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— Fue un astromóvil.
— Malditos sean, desde que les abrieron camino a estos diablos, naiden anda
tranquilo ni en sus propios terrenos.
Una vieja se arrodilló junto al cadáver; humedeció con saliva sus dedos índice y
pulgar y con ellos acarició los lóbulos de las orejas amarillentas de Plácido
Santiago. Por la boca de la anciana brotó una jaculatoria que corearon voces graves.
— Habrá harto pulque en el velorio —dijo uno, cuando abrazó con satisfacción la
bota henchida.
Tras el pollino iban los hombres y las mujeres a paso lento, solemne; el animal de
vez en cuando tiraba tarascadas a los renuevos de grama, sin curarse de la azotaina
que seguía a los golosos intentos… Mas en una de ésas, el cuerpo estuvo a punto de
rodar; hubo alarma y gritería. Roque Higuera, el Tío, dispuso que un muchacho
trepara a la grupa del jumento y mantuviera en equilibrio los despojos de Plácido
Santiago.
La caravana siguió su marcha, hasta torcer por la vereda que llevaba a Panales; a la
retaguardia, .Tlachique., vivo el ojo y la lengua colgante, jadeaba al trotecillo
lobuno que había tomado.
Pero ya llegaban los dolientes; alguno encajó en la tierra una vela de estearina tan
delgada como el dedo meñique; otro regó con flores de zempoalxóchitl todo el
pavimento; una mujer dejó a los pies del muerto un manojo de retama; la fragancia
campera llenó el ambiente. Alguien inició el rezo que poco a poco se transformó en
rumor como el del río o el del viento que jugueteaba entre los lienzos de cantos
rodados.
El Tío Roque informó a la concurrencia que por su cuenta había mandado buscar al
cura de Ixmiquilpan para que rezara diez responsos de a tostón, en beneficio del
alma del amigo Plácido Santiago. La gente miró con admiración y reconocimiento
al viejo, a quien el pulque trasegado habíale hecho tan ligera la bolsa como la
lengua.
Llegaron la tarde, la anochecida y la alta noche; el pellejo del pulque había
sucumbido a las arremetidas de los dolientes. El Tío Roque Higuera, de esplendidez
creciente, mandó al tinacal de su pertenencia por otra ración semejante a la
consumida:
El duelo iba trocándose en tertulia; todos hablaban en voz alta; ahí estaban las
panegiristas de los hasta ahora no reconocidos méritos del difunto, ahí los
predicadores entusiastas de las excelencias del compadrito Plácido Santiago y
también las preces declamadas a voces por las mujeres. De repente, un grito agudo,
ululante sobresalía entre el murmullo sordo; era la comadrita Trenidá que abría la
compuerta a su dolor.
Afuera los luceros se desgarraban entre las púas de los nopales, los grillos hacían
concertino a la sinfonía de aullidos que venían del monte; eran los perros alzados,
los perros sin dueño que ladraban al hambre y a la muerte.
Los compadres, llenos de miramientos y celo, colocaron dentro del ataúd el cuerpo
de Plácido Santiago. El Tío Roque Higuera llamó a la comadrita Trenidá para que
diera el último adiós a su compañero; la mujer tomó entre sus dedos temblorosos el
mentón frío y salpicado de pelos lacios y duros. Luego el Tío Roque Higuera
remachó con una piedra doce clavos.
En ésas estaban cuando hizo su aparición el señor cura de Ixmiquilpan; llegó hasta
las puertas de la choza tripulando su viejo Ford. Los presentes se echaron de
rodillas, el sacerdote alzó la diestra y asperjó bendiciones. Después las mujeres se
apresuraron a besar la mano regordeta que desganadamente se les tendía.
— Pronto, pronto —dijo el cura—, acabemos con esto, porque tengo un bautizo en
Remedios y un viático en Tamaleras… ¡Pronto, pronto!
— Ande, ande, acuérdese que pa nosotros lo mesmo da ocuparlo a usté que al padre
de Alfajayucan, que ése sí nunca se hace del rogar… Hasta al pulquito l‘entra.
Cuando cuatro muchachos alzaron el féretro y abrieron la marcha del cortejo, el Tío
Roque Higuera puso en las manos del clérigo un billete de cinco pesos.
Todos los presentes salieron tras el ataúd, excepto la comadrita Trenidá que, hecha
una maraña insignificante, estaba sentada frente al fogón; al alcance de su mano
una olla llena de frijoles cocidos de los que la mujer comía a puñados. Cuando el
cura la sorprendió en tan inaudita tarea, puso el grito en el cielo:
— ¡Ave María Purísima! Cualquiera diría, hija, que te ha importado muy poco la
muerte de tu marido… ¿Cómo es posible que tengas hambre en estas
circunstancias? ¡Es el tuyo, mujer, pecado de gula!
— Anoche desaigraron mis frijoles por beberse el pulque… Naiden los aprobó
siquiera. —Luego, con los ojos llenos de lágrimas, continuó—: Mi marido, con la
ayuda de sus santos responsos, ya está gozando de Dios… Él se llevó mi corazón
hasta el jollo; naiden podrá ocupar su lugarcito… Pero no por eso debo dejar que se
aceden los frijoles
La comadrita Trenidá, con las lágrimas escurriendo por entre las mejillas, metió de
nuevo la mano en la olla:
Echado sobre sus patas traseras, Tlachique, el perro jolín y esquelético, esperaba su
turno; mientras tanto, se relamía, se relamía…