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CASTIGO

Rubén Darío Ramírez Arroyave

La maté con estas mismas manos que ella antes besara. Fue sujetarla con la soga

y sentir esta escaramuza que recorría mi piel y que se enclavaba en mis arterias y

que llevaba ese veneno hasta el corazón asfixiándolo dejándolo en esa intemperie

de nadas que tantos años atrás lograron ajusticiar mis sueños.

Mamá era una matrona de sociedad, eso parecía ante las damas de verde que se

reunían las tardes eternas en el solar de mi casa a jugar cartas, esos juegos de

mujeres sin oficio que casi nada hicieron en esta vida, solo arruinar la vida de sus

propios maridos, hombres que con etílico destilaban por sus pieles la melancolía

de una vida barata cargada de sueños mortecinos, a expensas de doblegar su

inmaculado estado de virilidad ante aquellos espectros del infierno: remilgadas,

acabadas, sucias y estúpidas mujeres.

A esta hora que son ya las 6:00 de la tarde y que la noche se avecina, entonces

me dispongo a leer mientras ella en esa posición estética, se ve tan pacífica. Me

doblego ante la oscuridad del cuarto. A tientas con la luz disipada y con la fetidez

de la inocencia me limito solo a que los doseles negros disipen mi pena no

viéndola más, La oscuridad nos absorbe. Me dejo doblegar una vez más por mi

inocencia. Empieza el ritual de todas las noches. Deambulo de aquí para allá…

prendo un cigarro, ausculto en mi billetera. Unas monedas caen al piso. El ruido se

hace tan estrepitoso que tapo mis oídos y lanzo un extenuante quejido farfullando
un verso de la salmodia hindú: “nada es para siempre, pero todo se eterniza en la

conciencia”

A esta hora la conciencia de un asesino no tiene ningún precio. Las palabras

trajinaban en silencio por la alcoba. Enciendo una luz. Trato de ver el cadáver y no

lo encuentro. Salgo despavorido, voy al baño, y allí solo hay un trapero que antes

sirviera para limpiar el vómito producto de mi asco o de mis remordimientos.

Corro las cortinas, me asomo con ese deje recóndito de abogado criminalista, que

de vez en cuando dejaba notar en mi faz de hombre tímido y solitario. Nadie

circula por las calles. Subo a la terraza. El sudor se ha vuelto una capa de sal que

pesa más que mi temor. Bajo, cruzo una habitación alguien ríe a carcajadas como

haciéndome notar que hasta el más prestante legista se equivoca en su dictamen.

No había muerto. Qué pudo fallar.

Me siento en uno de los quicios y recuerdo la tarde en que mi madre me obligó a

casarme con ella. Los preparativos fueron exquisitos, la celebración majestuosa.

La noche de bodas un infierno. Tocarla fue un martirio, sentir esos dos grandes

monstruos en su pecho, esa languidez y esas curvas que mareaban mi inocencia

maricona que se había apoderado de mis sueños y que a veces recreaba

fijándome en las piernas adorables del chofer del bus de mi colegio. Que deleite

era mirarlo, y sentir esa voz que me dominaba y me lanzaba a las más infames de

las contemplaciones fisiológicas que alguien en su vida pudiera imaginar.

Alguna vez intenté desmayarme justo a la salida del bus. La rechoncha cuidadora

corrió tan pronto que no pude sentir que él me levantara. Desde ese día intuí que
mi existencia estaría esclava, que por siempre estaría atrapado entre las manos

equivocadas por gusto o por la necesidad de existir en un mundo que

definitivamente no era el mío.

Se convirtió ella en una esclava de oración. Entregó su virginal cuerpo a

oraciones, a rezos, a flagelaciones en la madrugada que parecían castigos

divinos. Muchos vecinos algunas veces me insultaban y me decían que era un

escándalo mi vida sexual con ella. Sus gritos y quejidos en la mañana me dieron

fama de macho consumado en el vecindario. Era ella que en sus anhelos de

santidad castigaba su cuerpo para no concebir ningún deseo, yo nunca podría

satisfacerla. Tantas veces lo reclamó en una inocencia que se le volvió una

punición eterna.

Cada vez me asfixiaba más su compañía. Varias veces me ponía yo sus prendas

femeninas, taconeaba por el pasillo que comunicaba la sala con el árbol del patio

central. Ella me veía desde una ventana. Solo una vez me percaté de aquello,

desde entonces no pude vacilar este deseo y lo hice frente a ella. Ella jamás me

recriminó la puesta en escena de mis deseos, se extasiaba en oraciones y

suplicas divinas reclamando un perdón que perdí desde que concebí en mi vida la

idea de un alma temporal que viajaba al límite de su moralidad efímera.

Usaba sus joyas, sus prendas íntimas, su vestido de bodas que conservaba

inmaculado en un viejo baúl. Le cantaba y danzaba sorry de Madonna, ella callaba

y mascullaba de vez en cuando una interjección.


Mi madre llegaba de su viaje. Todo estaba dispuesto para la infortunada

bienvenida.

Llego cansado del bufete de abogados honoris et desonoris, donde llevo a juicio

mis casos. Abro mi portafolio, me peino el cabello y cepillo mi bigote. Ese toque de

macho se me figuraba excitante.

Ella reflejada en mi espejo. El cuchillo en la mano, y ese no te soporto más.

Púdrete en el infierno.

Hago ese ademán femenino junto al grito isócrono que me pone a su nivel de

mujer, cargada de miedo.

La tomo por el antebrazo, la doblego y la arrastro por la baldosa suave que como

un viaje me permite un recorrido magnifico sin premuras, sin cansancio…es

maravilloso el toque de brillo que alcanzó el piso después de este melódico

recorrido.

Ella me grita, y en su llanto de niña balbuce su infinito asco, y ese deseo oculto de

verme muerta para siempre.

En el cuarto de los cuadros olvidados de mi generación, la tiro por el suelo. La

alfombra áspera y de tonalidades grisáceas amortigua su caída. Los cuadros me

miran, los observo y siento que ellos me hablan y me culpan. Se burlan a mis

espaldas, la tinta se disipa por las siluetas linoleicas, un eco de expresiones

ininteligibles llena el cuarto, comentan la burla de hombre que soy para ella. Me

señalan con el dedo, los colores se vuelven imposibles. Esa mujer amamantando
el niño me recuerda a mi madre, tiro el cuadro por el piso, lo escupo, lo hago

pedazos mientras ella grita desconsolada.

Trata de huir, pero el cuadro de la madona me hace girar en el acto. La alcanzo,

tiro de su vestido el cual, a mi contacto, fiero se hace trizas.

Tomo la cuerda de la que pende ese artificio traído por mi madre de Asía y que se

asemeja a un lazo mitológico y misterioso de indochina.

La sujeto por el cuello. Sus ojos se vuelven blancos como el cielo del cuadro

parisino que deja ver las muchachas en esas callejuelas, coquetas y sonrientes.

Lo tiro por el piso lo estrello junto al rostro de ella que ahora se ha vuelto una

escultura de huesos y carne insustancial, sin dios ni ley: te amo Nietzsche, grito

desprovisto de sonido articulado alguno. Me levanto y sé que por fin he renunciado

al peso de mi moralidad y la infamia de mi martirio. Ella doblada en mis juegos

artísticos. yo consumando por fin el delito menos horrendo de mi historia.

Los cuadros se le hacen insoportables. Los tira, los abalanza por el piso, los parte

contra las molduras y las cornisas. Los hace pedazos. Ella tirada por el piso le

recuerda de vez en cuando sus interminables noches en el lecho, vegetando en un

amor muerto desde antes de concebirse.

Cae la noche. Se desploma, cierra sus ojos. El cansancio se apodera de él. La

oscuridad lo atrapó en el acto. Cuando advierte las sombras enciende la lámpara,

el único regalo que conservaba de su padre. No ve a la mujer. Una fuerza interna

le hace sospechar lo peor. Enardecido, levanta del polvo las siluetas dispersas de

las mujeres de las réplicas casi perfectas de Jean-Baptiste Camille Corot. Mira en
todas las direcciones, se sujeta el rostro con ese par de manos con las que horas

antes estrangulara a su esposa.

¿Qué pudo fallar? - Qué pudo fallar, se repite mientras la busca por toda la casa.

Toma un teléfono. Marca un número, nadie responde al otro lado de la línea. Baja

los peldaños que lo llevarán al sótano donde se guardaban cosas inservibles.

Enciende la luz. Observa la foto de su matrimonio. Grita desesperada: debo

hallarla. Delira. Unas palabras insospechadas se apoderan de su léxico: Amor sal

de donde estas todo era un juego. Una manera de romper la monotonía, de jugar

a la muerte esa que se nos escabulle a todos en esta familia y que de vez en

cuando un ritual es necesario para no sentirnos tan eternos. El silencio es

interrumpido por el crujido de unas páginas sueltas que yacen por el piso. Las

ratas corren como haciéndole notar que nunca ha estado solo en esa casa, en la

que, para él, su única compañía siempre fue el espanto.

Advierte unos pasos. Su madre acaba de llegar a la casa. Asciende aterrorizado.

Qué le dirá de ella, que mentira se le ocurrirá para explicar su ausencia. El silencio

se le volvió una agónica eternidad.

En la sala sus miradas se fijan sin mayor reparo. Un hola circunstancial se

apodera de la escena.

De pronto sale ella. Él nota que su vestido está en perfecto estado, no tiene los

moretones en su rostro ni en sus muñecas hay indicios de violencia. Se percata de

su mirada perdida en el infinito como siempre. Trae un café reparado por ella, con
ese olor característico que tanto le molestaba, pero que para su madre tal vez por

ser incómodo para él se le hacía irresistible.

Veo que no has olvidado mi gusto nuera querida: Él se queda atónito, la locura lo

enceguece. Sube a la habitación. Los cuadros están perfectamente colocados. El

lazo místico se encuentra en su lugar.

Las mujeres del cuadro lo observan, esas sonrisas lo acobardan. Cierra los ojos

no comprende nada.

Baja las escaleras. Nadie en el sofá, ella en ningún lado. Toma el álbum. Fotos del

funeral de su madre. Lanza por el piso las fotos que ligeramente se dispersan por

la sala.

Sube a su habitación. Los trajes matrimoniales expuestos en la cama marital

desde la noche de bodas.

Lee un recorte de prensa: muere mujer recién casada, en extrañas circunstancias.

El caso parece obedecer a esquizofrenia.

Ve la foto de ella en detrimento amarillista. Abre sus ojos y se queda inmovilizado

durante un largo rato.

Yo no la maté se repite en un rincón de su cuarto. Ella está viva, su imagen esta

en los cuadros, en el vestido, en el álbum. En mis temores, de maricón frustrado.

Se levanta, baja a la sala, ella le trae sus galletas de la tarde. Él sonríe. Su madre

se complace en la atención prodigada. Todo, todas las tardes se vuelve tan normal

que incluso tenerlas se hace para él un exquisito castigo.

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