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SERES

Cruzó las líneas del tiempo y en medio de su agonía recordaba la noche


en que perdida en el espacio pisó por primera vez este planeta. Tenía la
piel arrugada y la mirada perdida, su ser se extinguía en el lodo cuando
sintió ese toque que le cautivó hasta el extremo de concebirse
extrañamente humana.

La cargó él con delicadeza, la abrigó, la llevó a su lecho y la protegió, así


como se custodian los tesoros por los que se ha sacrificado incluso la
vida misma.

Pasados algunos días él recogía los sembrados, ella miraba las estrellas
y entonces extrañaba su hogar. Pensaba de vez en vez que los humanos
eran tan excepcionales que era casi imposible entender su manera de
ser y de vivir. No entendía por ejemplo que todas las noches aquel
hombre hurgara entre su entrepierna y tocara esa textura lisa e inútil
que para ella solo era la curva que dividía sus articulaciones inferiores.

Tampoco comprendía por qué aquel sujeto le inyectaba saliva en su


boca y ella como un ritual de respeto la bebía y la tragaba con cierto
reparo … se le antojaba pensar que tal vez se trataba de una especie de
veneno que venía de sus entrañas y que al contacto con sus propios
ventrales le extinguirían su extraterritoriedad …sin embargo al pasar los
días y no ver ningún efecto, todas las noches consumía toda especie de
acuosidades que brotaban de distintas partes de aquel hombre
misterioso que la llenaba de palabras mojadas y de expresiones
ininteligibles y sin sentido para su naturaleza.

Una mañana ella cansada de la rutina, tal vez esa que es universal, esa
sensación de avistar que pasan las horas y que se hacen interminables,
eternas y vacías, ella quiso huir del lugar. Se detuvo ante el llamado del
hombre que le exigía con ceño fruncido y palabra dura ese quédate ahí y
no te muevas…eres mía y lo serás para siempre. Ella ante el asombro
que antes desconocía por esa manera nueva de articular el hombre su
dicción y su semblante…se lanzó sobre su piel y lo devoró en segundos.

Sació su hambre; y esa rutina que hasta entonces la había encarcelado


en esas cuatro paredes de repente desapareció, lo mismo que ella en
aquel bosque de imágenes y de formas.

Hoy en esa estrella de donde un día salió por equivocación, se le


escucha en su lenguaje andromeridiano relatarles a las criaturas que la
atienden con asombro, que: había una vez un lejano planeta donde sus
habitantes se adueñaban de los otros, para muchos de ellos lo único
posible era el tedio o la costumbre, para otros en ocasiones la única vía
de su libertad era la muerte.

ESQUIZOFRENIA
La maté con estas mismas manos que ella antes besara. Fue sujetarla
con la soga y sentir esta escaramuza que recorría mi piel y que se
enclavaba en mis arterias y que llevaba ese veneno hasta el corazón
asfixiándolo dejándolo en esa intemperie de nadas que tantos años atrás
lograron ajusticiar mis sueños.

Mamá era una matrona de sociedad, eso parecía ante las damas de
verde que se ruinan las tardes eternas en el solar de mi casa a jugar
cartas, esos juegos de mujeres sin oficio que casi nada hicieron en esta
vida, solo arruinar la vida de sus propios maridos, hombres que con
etílico destilaban por sus pieles la melancolía de una vida barata cargada
de sueños mortecinos, a expensas de doblegar su inmaculado estado de
virilidad ante aquellos espectros del infierno: remilgadas, acabadas,
sucias y estúpidas mujeres.

A esta hora que son ya las 6:00 de la tarde y que la noche se avecina,
entonces me dispongo a leer mientras ella en esa posición estética, se
ve tan pacífica. Me doblego ante la oscuridad del cuarto. A tientas con la
luz disipada y con la fetidez de la inocencia me limito solo a que los
doseles negros aquieten mi angustia no viéndola más. La oscuridad nos
absorbe. Me dejo doblegar una vez más por mi inocencia. Empieza el
ritual de todas las noches. Deambulo de aquí para allá, Prendo un
cigarro, ausculto en mi billetera. Unas monedas caen al piso. El ruido se
hace tan estrepitoso que tapo mis oídos y lanzo un extenuante quejido
farfullando un verso de la salmodia hindú: “nada es para siempre, pero
todo se eterniza en la conciencia”

A esta hora la conciencia de un asesino no tiene ningún precio. Las


palabras trajinaban en silencio por la alcoba. Enciendo una luz. Trato de
ver el cadáver y no lo encuentro.
Salgo despavorido, voy al baño, y allí solo hay un trapero que antes
sirviera para limpiar el vómito producto de mi asco o de mis
remordimientos.

Corro las cortinas, me asomo con ese deje recóndito de abogado


criminalista, que de vez en cuando dejaba notar en su faz el hombre
tímido y solitario. Nadie circula por las calles.

Subo a la terraza. El sudor se ha vuelto una capa de sal que pesa más
que mi temor.

Bajo, cruzo una habitación, alguien ríe a carcajadas como haciéndome


notar que hasta el más prestante legista se equivoca en su dictamen. No
había muerto.

Qué pudo fallar.

Me siento en uno de los quicios y recuerdo la tarde en que mi madre me


obligó a casarme con ella. Los preparativos fueron exquisitos, la
celebración majestuosa. La noche de bodas un infierno. Tocarla fue un
martirio, sentir esos dos grandes monstruos en su pecho, esa languidez
y esas curvas que mareaban mi inocencia maricona que se había
apoderado de mis sueños y que a veces recreaba fijándome en las
piernas adorables del chofer del bus de mi colegio. Que deleite era
mirarlo, y sentir esa voz que me dominaba y me lanzaba a las más
infames de las contemplaciones fisiológicas que alguien en su vida
pudiera imaginar.

Alguna vez intenté desmayarme justo a la salida del bus. La rechoncha


cuidadora corrió tan pronto que no pude sentir que él me levantara.
Desde ese día intuí que mi existencia estaría esclava, que por siempre
estaría atrapado entre las manos equivocadas por gusto o por la
necesidad de existir en un mundo que definitivamente no era el mío.
Se convirtió ella en una esclava de la fe. Entregó su virginal cuerpo a
oraciones, a rezos, a flagelaciones en la madrugada que parecían
castigos divinos. Muchos vecinos algunas veces me insultaban y me
decían que era un escándalo mi vida sexual con ella. Sus gritos y
quejidos en la mañana me dieron fama de macho consumado en el
vecindario. Era ella que en sus anhelos de santidad castigaba su cuerpo
para no concebir ningún deseo, yo nunca podría satisfacerla. Tantas
veces lo reclamó en una inocencia que se le volvió una punición eterna.

Cada vez me asfixiaba más su compañía. Varias veces me ponía yo sus


prendas femeninas, taconeaba por el pasillo que comunicaba la sala con
el árbol del patio central. Ella me veía desde una ventana. Solo una vez
me percaté de aquello, desde entonces no pude vacilar este deseo y lo
hice frente a ella. Ella jamás me recriminó nada.

Usaba sus joyas, sus prendas íntimas, su vestido de bodas que


conservaba inmaculado en un viejo baúl. Le cantaba y danzaba sorry de
Madonna, ella callaba y mascullaba de vez en cuando una interjección.

Mi madre llegaba de su viaje. Todo estaba dispuesto para la infortunada


bienvenida.

Llego cansado del bufete de abogados honoris et desonoris, donde llevo


a juicio mis casos. Abro mi portafolio, me peino el cabello y cepillo mi
bigote. Ese toque de macho se me figuraba excitante.

Ella reflejada en mi espejo. El cuchillo en la mano, y ese no te soporto


más. Púdrete en el infierno.

Hago ese ademán femenino junto al grito isócrono que me pone a su


nivel de mujer, carcomida por el miedo.

La tomo por el antebrazo, la doblego y la arrastro por la baldosa suave


que como un viaje me permite un recorrido magnifico sin premuras, sin
cansancio…es maravilloso el toque de brillo que alcanzó el piso después
de este melódico recorrido.

Ella me grita, y en su llanto de niña balbuce su infinito asco, y ese deseo


oculto de verme muerto para siempre.

En el cuarto de los cuadros olvidados de mi generación, la tiro por el


suelo. La alfombra áspera y de tonalidades grisáceas amortiguan su
caída. Los cuadros me miran, los observo y siento que ellos me hablan y
me culpan. Se burlan a mis espaldas, la tinta se disipa por las siluetas
linoleicas. Un eco de expresiones ininteligibles llena el cuarto, comentan
la burla de hombre que soy para ella. Me señalan con el dedo, los
colores se vuelven imposibles. Esa mujer amamantando el niño me
recuerda a mi madre, tiro el cuadro por el piso, lo escupo, lo hago
pedazos mientras ella grita desconsolada. Trata de huir, pero el cuadro
de la madona me hace girar en el acto. La alcanzo y tiro de su vestido el
cual se hace trizas.

Tomo la cuerda de la que pende ese artificio traído por mi madre de Asía
y que se asemeja a un lazo mitológico y misterioso de indochina.

La aprieto por el cuello. Sus ojos se vuelven blancos como el cielo del
cuadro parisino que deja ver las muchachas en esas callejuelas,
coquetas y sonrientes. Lo tiro por el piso lo estrello junto al rostro de
ella que ahora se ha vuelto una escultura de huesos y carne
insustancial, sin Dios ni ley: te amo Nietzsche.

Grito, desprovisto de sonido articulado alguno. Me levanto y sé que por


fin he renunciado al peso de mi moralidad y la infamia de mi martirio.
Ella doblada en mis juegos artísticos yo consumando por fin el delito
menos horrendo de mi historia.

Los cuadros se hacen insoportables.


Los tira, los abalanza por el piso, los parte contra las molduras y las
cornisas. Los hace pedazos. Ella tirada por el piso le recuerda de vez en
cuando sus interminables noches limítrofes en el lecho vegetando en un
amor muerto desde antes de concebirse.

Cae la noche. Se desploma, cierra sus ojos. El cansancio se apodera de


él. La oscuridad lo atrapó en el acto. Cuando advierte las sombras
enciende la lámpara, el único regalo que conservaba de su padre. No ve
a la mujer. Una fuerza interna le hace sospechar lo peor. Enardecido,
levanta del polvo las siluetas dispersas de las mujeres de las réplicas
casi perfectas de Jean-Baptiste Camille Corot. Mira en todas las
direcciones, se sujeta el rostro con ese par de manos con las que horas
antes estrangulara a su esposa.

Que pudo fallar.

Qué pudo fallar, se repite mientras la busca por toda la casa.

Toma un teléfono. Marca un número, nadie responde al otro lado de la


línea. Baja los peldaños que lo llevarán al sótano donde se guardaban
cosas inservibles.

Enciende la luz. Observa la foto de su matrimonio. Grita desesperado:


debo hallarla. Delira. Unas palabras insospechadas se apoderan de su
léxico: Amor sal de donde estas todo era un juego. Una manera de
romper la monotonía, de jugar a la muerte esa que se nos escabulle a
todos en esta familia y que de vez en cuando un ritual es necesario para
no sentirnos tan eternos.

El silencio es interrumpido por el crujido de unas páginas sueltas que


yacen por el piso. Las ratas corren como haciéndole notar que nunca ha
estado solo en esa casa, en la que para él, su única compañía siempre
fue el espanto.
Advierte unos pasos. Su madre acaba de llegar a la casa. Asciende
aterrorizado. Qué le dirá de ella, qué mentira se le ocurrirá para explicar
su ausencia. El silencio se le volvió una agónica eternidad.

En la sala sus miradas se fijan sin mayor reparo. Un hola circunstancial


se apodera de la escena.

De pronto sale ella. Él nota que su vestido está en perfecto estado, no


tiene los moretones en su rostro ni en sus muñecas hay indicios de
violencia. Se percata de su mirada perdida en el infinito como siempre.
Trae un café preparado por ella, con ese olor característico que tanto le
molestaba, pero que, para su madre, tal vez por ser incómodo para él,
se le hacía irresistible.

Veo que no has olvidado mi gusto nuera querida: Él se queda atónito, la


locura lo enceguece. Sube a la habitación. Los cuadros están
perfectamente colocados. El lazo místico se encuentra en su lugar.

Las mujeres del cuadro lo observan, esas sonrisas lo acobardan. Cierra


los ojos no comprende nada.

Baja las escaleras. Nadie en el sofá, ella en ningún lado. Toma el álbum.
Fotos del funeral de su madre. Lanza por el piso las fotos que
ligeramente se dispersan por la sala.

Sube a su habitación. Los trajes matrimoniales expuestos en la cama


marital desde la noche de bodas.

Lee un recorte de prensa: muere mujer recién casada, en extrañas


circunstancias. El caso parece obedecer a esquizofrenia.

Ve la foto de ella en detrimento amarillista. Abre sus ojos y se queda


inmovilizado durante un largo rato. No comprende nada.
Yo no la maté se repite en un rincón de su cuarto. Ella está viva, su
imagen esta en los cuadros, en el vestido, en el álbum. En mis temores,
de maricón frustrado. Se levanta, baja a la sala, ella le trae sus galletas
de la tarde. Él sonríe. Su madre se complace en la atención prodigada.
Todo, todas las tardes se vuelve tan normal que incluso tenerlas se hace
para él un exquisito castigo.

PIRÓMANO

Solía ese engendro quitarle la paz todos los días. Llenaba ese espacio de
arte configurado por él, con todo el delirio estético de ese bullerengue
barato que los mozuelos llaman música. Lo enervaban esas notas de
extrema fiereza, esas tonalidades de negro en alardes de gritos y de
espantosas melodías que asimilaba como susurros del infierno. Lo
acosaba por todos los lugares de la casa esa extraña sensación
demoníaca que lo perturbaba y que lo enloquecía hasta el extremo de
tirarlo todo por el piso, beber una copa de alcohol y cubrir sus oídos con
audífonos que le taponaran con el silencio de Schubert esos ladridos
nihilistas y de posibles coloraciones de muerte.

La veía entrar de vez en vez con otros, que como ella no atinaban el
gusto y el decoro. Su sola figura se le hacía un espanto. Varias veces la
corría de su templo con expresiones de absoluto desprecio. “No toques
nada muchachita, tus sucias manos todo lo vuelven patas arriba…
además el gusto no se hereda y lo que se hereda a fuerzas es un hurto.
Así que no te apoderes de mi espacio, que no tolero que estropees la
disposición con que todo está atribuido según la esencia del arte que yo
he dispuesto aquí, en mi casa”.

La barahúnda siguió con más ahínco, como si ella castigara la infamia de


su padre que para ella era su enemigo de sucesión, el cual la droga y el
licor, el sexo y la música le hacían perder de vista y olvidar su terrible
soledad en este mundo.

Las tardes sin término, se prolongaron por días y semanas…meses y


ahora años. Una tormenta de ruidos escandalosos que hacían rugir las
paredes blanquecinas de donde pendía un Goya traído de su último viaje
a Europa.

Las notas de Mozart y de Vivaldi se confundían con ese eco monstruoso


de gritos consumados entre pares de inverosímiles y desconsideradas
mujerzuelas y hombres baratos que a costa de estudio habían
convertido su templo en un agónico escupidero de brujas.

Un día quiso ella dirigirse al padre que la observaba mientras se servía


un jugo de Rambután, sin embargo, él de un tajo la calló.

Cuándo piensas abandonar esta casa. Ya eres una mujer de 18 años y


creo que mis responsabilidades por ti ya han superado su tiempo.

La mujer con ese deje cargado de ironía limpió el borde de su vaso, lo


miró con esa lástima que él detestaba y sin mediar palabra salió del
lugar.

En la noche a tientas él trata de escuchar una sinfonía para cobrar la


paz arrebatada desde la mañana, pero nuevamente es interrumpido,
ahora por las expresiones de amor que dejan ver el lamento de una
pasión que se encierra en la habitación de la esquina superior de la
casa. Son quejidos inefables; que como él se lo dijera en la mañana son
de una mujer barata que se entrega en juegos furtivos de amor sin el
más mínimo decoro de intimidad.

El hombre siente que la ira se apodera de él. Se levanta enardecido por


la cólera, se avienta y toca la puerta con furia. Un sonido de apacible
silencio se apodera del lugar.

Enardecido, rocía de gasolina la puerta del cuarto de su hija, ella sonríe


con ese deje de ironía que le había dejado la ausencia de su madre diez
años atrás.

El humo la encierra y la pone contra la pared, trata de huir cuando se


percata que el fuego ha consumido la entrada. Los gritos de placer
ahora se trastocaron en delirantes súplicas al cielo.

El padre reacciona, cuando trata de apagar las llamaradas, ve que estas


se han regado por toda la mansión. Ve cómo se consumen sus obras de
arte, su música.

Escapa enloquecido pidiendo auxilio, gritando con delirio piromántico.


No comprende qué ha hecho, pero ya no puedo volver el tiempo atrás,
porque el fuego se llevó por delante sus impulsos y su ego.

La mañana siguiente las cenizas le muestran en su conciencia el acto


desmedido de su ira.

Llevado a un dispensario médico, narra todos los detalles del incendio.


Dice la hora exacta y el momento en que ella arrebatada por Into the
fire de Marilyn Manson, justo en el apartado de esa monstruosa letra
que decía:
If you want to hit bottom

Don’t bother to try taking me with you

I won’t answer if you call

Two heartbeats ended in hell

Trying to break your fall…

Gritaba a viva voz me quemo contigo en la música del infierno. Rocíame


la gasolina y préndeme fuego. Quémame, consumámonos en el ardor
atestado de llamas.

El padre melancólico lloraba y se devastaba en la narrativa de su noche


nefasta. Recordaba sus cuadros, su música, sus fotografías de viajes. Su
historia familiar y del bisabuelo capitán naval…su mierda de vida desde
que esa mujer apareció en su básica existencia, su histérica vidorria al
lado de aquella primogénita que compartía su casa a la cual odiaba con
locura.

Se desquició. Se fue quedando en los recuerdos y en sus interminables


relatos. Tarareaba a Mozart, trataba de parafrasear a Keats y entre
remembranza y locura una mañana en la alcoba donde dormitaba, los
enfermeros hallaron un cuadro mal pintado donde se representaba a un
hombre tocando el piano y del cielo bajaba una figura demoníaca que le
arrancaba a tajos su alma.
En el piso yacía el hombre muerto, su rostro se encontraba confundido
por la sangre. Lo único que se veían eran los mil uñetazos en todo su
cuerpo. Hasta hoy en el centro de reposo se desconoce la causa de su
muerte. Sin embargo, se escucha en los pasillos decir que: Las
pesadillas son a veces los atiborramientos de una conciencia muerta en
vida.

LA SANTA

Sentí esas manos en mi cuerpo que me devoraban a pedazos no solo las


vestiduras sino parte de esta piel inutilizada durante largos años de
existencia.

Cansada deambulaba por la calle, me retraía de vez en cuando


observando la inmensidad de las calles que como aves se perdían en el
infinito del horizonte.

Las pieles humedecidas de las mujeres de este pueblo se me hacían


imposibles. Mi retina se detenía de vez en cuando a oler el hollín de las
casuchas viejas que rememoraban un cuadro de Jules Bastien-Lepage y
me conmovía ese acatamiento asiduo que me prodigaban sus
habitantes. Pedazos de pan y de oraciones de intercesión caían a mis
pies. Todos juraban que era yo una mujer cercana al cielo, por la
voluntad que siempre irradiaba mi cuerpo lacerado como Cristo
crucificado y por mis interminables horas de supuesta oración en la
iglesia Ecce Homo.

Sentía una lástima tremenda. Quise avanzar y esa palidez intensa que
observé en mi rostro en un segmento de espejo que yacía en el suelo de
esta vereda se me antojó terrible.

Recordé las veces en que el miedo en mi habitación me consumía y me


hacía gemir. Ese miedo del infierno que mi madre tantas veces nos
metía entre los tuétanos, que nos disipaba en esas llamaradas de
pecado mental y de conciencia que no eran sino fantasmas de vieja
absurda carcomida por una moralidad barata.

Rememoré las muchas veces en que quise amar y ser amada. Tocada y
deseada. Que la piel de un noble caballereo irrumpiera en la casucha
que había comprado mi madre con la herencia miserable que nos había
dejado nuestro padre después de haber derrochado todo con
mujerzuelas obscenas de cantinas oscuras, donde tantas veces fui a
buscarlo y a limpiarle ese vomito de tres días que me hacía sentir a la
vez miserable y perturbada…un día lo hallaron muerto en una esquina
del pueblo. Sus interminables noches le habían cobrado la vida, sus
insomnios en amores y en despilfarro ahora lo acercaban por fin y
definitivamente al infierno, ese que compartimos en vida durante tantos
e infructuosos años.

(…) no derramé una sola lágrima, al contrario, y pese a mi supuesto


dolor me alegré enormemente que se hubiera marchado para siempre
de nuestras vidas, esas carentes de un padre que fuera para nosotras
digno de respeto.

Anhelaba de vez en cuando que un hombre, como lo recreaba mi mente


irrumpiera y me besara, y me amara como se aman los tesoros hallados
por piratas en las más lejanas de las travesías marinas.
Callada meditaba en lo que refería el amor del cantar de los cantares.
Salomón, el sabio poeta. Cuánta belleza irradiada en aquellos versos
iluminados por la conciencia divina. Ese amor que sometió aquestos
amantes y que fueron el eco de la voluntad de Dios para su pueblo
escogido.

Entonces por qué el cura y mi madre y mis hermanas, y todos cuanto


vagan por la vera de mi vida me prohibieron el amor. ¿Por qué dista de
mi pecho la huella de un simple beso, de una caricia?

Esas manos me destrozaron el vestido. Aquella tarde ese animal salvaje


me tiró por el piso, me escupió la cara. Me gritó obscenidades y me
apuntó con esa arma que solo verla me doblegó en el más cruel de los
temores.

Ese camino recorrido a la nada como todas las tardes perdida entre los
lugarejos y las miradas de las mujeres de este vecindario, me trajo esta
dicha tan enrome.

Me bastó sentir aquel hombre derribándome por el cabello, tirándome


por el piso, lanzándome por los aires como una pluma con la cual
deseaba escribir esta tarde una horrenda historia de amor furtivo…sentía
el frio del suelo carcomiéndome los huesos, esa basura, envoltorios y
cascotes que recorrían mi rostro, que yacía apuntalado contra el asfalto
y la arena, esas piedras que se metían en mi espalda y que irrumpían en
mi conciencia como diciéndome: todos tus sueños de amor están por
cumplirse.

Fingí tanto temor, pero fue aquello un experimento de las miserias


humanas. Pude sentir por fin ese beso vulgar, esas manos inquitas
recorriendo mi piel cansada de extrañar amores principescos que
trataran de llevarme a sus castillos. Este castillo de esa tarde fue un
deleitoso pasaje de la ficción de la niña a la más aguda de las
experiencias sensibles que antes hubiera imaginado. La realidad superó
todo lo que antes había concebido como moral, ya que trasmutó lo
pensado en pasión y suave deleite.

No reparé un instante en mi cuerpo y en mi mente de concebir nada


distinto del placer, de irme desmadejando entre su fuego. Simulé tanto
dolor y tanto miedo; así como cuando mi padre era sepultado, que una
lagrima corría por mi rostro pero era por la emoción de nunca más
volver a verlo, de limpiar su vómito y prepararle nada para sus
interminables resacas.

Esta tarde aparenté, como tantas veces lo hice en este pueblucho, de


esa felicidad que me producía ir a la iglesia y confesar los mismos
pecados, por voluntad de mi madre y mis hermanas que eran como una
sombra de ella.

Pecado que hoy era una vulgar realidad. Pero que placer tan sublime,
tan mágico y tan eterno, que gesto el de este pobre y miserable
hombre: el de complacer sin él siquiera imaginarlo a una mujer que
siempre en su corazón ocultó el deseo de ser una vulgar e incauta
mujerzuela.

Hoy sigo recorriendo estas calles, a la espera de volver a verlo, de


sentirlo cerca, de representarle mi temor y mi asco. Pero como todo lo
bueno en este pueblucho se marcha para siempre. Solo me queda seguir
yendo a la iglesia pidiéndole a dios que nuevamente alguien se conduela
de esta virginal mujer a la que todos consideran una Santa.

VEJEZ
Me atiborro de todo lo que la vida en su exigua existencia me dilapida
diariamente.

Me basta saber que existo, que soy piel o soy senil. Que soy una entre
tantas otras. Que la vida es un espacio equiparado de recuerdos y de
mentiras y de miedos. De vaguedad o de sinsabores.

Colgada aquí en este lecho, puesta a merced de la necesidad, ausculto


todo lo que me posee y concibo que siempre fui portadora de
inutilidades y fugacidades humanas.

Soy una más que vagué a tu lado por la denotada existencia que se me
hacía para ti una miseria de escrúpulos dibujados de mentiras…sin
embargo me sentía compadecida de tus suntuosidades absurdas.

Evoco todas las veces en que ambicioné - fuera de la exhibición a la


que era sometida - salir airosa, contumaz, lujosa…pero ahora no soy
nada. Soy un algo… despintada, despellejada por el paso de los años.
Ella no me mira, no soy lucrativa para su vanidad eternizada en
maquillajes extravagantes y finísimas costuras que le permiten
pavonearse por la vida como una dama de alcurnia, como esa mujer de
sociedad que todas las tardes fuma un cigarro en el balcón, esparce las
cenizas por el viento y llora amargamente su destino.

En otros tiempos yo me figuraba que contenía toda su voluntad. Yo era


la que le servía como una perra fiel. En mí disponía los fajos, en las
perladas noches de su encanto; luego vagaba entre esa dicotomía
irracional contenida en ese glamour y esa manera de verse así, mujer
solitaria (…) cuya compañera viajaba con ella y le reducía los pañuelos
donde depositaba lágrimas y mocos producto de sus innombrables
fracasos.

Me usó, eso es todo… me siento sucia, cochina, miserable. Me pregunto


¿ahora qué quedará de mí? - ¿a dónde iré a parar? - ¿a una caneca de
basura, a un patio donde la lluvia y el sol y el viento y la soledad me
destruyan sin reparo?

No puede ser. Antes fui una hermosa hembra. Corría espoleada por el
viento y el sol era mi encanto. Machos de todas las castas venían a
verme, deseaban ser devorados por mi gusto. Pues mi tacto era
suficiente para dejarlos mullidos. Frívolos e impotentes se marchaban
dejándome con mi esencia de hembra vagabunda, que circundaba la
selva, el valle, la montaña como si fuera la diosa de una creación
pagana.

Un día fui arrebatada por un cazador furtivo que me apresó, me encerró


meses en un lugar donde los aplausos pagaban mi sustento.

Quise huir un día, pero ese disparo me dejó derribada por el piso.

Luego vino la exhibición al público de mi piel añejada, tratada, decorada


y pisoteada. ¡Qué asco!

Luego me sometieron a pasar por esas manos que fueron agregando,


quitando, decorando, pintando hasta convertirme en una figura
exquisita.

Exhibida en esa vitrina me perdía en tardes interminables viendo el


cruce de las gentes que se mezclaban en sus rutinarios viajes de
placeres y de compras de cosas inútiles, cosas que luego irían a la
basura o a un cuartucho olvidado. Cuando tus ojos se posaron en mí,
nuevamente reconocí el valor que tenía yo en la vida. Sabía bien que me
llevarías y me harías tuya para siempre.
Me tuviste en tu casa, me amontonaste en tu lecho, me diste cobijo. Me
cargaste en tu regazo como una madre que se ufana de exhibir su
criatura.

Me poseías y contenías con todo. Conocía cada detalle de lo que llevas a


tus viajes. Era tu sirvienta, tu mucama, tu dama de compañía. Un día en
la feria de moda, viste esa que ahora anda contigo, desde entonces me
dejaste como estoy ahora, tirada en el bote. Ya mi cierre se ha
agrietado por la falta de uso. Ya mis correas se han ido desmadejando.
Ya mi vaciedad se me torna insoportable. Me voy deshilando,
abaratando, destruyendo. Todo un proceso: la muerte de la tigresa, la
fama momentánea, la exquisitez y los viajes ahora tirados por el piso.
Lo que mi dueña no sospecha es que yo me llevo con mi muerte la
fábula de su vida contenida en mi memoria, ahora reemplazada en esa
cartera de piel sintética que nunca tendrá ni la mitad de mi historia.

MIRADAS

La tomó por los pies mientras subía las escalinatas hacia la terraza
central donde todas las noches ella veía con asombro la luna posarse
sobre su rostro y convertirla en esa mujer noctambula que
vagabundeaba bebiendo cifras y consumiendo momentos de amor
furtivo.

La encriptó en un cuartucho que él había dispuesto para ella desde


meses atrás. La ató con fuerza en una columna. Cubrió su rostro con un
delicado velo que había robado a una transeúnte hindú que visitaba su
ciudad años más tarde.
Ella lo miraba tratando de reconocer ese rostro pasivo que le aterraba, y
de la cual la imagen le hacía desear la muerte antes de tener cualquier
contacto íntimo con él.

Trataba de imaginarlo en algún lugar que ella frecuentaba en sus


noches. Su rostro no le era familiar. Pero había un detalle en él que
llamó su atención. Una marca en su brazo izquierdo. Era una silueta de
una mujer contemplando la luna. Aquello la estremeció, sintió que
mucho antes él la estaría observando, siguiendo y que tal vez de alguna
manera era cómplice de sus interminables encuentros de placeres
inútiles.

Una mañana ella despertó y sus ojos eran dos cuencas vacías que no
contenían ni la mirada ni el cristalino ni la pupila…habían sido
arrancados sin ella percatarse. Entonces recordó la única bebida que
hasta entonces había recibido. La dopó, le robó su mirada. Agitada se
revolcó por el piso y gritaba clamando justicia divina. No era suficiente
el sufrimiento de su vida oscura a tientas en las noches auscultando un
precio digno de su entrega de mujer barata que le coqueteaba a la calle
para darle rosas a las espinas que pendían en su existencia.

Sus ojos eran la vida. Ellos la llenaban de ese misterioso encanto de las
noches y ya no estaban.

Corrían entonces cascadas de agua por su rostro, no eran lágrimas sino


chorros líquidos sin forma, puesto que sin ojo no había ese signo
ovalado que le daba figura y estética al llanto.

Intentó a tientas advertir según el toque dramático de sus manos lo que


acaecía allí. La oscuridad se había tornado insoportable y los gritos se
hacían cada vez más horripilantes.
Un olor mortecino le hacía pensar que sus ojos estarían en algún rincón
del baldío lugar. Intentó soltarse y al contrario los nudos se hacían cada
vez más agudos y prisionera del hambre, del horror y de la absurdidad
se fue desmadejando, consumida y abandonada a su suerte sintió como
poco a poco se iba dejando morir en el rincón más paradójico de su
historia.

En un bar de la ciudad una mujer de figura perfecta con un tatuaje en


su mano izquierda asombra por su incomparable belleza. Cruza por los
espacios casi cerrados de la cervecería y nadie puede dejar de
observarla.

Se mueve con alegría al ritmo de una música, enciende un cigarrillo


acomoda su cabello y deja ver dos hermosos pendientes que cuelgan y
se mueven al compás de los ritos de la noche.

Son dos ojos cristalinos. Reflejan las luces, detienen las imágenes de los
asombrados ebrios que se dejan seducir de su incalculable belleza.

Ella estacionaria ante el embelesamiento de las miradas intenta irse del


lugar. Un atónito y misterioso hombre la detiene, la incita a quedarse.
Ella pretende escapar. El la obliga a compartir una copa. Ella le da
muestras de un extraño pudor. Él sabe lo que quiere. Saca un fajo de
dinero y lo ofrece ahora a la mujer que da muestras de una vana
cortesía. Lo besa en el cuello y de modo secreto le confiesa su gusto por
los placeres vanos y momentáneos…eso sí, dejándole claro que solo lo
hace por dinero.

Él la zarandea y la exhibe con vehemencia ante la alucinada mirada de


los perturbados borrachos que deseaban de ella ese placer que
provocaba pero que ahora ya no les pertenecía, por lo menos no, por
esta noche.
La lleva a una habitación aledaña al lugar. No le quita la mirada a esos
ojos que cuelgan de sus orejas como trofeos. Ella los descuelga con
delicadeza. Su textura es lisa, cubierta por un material translúcido que
los salvaguarda y da ese brillo que cautiva y enloquece.

Se quita las prendas superiores y deja ver unos pechos voluptuosos que
enloquecen hasta el estado del delirio al transeúnte de la noche.

Él intenta tocar su intimidad cuando advierte que no es una chica


aquella que ha invitado a consumar el idílico romance. Él se enfurece,
ella trata de encubrirse tras las barandas del camarote negruzco, que
tambalea ya por lo antiguo y por los miles de romances de los que ha
sido testigo.

Trata de escapar, toma las prendas femeninas, se cubre el pecho,


abduce la mirada del tipo que energúmeno la mira con impío desprecio.
Ella terrorífica conmemora la mirada que antes descubriera cuando
restañaba a la mujer por la pierna en las escalinatas del edificio central.

En un cruce de ira el hombre lastimado en su conciencia de macho la


tira de su cabello el cual cae también por el piso. La rabia ahora se
convirtió en violentas palabras que junto a gestos de odio inclemente lo
llevaron a tomarlo por el cuello. Lo tira por el piso y lo posee con
demencia y con esa intención de saciar su humillación.

La mujer tendida por el piso suplica su piedad. Él hombre al finalizar


esta faena de insaciable descrédito, saca un cuchillo y lo clava en su
pecho. Iba a huir pero sintió que aquellos ojos tiraban de él. Se acercó,
los guardó en su bolsillo y alucinado por tenerlos para sí huyó del lugar.

Semanas más tarde se ve una mujer de perfil fuerte, de apariencia


travestid, ingresando a una cantina en el centro de la ciudad. Lleva los
pendientes que deslumbran y cautivan como siempre a quien los ve. La
magia de la luna se ha quedado registrado en ellos y el encanto de la
noche siempre los obliga a entregarse a los amores que como ratas en
la oscuridad buscan su sustento.

LA SEÑORITA

Su piel fue desde niña tan distinta. Su mirada se perdía en los


atardeceres de esas montañas abismales donde el tiempo se detenía a
expensas de que la miseria se apodera más de su conciencia que de su
esencia existencialista, vacía y carente de todo lo que necesitaba para
darle a su camino algo de sentido.

Descalza bajaba y cruzaba los valles y saltaba riachuelos y mendigaba la


piedad que a escupitajos le devolvían las suplicas que tantas veces hizo
al cielo.

El cielo había callado siempre su secreto y lo había plasmado en sus


vagas ilusiones con la premura que se representaba en el tiempo
perdido y encriptado en sus creencias y en sus sueños.

Su madre la ocultaba de todo aquel que se acercaba a su casucha vieja,


construida con pajas y con restos de maderas seniles que alguien por
caridad les daba para que se cubrieran de la noche.
Siempre le prohibió hablar, decir una sola palabra a los transeúntes que
cruzaban el lugar y que inquietos en ocasiones irrumpían en ese pobre y
místico lugar.

Un día salía ella con su bata hecha de una tela barata, adornada con
flores multicolores, estaba descalza, las uñas de los pies estaban llenas
de tierra, sus pies eran como dos lingotes que se asemejaban a una
pezuña más que a un pie humano, llevaba su cabello cogido a media
cola, se veían esos tres pelos ajustados a la fuerza, atados con una
cabuya de estopa, y una flor ya casi seca dejaba ver su esencia
femenina.

No tenía senos, esa pared amortiguada con una blusa de color


indescriptible entre la mugre y la ocredad no dejaban ver del todo su
silueta. No tenía dientes, estos los había perdido en esas luchas
interminables con los cueros que devoraba para saciar su hambre de
medio día antes de retornar a su labor pastoril en esa basta zona donde
los paisajes ocultaban su cansancio cotidiano.

Inquieta y mascullando alguna interjección se posó frente a los


pasajeros. Su madre casi muere de la vergüenza. Solo verla salir le
causó una tembladera y un espasmódico dolor que a deteriorados
empujones trato de ocultarla de la vista de todos.

Los transeúntes casi enloquecen al verla. Entre risotadas baratas y


preguntas vieron como la madre enardecida por la cólera la tomaba por
el sucio cabello y con una estaca hecha a pulso la encendía a latigazos,
le improperaba sartal de insultos y le tarareaba nuevamente la
vergüenza que para ella, era que existiera, que no tenía la dignidad, ni
el decoro, y que hasta la iglesia la excomulgaba sin tener aún ella uso
de esa voluntad teológica… con una bofetada que cortó las risas de los
extasiados transitorios, le propinó su más cruel advertencia: deseo que
por fin el infierno se apodere de tu alma, eres la vergüenza de toda esta
región boyacense.

Se desprendió violentamente de ese fuego de la mirada de la anciana


que la quemaba con su odio y corrió toda la tarde, se introdujo en el
bosque y retó tan fuertemente a los dioses que un aguacero no tardó en
responderle a sus súplicas.

Se hallaba cubierta por el lodo, las ropas se ajustaban a su piel, y esa


falda florida se movía al vaivén del viento que parecía exigirle el pudor
ante la desvergüenza de su vida.

Su cabello ahora se agolpaba en su rostro y tapaba ese miedo, esa


vaciedad, esa nada que se le embutía entre la mirada y el alma y de la
cual solo dejaba ver las mentiras y las inseguridades que no le
alcanzaban para volar más alto de donde hoy había llegado. Lloró
amargamente y lamentó una vez más lo infame de su destino.

Cerró los ojos y recordó la vez en que la maestra en su escuela en el


recital de fin de año, la hizo representar a la virgen María. Recuerda
como la boñiga caía por su rostro y como las mujeres le escupían la cara
y prohibían a sus hijos jamás congregarse con ella. Por fin la educadora
le enseñaba su destino: Era un ente desgraciado que no merecía la
dignidad de la escuela.

Nunca más volvió a visitar un aula de clases. Se apegó a lo que aprendió


para robar los dominicales de la iglesia y repetirlos llorarlos y
justificarlos en su vida de calvario y de valle de lágrimas.

Era la noche y se dispuso a retornar a su miedo. Encontraría a su


mamá, la que decía era su madre, pues todos le afirmaban que era su
abuela. Que ella era hija del pecado del incesto y que por eso estaba
condenada al infierno.

Vio a lo lejos el rancho. Sentía una repulsión tremenda. Pensar en


levantarse la mañana siguiente cumplir con todos los trabajos de la
granja. Ocultarse para no ser vista. Negarse a ir al templo por el temor
a que los curas nuevamente la saquen a patadas de la iglesia. No ir a
ese templo del saber por el rechazo y la falta de caridad de su maestra.
Negar el amor en su naturaleza de mujer. Existir y ser como un bicho
que se arrastra por el suelo, tendido a merced de la caridad que le dejan
todas sus mañanas: la inclemencia y la pobreza.

Se tira en su cama, ese escaparate viejo tendido con una colcha de


retazos multicolor, que por sus coloridas siluetas se asemeja a un
disfraz de fiesta popular. Ese camastro que comparte con la vieja desde
que tiene uso de razón y donde todas las noches se paralizaba por el
temor de provocar la ira inclemente de esa mujer que tanto desprecio le
tenía.
La anciana la toma por el rostro y como tantas otras noches le exige que
nunca puede dejarse ver de nadie. Que ella es una maldición. Que su
exterior de mujer siempre será motivo de burla y del deshonor y de la
infamia.

Cerró sus ojos y de repente vio como del cielo bajaba esa mujer
hermosa, que la coronaba con sus arreos de virgen. La conducía a
fuentes donde el agua dejaba ver su rostro de mujer sencilla ya no
abatida ni derrotada.

La bella dona deja caer su manto lleno de rosas, ella las recoge y se
fabrica una corona. Se arrastra por el piso. La divina le eleva al cielo sus
suplicas. Dios no te juzga. Aunque seas varón, y todo tu cuerpo así no lo
represente, en tu alma hay una mujer igual a mí, a tu descendencia. No
temas. Lo que es imposible para tu raza es posible para Dios.

Se despertó, sobresaltada y desde entonces la imagen de la buena


mujer la hace correr con modestia en las montañas de su pueblo. Quien
la ve sabe lo que es, pero ya no hay espanto en su alma. Trabaja en su
finca, labra la tierra, cuida sus animales… y desde la muerte de su
madre, ella en la soledad cargada de aullidos, cuida y mantiene lo que
puede ser cuidado por ella.

Olvidada la transgénero en su mundo sabe qué, después de todo, lo que


es negado para el hombre les está permitido eternamente a los dioses.

INFERNAL
El fuego se expandió por todo su cuerpo. Los gritos inclementes al cielo
no bastaron para que el demonio abandonara ese cuerpo flagelado
desde meses antes, por petición del pastor de la iglesia a la que acudía.
Ese ritual cotidiano de cantos y alabanzas al cielo para recobrar esa
salud de ánima que había perdido años atrás a causa de sus vicios y los
trastornos morales que su familia le había inducido con tanta premura
desde que era una niña, no bastaron para recobrar la salud que su
madre esperaba.

Le rociaron gasolina en una capa de ropajes multicolores, con el fin de


que su cuerpo protegido, no fuera consumido. Cerró sus ojos y miró la
corte de hermanos de ese templo negruzco, con imágenes de paisajes
multicolores con la promesa del paraíso perdido a causa del pecado de
Eva. En el techo colgaban unos flecos de la cornisa que parecían
helechos prehistóricos que más que adornar el lugar parecían miradas
impávidas fantasmales que celebraban con ella el ritual próximo al
infierno.

Las mujeres de edad avanzada, la miraban con piedad: pobre mujer se


decían, tan pulcras sus vestiduras y poseída por el demonio, por
belcebú, por satán, por ese demonio infernal que la quiere poseer como
lo ha hecho con todas estas católicas vagabundas de este pueblucho,
que no escuchan la voz de Yahveh que nos escogió para liberarlos del
pecado y de la muerte.

Aquellas otras de temprana edad se aterrorizan de pensar que ellas


pudieran ser poseídas por el mal. Se tapaban los oídos y se arrodillaban
en suplicas infantiles al cielo.

El pastor hace un ritual de iniciación. Gime y se revuelca, invierte esos


ojos que se han puesto blanquecinos. Emerge espuma por su boca y su
voz se ha tornado como un eco de ultratumba, que no adquiere esa
tonalidad fisionómica que le caracteriza su cotidiano discurso.

Todos caen por el piso en ardiente alabanza. Ella atada de pies y manos,
rememora la vez que dolida se acercó a su madre para contarle su
inclinación lésbica. No lo admitía ella en su naturaleza de mujer de
principios, de familia y de sociedad rural.

La madre, matrona y conservadora protestante, la golpeó y le negó la


promesa del altísimo. Si no eres capaz de ser una mujer como lo he sido
yo durante toda mi vida, debes abandonar esta casa y perderte para
siempre en los parajes de Caín, el pecador del génesis, que por matar a
su hermano Dios lo dispersó por el mundo en una vagancia, lejos de la
eternidad. Recibió la condenación de nunca ver el rostro adorado del
amor y la voluntad divina.

Las palabras de su madre le hacían eco de dolores en su pecho, pero las


excitaciones se apoderaban de ella, sobre todo en la noche cuando se
sentía sola en esa casa gigante abandonada en sus pensamientos y en
sus actos de impúdica vergüenza que luego la hacían sentir culpable y
enferma.

La madre la llevaba a los cultos de la iglesia, esperaba que Dios le


aquietara ese pecado y la librara por fin del infierno ganado por su
arranque de mujer perversa y miserable.

La matrona, adolorida y consumada en angustiosa desolación por el


yerro de su hija; contó un día en un pequeño banquete para recoger
fondos para el pastor, para la iglesia y para la misión, lo que acaecía en
su casa. Todas se miraron y enclavaron en la mirada de la mujer su
vergüenza y su asco.
El pastor atónito, ante la belleza y delicadeza de la mujer dictaminó una
posesión diabólica.

Experimentó, atada por el cuello, que su suerte estaba en manos de


locos y de farsantes, de mujeres quiméricas y vanas, que su gusto
personal era producto de su fisionomía y no de su voluntad enferma.
Trató de liberarse, gritó con toda su fuerza de modo que el pastor salió
del trance.

Replicó este con toda lo ancho de su discurso que era el demonio quien
hablaba, que era el oscuro quien se había apoderado de su lenguaje,
que quería engalanarse en sus vestiduras para incurrir en blasfemia
contra la iglesia pueblo de propiedad de Dios. Todos asienten.

Esparce la gasolina por las prendas, que quedan en el acto cubiertas de


ese olor y de esa acuidad que reflejaba una mancha negra en sus
ropajes. Ahí aparece el diablo gritan. Gritan y alaban a Dios. Exclaman
que el pastor tenía razón, el cual enardecido enciende el fosforo y lo
lanza con furia sobre la ataviada para el sacrificio.

En el acto se prenden sus ropajes, las llamaradas consumen ese cuerpo


que aterrorizado se revuelca y grita mientras todos al unísono con el
pastor huyen en el acto dando alaridos y suplicando auxilio.

La madre se queda impávida ante la imagen de ver encendida a su


única hija que poco a poco se disipa, con las paredes, con las imágenes,
con las puertas, con la casa…con su fe y con su temor. Todo se hace
ceniza, todo se vuelve un recuerdo. Todo se transmuta en crónica roja…
todo se vuelve duda.

Camina la mujer todas las mañanas por las calles de san Pedro, su
mirada se pierde en el abismal de sus evocaciones religiosas.
La gente la mira y la señalan. La piedad en ocasiones no les alcanza
para mediar un perdón que ella nunca fue capaz de solicitar, con esa
fuerza innegable de su vocablo de matrona.

Había perdido la voz, había perdido su cordura, había perdido la paz,


estaba a punto de disipar ya la esperanza. Cruza los límites de la casa
cural donde el clérigo a la hora media reza el oficio divino. Ingresa al
espacioso templo donde la melancolía le arrebata un suspiro. Cuántas
veces rezó con su madre el rosario de María, y su primera comunión con
ese vestido brillante que causaba esa envidia que les hizo perder la fe a
las neo comulgantes. Nunca debió abandonar esta iglesia se repetía una
y mil veces, pero ya era tarde, ya no podría recorrer su vida y recoger
las cenizas de su historia de fe.

En sollozos enciende una vela que le ofrecía a los ídolos del templo.
Disimuladamente rocía petróleo y gasolina por el entramado del templo
donde la madera finísima y pulida hacían decoro de la estética del
santuario colonial. En un acto sublime conmemora la escena de su hija
quemándose por voluntad de un pirómano pastor, la decisión de
renunciar a toda fe, para lo cual solo le bastó exponer ante su decisión
la impiedad de un Dios ante un demonio inexistente.

Enciende un cerillo, y lo sostiene entre sus dedos. Las miradas de las


imágenes se posan en sus ojos, parecen indicarle su camino al infierno.
No soporta esas circunspectas ojeadas y lanza a toda prisa el cerillo que
está a punto de agotarse. Al instante el fuego se expande por todo el
lugar. Ella no hace ningún gesto de temor o miedo. Las hermanas del
santísimo sacramento tratan de auxiliarla, ella desde adentro se sujeta
de un tablón que se empieza a consumir. El fuego la toma prisionera, la
consume ante su mueca de impávida inocencia.
A la mañana siguiente las cenizas se dispersan por todo el lugar. La
sacristana, una religiosa de apariencia angelical cruza las vigas, y
observa con ternura los rostizados rostros de la magdalena, la verónica
y la inmaculada…se sorprende al ver aquella formita humana calcinada.
Se acerca husmeando y en el polvillo que se desprende de aquella
naturaleza se ve una cruz, al parecer de plata totalmente carbonizada.

La inocente hermana se persigna, y en un acto de abandono en la


misericordia de Dios, y mirando al cielo exclama: afortunadamente
murió en la fe católica.

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