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Tabita y Tabito son dos hermanos que nacieron en una humilde


fábrica de zapatos. Fueron confeccionados de un mismo cuero, con la
misma suela y los mismos fuertes hilos que aseguran sus costuras. Unas
manos diestras y cariñosas les dieron su forma y su medida.

Este lindo par de zapatitos está tan bien hecho que la única
diferencia entre ellos es que Tabita es para el pie derecho y Tabito para
el izquierdo. Antes de salir del taller, otras manos diligentes les limpiaron
las pelusas, les dieron brillo y los colocaron juntos dentro de una caja de
cartón.

Después de estar unos días esperando ansiosos que los sacaran del
almacén, fueron puestos en la vitrina de una gran tienda muy colorida.
Muchos ojos los observaron con admiración, pero solo una persona
decidió comprarlos: era el preocupado papá de un niño que, acabadas las
vacaciones veraniegas, debía ir a la escuela. El amoroso padre entregó los
zapatitos nuevos a su hijo Fabricio, quien de inmediato se los calzó para
mostrarlos con orgullo a sus amigos; imaginaba lo bien que lucirían en la
escuela.

De esta forma se inició la vida escolar de Tabita y Tabito. Por las


mañanas los aseaban hasta quedar relucientes y, después del desayuno,
salían apurados rumbo a la escuela para aprender muchísimas cosas
nuevas. Muy atentos, aprendían la lección, hacían sus tareas y en el
recreo jugaban brincando con los pies de Fabricio.

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Lo que más les gustaba eran las clases del curso de lectura, en las
cuales el profesor, un anciano bonachón, les hacía leer cuentos donde
aprendían que el amor, la amistad, la valentía, la justicia, la libertad y
otras cosas más, siempre eran buenos para construir un mundo mejor.

Así, pasaron muchas semanas en las que ambos hermanitos se


encariñaron con el niño y, sobre todo, con la escuela.

Cierto día, en el parque, Fabricio se quitó los zapatos para mojar sus
pies en u charquito de agua que había formado la lluvia de la noche
anterior. Estuvo largo rato chapoteando en el charco y corriendo descalzo
por el fresco y verde jardín.

Pero cuando regresó a buscar sus zapatos solo halló a Tabita, que
estaba asustada y miraba con preocupación a todos lados. Fabricio no
entendía cómo Tabito se había alejado de su hermanita perdiéndose por
allí. Lo buscaron desesperadamente y no pudieron encontrarlo.

Tabita lloró inconsolable y ya no quiso salir a ninguna parte,


extrañaba mucho a su hermanito. Fabricio también lloró la ausencia del
zapatito perdido, pero cuando su padre le regaló otro par de zapatos
nuevos, se olvidó de su pena.

Después de ello, Tabita quedó arrimada en la oscuridad de un clóset.

Mientras tanto, Tabito, perdido, vagó por las calles y se ensució


mucho. Durmió varias noches a la intemperie, pero eso no lo acobardaba;

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su afán de encontrar su casa y a su amada hermanita era mucho más
fuerte.

Se veía tan estropeado que alguien lo recogió, lo revisó y acabó por


arrojarlo al tacho de basura por considerarlo inservible.

A Tabita también le iba mal: sin pareja no le era útil a nadie. Empezó
a deteriorarse dentro del oscuro armario. Fabricio era ajeno al drama de
Tabita porque ahora estaba entusiasmado con sus nuevos zapatos, a los
que también llevó a la escuela.

Una tarde, la mamá del niño regaló a Tabita a un humilde ropavejero,


quien la guardó en un triciclo lleno de cosas descartadas por la gente.

–Gracias señora –dijo el hombre–. Este zapatito no es tan viejo como


parece, tiene el cuero y la suela en condiciones de uso… Aunque no tiene
par, yo sé que me servirá.

El ropavejero se marchó con Tabita confundida entre ropa usada,


botellas vacías, trozos de madera apolillada, almohadas despanzurradas
y un colchón viejo. El hombre tenía la esperanza de encontrar en sus
recorridos por la ciudad, un zapato parecido con quien emparejarla.

–Sería una gran suerte que por allí me encontrara el verdadero par,
entonces los repararía para dárselos a mi hijo, que tiene exactamente
esta medida.

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Cuando el ropavejero llegó a su casa, guardó a Tabita dentro de un
viejo baúl. Si alguna vez hallaba el zapatito faltante, simplemente sacaría
el que guardó aquí y los lustraría, con escobilla y betún, hasta ponerlos
como nuevos.

Pero Tabita no estaba sola en el viejo arcón; había otros objetos, de


los más dispares y extraños: un carrito de juguete sin ruedas, un soldadito
de plástico al que le faltaba un brazo, una pelota reventada y una gorra
que parecía nueva –se veía muy bien–, envuelta en una bolsa de plástico.

Estos nuevos compañeros la recibieron con entusiasmo.

–¿Quiénes son ustedes? –preguntó Tabita.

–Somos los objetos más afortunados de esta casa –respondió el


carrito de juguete.

–¿Por qué afortunados? Si tú no tienes ruedas, el otro está


incompleto y la otra reventada… Al menos la gorra sí es nueva.

–Pues, mira pequeña –empezó a explicar el soldadito–, somos


afortunados porque todo aquel que entra a este baúl está destinado a
encontrar nueva vida. ¿Quieres escuchar la verdadera historia de esta
gorra?

–Sí, claro –respondió Tabita.

–Ella llegó aquí totalmente sucia y arrugada. La habían botado a la


basura diciendo que ya no servía, pero el ropavejero la recogió, la ha

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lavado, planchado y envuelto convenientemente en una bolsa para
regalársela a un muchacho que vive al lado de esta casa, pues es su
cumpleaños mañana.

–Y nosotros también tendremos esa buena suerte –añadió el carrito.


Yo solo estoy a la espera de que este buen señor encuentre unas ruedas
que se me puedan atornillar a la perfección para convertirme
nuevamente en un juguete capaz de alegrar el corazón de un niño.

-¡Pero yo me siento incompleta!, mi hermanito se perdió, ¿a quién


puede servirle un zapato sin par?

–No digas eso… Todos nosotros, cuando llegamos aquí, pensábamos


como tú, pero al final sí podemos ser útiles nuevamente –afirmó la
gorrita.

–Ten paciencia… Seguro que no estarás mucho tiempo aquí. El hecho


de estar con nosotros en este baúl, quiere decir que el ropavejero tiene
toda la voluntad del mundo para encontrar a tu hermano o algún otro
zapatito que vaya bien contigo –dijo el carrito.

Con lo dicho por sus nuevos amigos, Tabita halló algo de consuelo y
se calmó, armándose de paciencia. Aunque, de vez en cuando le venía a
la mente la idea de huir a la calle y buscar por sí misma a Tabito. Pero eso
era imposible pues no sabía ni por dónde empezar.

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A pesar de su intención de ser firme, siempre se le escapaba un
sollozo fugaz porque extrañaba a su hermanito y la humedad de sus
lágrimas empezó a enmohecerla. Pero el ropavejero era un hombre
previsor y dedicado; por las tardes, al regresar de sus recorridos por la
ciudad, la lustraba y la aireaba sacándola al patio para mantenerla seca.

–Pronto encontraré tu par –decía el buhonero y la volvía a guardar


en el baúl.

Muy lejos de allí, Tabito continuaba dentro del tacho de basura. No


podía salir porque le había caído encima muchos objetos descartados. Se
conformaba con mirar el cielo y tranquilizaba su corazón cuando por las
noches veía pasar la Luna, que le recordaba la sonrisa de Tabita, luminosa
y sincera.

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Después de permanecer algunos días en ese encierro maloliente, un
perro callejero husmeó con su nariz la basura y, jugueteando, con
mordiscos distraídos, volteó el tacho e hizo rodar a Tabito hacia afuera.

¡Por fin estaba libre!, ahora podría seguir buscando a Tabita. Las
calles son extensas y muy diferentes entre sí, pero el valiente zapatito
tenía la fuerza y la voluntad necesarias para avanzar.

Pero, ¿a quién preguntar por su hermanita? Los otros zapatos, botas,


zapatillas y botines marchaban apurados, cubriendo los pies de sus
dueños, sin fijarse en un zapatito mugriento y despintado que intentaba
decirles algo.

“Ni hablar, estos no tienen tiempo ni para mirarme; menos podrán


saber dónde está Tabita”, pensó el zapatito, y siguió recorriendo las
avenidas, calles y callejuelas, dispuesto a seguir indagando. A veces tenía
ganas de llorar, pero la esperanza de volver a encontrarse con su
hermanita lo mantenía firme, decidido a no rendirse.

En algunas oportunidades se atrevió a preguntar a los perros y gatos


vagabundos de la ciudad, pero los primeros solo se le acercaban para
mordisquearlo y ensuciarlo más, y los segundos, al contrario, escapaban
apenas lo veían.

“Debe ser porque a los gatos siempre los espantan arrojándoles


zapatos viejos”, pensó Tabito sonriendo.

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En medio de sus andanzas, el zapatito se topó con una calle que le
pareció familiar: ¡era la calle que tantas veces había recorrido para llegar
al colegio! Su corazón palpitó aceleradamente y saltó por la vereda hasta
llegar a la puerta del colegio. Pero estaba cerrada, y como Tabito no sabía
a qué hora saldrían los niños, decidió quedarse ahí a esperar.

El Sol abrasador del medio día resecaba aún más el lodo que lo
cubría, convirtiéndolo casi en un irreconocible ladrillo de barro. “No
importa, esperaré a Fabricio, ojalá tenga a Tabita consigo. ¡Por fin se
acabaron mis angustias!”, se dijo.

Cuando sonó la campana de salida, se escuchó un estallido de gritos


entusiasmados que venía de adentro. Se abrió la puerta y salieron en
tropel zapatos y pies escolares.

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Tabito se arrimó a una esquina de la vereda. Miró ansioso a los
muchachos que corrían, se empujaban, compraban golosinas a la
vendedora de la puerta o sacaban de sus bolsillos tarjetitas y chapas para
canjeárselas entre ellos.

De pronto, asomó la figura de Fabricio, cargando una mochila


marrón y luciendo su impecable uniforme. Iba distraído, conversando con
sus amigos. Pasó cerca de donde estaba Tabito y este intentó mostrarse
empinándose lo más que pudo, pero Fabricio ni lo miró. Lucía unos
zapatos nuevos que sí vieron a Tabito, aunque, en lugar de ponerle
atención, le hicieron una mueca de desaire.

Tabito los vio pasar, angustiado. Estos zapatos nuevos desconocidos


eran ahora los acompañantes de Fabricio. Entonces, ¿dónde podría estar
Tabita? Intentó seguirlos, pero ya habían saltado al estribo de un autobús
que arrancó antes de que el zapatito reaccionara.

Tabito se quedó tristemente silencioso; solo, en medio de la calle,


pues para entonces todos los niños habían desaparecido, cada uno
rumbo a su casa. La esperanza de encontrar a su hermanita parecía
derrumbarse; sin embargo, procurando no llorar, marchó camino abajo
hasta que el cansancio lo venció y se quedó dormido al borde de una
vereda.

Dio la casualidad de que el ropavejero pasó por allí. Al descubrir al


zapatito, como buen hombre previsor, lo levantó y miró.

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“Tal vez podría emparejar con el zapato que tengo guardado”,
pensó, mientras le desprendía un poco del lodo seco que tenía pegado al
cuero. “Mmm... Sin duda, se parece mucho al que tengo, creo que es mi
día de suerte”. Y, sin decir más, lo puso en su triciclo.

El movimiento del triciclo despertó a Tabito, que se sorprendió al


encontrarse en medio de trapos sucios, fierros oxidados y botellas
usadas. Primero se asustó, creyendo que lo habían vuelto a echar al tacho
de basura, pero luego se dio cuenta que no era tan mala la condición en
que se hallaba: “¡Huy! Creo que esta es una manera muy práctica de
recorrer las calles. Aprovecharé para conocer la ruta, luego me escaparé
y seguiré buscando a Tabita”.

Cuando llegó a su casa, lo primero que hizo el ropavejero fue buscar


el otro zapatito para compararlo con el que acababa de encontrar. Al
hacerlo, una sorpresa muy agradable le iluminó el rostro: ¡El zapatito
parecía ser, efectivamente, la pareja del que había cuidado durante tanto
tiempo!

Tabito no comprendía lo que pasaba, hasta que, al encontrarse al


lado de Tabita, sintió que el corazón casi se le revienta de emoción.
Después de tanto buscar y de tanto sufrimiento, volvía a verla:

–¿Tabita? ¿Eres Tabita? –la llamó con cariño ante el desconcierto de


su hermanita que no lo reconoció de tan sucio que estaba.

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–¿Qué? ¿Quién eres? –le preguntó Tabita a aquel misterioso zapato
enlodado que la llamaba por su nombre.

–¡Tabita! ¡Soy yo, tu hermano!

Y, de pronto, Tabita reconoció a su hermanito perdido.

–¡Tabito! –gritó a voz en cuello, emocionada.

¡Estaban juntos otra vez! Se abrazaron con cariño y lloraron de


alegría.

Ante tanto barullo, desde el viejo baúl se asomaron el carrito sin


ruedas, el soldadito del brazo partido y la vieja pelota desinflada (la gorra
ya se había ido, feliz, a su nueva vida); los miraron con alegría y
exclamaron:

–¡Te lo dijimos! ¡Te lo dijimos! El destino de quienes estamos en este


baúl es bueno, solo hay que saber esperar. Nadie es inservible cuando
hay alguien que nos ama.

El ropavejero limpió diligentemente el par de zapatos, los pintó y


lustró con esmero hasta dejarlos como nuevos.

–Lo sabía, sabía que con paciencia y perseverancia iba a encontrar el


zapatito faltante. Ahora tengo el par que le prometí a mi hijo –dijo el
hombre.

Luchín, que así se llamaba el hijo del ropavejero, recibió gustoso los
zapatos. Se los puso, caminó un poco con ellos y exclamó:

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–¡Son perfectos! Tanto, que ni mandados a hacer. ¡Gracias papá!

Entonces Tabita y Tabito empezaron una nueva vida. Se hicieron


grandes amigos de Luchín y en la escuela caminaban orgullosos de servir
a un niño tan cuidadoso, pues los lustraba cada mañana y evitaba andar
con ellos en el lodo o entre las piedras para no malgastar el cuero antes
de tiempo.

Tabita y Tabito volvieron a cruzarse por allí con Fabricio, su antiguo


dueño, pero no le guardaban rencor, al contrario, procuraron que Luchín
se hiciera su amigo.

Así, estos compañeros buenos y entrañables envejecieron en los pies


del hijo del ropavejero. Y es que Tabita y Tabito siempre lucharon por
demostrar que su felicidad se basa en el cariño mutuo y sincero que se
tienen como hermanitos inseparables.

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