tener alternativas completamente
constituidas que están allí ante nosotros. Y las personas pueden inclinarse hacia una u otra, en
parte según las concepciones que tengan de la ciencia —aunque, como sostendré, aquí también
sus ontologías morales siguen desempeñando un papel fundamental—. Pero hoy, por ejemplo,
cuando no sólo se ofrece un materialismo naturalista, sino que además se lo presenta como la
única concepción compatible con la institución más prestigiosa del mundo, a saber, la ciencia, es
bastante concebible que las dudas que tenemos acerca de nuestra propia fe, de nuestra capacidad
de transformarnos, o nuestro sentido de lo pueril e inadecuada que puede ser en verdad nuestra
fe, se entramen con esta poderosa ideología y nos arrojen al camino de la falta de fe, no sin pesar
y nostalgia. Pero es francamente anacrónico proyectar este escenario tan familiar de los tiempos

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victorianos, o de hoy, a siglos pasados, cuando todavía se estaban forjando las perspectivas rivales
entre las que nos debatimos actualmente.

Mi pregunta inicial planteaba un contraste entre las condiciones de la fe en el 1500 y en el año


2000. Y luego me referí a la historia que quiero narrar para esclarecer este contraste. Pero, ¿por
qué narrar una historia? ¿Por qué no simplemente extraer el contraste analítico, exponer cómo
eran las cosas entonces y cómo son ahora, y dejar de lado el eslabonamiento narrativo? ¿Quién
necesita todo este detalle, toda esta narración? ¿No comencé ya a hacer un contraste analítico
satisfactorio al identificar los tres modos de la presencia de Dios que hoy se han desdibujado?

De alguna manera, el objetivo último es llegar a ese contraste, o al menos cernir nuestra situación
actual mediante una descripción comparativa de este tipo. Pero no creo que ello pueda hacerse de
forma adecuada si tratamos de omitir la historia. Espero que las razones para ello vayan quedando
más claras y que se vayan volviendo más convincentes a medida que avance. Pero tan sólo para
presentar su forma general aquí, baste mencionar que es un hecho fundamental que nuestra
situación espiritual actual es histórica, es decir, que nuestra comprensión de nosotros mismos y de
dónde nos situamos está definida en parte por nuestra conciencia de haber llegado donde
estamos, de haber superado un estado anterior. Así, somos plenamente conscientes de estar
viviendo en un universo «desencantado», y el hecho de usar esta palabra revela nuestra
conciencia de que alguna vez ese universo fue un universo «encantado». Más aún, no sólo somos
conscientes de que lo fue, sino también de que llegar adonde estamos fue una lucha y un logro, y
que en cierto sentido este logro es frágil. Sabemos esto porque, a medida que fuimos creciendo,
cada uno de nosotros tuvimos que adoptar la disciplina del desencantamiento y de vez en cuando
nos reprochamos unos a otros nuestros fracasos en este sentido, y nos acusamos mutuamente por
nuestro pensamiento «mágico», por dejarnos tentar por el «mito», por ceder a la «fantasía»;
decimos que X «no es de este siglo», que Y tiene una mente «medieval», mientras que Z, a quien
admiramos, está adelantado a nuestra época. En otras palabras, lo que fundamentalmente define
nuestra conciencia de dónde estamos es, en parte, la historia de cómo llegamos aquí. En este
sentido, en la naturaleza misma de nuestra era secular existe una ineludible (aunque a menudo
negativa) referencia a Dios. Y simplemente porque describimos dónde estamos al relatar la
travesía podemos hacer una descripción considerablemente incorrecta si confundimos el
itinerario. Esto es lo que han hecho las explicaciones de la modernidad basadas en la
«sustracción». Para llegar directamente a nuestro presente, tenemos que retroceder y narrar la
historia de manera adecuada. Nuestro pasado está sedimentado en nuestro presente, y si no
podemos hacerle justicia al lugar del que venimos estamos condenados a juzgarnos
erróneamente. Por eso la narrativa no es un agregado opcional, por eso creo que tengo que narrar
una historia. Eso aumenta la tarea, que potencialmente no tiene límites. La historia de lo que
ocurrió en la secularización del cristianismo occidental es tan amplia, tan multifacética, que
podrían escribirse varios libros tan largos como éste y ni siquiera así hacerle justicia. Tanto más
cuanto que el área que elegí, la cristiandad latina, no es homogénea. Como veremos más adelante,
hay más de un camino a seguir, y diferentes naciones y regiones han andado su propio camino a
diferentes velocidades y en diferentes momentos. Tan sólo puedo presentar el esquema mínimo

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de la historia, y abordar algunas de las principales transiciones. Espero que de este relato
esquemático surja un cuadro general de la dinámica en juego, pero es indispensable un relato
diacrónico.

Charles Taylor, La era de la secularización.

LA TEORÍA POLÍTICA MEDIEVAL ENTRE LA TRADICIÓN CLÁSICA Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO


MODERNO

En muy pocas páginas de su ensayo titulado Theorie und Praxis, Jürgen Habermas advirtió hace
algunos años acerca de un cambio cualitativo operado por la teoría política medieval. Según
Habermas, entre la política clásica (Aristóteles) y la filosofía social moderna (Hobbes), tuvo lugar
una sustitución de paradigma identificable en el tratado De regno de Tomás de Aquino. Sin duda,
algo importante debía haber sucedido en la historia de la teoría política capaz de mover al
estudioso alemán a sostener que fue nada menos que la teoría política de la Edad Media la que
consumó lo que él llama “la transformación de la política clásica en la moderna filosofía social”.
¿Qué acontecimiento teórico tuvo lugar en el mundo de la filosofía política medieval como para
dar lugar a tal transformación? Ese acontecimiento fue simple. Aunque desde Tomás de Aquino la
teoría política invoca reiteradamente a la naturaleza aristotélica para fundamentar el surgimiento
del orden político, esa naturaleza y ese aristotelismo empiezan a delatar un vaciamiento de su
contenido original y su reemplazo por un contenido diferente. Esa nueva naturaleza pierde su
carácter de entelequia y perfección ético–racional del hombre y deviene motor del hombre hacia
la satisfacción de las necesidades de su vida. Ello provoca una devaluación del pensamiento
aristotélico que puede sintetizarse en dos puntos: 1) mientras que para Aristóteles la polis
satisface más que las simples necesidades de la vida, en la teoría política medieval el orden político
parece surgir para satisfacer esas necesidades; 2) mientras la polis de Aristóteles presenta
relaciones de dominio que descansan en la razón y en el libre consentimiento del ciudadano, en la
teoría política medieval las relaciones de dominio comienzan a ser despóticas y a asemejarse más
a las relaciones de dominio que tienen lugar en el oikos, y, con ello, a transformarse en relaciones
económicas.

Habermas procede en cuatro pasos: 1) despliega los elementos teóricos básicos que llegan al
Medioevo desde los libri morales de Aristóteles; 2) expone la estructura teórica propia de cada
uno de esos elementos básicos mostrando los vínculos de subordinación propios de cada una de
las tres partes de la philosophia practica aristotélica –ética individual, económica y política–; 3)
analiza el modo en que esos vínculos asumen en la la monarquía, que Tomás considera como
óptima forma de gobierno, y 4) concluye que el De regno posibilitó el tránsito desde la filosofía
política clásica, cuyo paradigma es Aristóteles, a la filosofía social moderna, cuyo paradigma es
Hobbes8 . Habermas señala que cuando Aristóteles sostiene que la polis no sólo se funda en la
adquisición de lo necesario para la vida o en la simple satisfacción de las necesidades vitales del
ciudadano, no hace otra cosa que rehusarse a aceptar que la vida política pueda consistir en un

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sistema contractual de derecho privado. Con ello Aristóteles niega que la politicidad se agote en el
equivalente a un sistema que garantice sólo las transacciones de tipo comercial entre ciudadanos.
Pues para Aristóteles el fundamento de la polis es la virtud del ciudadano. Para Habermas, la
relevancia de Aristóteles como paradigma de la filosofía política clásica yace en el hecho de que
opuso enérgicamente la estructura interna del ámbito de la esfera privada –el oikos– al ámbito de
la esfera pública –la polis–. Pues para Aristóteles la comunidad jurídica fundada para garantizar el
orden de los negocios y las transacciones comerciales de los individuos o para la defensa en caso
de un eventual conflicto bélico no es un Estado, pues en ese caso “[…] los individuos frecuentarían
los lugares comunes como si estuvieran separados […]”.

Al contrario, la polis se define en virtud de su oposición a los intereses privados. Habermas implica
a Tomás como intermediario en el proceso de tránsito desde Aristóteles a la moderna filosofía
social de Hobbes porque Tomás optó por la monarquía como mejor forma de gobierno, y porque
la concepción tomista de la monarquía es equivalente a la que Aristóteles describe como
oeconomica, i.e. a la forma de gobierno despótico ejercido por el señor sobre los integrantes de la
casa. Habermas define la tipología de la monarquía utilizando los elementos que Aristóteles utiliza
para describir los diversos tipos de vínculos de subordinación que se verifican en el oikos, la casa.
Esa subordinación tiene lugar de modo unilateral por un solo señor. En la monarquía tomista el
príncipe ejerce un poder similar al ejercido por el señor dentro de su oikos, i.e. un poder que,
considerado cualitativamente, es oiko–nómico.

Habermas avanza en su tipificación del pensamiento de Tomás vinculando entre sí, por una parte,
la definición aristotélica del gobierno monárquico como gobierno de carácter económico cuya
vigencia se verifica en el ámbito exclusivamente privado y, por la otra, la opción tomista por la
monarquía que Habermas interpreta como opción por una forma de gobierno más económico que
propiamente político. Y concluye que, a causa de esa opción, en Tomás desaparecen totalmente
las diferencias entre dominio sobre la casa y dominio político, entre ámbito privado y público. La
teoría política de Tomás, pues, olvida las diferencias entre política y económica que Aristóteles
subrayó cuidadosamente en su tripartición de la filosofía moral. Así la política es transformada en
lo que Aristóteles atribuyó a la económica: “En Tomás –escribe– está ausente la diferencia
decididamente establecida por su Filósofo entre el poder económico del señor de la casa para
disponer de sus súbditos y el poder de dominio político en el orden público: [para Aristóteles] el
poder despótico ejercido por el señor de la casa es dominio unilateral, monarquía; el poder
ejercido en la polis es un dominio sobre libres e iguales, politía”. Para Tomás, pues, lo político ya
no sería más político en el sentido aristotélico, sino que gobernar significa ejercer un dominio
despótico sobre los súbditos, pues el princeps tomista gobierna monárquicamente, es decir, en
virtud de un vínculo de dominio sobre sus súbditos que no delata diferencia alguna entre el
gobierno político y el del pater familias.

Para Habermas, pues, son tres los aspectos de la teoría política tomista que desnaturalizan lo
político en sentido aristotélico: la desaparición en el pensamiento politico tomista de la dimensión
de la politicidad, la economización de la política, que es la consecuencia de la identificación de la
monarquía con la mejor forma de gobierno y la transformación del dominium político en simple

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ejercicio unilateral del poder. Sobre la base de esas tres notas Habermas tipifi ca la opción de
Tomás por la monarquía. De esa opción, afirma, resulta la sustitución de la polis aristotélica por
una sociedad que es anticipatoria de la sociedad que la moderna filosofía social tiene como objeto
de estudio. Nuevamente, lo que es específico de la economía irrumpe en el ámbito de la
politicidad, sustituye la politicidad y transforma lo político en económico, es decir, en puramente
social: “La oposición [aristotélica] de polis y oikos es equiparada por Tomás en el común
denominador de societas. Ésta es interpretada apolíticamente, en analogía con la vida de la casa y
de la familia sujeta a un orden patriarcal”

Habermas encuentra una confirmación de la reducción tomista de la política a la economía en la


traducción tomista de la definición aristotélica de zoon politikon. En la Suma Teológica Tomás
traduce politikon como sociale (“homo naturaliter est animal sociale”. En esa sutil transición del
hombre político al hombre político y social, Habermas percibe una subrepticia metamorfosis de la
politicidad de la civitas y de su transformación en la economización de esa civitas como societas
Habermas ve en Tomás un ejemplo palmario de la transición desde la forma clásica a la forma
moderna de pensar la política, pues aunque por una parte Tomás es tributario de la tradición
aristotélica, por la otra facilita la pérdida del genuino significado de la politicidad cultivado por esa
tradición. Esta pérdida abre el paso hacia la conversión de esa tradición genuinamente política en
un orden que es sólo social. La dependencia tomista respecto de la tradición aristotélica
aparecería en una afirmación muy puntual del De regno que exhorta a fundamentar la vida política
en la virtud. Una reunión de hombres con el solo fin de vivir o de sobrevivir es una reunión que
mezquina los verdaderos fines de la polis como estado político. Habermas encuentra un pasaje
paradigmático de esa concepción aristotélica en un texto tomista que presenta las posibles
consecuencias de esa hipotética congregatio humana: “Si los hombres llegaran a un acuerdo sólo
en virtud de vivir, los animales y los siervos constituirían una parte de la sociedad civil. Si se
reunieran para adquirir riquezas, todos los hombres de negocios pertenecerían al mismo tiempo a
una misma ciudad”. Para Tomás, escribe Habermas, “si bien el Estado puede fundarse en vistas a
la supervivencia, su existencia sólo se justifica en virtud de que él debe promover el buen vivir”.
Pero al mismo tiempo Habermas percibe que Tomás abandona esa concepción cuando transforma
esa política –que se debe fundamentar en la virtud– y la reemplaza por un conglomerado de
hombres del que solamente interesa su orden formal. La consecuencia del predominio de ese
orden formal es la pérdida de la virtud entendida como condición de la vida política. Ese tránsito
revela con claridad la presencia en Tomás de un neto “distanciamiento respecto de la antigua
política” En la atribución a Tomás de un orden social puramente formal y de una concepción de la
política que hace extensivo al Estado un orden doméstico y familiar culmina la interpretación que
hace Habermas de Tomás. En efecto, el distanciamiento tomista respecto de la política aristotélica
se concretaría en la definición del bonum propio de los hombres que viven congregados.
Habermas lee esa definición tomista del bien como el manifiesto de una simple pax formal, i. e. de
una pax consistente en la transformación de la pax cristiana en una mera tranquilidad (Ruhe)
equivalente a un orden policial: “[para Tomás] el criterio del orden no es la libertad de los
ciudadanos, sino la tranquilidad y la pax, una interpretación sobre todo policial del concepto neo

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testamentario de la paz. Con ello desaparece el problema central de la vieja política, i.e. el
problema de la calidad del gobierno”.

Para Habermas, la opción tomista por la monarquía no fue, pues, una opción sin consecuencias. Al
contrario, el fatal tránsito tomista desde la filosofía política a la filosofía social abrió el camino a la
sustitución, en el ámbito público, del orden de la polis por el orden del oikos, a la irrupción de la
economía en la política, a la transformación del orden público en un orden privado custodio de
intereses particulares y a la sustitución del homo politicus por el homo socialis. Mientras el homo
politicus es el hombre virtuoso aristotélico, el homo socialis se congrega con otros y produce un
ordo vaciado de contenido político y llenado por una estructura que debe garantizar el trabajo,
ahora legitimado por la nueva pax formal tomista. Ese nuevo orden del trabajo burgués –por lo
demás, rechazado por los griegos en virtud de su apoliticidad– da lugar a un orden que Habermas
llama ordo societatis.

Francisco Bertelloni. EN: El pensamiento político en la Edad Media

Lectura 2: Nicolás Maquiavelo


“¡Cuán digno de alabanza es un príncipe cuando mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un
modo íntegro y cuando no usa de doblez en su conducta! No hay quien no comprenda esta
verdad, y, sin embargo, la experiencia de nuestros días muestra que varios príncipes, desdeñando
la buena fe y empleando la astucia para reducir a su voluntad el espíritu de los hombres, realizaron
grandes empresas, y acabaron por triunfar de los que procedieron en todo con lealtad. Es
necesario que el príncipe sepa que dispone, para defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El
primero es propio de hombres, y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero
como a menudo no basta el primero es preciso recurrir al segundo. Le es, por ende, indispensable
a un príncipe hacer buen uso de uno y de otro, ya simultánea, ya sucesivamente. (…)

Cuando un príncipe dotado de prudencia advierte que su fidelidad a las promesas redunda en su
perjuicio, y que los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni puede, ni siquiera
debe guardarlas, a no ser que consienta en perderse. Y obsérvese que, si todos los hombres
fuesen buenos, este precepto sería detestable. Pero, como son malos, y no observarían su fe
respecto del príncipe, si de incumplirla se presentara la ocasión, tampoco el príncipe está obligado
a cumplir la suya, si a ello se viese forzado. (…)

Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular y en fingir. Los
hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que el que engaña con arte
halla siempre gente que se deje engañar. (…)

No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice mención, pero conviene
que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que, si las posee realmente, y las practica de
continuo, le serán perniciosas a veces, mientras que, aun no poseyéndolas de hecho, pero
aparentando poseerlas, le serán siempre provechosas. Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y
aun serlo. Pero le es menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que,

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en caso preciso, sepa variar en sentido contrario. Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que
quiera mantenerse en su trono, ha de comprender que no le es posible observar con perfecta
integridad lo que hace mirar a los hombres como virtuosos, puesto que con frecuencia, para
mantener el orden en su Estado, se ve forzado a obrar contra su palabra, contra las virtudes
humanitarias o caritativas y hasta contra su religión. Su espíritu ha de estar dispuesto a tomar el
giro que los vientos y las variaciones de la fortuna exijan de él, y, como expuse más arriba, a no
apartarse del bien, mientras pueda, pero también a saber obrar en el mal, cuando no queda otro
recurso. (…) Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su
Estado. Si logra con acierto su fin se tendrán por honrosos los medios conducentes a mismo, pues
el vulgo se paga únicamente de exterioridades y se deja seducir por el éxito.

Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe. Capítulo XVIII. De qué modo deben guardar los príncipes la fe
prometida.

Dos cosas ha de temer el príncipe son a saber: 1) en el interior de su Estado, alguna rebelión de
sus súbditos; 2) en el exterior, un ataque de alguna potencia vecina. Se preservará del segundo
temor con buenas armas, y, sobre todo, con buenas alianzas, que logrará siempre con buenas
armas. Ahora bien: cuando los conflictos exteriores están obstruidos, lo están también los
interiores, a menos que los haya provocado ya una conjura. Pero, aunque se manifestara
exteriormente cualquier tempestad contra el príncipe que interiormente tiene bien arreglados sus
asuntos, si ha vivido según le he aconsejado, y si no le abandonan sus súbditos, resistirá todos los
ataques foráneos, como hemos visto que hizo Nabis, el rey lacedemonio.

Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de que nada se maquine contra él
desde afuera, podrá temer que se conspire ocultamente dentro. Pero esté seguro de que ello no
acaecerá, si evita ser aborrecido y despreciado, y si, como antes expuse por extenso, logra la
ventaja esencial de que el pueblo se muestre contento de su gobernación. Por consiguiente, uno
de los más poderosos preservativos de que contra las conspiraciones puede disponer el soberano,
es no ser aborrecido y despreciado de sus súbditos, porque al conspirador no le alienta más que la
esperanza de contentar al pueblo, haciendo perecer al príncipe. Pero cuando tiene motivos para
creer que ofendería con ello al pueblo, le falta la necesaria amplitud de valor para consumar su
atentado, pues avizora las innumerables dificultades que ofrece su realización. La experiencia
enseña que hubo muchas conspiraciones, y que pocas obtuvieron éxito, porque, no pudiendo
obrar solo y por cuenta propia el que conspira, ha de asociarse únicamente a los que juzga
descontentos. Mas, por lo mismo que ha descubierto a uno de ellos, le ha dado pie para
contentarse por sí mismo, ya que al revelar al príncipe la trama que se le ha confiado, bástale para
esperar de él un buen premio. Y como de una parte encuentra una ganancia segura, y de otra
parte una empresa dudosa y llena de peligros, para que mantenga la palabra que dio a quien le
inició en la conspiración será menester, o que sea un amigo suyo como hay pocos, o un enemigo
irreconciliable del príncipe.

Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe Capítulo XIX: El príncipe debe evitar ser aborrecido y
despreciado

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Nicolás Maquiavelo y la autonomía de la política

La posición de Maquiavelo

Con Nicolás Maquiavelo (1469-1527) se inicia una nueva época del pensamiento político: la
investigación política tiende a separarse del pensamiento especulativo, ético y religioso,
asumiendo como canon metodológico el principio de la especificidad de su objeto propio, que hay
que estudiar (utilizando una expresión de Telesio) iuxta propria principia (de acuerdo a sus propios
principios), autónomamente, sin verse condicionado por los principios aplicables a otros ámbitos,
pero que sólo de una manera indebida podrían emplearse para la indagación política. La posición
de Maquiavelo puede resumirse mediante la fórmula «la política por la política», que expresa de
modo sintético y elocuente el concepto de autonomía antes mencionado.

Sin ninguna duda, el brusco viraje que hallamos en las reflexiones de Maquiavelo, en comparación
con los anteriores humanistas, se explica en gran parte por la nueva realidad política que había
aparecido en Florencia y en Italia, pero supone asimismo una considerable crisis de los valores
morales, que ya se había difundido ampliamente. No sólo atestiguaba la escisión entre «ser» (las
cosas como son, efectivamente) y «deber ser» (las cosas como deberían ser para ajustarse a los
valores morales), sino que transformaba en principio fundamental esa escisión misma,
colocándola en la base de una nueva óptica de los hechos políticos.

Es preciso fijar nuestra atención en los elementos siguientes: a) el realismo político, al que se une
un porcentaje notable de pesimismo antropológico; b) el nuevo concepto de «virtud» del príncipe,
que debe gobernar con eficacia el Estado y que debe saber oponerse al azar; c) la cuestión del
retorno a los principios, como condición de regeneración y de renovación de la vida política.

El realismo de Maquiavelo

En lo que concierne el realismo político, el capítulo XV del Príncipe (escrito en 1513, pero
publicado en 1531, cinco años después de la muerte de su autor) resulta esencial, ya que en él se
expone el principio según el cual es preciso atenerse a la verdad efectiva de la cosa y no perderse
en investigar cómo debería ser la cosa: se trata, en efecto, de aquella escisión entre «ser» y
«deber ser» que antes mencionábamos. Estas son las palabras textuales de Maquiavelo:

Nos queda por ver ahora cuáles deben ser lo modos y el gobierno de un príncipe con sus súbditos
y sus amigos. Y puesto que sé que muchos han escrito acerca de esto, dudo en escribir ahora yo,
para no ser tenido como presuntuoso, máxime cuando me aparto de los criterios de los demás, en
la discusión de esta materia. No obstante, ya que mi intento consiste en escribir algo útil para el
que lo entienda, me ha parecido más conveniente avanzar hacia la verdad efectiva de la cosa y no
a su imaginación. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto ni se
han conocido en la realidad; porque hay tanta separación entre cómo se vive y cómo se debería
vivir, que aquel que abandona aquello que se hace por aquello que se debería hacer, aprende
antes su ruina que no su conservación: un hombre que quiera hacer profesión de bueno en todas
partes es preciso que se arruine entre tantos que no son buenos. Por lo cual, se hace necesario

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que un príncipe, si se quiere mantener, aprenda a poder ser no bueno, y a utilizarlo o no según sus
necesidades (El Príncipe)

Maquiavelo añade además que el soberano puede hallarse en condiciones de tener que aplicar
métodos extremadamente crueles e inhumanos; cuando a los males extremos es necesario aplicar
remedios extremos, debe adoptar tales remedios y evitar en todos los casos el camino intermedio,
que es la vía del compromiso que no sirve para nada, ya que únicamente y siempre causa un
perjuicio extremo. He aquí un pasaje muy crudo, perteneciente a los Discursos sobre la primera
Década de Tito Livio (escritos entre 1513 y 1519, y publicados en 1532):

Todo el que se convierta en príncipe de una ciudad o de un Estado, y tanto más cuando sus
fundamentos sean débiles, y no se quiera conceder una vida civil en forma de reino o de república,
el mejor método que tiene para conservar ese principado consiste en, siendo él un nuevo príncipe,
hacer nuevas todas las cosas de dicho Estado; por ejemplo, en las ciudades colocar nuevos
gobiernos con nuevos nombres, con nuevas atribuciones, con nuevos hombres; convertir a los
ricos en pobres, y a los pobres en ricos, como hizo David cuando llegó a rey: qui esurientes
implevit bonis, et divises dimisit inanes; además, edificar nuevas ciudades, deshacer las que ya
están construidas, cambiar a los habitantes de un lugar trasladándolos a otro; en suma, no dejar
cosa intacta en aquella provincia, y que no haya quien detente un grado, o un privilegio, o un nivel
o una riqueza, que no los reconozca como algo procedente de ti; poniéndose como ejemplo a
Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, que gracias a esta manera de actuar se convirtió en
príncipe de Grecia, de pequeño rey que era. Quien escribe sobre él, afirma que trasladaba a los
hombres de provincia en provincia, al igual que los pastores hacen con sus rebaños. Estos modos
de actuar son muy crueles y opuestos a toda vida no sólo cristiana, sino también humana; un
hombre debe huir de ellos y preferir la vida privada, antes que ser rey con tanta ruina de los
demás hombres. No obstante, aquel que no se decida por el primer camino, el del bien, cuando se
quiera mantener es preciso que entre por este otro, el del mal. Los hombres, empero, toman
ciertos caminos intermedios que son muy dañosos; porque no resultan ni del todo malos ni del
todo buenos.

Estas consideraciones tan amargas se hallan en relación con una visión pesimista del hombre.
Según Maquiavelo el hombre no es por sí mismo ni bueno ni malo, pero en la práctica tiende a ser
malo. Por consiguiente, el político no puede tener confianza en los aspectos positivos del hombre,
sino que, por lo contrario, debe tener en cuenta sus aspectos negativos y proceder en
consecuencia. Por lo tanto no vacilará en mostrarse temible y en tomar las oportunas medidas
para convertirse en temido. Sin duda alguna, el ideal del príncipe tendría que ser, al mismo
tiempo, que sus súbditos le amen y le teman. Ambas cosas, empero, son difícilmente conciliables,
y por consiguiente, el príncipe elegirá lo que resulte más eficaz para el adecuado gobierno del
Estado.

La virtud del príncipe

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Maquiavelo llama «virtudes» a aquellas dotes del príncipe que surgen de un cuadro como el que
acaba de pintar. Como es obvio, la virtud política de Maquiavelo nada tiene que ver con la virtud
en sentido cristiano. El utiliza el término en la antigua acepción griega de arete, es decir, virtud
como habilidad entendida a la manera naturalista. Más aún, se trata de la arete griega tal como se
la concebía antes de haber sido espiritualizada por Sócrates, Platón y Aristóteles, que la habían
transformado en «razón». En particular, recuerda la noción de arete que habían empleado algunos
sofistas. En los humanistas asoma en diversas ocasiones este concepto, pero Maquiavelo es quien
lo lleva hasta sus últimas consecuencias.

L.Firpo lo ha descrito muy bien: «La virtud es vigor y salud, astucia y energía, capacidad de
previsión, de planificar, de constreñir. Es, sobre todo, una voluntad que sirva de dique de
contención ante el total desbordamiento de los acontecimientos, que imprima una norma —
siempre parcial, por desgracia, y caduca— al caos, que construya con tenacidad indefectible un
orden dentro de un mundo que se desmorona y se disgrega de forma permanente. El común de
los hombres es vil, desleal, codicioso e insensato; no persevera en sus propósitos; no sabe resistir,
comprometerse, sufrir para conquistar una meta; en el momento en que el aguijón o el látigo
dejan de ser empuñados por el dominador, las débiles turbas de inmediato se quitan de encima
los pesos, se escabullen, traicionan. Para la gran tradición medieval de la política cristiana, el
hombre caído y pecador también había sido confiado en la tierra a la potestad civil, portadora de
la espada, para que los prevaricadores fuesen mantenidos bajo el freno de una fuerza material
inexorable. Sin embargo, esta fuerza quedaba justificada en vista de la salvación de los buenos, y
gracias a la investidura divina de los soberanos, que eran instrumentos de una severidad
moralizadora. Aquí, en cambio, es toda la masa humana la que se sumerge en la obtusa maldad, y
la virtud misma, que otorga y justifica el poder, no tiene nada de sagrado, porque constriñe y
edifica, pero no educa y tampoco redime.»

Libertad y azar

Esta virtud es la que hay que contraponer al azar. Vuelve de este modo el tema de la oposición
entre libertad y azar, que tanto habían discutido los humanistas. Muchos consideran que la
fortuna es la causa de los acontecimientos y que por lo tanto resulta inútil oponerse a ella: lo
mejor es dejar que ella gobierne. Maquiavelo confiesa haber experimentado la tentación de
compartir tal opinión. Sin embargo, ofrece una solución distinta: las cosas humanas dependen de
dos causas, la suerte por una parte, y la virtud y la libertad, por otra. «Con razón, para que no se
extinga nuestro libre arbitrio, juzgo que es cierto que el azar es árbitro de la mitad de nuestras
acciones, pero que nos deja a nosotros el gobierno de la otra mitad, o casi.» Con una imagen que
se convirtió en célebre y que es un reflejo típico de la mentalidad de la época, Maquiavelo —
después de mencionar poderosos ejemplos de fuerza y de virtud que se han opuesto al curso de
los acontecimientos— escribe lo siguiente: «Porque la fortuna es mujer; y si se la quiere tener
sometida, es necesario pegarle y golpearla. Se ve que se deja vencer más por éstos (los
temperamentos intempestuosos) que por aquellos que proceden fríamente. Como mujer, además,
siempre se muestra amiga de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más feroces, y la
mandan con más audacia.»

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La virtud de la antigua república romana

A pesar de todo, el ideal político de Maquiavelo no es el príncipe descrito por él —que es más
bien una necesidad del momento histórico sino el de la república romana, basada sobre la libertad
y las buenas costumbres. Al describir esta república, parece emplear en un nuevo sentido. Su
concepto de «virtud», en particular cuando discute la antigua cuestión sobre si el pueblo romano,
cuando conquistó su imperio, se vio más favorecido por el azar que por la virtud. A este
interrogante responde, sin sombra de duda, demostrando «en qué medida pudo más la virtud que
el azar en la adquisición de aquel imperio».

Historia del Pensamiento Filosófico y Científico. Reale y Antíseri.

Lectura 3: Thomas Hobbes


CAPITULO XIII DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO RUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A
SU FELICIDAD Y A SU MISERIA

Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las
facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte
de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia
entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí
mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que
respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea
mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro
que él se encuentra. En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas
sobre las palabras, y, en particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo
que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de
una facultad innata, o nacida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras
perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en
lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres
alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales se consagran por igual. Lo
que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría,
que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes,
es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más .a quienes
reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es,
en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más
elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos
mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia.
Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que
desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa,
que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción que le corresponde. De la
igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad
de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres

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desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el
camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su
delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no
teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o
posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas
unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su
libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros. De la
desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan
razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el
dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo
preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que
requiere su propia conservación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en
contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su
seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro
de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir,
durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo
necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le
debe permitir también. Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el
contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a
todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo
que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación,
procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no
reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a
otro), 'arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y

de los demás por el ejemplo. Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de
discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa
impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la
tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de
las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera,
recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión
distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de
modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto
que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se
hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra
todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da
durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello
la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como
respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en
uno o dos chubascos, sino en la propensión 'a llover durante varios días, así la naturaleza de la
guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el

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tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz. Son
incomodidades de una guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un
tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el
tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia
invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la
industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni
uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni
instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la
faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo,
existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca,
embrutecida y breve. A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza
venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente ; y puede
ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada
por la experiencia. Haced, pues, que se considere a si mismo; cuando emprende una jornada, se
procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se
halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y
funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así,
de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus
hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos,
como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza
humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son
los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley los prohíbe: que los hombres
no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los
hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla. Acaso puede
pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios
lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se
exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural,
carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido.
De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un
poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un
gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil. Ahora bien, aunque nunca existió un
tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro,
en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos de su
independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los
gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes
guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos,
todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de
sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres
particulares. En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una
consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e
injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no

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hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no
son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera
solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que
se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha
condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada
uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa
miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene
una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.
Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son
el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la
esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las
cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte,
se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos
siguientes.

Thomas Hobbes, El Leviatán.

CAPITULO XVII DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"

El fin del Estado es, particularmente, la seguridad.

La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio
sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando
Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más
armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos
manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no
existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus
pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV. Que no
se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad,
modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí
mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias
a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a
cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza
(que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo
seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad,
cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para
protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en
pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado
contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor.
Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en
abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como
entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias

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más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y
temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan
cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes
secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos. Ni de la
conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número de
hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las
pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son
suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para
confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino
por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del
enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el
acontecimiento de la guerra. Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y
aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y
particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común
ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y
aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se
obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como
consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar
con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros,
movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos,
concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común
para mantenerlos a raya, podríamos suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo
mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en
absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.

Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver
establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante
un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria
por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo
común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo,
necesariamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación
de guerra. Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad,
sin un poder coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas,
viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas
políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la
palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio
común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual
contesto: Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las
mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y
el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso. Segundo, que
entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a
su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce

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consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo
que es eminente. Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón,
no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio,
entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar
la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta
manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil. Cuarto, que aun cuando
estas criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos,
les falta este género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo
que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y
aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento
entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente. Quinto, que las criaturas
irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto,
no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando
más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las
acciones de quien gobierna el Estado. Por último, la buena convivencia de esas criaturas es
natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño,
por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y
obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el
beneficio colectivo. La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder
común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas,
asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan
nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una
asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a
una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente
su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de
cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que
conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la
voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es
una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con
los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o
asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros
transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto,
la multitud así unida en una persona se denomina

ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando
con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y
nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular
en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de
conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda
contra sus enemigos, en el extranjero. Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello
consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye
en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa

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persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la
paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder
soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo. Se alcanza este poder soberano por
dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos
de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de
guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión.
Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a
algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por
ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por
institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado
por institución.

Thomas Hobbes, El Leviatán.

Lectura 4: John Locke


De la propiedad

24. Ora consultemos la razón natural, que nos dice que los hombres, una vez nacidos, tienen
derecho a su preservación, y por tanto a manjares y bebidas y otras cosas que la naturaleza ofrece
para su mantenimiento, ora consultemos la "revelación", que nos refiere el don que hiciera Dios
de este mundo a Adán, y a Noé y a sus hijos, clarísimamente aparece que Dios, como dice el rey
David, "dio la tierra a los hijos de los hombres"; la dio, esto es, a la humanidad en común. Pero,
este supuesto, parece a algunos subidísima dificultad que alguien pueda llegar a tener propiedad
de algo. No me contentaré con responder a ello que si hubiere de resultar difícil deducir la
"propiedad" de la suposición que Dios diera la tierra a Adán y su posteridad en común, sería
imposible que hombre alguno, salvo un monarca universal, pudiese tener "propiedad" alguna
dada la otra hipótesis, esto es, que Dios hubiese dado el mundo a Adán y a sus herederos por
sucesión, exclusivamente de todo el resto de su posteridad. Intentaré también demostrar cómo
los hombres pueden llegar a tener propiedad, en distintas partes, de lo que Dios otorgó a la
humanidad en común, y ello sin ninguna avenencia expresa de todos los comuneros.

25. Dios, que diera el mundo a los hombres en común, les dio también la razón para que de él
hicieran uso según la mayor ventaja de su vida y conveniencia. La tierra y cuanto en ella se
encuentra dado a los hombres para el sustento y satisfacción de su ser. Y aunque todos los frutos
que naturalmente rinde y animales que nutre pertenecen a la humanidad en común, por cuanto
los produce la espontánea mano de la naturaleza, y nadie goza inicialmente en ninguno de ellos de
dominio privado exclusivo del resto de la humanidad mientras siguieren los vivientes en su natural
estado, con todo, siendo aquéllos conferidos para el uso de los hombres, necesariamente debe
existir medio para que según uno u otro estilo se consiga su apropiación para que sean de algún
uso, o de cualquier modo proficuos, a cualesquiera hombres particulares. El fruto o el venado que

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alimenta al indio salvaje, que ignora los cercados y es todavía posesor en común, suyo ha de ser, y
tan suyo, esto es, parte de él, que nadie podrá tener derecho a ello en la inminencia de que le sea
de alguna utilidad para el sustento de su vida.

26. Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sean a todos los hombres comunes, cada
hombre, empero, tiene una "propiedad" en su misma "persona". A ella nadie tiene derecho
alguno, salvo él mismo. El "trabajo" de su cuerpo y la "obra" de sus manos podemos decir que son
propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la naturaleza le
pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo que de él es, y así se
constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que se hallaba por naturaleza,
obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho común de los demás hombres.
Porque siendo el referido "trabajo" propiedad indiscutible de tal trabajador, no hay más hombre
que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde hubiere de ello abundamiento, y común
suficiencia para los demás.

27. El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de los
árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento es suyo.
Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo?, ¿cuándo lo dirigió, o cuando lo comió, o cuando lo
hizo hervir, o cuando lo llevó a casa, o cuando lo arrancó? Mas es cosa llana que si la recolección
primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel trabajo pone una
demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. El les añade algo, sobre lo que obrara la
naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho particular del recolector. ¿Y
dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o manzanas fuesen así apropiadas, por
faltar el asentimiento de toda la humanidad a su dominio? ¿Fue latrocinio tomar él por sí lo que a
todos y en común pertenecía? Si tal consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre
de inanición, a pesar de la abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por
convenio en tal estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del
estado en que lo dejara la naturaleza como empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera
utilizable. Y el apoderamiento de esta o aquella parte no depende del consentimiento expreso de
todos los comuneros. Así la hierba que mi caballo arrancó, los tepes que cortó mi sirviente y la
mena que excavé en cualquier lugar en que a ellos tuviere derecho en común con otros, se
convierte en mi propiedad sin asignación o consentimiento de nadie. El trabajo, que fue mío, al
removerlos del estado común en que se hallaban, hincó en ellos mi propiedad.

28. Si obligado fuese el consentimiento de todo comunero a la apropiación por cada quien de
cualquier parte de lo dado en común, los hijos o criados no podrían cortar las carnes que su padre
o dueño les hubiere procurado en junto, sin asignar a cada uno su porción peculiar. Aunque el
agua que en la fuente mana pueda ser de todos, ¿quién duda que el jarro es sólo del que la fue a
sacar? Tomóla su trabajo de las manos de la naturaleza, donde era común y por igual pertenecía a
todos los hijos de ella, y por tanto se apropió para sí.

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29. Así esta ley de razón entrega al indio el venado que mató; permitido le está el goce de lo que le
alcanzó su trabajo, aunque antes hubiere sido del derecho común de todos. Y entre aquellos que
tenidos son por parte civilizada de la humanidad, y han hecho y multiplicado leyes positivas para
determinar las propiedades, la dicha ley inicial de la naturaleza para el principio de la propiedad en
lo que antes era común; todavía tiene lugar: y por virtud de ella cualquier pez que uno consiga en
el océano, ese vasto y superviviente común de la humanidad, o el ámbar gris que cualquiera recoja
allí mediante el trabajo que lo remueve del común estado en que la naturaleza lo dejara, se
convierte en propiedad de quien en ello rindiera tal esfuerzo. Y, aun entre nosotros, la liebre que
cazan todos será estimada por de aquél que durante la caza la persigue. Porque siendo animal
todavía considerado común, y no posesión particular de ninguno, cualquiera que hubiere
empleado en criatura de esa especie el trabajo de buscarla y perseguiría, removióla del estado de
naturaleza en que fue común, y en propiedad la convirtió.

30. Tal vez se objete a esto que si recoger bellotas u otros frutos de la tierra, etc., determina un
derecho sobre los tales, podrá cualquiera acapararlos cuanto gustare. A lo que respondo no ser
esto cierto. La misma ley de naturaleza que por tales medios nos otorga propiedad, esta misma
propiedad limita. "Dios nos dio todas las cosas pingüemente". ¿No es esta la voz de la razón, que la
inspiración confirma? ¿Pero cuánto, nos ha dado "para nuestro goce"? Tanto como cada quien
pueda utilizar para cualquier ventaja vital antes de su malogro, tanto como pueda por su trabajo
convertir en propiedad. Cuanto a esto exceda, sobrepuja su parte y pertenece a otros. Nada
destinó Dios de cuanto creara a deterioro o destrucción por el hombre. Y de esta suerte,
considerando el abundamiento de provisiones naturales que hubo por largo espacio en el mundo,
y los menguados consumidores, y lo breve de la parte de tal provisión que la industria de un
hombre podía abarcar y acaparar en perjuicio de otros, especialmente si se mantenía dentro de
límites de razón sobre lo que sirviera a su uso, bien poco trecho había para contiendas o disputas
sobre la propiedad de dicho modo establecida.

31. Pero admitiendo ya como principal materia de propiedad no los frutos de la tierra y animales
que en ella subsisten, sino la tierra misma, como sustentadora y acarreadora de todo lo demás,
doy por evidente que también esta propiedad se adquiere como la anterior. Toda la tierra que un
hombre labre, plante, mejore, cultive y cuyos productos pueda él usar, será en tal medida su
propiedad. El, por su trabajo, la cerca, como si dijéramos, fuera del común. Ni ha de invalidar su
derecho el que se diga que cualquier otro tiene igual título a ella, y que por tanto quien trabajó no
puede apropiarse tierra ni cercaría sin el consentimiento de la fraternidad comunera, esto es, la
humanidad. Dios, al dar el mundo en común a todos los hombres, mandó también al hombre que
trabajara; y la penuria de su condición tal actividad requería. Dios y su razón le mandaron sojuzgar
la tierra, esto es, mejorarla para el bien de la vida, y así él invirtió en ella algo que le pertenecía, su
trabajo. Quien, en obediencia a ese mandato de Dios, sometió, labró y sembró cualquier parte de
ella, a ella unió algo que era propiedad suya, a que no tenía derecho ningún otro, ni podía
arrebatársele sin daño.

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32. Tampoco esa apropiación de cualquier parcela de tierra, mediante su mejora, constituía un
perjuicio para cualquier otro hombre, ya que quedaba bastante de ella y de la de igual bondad, en
más copia de lo que pudieren usar los no provistos. Así, pues, en realidad, nunca disminuyó lo
dejado para los otros esa cerca para lo suyo propio. Porque el que deje cuanto pudieren utilizar los
demás, es como si nada tomare. Nadie podría creerse perjudicado por la bebida de otro hombre,
aunque éste se regalara con un buen trago, si quedara un río entero de la misma agua para que
también él apagara su sed. Y el caso de tierra y agua, cuando de entrambas queda lo bastante, es
exactamente el mismo.

33. Dios a los hombres en común dio el mundo, pero supuesto que se lo dio para su beneficio y las
mayores conveniencias vitales de él cobraderas, nadie podrá argüir que entendiera que había de
permanecer siempre común e incultivado. Concediólo al uso de industriosos y racionales, y el
trabajo había de ser título de su derecho, y no el antojo o codicia de los pendencieros y
contenciosos. Aquel a quien quedaba lo equivalente para su mejora, no había de quejarse, ni
intervenir en lo ya mejorado por la labor ajena; si tal hacía, obvio es que deseaba el beneficio de
los esfuerzos de otro, a que no tenía derecho, y no la tierra que Dios le diera en común con los
demás para trabajar en ella, y donde quedaban trechos tan buenos como lo ya poseído, y más de
lo que él supiere emplear, o a que su trabajo pudiere atender.

34. Cierto es que en las tierras poseídas en común en Inglaterra o en cualquier otro país donde
haya muchedumbre de gentes bajo gobierno que posean dineros y comercios, nadie puede cercar
o enseñorearse de parte de aquél sin el consentimiento de toda la compañía comunera; y es
porque dicho común es mantenido por convenio, esto es, por la ley del país, que no debe ser
violada. Y aunque sea común con respecto a algunos hombres, no lo es para toda la humanidad,
sino que es propiedad conjunta de tal comarca o de tal parroquia. Además, el resto, después de
dicho cercado, no sería tan bueno para los demás comuneros como la totalidad, en cuanto todos
empezaran de tal conjunto a hacer uso; mientras que en el comienzo y población primera del gran
común del mundo, acaecía enteramente lo contrario. La ley que regía al hombre inducíale más
bien a la apropiación. Dios le mandaba trabajar, y a ello le obligaban sus necesidades. Aquella era
su propiedad, que no había de serle arrebatado luego de puestos los hitos. Y por tanto someter o
cultivar la tierra y alcanzar dominio sobre ella, como vemos, son conjunta cosa. Lo uno daba el
título para lo otro. Así que Dios, al mandar sojuzgar la tierra, autorizaba hasta tal punto la
apropiación. Y la condición de la vida humana, que requiere trabajo y materiales para las obras,
instauró necesariamente las posesiones privadas.

35. Estableció adecuadamente la naturaleza la medida de la propiedad, por la extensión del


trabajo del hombre y la conveniencia de su vida. Ningún hombre podía con su trabajo sojuzgarlo o
apropiárselo todo, ni podía su goce consumir más que una partecilla; de suerte que era imposible
para cualquier hombre, por dicha senda, invadir, el derecho ajeno o adquirir para sí una propiedad
en perjuicio de su vecino, a quien aún quedaría tan buen trecho y posesión tan vasta, después que
el otro le hubiere quitado lo particularmente suyo, como antes de la apropiación. Dicha medida
confinó la posesión de cada uno a proporción muy moderada, y tal como para sí pudiera
apropiarse, sin daño para nadie en las edades primeras del mundo, cuando más en peligro estaban

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los hombres de perderse, alejándose de su linaje establecido, en los vastos desiertos de la tierra,
que de hallarse apretados por falta de terrazgos en que plantar.

36. La misma medida puede ser todavía otorgada, sin perjuicio para nadie, por lleno que el mundo
parezca. Para mostrarlo, supongamos a un hombre o familia, en el mismo estado de los
comienzos, cuando poblaban el mundo los hijos de Adán o de Noé, plantando en algunos sitios
vacantes del interior de América. Veremos que las posesiones que pueda conseguir, según las
medidas que dimos, no serán muy holgadas ni, aun en este día, perjudicarán al resto de la
humanidad o le darán motivo de queja o de tener por agravio la intrusión de dicho hombre, a
pesar de que la raza humana se haya extendido a todos los rincones del mundo e infinitamente
exceda el breve número de los comienzos. Ahora bien, la extensión de tierras es de tan escaso
valor, si faltare el trabajo, que he oído que en la misma España puede uno arar, sembrar y
cosechar sin que nadie se lo estorbe, en tierra a la que no tiene derecho alguno, pero sólo por el
hecho de usarla. Es más, los habitantes estiman merecedor de consideración a quien por su
trabajo en tierra inculta, y por lo tanto yerma, aumentare las existencias del trigo que necesitan.
Pero sea de esto lo que fuere, pues en lo dicho no he de hacer hincapié, sostengo resueltamente
que la misma regla de propiedad, esto es que cada hombre consiga tenerla en la cantidad por él
utilizable, puede todavía mantenerse en el mundo, sin apretura para nadie, puesto que en el
mundo hay tierra bastante para acomodo del doble de sus habitantes; pero la invención del
dinero, y el acuerdo tácito de los hombres de reconocerle un valor, introdujo (por consentimiento)
posesiones mayores y el derecho a ellas; proceso que en breve mostraré con más detenimiento.

37. Cierto es que en los comienzos, antes de que el deseo de tener más de lo necesario hubiera
alterado el valor intrínseco de las cosas, que sólo depende de su utilidad en la vida del hombre, o
hubiera concertado que una monedita de oro, que cabía conservar sin mengua o descaecimiento,
valiera un gran pedazo de carne o una entera cosecha de trigo (aunque tuvieran los hombres el
derecho de apropiarse mediante su trabajo, cada uno para sí, de cuantas cosas de la naturaleza
pudiera usar), todo ello no había de ser mucho, ni en perjuicio de otros, pues quedaba igual
abundancia a los que quisieran emplear igual industria. Antes de la apropiación de tierras, quien
recogiera tanta fruta silvestre, o matara, cogiera o amansara tantos animales como pudiera; quien
así empleara su esfuerzo para sacar alguno de los productos espontáneos de la naturaleza del
estado en que ella los pusiera, intercalando en ello su trabajo, adquiriría por tal motivo la
propiedad de ellos; pero si los tales perecían en su poder por falta del debido uso, si los frutos se
pudrían o se descomponía el venado antes de que pudiera gozar de él, resultaba ofensor de la
común ley de naturaleza, y podía ser castigado: habría, en efecto, invadido la parte de su vecino,
pues no tenía derecho a ninguno de esos productos más que en la medida de su uso y para el
logro de las posibles conveniencias de su vida.

38. Iguales normas gobernaban, también, la posesión de la tierra. Podría cualquier terrazgo ser
labrado y segado podían ser almacenados sus productos y usarse éstos antes de que sufrieran
menoscabo; este era peculiar derecho del hombre, dondequiera, que cercara; y cuanto pudiese

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nutrir y utilizar, ganados y productos de ellos, suyos eran. Pero si las hierbas de su cercado se
pudrían en el suelo o perecía el fruto de lo por él plantado, sin recolección y almacenamiento,
aquella parte de la tierra, aun cercada, seguía siendo tenida por yerma y podía ser posesión de
otro. Así, en los comienzos, Caín pudo tomar toda la tierra que le era posible labrar, y hacer suya, y
con todo dejar abundancia de ella para sustento de las ovejas de Abel: unos, pocos estadales
hubieran bastado a ambas posesiones. Con el recrecimiento de las familias y el aumento, por el
trabajo, de sus depósitos, crecieron sus posesiones al compás de las necesidades; pero todavía
comúnmente, sin propiedad fija en el suelo, se servían de éste, hasta que se constituyeron en
corporación, se establecieron juntos y erigieron ciudades, y entonces, por consentimiento,
llegaron, en el curso de las edades, a fijar, los términos de sus distintos territorios y convenir los
límites entre ellos y sus vecinos, y mediante leyes determinar entre sí las propiedades de los
miembros de la misma sociedad. Vemos, en efecto, en la primera parte de mundo habitada, y que
por tanto sería probablemente la de mayor abundancia de gentes, que hasta los mismos tiempos
de Abraham, iban los hombres errantes con sus ganados y rebaños, que eran sus bienes,
libremente de uno a otro lado, y esto mismo hizo Abraham en país en que era extranjero; de
donde claramente se arguye que al menos gran parte de la tierra era tenida en común, que no la
valoraban los habitantes ni reclamaban en ella más propiedad que la adecuada para el uso. Mas
cuando no había en un lugar bastante trecho para que sus rebaños fuesen juntamente
apacentados, entonces, por consentimiento, como lo hicieron Abraham y Lot separaban y
esparcían sus pastos a su albedrío. Y por la misma razón, dejó Esaú a su padre y hermano y plantó
en el monte de Seir.

39. Y así, sin suponer en Adán ningún dominio y propiedad particular de todo el mundo, exclusivo
de todos los demás hombres, que no puede en modo alguno ser probado, ni en todo caso
deducirse de él propiedad alguna, sino teniendo al mundo por dado, como lo fue, a todos los hijos
de los hombres en común, vemos de qué suerte el trabajo pudo determinar para los hombres
títulos distintivos a diversas parcelas de aquél para los usos particulares, en lo que no podía haber
duda de derecho, ni campo para la contienda.

40. Y no es tan extraño como, tal vez, antes de su consideración lo parezca, que la propiedad del
trabajo consiguiera llevar ventaja a la comunidad de tierras, pues ciertamente es el trabajo quien
pone en todo diferencia de valor; cada cual puede ver la diferencia que existe entre un estadal
plantado de tabaco o azúcar, sembrado de trigo o cebada, y un estadal de la misma tierra dejado
en común sin cultivo alguno, y darse cuenta de que la mejora del trabajo constituye la mayorísima
parte del valor. Creo que no será sino modestísima computación la que declare que de los
productos de la tierra útiles a la vida del hombre, los nueve décimos son efecto del trabajo. Pero
es más, si estimamos correctamente las cosas según llegan a nuestro uso, y calculamos sus
diferentes costes -lo que en ellos es puramente debido a la naturaleza y lo debido al trabajo-
veremos que en su mayor parte el noventa y nueve por ciento deberá ser totalmente al trabajo
asignado.

41. No puede haber demostración más patente de esto que la constituida por diversas naciones de
los americanos, las cuales ricas son en tierra y pobres en todas las comodidades de la vida;

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proveyólas la naturaleza tan liberalmente como a otro cualquier pueblo con los materiales de la
abundancia, esto es con suelo fructífero, apto para producir copiosamente cuanto pueda servir
para la alimentación, el vestido y todo goce; y a pesar de ello, por falta de su mejoramiento por el
trabajo no disponen aquellas naciones de la centésima parte de las comodidades de que
disfrutamos, y un rey allí de vasto y fructífero territorio, se alberga y viste peor que cualquier
jornalero de campo en Inglaterra.

42. Para que esto parezca un tanto más claro, sigamos algunas de las provisiones ordinarias de la
vida, a través de su diverso progreso, hasta que llegan a nuestro uso, y veremos cuan gran parte
de su valor deben a la industria humana. El pan, vino y telas son cosas de uso diario y de suma
abundancia; empero las bellotas, el agua y las hojas o pieles debería ser nuestro pan, bebida y
vestido si no nos proporciona el trabajo aquellas más útiles mercancías. Toda la ventaja del pan
sobre las bellotas, del vino sobre el agua y de telas o sedas sobre hojas, pieles o musgo, debido es
por entero al trabajo y la industria. Sumo es el contraste entre los alimentos y vestidos que nos
proporciona la no ayudada naturaleza, y las demás provisiones que nuestra industria y esfuerzo
nos prepara y que tanto exceden a las primeras en valor, que cuando cualquiera lo haya
computado, verá de qué suerte considerable crea el trabajo la mayorcísima parte del valor de las
cosas de que en este mundo disfrutamos; y el suelo que tales materias produce será estimado
como de ninguno, o a lo más de muy escasa partecilla de él: tan pequeña que, aun entre nosotros,
la tierra, librada totalmente a la naturaleza, sin mejoría de pastos, labranza o plantío, se llama, lo
que en efecto es, erial; y veremos que el beneficio asciende a poco más que nada.

(...)

44. Por todo lo cual es evidente, que aunque las cosas de la naturaleza hayan sido dadas en
común, el hombre (como dueño de sí mismo, y propietario de su persona y de las acciones o
trabajo de ella) tenía con todo en sí mismo el gran fundamento de la propiedad; y que lo que
constituyera la suma parte de lo aplicado al mantenimiento o comodidad de su ser, cuando la
invención y las artes hubieron mejorado las conveniencias de la vida, a él pertenecía y no, en
común, a los demás.

LOCKE, John. Segundo tratado sobre el gobierno civil

Honorable Señor:

En vista de que os place indagar cuáles son mis pensamientos acerca de la tolerancia mutua entre
los cristianos de diferentes profesiones religiosas, debo necesariamente responderos, con toda
libertad, que estimo que la tolerancia es el distintivo y la característica principal de la verdadera
iglesia. Porque todo lo cual algunos se jactan sobre la antigüedad de los lugares y nombres, o
sobre la pompa de su culto externo, y otros sobre la forma de su doctrina; y todos sobre la

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ortodoxia de su fe –puesto que todos se consideran ortodoxos ante sí mismo–, estas cosas, y todas
las demás de igual naturaleza, son más bien características de la lucha de los hombres por el poder
y por el dominio sobre los demás, que distintivos de la iglesia de Cristo. Aun cuando todos
sostengan su derecho sobre estas cosas, si carecen de caridad, mansedumbre y buena voluntad
hacia la humanidad, y aun hacia aquellos que no son cristianos, ciertamente estarán muy lejos de
ser verdaderos cristianos. La función de la verdadera religión es completamente diferente. No ha
sido creada para producir una pompa externa, ni para obtener un dominio eclesiástico ni tampoco
para el ejercicio de la fuerza compulsiva; sino que para la regulación de la vida de los hombres en
conformidad a las reglas de la virtud y de la piedad. Quienquiera que se aliste bajo el estandarte
de Cristo, deberá, en primer lugar y por sobre todo, combatir contra sus propias avideces y vicios.
En vano pretenden algunos usurpar el nombre de cristianos sin poseer la santidad de vida, la
fortaleza de costumbres y la benignidad y mansedumbre de espíritu. Sería muy difícil en realidad
que alguien que sea indiferente respecto de su propia salvación, me persuadiese que estaba
extremadamente preocupado por la mía. Porque es imposible que quienes no han abrazado la
religión cristiana en su corazón se consagren sincera y entusiastamente a convertir a otra gente en
cristianos. Si damos crédito al Evangelio y a los apóstoles, nadie podrá ser cristiano si carece de
caridad y de aquella fe que no actúa mediante la fuerza, sino a través del amor. Apelo ahora a la
conciencia de quienes persiguen, atormentan, arruinan y matan a otros hombres, por pretextos de
religión, para que digan si lo hacen o no por amistad y afecto hacia ellos, y sólo podré creer,
entonces y no antes, que estos soberbios fanáticos lo hacen en verdad por tales motivos, cuando
los vea corregir del mismo modo a sus amigos y familiares que pequen manifiestamente contra los
preceptos evangélicos y los vea, asimismo, perseguir a hierro y fuego a los miembros de su propia
comunión, contaminados por enormes vicios que los exponen a su perdición eterna si no se
enmiendan, y cuando vea que expresan su amor y anhelo por la salvación de sus almas
infligiéndoles toda suerte de crueldades y tormentos. Puesto que si, como ellos lo proclaman,
actúan así sólo por principios de caridad y amor hacia las almas de los hombres, al privarlos de sus
bienes, al mutilar sus cuerpos con castigos corporales y hacerlos finalmente perecer de hambre y
de tormentos en apestosas prisiones, me pregunto que si todo esto se hace para convertirlos en
cristianos y procurar así su salvación, ¿por qué, entonces, toleran que la “prostitución, el fraude y
la malicia y otros tantos horrores”, que según el apóstol tanto saben a corrupción pagana, lleguen
a predominar sin contrapeso entre su grey y su pueblo? Estas cosas, y otras similares, son
ciertamente más contrarias a la gloria de Dios, a la pureza de la Iglesia y a la salvación de las almas
que ninguna otra disensión consciente acerca de las prescripciones eclesiásticas, o que la
indiferencia ante el culto público siempre que esté acompañada de una inocencia de vida. ¿Por
qué entonces este ardiente celo de Dios, de la Iglesia y de la salvación de las almas –ardiente, digo
literalmente, con fuego y hoguera– pasan por alto aquellos vicios morales y la maldad sin
castigarlos, siendo que todos los reconocen como diametralmente opuestos a la manifestación del
cristianismo; y desvían sus fuerzas, ya sea para introducir ceremonias o para establecer opiniones,
que en su mayoría constituyen materias difíciles e intrincadas que sobrepasan la capacidad de la
comprensión común? ¿Cuál de los grupos que disputan sobre estas cosas está en la razón? ¿Cuál
es culpable de cisma o herejías? ¿Acaso aquellos que dominan o aquellos que soportan, y cuál se
hará manifiesto cuando se juzgue la causa de su separación? Ciertamente, quien sigue a Cristo,

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abraza su doctrina y soporta su yugo, aunque abandone a sus padres y se aleje de las reuniones
públicas y ceremonias de su país o abjure de cualquier cosa, no deberá entonces ser juzgado como
hereje.

John Locke. Carta sobre la Tolerancia.

Lectura 5: Jean Jacques Rousseau


CAPÍTULO III
Del derecho del más fuerte

El más fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, si no transforma su fuerza en


derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del más fuerte; derecho que al
parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá, no
obstante, quien nos explique qué significa esta palabra? La fuerza no es más que un poder
físico; y no sé concebir qué moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un
acto de necesidad y no de voluntad; cuando más es un acto de prudencia. ¿En qué sentido,
pues, se considerará como derecho?

Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que sólo resultará de
él un galimatías inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el
efecto cambiará cuando cambie su causa: cualquiera fuerza que supere a la anterior
modificará el derecho de ésta. Desde que se puede desobedecer impunemente, se puede
hacerlo legítimamente: y teniendo siempre razón el más fuerte, sólo se trata de procurar llegar
a serlo. Según esto, ¿en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa? Si se ha
de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando a uno no le pueden
forzar a obedecer, ya no está obligado a hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada
añade a la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.

Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded a la fuerza, el precepto es bueno, aunque
del todo inútil. Garantizo que no será violado jamás. Todo poder viene de Dios, es verdad;
pero también vienen de él las enfermedades. ¿Se dirá por esto que está prohibido llamar al
médico? Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no
sólo le dé por fuerza mi bolsa, sino que, aun pudiendo ocultarla y quedarme con ella, estoy
obligado en conciencia a dársela? Al fin y al cabo, la pistola que el ladrón tiene en la mano no
deja de ser también un poder.

Convengamos, pues, en que la fuerza no constituye un derecho, y en que sólo hay


obligación de obedecer a los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre a mi primera
cuestión.

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CAPÍTULO IV
De la esclavitud

Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no
produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones para servir de base a toda autoridad
legítima entre los hombres.

Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un amo,


¿por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar su libertad y hacerse súbdito de un rey?
Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero
atengámonos a la palabra enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se
hace esclavo de otro, no se da a éste; se vende, cuando menos, por su subsistencia. Pero ¿con
qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos de procurar la subsistencia a sus súbditos,
el rey saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir.
¿Será que los súbditos ceden su persona a condición de que se les quiten también sus
bienes? ¿Qué les quedará después para conservar?

Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué
ganan los súbditos en esto si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la
insaciable codicia de éste, si las vejaciones de su ministerio, les causan más desastres que los
que experimentarían abandonados a sus disensos internos? ¿Qué ganan en esto, si la misma
tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos; ¿basta
esto para hacerlos agradables? Los griegos encerrados en la caverna del Cíclope vivían
tranquilos aguardando que les llegara el turno para ser devorados.

Decir que un hombre se entrega gratuitamente es decir un absurdo incomprensible.


Un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el sólo motivo de que el que lo hace no está
en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos y la
locura no constituye derecho.

Aun cuando el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos.
Éstos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella.
Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas
condiciones que tengan por fin la conservación y bienestar de los mismos. Pero no puede
cederlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria a los fines
de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego, para que un gobierno
arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de
aceptarlo o de desecharlo a su antojo; pero, entonces, ese gobierno ya dejaría de ser
arbitrario.

Renunciar a la libertad es renunciar a la condición de hombre, a los derechos de la


humanidad y a sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia a
todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase

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de libertad a su voluntad, es quitar toda moralidad a sus acciones. Por último es una
convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad
absoluta, y por la otra una obediencia sin límites. ¿No es evidente que a nada se está obligado
frente a aquél de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin
reciprocidad, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Porque, ¿qué derecho tendrá contra mí un
esclavo mío, siendo que todo lo que él tiene me pertenece? Siendo mío su derecho, este
derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido.

Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho a la
esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede éste
rescatar su vida a costa de su libertad; convención tanto más legítima cuanto que resulta útil
a ambos.

Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo
proviene del Estado de guerra. Desde el momento en que los hombres, viviendo en su
primitiva independencia, no tienen entre sí una relación suficientemente continua como para
constituir ni el Estado de paz, ni el Estado de guerra; por la misma razón no son enemigos
por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra;
y este Estado no puede nacer de simples relaciones personales sino de relaciones reales. La
guerra de particulares, o de hombre a hombre, no puede existir, ni en el Estado natural, en el
cual no hay propiedad constante, ni en el Estado social, en el cual todo está bajo la autoridad
de las leyes.

Los combates particulares, los desafíos, las luchas, son actos que no constituyen un
Estado: y en cuanto a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis
IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal,
sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda
buena política.

Luego la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de Estado a Estado, en la


cual los particulares son enemigos sólo accidentalmente, no como hombres ni como
ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus
defensores. Por último, un Estado sólo puede tener por enemigo a otro Estado, y no a los
hombres, en atención a que no puede establecerse ninguna verdadera relación entre cosas de
naturaleza distinta.

No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y
con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto
una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea
particular, bien sea pueblo, que roba, mata o apresa a un súbdito sin declarar la guerra al
príncipe, no es un enemigo; es un criminal. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es
justo se apodera en el país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la
persona y los bienes de los particulares. Respeta unos derechos sobre los cuales se fundan

29
los suyos. Siendo el objetivo de la guerra la destrucción del Estado enemigo, existe el derecho
de matar a sus defensores mientras tengan las armas en la mano; pero luego que las dejan y
se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser
solamente hombres. Cesa, pues, entonces el derecho a quitarles la vida. A veces se puede
acabar con un Estado sin matar a uno sólo de sus miembros, y la guerra no da ningún
derecho que no sea indispensable para sus fines. Estos principios no son los de Grocio, ni se
apoyan en la autoridad de los poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se
fundan en la razón.

En cuanto al derecho de conquista, no tiene más fundamento que el derecho del más
fuerte. Si la guerra no otorga al vencedor el derecho a degollar los pueblos vencidos; este
derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho a matar al
enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo. Luego, el derecho de hacerle esclavo no
viene del derecho de matarle. Por lo tanto, es un cambio inicuo hacerle comprar a costa de su
libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en
el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en
un círculo vicioso?

Aun suponiendo el terrible derecho de matar indiscriminadamente, un hombre hecho


esclavo en la guerra o un pueblo conquistado, sólo está obligado a obedecer a su señor
mientras éste pueda obligarlo a ello por la fuerza. Tomando el equivalente de su vida, el
vencedor no le ha concedido ninguna gracia. En vez de matarle sin ningún provecho, le ha
matado provechosamente. Lejos, pues, de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a
la fuerza, el Estado de guerra subsiste entre los dos igual que antes. La relación misma que
hay entre los dos es un efecto de este Estado; y el uso del derecho de la guerra no supone
ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de
eliminar el Estado de guerra, supone la continuación de la misma.

Así pues, de cualquier modo que se consideren las cosas, el derecho de esclavitud es
nulo, no sólo porque es ilegítimo, sí que también porque es absurdo y porque nada significa.
Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien
sea de hombre a hombre, bien sea de hombre a pueblo, siempre será igualmente descabellado
este discurso: "Celebro contigo un contrato en el cual todos los deberes están a tu cargo y todos
los beneficios están a mi favor; contrato, que respetaré mientras se me dé la gana y que tú
observarás mientras se me dé la gana".

Discurso sobre el origen de la desigualdad. Jean-Jacques Rousseau

Rousseau

Se ha atribuido diversamente a Jean-Jacques Rousseau el surgimiento del romanticismo, la


decadencia de Occidente y -lo que es más admisible- la Revolución Francesa. Circula el relato -
posiblemente apócrifo- de que Thomas Carlyle cenaba una vez con un hombre de negocios, que se
cansó de la locuacidad de Carlyle y se dirigió a él para reprocharle: "¡Ideas, señor Carlyle, nada más

30
que ideas!" A lo que Carlyle replicó: "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un
libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los
que se rieron de la primera." ¿Qué tuvo, entonces, tanta influencia en lo que dijo Rousseau?

El sencillo y poderoso concepto fundamental de Rousseau es el de una naturaleza humana que


está cubierta y distorsionada por las Instituciones políticas y sociales existentes, pero cuyos
auténticos deseos y necesidades nos proporcionan una base para la moral y una medida de la
corrupción de las instituciones sociales. Su noción de la naturaleza humana es mucho más
sofisticada que la de otros autores que han invocado una naturaleza humana original, pues no
niega que la naturaleza humana tiene una historia, y que puede -como sucede frecuentemente-
transformarse para dar lugar a nuevos deseos y móviles. La historia del hombre comienza en el
estado de naturaleza, pero la visión de Rousseau sobre el estado de naturaleza es muy distinta de
la de Hobbes. En primer lugar, no es presocial. Los impulsos naturales e irreflexivos del hombre no
son los del engrandecimiento personal; el hombre natural es impulsado por el amor a si mismo,
pero el amor a sí mismo no se contrapone a los sentimientos de simpatía y compasión. Rousseau
observó que hasta algunos animales acuden en ayuda de otros. En segundo lugar, el medio natural
limita los deseos humanos. Rousseau tiene plena conciencia de lo que Hobbes parece ignorar: que
los deseos humanos se despiertan ante la presencia de los objetos del deseo, y al hombre natural
se le presentan pocos objetos deseables. "Los únicos ·bienes que reconoce en el mundo son el
alimento, una mujer y el sueño, y los únicos males que teme son el dolor y el hambre." En tercer
lugar, lo mismo que Hobbes, Rousseau cree que en el estado de naturaleza aún no se efectúan
ciertas distinciones morales. Puesto que todavía no hay propiedad, los conceptos de justicia e
injusticia no tienen sentido. Pero de aquí no se deduce que, para Rousseau, los predicados
morales no tengan aún aplicación. Al seguir los impulsos de la necesidad y de la simpatía
ocasional, el hombre natural es bueno y no malo. La doctrina cristiana del pecado original es tan
falsa como la doctrina de Hobbes sobre la naturaleza.

Tras el estado de naturaleza viene la vida social. La experiencia de las ventajas de la empresa
cooperativa, la institución de la propiedad, las habilidades en la agricultura y en el trabajo de los
metales, conduce en conjunto a formas complejas de organización social aunque no haya todavía
instituciones políticas. La institución de la propiedad y el crecimiento de la riqueza llevan a la
desigualdad, a la opresión, a la esclavitud y, en consecuencia, al robo y a otros crímenes. Como es
posible hablar debidamente de lo que es mío o tuyo, comienzan a tener aplicación los conceptos
de justicia e injusticia. Pero el desarrollo de las distinciones morales corre paralelo con un
crecimiento de la depravación moral. Los males surgidos de esta depravación producen un intenso
deseo de instituciones políticas y legales. Estas instituciones nacen de un contrato social.

Alasdair Maclntyre. Historia de la ética

Lectura 6: Adam Smith


LIBRO PRIMERO

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De las causas del progreso en las facultades productivas del trabajo, y del modo como un producto
se distribuye naturalmente entre las diferentes clases del pueblo

CAPÍTULO I

DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

El progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud,
destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la
división del trabajo.

Los efectos de la división del trabajo en los negocios generales de la sociedad se entenderán más
fácilmente considerando la manera como opera en algunas de las manufacturas. Generalmente se
cree que tal división es mucho mayor en ciertas actividades económicas de poca importancia, no
porque efectivamente esa división se extreme más que en otras actividades de importancia
mayor, sino porque en aquellas manufacturas que se destinan a ofrecer satisfactores para las
pequeñas necesidades de un reducido número de personas, el número de operarios ha de ser
pequeño, y los empleados en los diversos pasos o etapas de la producción se pueden reunir
generalmente en el mismo taller y a la vista del espectador. Por el contrario, en aquellas
manufacturas destinadas a satisfacer los pedidos de un gran número de personas, cada uno de los
diferentes ramos de la obra emplea un número tan considerable de obreros, que es imposible
juntados en el mismo taller. Difícilmente podemos abarcar de una vez, con la mirada, sino los
obreros empleados en un ramo de la producción. Aun cuando en las grandes manufacturas la
tarea se puede dividir realmente en un número de operaciones mucho mayor que en otras
manufacturas más pequeñas, la división del trabajo no es tan obvia y, por consiguiente, ha sido
menos observada.

Tomemos como ejemplo una manufactura de poca importancia, pero a cuya división del trabajo se
ha hecho muchas veces referencia: la de fabricar alfileres. Un obrero que no haya sido adiestrado
en esa clase de tarea (convertida por virtud de la división del trabajo en un oficio nuevo) y que no
esté acostumbrado a manejar la maquinaria que en él se utiliza (cuya invención ha derivado,
probablemente, de la división del trabajo), por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al
día, y desde luego no podría confeccionar más de veinte. Pero dada la manera como se practica
hoy día la fabricación de 'alfileres, no sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino
que está dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales también constituyen otros tantos
oficios distintos. Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos
iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado en limar el extremo donde se va a
colocar la cabeza: a su vez la confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas:
fijarla es un trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía es un oficio distinto colocarlos
en el papel. En fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas
dieciocho operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en algunas fábricas por otros tantos
obreros diferentes, aunque en otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones.
He visto. una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba más que diez obreros, donde, por

32
consiguiente, algunos de ellos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran
pobres y, -por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se
esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra había más
de cuatro mil alfileres de tamaño mediano. Por consiguiente, estas diez personas podían hacer
cada día, en conjunto, más de cuarenta y ocho mil alfileres, cuya cantidad, dividida entre diez,
correspondería a cuatro mil ochocientas por persona. En cambio si cada uno hubiera trabajado
separada e independientemente, y ninguno hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es
seguro que no hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler al día; es decir,
seguramente no hubiera podido hacer la doscientas cuarentava parte, tal vez ni la
cuatromilochocientosava parte de lo que son capaces de confeccionar en la actualidad gracias a la
división y combinación de las diferentes operaciones en forma conveniente.

En todas las demás manufacturas y artes los efectos de la división del trabajo son muy semejantes
a los de este oficio poco complicado, aun cuando en muchas de ellas el trabajo no puede ser
objeto de semejante subdivisión ni reducirse a una tal simplicidad de operación. Sin embargo, la
división del trabajo, en cuanto puede ser aplicada, ocasiona en todo arte un aumento proporcional
en las facultades productivas del trabajo. Es de suponer que la diversificación de numerosos
empleos y actividades económicas en consecuencia de esa, ventaja. Esa separación se produce
generalmente con más amplitud en aquellos países que han alcanzado un. nivel más alto de
laboriosidad y progreso, pues generalmente es obra de muchos, en una sociedad culta, lo que
hace uno solo, en estado de atraso. En todo país adelantado, el labrador no es más que labriego y
el artesano no es sino menestral. Asimismo, el trabajo necesario para producir un producto
acabado se reparte, por regla general, entre muchas manos. ¿Cuántos y cuán diferentes oficios no
se advierten en cada ramo de las manufacturas de lino y lana, desde los que cultivan aquella
planta o cuidan el vellón hasta los bataneros y blanqueadores, aprestadores y tintoreros? La
agricultura, por su propia naturaleza, no admite tantas subdivisiones del trabajo, ni hay división
tan completa de sus operaciones como en las manufacturas. Es imposible separar tan
completamente la ocupación del ganadero y del labrador, como se separan los oficios del
carpintero y del herrero. El hilandero generalmente es una persona distinta del tejedor; pero la
persona que ara, siembra, cava y recolecta el grano suele ser la misma. Como la oportunidad de
practicar esas distintas clases de trabajo va produciéndose con el transcurso de las estaciones del
año es imposible que un hombre esté dedicado constantemente a una sola tarea. Esta
imposibilidad de hacer una separación tan completa de los diferentes ramos de labor en la
agricultura es quizá la razón de por qué el progreso de las aptitudes productivas del trabajo en
dicha ocupación no siempre corre parejas con los adelantos registrados en las manufacturas. Es
verdad que las naciones más opulentas superan por lo común a sus vecinas en la agricultura y en
las manufacturas, pero generalmente las aventajan más en éstas que en aquélla. Sus tierras están
casi siempre mejor cultivadas, y como se invierte en ellas más capital y trabajo, producen más, en
proporción a la extensión y fertilidad natural del suelo. Ahora bien, esta superioridad del producto
raras veces. excede considerablemente en proporción al mayor trabajo empleado y a los gastos
más cuantiosos en que ha incurrido. En la agricultura, el trabajo del país rico no siempre es mucho
más productivo que el del pobre o, por lo menos, no es tan fecundo como suele serlo en las

33
manufacturas. El grano del país rico, aunque la calidad sea la misma, no siempre es tan barato en
el mercado como el de un país pobre. El trigo de Polonia, en las mismas condiciones de calidad, es
tan barato como el de Francia, a pesar de la opulencia y adelantos de esta última nación. El trigo
de Francia, en las provincias trigueras, es tan bueno y tiene casi el mismo precio que el de
Inglaterra, la mayor parte de los años, aunque en progreso y riqueza aquel país sea inferior a éste.
Sin embargo, las tierras de pan llevar de Inglaterra están mejor cultivadas que las de Francia, y las
de esta nación, según se afirma, lo están mejor que las de Polonia. Aunque un país pobre, no
obstante la inferioridad de sus cultivos, puede competir en cierto modo con el rico en la calidad y
precio de sus granos, nunca podrá aspirar a semejante competencia en las manufacturas, si éstas
corresponden a las circunstancias del suelo, del clima y de la situación de un país próspero. Las
sedas de Francia son mejores y más baratas que las de Inglaterra, porque la manufactura de la
seda, debido a los altos derechos que se pagan actualmente en la importación de la seda en rama,
no se adapta tan bien a las condiciones climáticas de Inglaterra como a las de Francia. Pero la
quincallería y las telas de lana corrientes de Inglaterra son superiores, sin comparación, a las de
Francia, y mucho más baratas en la misma calidad. Según informaciones, en Polonia escasea la
mayor parte de las manufacturas, con excepción de las más rudimentarias de utensilios
domésticos, sin las cuales ningún país puede existir de una manera conveniente. Este aumento
considerable en la cantidad de productos que un mismo número de personas puede confeccionar,
como consecuencia de la división del trabajo, procede de tres circunstancias distintas: primera, de
la mayor destreza de cada obrero en particular; segunda, del ahorro de tiempo que comúnmente
se pierde al pasar de una ocupación a otra, y por último, de la invención. de un gran número de
máquinas, que facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para hacer la labor de
muchos.

En primer lugar, el progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de trabajo que
puede efectuar, y la división del trabajo, al reducir la tarea del hombre a una operación sencilla, y
hacer de ésta la única ocupación de su vida, aumenta considerablemente la pericia del operario.
Un herrero corriente, que nunca haya hecho clavos, por diestro que sea en el manejo del martillo,
apenas hará al día doscientos o trescientos clavos, y aun éstos no de buena calidad. Otro que esté
acostumbrado a hacerlos, pero cuya única o principal ocupación, no sea ésa, rara vez podrá llegar
a fabricar al día ochocientos o mil, por mucho empeño que ponga en la tarea. Yo he observado
varios muchachos, menores de veinte años, que por no haberse ejercitado en otro menester que
el de hacer clavos, podían hacer cada uno, diariamente, más de dos mil trescientos, cuando se
ponían a la obra. Hacer un clavo no es indudablemente una de las tareas más sencillas. Una misma
persona tira del fuelle, aviva o modera el soplo, según convenga, caldea el hierro y forja las
diferentes partes del clavo, teniendo que cambiar el instrumento para formar la cabeza. Las
diferentes operaciones en que se subdivide el trabajo de hacer un alfiler o un botón de metal son,
todas ellas, mucho más sencillas y, por lo tanto, es mucho mayor la destreza de la persona que no
ha tenido otra ocupación en su vida. La velocidad con que se ejecutan algunas de estas
operaciones en las manufacturas excede a cuanto pudieran suponer quienes nunca lo han visto,
respecto a la agilidad de que es susceptible la mano del hombre.

34
En segundo lugar, la ventaja obtenida al ahorrar el tiempo que por lo regular se pierde, al pasar de
una clase de operación a otra, es mucho mayor de lo que a primera vista pudiera imaginarse. Es
imposible pasar con mucha rapidez de una labor a otra, cuando la segunda se hace en sitio distinto
y con instrumentos completamente diferentes. Un tejedor rural, que al mismo tiempo cultiva una
pequeña granja, no podrá por menos de perder mucho tiempo al pasar del telar al campo y del
campo al telar. Cuando las dos labores se pueden efectuar en el mismo lugar, se perderá
indiscutiblemente menos tiempo; pero la pérdida, aun en este caso, es considerable. No hay
hombre que no haga una pausa, por pequeña que sea, al pasar la mano de una ocupación a otra.
Cuando comienza la nueva tarea rara vez está alerta y pone interés; la mente no está en lo que
hace y durante algún tiempo más bien se distrae que aplica su esfuerzo de una manera diligente.
El hábito de remolonear y de proceder con indolencia que, naturalmente, adquiere todo obrero
del campo, las más de las veces por necesidad – ya que se ve obligado a mudar de labor y de
herramientas cada media hora, y a emplear las manos de veinte maneras distintas al cabo del día
–, lo convierte, por lo regular, en lento e indolente, incapaz de una dedicación intensa aun en las
ocasiones más urgentes. Con independencia, por lo tanto, de su falta de destreza, esta causa, por
sí sola, basta a reducir considerablemente la cantidad de obra que sería capaz de producir.

En tercer lugar, y por último, todos comprenderán cuánto se facilita y abrevia el trabajo si se
emplea maquinaria apropiada. Sobran los ejemplos, y así nos limitaremos a decir que la invención
de las máquinas que facilitan y abrevian la tarea, parece tener su origen en la propia división del
trabajo. El hombre adquiere una mayor aptitud para descubrir los métodos más idóneos y
expeditos, a fin de alcanzar un propósito, cuando tiene puesta toda su atención en un objeto, que
no cuando se distrae en una gran variedad de cosas. Debido a la división del trabajo toda su
atención se concentra naturalmente en un solo y simple objeto. Naturalmente puede esperarse
que uno u otro de cuantos se emplean en cada una de las ramas del trabajo encuentre pronto el
método más fácil y rápido de ejecutar su tarea, si la naturaleza de la obra lo permite. Una gran
parte de las máquinas empleadas en esas manufacturas, en las cuales se halla muy subdividido el
trabajo, fueron al principio invento de artesanos comunes, pues hallándose ocupado cada uno de
ellos en una operación sencilla, toda su imaginación se concentraba en la búsqueda de métodos
rápidos y fáciles para ejecutarla. Quien haya visitado con frecuencia tales manufacturas habrá
visto muchas máquinas interesantes inventadas por los mismos obreros, con el fin de facilitar y
abreviar la parte que les corresponde de la obra. En las primeras máquinas de vapor había un
muchacho ocupado, de una manera constante, en abrir y cerrar alternativamente la comunicación
entre la caldera y el cilindro, a medida que subía o bajaba el pistón. Uno de esos muchachos,
deseoso de jugar con sus camaradas, observó que atando una cuerda en la manivela de la válvula,
que abría esa comunicación con la otra parte de la máquina, aquélla podía abrirse y cerrarse
automáticamente, dejándole en libertad de divertirse con sus compañeros de juegos. Así, uno de
los mayores adelantos que ha experimentado ese tipo de máquinas desde que se inventó, se debe
a un muchacho ansioso de economizar su esfuerzo.

Esto no quiere decir, sin embargo, que todos los adelantos en la maquinaria hayan sido inventados
por quienes tuvieron la oportunidad de usarlas. Muchos de esos progresos se deben al ingenio de

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los fabricantes, que han convertido en un negocio particular la producción de máquinas, y algunos
otros proceden de los llamados filósofos u hombres de especulación, cuya actividad no consiste en
hacer cosa alguna sino en observarlas todas y, por esta razón, son a veces capaces de combinar o
coordinar las propiedades de los objetos más dispares. Con el progreso de la sociedad, la Filosofía
y la especulación se convierten, como cualquier otro ministerio, en el afán y la profesión de ciertos
grupos de ciudadanos. Como cualquier otro empleo, también ése se subdivide en un gran número
de ramos diferentes, cada uno de los cuales ofrece cierta ocupación especial a cada grupo o
categoría de filósofos. Tal subdivisión de empleos en la Filosofía, al igual de lo que ocurre en otras
profesiones, imparte destreza y ahorra mucho tiempo. Cada uno de los individuos se hace más
experto en su ramo, se produce más en total y la cantidad de ciencia se acrecienta
considerablemente.

La gran multiplicación de producciones en todas las artes, originadas en la división del trabajo, da
lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa opulencia universal que se derrama hasta las clases
inferiores del pueblo. Todo obrero dispone de una cantidad mayor de su propia obra, en exceso de
sus necesidades, y como cualesquiera otro artesano, se halla en la misma situación, se encuentra
en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus propios bienes por una gran cantidad de los
creados por otros; o lo que es lo mismo, por el precio de una gran cantidad de los suyos. El uno
provee al otro de lo que necesita, y recíprocamente, con lo cual se difunde una general
abundancia en todos los rangos de la sociedad.

Si observamos las comodidades de que disfruta cualquier artesano o jornalero, en un país


civilizado y laborioso, veremos cómo excede a todo cálculo el número de personas que concurren
a procurarle aquellas satisfacciones, aunque cada uno de ellos sólo contribuya con una pequeña
parte de su actividad. Por basta que sea, la chamarra de lana, pongamos por caso, que lleva el
jornalero, es producto de la labor conjunta de muchísimos operarios. El pastor, el que clasifica la
lana, el cardador, el amanuense, el tintorero, el hilandero, el tejedor, el batanero, el sastre, y otros
muchos, tuvieron que conjugar sus diferentes oficios para completar una producción tan vulgar.
Además de esto ¡cuántos tratantes y arrieros no hubo que emplear para transportar los materiales
de unos a otros de estos mismos artesanos, que a veces viven en regiones apartadas del país!
¡Cuánto comercio y navegación, constructores de barcos, marineros, fabricantes de velas y jarcias
no hubo que utilizar para conseguir los colorantes usados por el tintorero y que, a menudo,
proceden de los lugares más remotos del mundo! ¡Y qué variedad de trabajo se necesita para
producir las herramientas del más modesto de estos operarios! Pasando por alto maquinarias tan
complicadas como el barco del marinero, el martinete del forjador y el telar del tejedor,
consideraremos solamente qué variedad de labores no se requieren para lograr una herramienta
tan sencilla como las tijeras, con las cuales el esquilador corta la lana. El minero, el constructor del
horno para fundir el mineral, el fogonero que alimenta el crisol, el ladrillero, el albañil, el
encargado de la buena marcha del horno, el del martinete, el forjador, el herrero, todos deben
coordinar sus artes respectivas para producir las tijeras. Si del mismo modo pasamos a examinar
todas las partes del vestido y del ajuar del obrero, la camisa áspera que cubre sus carnes, los
zapatos que protegen sus pies, la cama en que yace, y todos los diferentes artículos de su menaje,

36
como el hogar en que prepara su comida, el carbón que necesita para este propósito -sacado de
las entrañas de la tierra, y acaso conducido hasta allí después de una larga navegación y un
dilatado transporte terrestre-, todos los utensilios de su cocina, el servicio de su mesa, los cuchillos
y tenedores, los platos de peltre o loza, en que dispone y corta sus alimentos, las diferentes manos
empleadas en preparar el pan y la cerveza, la vidriera que, sirviéndole abrigo y sin impedir la luz, le
protege del viento y de la lluvia, con todos los conocimientos y el arte necesarios para preparar
aquel feliz y precioso invento, sin el cual apenas se conseguiría una habitación confortable en las
regiones nórdicas del mundo, juntamente con los instrumentos indispensables a todas las
diferentes clases de obreros empleados en producir tanta cosa necesaria; si nos detenemos,
repito, a examinar todas estas cosas y a considerar la variedad de trabajos que se emplean en
cualquiera de ellos, entonces nos daremos cuenta de que sin la asistencia y cooperación de
millares de seres humanos, la persona más humilde en un país civilizado no podría disponer de
aquellas cosas que se consideran las más indispensables y necesarias.

Realmente, comparada su situación con el lujo extravagante del grande, no puede por menos de
aparecérsenos simple y frugal; pero con todo eso, no es menos cierto que las comodidades de un
príncipe europeo no exceden tanto las de un campesino económico y trabajador, como las de éste
superan las de muchos reyes de África, dueños absolutos de la Vida y libertad de diez mil salvajes
desnudos.

Adam Smith. Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones.

LA LIBERTAD ECONÓMICA

Aquellos sistemas, pues, que por preferir la agricultura a todas las demás artes y negociaciones, y
para promoverla imponen restricciones a las manufacturas, y al comercio extrínseco, obran contra
el mismo fin que se proponen, y desaniman directamente aquella misma especie de industria que
pretenden promover. Son en sí más inconsecuentes y contradictorios aún que el sistema
mercantil. Este animando las manufacturas y el comercio extranjero más que la agricultura del
país, hace que cierta porción de capital que había que emplearse en una especie de industria se
desvíe de ésta por emplearse en la que es menos; pero al fin viene en realidad y por último a
promover aquella suerte de industria que se propone fomentar: pero aquellos sistemas
agricultores por el contrario, desaniman en realidad su industria favorita.

Así pues cualquier sistema que pretende o atraer hacia cierta especie particular de industria con
fomentos y estímulos extraordinarios mayor porción de capitales de una sociedad, que los que
naturalmente se inclinarían a ella, o con extraordinarias restricciones lanzar violentamente de
cierto género de industria particular parte del capital que de lo contrario se emplearía en ella, es
en realidad subversivo, o ruinoso para el intento mismo que se propone conseguir. Retarda en vez
de acelerar los progresos de la sociedad hacia la grandeza y riqueza verdadera, o real: y disminuye
en lugar de aumentar el valor real del anual producto de la tierra y del trabajo.

Todo sistema, o de preferencia extraordinaria, o de restricción, se debe mirar como proscrito, para
que de su propio movimiento se establezca el simple y obvio de la libertad labrantil, mercantil, y

37
manufacturante. Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar
perfectamente libre para abrazar el medio que mejor le parezca para buscar su modo de vivir, y
sus intereses; y que puedan salir sus producciones a competir con las de cualquier otro individuo
de la naturaleza humana. El soberano vendrá a excusarse de una carga, para cuya expedita
sustentación se hallará combatido de mil invencibles obstáculos pues para desempeñar aquella
obligación estaría siempre expuesto a mil engaños, para cuyo remedio no alcanza la más sublime
sabiduría del hombre: ésta es la obligación de entender en la industria de cada uno en particular, y
de dirigir la de sus pueblos hacia la parte .más ventajosa para los intereses de ellos; cosa que aun
los mismos que lo practican con un lucro inmediato suelen no acabar de penetrar. Según el
sistema de la libertad negociante, al soberano sólo quedan tres obligaciones principales a que
atender: obligaciones de grande importancia, y de la mayor consideración, pero muy obvias e
intangibles: la primera proteger a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades
independientes: la segunda, en poner en lo posible a cubierto de la injusticia y opresión de un
miembro de la república a otro que lo sea también de la misma; o la obligación de establecer una
exacta justicia entre sus pueblos: y la tercera, la de mantener v erigir ciertas obras y
establecimientos públicos, a que nunca pueden alcanzar, ni acomodarse los intereses de los
particulares, o de pocos individuos, sino los de toda la sociedad en común: por razón de que
aunque sus utilidades recompensen superabundantemente los gastos al cuerpo general de la
nación, nunca satisíarían esta recompensa si los hiciese un particular.

A. SMITH: La riqueza de las raciones

EL MENSAJE DE ADAM SMITH EN EL LENGUAJE ACTUAL

Durante los 40 y tantos años que he estado dictando conferencias sobre la historia de la
economía, siempre he encontrado especialmente difícil darlas sobre Adam Smith. En el momento
en que se llega a él, uno ha descubierto que la mayoría de las comprensiones decisivas de las
cuestiones técnicas que constituyen la espina dorsal de la teoría económica —los problemas del
valor y distribución y el de la moneda— habían sido anticipados, una generación antes de él, sin
que Smith ni siquiera apreciara completamente la importancia de este trabajo anterior. Sin
embargo, como muchos otros economistas, siento profundamente, y quiero transmitirlo, que él
era, sin duda, el más grande de ellos, no sólo por su influencia sino por la comprensión y
reconocimiento claro del problema central de la ciencia. En algunos aspectos, sus sucesores
inmediatos entendieron es- to más claramente que nosotros. Como escribió en 1803 el editor de
la Edinburgh Review, Francis Jeffrey, el gran objetivo de los más importantes filósofos morales
escoceses Lork Kames, Adam Smith y James Millar (y debería haber agregado a Adam Ferguson)
fue:

Encontrar los orígenes de la historia de la sociedad en los elementos más simples y


universales —y resolver todo aquello que había sido atribuido a las instituciones positivas,
dentro del ámbito del desarrollo espontáneo e irresistible de ciertos principios— y
mostrarlo así, con cuán poca planificación o sabiduría política se podrían haber creado los
esquemas de política más complicados y aparentemente más artificiales.

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Al aplicar este enfoque general al mercado, Smith pudo llevar adelante esa idea básica más allá
que ninguno de sus contemporáneos. El gran logro de su famosa tesis respecto de la división del
trabajo, fue reconocer que los hombres cuyos esfuerzos no estaban gobernados por necesidades
concretas conocidas ni por las capacidades de los individuos que les eran más cercanos, sino por
las señales abstractas de los precios de la oferta y la demanda, estaban por esa razón capacitados
para participar en el enorme campo de la "gran sociedad"; que no puede ser vigilada
adecuadamente por "ninguna sabiduría ni conocimiento humanos". A pesar de la "estrechez de su
comprensión", cuando el hombre individual pudo usar su propio juicio para sus propios objetivos
(Smith escribió: "Para perseguir sus propios intereses a su manera dentro de un plan liberal de
igualdad, libertad y justicia"), estaba en situación de dar satisfacción a los hombres y a sus
necesidades y aprovecharlos en sus habilidades, aunque estos hombres estuviesen fuera del
ángulo de su percepción. La gran sociedad llegó a ser posible evidentemente gracias a que los
individuos no dirigían sus propios esfuerzos hacia las necesidades visibles, sino hacia aquello que
representaban las señales del mercado como una probable ventaja de las entradas sobre los
gastos. Las prácticas que habían enriquecido a los grandes centros comerciales demostraron ser
capaces de permitir al individuo practicar más el bien y para satisfacer necesidades mayores que si
se hubiese dejado guiar por las necesidades y capacidades visibles de sus vecinos.

Es un error que Adam Smith haya predicado el egoísmo: su tesis central nada dijo con respecto a
cómo debían usar los individuos el aumento de sus entradas; y todas sus simpatías estaban con el
uso benevolente del incremento en el ingreso. Le preocupaba cómo facilitar a la gente contribuir
al producto social en la forma más amplia posible y pensaba que esto requería que se pagara en lo
que valían sus servicios para quienes los solicitaban. Sin embargo, estas enseñanzas chocaban
contra un instinto profundamente arraigado que el hombre había heredado de una primitiva
sociedad en estado de enfrentamiento, la horda o la tribu, en la cual, a través de cientos de miles
de años, se formaron las emociones que aún los gobiernan, después de su ingreso a la sociedad
abierta. Estos instintos heredados demandan que el hombre persiga como objetivo hacer el bien
concreto a los compañeros que le son familia- res (El "vecino" de la Biblia). Son éstos los
sentimientos que aun bajo el nombre de "justicia social" rigen todas las exigencias socialistas y que
comprometen fácilmente las simpatías de todos los hombres buenos, pero que son irreconciliables
con la sociedad abierta a la cual deben actualmente todos los seres occidentales el nivel general
de su riqueza. La exigencia de "justicia social" para una asignación de cuotas de riqueza material a
las distintas personas y grupos de acuerdo a sus necesidades o méritos, que es la base del
socialismo, constituye así un atavismo, una exigencia que no puede conciliarse con la sociedad
abierta en la cual el individuo puede usar su propio conocimiento para sus propios propósitos. La
gran realización de Adam Smith es el reconocimiento de que los esfuerzos de un hombre podrán
beneficiar a más gente, y en general satisfacer mayores necesidades, cuando este hombre se deja
guiar por las señales abstractas de los precios más que por las necesidades perceptibles, y que por
este método podemos superar mejor nuestra ignorancia congénita acerca de la mayoría de los
hechos particulares, y podemos también usar mejor el conocimiento de las circunstancias
concretas, tan ampliamente dispersas entre millones de seres individuales.

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Smith, por supuesto, no podía dirigir sus argumentos contra lo que ahora llamamos socialismo, ya
que éste era desconocido en su tiempo. Pero conocía muy bien la situación general subyacente,
que prefiero llamar "constructivismo", y que no aprobaría ninguna institución humana si no fuera
deliberadamente diseñada y dirigida por los hombres hacia los objetivos que dictan los
sentimientos hereda- dos. Smith los llamaba "hombres de sistema"; y lo siguiente es lo que tenía
que decir acerca de ello en su primera gran obra:

El hombre de sistema. . . parece imaginar que puede agrupar los diversos miembros de
una gran sociedad con tanta facilidad como la mano coloca las diversas piezas sobre un
tablero de ajedrez. No toma en consideración que estas piezas sobre el tablero no tienen
otro principio de movimiento que aquel que le es dado por la mano, pero que en el gran
tablero de ajedrez de la sociedad humana, cada pieza tiene un principio de movimiento
propio, completamente diferente de aquel que las leyes quieran imponerle. Si esos dos
principios coinciden y actúan en la misma dirección, el juego de la sociedad humana se
desarrollará fácil y armoniosamente, y podrá llegar a ser feliz y exitoso. Si son opuestos o
diferentes estos principios, el juego se desarrollará miserablemente y la sociedad humana
estará eternamente en el más alto grado de desorden.

La última frase no es una mala descripción de nuestra sociedad actual. Y si perseveramos en este
atavismo, y siguiendo los instintos heredados de la tribu, insistimos en imponer a esta gran
sociedad principios que presuponen el conocimiento de todas las circunstancias particulares que
sólo el jefe de tal sociedad podría conocer, retornaremos a la sociedad tribal.

EL MENSAJE DE ADAM SMITH EN EL LENGUAJE ACTUAL F. A. Hayek

Lectura 7: Emmanuel Kant


INTRODUCCIÓN

Independientemente del tipo de concepto que uno pueda formarse con miras metafísicas acerca
de la libertad de la voluntad, las manifestaciones fenoménicas de ésta, las acciones humanas, se
hallan determinadas conforme a leyes universales de la Naturaleza, al igual que cualquier otro
acontecimiento natural. La Historia, que se ocupa de la narración de tales fenómenos, nos hace
abrigar la esperanza de que, por muy profundamente ocultas que se hallen sus causas, acaso se
pueda descubrir al contemplar el juego de la libertad humana en bloque un curso regular de la
misma, de tal modo que cuanto se presenta como enmarañado e irregular ante los ojos de los su -
jetos individuales pudiera ser interpretado al nivel de la especie como una evolución progresiva y
continua, aunque lenta, de sus disposiciones originales. Así, los enlaces matrimoniales, los na -
cimientos resultantes de éstos y las defunciones, como quiera que la libre voluntad de los
hombres tiene tan gran influjo sobre todo ello, parecen no estar sometidos a regla alguna
conforme a la cual pueda pronosticarse su número con arreglo a un cálculo y, sin embargo, las
estadísticas anuales demuestran que en los países grandes estos hechos acontecen según leyes
naturales constantes, tal y como los veleidosos climas, cuya incidencia individual no puede ser

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determinada de antemano, globalmente no cesan de mantener el crecimiento de las plantas, el
curso de las aguas y otros fenómenos naturales en un proceso regular e ininterrumpido. Poco
imaginan los hombres (en tanto que individuos e incluso como pueblos) que, al perseguir cada
cual su propia intención según su parecer y a menudo en contra de los otros, siguen sin advertirlo
—como un hilo conductor— la intención de la Naturaleza, que les es desconocida, y trabajan en
pro de la misma, siendo así que, de conocerla, les importaría bien poco.

Dado que los hombres no se comportan en sus aspiraciones de un modo meramente instintivo —
como animales— ni tampoco como ciudadanos racionales del mundo, según un plan globalmente
concertado, no parece que sea posible una historia de la humanidad conforme a un plan (como lo
sería, por ejemplo, la de las abejas o la de los castores). No puede uno librarse de cierta in-
dignación al observar su actuación en la escena del gran teatro del mundo, pues, aun cuando
aparezcan destellos de prudencia en algún que otro caso aislado, haciendo balance del conjunto se
diría que todo ha sido urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por
una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno
qué idea debe hacerse sobre tan engreída especie. En este orden de cosas, al filósofo no le queda
otro recurso —puesto que no puede presuponer en los hombres y su actuación global ningún
propósito racional propio— que intentar descubrir en este absurdo decurso de las cosas humanas
una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que,
sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la
Naturaleza. Vamos a ver si logramos encontrar un hilo conductor para diseñar una historia seme-
jante, dejando en manos de la Naturaleza el engendrar al hombre que habrá de componerla más
tarde sobre esa base; de la misma manera que produjo un Kepler, el cual sometió de forma ines -
perada las formas excéntricas de los planetas a leyes determinadas y, posteriormente, a un
Newton que explicó esas leyes mediante una causa universal de la Naturaleza.

PRIMER PRINCIPIO

Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez com-
pletamente y con arreglo a un fin. Esto se confirma en todos los animales tanto por la observación
externa como por la interna o analítica. Un órgano que no debe ser utilizado, una disposición que
no alcanza su finalidad, supone una contradicción dentro de la doctrina teleológica de la Naturale -
za. Y si renunciáramos a ese principio, ya no tendríamos una Naturaleza que actúa conforme a le-
yes, sino una Naturaleza que no conduce a nada, viniendo entonces a ocupar una desazonante ca-
sualidad el puesto del hilo conductor de la razón.

SEGUNDO PRINCIPIO

En el hombre (como única criatura racional sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que
tienden al uso de su razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie, mas no en el
individuo. La razón es en una criatura la capacidad de ampliar las reglas e intenciones del uso de
todas sus fuerzas por encima del instinto natural, y no conoce límite alguno a sus proyectos. Ahora
bien, ella misma no actúa instintivamente, sino que requiere tanteos, entrenamiento e instrucción,

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para ir progresando paulatinamente de un estadio a otro del conocimiento. De ahí que cada
hombre habría de vivir un lapso de tiempo desmesuradamente largo para aprender cómo emplear
cabalmente sus disposiciones naturales; en otro caso, si la Naturaleza sólo ha fijado un breve plazo
a su vida (como ocurre de hecho), ella precisa entonces de una serie —acaso interminable— de
generaciones para terminar por conducir los gérmenes depositados en nuestra especie hasta
aquel grado de desarrollo que resulta plenamente adecuado a su intención. Y este momento tiene
que constituir, al menos en la idea del hombre, la meta de sus esfuerzos, ya que de lo contrario la
mayor parte de las disposiciones naturales tendrían que ser consideradas como superfluas y
carentes de finalidad alguna; algo que suprimiría todos los principios prácticos y haría sospechosa
a la Naturaleza —cuya sabiduría tiene que servir como principio en el enjuiciamiento de cualquier
otra instancia— de estar practicando un juego pueril sólo en lo que atañe al hombre.

TERCER PRINCIPIO

La Naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo aquello que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal y que no participe de otra felicidad o
perfección que la que él mismo, libre del instinto, se haya procurado por medio de la propia razón.
Ciertamente, la Naturaleza no hace nada superfluo ni es pródiga en el uso de los medios para sus
fines. Por ello, el haber dotado al hombre de razón y de la libertad de la voluntad que en ella se
funda, constituía ya un claro indicio de su intención con respecto a tal dotación. El hombre no
debía ser dirigido por el instinto o sustentado e instruido por conocimientos innatos; antes bien,
debía extraerlo todo de sí mismo. La invención de sus productos alimenticios, de su cobijo, de su
seguridad y defensa exteriores (para lo cual la Naturaleza no le dotó de los cuernos del toro, de las
garras del león ni de la dentadura del perro, sino de simples manos), todo deleite que pueda hacer
grata la vida, hasta su inteligencia y astucia e incluso el carácter benigno de su voluntad, debían
ser enteramente obra suya. En este caso la Naturaleza parece haberse autocomplacido en su
mayor economía y haber adaptado su equipamiento animal de un modo tan ceñido, tan ajustado a
la máxima necesidad de una existencia inicial, como si quisiera que cuando el hombre se haya
elevado desde la más vasta tosquedad hasta la máxima destreza, hasta la perfección interna del
modo de pensar y, por ende, hasta la felicidad (tanto como es posible sobre la tierra), a él solo le
corresponda por entero el mérito de todo ello y sólo a sí mismo deba agradecérselo, habiendo
antepuesto su autoestimación racional al bienestar, pues en ese transcurso de los asuntos
humanos hay una multitud de penalidades que aguardan a los hombres. Se diría que a la
Naturaleza no le ha importado en absoluto que el hombre viva bien, sino que se vaya abriendo
camino para hacerse digno, por medio de su comportamiento, de la vida y del bienestar. A este
respecto siempre resultará extraño que las viejas generaciones parezcan afanarse ímprobamente
sólo en pro de las generaciones posteriores, para preparar a éstas un nivel desde el que puedan
seguir erigiendo el edificio que la Naturaleza ha proyectado; en verdad sorprende que sólo las
generaciones postreras deban tener la dicha de habitar esa mansión por la que una larga serie de
antepasados (ciertamente sin albergar esa intención) han venido trabajando sin poder participar
ellos mismos en la dicha que propiciaban. Pero, por enigmático que sea esto, se hace al mismo
tiempo imprescindible, partiendo de la base de que una especie animal debe hallarse dotada de

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razón y que, como clase de seres racionales cuya especie es inmortal aunque mueran todos y cada
uno de sus componentes, debe conseguir a pesar de todo consumar el desarrollo de sus
disposiciones.

CUARTO PRINCIPIO

El medio del que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas sus disposiciones es
el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad, en la medida en que ese antagonismo acaba
por convertirse en la causa de un orden legal de aquellas disposiciones. Entiendo aquí por
antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en
sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa
sociedad. Que tal disposición subyace a la naturaleza humana es algo bastante obvio. El hombre
tiene una tendencia a socializarse, porque en tal estado siente más su condición de hombre al
experimentar el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una fuerte
inclinación a individualizarse (aislarse), porque encuentra simultáneamente en sí mismo la inso-
ciable cualidad de doblegar todo a su mero capricho y, como se sabe propenso a oponerse a los
demás, espera hallar esa misma resistencia por doquier. Pues bien, esta resistencia es aquello que
despierta todas las fuerzas del hombre y le hace vencer su inclinación a la pereza, impulsándole
por medio de la ambición, el afán de dominio o la codicia, a procurarse una posición entre sus
congéneres, a los que no puede soportar, pero de los que tampoco es capaz de prescindir. Así se
dan los auténticos primeros pasos desde la barbarie hacia la cultura (la cual consiste propiamente
en el valor social del hombre); de este modo van desarrollándose poco a poco todos los talentos,
así va formándose el gusto e incluso, mediante una continua ilustración, comienza a constituirse
una manera de pensar que, andando el tiempo, puede transformar la tosca disposición natural
hacia el discernimiento ético en principios prácticos determinados y, finalmente, transformar un
consenso social urgido patológicamente en un ámbito moral. Sin aquellas propiedades —
verdaderamente poco amables en sí— de la insociabilidad (de la que nace la resistencia que cada
cual ha de encontrar necesariamente junto a sus pretensiones egoístas) todos los talentos
quedarían eternamente ocultos en su germen, en medio de una arcádica vida de pastores donde
reinarían la más perfecta armonía, la frugalidad y el conformismo, de suerte que los hombres
serían tan bondadosos como las ovejas que apacientan, proporcionando así a su existencia un
valor no mucho mayor que el detentado por su animal doméstico y, por lo tanto, no llenaría el va -
cío de la creación respecto de su destino como naturaleza racional. ¡Demos, pues, gracias a la Na-
turaleza por la incompatibilidad, por la envidiosa vanidad que nos hace rivalizar, por el anhelo
insaciable de acaparar o incluso de dominar! Cosas sin las que todas las excelentes disposiciones
naturales dormitarían eternamente en el seno de la humanidad sin llegar a desarrollarse jamás. El
hombre quiere concordia, pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a su especie y quiere
discordia. El hombre pretende vivir cómoda y placenteramente, más la Naturaleza decide que
debe abandonar la laxitud y el ocioso conformismo, entregándose al trabajo y padeciendo las
fatigas que sean precisas para encontrar con prudencia los medios de apartarse de tales
penalidades. Los impulsos naturales encaminados a este fin, las fuentes de la insociabilidad y de la
resistencia generalizada (fuentes de las que manan tantos males, pero que también incitan a una

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nueva tensión de las fuerzas y, por consiguiente, a un mayor desarrollo de las disposiciones
naturales) revelan la organización de un sabio creador, y no algo así como la mano chapucera de
un genio maligno que arruinaría su magnífico dominio por pura envidia.

Ideas para una historia universal en clave cosmopolita. Immanuel Kant

Lectura 8: La ilustración liberal


DECLARACIÓN DE DERECHOS

1. Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y poseen ciertos
derechos inherentes a su persona, de los que, cuando entran a formar parte de una sociedad, no
pueden ser privados por ningún convenio; a saber: el goce de la vida y libertad y los medios de
adquirir y poseer la propiedad y de buscar y conseguir la felicidad y la seguridad.

2. Todo poder reside en el pueblo y, por consiguiente, deriva de él; los magistrados son sus
delegados y sirvientes y en cualquier ocasión son responsables ante aquél.

3. El gobierno está o debe estar instituido para el beneficio, protección y seguridad común del
pueblo, nación o comunidad; de las distintas formas o modos de gobierno la mejor es la que sea
capaz de producir el mayor grado de felicidad y seguridad, y la más segura contra el peligro de la
mala administración; cuando cualquier gobierno sea inadecuado o contrario a estos propósitos,
una mayoría de la comunidad tiene un indudable, inalienable e inquebrantable derecho a
reformarlo, alterarlo o abolirlo en la forma que se juzgue más conveniente para la seguridad
pública.

4. Ningún hombre, o grupo de hombres, tiene derecho a monopolizar o segregar emolumentos o


privilegios de la comunidad, si no es en razón de sus servicios públicos; que, al no ser
transmisibles, no tienen derecho a considerarse hereditarios los oficios de magistrado, legislador o
juez.

5. Los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deben separarse y distinguirse del judicial; los
miembros de los dos primeros deben mantenerse al margen de la opresión, mediante la
participación en las preocupaciones del pueblo; y en determinados períodos, deben volver a su
situación privada, regresando al cuerpo del que originariamente salieron, y las vacantes se
cubrirán por elecciones frecuentes, justas y regulares, en las que todos, o una parte de los
miembros, sean de nuevo elegidos o no elegidos, según las leyes lo determinen.

6. Las elecciones de miembros que actúan como representantes del pueblo en la asamblea deben
ser libres; todos los hombres que tengan evidencia suficiente del común interés tienen derecho al
sufragio, y no se les pueden imponer impuestos o expropiar su propiedad, sin su consentimiento o
el de sus representantes así elegidos, ni limitar mediante ninguna ley a la que no hayan, de forma
semejante, asentido en pro del bien público.

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15. Ningún gobierno libre, ni los beneficios de la libertad, pueden conservarse en ningún pueblo
sino por una firme adhesión a la justicia, moderación, templanza, austeridad y virtud y mediante el
frecuente recurso a los principios fundamentales.

16. La religión, es decir el deber que tenemos hacia nuestro Creador, y la manera de realizarlo,
debe orientarse exclusivamente por la razón y la convicción no por la fuerza o la violencia; y, por
tanto, todos los hombres tienen el mismo derecho al ejercicio libre de In religión de acuerdo a los
dictados do su conciencia; es deber mutuo de todos practicar hacia los demás la clemencia, amor y
caridad cristianas.

Declaración de derechos de Virginia (1776).

Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea nacional, considerando que la
ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las
calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una
declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta
declaración, constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin
cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo,
al poder cotejarse a cada instante con la finalidad de toda institución política, sean más respetados
y para que las reclamaciones de los ciudadanos, en adelante fundadas en principios simples e
indiscutibles, redunden siempre en beneficio del mantenimiento de la Constitución y de la
felicidad de todos.

En consecuencia, la Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia del Ser Supremo y bajo
sus auspicios, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano:

Artículo primero.- Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones
sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.

Artículo 2.- La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e
imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.

Artículo 3.- El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo,
ningún individuo, pueden ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella.

Artículo 4.- La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el
ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a
los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Tales límites sólo pueden
ser determinados por la ley.

Artículo 5.- La ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la sociedad. Nada que
no esté prohibido por la ley puede ser impedido, y nadie puede ser constreñido a hacer algo que
ésta no ordene.

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Artículo 6.- La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a
contribuir a su elaboración, personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma
para todos, ya sea que proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella,
todos son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleo públicos, según sus
capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos.

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (26 de agosto de 1789)

La unidad de la tradición liberal

A pesar de que los historiadores han descubierto elementos de la perspectiva liberal en el mundo
antiguo, y más particularmente en la Grecia y la Roma clásicas, estos elementos, más que
componentes del movimiento liberal moderno, son parte de la prehistoria del liberalismo. Como
corriente política y tradición intelectual, como un movimiento identificable en la teoría y la
práctica, el liberalismo no es anterior al siglo XVI. De hecho, el epíteto «liberal» aplicado a un
movimiento político no se usa por primera vez hasta el siglo XIX, cuando en 1812 lo adopta el
partido español de los «liberales»*. Antes de esa fecha, el sistema de pensamiento del liberalismo
clásico surgido, ante todo, en el periodo de la Ilustración escocesa, cuando Adam Smith se refirió
al «plan liberal de igualdad, libertad y justicia», pero el término «liberal» seguía funcionando
básicamente como un derivado de liberalidad, la virtud clásica de humanidad, generosidad y
apertura de mente. En consecuencia, para una comprensión correcta del liberalismo es esencial un
discernimiento claro de su historicidad, de sus orígenes en circunstancias políticas y culturales
definidas y de sus antecedentes en el contexto del individualismo europeo en el periodo moderno
temprano. La razón de ello es que, si bien el liberalismo no tiene una esencia o naturaleza única y
permanente, sí presenta una serie de rasgos distintivos que dan prueba de su modernidad y, al
mismo tiempo, lo diferencian de otras tradiciones intelectuales modernas y de sus movimientos
políticos asociados. Todos estos rasgos son sólo plenamente inteligibles en la perspectiva histórica
que proporcionan las diversas crisis de la modernidad: la disolución orden feudal en Europa en los
siglos XVI y XVII, los acontecimientos en torno de las revoluciones francés y norteamericana en la
última década del siglo XVIII, el surgimiento de los movimientos socialistas y democráticos durante
la segunda mitad del siglo XIX y el eclipse de la sociedad liberal por los gobiernos totalitarios de
nuestros tiempos. De esta manera, los rasgos distintivos que marcaron en sus principios la
concepción liberal del hombre y la sociedad en la Inglaterra del siglo XVII se han visto alterados y
readaptados —pero no hasta el punto de hacerse irreconocibles—, a medida que las sociedades
individualistas que dieron vida a las ideas liberales se han ido enfrentando a diversos y renovados
retos.

Existe una concepción definida del hombre y la sociedad, moderna en su carácter, que es común a
todas las variantes de la tradición liberal. ¿Cuáles son los elementos de esta concepción? Es
individualista en cuanto que afirma la primacía moral de la persona frente a exigencias de
cualquier colectividad social; es igualitaria porque confiere a todos los hombres el mismo estatus
moral y niega la aplicabilidad, dentro de un orden político o legal, de diferencias en el valor moral
entre los seres humanos; es universalista, ya que afirma la unidad moral de la especie humana y

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concede una importancia secundaría a las asociaciones históricas específicas y a las formas
culturales; y es meliorista, por su creencia en la corregibilidad y las posibilidades de mejoramiento
de cualquier institución social y acuerdo político. Es esta concepción del hombre y la sociedad la
que da al liberalismo una identidad definida que trasciende su vasta variedad interna y
complejidad. Sin duda, esta concepción liberal tiene fuentes distintas, e incluso contrapuestas, en
la cultura europea, y se ha materializado en diversas formas históricas concretas. Debe algo al
estoicismo y al cristianismo, se ha inspirado en el escepticismo y en una certeza fideísta de
revelación divina, y ha exaltado el poder de la razón aun cuando, en otros contextos, haya buscado
apagar las exigencias de la misma. La tradición liberal ha buscado validación o justificación en muy
diversas filosofías. Las afirmaciones políticas y morales liberales se han fundamentado en teorías
de los derechos naturales del hombre con la misma frecuencia con la que han sido defendidas
invocando alguna teoría utilitaria de la conducta, y han buscado el apoyo tanto de la ciencia como
de la religión. Por último, al igual que cualquiera otra corriente de opinión, el liberalismo ha
adquirido un sabor diferente en cada una de las diversas culturas nacionales en las que ha tenido
una vida duradera. A lo largo de su historia, el liberalismo francés ha sido notablemente diferente
del liberalismo en Inglaterra; el liberalismo alemán se ha enfrentado siempre con problemas
singulares, y el liberalismo norteamericano, aunque en deuda con las formas de pensamiento y
práctica ingleses y franceses, muy pronto adquirió rasgos propios por completo nuevos. En
ocasiones, el historiador de ideas y movimientos quizá tenga la impresión de que no existe un solo
liberalismo, sino muchos, vinculados entre sí sólo por un lejano aire de familia.

No obstante la rica diversidad que el liberalismo ofrece a la investigación histórica, sería un error
suponer que las múltiples variedades de liberalismo no pueden ser entendidas como variantes de
un reducido conjunto de temas precisos. El liberalismo constituye una tradición única, no dos o
más tradiciones ni un síndrome difuso de ideas, justamente en virtud de los cuatro elementos
antes mencionados que integran la concepción liberal del hombre y la sociedad. Estos elementos
han sido perfeccionados y redefinidos, sus relaciones se han visto reordenadas, y su contenido se
ha enriquecido en las diversas fases de la historia de la tradición liberal y en una amplia variedad
de contextos culturales y nacionales en los que con frecuencia han recibido una interpretación
muy específica. Pese a su variabilidad histórica, el liberalismo sigue siendo una perspectiva
integral, cuyos componentes principales no son difíciles de especificar, más que una débil
asociación de movimientos y perspectivas entre las cuales puedan detectarse algunos parecidos
de familia. Únicamente así resulta posible identificar a John Locke y Emmanuel Kant, John Stuart
Mili y Herbert Spencer, J. M. Keynes y F. A. Hayek, y John Rawls y Robert Nozick como
representantes de ramas separadas de un mismo linaje. El carácter del liberalismo como una
tradición única, su identidad como una concepción persistente, aunque variable, del hombre y la
sociedad son válidos aun cuando, como se sugerirá más adelante, el liberalismo haya estado
sujeto a una importante ruptura, cuando en los escritos de John Stuart Mili el liberalismo clásico
abrió las puertas al liberalismo moderno o revisionista de nuestros días.

Liberalismo. John Gray

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Lectura 9: El conservadurismo y el romanticismo
En las dos últimas décadas del siglo XVIII y primeros años del XIX se produce la aparición de un
nuevo «estilo de pensamiento», que se caracteriza por constituir una réplica tanto a las
formulaciones teóricas de la Ilustración, cuanto a las consecuencias políticas y sociales que la
burguesía revolucionaria extraía de ellas. El Romanticismo constituye, por una parte, el esfuerzo
por conservar y justificar formas de vida y pensamiento que por su carácter irracional se
encuentran comprometidas en tanto, de otra, supone una reflexión sistemática con objeto de
poner de manifiesto la insuficiencia de las respuestas de la Ilustración.

El pensamiento romántico se caracteriza:

1. ° por reivindicar las posibilidades de un conocimiento irracional. Frente al pensar racionalista,


cuya renuncia a conocer cuanto no puede expresarse en forma universalmente válida, le lleva a
ignorar tanto los aspectos concretos y particulares de la realidad, como las facultades humanas
que permiten un saber intuitivo, el pensar romántico no busca el conocimiento generalizador que
se expresa mediante la formulación de leyes, sino la captación plena de la realidad determinada. El
conocimiento racional, incapaz de penetrar la totalidad de lo real será sustituido por métodos
intuitivos, irracionales, que permitan agotarla, como la endopatía (Herder) o el sentimiento
(Rousseau, Fichte).

2. ° por su inclinación al conocimiento de lo concreto. Frente al conocimiento generalizador propio


del racionalismo ilustrado, el Romanticismo aparece como un saber concreto. La experiencia, al
margen de toda construcción teórica, es decisiva para un proceso de conocimiento que revela una
peculiar capacidad para percibir lo diverso (visión específica) frente a lo general (visión
homogénea) propia de la Ilustración.

3. ° por afirmar el carácter dialéctico de la realidad y el conocimiento frente a las insuficiencias de


un pensamiento metafísico que intenta reducir la realidad a categorías absolutas (lo en sí) o las
limitaciones del conocimiento físico-matemático que se contenta con la determinación de
magnitudes y leyes del movimiento. La contradicción y el devenir son los elementos esenciales de
la realidad y para seguirla en sus cambios y modificaciones será preciso crear frente al
pensamiento estático según conceptos un instrumento —idea— capaz de seguir a la realidad en
sus cambios y modificaciones. Adam Müller creará la fórmula del pensamiento dinámico, que
tendrá su pleno desarrollo en la dialéctica hegeliana. Frente al pensamiento racionalista y
generalizador que comprende cuando establece una correlación entre el fenómeno y la ley, el
pensar dialéctico implica la reaparición de las causas finales. La comprensión de la finalidad de lo
concreto permite alcanzar la totalidad, la Idea, de la que la realidad no es sino un momento, cuyo
sentido se encuentra precisamente en su relación con el todo.

4.° por su radical historicismo, que le lleva a distinguir entre el tiempo físico, que es una simple
magnitud y como tal intercambiable y el tiempo histórico que al poseer un sentido hace que cada
momento sea distinto de los demás. Cada etapa histórica tiene su personalidad y un valor propio,

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que la hace incomparable a cualquier otra, en contra de la idea del progreso característica de la
Ilustración. La realidad no se comprende sin integrarla en un proceso en que el pasado tiene tanta
importancia como la finalidad que da sentido a la totalidad. Comprender un fenómeno es para el
racionalista descubrir la norma que lo rige, en tanto para el romántico la comprensión se logra
cuando conoce los orígenes y pone de manifiesto la pervivencia del pasado y determina su
sentido.

La aplicación del nuevo tipo de pensamiento se caracteriza por su insistencia en establecer


conexiones espaciales entre realidad concreta y totalidad, al tiempo que temporales entre
presente y pasado, sistema que se utiliza con valor universal. La temática del pensamiento
romántico es fundamentalmente una antropología, que los propios planteamientos metodológicos
amplían hasta convertir en una teoría del grupo humano y una teoría de la evolución, fórmulas
que en último término producirán un decisivo impacto en las ciencias de la naturaleza
(evolucionismo).

La concepción racionalista del hombre implica una abstracción que elimina los caracteres
concretos de la persona para no tener en cuenta sino la común naturaleza humana. El individuo es
por tanto una realidad homogénea debido a su condición de portador de la ley natural, que aun
siendo descubierta en el interior de cada uno es, sin embargo, la misma para todos. El individuo es
además un valor último, por cuanto a él están ordenadas todas las cosas, lo que le convierte en
sujeto de derechos y contratos, en especial de los derivados del fundamental pacto político.
Frente a la concepción individualista, el Romanticismo afirma la radical vinculación y dependencia
del hombre respecto a un contexto social e histórico determinado. Toda posibilidad de existencia
individual está condicionada por la relación con los demás, incluso en aquellas actividades, como
el pensamiento, consideradas como más inmediatas y privadas.

La Symphilosophie, él pensar en común, es recomendado como la más alta posibilidad intelectual.


Por otra parte no existe ninguna realización individual que pueda tener lugar al margen de la
sociedad o de la tradición. El conocimiento del hombre no es posible para quien no toma en
consideración sino al hombre, y remite necesariamente a realidades anteriores y superiores al
individuo como el grupo social o la acción del tiempo histórico. El hombre existe en, por y, en
consecuencia, para la sociedad, para el grupo, cuya realidad no es el resultado de una creación
voluntaria, como ocurre en el pacto político, sino que por el contrario es anterior e independiente
de cada individuo concreto, tiene su propia ley de desarrollo y sus propios fines, que tampoco
coinciden con la suma de los intereses individuales. En torno a 1800 surge el término das Ganze
con que se designó el carácter orgánico de las estructuras sociales: la Sociedad es identificada con
un organismo dotado de vida propia, independiente de la de sus miembros, y se utilizan los
términos de pueblo y nación para designarla. Cada pueblo tendrá en este sistema un valor
particular expresado en forma de una misión histórica que cumplir, para cuya realización ha sido
dotado de un espíritu peculiar (Volksgeist).

El pueblo sustituye al individuo como titular de derechos y a él se aplican todos los atributos que el
racionalismo consideraba propios del hombre, con lo que la libertad de individual se hace

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colectiva, al tiempo que se eleva a principio universal que la auténtica forma de lá libertad
individual es la que consiste en integrarse en el todo colectivo. El pueblo se caracteriza por una
esencia individual, particular, lo que implica la negación de la pretensión revolucionaria de validez
universal, para las leyes. Finalmente cada pueblo crea su propia y particular cultura, irreductible a
las demás e intransmisible al menos en su última realidad, hasta tal punto que es la existencia de
ciertos fenómenos culturales propios —lengua, derecho— lo que permite descubrir y afirmar la
existencia de uno de estos grupos originarios que son los pueblos.

Herder afirma que la lengua no es ni descripción, ni imitación sino ante todo emoción, de tal
manera que los diferentes lenguajes expresan las diversas sensibilidades de cada pueblo, y esto
hasta tal punto que hablar un idioma extraño equivale a llevar una vida artificial. En los comienzos
del nuevo siglo Savigny, en su De la vocación de nuestro siglo para la legislación y la jurisprudencia,
sostuvo que el derecho es una producción inconsciente de la conciencia jurídica del pueblo, lo que
hace completamente estéril cualquier intento de aplicación universal de determinados cuerpos
legales, que serán eliminados espontáneamente al no reflejar la conciencia jurídica del pueblo al
que se intenta imponerlos.

La teoría romántica del pueblo conduce a dos formulaciones políticas: conservadurismo y


nacionalismo, de las que procede un movimiento cuya aspiración será la conservación de la
peculiaridad nacional, para lo que reclamará el derecho de cada pueblo a disponer de su destino,
en otras palabras la accesión de cada pueblo a la soberanía política. El movimiento nacionalista es
por tanto la expresión del ideario romántico, aun cuando, como ocurrirá con mucha frecuencia, el
sentimiento nacionalista romántico se combine con un ideario político revolucionario. Junto a una
teoría del grupo, el romanticismo formula una teoría de evolución, que es la contrapartida de la
imagen racionalista. La Historia aparece como un desarrollo de posibilidades diversas, cada una de
ellas igualmente valiosa, en lugar de un progreso hacia una meta última, que reduce todos los
momentos precedentes a la condición de simples medios. Unida a la teoría del grupo, conduce a la
afirmación de evoluciones distintas para cada uno de los pueblos, que son concebidos como
realidades supratemporales que persiguen a través de los siglos una evolución propia que los
conduce hacia fines particulares. Esta imagen determina una conexión entre el tiempo presente,
pasado y futuro, de tal manera que el presente queda radicalmente condicionado por los fines
últimos del pueblo que se conseguirán en el futuro, pero sobre todo por las realidades del pasado,
con el que ni siquiera la entera unanimidad del pueblo vivo en un momento podría romper sin que
el hacerlo destruyese simultáneamente su peculiar personalidad, su condición de pueblo
individualizado, planteamiento del que se derivan la doctrina política del tradicionalismo.

Textos fundamentales para la Historia. Miguel Artola

INDIVIDUO Y SOCIEDAD

Por lo tanto, existe una educación del género humano precisamente porque cada hombre se hace
hombre solamente a fuerza de educación y porque toda la especie no vive sino en esta cadena de
individuos. Si alguien dijera que lo que se educa no es el individuo sino la especie, hablaría para mí

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en un lenguaje ininteligible, ya que género y especie son conceptos abstractos mientras no existan
en individuos concretos. Si atribuyera yo a este concepto abstracto todas las perfecciones de la
humanidad, de la cultura y de las luces que permite un concepto idealista, habría dicho tanto de la
verdadera historia de nuestra especie como si hablara de la animalidad, de la "petreidad" o de la
"metaleidad" en general, adornándolas con los atributos más brillantes pero contradictorios en los
individuos tomados aisladamente. Mas nuestra filosofía no ha de seguir por estos senderos de la
filosofía de Averroes según la cual todo el género humano posee solamente un alma, y ésta de
baja estofa, que se comunica sólo parcialmente a cada individuo. Si, por el contrario, quisiera
reducir todo lo humano a los seres individuales negando la conexión que los une, me pongo
nuevamente en contradicción con la naturaleza humana y el evidente testimonio de su historia,
pues ningún individuo se ha hecho hombre por sí mismo.

Toda su estructura humana está conectada con sus padres mediante una generación espiritual
llamada educación, lo mismo que con sus amigos, maestros y todas las circunstancias en el curso
de su vida, es decir, con su pueblo y sus antepasados o sea, finalmente, con toda la cadena que
forma su especie, la cual es responsable por alguno de sus eslabones de ésta o aquélla de sus
potencias psíquicas.

J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad

Indicaré solamente el error de principio que ha servido de base a esta Constitución, y que ha
extraviado a los franceses desde el primer instante de su revolución. La Constitución de 1795,
como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien, el hombre no existe en el mundo.
Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se
puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo
desconozco. ...una Constitución que está hecha para todas las naciones, no está hecha para
ninguna: es una pura abstracción, una obra escolástica, hecha para ejercitar el ingenio partiendo
de una hipótesis ideal, y que está destinada al hombre en los espacios imaginarios que habita.
¿Qué es una Constitución? No otra cosa que la solución al siguiente problema: dadas la población,
las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, las riquezas, las buenas
y malas cualidades de determinada nación, hállense las leyes que le convienen.

J. DE MAISTRE: Consideraciones sobre Francia.

E L «VOLKGEIST»

Puesto que el hombre nace de una raza y dentro de ella, su cultura, educación y mentalidad tienen
carácter genético. De ahí esos caracteres nacionales tan peculiares y tan profundamente impresos
en los pueblos más antiguos que se perfilan tan inequívocamente en toda su actuación sobre la
tierra. Así como la fuente se enriquece con los componentes, fuerzas activas y sabor propios del
suelo de donde brotó, así también el carácter de los pueblos antiguos se originó de los rasgos
raciales, la región que habitaban, el sistema de vida adoptado y la educación, como también de las

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ocupaciones preferidas y las hazañas de su temprana historia que le eran propias. Las costumbres
de los mayores penetraban profundamente y servían al pueblo de sublime modelo.

J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de h Historia de la Humanidad (1784-91)

EL NACIONALISMO

La sola idea de constituir un nuevo gobierno es suficiente para llenarnos de disgusto y de horror.
Desearíamos, tanto en el período de la revolución como después derivar del pasado todo cuanto
poseemos como un legado de nuestros mayores. Hemos tenido cuidado de no injertar en el
cuerpo y tronco de nuestra herencia ninguna rama extraña a la naturaleza del árbol primitivo.
Hasta ahora todas las reformas se han hecho respetando el principio del respeto al pasado; y
espero, ¿qué digo?, estoy seguro de que todas las reformas que se realicen en el futuro estarán
cuidadosamente basadas sobre análogos precedentes, autoridad y ejemplo. (...) La sociedad es, sin
duda, un contrato. Contratos de inferior naturaleza que recaen sobre objetos puramente
ocasionales, se pueden disolver a voluntad. Pero no se puede considerar al Estado como a una
sociedad para el comercio de pimienta, café, indiana o tabaco o cualquier otra cosa de tan poca
monta, tomándolo por una sociedad de insignificantes intereses transitorios, susceptibles de
disolverse a gusto de las partes. Hay que mirarlo con mayor respeto, porque no es una asociación
cuyo fin sea el de asegurar la grosera existencia animal de una naturaleza efímera y perecedera. Es
una asociación que participa de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las virtudes y
perfecciones. Pero como muchas generaciones no bastan para alcanzar los fines de semejante
asociación, el Estado se convierte en una asociación no sólo entre los vivos, sino también entre los
vivos y los muertos y aquellos que van a nacer. Los contratos de cada Estado particular no son sino
cláusulas del gran contrato originario de la sociedad eterna, que reúne las naturalezas más bajas a
las naturalezas más elevadas, une el mundo invisible al visible, conforme a un pacto inalterable
sancionado por inviolables juramentos, que sostiene a todas las naturalezas morales y físicas cada
una en su sitio determinado. Esta ley no está sujeta a la voluntad de aquellos que, por una
obligación que les es infinitamente superior, están obligados a someterle su voluntad. Las
corporaciones, miembros de este universal reino, no son libres moralmente para, por su gusto y
según especulaciones de un posible mejoramiento, desunir enteramente y romper en pedazos los
lazos de su comunidad subordinada y disolverla en el anti social e incivil caos de la confusión de las
fuerzas elementales. Sólo una necesidad primordial y superior, que no se elige, sino que se
impone, superior a la deliberación, por encima de la discusión y que no pide pruebas, puede
justificar el recurso de la anarquía. Esta necesidad no es una excepción a la regla, porque forma
parte también de este orden moral y físico de las cosas, al cual debe el hombre obedecer de grado
o por fuerza. Pero si lo que es sólo sometimiento, a la necesidad se convierte en objeto de
elección, la ley se viola, se desobedece a la naturaleza y los transgresores son proscritos,
expulsados y exilados del mundo de la razón, del orden, de la paz, de la virtud y de la expiación
fecunda; en una palabra, del mundo que se opone a la locura, a la discordia y al vicio, al mundo de
la confusión y del dolor infecundo.

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E. BURKE: Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790).

Lectura 10: Carl Marx


EL TRABAJO ENAJENADO

Nosotros partimos de un hecho económico, actual.

El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia
y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más
mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la
valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a
sí mismo y al obrero como mercancía, y justamente en la proporción en que produce mercancías
en general.

Este hecho, por lo demás, no expresa sino esto: el objeto que el trabajo produce, su producto, se
enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor. El producto del
trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa; el producto es la
objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo
aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabajador, la objetivación
como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento, como
enajenación.

Hasta tal punto aparece la realización del trabajo como desrealización del trabajador, que éste es
desrealizado hasta llegar a la muerte por inanición. La objetivación aparece hasta tal punto como
perdida del objeto que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la
vida, sino incluso para el trabajo. Es más, el trabajo mismo se convierte en un objeto del que el
trabajador sólo puede apoderarse con el mayor esfuerzo y las más extraordinarias interrupciones.
La apropiación del objeto aparece en tal medida como extrañamiento, que cuantos más objetos
produce el trabajador, tantos menos alcanza a poseer y tanto más sujeto queda a la dominación
de su producto, es decir, del capital.

Todas estas consecuencias están determinadas por el hecho de que el trabajador se relaciona con
el producto de su trabajo como un objeto extraño. Partiendo de este supuesto, es evidente que
cuánto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo extraño,
objetivo que crea frente a sí y tanto más pobres son él mismo y su mundo interior, tanto menos
dueño de sí mismo es. Lo mismo sucede en la religión. Cuanto más pone el hombre en Dios, tanto
memos guarda en sí mismo. El trabajador pone su vida en el objeto, pero a partir de entonces ya
no le pertenece a él, sino al objeto. Cuanto mayor es la actividad, tanto más carece de objetos el
trabajador. Lo que es el producto de su trabajo, no lo es él. Cuanto mayor es, pues, este producto,
tanto más insignificante es el trabajador. La enajenación del trabajador en su producto significa no
solamente que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia exterior, sino que existe

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fuera de él, independiente, extraño, que se convierte en un poder independiente frente a él; que
la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil.

(XXIII) Consideraremos ahora más de cerca la objetivación, la producción del trabajador, y en ella
el extrañamiento, la pérdida del objeto, de su producto.

El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, sin el mundo exterior sensible. Esta es la
materia en que su trabajo se realiza, en la que obra, en la que y con la que produce.

Pero así como la naturaleza ofrece al trabajo medios de vida, en el sentido de que el trabajo no
puede vivir sin objetos sobre los que ejercerse, así, de otro lado, ofrece también víveres en sentido
estricto, es decir, medios para la subsistencia del trabajador mismo.

En consecuencia, cuanto más se apropia el trabajador el mundo exterior, la naturaleza sensible,


por medio de su trabajo, tanto más se priva de víveres en este doble sentido; en primer lugar,
porque el mundo exterior sensible cesa de ser, en creciente medida, un objeto perteneciente a su
trabajo, un medio de vida de su trabajo; en segundo término, porque este mismo mundo deja de
representar, cada vez más pronunciadamente, víveres en sentido inmediato, medios para la
subsistencia física del trabajador.

El trabajador se convierte en siervo de su objeto en un doble sentido: primeramente porque


recibe un objeto de trabajo, es decir, porque recibe trabajo; en segundo lugar porque recibe
medios de subsistencia. Es decir, en primer término porque puede existir como trabajador, en
segundo término porque puede existir como sujeto físico. El colmo de esta servidumbre es que ya
sólo en cuanto trabajador puede mantenerse como sujeto físico y que sólo como sujeto físico es ya
trabajador.

(La enajenación del trabajador en su objeto se expresa, según las leyes económicas, de la siguiente
forma: cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea,
tanto más sin valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más
deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador; cuanto
mis rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más desespiritualizado y ligado a la naturaleza
queda el trabajador.)

La Economía Política oculta la enajenación esencial del trabajo porque no considera la relación
inmediata entre el trabajador (el trabajo) y la producción.

Ciertamente el trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce privaciones para el
trabajador. Produce palacios, pero para el trabajador chozas. Produce belleza, pero deformidades
para el trabajador. Sustituye el trabajo por máquinas, pero arroja una parte de los trabajadores a
un trabajo bárbaro, y convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu, pero origina
estupidez y cretinismo para el trabajador.

La relación inmediata del trabajo y su producto es la relación del trabajador y el objeto de su


producción. La relación del acaudalado con el objeto de la producción y con la producción misma

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es sólo una consecuencia de esta primera relación y la confirma. Consideraremos más tarde este
otro aspecto.

Cuando preguntamos, por tanto, cuál es la relación esencial del trabajo, preguntamos por la
relación entre el trabajador y la producción.

Hasta ahora hemos considerado el extrañamiento, la enajenación del trabajador, sólo en un


aspecto, concretamente en su relación con el producto de su trabajo. Pero el extrañamiento no se
muestra sólo en el resultado, sino en el acto de la producción, dentro de la actividad productiva
misma. ¿Cómo podría el trabajador enfrentarse con el producto de su actividad como con algo
extraño si en el acto mismo de la producción no se hiciese ya ajeno a sí mismo? El producto no es
más que el resumen de la actividad, de la producción. Por tanto, si el producto del trabajo es la
enajenación, la producción misma ha de ser la enajenación activa, la enajenación de la actividad; la
actividad de la enajenación. En el extrañamiento del producto del trabajo no hace más que
resumirse el extrañamiento, la enajenación en la actividad del trabajo mismo.

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo?

Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que


en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no
desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu.
Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo
suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino
forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio
para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el
hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del
trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo
de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad
del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no
se pertenece a sí mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía
humana, de la mente y del corazón humano, actúa sobre el individuo independientemente de él,
es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no
es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.

De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el
comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en
cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y
lo humano en lo animal.

Comer, beber y engendrar, etc., son realmente también auténticas funciones humanas. Pero en la
abstracción que las separa del ámbito restante de la actividad humana y las convierte en un único
y último son animales.

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Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad humana práctica, del trabajo, en dos
aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como con un objeto ajeno y que
lo domina. Esta relación es, al mismo tiempo, la relación con el mundo exterior sensible, con los
objetos naturales, como con un mundo extraño para él y que se le enfrenta con hostilidad; 2) la
relación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del
trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción
como pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia energía física y
espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad
que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él. La enajenación respecto de si mismo
como, en el primer caso, la enajenación respecto de la cosa.

(XXIV) Aún hemos de extraer de las dos anteriores una tercera determinación del trabajo
enajenado.

El hombre es un ser genérico no sólo porque en la teoría y en la práctica toma como objeto suyo el
género, tanto el suyo propio como el de las demás cosas, sino también, y esto no es más que otra
expresión para lo mismo, porque se relaciona consigo mismo como el género actual, viviente,
porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso libre.

La vida genérica, tanto en el hombre como en el animal, consiste físicamente, en primer lugar, en
que el hombre (como el animal) vive de la naturaleza inorgánica, y cuanto más universal es el
hombre que el animal, tanto más universal es el ámbito de la naturaleza inorgánica de la que vive.
Así como las plantas, los animales, las piedras, el aire, la luz, etc., constituyen teóricamente una
parte de la conciencia humana, en parte como objetos de la ciencia natural, en parte como objetos
del arte (su naturaleza inorgánica espiritual, los medios de subsistencia espiritual que él ha de
preparar para el goce y asimilación), así también constituyen prácticamente una parte de la vida y
de la actividad humano. Físicamente el hombre vive sólo de estos productos naturales, aparezcan
en forma de alimentación, calefacción, vestido, vivienda, etc. La universalidad del hombre aparece
en la práctica justamente en la universalidad que hace de la naturaleza toda su cuerpo inorgánico,
tanto por ser (l) un medio de subsistencia inmediato, romo por ser (2) la materia, el objeto y el
instrumento de su actividad vital. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; la naturaleza,
en cuanto ella misma, no es cuerpo humano. Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que
la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir. Que
la vida física y espiritual del hombre está ligada con la naturaleza no tiene otro sentido que el de
que la naturaleza está ligada consigo misma, pues el hombre es una parte de la naturaleza.

Como quiera que el trabajo enajenado (1) convierte a la naturaleza en algo ajeno al hombre, (2) lo
hace ajeno de sí mismo, de su propia función activa, de su actividad vital, también hace del género
algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida individual.
En primer lugar hace extrañas entre sí la vida genérica y la vida individual, en segundo término
convierte a la primera, en abstracta, en fin de la última, igualmente en su forma extrañada y
abstracta.

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Pues, en primer término, el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el
hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la
existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la
forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la
actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como
medio de vida.

El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre
hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital
consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad
vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal. Justamente, y
sólo por ello, es él un ser genérico. O, dicho de otra forma, sólo es ser consciente, es decir, sólo es
su propia vida objeto para él, porque es un ser genérico. Sólo por ello es su actividad libre. El
trabajo enajenado invierte la relación, de manera que el hombre, precisamente por ser un ser
consciente hace de su actividad vital, de su esencia, un simple medio para su existencia.

La producción práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es la


afirmación del hombre como un ser genérico consciente, es decir, la afirmación de un ser que se
relaciona con el género como con su propia esencia o que se relaciona consigo mismo como ser
genérico. Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las
abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente
para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce
universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que
el hombre produce incluso libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el
animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el
producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se
enfrenta libremente a su producto. El animal forma únicamente según la necesidad y la medida de
la especie a la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir según la medida de cualquier
especie y sabe siempre imponer al objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea
también según las leyes de la belleza.

Por eso precisamente es sólo en la elaboración del mundo objetivo en donde el hombre se afirma
realmente como un ser genérico. Esta producción es su vida genérica activa. Mediante ella
aparece la naturaleza como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso la objetivación
de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la
conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a si mismo en un mundo creado Por él. Por
esto el trabajo enajenado, al arrancar al hombre el objeto de su producción, le arranca su vida
genérica, su real objetividad genérica y transforma su ventaja respecto del animal en desventaja,
pues se ve privado de su cuerpo inorgánico, de la naturaleza. Del mismo modo, al degradar la
actividad propia, la actividad libre, a la condición de medio, hace el trabajo enajenado de la vida
genérica del hombre en medio para su existencia física.

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Mediante la enajenación, la conciencia del hombre que el hombre tiene de su género se
transforma, pues, de tal manera que la vida genérica se convierte para él en simple medio.

El trabajo enajenado, por tanto:

3) Hace del ser genérico del hombre, tanto de la naturaleza como de sus facultades espirituales
genéricas, un ser ajeno para él, un medio de existencia individual. Hace extraños al hombre su
propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana.

4) Una consecuencia inmediata del hecho de estar enajenado el hombre del producto de su
trabajo, de su actividad vital, de su ser genérico, es la enajenación del hombre respecto del
hombre. Si el hombre se enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro. Lo que es válido
respecto de la relación del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y consigo mismo,
vale también para la relación del hombre con el otro y con trabajo y el producto del trabajo del
otro.

En general, la afirmación de que el hombre está enajenado de su ser genérico quiere decir que un
hombre esta enajenado del otro, como cada uno de ellos está enajenado de la esencia humana.

La enajenación del hombre y, en general, toda relación del hombre consigo mismo, sólo encuentra
realización y expresión verdaderas en la relación en que el hombre está con el otro.

En la relación del trabajo enajenado, cada hombre considera, pues, a los demás según la medida y
la relación en la que él se encuentra consigo mismo en cuanto trabajador.

Karl Marx. Manuscritos de economía y filosofía.

LA CRÍTICA DE LA RELIGIÓN SE HALLA SUPERADA

La existencia profana del error se halla comprometida, desde que ha quedado refutada su celestial
oratio pro aris et focis [discurso a favor de los altares y los hogares; es decir, en este caso, de los
símbolos del Estado y de la sociedad burguesa, que se puede traducir “por Dios y por la patria)].
Tras buscar un superhombre en la realidad fantástica del cielo, el hombre se ha encontrado sólo
con el reflejo de sí mismo y le ha perdido el gusto a no encontrar más que esta apariencia de sí, el
anti hombre, cuando lo que busca y tiene que buscar es su verdadera realidad.

El fundamento de la crítica irreligiosa es: el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre.
Y ciertamente la religión es conciencia de sí y de la propia dignidad, como las puede tener el
hombre que todavía no se ha ganado a sí mismo o bien ya se ha vuelto a perder. Pero el hombre
no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es su propio mundo, Estado,
sociedad; Estado y sociedad, que producen la religión, [como] conciencia tergiversada del mundo,
porque ellos son un mundo al revés. La religión es la teoría universal de este mundo, su
compendio enciclopédico, su lógica popularizada, su pundonor espiritualista, su entusiasmo, su
sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón general que la consuela y justifica. Es la
realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad. Por

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tanto, la lucha contra la religión es indirectamente una lucha contra ese mundo al que le da su
aroma espiritual.

La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La
religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de
un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo.

La superación de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de que éste sea
realmente feliz. La exigencia de que el pueblo se deje de ilusiones es la exigencia de que abandone
un estado de cosas que las necesita. La crítica de la religión es ya, por tanto, implícitamente la
crítica del valle de lágrimas, santificado por la religión.

La crítica le ha quitado a la cadena sus imaginarias flores, no para que el hombre la lleve sin
fantasía ni consuelo, sino para que arroje la cadena y tome la verdadera flor. La crítica de la
religión desengaña al hombre, para que piense, actúe, dé forma a su realidad como un hombre
desengañado, que entra en razón; para que gire en torno de sí mismo y por tanto en torno a su sol
real. La religión no es más que el sol ilusorio, pues se mueve alrededor del hombre hasta que éste
se empiece a mover alrededor de sí mismo.

Es decir que, tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de la historia es establecer la
verdad del más acá. Es a una filosofía al servicio de la historia a quien corresponde en primera
línea la tarea de desenmascarar la enajenación de sí mismo en sus formas profanas, después que
ha sido desenmascarada la figura santificada de la enajenación del hombre por sí mismo. La crítica
del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del Derecho, la
crítica de la teología en crítica de la política….

Cierto, el arma de la crítica no puede sustituir la crítica por las armas; la violencia material no
puede ser derrocada sino con violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia
material una vez que prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas, en cuanto
demuestra ad hominem, y demuestra ad hominem en cuanto se radicaliza. Ser radical es tomar la
cosa de raíz. Y para el hombre la raíz es el hombre mismo. La prueba evidente del radicalismo de la
teoría alemana, o sea, de su energía práctica, es que parte de la decidida superación positiva de la
religión. La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para
el hombre y por tanto en el imperativo categórico de acabar con todas las situaciones que hacen
del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable. Nada mejor para
describirlas que la exclamación de aquel francés ante el proyecto de un impuesto sobre los perros:
"¡Pobres perros! ¡Os quieren tratar como a hombres!".

Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Karl Marx

Marx

El punto de partida de Marx es el del primer Hegel. Su propio deseo de criticar a los herederos de
Hegel, fueran de la izquierda o de la derecha, lo llevó más adelante a poner de relieve los
contrastes entre él mismo y Hegel; y los posteriores marxistas han tenido otras razones para

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suprimir los aspectos hegelianos de Marx. Pero esto ha conducido a una falsificación de Marx,
cuyo concepto central es el de libertad, y de libertad en el sentido hegeliano. Hegel había escrito
sobre la idea de libertad que "esta misma idea es la realidad de los hombres; no algo que tienen
como hombres, sino algo que son". Marx señaló que "la libertad es en tal grado la esencia del
hombre que aun sus enemigos se dan cuenta de ello... Ningún hombre combate la libertad; a lo
sumo, combate la libertad de los demás".

Lo mismo que Hegel, Marx concibe la libertad en términos de la superación de las limitaciones y
constricciones de un orden social mediante la creación de otro orden social menos limitado. A
diferencia de Hegel, no considera que esas limitaciones y constricciones sean las de un esquema
conceptual dado. Lo que constituye un orden social lo que constituye a la vez sus posibilidades y
limitaciones, es la forma dominante de trabajo por la que se produce su sostén material. Las
formas de trabajo varían con las formas de tecnología; y la división del trabajo y la consiguiente
división entre amos y trabajadores establecen una separación en la sociedad humana y el
surgimiento de las clases y los conflictos entre ellas. Los esquemas conceptuales con que los
hombres captan su propia sociedad tienen un doble papel: en parte revelan la naturaleza de esa
actividad y en parte ocultan su verdadero carácter. Así, la crítica de los conceptos y la lucha por la
transformación de la sociedad necesariamente van de la mano, aunque la relación entre estas dos
tareas variará según los diferentes periodos.

Este reemplazo del autodesarrollo hegeliano de la Idea absoluta por la historia económica y social
de las clases conduce a una transformación de la visión hegeliana sobre el individualismo. Según
Hegel, los diversos esquemas conceptuales individualistas son a la vez realizaciones y obstáculos
para ulteriores realizaciones, es decir, estadios en el desarrollo de la conciencia humana sobre la
moralidad que revelan a su vez sus limitaciones paniculares. Así, son considerados también por
Marx. Pero sólo pueden comprenderse si se los interpreta en el conte.xto de la sociedad burguesa.

La esencia de la sociedad burguesa es la innovación técnica en interés de la acumulación de


capital. Se destruyen los vínculos de la sociedad feudal, se desencadena un espíritu de empresa y
el poder del hombre sobre la naturaleza se extiende indefinidamente. Por eso el concepto de la
libertad del individuo, liberado para entrar en una economía de mercado libre, es fundamental en
la vida social burguesa. Pero las libertades de que goza el individuo en la sociedad que Hegel llamó
civil y Marx burguesa, son en parte ilusorias; pues las formas económicas y sociales de esa misma
sociedad aprisionan al individuo libre en un conjunto de relaciones que anulan su libertad civil y
legal e impiden su desarrollo. En todas las sociedades, la naturaleza del trabajo humano y la
organización social han dado por resultado una incapacidad del hombre para comprenderse a sí
mismo y sus posibilidades, excepto en formas distorsionadas. Los hombres se ven dominados por
poderes y fuerzas impersonales, que de hecho son sus formas de vida social, es decir, los frutos de
sus propias acciones a los que se han dotado de una falsa objetividad y de una existencia
independiente. Igualmente, se ven a sí mismos como agentes libres en áreas de su vida en que las
formas económicas y sociales dictan de hecho los papeles que desempeñan. Estas ilusiones
paralelas e inevitables constituyen la enajenación del hombre, o sea, la pérdida de la aprehensión
de su propia naturaleza. En la sociedad burguesa, la enajenación se manifiesta en las instituciones

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de la propiedad privada, que a su vez agrava las enajenaciones. Los filósofos morales
individualistas participan a la vez de las características libera doras y constrictivas de la sociedad
burguesa. Manifiestan tanto el auténtico avance en la liberación humana que ella representa
como su forma específica de enajenación humana una específica de enajenación humana. Para
Marx en sus primeros e5crites sistemáticos, la oposición fundamental en la sociedad burguesa se
presenta entre lo que la filosofía burguesa y la economía política revelan acerca de las
posibilidades humanas y lo que el estudio empírico de la sociedad burguesa revela acerca de la
actividad humana contemporánea. La libertad es destruida por 1a economía burguesa, y las
necesidades humanas que la industria burguesa no llega a satisfacer son elementos de juicio
contrarios a esa economía y a esa industria; pero esto no es una· mera invocación al ideal en
contra de la realidad. Pues las metas de la libertad y la necesidad humanas son las metas implícitas
en la lucha de la clase obrera en la sociedad burguesa. Pero las metas tienen que ser determinadas
en términos del establecimiento de una nueva forma de sociedad en que la división de clases -y
con ella, la sociedad burguesa- sea abolida. O sea: en la sociedad burguesa hay al menos dos
grupos sociales constituidos por la clase dominante y la clase dominada. Cada una tiene sus
propias metas y formas de vida fundamentales. Se infiere que los preceptos mo rales pueden tener
un papel dentro de la vida social de cada clase, pero no hay normas independientes y
trascendentes que se encuentren por encima de los problemas que dividen a las clases. Muchos
preceptos semejantes aparecerán, por cierto, en las moralidades de cada clase, simplemente en
virtud de que cada clase es un grupo humano, pero no servirán para determinar las relaciones
entre las clases.

Una vez delineados estos, antecedentes, creo que se comprenden como totalmente compatibles
consigo mismas las actitudes de Marx en diversas ocasiones con respecto a la formulación de
juicios morales. Marx creyó, por una parte, que en los asuntos relacionados con el conflicto entre
las clases sociales, la invocación a los juicios morales no sólo carecía de sentido sino que era
positivamente engañosa. Así, trató de eliminar los llamados a la justicia para la clase obrera de los
documentos de la primera Internacional. Pues ¿a quiénes se dirigían estos llamados? Presumible
mente a los responsables de la explotación; pero ellos actuaban de acuerdo con las normas de su
clase, y, aunque puedan encontrarse filantrópicos moralistas individuales entre la burguesía, la
filantropía no puede alterar la estructura de clases. Sin embargo, se puede usar un lenguaje
moralmente valorativo, por lo menos en dos sentidos. Puede usárselo simplemente en el curso de
una descripción de acciones e instituciones: ningún lenguaje adecuadamente descriptivo de la
esclavitud podría dejar de condenar a cualquiera que tenga ciertas actitudes y metas. O puede
usárselo explícitamente para condenar, invocando no un tribunal independiente y ajeno a las
clases, sino los términos en que los opositores mismos han elegido ser juzgados. Así, Marx,
rechaza en el Manifiesto los cargos dirigidos contra el comunismo por los críticos burgueses,
sosteniendo que han sido condenados por sus propias premisas y no por las del marxismo.

Podemos expresar de otra forma la actitud de Marx hacia la moralidad. El uso del vocabulario
moral siempre presupone una forma compartida de orden social. El llamado a los principios
morales en contra de un estado de cosas existente es siempre un llamado dentro de los límites de

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esa forma social, y para formular un llamado en contra de esa forma social debemos encontrar un
vocabulario que no presupone su existencia. Un vocabulario semejante se encuentra bajo la forma
de la expresión de deseos y necesidades que no pueden satisfacerse en la sociedad existente y que
exigen un nuevo orden social. Así, Marx dirige un llamado a los deseos y necesidades de la clase
obrera en contra del orden social de la sociedad burguesa. Pero nunca plantea dos preguntas que
son decisivas para su propia doctrina. La primera se refiere al papel de la moralidad dentro del
movimiento de la clase obrera. Puesto que considera que la creación de la clase obrera ha sido
determinada económicamente por el desarrollo del capitalismo, y que las necesidades del
capitalismo obligarán a la clase obrera a oponerse conscientemente a este sistema, nunca
examina el problema de los principios de acción que darán forma al movimiento de la clase
obrera. Esta omisión forma parte de una laguna más general en su argumentación Marx es
bastante preciso con respecto a la naturaleza de la decadencia del capitalismo; y aunque sus
afirmaciones sobre los detalles de la economía socialista sean dispersas, podemos considerar que
se ajustan a su propio punto de vista. Pero no es explícito con respecto a la naturaleza de la
transición del capitalismo· al comunismo. Por eso nos quedamos en la incertidumbre sobre la
forma en que Marx cree posible que una sociedad presa de los errores del individualismo moral
puede negar a darse cuenta de ellos y trascenderlos.

La segunda gran omisión de Marx se refiere a la moralidad en la sociedad socialista y comunista.


Por lo menos en un pasaje se expresa como si el comunismo fuera una encarnación del reino
kantiano de los fines. Pero en el mejor de los casos no pasa de las alusiones en lo que se refiere a
este tema. La consecuencia de estas dos omisiones relacionadas es que Marx dejó un lugar para
que los posteriores marxistas efectuaran interpolaciones en este punto. Lo que no pudo haber
previsto es el carácter de las interpolaciones. Bernstein, el marxista revisionista, que no creía en el
advenimiento del socialismo en un futuro cercano, trató de buscar un fundamento kantiano para
las actividades del movimiento obrero. Kautsky advirtió que la invocación al imperativo categórico
se convertía, en manos de Bernstein, precisamente en el tipo de invocación a una moralidad
superior a las clases y a la sociedad que Marx condenaba. Sin embargo, lo que él ofrecía en lugar
de ésta no era más que un crudo utilitarismo. Esto expuso al marxismo posterior a una debilidad
que sólo puede ponerse de manifiesto tras haber examinado el utilitarismo.

Historia de la Ética. Alasdair Macintyre.

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