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Doval Gregorio - Sinverguenzas Y Golfos de La Historia PDF
Doval Gregorio - Sinverguenzas Y Golfos de La Historia PDF
Gregorio Doval
Entre los caraduras y sinvergüenzas de la historia ocupan un
lugar preminente la multitud de enchufados y trepas que pululan
por ella. Valga, a modo de ejemplo, que repasemos la vida de
algunos de ellos.
En septiembre de 1735, el infante de España Luis Antonio Jaime
de Borbón y Farnesio (1727-1785), sexto hijo de Felipe V, fue
nombrado arzobispo de Toledo y primado de España a la tierna
edad de ocho años, se dice que tras largas y tensas negociaciones
de su padre con la Santa Sede. Pese a su falta de experiencia, no lo
debió de hacer tan mal pues, tres meses después, el papa
Clemente XII le nombró cardenal presbítero de Santa Maria della
Scala y, cuatro años después, arzobispo de Sevilla. Sin embargo, a
los veintisiete años renunció a estas dignidades eclesiásticas por
no ser aún, pese a su altísimo rango, sacerdote ni tener ya
vocación para serlo (aunque sí para casarse). Abandonada tan
brillante y, tal vez, exigente carrera curial, pasó a disfrutar de una
vida itinerante, volcada en sus dos grandes pasiones: la música y
el estudio de la naturaleza. Vamos, todo un prodigio de abnegado
hombre hecho a sí mismo a base de su propio esfuerzo.
Aún más precoz (o, más bien, prematuro) fue el príncipe
Federico (1763-1827), duque de York y Albany y conde del Ulster,
segundo de los 15 hijos del rey Jorge III de Inglaterra, que fue
elegido príncipe-obispo de Osnabrück, una diócesis de la Baja
Sajonia, gracias a la infuencia de su padre, Elector de Hannover, a
la increíble e inusitada edad de ciento noventa y seis días (no
había cumplido siete meses), el 27 de febrero de 1764.
Obviamente, eso hace de él el obispo más joven de la historia. Sólo
renunciaría al cargo treinta y nueve años después (y ello porque
se disolvió el obispado). Pero es que, además, también desarrolló
a la vez una igualmente precoz carrera militar, pues a los
diecisiete años ya fue nombrado por su padre coronel. Solo cuatro
años después ya era general en jefe. Un prodigio.
Entre los trepas españoles destaca el duque de Lerma, Francisco
de Sandoval y Rojas (1553-1625), marqués de Denia y de Cea, que
fue sumiller de corps, caballerizo mayor y primer ministro y
valido (1598-1621) del rey Felipe III. Al decir de sus críticos, su
gestión de los asuntos públicos se caracterizó por su afán de
hacerlos privados, destacando por su notoria inmoralidad y por
un grado de corrupción que le llevó a protagonizar todo tipo de
estafas, tráfcos de infuencias, malversaciones del erario público,
subidas de impuestos fraudulentas, nepotismos y ventas de
cargos públicos, gracias a todo lo cual amasó una fabulosa riqueza
personal. Se rodeó de un equipo de su total confanza (que
también robó lo suyo) y distribuyó en los puestos más
importantes de la corte a familiares y amigos. Por ejemplo, tuvo la
habilidad fnanciera de comprar a la baja los inmuebles de media
ciudad de Valladolid y luego conseguir que el rey trasladase la
corte a esta ciudad castellana, con lo que los nobles tuvieron que
recomprarle sus antiguas casas a un precio redoblado. En muchas
ocasiones, esos mismos nobles, para satisfacer su deuda con el
valido le pagaron con sus propiedades en Madrid. Cinco años
después, el duque de Lerma convenció al rey de la conveniencia
de que la corte regresase a Madrid, con lo que, de paso, reprodujo
su pelotazo inmobiliario, pero al revés. Pingüe (y corrupto)
negocio.
Cuando sus turbios manejos levantaron un clamor en su contra,
se las apañó para cargar el mochuelo, de momento, a su secretario,
Rodrigo de Calderón (conocido popularmente como «el valido del
valido» y, por lo demás, tan inocente como él), que fue juzgado y
ejecutado públicamente. Cuando el duque de Lerma fue
fnalmente destituido (sustituido, eso sí, por su hijo, Cristóbal
Gómez de Sandoval-Rojas y de la Cerda, duque de Uceda, que
tampoco fue, en su breve dominio, un dechado de moralidad),
consiguió ser nombrado cardenal por el papa Pablo V, evitando
con ello ser procesado. En honor a este ardid, corrió por Madrid la
coplilla: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se
viste de colorado». Finalmente, sería juzgado años después, en
tiempos ya de la privanza del conde-duque de Olivares, con
Felipe IV en el trono, y condenado a pagar al fsco 72.000 ducados
anuales por las rentas y caudales adquiridos ilícitamente durante
su ministerio, más los atrasos de los veinte años que duró su
gobierno.
Tampoco fue manco (nunca mejor dicho) en esto de la
corrupción y el nepotismo, el hidalgo extremeño Manuel Godoy
(1767-1851), valido de Carlos IV, quien medró por intercesión de
la reina consorte, María Luisa de Parma (1751- 1819), con quien
protagonizó una larga y dicen que apasionada relación amorosa.
Godoy, en el corto periodo de seis años, acumuló los siguientes
empleos, honores, títulos y prebendas: secretario de la reina;
gentilhombre de cámara; regidor perpetuo de las ciudades de
Madrid, Santiago, Cádiz, Málaga, Écija y Reus; consejero de
estado; superintendente general de correos y caminos; primer
secretario del estado y del despacho (esto es, una especie de
primer ministro actual); inspector y sargento mayor del Real
Cuerpo de Guardias de Corps; capitán general de los reales
ejércitos; almirante de España e Indias (con tratamiento de alteza);
caballero comendador de la Orden de Santiago; caballero de las
grandes cruces de la Orden de Cristo y de la religión de San Juan,
y de la de Carlos III; caballero de la Orden del Toisón de Oro;
Grande de España de primera clase; señor del Soto de Roma y del
estado de Albalá; duque de Alcudia, de Sueca y de Evoremonte,
barón de Mascalbó, príncipe de la Paz y de Basano y, desde 1801,
generalísimo.
Uno de los más sonados fraudes científcos del siglo XX, fue
protagonizado (está por demostrar si intencionada o
involuntariamente) por el biólogo austríaco Paul Kammerer (1890-
1926). En el conocido como «caso del sapo partero», Kammerer
(aclamado en su momento como el nuevo Darwin) fue víctima de
un error científco, no se sabe si propio o ajeno, y tal vez de una
falta de ética, que fnalmente le empujarían al suicidio. Kammerer
estaba convencido de que las habilidades que los animales
adquieren pasan a sus descendientes, teoría evolutiva esbozada
un siglo antes por el zoólogo francés Jean Baptiste Lamarck, que
explicaba por qué las jirafas tienen cuellos tan largos (al haberse
esforzado durante generaciones para alcanzar las ramas y hojas
más altas). Para tratar de demostrar esa hipótesis, Kammerer se
dedicó en cuerpo y alma a intentar corroborar la herencia de los
caracteres adquiridos. Durante años habituó a los sapos parteros a
que se apareasen en el agua, como hacen las ranas, en vez de en
tierra, como les es propio. Los descendientes de los sapos de
Kammerer, obligados a procrear en el agua, desarrollaron las
mismas miniespinas que tienen las rabas en sus dedos, lo que
causó asombro al ser presentado a los científcos en una reunión
celebrada en Cambridge, Reino Unido, en 1923. Parecía
demostrarse que Darwin estaba equivocado.
Así quedó todo de momento, hasta que, en 1926, el herpetólogo
del Museo Americano de Historia Natural Kingsley Noble visitó a
Kammerer en su laboratorio y se quedó atónito al descubrir que
alguien había inyectado a sus sapos tinta china en los dedos para
resaltar lo que no tenían. El fraude, publicado en Nature, destruyó
la carrera (y la vida) del zoólogo vienés. Poco después de dar por
buenas las conclusiones de Noble, un día de septiembre de 1926,
Kammerer, aun proclamando su inocencia, se pegó un tiro en un
camino forestal al sur de Viena, su ciudad natal. El suicidio
parecía dar la razón a quienes lo acusaban. Pero el escándalo
científco no era la única causa posible del suicidio; considerando
la turbulenta vida sentimental de Kammerer, no había que
descartar motivos pasionales. En sus breves treinta y seis años,
había tenido innumerables amantes, incluyendo a la viuda del
compositor Gustav Mahler, una pintora, una bailarina clásica y
(una tras otra) las cinco hermanas Wiesenthal. Además, no había
dedicado solo sus esfuerzos a la biología y al amor; era un
compositor popular de éxito, y no faltó quien atribuyera el
suicidio al daño que el escándalo le había causado a su carrera
musical. El escritor Arthur Koestler, en su obra El caso del sapo
partero (1971), sugirió que algún simpatizante nazi podía haber
llevado a cabo el sabotaje, pues Kammerer era socialista y se
disponía a establecerse en la Unión Soviética.
Para el ambiente científco japonés, la labor del sorprendente
arqueólogo afcionado japonés Shinichi Fujimura (1950) era
portentosa. Su olfato para los hallazgos arqueológicos era casi
sobrehumano. Eligió minuciosamente el lugar de cada uno de sus
42 yacimientos y en todos encontró importantes hallazgos. Allí
donde cavaba, se topaba con algún resto, que casi siempre
adelantaba la aparición del ser humano en Japón en varios miles
de años. Tanta era su habilidad para encontrar restos, que sus
compañeros le apodaban «1.a mano de Dios». Sin embargo, el 22
de octubre de 2000, se descubrió la verdad: a las seis de la
mañana, unos reporteros del diario Mainichi Shimbun le grabaron
mientras plantaba en su yacimiento los fósiles que horas después
descubriría. A Fujimura no le quedó más remedio que confesar su
falsifcación. Todo esto tuvo un fnal trágico, pues aunque exculpó
a sus colaboradores, uno de ellos llamado Mitsuo Kagawa, de
setenta y ocho años, se suicidó tras haber sido señalado como
cómplice por una revista.
Pero si hay una trampa deportiva que ha dado qué hablar esa no
es otra que la célebre «Mano de Dios» de Diego Armando
Maradona (1960), aquel primer gol anotado por el futbolista
argentino en el partido entre Argentina e Inglaterra de cuartos de
fnal de la Copa del Mundo de Fútbol de 1986, jugado el 22 de
junio de 1986 en el estadio Azteca de Ciudad de México. El
partido fnalizó con victoria de los argentinos por 2 goles a 1,
gracias al llamado «Gol del Siglo», también marcado por
Maradona. Este declaró después del partido que el primero lo
había marcado «un poco con la cabeza y un poco con la mano de
Dios». Cuando corría el minuto 6 del segundo tiempo de un
partido hasta entonces equilibrado llegó una de las jugadas más
polémicas de la historia de los mundiales: Maradona, fuera del
área, pasó el balón, entre varios defensas ingleses, a su compañero
Jorge Valdano, cuyo pase posterior fue interceptado por un
defensa inglés que lo desvió hacia su propia portería, bombeado.
Por la inercia de la jugada, Maradona había quedado en fuera de
juego, pero al venir el balón rebotado de un contrario quedó de
nuevo habilitado. Mientras la pelota caía, Maradona fue en su
busca a la par que el guardameta inglés Peter Shilton, 10
centímetros más alto. Ambos saltaron: Shilton con su puño
derecho alzado y Maradona, con el brazo izquierdo
semiextendido, escondido tras su cabeza. El puño del argentino
golpeó antes el balón, que salió botando hacia la portería
desguarnecida. El árbitro, el tunecino Al i Bennaceur, señaló el
gol, pero, acosado por las reclamaciones de los jugadores
británicos, consultó con el linier, quien lo convalidó. El fotógrafo
mexicano Alejandro Ojeda Carbajal inmortalizó la jugada en una
fotografía en que se ve claramente el golpe con la mano y, por
tanto, que aquel gol no tendría que haber subido al marcador.
Hay farsantes a los que su farsa les otorga poder de decisión sobre
la vida de los demás, pero eso no les exime de que la historia los
califque con toda justicia de asesinos legales. Ese es el caso del
militar español Manuel Fernández Martín (1914-1967), quien, en
su papel de fscal militar, jugó un importante papel en la
represión política ejercida por los tribunales militares que siguió a
la guerra civil, una vez instaurada la dictadura de Franco. Se unió
al ejército sublevado el 2 de octubre de 1936. A los seis días, se le
nombró alférez médico, a pesar de no tener ningún conocimiento
ni título de medicina. En 1937 ingresó en el cuerpo jurídico del
ejército, aunque tampoco era abogado. (Toda su vida diría que sus
títulos habían desaparecido durante la guerra.) El único
documento que podía acreditarle como tal era una carta de
recomendación que solicitó a algún conocido suyo del Colegio de
Abogados de Cáceres, en la que se le acreditaba, como solía ser
costumbre entonces, como «una persona de conducta intachable y
afecto al régimen». Aprovechando una oportuna línea en blanco,
el propio Fernández Martín añadió la frase «Y está matriculado en
este colegio de abogados». Gracias a esta simple mención
falsifcada pudo desempeñar los cargos de fscal y ponente fscal
(únicos dentro del cuerpo jurídico del ejército para los que era
necesario ser abogado), tan determinantes en los juicios militares
represivos. Al ser en la mayoría de los casos la única persona con
conocimientos jurídicos, su criterio tenía gran peso. Aunque no
dictaba la sentencia, pocos presidentes de tribunal se atrevían a
contradecir a un fscal, sobre todo cuando se trataba de juicios
sumarísimos. Fue en ellos en los que destacó por su intransigencia
extrema y su crueldad el comandante Fernández Martín, al que se
achacan, al menos, 1.000 condenas a muerte. Las vistas se
convocaban de un día para otro. Él exponía escueta y
rápidamente su acusación e, invariablemente, pedía la pena de
muerte. Los acusados eran asistidos generalmente por defensores
militares sin formación jurídica, que veían al acusado por primera
vez en ese instante y que poco podían hacer (en caso de querer
hacer algo y exponerse a ser objeto de represalias posteriores). En
los juicios en los que actuaba Fernández Martín se hizo habitual
una broma de su invención y que refeja bien a las claras su
catadura moral: los bedeles gritaban a los familiares de los presos:
«¡Que pase la viuda del acusado!», y el tribunal reía el chiste.
En 1963, Fernández Martín intervino por última vez en un
consejo de guerra, en el que el dirigente comunista Julián Grimau
sería condenado a muerte por rebelión militar veinticinco años
después del fnal de la guerra, en un proceso que provocó airadas
reacciones internacionales. En 1964 ya era un secreto a voces que
Fernández Martín era un farsante y así, por fn, aprovechando que
su infuencia había decrecido, un colegio de abogados provincial
realizó una investigación y logró probar que su única relación con
el Derecho era haber aprobado tres asignaturas de primer curso
en la Universidad de Sevilla. Dos años después fue condenado a
un año y seis meses de prisión: el tribunal consideró atenuante la
circunstancia de que «no tuvo intención de causar daños
importantes». Fernández Martín murió poco después, sin
comprender la humillación de que su querido régimen, por el que
tanto hizo, le hubiera dado la espalda tras años de tan abnegado
servicio.
•
El supuesto legado del pirata inglés Francis Drake sirvió como
anzuelo para otra estafa de grandes dimensiones y de
características hoy increíbles, ocurrida en aquella Norteamérica de
comienzos del siglo XX, tan proclive a las oportunidades, pero
también a los oportunistas, tan favorable a las ilusiones, pero
también a los ilusos... Unos 100.000 inversores, la mayoría
humildes granjeros del Medio Oeste norteamericano (aunque
también personas acomodadas), perdieron en plena Gran
Depresión millones de dólares de la época por apostar a un
negocio imposible y sostener a ultranza, contra toda evidencia,
una quimera. Todo fue obra de un timador inesperado, el
aparentemente tosco Oscar Hartzell (1876-1943), un hombre que
terminó sus días demente y en la cárcel, pero al que no se puede
negar una tenacidad a prueba de bomba, un arrojo casi suicida y
una creatividad desbordante.
El trasfondo de la historia fue la legendaria herencia del pirata
inglés sir Francis Drake, que murió el 28 de enero de 1596 frente a
las costas de Panamá sin dejar descendencia. Su inmensa fortuna,
fruto de los asaltos a galeones españoles, se distribuyó entre
diversos familiares. El timo consistía en hacer creer que esa
distribución no se había efectuado, que el árbol genealógico de los
Drake era increíblemente complejo y que el verdadero y legítimo
heredero del pirata vivía en Norteamérica, en una granja de
Misuri, y estaba vendiendo sus derechos sobre el inmenso legado.
Pero para poder reclamar y conseguir esa incalculable fortuna (en
joyas, oro, tierras y otras propiedades, incluidas ciudades enteras
y amplias zonas de Londres) era preciso poner en marcha una
inmensa maquinaria judicial que exigía invertir enormes
cantidades en abogados y expertos genealogistas. Un empeño así
requería de mucha paciencia, pues las dimensiones de la fortuna
reclamada ponían en peligro el equilibrio de la propia economía
británica, pero la espera merecía la pena pues se podían obtener
rentabilidades de hasta un 1.000/1. Esa fue, a grandes rasgos, la
patraña que Hartzell y sus colaboradores contaron con enorme
éxito durante años por todo Estados Unidos. Con escenarios de
actuación a ambos lados del Adán tico, la difcultad de las
comprobaciones contribuyó al éxito del engaño.
Un día de 1918, trabajando en la granja familiar, Hartzell oyó a
un alguien que explicaba a su madre esta historia del legado del
pirata Drake y vio asombrado que aquel hombre conseguía que
ella le diese inocente y codiciosamente un billete de 10 dólares,
que representaba los ahorros familiares de muchos años de
esfuerzo. Aquello le abrió los ojos a Hartzell, que dedicó los
siguientes meses a leer todo lo que pudo sobre el pirata y después
se fue a Chicago a buscar socios para su estafa. Con el tiempo los
encontró en las descompensadas fguras de una ratera de poca
monta, Sudie Whitaker, y de otro timador de más altos vuelos,
Milo Lewis, con los que creó la Asociación Sir Francis Drake, cuyo
propósito era recuperar la fortuna del pirata expoliada por el
malévolo gobierno británico. Los tres estafadores decían
representar a Ernest Drake, de Misuri, único heredero legítimo de
Drake, y que todo aquel que invirtiera hoy en sufragar los costes
del litigio obtendría una gran rentabilidad cuando el gobierno
británico fuera obligado por los jueces a entregar aquel
patrimonio. Miles de personas cayeron en la trampa.
La clave, desde luego, era mantener la ilusión retardando el
imposible momento del cobro con nuevas y convincentes excusas.
Una supuesta Comisión del Rey y de los Lores tropezaba
periódicamente con algún inconveniente para emitir su informe
fnal. Siempre había una frma pendiente que se retrasaba por una
nueva y necesaria auditoría o tasación de la auténtica dimensión
del legado. Hartzell supo explotar muy inteligentemente todos los
recursos que se le ponían a tiro, manejó hábilmente cierta prensa y
se aprovechó al máximo de las circunstancias. Luego, el Crack del
29, lejos de terminar con el timo, le dio nuevos bríos pues la gente
estaba dispuesta a creer lo que fuera, sobre todo si ya tenía dinero
metido previamente en el asunto. Hartzell abrió enseguida
delegadones locales de su negocio, al frente de cada una de las
cuales puso a un recaudador, encargado no de estafar a los
incautos una vez, sino cuantas veces se dejaran, a plazos
periódicos. Su personal de ventas emitía recibos con la promesa
de que la fortuna, estimada en miles de millones de dólares, se
distribuiría de acuerdo con esos recibos a razón, se dejaba caer, de
entre 1.000 y 5.000 dólares por cada dólar invertido. El dinero
comenzó a llegar a espuertas a cada ofcina local, que, tras deducir
una sustanciosa comisión, enviaba el resto a la ofcina central (esto
es, a Hartzell, que pronto se había deshecho de sus socios
iniciales). De vez en cuando, hacía una tournée por los pueblos,
con concentraciones que, con frecuencia, no encontraban salones
sufcientemente grandes para alojar a la multitud. Durante tres
años, Hartzell promedió cerca de 2.500 dólares de ingresos
semanales, mientras mantenía a los provindanos contentos y
ocupados con las noticias de sus avances (y los continuos retrasos
procedimentales). Con el tiempo, el antiguo granjero inculto dejó
atrás su imagen de hombre rústico, que cambió por los trajes de
lana y la compañía de hermosas mujeres. Pasaban los años y el
fujo de dinero constante y sonante no cesaba, mientras Hartzell
vivía rodeado de lujos. Se hizo miembro de un prestigioso club,
cenaba en los mejores restaurantes y se codeaba con personas
infuyentes.
Pero casi desde el principio, sin que él lo supiera, el servicio
postal de Estados Unidos venía investigando su organización y
deseaba enjuiciarlo por usar el correo para cometer estafas. Sin
embargo, él era tan hábil para ocultar sus huellas que a los
empleados del servicio postal les costó mucho trabajo encontrar
pruebas convincentes en su contra. Buscando nuevas vías de
enjuiciamiento, los agentes establecieron contacto con Scotland
Yard, cuyos detectives le interrogaron en una de sus habituales
visitas, llegando a la conclusión de que aquel personaje era un
lunático y no podía ser el auténtico cerebro que sostenía aquella
fabulosa estafa. En 1933, por si acaso, Hartzell fue declarado
persona non grata y deportado desde Inglaterra a Estados Unidos,
donde sus clientes lo trataron como a un héroe. En una
concentración en Sioux City pronunció un conmovedor discurso
sobre su lucha para defender los derechos de sus inversionistas.
Los campesinos quedaron tan convencidos que incluso hicieron
una colecta y reunieron 68.000 dólares para ayudarle en aquel
difícil trance.
Mientras tanto, los agentes postales no cejaron en su empeño.
Al saber que Hartzell había transferido grandes sumas de dinero
al otro lado del Adántico, las autoridades postales consideraron
que tenían un caso sufcientemente sólido y le llevaron a juicio en
noviembre de 1933. Desafortunadamente para Hartzell, se halló el
testamento auténtico y convalidado de sir Francis Drake en la Sala
de Documentos Históricos de Somerset House y, para colmo, un
abogado testifcó que, según las leyes británicas, el plazo para la
convalidación de testamentos había expirado treinta años después
de la muerte de Drake. Oscar Hartzell fue hallado culpable de
estafa y sentenciado a diez años de cárcel, aunque pronto
consiguió la libertad bajo fanza. De inmediato reactivó el timo y
recaudó cerca de medio millón de dólares de campesinos que
creían frmemente que las autoridades lo acosaban porque estaba
muy cerca de conseguir la fortuna. En 1935, Oscar agotó todos los
posibles recursos y apelaciones y tuvo que ingresar en prisión
para cumplir el resto de su condena. Más o menos por entonces
comenzó a actuar extrañamente: resultó que, después de tanto
tiempo engañando, había llegado a creerse su propio invento. Un
año después de ser encarcelado, se le declaró mentalmente
incompetente y fue transferido al Centro Médico para Prisioneros
Federales de Misuri, donde permaneció recluido hasta su muerte
en 1943.
Puede que el charlatán místico del sur de la India Sathya Sai Baba
(1926?/1929?) sea la mejor prueba viviente de la estupidez
religiosa humana. Este controvertido gurú, con miles y miles de
seguidores en todo el mundo, sirviéndose de unos trucos
elementales de ilusionista afcionado ha sido capaz de embaucar a
una ingente cantidad de seguidores, que han aceptado
ingenuamente su autoproclamación de que es la reencarnación de
Dios, obviando incluso las abrumadoras acusaciones sobre sus
abusos pedóflos. Según su hagiografía ofcial (que ocupa cuatro
densos volúmenes), escrita por su devoto Narayana Kasturi, el 8
de marzo de 1940, a los catorce años, Sai Baba entró en un trance
místico que lo mantuvo en coma un buen rato. Tras despertar, su
extraño comportamiento preocupó a sus padres: no quería comer,
permanecía en terco silencio salvo para recitar antiguos slokas y
pasaba el día elaborando complejas escrituras hindúes de tono
sagrado. Dos meses después, se autoproclamó reencarnación del
faquir musulmán y santo hinduista Sai Baba de Shirdi fe. 1838-
1918) y, consecuentemente, tomó su mismo nombre. En octubre
de ese mismo año, pasó tres días seguidos meditando bajo un
árbol del jardín de un alto funcionario, concitando mucha
expectación a su alrededor. Baba enseñó a los reunidos a cantar
bhayans en alabanza de varios dioses hindúes (entre ellos, él
mismo). Y se autoaplicó un ascenso místico: ahora ya era
reencarnación divina enviada a la Tierra para provocar la
renovación espiritual.
Con sencillos mensajes y mucho misticismo impostado, fue
ganando adeptos hasta que, a fnales de los años sesenta, se hizo
enormemente popular entre los buscadores espirituales
occidentales (a pesar de que él sólo ha viajado una vez fuera de la
India, en 1968, para visitar en Uganda al estrambótico y cruel
dictador Idi Amin). En noviembre de 1950 se inauguró su primer
áshram, conocido como Prashanti Nilayam («la morada de la paz
suprema»), que, con el tiempo, se convertiría en un lugar de
peregrinación y culto para sus devotos, que provienen de todas
las clases sociales y pertenecen a diversos credos y culturas. Hoy,
su red de centros Sai (unos 1.200 en 114 países), lugares de oración
y autoconocimiento, se ha ido completando con colegios, escuelas
técnicas, universidades y hospitales.
Sus adeptos (según quien haga los cálculos, entre seis y cien
millones de personas de todo el mundo) creen que Sai Baba dene
dones y poderes ilimitados que trascienden la experiencia
mundana y científca, aunque él, por humildad, se niega a hacer
ostentación de ellos, y muchas veces siquiera a mostrarlos
públicamente, de igual modo que, dicen, tampoco busca crear una
secta o un nuevo culto. Además, consideran que sus enseñanzas
les hacen mejores personas, tolerantes con cualquier otro credo o
manifestación divina, ya que su principal dogma es enseñar a ver
a Dios en todas las cosas y en todos los seres. Pese a que Sai Baba
aseguró en 1960 que permanecería en esta forma humana mortal
hasta 2019, e incluso dejó escrito en 1984 que: «En este cuerpo yo
no me pondré viejo o débil como en mi antiguo cuerpo», desde
2005 ha estado confnado en una silla de ruedas y ya casi no hace
apariciones públicas. Pese a su supuesta santidad, Sai Baba ha
estado siempre acosado por las continuas denuncias de abusos
sexuales, estafas, delitos fnancieros e, incluso, asesinatos.