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SIGILO...

Rubén Darío Ramírez Arroyave

En el pedestal de donde todo parecía verse con la naturalidad que le proveía la ocasión, ella
estática, parecía detenida en el cruce fenomenológico de la humanidad frente a sus ojos. 
Extasiada se recreaba en las historias vanas y en ocasiones absurdas redundantes de apetitos
incumplidos, de sueños maquiavélicos, de espejismos nefastos, de idilios inmortales así
como la vaguedad incesante de sus súplicas. Desde allí contempló imperturbable las más
viles hipocresías de los que acechaban el lugar, aquello causaba más silencio que asombro.
La oración infiel es una acción tan cobarde como el delito, o como la planificación del
crimen. 
Su traje negro y trillado representaba el dolor que ocultaba en su corazón herido por la
flecha. 
La voz del anciano en los altavoces del lugar presagiaba una tragedia para el corazón
humano. El pecado era la causa de que todos encamináramos nuestras almas al infierno.
Ella inmune auscultaba como todos los días los discursos y callaba, con un silencio que
atisbaba su aflicción.
Las lágrimas petrificadas en su rostro y la moral que apuntaba su accionar, se mantenía en
la más cruda de las fidelidades: desde el día en que lo recibió cayendo del madero, muerto a
latigazos; Cuando derrotada, comprensiva frente a la historia de la teología salvífica,
admitía que la causa de su dolor sería la alegría de muchos. Y ahora en el pedestal del
templo se le ve, llena de dolor mirarse apacible, con un lucernario que resplandece su dolor
y que incólume ante las desdichas de los otros, en ocasiones olvida su propio dolor de
Madre.

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