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Pasados algunos días él recogía los sembrados, ella miraba las estrellas
y entonces extrañaba su hogar. Pensaba de vez en vez que los humanos
eran tan excepcionales que era casi imposible entender su manera de
ser y de vivir. No entendía por ejemplo que todas las noches aquel
hombre hurgara entre su entrepierna y tocara esa textura lisa e inútil
que para ella solo era la curva que dividía sus articulaciones inferiores.
Una mañana ella cansada de la rutina, tal vez esa que es universal, esa
sensación de avistar que pasan las horas y que se hacen interminables,
eternas y vacías, ella quiso huir del lugar. Se detuvo ante el llamado del
hombre que le exigía con ceño fruncido y palabra dura ese quédate ahí y
no te muevas…eres mía y lo serás para siempre. Ella ante el asombro
que antes desconocía por esa manera nueva de articular el hombre su
dicción y su semblante…se lanzó sobre su piel y lo devoró en segundos.
ESQUIZOFRENIA
La maté con estas mismas manos que ella antes besara. Fue sujetarla
con la soga y sentir esta escaramuza que recorría mi piel y que se
enclavaba en mis arterias y que llevaba ese veneno hasta el corazón
asfixiándolo dejándolo en esa intemperie de nadas que tantos años atrás
lograron ajusticiar mis sueños.
Mamá era una matrona de sociedad, eso parecía ante las damas de
verde que se ruinan las tardes eternas en el solar de mi casa a jugar
cartas, esos juegos de mujeres sin oficio que casi nada hicieron en esta
vida, solo arruinar la vida de sus propios maridos, hombres que con
etílico destilaban por sus pieles la melancolía de una vida barata cargada
de sueños mortecinos, a expensas de doblegar su inmaculado estado de
virilidad ante aquellos espectros del infierno: remilgadas, acabadas,
sucias y estúpidas mujeres.
A esta hora que son ya las 6:00 de la tarde y que la noche se avecina,
entonces me dispongo a leer mientras ella en esa posición estética, se
ve tan pacífica. Me doblego ante la oscuridad del cuarto. A tientas con la
luz disipada y con la fetidez de la inocencia me limito solo a que los
doseles negros aquieten mi angustia no viéndola más. La oscuridad nos
absorbe. Me dejo doblegar una vez más por mi inocencia. Empieza el
ritual de todas las noches. Deambulo de aquí para allá, Prendo un
cigarro, ausculto en mi billetera. Unas monedas caen al piso. El ruido se
hace tan estrepitoso que tapo mis oídos y lanzo un extenuante quejido
farfullando un verso de la salmodia hindú: “nada es para siempre, pero
todo se eterniza en la conciencia”
Subo a la terraza. El sudor se ha vuelto una capa de sal que pesa más
que mi temor.
Tomo la cuerda de la que pende ese artificio traído por mi madre de Asía
y que se asemeja a un lazo mitológico y misterioso de indochina.
La aprieto por el cuello. Sus ojos se vuelven blancos como el cielo del
cuadro parisino que deja ver las muchachas en esas callejuelas,
coquetas y sonrientes. Lo tiro por el piso lo estrello junto al rostro de
ella que ahora se ha vuelto una escultura de huesos y carne
insustancial, sin Dios ni ley: te amo Nietzsche.
Baja las escaleras. Nadie en el sofá, ella en ningún lado. Toma el álbum.
Fotos del funeral de su madre. Lanza por el piso las fotos que
ligeramente se dispersan por la sala.
PIRÓMANO
Solía ese engendro quitarle la paz todos los días. Llenaba ese espacio de
arte configurado por él, con todo el delirio estético de ese bullerengue
barato que los mozuelos llaman música. Lo enervaban esas notas de
extrema fiereza, esas tonalidades de negro en alardes de gritos y de
espantosas melodías que asimilaba como susurros del infierno. Lo
acosaba por todos los lugares de la casa esa extraña sensación
demoníaca que lo perturbaba y que lo enloquecía hasta el extremo de
tirarlo todo por el piso, beber una copa de alcohol y cubrir sus oídos con
audífonos que le taponaran con el silencio de Schubert esos ladridos
nihilistas y de posibles coloraciones de muerte.
La veía entrar de vez en vez con otros, que como ella no atinaban el
gusto y el decoro. Su sola figura se le hacía un espanto. Varias veces la
corría de su templo con expresiones de absoluto desprecio. “No toques
nada muchachita, tus sucias manos todo lo vuelven patas arriba…
además el gusto no se hereda y lo que se hereda a fuerzas es un hurto.
Así que no te apoderes de mi espacio, que no tolero que estropees la
disposición con que todo está atribuido según la esencia del arte que yo
he dispuesto aquí, en mi casa”.
LA SANTA
Sentía una lástima tremenda. Quise avanzar y esa palidez intensa que
observé en mi rostro en un segmento de espejo que yacía en el suelo de
esta vereda se me antojó terrible.
Rememoré las muchas veces en que quise amar y ser amada. Tocada y
deseada. Que la piel de un noble caballereo irrumpiera en la casucha
que había comprado mi madre con la herencia miserable que nos había
dejado nuestro padre después de haber derrochado todo con
mujerzuelas obscenas de cantinas oscuras, donde tantas veces fui a
buscarlo y a limpiarle ese vomito de tres días que me hacía sentir a la
vez miserable y perturbada…un día lo hallaron muerto en una esquina
del pueblo. Sus interminables noches le habían cobrado la vida, sus
insomnios en amores y en despilfarro ahora lo acercaban por fin y
definitivamente al infierno, ese que compartimos en vida durante tantos
e infructuosos años.
Ese camino recorrido a la nada como todas las tardes perdida entre los
lugarejos y las miradas de las mujeres de este vecindario, me trajo esta
dicha tan enrome.
Pecado que hoy era una vulgar realidad. Pero que placer tan sublime,
tan mágico y tan eterno, que gesto el de este pobre y miserable
hombre: el de complacer sin él siquiera imaginarlo a una mujer que
siempre en su corazón ocultó el deseo de ser una vulgar e incauta
mujerzuela.
VEJEZ
Me atiborro de todo lo que la vida en su exigua existencia me dilapida
diariamente.
Me basta saber que existo, que soy piel o soy senil. Que soy una entre
tantas otras. Que la vida es un espacio equiparado de recuerdos y de
mentiras y de miedos. De vaguedad o de sinsabores.
Soy una más que vagué a tu lado por la denotada existencia que se me
hacía para ti una miseria de escrúpulos dibujados de mentiras…sin
embargo me sentía compadecida de tus suntuosidades absurdas.
No puede ser. Antes fui una hermosa hembra. Corría espoleada por el
viento y el sol era mi encanto. Machos de todas las castas venían a
verme, deseaban ser devorados por mi gusto. Pues mi tacto era
suficiente para dejarlos mullidos. Frívolos e impotentes se marchaban
dejándome con mi esencia de hembra vagabunda, que circundaba la
selva, el valle, la montaña como si fuera la diosa de una creación
pagana.
Quise huir un día, pero ese disparo me dejó derribada por el piso.
MIRADAS
La tomó por los pies mientras subía las escalinatas hacia la terraza
central donde todas las noches ella veía con asombro la luna posarse
sobre su rostro y convertirla en esa mujer noctambula que
vagabundeaba bebiendo cifras y consumiendo momentos de amor
furtivo.
Una mañana ella despertó y sus ojos eran dos cuencas vacías que no
contenían ni la mirada ni el cristalino ni la pupila…habían sido
arrancados sin ella percatarse. Entonces recordó la única bebida que
hasta entonces había recibido. La dopó, le robó su mirada. Agitada se
revolcó por el piso y gritaba clamando justicia divina. No era suficiente
el sufrimiento de su vida oscura a tientas en las noches auscultando un
precio digno de su entrega de mujer barata que le coqueteaba a la calle
para darle rosas a las espinas que pendían en su existencia.
Sus ojos eran la vida. Ellos la llenaban de ese misterioso encanto de las
noches y ya no estaban.
Son dos ojos cristalinos. Reflejan las luces, detienen las imágenes de los
asombrados ebrios que se dejan seducir de su incalculable belleza.
Se quita las prendas superiores y deja ver unos pechos voluptuosos que
enloquecen hasta el estado del delirio al transeúnte de la noche.
LA SEÑORITA
Un día salía ella con su bata hecha de una tela barata, adornada con
flores multicolores, estaba descalza, las uñas de los pies estaban llenas
de tierra, sus pies eran como dos lingotes que se asemejaban a una
pezuña más que a un pie humano, llevaba su cabello cogido a media
cola, se veían esos tres pelos ajustados a la fuerza, atados con una
cabuya de estopa, y una flor ya casi seca dejaba ver su esencia
femenina.
Cerró sus ojos y de repente vio como del cielo bajaba esa mujer
hermosa, que la coronaba con sus arreos de virgen. La conducía a
fuentes donde el agua dejaba ver su rostro de mujer sencilla ya no
abatida ni derrotada.
La bella dona deja caer su manto lleno de rosas, ella las recoge y se
fabrica una corona. Se arrastra por el piso. La divina le eleva al cielo sus
suplicas. Dios no te juzga. Aunque seas varón, y todo tu cuerpo así no lo
represente, en tu alma hay una mujer igual a mí, a tu descendencia. No
temas. Lo que es imposible para tu raza es posible para Dios.
INFERNAL
El fuego se expandió por todo su cuerpo. Los gritos inclementes al cielo
no bastaron para que el demonio abandonara ese cuerpo flagelado
desde meses antes, por petición del pastor de la iglesia a la que acudía.
Ese ritual cotidiano de cantos y alabanzas al cielo para recobrar esa
salud de ánima que había perdido años atrás a causa de sus vicios y los
trastornos morales que su familia le había inducido con tanta premura
desde que era una niña, no bastaron para recobrar la salud que su
madre esperaba.
Todos caen por el piso en ardiente alabanza. Ella atada de pies y manos,
rememora la vez que dolida se acercó a su madre para contarle su
inclinación lésbica. No lo admitía ella en su naturaleza de mujer de
principios, de familia y de sociedad rural.
Replicó este con toda lo ancho de su discurso que era el demonio quien
hablaba, que era el oscuro quien se había apoderado de su lenguaje,
que quería engalanarse en sus vestiduras para incurrir en blasfemia
contra la iglesia pueblo de propiedad de Dios. Todos asienten.
Camina la mujer todas las mañanas por las calles de san Pedro, su
mirada se pierde en el abismal de sus evocaciones religiosas.
La gente la mira y la señalan. La piedad en ocasiones no les alcanza
para mediar un perdón que ella nunca fue capaz de solicitar, con esa
fuerza innegable de su vocablo de matrona.
En sollozos enciende una vela que le ofrecía a los ídolos del templo.
Disimuladamente rocía petróleo y gasolina por el entramado del templo
donde la madera finísima y pulida hacían decoro de la estética del
santuario colonial. En un acto sublime conmemora la escena de su hija
quemándose por voluntad de un pirómano pastor, la decisión de
renunciar a toda fe, para lo cual solo le bastó exponer ante su decisión
la impiedad de un Dios ante un demonio inexistente.