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Golfos y sinvergüenzas de la historia ©

Albor libros es una marca registrada de Alba libros.


Diseño de colección, cubierta y maquetación:
Digrafrry, S. L.
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L.
Prólogo
1. Caraduras y sinvergüenzas
2. granujas y tramposos
3. Farsantes y embusteros
4. Impostores y usurpadores
5.Estafadores y timadores
6.Charlatanes y engañabobos
7. Embaucadores religiosos
8. Esotéricos y paranormales
PRÓLOGO

Puedes engañar por algún tiempo a todo el mundo;


puedes engañar durante todo el tiempo a algunas
personas.
Pero no puedes engañar a todo el mundo durante todo el tiempo.
Abraham Lincoln

Se puede confar en las malas personas; no cambian jamás.


William Faulkner
Los hombres son como las bombas: cuando menos lo
esperas te explotan.
Enrique Jardiel Poncela

En cierta ocasión, para aclarar defnitivamente su pobre opinión sobre los


estadounidenses, el escritor irlandés Oscar Wilde contó que un
coleccionista yanqui demandó a la compañía de ferrocarriles de su país
porque al traerle una reproducción de la Venus de Milo se la llevaron sin
brazos. «Naturalmente, ganó el pleito», apostilló Wilde. Es una historia
ciertamente graciosa, con mucha retranca, que nos pone de lleno en la
senda de lo que podéis leer en este libro.
Y es que, aunque nos gustaría que fuera de otra forma, en esta tierra
de golfos y sinvergüenzas, adoramos a todos los pillos y granujas. Nos
encanta aplaudir sus hazañas y, con mayor o menor secreto, envidiamos
sus logros. Es como si pensáramos que engañar al prójimo, que
aprovecharse o reírse de él, timarlo y, si es posible, vivir a sus expensas
es algo digno de alabanza y encomio. Sí; nos gustan los golfos y los
sinvergüenzas...
Bueno, nos gustan siempre y cuando no seamos nosotros mismos las
víctimas de sus artimañas y sus enredos. Esto no lo podemos admitir,
porque signifcaría que hemos sido lo sufcientemente tontos como para
dejarnos engañar. Y el orgulb es lo peor que se le puede intentar robar o
herir a un español.
Por tanto, este libro —que continúa en esfuerzo e intención a los otros
tomos que, poco a poco, van engrosando esta colección tan querida—, les
va a gustar, sin duda, porque su gran despliegue de anécdotas y sucesos
curiosos tiene una gran ventaja: en él narro las vicisitudes de más de mil
artistas del engaño, más de mil picaros, más de mil granujas que se han
aprovechado de los demás, pero no —al menos, de momento—, de
nosotros.
En él se reúnen, pues, una buena colección de tunantes, caraduras y
tramposos de muy distintos pelajes y de muy variadas intenciones.
Grandes estafadores y pequeños timadores, sorprendentes impostores y
asombrosos charlatanes y farsantes. Embaucadores religiosos y
esotéricos, escudados en una amplia variedad de invenciones, pero todos
con el común denominador de vivir del cuento y, preferentemente, de la
candidez y la inocencia de sus congéneres. Bribones casi inofensivos,
pero también canallas peligrosos y malintencionados. Chulos, caraduras
y fulleros que provocan, sobre todo, la sonrisa; pero también
desaprensivos, rufanes y redomados embusteros, que causan
indignación, cuando no repugnancia por sus actos y por su perfl
humano. Desde gamberros, mentirosos y tunantes a vagos, aprovechados
y jetas, pasando por usurpadores, ladrones y estafadores.
Personajes de vidas tan disparatadas o tan impactantes como la
española que vivió durante años del cuento de que había sido una de las
víctimas del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, el fontanero
que se hizo pasar por lama tibetano o aquel tan famoso que vive a cuerpo
de rey gracias a su supuesta y falsa habilidad para doblar cucharas con la
mente. Mujeres que se hicieron pasar por hombres, y al revés, así como
falsos supervivientes de los campos de exterminio nazis o supuestas hijas
de zares rusos. Princesas de reinos inexistentes y falsos hijos de actores
de Hollywood. Timadores que vendieivn la torre Eiffel o la Estatua de la
Libertad o que alquilaron fraudulentamente la Casa Blanca. Magos de
las fnanzas y desfalcadores que hundieron bancos, que arruinaron a
miles de humildes inversores o que pusieron en peligro a países enteros,
o, por visitar la plena actualidad, el fnlandés que puso en marcha el
imponente negocio de las descargas ilegales por Internet. Gurúes,
telepredicadores, vendedores de humo, falsos científcos, sacerdotes
impíos, fundadores de religiones de dudosa moralidad e incluso dioses
redivivos, sin olvidarnos de abducidos y falsos testigos de ovnis, e
incluso alguno que mantuvo la farsa de que era capaz de fotografar
retrospectivamente al mismísimo Jesucristo en la Cruz...
Un asombroso desfle de personajes fuera de lo normal, pero dueños, la
gran mayoría, de un inagotable ingenio y una hilarante inventiva,
preparados para eludir cualquier trampa y capaces, a la vez, de burlar a
—y burlarse de—cualquiera
Lógicamente, también os cuento, indirectamente, la historia de
muchas víctimas de estos engaños, personas de buena fe —y no pocas
veces de mucha codicia— que una y otra vez caen en el engaño y, de
paso, nos recuerdan que hasta el más pintado puede caer en una trampa.
Y es que, como dijo —supuestamente— el promotor de espectáculos
estadounidense Phineas T. Barnum: «Cada minuto nace un primo».
Golfos y sinvergüenzas, en defnitiva, tan parecidos a esos otros tan
comunes que todos conocemos y que pululan por nuestras vidas, sólo que
éstos muchos más audaces.

Gregorio Doval
Entre los caraduras y sinvergüenzas de la historia ocupan un
lugar preminente la multitud de enchufados y trepas que pululan
por ella. Valga, a modo de ejemplo, que repasemos la vida de
algunos de ellos.
En septiembre de 1735, el infante de España Luis Antonio Jaime
de Borbón y Farnesio (1727-1785), sexto hijo de Felipe V, fue
nombrado arzobispo de Toledo y primado de España a la tierna
edad de ocho años, se dice que tras largas y tensas negociaciones
de su padre con la Santa Sede. Pese a su falta de experiencia, no lo
debió de hacer tan mal pues, tres meses después, el papa
Clemente XII le nombró cardenal presbítero de Santa Maria della
Scala y, cuatro años después, arzobispo de Sevilla. Sin embargo, a
los veintisiete años renunció a estas dignidades eclesiásticas por
no ser aún, pese a su altísimo rango, sacerdote ni tener ya
vocación para serlo (aunque sí para casarse). Abandonada tan
brillante y, tal vez, exigente carrera curial, pasó a disfrutar de una
vida itinerante, volcada en sus dos grandes pasiones: la música y
el estudio de la naturaleza. Vamos, todo un prodigio de abnegado
hombre hecho a sí mismo a base de su propio esfuerzo.
Aún más precoz (o, más bien, prematuro) fue el príncipe
Federico (1763-1827), duque de York y Albany y conde del Ulster,
segundo de los 15 hijos del rey Jorge III de Inglaterra, que fue
elegido príncipe-obispo de Osnabrück, una diócesis de la Baja
Sajonia, gracias a la infuencia de su padre, Elector de Hannover, a
la increíble e inusitada edad de ciento noventa y seis días (no
había cumplido siete meses), el 27 de febrero de 1764.
Obviamente, eso hace de él el obispo más joven de la historia. Sólo
renunciaría al cargo treinta y nueve años después (y ello porque
se disolvió el obispado). Pero es que, además, también desarrolló
a la vez una igualmente precoz carrera militar, pues a los
diecisiete años ya fue nombrado por su padre coronel. Solo cuatro
años después ya era general en jefe. Un prodigio.
Entre los trepas españoles destaca el duque de Lerma, Francisco
de Sandoval y Rojas (1553-1625), marqués de Denia y de Cea, que
fue sumiller de corps, caballerizo mayor y primer ministro y
valido (1598-1621) del rey Felipe III. Al decir de sus críticos, su
gestión de los asuntos públicos se caracterizó por su afán de
hacerlos privados, destacando por su notoria inmoralidad y por
un grado de corrupción que le llevó a protagonizar todo tipo de
estafas, tráfcos de infuencias, malversaciones del erario público,
subidas de impuestos fraudulentas, nepotismos y ventas de
cargos públicos, gracias a todo lo cual amasó una fabulosa riqueza
personal. Se rodeó de un equipo de su total confanza (que
también robó lo suyo) y distribuyó en los puestos más
importantes de la corte a familiares y amigos. Por ejemplo, tuvo la
habilidad fnanciera de comprar a la baja los inmuebles de media
ciudad de Valladolid y luego conseguir que el rey trasladase la
corte a esta ciudad castellana, con lo que los nobles tuvieron que
recomprarle sus antiguas casas a un precio redoblado. En muchas
ocasiones, esos mismos nobles, para satisfacer su deuda con el
valido le pagaron con sus propiedades en Madrid. Cinco años
después, el duque de Lerma convenció al rey de la conveniencia
de que la corte regresase a Madrid, con lo que, de paso, reprodujo
su pelotazo inmobiliario, pero al revés. Pingüe (y corrupto)
negocio.
Cuando sus turbios manejos levantaron un clamor en su contra,
se las apañó para cargar el mochuelo, de momento, a su secretario,
Rodrigo de Calderón (conocido popularmente como «el valido del
valido» y, por lo demás, tan inocente como él), que fue juzgado y
ejecutado públicamente. Cuando el duque de Lerma fue
fnalmente destituido (sustituido, eso sí, por su hijo, Cristóbal
Gómez de Sandoval-Rojas y de la Cerda, duque de Uceda, que
tampoco fue, en su breve dominio, un dechado de moralidad),
consiguió ser nombrado cardenal por el papa Pablo V, evitando
con ello ser procesado. En honor a este ardid, corrió por Madrid la
coplilla: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se
viste de colorado». Finalmente, sería juzgado años después, en
tiempos ya de la privanza del conde-duque de Olivares, con
Felipe IV en el trono, y condenado a pagar al fsco 72.000 ducados
anuales por las rentas y caudales adquiridos ilícitamente durante
su ministerio, más los atrasos de los veinte años que duró su
gobierno.
Tampoco fue manco (nunca mejor dicho) en esto de la
corrupción y el nepotismo, el hidalgo extremeño Manuel Godoy
(1767-1851), valido de Carlos IV, quien medró por intercesión de
la reina consorte, María Luisa de Parma (1751- 1819), con quien
protagonizó una larga y dicen que apasionada relación amorosa.
Godoy, en el corto periodo de seis años, acumuló los siguientes
empleos, honores, títulos y prebendas: secretario de la reina;
gentilhombre de cámara; regidor perpetuo de las ciudades de
Madrid, Santiago, Cádiz, Málaga, Écija y Reus; consejero de
estado; superintendente general de correos y caminos; primer
secretario del estado y del despacho (esto es, una especie de
primer ministro actual); inspector y sargento mayor del Real
Cuerpo de Guardias de Corps; capitán general de los reales
ejércitos; almirante de España e Indias (con tratamiento de alteza);
caballero comendador de la Orden de Santiago; caballero de las
grandes cruces de la Orden de Cristo y de la religión de San Juan,
y de la de Carlos III; caballero de la Orden del Toisón de Oro;
Grande de España de primera clase; señor del Soto de Roma y del
estado de Albalá; duque de Alcudia, de Sueca y de Evoremonte,
barón de Mascalbó, príncipe de la Paz y de Basano y, desde 1801,
generalísimo.

El prestamista y senador romano Marco Licinio Craso (h. 115-53


a.C.) que ha pasado a la historia porque en el año 60 a.C. formó,
junto con Pompeyo y Julio César, el primer triunvirato, y por su
trascendente apoyo fnanciero a Julio César, tenía otras muchas
ocupaciones, además de las políticas. Tras apoyarlo en su
campaña africana, cuando Sila volvió triunfante a Roma en el año
82 a.C. y se hizo cargo de la dictadura, Craso se convirtió en su
sombra, lo que aprovechó para acumular una enorme fortuna y
convertirse en el hombre más rico de Roma. En el 71 a.C., se
encargó de aplastar en Lucania la famosa rebelión liderada por el
esclavo Espartaco. Nadie mejor que él, el mayor trafcante de
Roma, para conocer y anticipar los movimientos de aquellos
esclavos. Además, Craso organizó en la ciudad de Roma lo que se
ha considerado el primer servicio de bomberos de la historia. Esto
sería un dato positivo en la biografía de este controvertido
personaje si no fuera porque, además, también organizó un grupo
paralelo de incendiarios que les procuraban trabajo a los primeros
y pingües benefcios a él. Los servicios de estos bomberos estaban
condicionados por una extraña norma: cuando se notifcaba que
una casa estaba ardiendo, Craso se la compraba al dueño y
después, si daba ya tiempo, ordenaba apagar el fuego. Si el
propietario no se avenía a vendérsela, Craso dejaba que siguiera
siendo dueño de las cenizas.

El Tribunal de Cuentas, máximo organismo público de control


contable en Francia, que supervisa las cuentas del estado y de las
empresas estatales, reveló en su informe anual de 1983 que se
había detectado que un físico adscrito al Centro Nacional de
Investigaciones Científcas, de quien no se facilitó el nombre, se
había declarado en huelga en 1969 y nadie había detectado su
absentismo laboral hasta 1981. Doce años cobrando sin ir a
trabajar (y sin que nadie lo echara en falta). Cabe preguntarse si,
más que un físico, no sería un flósofo.

Otro caso asombroso de defraudación a las arcas públicas fue


dado a conocer hacia 1985, por otro Tribunal de Cuentas, esta vez
el de Estados Unidos, cuyos agentes descubrieron que el célebre
Pato Donald cobraba 99.999 dólares anuales como empleado de
un ministerio. Tirando del hilo se descubrió que un funcionario,
de obvio buen dominio informático, lo había introducido en la
nómina del Estado burlando todos los controles y se estaba
enriqueciendo a costa del famoso pato. Bueno, de Donald, y
también de otros colegas de fcción, como Betty Boop, David
Crockett y otros 30 personajes, todos incluidos en la nómina
estatal.

Un caso más común de fraude muy habitual en todo el mundo


es el representado por el estadounidense William Alfred Hitt, de
setenta y un años, quien, en diciembre de 1997, fue sentenciado en
Fort Pierce, Florida, a cuatro años de prisión por defraudar al
gobierno federal 450.000 dólares, al venir cobrando durante años
una pensión por incapacidad a causa de una herida en la mano
que había sufrido durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a tal
incapacidad, llevaba muchos años trabajando a tiempo completo
como pintor de brocha gorda. Una vez al mes, durante veintidós
años, Hitt se acomodaba el brazo en un cabestrillo, se sentaba
resignado en una silla de ruedas y se personaba en la ofcina
federal local para recoger su cheque. El jurado deliberó doce
cortos minutos antes de declararlo culpable.

Sorprendente es también el caso de Sogen Kato, ciudadano


japonés que nació el 22 de julio de 1899 en Tokio y que, en
consecuencia, el 22 de julio de 2010, cumplía 111 años, lo que
hacía de él, hasta donde se sabía, el hombre vivo más viejo de
Tokio. En su cumpleaños, varios medios de comunicación
quisieron hacerle una entrevista. Sin embargo, la familia dijo que
el anciano no quería hablar con nadie y que, desde 1962, casi no
salía de su habitación. Cuando fnalmente, las autoridades, algo
mosqueadas, visitaron la casa y entraron en su habitación, no
vieron más que lo que parecía un cuerpo tapado en la cama. La
familia, aduciendo su mal estado de salud, no les dejó traspasar la
puerta. La policía local tomó cartas en el asunto y quiso saber
cómo estaba realmente el anciano, porque algo no les cuadraba.
Dos días después irrumpió por sorpresa en la casa y descubrió la
momia de Kato, que, según la autopsia, había muerto en 1978, con
setenta y nueve años (en otras palabras, su cuerpo llevaba treinta
y dos años momifcado). La familia le había estafado al gobierno
japonés la pensión de Kato durante esos mismos años (es decir,
9.500.000 yenes, unos 100.000 euros de la época). Algo parecido
pasó con Fusa Furuya, que también pasaba por ser, según los
registros ofciales, la mujer viva más anciana de Tokio. Cuando
cumplió ciento trece años, uno de sus nietos metió la pata al
responder espontáneo a un funcionario que su abuela «hace
tiempo que ya no vive aquí». Al parecer, había desaparecido de su
hogar hacía cuarenta y cinco años, pero nadie se lo había
comunicado a las autoridades.

fílás en el terreno de la caradura picaresca que de la delincuencia


habría que situar a David Wilcox, un policía de veinticinco años
de Florida, que fue detenido en mayo de 1993 acusado de abuso
de poder. Al parecer, el agente se dedicaba a detener y desnudar
(y, si se dejaban, cachear) a cuanta conductora se le ponía a mano,
con la excusa de que andaba buscando «a una sospechosa con un
tatuaje en el pecho». Wilcox fue fulminantemente expulsado de la
policía. Lo que no se sabe es si continuó con sus pesquisas, pero
ya de paisano.

Caradura también la de su compatriota Diane Haunfelder, de


veintinueve años de edad, que el 13 de febrero del año 2000 fue
acusada de un robo cometido en enero en la localidad de
Waukesha, Wisconsin. La detención se basaba en las declaraciones
acusatorias de su hijo de siete años, que contó a la policía que ella
le había dado instrucciones para que robara un lector de cedés y
una cámara en un supermercado Wal-Mart. La madre argüyó
inútilmente en su defensa que, en realidad, se trataba de un
servicio público pues su intención no era otra que conseguir que el
niño fuese descubierto con las manos en la masa y así aprendiera
de una vez por todas las consecuencias del mal comportamiento.
Ai siguiente caradura, su esfuerzo le salió bien durante un
tiempo. En 2001, un sitio de Internet muy popular en San
Francisco incluyó en su foro de contactos el mensaje de una mujer
que quería conocer a un hombre con el que se cruzaba cada día
laborable en una determinada parada de autobús, siempre con un
bolso gris al hombro. Lo describía como un «tío bueno» y ése fue
el apodo con que pronto se hizo famoso aquel desconocido, sobre
el que todo el mundo comenzó a hablar, primero en el foro y
luego en los medios de comunicación, y al que docenas de
mujeres querían conocer. Se empezó a discutir online si el chico
estaría casado o soltero, si sería heterosexual o gay... El asunto se
convirtió en el cotilleo más popular del momento. Por fn, un
periódico logró dar con él e identifcarlo como Dan Baca,
ingeniero de veinticinco años, que, a esas alturas, ya estaba
superado por la situación. Según contó, había empezado a pasarle
cosas raras en la parada del autobús: gente que lo señalaba,
mujeres que se acercaban a hablarle y que le decían cosas cada vez
más descaradas. Un día se vio rodeado por una pequeña multitud
al bajar del autobús y, aunque cambió de parada, terminaron
descubriéndolo. Finalmente, alguien le habló del foro y se decidió
a colgar su propio mensaje para pedir que cesara el acoso para
que él recuperase la normalidad. «Por favor, dejen de llamarme
«tío bueno» por la calle y de sacarme fotos. Esto no es divertido,
tiene que terminar», reclamó. Pero su mensaje no solucionó nada;
bien al contrario, más y más medios lo buscaron y comentaron su
caso en los principales noticiarios estatales e incluso federales.
Todo siguió igual hasta que un día alguien detectó la farsa y la
puso en evidencia: el propio Dan Baca era quien había mandado
los primeros mensajes. Él acabó por reconocer patéticamente su
vanidad, e incluso aclaró que había exagerado mucho el tema del
acoso masivo. «Solo quería divertirme, pero la cosa se me fue de
las manos», se defendió. Su bochorno solo fue igualado por el de
los medios, ninguno de los cuales se había molestado en
contrastar los datos.
Y es que las ganas de ser famoso abundan. El 15 de octubre del
2009, el mundo se estremeció con la noticia protagonizada por un
niño de seis años, residente en Falcon Hin, Colorado, que viajaba
involuntariamente a bordo de un globo de fabricación casera sin
control. Sus padres denunciaron su desaparición cuando su
hermano dejó suelto sin querer un globo aerostático de fabricación
casera que su padre utilizaba en sus experimentos científcos
caseros con tornados y otros fenómenos meteorológicos. La vida
del niño estaba seriamente amenazada pues en cualquier
momento el globo podría romperse y caer al vacío. Las
televisiones de medio mundo retransmitieron la persecución del
objeto hasta que, desinfado, aterrizó. Inmediatamente, los
servicios de rescate se apresuraron a auxiliar al niño, pero se
llevaron la sorpresa de que no estaba en la cesta del globo. Se
temió que se hubiera caído de ella durante el vuelo.
Afortunadamente, pronto quedó claro que estaba sano y salvo en
su casa, donde la policía lo descubrió escondido en el desván.
Final feliz de no ser porque el propio niño desveló ante las
cámaras de CNN que todo había sido un montaje de sus padres.
Anteriormente, la familia había participado en un reality show y
quería ser famosa otra vez. El progenitor confesó que «todo lo
había montado para ganar dinero y construir un búnker que los
protegiera del fn del mundo». Como resultado, se abrió una
causa penal contra los padres.

A partir de noviembre de 2000, y durante varios meses seguidos,


comenzó a dejar mensajes en algunos foros escogidos de Internet
un tal John Titor, que afrmaba ser un soldado estadounidense
que había viajado en el tiempo desde el año 2036 con la misión de
requisar un ordenador IBM 5100 y regresar al futuro con él para
usarlo, según dijo, para editar varios programas informáticos
antiguos. Según explicó, fue seleccionado especialmente para esta
misión, debido a que su abuelo paterno fue parte del equipo que
ensambló y desarrolló ese modelo. Puesto que era un viajero del
futuro, aprovechó para hacer todo tipo de predicciones, pero no
acertó ni una. Entre otras muchas cosas, afrmó que, hacia 2005, se
iniciaría una guerra civil en Estados Unidos, que diez años
después se transformaría en un conficto a gran escala y que no
acabaría hasta 2015. Describió además un futuro radicalmente
distinto, en el que Estados Unidos se había dividido en cinco
regiones más pequeñas, en el que el medio ambiente y las
infraestructuras habrían sido devastados por un ataque nuclear y
en que la mayoría de las potencias mundiales habían sido
destruidas. Todo ello, sin embargo, no era más que un burdo
engaño, en el que muchos han visto grandes similitudes con la
novela posapocalíptica de ciencia fcción, Babylon, de Pat Frank
Alas. No se encontraron cintas, grabaciones u otras evidencias de
John Titor y sólo Larry Haber (abogado y dueño de los derechos
comerciales de todo lo que concierne a él) confrmó su existencia.
Precisamente se especuló mucho sobre la posibilidad de que John
Titor fuera en realidad el propio hermano de Haber, John Rick
Haber, informático experto. Pese a todo, cuando Titor anunció su
regreso al futuro, en la primavera del 2001, miles de fans creían en
él.

A sus diecinueve años, William Henry Ireland (1777-1835), hijo de


un impresor y erudito de la obra de William Shakespeare,
arrastraba sus días como humilde escribiente de un bufete
londinense. El joven no tenía mucho presente y nadie le auguraba
futuro alguno (de hecho, todos le tenían por tonto). Sin embargo,
un día tuvo la extraña suerte de ponerse a rebuscar entre los
papeles que se guardaban en la fnca de un misterioso «Míster H.»
y encontrar un extraordinario tesoro formado por unas cartas de
amor dirigidas por Shakespeare a su amante, una nueva versión
de El rey Lear (convenientemente mejorada), un fragmento de
Hamlet (que arrojaba el curioso descubrimiento de que la obra se
había llamado originalmente Hamblette) y, entre otros documentos
a cual más interesante (y a cual más inverosímil), algo
maravilloso, dos obras inéditas de Shakespeare: Vortigei'n y
Rowena, una historia de amor en tiempos de la conquista sajona, y
Enrique 11. La mayoría de los eruditos que las examinaron
quedaron extasiados. Vortigern fue representada el 2 de abril de
1796, pero para entonces habían surgido ya dudas y el público del
teatro Drudy Lañe boicoteó el fnal de la representación. Se dice
que el primer actor, John Kemble, sospechó que la obra era
apócrifa y quiso convertirse él también en cómplice de la broma,
para lo que intentó infructuosamente que fuese estrenada un día
antes, el 10 de abril, cuando en Inglaterra se conmemora el
equivalente a nuestro Día de los Inocentes. Se representó aquella
única vez y, antes de fnalizar el año, Ireland confesó que todos los
manuscritos de Shakespeare eran una falsifcación, compuesta y
escrita por él sobre viejos papeles manchados con tintes claros
para simular mayor antigüedad. Ireland no fue castigado (de
hecho, no fue creído, pues casi todo el mundo le creía incapaz
siquiera de intentar tamaña falsifcación), pero los críticos
recibieron con enojo y desprecio varias novelas que publicó más
tarde. El estrambote fnal a la historia es que, años después, se
empezaron a cotizar las falsifcaciones de Ireland y él, viendo
negocio en el asunto, comenzó a fabricar falsifcaciones de sus
falsifcaciones originales, llegando, por ejemplo, a conocerse hoy
hasta siete manuscritos originales de Vortigern.

Si la anterior falsifcación literaria amenazó con remover los


cimientos de la literatura mundial, la siguiente amenazó con hacer
lo mismo, pero de la historia universal. Durante el mes de abril de
1983, la revista alemana Stern publicó extractos de unos
documentos que supuestamente pertenecían a Los Diarios de
Hitler, que cubrían un periodo comprendido entre 1932 y 1945, e
incluían dos «entregas especiales» sobre el vuelo de Rudolf Hess
al Reino Unido.

El diario había pagado por ellos 10 millones de marcos alemanes a


su propietario, Konrad Kujau, precio muy alto, pero no
desproporcionado a la enorme repercusión que parecían prometer
aquellos supuestos diarios del Führer. Su descubridor, el
periodista Gerd Heidemann, adujo haber recibido los escritos
desde Alemania Oriental, por intermediación del doctor Fischer,
quien supuestamente había conseguido pasarlos a través de la
frontera. Los diarios, según ese relato, eran parte de una colección
de documentos recuperados de entre los restos de un accidente
aéreo ocurrido en Börnersdorf, cerca de Dresde, en abril de 1945.
La noticia era un auténtico bombazo: casi cuarenta años
después del suicidio de Hitler, estos documentos iban a dar la
vuelta a la historia nazi. Una vez en su poder, Heidemann envió
los documentos a varios expertos en historia de la Segunda
Guerra Mundial para que corroborasen su autenticidad. Entre
ellos, Hugh Trevor-Roper, Eberhard Jäckel y Gerhard Weinberg,
quienes en una rueda de prensa conjunta celebrada el 25 de abril
de 1983, confrmaron su autenticidad. Pese a que los diarios no
habían sido aún sometidos a análisis científco, Trevor-Roper llegó
a afrmar: «Puedo decir con satisfacción que estos documentos son
auténticos; que la historia sobre su paradero desde 1945 es cierta y
que la forma en la que hoy se narran los hábitos de escritura y la
personalidad de Hitler, e incluso quizás algunos de sus actos
públicos, deben ser, en consecuencia, revisados».
Dos semanas después de esa autentifcación, el examen forense
reveló que los diarios habían sido impresos sobre papel moderno
y utilizando tinta moderna. Además, poseían gran cantidad de
datos históricos inexactos, entre los que destacaba el monograma
de la primera página, donde se leía «FH», en lugar de «AH»
(Adolf Hitler), al haberse confundido los antiguos caracteres
alemanes, muy similares. Finalmente, el contenido del libro
resultó ser una copia de unos discursos de Hider, con el añadido
de algunos pocos comentarios de tono personal. La investigación
concluyó que Los Diarios de Hitler eran un grotesco fraude. En
mayo de 1983, las autoridades de la República Federal Alemana
detuvieron en la frontera austriaca a Konrad Kujau, un antiguo
limpiaventanas, estudiante de arte y dueño de una tienda de
parafernalia nazi en Stuttgart, acusado de fraude y falsifcación.
Además de los 42 meses de prisión que se le impusieron (como al
periodista Heidemann), el escándalo supuso la dimisión de los
editores del Stern y la pérdida de credibilidad científca de los
expertos que los autentifcaron. Tras su salida de la cárcel, en 1988,
Kujau se presentó a las elecciones de alcalde de Stuttgart, aunque
no salió elegido. El resto de su vida lo consagró a realizar
exposiciones de sus plagios de Monet, Klimt y del propio Hitler.

En 1887 se halló en la ciudad italiana de Preneste (actual


Palestrina) un broche de bronce con una inscripción en latín
arcaico. Conocida como «broche de Preneste», esta pieza se
convirtió en la muestra escrita más antigua (siglo VII a.C.) de latín
escrito y venía a demostrar a los lingüistas que éste era ya algo
común en esa lejana época y que, por tanto, había que reescxibir
parte de la historia. El descubridor fue Wolfgang Helbig (1839-
1915), arqueólogo alemán de gran reputación especialista en
Roma al que, por entonces, nadie (o casi nadie) osaría contradecir,
y a quien aquel éxito le valdría la dirección del Instituto Alemán
de Roma. Pero no todos estuvieron de acuerdo con él. Un profesor
italiano empezó a decir que aquello era imposible, que Helbig se
equivocaba (o mentía). Sin embargo, lejos de hacer mella en la
reputación de Helbig, lo único que consiguió fue que todo el
mundo se le echara encima, que lo expulsaran de la universidad y
que, tiempo después, muriese en una humilde buhardilla. Helbig,
en cambio, lo haría cargado de reconocimientos y honores, y con
el broche expuesto en los museos de la ciudad eterna. Tuvo que
pasar más de medio siglo para que la investigación de Margarita
Guarducci, a la sazón directora nacional de arqueología italiana,
demostrase que el broche era una falsifcación fabricada por dos
personas: el comerciante Francesco Martinetti y el propio Helbig,
que fue quien añadió la arcaica inscripción latina que lo haría
famoso. Dejar el bronce en una tumba etrusca y lanzar el
descubrimiento a bombo y platillo aprovechando la credibilidad
de Helbig, fue todo uno. Y casi le sale bien para siempre.

En Abril de 1990, el estudiante de historia y espeleólogo


afcionado Serafín Ruiz Selfa descubrió unas importantísimas
pinturas rupestres en una cueva alavesa de las inmediaciones del
monte Gorbea, junto al río Zubialde, en el que era uno de los
mayores hallazgos históricos ocurridos en el País Vasco. Había
pinturas de todo tipo: cabras, rinocerontes lanudos, mamuts y
bisontes, así como todo tipo de símbolos e impresiones de manos,
todo en perfecto estado. Ruiz, tras recibir una recompensa de la
Diputación de Álava de 12,5 millones de pesetas, acudió en marzo
de 1991 a una rueda de prensa, acompañado por algunos políticos
y por los tres arqueólogos vascos más prestigiosos del momento:
Juan Mari Apellaniz, Jesús Altuna y Ignacio Barandiarán, que
habían elaborado un informe preliminar en el que daban por
bueñas las pinturas, que databan en las fases media y superior del
período magdaleniense del Paleolítico Superior (entre el 13000 y el
10000 a.C.). La mera presencia de aquellos importantes
arqueólogos reafrmaba la autenticidad del hallazgo. Pero el
semanario The European publicó diez días después un artículo
frmado por los también arqueólogos Jill Cook, del Museo
Británico, y Peter Ucko, de la Universidad de Southampton, que
nada más ver las fotografías publicadas en la prensa habían
comprendido que aquello era un burdo fraude: los mamuts y
rinocerontes representados habían desaparecido del sur de
Europa miles de años antes de que pudieran ser pintados por el
hombre, mientras que el uso de la perspectiva en los dibujos los
hacía altamente improbables. En 1993, otros científcos españoles
llegaron a la misma conclusión. En defnitiva, el hallazgo era un
completo fraude. La policía vasca que se encargó del estudio de
las fotografías aportadas por Ruiz descubrió que habían sido
retocadas, y no con medios digitales, sino con un simple
rotulador. Además, en los análisis de las pinturas se descubrieron
«restos de estropajo». En 1955, Ruiz fue condenado por estafa y,
por supuesto, tuvo que devolver los 12,5 millones que le habían
entregado por tan increíble y falso hallazgo.
Pero no fue éste la única falsifcación arqueológica ocurrida en
la provincia de Álava por esas fechas. El antiguo yacimiento
arqueológico de Iruña-Veleia, en el municipio de Iruña de Oca, a
unos 10 km al oeste de Vitoria, estaba desde 1990 a cargo del
espeleólogo y empresario Eliseo Gil, quien en 2006 anunció el
descubrimiento de un gran número de piezas de cerámica con
inscripciones datadas entre los siglos III y IV, y que, por su
extraordinario contenido, en un primer momento, produjeron un
gran revuelo internacional. Allí había de todo, desde palabras en
euskera y latín a jeroglífcos egipcios, pasando por la que sería la
primera representación histórica del Calvario de Cristo y un
montón de materiales que, en principio, necesitarían años de
catalogación, análisis y estudio antes de poderse redactar un
informe de conclusiones, pero que, sin duda, prometían arrojar
mucha luz sobre los orígenes de la cultura vasca. Precisamente,
esa importancia desmedida para la consolidación de la identidad
cultural vasca despertó inmediatamente muchas sospechas
científcas, que hicieron que la Diputación de Álava nombrase una
comisión para el esclarecimiento del asunto. En noviembre de
2008, dicha comisión estableció la falsedad del hallazgo. Todas las
sospechas recayeron en Eliseo Gil y en alguno de sus
colaboradores.

Los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial acabaron con los


magnífcos pero ya de por sí deteriorados frescos del siglo XIV de
la iglesia gótica de Santa María, en la ciudad alemana de Lübeck.
Todo lo que quedó eran algunas manchas descoloridas y algunas
pocas líneas desdibujadas, que ya casi en nada recordaban los
retratos de santos y peregrinos que antaño cubrieran las paredes y
techos del templo. Quedaban, eso sí, algunas pocas fotografías
hechas antes de la guerra que, mal que bien, podrían servir de
guía para restaurar y devolver a la iglesia su antiguo esplendor, el
orgullo de la ciudad. Se pidió ayuda a la ciudadanía y ésta
respondió. El obispado hizo el encargo al reputado pintor Dietrich
Fey, quien, a su vez, requirió la ayuda de un joven pintor local,
Lothar Malskat (1913-1988), que ya había trabajado en algunas
restauraciones semejantes y que aseguró que, gracias a las fotos y
a las manchas que quedaban en las paredes, era capaz de
reconstruir los frescos. Con el tiempo, las fguras fueron
reapareciendo, y allí donde no quedaba nada, ni siquiera una
fotografía en que apoyarse, Frey encargó a Malskat que lo
rellenase con motivos adecuados al resto de la obra. Rescatados o
no del pasado, los santos y monjes medievales fueron cubriendo
de nuevo las paredes del templo. Los frisos y las paredes
volvieron a relucir con imágenes de peregrinos.
Con motivo de la solemne inauguración de la obra, en
septiembre de 1951, acudieron a la ciudad ilustres fguras de todos
los ámbitos alemanes: artistas, políticos, periodistas, embajadores
e incluso varios ministros y el propio canciller Adenauer. Todos
quedaron, en principio, satisfechos: Malskat había realizado un
maravilloso trabajo de restauración. Era un auténtico milagro y la
ciudad se sintió en deuda eterna con él. Pero Malskat ansiaba la
fama y no le bastaba con ese reconocimiento... si es que nadie se
daba cuenta de que había hecho algo más que una simple
restauración. Así que no se pudo reprimir y, cuatro años después,
se autoacusó de que, en muchos casos, se había inventado los
frescos y de que, en ellos, se había permitido algún que otro
capricho. Al principio, la gente no estuvo dispuesta a creerlo, pero
las pruebas del fraude y del extraño humor de Malskat (del que,
por lo demás, luego se sabría que era un activo falsifcador)
siempre habían estado a la vista de todos. Especialmente
comentado fue la fgura de un pavo, que difícilmente podría haber
aparecido en unos frescos góticos originales, pues fue traído de
América; pero también había ropas y armas anacrónicas por
doquier. A la hora de poner rostro a las fguras humanas, Malskat
había echado mano de familiares y amigos, y cuando éstos se le
acabaron, recurrió a las estrellas de cine y a otros personajes
famosos. Una de las santas tenía el inconfundible rostro de
Marlene Dietrich, y uno de los santos era, sin duda, Rasputín...
Cuando el fraude salió a la luz, Malskat fue condenado a un año y
medio de cárcel. Las pinturas, de las que no existen
reproducciones, fueron fulminantemente destruidas por orden del
obispo. Cumplida su condena, Malskat se ganó la vida pintando
frescos, siempre profanos, en todo el mundo.
Pero no todos los falsifcadores fueron tan bromistas como
Malskat. Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial,
aparecieron en el mercado varias telas hasta entonces
desconocidas del pintor holandés Jan Vermeer (1632-1675),
incluida La cena de Emaús, obra inspirada en la homónima de
Caravaggio, que un museo de Rotterdam adquirió por 270.000
dólares. Su supuesto descubridor fue el restaurador holandés
Hans van Meergeren (1889-1947), un mediocre pintor que se
autoconsideraba subestimado. Durante la guerra, la fama de las
nuevas obras de Vermeer que seguían apareciendo se expandió
por toda Europa. El líder nazi Hermann Goering compró una por
850.000 dólares, que envió inmediatamente a Berlín. Acabada la
guerra, el cuadro fue devuelto a Holanda y, tras investigar su
origen, Meergeren fue encarcelado acusado de vender el
patrimonio nacional a los enemigos alemanes. Acuciado por las
circunstancias, Meergeren confesó que ese cuadro, al igual que
otros muchos, era una falsifcación suya. Pero nadie le creyó. Los
expertos llamados a declarar en el juicio afrmaron que aquellos
cuadros eran auténticos. Finalmente, para probar que él había sido
efectivamente el autor, a Meergeren solo le quedó pedir la venia al
tribunal y pintar ante testigos un nuevo Vermeer. Entre julio y
diciembre de 1945, en presencia de reporteros y testigos,
Meegeren pintó su última falsifcación: Jesús entre los doctores,
también llamado El joven Cristo en el templo. Esta falsifcación se
vendió posteriormente en 3.000 forines (alrededor de 7.000
dólares actuales). Hoy la pintura cuelga en una iglesia de
Johannesburgo. Condenado a un año de prisión, Meergeren
falleció de un ataque cardiaco en la cárcel antes de cumplir su
breve condena.
En esta rápida nómina de grandes falsifcadores de arte hay que
incluir sin duda al húngaro nacionalizado estadounidense Elmyr
de Hory (1905-1976), para muchos el mayor falsifcador de la
historia, que puso en circulación unas 1.000 réplicas de obras de
los más grandes (Picasso, Modigliani, Matisse, Chagall...).
Hombre culto y sofsticado, de cuna aristocrática, que se
desenvolvía con naturalidad en los círculos sociales más selectos
de su París de residencia, la vida de película de De Hory sería
plasmada poco antes de su muerte por Orson Welles en la cinta F
defraude (1974). A De Hory, más que falsifcador, habría que
considerarlo un magnífco imitador de estilos de pintores
famosos: él pintaba cuadros «al estilo de» (muchas veces
originales) pero nunca los frmaba (al menos nunca que no lo
necesitara realmente) y es muy posible que fuera su marchante, a
sus espaldas, quien lo hiciera. Al estallar la Segunda Guerra
Mundial, De Hory fue arrestado y llevado a Alemania por su
doble condición de judío y homosexual. Allí, durante un
interrogatorio, la Gestapo le rompió una pierna, por lo que hubo
de ser trasladado a un hospital. Un día dejaron la puerta abierta y
él huyó. Poco después llegó a Budapest, donde se quedó hasta el
fnal de la guerra, cuando volvió a París, donde vivió en la
pobreza hasta que una amiga suya se fjó en uno de sus dibujos,
confundiéndolo con un Picasso y lo compró. Elmyr no sintió
ningún remordimiento, ya que en esos momentos necesitaba el
dinero. Pronto recorrió Europa haciéndose pasar por un burgués
que había heredado los (falsos) picassos de su familia y ahora se
veía obligado a desprenderse de ellos.
Gracias a aquel dinero, recorrió después medio mundo y ganó
fama como restaurador artístico en Estados Unidos (donde pocos
conocieron sus dotes como falsifcador). Posteriormente se
trasladó a la isla española de Ibiza, donde vivió los últimos
dieciséis años de su vida. Finalmente allí se suicidó el 11 de
diciembre de 1976, poco después de recibir la noticia de que iba a
ser extraditado para ser juzgado por falsifcación y después de
despedirse de algunos de sus amigos más íntimos. El misterio que
rodeó su entierro hizo sospechar a numerosos biógrafos que su
muerte fue la última y mayor falsifcación de su vida.

Lejos del aire sofsticado y cosmopolita de De Hory se sitúa


nuestro último falsifcador: un artista de parecido talento, pero
mucho más discreto, por no decir gris. Hasta octubre de 2007, el
Instituto de Arte de Chicago exhibía con orgullo la que creía una
de sus más importantes adquisiciones de las dos últimas décadas:
la escultura El fauno, atribuida a Paul Gauguin y descrita por los
expertos como «uno de los trabajos más satíricos» del artista
francés. La obra estaba fechada en 1886, pero en realidad era
mucho más joven: había nacido pocos años antes en el descuidado
jardín de una casa adosada de Bolton, al noroeste de Inglaterra. Su
autor no era Gauguin, sino Shaun Greenhalgh (1960), un
falsifcador con más de diecisiete intensos años de trabajo previo,
muchas de cuyas obras (de todo tipo: antigüedades, pinturas,
esculturas; y de todas las épocas: desde el arte asirio o egipcio a
las esculturas de Henry Moore), con otras frmas, ya se exhibían
en numerosos museos de todo el mundo. Greenhalgh y sus
padres, sus cómplices, fueron desenmascarados en 2005, cuando
el Museo Británico procedió a autentifcar unos supuestos relieves
asirios que se proponía adquirir y que en realidad habían sido
esculpidos por Shaun. Su anciano padre se había presentado poco
antes en el museo londinense alegando estar en posesión de tres
reliquias, herencia familiar, abandonadas en un rincón de su
garaje. Días después, Shaun trasladó las piezas desde Bolton en su
modesto utilitario. Pasados unos meses, y tras un examen pericial
de la casa de subastas Bonhams, el museo acudió a la policía: los
relieves presentaban evidentes erratas en sus inscripciones
cuneiformes. En noviembre de 2007, Greenhalgh fue condenado a
cuatro años de cárcel, aunque con el reconocimiento del juez hacia
su «indudable talento». Él fue puesto fuera de la circulación, pero
no así todas sus obras, muchas de las cuales siguieron expuestas
en muchos museos de todo el mundo. La policía desconoce
cuántas siguen circulando todavía por el mercado. A pesar de sus
ganancias millonarias (1.200.000 euros probados, aunque
seguramente cuatro veces más), la familia Greenhalgh nunca
modifcó su modesto y oscuro estilo de vida.

En la categoría genérica de caraduras hay que incluir también a


un amplio grupo de personajes que han llevado una doble vida
secreta; respetables por el día, pero algo menos por la noche. Un
buen ejemplo de ello fue el escocés William Deacon («Diácono»)
Brodie (1741-1788), que por el día era un respetable hombre de
negocios, fabricante de cajas fuertes, miembro del Consejo
Municipal de la ciudad de Edimburgo y director de la
Corporación de Artesanos y Masones. Parte de su trabajo consistía
en diseñar, instalar y reparar las cerraduras y el resto de
mecanismos de seguridad, tanto de sus muebles como de puertas
de casas y negocios de su ciudad. Como ya habrán supuesto, por
la noche, Brodie se convertía en un redomado ladrón, que ponía a
prueba sus diseños y sus instalaciones, de cuyas llaves guardaba
copia. Su carrera criminal había comenzado en 1768, cuando copió
las llaves de un banco y robó 800 libras. En 1786 reclutó a una
pequeña banda de ladrones e industrializó su actividad. Dada su
buena posición, su red de relaciones incluía a los miembros más
destacados (y más ricos) de su comunidad, por lo que su negocio
nocturno era muy boyante y sustancioso. Pero es que Brodie
necesitaba mucho dinero para mantener su doble vida, que incluía
cinco hijos, una esposa, dos amantes y muchas mesas de juego. El
suceso que condujo a su detención tuvo lugar a fnales de ese
mismo 1786, cuando organizó un asalto a la ofcina de impuestos
de los juzgados de Chessel, en Cannongate. Su plan falló cuando
uno de sus secuaces fue capturado y aceptó testifcar para evitar la
deportación, delatando al resto de la banda. Brodie escapó a
Holanda con la intención de exiliarse en Estados Unidos, pero fue
detenido en Ámsterdam y embarcado de vuelta a Edimburgo,
para ser juzgado. Condenado a muerte, fue colgado el 1 de
octubre de 1788 en Tolbooth, una horca que el propio Brodie había
diseñado y fabricado el año anterior. Según la leyenda, Brodie
llevaba un collar de acero y un tubo de plata en la garganta para
evitar que el ahorcamiento fuera fatal. Se dice que sobornó al
verdugo para que lo diera por muerto y planeó todo para que su
cuerpo fuera retirado rápidamente, con la esperanza de poder ser
revivido más tarde. Si fue así, el plan falló: Brodie fue enterrado
en la iglesia parroquial de Buccleuch. No obstante, los rumores de
que había sido visto después en Londres dieron mayor publicidad
a su leyenda. Se dice que la peripecia vital de Brodie inspiró a
Robert Louis Stevenson su relato El extraño caso del Dr. Jékyll y Mr.
Hyde (1886).

El empresario estadounidense PhineasTaylor Barnum (1810-1891)


representa el arquetipo del buscavidas y caradura que, de una
forma u otra, acaba consiguiendo el éxito. Barnum esa de ese tipo
especial de sinvergüenza buen conocedor del alma humana que
recurre a un variado tipo de triquiñuelas para alcanzar su objetivo
de hacerse rico a costa de los demás, tal y como proclaman sus
conocidos lemas: «A la gente le gusta que la engañen» y «Cada
minuto nace un primo». Hijo de un humilde tabernero, Barnum
probó suerte en la primera parte de su vida en infnidad de ofcios
poco lucrativos (mozo de labranza, abacero, buhonero,
organizador de loterías, periodista...), hasta que acabó de
comprender algo que intuía desde muy joven: que el trabajo
honesto no estaba hecho para él. Tenía que intentar algo más. Por
ejemplo, una estafa basada en la lotería y después un periódico
sensacionalista The Herald of Freedom, en el que la veracidad era un
concepto mítico y, por tanto, inexistente. De esta forma llegó a
algo: a la cárcel del condado. Pero estos primeros fracasos no
minaron su autoconfanza y, al salir, tomó la decisión de intentar
algo a lo grande. Convertirse en un embaucador.
Su primer golpe de suerte ocurrió un día, en que Barnum, que
de momento sobrevivía modestamente en Nueva York con su
esposa e hijos, entró en contacto casual con un tal Bartram, que le
contó su plan de sacar partido de una anciana negra, Joice Heth, a
la que hacían pasar por nodriza del primer presidente de los
Estados Unidos, George Washington, y a quien habían enseñado a
hablar de él con la familiaridad propia de quien lo ha
amamantado. Para que las fechas cuadrasen, se aseguraba que la
anciana tenía unos inverosímiles 161 años. Pero eso era un detalle
sin importancia para Barnum; a él solo le importaba que en esa
historia estaba el flón comercial que andaba buscando. La anciana
vivía en Filadelfa y allá que se fue Barnum sin pensárselo dos
veces. Tras conocerla, liquidó su escaso patrimonio neoyorquino,
reunió 1.000 dólares, abandonó a la familia y comenzó una gira
por los Estados Unidos, mostrando públicamente a esta «Nodriza
de Washington», sin importarle (e, incluso, avivando
artifcialmente) la polémica que su paso levantaba por todo el
país. Con las primeras ganancias, Barnum puso en marcha un
circo (más bien una parada de monstruos y rarezas de todo tipo),
para el que contrató a toda clase de artistas, animales exóticos o
extraños, y fenómenos y monstruos (verdaderos y falsos). Cuando
su colección de curiosidades tomó un tamaño considerable, formó
con ellos el American Museum y lo abrió comercialmente al
público. En él era posible admirar desde una reproducción a
escala de las cataratas del Niágara hasta «hombres de raza negra
pero de color de piel blanco», pasando por la llamada «Sirena de
las islas Fiyi» (el cuerpo disecado de un mono pegado a una cola
de salmón), el «caballo lanudo», el «devorador de pollos» (un
hombre sentado en una silla comiendo sin parar pollo frito) y todo
tipo de fenómenos, y muy especialmente el enano Tom Pouce
Pulgarcito («El general más bajo del mundo»), verdadera fgura
estelar del museo, tan famoso que se convertiría con el tiempo en
un fenómeno social, incluso en Europa.
Simultáneamente, Bamum puso en marcha, junto a su socio
James Bailey, el más famoso circo convencional de todos los
tiempos: el Barnum & Bailey, en el que se forjaron grandes
estrellas del espectáculo como la gigante Anna Swan. Sin
embargo, sería su recreación de un hipódromo romano lo que más
dinero, prensa y controversia le traería. En 1858, contrató a la
cantante de ópera sueca Jenny Lind, para la que organizó una
gran gira por Estados Unidos, gracias a la que se hizo
defnitivamente rico y pudo acometer a lo grande sus muchos
planes, incluido el de la internacionalización de su espectáculo.
Por ejemplo, en 1881 adquirió a Jumbo, un famoso elefante
exhibido en el Royal Zoo de Londres, considerado por los ingleses
como un símbolo nacional, cuyo embarque para Estados Unidos
fue un acontecimiento sin igual, no exento de graves disturbios
protagonizados por ultranacionalistas que veían una afrenta en
que un yanqui les despojase del considerado «elefante más grande
del mundo». Con lo que no tragaron fue con que Barnum
intentara sacar de Inglaterra la casa natal de Shakespeare (que
sobrevivía en pie milagrosamente, totalmente olvidada). Esta vez
el rechazo popular fue tal que el gobierno británico reaccionó a
tiempo y deshizo la operación. Todo le fue viento en popa a
Barnum hasta que, en 1887, un incendio destruyó en pleno éxito
su museo. Con mucho esfuerzo y no poca creatividad, Barnum
logró reconstruirlo y continuar su búsqueda de rarezas y su
carrera de embaucador, charlatán y, sin duda, imaginativo
empresario, cuyas vicisitudes se darían a conocer en sus memorias
signifcativamente tituladas El arte de hacer millones.

En la década de los setenta, el mago conocido como Maestro


Dorban fue muy popular en la televisión peruana. En 1975,
convenció a todos de intentar el no va más de su carrera artística.
Tras solicitar permiso a la Junta Militar gobernante, se preparó un
programa de televisión especial con modvo de la festa anual de
exaltación militar. Como plato fuerte de ese programa que se
emitiría en directo, el Maestro Dorban intentaría hacer
desaparecer un maletín que contendría 2.000.000 de dólares
facilitados por las autoridades para el espectáculo. Llegada la
fecha y la hora señaladas, el mago comenzó su esperadísima
actuación y llegó el momento de la verdad... El Maestro Dorban
logró su objetivo, y además con creces: no sólo desapareció el
maletín, sino que él también. Nunca más se volvió a saber nada de
él. Mucho menos del dinero.
En 2007, la hongkonesa Nina Wang, califcada entonces como la
asiática más rica, murió de cáncer a los sesenta y nueve años. En
su testamento, legó su inmensa fortuna a su maestro de feng shui y
gurú personal, Tony Chan Chun-chuen (1959). Un año antes de
morir, Wang había cambiado su anterior testamento (suscrito en
2002) en el que legaba a favor de su familia (no tenía hijos) y a
obras de caridad, pasando a declarar ahora heredero universal a
Chan, quien le habría prometido vida eterna pese al avanzado
cáncer de ovarios que ella sufría. La paradoja es por qué hacer un
testamento a favor de alguien que te está diciendo que nunca
morirás. Por descontado, la familia impugnó el testamento y
demandó al maestro de feng shui, que en 2010 perdió la batalla
legal y se quedó sin una fortuna valorada en 2.700 millones de
dólares.

El uzbeco Casey Konstantin Serin (1982) es seguramente una de


las personas más odiada en Internet de los últimos años. Emigró a
Estados Unidos a comienzos de los noventa y empezó a trabajar
diseñando webs, pero en 2005 abandonó su puesto de trabajo para
perseguir su sueño especulativo. Casey pidió una serie de créditos
para comprar ocho casas en el sudoeste de los Estados Unidos. Él
fúe narrando con todo detalle, día a día, sus andanzas de
especulador inmobiliario en un blog, que se convertiría en uno de
los más visitados de la Red, aunque la gran mayoría de los
visitantes no eran muy amistosos. Lógicamente, lo que Casey creía
que le haría rico terminó arruinándolo. Después de acabar con su
matrimonio y hacer caso omiso a los consejos de los expertos, el
joven inversor se vio envuelto en una serie de procesos judiciales
en que se le reclamó una deuda de 2.200.000 dólares. Muy
criticado y tachado de ignorante por la poca base de sus
especulaciones de afcionado y, sobre todo, por su afán codicioso
favorecedor de la burbuja inmobiliaria, Casey se convirtió en una
de las personas más odiadas y vilipendiadas de la red. Después de
recorrer radios, televisiones y periódicos, y ser investigado por el
FBI, fue expropiado y se declaró en bancarrota. Pese a su ruina, lo
cierto es que hoy por hoy sigue viviendo de rentabilizar su
fracaso. Su mala fama atrae a mucha gente a su blog y el fujo de
visitas es tal que Google le paga una buena cantidad mensual por
la publicidad alojada en su site.
En el infame cuadro de honor de los granujas de la historia hay
que situar sin duda al papa Juan XII (937-964), elegido pontífce a
la asombrosa edad de diecisiete años. Nada más tomar posesión
de su supremo cargo eclesiástico, enajenó gran parte del tesoro
pontifcio para atender sus deudas de juego y continuar su
escandalosa vida. Durante todo su papado de nueve años, dominó
Roma ayudado por una pandilla de asesinos a sueldo y convirtió
el palacio pontifcio, en palabras de sus enemigos, «en un burdel
repleto de sus muchas amantes». Incluso se llegó a afrmar que
este depravado papa violaba a las peregrinas en el propio templo
de San Pedro. Hijo ilegítimo de Alberico II, señor y gran
dominador de Roma, fue impuesto por su padre antes de su
muerte en 954, y elegido papa tras la muerte de Agapito III. De
nombre Octaviano, en el momento de su elección tenía una nula
formación, tanto mundana como religiosa. Informes de su tiempo
concuerdan con su desinterés por lo espiritual, su afción a los
placeres más groseros y su vida disoluta sin inhibiciones. Con
esos antecedentes, a nadie extrañará que su pontifcado sea
considerado como uno de los más nefastos de la historia de la
Iglesia. Tras incumplir unos acuerdos con Otón I, nombrado por él
mismo emperador y fundador del Sacro Imperio Romano-
Germánico, aquél reaccionó enviando un ejército a Roma, lo que
hizo que Juan XII huyese lo más rápido que pudo. El emperador
convocó un concilio que, en noviembre de 963, depuso al Papa,
acusándolo de todo tipo de vicios y pecados, y de delitos tan
graves como incesto, perjurio, homicidio y sacrilegio, e hizo elegir
nuevo pontífce a su propio secretario, León, un seglar que recibió
las órdenes sagradas ese mismo día y que tomó el nombre de
León VIII. Juan XII, que en su huida se había llevado buena parte
del tesoro de la Iglesia, organizó un ejército con el que regresó a
Roma en febrero de 964, una vez que Otón se hubo ido a
Alemania, y convocó un nuevo concilio que depuso al también
huido León VIII y le reinstauró a él. A partir de entonces se dedicó
con saña a vengarse de sus opositores hasta que le sobrevino
pronto la muerte. Bueno, en realidad no le sobrevino. Al parecer,
Juan XII murió el 14 de mayo del año 964 asesinado por un
marido que le sorprendió en el lecho de su mujer. El indignado
esposo, sin atender a tiaras ni purpúreas santidades, la emprendió
a golpes con el pontífce, propinándole tal paliza que Juan XII
murió tres días después a consecuencia de los golpes. Otra versión
asegura que murió de apoplejía, sin marido de por medio, en
pleno acto sexual.

En el otoño de 1806, en la ciudad inglesa de Leeds, la supuesta


vidente y timadora Mary Bateman, en uno más de sus continuos
engaños (por ejemplo, solía pedir limosnas «para los afectados» en
incendios y otros desastres, que invariablemente luego se
embolsaba ella), afrmó que una de sus gallinas había puesto
varios huevos con la inscripción «Cristo viene». Acto seguido,
predijo que la gallina pondría 14 huevos como aquél y que,
cuando pusiera el último, el mundo sería pasto de las llamas.
Según ella, solo ella sabía la única vía de salvación individual y
que gustosamente se la contaría a todo aquel que le pagara un
penique. Muchos la pagaron. Y a todos ellos les dijo que cuando la
gallina pusiera el decimocuarto huevo, solo quien llevara encima
una de las etiquetas con el signo «J. C.» (que ella misma fabricaba
y vendía a chelín la unidad) entraría en el cielo. La clientela se fue
haciendo mayor a medida que la gallina iba poniendo más huevos
con mensaje y la gente acabó acudiendo a ella en tropel a
comprarle tales etiquetas. Las autoridades enviaron a unos
observadores el día que se esperaba que la gallina pusiera el
último huevo, y éstos sorprendieron a la mujer justo cuando metía
a la fuerza en la gallina el último huevo marcado. Mary Bateman
fúe condenada, no solo por este sino también por sus otros
muchos delitos, incluida la brujería, y ahorcada sin más
contemplaciones.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el estadounidense Asa Earl


Cárter (1925- 1979) se alistó en la Armada y luego estudió
periodismo en la Universidad de Colorado. De regreso a su estado
natal, Alabama, se casó y tuvo cuatro hijos. Además de algunos
trabajos temporales, se ganó la vida como chófer de una emisora
de radio de Birmingham, de donde fue despedido debido a sus
continuas opiniones altamente racistas. A fnales de los años
cincuenta publicó un texto de marcado tono ultraderechista sobre
la superioridad de la raza blanca, a la vez que fundaba un grupo
paramilitar escindido del Ku Klux Klan, entre cuyas proezas se
contó atacar al cantante Nat King Colé y secuestrar y castrar a un
muchacho negro llamado Edward Aaron. Ya en los años sesenta,
Asa trabajó en la preparación de los discursos de Edward Wallace,
político racista y ultraderechista, varias veces gobernador de
Alabama y que en 1968 se presentó a las elecciones presidenciales
al frente del recién fundado Partido Americano Independiente. En
uno de los actos de campaña, el 14 de enero de 1963, Wallace
pronunció una frase que llevaba la frma oculta de Cárter y que
quedó grabada, para mal, en la memoria colectiva
estadounidense: «¡Segregación hoy, segregación mañana,
segregación para siempre!».

Sin embargo, poco después, Cárter decidió cambiar de vida y


convertirse en novelista. A comienzos de los años setenta publicó
su primera novela, Gone to Texas, que en 1976 sería llevada al cine
por Clint Eastwood, con el título de El fuera de la ley. Para entonces
había cambiado su nombre de pila por el de Forrest (en homenaje
al fundador del KKK, Nathan Bedford Forrest). Ese mismo 1976,
lanzó una novela supuestamente autobiográfca, La educación de
Pequeño Árbol (traducida al español como Montañas como islas), en
la que ahora se hacía pasar por huérfano mestizo de sangre
escocesa y cheroqui, y cuyo texto era un canto a la bondad y los
buenos sentimientos, además de a la naturaleza y a la vida sencilla
del «buen salvaje». El éxito de la novela fue inmediato, a pesar de
que un historiador (primo segundo suyo) reveló en The New York
Times su verdadera identidad (acusándolo no sólo de racista y
violento, sino incluso de «psicópata»), que enseguida sería
ratifcada por otros muchos. Eso no impidió que el falso Forrest
Cárter recibiera aquel año el premio de la Asociación Americana
de Libreros. Y no fue un éxito efímero. En 1985, seis años después
de su muerte, la Universidad de Nuevo México compró los
derechos del libro y lo publicó en edición de bolsillo. En poco
tiempo se vendieron más de 600.000 ejemplares y hasta hoy las
ventas sobrepasan el millón y medio. Cárter murió en 1979 de
forma harto desagradable. Al parecer, en plena borrachera, se
ahogó con su propio vómito tras pelearse en un confuso episodio
con uno de sus cuatro hijos. Nadie de su familia asistió a su
entierro.

Su compatriota Joseph Anthony Cafasso (1956) fue otro farsante


curioso. Habitual comentarista y tertuliano televisivo de la cadena
Fox, especializado en cuestiones militares y antiterroristas, se
presentaba como teniente coronel en la reserva de las Fuerzas
Especiales de los Estados Unidos, ex combatiente en Vietnam y
miembro de la misión que intentó el rescate de los rehenes
norteamericanos en la embajada en Irán durante la revolución
jomeinista, por lo que recibió la Estrella de Plata del Congreso. Sin
embargo, un día, casi por casualidad, se descubrió que nada de
ello era cierto. Ni era teniente coronel (en realidad sólo había
servido 44 días como soldado de primera clase) ni había
participado en Vietnam o Irán, ni poseía medalla alguna del
Congreso. Incluso se supo que tenía un largo expediente como
farsante y que en él era costumbre inventarse el curriculum a
conveniencia. Incluso se sabría que, bajo alguno de sus numerosos
alias, ya había sido condenado por algunos robos y desfalcos. Tras
otras simulaciones similares, Cafasso fue fnalmente detenido en
2009. Valga saber que al ser fchado, el número de la seguridad
social que dio pertenecía en realidad a una adolescente de trece
años de otro estado, cosa que explicó aduciendo en su defensa que
todo lo que hacía se debía a que era injustamente perseguido por
la CIA y el FBI.

También es curiosa la peripecia de su compatriota Steven Jay


Russell (1957), apodado Houdini o King Con («Rey del Timo»), que
se hizo famoso por haber logrado escapar de varias cárceles y por
haber logrado despistar en numerosas ocasiones a la policía
gracias a su habilidad para disfrazarse, según conviniera, de juez,
médico, policía u operario del servicio de reparaciones. En mayo
de 1993, Russell escapó de la cárcel del condado de Harris, en
Houston, Texas, usando ropas de civil que consiguió dentro de la
prisión. Al poco, tras falsifcar credenciales y curriculum, fue
contratado de asesor fnanciero por la North American Medical
Management. Cinco meses más tarde, se apropió
fraudulentamente de 800.000 dólares y fue encarcelado. En
prisión, accedió a una línea telefónica externa, llamó a la fscalía,
se hizo pasar por su propio abogado y redujo su fanza de 900.000
a 45.000 dólares. Cuando se descubrió el engaño, él ya se había
ido. Fue localizado y arrestado nuevamente en Florida, pero no
permaneció mucho en la cárcel. Primero comenzó por asistir a las
clases de arte para internos, de donde, cada día, se llevaba un
rotulador verde, que escondía bajo su colchón. Luego consiguió
una credencial de médico pasando una noche en la enfermería
tras pelearse con otro preso, y tiñó en el inodoro de su celda su
uniforme blanco de interno con la tinta de aquellos rotuladores.
Protegido por su credencial y su impoluto uniforme verde de
personal médico, Russell salió de la cárcel por la puerta principal.
Esta vez, la libertad le duró diez días. En 1998, recluido de nuevo
en la prisión de Harris, Russell planeó su más brillante y
arriesgado plan. En la biblioteca de la prisión leyó cuanto pudo
sobre el sida. Dejó de comer, tomó laxantes, se provocó vómitos,
sobornó a los enfermeros y cambió los resultados de un análisis de
sangre. Con todo ello logró que lo califcaran como portador de
HIV y que lo internaran en la enfermería de la cárcel. Mediante
una sobredosis de pastillas se indujo un coma que le duró casi
cuatro días, lo que convenció de su estado terminal a los médicos,
que autorizaron su traslado a una clínica privada. Desde ella,
Russell, súbitamente recuperado, telefoneó a las autoridades
carcelarias para comunicar su propia muerte. Una vez más, era un
hombre liberado, aunque no renovado. El 20 de marzo de 1998, se
hizo pasar por millonario y trató de obtener un préstamo de
75.000 dólares en el Nations Bank de Dallas. Los empleados
sospecharon y llamaron a la policía. Antes de que ésta llegase,
Russell fngió sufrir un infarto y fue trasladado de urgencia a una
clínica. Bajo la custodia del FBI, Russell se las arregló para
telefonear a los agentes que le vigilaban, hacerse pasar por un
mando de la agencia y convencerlos de que lo dejaran ir. El 7 de
abril de ese mismo año, en Fort Laurderdale, fue recapturado. De
vuelta a la prisión de Texas, recibió una sentencia de ciento
cuarenta y cuatro años a cumplir bajo un duro régimen
penitenciario, con una única hora al día para ducharse y salir al
patio. Es seguro que hoy, pese a ello, estará ya planeando su
próxima fuga.

El alcance de las trampas y las falsifcaciones científcas es muy


profundo. Por poner solo cuatro ejemplos, se cuenta que Johannes
Kepler (1571-1630) maquilló sus datos para que las órbitas
planetarias fueran elipses perfectas; que Isaac Newton (1643-1727)
acomodó los cálculos de la velocidad del sonido y de los
equinoccios para apoyar a su teoría de la gravitación; que el
premio Nobel Robert A. Millikan (1868-1953), primer medidor de
la carga eléctrica del electrón, ocultó datos que hubieran
desmerecido su trabajo, y que Gregor Mendel (1822-1884), cuyo
trabajo sobre los guisantes sentó las bases de la genética a fnales
del siglo XIX, en realidad no pudo reunir los cálculos estadísticos
en que basó las leyes de la herencia que llevan su nombre: sus
resultados se ciñen demasiado a las previsiones teóricas, son
demasiado exactos para ser ciertos. Se ha especulado que algún
ayudante, que conocía demasiado bien el resultado que esperaba
el maestro, pudo haber realizado el fraude, o bien que fue obra de
los propios hortelanos que, ajustaron subrepticiamente sus
recuentos a los que esperaba Mendel para así ahorrarse trabajo.
Más fagrante es, si cabe, la manipulación científca que se le ha
probado a Sigmund Freud (1856-1939), quien alardeó ante sus
colegas de haber curado a un paciente, de iniciales S. P, en el caso
popularmente conocido como «el Hombre de los Lobos». El
paciente sufría una grave afección neurótica invalidante agravada
por unas pesadillas recurrentes sobre unos lobos que se
encaramaban a un árbol frente a la ventana de su dormitorio. El
psicoanalista vienés interpretó este sueño como el resultado de un
trauma que sufrió a la edad de dos años, tras contemplar a sus
padres «realizar un coito por detrás tres veces, y pudo ver los
genitales de la madre y el miembro del padre, comprendiendo la
esencia del acto y su signifcado». Según Freud, cuando le
comunicó a S. P. el origen de sus pesadillas, éste se curó por
completo. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Hacia 1965,
la periodista Karin Obholzer sintió curiosidad por el caso e
investigó la vida del Hombre de los Lobos en Viena. Descubrió
que su nombre real era Serguei Pankejeff y que jamás llegó a
curarse. De hecho, su enfermedad se fue agravando con el paso
del tiempo hasta su muerte en 1978. Según pudo documentar la
periodista, Pankejeff recibió una asignación mensual a cargo de la
Fundación Sigmund Freud cuando sus directivos se enteraron de
sus intenciones de trasladarse a Estados Unidos. El dinero sirvió
para que permaneciera escondido en la capital austríaca y no
saliera a la luz la mentira intencionada del padre del psicoanálisis.

En el capítulo de robos y plagios científcos también hay mucho


que contar. Cuando el astrónomo Claudio Ptolomeo (c. 100-170)
propuso un sistema geocéntrico que permitía predecir la posición
de los planetas, realizó, aparentemente, sus observaciones y
cálculos en las translúcidas noches de la costa egipcia. Sus ideas
prevalecieron durante casi 1.500 años, hasta que Copérnico
presentó el sistema heliocéntrico. No obstante, estudios recientes
indican que el gran Ptolomeo no pudo haber hecho esos cálculos y
que probablemente los tomó de Hiparco de Samos (190-120 a.C.),
que trabajó en la isla de Rodas. La diferencia de latitud entre
Alejandría y Rodas, de cinco grados, dio la clave para descubrir
que las supuestas observaciones de Ptolomeo corresponden más
bien a las que se obtienen en la latitud de la isla griega y no en la
de Alejandría. Además, Ptolomeo manipuló los datos plagiados
para fundamentar mejor su idea preconcebida de geocentrismo.
Lo curioso del caso es que se ha demostrado después que, a su
vez, Hiparco habría copiado sus teorías de manuscritos
babilónicos muy anteriores que habían llegado a su poder.
En similar caso estaría, según todos los indicios, Pitágoras (582-
597 a.C.), quien también habría conocido su luego famoso teorema
durante su estancia en Babilonia.
En 1738, el matemático suizo Johann Bernoulli (1667-1748)
publicó con fecha falsa (anterior a la real) un cierto desarrollo
matemático, conocido desde entonces como Las Ecuaciones de
Bernoulli. Cuando su hijo Daniel (1700-1782), profesor en San
Petersburgo y Basilea y miembro de diversas academias
científcas, publicó las mismas ecuaciones quedó ante la opinión
científca internacional como un vulgar plagiador de su padre.
Afortunadamente para él, poco tiempo después logró demostrar
que, en realidad, el plagiador había sido su padre.
Cuando el científco francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-
1794) fue acusado de no haber mencionado intencionadamente en
su publicación de 1775 en que demostraba que la combustión es
una oxidación (es decir, una reacción que produce ciertos
compuestos por adición de oxígeno) el descubrimiento previo del
oxígeno hecho por Joseph Priestley (1733-1804) el año anterior (del
que éste le había puesto en conocimiento personalmente),
Lavoisier se defendió afrmando: «Es bien sabido que el que
levanta la liebre no es siempre el que la mata».
Los matemáticos actuales relatan todavía la historia del célebre
matemático francés Augustin Louis Cauchy (1789-1857) que se
inspiraba en los artículos que la publicación Comptes Rendus de
l'Academie de Sciences le enviaba para valorar.
El astrónomo inglés Anthony Hewish (1924) recibió en 1974 el
premio Nobel de Física por su descubrimiento de los pulsares. En
realidad, éste era obra de Jocelyn Bell, joven doctoranda de su
equipo. Lo que ocurrió fue que el descubrimiento fue dado a
conocer en un artículo frmado en primer lugar, como jefe de
equipo, por Hewish, generándose la falsa impresión de que los
tres últimos solo habían ayudado al profesor que dirigía sus tesis
doctorales.
Hacia 1977, el iraquí Elias A. E. K. Alsabti comenzó a ganar
fama en Estados Unidos como uno de los más importantes
investigadores y divulgadores oncológicos del mundo hasta que
se descubrió que la totalidad de sus artículos, editados en
publicaciones de segundo rango científco, habían sido plagiados
de otros aparecidos en las mejores revistas médicas de todo el
mundo, con el simple cambio de algunos datos y su inclusión
como autor.

Hay veces en que los falseamientos científcos no sólo persiguen


alcanzar el éxito, la fama o el lucro, sino también apoyar unas
opiniones tendenciosas, o incluso claramente espurias. Ese fue el
caso del psicólogo británico Cyril Burt (1883- 1971), que publicó en
1909 un primer artículo en que defendía una teoría que sería el
núcleo de su aportación científca. Según su tesis, la inteligencia es
una cualidad innata al ser humano, de lo que se deduce que la
diferencia entre clases sociales tiene causas genéticas. En años
posteriores, iría dando a conocer distintos trabajos de campo,
culminados con una serie de encuestas sociológicas y de estudios
empíricos sobre la evolución de gemelos univitelinos separados al
nacer y educados por familias de distinta escala social, que venían
a demostrar que su cociente de inteligencia no se veía alterado. De
ahí deducía Burt que la pobreza no es más que consecuencia de
una desventaja intelectual de raíz genética. Sin embargo, cuando
el psicólogo murió en 1971, se comenzó a abrir paso la opinión de
que algo raro había en aquellas investigaciones supuestamente
realizadas dos por colaboradoras de Burt a las que nadie conocía
ni encontraba. Finalmente, en 1976, el periodista londinense de
The Sunday Times Oliver Gillie, tras una ardua investigación, logró
demostrar la inexistencia de tales ayudantes. Esto fue el comienzo
de una larga serie de revelaciones que tiraron por tierra todo el
trabajo de Burt, dejando claro que no había hecho otra cosa que
tratar de conciliar sus creencias sociopolíticas y su ideología
clasista con los resultados de sus pesquisas científcas, recurriendo
sin escrúpulo a la invención de datos, el amaño de resultados y el
sesgo de su interpretación, sin basarse siquiera en el más mínimo
estudio empírico.
Parecido o aun peor es el caso del médico del londinense
International Child Development Resource Centre, Andrew
Wakefeld (1957), quien publicó en 1998 en la revista científca The
Lancet un estudio que vinculaba la vacuna trivírica (sarampión,
paperas y rubéola) con casos de autismo. El tendencioso estudio
se demostró falso cuando en 2004 se comprobó que su autor, que
fue expulsado de la profesión, había cobrado 55.000 libras
esterlinas de un abogado que defendía los intereses de un grupo
particular (una asociación de niños autistas) que quería
fundamentar sobre una base científca su próxima querella contra
los laboratorios que fabricaban esas vacunas.

Uno de los más sonados fraudes científcos del siglo XX, fue
protagonizado (está por demostrar si intencionada o
involuntariamente) por el biólogo austríaco Paul Kammerer (1890-
1926). En el conocido como «caso del sapo partero», Kammerer
(aclamado en su momento como el nuevo Darwin) fue víctima de
un error científco, no se sabe si propio o ajeno, y tal vez de una
falta de ética, que fnalmente le empujarían al suicidio. Kammerer
estaba convencido de que las habilidades que los animales
adquieren pasan a sus descendientes, teoría evolutiva esbozada
un siglo antes por el zoólogo francés Jean Baptiste Lamarck, que
explicaba por qué las jirafas tienen cuellos tan largos (al haberse
esforzado durante generaciones para alcanzar las ramas y hojas
más altas). Para tratar de demostrar esa hipótesis, Kammerer se
dedicó en cuerpo y alma a intentar corroborar la herencia de los
caracteres adquiridos. Durante años habituó a los sapos parteros a
que se apareasen en el agua, como hacen las ranas, en vez de en
tierra, como les es propio. Los descendientes de los sapos de
Kammerer, obligados a procrear en el agua, desarrollaron las
mismas miniespinas que tienen las rabas en sus dedos, lo que
causó asombro al ser presentado a los científcos en una reunión
celebrada en Cambridge, Reino Unido, en 1923. Parecía
demostrarse que Darwin estaba equivocado.
Así quedó todo de momento, hasta que, en 1926, el herpetólogo
del Museo Americano de Historia Natural Kingsley Noble visitó a
Kammerer en su laboratorio y se quedó atónito al descubrir que
alguien había inyectado a sus sapos tinta china en los dedos para
resaltar lo que no tenían. El fraude, publicado en Nature, destruyó
la carrera (y la vida) del zoólogo vienés. Poco después de dar por
buenas las conclusiones de Noble, un día de septiembre de 1926,
Kammerer, aun proclamando su inocencia, se pegó un tiro en un
camino forestal al sur de Viena, su ciudad natal. El suicidio
parecía dar la razón a quienes lo acusaban. Pero el escándalo
científco no era la única causa posible del suicidio; considerando
la turbulenta vida sentimental de Kammerer, no había que
descartar motivos pasionales. En sus breves treinta y seis años,
había tenido innumerables amantes, incluyendo a la viuda del
compositor Gustav Mahler, una pintora, una bailarina clásica y
(una tras otra) las cinco hermanas Wiesenthal. Además, no había
dedicado solo sus esfuerzos a la biología y al amor; era un
compositor popular de éxito, y no faltó quien atribuyera el
suicidio al daño que el escándalo le había causado a su carrera
musical. El escritor Arthur Koestler, en su obra El caso del sapo
partero (1971), sugirió que algún simpatizante nazi podía haber
llevado a cabo el sabotaje, pues Kammerer era socialista y se
disponía a establecerse en la Unión Soviética.
Para el ambiente científco japonés, la labor del sorprendente
arqueólogo afcionado japonés Shinichi Fujimura (1950) era
portentosa. Su olfato para los hallazgos arqueológicos era casi
sobrehumano. Eligió minuciosamente el lugar de cada uno de sus
42 yacimientos y en todos encontró importantes hallazgos. Allí
donde cavaba, se topaba con algún resto, que casi siempre
adelantaba la aparición del ser humano en Japón en varios miles
de años. Tanta era su habilidad para encontrar restos, que sus
compañeros le apodaban «1.a mano de Dios». Sin embargo, el 22
de octubre de 2000, se descubrió la verdad: a las seis de la
mañana, unos reporteros del diario Mainichi Shimbun le grabaron
mientras plantaba en su yacimiento los fósiles que horas después
descubriría. A Fujimura no le quedó más remedio que confesar su
falsifcación. Todo esto tuvo un fnal trágico, pues aunque exculpó
a sus colaboradores, uno de ellos llamado Mitsuo Kagawa, de
setenta y ocho años, se suicidó tras haber sido señalado como
cómplice por una revista.

Donde no hay dudas de la intervención fraudulenta del científco


es en el caso siguiente. En 1970, el dermatólogo estadounidense
WilliamT. Summerlin (1938) se convirtió en una celebridad en el
campo de los trasplantes de órganos gracias a un experimento que
había llevado a cabo con total éxito en la Universidad de Stanford
un año antes: había trasplantado piel humana de una persona de
raza blanca a un paciente de color sin que éste mostrara rechazo.
Este avance daba perspectivas muy prometedoras a la cirugía y el
tratamiento de quemaduras. Poco después, Summerlin fue
contratado por el prestigioso Instituto SIoan-Kettering de Nueva
York en calidad de jefe de inmunología de trasplantes. Allí, en
1974, Summerlin aseguró haber conseguido injertar sin rechazo un
trozo de piel de ratón negro en un ratón blanco, otro gran avance.
Su técnica antirechazo consistía en cultivar la piel en un lecho de
nutrientes durante semanas antes de proceder a su trasplante.
Pero ocurrió que, a la hora de mostrar los resultados, Summerlin
observó con horror que la piel injertada se estaba blanqueando,
signo de que las cosas no iban bien, así que decidió poner remedio
a este inconveniente, y lo hizo.
Tras recibir los parabienes de toda la comunidad científca,
alguien pudo revisar de cerca su éxito, llevándose la sorpresa de
que el trozo de piel de ratón negro supuestamente injertado en el
ratón blanco era, en realidad, un burdo fraude: el profesor
Summerlin había pintado con un simple rotulador negro una zona
de la piel del ratón blanco. La expectación científca, los rumores
de un premio Nobel y el futuro promisorio para pacientes que
requerían trasplantes se desvanecieron en un instante. No
obstante, conviene señalar que recientemente varios grupos de
inmunólogos realizaron con éxito experiencias similares a las de
Summerlin.

Hacia 1957, cuando la hipnosis y las técnicas de control mental se


pusieron de moda, el publicista neoyorquino James McDonald
Vicary (1915-1977) decidió probar la efcacia de la percepción
subliminal en el cine mediante un método muy directo. Su
experimento consistía en la proyección de mensajes ocultos de
forma intercalada entre los fotogramas de una película llamada
Picnic, de forma que, en algunos de los frames de la película
proyectada, se podían leer casi inadvertidamente los mensajes:
«Beba Coca-Cola» y «Coma palomitas». Según Vicary, los
resultados demostraron que el consumo de refresco y de
palomitas se había incrementado de forma notable: las ventas de
bebida subieron un 18% y las de palomitas, un 58%. Su teoría fue
recogida por el escritor Vanee Packard en el libro Las formas
ocultas de la propaganda, que causó preocupación en las
autoridades estadounidenses, preocupadas por la utilización de
estas técnicas subrepticias en plena Guerra Fría. Tras publicarse
los resultados, la Comisión Federal de Comunicaciones amenazó
con retirar la licencia de radiodifusión a quienes utilizaran lo que
se dio en llamar «publicidad subliminal», mientras que la
Asociación Nacional de Radiodifusores prohibió la emisión de
cualquier grabación de tal índole. Incluso, una ley prohibió el uso
de publicidad subliminal y la CIA comenzó a estudiar su
utilización contra el enemigo.
Sin embargo, casi una década después, la Fundación para la
Investigación en Publicidad reclamó a Vicary que informase con
todo detalle sobre los procedimientos llevados a cabo en su
experimento. Pese a su insistencia, Vicary nunca los llegó a
detallar. Otras organizaciones y medios audiovisuales intentaron
repetir, sin éxito alguno, su experimento. La cadena de
radiotelevisión canadiense CBC hizo un experimento similar:
instó subliminalmente al público de cierto programa de televisión
a llamar en ese momento, pero el fujo de llamadas no aumentó.
Finalmente, Vicary, en 1962, reconoció públicamente que su
experimento nunca había existido y que, cuando publicó su
asombroso descubrimiento, su empresa atravesaba graves
problemas económicos. Y añadió: «Todo fue un truco. A los que
crean que fue terrible, solo les puedo decir que, bueno, yo tuve la
misma reacción cuando lo pensé por primera vez».
El último y más grande de todos los análisis científcos de esta
teoría fue el metanálisis de C. Trappery de 1996, que aglutinó los
resultados de 23 experimentos diferentes, ninguno de los cuales
probó que los mensajes subliminales causen efecto alguno de
comportamiento compulsivo. Pese a las leyendas urbanas,
tampoco se han probado sus presuntas bondades como método
para aprender idiomas, bajar de peso o dejar de fumar mientras se
duerme.

A fnales de la década de 1970 comenzaron a circular insistentes


rumores que ponían en duda los reputados trabajos científcos del
geólogo indio Vishawa Jit Gupta, profesor de la Universidad del
Punjab en Chandigarh, India. Sus más de 400 artículos publicados
en veinticinco años, dedicados a observaciones geológicas sobre el
Himalaya, así como el descubrimiento de nuevos fósiles no habían
podido ser confrmados por nadie. Por entonces, Gupta gozaba de
mucha consideración, por lo que colaboraba continuamente con
paleontólogos de todo el mundo que, ajenos a la geología del
Himalaya, estudiaban de completa buena fe los fósiles que él Ies
enviaba. En 1988, el australiano John A. Talent, apoyado por otros
colegas australianos e indios, denunció por escrito un número
impresionante de anomalías en las publicaciones de Gupta:
localidades inexistentes o inencontrables, asociaciones de fósiles
imposibles, descubrimiento en el Himalaya de fósiles endémicos
en otras regiones muy alejadas de la India, reciclado de fósiles (el
mismo espécimen era descrito, con diez años de diferencia, como
proveniente de dos emplazamientos distintos)... A raíz de esta
denuncia, la mayoría de los 118 coautores de Gupta cayeron bajo
sospechas. El examen de muchos de aquellos trabajos mostró más
anomalías: muchas fotografías de «fósiles del Himalaya»
publicadas por Gupta eran, en realidad, reproducciones de libros
antiguos sobre fósiles del Canadá o Birmania, recortadas o
retocadas para disimular su apariencia a primera vista. Se trataba
quizás del mayor fraude de la historia de la paleontología.
Finalmente, en 1990 la Universidad del Punjab y el servicio
geológico de la India enviaron sendas expediciones al Himalaya
para verifcar los trabajos de Gupta, confrmando las sospechas de
fraude. Gupta fue suspendido de su cargo en la Universidad de
Chandigarh en 1991.

A los treinta y tres años, John R. von Darsee, un brillante


investigador de Harvard, contaba ya con cerca de 100
publicaciones. Por entonces se asoció con Braunwald, uno de los
cardiólogos más prestigiosos de la Universidad de Harvard, y
colaboraron en un capítulo de su obra magna: Heart Disease: A
Text Book of Cardiovascular Medicine, publicada en 1980 en dos
tomos de 2.000 páginas cada uno. Su trabajo estaba orientado al
estudio de ciertos medicamentos y procedimientos que permitían
una rápida recuperación después de un infarto de miocardio. Su
labor era ardua y efcaz, sus datos limpios y consistentes, pero
llegó el día en que aparecieron las sospechas. Algunos de sus
colegas dudaron de que Von Darsee pudiera llevar al cabo tantos
experimentos y otros lo vieron fabricar ciertos registros
electrocardiográfcos cuando le solicitaron sus datos
experimentales para apoyar algunos manuscritos que estaban por
enviarse a publicación. La universidad ignoró el engaño y sólo
tomó acciones contra Darse después de una denuncia de los
National Institutes of Health (NIH). En 1981 se había establecido
que el doctor von Darsee, en los informes de sus investigaciones
en Harvard y Emory, solía incluir afrmaciones y datos falsos con
la intención de presentar resultados y conclusiones exitosas sobre
investigaciones en las que había fracasado. Después de un
complicado proceso de auditoría, el brillante joven de Harvard
confesó que había fabricado muchos de los datos de sus 118
artículos.
Por la misma época, otro escándalo similar saltó a los medios de
comunicación: Robert Slutsky, radiólogo de la Universidad de
California en San Diego, publicaba a un ritmo de un artículo
científco cada 10 días. Cuando el comité científco revisó sus 137
publicaciones se topó con experimentos inventados, mediciones
incorrectas o inexistentes y análisis estadísticos urdidos por la
inigualable imaginación de Slutsky.
El físico alemán Jan Hendrik Schón (1970), de los célebres Bell
Laboratories, llevaba un ascenso meteòrico en su carrera, ya que a
sus treinta y dos años había sido capaz de que le publicasen cinco
artículos en la revista Science y siete en Nature, entre otras
importantes publicaciones, además de que ya era candidato al
premio Nobel de física. Schón aseguraba haber obtenido un
transistor compuesto de una simple molécula de un tipo de
benceno, con las aplicaciones que esto podrían suponer. Pues bien,
en el año 2002, se descubrió que no solo no había obtenido ese
transistor, sino que, en complicidad con algunos colegas, se había
inventado los resultados en más de 60 investigaciones de
nanoelectrónica.
En la primavera de 1981, hizo su sonora aparición una nueva
superestrella de la investigación del cáncer: Mark Spector, de solo
veinticuatro años, que propuso una elegante teoría sobre el origen
del cáncer, basada en sólidos experimentos (desarrollados en el
sorprendentemente corto periodo de veintiocho meses) que,
muchos pensaron, podría hacerlo merecedor de un precoz premio
Nobel de Medicina. Su hipótesis y sus datos experimentales
encajaban perfectamente con lo nuevos descubrimientos del
cáncer. Los biólogos moleculares califcaron sus descubrimientos
de espectaculares y unifcadores: no obstante, otros investigadores
fueron incapaces de repetirlos o aplicarlos. En la Universidad de
Cornell, en el Instituto Nacional del Cáncer y en otros prestigiados
laboratorios surgieron dudas sobre aquel genio precoz e
hiperactivo. El acertijo se resolvió enseguida: Mark Spector había
falsifcado sus experimentos. Nuevamente, un brillante
investigador y una gran veta de investigación científca se
desmoronaban. Lo más sorprendente en su caso, quizá, fue
descubrir que el joven genio no tenía siquiera el grado de bachiller
y que había logrado engañar a todo el sistema hasta obtener un
puesto privilegiado en los estratos científcos más elevados.
Realmente, un muchacho sin estudios que logró infltrarse en la
elite científca del cáncer y ser considerado como un futuro
candidato al premio Nobel debe considerarse como un genio
aunque fuera solo de la ciencia-fcción.

En marzo de 2004, el científco surcoreano Hwang Woo-Suk


(1952), considerado por muchos el líder en la investigación en el
campo de las células madre, anunció que su equipo había logrado
un éxito extraordinario y revolucionario: por primera vez, habían
conseguido clonar un embrión humano con fnes investigativos.
Poco menos de un año después, Hwang volvió a comparecer ante
los medios de todo el mundo para criticar la política intolerante
del presidente estadounidense George W. Bush sobre la
investigación con células madre. En junio de 2005 regresó de
nuevo a lo más alto del panorama científco mundial al anunciar
la elevada efciencia de sus métodos de clonación. Con ello
ilusionó a millones de personas que vieron más cerca la
posibilidad de cura de muchas enfermedades degenerativas
(diabetes, parkinson, etc.). Dos meses después, Hwang anunció
que su equipo se había convertido en el primero en clonar un
perro afgano, de nombre Snuppy. Sin embargo, en diciembre de
2005 se comprobó que dos estudios sobre clonación mediante
células madre publicados por él en la revista Science se habían
basado en datos falsifcados, lo que levantó un gran escándalo en
la comunidad científca y en la opinión pública mundial. Además
de dimitir fulminantemente de sus puestos académicos, Hwang
fue condenado tiempo después a dos años de cárcel por un
tribunal de Seúl, acusado de malversación de fondos estatales y
violación de leyes bioéticas.

Los Juegos Olímpicos han hecho siempre alarde de limpieza y de


exaltación de la honestidad y los estrictos valores del juego limpio
y de la deportividad más exquisita. Sin embargo, en su historia
han sido muchos los fraudes y las trampas. Recordemos algunos
de las más signifcativos o curiosos.
El primero que mencionaremos ocurrió en la carrera de maratón
de los Juegos de 1904, celebrados en la ciudad estadounidense de
Saint Louis, Misuri. De los 32 atletas que tomaron la salida en ella
solo 14 llegarían a la meta. El primero en cruzarla, tras 3 horas y
13 minutos, fue el norteamericano Fred Lorz, que inmediatamente
fue proclamado vencedor. Le acababa de imponer la corona de
laurel en reconocimiento a su victoria Alice Roosevelt, la hija del
presidente estadounidense, y estaba a punto de recibir la medalla
de oro, cuando se supo que había cubierto 18 de los algo más de
42 kilómetros de la prueba a bordo de un coche conducido por su
entrenador. La aclamación de la muchedumbre se tornó
rápidamente en abucheos. Lorz, a la desesperada, intentó explicar
que solo se trataba de una broma, pero nadie se rió. Recibió una
sanción de por vida, que luego, gracias a su arrepentimiento, le
fue levantada. En su lugar, fue proclamado vencedor de la prueba
olímpica su compatriota Thomas Hicks, quien, según se supo
tiempo después, 10 kilómetros antes de la meta había ingerido
una buena dosis de estimulantes (sobre todo, sulfato de
estricnina), lo que entonces no era ilegal. Como nota anecdótica,
cabe resaltar que al año siguiente (1905), Fred Lorz ganó la
maratón de Boston, esta vez sin trampa alguna (al menos
conocida). Cabe añadir además que aquella carrera de maratón
olímpica de 1904 fue realmente extraña. Entre los participantes
estuvo un cartero cubano, Félix Carvajal, que llegó a Saint Ixiuis
haciendo autostop tras perder todo su dinero en Nueva Orleans
jugando a los dados. Se presentó en la salida con zapatos de calle
y pantalones largos. Este mismo corredor se paró a charlar con los
espectadores a mitad de carrera, se desvió del trazado al perderse
en un manzanal y, pese a todo, acabó cuarto. Otro competidor fue
mordido por dos perros en un maizal...
Algo parecido, o aun peor, ocurrió durante los Juegos
Olímpicos de Múnich de 1972, cuando el estudiante alemán
Norbert Sadhaus se incorporó subrepticiamente a la carrera de
maratón más o menos a un solo kilómetro del fnal y, en un
esprint desesperado y sorprendente, superó fácilmente a los
atletas cansados que le precedían y se proclamó campeón
olímpico. Sin embargo, su engaño duró sólo unos pocos minutos,
pues enseguida los jueces se dieron cuenta de lo que había
pasado. Pese a ser un impostor, su trampa hizo que el verdadero
ganador fnal, el norteamericano Frank Shorter, entrara en el
recinto entre enormes abucheos de los espectadores, compatriotas
del atleta descalifcado no se sabía muy bien por qué.
Estaremos todos de acuerdo en que lo de correr una maratón
montado en el coche de tu entrenador o incorporándote en el
último kilómetro tiene muchas ventajas, aunque sólo sea desde el
punto de vista del ahorro de energías. Pero hay más formas
fraudulentas de disputar una maratón; por ejemplo, haciéndola en
metro.
Eso es justamente lo que hizo en 1980 la atleta neoyorquina de
origen cubano Rosie Ruiz en la ciudad de Boston. La cubana,
hasta ese momento totalmente desconocida, surgió de la nada en los
dos últimos kilómetros y, con muchos apuros, pues se la veía
claramente desfondada, ganó la carrera, batiendo de paso el
récord de la prueba con un espléndido tiempo de 2 horas, 31
minutos y 56 segundos. Mucho menos tardaron los jueces en
descubrir su trampa. Tras sospechar al observar su aspecto no
demasiado cansado, un fotógrafo les aseguró que había hablado
con la atleta en el metro durante la prueba. Días después se supo
que ya había hecho lo mismo en la Maratón de Nueva York de ese
mismo año. Naturalmente, fue descalifcada (de ambas carreras),
aunque, hasta hoy, ella niega haber hecho trampa, y los jueces
nunca probaron su ardid de forma concluyeme. De la atleta no se
volvió a saber mucho, salvo que en 1982 fue condenada por varios
hurtos y fraudes en la empresa para la que trabajaba, y que luego
fue arrestada durante veintitrés días por intentar vender cocaína a
agentes de incógnito en Miami. Un caso parecido ocurrió, más
recientemente, en 1991, cuando se descalifcó al ganador de la
Maratón de Bruselas, el argelino Abbes Tehami, después de
haberse probado que fue su entrenador quien comenzó la carrera
y él quien la acabó. El dorsal y la ropa eran los mismos, pero no el
corredor. No era muy difícil darse cuenta de ellos: el atleta que
comenzó la carrera con su dorsal tenía bigote, mientras que el que
cruzó la meta, no tenía. Ni vergüenza ni bigote.
Volviendo a la historia de los Juegos Olímpicos, hay que
consignar el famoso caso de la atleta polaca Stanislawa
Walasiewicz, que obtuvo la medalla de oro en la carrera de 100
metros lisos femeninos de los Juegos Olímpicos de Los Angeles de
1932 y la plata en los de Berlín de 1936, además de ser varias veces
plusmarquista mundial de esa misma prueba. Su recuerdo era,
por tanto, el de una atleta de talento y gran compeúdora. Pero,
hete aquí que, en 1980, Stanislawa fue asesinada durante un robo
y la autopsia reveló que tenía una constitución genital ambigua y
poseía a la vez los pares de cromosomas XY y XX. Lo curioso es
que, al acabar la prueba de los juegos de 1936, en Berlín, pidió a
los jueces que la ganadora, la norteamericana Helen Stephens, se
desnudara para demostrar que era una mujer. La estadounidense
lo hizo y lo demostró. Si se lo llegan a pedir a ella, mejor dicho a
él...
En aquellos mismos Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 aun
peor fue el caso de la saltadora de altura alemana Dora Ratjen,
que se clasifcó en cuarto lugar y quedó, pues, a las puertas de la
medalla de bronce (aunque dos años después se resarciría al
conseguir el récord mundial en el campeonato europeo de Viena
de 1938). Las autoridades deportivas nazis estaban empeñadas en
conseguir el máximo número posible de medallas a cualquier
precio. Al no contar con muchas saltadoras de garantías (habían
descartado a su mejor opción, que era judía), los dirigentes de la
federación recurrieron a inscribir a Dora. Después de la Segunda
Guerra Mundial, se supo que Dora era en realidad un camarero de
Hamburgo llamado Hermann Ratjen.
En los Juegos Olímpicos de Montreal de 1976 se produjo otro
caso célebre, aunque no relacionado con el género, sino con la
catadura moral del atleta. El ucraniano Boris Onischenko, ex
ofcial del ejército soviético, participó representando a la URSS en
la modalidad de pentatlón moderno, un deporte compuesto por
cinco disciplinas incluida la esgrima, en la que la victoria se
decide por el mayor número de toques que logre un contendiente
sobre el cuerpo del otro. Lo que se comprueba con un sencillo
mecanismo electrónico incorporado a su uniforme deportivo. En
el caso de Onischenko, un cable dispuesto en su espada y un
pulsador colocado en su mano le permitían conseguir falsos
toques a voluntad. Lo curioso es que el ucraniano era por entonces
uno de los mejores pentatletas del mundo, que había ganado una
medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Múnich, cuatro años
antes, y había sido tres veces campeón mundial. Pero de poco le
valió esa trayectoria, pues tuvo que abandonar los juegos
avergonzado, entre titulares que le llamaban «Boris el Tramposo».
Posteriormente se dijo que, como castigo, había sido enviado a
unas minas de sal en Siberia, algo probablemente falso. Lo que
parece seguro es que le desposeyeron de todos sus honores
deportivos, le impusieron una fuerte multa y tuvo que abandonar
el ejército. Al parecer, a partir de entonces, se ganó la vida como
taxista en Kiev. Pobres clientes.
En 1988, en los Juegos de Seúl, Corea del Sur, el tramposo más
destacado fue un atleta canadiense, aunque nacido en Jamaica,
por entonces enormemente famoso en todo el mundo, de nombre
Ben Johnson (1961), que, en una carrera memorable, se impuso en
la fnal de los 100 metros lisos a su gran rival, el estadounidense
Cari Lewis y al resto de competidores con una muestra de poderío
que asombró al mundo. Y no solo por su victoria, sino por el
tiempo que hizo (9,79 segundos), que signifcaba un nuevo récord
del mundo muy superior a lo que por entonces se creía posible
para un ser humano. Sin embargo, unas horas después, su triunfo
se convertiría en uno de los mayores escándalos olímpicos de la
historia, al descubrirse que había consumido estanozolol, un
peligroso esteroide. Johnson, tras cumplir su sanción de dos años,
y tras arrastrar su deshonor, volvió a participar en los siguientes
Juegos Olímpicos en Barcelona 1992, pero un nuevo positivo en
1993 pondría punto fnal defnitivo a su controvertida carrera.

Otra trampa deportiva famosa es la utilizada por el italiano Tazio


Nuvolari (1892- 1953), considerado por muchos como el más
intrépido y mejor conductor de automóviles de carrera de todos
los tiempos, para ganar la Mille Miglia de 1930. Al volante de un
Alfa Romeo, Nuvolari y su copiloto Battista Guidotti perseguían a
otro potente Alfa Romeo de sus compatriotas Achille Varzi (al
volante) y Cario Canavesis. Como la última parte de la carrera se
hacía ya en la oscuridad, Nuvolari apagó sus luces, dejando que
Varzi creyera que le llevaba mucha ventaja y que, por tanto, podía
permitirse el lujo de reducir la velocidad y hacer una conducción
más conservadora. Nuvolari alcanzó rápidamente al desprevenido
Varzi, se situó casi a su rebufo (con los faros apagados) y, a falta
de muy poco para llegar a la meta, aceleró al máximo, encendió
súbitamente las luces, lo rebasó fácilmente y ganó la carrera.
Mucho menos famosa pero parecida es otra trampa deportiva
ocurrida en 1990 en el hipódromo estadounidense de Vinton, en
Luisiana. Aquel día, 11 de enero, se cernió un espeso manto de
niebla sobre la pista, pero así y todo se decidió disputar la prueba
Delta Downs (eran muchas las apuestas en juego). Entre los
caballos participantes estaba un bayo de cinco años de nombre
Lanáing Offcer, montado por el yóquei Sylvester Carmouche Jr.,
que, pese a no contar para nadie en los pronósticos, sorprendió a
propios y extraños y llegó a la meta con 24 cuerpos de ventaja
sobre el segundo clasifcado. En principio, ni los jueces ni los
afcionados se lograban explicar aquella inesperada y contundente
victoria. Ni siquiera se la explicaban los pocos que habían
apostado por él 23-1 y que ahora iban a cobrar, si no pasaba nada,
una pequeña fortuna. Pero pronto todos se lo iban a explicar, los
últimos con mucha desilusión y no poco enfado. Al parecer, el
caballo se descolgó enseguida del pelotón de los favoritos.
Aprovechando esa circunstancia y la intensísima niebla que hacía
imposible que le vieran, el jinete maniobró para que el caballo se
saliese de la pista y se escondiese. Espero pacientemente a que el
resto de competidores dieran la vuelta al hipódromo y, cuando ya
llegaban a su altura, sin que lo vieran, se incorporó de nuevo a la
pista y cabalgó libre y fresco hacia la victoria. De entrada,
Carmouche proclamó su inocencia, aunque al fnal se hubo de
rendir a la evidencia y admitir su trampa. Fue castigado con diez
años de suspensión, aunque fnalmente sólo cumplió ocho.

Pero si hay una trampa deportiva que ha dado qué hablar esa no
es otra que la célebre «Mano de Dios» de Diego Armando
Maradona (1960), aquel primer gol anotado por el futbolista
argentino en el partido entre Argentina e Inglaterra de cuartos de
fnal de la Copa del Mundo de Fútbol de 1986, jugado el 22 de
junio de 1986 en el estadio Azteca de Ciudad de México. El
partido fnalizó con victoria de los argentinos por 2 goles a 1,
gracias al llamado «Gol del Siglo», también marcado por
Maradona. Este declaró después del partido que el primero lo
había marcado «un poco con la cabeza y un poco con la mano de
Dios». Cuando corría el minuto 6 del segundo tiempo de un
partido hasta entonces equilibrado llegó una de las jugadas más
polémicas de la historia de los mundiales: Maradona, fuera del
área, pasó el balón, entre varios defensas ingleses, a su compañero
Jorge Valdano, cuyo pase posterior fue interceptado por un
defensa inglés que lo desvió hacia su propia portería, bombeado.
Por la inercia de la jugada, Maradona había quedado en fuera de
juego, pero al venir el balón rebotado de un contrario quedó de
nuevo habilitado. Mientras la pelota caía, Maradona fue en su
busca a la par que el guardameta inglés Peter Shilton, 10
centímetros más alto. Ambos saltaron: Shilton con su puño
derecho alzado y Maradona, con el brazo izquierdo
semiextendido, escondido tras su cabeza. El puño del argentino
golpeó antes el balón, que salió botando hacia la portería
desguarnecida. El árbitro, el tunecino Al i Bennaceur, señaló el
gol, pero, acosado por las reclamaciones de los jugadores
británicos, consultó con el linier, quien lo convalidó. El fotógrafo
mexicano Alejandro Ojeda Carbajal inmortalizó la jugada en una
fotografía en que se ve claramente el golpe con la mano y, por
tanto, que aquel gol no tendría que haber subido al marcador.

La ex periodista de The Washington Post Janet Cooke (1964) se vio


obligada a devolver el premio Pulitzer tras admitir que se había
inventado toda la historia premiada. En ella, narraba la historia de
un niño de ocho años que desde hacía tres era adicto a la heroína.
El pequeño, al que Janet llamó «Jimmy», fue iniciado en el
consumo de drogas por el compañero de su madre, «Ron», un
camello de tres al cuarto. La periodista no solo describía con todo
lujo de detalles el sórdido ambiente que reinaba en la casa de
Jimmy, sino que añadía a su artículo algunas de las supuestas
declaraciones de la madre, «Andrea», quien afrmaba que quedó
embarazada de Jimmy a consecuencia de una violación y que,
destrozada, buscó refugio en las drogas, que le daban las únicas
satisfacciones de su vida. El artículo concluía con la estremecedora
descripción de cómo Ron inyectaba una dosis de heroína en el
frágil brazo de un ansioso Jimmy. Cooke combinaba esta historia
con las opiniones de médicos y otros expertos en el tema del
abuso de drogas, incluidos algunos asistentes sociales que
trabajaban con adictos a la heroína en los barrios marginales de
Washington. El artículo, que apareció en la primera página de The
Washington Post el 28 de septiembre de 1980, bajo el título «El
mundo de Jimmy», fue presentado al Pulitzer y obtuvo este
prestigioso galardón periodístico. Pero los rumores acerca de su
veracidad comenzaron cuando algunos policías de Washington,
impresionados por el caso, quisieron ayudar al pequeño,
empezaron a buscarle por toda la ciudad y no fueron capaces de
encontrar el menor rastro de él. Mientras, Cooke fue ascendida en
la sección de noticias locales del periódico.

Sin embargo, algunas inexactitudes en su curriculum (la joven


afrmaba dominar cuatro idiomas y que había estudiado en la
Universidad de La Sorbona de París) volvieron a levantar
sospechas. Una vez comprobado que los datos de su curriculum
eran falsos, uno de los directivos del Post ordenó que la periodista
fuese interrogada para conocer la verdad acerca de la historia de
Jimmy. Tras negarse en principio a revelar sus fuentes, Cooke
terminó por reconocer que Jimmy no existía y que no era más que
una invención suya. La periodista tuvo que devolver el Pulitzer y
presentar su dimisión.
Un caso muy parecido es el de su colega de The New Republic
Stephen Glass (1972), cuya historia se cuenta en la película de
2003 El precio de la verdad, que fue despedido por inventarse
reportajes y falsear declaraciones, fuentes y sucesos. Desde que en
1995, tras su licenciatura, Glass fuera contratado por The New
Republic, las quejas sobre la veracidad de sus artículos se fueron
acumulando en la redacción. De una forma u otra, Glass fue
escurriendo el bulto, hasta que ya no pudo. La historia que
precipitó su caída apareció el 18 de mayo de 1998. Se llamaba
«Hack Heaven» y trataba de un supuesto hacker de quince años
presuntamente contratado por una gran compañía para trabajar
como consultor de seguridad tras haber entrado en su sistema
informático y expuesto sus debilidades. El artículo describía los
hechos casi cinematográfcamente y en primera persona, lo que
implicaba que Glass había sido testigo de ellos. Interesada, la web
Forbes.com hizo sus propias investigaciones y no halló prueba
alguna de la existencia de la empresa o de las personas citadas por
Glass. Al verse acorralado, éste alegó haber sido engañado por sus
fuentes. Pero su director sospechó otra cosa. Una concienzuda
investigación interna concluyó que Glass no sólo se había
inventado los hechos, sino que también había falsifcado las
pruebas. Posteriormente, la revista determinó que, al menos, 27
de las 41 historias frmadas por Glass contenían total o
parcialmente material infundado.

El estadounidense de Arkansas Alvin Clarence Thomas (1892-


1974), más conocido como Titanic Thompson, hizo y deshizo
fortunas durante su existencia, y ganaba las apuestas más
descabelladas. Jugador de póquer, billar y dados, golfsta,
apostador de lo imposible, tramposo, gran pistolero..., cuando se
trasladó a Nueva York, se convirtió en una leyenda de los bajos
fondos de la ciudad y acrecentó su fama de eterno ganador «en lo
que fuera». Era un hombre alto, bien parecido, delgado, con una
cara inexpresiva y ojos apagados que parecían refulgir cuando le
proponían una apuesta, y veía la ocasión de desafar a cualquiera
con sus habilidades o, a menudo, con su picardía. Titanic
Thompson siempre viajaba con todos sus herramientas de trabajo
en el maletero del coche: una bola de bolos, un taco de billar, unas
herraduras, dos juegos de palos de golf (de diestro y de zurdo),
una maleta con dinero y una pistola. Se casó cinco veces, todas
con menores, mantuvo relaciones con lean Harlow y Mima Loy,
dos de las actrices del momento, mató a cinco hombres sin ser
condenado nunca y siempre fue relacionado, sin que se pudiese
probar nada, con la mafa y el hampa. Su desembarco en el golf
fue tardío. Aprendió a jugar solo, tanto a diestras como a zurdas,
llegando a tener un nivel excepcional, tanto o mejor que los
jugadores del circuito profesional. A pesar de su nivel, Thompson
nunca tomó parte en el circuito profesional ni jugó torneo alguno,
más que nada porque las apuestas cruzadas en partidas privadas
eran mucho más lucrativas que la vida de un jugador profesional
de golf. A pesar de la calidad de su juego, como buscavidas y
apostador de casta sabía que había que limitar la acción del azar al
mínimo y para ello empleó las más variadas triquiñuelas para
ganar la mayor cantidad posible de dinero con el menor riesgo.
En unos casos sus trucos eran simples y pueriles, como mantener
un partido igualado pegando malos golpes y dando la apariencia
de haberlo ganado de casualidad para que el otro se calentara y
subiera la apuesta en la revancha, o como darle una buena paliza
a alguien jugando a diestras para después tentarle de nuevo
jugando a zurdas. Les ganó apuestas, no siempre de forma recta,
al propio Al Capone y a Harry Houdini, pero su único fracaso
conocido fue Howard Hughes. Trató incesantemente de llevarlo al
campo de golf para apostar con él (y desplumarlo), pero el
excéntrico y desconfado magnate nunca cedió. Se calcula que
Titanic Thompson ganó a lo largo de su vida más de 10 millones
de dólares, pero acabó sus últimos días en un asilo de Dallas con
una pensión que apenas superaba los 100 dólares mensuales.

Otro conocido jugador tan habilidoso como tramposo, pero en


este caso de los casinos, fue el inglés Charles Deville Wells (1841-
1926), que alcanzó tal fama que en 1892 llegó a escribirse sobre él
una canción de music-hall con el título «El hombre que hizo saltar
la banca en Montecarlo». En realidad, Wells no era un jugador
habitual del circuito, ni utilizaba sistema alguno de los conocidos,
ni tenía un aspecto deslumbrante; en realidad, era un inglés
regordete, de aspecto un tanto siniestro que, en julio de 1891, llegó
a Montecarlo con 4.000 libras esterlinas en el bolsillo, que acababa
de estafar a inversores a los que convenció de fnanciarle su
«invento», una especie de «comba musical» (tal y como suena:
una comba de saltar con música incorporada), tapadera de un
fraude que le dio de comer durante mucho tiempo. Tras jugar
ininterrumpidamente durante once horas, Wells hizo saltar la
banca 12 veces, ganando en total un millón de francos. Volvería a
Montecarlo en noviembre de ese mismo año y volvería a ganar,
reuniendo otro millón de francos en tres días de juego. A pesar de
ponerle encima a varios detectives privados, el casino no logró
averiguar cuál era su sistema de juego (él siempre dijo que, en
realidad, se trataba de rachas de buena suerte). Finalmente, Wells
hizo una tercera visita al casino de Montecarlo en el invierno de
1892, apareciendo a bordo de su yate Palais Royale, hizo saltar la
banca seis veces más, pero luego perdió su dinero y el de sus
inversores (que le seguían fnanciando pues él les decía que
necesitaba para reparar su invento). Finalmente, fue detenido por
estafa en Le Havre y extraditado a Inglaterra, donde fue juzgado y
condenado por fraude a ocho años de cárcel. Después, cumpliría
otros tres años por un nuevo fraude y emigraría a Francia, donde
otro fraude le acarreó otros cinco años de prisión. En 1926, Wells
murió en París en la miseria. Por Montecarlo, tras su asombroso
éxito, no volvió a vérsele nunca más.
Hacia el año 1371, se publicó por primera vez una obra llamada a
alimentar las ensoñaciones aventureras de muchas personas de su
época y de los siglos posteriores mucho más, por entonces, que el
Libro de las Maravillas de Marco Polo. La obra se titulaba Los viajes
de sir John Mandeville y contenía la narración en primera persona
de las aventuras que el caballero inglés mencionado en el título
vivió en sus largos viajes a partir de 1322 por el norte de África,
Libia y Etiopía, Tierra Santa, Asia Menor, Asia Central, todo el
Lejano Oriente e, incluso, las islas desperdigadas por el Océano
índico. Narrado todo al estilo de otras aventuras caballerescas, se
adornaba con prolijas y ricas referencias históricas, descripciones e
indicaciones exactas de áreas geográfcas y de ciudades entonces
tan exóticas como Constantinopla, Jerusalén, la fabulosa Quinsay,
Nankin o Cambalic (la actual Beijing), a la vez que relataba
fábulas, leyendas e historias fantásticas de los innumerables seres
fantásticos que poblaban aquellas tierras lejanas. Entre otras
muchas maravillas, narraba su encuentro con seres tan singulares
como los panoti (de orejas tan grandes que les servían de abrigo),
los scípodos (con un único y grandísimo pie), los atomi
(habitantes de la isla de Picán, que carecían de boca y vivían del
olor de las manzanas), un pueblo del tamaño de los pigmeos
(cuyas bocas eran tan pequeñas que tenían que chupar los
alimentos mediante cañas) y otros seres con ojos en los hombros,
con cuernos y pezuñas, con cuerpos humanos y cabezas de
perro..., o plantas cuyos frutos eran corderos. El de Mandeville
fue, sin duda, uno de los libros más populares de la Europa de los
siglos XIV, XV y XVI. Escrito originalmente en francés (por
entonces la lengua culta), se tradujo a las principales lenguas
europeas, y el solo hecho de aún hoy se conserven más de 300
manuscritos y cerca de 35 incunables confrma su extraordinaria
difusión. Pero lo más sorprendente de todo es que fue tomado
como testimonio veraz de la vida en los confnes más lejanos de
Europa, convenciendo a millones de lectores de la autenticidad
del viaje y sus descubrimientos. Hasta que, en el siglo XVII, el
escritor Thomas Browne declaró que John Mandeville fue «el
mayor mentiroso de todos los tiempos», el libro no cayó en el
descrédito. Pero que su autor fuera un gran farsante no era
descubrir nada, puesto que, hasta la fecha, nadie sabe a ciencia
cierta quién fúe el tal John Mandeville. Se supone que se trata de
un seudónimo bajo el que se encubrió algún sabio que no quiso
alterar su reputación con un libro de lo que hoy sería considerado
«literatura de consumo», un libro pensado para satisfacer la
inmensa atracción que todo lo exótico tenía en su tiempo. Y eso lo
consiguió de sobra.

El inteligente, carismàtico y embaucador aventurero de origen


siciliano Giuseppe Balsamo (1743-1795), hijo de un modesto
tendero de Palermo, pero reconvertido en su fase de esplendor en
el conde Cagliostro, se atribuía, entre otros poderes, las
capacidades de curar todo tipo de enfermedades, transmutar los
metales en oro e, incluso, de hacerse invisible. Tras ser expulsado
sucesivamente de un seminario y de la botica de un convento,
Balsamo se ganó la vida en Palermo como pintor para turistas,
falsifcador de cuadros, fabricante de documentos de identidad,
proxeneta... Aprendió además el arte de la prestidigitación y
enriqueció sus trucos de magia utilizando productos químicos.
Convertido en mago, vivió explotando la credulidad del público.
Cuando sus andanzas empezaron a tomar cierta notoriedad, se
vio forzado a emigrar primero a Nápoles y luego a Roma, y en
ambos lugares siguió ejerciendo sus conocidos ofcios de
falsifcador de cuadros, timador (por ejemplo, realizaba colectas a
favor de órdenes religiosas imaginarias) y charlatán. En 1768
conoció a una joven y bella mujer, Lorenza Feliciani, hija de un
modesto artesano de Roma y, al parecer, ya iniciada en la
prostitución, a pesar de su corta edad de quince años, con la que
se casaría enseguida. Inteligente y ambiciosa, convenció
fácilmente a su marido de que elevase el vuelo de sus pequeñas
estafas. Para ello, lo rebautizó como conde de Cagliostro, mientras
ella se transformaba en la condesa Serafna. Con su vestuario y su
ajuar conveniente renovados, ambos partieron a hacer fortuna a
España, donde nadie los conocía. Su plan era muy simple:
Serafna, irresistiblemente bella, se abriría paso por entre los
lechos de los poderosos, mientras que el conde de Cagliostro se
iba labrando en los salones de la alta sociedad su reputación de
mago y persona con poderes. El plan se concretó rápidamente,
pues Serafna logró seducir al virrey, mientras él iba tejiendo la
red de sus engaños.
Los dos timadores viajaron luego a Inglaterra, donde ella alivió
a un viejo lord de su soledad y de una sustanciosa parte de su
fortuna, mientras su marido (mostrando su predilección por las
piedras preciosas) se enganchaba con un collar de diamantes y
con la justicia que aseguraba que lo había robado. Huidos a
Francia, la mujer pasó a alegrar la vida y el lecho del poderoso
cardenal de Rohan, mientras todo París se rendía al encanto social
de la pareja y a los trucos de Cagliostro. Éste, sabedor de que sus
andanzas acabarían mal si no las reorientaba, dio un giro a sus
negocios y pasó a familiarizarse con la alquimia y el esoterismo,
caminos que le eran muy afnes y que él consideraba más seguros
para el ofcio de embaucador. Se autoproclamó Gran Copto de
Asia y de Europa y comenzó a enriquecer su historia personal
confesando que era el hijo desposeído de un rey de Trebizonda,
recogido en su infancia por el califa de La Meca, quien lo inició en
los secretos de Persia, India y el Islam. Posteriormente, había
perfeccionado su educación con los derviches y luego en una secta
egipcia, antes de ser instruido en alquimia en Damasco y en los
laboratorios secretos de los caballeros de Malta. Hacia 1770,
viendo el auge que iba tomando la francmasonería, Cagliostro, ya
iniciado por entonces en una logia tradicional, decidió crear la
suya propia, la masonería egipcia, de rígida estructura jerárquica.
Su éxito fue fulminante y el negocio le produjo grandes ganancias.
Pero, también, sin duda por primera vez en toda su existencia, se
dedicaba a algo que le apasionaba personalmente.
Por entonces, al parecer, entró en contacto con el enigmático
conde de Saint- Germain (otro gran farsante), de quien heredaría
la fórmula del elixir de la eterna juventud con el que se podía
vivir, afrmaban ambos, 2.000 años. En su panfeto Sécret de la
régénération ou perfection physicjue, Cagliostro, luego de enhebrar
sus elucubraciones sobre que las larvas se convierten en
mariposas al encerrarse en un capullo y que los fetos se producen
dentro del «capullo maternal», como se explicaba en la época,
propuso un sencillo método para conservar la juventud. Había
que retirarse a un lugar tranquilo (preferiblemente al campo),
hacerse encerrar en una bolsa, a modo de capullo, hecha con
sábanas colgadas del techo y proceder a la regeneración natural
permaneciendo en tal situación un par de meses. Durante el
subsecuente estado de larva, la persona debía alimentarse solo de
caldo de pollo y vivir entre sus excrementos, que caerían por un
oportuno orifcio practicado en el lío de sábanas. En teoría, el
tratamiento provocaba en principio la pérdida total del cabello y
los dientes, que luego renacerían bellos y jóvenes, para conformar
un cuerpo regenerado con apariencia de haber rejuvenecido
cincuenta años. Se dice que, increíblemente, no fueron pocos los
voluntarios que se ofrecieron a probar el tratamiento y, más
increíblemente aun, que alguno sobrevivió.
Leyendas aparte, lo cierto es que hacia 1786, Cagliostro había
alcanzado la cima de su gloria. Paralelamente a la masonería
egipcia, no había podido evitar regresar a sus actividades como
mago y a plasmar su habitual atracción por las piedras preciosas.
De modo que, cuando estalló el llamado «Asunto del Collar», que
comprometió a la reina María Antonieta, fue acusado de haber
robado la joya. Detenido, fue llevado a La Bastilla el 22 de agosto.
Diez días después, se disiparon todas las sospechas, pero, sin
embargo, permaneció casi un año en prisión, lo que le permitió
aparecer, a ojos de los liberales, como un símbolo de la
arbitrariedad real. Cuando por fn salió, mientras los parisinos lo
festejaban, recibió un duro golpe: un decreto de expulsión en su
contra. Debía abandonar Francia en el plazo de dos semanas.
Regresó a Roma, donde Serafna lo traicionó defnitivamente al
denunciarlo ante el Santo Ofcio de mantener relaciones con
Satanás. Cagliostro fue nuevamente encarcelado, y en la prisión
de la Inquisición murió en 1795, cinco años después, perdida la
razón y algunos aseguran que estrangulado.

Pese a su nombre masculino, James Barry (1795-1865) era una


mujer norirlandesa, de probable nombre real Miranda Stuart (o,
tal vez, Margaret Ann Bulkley), cuyo origen se desconoce y de la
que solo se tiene algún dato a partir de 1809, cuando ingresó en la
universidad de Edimburgo vestida de varón para estudiar
medicina muchos años antes de que en Inglaterra las
universidades aceptaran mujeres. Tras graduarse en 1812 (con
sólo diecisiete años), el doctor James Barry se alistó en el ejército,
que lo asignó a trabajar en Ciudad del Cabo, donde atendió a una
mujer de parto, practicando la primera cesárea de la historia fuera
de suelo inglés. También destacó por proponer un nuevo sistema
de abastecimiento de agua para la ciudad con objeto de acabar con
las enfermedades provocadas por el agua contaminada y muy
especialmente en la lucha contra la síflis. Su brillante carrera
culminaría con su nombramiento como Inspector General de
Hospitales. Pero su exacerbado celo profesional le costó muchas
enemistades entre las autoridades sanitarias, sobre todo tras
denunciar la forma inhumana en que eran tratados los enfermos
mentales, los leprosos y todas las mujeres. Esto hizo que lo
trasladaran continuamente de una colonia a otra (India, Malta,
Canadá, Isla Mauricio, Mauritania, Trinidad y Tobago, Santa
Helena, Jamaica, Corfú, Crimea y Congo), a medida que sus
escándalos aconsejaban un cambio de aires. Precisamente, durante
un servicio en Crimea, Barry contrajo la febre amarilla, lo que le
obligó a retirarse del ejército y regresar a Londres, donde no logró
recuperarse y murió el 25 de julio de 1865 a los sesenta y ocho
años de edad, momento en que causó un nuevo escándalo, el
peor: al ser amortajado, se descubrió que era una mujer. La
sorpresa y el estupor fueron tan grandes que el alto estado mayor
del ejército británico mantuvo el secreto sobre este detalle de la
biografía de uno de sus más ilustres ofciales médicos durante más
de un siglo.
El caso de James Barry recuerda, de alguna manera, al
protagonizado mucho tiempo atrás, en el siglo IV a.C., por la
griega Agnódice, que también halló la manera de saltarse la
prohibición de que las mujeres practicaran la medicina. Aquella
joven ateniense tampoco dudó en cortarse el pelo y vestir ropa
masculina para asistir a las clases de Heróflo, el famoso médico
de Alejandro Magno. Terminó brillantemente sus estudios de
medicina, especializándose en ginecología. Se cuenta que un día
Agnódice acudió en ayuda de una parturienta y ésta, creyendo
que era un hombre, se negó a recibir su ayuda. A ella no le quedó
más remedio que levantarse la ropa y mostrarle a la mujer que ella
también lo era. Desde entonces las pacientes acudieron en masa a
su consulta, en perjuicio de los demás médicos. Estos, celosos,
hicieron correr el rumor de que Agnódice aprovechaba su
profesión para seducir y corromper a mujeres casadas.
Finalmente, fue acusada de violar a dos pacientes. Esto la puso en
un evidente brete: si no revelaba la verdad, corría el riesgo de ser
condenada; pero si lo hacía, también podría serlo (y a muerte) por
haber ejercido la medicina siendo mujer. No obstante, decidió
revelar su verdadera identidad a los jueces despojándose de
nuevo de sus vestiduras, al tiempo que una multitud de sus
pacientes irrumpía en el templo protestando e increpando a los
magistrados: «Vosotros los hombres no sois esposos sino
enemigos, ya que condenáis a quien descubrió la salud para
nosotras. (...) Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos
enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos».
Presionados de esta forma tan efcaz, los magistrados la
absolvieron y le permitieron continuar ejerciendo su profesión. Al
año siguiente, el Areópago modifcó la ley y autorizó a las mujeres
a estudiar medicina.

Y es que la vida de las mujeres de siglos pasados no era nada fácil.


De hecho, en muchas partes del mundo, aún no lo es. Muchas de
ellas han pasado a la historia por haber derribado las fronteras de
su sexo y, aunque fuera por la vía del disfraz y el engaño,
prosperar en un mundo tan «de hombres» como es la milicia.
Veamos algunos ejemplos, empezando por el más clásico de entre
los españoles: la Monja Alférez.
En 1592 (o 1596, según otros) nació Catalina de Eraúso en la
ciudad guipuzcoana de San Sebastián en el seno de una de las
mejores familias vascas. A los cinco años, su padre la recluyó en el
convento donostiarra de las dominicas, San Sebastián el Antiguo,
del que una tía suya era priora, y de donde se escapó a los quince,
tras ser víctima de un abuso sexual por parte de otra monja
mayor. Pasó entonces a vivir en los bosques y a alimentarse de
hierbas mientras viajaba de pueblo en pueblo, buscando su
destino, pero temerosa de ser reconocida. Siempre vestida y con el
pelo cortado a la manera masculina, adoptó nombres diferentes,
como Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez
de Guzmán o Antonio de Eraúso. Con esta última identidad se
presentó en Vitoria, alistándose en las huestes de don Francisco de
Cárdenas. Algunos autores afrman que su aspecto físico le ayudó
a ocultar su condición femenina, pues se la describe como de gran
estatura para su sexo, más bien fea y sin caracteres sexuales
femeninos muy marcados. También se dice que nunca se bañaba,
y que debió adoptar comportamientos masculinos para así poder
ocultar su verdadera identidad. Tras mil y una peripecias, que la
llevaron por Valladolid, Bilbao y Estella, desempeñando diversos
ofcios, reapareció en el puerto de Pasajes, donde embarcó para
Sevilla. En la capital andaluza, se enroló como grumete en las
compañías que iban a América, esta vez con el nombre de Alonso
Díaz y Ramírez de Guzmán.
Tras pasar una larga temporada en América, cuando su barco
estaba listo para regresar a España, le robó 500 pesos al capitán (al
parecer, un familiar suyo que nunca la identifcó) y se internó por
su cuenta en el continente. Tras protagonizar no pocas aventuras
en lo que hoy son México, Panamá, Perú y Chile, se labró una
sólida carrera militar, alcanzando el grado de alférez, así como
una veraz fama de pendenciera, viéndose involucrada en un
sinnúmero de altercados y situaciones comprometidas. Por
cuestiones de juego, mató a un amigo suyo y luego a un auditor
que pretendía arrestarla. En otra de sus reyertas, en 1615, en la
ciudad de Concepción, actuó como padrino de un amigo durante
un duelo. Como quiera que éste y su contrincante cayeron heridos
al mismo tiempo, Catalina tomó su arma y se enfrentó al padrino
rival, hiriéndole de gravedad. Moribundo, éste dio a conocer su
nombre, sabiendo entonces Catalina que se trataba de su hermano
Miguel. Finalmente, herida en una nueva pelea y creyendo
llegada la hora de su muerte, se confesó al obispo de Guamanga,
revelando por primera vez su condición de mujer. Asombrado, el
obispo determinó que un grupo de matronas la examinaran,
comprobando que no sólo era mujer, sino también virgen. Tras el
examen, recibió el apoyo del eclesiástico, quien la puso bajo su
tutela y la envió, en 1624, a España, donde el rey Felipe IV la
concedió una pensión de 800 escudos, y a Roma, donde el papa
Urbano VIII la recibió en audiencia privada, dispensándola una
bula personal para continuar vistiendo como hombre. Años
después, en 1635, continuó su carrera militar, regresando a
América, donde era ya legendariamente conocida como La Monja
Alférez. Del fnal de la vida de esta extraordinaria mujer poco se
sabe, salvo que, trabajando como arriera, murió, al parecer, en
Cuitlaxta en 1650.
A la londinense Mary Read (?-1721), las circunstancias también
la obligaron a hacerse pasar por hombre, aunque no es bien
conocida la causa inmediata. Cuando se vio obligada a trabajar,
acabó haciéndolo en un barco mercante y, fnalmente, se alistó en
la Armada, donde se enamoró de un compañero con el que acabó
casándose y estableciendo su casa en tierra. Una vez muerto su
marido, volvió a embarcarse, pero el barco en que viajaba fue
apresado por el pirata Jack Rackham, por lo que Mary pasó a
formar parte de su tripulación. Ahí se volvió a enamorar y se casó.
En 1720, el barco pirata fue capturado por el gobernador de
Jamaica y todos sus tripulantes fueron ahorcados. Todos menos
dos; las dos mujeres de la tripulación: Mary Read y la irlandesa
Anne Bonny (1695-?), por entonces de veintiún años. Ambas
lograron retrasar su ejecución alegando que estaban embarazadas,
estado que nunca se llegó a demostrar. De lo ocurrido con Anne
poco se sabe, aunque se especula con una posible liberación, pero
de Mary Read se sabe que murió el año siguiente en la prisión a
causa de unas febres.
La también inglesa Hannah Snell (1723-1792) fue un personaje
de lo más peculiar. Nacida en Worcester, en 1744 se casó con
James Summs, con quien tuvo una hija, que murió al año de nacer.
Abandonada por su marido, vistió las ropas masculinas de su
cuñado, James Gray, adoptó su nombre y comenzó a buscarlo
(más tarde supo que había sido ejecutado por asesinato). Viajó a
Portsmouth y se unió a la marina real, y fue herida 11 veces en las
piernas y una en la ingle. Sorprendentemente, la historia dice que,
pese a esa última herida, tan íntima, no se descubrió su condición
femenina. En 1750, su unidad regresó a Inglaterra y ella reveló su
verdadero sexo a sus compañeros y a los periódicos, y solicitó una
pensión militar que le fue concedida. Su servicio militar fue
reconocido ofcialmente y fnalmente abrió un bar llamado La
Guerrera. Con el tiempo, se volvió a casar y tuvo dos hijos más.
También la sueca Brita Nilsdotter (1756-1825) partió en busca de
su marido, Anders Petter Hagber, soldado de la guardia real, que
había marchado para participar en la Guerra Ruso-Sueca (1788-
1790). Brita, al no tener noticias de él, se vistió con su ropa y,
adoptando también su nombre, partió hacia el frente en su busca.
En calidad de marine, participó en varias batallas, hasta caer
herida. En su caso, mientras le curaban las heridas, se reveló su
verdadero sexo. Fue licenciada con honor (y con una pensión) y
condecorada con la medalla al valor. Al fnal de su vida, tuvo un
funeral militar.
Se ve que las heridas de guerra son las mayores enemigas del
camufaje de las mujeres soldados. Otra reveló a todos que era
mujer un ofcial de los húsares rusos de Mariupol, conocida como
capitán Alexandrov, pero llamada en realidad Nadezhda Durova
(1783-1866). Al parecer, desde niña tenía una extraordinaria
habilidad para la doma y monta de caballos (que luego heredarían
sus descendientes, la familia Durov, famosos domadores del Circo
Ruso aun hoy). Criada en un cuartel, en 1805 abandonó a su
marido (juez), se vistió de hombre y se alistó en un regimiento de
ulanos, bajo el falso nombre de Alexander Sokolov. Por su valor
en combate al hacer frente ella sola con su lanza a tres dragones
franceses y salvar a su ofcial de una muerte segura, fue ascendida
a teniente y el propio zar le prendió en el pecho la Cruz de San
Jorge. Sin embargo, se vio obligada a abandonar su regimiento, los
Lanceros de Lituania, para evitar a la hija de su coronel, prendada
de ella. Pasó a los húsares y se volvió a distinguir, hasta caer
herida en una pierna en la batalla de Borodino. Ella se negó a ser
trasladada a un hospital, pero la herida empeoró y se descubrió su
secreto. No obstante, no abandonó el ejército hasta 1816 por
expreso deseo del zar. El resto de su vida vistió de hombre y
publicó varias novelas y sus memorias. Murió en 1866 y fue
enterrada con uniforme y honores militares.
La cubana de origen Loretta Janeta Velásquez (1842-1897) se
hizo pasar por soldado de la Confederación durante la Guerra
Civil estadounidense, sin que su marido lo supiera. Tras luchar
bien en varias batallas, se descubrió su condición y fue licenciada.
Ella no se desanimó, se volvió a alistar y combatió hasta ser
descubierta de nuevo. Luego se convirtió en espía y trabajó
combinando las apariencias de hombre y de mujer. En esa misma
guerra norteamericana se recuerda a más mujeres soldado. En el
caso de Malinda Blalock (1842-1901), cuando llamaron a flas a su
marido, ella no quiso que marchara solo y no dudó en vestirse de
hombre y alistarse con el nombre de Samuel Blalock, haciéndose
pasar por el hermano mayor de su propio marido, sin que nunca
fuera descubierta. Con el tiempo, la pareja desertó del ejército y
recuperó sus respectivos papeles. Similar fue el caso
protagonizado por Francés Clalin Clayton, otra mujer que se hizo
pasar por hombre para poder combatir bajo el nombre de Jack
Williams, alistada junto a su marido en el bando unionista
durante la Guerra Civil Norteamericana, fennie Irene Hodgers
(1843-1915), tras alistarse en 1862 como Albert Cashier en el 95°
Regimiento de Infantería de Illinois, participar en más de 40
batallas y ser apresada y fugarse, llegó sana y salvo al fnal de la
guerra. Luego siguió viviendo como hombre, empleándose como
conserje en una iglesia y un cementerio, y como farolero. Incluso
votó como hombre y reclamó una pensión como veterano de
guerra. En 1910, fue atropellada por un coche y se fracturó una
pierna, momento en el que el médico que le atendió descubrió su
secreto, pero accedió a guardar silencio. Un año después se
trasladó a un hogar de ancianos, con la mente un tanto
deteriorada por la edad. Los auxiliares descubrieron su verdadero
sexo durante un baño y fue obligada a vestir como mujer hasta su
muerte, en 1915, aunque fue enterrada con atuendo militar y en la
lápida se inscribieron sus dos nombres. El de la neoyorquina
Sarah Rosetta Wakeman (1843-1864), que combatió en esa guerra
como Lyon Wakeman, fue el caso contrario. Ella ya había
descubierto antes de la guerra que pasar por hombre le permitía
encontrar más trabajos y ganar más dinero, por lo que a los
dieciocho años ya trabajaba como controlador de carbón en el
puerto. Su suerte en la guerra también fue distinta: murió en
combate. Sus experiencias y peripecias se recogieron en el libro
Un soldado poco frecuente: las cartas de Sarah Rosetta Wakeman.
La
inglesa Dorothy Lawrence (1896-1964) fue una periodista que
soñaba con ser reportera de guerra, por lo que, con diecinueve
años, adoptó la identidad de Denis Smith, se vistió como tal y se
alistó para participar en la Primera Guerra Mundial. A los diez
días de servicio, viendo que mantener su sexo en secreto era tarea
casi imposible, confesó su historia a sus superiores, que la
pusieron bajo arresto, acusada de espionaje y declarada prisionera
de guerra. A los militares les preocupaba que la historia saliera a
la luz y que a otras mujeres les diera por imitarla, así que la
hicieron frmar una declaración jurada para que jamás contara su
historia. Tuvo que esperar a que fnalizara la guerra para hacerlo,
pero el gobierno la censuró y su caso no salió a la luz hasta
muchos años después.
Aunque su verdadero nombre era William Ellsworth Robinson y
había nacido en Brooklyn en 1861, durante veinte años, Chung
Ling Soo se hizo pasar por mago chino para ejecutar sus números
de magia oriental, montando un colosal espectáculo que
representó en Londres con extraordinario éxito. Al principio de su
carrera, se hacía llamar Robinson, El hombre del misterio, pero en
una feria vio actuar a un auténtico mago chino que lo cautivó y
decidió pasarse por tal a partir de entonces. Fue todo un acierto: el
éxito y la fama ya no le abandonaron nunca. Soo desempeñó su
papel escrupulosamente (por ejemplo, nunca habló en público sin
utilizar un intérprete) y solo sus amigos y algunos colegas
conocían su verdadera identidad. Dentro y fuera del escenario,
Chung Ling Soo vestía largas túnicas orientales y llevaba el
cabello recogido con una trenza. Uno de los números que
presentaba era el de pescar peces en el aire, lanzando desde el
escenario el anzuelo de su caña en el cual aparecía un pez vivo
que coleteaba hasta desengancharlo y echarlo en una pecera. En
otro de sus memorables trucos utilizaba una caja vacía de la que
salía primero una moneda, luego otra, y otra más, y después un
torrente de monedas, que casi inundaba el escenario. Cuando todo
parecía haber terminado, de la caja caía un billete de banco, otro
más, y por último una verdadera lluvia de billetes que lo cubría
todo. Como fnal aparecía al fondo del escenario un gigantesco
billete que se transformaba en una moneda gigante. Con este tipo
de elaborados trucos y presentaciones se ganó el favor del público
y su fama no tardó en cruzar el océano. Fue requerido hasta en
Australia, donde fue recibido como toda una celebridad y donde
le pagaron 400 libras esterlinas semanales, salario superior al que
tenía el gobernador de Sídney por entonces. Luego de cuatro
exitosas semanas en Australia, viajó a Inglaterra, donde renovó su
éxito.
Todo fue bien hasta la noche del 23 de marzo de 1918, durante
su presentación en Londres, cuando su truco más famoso, el
llamado «Condenado a muerte por los Bóxers» o «La bala
atrapada», salió trágicamente mal. Más o menos, el truco era así:
el mago solicitaba a dos voluntarios que subieran al escenario
para ayudarle. Una vez reclutados los espontáneos, su asistente
(es decir, su mujer) les daba a examinar una bala y pedía a uno de
ellos que la marcara a su gusto para que quedara perfectamente
identifcada. Hecho esto, se acercaba a enseñarle al mago la bala
marcada (momento en que, muy discretamente, daban el
cambiazo), entregaba el proyectil al segundo espectador, le pedía
que lo cargara en un mosquete (preparado previamente para que
la bala nunca saliese del cañón), rogaba absoluto silencio en la
sala, esperaba brevemente a que el mago se concentrase y,
fnalmente, pedía al fusilero que lo apuntase y disparase. Se oía el
disparo y se veía un fash de luz, momento que aprovechaba Soo
para abrir la boca y dejar caer la bala marcada en un plato. La
ilusión era completa. Aquella noche, como todas, Soo sostenía
contra su pecho un plato de porcelana, en espera de la detonación.
El arma fue disparada, el plato voló hecho añicos y Soo fue
alcanzando en el pecho. «¡Oh, Dios mío. Algo ha pasado. Bajad el
telón», se le oyó gritar en un perfecto inglés. Fue la primera vez en
veinte años que Soo hablaba en inglés en público... También fue la
última. Murió el día siguiente.

Hacia 1920, una productora de cine estadounidense presentó en


sociedad a Bata Kindai Amgoza ibn Lobagola (1877-1947) como
un autentico nativo africano. Bajo esa identidad, Lobagola dictó
conferencias en medio país, publicó muchos artículos en revistas y
la prestigiosa editorial Knopf le publicó un libro con el título
Lobagola, historia de un salvaje africano, en un intento de rentabilizar
el gran interés que había en ese momento por las «costumbres
exóticas». La promoción de la editorial le presentó como un
salvaje originario de una región de África nunca visitada por
personas blancas. Con el tiempo, Lobagola se defnió más
precisamente como uno de los llamados «judíos negros»,
alegando que era descendiente de personas que, según cuenta la
historia (esto es verdad) habían huido de Tierra Santa tras la
destrucción del Templo de Herodes. Una historia más menos
creíble salvo por el detalle de que Lobagola se llamaba en realidad
Joseph Howard Lee y había nacido en Baltimore, Maryland, en
una muy humilde familia afroamericana. Tras una serie de
arrestos escandalosos relacionados con actividades homosexuales
con menores, tuvo una carrera de éxito haciéndose pasar por un
africano «salvaje». Murió en 1947, a los ochenta años, en la prisión
de Attica, donde fue enterrado.
Casi por las mismas fechas se hicieron famosos varios supuestos
indios norteamericanos que interpretaban papeles de tales en las
películas del aún naciente Hollywood. El más destacado de todos
ellos fue, quizás, Tony Iron Eyes Cody (1907- 1999), que llegó a
participar en más de 200 películas del Oeste, encarnando el papel
de sus antepasados, y que, fuera de las pantallas, se convirtió en
un personaje muy habitual del mundillo hollywoodiense. Sin
embargo, al fnal de su vida, se hizo público que había nacido en
una localidad de Luisiana y que tenía ascendencia siciliana, lo que
queda claro solo con saber que se llamaba realmente Oscar de
Corti. No obstante hay que hacer constar que se casó
sucesivamente con varias indias y que fue un activo defensor de
los derechos de los indígenas norteamericanos.
También destacaron los casos del conocido como Jefe Dos Lunas
Mendos (c 1888- 1933), un supuesto jefe siux, famoso por sus artes
de infalible curandero tradicional, pero nacido en realidad en el
Este de los Estados Unidos y con una previa carrera de timador en
las calles de Filadelfa y Nueva York; del jefe Pequeño Búfalo Gran
Lanza (1890-1932), nacido como Sylvester Clark Long, otro actor
indio de mucho renombre, o de Jamake Highwater (c. 1942-2001), un
escritor y periodista que se atribuyó orígenes indios, cuando, en
realidad, había nacido en Armenia y había sido criado por una
familia griega.
Cuatro décadas después también gozó de cierta fama el músico,
compositor, pianista y pionero de la televisión Korla Pandit (1921-
1998), que siempre contó que había nacido en Nueva Delhi, hijo
de un sacerdote brahmánico y una cantante de ópera francesa.
Tocado siempre con turbante blanco del que colgaba una gran
gema, Korla (de juvenil mirada hipnótica) era dueño de un estilo
exótico entre noir y futurista que enloquecería a las amas de casa
de aquella época macartista con su música de aires hindúes
interpretada con instrumentos modernos. Sin embargo, a fnales
de los años cincuenta, la estrella de Korla se apagó. Durante los
sesenta, aún se le pudo oír en pequeños tugurios de Los Ángeles,
pero luego desapareció por completo hasta que Tim Burton le dio
su último papel estelar en el flme Ed Wood, Pero lo que siempre se
ignoró hasta su muerte fue que Korla Pandit se llamaba en
realidad John Roland Redd, era hijo de un varón afroamericano y
una mujer mestiza de sangre francesa y africana y había nacido en
Saint Ixrnis, Misuri. Era, pues, nada más que un mulato
estadounidense más.

Hay farsantes a los que su farsa les otorga poder de decisión sobre
la vida de los demás, pero eso no les exime de que la historia los
califque con toda justicia de asesinos legales. Ese es el caso del
militar español Manuel Fernández Martín (1914-1967), quien, en
su papel de fscal militar, jugó un importante papel en la
represión política ejercida por los tribunales militares que siguió a
la guerra civil, una vez instaurada la dictadura de Franco. Se unió
al ejército sublevado el 2 de octubre de 1936. A los seis días, se le
nombró alférez médico, a pesar de no tener ningún conocimiento
ni título de medicina. En 1937 ingresó en el cuerpo jurídico del
ejército, aunque tampoco era abogado. (Toda su vida diría que sus
títulos habían desaparecido durante la guerra.) El único
documento que podía acreditarle como tal era una carta de
recomendación que solicitó a algún conocido suyo del Colegio de
Abogados de Cáceres, en la que se le acreditaba, como solía ser
costumbre entonces, como «una persona de conducta intachable y
afecto al régimen». Aprovechando una oportuna línea en blanco,
el propio Fernández Martín añadió la frase «Y está matriculado en
este colegio de abogados». Gracias a esta simple mención
falsifcada pudo desempeñar los cargos de fscal y ponente fscal
(únicos dentro del cuerpo jurídico del ejército para los que era
necesario ser abogado), tan determinantes en los juicios militares
represivos. Al ser en la mayoría de los casos la única persona con
conocimientos jurídicos, su criterio tenía gran peso. Aunque no
dictaba la sentencia, pocos presidentes de tribunal se atrevían a
contradecir a un fscal, sobre todo cuando se trataba de juicios
sumarísimos. Fue en ellos en los que destacó por su intransigencia
extrema y su crueldad el comandante Fernández Martín, al que se
achacan, al menos, 1.000 condenas a muerte. Las vistas se
convocaban de un día para otro. Él exponía escueta y
rápidamente su acusación e, invariablemente, pedía la pena de
muerte. Los acusados eran asistidos generalmente por defensores
militares sin formación jurídica, que veían al acusado por primera
vez en ese instante y que poco podían hacer (en caso de querer
hacer algo y exponerse a ser objeto de represalias posteriores). En
los juicios en los que actuaba Fernández Martín se hizo habitual
una broma de su invención y que refeja bien a las claras su
catadura moral: los bedeles gritaban a los familiares de los presos:
«¡Que pase la viuda del acusado!», y el tribunal reía el chiste.
En 1963, Fernández Martín intervino por última vez en un
consejo de guerra, en el que el dirigente comunista Julián Grimau
sería condenado a muerte por rebelión militar veinticinco años
después del fnal de la guerra, en un proceso que provocó airadas
reacciones internacionales. En 1964 ya era un secreto a voces que
Fernández Martín era un farsante y así, por fn, aprovechando que
su infuencia había decrecido, un colegio de abogados provincial
realizó una investigación y logró probar que su única relación con
el Derecho era haber aprobado tres asignaturas de primer curso
en la Universidad de Sevilla. Dos años después fue condenado a
un año y seis meses de prisión: el tribunal consideró atenuante la
circunstancia de que «no tuvo intención de causar daños
importantes». Fernández Martín murió poco después, sin
comprender la humillación de que su querido régimen, por el que
tanto hizo, le hubiera dado la espalda tras años de tan abnegado
servicio.

No nos podemos olvidar tampoco de los que podríamos


denominar «farsantes e impostores en serie». Son casos como el
del estadounidense Marvin Hewitt (1922), que, alrededor de 1940,
había abandonado sus estudios cuando contaba apenas diecisiete
años. A fuerza de inventarse currículums (en los que le gustaba
incluir un doctorado en flosofía, o en física, e incluso una vez fue
«antiguo director de investigación de la RCA»), impartiría
innumerables clases y dictaría un sinfín de conferencias en
muchas universidades norteamericanas durante ocho años. Sin
embargo, cometió un gran error: solía tomar prestados nombres
de auténticos científcos, con lo cual sus fraudes fueron fnalmente
descubiertos, terminando así su brillante carrera como profesor
universitario. Pese a todo, muchos de quienes le conocieron le
describieron como un excelente físico con muchas dotes para la
enseñanza (incluso, algunos de sus colegas intercedieron por él).
Tras ser descubierto, se difuminó su pista y no se volvió a oír
hablar de él. Tal vez aún continúe enseñando en algún centro
universitario.
No menos extraordinaria fue la carrera de farsante del alemán
de origen letón Harry Dómela (1905-1978), que se atribuyó
diversos títulos nobiliarios hasta convertirse ofcialmente en el
príncipe Lieven de Letonia, y, a su vez, dejar caer que esa
identidad era sólo una tapadera de la verdadera (impostura sobre
impostura) como nieto del mismísimo káiser y heredero al trono
que, de momento, vivía de incógnito (aunque, eso sí, aceptando
ayudas fnancieras de sus adeptos). Dómela escribió unas falsas
memorias de considerable éxito editorial, llevadas luego al cine y
al teatro, en que narraba sus aventuras en la cárcel de Colonia,
entre 1927 y 1932, donde purgó sus imposturas. Hacia 1930
desapareció de la escena pública y se fue a vivir a Holanda, donde
vivió bajo su nueva identidad de Victor Zsajka, con la que
también participó en la Guerra Civil española, en el bando
republicano pese a su pasado monárquico. Después reapareció en
Bélgica, fue internado en un campo por el régimen pronazi francés
de Vichy, escapó a México ayudado por la Resistencia, fue
profesor en Venezuela y...
Otra conocida farsante académica en serie fue la húngara
Karoly Hajdu (1920- 1981), que pasaba por ser la «doctora
Charlotte Bach», papel que adoptó permanentemente en 1968 y
con el que se hizo un cartel como competente, aunque
controvertida, antropóloga evolucionista. Pero es que Hajdu
también dijo ser más cosas. En distintas fases de su vida afrmó ser
barón (y varón) y llamarse Cari Hajdu; haber organizado un
grupo de resistencia contra la ocupación soviética de Hungría; ser
escritor, o hipnoterapeuta titulado (esta vez bajo el nombre de
Michel Karoly)...
El estadounidense de origen francés Frédéric Bourdin (1974), un
verdadero artista o un auténtico profesional, como se quiera ver,
de la impostura y la farsa. Como declaró él mismo en cierta
ocasión: «Puedo convertirme en quien yo quiera». Su curriculum
es espectacular: hasta ahora ha reconocido haber asumido 39
identidades diferentes, la mayoría de ellos adolescentes huérfanos
o desaparecidos. La historia más asombrosa de todas ocurrió en
1997, cuando, con veinticuatro años, se hizo pasar por Nicholas
Barclay, de catorce, desaparecido tres años antes en Texas. Gracias
a cremas depiladoras que le hacían parecer imberbe y a una
gestualidad estudiada a conciencia, Bourdin logró engañar incluso
a la madre del desaparecido. Tanto ella como el resto de la familia
recibieron con los brazos abiertos al supuesto Nicholas de ojos
marrones (el de verdad los tenía de color azul). Tres meses más
tarde, El Camaleón, como se le conoce popularmente, fue
descubierto y condenado a seis años de cárcel en una prisión
tejana. Ni éste ni sus demás intentos frustrados impidieron que
Frédéric siguiera haciendo de las suyas. Fue refugiado bosnio en
Italia o huérfano en los atentados del 11-M en España, pasando
siempre de un registro a otro (y de un idioma a otro) con la
facilidad con que otros cambian de ropa. Bourdin ha sido, según
le conviniera, argentino, uruguayo, mexicano, nicaragüense,
alemán, británico y de muchas otras nacionalidades.

Pero, aunque con distinto nombre, el personaje siempre era el


mismo: un adolescente desvalido y maltratado en busca de un
hogar que le permitiera rehacer su vida.

The Monkees fue una banda de rock estadounidense originaria de


la ciudad de Los Ángeles creada originalmente para protagonizar
una comedia de situación del mismo nombre que se emitió en la
cadena norteamericana NBC y que derrochaba un sentido del
humor irreverente, muy similar (en realidad, una imitación) al de
¡Qué noche la de aquel día!, la primera película protagonizada por
The Beatles. Sus cuatro componentes fueron seleccionados entre
más de 500 jóvenes por el productor Don Kirshner. Solo dos de
ellos eran músicos, mientras que los otros dos aprendieron a tocar
sobre la marcha, aunque en sus primeros discos la música era
compuesta e interpretada por grandes fguras como Carole King,
Neil Sedaka o Neil Diamond, por lo que los éxitos se sucedieron
entre 1966 y 1968. A partir del disco Headquarters se consideró que
los chicos ya tenían capacidad para interpretar sus canciones por
sí solos y así lo hicieron. Sin embargo, el público no pensó igual y
la cosa no salió bien. Como último recurso, el grupo interpretó
junto a Jack Nicholson la película Mead, que fue un desastre, su
programa fue cancelado y, al poco, la banda se deshizo.
Caso similar, aunque aquí con el componente añadido del
engaño total, fue el del dúo alemán Milli Vanilli, formado por
Fabrice Morvan (1966) y Rob Pilatus (1965-1998) a mediados de
los años ochenta. En principio, ambos eran bailarines
acompañantes de la por entonces estrella de la canción pop
Sabrina. El productor Frank Farian se fjó en ellos y lanzó con
enorme éxito su carrera como (falso) grupo musical, hasta el
punto de que, en 1990, recibieron el premio Grammy al artista
revelación. Sin embargo, ese mismo año, durante un concierto en
vivo retransmitido por la cadena MTV desde el parque de
atracciones Lake Compounce de Bristol, Connecticut, mientras
supuestamente cantaban el tema «Girl You Know is True», la cinta
se estropeó, dando lugar a uno de los momentos más vergonzosos
de la música pop moderna. En noviembre de ese mismo año,
Farian admitió que, en realidad, Fab y Rob no eran los que
cantaban: se limitaban a ofrecer su imagen en la cubierta de los
discos y en los escenarios, pero su música estaba siempre
pregrabada en estudio. Tras haber conquistado a medio mundo
con su música, devolvieron el Grammy conseguido y el dúo se
disolvió. En 1991, el mismo productor quiso lanzar a los
verdaderos cantantes que interpretaban los éxitos del grupo, con
el nombre de The Real Milli Vanilli, pero el intento fue un fracaso.
En 1993, la pareja original volvió a probar suerte, esta vez
interpretando por sí mismos sus canciones como Rob & Fab, pero
el éxito tampoco les acompañó.

El ex ministro laborista británico John Thomson Stonehouse (1925-


1988) ganó notoriedad mundial al desaparecer súbitamente por
un supuesto suicidio ocurrido en Miami en 1974, al encontrarse su
ropa y sus objetos personales abandonados en una playa. Luego
se supo que, en realidad, había huido a Australia con su secretaria
y amante Sheila Buckley. Pero esa tampoco era toda la verdad.
Como se averiguó algunos años después, Stonehouse era,
sorprendentemente, un agente secreto al servicio de la agencia de
inteligencia checa StB, Al sentirse acorralado y casi descubierto,
fngió su suicidio. Confundiéndole con otro famoso evadido de la
época, la policía australiana comenzó a vigilarle, hasta arrestarlo
por fn en la Navidad de 1974. Seis meses después, fue deportado
a Gran Bretaña, al saberse que había recibido ofertas de asilo
diplomático de Suecia e Isla Mauricio. Durante su juicio, en el que
se enfrentó a 21 cargos distintos, él mismo llevó su defensa. Sólo
cinco días después de acabar, Stonehouse publicó una novela de
300 páginas sobre las incidencias procesales. Finalmente fue
condenado a siete años de cárcel por falsifcación, fraude y robo.
Esto de simular la propia muerte pocas veces sale bien, pero a
algunos se les tuerce por verdadera mala suerte. En el año 2000, el
empresario australiano Harry Gordon simuló su propia muerte en
un accidente de barco para que su mujer pudiese redamar la
prima de su seguro de vida y ambos pudieran así afrontar sus
problemas fnancieros y matrimoniales, y empezar una nueva
vida. Con una nueva identidad, se instaló sucesivamente en
España, Inglaterra, Sudáfrica y Nueva Zelanda. Con el tiempo, sin
embargo, fue incurriendo en numerosas contradicciones sobre su
pasado. Para salir al paso de ellas ante su nueva novia, adujo no
poder contar nada más, pues estaba adscrito a un programa de
protección de testigos. Casualmente, y he ahí la mala suerte
aludida, fue descubierto y encarcelado en 2005 debido a la
extraordinaria coincidencia de que su hermano tropezara con él
en un apartado y solitario sendero de montaña neozelandés.
Gordon acabó publicando un libro en que contaba su experiencia
bajo el título Cómo simulé mi propia muerte.

El estadounidense Michael Gambino se hizo pasar por mafoso


arrepentido dispuesto a desvelar los grandes secretos de la Mafa,
para lo cual inició contactos para ofrecer a los editores su obra The
Honored Society. Era una jugosa historia, sobre todo viniendo del
nieto del legendario Cario Gambino, la inspiración de El Padrino,
así que la editorial Simon & Shuster le pagó 500.000 dólares de
anticipo. El libro salió en 2001, publicitado como «obra del más
alto miembro de la mafa que haya dado cuenta de las actividades
secretas». Todo iba bien hasta que la verdadera familia Gambino
puso el grito en el cielo: ellos no sabían quién era ese supuesto
mafoso y amenazaron con demandarlo a él y a la editorial. De
hecho, sí existía un Michael Gambino real, nieto de Cario, pero
tenía dieciséis años e iba al colegio en Nueva York. El editor inició
una investigación y descubrió que el autor, de nombre real
Michael Pellegrino, tenía antecedentes penales por estafa, pero no
como mafoso, pues nunca lo había sido, ni de reflón. La editorial
retiró inmediatamente el libro y le demandó para que devolviera
el dinero. Pero según el abogado de Pellegrino no había engaño
alguno ya que en el contrato frmado no se decía que la obra fuera
su autobiografía. Finalmente, las partes llegaron a un acuerdo no
revelado. Más tarde, Pellegrino lanzó el libro con otra editorial,
aunque aclarando que todo lo que contaba era fcción.

David Race Bannon es el alias de David Wayne Dilley (1963),


estafador estadounidense que se hizo pasar por antiguo agente de
la Interpol. En su libro Lucha contra el mal: las misiones secretas del
agente de la Interpol que siguió la pista de los más siniestros criminales
del mundo (2006), alegó haber trabajado en Asia como misionero
mormón, cobertura de sus verdaderas actividades de asesino y
agente secreto, encargado principalmente de «eliminar» a
pornógrafos infantiles al dictado de su jefe de la Interpol. Sus
patrañas fueron desenmascaradas tras su arresto en enero de 2006,
acusado de suplantación criminal de personalidad y otros cargos
menores. Poco después, Bannon confesó su impostura a cambio
de que le fueran retirados el resto de cargos y de que su casi
segura condena a prisión le fuera conmutada por una fuerte
sanción económica.
En un caso similar, el inglés Robert Hendy-Freegard (1971) se
hizo pasar durante diez años por espía y, bajo ese disfraz, realizó
varios secuestros y estafas en el Reino Unido. Su historia comenzó
en 1993, cuando se colocó como camarero en un bar de Newport,
cerca de Gales. Allí convenció a Sarah Smith de que el proscrito
Ejército Republicano Irlandés (IRA) lo buscaba para matarle (y
seguramente a ella por ser su amiga). Sarah pasó diez años con él,
yendo de un lugar a otro del país, en una constante (y falsa)
huida. En una ocasión, obligada por él, viajó de un (supuesto) piso
franco a otro con un barreño en la cabeza para no ser reconocida,
y hasta pasó tres semanas escondida dentro de un cuarto de baño
para no caer en manos del vengativo IRA. Al fnal, ella y su
familia le entregaron al estafador más de medio millón de dólares.
Por su parte, María Hendy pasó ocho años con Robert y tuvo dos
hijas con él viviendo en la más absoluta miseria, mientras él se
divertía con el dinero que todos le iban dando para «ayudarle a
esconderse y salvar la vida». Finalmente, John Atkinson, atraído
por su misteriosa vida, además de servirle como sparring para
que Robert se «templase el carácter» y aprendiese a luchar,
terminó entregándole más de 700.000 dólares. Pero hubo más
víctimas. Elizabeth Bartholomew, una recién casada que trabajaba
como secretaria de una empresa de coches usados, también huyó
con él, viviendo durante mucho tiempo como dos sintecho. Robert
terminó por convencerla de que solicitara un préstamo por más de
10.000 dólares, antes de abandonarla en una humilde pensión,
donde la encontró la policía. Renata Kister, polaca embarazada de
siete meses que se acababa de separar de su pareja, le conoció al ir
a comprar un coche: Robert no sólo se quedó con el dinero de la
venta, sino que además la obligó a pedir un préstamo de 30.000
dólares y se la llevó a vivir en trío con Sarah Smith. Hubo más
víctimas hasta que Robert conoció a la psicóloga estadounidense
Kimberley Adams.

Cuando el estafador se enteró de que a la familia de la mujer le


acababa de tocar la lotería, la convenció de que les pidiera 30.000
dólares para pagar la matrícula de una escuela de espionaje.
Después la obligó a dejar su trabajo y él mismo llamó a sus jefes
para decirles que Kimberly estaba mortalmente enferma y nunca
más volvería, mientras la convencía de irse a vivir juntos a un faro
en las islas Hébridas, desde donde espiarían juntos submarinos
rusos. Kimberley le creyó, pero sus padres no. Decidieron avisar a
las autoridades y fnalmente, tras gastarse unos cinco millones de
dólares en investigar y recabar pruebas, lograron llevarlo ante la
justicia.

La portuguesa María Teresinha Gomes (1933-2007), conocida


también como General Tito, saltó a la fama local por haber
simulado ser un hombre durante dieciocho años, periodo durante
el cual se hizo pasar por general del ejército, abogado, agente de la
CIA y funcionario de la embajada estadounidense, hasta que fue
descubierta en 1992, juzgada y condenada por usurpación de
identidad y estafa. Nacida en la isla de Madeira, en 1949, a los
dieciséis años, al parecer tras un desengaño amoroso, se fugó de
casa y marchó al continente, mientras su familia la daba por
muerta. En el carnaval de 1974 se compró un traje de general del
ejército en el barrio lisboeta del Rossio, le añadió unas insignias de
latón y adoptó la identidad de Tito Aníbal da Paixáo Gomes
(nombre de un hermano muerto siendo un bebé, antes de que ella
naciera). Esa misma noche conoció a la enfermera Joaquina Costa,
con quien viviría quince años, al parecer simulando ser un
matrimonio normal, aunque durmiendo en habitaciones
separadas. Teresinha, sirviéndose de sus maneras educadas y
cultas, se ganaba la vida pidiendo dinero prestado para, según
afrmaba, invertirlo en el extranjero y devolverlo con intereses. En
1993 fue descubierta y juzgada por un tribunal de Lisboa, que la
condenó a una pena de tres años de prisión por estafa y
usurpación de identidad, pena que nunca llegó a cumplir. El
juicio, al que acudió vestida de hombre, tuvo una gran
repercusión mediática en la sociedad portuguesa de los años
noventa. Durante el proceso, su compañera Joaquina Costa,
alegrándose por su condena, declaró que no supo su verdadero
sexo hasta el fnal de sus quince años de convivencia, e incluso los
abogados y los testigos siguieron llamándole por su nombre
fcticio. Tras el escándalo mediático, Teresinha Gomes se retiró a
vivir a Carambancha de Cima, una aldea aislada del norte del
Tajo, donde pasó los últimos quince años de su vida con María
Augusta, la sobrina de Joaquina Costa.

Binjamin Wilkomirski es el nombre fcticio con el que se hizo


famoso el suizo Bruno Grosjean (1941), de profesión ofcial
clarinetista (con el nombre artístico de Bruno Dóssekker), pero
más conocido como falso superviviente del Holocausto y autor de
varios libros relativos a aquella experiencia, por los que recibió
diversos premios literarios judíos, además del respaldo y la
promoción del lobby que se ocupa de la propaganda del
Holocausto. En 1995, un periodista suizo demostró que sus
supuestas memorias, publicadas originalmente con el título
Fragmentos: Memorias de una niñez del tiempo de la guerra
(1939-1948), eran una falsedad y que Wilkomirski ni siquiera era
judío. En un momento de su trayectoria de farsante, Wilkomirski
conoció a Laura Grabowski, otra superviviente de los campos
nazis, que también había publicado sus experiencias con cierto
éxito. Ambos dijeron haberse conocido en Auschwitz cuando eran
niños sometidos a los terribles experimentos de Mengele. Sobre
ese tema dictaron conferencias juntos y por separado, y ganaron
fama y dinero. Lógicamente, al ser desbaratado el fraude de
Wilkomirski, Grabowski fue investigada y rápidamente
desenmascarada. En realidad, se llamaba Laurel Rose Willson
(1941-2002) y, además de como superviviente del inferno nazi, en
otro momento de su vida, con el nombre de Lauren Stratford,
desarrolló otra foreciente carrera de novelista de éxito, cuyas
obras autobiográfcas versaban sobre sus terribles experiencias
como víctima inocente de los abusos sexuales de una secta
satánica. Ni una cosa ni otra. Según ella, había sido una niña judía
sometida a los macabros experimentos en Auschwitz-Birkenau del
doctor Mengele para cambiar el color de sus ojos (esto le sirvió
para apropiarse de miles de dólares en donaciones destinadas a
verdaderos judíos supervivientes) y, tras ser liberada al fnal de la
guerra y llevada a Estados Unidos, fue adoptada por una pareja
de gentiles cuando tenía nueve o diez años. En sus tres libros bajo
el seudónimo Lauren Stratford, Willson contó que en esa fase se
convirtió en miembro de una secta en la que fue violada en
reiteradas ocasiones, dando a luz tres veces. Dos de sus hijos
habían sido ejecutados por la secta durante la flmación de
películas del género snuff, mientras que al tercero lo habrían
sacrifcado en su presencia, durante un ritual satánico. Un
periodista de la revista cristiana Cornerstone investigó sus
tremebundos relatos, determinando su nombre real y
entrevistando a su familia. La conclusión fue que se trataba de una
enferma mental y que sus fábulas eran un absoluto fraude.
Un capítulo principal en el repaso propuesto de los mayores
golfos de la historia es el formado por los innumerables
impostores de reyes y usurpadores de tronos que la historia
recoge.
Tal vez el primero que se recuerda sea Bardia (para los griegos,
Esmerdis), uno de los reyes persas de la dinastía aqueménide, hijo
menor de Ciro II y hermano de Cambises II. Al parecer, éste, antes
de partir en campaña contra Egipto (que conquistaría), ordenó
secretamente matar a su hermano temiendo que pudiera intentar
una rebelión durante su ausencia. Su muerte no fue conocida por
el pueblo, por lo que en la primavera del año 522 a.C. un sacerdote
mago de Media pretendió pasar por Bardia y se autoproclamó rey
de Persia. Debido al gobierno despótico de Cambises y a su larga
ausencia, el pueblo rindió pleitesía al usurpador, especialmente
tras decretar éste una exención de impuestos durante tres años.
Una vez al corriente de estos hechos, Cambises emprendió el
regreso precipitado, pero, al comprobar que no había esperanza
para su causa, optó por suicidarse en la primavera del año 521
a.C., no sin antes descargar su conciencia y confesar públicamente
el asesinato de su hermano. En consecuencia, el fraude del
usurpador quedó al descubierto, pero nadie se atrevió a
derrocarlo, y el falso Bardia gobernó el imperio durante siete
meses más. En ese tiempo destruyó algunos templos y ordenó
grandes traslados de gentes, lo que provocó un gran malestar
popular. En total, su reinado fue considerado de infausto recuerdo
y desde entonces su muerte fue celebrada anualmente en Persia
con una festa denominada «El asesinato del mago», en la cual
ningún mago tenía permiso para mostrarse como tal. Para cerrar
la leyenda, se dice que al año siguiente de la caída del usurpador,
otro seudo-Bardia, llamado Vahyazdgta, se alzó contra Darío I en
Persia oriental, con cierto éxito inicial. Sin embargo, fue fnalmente
denotado, capturado y ejecutado.
En el Imperio Romano se recuerda que, tras el suicidio del
emperador Nerón en el año 68, arraigó sobre todo en las
provincias orientales la creencia generalizada de que el emperador
en realidad no estaba muerto y que, en cualquier momento,
volvería. En ese contexto, se sucedieron los impostores que
trataron de ser reconocidos como Nerón. Al menos tres de ellos
estuvieron a punto de conseguirlo. El primero surgió muy pronto,
hacia marzo del año 69, en Grecia, en la región de Acaya, durante
el imperio de Vitelio. Al parecer, tenía un gran parecido con
Nerón y compartía algunas de sus afciones, como cantar y tocar la
lira. Aunque reunió un pequeño séquito de creyentes, enseguida
fue capturado y ejecutado por unos soldados imperiales. Diez
años después, durante el reinado de Vespasiano, surgió otro
impostor, esta vez en Asia. Llamado Terencio Máximo, decía
haber escapado de los soldados. Cuando llegó a tierras imperiales,
fue desenmascarado y condenado a muerte. Otros diez años
después, hacia el año 88, durante el despótico reinado de
Domiciano, apareció un tercer pretendiente apoyado por muchos
de los partos, lo que dio lugar a una revuelta que a punto estuvo
de provocar una guerra civil en todo el imperio. De algún modo,
la leyenda sobre el destino fnal de Nerón y su esperado regreso se
perpetuó durante siglos en la tradición cristiana.
Hay que llegar hasta comienzos del siglo XIII para encontrar
otro caso famoso de usurpación. El conde de Flandes, Baldwin IX
(1171-1205), coronado en 1204 emperador de Constantinopla con
el nombre latinizado de Balduino I, fue muerto por los búlgaros al
año siguiente. Querido por el pueblo, los famencos le añoraban y
ello hizo crecer el mito de que aún vivía, expurgando una
penitencia como mendigo ambulante, pero que pronto regresaría.
En 1224, un ermitaño fue identifcado como Baldwin por muchos,
desde un sobrino del rey muerto a los líderes de la resistencia de
Flandes y, subsiguientemente, la mayor parte de la nobleza y la
burguesía. Sin embargo, la hija de Baldwin, Juana, que había
heredado su feudo, se negó a reconocerlo, por lo que fue
destronada y forzada a huir. Ello causó una guerra civil de gran
devastación y caos. En mayo del 1225, el ermitaño, tenido por
santo, fue coronado conde y, subsiguientemente, emperador.
Rodeado de la pompa propia de su trono, adorado por el pueblo y
cortejado por los poderes extranjeros, el antiguo monje se apropió
del personaje, aunque por poco tiempo. En su primer encuentro
con el nuevo rey francés, Luis VIII, éste, como no podía ser menos,
descubrió fácilmente que el usurpador desconocía los detalles de
la vida y el carácter del auténtico Baldwin. Tras indagar, logró
identifcar al falso rey y al falso monje como Bertrand de Ray,
antiguo trovador al servicio del fenecido conde-emperador.
Desenmascarado, el impostor huyó, pero fue capturado y colgado
en octubre del 1225.
Medio siglo después y más de treinta años después de la muerte
de Federico II Hohenstaufen (1194-1250), emperador del Sacro
Imperio Romano, hasta cuatro impostores reclamaron ser el
emperador resucitado. Dos desistieron enseguida, pero el tercero
alegó haber vagado muchos años como peregrino penitente y
estableció su corte en Neuss, cerca de Colonia, donde comenzó a
recibir legaciones diplomáticas de algunas ciudades-estado
italianas e incluso algunos opositores lo tuvieron por el verdadero
Federico. Finalmente, el impostor fue capturado y ejecutado por el
rey alemán Rodolfo. Mas enseguida otro tomó su lugar,
asegurando haber resucitado de entre los muertos tres días
después de haber sido quemado. A este también lo ejecutaron,
pero ni aun así se acabó la leyenda del inmortal Federico,
reapareciendo absurdamente posibles reencarnaciones o
resucitaciones hasta el siglo XIV y aún después.
Un poco más al norte y unas décadas después, en el año 1300,
una mujer llegó a la ciudad de Bergen, Noruega, y elevó su
reclamación del trono, afrmando que era la hija del rey Eric II; es
decir, Margarita de Escocia (1283-1290), la conocida como
Doncella de Noruega, que reinó en Escocia entre los años 1286 y
1290, cuando, con solo siete años de edad, falleció frente a las islas
Oreadas, al norte de Escocia, en circunstancias extrañas, aunque se
cree que víctima de un mareo fatal durante el viaje desde Bergen a
Escocia. La aventura de la falsa Margarita acabó pronto: ella y su
esposo fueron acusados de fraude y condenados a muerte en 1301.

Más trascendental y también más curioso fue el caso del


llamado ofciosamente Ricardo IV de Inglaterra que, durante la
última década del siglo XV, coincidiendo con el reinado de
Enrique VII, reclamó su derecho al trono de Inglaterra, al afrmar
que era Ricardo de Shrewsbury, duque de York e hijo menor del
rey Eduardo IV. Bajo aquel disfraz se escondía en realidad el
famenco Perkin Warbeck (1474- 1499). Como la suerte corrida por
el auténtico Ricardo tras ser encerrado en la Torre de Londres no
se conoce con certeza (aunque la mayoría de los historiadores
creen que murió allí en 1483), la reclamación de Warbeck siempre
reunió a algún nostálgico (o, más bien, a alguien que deseaba
derrocar a Enrique VII y recuperar infuencia). Dado que
guardaba un cierto parecido físico con Eduardo IV, algunos
historiadores han llegado a afrmar que era efectivamente quien
decía ser, aunque ése no es el consenso generalizado.
Warbeck elevó por primera vez su reclamación en la corte de
Borgoña en 1490. Un año después, desembarcó en Irlanda con la
esperanza de obtener apoyos, pero nadie le oyó y fue obligado a
regresar al continente, donde sí encontró lo que buscaba, al ser
auspiciado temporalmente por Carlos VIII de Francia (al menos
hasta que éste frmara un tratado de amistad con su colega inglés,
lo que le obligó a expulsar a Warbeck de su corte). Acto seguido,
Margarita de York, hermana de Eduardo IV y regente de Borgoña,
le reconoció ofcialmente (por convicción o por interés) como
Ricardo de Shrewsbury, avalando como justa su reclamación.
Molesto por esta intromisión, el rey inglés presentó su queja ante
el archiduque Felipe, yerno de María, que había asumido el
control de Borgoña en 1493 como duque consorte. Como éste
ignoró sus quejas, el monarca inglés impuso un duro embargo
comercial a Borgoña, y Warbeck hubo de reanudar su periplo de
corte en corte en busca de apoyos.
Ese mismo año, asistió en Viena, invitado por Maximiliano I, al
funeral de su supuesto padre, el emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico Federico III, donde fue reconocido como
Ricardo IV de Inglaterra una vez que prometió que, si moría antes
de ser entronizado, sus derechos pasarían al propio Maximiliano.
El 3 de julio de 1495, fnanciado por Margarita de York, Warbeck
desembarcó en el condado de Kent confado en encontrar esta vez
apoyo popular. Enrique VII, aunque no controlaba esa región,
envió una pequeña tropa y 150 seguidores del pretendiente fueron
muertos antes de que él desembarcase. Una vez más, Warbeck se
vio obligado a seguir viaje, esta vez hacia Irlanda, donde le cobijó
el conde de Desmond, y a Escocia, donde fue bien recibido por
Jaime IV, siempre deseoso de molestar a Inglaterra y que
favoreció su boda con una de sus primas, lady Catalina Gordon.
En septiembre de 1496, Escocia atacó Inglaterra, pero se retiró
rápidamente cuando los prometidos apoyos internos no llegaron a
materializarse. Finalmente, Jaime IV frmó el tratado de Ayton y
expulsó a Warbeck, que intentó tomar y establecer su feudo en la
ciudad de Waterford. El sitio duró once días, tras los cuales
Warbeck hubo de huir de Irlanda perseguido por cuatro buques
ingleses.
El 7 de septiembre de 1497, desembarcó en Cornualles, con la
esperanza de capitalizar el resentimiento popular debido a las
recaudaciones abusivas impuestas por Inglaterra para fnanciar la
guerra contra Escocia. Al prometer abolir esos impuestos,
Warbeck fue acogido con alborozo y declarado solemnemente
Ricardo IV. Al frente ahora de un ejército de unos 6.000 hombres
de Cornualles, avanzó hacia el corazón de Inglaterra. Enrique VII
envió a su encuentro a su general en jefe, lord Daubeney, lo que
hizo que Warbeck, ambicioso pero con poca madera de héroe, se
acobardara y abandonase raudo el campo de batalla. De poco le
valió, pues fue capturado en la abadía de Beaulieu, en Hampshire,
donde se rindió incondicionalmente. Fue encarcelado, primero en
Taunton y luego en la Torre de Londres. En junio de 1498, fue
obligado a leer públicamente su confesión de que, en realidad, era
Perkin Warbeck (o Pierquin Wesbecque), hijo de un marino
famenco y nacido en Tournai en 1474.
Curiosamente, durante su encierro, Warbeck coincidió con otro
falso pretendiente al trono, que en 1487 se había presentado ante
el rey como Eduardo Plantagenet, conde de Warwick, exigiendo
ser reconocido como heredero legítimo al trono. El supuesto
conde era realmente Lambert Simnel (c. 1477-1525), hijo de un
carpintero, pero criado por el sacerdote de Oxford, Richard
Symonds, y por Margarita, la duquesa de Borgoña, hermana del
rey Eduardo IV de Inglaterra, quienes deseaban acceder a su
través al poder. El verdadero conde de Warwick había muerto
años atrás, también en la Torre de Londres. El caso es que ambos,
Warbeck y Warwick, se confabularon y lograron escapar juntos en
1499. Recapturados enseguida, Warbeck fue ahorcado, mientras
que su colega, el falso Warwick, fue decapitado días después.
El siguiente caso nos lleva al Portugal del siglo XVI. El rey
Sebastián I (1554- 1578) había sido coronado en 1568, con solo
catorce años de edad. Resultó ser un monarca audaz, devoto,
querido por todos y bautizado como el «nuevo Alejandro», al que
solo se le pudo achacar un exceso de entusiasmo marcial y
religioso: «Cabalga y reza demasiado para el bien de la nación»,
dijeron de él. En su afán por extender el dominio portugués por
África, Sebastián inició una incierta campaña militar en
Marruecos, que se saldaría con una derrota total en Alcazarquivir
(1578). Casi con toda seguridad, el rey murió (sin herederos) en
esa batalla, aunque muchos prefrieron creer que había
conseguido escapar. El trono recayó fnalmente en 1580 en su tío
Felipe II de España, por lo que ambos reinos se unifcaron,
perdiendo Portugal su independencia, por lo que la vuelta del
añorado rey para liberar al pueblo se convirtió en un anhelo
popular, a cuyo calor comenzaron a surgir numerosos
oportunistas que afrmaron ser «O Desejado».
El primero de que se tiene noticia fue un joven moreno (el rey
era rubio), que fue condenado a galeras por suplantar al monarca.
Sin embargo, la experiencia no lo desanimó y tiempo después
trató de suplantar al duque de Normandía. El segundo
pretendiente fue un monje renegado (con el pelo del mismo color
que el rey) de excesivo gusto escénico, que destapó su identidad
mientras hacía penitencia por su responsabilidad en la caída de
Portugal, narrando entre suspiros y gemidos qué había ocurrido
realmente en la batalla de Alcazarquivir. Le creyeron los sufcientes
para que el impostor pudiera organizar un ejército, pero los
españoles no tardaron en hacerlo prisionero. Atrapado, confesó
que no era el rey y que su plan era liberar Portugal y después
permitir que el pueblo eligiese a un nuevo monarca. Sus captores
lo ahorcaron, destriparon y descuartizaron. El tercer Sebastián en
escena fue un pastelero español de setenta años, de nombre
Gabriel de Espinosa, aunque conocido como «El Pastelero de
Madrigal». El monarca tenía veinticuatro años cuando falleció y
habían transcurrido diez de su muerte, por lo que la historia del
pastelero no fue tomada en serio por casi nadie, pero, de todas
maneras, fue ejecutado. En 1598 apareció en Venecia un cuarto
sebastián, que contó que había estado encerrado en un monasterio
hasta que un sueño le indicó que debía volver a liderar a su
pueblo. Se puso a prueba ante las autoridades venecianas, fue
interrogado y salió airoso del envite. Para muchos era muy
sospechoso que no supiese hablar portugués, pero sus partidarios
contaban que el rey había prometido no hablar en su idioma cierta
cantidad de años. También se le preguntó por qué no era rubio
como el rey Sebastián, a lo que él, simulando total sorpresa,
replicó: «¿Qué ha sido de mis cabellos rubios?». Ni siquiera en
Portugal lo tomaron en serio hasta que las autoridades
venecianas, presionadas por las españolas, lo encerraron. Este
apresamiento tuvo un efecto inesperado: si a los españoles les
molestaba, entonces es que su historia era verídica. Dos años
después salió de prisión, ya fnalizada su promesa de silencio en
portugués (o bien es que había aprendido mal que bien el idioma),
pero casi instantáneamente se reveló su impostura:
su auténtica mujer, a la que había abandonado, dijo que se trataba
del calabrés Marco Tullio Catizzone. A nadie sorprendió que fuera
encarcelado de nuevo y, al poco, ejecutado. A partir de entonces,
la leyenda del regreso del rey Sebastián encarnaría todo anhelo
nacionalista y reverdecería cada vez que la patria portuguesa
pasara por apuros. Por ejemplo, en 1807, sería supuestamente él
quien derrotara a Napoleón; en 1813, apareció en Lisboa un
demente vestido de moro que afrmó ser un «enviado de
Sebastián»; a fnales del siglo XIX, durante la Guerra de Canudos,
labradores brasileños afrmaron que el rey regresaría para
ayudarles en su batalla contra la «república atea brasileña»...
Al otro lado de Europa, pocos años después, Dimitri II El
Impostor o Falso Demetrio I sí que consiguió elevarse a usurpador,
al ser elegido zar de Rusia el 21 de julio de 1605 y mantenerse en
el trono hasta el 17 de mayo de 1606. Fue el primero de los tres
impostores que durante el llamado «Período Tumultuoso»
reclamaron ser el zarévich Dimitri Ivánovich, hijo menor de Iván
IV y, por tanto, heredero legítimo. Aunque los historiadores se
mantienen frmes en que el verdadero Dimitri fue asesinado en
Úglich en 1591, hubo quien creyó que el príncipe había escapado.
El auténtico nombre de este primer falso Dimitri era Grigory
Otrepyev y apareció en la historia alrededor del año 1600, cuando
impresionó al patriarca Job de Moscú con su sabiduría y
seguridad. Sin embargo, el zar Borís Godunov ordenó que fuera
arrestado, por lo que Dimitri huyó y se refugió en la corte del
príncipe Constantino Ostrogsky de Ostrog y luego entró al
servicio de una familia noble lituana, los príncipes Adam y Michal
Wisniowiecki, que lo aceptaron no tanto porque lo creyeran, sino
porque su presencia les daba la oportunidad de involucrarse en
los asuntos de Rusia. En la historia que urdieron entre todos, se
decía que su madre, la viuda de Iván, había anticipado el intento
de asesinato y que le entregó a un doctor, que lo escondió en un
monasterio. Tras la muerte del doctor, Dimitri se fue a Polonia,
donde trabajó como maestro por un tiempo y después entró al
servicio precisamente de los Wisniowiecki. Mucha gente que lo
conoció atestiguó que se parecía al pequeño zarévich Dimitri. Le
creyeran o les conviniera creerle, muchos nobles polacos
decidieron apoyarlo. En 1604, Dimitri se convirtió públicamente al
catolicismo para conseguir ayuda de los jesuitas y convenció al
nuncio papal de apoyarlo. Algunos boyardos (nobles rusos)
comenzaron a aceptar también su reclamación pues eso les daba
una excusa justa para no pagar impuestos al zar reinante. Gracias
a esta conjunción de intereses, Dimitri atrajo a un gran número de
partidarios y logró obtener la ayuda de la Unión Sueca-Polaca-
Lituana, que le dio 3.500 soldados, a los que pronto se unieron los
cosacos del sur. Con todos ellos se encaminó hacia el corazón de
Rusia en junio de 1604.
Tras ganar una batalla y conquistar algunas regiones, fue
derrotado totalmente y su ejército casi se desintegró. Pero el 13 de
abril de 1605 murió repentinamente el zar, cundió el caos y
muchos soldados comenzaron a pasarse al bando de Dimitri. El 1
de junio llegaron a Moscú sus enviados para proclamar su
derecho al trono. Un grupo de boyardos encarceló al nuevo zar
Feodor II que, el 15 de junio, fue asesinado. El 20 hizo su entrada
triunfal Dimitri El Impostor y el 21 fue coronado zar por un nuevo
patriarca elegido por él mismo. Al principio, trató de consolidar
su poder, visitó la tumba del zar Iván y fue al convento a visitar a
su viuda María Nagaya, quien lo aceptó como hijo. La familia
Godunov fue ejecutada, a excepción de la princesa Xenia
Godunova, a quien Dimitri tomó como concubina. A muchas de
las familias exiliadas se les permitió regresar a Moscú. Planeó
introducir una serie de reformas políticas y económicas. Introdujo
el llamado «Día Yuri», en que se les permitía a los siervos cambiar
de amo para mejorar sus condiciones. En política exterior, el Falso
Dimitri buscó la alianza con la Mancomunidad polaco-lituana y
con el Papa, pues planeaba una guerra contra el Imperio otomano,
por lo que también ordenó una producción en masa de armas de
fuego. Pero el 6 de mayo de 1606 se casó en Moscú con Marina
Mniszech, que no renunció a su religión católica, lo que enojó
mucho a la Iglesia Ortodoxa y a los boyardos, que dejaron de
apoyarlo y, liderados por el príncipe Vasili Shuisky, comenzaron a
conspirar en su contra, acusándolo de fomentar el catolicismo
romano y, ya puestos, la sodomía. Los enemigos de Dimitri
ganaron apoyo popular, especialmente porque el zar estaba
custodiado por fuerzas de la Mancomunidad polaco-lituana, que
abusaban de la población moscovita. La mañana del 17 de mayo
de 1606, los conspiradores tomaron el Kremlin. Dimitri trató de
escapar por una ventana, pero se fracturó una pierna y uno de los
conspiradores le disparó, matándolo en el acto. El cuerpo fue
exhibido públicamente y luego quemado, y sus cenizas fueron
disparadas con cañones en dirección a Polonia. El reinado de este
usurpador duró diez meses.
Siglo y medio después, tratando de emularle y alcanzar como él
el trono ruso, el impostor Stefan Mali («Esteban el Pequeño») se
hizo pasar por el zar Pedro III de Rusia, asesinado en 1762. Cinco
años después, apareció este personaje en Montenegro y se notaba
que se había estudiado muy bien al personaje. En aquel tiempo
Montenegro estaba gobernado por el vladika Sava, quien, tras
haber pasado veinte años dedicado a la vida monástica, era
incapaz de regir una nación tan turbulenta como aquélla, siempre
hostigada por los turcos. El pueblo exigía un gobernante fuerte y
halló un buen candidato en Stefan, quien les engatusó con un
relato fantasioso sobre sus andanzas tras su supuesta muerte y
dándoles la seguridad de que nunca regresaría a Rusia. Los
montenegrinos picaron el anzuelo y le tomaron como adalid de su
independencia y su soberanía. Tan fuerte era su capacidad de
convicción que el vladika accedió a regresar a su retiro espiritual y
permitirle gobernar en su lugar; y lo cierto es que lo hizo bien. Se
dedicó infatigablemente a la mejora del orden público, limpiando
su nuevo reino de ladrones y malhechores, estableciendo
tribunales de justicia y mejorando las comunicaciones.
Mientras tanto, las potencias extranjeras, con Rusia a la cabeza,
creyeran o no en su autenticidad, habían decidido mirar para otro
lado, y así pensaban continuar mientras bajo su dirección
Montenegro no se convirtiera en un peligro para cualquiera de
ellas. Pero resulta que el usurpador llevó a cabo su labor con tal
éxito que todos comenzaron a temer que tratara de extender su
dominio más allá de las fronteras del pequeño Montenegro.
Venecia, que por entonces ocupaba Dalmacia, se alarmó, y
Turquía comenzó a considerar al nuevo gobernante como un
peligroso agente de Rusia. A la vista de estas nuevas
circunstancias, decidieron declararle la guerra. En ese momento,
Stefan dio muestras de debilidad, no atreviéndose a enfrentarse al
ejército turco. El gobierno ruso comenzó a darse cuenta de la
trascendencia de la situación y la zarina Catalina envió una carta
denunciándolo como impostor. Él admitió la acusación y fue
encarcelado. Pero la situación bélica requería un hombre fuerte al
frente de los asuntos y aquella situación excepcional pareció exigir
un remedio excepcional, así que el delegado de la zarina no vio
otra salida que reconocer al falso zar como regente.

Así pues, Stefan fue restaurado en el poder y gobernó Montenegro


hasta 1774, cuando se quedó ciego y hubo de retirarse a un
monasterio, donde fue asesinado en extrañas circunstancias. Así,
quiso el destino que muriese igual que el hombre cuya identidad
había usurpado.
Y es que en Rusia abundaron los impostores reales, especialmente
en estos tiempos de la zarina Catalina II la Grande, considerada
por muchos ella misma una usurpadora, al tratarse de una
princesa alemana de segundo rango que llegó al trono por la
muerte de esposo, el zar Pedro III, de la que muchos (incluida la
historia) la acusaron. En ese contexto apareció la fgura del cosaco
y antiguo ofcial del ejército zarista Yemelián Ivánovich Pugachov
(1742-1775) que, como pretendiente al trono, lideró una
insurrección de los cosacos del Don, que llegó a dominar la cuenca
del Volga y el bajo llral y que puso en serio peligro al poder
central. Lo curioso es que no se limitó a liderar la revuelta por
derecho de armas (o por la fuerza de su evidente carisma), sino
que prefrió hacerse pasar por el fallecido zar Pedro III, ya que a
miles de kilómetros de distancia de San Petersburgo nadie conocía
la apariencia del zar que había muerto asesinado casi diez años
atrás. Tras muchas vicisitudes, su ejército de 30.000 hombres fue
fnalmente vencido y masacrado por las fuerzas imperiales,
mientras agentes de la zarina capturaban a la familia de Pugachov
y la paseaban casi pueblo por pueblo para demostrar que aquél no
era el asesinado zar. Pugachov acabó siendo traicionado por sus
soldados en septiembre de 1774, después de que se ofrecieran
10.000 rublos de plata por él. Capturado y trasladado a Moscú en
una jaula metálica, fue juzgado y condenado a muerte.
Decapitado públicamente el 10 de enero de 1775, su cuerpo fue
descuartizado y quemado, y sus cenizas, como su memoria,
esparcidas al viento.

Casi cincuenta años después, fue Francia el escenario de otro


intento de usurpación a cargo de un impostor real. En 1795, en los
estertores de la Revolución Francesas, el niño llamado a
convertirse, si pasaban los ardores republicanos, en el rey Luis
XVII murió tras perder a sus dos padres, guillotinados, y enfermar
él en una celda de la prisión del Temple. Sus derechos hereditarios
pasaron a su tío, el conde de Provenza, hermano de Luis XVI, que
luego reinaría como Luis XVIII. La leyenda de la supervivencia
del legítimo heredero comenzó a difundirse a partir de 1795,
favorecida, en lo político, por la restauración monárquica en
Francia tras 1815, y, en lo cultural, por el nuevo gusto romántico
imperante por las historias trágicas, adornadas con prisión,
evasión y conspiración. El mito se desarrolló durante toda la
primera mitad del siglo XIX, promoviendo la sucesiva aparición
de todo tipo de impostores y farsantes (y también de algún
enfermo mental sincero) que pretendían ser el delfín secretamente
evadido de la prisión. Históricamente, a todos ellos se les conoce
como «Los falsos delfnes» y entre ellos destacaron, al menos, dos.
El primero se llamaba Henri Hébert (1788-1853), o quizás Claude
Perrin (1786-1853), pues es bastante probable que esa primera
personalidad fuera otra invención del segundo. En cualquier caso,
fue más conocido con el autoadjudicado título de barón de
Richemont. Años más tarde, un hombre llamado Karl Wilhelm
Naundorff, en realidad un humilde relojero prusiano, volvió a
reclamar ser el heredero al trono francés, de lo que llegó a
convencer a varios nobles de Versalles hasta que, en 1824, la
impostura se hizo pública. Personaje enigmático y de inestable
carácter, Naundorff fue expulsado del país y se refugió en los
Países Bajos, donde las autoridades lo trataron con cierta
consideración. También intentó fundar una iglesia cismática, sin
éxito. Purgó durante cuatro años su intento de suplantación y
murió en su exilio holandés. Sus hijos adoptaron legalmente el
apellido Borbón, que aún mantienen sus descendientes, a pesar de
que los análisis del ADN han demostrado que Luis XVII murió sin
ningún género de dudas en 1795.

En iempos mucho más modernos, tras la Primera Guerra


Mundial, la leyenda de que una de las hijas del último de los
zares, Nicolás II, había escapado de la masacre de su familia a
manos de los revolucionarios bolcheviques alimentó el
surgimiento de no pocas impostoras que pretendieron ser aquella
gran duquesa Anastasia Nicolaievna de Rusia (1901-1918), que
podría dar continuidad a la ancestral monarquía rusa. La
ciudadana estadounidense de adopción Anna Anderson (1896?-
1984) fue la más conocida de todas ellas.
Como se sabe hoy casi con toda certeza, la verdadera Anastasia,
la más joven de las hijas del zar, fue ejecutada en una celda de la
cárcel de Ekaterimburgo junto a toda su familia (sus padres y sus
cuatro hermanos) el 17 de julio de 1918, aunque la localización de
los cadáveres se ha desconocido hasta hace poco. Ofcialmente,
sus cuerpos fueron llevados a un bosque cercano, descuartizados,
regados con ácido y bencina y, fnalmente, quemados. Los restos
fueron arrojados en una mina inundada. No obstante, esta versión
ofcial contenía varias imprecisiones y se apoyaba en relatos
contradictorios. Numerosos testimonios permitieron elaborar
hipótesis diferentes. Según la de mayor credibilidad, el zar y su
hijo fueron fusilados, mientras la zarina y sus cuatro hijas fueron
llevadas a Perm. Varios testimonios parecían corroborar la huida
y posterior captura de Anastasia, su estancia con un médico que
habría dejado una declaración escrita, y su nueva fuga el 17 de
septiembre.
Sea como fuere, lo cierto es que en 1920 una joven fue internada
en un hospital psiquiátrico de Berlín tras intentar suicidarse. A su
entrada fue registrada con el nombre Fräulein Unbekannt
(«Señorita Desconocida») dado que se negó a revelar su identidad.
En marzo de 1922, la fltración de que podría tratarse de la gran
duquesa rusa Anastasia atrajo por primera vez la atención
pública. La mayor parte de los miembros de la familia Románov y
los que conocieron personalmente a Anastasia, incluyendo el tutor
de la corte Pierre Gilliard, dijeron que era una impostora, pero
otros siguieron convencidos durante años de que aquella
misteriosa muchacha era Anastasia. En 1927, una investigación
privada fnanciada por el hermano de la zarina, Ernesto Luis de
Hesse-Darmstadt, gran duque de Hesse, la identifcó como
Franziska Schanzkowska, obrera polaca con un largo historial de
enferma mental. Entre 1922 y 1968, la falsa Anastasia vivió entre
Estados Unidos y Alemania, protegida por varios de sus
partidarios, ingresando ocasionalmente en sanatorios y asilos.
Emigró defnitivamente a Estados Unidos en 1968 y, poco antes
del vencimiento de su visado, se casó con Jack Manahan, profesor
de historia de Virginia. Tras un pleito que se prolongó varias
décadas, los tribunales alemanes resolvieron en 1970 que Anna
Anderson no había logrado demostrar que fuera Anastasia, y ahí
quedó la cosa. Finalmente, tras la caída del régimen soviético, la
ubicación de los cuerpos de la familia real rusa fue descubierta y
varios laboratorios de diferentes países confrmaron su identidad
mediante pruebas de ADN, que demostraron que Anna Anderson
no era una Románov, pero que sí estaba emparentada con Karl
Maucher, un sobrino nieto de Schanzkowska, lo que zanjó toda
duda sobre su identidad. En 2009, los expertos pudieron
confrmar, fnalmente, que ningún miembro de la familia real rusa
escapó a la ejecución de 1918. Y esto es importante también para el
siguiente caso.
No hace relativamente mucho gozó de cierta fama en España
alguien que se hacía llamar Alexis Románov-Dolgorouki y que
aseguraba ser descendiente directo del zar Nicolás II de Rusia y,
en consecuencia, heredero de aquella corona (si es que alguna vez
se reinstaurara). Basó su reivindicación en que supuestamente era
nieto de la gran duquesa María, que, según él, había sobrevivido
también a la matanza de Ekaterimburgo. Pero ni aun siendo cierto
este parentesco hubiera podido tener el tal Alexis derecho alguno
de sucesión, porque, según los estatutos de la familia real rusa, los
derechos dinásticos no se transmitían por línea femenina. El
impostor también se autotitulaba rey de Ucrania y rápidamente
fue desenmascarado por el jefe de la casa Románov en España, el
gran duque Wladimiro. En realidad se trataba del ciudadano
luxemburgués de origen zaireño Alexis Brimeyer (1946-1995), que,
antes de afncarse en Madrid, ya se había investido de otras
identidades falsas (príncipe de Bizancio, Kheven Hulher
Absdenberg o ciudadano principal de la plataforma de Seal and,
una micronación anclada en el mar del Norte) y que una vez
incluso fue apresado por ese motivo por las autoridades belgas.

En mayo de 1431, Juana de Arco (1412-1431) fue ejecutada en la


hoguera acusada de herejía y brujería, luego de expulsar a los
ingleses de territorio francés. Cinco años después, Jeanne (o
Claude) de Lis, dame des Armoises, se presentó reclamando ser
Juana de Arco rediviva, convenciendo (o haciendo ver la
conveniencia de convencerse) a los propios hermanos de la
heroína, Jean y Pierre, que la apoyaron en su estafa para obtener y
repartir los benefcios de su impostura. Durante un tiempo, así
ocurrió. Se dijo que la muchacha tenía cierto parecido con la
heroína y que también se mostraba diestra y experimentada en los
asuntos militares, pero su engaño terminó en 1440, cuando ella
misma confesó voluntariamente su mentira ante el rey Carlos VII.

La inglesa Mary Carleton (1642-1673), una joven hermosa,


educada y encantadora, hija de un violinista, mostró a lo largo de
su vida una innata aptitud para la farsa y la impostura. Al
parecer, casó muy joven con un humilde zapatero, con el que tuvo
dos hijos que fallecieron enseguida. Sin resignarse a su modesta
condición, Mary abandonó penas y marido, viajó a Dover y se
casó con un cirujano. Muy pronto llegó su arresto y juicio por
bigamia, del que curiosamente salió bien parada con una promesa
de arrepentimiento. En ese momento, decidió cambiar de aires y
se fue a Alemania. En Colonia se enredó en un apasionado
romance con un noble local, al que se prometió. A punto de
casarse, empaquetó todos los regalos del novio y huyó de regreso
a su patria, que por entonces se desperezaba en un ambiente de
exaltación festiva, con los nuevos aires traídos por el nuevo rey,
Carlos II. Mary no tardó en encontrar fácil acomodo en aquel
ambiente tan agitado.
Con su nuevo porte aristocrático adquirido en Alemania, dejó
correr el rumor de que era una noble de Colonia, hija del fallecido
Henry van Wolway, señor de Holmstein. Su personaje de princesa
Van Wolway, huérfana, virgen e inocente, expatriada para evitar
un matrimonio forzado con un indeseable, causó furor en la clase
alta londinense, cuyos solteros más apetecibles se aprestaron a
consolar a la atribulada y bella huérfana alemana. Pero Mary tuvo
mala suerte: el primero en pedir su mano fue un cazafortunas, un
tal John Carleton, que había hecho de la caza de una aristócrata
casadera su ofcio. Estaba tan feliz el hombre cuando, a los pocos
días de la boda, un mensaje anónimo le puso al corriente de la
verdad de su esposa. Tal para cual. A consecuencia del escándalo,
Mary fue arrestada y llevada a juicio de nuevo por bigamia,
además de por estafa, suplantación de identidad y título, y otras
defraudaciones.

El escándalo, que salpicó a toda la nobleza, fue atizado por sendos


libelos que ambos esposos publicaron para apoyar sus ofendidas
posiciones. Finalmente, los modos refnados y seductores de Mary
y su impecable actuación frente al tribunal, la salvaron una vez
más y fue absuelta. Para entonces, ya era toda una celebridad y su
fama se acrecentó cuando decidió escribir una obra de teatro sobre
su vida que ella mismo se encargó de poner en escena. A la
célebre nueva actriz de moda le llovieron admiradores, joyas y
atenciones. A nadie extrañó que de nuevo se casara, esta vez con
uno de esos admiradores. Por supuesto, tras una breve luna de
miel, Mary se cansó del marido y lo abandonó, llevándose eso sí
con ella, seguramente de recuerdo, todos los objetos de valor del
domicilio conyugal. Carleton siguió representando su papel de
princesa virginal durante otros diez años y volvió a casarse
repetidas veces con opulentos terratenientes, a quienes
inevitablemente expolió. Finalmente, en 1672 fue capturada,
juzgada y condenada a muerte. Pese a sus muchas triquiñuelas
para evitar la horca, en esta ocasión, no pudo hacer nada. Dicen
que caminó hacia el cadalso como lo que siempre soñó ser: una
gran dama de alcurnia, desplegando toda su elegancia y su altivez
impostadas. En cualquier caso, murió como todos.
Otro tipo de farsante es el representado por Helga de la Brache,
nacida Aurora Florentina Magnusson (1817-1885), quien se las
arregló para que la corona sueca la pensionara durante varios
años al hacer creer que era hija secreta del exiliado rey Gustavo IV
de Suecia y la reina Federica de Badén. Aunque todos sabían que
éstos se habían divorciado en 1812, ella contó que se habían vuelto
a casar secretamente en un convento alemán y que ella había
nacido en Lausana en 1820 como fruto de ese amor renacido.
Más tarde,
según su relato, fue enviada a vivir con la tía de su padre, la
princesa Sofía Albertina. Cuando ésta murió en 1829, fue llevada
al asilo de Vadstena e internada como enferma mental. Liberada
en 1834, a los diecisiete años, fue enviada a Badén, para que
viviera con unos parientes lejanos, que la mantuvieron confnada.
En 1837, tras leer en un periódico que su padre había muerto, se
decidió a salir a la luz. Regresó a Suecia, donde de nuevo fue
internada en otro sanatorio mental para preservar el secreto de su
linaje. Se las arregló para escapar y fue acogida por una familia
caritativa que, tras algunas gestiones, consiguió que su familia
materna alemana le pasase una pensión de 6.000 coronas. En 1850,
la pensión dejó de llegar y, según declaró, hubo de vivir desde
entonces de la caridad de varios amigos y benefactores anónimos.
Tras conocer esta lacrimógena historia, en marzo de 1861, el rey
sueco le concedió a Helga una pensión anual de 2.400 coronas y le
garantizó unas condiciones de vida acordes a una princesa real. El
engaño duró hasta que en 1870 un periódico sueco realizó una
investigación y llegó a la conclusión de que Helga de la Brache no
tenía sangre real. Tras ser juzgada, la conocida como princesa
Helga de la Branche pasó sus úlümos años en condiciones muy
modestas.

Un conocido y comentado caso de suplantación con ciertos rasgos


esperpénticos ocurrió en Inglaterra a fnales del siglo XIX. Hijo de
un carnicero, de débil carácter e inteligencia titubeante, Arthur
Orton (1834-1898) conoció en su infancia la miseria de los barrios
bajos de Londres y, como era tan común entonces, sintió la
llamada de la mar, por lo que huyó de su hogar, se enroló en el
primer barco que pudo y, una vez en el puerto chileno de
Valparaíso, desertó y se cambió el nombre por el de Tom Castro.
Tras unos años grises en Chile, reapareció en 1861 en Australia,
acompañado siempre por un sirviente negro, llamado Bogle, al
que había conocido en Sidney. Al poco, ambos se establecieron
como carniceros en una aldea perdida. Mientras tanto, en abril de
1854, el vapor inglés Mermaid naufragó en aguas del Atlántico,
procedente de Río de Janeiro y con rumbo a Liverpool. Entre los
que perecieron estaba el militar inglés Roger Charles Tichborne.
Pese a que fnalmente se le dio por muerto, su madre, lady
Tichborne, se negó a creer eso y, durante años, publicó avisos en
los periódicos de más circulación prometiendo una recompensa a
quien le diese noticia del paradero de su hijo. Un día, Bogle leyó
uno de esos avisos y se le iluminó la imaginación. Ideó un plan
que consistía en que su amigo se hiciera pasar por el hijo de lady
Tichborne y solucionase la vida de ambos. El plan tenía muchas
difcultades. La principal es que el pobre Orion, un bobalicón de
pocas luces, no se parecía en nada a Roger Charles Tichbone, un
altivo aristócrata al que todos califcaban de petimetre. Bogle
comprendió que lo único que podían hacer era no ocultar esas
diferencias y achacarlas a la dureza de la vida, que a todos
cambia. El 16 de enero de 1867, el resurgido Roger Charles
Tichborne anunció su llegada al hotel en que se iba a producir el
ansiado reencuentro con su madre y, por supuesto, cuando ésta
llegó, lo reconoció al primer vistazo. Nadie (o casi nadie) dudó de
ella porque, al fn y al cabo, en esas cosas, una madre (aunque sea
una anciana obsesionada) nunca se equivoca. La familia, reunida
de nuevo, vivió feliz unos pocos años. Pero lady Tichborne murió
en 1870 e inmediatamente sus parientes denunciaron a Arthur por
impostor (aquel fofo imbécil no podía ser de ninguna de las
maneras Roger Charles, un estirado inglés educado en los mejores
colegios franceses).
El 27 de febrero de 1874, poco después de que Bogle muriese
atropellado en un desgraciado ( y por entonces rarísimo)
accidente de coche, el desconsolado y ahora desvalido Arthur
Orton fue condenado a catorce años de trabajos forzados. Gracias
a su buen comportamiento y a su carácter bonancible, el hombre
fue muy apreciado en la cárcel y vio reducida su condena a cuatro
años. Cuando la cumplió, se dedicó a recorrer Inglaterra
proclamando su inocencia hasta su muerte.

Hacia 1923, tras la abdicación de Jorge II, Grecia se hallaba sumida


en la turbulencia posbélica y debatía el futuro de su monarquía,
con una de las facciones propugnando la reinstauración de la
antiquísima casa de Bizancio. En ese contexto, el abogado y
procurador zaragozano Eugenio Lascorz y Labastida (1886-1962)
anunció que él era descendiente de la noble familia bizantina
Láscaris (que marchó al exilio desde Bizancio en el siglo XIII),
cuyo apellido supuestamente había hispanizado como Lascorz. Con
su nuevo nombre de Eugenio Láscaris Comneno, dirigió un
vigoroso manifesto al pueblo griego, reclamando la superación de
los muchos problemas patrios y, de paso, reivindicando su
completa disposición a asumir sus responsabilidades regias como
heredero de la casa real del imperio de Bizancio (condición que
hasta ese momento nadie conocía ni mucho menos reconocía).
Inmediatamente, Lascorz se autoconcedió el título de duque de
Atenas y a sus hijos otros vinculados con la historia bizantina o
griega, mientras se proclamaba gran maestre de las órdenes de
san Constantino El Grande, santa Elena emperatriz y san Eugenio
de Trebisonda (y, en su condición de procurador con buenas
relaciones, lograba alterar a conveniencia los registros de toda su
familia). A partir de ese momento, fue repartiendo feudos y
dignidades nobiliarias a algunos de sus afnes, como el
genealogista Norberto de Castro, a quien concedió en 1952 el
título de marqués de Barzala, a lo que éste correspondió con la
nobleza que ahora ya le correspondía en 1959 publicando una
elogiosa biografía, casi un panegírico, titulada Eugenio //, un
príncipe de Bizancio. Por si había alguna duda, las infundadas
afrmaciones de aquel pretendiente de opereta fueron
desmentidas en 1954 en la revista española Hidalguía por el
genealogista José María Palacio y Palacio, y Lascorz desapareció
en el anonimato.

Un hombre llamado Alan Conway (nacido Eddie Alan Jablowsky,


1934-1998), agente de viajes y estafador con antecedentes por robo
en Australia, Francia, Suiza e Irlanda, estuvo varios años
recorriendo Londres haciéndose pasar por el director de cine
estadounidense Stanley Kubrick. Extrañamente, a pesar de que él
era inglés y lampiño (Kubrick, estadounidense y barbudo) y de
que lo que sabía de él era, a lo sumo, que había visto algunas de
sus películas, varias fguras infuyentes quedaron convencidas de
que Conway era Kubrick, conocido por su misantropía y que,
aunque residía en Hertfordshire, casi nunca se dejaba ver ni
concedía entrevistas, por lo que su aspecto físico era poco
conocido. Como Kubrick, a Conway se le franqueaba el acceso a
todos los clubes más exclusivos de Londres, donde nunca se
preocupó de cosas tan mundanas como pagar una cuenta. Llegó
incluso a proponer papeles a las actrices que le solían rodear allá
donde fuese. Finalmente, fue desenmascarado por un artículo de
la revista Vanity's Fair y decidió admitir su engaño en la
televisión, en un programa llamado El juego de la mentira. Lejos
de parecer triste, lo hizo muy satisfecho de sí mismo. Alan
Conway murió el 5 de diciembre de 1998, apenas unos meses
antes que el hombre cuya vida había impostado.

Un caso mítico de impostura legal ocurrió en la Francia del siglo


XVI, cuando un hombre en todo semejante a un campesino
llamado Martin Guerre, desaparecido años atrás, se hizo pasar por
él, convenciendo a casi todos (incluida su esposa y su hijo), hasta
que, al regresar el verdadero, no hubo manera de saber cuál de los
dos era el marido legítimo, pues ambos coincidían en rasgos
físicos y ambos contestaban correctamente al interrogatorio sobre
aspectos íntimos del personaje. Un caso interesante y curioso que
ha dado pie a numerosas novelas y películas basadas en una
historia que, más o menos, fue así.
Hacia 1539, se casaron el labriego Martin Guerre, nacido en
Hendaya alrededor del año 1524 y asentado en Francia en 1527, y
la doncella Bertrande de Rols, de Artigat, Gascuña. La pareja tuvo
un hijo y vivió con los normales altibajos de todo matrimonio
hasta que, en 1548, al ser acusado de un robo de grano, Martín se
escabulló sin dejar rastro. En 1556 se presentó en el lugar un
hombre completamente igual a él, de las mismas talla y facciones
e idénticas marcas (una cicatriz en la frente, un defecto dental, una
mancha en la oreja izquierda...), afrmando ser Martin Guerre. Su
esposa, que aunque se consideraba a sí misma viuda no había
podido volver a casarse legalmente, se puso muy contenta, así
como su hijo, y le dio total crédito. Le acogió en sus brazos, en su
lecho y en su exiguo pero sufciente patrimonio. El sujeto conocía
muchos detalles de la vida de Martin y convenció a la mayor parte
de sus paisanos y familiares (incluidos también sus cuatro
hermanos), superando algunas dudas iniciales. Así vivió tres años
tranquilos con su familia, durante los cuales tuvo dos hijas más,
de las que una sobrevivió. Pero al entablar un pleito contra su tío
en reclamación de la herencia de su padre, muerto durante su
ausencia, desató la sombra de sospecha que su familiar albergaba
e hizo que éste metiese cizaña y comenzase a socavar la idea
aceptada de que aquél era el auténtico Martin Guerre (entre otras
cosas, se había enterado de que su sobrino, al parecer, había
perdido una pierna en la guerra). La cosa se fue enconando y el tío
llegó a intentar asesinar al nuevo Martin, aunque la reenamorada
cuñada se lo impidió. En 1559, Martín fue acusado de incendio
premeditado. Su esposa permaneció a su lado y él fue absuelto.
Pero pasados tres años más, gracias a las pesquisas de tío, se supo
que este Martin Guerre de pega se llamaba en realidad Arnaud du
Thil, alias Pansette, y era de un pueblo vecino. Se abrió
inmediatamente un proceso, en el que el escritor Michel de
Montaigne sirvió de abogado al impostor. Pero hete aquí que justo
en mitad del juicio reapareció muy oportunamente el verdadero
Martin Guerre con su pierna de madera. Tras algunas nuevas
dudas, al fn se resolvió el caso en contra del impostor, que fue
colgado ante la casa del verdadero Martin Guerre. Poco antes de
morir confesó que había tenido la idea después de que dos
personas le confundieran con Martin y que había procurado
saberlo todo sobre él con la ayuda de dos cómplices. El verdadero
Martín había ido a España para servir a un cardenal y después se
había alistado en el ejército de Pedro de Mendoza, con el que
participó en la campaña de Flandes y perdió la pierna en la batalla
de San Quintín.

Por las mismas fechas se haría también famoso (tristemente


famoso) el escocés de Edimburgo Gregor MacGregor (1786-1845),
un antiguo soldado, aventurero y colonizador que luchó por la
independencia de Sudamérica, pero sobre todo uno de los
mayores impostores de todos los tiempos. Hijo de militares, se
enroló muy joven, en 1803, en la Armada Real británica, y
posteriormente sirvió en los ejércitos portugués y español, aunque
no se sabe muy bien en qué campañas (él afrmaba que en la
Guerra de la Independencia, aunque esto no parece muy fable).
También se sabe que participó destacadamente en los confictos
independentistas de las colonias españolas de Sudamérica y que,
más adelante, llegó a liderar un ejército mercenario que tomó al
asalto la ignota Isla de Amelia, sita en las costas de Florida, donde
asumió el poder durante unos meses a modo de jefe de estado
(minúsculo e insignifcante, pero estado con bandera propia),
hasta que llegó el ejército español y lo expulsó.
En 1820, ahito de tantas aventuras, MacGregor regresó a
Londres y se dio a conocer como Cacique de Poyáis, un hipotético
país centroamericano inventado por él mismo. MacGregor se ganó
la confanza de inversores y de ansiosos colonos ávidos de ganar
libras fácilmente. Para avivar el interés de su posible clientela,
redactó y publicó una completa guía que detallaba la historia, la
geografía y los abundantes recursos naturales de su isla (fcticia),
situada en la bahía de Honduras, en lo que se conoce
popularmente como Costa de los Mosquitos. La guía, de 350
páginas, frmada por un tal capitán Thomas Strangeways (el
propio Macgregor, obviamente), hacía mucho hincapié en el
enorme potencial de riqueza a explotar que yacía en el país, y
defnía a Poyáis como un país esencialmente angloflo, con
infraestructuras sufcientes para la vida social, minas y
yacimientos vírgenes de oro y plata, y gigantescas extensiones de
suelo cultivable a la espera de alguien que las roturara. Por si
fuera poco, también estaba totalmente libre de enfermedades
tropicales, a pesar de estar en plena jungla tropical, y su capital,
St. Joseph, era una ciudad cosmopolita y en continua expansión,
fundada por colonos ingleses en 1730. Según afrmaba, el rey
nativo de la región, un tal George Frederic Augustus I, le había
regalado un territorio de unos 32.000 km2 de tierra fértil y
abundante en recursos, como recompensa por el apoyo brindado
en la derrota de los españoles. La propiedad incluía un pueblo de
indígenas que, llegado el momento, sería una adecuada fuerza de
trabajo para las plantaciones de café, tabaco o cacao que
MacGregor se proponía abrir en sus tierras. Según dijo, en su
calidad de cacique, había instaurado en su feudo servicios civiles
y un régimen democrático acordes con los principios europeos, y
hasta había fundado un ejército. En defnitiva, Poyáis era un
paraíso muy bien organizado y pacífco que ofrecía incomparables
oportunidades para todo aquel británico que sintiera la llamada
de la aventura.
No es de extrañar que la oferta de MacGregor sonara a música
celestial a inversores, colonos y autoridades. Hasta el alcalde de
Londres celebró recepciones ofciales en su honor para entablar
relaciones diplomáticas con el mandatario de una tierra tan
pródiga por colonizar. MacGregor sabía cómo amenizar estos
elegantes eventos con el relato de sus muchas aventuras
(exageradas o directamente falsas, le daba igual). Que si había
luchado junto a Simón Bolívar, que si procedía del linaje escocés
del Clan MacGregor... Poco a poco, Macgregor se fue ganando la
confanza de personajes infuyentes, como el mayor William John
Richardson, al que nombró en 1821 embajador de Poyáis en Gran
Bretaña. El nuevo diplomático, favor por favor, cedió a
MacGregor su mansión Oak Hall en Downgate Hill, en plena City
londinense, así como muchos de sus sirvientes, para que pudiera
vivir en una casa digna de su posición. Allí instalo MacGregor las
dependencias administrativas ofciales de Poyáis y organizó todo
tipo de banquetes y reuniones sociales a los que invitaba a altos
dignatarios, embajadores extranjeros, ministros y altos mandos
del ejército británico. Al principio, todo el cometido de sus
ofcinas consistía en vender tierras (al apetitoso precio de 4
chelines el acre) y participaciones empresariales (a 100 libras el
bono, hasta cubrir un total de 2.000 bonos del estado de Poyáis).

En septiembre de 1822, en el momento en que el primer grupo


de 250 colonos partía a bordo del Honduras Facket (buque fetado
por la embajada de Poyáis) hacia su destino paradisiaco,
MacGregor acababa de frmar un crédito de 200.000 libras
esterlinas con un banco londinense para relanzar la economía de
Poyáis. Los barcos estaban convenientemente aprovisionados de
alimentos y munición, y los pasajeros llevaban todos sus ahorros
convertidos en dólares de Poyáis, moneda falsa que MacGregor
había imprimido en su casa y que había cambiado a los colonos,
por una comisión casi simbólica, por sus respectivas libras
esterlinas. Cuatro meses después, el buque Kennersley Castle zarpó
también desde Escocia, con 200 nuevos ilusos a bordo. El barco
llegó a su destino en marzo de 1823, y se pasó dos días enteros
buscando un puerto en el que amarrar. En su búsqueda
infructuosa, quiso la providencia que encontrara a los
desesperados colonos supervivientes del Honduras Packet, que
había ido a la deriva a causa de una tormenta. Lo único que había
a lo largo de muchos kilómetros de costa era una jungla virgen,
repleta de bichos, hundida en eternas ciénagas y habitada por
unos cuantos nativos semi- primitivos y un par de ermitaños
norteamericanos despistados. Lo más parecido a la ciudad de St.
Joseph descrita por MacGregor eran las pobres ruinas
abandonadas de un antiguo asentamiento fallido.
En abril, cuando algunos ya llevaban cinco meses allí, un buque
con bandera ofcial de Belice llamado Mexican Eagle se topó con los
colonos y su capitán tuvo a bien escuchar la increíble historia que
le contaron. De los 250 colonos que recogió, 180 murieron sin
llegar a salir de Centroamérica y los 70 restantes zarparon hacia
Lxmdres en agosto, siendo fnalmente menos de 50 los que, a
mediados de octubre, desembarcaron vivos en la capital británica.
Se quejaron, y mucho, del engaño, pero sus quejas no sirvieron de
mucho. Unos pocos clamaron contra el fraude de MacGregor,
pero otros aún le defendieron y adujeron errores de navegación y
cartografía. Se publicó incluso algún manifesto en defensa del
estafador frmado por familiares de los colonos muertos. El mayor
Richardson, aún embajador de Poyáis, demandó a los periódicos
por sus injurias y defendió públicamente a MacGregor. Pero, en
realidad, todo daba igual: el acusado ya se había marchado a
París, donde continuó vendiendo tierras a la aristocracia europea,
aún incluso después de ser juzgado y condenado en ausencia en
Inglaterra. Sin remorderle la muerte de los colonos, MacGregor
siguió enriqueciendo su gran mentira (y su patrimonio),
redactando en agosto de 1825 una constitución por la que se
nombraba a sí mismo jefe de la ahora República de Poyáis.
En Francia todo le fue bien hasta que llegó el momento de la
partida del primer buque con colonos desde Normandía, cuando
las autoridades portuarias expresaron sus dudas al comprobar
que todo el pasaje exhibía unos extraños pasaportes para viajar a
un país cuya existencia ni siquiera estaba registrada en sus
archivos. Cuando los colonos fueron informados de esto,
solicitaron que se investigara el asunto para prevenir posibles
disgustos al llegar a destino. Las pesquisas revelaron la obvia
verdad y MacGregor y sus colaboradores fueron encarcelados. El
largo juicio acabó, por asombroso que parezca, con condenas para
todos menos para MacGregor, que se libró al considerar el juez,
incomprensiblemente, que no había sufcientes pruebas para
inculparle. Lo más que se pudo hacer contra él fue expulsarlo de
Francia.
MacGregor se arriesgó a regresar a Inglaterra, donde para
entonces el escándalo había remitido, y reanudar su criminal
estafa abriendo una nueva ofcina, esta vez a mucha menor escala,
para no llamar la atención de los antiguos afectados. Vendió de
nuevo bonos de estado, pero no viajes de colonos.
Afortunadamente, los rumores sobre la naturaleza de su negocio
cundieron y no encontró a muchos incautos más. Durante la
década siguiente, MacGregor vivió siempre de pequeños timos y
estafas relacionados con su país imaginario, sacando el dinero
justo para ir tirando. En 1839, ahogado por las deudas y acosado
por la justicia, pidió la nacionalidad venezolana, la recuperación
de su rango de general y la pensión correspondiente. El gobierno
venezolano aprobó sus peticiones y MacGregor partió hacia
Caracas. Allí escribió un folleto autobiográfco y se dedicó al
cultivo del gusano de seda hasta que se quedó ciego. Murió en
Caracas en diciembre de 1845, sin haber sido nunca condenado.

Hacia el año 1700, apareció de la nada en el norte de Europa un


individuo que se hacía llamar George Psalmanazar (1679?-1763) y,
pese a su apariencia europea, afrmó ser el primer oriundo de la
exótica isla de Formosa (hoy Taiwán) que visitaba el Viejo
Continente. En realidad, era un impostor nacido en el sur de
Francia, quizás en el Languedoco la Provenza, entre 1679 y 1684.
Educado en una escuela franciscana y luego en otra jesuíta,
destacó sobre todo por su facilidad para los idiomas. Muy joven,
comenzó a viajar por toda Europa en el papel de un peregrino
irlandés de camino a Roma. Pero como su continuo encuentro con
auténticos irlandeses o con personas que conocían Irlanda le hizo
pasar algún que otro mal rato, decidió inventarse un origen
mucho más exótico que nadie le discutiese. Por ejemplo, Formosa.
Con su nuevo disfraz y un comportamiento cada vez más
extravagante, siguió deambulando por Centroeuropa, ganándose
en ocasiones la vida como mercenario. Tras trabar amistades
inglesas y ser bautizado (de nuevo) en la fe cristiana, se instaló en
Londres, donde ganó pronta fama. Pero, poco a poco, su personaje
fue degenerando, a medida que caía en las redes de las drogas y la
codicia. Psalmanazar publicó con gran éxito Una histórica
descripción de la isla de Formosa, en que revelaba muchos hábitos
extraños (por supuesto, inventados) propios de esta isla sujeta al
emperador de Japón. Según él, Formosa era un país próspero con
una capital, Xternetsa, esplendorosa, en la que los hombres
andaban desnudos, cubriendo sus partes pudendas solo con
láminas de plata y oro. Eran polígamos y el marido tenía el
derecho a comerse a la esposa que le fuera infel. Esposas infeles
aparte, su alimento principal eran serpientes, que cazaban
sirviéndose de ramas de árbol. Eran comunes los asesinatos
colgando a las personas de cabeza y disparándoles fechas.
Anualmente sacrifcaban los corazones de 18.000 jóvenes a los
dioses y los sacerdotes se comían los cuerpos. Usaban caballos y
camellos como transporte publico... Finalmente, Psalmanazar se
cansó del engaño y, en 1706, confesó, primero a sus amigos y
después públicamente. A partir de entonces, mantuvo una vida
más o menos normal, desempeñando varios ofcios e, incluso,
escribiendo artículos que deshacían indirectamente los bulos por
él mismo propalados. Empleó sus últimos años en su
autobiografía, que se publicó postumamente bajo el título
Memorias de** **, comúnmente conocido bajo el nombre de George
Psalmanazar, un famoso nativo de Formosa, obra en la que, aunque
mantuvo ciertas zonas oscuras, relataba sinceramente buena parte
de sus imposturas.

Otro buen de ejemplo de impostor con sueños de grandeza fue el


francés Jacques Lebaudy (1868-1919), que en 1903 comenzó a
presentarse como Jacques I, emperador del Sahara, reino virtual
sólo reconocido por él mismo. Hijo de un magnate industrial, su
gran fortuna personal le permitió autoproclamarse emperador y
cumplir así el delirio que le perseguía desde la juventud. Ese año
de 1903, pasó de la teoría a la práctica y se decidió fundar su
imperio en el desierto del Sahara. Para ello se embarcó en su
goleta personal, Frascjuita, y se dirigió a las islas Canarias, donde
equipó su barco con cañones y reclutó un pequeño ejército
mercenario de ocho hombres antes de seguir viaje hacia las costas
mauritanas. El 25 de mayo de 1903 desembarcó en una ensenada
desierta, que bautizó como bahía de la Justicia, donde fundó
inmediatamente el Imperio del Sahara. Dos días después, se
proclamó emperador Jacques I y ordenó a sus empleados que a
partir de entonces se dirigieran a él como Sire. Regresó pronto a
las Canarias, contrató a más hombres y volvió con ellos a su reino
el 10 de junio para fundar su capital, Troya, con una tienda de
campaña y cinco colonos. Se desplazó con el resto de su pequeña
comitiva hacia el sur y, en la bautizada como bahía de la Libertad,
fundó Polis, el pretendido puerto comercial de su nuevo imperio,
aunque, pese a su insistencia, no logró que ninguno de sus
subditos a sueldo aceptara colonizar el inhóspito lugar. Hacia el
14 de junio, topó con una tribu de saharianos que intentó venderle
esclavos, a lo que él se negó. A su vuelta a las Canarias para
redutar a personas más proclives a sus afanes colonizadores, las
autoridades españolas y el cónsul francés se mostraron poco
contentos con sus andanzas. Pero Lebaudy no se amilanó y partió
de nuevo hacia Troya, que encontró desierta: al parecer, sus cinco
súbditos habían sido capturados por una tribu mora para pedirle
rescate al saber que Lebaudy era rico. El emperador no estaba para
minucias, y abandonó sin escrúpulo alguno a su suerte a sus
capturados marineros-colonos.
Mientras tanto, en Francia, se tuvo la primera noticia de este
sorprendente Imperio del Sahara gracias al secretario personal de
Lebaudy, quien contó a las autoridades sus insensatos planes.
España presentó una protesta formal por la desaparición de sus
marineros y Francia se vio obligada a enviar un crucero para
rescatarlos, aunque a esas alturas ya habían sido vendidos como
esclavos cerca del cabo Juby. En Inglaterra, tan sensible entonces a
cualquier asunto colonial que le dejara al margen, surgió algo de
inquietud al ver tanta agitación alrededor del hasta entonces
tranquilo Sahara. Mientras el crucero Galilée llegaba a las costas
saharianas en su intento de rescatar a los marineros españoles,
Lebaudy se exilió urgentemente en Bélgica para evitar verse
internado en un psiquiátrico y no se preocupó de otra cosa que no
fuera consolidar su dinastía. Se compró un trono y el resto del
ajuar propio de un emperador, se hizo musulmán y fundó el
periódico El Sahara, a la vez que desposaba a una actriz francesa,
Augustine Delliére, que le daría pronto una hija (pese a que el
emperador deseaba un heredero varón). Respecto al contencioso,
se negó a pagar el rescate de los cinco marineros a los que había
abandonado y, tras protestar por no haber sido invitado a la
Conferencia de Algeciras, emigró a Estados Unidos y se estableció
en una vasta propiedad en Long Island. Cada vez más y más
enloquecido, pero resuelto a perpetuar su linaje, decidió un día
que su hija podría darle el ansiado heredero varón e hizo llegar a
su esposa el terrorífco mensaje: «Señora, os informo de que he
tomado la decisión de violar a nuestra hija esta tarde. Os aconsejo
que no os opongáis a mis designios». Las dos mujeres se
atrincheraron en su residencia pero, como él intentó hacerlas salir
prendiendo fuego al edifcio, su mujer le disparó, matándole al
instante. Ahí acabó su imperio y su linaje. Y su locura. Pero no
nuestro asombro.

El actor pomo iraní Anoushirvan D. Fahkran (1972) cambió


legalmente en 1999 su nombre por el de Jonathan Taylor Spielberg
y se hizo pasar por un sobrino de catorce años del director de
Hollywood Steven Spielberg para poder matricularse en una
escuela secundaria estadounidense. Cuando se descubrió que
Spielberg solo tenía sobrinas, Fahkran fue detenido, juzgado y
sentenciado a pasar dos años y once meses en la cárcel.
Entre los que eligieron intentar suplantar no a los más famosos
sino a los más ricos está la canadiense Cassie Chadwick, nacida
Elizabeth Bigley (1857-1907), que fue acumulando un amplio
historial delictivo, que inauguró al ser arrestada a los veintidós
años en Woodstock, Ontario, por falsifcación (fue absuelta por
enajenación mental). En 1882 se casó con Wallace Springsteen,
quien la abandonó a los once días de la boda nada más enterarse
de su pasado. Después, en 1897, se casó con un tal doctor
Chadwick, y empezó en ese momento su fraude más exitoso, pues
a partir de ese momento sostuvo allá donde le dejaron que era hija
ilegítima del multimillonario Andrew Camegie, llegando a
falsifcar un cheque por valor de 2.000.000 de dólares con la frma
de aquél. Cuando se supo su supuesto origen, los bancos
empezaron a ofrecerle voluntariamente sus servicios. Los
siguientes ocho años utilizó esta falsa identidad para obtener
ilícitamente entre 10 y 20 millones de dólares. Cuando fnalmente
se le preguntó a Carnegie sobre ella, éste dijo que ni siquiera la
conocía, y todo se vino abajo. La arrestaron y el juicio llenó la
prensa del momento. Cassie (hija, en realidad de unos granjeros
canadienses) murió en la cárcel.
A medida que fue avanzando el siglo XX, el gran objetivo, por
razones fnancieras obvias, de todo tipo de buscavidas fue la
familia Rockefeller. A este respecto conviene destacar dos casos
muy parecidos. En los primeros años noventa, Clark Rockefeller,
descendiente del clan multimillonario y amante del arte, que,
aunque no se le conocía ofcio ni benefcio alguno, poseía una
impresionante colección de obras heredada de su tía abuela
Blanchette, viuda de John. D. Rockefeller III, se casó con Sandra
Boss, alta ejecutiva de la prestigiosa consultora McKinsey &
Company, quien siempre creyó que sus suegros habían muerto en
un accidente automovilístico y que la madre de su esposo era Ann
Cárter, famosa estrella del cine infantil en los años cuarenta. Al
parecer apenas le importó (al principio) que su marido no ganara
casi dinero trabajando como consejero para países del tercer
mundo en temas de fnanciación internacional. A ella le pareció
creíble su explicación de que se trataba de naciones pobres a las
que cobrarles sería moralmente reprochable. Además, los ingresos
de ella eran más que sufcientes para ambos. Lo único que la
molestaba es que muchos de sus compañeros de trabajo creyeran
que su meteòrica carrera profesional se debía a su afortunado
matrimonio con un Rockefeller. Le extrañó un poco que su
marido insistiera en que la hija que tuvieron en 2001 no fuera
registrada con el apellido paterno, pero él la convenció de que
sería mejor así pues sus relaciones con la familia no eran muy
buenas y para el futuro de la niña sería mejor crecer sin el peso de
ese apellido.
No obstante, con el tiempo, el tren de vida de Clark se hizo
insostenible hasta para los altos ingresos de su esposa, a la que
además comenzó a maltratar. Así que ella fnalmente se hartó y
decidió divorciarse. Tomada la decisión, se le hizo ya muy
evidente que su ex marido escondía algún turbio secreto. Sus
temores se materializaron cuando descubrió en una página de
Wikipedia que su suegra, supuestamente muerta, aún estaba viva.
Temiendo que hubiera más mentiras, pidió inmediatamente la
custodia de la hija común y se mudó con ella a Londres. Las
visitas del padre quedaron limitadas a tres al año bajo la
supervisión de una asistente social. En realidad, lo único
verdadero en la vida de ese hombre era aquella relación con su
hija, con la que llegó a obsesionarse. Finalmente, Clark Rockefeller
no aguantó más el alejamiento de su hija y la secuestró durante
unos de sus encuentros en Boston. Al conocer el caso, las
autoridades se sorprendieron de no encontrar en sus archivos
referencia alguna a alguien llamado Clark Rockefeller. No tenía
permiso de conducir, su esposa no sabía su número de la
seguridad social y sus tarjetas de crédito estaban a nombre de ella.
La familia Rockefeller negó cualquier nexo con el fugitivo. Ese
hombre no existía y lo único seguro es que no era un Rockefeller.
Por fn, los detectives consiguieron fortuitamente sus huellas
dactilares y descubrieron que su verdadero nombre era Christian
Karl Gerhartsreiter, había nacido en Alemania hacía cuarenta y
siete años y su propia familia no sabía nada de él desde hacía dos
décadas. Había llegado a Estados Unidos en 1978 y se había
establecido en Connecticut, alojándose en casa de la familia Savio
ante la que se presentó como Christian Gerharts Reiter. Allí se
dedicó a perfeccionar el inglés y a transformar su apariencia para
parecer un muchacho de la alta sociedad. Trasladado a Wisconsin,
logró allí su objetivo de obtener el permiso de residencia al casarse
con una norteamericana a la que abandonó muy pronto. Luego
vivió en la localidad californiana de San Marino, ya como
Christopher Chichester, una de sus personalidades más
complejas. Con un impecable inglés de acento británico seducía a
mujeres mayores y viudas que solían invitarlo aceptando su
historia de que era descendiente del diplomático británico lord
Mountbatten y que trabajaba como productor de cine, lo que le
pemiitió asistir a festas de Steven Spielberg y George Lucas, y
codearse con las celebridades. En esa época vivía en la casa de una
mujer llamada Ruth Sohus, pero las cosas se complicaron cuando
John, el hijo de ésta, y su esposa Linda se mudaron con ellos. Al
parecer, John temía que aquel extraño se estuviera aprovechando
de su madre y empezó a investigarlo. Misteriosamente, la pareja
desapareció en 1985. La policía quiso interrogarle, pero también
había desaparecido. Casi diez años después, unos obreros
encontraron en el jardín de la casa tres bolsas con huesos humanos
y restos de ropa similares a las que usaba John.
A fnales de los ochenta, ahora bajo el nombre de Christopher
Crowe, y gracias a su porte aristocrático, trabajó en la destacada
frma fnanciera S. N. Phelps & Company. En ocasiones se
presentaba como productor de cine, encargado de las nuevas
versiones de los clásicos de Alfred Hitchcock, y en tal papel solía
alardear de su mansión en París, aunque vivía en un apartamento
muy bien ubicado pero vacío, y le decía a quienes lo visitaban que
los muebles nuevos no le habían llegado aún. Con este alias
también obtuvo un alto cargo en la empresa de Wall Street Nikko
Securities International, de donde fue despedido cuando se hizo
evidente su inexperiencia. Aun así consiguió empleo en otra
inversora en la que renunció diciendo que sus padres se habían
perdido en Afganistán. En realidad, las autoridades habían
descubierto que Chichestery Crowe eran la misma persona pero
no pudieron detenerlo porque se transformó rápidamente en
Clark Rockefeller, disfraz que le duró los dieciséis años siguientes.
Su aventura terminó una semana después de haber huido con su
hija a Baltimore, donde se había convertido en Chip Smith.
Christian Karl Gerhartsreiter fue detenido y acusado de secuestro.
Hoy, cumple una doble condena por el secuestro de su hija y por
el doble asesinato de California.
Parecido, aunque menos cruento, es el caso del francés
Christophe Rocancourt (1967), impostor y timador que engañó a
buena parte de la alta sociedad estadounidense haciéndose pasar
por miembro francés de la familia Rockefeller. En realidad, su
madre era prostituta y su padre, alcohólico, y se crió en un
orfanato desde los cinco años. Ya adolescente, huyó de él y se
dirigió a París. De festa en festa de la jet, consiguió gran cantidad
de préstamos y favores, así como falsifcar el título de una
mansión que no le perteneoa y venderla por un millón y medio de
dólares. Mas tarde se estableció en Estados Unidos, donde
personifcaba, según la ocasión, a un productor de cine, un
campeón de boxeo o un inversor. Hacía creer a todos que su
madre era Sophia Loren y que tenía por tíos a Oscar de la Renta y
Diño de Laurentis. Se casó con la modelo de Playboy Pía Reyes,
con la que tuvo un hijo. Asimismo, vivió durante algún tiempo en
casa del actor Mickey Rourke. En Canadá, en marzo de 2002,
Rocancourt publicó su autobiografía, en la que ridiculizaba a sus
víctimas. Dada su confesión pública, fue extraditado a Nueva
York, donde se declaró culpable de tres de los 11 cargos que se le
atribuían. Según su propia confesión, amasó una fortuna de unos
40 millones de dólares en su carrera delictiva.
Muchas de las estafas fnancieras modernas son del tipo que se
ha dado en llamar «timo piramidal» o «esquema Ponzi», en
recuerdo al estadounidense de origen italiano Charles Ponzi
(1882-1949), que se suele mencionar como su inventor, aunque
tuvo muchos precursores. En pocas palabras, el timo piramidal
consiste en captar inversores garantizándoles altas rentabilidades
que se cubrirán mediante el dinero aportado por los nuevos
inversores que vayan sumándose a la rueda. Como es lógico, este
esquema solo funciona si los nuevos inversores aportan más
dinero del que hay que devolver a los primeros, y como esto es
imposible de mantener a medio o largo plazo, todas acaban en
una gran estafa cuando el impago de los primeros inversores
causa el pánico y todo el tinglado se viene abajo. Algo así le pasó
al propio Ponzi.
Ponzi llegó a Estados Unidos alrededor de los años veinte.
Sobrevivía con muchas difcultades, como la inmensa mayoría de
los inmigrantes hasta que en 1919 descubrió que, para hacerse rico,
era esencial pensar a lo grande y que muchos pocos hacían un
gran mucho. Sobre esa doble base, Ponzi puso en marcha su
negocio. Se dio cuenta de que en los cupones que los inmigrantes
italianos enviaban por carta para que sus pobres familias europeas
los cambiaran por dinero y pudieran responderles, había un
negocio fabuloso, de céntimos que sumarían millones. Montó la
empresa Securities Exchange Company y comenzó a repartir
cupones prometiendo unas ganancias del 50% en 45 días o del
100% en tres meses. En poco tiempo se convirtió en un personaje
acaudalado e infuyente, al que los políticos y los medios de
comunicación mimaban y presentaban como un empresario
ejemplar. Todo funcionó muy bien durante los primeros meses, el
dinero llegaba a espuertas y los intereses se pagaban
religiosamente. Las viudas hipotecaban sus casas y la gente
recogía sus ahorros para invertirlos en el negocio de Ponzi, que en
realidad estaba montado en el aire. Surgió algún problema legal,
pero todos se iban resolviendo aplicando el ungüento de un poco
de dinero bien repartido. Pero a medio y largo plazo, o su negocio
crecía sin parar o se hundiría estrepitosamente. A tal fn, Ponzi
contrató agentes y pagó generosas comisiones por cada dólar que
trajeran. En febrero de 1920, Ponzi obtuvo unos 5.000 dólares, por
entonces una buena suma. En marzo ya fueron 30.000. Como la
codicia es un vicio sin fronteras, pronto su negocio se expandió a
Nueva Inglaterra y Nueva Jersey. En mayo de 1920 logró recaudar
unos 420.000 dólares y comenzó a depositar su (mucho) dinero en
el Hanover Trust Bank de Boston, un pequeño banco
italoamericano, confando en convertirse con el tiempo en su
presidente o, al menos, en poder imponer las decisiones y estar
preparado para futuras convulsiones (con las que ya contaba). En
julio ya ingresaba millones de dólares cada mes.
La inevitable crisis se inició cuando el analista fnanciero
Clarence Barron publicó el 26 de julio de 1920 por encargo del
Boston Post un informe en el que se declaraba que, pese a los
extraordinarios intereses que pagaba, Ponzi no reinvertía ni un
céntimo de sus enormes benefcios en la empresa. Se calculó que
para cubrir las obligaciones contraídas se necesitaban 160 millones
de cupones en circulación, cuando en realidad solo había 27.000.
Finalmente, el negocio fue intervenido por el Estado, que detuvo
todas las nuevas captaciones de dinero. Muchos de los inversores
reclamaron enfurecidos su dinero y Ponzi, mientras pudo, así lo
hizo, lo que causó un aumento considerable de su apoyo popular,
pues parecía comprobarse su honradez. Muchos le proponían que
entrara en política. Gracias a ese apoyo, el emporio y los sueños
de Ponzi crecieron aun más: se planteó crear un nuevo tipo de
banco, en el que las ganancias se repartieran por igual entre los
accionistas y aquellos que ingresaran dinero. Pero también se
envaneció, perdió la perspectiva, se creyó invulnerable y comenzó
una vida llena de lujos y despilfarras. En agosto de 1920, los
bancos le declararon en bancarrota. El gobierno federal intervino
de nuevo y Ponzi fue enviado a la cárcel, pero tuvo que ser
liberado al abonar la fanza. De nuevo en la calle, decidió
continuar con su sistema convencido de que lo podría sostener
indefnidamente. Pero pronto se vino abajo y los ahorradores
perdieron su dinero. Aunque Ponzi siguió siendo para muchos un
héroe y un benefactor, el 1 de noviembre de 1920, fue declarado
culpable de fraude y condenado a cinco años de prisión. Salió tres
años más tarde y le condenaron a nueve más. Como estaba en
libertad provisional decidió cambiar de aires y huir a Florida,
donde puso en marcha otra estafa. Sin embargo, su mala fama le
había precedido y tuvo que huir de nuevo hacia Texas. Allí se
afeitó el bigote y la cabeza e intentó huir del país a bordo de un
barco mercante. Terminó en la prisión de Masachusets, donde
residió hasta 1934. A su salida, un nutrido grupo de estafados le
esperaba para lincharlo, pero la policía lo impidió. Como seguía
siendo italiano, fue deportado a su patria, donde intentó reanudar
su estafa, aunque sin éxito, y terminó trabajando en una línea
aérea italiana que operaba en Brasil. Tiempo después se supo que
esta línea fue utilizada para hacer contrabando de materiales
estratégicos. Ponzi vivió sus últimos días en la miseria, muriendo
en un hospital de la benefcencia de Río de Janeiro el 18 de enero
de 1949.
En España, el primer fraude piramidal del que se tiene noticia fue
anterior y se atribuye a Baldomera Larra Wetoret (1833-?), hija
postuma del escritor Mariano José de Larra, que comenzó a operar
hacia 1870. Casada con un médico de la casa real, cuando Alfonso
XII fúe restaurado en el trono en 1875, él renunció a su cargo y se
marchó a Cuba, abandonándola a su suerte. Como era mujer de
recursos, un día se le ocurrió una idea tan brillante como
desesperada: pidió prestada una onza de oro a una vecina,
prometiéndole que en un mes se la devolvería duplicada. Doña
Baldomera cumplió su promesa y la vecina no pudo dejar de
contárselo a otras amistades. El negocio corrió por el barrio y todo
el mundo empezó a dejarle dinero a doña Baldomera, que
cumplió religiosamente devolviéndolo en un mes con un 30% más
de interés, lo que le proporcionó más clientela todavía. Así surgió
la Caja de Imposiciones, que operaba a la vista de todos y pagaba
a los primeros que llegaban con el dinero que conseguía de los
siguientes, sin poner ni arriesgar ella nada. A] parecer en total
llegó a recaudar 22 millones de reales y los afectados se cifraron
en 5.000. Se dice que cuando algún cliente le preguntaba qué
garantía ofrecía la caja, ella sonreía y decía: «¿Garantía? ¿En caso
de quiebra quiere usted decir? Una sola: El Viaducto» (recurso
tradicional de los suicidas madrileños). La quiebra sobrevino en
diciembre de 1876, cuando Baldomera desapareció con todo el
dinero que pudo. Dos años después se supo que vivía bajo falsa
identidad en la localidad francesa de Auteuil. Detenida y
extraditada, una vez en España fue juzgada y condenada a seis
años de prisión por alzamiento de bienes.

Ella recurrió y fue absuelta en 1881, gracias a una campaña de


recogida de frmas en que participaron desde gente sencilla hasta
aristócratas. Tras salir de la cárcel, nada se sabe con certeza de sus
últimos años de vida.

Un caso singular de esquema piramidal, por su enorme


repercusión, se produjo en Rusia en los años noventa, donde
Serguei Mavrodi (1955) fundó la compañía MMM, dedicada
primero a la venta de acciones de empresas norteamericanas a
inversionistas rusos, y luego a la compraventa de acciones de
empresas estatales rusas privatizadas tras la caída del comunismo,
en ambos casos sin gran éxito. En 1993, se transformó en un gran
timo de tipo piramidal, que atraía a inversionistas con promesas
de retornos de hasta el 1.000% anual por la compra de acciones de
empresas en muchos casos fcticias (cuyas cotizaciones de mercado
se las inventaba la misma MMM, llegando incluso a publicitarias
en prensa, como si fuesen ofciales). El éxito inicial de la compañía
le dio alas y, a partir de febrero de 1994, sus spots televisivos se
hicieron tremendamente populares en toda Rusia. A tal punto
llegó el poder fnanciero de MMM que pasó a esponsorizar a la
selección rusa de fútbol en el Mundial de 1994, cuando llegó a
acaparar el 40% de la publicidad televisiva rusa durante la
celebración del evento deportivo. Además, en dos ocasiones,
como un acto publicitario más, MMM sufragó todos los
desplazamientos en metro de los moscovitas. Como los intereses
que pagaba la empresa eran mucho más altos que los de los
bancos, fueron muchos quienes sacaron sus ahorros de éstos para
adquirir los bonos de MMM, que comenzaron a venderse también
en otros países de Europa oriental. En la cumbre del negocio, sus
ingresos por ventas de acciones alcanzaban los 11 millones de
dólares al día.
Después se estimó que MMM había captado cuando menos
unos 1.400.000.000 dólares de entre 5 y 10 millones de
inversionistas. De ellos, al menos 50 terminarían suicidándose al
descubrir que habían perdido todo su dinero. A pesar de que las
autoridades rusas tenían bajo investigación todo el entramado
empresarial de Mavrodi, no advirtieron del peligro a sus
ciudadanos hasta que, en julio de 1994, el ministro de Finanzas
quien por fn dio la alarma, causando una estampida de clientes
que liquidaron sus acciones, que ese año habían pasado de costar
1,6 rublos la unidad en febrero a 115 en julio. Al llegar la
desbandada, Mavrodi decidió salvar su empresa difriendo todo
lo posible el canje de acciones. De hecho, el 26 de julio cerró todas
las agencias de MMM (60 en Moscú y 76 en otras 49 ciudades
rusas) menos una, ante la que se agolparon miles de clientes.
Mavrodi comenzó a culpar al Gobierno de la situación, creyendo
que sus millones de clientes podrían crear una situación de
desorden social tal que al Gobierno ruso no le quedaría otra
opción que dejarlo a él en paz. Sin embargo, eso no ocurrió y, el 7
de agosto, Mavrodi fue encarcelado acusado de evadir 25 millones
de dólares al fsco. En los dos meses que estuvo entre rejas,
Mavrodi (que siguió operando como si nada) decidió emitir una
segunda serie de acciones a 950 rublos cada una, que prometía
pagar a 1.150 una semana más tarde. Su valor de venta a
principios de septiembre era ya de 3.635 rublos y de 16.535 el 5 de
octubre.
Al mismo tiempo, tratando de ampararse en la inmunidad
parlamentaria, se presentó como candidato a la Cámara de
Diputados (Duma), escaño que obtuvo fácilmente. Pero sólo dos
días después, el 31 de octubre de 1994, afrmó que no recompraría
las acciones de MMM hasta el 1 de enero de 1995. Incluso anunció
una nueva emisión y, aunque parezca increíble, mucha gente hizo
colas para comprarlas. Expulsado de la Duma en 1995, intentó sin
éxito ser relegido en los comicios de diciembre de ese mismo año.
En septiembre de 2007, debido a una demanda judicial de dos
inversionistas particulares, un juzgado de Moscú declaró a MMM
en bancarrota. Sólo entonces el Gobierno asumió parte de su
responsabilidad y estableció un fondo para compensar a las
victimas del fraude. Mavrodi fue sentenciado por fraude en abril
de 2007 a cuatro años y medio de cárcel, casi lo que llevaba en
prisión preventiva, por lo que salió en libertad menos de un mes
más tarde.
En enero de 2011, Mavrodi lanzó otro timo piramidal llamado
MMM-2011, ofreciendo a los posibles inversores que compraran
las llamadas monedas «mavro», defniendo con toda sinceridad (o
con todo cinismo) su negocio como una pirámide, y señalando el
hecho cierto de que este tipo de dudoso negocio no es ilegal en
Rusia. Sin embargo, en mayo de 2012, Mavrodi congeló la
operación y anunció que no habría más reparto de dividendos.
Enseguida puso en marcha un esquema similar en India y
también se ha sabido de proyecta extender su negocio a Europa
occidental, Canadá y Latinoamérica.
La fgura del fnanciero estadounidense Michael Milken (1946),
conocido como el «rey de los bonos basura», inspiró la fgura del
codicioso e implacable protagonista de la película Wall Street de
Oliver Stone. De este hombre se dijo que ha sido el que ha ganado
más dinero y más rápido de todos los tiburones de Wall Street.
También el que más dinero hizo ganar al nutrido grupo de
inversores que hicieron de las últimas décadas del siglo XX la
época de la codicia fnanciera. En solo una década, Milken
multiplicó por 100 sus ingresos, desde los cinco a los 550 millones
anuales, y llegó a ser la persona más poderosa de Wall Street. Tras
comenzar a trabajar nada más acabar su MBA en la por entonces
débil compañía de inversiones Drexel Burnham Lambert, Milken
puso en marcha una extraordinaria oleada de inversiones en
bonos de alto riesgo y alto rendimiento (los llamados
genéricamente «bonos basura») que desataron una inusitada
febre de fusiones y adquisiciones e hicieron multimillonarios a
muchos en muy poco tiempo (pero que también arruinó a muchos
y cuyas consecuencias pagamos todos en la actualidad). Todo
parecía irle bien a Milken, hasta que los primeros hundimientos
en su sector provocaron que fuera investigado y acusado de
alterar el mercado de valores y de manejar información
privilegiada. La noticia de su caída marcó el fn de la era de los
pelotazos fnancieros. En 1989 fue acusado formalmente de 98
cargos distintos. Finalmente llegó a un acuerdo y, tras declararse
culpable de solo seis de ellos, recibió una condena leve: el pago de
una multa de 900 millones de dólares, la prohibición de volver a
trabajar nunca en el sector fnanciero y diez años en la cárcel,
aunque, fnalmente, esta pena se le redujo a veintidós meses.
En enero de 1993, pocos días después de salir de la cárcel, a
Milken le diagnosticaron cáncer de próstata, con una expectativa
de vida de dieciocho meses. Tenía entonces cuarenta y seis años.
Se propuso y consiguió vencer a la muerte cambiando primero de
hábitos y estilo de vida, apoyando la investigación oncológica y
dedicándose en general a la flantropía. Venció al cáncer, pero
cuando parecía que era un hombre completamente nuevo,
nuevamente fue acusado de romper su prohibición de participar
en las fnanzas, al asesorar a grandes empresas. Hallado culpable,
en 1998 fue condenado a una nueva multa de 47 millones de
dólares.

Con solo veinticinco años, el británico Nicholas Leeson (1967)


pasó a ocupar el doble cargo de jefe de operaciones y de
encargado de la delegación del banco de inversión más antiguo
del Reino Unido, el Barings Bank, en el Mercado de Intercambio
Monetario Internacional de Singapur. Por tanto, entre 1992 y 1995,
fue juez y parte de la política de inversiones de la entidad
fnanciera en aquel importante mercado, sin supervisión directa y
muy lejos del control de la sede central (que solo conocía la
marcha de su negocio por medio precisamente de los informes
que elevaba el propio Leeson). En esos tres años, Leeson encadenó
una serie de operaciones de alto riesgo fallidas (especialmente en
el peligroso e incierto mercado de futuros) y, lo que es peor, en su
papel de supervisor, pudo ocultarlas mediante ingeniería
fnanciera (e incluso derivar nuevos fondos con que afrontar más
inversiones que él esperaba que le resarcieran), confando en que
la suerte cambiara y el tiempo devolviera su negocio a los cauces
de rentabilidad normales. Pero sus nuevas decisiones provocaron
cada vez más pérdidas, que él siguió tapando con desvíos de
dinero desde distintas frmas subsidiarias al propio banco.
Además, falsifcó los libros de cuentas manipulando los sistemas
informáticos y usó dinero destinado al pago de márgenes y otras
actividades. Al principio, la central del Barings Bank en Londres
felicitó y recompensó a Leeson por lo que parecía una buena (y
rentable) gestión. Sin embargo, aquella fachada se vino abajo
cuando el terremoto de Kobe afectó a todos los mercados
fnancieros de Asia. Leeson apostó a una recuperación rápida del
índice Nikkei, que no se materializó. Cuando auditores internos
del Barings Bank descubrieron fnalmente el fraude, el presidente,
Peter Barings, recibió una confesión total de Leeson, pero ya era
demasiado tarde. Sus actividades habían generado pérdidas de
1.400 millones de dólares, el doble del capital de la sociedad, y el
Barings fue declarado insolvente el 26 de febrero de 1995, lo que
causó un dramático colapso fnanciero en todo el mundo. El banco
fue comprado por el banco holandés ING por la suma nominal de
1 libra, haciéndose cargo de todos sus pasivos, para luego
dividirlo y venderlo a MassMutual y Northern Trust en marzo de
2005. Leeson huyó de Singapur, pero fue arrestado en Alemania y
extraditado de nuevo a Singapur, donde lo condenaron por fraude
y tuvo que afrontar una condena de seis años de cárcel. Durante
su presidio escribió su autobiografía, titulada Rogue Trader, que
posteriormente sería adaptada al cine con ese mismo título, en
película protagonizada por Ewan McGregor. Tras pasar ese
tiempo en una peligrosa cárcel de Singapur, el ex broker se gana
hoy la vida hablando de su fechoría. Es decir, continúa sacando
benefcios de su estafa.
Su compatriota y colega Sheridan Cox (1951), un sofsticado e
inteligente playboy (l uego reconvertido en abstemio y vegetariano
fanático), hijo de un ofcial del Ejército británico, y amante de los
coches de alta gama y de todo tipo de lujos, así como famoso
coleccionista de arte ruso, de apartamentos de lujo en todo el
mundo y de algunos despampanantes yates, defraudó a
inversionistas de todo el mundo (sólo en Gran Bretaña a unos
5.000) por un total de unos 520 millones de libras, mediante
especulaciones fraudulentas en los grandes mercados de valores
de todo el mundo, y especialmente en los asiáticos. Cox todavía es
buscado por la policía, aunque fue condenado en rebeldía a
treinta años en un tribunal belga. También es buscado por las
autoridades taiwanesas, por otro fraude de más de 500 millones
de libras.

Saliéndonos ahora del ámbito estrictamente fnanciero,


analicemos algunas otras estafas de entre las más famosas de
todos los tiempos. La primera de ellas nos sitúa en pleno
escenario del Salvaje Oeste norteamericano, que fue un inmenso
campo de actuación para todo tipo de sinvergüenzas, buscavidas
y aventureros, que protagonizaron historias de lo más
pintorescas. Uno de los casos que daría más que hablar fue el
legendario «fraude de los diamantes», protagonizado en 1872 por
la pareja de granujas de Elizabethtown, Kentucky, formada por
Philip Arnold (1829-1878), el cerebro de la operación, y por su
primo, John Slack. El timo (que les proporcionó más de medio
millón de dólares) consiguió engañar a muchos grandes expertos
en joyas con un riquísimo, pero falso, yacimiento de diamantes.
Arnold, de escasa formación, trabajó como aprendiz de
sombrerero hasta que se alistó en el ejército para participar en la
guerra contra México. Acabada la contienda, se fue a California en
plena Fiebre del Oro y parece ser que, aparentemente, obtuvo
algún éxito, pues regresó al poco a su Kentucky natal, se compró
una granja, se casó y puso en marcha una familia sin demasiados
apuros. Pero hacia 1870, por distintas razones, regresó al Oeste
como minero y, en sus ratos libres, como buscador de oro. Un día,
junto a su primo Slack, compró a buen precio una pequeña
partida de diamantes industriales a su amigo James B. Cooper,
por entonces ayudante de contable en la Diamond Drill Company,
de San Francisco. Ix>s compinches entremezclaron estos
diamantes con algunas gemas de distinto valor (granates, rubíes y
zafros), que compraron como baratijas a los indios de Arizona y,
con ese muestrario debajo del brazo, se fueron a las ofcinas de un
hombre de negocios local, George D. Roberts, a quien
convencieron de que los habían extraído de un yacimiento situado
en un lugar que, de momento, no querían desvelar.
Comprometieron a Roberts a mantener silencio sobre su hallazgo
y le pidieron que guardase las gemas en su ofcina. Pero, como
habían previsto, Roberts fue incapaz de guardar el secreto y puso
al tanto a algunos amigos, entre ellos William C. Ralston
(fundador del Banco de California), los fnancieros Asbury
Harpending y William Lent, y el general George S. Dodge. Todos
juntos, hicieron una oferta de compra a Arnold y Slack y les
dieron un anticipo de 50.000 dólares. Los estafadores utilizaron
ese dinero para ir a Inglaterra y comprar más gemas sin cortar por
valor de cerca de 20.000 dólares. Algunas de ellas las utilizarían a
su vuelta para convencer aun más a Roberts y su grupo de
inversión. Otras las reservaron para plantarlas en algún lugar de
momento indeterminado y descubrirlas en el futuro.
Finalmente, como era de prever, los inversores exigieron visitar
el yacimiento de donde salían tantas maravillas. Así que Arnold y
Slack plantaron sus diamantes en un remoto paraje al noroeste de
Colorado y, partiendo desde Saint Louis, condujeron a la zona a
los inversores, eso sí dándoles unas cuantas vueltas por la
comarca para despistarlos (se dice que los tuvieron cuatro días a
caballo). El 4 de junio de 1872, el grupo alcanzó fnalmente el
punto exacto en que habían enterrado las gemas y animaron a los
inversores a que empezaran a cavar más o menos por donde ellos
quisieran. Durante más de una hora, con un creciente alborozo, no
dejaron de encontrar más y más piedras preciosas.
Inmediatamente, los inversores mandaron una muestra de las
gemas encontradas a Nueva York para que las tasase el
reputadísimo joyero Charles Lewis Tiffany. Éste montó una
reunión de posibles nuevos inversores en la ofcina del abogado
Samuel Barlow, a la que acudieron, entre otros, personas tan
infuyentes como George B. McClellan, Benjamin Franklin Buüery
Horace Greeley. Finalmente, Tiffany sobrevaloró con mucho el
valor de las piedras en 150.000 dólares. Con ese refrendo, los
inversores dieron un nuevo anticipo de 100.000 dólares a Arnold,
que de nuevo marchó a Londres a reabastecerse con otros 8.000
dólares de gemas sin tallar con que mantener el interés de los
emocionados inversores. Absolutamente convencidos de estar
ante el negocio del siglo, los inversores entregaron en total 450.000
dólares por los derechos sobre sus tierras y en compensación por
cualquier reclamación futura que pudieran plantear. El engaño no
se descubrió hasta octubre de 1872, cuando un equipo de
inspectores gubernamentales, dirigido por el geólogo Clarence
King de la Universidad de Yale, inspeccionó el yacimiento y
concluyó que se trataba de un fraude.
Mientras tanto, Arnold empleó las ganancias en comprar un
edifcio de dos plantas en su nativa Elizabethtown, así como una
cercana granja de 500 acres, todo escriturado, por si acaso, a
nombre de su mujer. En 1873, decidió entrar en el negocio
bancario por sí mismo, comprando una agónica institución
fnanciera de Elizabethtown. Pero, en 1878, se vio implicado en
una contienda con otro banquero de la ciudad que acabó en un
serio intercambio de disparos de escopeta, del que salió herido en
un hombro. Murió seis meses después de neumonía, a los
cuarenta y nueve años.

Más ambiciosa aún fue la estafa planifcada por el autotitulado


«barón de Arizona», James Addison Reavis (1843-1914), quien, en
junio de 1883, hizo saber que era el heredero legal de más de la
mitad del territorio del estado de Arizona y de parte del de Nuevo
México. Reavis presentó documentos que lo acreditaban como
descendiente y heredero del barón don Miguel de Peralta, a quien
el rey de España había legado unos 48.200 km 2 de terreno en
principio baldío, pero ahora de incalculable valor (incluía por
ejemplo muchas grandes ciudades, como Phoenix, Prescott,
Tucson o Safford, y todas las muchas minas localizadas en el
territorio). El gobierno estadounidense estaba obligado a respetar
tales títulos de propiedad por lo acordado en el Tratado de
Guadalupe Hidalgo, frmado con México en 1848. Y Reavis y sus
abogados estaban más que dispuestos a ejercer todos sus
derechos. El temor de ser desalojados de los habitantes de Arizona
se acentuó cuando Reavis comenzó a llegar a acuerdos bilaterales
con los actuales ocupantes de sus tierras (por ejemplo, recibió
25.000 dólares como pago de derechos por parte de los dueños de
la compañía que explotaba una sola mina de plata en Rey,
Arizona). Eso demostraba que su reclamación iba en serio y que
nadie podría eludirla tarde o temprano. No obstante, Reavis (un
aristócrata de mucho porte, al que nadie conocía de antemano)
parecía aguardar, aparentemente tranquilo, el desarrollo de los
acontecimientos desde su alojamiento en un hotel de Phoenix. De
momento, se mantenía al margen de todo y de todos.
James Addison Reavis había nacido en 1843 en Missouri, donde
su padre trabajaba como jornalero. Su madre, María Addison era
nieta de una dama de origen español, sin ninguna fortuna, pero
con delirios de grandeza, que le hablaba de su origen aristocrático
y del (soñado) rancio abolengo de su estirpe. Reavis creció
creyendo, pues, que era noble y pronto se sintió obligado a
recuperar el patrimonio y el reconocimiento que su madre y su
abuela se merecían. Tras el estallido de la Guerra Civil, Reavis se
alistó en el ejército confederado, creyendo que en esa romántica
aventura conquistaría rápidamente gloria y honores. Pero eso no
ocurrió. Lo que sí saco en claro de ella fúe que tenía una habilidad
personal provechosa: la de falsifcar permisos y licencias, como
bien le agradecieron con dinero sus compañeros de armas.
Cuando vio que el bando confederado tenía un futuro muy negro,
se cambió al otro sin muchos remilgos. Pero como eso tampoco le
fue muy provechoso, desertó también del ejército yanqui. Se
radicó en San Luis, donde encontró empleo como conductor de
tranvía, hasta reunir algún dinero y montar una ofcina de bienes
raíces. Su habilidad como falsifcador le permitió cerrar una
operación que le dejó buenas ganancias, pero que le obligó a
abandonar Misuri a la carrera. Se estableció entonces en Prescott,
Arizona, donde oyó hablar del noble español Juan de Peralta, que
recorrió la región en el siglo XVII con una encomienda del virrey,
y empezó a tejer una historia sobre un hijo de aquel noble,
llamado Miguel de Peralta, a quien el rey de España nombró
barón de Arizona y premió con numerosas tierras, en pago de sus
valerosos servicios militares. Reavis viajó a San Francisco y
registró algunos antiguos documentos (obviamente falsos) sobre
don Miguel de Peralta y su legado. En septiembre de 1880, se
desplazó a Ciudad de México y a Guadalajara, consultó archivos
coloniales y sustrajo algunos originales que le permitieron
estudiar a conciencia las características de los documentos de esa
época. Y se puso a falsifcar los documentos que lo acreditaban a
él como heredero de don Miguel Nemesio Silva de Peralta y de
Córdoba, pariente del rey Felipe IV de España, a quien mediante
cédula real le habían sido donados unos 48.200 km2 de Arizona y
Nuevo México, así como el título nobiliario de «barón de los
Colorados». Con todo ya atado, se presentó en Tucson el 3 de
septiembre de 1882 y activo su reclamación.
Al principio, Reavis solo consiguió que algunos periódicos se
mofaran de él, así que regresó a San Francisco para rehacer su
estrategia. Primero, se ganó la amistad del magnate periodístico
George Hearst, dueño del infuyente periódico The Examiner ofSan
Francisco, quien publicó algunos artículos dando validez a sus
reclamaciones e hizo propaganda en apoyo del estafador. En
marzo de 1883, Reavis reapareció en Tucson, pero ahora
acompañado por su abogado Cyril Barrett (letrado expulsado de
su profesión por su alcoholismo) y un guardaespaldas mexicano
(con fama de sádico, que pronto reafrmaría). Se dirigió al registro
de la propiedad de Arizona y presentó formalmente su
reclamación de propiedad. El registrador dio por buena la
documentación, pero se sintió completamente desbordado y
explicó a los demandantes que él nada podía hacer, salvo enviar
un informe detallado al gobierno federal, para que Washington
tomara la decisión fnal... El primer triunfo de Reavis, ya
desatados el escándalo periodístico y el temor de los habitantes de
Arizona, fue que el coronel James Barney, presidente de la
Compañía Minera de El Rey de Plata, reconoció en junio de 1883
la legitimidad de la reclamación de Reavis y negoció el pago de
25.000 dólares por sus derechos. Aquella suma era poco para la
compañía minera, cuyos ingresos se estimaban en seis millones de
dólares por año, pero para Reavis (que ahora se hacía llamar
barón de Peralta) era un gran triunfo. Gracias a ese dinero, reunió
un pequeño ejército de pistoleros con el que comenzar a negociar
con los ocupantes ilegítimos de sus tierras el pago de un
arrendamiento mensual por continuar en ellas. A esto siguió un
agitado periodo repleto de extorsiones (palizas, robo de ganado,
incendios provocados e, incluso, algún que otro homicidio),
aunque ni una sola vez pudo probarse la participación de Reavis.
Mientras tanto, las indagaciones abiertas sobre la legalidad de
sus documentos fueron descubriendo los muchos documentos
sembrados por Reavis en los antiguos archivos reales de México y
Guadalajara. Al gobierno ya casi no le quedó ouo remedio que
fallar a favor de las reclamaciones del estafador. En una maniobra
desesperada, se puso en marcha una campaña de descrédito
conua él, que Reavis trató de parar en seco con sobornos,
extorsiones y violencia, mientras ordenaba a su abogado que
acelerase todo presentando el caso al procurador general de
Arizona, en febrero de 1884. Un nuevo delegado gubernamental
en Arizona puso en marcha una nueva investigación sobre los
documentos en que amparaba Reavis su reclamación y, por
primera vez, se logró descubrir una falsifcación en uno de los
papeles.
El barón de Arizona se trasladó esa misma noche a California,
donde decidió cambiar de estrategia y reforzar su historia,
mediante la presentación pública de una nieta de Miguel de
Peralta. Mientras sembraba los archivos de nuevos documentos
falsifcados, buscó a alguien que pudiera desempeñar ese papel de
nieta del noble español, para la que ya tenía nombre e historia:
Sofía Loreta Micaela de Maso y de Peralta, quien, supuestamente,
tras la muerte de su madre, vivió con su padre, un aristócrata
disoluto que había dilapidado la fortuna familiar. Reavis encontró
en California a una joven criada, de nombre Carmelita, a quien
convenció de ser la descendiente directa del barón de Peralta. La
joven, deslumbrada en su propia ignorancia, lo creyó a pies
juntillas. El falsifcador la subyugó con hermosos vestídos y la
mandó a estudiar a un convento, para que aprendiera modales de
señorita. Y, en 1887, se casó con ella a la vez que cambiaba su
nombre por el de Jaime Addison de Peralta-Reavis, barón de
Arizona. Como tal, viajó a España (donde logró presentarse ante
la corte real), Inglaterra y otros países europeos.
En 1888, regresó a Arizona y reactivó sus reclamaciones, pero para
entonces el nuevo registrador de la propiedad terminó un informe
de conclusiones tajantes: la historia de Reavis era una fcción total
y absolutamente fraudulenta, como demostraban los informes de
peritos calígrafos que demostraban la falsifcación. Sin miedo, los
barones de Peralta demandaron a los Estados Unidos, reclamando
11 millones de dólares (de la época) en concepto de daños y
perjuicios. El juicio tuvo lugar él 3 de junio de 1895 en Santa Fe,
Nuevo México, y el fallo fue contrario a Reavis, al demostrarse su
fraude, especialmente cuando un impresor de una pequeña
ciudad de Arizona atestiguó, tras analizar los documentos, que los
tipos de imprenta utilizados en ellos se acababan de inventar en
1875. Al concluir el juicio, Carmelita, la joven e ignorante esposa
del usurpador, fue puesta en libertad, pues se la consideró una
más de las víctimas. Reavis, por su parte, fue detenido,
iniciándose un juicio criminal en su contra por el delito de fraude,
del que fue hallado culpable y condenado a siete años de prisión.
No quedaría libre hasta abril de 1898. No le quedó otra que
rumiar su fracaso, su pobreza y su soledad en Phoenix, hasta el
año de 1914 en que falleció.


El supuesto legado del pirata inglés Francis Drake sirvió como
anzuelo para otra estafa de grandes dimensiones y de
características hoy increíbles, ocurrida en aquella Norteamérica de
comienzos del siglo XX, tan proclive a las oportunidades, pero
también a los oportunistas, tan favorable a las ilusiones, pero
también a los ilusos... Unos 100.000 inversores, la mayoría
humildes granjeros del Medio Oeste norteamericano (aunque
también personas acomodadas), perdieron en plena Gran
Depresión millones de dólares de la época por apostar a un
negocio imposible y sostener a ultranza, contra toda evidencia,
una quimera. Todo fue obra de un timador inesperado, el
aparentemente tosco Oscar Hartzell (1876-1943), un hombre que
terminó sus días demente y en la cárcel, pero al que no se puede
negar una tenacidad a prueba de bomba, un arrojo casi suicida y
una creatividad desbordante.
El trasfondo de la historia fue la legendaria herencia del pirata
inglés sir Francis Drake, que murió el 28 de enero de 1596 frente a
las costas de Panamá sin dejar descendencia. Su inmensa fortuna,
fruto de los asaltos a galeones españoles, se distribuyó entre
diversos familiares. El timo consistía en hacer creer que esa
distribución no se había efectuado, que el árbol genealógico de los
Drake era increíblemente complejo y que el verdadero y legítimo
heredero del pirata vivía en Norteamérica, en una granja de
Misuri, y estaba vendiendo sus derechos sobre el inmenso legado.
Pero para poder reclamar y conseguir esa incalculable fortuna (en
joyas, oro, tierras y otras propiedades, incluidas ciudades enteras
y amplias zonas de Londres) era preciso poner en marcha una
inmensa maquinaria judicial que exigía invertir enormes
cantidades en abogados y expertos genealogistas. Un empeño así
requería de mucha paciencia, pues las dimensiones de la fortuna
reclamada ponían en peligro el equilibrio de la propia economía
británica, pero la espera merecía la pena pues se podían obtener
rentabilidades de hasta un 1.000/1. Esa fue, a grandes rasgos, la
patraña que Hartzell y sus colaboradores contaron con enorme
éxito durante años por todo Estados Unidos. Con escenarios de
actuación a ambos lados del Adán tico, la difcultad de las
comprobaciones contribuyó al éxito del engaño.
Un día de 1918, trabajando en la granja familiar, Hartzell oyó a
un alguien que explicaba a su madre esta historia del legado del
pirata Drake y vio asombrado que aquel hombre conseguía que
ella le diese inocente y codiciosamente un billete de 10 dólares,
que representaba los ahorros familiares de muchos años de
esfuerzo. Aquello le abrió los ojos a Hartzell, que dedicó los
siguientes meses a leer todo lo que pudo sobre el pirata y después
se fue a Chicago a buscar socios para su estafa. Con el tiempo los
encontró en las descompensadas fguras de una ratera de poca
monta, Sudie Whitaker, y de otro timador de más altos vuelos,
Milo Lewis, con los que creó la Asociación Sir Francis Drake, cuyo
propósito era recuperar la fortuna del pirata expoliada por el
malévolo gobierno británico. Los tres estafadores decían
representar a Ernest Drake, de Misuri, único heredero legítimo de
Drake, y que todo aquel que invirtiera hoy en sufragar los costes
del litigio obtendría una gran rentabilidad cuando el gobierno
británico fuera obligado por los jueces a entregar aquel
patrimonio. Miles de personas cayeron en la trampa.
La clave, desde luego, era mantener la ilusión retardando el
imposible momento del cobro con nuevas y convincentes excusas.
Una supuesta Comisión del Rey y de los Lores tropezaba
periódicamente con algún inconveniente para emitir su informe
fnal. Siempre había una frma pendiente que se retrasaba por una
nueva y necesaria auditoría o tasación de la auténtica dimensión
del legado. Hartzell supo explotar muy inteligentemente todos los
recursos que se le ponían a tiro, manejó hábilmente cierta prensa y
se aprovechó al máximo de las circunstancias. Luego, el Crack del
29, lejos de terminar con el timo, le dio nuevos bríos pues la gente
estaba dispuesta a creer lo que fuera, sobre todo si ya tenía dinero
metido previamente en el asunto. Hartzell abrió enseguida
delegadones locales de su negocio, al frente de cada una de las
cuales puso a un recaudador, encargado no de estafar a los
incautos una vez, sino cuantas veces se dejaran, a plazos
periódicos. Su personal de ventas emitía recibos con la promesa
de que la fortuna, estimada en miles de millones de dólares, se
distribuiría de acuerdo con esos recibos a razón, se dejaba caer, de
entre 1.000 y 5.000 dólares por cada dólar invertido. El dinero
comenzó a llegar a espuertas a cada ofcina local, que, tras deducir
una sustanciosa comisión, enviaba el resto a la ofcina central (esto
es, a Hartzell, que pronto se había deshecho de sus socios
iniciales). De vez en cuando, hacía una tournée por los pueblos,
con concentraciones que, con frecuencia, no encontraban salones
sufcientemente grandes para alojar a la multitud. Durante tres
años, Hartzell promedió cerca de 2.500 dólares de ingresos
semanales, mientras mantenía a los provindanos contentos y
ocupados con las noticias de sus avances (y los continuos retrasos
procedimentales). Con el tiempo, el antiguo granjero inculto dejó
atrás su imagen de hombre rústico, que cambió por los trajes de
lana y la compañía de hermosas mujeres. Pasaban los años y el
fujo de dinero constante y sonante no cesaba, mientras Hartzell
vivía rodeado de lujos. Se hizo miembro de un prestigioso club,
cenaba en los mejores restaurantes y se codeaba con personas
infuyentes.
Pero casi desde el principio, sin que él lo supiera, el servicio
postal de Estados Unidos venía investigando su organización y
deseaba enjuiciarlo por usar el correo para cometer estafas. Sin
embargo, él era tan hábil para ocultar sus huellas que a los
empleados del servicio postal les costó mucho trabajo encontrar
pruebas convincentes en su contra. Buscando nuevas vías de
enjuiciamiento, los agentes establecieron contacto con Scotland
Yard, cuyos detectives le interrogaron en una de sus habituales
visitas, llegando a la conclusión de que aquel personaje era un
lunático y no podía ser el auténtico cerebro que sostenía aquella
fabulosa estafa. En 1933, por si acaso, Hartzell fue declarado
persona non grata y deportado desde Inglaterra a Estados Unidos,
donde sus clientes lo trataron como a un héroe. En una
concentración en Sioux City pronunció un conmovedor discurso
sobre su lucha para defender los derechos de sus inversionistas.
Los campesinos quedaron tan convencidos que incluso hicieron
una colecta y reunieron 68.000 dólares para ayudarle en aquel
difícil trance.
Mientras tanto, los agentes postales no cejaron en su empeño.
Al saber que Hartzell había transferido grandes sumas de dinero
al otro lado del Adántico, las autoridades postales consideraron
que tenían un caso sufcientemente sólido y le llevaron a juicio en
noviembre de 1933. Desafortunadamente para Hartzell, se halló el
testamento auténtico y convalidado de sir Francis Drake en la Sala
de Documentos Históricos de Somerset House y, para colmo, un
abogado testifcó que, según las leyes británicas, el plazo para la
convalidación de testamentos había expirado treinta años después
de la muerte de Drake. Oscar Hartzell fue hallado culpable de
estafa y sentenciado a diez años de cárcel, aunque pronto
consiguió la libertad bajo fanza. De inmediato reactivó el timo y
recaudó cerca de medio millón de dólares de campesinos que
creían frmemente que las autoridades lo acosaban porque estaba
muy cerca de conseguir la fortuna. En 1935, Oscar agotó todos los
posibles recursos y apelaciones y tuvo que ingresar en prisión
para cumplir el resto de su condena. Más o menos por entonces
comenzó a actuar extrañamente: resultó que, después de tanto
tiempo engañando, había llegado a creerse su propio invento. Un
año después de ser encarcelado, se le declaró mentalmente
incompetente y fue transferido al Centro Médico para Prisioneros
Federales de Misuri, donde permaneció recluido hasta su muerte
en 1943.

Hablemos ahora de timadores, pero no de los habituales, sino de


algunos que sacaron adelante timos realmente imaginativos, como
los de vender monumentos públicos. Uno de los primeros casos
de este tipo fue el del estafador de Nueva Jersey William
McCloundy, también conocido como l.O.U. O'Brien, que entró en
1901 en la famosa penitenciaría de Sing Sing para cumplir una
condena de dos años y medio por vender el puente de Brooklyn a
un turista. Su espectacular acción creó una escuela de timadores
cuyas peripecias un siglo aún sorprenden y parecen increíbles.
Casi contemporáneo fue su compatriota George C. Parker
(1870-1936), que se especializó en vender a los turistas el puente
de Brooklyn, a razón casi de dos operaciones por semana, siempre
con el cebo de que quien lo comprase se forraría solo con controlar
el acceso rodado. Más de una vez la policía tuvo que convencer a
algún ingenuo de que, por mucho que creyera que aquel puente
era suyo, no podía instalar barreras de peaje. Parker también
vendió otras veces otras grandes atracciones turísticas de Nueva
York como el Madison Square Garden, el Museo Metropolitano de
Arte, la Tumba de Grant y la Estatua de la Libertad. Se servía de
muy diferentes métodos, con una gran capacidad de
improvisación y de adaptación a las circunstancias. Cuando
vendió la Tumba de Grant, por ejemplo, se hizo pasar por el nieto
del general. Incluso montó una falsa ofcina para facilitar sus
sablazos inmobiliarios y solía manejar todo tipo de documentos
falsifcados que demostraban su legitimidad para llevar adelante
la transacción. Parker fue condenado tres veces por fraude, la
última el 17 de diciembre de 192 8 a perpetuidad en la cárcel de
Sing Sing, donde pasó los últimos ocho años de su vida, gozando
de mucha popularidad entre guardas y presos, a quienes les
gustaba oír los relatos de sus timos. La verdad es que no es para
menos.

Por lo poco que se sabe de él, el escocés Arthur Ferguson o


Furguson (1883- 1938) fue otro timador extraordinario,
especialista en la venta del patrimonio nacional inglés a incautos
turistas estadounidenses. Entre sus supuestos méritos destaca el
haber vendido en seis frenéticas semanas de 1925 ni más ni menos
que el palacio de Buckingham (consiguiendo 2.000 libras de
señal), el Big Ben (1.000 libras de señal) y la columna de Nelson en
Trafalgar Square (6.000 libras). Cuando se aburrió de su catálogo,
Ferguson se lanzó al mercado estadounidense. Allí vivió de
estafas menores hasta que reapareció en Washington en 1925, año
en que un ranchero millonario de Texas se plantó a las puertas de
la Casa Blanca con un camión de mudanzas, ya que un par de días
antes había alquilado por noventa y nueve años la residencia
presidencial a un alto funcionario del gobierno a razón de 100.000
dólares anuales, pagando el primer año a la frma del contrato en
concepto de garantía. La policía logró detener a Ferguson gracias
a la foto que le hizo un turista australiano con el que posó
estrechándose la mano ante la propiedad que le acababa de
vender: la Estatua de la Libertad, con un primer pago de 100.000
dólares. Fue condenado a cinco años de prisión por delito de
estafa, una pena pequeña comparada con la fortuna que había
hecho. En 1930 salió en libertad y se mudó a Los Ángeles, donde
pasó tranquilo el resto de su vida sin apuros económicos por
cortesía de sus ex clientes.
Pero, aunque la competencia es dura, hay pocos estafadores tan
curiosos como el rey de los timadores, el checo Victor Lustig
(1890-1947), que hablaba cinco idiomas y usaba alternativamente
unos 45 alias, pese a lo cual fue detenido unas 50 veces sólo en
Estados Unidos. Al decir de quienes le conocieron, Lustig poseía
un carisma sorprendente y una sonrisa irresistible, y ese punto de
personaje canalla irrenunciable para todo aquel que quiera ser
irresistible que le daba una discreta cicatriz que iba desde el ojo
izquierdo hasta la oreja, recuerdo que se ganó a los diecinueve
años provocando a un novio celoso dueño de una navaja fácil.
Siendo aún joven, abandonó su país y se dedicó a estafar a los
viajeros que iban en barco a Nueva York, a quienes ofrecía una
máquina que imprimía en papel blanco billetes de 100 dólares.
Según les confesaba, la única pega que tenía era que sólo sacaba
un billete cada seis horas. Los incautos echaban cuentas y
enseguida estaban dispuestos a pagar miles de dólares por el
maravilloso artilugio. Luego, las doce primeras horas, el aparato
producía efectivamente dos billetes de 100 dólares (que Lustig
había introducido previamente en la máquina), pero luego
incomprensiblemente sólo salía papel en blanco. Cuando los
estafados se daban cuenta del engaño, Lustig ya no estaba a su
alcance.
Tras el receso de los viajes transatlánticos provocado por la
Primera Guerra Mundial, Lustig se marchó a Estados Unidos y,
tras unos años de rodaje activo, se dispuso a dar su primer gran
golpe. Un día de 1924, un banquero de cierta ciudad de Kansas
recibió la visita de un impecable caballero austríaco que decía
llamarse Conde von Lustig y que, a causa de la guerra, había
tenido que abandonar su país y malvender todas sus propiedades,
por lo que obraban en su poder dos bonos de 25.000 dólares cada
uno, que pretendía invertir por la zona, para lo cual necesitaba
cambiarlos por el efectivo que representaban. Como el banco
comprobó que los bonos eran auténticos, pasó a confar
plenamente en su nuevo cliente europeo, quien enseguida les
pidió un pequeño adelanto de 10.000 dólares (de la época) en
efectivo para acometer las primeras inversiones urgentes. En un
determinado momento, sin que nadie se percatara, Lustig cambió
los bonos auténticos por otros falsos y se marchó con los bonos y
con los 10.000 del préstamo. Cuando el banco, que como la mayoría
de ellos no era amigo de perder dinero, descubrió la estafa, llamó
a los detectives de la localidad y los mandó tras él. Y ahí es donde
comenzó a mostrarse el auténtico genio estafador de Lustig: en
contra de lo que se pudiera pensar, éste no había huido, sino que,
extrañamente, esperaba tranquilamente a los detectives en su casa,
y se dejó arrestar. Durante el viaje hacia la comisaría, así como al
paso, de una forma aparentemente casual, les comentó a los
detectives lo perjudicial que podría ser para el banco que saliera a
la luz que había sido estafado de tal manera. Seguramente no
pasaría nada, pero ¿y si a los clientes les daba por perder su
confanza y por retirar su dinero? Curiosamente, Lustig quedó
libre, pero, dados los perjuicios que le habían ocasionado los
detectives deteniéndolo y trasladándolo a la comisaría, aunque
nunca llegó a ella, el banco tuvo que compensarlo con 1.000
dólares más. Aunque parezca increíble, así se las gastaba Victor
Lustig cuando estaba en forma.
En 1925, regresó a París y decidió cuál sería su próxima estafa
nada más oír comentar los problemas que tenía la ciudad para
afrontar los gastos de mantenimiento de la torre Eiffel. Tras
preparar bien su plan, se hizo pasar por subdirector general del
Ministerio de Correos y Telégrafos y convocó a seis industriales
chatarreros a una reunión confdencial en uno de los hoteles más
prestigiosos de París para discutir un posible acuerdo de negocios.
Lina vez reunidos, Lustig explicó que habían sido seleccionados
sobre la base de su buena reputación como hombres de negocios
honestos, y luego dejó caer la bomba: como el mantenimiento de
la torre Eiffel era muy costoso para la ciudad y no se podía
mantener por más tiempo, se había decidido proceder a la venta
de sus 7.000 toneladas de hierro como chatarra. De entre los
reunidos habría de salir el que ganase aquella interesante
concesión. Lustig llevó a los chatarreros a la torre en una limusina
alquilada para que efectuaran una inspección sobre el terreno,
solicitó que presentaran sus ofertas en veinticuatro horas y les
recordó encarecidamente que fueran extremadamente discretos
pues el asunto era un secreto de Estado. El ganador (previo
soborno a Lustig para que le diera prioridad) fue un tal André
Poisson, que se aprestó a pagar la cantidad pactada. Victor tomó
su dinero y escapó a Viena, donde vivió a cuerpo de rey unos
años. Sorprendentemente, no pasó nada. Poisson había sido
timado humillantemente y no acudió a la policía.
Tiempo después, de vuelta a Estados Unidos, Lustig fue capaz
de convencer al mismísimo gángster Al Capone de que le ayudara
a realizar una supuesta (aunque falsa) estafa, que les reportaría un
benefcio de 40.000 dólares en sesenta días. El mafoso accedió a
fnanciarle. Pero Lustig, lejos de gastarse el dinero de Capone, lo
guardó en un banco durante dos meses, pasados los cuales se
embolsó los intereses y devolvió el capital a Capone, junto a una
falsa nota de disculpa en la que comentaba que el negocio había
fallado. Al Capone, sorprendido por la integridad de su nuevo
socio, le envió la suma de 5.000 dólares en agradecimiento por no
haber escapado con el dinero. Así, Lustig no sólo se ganó el
respeto de uno de los mayores mañosos (lo que en aquellos
tiempos signifcaba mucho), sino que además lo estafó. Varios
años después, Lustig fue detenido y enviado a la prisión de
Alcatraz, donde, como era de suponer, se las ingenió (gracias
sobre todo al respaldo de la Mafa) para vivir como un rey hasta
su muerte, el 9 de marzo de 1947.

Otro gran grupo de estafadores es el representado a la perfección


por el ingeniero francés Henri Lemoine, quien en el año 1905
aseguró que era capaz de fabricar diamantes artifciales a partir
del carbón. Y lo aseguró de modo tan convincente que un grupo
de personajes vinculados al negocio del oro le fnanció sus
experimentos. Reunidos los posibles inversores en París, Lemoine
les invitó a entrar en una habitación en la que reapareció desnudo
para probarles que no tenía diamantes escondidos entre la ropa.
Mezcló diversas sustancias en un crisol, que introdujo en un
horno situado en el centro de la habitación. Tras quince minutos,
sacó el crisol, lo dejó enfriar y, auxiliándose con unas pinzas,
mostró el resultado de la mezcla que había introducido
previamente. Ante la atenta mirada de sus invitados aparecieron
20 pequeños diamantes de buena textura y aspecto. Uno de los
expertos los examinó y pidió que se repitiese el proceso, lo que
Lemoine hizo a plena satisfacción de sus clientes, quienes le
ofrecieron ayudarle a desarrollar su invento y una opejón de
compra de su fórmula (depositada en un banco de Londres),
siempre que garantizase mantenerla en secreto para no hundir el
mercado. Así consiguió Lemoine 64.000 libras esterlinas
destinadas supuestamente a la construcción de una factoría. En
1908, un joyero parisino reveló que había vendido una partida de
pequeños diamantes a Lemoine y se demostró que eran los que el
estafador había usado en su demostración, por lo que fue
procesado por fraude. Durante el juicio, Lemoine insistió en que
su invento era real y demostrable, pero no fue capaz de engañar a
los jueces. La fórmula secreta fue recuperada por orden judicial y
se comprobó que se trataba de una mezcla de carbón en polvo y
azúcar. Antes de que se conociese la sentencia, Lemoine huyó y se
desvaneció para siempre sin dejar rastro.

Heinrich Kurschildgen, conocido como «El fabricante de oro de


Hilden», fue un charlatán que engañó a mucha gente en la
Alemania previa a la Segunda Guerra Mundial (incluido el líder
nazi Heinrich Himmler), al hacerlos creer que era capaz de
fabricar materias primas tan valiosas como el oro o el petróleo a
partir de otras menos valiosas. Kurschildgen, antiguo obrero de
una fábrica de tintes, fascinado por la química, montó un humilde
laboratorio y, poco después, abordó a un profesor universitario de
Colonia contándole que había descubierto unos rayos que
convertían en radiactiva cualquier materia sobre la que
impactasen. Al parecer, el profesor le creyó (al menos en parte) y
el inventor amplió sus pretensiones hasta proclamar que con su
invento podía desintegrar el átomo y fabricar oro o cualquier otro
elemento que se le pidiera. Pero, a partir de ahí, perdió tanto los
papeles que acabó siendo detenido y juzgado por fraude en 1922,
aunque fue absuelto al serle diagnosticada una esquizofrenia que
le impedía, teóricamente, ser responsable de sus actos. Se le dejó
en libertad con la condición de que dejase de acosar a los
verdaderos investigadores con sus máquinas y procedimientos
falsos para fabricar oro. Sin desobedecer del todo esa restricción
judicial, Kurschildgen pasó a proclamar que era capaz de
sintetizar radio, un escaso, caro y estratégico elemento radiactivo.
Y lo curioso es que se cuenta que fue capaz de demostrar su
transmutación de óxido de uranio en radio a físicos de la
universidad de Colonia, pero se negó a explicar su procedimiento.
Cuando los periódicos se hicieron eco de sus afrmaciones, el
Physikalisch-Technische Reichsanstalt tomó cartas en el asunto y
pudo demostrar que todo era un fraude urdido por Kurschildgen,
que se retiró de la circulación, aunque solo durante una
temporada.
En 1929, reapareció con su vieja oferta de fabricación de oro, en
un momento en que la república se ahogaba ante su incapacidad
de hacer frente a las deudas de guerra. Incapaz de conseguir
respaldo público, Kurschildgen optó por el apoyo fnanciero
privado, como el de un hombre de negocios de Colonia que le
adelantó 100.000 marcos y el de un inversor estadounidense, de
apellido Harris, que le ofreció un millón de marcos. En 1930, 15 de
sus clientes estafados presentaron cargos criminales contra él. Fue
juzgado y esta vez sí que se le encontró penalmente responsable
(aunque, según la sentencia, «no muy inteligente») y fue
condenado a dieciocho meses de prisión. Al salir, logró captar la
atención de algunos líderes nazis a los que ofreció fabricar
petróleo a partir del agua. Sin embargo, el interés inicial fue
decayendo a medida que a los nazis les llegaron informes de que
Kurschildgen era propenso a los experimentos fantasiosos. Cuando
fnalmente los científcos del régimen pudieron probar que todo
era un fraude, el engaño de Kurschildgen (y la excesiva
credulidad de algunos líderes nazis, especialmente de Himmler)
se convirtieron en un importante factor en las intrigas del partido.
Para ocultar sus errores, Himmler ordenó en 1936 su
internamiento en un campo de concentración para delincuentes
comunes durante tres años. Puesto en libertad en 1938, Himmler
volvió a ordenar su internamiento, aunque Kurschildgen
consiguió mover algunos hilos y que el jefe de la Gestapo,
Heydrich, le liberase defnitivamente. Tras el fnal de la guerra,
Kurschildgen intentó infructuosamente ser reconocido como una
víctima más de la persecución nazi.

En los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, la


escasez de carburante estrangulaba la precaria economía
española, lo que favorecía que surgieran mil inventos (y una
multitud de timadores) que intentaban aprovechar cualquier
materia para obtener un sucedáneo de combustible. En ese
contexto, hizo su aparición el austríaco expatriado Albert Eider
von Filek, que ofreció un invento que, según aseguró, permitiría a
España producir 3.000.000 de litros diarios de carburante. Filek
basó su acercamiento al régimen español en el odio compartido
hacia los rojos, que, según él, lo habían maltratado, y en la
persecución de que era objeto por las grandes petroleras (en
manos judías), a la vez que proclamaba solemne y eufónicamente
que estaba al servicio de España y de Franco por ideales, no por
dinero. Si su propuesta era verdad, era la solución defnitiva para
la carencia de combustible española. Las primeras pruebas
demostraron que el carburante de Filek era incluso mejor que el
habitual y mejoraba el funcionamiento de los automóviles. Filek
hizo creer a Franco que su propio coche ofcial funcionaba con
aquella mezcla maravillosa. Además, sus materias primas eran
sorprendentemente baratas y abundantes: agua, fermentos de
plantas y un ingrediente secreto (que Filek veía como un seguro
de vida contra plagios y contra tentaciones de olvidarse de su
inventor). Además, Franco estaba de suerte pues, después de
«analizarla con rigor», Filek afrmó que el agua del Jarama era
perfecta para mezclar con su compuesto. Franco, alborozado,
agasajó a lo grande al austríaco, le cedió unos terrenos junto al río
donde poder construir una factoría, se proyectaron unos enormes
depósitos que debían contener el preciado combustible mágico y
tampoco fue tacaño en pagos y anticipos (10 millones de pesetas),
instándole a que se pusiera manos a la obra. Los periódicos y
Franco comenzaron a hacer alarde de la noticia, incidiendo en
que, nuevamente, el ingenio y la industriosidad españoles daban
una nueva lección al mundo. Pero Filek, como tantos otros
estafadores, no supo retirarse a tiempo, se recreó y fue
descubierto. Acabó en la cárcel por estafador (junto al chófer de
Franco, considerado cómplice), al tiempo que, curiosamente,
desaparecían todas las noticias y comentarios en la prensa al
respecto del nuevo combustible, y mucho más del fraude. Por
supuesto, nunca más se dieron explicaciones sobre el asunto.
¿Cómo iba alguien a engañar al todopoderoso y omnisciente
Caudillo?
Alves dos Reis (1898-1955) es sin duda el mayor estafador de la
historia portuguesa y posiblemente de la del mundo. Hijo de una
modesta familia, comenzó los estudios de ingeniería, pero los
abandonó para casarse con Maria Luisa Jacobetti de Azevedo el
mismo año en que el pequeño negocio de su padre quebró. En
1916, emigró a Angola, colonia portuguesa, para intentar hacer
fortuna y también harto de las constantes humillaciones a las que
le sometía su familia política por la diferencia de clase social. Para
ir a Angola contratado como funcionario de obras públicas de la
colonia, Alves se hizo pasar por ingeniero, tras falsifcar un
diploma de una inexistente escuela politécnica de ingeniería de la
Universidad de Oxford. A] poco de llegar a Angola se hizo rico al
adquirir, mediante un cheque sin fondos, la mayor parte de las
acciones de la compañía ferroviaria Transafrican Railways of
Angola. Con su nueva situación fnanciera, regresó a Lisboa en
1922 e intentó hacerse con el control de la renqueante empresa
Ambaca. Falsifcó cheques por más de 100.000 dólares, compró la
empresa y cubrió los cheques sin fondos con las reservas de la
compañía. En 1924, intentó hacer lo mismo con la Angola Mining
Company, pero esta vez lo único que consiguió fue ser arrestado
por malversación, aunque solo permaneció en prisión cincuenta y
cuatro días por un defecto de forma.

Esos pocos días los aprovechó para preparar su siguiente golpe, el


defnitivo: formalizar un contrato de impresión de billetes en
nombre del Banco de Portugal con el impresor inglés Waterlow &
Sons, al que convenció, previa petición de máxima discreción,
asegurando que esa emisión de papel moneda estaba destinada a
la expansión económica de la colonia de Angola. El impresor
inglés imprimió 200.000 billetes de 500 escudos (que totalizaban
100 millones de escudos, lo que más o menos igualaba el número
de billetes en circulación), ilustrados con una imagen de Vasco da
Gama y con la fecha de emisión del 17 de noviembre de 1922.
Aunque Reis solo se reservó el 25% de las ganancias, se hizo
inmensamente rico y, en junio de 1925, fundó el Banco de Angola
y de fa Metrópolis, además de invertir ingentes cantidades en
bolsa, comprarse un palacio lisboeta, tres granjas y una fotilla de
taxis, y gastar una enorme cantidad de dinero en joyas y vestidos
para su mujer y para las mujeres y amantes de sus socios. Sus
problemas comenzaron cuando no supo frenar su ambición e
intentó hacerse con el control del Banco de Portugal mediante la
compra de participaciones, lo que hizo que fuera investigado. Hay
que tener en cuenta que su dinero no era técnicamente falso,
aunque sus números de serie repetían los de los billetes de curso
legal y por ahí se le vino abajo todo el montaje. El 6 de diciembre
de 1925, Reis y muchos de sus socios füeron arrestados, mientras
que sus bienes y propiedades eran confscados. Por entonces, Reis
solo tenía veintiocho años. Gracias a sus maniobras de dilación, su
juicio tardó cinco años, pero en 1930 fue condenado a veinte de
prisión. Fue puesto en libertad en 1945 y se le ofreció un puesto de
trabajo en la banca, que rechazó. Aunque fue arrestado en otra
ocasión por fraude, no llegó a ser juzgado. Pese a sus lucrativos
tejemanejes, Alves murió en la completa indigencia en 1955.

El ciudadano estadounidense, de Detroit, Michigan, Robert Vesco


(1935-2007), de padre italiano y madre yugoslava, comenzó a
trabajar en una fábrica de herramientas a los veintiún años; poco
después, se puso a su frente y, la renombró International Control
Corporation y la salvó de la quiebra. A los treinta, ya era
millonario, controlaba varias empresas por todo el país y era uno
de los principales brokers de Wall Street. En 1970, este triunfador
de perfl oscuro era ya máximo accionista de un gran consorcio
internacional y de varias sociedades de inversión con sedes en
Holanda o Suiza. Vesco era el clásico picaro destinado a disfrutar
de todos los lujos, estuvieran o no a su alcance; un hombre de
negocios que cuidaba siempre de su familia y sus allegados y, al
mismo tiempo, un ludópata que pasaba muchas horas alternando
en casinos y salas de juego. En defnitiva, un auténtico bon vivant,
amante de las mujeres y los buenos coches, que entretenía su
tiempo jugando al golf y que, entre hoyo y hoyo, compraba
empresas en quiebra, transfería fondos inexistentes o
especulativos a empresas fantasma con sede en algún paraíso
fscal y, en fn, a ese tipo de hobbies tan propios de alguien con su
estilo de vida.
En 1970 se juntaron el hambre con las ganas de comer, o lo que
es lo mismo, Vesco conoció a su compatriota Bernard Cornfeld
(1927-1995), otro playboy afcionado a la buena vida, aunque él
afncado en Europa. Era turco de nacimiento, aunque provenía de
una familia judía de padre rumano y madre rusa y, para más inri,
pasó su primera infancia en Viena y el resto, hasta hacerse adulto,
en Brooklyn. En los años cincuenta, Cornfeld trabajaba para un
fondo de inversiones de Nueva York y ganaba lo sufciente para
poder permiürse ciertos caprichos, tales como unas vacaciones de
tres meses en Europa. Durante ellas, el joven decidió publicar en
el Herald Tribune varios anuncios dirigidos a los militares
estadounidenses radicados en Europa, ofreciéndoles inversiones
muy lucrativas. Y el dinero empezó a lloverle. En pocos meses,
Cornfeld amasó un par de millones de dólares, con los que fundó
la empresa Investors Overseas Services (IOS), sociedad de fondos
de inversión con sede en Suiza, enfocada a ricachones
norteamericanos que quisieran invertir sus ahorros en el
extranjero para eludir cuantos más impuestos mejor. En realidad,
aunque sus inversores no lo sabían, la empresa era un ejemplo
más de timo piramidal que pagaba a unos inversores con los
fondos aportados por los recién llegados. En 1965, IOS ya
manejaba un fondo de unos 2.800 millones de dólares. Harto de
luchar contra las trabas del sistema fnanciero francés, decidió
trasladar la razón social de su empresa a la más liberal Suiza. Pero
su increíble despegue le creó enemigos, alertados por sus métodos
cuando menos irregulares, empezando por los bancos helvéticos,
molestos por el éxito de este elemento extraño, y terminando por
la CIA, deseosa de torpedear este fondo de inversión, uno de los
mayores de Occidente, al que no controlaba. IOS había subido
como la espuma y le había reportado a Cornfeld una fortuna que
de momento superaba ya los 100 millones de dólares. Y eso sólo
parecía el principio. Sin embargo, a principios de los setenta,
debido a la crisis económica que afectó al mundo occidental, la
empresa empezó a hacer agua por todos lados y sus acciones
bajaron de 18 a 12 dólares. Comfeld tenía que hacer algo y ahí fue
cuando entró en contacto con Vesco y su reputación de salvador
milagroso de empresas en apuros. Inmediatamente, Vesco compró
la IOS por cinco millones de dolares de 1970 y tomó las riendas.
En realidad, tomó las riendas y las alforjas, pues, pocos meses
después, desaparecería de Ginebra, llevándose unos 225 millones
de dólares de inversores de todo el mundo. En 1972, la Securities
& Exchange Commission estadounidense investigó los manejos
fnancieros de la IOS y acusó a Vesco de defraudar a los
inversionistas y de llevar a la ruina a muchos bancos, entidades
fnancieras y codiciosos nuevos ricos. Había utilizado unos 500
millones de dólares provinientes de los inversores de IOS para
cubrir sus propios chanchullos en sus empresas y otros tantos los
desvió a empresas fantasmas, como una holandesa cuya presunta
dirección postal era, irónicamente, la del mismísimo príncipe
Bernardo de los Países Bajos. En 1973, Cornfeld acabó encarcelado
en Suiza, mientras que Vesco, más ágil, huyó a Costa Rica y se
pasó dos décadas dando tumbos por diversos países,
seleccionándolos en función del clima soleado y de la ausencia de
tratados de extradición. Además trató de mejorarse el futuro
untando al mismísimo presidente Nixon contribuyendo a su
campaña con generosas aportaciones a través de su hermano,
Donald Nixon, pero el Watergate lo desveló y lo alteró todo, y
Vesco terminó siendo acusado de varios desfalcos millonarios.
Desde entonces, fjó su residencia, que se sepa, en la mencionada
Costa Rica, Bahamas, Nicaragua y Antigua y Barbuda, dejando en
todas partes a su paso un reguero de corrupción. De hecho gastó
tanto en cohechos que tuvo que fnanciarse entrando en el negocio
de las drogas. En 1982, necesitado de atención médica debido a un
problema del tracto urinario, Vesco se trasladó a Cuba, país que
no tuvo inconveniente en admitirle como ciudadano, tanto porque
bienvenidas sean las divisas cuanto por molestar a los
norteamericanos cobijando a uno de sus prófugos. Al parecer,
Vesco se casó con una cubana, tal vez por amor, pero sobre todo
por el asunto de los visados y los permisos de residencia. Ya
asentado, volvió a sus negocios y se asoció de nuevo con el turbio
Donald Nixon en una estafa farmacéutica consistente en vender
una serie de medicamentos milagrosos que presuntamente
curaban el cáncer, el sida y otros males fulminantes. En mayo de
1995, Nixon, Vesco y su mujer fueron arrestados por la policía
cubana. Al primero lo mandaron a Estados Unidos. A Vesco, en
cambio, lo condenaron a pasarse trece largos años en un presidio
local. Liberado en 2005, murió ofcialmente dos años más tarde, en
Cuba, de un supuesto cáncer de pulmón. O eso se dijo.
En la historia de la medicina, los charlatanes y los ingenuos (a
veces, reunidos en la misma persona) han sido casi infnitos. Baste
mencionar, además de los incluidos en las páginas contiguas, el
caso de una inglesa llamada Johanna Stevens quien, hacia 1739,
decía poseer un remedio absoluto para los cálculos de vejiga. Un
día, optó por hacer público su secreto por la suma de 5.000 libras.
Consiguió que le fuera abonada tal cantidad y entonces, con
bombo y platillo, dio a conocer la que sería llamada «Receta de
Stevens», que resultó una mezcla de cáscaras de huevo, jabón y
caracoles, aderezada con diversas plantas y hierbas.
Poco después, el alemán Theodor Myersbach (1730-1798),
conocido como El Profeta de la Orina, demostraba su arte
elaborando toda la historia clínica de sus pacientes sólo con
examinar sus micciones. También es de recordar el caso de John
Moore, El Médico de los Gusanos, que, por esas mismas fechas,
atribuía todas las enfermedades a la acción patógena de unos
gusanos malignos que entraban por disúntas vías en el cuerpo
humano. O el premio de 1.000 dólares que en 1806 concedió el
ayuntamiento de Nueva York a John M. Crous por el
descubrimiento de un curioso remedio contra la rabia a base de
quijada de perro pulverizada, lengua desecada de potro recién
nacido y limaduras de cobre de una moneda inglesa de 1 penique
acuñada durante el reinado de Jorge I. No olvidemos tampoco al
doctor Smith, más conocido como El Charlatán Bailador, que se
rodeaba de toda una parafernalia circense, o al doctor prusiano
Gustavus Katterfelto (1743-1799), El Curandero de la Gripe, que se
presentó en Londres hacia 1728 dispuesto a curar a cualquier
griposo a bordo de un carruaje precedido por dos criados negros
que tocaban la trompeta y distribuían carteles publicitarios.
Luego, ayudado por dos gatos negros supuestamente parlantes,
comenzó a blandir su «microscopio solar» con el que, afrmaba,
los auténticos causantes de las gripes, los insectos, «se podían ver
del tamaño de pájaros».
Pero no fue sólo Katterfelto quien dejó huella en la agitada
capital inglesa del siglo XVIII. Baste recordar al escocés James
Graham (1745-1794), autotitulado doctor, pero que, en realidad, era
un estafador de primera, famoso como inventor (y como
vendedor) de una amplia gama de máquinas, instrumentos y
artilugios curativos de todo tipo, a cual más inefcaz (es decir, más
fraudulento). De hecho, Graham llena por sí solo uno de los
capítulos más conocidos de la charlatanería médica. A los veinte
años, se marchó a vivir a Filadelfa, donde se hizo pasar por
oftalmólogo. Allí tuvo conocimiento de los primeros experimentos
basados en la electricidad que hacía Benjamín Franklin, y desde
entonces albergó la idea de que esta nueva y poderosa fuerza sería
la cura para todos los males de la humanidad (o que, al menos, se
podría vender como tal). Regresó a Inglaterra en 1775 y se
estableció en Londres, donde adquirió una vieja mansión y la
reconstruyó totalmente. Allí fundó su «Templo de la Salud y el
Himen», donde empezó a ofrecer sus originales terapias y
tratamientos electromecánicos, enfocados especialmente al
tratamiento de las alteraciones de la sexualidad. Graham había
mandado construir una especie de trono donde la gente se
sentaba, se les colocaba una especie de corona que generaba
electricidad (afortunadamente de bajo voltaje) y, así, recibía
curativas descargas eléctricas en todo el cuerpo. De hecho, en la
mansión se ofrecían desde los más estrambóticos tratamientos a
«charlas magistrales» (por supuesto, de pago) sobre los más
variopintos temas, muy especialmente sobre sexo (que era, para
Graham, «un acto patriótico» y la procreación, «un deber
nacional»), como la higiene con agua fría de los genitales, o la
maldad intrínseca de la prostitución y la masturbación, que
deberían estar penadas por la ley y perseguidas por la policía...
Con estos y otros diversos atractivos, su Templo de la Salud
comenzó a tener una selecta clientela, entre la que se encontraba el
príncipe de Gales, la duquesa de Devonshire y buena parte de la
alta sociedad (que, en realidad, eran los únicos que podían pagar
los altos precios del establecimiento). El local se ambientaba con
música, aromas de inciensos traídos de la India y el risueño
complemento de una cohorte de hermosas «diosas de la salud»,
que se paseaban semidesnudas a manera de enfermeras por todo
el local. Vaya, que parecía más un prostíbulo que una clínica.
Entre sus novedosos servicios, el famoso templo contaba con
una piscina de baño eléctrica, pero el tratamiento principal, el más
caro y en el que más empeño había puesto su creador era la
llamada «cama celestial», cuyos servicios inauguró en 1778. Ésta
se hallaba en la habitación principal de la mansión y, como su
nombre indica, era un gran lecho de 4 x 3 m de longitud, en el
que, según afrmaba Graham, no sólo se podía curar la infertilidad
de las parejas, sino que, de paso, quienes la usaban podían
engendrar niños de la más perfecta belleza. El colchón de aquel
insólito lecho amatorio estaba relleno con crines de caballos
sementales escoceses y con unos 600 kilos de imanes (que, según
él, aliviaban la disfunción eréctil, renovaban el vigor sexual y, al
causar una suave vibración, propiciaban un plácido sueño
posterior). El armazón y los soportes podían moverse o inclinarse
hacia cualquier lado para facilitar las posiciones idóneas para
concebir. En la cabecera podía leerse: «Sea fecundo, multipliqúese
y llene la tierra». El lujoso mobiliario de la habitación, que había
costado 12.000 libras de la época, se adornaba con maravillosas
tallas con detalles dorados, telas, brocados y todos los ornamentos
que se pueda imaginar. El lecho estaba sostenido por 28 pilares de
cristal, con cortinas de seda carmesí de sedas y lujosas borlas. El
techo era una gran bóveda en la que unos orifcios exhalaban
aromas orientales y «música celestial» para estimular a los
huéspedes con armonías acompasadas al creciente ardor
amatorio. Si los clientes lo deseaban y no se sentían incómodos, el
templo les proporcionaba cuatro diosas de la salud para que
bailasen sensualmente a su alrededor mientras ellos se dedicaban
a la terapia. Se estima que, en los tres primeros meses, más de
11.000 personas visitaron el exclusivo templo, la mayoría para
asistir a sus charlas, aunque otros muchos para someterse a sus
novedosas terapias e incluso para hacer uso del lecho, cuyo
disfrute durante una noche costaba entre 50 y 100 libras esterlinas.
Muchas mujeres aristócratas con problemas de fertilidad seguían
al pie de la letra consejos tan sibilinos como «bañar en champán
los genitales del esposo, mientras ellas se someten a baños diarios
con descargas eléctricas».
Sin embargo, pese al gran éxito comercial de su establecimiento,
en muy poco tiempo Graham estuvo al borde la ruina. Parte de
sus problemas se debían a su enorme dependencia del éter (se
dice que aspiraba entre una y dos onzas al día). En 1784, acosado
por los acreedores, no tuvo más remedio que deshacerse de sus
propiedades y huir con su reputación arruinada hacia su natal
Edimburgo, donde abrió un pequeño templo de la salud con lo
poco que pudo salvar de su clínica londinense. En julio de 1788,
Graham se declaró «renacido», renunció a su pasado y a sus
famosas terapias eléctricas, y limitó su actividad (comercial) a
promocionar los «baños de salud», que no eran más que simples
baños de lodo que, según su nueva versión, eran el secreto de la
inmortalidad. Como prueba de ello, aseguraba que él había
sobrevivido dos semanas sumergido en el barro sin alimentarse,
sólo bebiendo agua. Sorprendentemente, Graham ganó nueva
clientela. Al fn y al cabo sus terapias eran mucho más agradables
que las más habituales en la medicina de entonces (como las
sangrías y las sanguijuelas). Tiempo después, le sobrevino un
agudo ataque de fervor religioso y fundó su propia iglesia, a la
que llamó Nueva Iglesia de Jerusalén, de la cual, aparte de
fundador, fue único miembro. Se cuenta que para entonces su
cordura comenzó a faquear y que, además de frmar sus cartas
como «Siervo del señor y de su maravilloso amor», comenzó a
sufrir arrebatos callejeros de caridad en los que regalaba a los
mendigos su vestimenta, hasta quedarse casi desnudo. Al menos
en dos ocasiones fue arrestado por este tipo de comportamiento.
Pese a tanta terapia rejuvenecedora, Graham falleció
repentinamente en su Edimburgo natal, víctima de un derrame
cerebral a la edad de cuarenta y nueve años.

Otro charlatán, éste sin escrúpulos, fue el controvertido médico


estadounidense (no titulado) John R. Brinkley (1885-1942), que se
hizo rico con trasplantes de glándulas de cabra a seres humanos
como cura para la impotencia masculina y otros muchos males,
afnes o no. En su juventud, Brinkley se matriculó en el Bennett
Medical College, una escuela no acreditada y con planes de
estudio cuestionables centrados en la llamada «medicina
ecléctica», que él, de momento, ni siquiera acabó. Aun así, decidió
que a partir de entonces se haría pasar por médico. Creó una
empresa en Greenville, Carolina del Sur, con un socio llamado
Crawford, dedicada a tratar a varones con problemas de erección,
a los que inyectaban agua con colorante a razón de 25 dólares la
dosis, diciéndoles que era salvarsán o bien «medicina de
electricidad alemana». Pero no tuvo éxito y sí problemas con la
justicia por ejercer la medicina sin título y por girar cheques sin
fondos. En octubre de 1914 se mudó a Kansas City y completó sus
estudios en la Eclectic Medical University, consiguiendo un título
que le servía para ejercer la medicina en ochos estados. En octubre
de 1917, abrió una clínica de 16 habitaciones en Milford, Kansas,
donde empezó a realizar operaciones para restaurar la virilidad
masculina y la fertilidad mediante la implantación de testículos de
macho cabrío, a un precio de 750 dólares la intervención. Dados
sus escasos conocimientos quirúrgicos, su habitual ebriedad y su
costumbre de operar en ambientes no estériles, varios de sus
pacientes sufrieron infecciones y alguno murió. Entre 1930 y 1941,
Brinkley fue demandado más de una docena de veces por
homicidio culposo.
Ampliando su negocio, comenzó después a promover
publicitariamente las glándulas de cabra como cura para 27
dolencias, que iban desde la demencia hasta la fatulencia. Por
primera vez, sus dudosas actividades llamaron la atención de la
Asociación Médica Americana, que envió un agente encubierto a
su clínica, cuyo informe, como es lógico, no fue nada halagüeño.
Pese a todo, su negocio de implantación de testículos de chivo
comenzó a generar mucho dinero, que también comenzó a llegarle
a través de la venta de todo tipo de medicamentos milagrosos en
su red de farmacias. Sin embargo, cada vez un mayor número de
pacientes tratados por Brinkley tuvieron que ser atendidos de
urgencia por otros médicos.
Finalmente, perdió su licencia médica. El contraatacó
presentándose dos veces consecutivas como candidato a
gobernador de Kansas, puesto que le permitiría designar a
conveniencia a los miembros de la junta médica y recuperar su
licencia. En ambos casos perdió, aunque no por mucho. A pesar
de que ya no podía ejercer la medicina en Kansas, mantuvo su
clínica abierta colocando al frente a dos de sus protegidos,
mientras él proseguía con sus famosos programas de radio, en los
que daba publicidad a sus métodos y a sus fármacos fraudulentos.
Además, siguió realizando ocasionalmente trasplantes de
glándulas de chivo en otros estados, menos legalistas, y amplió su
oferta con vasectomías, rejuvenecimientos de próstata (1.000 dólares
por operación) y una mayor gama de productos farmacéuticos, a
cual más sui géneris. Así, su negocio siguió prosperando y abrió
otra clínica en San Juan, Texas, especializada en tratamientos de
colon. En 1936, Brinkley ya era francamente millonario, pero al
comenzar la Segunda Guerra Mundial, se mostró abiertamente
pro nazi, lo que acabaría con su carrera y con su negocio. Sus
últimos años no fueron buenos. Perdió su estación de radio, varios
de sus antiguos pacientes lo demandaron por mala praxis, el fsco
le investigó y el Servicio Postal lo acusó servirse del correo para
sus fraudes. En enero de 1941, se vio obligado a declararse en
quiebra. Además, su salud se quebrantó mucho, pues sufrió tres
ataques al corazón y la amputación de una de sus piernas por
problemas de circulación. El 26 de mayo 1942, Brinkley murió en
la ruina.

Otro doctor estadounidense, californiano en su caso, igual de


polémico fue Albert Abrams (1863-1924), que teóricamente se
doctoró en la universidad alemana de Heidelberg, aunque existen
dudas al respecto, y comenzó una carrera médica convencional
que mantuvo, con cierto éxito, durante veinte años, hasta que, a
partir de 1910, decidió sacar mayor partido a su experiencia.
Primero presentó la espondiloterapia, un tratamiento que curaba
enfermedades aplicando golpecitos y pequeñas descargas
eléctricas en la columna vertebral. En 1920, descubrió la reacción
electrónica de Abrams (ERA), que entendía y trataba la
enfermedad como una falta de armonía en la oscilación electrónica
susceptible de ser curada con aparatos (osciloclastos) que
generasen el mismo tipo de vibración que ella. Acto seguido, dio a
conocer el dinamizador, máquina capaz por sí sola de
diagnosticar cualquier enfermedad conocida mediante una sola
gota de sangre, un papel manuscrito por el paciente o, incluso,
una muestra de sangre seca que le enviaran por correo. Como era
notorio en sus publicaciones, Abrams no tenía ni la más mínima
idea de electromagnetismo ni se molestó en buscarle una base
científca a su descubrimiento. El funcionamiento de su artefacto
no se apoyaba en ninguna teoría conocida. Ni desconocida. Pese a
todo, muchos médicos y curanderos alquilaron (pues no se
vendían) sus aparatos eléctricos, frmando un acuerdo que les
impedía abrir la caja sellada que los protegía. En 1923, había ya
3.500 dinamizadores y osciloclastos en las consultas médicas del
país y varios artículos en reputadas revistas médicas elogiaban su
revolucionaria contribución a la medicina, por no hablar del
testimonio de los pacientes curados..., pero la Asociación Médica
Americana empezó a mirar con inquietud su negocio. Las
máquinas de Abrams lo curaban todo. No importaba lo peligroso
de la enfermedad que uno padeciera, él tenía el remedio. Pero el
ambicioso Abrams no se conformó y amplió sus pretensiones e
inventó nuevos aparatos con muchas utilidades (según su manual
de instrucciones).
Pero, en 1923, un hombre mayor a quien le habían
diagnosticado en la prestigiosa clínica Mayo un cáncer de
estómago inoperable se hizo atender por un profesional seguidor
de las teorías de Abrams, quien, después de que el paciente
pagase sus caros tratamientos, lo declaró «completamente
curado». El hombre murió un mes más tarde y se desató un
escándalo. Al otoño siguiente, la revista Scientifc American reunió
a un equipo de investigadores que trabajó con un médico
seguidor de Abrams al que se llamó Doctor X. Se le dieron seis
frascos con agentes patógenos y se le pidió que los identifcara. El
doctor X se equivocó con el contenido de los seis frascos. La
revista publicó los resultados, lo que generó un mayor escándalo
aun. Algunos médicos quisieron poner de nuevo a prueba la
efectividad de la tecnología de Abrams y le enviaron muestras de
sangre para que las analizara y diagnosticara las dolencias que
afectaban a! dueño de la sangre. Abrams diagnosticó que la
persona estaba afectada de diabetes, malaria, cáncer y dos
enfermedades venéreas. Los médicos publicaron esos resultados,
aclarando que la sangre que le habían enviado provenía de un
gallo de corral. Abrams se limitó a defenderse diciendo que era
víctima de una injusta persecución. Finalmente, pese a la
prohibición conUactual de hacerlo, se abrió un osciloclasto y se
analizaron sus componentes: un condensador, un reostato, un
medidor de ohmios y un interruptor magnético, todo conectado
cuidadosamente, pero sin función aparente ninguna. La comisión
concluyó que: «En el mejor de los casos, es toda una ilusión. En el
peor, un colosal fraude». Unos meses después, el doctor Abrams
enfermó de neumonía, sus máquinas y sus métodos no le
encontraron solución y murió, a los sesenta y dos años. Sin haber
sido desenmascarado públicamente.
Entre la nómina de charlatanes modernos ha de incluirse a
muchos personajes que han vivido por y para (sobre todo «de»)
una teoría visionaria, cuanto más rara y llamativa mejor, tenga o
no sustento científco o lógico. Veamos algunos ejemplos.
En 1851, el charlatán y ocultista francés JacquesToussaint Benoit
hizo pública, y sin ruborizarse, su teoría de que los caracoles eran
capaces de comunicarse a distancia por medios telepáticos,
siempre que antes hubieran estado en contacto. Eso, para él,
suponía una gran revolución en el campo de las
telecomunicaciones. Se lo contó a su amigo, el señor Biat-Chreüen,
gerente de un gimnasio parisino, al que pidió dinero para
fnanciar sus investigaciones (he ahí el objetivo fnal de tan
interesante investigación). Como su amigo e inversor, tras
prestarle algo de dinero, le pidió pruebas palpables de que su
teoría funcionaba, Benoit inventó un aparato, al que llamó ni más
ni menos «brújula pasilalinicosimpática» o «telégrafo de
caracoles», compuesto por dos cajas con 24 casillas cada una
forradas de zinc y con un paño empapado en una solución de
sulfato de cobre, cada una de las cuales contiene una letra del
alfabeto (francés) y en la cual se colocaba un caracol. La idea era
sencilla: dos personas, cada una con su caja, pulsaban sobre un
caracol y, en la caja de la otra persona, estuvieran ambos a la
distancia que estuvieran, el caracol situado en la misma letra
estiraría sus cuernos, demostrando con ello que había recibido el
mensaje.
Evidentemente, las pruebas fueron un rotundo fracaso y dejaron
claro que aquello era un simple (y tonto) fraude. Y aunque no lo
fuera.

Mucho más ambicioso (y fructífero) en su farsa fue Immanuel


Velicovski (1895- 1979), autor ruso nacionalizado estadounidense
que hacia 1950 provocó una tormenta científca con su libro
Mundos en colisión, los ecos del cual aún resuenan en el mundo de
la ciencia. Basándose en sus estudios de historia antigua,
Velicovski intentó demostrar que los relatos de los primeros libros
de la Biblia, tan a menudo considerados meras leyendas, eran
básicamente históricos y tenían correlaciones con la mitología de
otras culturas antiguas coetáneas. Velicovski alegó que la Tierra
había experimentado catástrofes de impactos planetarios hace tan
poco como dos mil años, y durante las cuales, tal como se registra
en la Biblia, el Sol había permanecido inmóvil en los cielos, el mar
Rojo se había separado y unido de nuevo, había caído maná del
cielo para alimentar a los israelitas, grandes plagas habían asolado
Egipto... Según su libro, hacia el siglo XV a.C., el planeta Júpiter
eyectó un cometa que pasó cerca de la Tierra y que, al alterar su
órbita y su inclinación axial, causó una serie de cataclismos
recogidos por toda la mitología mundial. El mismo cometa volvió
a pasar cincuenta y dos años después (siempre según Velicovski),
causando otra serie de catástrofes, antes de instalarse en órbita
solar y transformarse en Venus. Y ahí no acabó la cosa, pues estos
vaivenes de Venus hicieron que Marte se saliera de su curso y
pasara también cerca de la Tierra, originando una nueva ola de
cataclismos. Los astrónomos serios, aparte de hacer hincapié en
que Venus no es como Velicovski lo describe, señalaron que los
movimientos planetarios descritos por él violan casi todas las
leyes conocidas de la mecánica. Tampoco era una tesis
convincente para los mitólogos, que señalaron una serie de errores
obvios (entre ellos, considerar el mito de Atenea surgiendo de la
cabeza de Zeus como una prueba de la salida de Venus desde
Júpiter, cuando en realidad Atenea equivalía a la romana
Minerva, mientras que la romana Venus es en realidad la griega
Afrodita). Si Velicovski hubiera pretendido escribir una novela de
ciencia fcción, sus errores no hubieran tenido mayor
trascendencia, pero como hipótesis científca no tenía ni pies ni
cabeza. La comunidad científca sobrerreaccionó y contribuyó a
darle una inmerecida popularidad, convirtiéndolo casi en un
sabio perseguido, cuando en realidad no era ni una cosa ni la otra.
Por ejemplo, el astrónomo Harlow Shapley llegó a orquestar una
campaña para impedir que su libro se publicara; no lo impidió,
por supuesto, pero sí que consiguió que sus ideas históricas y
astronómicas, profundamente erradas, sirvieran de inspiración a
muchas de las leyendas New Age de tipo «ángeles ayer,
extraterrestres hoy», que siguieron.
El homeópata francés Jacques Benveniste (1935-2004) primero
desarrolló una prometedora carrera en la medicina convencional,
muy especialmente en el campo de la investigación inmunológica,
atesorando un gran prestigio. Sus problemas empezaron cuando
se vio que no era inmune a tanto prestigio y comenzó a
compararse públicamente con Galileo y a hacer campaña en favor
de su candidatura al premio Nobel. Estos delirios le fueron
cerrando puertas y su deriva ya fue imparable. Desde junio de
1988, Benveniste estuvo en el centro de una gran controversia
internacional, cuando publicó un artículo en la prestigiosa revista
científca Nature que no sólo apoyaba las tesis homeopáticas, sino
que las llevaba a sus últimas consecuencias. Los biólogos se
desconcertaron con las propuestas y con los resultados clínicos
que, según él, conseguía con sus preparados en tan altas
diluciones que ya no quedaba en ellas molécula alguna de su
principio curativo. Como condición previa a la publicación de
aquel controvertido artículo, Nature pidió a Benveniste que los
experimentos se replicaran en laboratorios independientes.
Finalmente, cuatro laboratorios de Canadá, Italia, Israel y Francia
se avinieron a avalarlo y el artículo se publicó con el explícito
título «Desgranulación de basóflos humanos activada por un
antisuero contra IgE muy diluido». Al hilo de la repercusión del
artículo y sus implicaciones, Benveniste llegó a hacer afrmaciones
tan absurdas como la de que: «.. .por ejemplo, se podrían lanzar
las llaves del coche al Sena y recoger luego en Le Havre las
moléculas que conservan el molde que permitiría volver a hacer
las llaves y encender el motor». Él antepuso a las críticas su
razonamiento de que la confguración de las moléculas se
mantenía activa biológicamente en el agua (signifque esto lo que
signifque), lo que un periodista resumió acuñando la expresión
«memoria del agua». A la vista del revuelo, se hizo una réplica de
la investigación y, ni siquiera con la colaboración del propio
equipo de Benveniste, se pudo replicar los resultados originales.
Pese a ello, Benveniste se negó a retractarse de su artículo y
explicó en varias cartas a Nature que el protocolo usado en esas
investigaciones no era idéntico al suyo. Y ahí no acabaron sus
aportaciones. En los años noventa, Benveniste llegó a afrmar que
esa memoria podía ser digitalizada, transmitida y reintroducida
en otra muestra de agua, de forma que ésta mostrara las mismas
cualidades que la primera. O sea, hablamos de una especie de
teletransportación de la memoria del agua, o, por apurar el
concepto, de una farmacopea telemática, de tratamientos por
teléfono.
Como dijo Robert Park al respecto: «Ése es el punto en el que se
supone que todo el mundo se da cuenta de lo ridículo del asunto y
se echa a reír a carcajadas. Pero los homeópatas no se ríen».

El estadounidense Richard C. Hoagland (1945) es conocido por


sus teorías sobre temas astronómicos consideradas extravagantes
por la mayoría de los astrónomos serios y también por sus
investigaciones sobre la supuesta existencia de artefactos
extraterrestres y señales de vida inteligente. Se centra
principalmente en el estudio de supuestas civilizaciones arcaicas
avanzadas, con sede en el sistema solar, particularmente en Marte,
la Luna y los satélites de Júpiter y Saturno, y en defender la tesis
de que existe una serie de conspiraciones promovidas por la
NASA y el gobierno de los Estados Unidos para mantener en
secreto estos hechos. Por ejemplo, Hoagland ha insistido mucho
en la existencia de vida extraterrestre inteligente, que según él es
la que explica la existencia de la llamada «Cara de Marte», ciudad
construida sobre la planicie marciana de Cidonia por
extraterrestres inteligentes, siguiendo un diseño geométrico de
pirámides y montículos acordes a ciertos patrones, con relaciones
entre ángulos que coinciden con las constantes matemáticas pi, e y
raíz cuadrada de dos. En sus muchas apariciones en los medios ha
ido explicando que sus antiguas amistades con científcos de la
NASA y del Laboratorio de Propulsión a Chorro, le proporcionan
«información privilegiada». También ha señalado, dentro de su
teoría conspiranoica, que la NASA nos oculta que numerosas
rocas que rodean los siüos de amarizaje de los vehículos de
exploración marciana son, en realidad, maquinaria extraterrestre;
que las fotos de la NASA que muestran una superfcie de Marte
roja son un montaje, porque en realidad es de color salmón con
parches verdes de vida vegetal; que el gobierno de los Estados
Unidos oculta la existencia de extraterrestres; que la NASA
asesinó a los astronautas del Apolo 1; que Japeto, la luna de
Saturno, es un satélite artifcial; que la nave Gálibo, que se estrelló
contra la atmósfera de Júpiter, causó una mancha negra debido a
su carga nuclear; que la NASA oculta el conocimiento de una
civilización antigua en la Luna, que dejó en ella restos de su
tecnología avanzada; que los ataques del 11-S son parte de una
conspiración de astrólogos masones; que el huracán Katrina y
otros tan mortíferos como él son creados artifcialmente mediante
tecnología HAAJRP (High-frequency Active Auroral Research
Project)...

El ex jugador de fútbol, comentarista deportivo y portavoz del


Partido Verde del Reino Unido británico David Icke (1952) se
reconvirtió en ensayista, conferenciante e investigador de cierto
éxito, aunque dedicado monotemáticamente a difundir su
mensaje de que el mundo está dominado por unos seres, los
illuminati, que él considera descendientes de una raza híbrida de
repules. En una veintena de libros, Icke sostiene machaconamente
que el mundo está dominado por un grupo llamado «La Élite»,
formado por una raza de reptiles humanoides, conocida desde
tiempos ancestrales como «Hermandad Babilónica», de la que
desciende mucha gente prominente, por ejemplo los ex
presidentes Bush, los Rockefeller, los Rothschild y la familia real
de Inglaterra, entre otros más inesperados, como el cantante y
actor estadounidense Kris Kristofferson. Para él, todos ellos tienen
la misma línea cosanguínea, que viene esparciéndose por las
aristocracias mundiales desde los reyes de Sumeria hasta los
actuales. Icke se explica con argumentos del tipo: «Seguí el rastro
fácilmente hasta los tiempos de las Cruzadas en el Cercano
Oriente, siglos XII y XIII, y ese periodo en general, y de ahí seguí
hacia mucho más atrás, hasta adentrarme en el mundo antiguo y
en la prehistoria. A esas alturas, se encuentran por todo el planeta
leyendas antiguas y relatos de «dioses» provenientes de otro
mundo, que se entrecruzaron con la humanidad para crear una
red híbrida de linajes. El Antiguo Testamento, por ejemplo, habla
de los «Hijos de Dios», que se entrecruzaron con las «hijas de los
hombres» para crear una raza híbrida, los neflim...». Según Icke,
el principal objetivo de esta sociedad secreta u «hombres en las
sombras» es la instauración de un gobierno mundial de corte
fascista; una dictadura controlada por las élites mundiales, muy
en la forma de lo descrito por George Orwell en su libro 1984.

Por haber charlatanes, los hay incluso que enarbolan precisamente


la lucha contra los charlatanes y que hacen de ella su fuente de
negocio. Uno de estos es el estadounidense Kevin Mark Trudeau
(1963) que pasa la mayor parte de su tiempo encabezando
movimientos en contra de la manipulación informativa
gubernamental y corporativa e impulsando demandas judiciales
contra todo tipo de corporaciones y agencias gubernamentales
que, según él, se aprovechan de los consumidores (igual que hace
él), en ocasiones recurriendo simplemente a la mentira. Asimismo,
también se dedica a dar cursos de formación en diferentes
fundaciones afnes, e incluso ha donado parte de su fortuna
(conseguida precisamente por la publicidad y la comercialización
de su actividad) para luchar por tal causa. En defnitiva es un
cínico que combate lo que él mismo practica y que ganó algo de
popularidad gracias a sus espacios comerciales en la televisión
nocturna y a la publicación de un libro de éxito titulado Curas
naturales c¡ue Ellos no quisieran que conocieras. Trudeau ha sufrido
varias condenas desde principios de los noventa por fraude y
hurto, y la Comisión Federal de Comercio y varios estados le han
demandado en numerosas ocasiones por difamar productos de
consumo, consiguiendo que le sea prohibida cualquier actividad
comercial.

Desde la antigüedad, científcos y charlatanes de todo tipo han


buscado denodadamente la quimera imposible de la máquina de
movimiento perpetuo (es decir, aquella que puede seguir
eternamente en movimiento sin consumir energía de fuentes
externas). El simple hecho de que hayan sido muchos los modelos
propuestos indica, bien mirado, que nunca se ha encontrado uno
realmente efcaz. Es imposible.
El primer intento registrado de construir una máquina de
movimiento perpetuo se remonta al siglo V en Baviera. Se basaba
en una serie de pequeños imanes unidos a una rueda, como una
noria, colocada por encima de un imán mucho mayor situado en
el suelo. Se suponía que a medida que cada imán de la rueda
pasaba sobre el estacionario, era primero atraído y luego repelido
por éste, lo que empujaba la rueda y creaba un movimiento
continuo, sin gasto de energía. Otro ingenioso diseño fue ideado
en 1150 por el matemático indio Báscara II (1114- 1185), que
propuso una rueda que daría vueltas continuamente si se añadía
un peso en su borde que la desequilibrara y la hiciera girar.
Iterando esto una y otra vez, Báscara afrmaba que se podía
extraer trabajo ilimitado de forma gratuita. En el siglo XIII, el
maestro albañil y arquitecto francés Villard de Honnecourt (c.
1200- 1250) legó un croquis de su propio modelo de máquina de
movimiento perpetuo. Siguiendo su ejemplo, su compatriota
Pierre de Maricourt diseñó otro: una esfera magnética que,
montada sin fricción sobre un eje paralelo al celeste, daría un giro
completo al día, por lo que podría ser utilizada como planisferio
astronómico automático. Incluso, el gran Leonardo da Vinci (1452-
1519) se interesó por las máquinas de movimiento perpetuo.
Aunque las criticaba en público, comparándolas con la búsqueda
infructuosa de la piedra flosofal, en sus cuadernos de notas
privados hacía bocetos ingeniosos de máquinas autopropulsadas,
incluidas una bomba centrífuga y un gato diseñado para rotar una
broqueta de asado sobre un fuego. Luego, el jesuíta belga
JeanTaisner (1508-1562) describió otro prototipo que consistía en
una rampa, una piedra imantada y una bola de hierro. En 1518,
Mark Anthony Zimara (1460-1523) diseñó un molino «que se
autosopla» y que generaba energía a partir de una serie de fuelles
que insufaban sus propias velas. Poco después, John Dee (1527-
1608) informó haber visto una máquina de movimiento perpetuo
durante sus viajes, pero que no se le permitió una observación
detallada.

Ya en el siglo XVII, en 1610, el alquimista y mago Cornelis


Drebbel (1572-1633) diseñó una máquina de oro (que indicaba la
hora, fecha y estación) montada sobre una esfera apoyada en
columnas y alimentada por los cambios de presión del aire (el
líquido en un tanque sellado variaba su volumen, haciendo que
funcionase constantemente). En 1630, el físico y místico
RobertFudd (1574-1637) propuso varios modelos distintos. En
general, todos ellos funcionaban por recirculación mediante una
rueda hidráulica y un tornillo deArquímedes. Después de 1635 se
concedieron muchas patentes de máquinas de movimiento
perpetuo. En 1638, el inventor y constructor real Edward Somerset
(1601-1667), marqués de Worcester, desarrolló una, mientras que,
en junio de 1663, el parlamento inglés le otorgó una patente por 99
años de su motor watercommanding (de vapor). Al año siguiente, el
ingeniero militar de Hamburgo Ulrich von Cranach diseñó una
bola de movimiento perpetuo que no funcionó en la práctica. La
máquina tenía una bala de cañón rotativa que descendía por un
tornillo de Arquímedes dispuesto a lo largo del perímetro de una
rueda (como una rueda hidráulica) y que rodaba por una guía,
para luego ser llevada nuevamente hacia arriba mediante un
tornillo de Arquímedes (impulsado por la propia bola-rueda). El
francés Blaise Pascal (1623- 1662) introdujo su ruleta giratoria en el
siglo XVII como parte de su investigación en busca de una
máquina de movimiento perpetuo. El irlandés Robert Boyle (1627-
1691) ideó el «vaso perpetuo» o «cáliz perpetuo» (que desarrollaba
lo que teóricamente se había llamado «paradoja hidrostática»),
mientras que el suizo lean Bernoulli (1667-1748) propuso una
«máquina energética de fuido». En 1686, el arquitecto, ingeniero y
escritor alemán Georg Andreas Bóckler(c. 1617-1687) diseñó
molinos de agua autopropulsados y varias máquinas de
movimiento continuo con bolas en movimiento por distintas
variantes de tornillos de Arquímedes.
Gracias a la conservación de la correspondencia que mantuvo el
zar Pedro I (1672-1725), hacia 1715, con un tal doctor Orfreo,
seudónimo del excéntrico empresario y timador alemán Johann
Bessler (1680-1745), se pudieron conocer los detalles de la famosa
«rueda automotriz» de éste. Se trataba de una enorme rueda
sostenida por su eje y que giraba sin jamás detenerse. En sus
demostraciones, el público quedaba estupefacto y se decidían a
invertir en semejante portento. Pero los científcos dudaban de su
hazaña y lo acusaban de fraude, mientras que él se defendía
acusándoles de actuar por envidia. Su notable invento llegó a
oídos del zar, quien movió cielo y tierra hasta traer ante sí a ese
verdadero genio para que le mostrara (y le vendiera su invento).
Sin embargo, antes quiso someter a prueba el aparato. Para ello lo
instalaron en una bodega bajo llave y al cuidado de guardias
durante diez días. Una vez cumplido el plazo, abrieron la bodega
y vieron que la rueda seguía moviéndose. Previo pago de una
cuantiosa suma, Orfreo volvió raudo a Alemania, su tierra natal.
Al poco tiempo, cuando el zar quiso hacer una demostración de
su nueva adquisición, la rueda no funcionó. Desarmaron el
artilugio y descubrieron un ingenioso sistema de poleas que
accionadas manualmente desde un compartimento oculto, la
hacían girar a voluntad. Según cuenta la historia, el zar Pedro I,
que no se distinguía por dejarse tomar el pelo, volvió a mover
cielo y tierra hasta atraparlo y encerrarlo para siempre.

Ahora bien, la búsqueda de la hipotética e imposible máquina


de movimiento perpetuo no ha sido estéril desde un punto de
vista científco. Por el contrario, si bien los inventores nunca han
construido una máquina realmente efcaz, los enormes esfuerzos
invertidos en diseñarla y construirla han llevado a los físicos a
estudiar cuidadosamente la naturaleza de las máquinas térmicas.
Por ejemplo, hacia 1760, John Cox ideó un reloj que podía seguir
en marcha indefnidamente, impulsado por los cambios en la
presión atmosférica que movían un barómetro que, a su vez, hacía
girar las agujas del reloj (que funcionaba realmente y que aún
existe hoy). Pero hay que tener en cuenta que este ingenioso
mecanismo extrae la energía necesaria del exterior, en forma de
cambios en la presión atmosférica. Hacia 1775 se seguían
proponiendo tantos diseños distintos que la Real Academia de
Ciencias de París anunció que «ya no aceptaría ni estudiaría más
propuestas concernientes a movimiento perpetuo», con el
argumento de que éste era sencillamente imposible y que su
investiación consumía tiempo y recursos. Sin embargo, se
continuaron proponiendo y construyendo muchas máquinas
«perpetuas» en busca de la energía gratuita.
Pero el incentivo para producir una máquina de movimiento
perpetuo era tan grande que los esfuerzos científcos fueron
dejando paso a las estrictas estafas. En 1813, el inventor
estadounidense Charles Redheffer exhibió una máquina en Nueva
York que sorprendió a la audiencia al producir (como todas las
anterior) energía ilimitada sin coste (sin coste para él, porque todo
aquel que quiso comprobarlo por sí mismo hubo de afrontar un
coste de dólar por cabeza). Cuando Robert Fulton examinó esa
máquina cuidadosamente, encontró una cinta oculta que
impulsaba a la máquina. Siguiendo su recorrido, llegaron al ático
del edifcio, donde descubrieron a un anciano que daba vueltas en
secreto a un cigüeñal con una mano, mientras que con la otra
comía tranquilamente.
En 1870, los editores de Scientifc American fueron engañados por
una máquina fraudulenta construida por E. P. Willis. La revista
publicó la historia bajo el sensacionalista título «El mayor
descubrimiento hecho jamás». Los investigadores tardaron un
tiempo en descubrir que también había fuentes ocultas de energía
en ese modelo. Dos años después, en 1872, John Emst Worrell
Keely (1837-1898) perpetró el timo más sensacional y lucrativo de
su tiempo, con el que estafó a inversores que habían aportado casi
5.000.000 de dólares, una espléndida suma para fnales del siglo
XIX. Su máquina de movimiento perpetuo se basaba en
diapasones resonantes que, según afrmaba, «repiqueteaban en el
éter». Keely, un hombre sin formación científca, invitaba a
inversores privados a su casa, donde les sorprendía con su
«motor-vacuo-hidro-neumático-pulsante», que funcionaba a gran
velocidad sin ninguna fuente aparente de alimentación extema.
Sorprendidos por esta máquina autopropulsada, ávidos
inversores acudieron casi en bandada a prestar interesadamente
su dinero. Posteriormente, algunos de ellos, desilusionados,
acusaron a Keely de fraude y, de hecho, pasó algún tiempo en la
cárcel, pero cuando murió, era un hombre adinerado. Tras su
muerte, los investigadores encontraron el ingenioso secreto de su
máquina: cuando su casa fue demolida se encontraron tubos
ocultos en el suelo y en las paredes de los cimientos que
secretamente enviaban aire comprimido producido por un
molino.

En 1881, el veterinario John Gamgee (1831-1894) inventó una


máquina de amoniaco líquido, cuya evaporación producía gases
expansivos que podrían mover un pistón e impulsar así máquinas
utilizando solo el calor de los océanos. La armada estaba tan
fascinada por la idea de extraer energía ilimitada de los océanos
que aprobó el aparato e incluso hizo una demostración ante el
presidente James Garfeld. El problema era que el vapor no volvía
a condensarse en líquido de la forma apropiada y por ello el ciclo
no podía completarse.
A todo lo largo de la historia, especialmente en el ámbito de la
cultura de raíz cristiana, se han sucedido las predicciones
catastrofstas y apocalípticas sobre el fn del mundo. Que se sepa,
ninguna ha acertado (al menos hasta ahora), pero casi todas ellas
han tenido una gran utilidad... para sus autores, al servir de
oportunidad de sustento y aun de negocio (en algunos casos,
redondo) para una ingente cantidad de charlatanes, buscavidas y
embaucadores disfrazados de adalides religiosos o irredentos
visionarios. Lo cierto es que, en la mayoría de las ocasiones, esas
predicciones han tenido detrás los intereses espurios de un falso
profeta en busca de su propio interés o, en el mejor de los casos,
su ingenua credulidad envuelta en fanatismo. Repasemos,
siquiera sucinta y rápidamente, algunas de estas miles de
profecías del fn del mundo.
Uno de los primeros embaucadores con el mito del fn del
mundo fue un falsario del que solo sabemos que se hacía llamar
Moisés y que, respaldado por un cómputo talmúdico que preveía
la llegada del Mesías entre los años 440 y 471 de nuestra Era,
recorrió por aquellas fechas la isla de Creta convenciendo a los
demás judíos de que él era el ansiado Ungido. Les aseguró que
pronto terminarían la opresión, el exilio y el cautiverio y muchos
le creyeron a pies juntillas y se prepararon para el viaje,
vendiendo todas sus propiedades. Cuando llegó el día de la
liberación, los judíos cretenses siguieron a Moisés hasta una atalaya
sobre el mar Mediterráneo. Él les dijo que solo tenían que
arrojarse al mar y que sus aguas se abrirían ante ellos para que
pudieran regresar a su Tierra Prometida. Muchos obedecieron y se
lanzaron a un mar que no se abrió (ni el más ligero amago).
Muchos de aquellos judíos se ahogaron; otros fueron rescatados
por marineros y pescadores. Sin embargo, a Moisés no se le
encontró por ningún lado. El supuesto Mesías había desaparecido.
De milagro.
En el año 960, el erudito y visionario alemán Bernardo
deTuringia causó una gran alarma en toda Europa tras anunciar
que, según sus cálculos, el mundo acabaría en el año 1000.
Afortunadamente para él, murió antes de que ese apocalipsis
tuviera lugar (y se evitó las colas). Los textos apócrifos de la Biblia
dicen que el Juicio Final (y, en consecuencia, el fn del mundo, al
menos tal y como lo conocemos) tendría lugar mil años después
del nacimiento de Jesucristo. Cuando ese día estuvo cerca, se
produjo un cierto grado de preocupación (aunque todo parece
indicar que no el pánico que a veces se vende). Se ha dicho, por
ejemplo, que muchas tierras se dejaron sin arar (total, para qué).
Signifcativamente, el papa Silvestre II y el emperador Otón III
suspendieron sus notables diferencias políticas ante la inminencia
de la fecha. No obstante, muchos historiadores modernos
sostienen que ciertos antiguos colegas suyos, como Voltaire y
Gibbon, se habían encargado de nutrir esta leyenda del Año Mil
para acentuar la naturaleza crédula del cristianismo medieval.
Pasada la fecha sin novedad, algunos teóricos se apresuraron a
explicar que, en realidad, el cálculo se había hecho mal, pues los
1.000 años habrían de pasar desde la fecha de la muerte de Cristo
y no desde su nacimiento. Por tanto, el fn del mundo ocurriría en
el año 1033. Pero en esa fecha tampoco hubo grandes novedades.
En 1179, un astrólogo conocido como Juan de Toledo puso en
circulación panfetos que recogían la preocupación señalada por
muy distintos eruditos en el sentido de que el temido fn del
mundo se produciría cuando todos los planetas conocidos se
reunieran en la constelación de Libra, circunstancia que se daría
justamente a las cuatro y cuarto de la tarde del 3 de octubre del 23
de septiembre de 1186, según el nuevo calendario. En
Constantinopla, el emperador bizantino mandó emparedar sus
ventanas para esa fecha, mientras que en Inglaterra el arzobispo
de Canterbury llamó a un día de recogimiento. Aunque el
alineamiento de los planetas se produjo, el fn del mundo, como es
evidente, no. Así que hubo que seguir con las predicciones.
Poco después, el abad italiano Joaquín de Fiore (1135-12.02),
que proponía una observancia más estricta de la regla franciscana,
daría a conocer otro bien asentado cálculo (tan intrincado como
erróneo) según el cual la fecha fnal del mundo quedaba señalada
para el año 1260. Como consecuencia de su predicción, los años
anteriores a ese muchos fagelantes y devotos en general ocuparon
las calles presas del temor. Al ver que era un temor infundado,
otros autores oportunistas empezaron a aplazarla, sumando a sus
cálculos distintas correcciones (como la edad de Cristo o cosas
así), alcanzando el mismo éxito predictivo.
En julio de 1523, un extenso grupo de adivinos y astrólogos
ingleses profetizaron que un diluvio destruiría la ciudad de
Londres el 1 de febrero siguiente. Este mal augurio provocó la
huida de más de 20.000 londinenses según se acercaba esa fecha.
Otros, como el prior del convento de San Bartolomé, decidieron
hacer frente a la lluvia torrencial (y al designio de Dios)
construyéndose un refugio en una colina y acaparando alimentos
para el sustento de sus monjes durante dos meses. Pero nada
sucedió: aquel día señalado ni siquiera llovió (lo que para aquellos
agoreros fue, sin duda, un alivio, pero también una desilusión).
Pero algo debía tener ese año de 1524, pues, de manera
independiente, el científco y astrólogo alemán de la Universidad
de Tubingia Johannes Stoeffer (1452-1531) ya había vaticinado en
1499 un nuevo Diluvio Universal para el 20 de febrero de ese año.
Sorprendentemente, el día previsto sí que se desató una gran
tormenta en el valle del Rin, que provocó multitud de víctimas,
además de los consiguientes daños materiales, en una especie de
semicumplimiento de la profecía.
Rehecho del semi- fracaso (o animado por el semiéxito, que nunca
se sabe), Stoeffer corrigió su predicción, vaticinando ahora el fn
del mundo para el año 1528. Esta vez, sin embargo, no tuvo tanta
suerte y nada ocurrió, perdiendo toda la poca credibilidad que le
quedaba. Pero hay más. El astrólogo Nicolaus Peranzonus de
Monte Sánete Marie se basó en la nueva conjunción de todos los
planetas en Piscis (un signo de agua) ese mismo año de 1524 para
afrmar su propio vaticinio de un gran diluvio. En justa respuesta
a tanta previsión catastrofsta concentrada en 1524, en Alemania,
la gente comenzó a construir desenfrenadamente todo tipo de
barcos que le pudiera servir para vadear el diluvio. En algunos
puertos alemanes, el pueblo se refugió masivamente en cualquier
bote que fotase y echó el ancla e, incluso, el conde Von Iggleheim
construyó un arca de tres pisos en el Rin. Cuando el diluvio
promeüdo se quedó solo en lluvia (mucha, pero solo lluvia), la
multitud, enfurecida por el engaño, lapidó al infortunado conde
(que, al menos en su persona, vio cumplirse su temor fnisecular).
Pero estos concentrados fracasos predictivos no quitaron las ganas
de intentarlo a los profetas, que siguieron abundando.

En 1532, el obispo de Viena Frederick Nausea (1480-1552)


insistió en que se avecinaba un gran desastre cuando ató cabos
sobre la coincidencia de varios extraños sucesos. Fue informado
de que se habían visto cruces sangrientas a la vez que aparecía un
cometa, que había caído del cielo pan negro y que se habían
intuido tres soles y un fameante castillo en el cielo. La historia de
una niña romana de ocho años de cuyo pecho manó abundante
agua tibia, convenció fnalmente al erudito de que el mundo
llegaba a su fn y así lo hizo saber. Pero el mundo no se dio por
aludido.
Un año después, 1533, el anabaptista Melchior Hoffmann (1495-
1543) anunció en la ciudad francesa de Estrasburgo (en la que él
veía la Nueva Jerusalén) que el mundo se consumiría en llamas.
Estaba convencido de que en su Nueva Jerusalén sobrevivirían
exactamente 144.000 personas (él incluido, por supuesto) a la
devastación causada por el aliento famígero de Enoch y Elias, que
arrasaría el resto del mundo. Luego llegó y pasó el momento del
gran cataclismo anunciado, y dos de sus discípulos y nuevos
profetas, los holandeses Jan Matthysz (c. 1500-1534) y Jan van
Leiden (1509?-1536), discrepantes con su maestro, recogieron la
antorcha famígera y pospusieron la fecha fnal al domingo de
Pascua de 1534, anunciando que solo se salvarían los fles de la
ciudad de Münster, donde ellos vivían ahora (y no Estrasburgo).
El mundo no acabó, pero la vida de los profetas sí, pues, tras
protagonizar una cruenta revuelta, acabarían torturados y
ajusticiados. Idéntico resultado predictivo había obtenido poco
antes el matemático, erudito bíblico y pastor luterano Michael
Stifel (1487-1567), de la localidad ahora austríaca de Lochau, que
calculó una nueva fecha tras su estudio del Libro de las
Revelaciones: las 8 de la mañana del 19 de octubre de 1533. Sus
ingratos convecinos, en vez de agradecerle no haber sido
destruidos, le premiaron con la fagelación pública y su expulsión
de la vida eclesiástica y de la ciudad. Por su parte, en la ciudad
francesa de Dijon, una serie de profecías del astrólogo Pierre
Turrel, publicadas postumamente, señalaban, según sus diferentes
intérpretes, las muy diferentes fechas de 1537, 1544, 1801 y 1814.
En ninguna de ellas ocurrió nada reseñable a este respecto. Unas
décadas después, en 1572, la coincidencia de un eclipse solar total
y varias novas fue motivo sufciente para que varios profetas
británicos anunciaran el fn del mundo. Y en 1584, el astrólogo
Cipriano Leowitz (1524-1574) lo predijo para ese mismo año...,
aunque, luego, se autocorrigió y señaló la nueva fecha de 1614 (en
que él, previsiblemente, ya no estaría presente para comprobarlo,
ni para asumir responsabilidades). Por esas mismas fechas, se
recordó que el matemático y astrónomo alemán Johann Müller
(1436-1476), más conocido como Regiomontano, había dejado
dicho que el fn del mundo ocurriría en 1588.
Ya en el siglo XVII, el rabino judío de Esmirna ShabtaiTzvi
(1626-1676), fundador de la secta turca de los sabateos, interpretó
la Càbala y predijo la llegada del Mesías para 1648. En 1665, en
busca de una cura para su alma atormentada, se presentó ante el
carismàtico Nathan de Gaza, que le convenció de que no debía
esperar al Mesías, designado por Dios para derrocar a los
gobiernos de las naciones y para restaurar el reino de Israel. No
debía esperarlo porque ya estaba aquí: era el propio Tzvi. Éste no
lo dudó y a partir de entonces se manifestó como tal, ganando
pronto un ferviente apoyo en Palestina y entre los judíos de la
diàspora. Su mensaje era todo menos ortodoxo: instaba al pueblo
a «liberarse de todas las inhibiciones» y disfrutar plenamente de
los placeres de la vida. Con él, la sexualidad y la desnudez
pasaron a ser virtudes del buen creyente, al que le quedaba poco
que disfrutar, pues para el nuevo Mesías, el fn llegaría en 1666.
Convencidos por él, ciudadanos de Esmirna abandonaron sus
trabajos y prepararon su regreso a Jerusalén. Sin embargo, tras un
oportuno paso por la cárcel del sultán, Tzvi vio la luz y aceptó la
oferta de salvación convirtiéndose sin remilgos al Islam (actitud
extraña para un Mesías judío) y desdiciéndose sin mayor rubor
(pero sí con mucho alivio) de sus profecías rabínicas. Pese a todo,
su comportamiento errático y su actividad sexual desenfrenadas
volvieron a enconar a las autoridades contra él, hasta que
decidieron desterrarlo. Tzvi murió exiliado en el actual
Montenegro.
Adentrándonos ya en el siglo XVIII, el cardenal Nicolás de Cusa
(1401-1464), eso sí sin apoyo ni refrendo vaticano, había dejado
escrito que el fn del mundo llegaría en 1704 (o, al menos, entre
1700 y 1734). Y el matemático, teólogo y clérigo anglicano
heterodoxo William Whiston (1667-1752), señaló el 13 de octubre
de 1736, a causa de la colisión de un cometa contra la Tierra. Ese
día una multitud de embarcaciones atestadas de gente se agolpó
en el Támesis, pero nada sucedió. Por su parte, el místico, teólogo
y espiritista sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772), tras evacuar
consultas con los ángeles que le visitaban a menudo, fjó 1757
como la fecha fnal. En cambio, para William Bell sería el 5 de abril
de 1761, al interpretar como signos inconfundibles los dos
pequeños terremotos que se sucedieron en Londres en febrero y
marzo de aquel mismo año.
A nuestros efectos, el siglo XIX se abrió en 1806 con una ola de
superstición popular que creyó ver el signo defnitivo del
advenimiento del fn del mundo en el rumor ampliamente creído
de que una gallina de la ciudad inglesa de Leeds había puesto un
huevo en el que se leía la inscripción «Llega Jesucristo». Poco
después, la líder sectaria y profeta inglesa Joanna Southcott (1750-
1814) adujo haber quedado embarazada, tal vez por obra del
Espíritu, del que sería el Nuevo Mesías (tenía ella por entonces
sesenta y cuatro años), el llamado por el Génesis Shiloh, que
nacería el 25 de diciembre de 1814. Pero su embarazo acabó en
nada, así como su vaticinio del fn del mundo, en el que ella
misma encabezaría el grupo de 144.000 creyentes que se salvarían
(a los que, por cierto, ella vendía los pasajes a un precio variable
entre algunos chelines y una guinea). Joanna murió poco después
de la fecha predicha, el día 27 y, para asegurarse de si era cierto o
no lo que decía, le practicaron una autopsia. Sorprendentemente,
no estaba embarazada. Además, legó una caja de notas místicas
que solo podrían ser leídas a su muerte en presencia de 24
obispos. Como nunca se logró reunir a tal elenco, su legado no fue
abierto (al menos, públicamente). Poco después, el también
autoproclamado profeta John Turner, de Bradford, lo predijo para
el 14 de octubre de 1820. Nada. En 1842 se comprobó que tampoco
había acertado en su momento el famoso astrólogo y nigromante
John Dee (1527-1608), que habló del 17 de marzo de 1842.
Al año siguiente, William Miller (1782-1849), un agricultor ateo de
Nueva Inglaterra súbitamente convertido, fundó una pujante secta
(la de los milleristas, luego reconvertidos en adventistas) y
convenció a sus seguidores de que el Juicio Final se produciría el
23 de abril de 1843, conclusión a la que había llegado tras un
atento análisis de los Libros de Daniel y del Apocalipsis. Cuando
llegó el esperado Día del Juicio, muchos de sus seguidores se
reunieron en cumbres y cementerios, y aguardaron y aguardaron,
pero nada pasó. Bueno, sí: que ellos se quedaron sin los bienes que
habían quemado o regalado. Vencido pero no derrotado, Miller
volvió a señalar las fechas del 7 de julio de 1843, el 21 de marzo de
1844 y el 22 de octubre de 1844. Cuando Jesús no apareció en
ninguna de esas ocasiones, muchos de los miles de seguidores de
Miller experimentaron lo que se conoce históricamente como «El
gran chasco». Los que mantuvieron su fe llegaron a la conclusión,
después de releer las Escrituras, que esas fechas no señalaban la
Segunda Venida de Jesús, sino el comienzo del juicio investigador
en el cielo. En realidad, todas las falsas profecías de Miller no
pretendían otra cosa, como se demostró después, que fomentar el
fraudulento negocio del propio profeta, que se enriqueció
vendiendo lo que llamó «ropajes de ascensión».

Por su parte, otro adventista ultraortodoxo estadounidense,


Jonas Wendell (1815-1873), luego de estudiarla cronología bíblica,
llegó a la conclusión de que la Segunda Venida sería más bien en
1868, aunque luego las circunstancias le obligaron a publicar un
folleto concluyendo que habría de ser, defnitivamente, en 1873.
En este último, en efecto, se acabó la vida en el mundo, pero sólo
la del propio Wendell. Para 1874, la fjó uno de sus más atentos
discípulos, Charles Taze Russell (1852-1916), fundador de la
Sociedad Watch Tower, los Estudiantes de la Biblia, antecedente
de los Testigos de Jehová (quienes, por cierto, serían después
especialistas en fjar nuevas y consecutivas fechas).
Pero las profecías modernas sobre el fn del mundo no acabaron
ahí, ni mucho menos. En 1881, expertos egiptólogos lo
pronosticaron para ese mismo año, midiendo las proporciones de
la pirámide de Kéops. Años después, la secta rusa de los
Hermanos y Hermanas de la Muerte Roja lanzó su pronóstico
para el 13 de noviembre de 1900, provocando el suicido masivo de
más de 100 de sus adeptos. Después, en California, una joven
llamada Margaret Rowan, devota de la recién creada Iglesia
Adventista del Séptimo Día Movimiento de Reforma, pero
también de falsifcar las pruebas de sus visiones (por lo que
incluso acabaría en la cárcel), afrmó que el arcángel Gabriel se le
había aparecido para decirle que en la medianoche del 12 de
febrero de 1925 acabaría el mundo. Llegada la fecha, Robert Reidt
(1892-1966), antiguo pintor de brocha gorda, publicó grandes
anuncios en los periódicos de Nueva York invitando a los feles a
unirse a él en lo alto de un monte a la hora del Juicio señalada por
Margaret Rowan. Los que le creyeron, vestidos con ropajes
blancos, esperaron y, a medianoche, alzaron al unísono los brazos
gritando: «¡Gabriel, Gabriel, Gabriel!». Al ver que el arcángel no
acudía, a Reidt se le ocurrió aducir que Margaret Rowan vivía en
California y había hecho la predicción según los usos horarios de
la franja del Pacífco, por lo que los neoyorquinos deberían
esperar tres horas más. A las tres de la madrugada seguían sin
noticias de Gabriel y entonces Reidt culpó a los fashes de los
reporteros gráfcos que habían acudido al lugar para registrar el
acontecimiento. Así que decidió convocar la Segunda Venida, en
segunda convocatoria, para 1932, y esta vez enfocó el problema al
modo clásico: su predicción provenía de una atenta e inspirada
lectura de la Biblia. Eso sí, lo que no cambiaron fueron los
resultados (y esta vez no hubo tantos fotógrafos).
Nuevas profecías se sucedieron para 1931, a cargo de la
Sociedad Profética de Dallas, y 1936, por parte de nuevo de
algunos piramidólogos. Tampoco pasó nada en 1947, año
señalado en 1889 por el conocido como «Mayor Profeta de Estados
Unidos», un antiguo dentista reciclado en clarividente, John
Ballou Newbrough (1828-1891). El leve vacío de predicciones lo
aprovecharon muy bien los inasequibles al desaliento
piramidólogos, que esta vez propusieron agosto de 1953. La secta
canadiense de los Hijos de la Luz prefrió el 9 de enero de 1954.
Incluso, el 24 de mayo de 1954, al observarse grietas en el Coliseo
romano, los italianos recordaron el viejo aserto latino de que «el
mundo permanecerá seguro mientras el Coliseo se mantenga en
pie». Poco después, Héctor Cox, uno de los más famosos oradores
espontáneos del londinense Hyde Park, pronosticó el fn del
mundo para el 28 de junio de 1954. La Comunidad de la Montaña
Blanca predijo la explosión accidental de una bomba atómica que
acabaría con el mundo el 14 de julio de 1960. En 1962 volvió a
surgir una cierta psicosis al darse a conocer la extraordinaria
casualidad de la conjunción, por primera vez en cuatro siglos, de
los ocho planetas en la Casa de Capricornio el 2 de febrero de
1962. Y un predicador de Bogotá, Colombia, señaló el 18 de abril
de 1965. Por su parte, Anders Jensen, líder danés de la secta de los
Discípulos de Orthon (éste era un ente superior con el que
conectaban), pronosticó durante una emisión en directo de la
televisión estadounidense que el fn del mundo se produciría, sin
remisión, el 2 de diciembre de 1967. Aunque para Robin
McPherson, también inspirado por un «ser superior», en su caso
un alienígena llamado Ox-Ho, el Día del luido sería el 22 de
noviembre de 1969. La autonombrada papisa María Staffer lo
anunció, con poco éxito, todo hay que decirlo, para el 20 de
febrero de 1969, trasladando su profecía al 17 de marzo, dando
una segunda oportunidad al destino. Pero ni por ésas. Por su
parte, la visionaria estadounidense Viola Walker señaló el mes de
septiembre de 1975, advirtiendo que había recibido ese mensaje
directamente de Dios. Sin intermediarios.
Pero las profecías del fn del mundo tampoco acabaron ahí. Por
ejemplo, se avisó que ocurrirá en 1998, ya que Jesucristo murió,
según algunos, en la semana 1.998 de su vida; y un tal Criswell
corrigió y señaló 1999, en que, según él, una perturbación
magnética absorbería el oxígeno de la atmósfera terrestre y el
planeta se precipitaría hacia el Sol, convirtiéndose en cenizas.
Según el famoso diseñador de moda hispanofrancés Paco
Rabanne (1934), de acuerdo a las profecías de Nostradamus, que,
entre pespunte y pespunte, había estudiado a conciencia, el fn del
mundo llegaría en el año 2000, siendo una de las señales la
destrucción de la ciudad de París al precipitarse un meteorito
sobre ella. El famoso e infuyente locutor de radio estadounidense
Harold Camping (1921) aplicó la numerología para interpretar los
pasajes de la Biblia y predecir la fecha del fn del mundo, y no una
vez sino muchas. Por ejemplo, en 2011, predijo que el fn del
mundo ocurriría el 21 de mayo de ese mismo año, con el retorno
de Jesús, la ascensión de los elegidos al cielo y un periodo de cinco
meses de fuego, azufre y plagas, con millones de personas
muriendo cada día, para culminar el 21 de octubre con el fn del
mundo. Esta vez, Camping excusó su error diciendo que, en
realidad, lo que había ocurrido el 21 de mayo era solo un «juicio
espiritual», pero que el Día del Juicio la destrucción del Universo
serían el 21 de octubre de 2011.

En 1779, mientras la monarquía francesa comenzaba a


derrumbarse, Catherine Théot (1716-1794), una mujer pobre e
iletrada, recibió la iluminación: ella era, ni más ni menos, la Madre
de Dios, tal y como suena. Impulsada por esa importante
novedad, reunió a su alrededor a un grupúsculo de parisienses
convencidos, rompió con la Iglesia Católica (y viceversa) y,
recurriendo a una expresión no muy afortunada para el momento
histórico que se vivía, empezó a anunciar su «Nuevo Reino».
Como era de esperar, eso tendría la consecuencia previsible de
tener que ingresar una temporada en la cárcel. Al salir, en 1782,
reanudó su actividad más o menos donde la había dejado y, tras
estallar la revolución, se convirtió en una de las más infuyentes
adivinas de la nueva República. En 1794, anunció la inminente
llegada de un Mesías, que consolaría a los pobres. Lo curioso es
que la Madre de Dios apoyaba con frmeza la causa de Robespierre,
a quien sin duda no le haría gracia del todo la engorrosa amistad
de una diosa tan extravagante, pues sus enemigos políticos no
desperdiciaban ocasión alguna para comprometerle. Pronto
empezó a circular la calumnia: Robespierre era un discípulo
secreto de Catherine y tramaba, junto a ella, un complot místico
para derrocar la República (tal vez aquella Madre de Dios pensaba
que Robespierre era su hijo, aventuraron incluso algunos). Algo
habría cuando la diosa, arrestada por los revolucionarios, fue
salvada efectivamente del cadalso por Robespierre, aunque no de
la prisión. Catherine fallecería en 1794 en la prisión de Plessis, no
sin antes profetizar un acontecimiento espantoso para el día de su
muerte. Y así fue: en el preciso momento en que la anciana
sucumbía, el polvorín de Grenelle saltaba por los aires. Sus
adeptos sacaron la conclusión lógica: eso por sí solo reafrmaba
que Catherine era realmente la Madre de Dios y que, en
consecuencia, pronto resucitaría. Aun se espera esto...
La primera aparición pública John NicholsThom (1799-1838), de
Cornualles, se produjo en septiembre de 1832, cuando llegó a
Canterbury y dijo ser el conde Moses R. Rothschild, de la ilustre
familia de banqueros judíos. Vestía al modo turco y gastaba
dinero con generosidad, lo que le hizo muy conocido en toda la
ciudad. Unas semanas después se convirtió en sir William Percy
Honeywood Courtenay de Powderham, caballero de la orden de
Malta. Al poco, aunque casi todos le tomaban por charlatán,
Thom se presentó a las elecciones para el parlamento local de
Canterbury, esta vez pretendiendo ser el barón de Devon. Por
entonces su vestimenta habitual era un vistoso traje de terciopelo
de color
El reverendo británico Henry James Prince (1811-1899), tras ejercer
la medicina, colgó el estetoscopio y fundó una secta conocida
como de los agapemonites. Ordenado pastor anglicano en 1840,
tres años después se convenció de su propia divinidad, y en 1849
fundó la «Morada del Amor» en una comuna de 200 acres, cercana
a Spaxton, en Somerset. En 1856, el Mesías Prince (casado
previamente con una mujer mucho más mayor y mucho más rica
que él) se unió a una virgen, aduciendo que era su destino
religioso. Supuestamente era una unión puramente espiritual,
pero sus seguidores se sorprendieron cuando la joven quedó
embarazada y dio a luz a un bebé. Tras algunos otros escándalos
de índole sexual (y muchas más relaciones espirituales con
vírgenes), arreciaron los rumores de orgías en Spaxton y la prensa
comenzó a interesarse por las verdaderas actividades de Prince y
sus feles, lo que causó el fn del hasta entonces continuo caudal
de contribuciones de feligreses y simpatizantes y la entrada en
declive de su secta. A pesar de sus pretensiones de inmortalidad,
el príncipe murió en 1899. No obstante, la secta sobrevivió,
mortecinamente, hasta 1956.

El norteamericano Arnold Potter (1804-1872), pionero mormón y


líder de una secta cismática del Movimiento de los Santos de los
Ultimos Días surgida en Australia, adonde había llegado como
misionero, afrmó que el espíritu de Jesucristo había tomado
posesión de su cuerpo durante el viaje y lo había transformado
(jugando con el signifcado en inglés de apellido) en «Cristo el
Alfarero, Hijo del Dios viviente». Inmediatamente escribió un
libro (que aseguró que le había sido dictado por ángeles) que
describió como la norma por la que los creyentes serían juzgados
en el Juicio Final. Potter regresó a California en octubre de 1857 y
enseguida alentó un cisma mormón, logrando reunir a un escaso
número de seguidores, pero convirtiéndose en una popular rareza
local. Animado por su supuesta invulnerabilidad divina, Potter
murió en un intento de «ascender al cielo» al iniciar
imprudentemente su vuelo desde un acantilado.

E1 líder religioso musulmán de origen indio Mirza Ghulam


Ahmad de Qadian (1835-1908) aseguró ser el esperado Mahdi y,
simultáneamente, la Segunda Venida de Cristo. Con esa base,
fundó el Movimiento Ahmadía en 1889, buscando el
rejuvenecimiento del Islam y, por comisión de Dios, la reforma de
la humanidad. Además, Ahmad divulgó el dogma de que Jesús de
Nazareth sobrevivió a la crucifxión y murió de muerte natural en
la India, cerca de las montañas Hindu- Kush, tras emigrar hacia
Oriente, en plena oposición a la creencia cristiana en la
resurrección de Jesús. Una tesis que luego muchos han
desarrollado.

Puede que el charlatán místico del sur de la India Sathya Sai Baba
(1926?/1929?) sea la mejor prueba viviente de la estupidez
religiosa humana. Este controvertido gurú, con miles y miles de
seguidores en todo el mundo, sirviéndose de unos trucos
elementales de ilusionista afcionado ha sido capaz de embaucar a
una ingente cantidad de seguidores, que han aceptado
ingenuamente su autoproclamación de que es la reencarnación de
Dios, obviando incluso las abrumadoras acusaciones sobre sus
abusos pedóflos. Según su hagiografía ofcial (que ocupa cuatro
densos volúmenes), escrita por su devoto Narayana Kasturi, el 8
de marzo de 1940, a los catorce años, Sai Baba entró en un trance
místico que lo mantuvo en coma un buen rato. Tras despertar, su
extraño comportamiento preocupó a sus padres: no quería comer,
permanecía en terco silencio salvo para recitar antiguos slokas y
pasaba el día elaborando complejas escrituras hindúes de tono
sagrado. Dos meses después, se autoproclamó reencarnación del
faquir musulmán y santo hinduista Sai Baba de Shirdi fe. 1838-
1918) y, consecuentemente, tomó su mismo nombre. En octubre
de ese mismo año, pasó tres días seguidos meditando bajo un
árbol del jardín de un alto funcionario, concitando mucha
expectación a su alrededor. Baba enseñó a los reunidos a cantar
bhayans en alabanza de varios dioses hindúes (entre ellos, él
mismo). Y se autoaplicó un ascenso místico: ahora ya era
reencarnación divina enviada a la Tierra para provocar la
renovación espiritual.
Con sencillos mensajes y mucho misticismo impostado, fue
ganando adeptos hasta que, a fnales de los años sesenta, se hizo
enormemente popular entre los buscadores espirituales
occidentales (a pesar de que él sólo ha viajado una vez fuera de la
India, en 1968, para visitar en Uganda al estrambótico y cruel
dictador Idi Amin). En noviembre de 1950 se inauguró su primer
áshram, conocido como Prashanti Nilayam («la morada de la paz
suprema»), que, con el tiempo, se convertiría en un lugar de
peregrinación y culto para sus devotos, que provienen de todas
las clases sociales y pertenecen a diversos credos y culturas. Hoy,
su red de centros Sai (unos 1.200 en 114 países), lugares de oración
y autoconocimiento, se ha ido completando con colegios, escuelas
técnicas, universidades y hospitales.
Sus adeptos (según quien haga los cálculos, entre seis y cien
millones de personas de todo el mundo) creen que Sai Baba dene
dones y poderes ilimitados que trascienden la experiencia
mundana y científca, aunque él, por humildad, se niega a hacer
ostentación de ellos, y muchas veces siquiera a mostrarlos
públicamente, de igual modo que, dicen, tampoco busca crear una
secta o un nuevo culto. Además, consideran que sus enseñanzas
les hacen mejores personas, tolerantes con cualquier otro credo o
manifestación divina, ya que su principal dogma es enseñar a ver
a Dios en todas las cosas y en todos los seres. Pese a que Sai Baba
aseguró en 1960 que permanecería en esta forma humana mortal
hasta 2019, e incluso dejó escrito en 1984 que: «En este cuerpo yo
no me pondré viejo o débil como en mi antiguo cuerpo», desde
2005 ha estado confnado en una silla de ruedas y ya casi no hace
apariciones públicas. Pese a su supuesta santidad, Sai Baba ha
estado siempre acosado por las continuas denuncias de abusos
sexuales, estafas, delitos fnancieros e, incluso, asesinatos.

El ingeniero eléctrico estadounidense Ernest L. Norman (1904-


1971), fundador de la Academia de Ciencias Unarius en 1954, en
Los Angeles, junto a su mujer Ruth (otra iluminada), se presentó
como una reencarnación de Jesús, mientras que su encarnación
terrenal era la del arcángel Rafael.

Se creía poseedor de grandes poderes desde su infancia, que,


según él, fue la de un superdotado. Además, también mantuvo
que en vidas pasadas había sido, ni más ni menos, Confucio,
Monna Lisa, Benjamín Franklin, Sócrates, la reina Isabel I y el zar
Pedro I El Grande. Para su secta, el sistema solar estuvo una vez
habitado por antiguas civilizaciones interplanetarias. Unos
colonos de esas culturas, a bordo de 33 naves, llegaron a la Tierra
y formaron a la humanidad.

El fundador religioso Jim Jones (1931-1978) estaba dotado de un


gran carisma y un poder de convicción fuera de lo común. De otra
forma no se explica que pudiera convencer a tantos seguidores de
su eclécüca doctrina (mezcla de fundamentalismo bíblico y de
férreo leninismo, junto a otros componentes aún más extraños) y
de que él era no solo la reencarnación de Jesús, sino también las
de Lenin, Akenatón, Buda y el Divino Padre. Con esta base, en la
década de 1950 fundó la iglesia Templo del Pueblo, una serta a la
que rápidamente se unió todo tipo de personas, pero muy
especialmente negros desplazados del sistema. La iglesia de Jones
se instaló en principio en Indiana, pero más tarde se trasladó al
californiano condado de Mendocino. Posteriormente, debido a los
crecientes problemas con la justicia, Jones trasladó su iglesia a la
Guyana, en Sudamérica, con el argumento de consumo interno de
que muy pronto llegaría una hecatombe nuclear y solo se podría
sobrevivir en un lugar apartado del mundo como aquel. Su secta
se instaló en una granja de 12 km 2, que Jones había arrendado al
gobierno del país. En principio, la vida parecía feliz en Jonestown,
que prácticamente se autoabastecía. Los feles cuidaban de sus
mayores, sus niños y sus enfermos. Pero el edén escondía otros
aspectos menos idílicos. La condición para ingresar era transferirle
todas las posesiones materiales a Jones; a cambio éste se hada
cargo de sus vidas, sus cuerpos y sus mentes. Los miembros con
problemas disciplinarios eran encerrados en una caja de madera de
2,5 x 1 m y los que intentaban huir, eran sedados con drogas. A los
niños no se les permitía ver a sus padres, salvo un rato por la
noche, y solo podían llamar papá a Jones. Los que se portaban mal
eran arrojados a un foso, en cuyo fondo había un hombre que les
asustaba. Jones tenía una guardia personal, encargada de
mantener el orden.
Alertado por algunas denuncias y muchos rumores, el gobierno
estadounidense decidió enviar al senador Leo Ryan y tres
periodistas para investigar. La visita marchaba por unos cauces
cordiales hasta que, en el momento de irse, algunos feles
mostraron su deseo de irse con el senador. Jones no lo pudo
tolerar y azuzó a sus soldados que mataron al senador, a los
periodistas y a uno de los disidentes. Ese mismo día, 18 de
noviembre de 1978, Jones enloqueció. Les dijo a todos que el
mundo tal y como lo conocían se había terminado, e invitó a
todos, adultos o niños, a suicidarse. En defnitiva, 900 personas
murieron ese día. En el mejor de los casos, se suicidaron con una
letal mezcla de zumo y arsénico; los que no quisieron tomarlo,
fueron inyectados a la fuerza con cianuro. Jones murió de un
disparo en la cabeza, pero nunca se supo si se mató o lo mataron.

Para sus adeptos, la estadounidense Elizabeth Clare Prophet


(1939-2009), gurú de la Nueva Era, rebautizada como Guru Ma,
era constantemente iluminada por «maestros ascendidos» como
Jesús, Buda o, entre otros, el misterioso esotérico del siglo XVIII
conde de Saint Germain. En 1958 fundó junto con su segundo
marido la Conferencia Lighthouse, dedicada a enseñar una
espiritualidad sincrética que incorporaba distintos elementos de
todas las religiones mayoritarias del mundo. Al morir su marido,
Elizabeth asumió el control de la Conferencia y fundó la Iglesia
Universal y Triunfante, que combina aspectos de las religiones
mayoritarias con la flosofía occidental y el misticismo. En 1981, la
secta compró un terreno de 12.000 acres en la localidad de
Calabasas, Montana, cercano al parque Nacional de Yellowstone,
y todo el grupo se trasladó a lo que hoy es la sede de esta
organización. A mediados de esa misma década, la secta entró en
crisis cuando un antiguo adepto demandó a Prophet por haberlo
sometido «a algún tipo de control mental». El grupo hubo de
indemnizarlo con un millón y medio de dólares. A fnales de la
década, cuando la profeta auguró el inminente ataque nuclear de
la URSS, unos 2.000 feles se atrincheraron en el rancho de
Montana, acumulando armas y suministros con que dotar al
amplio refugio nuclear de la fnca. En 1999, Elizabeth Prophet
abandonó su papel activo en la secta, que ya contaba entonces con
unos 50.000 miembros.

En las últimas dos décadas, el cristianismo más fundamentalista y


sectario experimentó un inusitado y sorprendente auge en Corea
del Sur, hasta el punto de que en enero de 1999 alguien contó más
de 200 líderes que alegaban ser dios o el mesías. Entre todos ellos
destacan especialmente dos: Ahn Sahng-Hong, fundador en 1964
de la Sociedad Misionera Mundial de la Iglesia de Dios, que lo
considera «Dios Padre», y Sun-Myung Moon, fundador de la
Iglesia de la Unifcación, más conocida como «Secta Moon», que lo
considera también Mesías y Segunda Venida de Cristo.
El budista de nacimiento Ahn Sahng-Hong (1918-1985) se unió
en 1947 a la Iglesia Santidad (Adventista del Séptimo Día), en
cuyo seno fue bautizado en 1948. En 1964 fundó la suya propia,
conocida al principio como Sociedad del Testigo Ahn Sahng-
Hong, granjeándose cierta fama de profeta iluminado,
pronosticando, por ejemplo, la Segunda Venida de Cristo para
1967, aunque más tarde dijo que sería en 1988. El incumplimiento
de sus profecías generó un creciente descontento en el seno de su
joven iglesia y, en los primeros años noventa, ei líder decidió
acometer una importante reforma, reorganizándola como Iglesia
de Dios Sociedad Misionera Mundial. Desde entonces, los adeptos
creen que Jesús ya ha regresado en la persona de Ahn Sahng-
Hong y que ellos son benefciarios exclusivos de Su presencia.
Creen que Corea es la verdadera «Tierra Santa», pues es el lugar
de nacimiento y el reino de Dios. La actual líder de la iglesia, en
calidad de «Diosa Madre», es Zahng Gil-Jah (segunda esposa del
fallecido Cristo Ahnsahnghong que en los años setenta fue
encarcelada por malversación de fondos). Más del 70% de los
feles son mujeres coreanas o estadounidenses de ese origen. Los
miembros oran en el nombre de Ahn Sang Kong y conservan
ciertas enseñanzas de los Adventistas del Séptimo Día y de los
Testigos de Jehová; por ejemplo, santifcan el sábado, no celebran
la Navidad y consideran la Cruz cristiana un símbolo idólatra.
Actualmente, el grupo cree que el fn del mundo ocurrirá en 2012,
cuando un «fuego nuclear apocalíptico» extinguirá toda vida en el
planeta. Sólo unos pocos elegidos (fundamentalmente ellos)
sobrevivirán.
Por su parte, los feles de la Iglesia de la Unifcación
(organización que mezcla credos cristianos con enseñanzas
espiritualistas orientales) consideran a Sun MyungMoon (1920-
2012) y a su esposa, HakJaHan, Padres Verdaderos de la
humanidad, en su calidad de Adán y Eva redivivos. Para ellos la
auténtica misión de Jesús no fue morir en la Cruz. Él hizo todo
cuanto pudo, pero la actitud de los dirigentes de su época impidió
que fuera reconocido como Mesías. Tal no reconocimiento en vida
impidió que el auténtico plan de Dios tuviera éxito, aunque su
ejemplo abrió la puerta a su resurrección y a la venida del Espíritu
Santo, lo que dio vida al movimiento cristiano. En lo terrenal, Sun-
Myung Moon, de cuna confucianista, fue convertido por sus
padres hacia 1930 al cristianismo presbiteriano. Según él, en la
mañana del día de Pascua de 1936, Jesús se le apareció y le
encomendó que «continuase con la obra que él mismo había
comenzado sobre la tierra hacía dos mil años y que lograse el
establecimiento del Reino de Dios que aportaría la paz a la
humanidad». Tras ser torturado y encarcelado por el régimen
dictatorial de Corea del Norte (donde había ido por mandato
divino), Sun Myung Moon fundó en mayo de 1954, en Seúl, la
Asociación del Espíritu Santo para la Unifcación del Cristianismo
Mundial (más conocida como Iglesia de la Unifcación), que vivó
un rápido crecimiento y una gran expansión internacional. Desde
entonces, Moon comenzó a recaudar grandes sumas de dinero y a
acumular muchas propiedades, además de poner en marcha
poderosas organizaciones económicas y propagandísticas.
En 1982, fue condenado en Estados Unidos a año y medio de
cárcel por evasión de impuestos. Durante el juicio, Moon afrmó
haber hablado con Cristo, Buda y Moisés, quienes le
encomendaron la unifcación de las religiones y del mundo. Para
entonces, Moon ya era inmensamente rico; dominaba
organizaciones de ayuda humanitaria y de servicios por la paz,
pero también compañías parafarmacéuticas (como las fabricantes
del revitalizante ginseng), armamentísticas, periódicos en
Washington D. C. y Nueva York, y el New Yorker Hotel, convertido
en Centro Misionero Mundial. Se dice que la base de esta fortuna
fueron los subsidios de algunos gobiernos, que vieron en él un
aliado en la lucha anticomunista, y las aportaciones de sus
feligreses, comprometidos a ayudar «con su sangre, su sudor y
sus bienes,» pues cada centavo obtenido es «una victoria para
Dios».

El ciudadano negro estadounidense Hulon Mitchell, Jr. (1935-


2007), rebautizado como Yahweh Ben Yahweh («Dios, el Hijo de
Dios»), creó en 1979 la llamada Nación de Yahweh en la localidad
de Liberty City, Florida, cerca de Miami. Pese a presentarse sólo
como «hijo de Dios», muchos de sus seguidores lo elevaron a Dios
encarnado. Tras una etapa de rosacruz, en 1965 se convirtió al
Islam y se aflió al grupo radical de los Musulmanes Negros,
entonces dirigido por Elijah Mohamed y Malcolm X. A principios
de los años setenta, se reconcilió con el cristianismo y fundó en
Atlanta la llamada Iglesia Cristiana Moderna, que no terminó de
cuajar, por lo que, en 1978, fundó sobre bases más sólidas el
llamado Templo del Amor. Ya convertido en Yahweh ben
Yahweh y presentándose como Dios vivo, fue capaz de captar a
cerca de 10.000 adeptos en menos de cuatro años, proclamando
una ideología ultrarracista, preconizando la lucha a ultranza
contra los «diablos blancos» y explicando a sus feles negros que
ellos son los auténticos israelitas (los judíos solo son «la sinagoga
de Satán»). Poco a poco, se fue convirtiendo en uno de los
afroamericanos más ricos de Estados Unidos, propietario de más
de 100 inmuebles en Miami, Los Ángeles y Atlanta, que gustaba
pasearse en lujosas limusinas blancas junto a sus siete esposas,
mientras dirigía un gran grupo empresarial y hacía ostentación de
su amistad con ciertas autoridades (a quienes, además de rentable,
les resultaba muy útil pues controlaba los barrios pobres). En 1981
se descubrió en un parque de Miami el cuerpo decapitado con un
machete de un joven de veintiséis años, Aston Greene, que había
contado previamente a sus amigos su deseo de abandonar la secta.
Mes tras mes, los crímenes se fueron multiplicando, mientras la
secta caía en el salvajismo. Y así hasta que el 28 de octubre de 1986
se produjo una nueva matanza en una manzana suburbial, recién
comprada por Yahwe, cuyos vecinos se negaban a desalojar. Por
fn se fue conociendo su rostro más verídico: el de tirano
implacable que golpeaba a los niños con mazos y vertía salsa de
barbacoa sobre sus heridas, mientras violaba a cualquier mujer de
la secta que le apeteciera. Finalmente fue encarcelado en 1990 tras
ser hallado culpable de numerosos cargos (14 asesinatos, estafas,
extorsiones...). La secta perdió mucha de su fuerza, pero aún sigue
operativa (gracias sobre todo a su enorme patrimonio).

El sevillano Clemente Domínguez Gómez (1946-2005) fundó la


llamada Iglesia Cristiana Palmariana de los Carmelitas de la Santa
Faz, escisión herética de la Iglesia Católica, que situó su sede
central en El Palmar de Troya, una pedanía de la ciudad sevillana
de Utrera. Desde los años sesenta declaró tener visiones místicas,
sufrir estigmas y recibir mensajes del Cielo, lo que concitó a su
alrededor un notorio fenómeno sociológico, que duró más o
menos hasta principios de la década de 1970. El 29 de mayo de
1976, durante un viaje en automóvil, sufrió un grave accidente
que le hizo perder la vista. Meses antes, había sido ordenado
obispo por el arzobispo vietnamita Ngo Dinh Thuc Pierre Martin.
En 1978, afrmó haber tenido una visión sobrenatural en la que
Jesucristo le habría concedido el derecho de sucesión del papa
Pablo VI, muerto en agosto de ese mismo año, y le habría
expresado su condena de la herejía, el modernismo y el
comunismo (aceptados por el Concilio Vaticano II). Por tanto, ese
mismo mes, Domínguez se autoproclamó papa, durante una visita
a Bogotá, Colombia, con el nombre de Gregorio XVII (de gran
signifcado para el catolicismo más tradicionalista), lo que supuso
su automática excomunión. Ese mismo año, santifcó a personajes
muy signifcados del franquismo y de la historia de España (como
Francisco Franco, José Antonio Primo de Rivera, Luis Carrero
Blanco, losé María Escrivá de Balaguer, Don Pelayo o Cristóbal
Colón). Años después, excomulgaría al papa Juan Pablo II y al rey
español Juan Carlos I. En fagrante contradicción con su supuesta
santidad, durante la década de los noventa, el papa Clemente füe
acusado de abusos sexuales sobre algunos de los sacerdotes y
monjas de su orden. En 1997, admitió tales abusos y pidió perdón
por ellos (considerándolos «pecados de juventud»). Falleció
prematuramente en 2005, a los cincuenta y ocho años. Según sus
seguidores, estaba destinado a ser el último papa, a ser crucifcado
y morir en Jerusalén y a regresar de entre los muertos y reinar de
nuevo sobre toda la Iglesia, con el nombre de Pedro II, que, sin
embargo, sería el adoptado precisamente por su sucesor, Manuel
Alonso Corral, que canonizó a Clemente llamándole «Santo Papa
Gregorio XVII, El Muy Grande».
Otro singular líder religioso japonés que se cree encamación de
Jesús y de Buda, a la vez, Hogen Fukunaga (1945), fundó en 1987
el grupo Ho No Hana Sanpogyo, también conocido como secta
«de la lectura del pie» porque su fundador afrma poder
diagnosticar cualquier enfermedad con solo examinar, previo
pago, los pies del paciente. Los aproximadamente 30.000
miembros iniciales de su culto hubieron de soportar la vergüenza
de que Fukunaga fuera juzgado de estafar a amas de casa y
condenado a pagar más de un millón de dólares en concepto de
daños y perjuicios.

El pastor pentecostal flipino Apollo Carreon Quiboloy (1950)


afrma haber oído la llamada de Dios para ser Cristo en la tierra,
por lo que en 1985 fundó el culto Iglesia Restauracionista
Cristiana «El Reino de Jesucristo», que (según sus propios datos,
claro) üene más de 6.000.000 de seguidores (cuatro en Filipinas y
otros dos repartidos por todo el mundo). La secta es propietaria
de un canal de televisión y 17 emisoras de radio, así como dos
semanarios, Pinas y Sikat, el primero de difusión casi mundial.
Todos los feles ceden al menos el 10% de sus ingresos a la iglesia.
Curiosamente, el ultraderechista Quiboloy ha sido acusado de
participar en algún asesinato político y de poseer una especie de
ejército privado, colaboracionista con determinados poderes
estatales.

El iluminado estadounidense Vernon Wayne Howell (1959-1993),


más conocido por su alias de David Koresh, fue el tristemente
famoso líder de una secta religiosa conocida como Los
Davidianos, establecida en la localidad tejana de Waco. Aunque él
mismo nunca dijo directamente que era Jesús, sí proclamó que era
«El último profeta» y «el Hijo de Dios, El Cordero». En 1993, una
incursión por parte de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de
Fuego y Explosivos estadounidense y el posterior asedio del FBI
terminaron con el incendio y la total destrucción del rancho de la
secta davidiana. Cuando el fuego se extinguió se descubrieron 90
cadáveres.
Víctima de una infancia terrible, tras nacer de una madre soltera
de catorce años, disléxico y muy mal estudiante, Koresh se unió a
la iglesia a la que asistía su madre, la Iglesia Adventista del
Séptimo Día. Allí se enamoró de la hija del pastor y, mientras
oraba en busca de guía, fjó su mirada en la Biblia abierta por el
versículo 34 del Libro de Isaías 34, donde leyó que a nadie le debía
faltar una compañera. Convencido de que aquello era una señal
divina, le dijo al pastor que Dios quería que tomara a su hija como
esposa. El pastor lo expulsó de la congregación. En 1981, Koresh
se mudó a la localidad tejana de Waco, donde se unió a los
davidianos, secta escindida hacia 1950 de la conocida como
LaVara del Pastor, formada a su vez por miembros expulsados
hacia 1930 de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.

En 1955, los davidianos se establecieron en un rancho situado a


unos 15 kilómetros a las afueras de Waco, llamado Centro Monte
Carmelo. En 1983, Koresh empezó a afrmar que había recibido el
don de la profecía, a la vez que iniciaba una relación sexual con
Lois Roden, la profetisa y líder de la secta, por entonces de setenta
y seis años, alegando que Dios lo había elegido para engendrar un
hijo con ella que se convertiría en el Elegido. Cuando Koresh
anunció que ahora Dios le pedía que se casara con otra muchacha,
todo se calmó durante una temporada, pero, al poco, un hijo de la
líder expulsó del rancho a punta de pistola a Koresh y a sus 25
adeptos, que acamparon en Palestine, a 140 kilómetros de Waco,
donde vivieron bajo duras condiciones en vehículos y tiendas de
campaña durante los siguientes dos años, hasta su vuelta a Waco.
Por entonces, Koresh reclutó nuevos seguidores en California,
Reino Unido, Israel y Australia, mientras se iba adueñando de la
secta. Hacia 1990, ya se consideraba el nuevo Mesías y proclamaba
que era «el hijo de Dios, el Cordero que abriría los Siete Sellos».
En lo personal, cuatro años antes había levantado la sanción de la
poligamia (aunque sólo para él), para poder casarse con otras dos
mujeres de la secta, en cumplimiento de su derecho a poseer 140
esposas, 60 mujeres como «reinas» y 80 como concubinas, según
su personal interpretación del Cantar de los Cantares bíblico.
Sea como fuere, de todas partes llegaban nuevos adeptos
ganados por la persuasiva doctrina de Koresh, quien, por otra
parte, había comenzado a reunir un auténtico arsenal en el rancho
en previsión del cercano «acoso del maligno», para lo que se
gastó, según se calcularía después, al menos 250.000 dólares,
convirtiendo Monte Carmelo en un fortín casi inexpugnable. El
primer encontronazo con las fuerzas del orden tuvo lugar el 28 de
febrero de 1993, cuando las autoridades, tardíamente preocupadas
por el cariz que tomaba el asunto, decidieron pasar a la acción,
acusando a los davidianos de tenencia masiva de armas y de
abusos sexuales con los niños de su congregación. Recibidos a
tiros, los agentes contestaron de igual manera, muriendo cuatro
agentes y una decena de sectarios. El asalto fnal tuvo lugar el 19
de abril. Cuando los asaltantes lograron abrirse camino por entre
las llamas que consumían el rancho, se encontraron con los
cuerpos carbonizados de la mayoría de los seguidores de Koresh
(autoinmolados o víctimas de los asaltantes), incluido él mismo,
que presentaba un solo disparo en la frente. El balance fnal de
muertos fue de 69 adultos y 17 menores, muchos de ellos
calcinados.

Tras la caída de la URSS, las sectas (algunas de ellas muy


peligrosas) han arraigado con gran fuerza en Rusia, las repúblicas
bálticas y Ucrania, sacando provecho del vacío espiritual y del
desconcierto de millones de personas. Entre los numerosos casos,
destacaremos dos: la Gran Fraternidad Blanca y la Iglesia del
Último Testamento. La primera, que llegó a contar con más de
150.000 adeptos, fue fundada por el gurú Yuri Krivonogov, quien
poco después reconoció al Mesías que esperaba en la persona de
su discípula Marina Tsvigun (1960), más conocida como María
Devi Christos o Séptimo Mesías, hoy líder de la Fraternidad
Blanca. Como tantas otras veces, sus adeptos han de entregar una
buena parte de sus ingresos a la organización, e incluso su
patrimonio previo. La secta, que asegura contar con cerca de
150.000 adeptos, protagonizó un gravísimo intento de suicidio
colectivo en 1995, cuando María Devi pidió a todos sus feles que
se reunieran en Kiev el 24 de noviembre de aquel año (según ellos,
día del fn del mundo) para inmolarse en masa y acompañarla en
su ascensión al cielo. Las autoridades ucranianas se aprestaron a
intervenir y abortaron la masacre, deteniendo a casi 800 feles de
la secta, entre ellos su líder, que fue rápidamente encarcelada,
juzgada y condenada a entre cuatro y siete años de prisión,
aunque fue liberada sólo seis meses después, en virtud de una
amnistía por el sexto aniversario de la independencia de Ucrania.
Entonces, tras fracasar su intento de reorganizar la secta, se
marchó a vivir a Rusia, desde donde ha seguido difundiendo sus
ideas.
En cuanto a la llamada Iglesia del Último Testamento, fue
fundada por el místico Serguei Anatolievich Torop (1961), que
asegura haber renacido como Vissarion («Jesucristo regresó»),
aunque prefere defnirse como «la palabra de Dios». Tras vivir en
mayo de 1990, a los veintinueve años, una revelación mística,
fundó en 1990 la Iglesia del Último Testamento (también conocida
como La Comunidad de Fe Unifcada), con sede principal desde
1994 en Tiberkul, un emplazamiento de nueva planta en un área
de 2,5 km2, en la llamada Depresión de Minusinsk, al sur de la
taiga siberiana, en el distrito de Krasnoyarsk, donde actualmente
viven unos 5.000 adeptos, en régimen de aislamiento autónomo,
aplicando unos férreos criterios de sostenibilidad ecológica. Reúne
unos 10.000 seguidores en todo el mundo, a los que adoctrina
sobre la reencarnación, el veganismo y el fn del mundo, o por lo
menos, de la civilización tal y como la conocemos. Su religión
combina elementos de la iglesia ortodoxa rusa con elementos de
budismo, apocalipsismo, colectivismo y ecologismo. Sus
seguidores viven bajo estrictas regulaciones, son vegetarianos y
no se les permite fumar o beber alcohol, ni tampoco tener dinero.
El objetivo fnal del grupo es unir a todas las religiones de la
tierra.

El estadounidense Marshall Applewhite (1931-1997), líder de una


secta creyente en la intervención de alienígenas (por eso se la
suele califcar de religión-ovni), ganó notoriedad al difundirse un
mensaje en que declaraba: «Yo, Jesús, Hijo de Dios, reconocido en
esta fecha del 25/26 de septiembre de 1995...». Un año después, al
descubrir que el cometa Hale-Bopp se estaba acercando a la
Tierra, propagó el rumor de que lo acompañaba una nave
espacial, convenciendo a todos sus feles de que ésta era el
vehículo que transportaría sus espíritus en un viaje hacia otro
planeta. Con la creencia de que sus almas ascenderían hacia la
nave espacial y de que recibirían nuevos cuerpos, Applewhite y
todos los adeptos de su culto, 39, conocido como La Puerta del
Cielo, se suicidaron en masa el 26 de marzo de 1997. Los feles
(que se creían extraterrestres expatriados) pensaban que la Tierra
y todo lo que hay en ella sería «reciclado» y que ellos podrían
salvarse si sus almas abordaban esa nave interplanetaria.
Decididos a afrontar el fn de sus vidas terrenales, entregaron
todas sus pertenencias, los hombres se dejaron castrar y, ya en
vísperas de su suicidio, hicieron una severa dieta de zumo de
limón a fn de purifcar su cuerpo. Finalmente, todos se
envenenaron ceremonialmente por tumos con fenobarbital
mezclado con zumo de manzana y vodka en una mansión situada
en una localidad del municipio Rancho Santa Fe, al norte de San
Diego, en el estado de California.

El político japonés Mitsuo Matayoshi (1944), líder desde 1997 del


Partido de la Comunidad Económica Mundial, se llama a sí
mismo Jesús Matayoshi o El Dios Único Mitsuo Matayoshi
Jesucristo. Su ideología mezcla lo religioso (una especie de
escatología cristiana) y el conservadurismo político y moral de
sesgo neocon. Según su programa, como Cristo que es, dirigirá el
Juicio Final, pero siempre respetando la legitimidad y el sistema
político vigentes, y, tras él, arrojará al fúego eterno a quienes
corrompen el mundo. Su primer paso como Salvador será ser
elegido primer ministro de Japón; después, reformará la sociedad
japonesa y, luego, las Naciones Unidas le ofrecerán el cargo de
Secretario General. Entonces, reinará sobre el mundo entero con
dos autoridades legíümas: la religiosa y la política. El sistema
económico mundial se reformará para fomentar la autosufciencia
económica de cada nación, sobre la base de la agricultura.

Desde su punto de vista, el sistema económico actual, fundado en


el comercio internacional, acentúa la desigualdad económica y
política. Tampoco permitirá que ninguna nación emplace su
ejército fuera de sus fronteras. Matayoshi se ha presentado en
numerosas elecciones, pero aún no ha conseguido victoria alguna.
Ha logrado, sin embargo, cierta notoriedad debido a sus
excéntricas campañas en las que insta a sus oponentes políticos a
hacerse el harakiri. Al igual que la mayoría de políticos japoneses,
Matayoshi hace campaña desde un mono- volumen equipado con
enormes altavoces, pero, a diferencia de otros, pronuncia sus
eslóganes de campaña con una voz inspirada en el estilo del teatro
kabuki.
El ex testigo de Jehová Alan John Miller (1962) es el líder del
movimiento religioso australiano La Verdad Divina, y asegura ser
la reencarnación de Jesucristo en el siglo XX. En refuerzo de este
papel, asegura recordar perfectamente todo lo sucedido en los
últimos 2.000 años, desde su crucifxión (aunque, por ejemplo,
nunca ha sabido explicar por qué no habla arameo), e incluso
asegura haber conocido en persona a casi todos los grandes
personajes de la historia, incluso a flósofos de la antigua Grecia,
como Platón, o los grandes profetas del Antiguo Testamento
(aunque, advierte, que los conoció en la otra vida, así que ignora
los hechos de sus vidas terrenales). En su incesante labor de
difusión de su mensaje, siempre le ayuda su actual pareja, Mary
Suzanne Luck, quien se identifca como reencarnación de María
Magdalena (aunque ella, en cambio, dice no recordar nada de sus
primeros 1.950 años). Los adeptos viven en régimen comunal en
una amplia y aislada propiedad australiana, en el estado de
Queensland. Para completar su mensaje, AJ Miller aseguró que en
2012 una conjunción de desastres naturales daría como resultado
un cataclismo planetario que, curiosamente, donde más
desastroso resultaría sería en la propia Australia (quizás por
aquello de acercar la oferta a su demanda potencial), aunque, eso
sí, la zona en la que reside con su secta, quedará transformada en
un vergel bíblico.

El ex pastor pentecospaliano puertorriqueño José Luis de Jesús


Miranda (1946) fundó en 2007 la secta Creciendo en Gracia, con
sede en Miami, Florida, autoproclamándose «Jesús hecho
hombre». Entre sus curiosas enseñanzas están: la inexistencia del
diablo, el pecado y el inferno, la inutilidad de la oración y lo
irrelevante del código moral de Dios. Miranda vive rodeado de
lujos y proclama ser más grande que Cristo, pues sus enseñanzas
han de reemplazar las de Aquél. Además, Miranda, que suele
hacer ostentación de su tatuaje en un brazo de la cifra de moníaca
«666» (que obliga a sus adeptos a tatuarse también), se refere a sí
mismo como «El Anticristo».

El nombre del ex agente de los servicios de inteligencia británicos


David Shayler (1965) saltó a la luz pública en agosto de 1997 al ser
juzgado por alta traición al desvelar supuestamente secretos
ofciales a un periódico para criticar la paranoia anticomunista del
gobierno británico. Poco después, se unió al grupo ultrarreligioso
Movimiento por la Verdad, que, entre otras cosas, alimentaba la
teoría de que la explicación ofcial de los atentados del 11-S de
2001 era totalmente fraudulenta. En ese contexto, Shayler llegó a
afrmar que en aquellos sucesos no participó avión alguno, sino
misiles camufados medíante hologramas. En el verano de 2007
ganó de nuevo protagonismo en los medios con sus declaraciones
referentes a su condición de Mesías e Hijo de Dios y a sus
supuestos poderes divinos que le permitirían controlar el clima,
prevenir ataques terroristas y predecir resultados deportivos.
Incluso, en una posterior entrevista llegó a revelar (y a facilitar
pruebas) de que, incongruentemente, llevaba un tiempo viviendo
como mujer en Surrey, bajo el nombre de Delores Kane.
El alquimista y ocultista inglés Edward Kelley fue conocido sobre
todo por su colaboración como médium para John Dee, uno de los
grandes eruditos de su época, pero también como uno de los
máximos defensores de la realidad de los ángeles y demás
espíritus. Para muchos, Kelley fue un simple charlatán, aunque
para otros fue un adalid de la sabiduría arcana. En realidad,
Kelley fue sólo uno de los alias empleado por el inglés Edward
Talbot (1555-1597), que comenzó su carrera al ser detenido en
Lancaster como falsifcador de títulos de propiedad. Condenado y
expatriado, se asoció al doctor Dee como médium particular (en
realidad, lo que era, y muy bueno, era un experto ventrílocuo,
capaz de hacer brotar «voces» de cualquier bola de cristal) y con él
recorrió buena parte de Europa haciendo creer a las gentes
sencillas que habían descubierto la piedra flosofal y el elixir de
juventud. Elevando un poco su caché, Kelley y Dee pasaron algún
tiempo en Praga, al servicio de Rodolfo II de Habsburgo, el
emperador del Sacro Imperio. Para ser admitido entre los
alquimistas de la corte tuvo que someterse a un examen ante la
máxima autoridad en este terreno, el doctor Hájek, al que se
cuenta que impresionó. Según un testigo presencial, vertió una
gota de un aceite color carmesí sobre medio kilo de mercurio y lo
transmutó en oro. En febrero de 1590, Rodolfo II otorgó a Kelley
un título nobiliario, pero poco tiempo después lo arrojó a las
mazmorras del castillo de Krivoklát: según unos, para que
confesara que había estafado a dos joyeros de Colonia; para otros,
para evitar su regreso a Inglaterra sin revelarle en exclusiva al
emperador el (falso e inexistente) secreto de la preparación de su
precioso elixir; incluso hay quien opina que fue por haber matado
en un duelo a un sirviente del emperador. Sea como fuere, se le
condenó por un delito de lesa majestad y encontró la muerte al
intentar evadirse descolgándose por una escala elaborada con la
ropa de su cama. Lo debería haber adivinado.
En el origen moderno del fenómeno de los contactos con espíritus
del más allá se sitúa la peripecia de dos hermanas
estadounidenses que, un día, por hacer una broma a su madre,
pusieron en marcha lo que en principio era solo un inocente juego
infantil, pero que, casi sin querer, se les fue de las manos. La
historia fue más o menos así. El 31 de marzo de 1848 en
Hydesville, un pueblecito cercano a la ciudad de Rochester, al
norte del estado de Nueva York, en la apartada granja de la
familia Fox, se comenzaron a escuchar misteriosos golpes
provenientes del cuarto donde dormían el matrimonio y sus dos
hijas menores, Catherine (de once años) y Margaretta (de nueve).
El sonido parecía responder a preguntas previas de las niñas del
tipo «¿cuántos años tengo?». Una noche, fue la madre quien
preguntó: «¿Eres un espíritu? Si lo eres, da dos golpes», y se
oyeron dos golpes secos y claros, que interpretaron como un sí:
acababa de nacer la comunicación con los espíritus. Aquel espíritu
sonoro dijo llamarse Charles Brian Rosma y haber sido, en vida,
buhonero y padre de cinco hijos. Al parecer, un vecino malvado le
había asesinado y enterrado en el sótano de la casa.
La familia contó a sus vecinos lo que pasaba y el hogar de los
Fox se llenó inmediatamente de gente que, siempre en presencia
de las dos niñas, interrogaba al fantasma según un simple código:
dos golpes signifcaban «sí»; uno, «no». Los diálogos ganaron en
contenido cuando David, uno de los dos hijos mayores que ya no
vivían en el domicilio paterno, ideó un nuevo método de
comunicación: recitaba el alfabeto y pedía al espíritu de turno que
señalara con un golpe la letra apropiada, con lo que los espectros
podían transmitir palabras y frases más complejas. Así fue como
indicaron a Kate y Maggie que debían compartir su don y actuar
como mediadoras entre vivos y muertos. En cuanto supo del
revuelo montado, Leah, otra hermana mayor de las niñas, de
treinta y cinco años y que vivía en Rochester, se las llevó a su casa
(curiosamente, el espíritu se fue con ellas) y empezó a organizar
sesiones espiritistas abiertas al público, previo pago. Se celebraban
en una habitación mal iluminada y el repertorio fantasmal incluía
ya movimientos de la mesa alrededor de la que se sentaban los
asistentes, materializaciones de objetos, apariciones de manos
blancas y otros efectos similares. La recaudación oscilaba entre 100
y 180 dólares por noche. Las niñas tenían tanto tirón comercial
que en noviembre de 1849 se hubo de alquilar el salón de actos
más grande de la ciudad, con capacidad para 400 personas, para
tres sesiones de espiritismo, con entradas a 25 centavos y lleno
total los tres días.
El número de crédulos creció rápidamente y uno de ellos acabó de
impulsar la carrera de las hermanas Fox. Horace Greeley, que
dirigía el diario New York Tribune, el más infuyente de Estados
Unidos y era uno de los periodistas más respetados del país,
invitó a las hermanas, en la primavera de 1850, a trasladarse a
Nueva York. Se instalaron en un hotel y por sus sesiones pasó lo
más granado de la sociedad. Frente a quienes sospechaban que en
el espiritismo había gato encerrado, Greeley confaba en la «total
integridad y buena fe» de las hermanas. Las Fox hicieron escuela
y, a mediados de la década de 1850, había ya 40.000 médiums
satisfaciendo las necesidades de millones de creyentes
estadounidenses a quienes, como Greeley, no cabía en la cabeza
que todo fuera un engaño. Pero eso era justamente lo que creía el
médico E. P. Langworthy, quien denunció en 1850 que los ruidos
procedían de los pies de las niñas o de objetos con los que éstas
estaban en contacto. A la misma conclusión llegó el reverendo
John Austin, para quien eran crujidos de las articulaciones de los
dedos de los pies de las pequeñas. Tres médicos de la Universidad
de Buffalo, Austin Flint, Charles A. Lee y C. B. Coventry,
coincidieron en el diagnóstico en febrero de 1851, tras ver a las
niñas en acción y someterlas a una prueba controlada para que no
pudieran hacer ruido. Otras dos comisiones de expertos
universitarios también apuntaron, en 1857 y 1884, al origen podal
de los ruidos. Ante esa ya evidencia, la bomba estalló en la
Academia de Música de Nueva York el 21 de octubre de 1888.
«Estoy aquí esta noche, como una de las fundadoras del
espiritismo, para denunciarlo como un fraude de principio a fn,
como la más enfermiza de las supersticiones y la blasfemia más
malvada que ha conocido el mundo», confesó Maggie Fox ante un
repleto auditorio, antes de hacer una demostración pública de sus
trucos. Los mensajes de las almas no eran otra cosa que
chasquidos de huesos. «Queríamos aterrorizar a nuestra querida
madre, que era una mujer muy buena y muy impresionable.» Sin
embargo, la confesión de su engaño no desalentó a los feles del
espiritismo, fenómeno que ha pervivido y hoy es del todo creíble
para muchos millones de personas.

El escocés Daniel Dunglass Home (1833-1886) fue un médium


famoso por poseer, supuestamente, poderes tales como la
levitación, la telekinesis o la clarividencia, que él aseguraba que
eran hereditarios, pues uno de sus tíos y su madre ya los poseían
en distinto grado. Con esos antecedentes, a los cuaUo años
describió a su madre la muerte de una prima, que se produciría
dos días después, ante el terror de la familia. Por aquellos días, y
en vista de que las cosas no iban demasiado bien en la casa, la
madre aprovechó el ofrecimiento de una tía que emigraba a
Estados Unidos para confarle al niño. Allí, a los trece años, Daniel
hizo amistad con un muchacho llamado Edwin, con quien solía
leer la Biblia. Convinieron que el primero en morir avisaría al
otro. Una noche del mes de junio de 1846, Daniel despertó al
sentir la presencia de alguien al pie de su cama. Era Edwin,
rodeado por una aureola luminosa. Le sonrió y desapareció. La
mañana siguiente, Daniel dijo a sus tíos que Edwin acababa de
morir. Al confrmarse la noticia, los tíos se trastornaron, y más aún
al comenzar a partir de ahí toda una gran serie de fenómenos
extraños: golpes en las paredes y muebles, sillas deslizándose por
sí solas por el piso, objetos volando... Era demasiado. Los tíos
creyeron que el demonio se había apoderado del sobrino y, sin
más, lo echaron de su casa. Daniel inició entonces una vida
errante por todo el país.
Con dieciocho años, se encontró con Mrs. Hayden, una médium
muy conocida, que intuyó en el joven facultades extraordinarias y
lo invitó a mostrárselas a los médicos y profesores de la
universidad de Harvard. El siguiente año se presentó en el Primer
Congreso de Espiritistas, celebrado en Cleveland, y tuvo ocasión
de realizar por primera vez en público un acto de levitación.
Además, hizo sonar unas campanillas y un acordeón a distancia, y
practicó la elongación de miembros. Sin embargo, en 1855
enfermó de tuberculosis y decidió regresar a Inglaterra, pues
pensaba que su clima sería más sano para él. La acogida que le
dispensaron en Londres fue entusiasta, tanto que Home olvidó su
enfermedad y siguió prodigándose. En 1857, viajó por primera
vez a París, invitado por Napoleón III, tan interesado como su
esposa Eugenia de Montijo por los misterios del más allá. A su
llegada a palacio, Home vio que le esperaba un auténtico gentío y,
diciendo que lo que él hacía no era un espectáculo, solicitó que se
desalojara la sala. Napoleón III mandó salir a la concurrencia y se
quedó solo, con su mujer y algunos íntimos, que pudieron ver
cómo Home levantaba sin tocarla una mesa. A continuación
materializó una mano que escribió en un papel la palabra
«Napoleón». El emperador examinó aquella frma y reconoció con
alborozo en ella la de Napoleón Bonaparte. Sin embargo, no todos
en la corte estimaban al escocés y aprovecharon un descuido de
éste para lograr su destierro y probar, al descubrirle públicamente
uno de sus trucos, que era un farsante. A pesar de ser defendido
por la emperatriz, el médium tuvo que abandonar Francia, camino
de Italia, país que tuvo que dejar también atrás, después de ser
acusado en Florencia de ser un nigromante que utilizaba los
sacramentos de la Iglesia para obligar a los muertos a abandonar
sus tumbas. Mientras tanto, mantenía el doblez de no aceptar
nunca dinero, pero sí cuanto regalo le quisieran hacer (que
enseguida convertía en efectivo). Además, en 1866, ya de vuelta a
Londres, quiso sacar partido de una viuda y la jugada le salió muy
cara en prestigio. Cierta Mrs. Lyon, de setenta y cinco años, había
entrado en comunicación con el alma de su difunto esposo gracias
a Home. El difunto aconsejó a su viuda adoptar al médium y
legarle su fortuna. La dama no solo obedeció la orden venida del
más allá, sino que le hizo entrega de un adelanto de 30.000 libras
esterlinas. Pero se arrepintió de su generosidad (o alguien que
deseaba también esa suma se lo aconsejó) y se dirigió a la policía
para relatar lo sucedido. El juez condenó a Home a devolver la
suma y lo metió entre rejas.
En diciembre de 1868, Dunglas Home realizó ante varios
distinguidos testigos el más extraordinario de sus actos, lo que le
permitiría recuperar su lesionado prestigio: sin pensárselo mucho,
cogió unos carbones encendidos de la chimenea, se los echó a la
boca y los masticó como si fueran bombones. Otro hito en su
carrera fue una famosa demostración de levitación realizada en la
residencia Ashley, en Victoria Street, en presencia, entre otros, del
insigne físico inglés sir William Crookes, quien, en 1874, escribió
un artículo para el Quaterly Journal of Science en el que decía haber
visto a Home alzarse en tres ocasiones del suelo. Otra velada
importante fue la celebrada en la residencia de lord Adare, en el
número 5 de Buckingham Place. Acompañaban al aristócrata su
amigo lord Lindsay y su primo el capitán Charles Wynne. En
aquella ocasión, Home cayó en trance y por sus labios se expresó
el espíritu de Adah Mencken, actriz recién fallecida que habían
conocido bien Home y lord Adare. Una silla se movió sola. Wynne
y Lord Lindsay tuvieron la sensación de que un ser invisible había
penetrado en la sala y había tomado asiento a su lado. El médium
comenzó entonces a hablar con voz sepulcral. Pidió a los testigos
que no abandonaran sus asientos y que nada temiesen, viesen lo
que viesen. A continuación, se elevó lentamente por el aire, se
dirigió a una ventana abierta y salió por ella, los pies por delante,
a pesar de que el aposento se encontraba en el tercer piso.
Segundos después se detuvo frente a una ventana del segundo
piso, mientras los testigos se asomaban y contemplaban el
increíble espectáculo. Home golpeó con los pies los cristales de la
ventana, que se abrió y él pudo penetrar en la habitación. Tras una
breve pausa, regresó al tercer piso por el mismo método. Tenía un
aspecto de cansancio profundo y se expresaba en una lengua que
ninguno de los tres hombres conocía. Hasta el día de su muerte, el
21 de julio de 1886, no pudo demostrársele ningún fraude.

La psíquica suiza Catherine-Elise Múller (1861-1929), más


conocida como Hélène Smith, se hizo famosa a fnales del siglo
XIX al decir que era la reencarnación de una princesa hindú y de
María Antonieta, además de contar que se comunicaba con
marcianos y con Victor Hugo y Cagliostro. Hija de un comerciante
húngaro, Smith descubrió el espiritismo en 1891 y, al año
siguiente, ya comenzó a mostrar habilidades mediúmnicas, que
con el tiempo fueron evolucionando de los usuales golpes y giros
de mesas a los trances sonámbulos, a cuya salida no recordaba
nada. Mientras se encontraba en este estado, experimentaba
imágenes claras de lugares lejanos (por ejemplo, de una
civilización en Marte) y de sus vidas primigenias. Sobre la
marcha, transcribía distintos mensajes en supuesto idioma
marciano yen francés, popularizando asila escritura automática.
En 1900, Múller ganó cierta fama tras la publicación de la obra
Desde la India al planeta Maite, del profesor de psicología de la
Universidad de Ginebra Théodore Flournoy, que hasta entonces
había mantenido con ella una larga y estrecha colaboración. El
libro fue muy bien recibido, pero Múller sintió que había sido
malinterpretada y rompió su colaboración con Flournoy, quien
había retratado sus logros como productos de imaginería infantil
y su idioma marciano, como un mero lenguaje inventado (sin
reconocer que era, en realidad, claro está marciano). En 1900, una
rica espiritualista americana, la señora lackson, impresionada con
ella, la ofreció un salario que la permitiría dejar de trabajar y
dedicarse solo al registro y documentación de sus experiencias.
Müller aceptó y pasó a esa labor, además de a pintar sus visiones
y especialmente las imágenes religiosas de Cristo.

La escritora inglesa Alice Bailey (1880-1949) fue una activa


practicante del esoterismo y una de sus principales impulsoras,
sobre todo de lo que luego se daría en llamar Nueva Era. En su
juventud perteneció a la Sociedad Teosófca de Los Ángeles, pero
cortó los vínculos con ella en 1919 principalmente por la obsesión
de la líder espiritual de esta sociedad, la famosa madame
Blavatsky, por conseguir la total sumisión y obediencia de sus
discípulos. A partir de entonces, Bailey pudo actuar con más
libertad, de acuerdo a sus propios criterios (y a sus posibles vías
de negocio). En noviembre de 1919, comenzó a escribir textos que
afrmaba que eran dictados telepáticamente por un maestro
tibetano al que simplemente llamaba «El Tibetano» o «D. K.». Los
publicó bajo el título Iniciación humana y solar y en ellos dio a
conocer la existencia de una jerarquía espiritual, asunto del que
madame Blavatsky ya había hablado, aunque no de manera
ordenada. Más tarde, Bailey, tras superar su supuesto recato,
reveló que el tibetano D. K. era Djwhal Khul, un maestro oriental
de quinta iniciación, discípulo del maestro del segundo rayo Koot
Hoomi (o sea, alguien muy sabio). Según ella, Djwhal Khul
deseaba establecer una escuela esotérica cuyos miembros tuvieran
libertad, no se vieran obligados a hacer juramentos ni a contraer
compromisos; que se les facilitara la meditación, el estudio y el
aprendizaje esotéricos, dándoles libertad para interpretar la
verdad de acuerdo a su capacidad. Finalmente, Alice Bailey pudo
fundar esa escuela en 1923, y en ella se adoptó como texto de
estudio el libro Tratado sobre magia blanca, frmado por el tándem
Bailey-Khul. Sin embargo, varios años después, Bailey la cerró
alegando que sus estudiantes no habían aprovechado sus
enseñanzas. A partir de entonces, siguió publicando textos,
siempre frmados con el nombre del supuesto maestro durante
treinta años más, hasta su muerte en 1949. En ese contexto se
enmarca su obra principal, La Gran Invocación, un mantra o rezo
que la escritora afrmó haber recibido del maestro Djwhal Khul
para ser entregado a la humanidad y acelerar con él su desarrollo
evolutivo. Publicado en abril de 1945, desde entonces ha sido
traducido a más de 75 idiomas, aunque siempre rodeado por la
polémica entre sus acérrimos defensores y sus convencidos
detractores, que no dejan de hablar de fraude y charlatanería. Qué
razón tiene uno de los dos grupos.

El escritor estadounidense Richard Sharpe Shaver (1907-1975)


logró notoriedad en los años inmediatamente posteriores a la
Segunda Guerra Mundial como autor de polémicos cuentos
publicados en revistas de ciencia fcción, principalmente Amazing
Stories. La controversia partía del hecho de que tanto él como su
editor, Ray Palmer, proclamaban que los hechos narrados en sus
obras, a pesar de ser presentados como fcción, eran radicalmente
verdaderos. En marzo de 1945, Shaver publicó I remember Lemuria,
donde aseguraba que, antes de que el hombre dominara la Tierra,
los Titanes y los Atlantes habían construido una inmensa red de
túneles subterráneos, completamente abastecida y equipada con
todo tipo de equipos de alta tecnología. Tras una guerra cósmica,
que trajo como consecuencia la desaparición de ambos
continentes, la red de túneles quedó abandonada. Tiempo
después, algunos humanos primigenios habrían accedido a ella y,
a causa de su torpe manipulación de aquella desconocida
tecnología, habrían experimentado mutaciones espantosas, que les
habría aportado un alto conocimiento tecnológico, pero también
un no menos profundo gTado de perversión y sadismo
subversivo. Shaver los llamó cleros, afrmando que aún vivían bajo
tierra y que ejercían una infuencia nefasta en la vida de la
humanidad, provocando catástrofes naturales, desastres,
epidemias, etcétera, y que ocasionalmente secuestraban personas
para cometer atrocidades como torturas, violaciones y
despiadados experimentos. Para él, por ejemplo, los ovnis eran en
realidad vehículos conducidos por los deros. Aseguraba además
que estos supuestos deros disponían de máquinas que les
permitían conseguir que las personas escucharan voces en su
cabeza. Sus delirantes historias conquistaron legiones de lectores
hasta entonces ajenos al mundo de la ciencia fcción, dando lugar
a la formación de muchos Círculos Shaver en todo el mundo para
debatir y profundizar en sus ideas, e incluso una mujer parisina
aseguró que había sido raptada por estos deros en cuyo mundo
subterráneo fue torturada y violada durante años hasta que logró
escapar. Para completar la historia, el editor Palmer confesó que él
había revisado literaria e ideológicamente todas las novelas de
Shaver, para acabar revelando que el escritor llevaba mucho
tiempo ingresado en un hospital psiquiátrico por padecer
esquizofrenia paranoide.

El primer encuentro cara a cara entre un humano y un


extraterrestre se produjo en 1952 en el desierto de California y fue
una exclusiva concedida a George Adamski, un humilde
trabajador de origen polaco, que atendía un puesto de
hamburguesas en la carretera del observatorio astronómico de
monte Palomar. En su libro Los platillos volantes han aterrizado
(1953), el protagonista lo explicó así: «Fue a las doce y media del
jueves 20 de noviembre de 1952 cuando establecí contacto en
persona con un hombre de otro mundo. Había venido a la Tierra
en una nave espacial, un platillo volante». Adamski (todo un
pionero, sino de los encuentros con extraterrestres, sí al menos de
hacer negocio con ellos) había ido al desierto, junto a otras seis
personas, justamente a eso: a ver si se daba la suerte de
encontrarse con extraterrestres. El grupo vio «una gigantesca nave
plateada con forma de puro, sin alas ni apéndices de ningún tipo».
Se movía en total silencio y cuando salió de ella un disco volante,
él se separó de sus acompañantes con la esperanza de hablar con
la tripulación de la pequeña nave e incluso de hacer un viaje en
ella. El platillo estaba pilotado por Orthon, un venusiano rubio y
de buena presencia que le impresionó. «Me sentía como un niño
en presencia de alguien poseedor de una gran sabiduría y mucho
amor», explicó Adamski. Mediante gestos y comunicación
telepática, el visitante le explicó que venía en son de paz y que en
todo el cosmos había una creciente preocupación por la radiación
producida por nuestras pruebas nucleares. Adamski quiso hacerle
una foto; pero Orthon se negó, aunque le dejó fotografar el disco
volante. Por desgracia, a pesar de llevar encima dos cámaras de
fotos y durar la conversación una hora, todas las pruebas de la
histórica entrevista se reducen a esa imagen borrosa en la cual,
tras una colina, asoma una especie de mancha, identifcada como
la nave venusiana.
Este encuentro fue solo el primero de los que mantuvo Adamski
con seres de otros planetas. Con el tiempo, el hombre hizo
realidad sus sueños y viajó por el espacio a bordo de platillos
volantes. En la cara oculta de la Luna, vio ríos y forecientes
ciudades pobladas por paisanos de Orthon, además de por
marcianos y saturnianos. El Sistema Solar en pleno estaba
preocupado por el futuro de la Humanidad y, consciente de la
trascendencia de su misión, Adamski se dedicó desde entonces a
escribir libros sobre sus experiencias y a viajar por todo el mundo
dando conferencias y concediendo entrevistas hasta que murió de
un ataque cardiaco en 1965. Sobre él dijo el periodista Frank
Edwards en su libro Platillos volantes, aquí y ahora (1967): «Era
hombre de exiguos logros académicos, pero compensaba tal
defciencia con una excelente imaginación, una agradable
personalidad y una provisión aparentemente inagotable de
desfachatez».

El profesor Adamski, como frmaba sus cartas, había intentado sin


éxito dejar los fogones en 1949, publicando una novela de ciencia
fcción titulada premonitoriamente Pioneros del espacio. Un viaje
imaginario a la Luna, Venus y Marte, que le sería de mucha utilidad
en su posterior actividad de experto en encuentros en la tercera
fase. Los dos libros posteriores en que contó sus aventuras fueron
sendos éxitos y convencieron a miles de personas de la realidad de
los hechos narrados. A cambio, el escéptico Frank Edwards
identifcó el modelo al que correspondía el platillo en el que
Adamski había hecho su primer viaje a Venus: «Tras ocho años de
paciente investigación, llegué fnalmente a la conclusión de que su
nave espacial era en realidad el extremo superior de una aspiradora
fabricada en 1937».
Otros señalaron que su encuentro con Orthon era muy creíble,
porque ya el año anterior, 1951, otro extraterrestre también bien
parecido llamado Klaatu había descendido de su platillo volante
en Washington para convencer a las grandes potencias de que
dejaran de hacer pruebas nucleares. La única diferencia es que
éste lo hizo en la película Ultimátum a la Tierra, de Robert Wise.

Un día de 1952, el hipnotizador afcionado estadounidense Morey


Bernstein (1923-1995) hipnotizó a un ama de casa de la localidad
de Pueblo, en Colorado, Virginia Tighe, quien inmediatamente
comenzó a hablar con acento irlandés y afrmó ser Bridey
Murphy, mujer irlandesa del siglo XIX, natural de Cork. A partir
de entonces, la hipnosis se repitió a menudo y, bajo ella, Virginia
fue capaz de repetir canciones e historias tradicionales irlandesas,
siempre en su papel de Bridey Murphy. El libro de Bernstein, La
búsqueda de Bridey Murphy, se convirtió en un best-seller en todo el
mundo, al igual que la grabación de las sesiones hipnóticas,
dando inicio a una febre que aún no ha desaparecido hacia el
tema de la reencarnación y los testimonios de vidas pasadas.
Llevados por ese mercantilizado interés, muchos medios de
comunicación enviaron reporteros especiales a Irlanda en busca
de datos reales sobre la tal Bridey Murphy. Nada, ni un solo dato
o indicio. Sin embargo, algo encontró el Chicago American, pero
mucho más cerca. Una tal Bridey Murphey Corkell, de
ascendencia irlandesa, vivía en la casa de enfrente de donde
Virginia Tighe había crecido. Por tanto, lo que Virginia recordaba
mientras estaba hipnotizada no eran recuerdos de una vida
pasada, sino recuerdos de su infancia. Y lo más que se podía
concederla era el benefcio de la duda respecto a si lo suyo se
trataba de una intensa imaginación, un recuerdo confuso, un
fraude o una combinación de todo ello.
El escritor y periodista sensacionalista estadounidense Gray
Barker (1925-1984) se especializó pronto en inventar rentables
bulos y conspiraciones en ufología y parapsicología. A pesar de su
problemática personalidad de alcohólico, Barker era investigador
jefe de la International Flying Saucer Bureau, una organización de
ufólogos dirigida porAlbert K, Bender, que editaba Space Revieiv.
En 1956, Barker publicó su obra Sabían demasiado sobre platillos
volantes, que divulgaba la falsa leyenda de que los luego famosos
«hombres de negro» habían cerrado la revista amenazando a
Bender con matarlo si hablaba. El bulo de aquellos hombres de
negro caló en el imaginario popular y pronto se transformó en una
asentada leyenda urbana. No obstante, uno de los primeros que
no se creía nada de lo que contaba Barker era el propio Barker,
que se limitó a falsifcar a conveniencia mucho material,
perdiendo poco tiempo en ocultaciones inútiles. Colaboró también
con sus libros y artículos en el modelado y difusión de otras
mentiras, bulos y leyendas urbanas famosas (como las del «El
hombre polilla», el «Experimento Filadelfa» y las abducciones de
George Adamski), y ganó mucho dinero con todo ello. A fnales
de los años noventa, cuando el negocio ya estaba de capa caída,
John C. Sherwood reveló que Barker publicaba en su fanzine
ufológico artículos supuestamente serios basados en las
especulaciones contenidas en los originales que le eran remitidos
como relatos de ciencia-fcción.

El brasileño Antonio Vilas Boas (1934-1992) fue uno más de las


personas que dijo haber sido secuestrado («abducido») por
extraterrestres en 1957, aunque en su caso el rapto estuvo
acompañado de violación. Entonces era un granjero de veintitrés
años, que trabajaba de noche para evitar el calor del día. Según él,
el 16 de octubre de 1957, apareció en el cielo una luz roja que se le
acercó y pronto se dio cuenta de que era una nave espacial. Él se
aproximó con su tractor; pero éste dejó de funcionar, así que
siguió caminando hasta que fue raptado por un humanoide de
poco más de un metro de altura, que lo introdujo en su nave.
Según su descripción, aquel ser era parecido a un humano,
aunque más pequeño y de ojos totalmente azules. En la nave, lo
encerraron en una habitación y le rociaron con un gas. Poco
después apareció una atractiva mujer alienígena, con la que
mantuvo unas estupendas relaciones sexuales. Al salir de aquella
habitación, Villas Boas siguió en la nave algún tiempo más,
viajando sin rumbo con sus anftriones, de quienes dijo que
poseían una tecnología mucho más avanzada que la nuestra.
Cuando volvió a su casa, Villas Boas se dio cuenta de que solo
habían pasado cuatro horas, pero que le habían parecido dos días
(es lo que tiene el buen sexo). Sin cambiar ni un a coma a su relato,
murió en 1992 y, hasta el último momento, defendió la veracidad
de su abducción y de su violación.

El pintor holandés Pieter van der Hurk (1911-1988), más conocido


como Peter Hurkos, adujo haberse convertido en clarividente a
consecuencia de una traumática caída desde una escalera que le
dejó en coma durante tres días. Al despertar, había adquirido
unas insólitas dotes de percepción extrasensorial: cualquier objeto
que rozara su piel, en especial sus manos, provocaba en su mente,
según sus palabras, imágenes de su propietario, su origen y,
algunas veces, su futuro. Según él, y quienes le creyeron, gracias a
este don habría ayudado a la policía holandesa y norteamericana
varias veces, con grandes éxitos (él hablaba de 27 homicidios
resueltos en 17 países). Sin embargo, muchos de los detectives que
llevaron esos supuestos casos negaron tal colaboración, y dijeron
que lo único que hacía era recopilar información de los medios de
comunicación. En 1960, tras haber dictado una conferencia en el
MIT ante un grupo de científcos, se ofreció a participar en
cualquier experimento científco en cualquier circunstancia que
tratara de poner a prueba sus poderes. Así se hizo y las pruebas
fueron negativas. Pero, pese a sus fracasos, él no se rindió jamás y
siguió luchando por mantener su fama. En sus actuaciones como
«animador psíquico», Hurkos empleaba aparentemente sus
poderes psíquicos en averiguar los detalles de la vida privada de
su público (de pago), en lo que, en realidad, no era más que una
demostración de lo que los científcos llaman «lectura en frío»,
cuando el artista comienza por lanzar globos sonda sobre el
pasado del espectador, hasta que éste le va dirigiendo hacia la
verdad. Irónicamente, no pudo predecir con exactitud la fecha de
su propia muerte, que señaló para el 17 de noviembre de 1961,
cuando, en realidad, ocurrió el 1 de junio de 1988 en el Cedar-
Sinai Hospital de West Hollywood.

El artista psíquico estadounidense James Alan Hydrick (1959)


afrma ser capaz de realizar actos de telequinesia tan
trascendentales como suspender en el aire un lápiz situado
previamente en el borde de una mesa. Ganó fama en diciembre de
1980 al participar con gran éxito de audiencia en un programa de
televisión estadounidense muy popular (That's Incrediblel), en el
que, como demostración de sus poderes telekinésicos, realizó el
truco del lápiz giratorio, pero con la boca bloqueada por la mano
de un invitado escéptico, para evitar que soplase (o que volviese a
soplar, pues dicho invitado «le había oído hacerlo»). Al parecer,
tras situar el lápiz de forma muy inestable, bastó con los
movimientos de sus manos para moverlo a distancia. También
pasó una página de una guía telefónica sin tocarla. Una vez más,
el cazafraudes James Randi le desmontó el truco del lápiz en el
programa televisivo That's My Line, y en el siguiente episodio
aparecieron juntos Randi e Hydrick. Cuando aquél le rodeó la
guía telefónica cuyas páginas iba a pasar «con la mente» con
pequeñas tiras de espuma de polietileno (para demostrar que
Hydrick realmente pasaba las páginas soplando), repentinamente
los poderes del psíquico fallaron. Hydrick trató de justifcarse
explicando que al calentarse la espuma por acción de los focos del
plato había desarrollado cargas electrostáticas que, sumadas al
peso de la página, requerían más fuerza de la que él era capaz de
generar para pasar la página. Randi y los jueces declararon que
esa teoría no tenía ninguna base científca (ni siquiera sentido
alguno). Tras pasar Hydrick una hora y media mirando fjamente
las páginas (el espectáculo fue luego editado para ajustar su
duración a los parámetros de interés televisivo) sin obtener
resultado alguno, pero reclamando indignado que sus poderes
eran reales, fnalmente admitió ser incapaz de cumplir el desafío.

En 1981, Hydrick concedió una entrevista al periodista Dan


Korem, a quien confesó fnalmente que había desarrollado su
talento (para el show) mientras estaba en prisión, y que, pese a
que así lo había venido diciendo siempre, no lo aprendió de un
maestro chino sino de un compañero de celda. Poco después, pese
a haber quedado desenmascarado, logró reunir a un grupo de
adeptos que pusieron en marcha una especie de culto personal en
Salt Lake City, lltah. También abrió una academia de artes
marciales y afrmó que podía inculcar el don de la telequinesia a
los jóvenes mediante entrenamientos especiales.

La escritora y médium estadounidense Sylvia Browne (1936) es


otra conocida charlatana esotérica. Se dio a conocer mediante su
colaboración semanal en un programa de televisión, The Monte1
Williams Shoiu, y luego tuvo su propio programa de radio de una
hora de duración, en el que trataba temas paranormales y daba
consejos psíquicos a los oyentes. En la propia televisión varias
veces ha sido califcada de fabricante de fraudes por casos como el
del niño perdido John Akers, del que Browne aseguró que había
muerto y que su cuerpo se encontraba en unos matorrales. Días
después, el muchacho fue encontrado en el apartamento de un
amigo. En varios periódicos estadounidenses se hizo un tema
clásico relatar sus muchas predicciones fallidas. Entre ellas, por
ejemplo: que Bill Clinton había sido calumniado con respecto al
escándalo de Mónica Lewinsky (la becaria y Clinton confesarían
en el juicio); que George H. W. Bush derrotaría a Bill Clinton en
las elecciones presidenciales de 1992 (Bush perdió); que Saddam
Hussein se escondía en las montañas en Irak (fue encontrado en
2003 dentro de un pozo en el patio de una casa de familia en una
aldea cerca deTikrit, su pueblo natal); que Osama bin Laden había
muerto (seguía vivo); que Michael Jackson saldría culpable en el
juicio de 2005 por abuso sexual a un menor (el caso fue
sobreseído); que hacia fnales de 1999 se encontraría la cura del
cáncer de mama; que ese mismo 1999, el papa Juan Pablo II
enfermaría y podría morir (pese a su mala salud, vivió seis años
más)...

Browne apareció en el programa de Larry King en la CNN ocho


días antes de los ataques del 11 de septiembre del 2001, pero no
pudo predecirlo (después diría que había tenido sueños
perturbadores acerca de un gran incendio). En televisión predijo
que Brad Pitty Jennifer Aniston tendrían un bebé ese año. El 16 de
mayo de 2003, le dijo a Larry King que ella moriría cuando tuviera
ochenta y ocho años de edad. Además, Browne ha declarado
varias veces que siempre trabaja con la policía y el FBI como
detective psíquico, pero se ha calculado que en 21 de los 35 casos
en los que ha intervenido los detalles que dio eran demasiado
vagos como para verifcar su exactitud, y que en los 14 restantes
no jugó ningún papel útil.

El planeta Hercólubus está ubicado en otro sistema solar llamado


Tylo, que se estaría acercando a la Tierra y que para algunos
agoreros será el causante en un próximo futuro de la hecatombe
apocalíptica del fn de los tiempos. Bueno, en realidad, este
planeta no está ubicado en ningún sitio que no sea la imaginación
del gnóstico y falsario colombiano Joaquín Amortegui Valbuena
(1926), más conocido como V. M. Rabolú, que lo mencionó por
primera vez en su libro Hercólubus, el planeta rojo. Este planeta
imaginario inventado (con nula credibilidad científca) por
Rabolú, és una amenaza letal en virtud especialmente de su
tamaño, seis veces mayor que Júpiter, por lo que su gigantesco
campo gravitatorio produciría por sí solo una gran catástrofe.
Rabolú afrma que Hercólubus se encuentra aproximadamente a
500 unidades astronómicas de la Tierra y que cuando esta
catástrofe se produzca se ubicará a solo 4. Además, avisó de que
en 1999 el planeta ya podría verse como una gran estrella al
amanecer. Su libro, sin base científca alguna, despertó gran
curiosidad en más de un seguidor de la New Age. Rabolú sostiene
también que el objetivo de la aproximación de Hercólubus es la
purifcación del aura terrestre. Según él, Hercólubus habría
pasado por la Tierra hace 13.000 años y sus efectos habrían sido
los de terminar con la antigua y mítica Atlántida.

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