Está en la página 1de 3

Rasgos de la Arquitectura

(El texto a continuación ha sido extractado del libro El arte, la vida y el oficio de arquitecto, de Albert
Casals Balagué, Editorial Alianzaensayo):

Carácter de la obra de Arquitectura

…El método de acercamiento a la arquitectura va a ser mucho más pragmático, partiendo del hecho de
que se trata indiscutiblemente de una actividad humana; por ello se comenzará por considerar directamente el
carácter de los productos de tal actividad (las obras), identificando el agente (en su caso, el arquitecto) hasta
llegar a delimitar con precisión su campo de acción (el territorio). A la manera del agrimensor, de momento no se
hace otra cosa que acotar dicho territorio; una vez delimitado, ya estará en disposición de permitir moverse en él
con mucha más propiedad que hasta ahora.

«Rasgo indicador de la naturaleza esencial de una persona, organismo o cosa por el que es posible
reconocerla o diferenciarla de las demás; suma de estos rasgos.» Así reza el diccionario al definir la palabra
«carácter», y pone como ejemplos, entre otros: el carácter de la arquitectura griega, el de la poesía francesa, etc.
La característica es lo que constituye o revela el rasgo distintivo de una persona o cosa. Siempre es una categoría
relativa, que distingue una cosa de otras con las que pueda compararse.

¿Con qué se puede comparar la obra de arquitectura? Al tratarse de un arte, la arquitectura ha de


participar de los rasgos definidores que los diccionarios asignan a este concepto: destreza, expresión,
creación, preceptiva; rasgos asincrónicos, presentes en medida variable en la arquitectura de todos los
tiempos. Ya hemos visto anteriormente cómo, en la historia de la clasificación de las artes, la consideración
de la arquitectura ha pasado por etapas muy diversas. Así, la idea clásica atendía no tanto a los productos
del arte, como al acto de producirlos y a la habilidad para hacerlo, cosa que hacía indiferentes el arte del
arquitecto del del carpintero, por ejemplo. La Edad Media siguió con esta idea y clasificó a la arquitectura
entre las «artes mecánicas» que se regían por un sistema de preceptos. Esta idea continuó vigente en el
Renacimiento, época en la que la arquitectura fue situada entre las «principales» (mientras que la pintura,
por ejemplo, figuraba entre las «subordinadas»), así es como se inició la división de las artes en «bellas» y
«mecánicas», que se consolidaría con la Ilustración.

La arquitectura siguió siendo considerada un arte mecánico hasta mediado el siglo XVIII, cuando se
la incluyó entre las bellas artes y se la dotó de una preceptiva académica, pero que sólo se aplicaba a las
construcciones monumentales, desdeñando la edificación cotidiana; las excepciones de Pierre Patte (1723-
1802) y, ya en el XIX, Viollet-le-Duc (1814-1879) no hacen más que confirmar la regla, pues ambos se
situaron al margen de la Academia.

Esta discriminación entre edificación monumental y cotidiana se acentúa en el siglo XIX en el que
las clasificaciones abandonan el objeto para centrarse en consideraciones conceptuales, de manera que se
pierde, para la arquitectura, la dimensión cotidiana del uso y aparece, en la práctica, la distinción entre
arquitectura y edificación, entre arquitecto creador y maestro de obras constructor. A mediados del siglo XIX
el estudio reglado de la arquitectura se realiza fuera de las academias de Bellas Artes, en escuelas especiales.
No quiere ello decir que la arquitectura perdiera totalmente sus vínculos con la pintura y la escultura, sino
que se fortalecieron. Ahora bien, como ya hemos visto, lo que actualmente está en cuestión es la misma
noción de arte, de manera que difícilmente se pueden hacer aproximaciones a la arquitectura considerándola
exclusivamente como un arte puro.

No es fácil sustraerse a tal tentación; a continuación se puede ver cómo ciertas investigaciones sobre
el carácter de la arquitectura no consiguen escapar de la trampa esencialista que el arte puro tiene siempre
tendida. Por ejemplo, Camón Aznar intentó definir el carácter de la arquitectura afirmando que «es una
concreción plástica de los límites del cosmos y por ello es un arte diferente de los demás, en el sentido de
que es anónimo, generalizador y colectivo». Distinción cierta, aunque excesivamente esencialista;
precisamente, el libro de Camón Aznar se titula El arte desde su esencia.

En un terreno algo más específico Bruno Zevi señala una frontera entre la arquitectura «obra de
arte» y la arquitectura «menor», confesando de antemano que es muy incierta. Llega a distinguir con gran
claridad entre arquitectura y edificación, «espacio artístico y espacio físico, creación poética y producto
instrumental». Pese a su gran seducción, la unidimensional teoría basada en la esencia espacial de la
arquitectura, muestra claramente que también en Zevi la forma predomina sobre el contenido.

Una tercera muestra (aún esencialista) es la tomada de Colin St. John Wilson quien, repitiendo las
ideas de Kant y Hegel afirma que está en la misma esencia de las obras de arquitectura —se puede decir
incluso que es su imperativo incondicional, pues pertenece al orden práctico— servir siempre una finalidad
diferente de sí misma. Con ello define su carácter específico diferenciado de las otras artes, pero introduce
una contradicción en su propia identidad.

Abandonemos el terreno esencialista y pasemos, con la ayuda de Roger Scrutton, a enumerar


simplemente los rasgos necesarios de la obra de arquitectura. Puede que así lleguemos, por lo menos, a la
concreción unívoca de su carácter.

Utilidad o función

La forma de los edificios depende de las necesidades que ha de satisfacer; es decir, de su función.
También las otras artes pueden cumplir eventualmente una función, como la música militar; pero se tratará
de una música aplicada a un uso que no forma parte de su carácter específico. Sin caer en el funcionalismo
ingenuo expresado en la frase: «la forma sigue a la función», se puede afirmar que la utilidad de la
arquitectura no es una propiedad accidental, sino al contrario, es precisamente lo que determina el quehacer
principal del arquitecto, el cual no halla al azar la expresión como lo hace el artista, sino que busca
cuidadosamente la forma adecuada a la función requerida, de modo semejante al artesano; el recurso a los
tipos establecidos, la manera analógica e incluso la icónica de proyectar que tienen muchos arquitectos,
supone un fuerte componente artesanal. Atención: la consideración del valor funcional de la obra de
arquitectura no empaña para nada su percepción estética; pero esta percepción y su consiguiente valoración
no se pueden desligar de la función que la obra desempeña.

Localización

Un rasgo propicio a la controversia: ¿es lícito proyectar edificios indiferentes a su localización, a su


entorno geográfico, topográfico, etc.? Tampoco se trata aquí de resucitar la escuela contextualista italiana de
los años sesenta del siglo pasado, atenta de manera dominante a las «preexistencias ambientales», si bien nos
conviene no desdeñar sus lecciones. La autonomía estilística y hasta funcional de ciertos edificios, piezas de
autor, incrustados violentamente en nuestros centros históricos, precisa de unas fuertes dosis de
insensibilidad al lugar y al entorno. Piénsese, por ejemplo, en el MACBA, de Richard Meier, pieza de arte
sin finalidad inmediata (un museo vacío) situado en pleno barrio de la Caridad de Barcelona, como podría
estarlo en pleno Vallés Oriental, en Los Monegros o en medio de las marismas del Guadalquivir, sin ir más
lejos.

El olvido del lugar es el olvido de una parte sustancial de la arquitectura, que no puede ser
considerada como una «forma artística» independiente, «ajena al urbanismo, a la jardinería, a la decoración
e, incluso, al mobiliario y a los utensilios domésticos». Aun así, le resulta muy difícil al arquitecto sustraerse
a la tentación de proyectar su edificio como una escultura, si no ajena, sí aislada del entorno. Puede que la
culpa sea de los griegos clásicos que se empeñaron en perfeccionar un organismo, el templo, limitando al
edificio sus esfuerzos de composición arquitectónica, sin desbordar nunca sus límites, sin extender dichos
esfuerzos a la escala superior del paisaje o de la ciudad.

Es así como, todavía hoy, pocas personas son capaces de entender la ciudad como un organismo
complejo y la ven como un agregado de edificios. También muchos arquitectos, bajo la presión de la faceta
«artística» escultórica de su obra y, hay que reconocerlo, las más de las veces en comunión con el común de
la gente, no sólo no integran sino que aíslan cuidadosamente sus edificios del entorno.

La técnica

Al mencionar este aspecto, Roger Scrutton quiere referirse a la técnica constructiva, a los procesos y
a los materiales de construcción. No cabe ninguna duda sobre el papel crucial que juega, en la inteligibilidad
de la arquitectura, su realidad material y sobre la enorme influencia que en su percepción tiene la evolución
de las técnicas constructivas. Tratemos de no caer, sin embargo, en el «paralogismo progresista», al
identificar erróneamente las aplicaciones del progreso científico (la tecnología) con el supuesto progreso de
la arquitectura. No cabe insistir más aquí en este asunto, pues es el objeto de la Segunda Parte del libro.

Objeto público

Éste es un aspecto definitivo para valorar la dimensión social de la obra de arquitectura, pues su
presencia física se impone contundente, con independencia de la voluntad de sus usuarios. Es
intrínsecamente pública, ocupa un espacio y se asienta en él, bien eliminando de un plumazo lo anterior,
bien armonizando con ello. La arquitectura, como señaló John Ruskin, es la más política de las artes en el
sentido de que impone una visión del ser humano y de sus fines independientemente de cualquier acuerdo
personal entre los que viven en ella.

Continuidad con las artes decorativas

Así considerada, no puede hablarse de autonomía artística de la arquitectura, pues no es otra cosa
que un arte común (una actividad «vulgar», etimológicamente «común a todos»). En este sentido es, por
encima de todo, un proceso de ordenación en el que puede participar toda persona normal; y así ocurre
cuando un alguien compra, decora y habilita un piso para vivir en él. Dice Roger Scrutton al respecto:

El arquitecto ha de conformarse a una ordenación preexistente, conflictiva con una actitud exclusivamente artística. La
arquitectura debería ser la aplicación de lo que se considera «adecuado» en todos los aspectos de la vida cotidiana. Una estética
de la arquitectura diferiría poco de una estética de la vida diaria, tan lejana de la noción de «expresión» aplicable a las artes
puras.

Sigue Roger Scrutton, con pragmatismo anglosajón:

La actitud estética, por tanto, sólo puede relacionarse periféricamente con el arte edificatorio; puede ocurrir que las exigencias
estéticas sean una pequeña incomodidad en la práctica de los arquitectos, y no una parte fundamental de sus objetivos. No
sabemos muy bien, obviamente, cuáles son esas exigencias «estéticas»; pero podemos obtener un cierto conocimiento negativo
de ellas si consideramos que un edificio debe entenderse, en primer lugar, en términos de utilidad, mientras que los imperativos
estéticos, si bien son posibles, no son de ninguna manera necesarios a la empresa del arquitecto.

La persistencia del lenguaje clásico en los gustos del público debiera ser motivo de profunda y
desapasionada reflexión.

* ¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨ * ¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨¨ *

También podría gustarte