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EN VEINTE LECCIONES
Y
LA FORMACIÓN DEL ESTILO
POR LA ASIMILACIÓN DE LOS AUTORES
POR
ANTOINE ALBALAT
Prefacio
Lección I: CÓMO SE LLEGA A SER ESCRITOR
Lección II: LOS MANUALES DE LITERATURA
Lección III: DE LA ESCRITURA
Lección IV: DEL ESTILO
Lección V: LA ORIGINALIDAD DEL ESTILO
Lección VI: LA CONCISIÓN DEL ESTILO
Lección VII: LA ARMONÍA DE LAS FRASES
Lección VIII: LA ARMONÍA DE LAS FRASES
Lección IX: LA INVENCIÓN
Lección X: LA DISPOSICIÓN
Lección XI: LA ELOCUCIÓN
Lección XII: PROCEDIMIENTO DE LAS REFUNDICIONES
Lección XIII: DE LA NARRACIÓN
Lección XIV: DE LA DESCRIPCIÓN
Lección XV: LA OBSERVACIÓN DIRECTA
Lección XVI: LA OBSERVACIÓN INDIRECTA
Lección XVII: LAS IMÁGENES
Lección XVIII: LA CREACIÓN DE LAS IMÁGENES
Lección XIX: EL DIÁLOGO
Lección XX: DEL ESTILO EPISTOLAR
Prefacio
Capítulo I: DE LA LECTURA COMO PROCEDIMIENTO GENERAL DE ASIMILACIÓN
Capítulo II: ASIMILACIÓN POR IMITACIÓN
Capítulo III: EL “PASTICHE”
Capítulo IV: DE LA AMPLIFICACIÓN
Capítulo V: ASIMILACIÓN DEL ESTILO DESCRIPTIVO
Capítulo VI: LA IMITACIÓN DESCRIPTIVA A TRAVÉS DE LOS AUTORES
Capítulo VII: EL FALSO ESTILO DESCRIPTIVO
Capítulo VIII: LA DESCRIPCIÓN GENERAL
Capítulo IX: ENSAYOS DE DESCRIPCIÓN
Capítulo X: DESCRIPCIÓN ACUMULATIVA Y DESCRIPCIÓN POR AMPLIFICACIÓN
Capítulo XI: ASIMILACIÓN DEL ESTILO ABSTRACTO POR LA ANTÍTESIS
Capítulo XII: LA ANTÍTESIS, PROCEDIMIENTO GENERAL DE LOS GRANDES ESCRITORES
Capítulo XIII: DE ALGUNOS PROCEDIMIENTOS ASIMILABLES
Capítulo XIV: EL ESTILO SIN RETÓRICA
PREFACIO
EL OBJETO DE ESTE LIBRO
He leído casi todos los Manuales y todos los Cursos de Literatura. Son buenas guías; pero
ninguno enseña técnica y prácticamente el arte de escribir.
No he encontrado en ninguna obra la demostración de los procedimientos de estilo, la
descomposición del oficio de escribir, el análisis intrínseco y detallado de la ciencia de las frases.
Los libros de teoría hacen admirar el edificio, pero no enseñan a construir.
Bajo el título de El arte de escribir, el filósofo Condillac ha publicado una obra curiosa, pero
que no es más que una tentativa de desarticulación gramatical, en la que estudia los recursos de la
lengua sin examinar la producción literaria.
Existe, con el mismo título, un libro de Antonio Rondelet, doctor en letras, que no es más
que una serie de reflexiones sobre las diversas operaciones del espíritu, un conjunto de consejos
generales sobre la manera en que hay que prepararse para el arte de escribir.
Sólo hablo para recordarlo, del libro de Eugenio Mouton, que trata de la impresión y de la
corrección de un libro.
Vienen enseguida los Manuales.
La demostración del estilo no ha sido hecha por nadie. Es una laguna que yo he tratado de
rellenar.
Creo que se puede enseñar a tener talento, a encontrar imágenes y buenas frases.
Creo que, con medianas aptitudes puede cualquier persona llegar a crearse un estilo.
El objeto de este libro es demostrar en qué consiste el arte de escribir; descomponer los
procedimientos del estilo; exponer técnicamente el arte de la composición; dar los medios de
aumentar y de extender las disposiciones propias de cada persona; es decir, de doblar y de triplicar
su propio talento; en una palabra: enseñar a escribir a los que no saben, pero que tienen en sí
mismos lo necesario para saber.
Los jóvenes, los principiantes, los estudiantes, todos los amantes de la literatura y que tienen
el gusto del estilo, esperan con impaciencia una obra que les aporte la demostración clara de los
procedimientos del arte de escribir.
No se encontrará en estas páginas nada que recuerde la antigua rutina. He roto con los
prejuicios de doctrina, las apreciaciones tímidas y los métodos consagrados. No hay que buscar
aquí las viejas clasificaciones, las divisiones arbitrarias ni los ejemplos anticuados.
El enunciado del Índice indica el plan y el objeto de esta obra, que podría titularse: La
demostración del arte de escribir, estudiada del lado de los artistas. Aquí se entra en el
oficio y no se sale de él. Todo el provecho de un curso de literatura debe consistir en el estudio del
oficio y de los procedimientos, dos cosas que no se profundizan lo debido.
Para terminar, advierto al lector que en la exposición de este trabajo y en la factura de mis
frases no debe buscar ninguna pretensión de estilo. He tratado de escribir sencilla y secamente una
obra que no es más que una tentativa de demostración, reservando mi esfuerzo de escribir para
obras de pura imaginación o de crítica propiamente dicha.
A. A.
LECCIÓN PRIMERA
Una cuestión se presenta ante todo: ¿Se debe escribir? ¿No es hacer un flaco servicio
favorecer a emborronar papel? ¿No hay bastantes escritores? ¿Es necesario aún alentar a
los malos? Estamos inundados de libros; ¿qué será de la literatura cuando todo el mundo
se dedique a ella? Enseñar a escribir, ¿no es impulsar a los demás a publicar tonterías?
¿No es rebajar el arte, colocarlo al nivel de todos, y no se le disminuirá al hacerlo más
accesible?
Yo mismo he protestado en una obra especial contra ese mal de escribir que nos
invade y que ha terminado por desalentar al público. Evidentemente, hay en ello un
peligro; pero el abuso de una cosa no prueba que sea mala. No se va a hacer todo el
mundo escritor porque sepa escribir mejor. Todo el mundo habla, pero no todo el mundo
es orador. La pintura se ha vulgarizado, pero no se hace pintor cualquiera, ni todos los
músicos escriben óperas. Es excelente enseñar a escribir; tanto peor para los que echen a
perder el oficio.
Por lo demás, los que quieran seguir los consejos que se dan en esta obra tendrán
que aplicarse a escribir bien, y los que se apliquen se verán obligados a escribir poco.
Estamos, pues, al abrigo de todo reproche.
Por otra parte, se puede escribir no solamente para el público, sino para sí mismo,
por satisfacción personal. Aprender a escribir bien es, también, aprender a juzgar a los
buenos escritores. Habrá así, ante todo, un mejor aprovechamiento de lectura. La
literatura es un placer, como la pintura, el dibujo y la música; una distracción noble y
permitida, un medio de embellecer las horas de la vida y los aburrimientos de la soledad.
Otra objeción: Se me dirá: Sus consejos serán buenos para las personas que tienen
imaginación, puesto que la imaginación es la facultad maestra; pero ¿dará usted
imaginación a los que no la tienen?, y ¿cómo tendrán estilo?
La respuesta es fácil. Los que no tienen imaginación se pasarán sin ella. Hay un
estilo de ideas, un estilo abstracto, un estilo seco, formado de solidez neta y de
pensamiento puro, que es admirable. Todo se reduce a buscar temas.
Cada uno puede escribir en la medida de sus facultades personales; uno puede
presentar discusiones abstractas; otro pintar la naturaleza, abordar la novela, dialogar
situaciones.
Si es usted capaz de redactar una carta, es decir, de relatar algo a un amigo, debe
usted ser capaz de escribir, porque una página de composición es un relato hecho público.
Quien puede escribir una página, puede escribir diez, lo que casi equivale a una
novelita, y quien sabe hacer una novelita debe saber hacer un libro, porque una serie de
capítulos no es más que una serie de novelitas.
Por lo tanto, toda persona que tenga medianas aptitudes y algunas lecturas puede
escribir, si quiere, si sabe aplicarse, si le interesa el arte, si tiene el deseo de expresar lo
que ve y de pintar lo que siente.
La literatura no es una ciencia inabordable reservada a unos pocos iniciados y que
exige estudios preparatorios. Es una vocación que cada uno lleva en sí y que desarrolla
más o menos, según las exigencias de la vida y las ocasiones favorables. Muchas personas
que escriben, escriben mal; y muchas que podrían escribir bien, no escriben ni piensan en
ello.
Personas ordinarias, intendentes como Gourville, camareras como la señora de
Hausset, Julián, el criado de Chateaubriand, viejos soldados, Marbot, Bernal Díaz,
etcétera, nos han dejado relatos vivientes e interesantes.
El don de escribir, es decir, la facilidad de expresar lo que se siente es una facultad
tan natural en el hombre como el don de hablar.
En principio, todo el mundo puede contar lo que ha visto. ¿Por qué no ha de poder
cada uno escribirlo? La escritura no es más que la transcripción de la palabra hablada, y
por es se dice que el estilo es el hombre. El estilo mejor escrito es, con frecuencia, el estilo
que mejor se podría hablar. Así lo entendía Montaigne.
La gente del pueblo, para contar las cosas que ha vivido, tiene hallazgos felices de
palabras, originalidades de expresión y una creación de imágenes que sorprende a los
profesionales. Que una mujer de corazón, cualquiera que sea, escriba a alguien la muerte
de una persona amada, y hará un relato admirable que ningún escritor podría superar,
ya fuera un Chateaubriand o un Shakespeare.
Alfonso Daudet y Goncourt han buscado en todas partes a su alrededor esa
expresión de la verdad inimitable. Goncourt copiaba servilmente los diálogos que oía.
Las más bellas frases de “Manon Lescaut” seguramente han sido pronunciadas. Yo he
oído a un campesino comparar el ruido de un trueno al que hace “un pedazo de tela que
se rasga”. Las antiguas canciones populares son la obra anónima de poetas oscuros.
Pues si todo el mundo puede escribir, con más razón podrán hacerlo las personas
de mediana cultura, los jóvenes que han leído y que aman el estilo, las jóvenes que hacen
versos elegantes o anotan sus pensamientos en un diario íntimo. Hay muchísimas
personas que, dirigidas y aconsejadas, podrían formar y aumentar sus aptitudes hasta
llegar a tener talento. Muchos ignoran sus propias fuerzas porque nunca las han
empleado y ni siquiera sospechan que podrían escribir. Otras, mal secundadas o
disuadidas de su vocación, se desalientan al ver su mediocridad, por falta de una guía
que las perfeccione. He conocido a tres mujeres que nunca habían escrito una línea y que
sonreían de impotencia cuando les aconsejé que escribieran. Se creían incapaces de tener
talento. Se decidieron a empezar un diario según preceptos y fórmulas técnicas, y hoy
escriben descripciones notables, llenas de relieve, que sólo por exceso de modestia se
obstinan en mantener inéditas.
Las tres cuartas partes de las personas escriben mal porque no se les ha demostrado
el mecanismo del estilo, la anatomía de la escritura, cómo se encuentra una imagen, cómo
se construye una frase. Siempre me ha sorprendido la cantidad de personas que podrían
escribir y que no escriben, o escriben mal, por no tener quien las saque de las mantillas
en que están aprisionadas.
He visto estilos experimentados desparramar perlas y oro por el suelo, plantas
vivaces entre la mala hierba. Destacar el filón, sacar el diamante, escarbar el campo no es
nada, y es todo.
Cuando se rehacen sus frases, cuando se abre paso a sus imágenes, cuando se pule
su estilo, cuando se limitan sus palabras, se quedan estupefactos: “Nadie nos ha dicho
nunca eso”, exclaman, y se maravillan al ver el precipitado verdadero, sólido, brillante,
que es bien de ellos y que ha quedado en el fondo del crisol después de esa operación.
La necesidad de un guía es absoluta para las naturalezas medias, porque aquí se
trata, no de genios, no de futuros grandes hombres a quienes no se enseña nada porque
ellos prescinden de todo, sino de aquellos que tienen una vocación ordinaria y que
pueden duplicar su talento con el esfuerzo y los consejos.
Moliére interrogaba a su sirvienta. Racine consultaba a Boileau. Flaubert escuchaba
a Bouilhet. Chateaubriand se sometía a Fontanes.
Yo he querido ser un guía para los que no pueden tener otro. Mi experiencia
personal seguramente vale poco. Sin embargo me ha parecido que podría ser útil a otros,
y que sería de provecho publicar lo que yo he aprendido solo.
El resultado de mis años de trabajo y de lectura servirá a los que empiezan en el arte
de escribir, tanto a los que se preparan profesionalmente como a los que quieren disfrutar
de él como diletantes.
LECCIÓN SEGUNDA
LECCIÓN TERCERA
DE LA LECTURA
(1) La Fontaine rehacía diez o doce veces cada una de sus fábulas.
LECCIÓN CUARTA
DEL ESTILO
¿Qué es el estilo?
El estilo es la manera propia de cada uno de expresar su pensamiento por la escritura o la
palabra.
Por la escritura, el escritor.
Por la palabra, el orador.
El estilo es la marca personal del talento. Cuanto más original es el estilo, más
personal es el talento. El estilo es la expresión, el arte de la forma, que hace sensibles
nuestras ideas y nuestros sentimientos; es el medio de comunicación entre los espíritus.
No es solamente el don de expresar nuestros sentimientos, es, también el arte de
sacarlos de la nada, de hacerlos nacer, el arte de fecundarlos y de hacerlos salientes. El
estilo comprende el fondo y la forma.
Es necesario convencerse de que las cosas que decimos no impresionan más que por
el modo de decirlas. En términos generales, todos pensamos poco más o menos las mismas
cosas. La diferencia está en la expresión y el estilo. Eleva lo común; halla nuevos aspectos
en lo vulgar; engrandece lo sencillo; fortifica lo débil.
Escribir bien, es, a la vez, pensar bien, sentir bien y rendir bien.
“Lo que me distingue de Pradon, decía Racine, es que yo sé escribir”.
“Homero, Platón, Virgilio y Horacio, no sobresalen de los demás escritores, ha dicho
La Bruyére, más que por sus expresiones y por sus imágenes”.
“Nada vive más que por el estilo”, dice Chateaubriand. En vano se grita contra esta
verdad. La obra mejor entendida, y llena de las más prudentes reflexiones, nace muerta,
si le falta el estilo.
El estilo es el arte de apreciar el valor de las palabras y las relaciones de éstas entre
sí.
Las ideas simples que representan las palabras del diccionario no bastan para formar
un escritor. El que conozca todas esas palabras, puede, sin embargo, ser incapaz de trazar
una frase, porque el talento no consiste en utilizar secamente las palabras, sino en
descubrir los matices, las imágenes, las sensaciones que resultan de sus combinaciones.
El estilo es, pues, una creación de forma por las ideas y una creación de ideas por la
forma. El escritor crea hasta palabras para indicar una relación nueva. El estilo es una
creación perpetua: creación de arreglos, de giros, de tono, de expresiones, de palabras y
de imágenes. Cuanto más sensible es esa creación en la lectura, mejor es el escritor.
Guy de Maupassant dice en alguna parte: “Las palabras tienen alma. La mayoría de
los lectores y hasta de los escritores no les piden más que sentido. Es necesario encontrar
ese alma, que aparece al contacto de otras palabras, que brilla y alumbra ciertos libros con
una luz desconocida, muy difícil de hacer brotar. Hay en los acercamientos y las
combinaciones del lenguaje escrito por ciertos hombres, toda la evocación de un mundo
poético que el pueblo de los mundanos no sabe ver ni adivinar. Cuando se le habla de
eso, se resiente, razona, argumenta, niega, grita y quiere que se le demuestre. Sería inútil
intentarlo. No sintiendo, no lo comprendería nunca. Hombres instruidos, inteligentes,
hasta escritores, se sorprenden también cuando se les habla de ese misterio que ignoran,
y se sonríen encogiéndose de hombros. ¡Qué importa! No lo saben. Es como hablar de
música a personas que no tienen oídos”.
“La gracia divina, ha dicho Bossuet, llueve sobre el rico como sobre el pobre”.
He ahí una palabra tomada de una acepción nueva y que forma una imagen
soberbia.
Lo mismo este otro pensamiento: “Dormid vuestro sueño, grandes de la tierra”; y
este otro: “Derramar lágrimas y plegarias sobre una tumba”.
La palabra indeterminada, por ejemplo, es una palabra cualquiera, geométricamente
empleada, sin elocuencia, sin brillo. Bajo la pluma de Chateaubriand, va a alcanzar un
prestigio que pintará todo un paisaje lejano:
“La claridad de la luna, su claridad gris perla, descendía sobre la cima indeterminada
de las selvas”.
La palabra reposaba es también una palabra cualquiera. Refiriéndose a algo que no
reposa, se convierte en una palabra bellísima.
“La luna reposaba sobre las colinas lejanas”. (Chateaubriand).
Hasta hay palabras de una vulgaridad técnica, oficial, que producen grandes efectos
cuando un artista les encuentra una aplicación imprevista. ¿Hay algo más incoloro que
la palabra anunciador? Veamos cómo la utiliza Pedro Loti:
“Los tristes chorlitos, anunciadores del otoño, habían aparecido en una tormenta de
lluvia”.
Otro habría podido decir: “Los chorlitos, esos tristes pájaros que anuncian el otoño,
habían aparecido en una tormenta de lluvia”.
Ese sería un estilo de menos valor que el primero.
El estilo es, pues, la manera que cada uno tiene de crear expresiones para manifestar
su pensamiento. Puede ser largo, corto, coloreado, seco, abundante, vivo, periódico,
según los temperamentos.
Es difuso, pálido, incoloro, cobarde, en los malos escritores; conciso, nervioso, con
relieve, en los buenos.
Es tan completa la unión entre el carácter y el estilo de una persona, que por eso ha
podido decirse con razón esta verdad: el estilo es el hombre.
La vivacidad de palabras, la energía de las concepciones, los mismos giros de la
conversación hablada, la originalidad de la imaginación, todo eso se pinta exactamente
en el estilo del hombre. El estilo es el reflejo del corazón, del cerebro y del carácter.
Eso no es solamente verdad en los individuos, sino también en los pueblos.
“Los pueblos de Oriente, dice Blair, han recargado su estilo en todos los tiempos
con figuras fuertes e hiperbólicas. Los atenienses, pueblo sutil y culto, se formaron un
estilo claro, puro y correcto. Los asiáticos, amigos del fausto y de la nobleza, tenían un
estilo pomposo y difuso. Las mismas diferencias pueden notarse hoy día entre el estilo
de los franceses, los españoles, los alemanes y los ingleses”.
Saber muchas cosas no enseña a ser buen escritor; el estilo es independiente de la
erudición. Por eso, al decir que es necesario leer mucho para ser capaz de escribir, se
supone, bien entendido, que se tienen aptitudes para el estilo, por lo menos una mediana
vocación y un gusto determinado. Sin eso, ni la erudición más inmensa, hará encontrar
un giro de frase. Hay hombres muy sabios que nunca serán escritores, y hay escritores
brillantes que no saben gran cosa. El saber y el arte de escribir, son cosas distintas, que
no van siempre juntas.
El Discurso sobre el estilo de Buffon contiene las mejores páginas que conocemos
sobre este asunto. Nadie ha explicado mejor los procedimientos de un arte que puede
considerarse como una ciencia, ni ha expuesto mejor las diversas operaciones del espíritu
por las que se llega a hacer buenas frases.
Hay, sin embargo, en ese Discurso de Buffon una tendencia visible a aconsejar el
empleo de los términos generales y a dar al estilo una especie de giro sintético y rígido,
que constituye ciertas hermosas partes del estilo, pero que no es todo el estilo. Villemain
ha tenido razón al señalar el carácter demasiado personal de ese Discurso.
¡Pero qué profundo sentido de la belleza escrita y cuántos consejos prácticos! “Las
obras bien escritas, dice Buffon, serán las únicas que pasarán a la posteridad”. Y agrega:
“Todas las bellezas que se encuentran, todos los giros de que está compuesto el estilo,
son otras tantas verdades tan útiles y tal vez más preciosas para el espíritu humano, que
las que pueden formar el fondo del asunto”.
“Es estilo, dice Buffon, es el orden y el movimiento que se pone en los pensamientos”.
El orden, es decir, la lógica de las ideas, su encadenamiento, su fondo: el movimiento, es
decir, la vida, la forma; el orden, que es la concentración, el giro, el conjunto; el movimiento,
que es la imaginación, el atractivo, el relieve.
Aquí interviene la famosa distinción del fondo y la forma.
Los unos los separan y los diferencian; el fondo son los materiales, los pensamientos,
la sustancia, el asunto; la forma es la expresión, el revestimiento, el traje. Son dos cosas
aparte.
Los otros dicen: El fondo y la forma todo es uno; no se les puede separar, como no
puede separarse el músculo de la carne. Es imposible expresar una idea que no tenga su
forma, como no se puede concebir una criatura humana que no tenga alma y cuerpo.
Cuando se cambia la forma, se cambia la idea, y del mismo modo, la modificación de la
idea arrastra a la de la forma. Trabajar la forma es trabajar la idea. La forma se pega a la
idea.
Esta teoría es la verdadera y hay que atenerse a ella.
En ciertos casos muy raros, el cambio de la forma no altera la idea. Así ocurrirá si yo
digo: “Llueve” por: “cae agua”; llorar, por verter lágrimas; arrodillarse, por ponerse de rodillas;
sonó un ruido, por se oyó un ruido, habré empleado una forma mejor que no habrá
cambiado la idea; pero eso es más bien una sinonimia que una modificación de forma.
Fuera de esta clase de correcciones puramente gramaticales, la idea sufre siempre
los cambios de la forma. Yo escribo esta frase: “Nuestros corazones embriagados del amor
mundano...” La modifico y pongo: “Nuestros corazones encantados del amor del mundo...”
(Bossuet). La idea se ha modificado según los matices de una forma nueva. Encantamiento
dice otra cosa que embriaguez, y amar al mundo no es lo mismo que sentir amor mundano.
Escribo esto: “Después de la muerte veremos a Dios tal como es, alumbrando a
todos los hombres con su presencia”. Trabajo esa forma, la modifico y encuentro esta:
“Después de la muerte veremos a Dios al descubierto, iluminando todos los espíritus con
los rayos de su faz”. (Bossuet). Se me dirá, tal vez, que solamente ha cambiado la forma y
que la idea sigue siendo la misma; no, la idea también se ha modificado; tiene otro
aspecto, otro sentido, otros matices, un encanto nuevo, una significación distinta.
En vez de hacer esta demostración sobre algunas líneas solamente, puede hacerse
sobre una página entera, sobre dos, tres, etc.
He aquí una frase con una hermosa imagen, sobre la noche en las soledades de
América:
“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera”.
Esa frase no me satisface; cae demasiado bruscamente; quisiera encontrar una
palabra, un epíteto que la redondeara y la clausurara... Busco... Pienso en el cielo azul, y
encuentro:
“El genio de los aires sacudía en la noche su cabellera azul...” (Chateaubriand).
El esfuerzo, la preocupación de la forma me ha hecho descubrir una imagen que,
por sí sola, da una magia imprevista a la idea primitiva.
He aquí otro pensamiento. Se trata de decir que las mujeres romanas son tan bellas
como las estatuas de sus templos.
“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su pedestal...”
Hermosa imagen, pero que no me basta; quiero realzarla, embellecerla. Todo lo que
agregue será un trabajo de forma sobre la idea.
Obtengo esto:
“Se las tomaría por las estatuas de sus templos, descendidas de su pedestal, y que
se pasearan a su alrededor”. (Chateaubriand).
Y es precisamente, este último período, lo que da a la imagen todo su prestigio, todo
su efecto. ¿Se dirá que la ida no ha cambiado? Sí ha cambiado, sí. La primera frase era
conocida; la habíamos leído en alguna otra parte; pero la segunda, que constituye el
cuadro y la vida, esa es nueva, es creada.
Luego, pues, la forma y el fondo todo es uno. No es posible, en general y de una manera
definitiva, tocar la una sin alterar la otra. Cuando se dice de un fragmento: “El fondo es
bueno, pero la forma es mala”, eso no significa nada, porque es el valor de la forma lo
que hace bueno al fondo. Habría que decir: “El fondo podría ser excelente si la forma
fuera buena”, porque es la forma la que le da valor al fondo.
Si yo grito: “¡Oh, Jesús, Dios crucificado!”, empleo un estilo correcto, pero en esa
forma se dice con mucha frecuencia. Quiero pensar una forma mejor. Busco y encuentro:
“¡Oh, Jesús, Dios anonadado!” (Bossuet). La expresión es magnífica; pero, de pronto, la
idea ha cambiado, ha brillado, es otra.
Todos hemos podido comprobar que, trabajando, rehaciendo las frases, creemos no
cambiar nada, no mejorar más que la forma, y he aquí que todo se amasa, las ideas se
multiplican; se presentan incidentes, las proporciones crecen, los párrafos aumentan;
percibimos imágenes inesperadas, giros nuevos, tanta verdad es que no puede tocarse la
forma sin trastornar la idea.
La forma es tan inseparable de la idea, que la última encarnación de la forma llega
a no ser más que la expresión de la idea pura.
Entre otros consejos notables, y que es necesario retener para formarse idea del
estilo, recomienda Buffon “que se agregue el colorido a la energía del dibujo”. Quiere “que
se dé a cada objeto una luz fuerte”; expresa el deseo de que cada pensamiento sea una
imagen. Este último consejo es el que ha prevalecido cuando vinieron Bernardino de Saint
Pierre, Chateaubriand, Teófilo Gauthier, y cuando la literatura francesa se cansó de la
belleza sin colorido.
Resumiendo: El estilo es el esfuerzo por el cual la inteligencia y la imaginación
encuentran matices, giros, expresiones e imágenes, en las ideas y en las palabras o en la
relación que tienen entre ellas.
Hay en este trabajo del estilo (y es un trabajo considerable) una parte que es el orden,
el arreglo, la corrección, la ordenación, las proporciones, el equilibrio, la preparación de
todas las piezas de ese tablero de ajedrez que se llama una frase, una página, un capítulo.
Hay también otra parte que es el movimiento, la creación de palabras, de imágenes,
su combinación, lo que produce la intensidad, el efecto, la energía, el golpe de luz, el
relieve.
Hasta en la parte arreglo, el arte de colocar las palabras y de combinar las frases, es
también una creación.
El sabor de esta creación múltiple se evapora con frecuencia en la traducción,
precisamente porque constituye la esencia del estilo. Esto es lo que hizo decir a Lamotte:
“Un gran número de bellezas de los autores antiguos están adheridas a expresiones
particulares de su lengua, o a relaciones que, no siéndonos tan familiares como a ellos,
no nos causan el mismo placer”.
El cuidado de la forma es lo primero que debe preocupar a los que tienen gusto en
escribir, pues ella comprende también el fondo, y es la que da valor a una obra. Emilio
Zola, que no tuvo más que un don muy brutal de escribir, y que nunca se dignó
perfeccionar su forma, se alzó contra esta teoría. “No es verdad, dijo, pese a Buffon,
Boileau, Chateaubriand y Flaubert, que han repetido obstinadamente lo contrario, no es
verdad que baste tener un estilo muy cuidado para señalar para siempre nuestro paso en
la literatura. La forma es lo que cambia y pasa más pronto. Es preciso, ante todo, que una
obra sea viva, y sólo puede ser viva con la condición de ser verdadera. Se gana la
inmortalidad poniendo de pie a las criaturas vivas”. Nada más falso que eso. La creación
de esos seres vivos no irá a la posteridad como no esté servida por una forma
irreprochable.
Zola replica: “¿Podemos juzgar nosotros la perfección del estilo de Homero y de
Virgilio?” Que Zola no pudiera juzgarla es muy posible; pero hay personas que pueden
hacerlo, y no es preciso haber hecho grandes estudios para leer a Virgilio en su texto. En
todo caso, una tradición ininterrumpida de historiadores y autores antiguos nos dice que
su estilo causaba admiración en su tiempo, y es, precisamente, esa superioridad de forma
lo que los ha inmortalizado. Si sus versos hubieran sido malos, sus contemporáneos no
los hubieran aprendido, y si su estilo hubiera sido mediocre, su obra no habría llegado
hasta nosotros. No existe obra maestra sin forma cuidada, y una obra mal escrita no
puede vivir, por la razón de que no hay una mala que haya alcanzado hasta estos tiempos.
El fondo y la forma se corresponden. Don Quijote, que es un modelo de obra viva, es,
también, un modelo de estilo, un modelo de perfección escrita, único en su género en
España.
Otra objeción: “Cuando leemos a Homero, no es su forma lo que leemos, es una
traducción. No tenemos más que su fondo. La forma pues, no se identifica con el fondo”.
Al contrario, puesto que es precisamente la forma la que ha salvaguardado al fondo, y
nosotros no tendríamos probablemente el fondo si la forma no hubiera sido perfecta.
Aquí es necesario, si se quiere, separarlos, puesto que se trata de una traducción. Queda
lo que puede conservarse. Las buenas traducciones son las que conservan más. Por otra
parte, cuando se trata de obras maestras, la forma está tan mezclada con el fondo, tan
pegada a la idea, que la idea misma queda patente después que ha desaparecido el
encanto del texto. Por eso, en una buena traducción, las descripciones de Homero son tan
vivas como cualquier página de nuestros mejores autores contemporáneos.
Fuera de estos principios, que hay que mirar como verdades absolutas, no se puede
dar más que una apreciación vaga del estilo. Es preciso, como dice Pascal, haber arreglado
el reloj, y burlarse de aquellos cuya hora varía. “Hay un buen y un mal gusto, ha dicho
La Bruyére, y sobre eso se puede disputar”. Nada más común que los juicios hechos. Se
cree acertar cuando se dice al azar: “Esto está bien escrito; esto está mal escrito; Fénelon
escribe bien; Diderot escribe mal; Merimée es un gran escritor”, etc.
LECCIÓN QUINTA
Falsa división de los estilos y de los pensamientos. — Por qué varían los
estilos. — Originalidad del estilo. — La originalidad y la vulgaridad. — El
estilo falso. — El estilo inexpresivo. — El estilo de Merimée. — ¿Cómo
puede reformarse el mal estilo? — Las expresiones vulgares. — Las frases
hechas. — La naturalidad y el trabajo. — La palabra sencilla y la palabra
natural. — Procedimiento para adquirir la originalidad.
Hay un estilo hecho, un estilo vulgar, para el uso de todo el mundo, un estilo clisé,
cuyas frases neutras y usadas sirven para cada uno; un estilo incoloro construido
solamente con las palabras del diccionario; un estilo muerto, sin llama, sin imagen, sin
color, sin relieve, sin lo imprevisto; un estilo llano y elegante, gramatical e inexpresivo; el
estilo de los escritores que no son artistas; un estilo burgués y correcto, irreprochable y
sin vida.
Con ese estilo no se debe escribir.
Si debe usted escribir como todo el mundo, es inútil que tome la pluma.
Pero, si hay un estilo vulgar, debe haber un estilo original, pues la originalidad es
lo contrario de la vulgaridad. Se dice corrientemente: “Giros de frases originales,
expresiones originales, imágenes originales”, cualidades que constituyen precisamente el
estilo original, el que sorprende, el que seduce, el que tiene su marca personal. La
originalidad reside, sobre todo, en la manera de decir las cosas, de expresar las ideas, de
dar valor al fondo.
La originalidad debe, por lo tanto, ser considerada como la grande, la general, la
esencial cualidad del estilo.
Es, pues, necesario, desde ahora, abandonar los prejuicios de escuela y formarse una
idea nueva del estilo. En el colegio nos decían lo que debía ser; pero no nos lo enseñaban.
Sabíamos bien que debíamos tratar de escribir como Bossuet (más o menos, bien
entendido) y no como Fénelon en su Telémaco; pero ¿cómo hacerlo? Rondábamos
alrededor de la casa sin poder entrar nunca. Buena o mala, tenemos una llave. Abramos
la puerta.
He aquí una descripción de Nisard, Camino de Pau o Aguas Buenas, citado como
modelo en un Curso práctico y razonado del estilo (10° edición), cuyo autor es profesor de
retórica.
¿No reúne ese trozo encantador todas las cualidades que se exigen más
arriba a la descripción? Es tan claro, es tan neto, que uno cree formar parte del
viaje. Se ve, se tocan los objetos. Hay una verdad, una exactitud irreprochable en
todo el cuadro; se lo siente, se le juraría sin haber hecho el camino, por la
precisión de los detalles. Tiene también el mérito de la sobriedad.
Pregunto de completa buena fe: ¿Cómo se quiere que un alumno aprenda a escribir,
cuando se le presenta como excelente lo que es detestable y se le propone como modelo
precisamente aquello de que debe huir a todo trance?
He aquí un ejemplo de vulgaridad auténtica. Todo el mundo puede escribir así, sin
color, sin evocación, sin imagen, sin pintura. Ese ejemplo de estilo vulgar es el que se
encuentra en los más bajos peldaños de la escalera literaria.
Veamos ahora una página de otro escritor, que pasa por admirable, y que lo ha sido
algunas veces. Es el triunfo del clisé:
Todas sus ideas eran confusas y se sucedían con tanta rapidez que ella no
tenía tiempo de detenerse en una sola (?). Era como esa serie de imágenes que
aparecen y desaparecen en la ventanilla de un coche arrastrado sobre una vía férrea.
Pero así como en medio de la carrera más impetuosa, el ojo que no distingue todos
los detalles logra, sin embargo, discernir el carácter general de los sitios que cruza,
del mismo modo, en medio de ese caos de pensamientos que la asaltaban, la señorita
de Piennes sentía una impresión de espanto y se sentía como arrastrada sobre una
pendiente rápida en medio de precipicios horribles. Que Max la amaba, no podía
dudarlo. Ese amor (ella decía: ese afecto) databa de lejos; pero hasta entonces no
se había sentido alarmada. Entre una devota como ella y un libertino como Max,
se elevaba una barrera infranqueable que la tranquilizaba antes. Aunque ella no fue
insensible al placer o a la vanidad de inspirar un sentimiento serio a un hombre
tan ligero como lo era Max es su opinión, ella no había nunca pensado que ese afecto
pudiera llegar a ser un día peligroso para su tranquilidad.
He aquí otro ejemplo de estilo vulgar del que es necesario huir. En la medida de lo
posible, no se debe nunca escribir con frases hechas. La marca del verdadero escritor, es la
palabra propia y la creación de la frase.
Los fragmentos que acabamos de citar, están y estarán mal escritos, mientras se
puedan reemplazar sus frases clisés por otras más exactas; mientras se pueda pones una
palabra sola en lugar de dos, dos en lugar de tres, tres en lugar de cuatro, etcétera. En fin,
ese estilo será malo mientras se le pueda hacer mejor.
Entonces, se me dirá, ya no hay medio de escribir. Las personas que usted cita son
escritores que se han hecho una reputación. No es posible reformar la lengua. Criticar es
muy fácil. ¿Cómo se puede cambiar eso?
Probemos. Tomemos el último ejemplo. Vamos a poner el estilo a la derecha, y la
corrección que proponemos a la izquierda, subrayando lo que es vulgar o inútil.
Todas sus ideas eran confusas y se Sus ideas eran tan confusas, tan
sucedían con tanta rapidez que ella no rápidas que ella no tenía tiempo de
tenía tiempo de detenerse en una sola. retener una.
(¿Quién? ¿La rapidez?)
Era como esa serie de imágenes que Parecían una serie de imágenes
aparecen y desaparecen en la ventanilla desfilando ante la ventanilla de un coche
de un coche arrastrado sobre una vía férrea. de ferrocarril.
Pero así como en medio de la carrera Pero así, como en medio de una
más impetuosa, el ojo que no distingue carrera loca, el ojo no distingue los
todos los detalles logra, sin embargo, detalles ni precisa más que el conjunto del
discernir el carácter general de los sitios que mismo modo, en medio de ese caos de
cruza, del mismo modo, en medio de ese pensamientos, la señorita de Piennes
caos de pensamientos que la asaltaban, la sentía el espanto de ser arrastrada hasta
señorita de Piennes sentía una impresión de un precipicio.
espanto y se sentía como arrastrada sobre
una pendiente rápida en medio de
precipicios horribles.
Que Max la amaba, no podía dudarlo. No dudaba que Max la amaba. Ese
Ese amor (ella decía: ese afecto) databa de amor databa de lejos, pero no la había
lejos; pero hasta entonces no se había alarmado hasta entonces.
sentido alarmada.
Entre una devota como ella y un Entre una devota como ella y un
libertino como Max, se elevaba una libertino como Max, se alzaba un
barrera infranqueable que la tranquilizaba obstáculo que, antes, la tranquilizaba.
antes.
Aunque ella no fue insensible al placer o Sensible al placer de atraer seriamente
a la vanidad de inspirar un sentimiento (o de seducir, o de conquistar) a un
serio a un hombre tan ligero como lo era hombre tan ligero, ella no había pensado
Max es su opinión, ella no había nunca nunca que ese afecto pudiera hacerse
pensado que ese afecto pudiera llegar a ser peligroso.
un día peligroso para su tranquilidad.
La ironía amarga.
Expediente favorable.
Horror indecible.
Una mirada fría y severa.
Un sordo rumor.
Un dulce éxtasis.
Una repulsión instintiva. (Siempre es instintiva).
Un enemigo implacable, encarnizado.
Una emoción contenida.
Una tristeza grave.
Impaciencia febril.
Boca bien arqueada.
Dulzura singular. (¿En qué?).
Encanto penetrante.
Cólera implacable
Dulzura afectuosa. Bondad verdadera (1).
Orgullo legítimo.
Excesiva reserva.
Contraste odioso.
Alegría inesperada.
Torpeza penetrante.
Cabellera abundante.
Exigencias imperiosas.
Perversidad precoz.
Rabia feroz.
Recuerdo odioso.
Desesperación suprema.
Mezcla singular.
Delicadeza nativa.
Etc., etc.
La originalidad es, por lo tanto, la condición primordial, esencial del estilo. Para
alcanzarla es absolutamente necesario evitar el estilo vulgar, y para evitarlo se precisa
saber qué es un estilo vulgar.
Acabamos de demostrar en qué consiste. Primero en el “hablar por frases”, en las
frases hechas... que pueden reemplazarse por la frase justa. Con semejantes defectos, será
inútil emplear elegancia, corrección y pureza, pues no se obtendrá más que un estilo soso,
flojo, pedestre, ficticio, neutro, inexpresivo y sin relieve.
Ese vicio conduce a otro, no menos peligroso: la perífrasis, que es una
circunlocución, un circuito de palabras, para decir largamente una cosa que podría ser
dicha con brevedad.
Hemos perdido un poco, en nuestra manera de escribir actual, esa manía de la
perífrasis, que hacía estragos en los siglos XVII y XVIII y que hizo célebres a los Saint
Lambert y los Delille. El conocimiento de Shakespeare y, sobre todo, la revolución
romántica inaugurada por Víctor Hugo, fueron poco a poco desembarazando nuestra
literatura de la obligación en que se creía de no llamar a las cosas por su nombre.
Hoy, limpio el terreno, triunfa la palabra propia, la palabra exacta, aunque el empleo
de la perífrasis, en ciertos casos, es legítimo y muy literario. Lo que hay que evitar es el
exceso, a menos que el pensamiento no gane en intención, en espíritu o en color. Es
cuestión de tacto. Si hubiera observado esta prudencia, Racine no habría escrito versos
como estos:
Duremente cahoté
Sur les noble coussine d’un char numeroté. (5).
Burson tenía razón al decir: “No hay nada más opuesto a la belleza natural que el
trabajo que se toman algunos para expresar cosas ordinarias o comunes de una manera
singular o pomposa; no hay nada que degrade más al escritor. Se le compadece, por haber
pasado tanto tiempo en hacer nuevas combinaciones de sílabas, para no decir más que lo
que dice todo el mundo”.
Véase, en cambio, una soberbia perífrasis de Bossuet, aludiendo al confesionario:
“Esos tribunales que justifican los que se acusan”.
Es, pues, necesario, desde el principio, evitar la frase y la perífrasis vulgares. La
primera originalidad que se debe tener es: escribir con las palabras naturales, propias,
sencillas y exactas. Esas palabras serán tal vez más conocidas, más empleadas aún que
una locución falsamente elegante, pero no serán reemplazables, no se podrá prescindir
de ellas y es el empleo de esas palabras propias, exactas, sean las que sean, lo que
constituye la nitidez, la corrección, el brillo del estilo y su energía. Ciertos estilos, como
el de La Bruyére, La Rochefoucauld, Fénelon y Montesquieu, deben todo su lustre a ese
gran mérito.
Léase lo que dice La Bruyére y el ejemplo que nos da en su inmortal consejo:
Aún así no sería un párrafo muy bueno, pues todo eso equivale a decir: “Había
arrogancia en su desdén y rigor en su impasibilidad”, lo que es bastante flojo y no quiere
decir absolutamente nada.
La originalidad es un esfuerzo incesante. Consiste en decir mejor, en decir
enérgicamente, en buscar la palabra propia, en encontrar la imagen nueva. Quien posea
esa cualidad, por más que escriba de cualquier manera, siempre será escritor, a despecho
de los cursos de literatura, de la gramática y hasta de la ortografía.
(1) ¿Hay alguna dulzura que no sea afectuosa y alguna bondad que no sea verdadera?
(2) Entretanto, sobre el lomo del llano líquido
Se eleva en grandes borbollones una montaña húmeda.
(3) Me complazco en criar aún
LECCIÓN SEXTA
La palabra después es inútil y queda en el aire. No agrega nada, ninguna idea, ningún
matiz.
La obligación de ser concisos no significa que haya que cortar las alas a la fantasía y
a la imaginación y a renunciar al color o a la magia de las palabras; pero es necesario que
esas palabras sean magníficas; pues si son inexpresivas, incoloras y vulgares, como:
timidez, mal genio, tormento, pasión, embriaguez, terror, llama, furor, odio, etc., resultan
inútiles y hay que suprimirlas.
El último ejemplo. Lo tomo de un autor contemporáneo que pasa por escribir bien.
Si el lector suprime todo lo que vamos a poner en bastardilla como similar, repetido o ya
dicho, verá que lo que queda del fragmento puede constituir un estilo bastante aceptable.
Su viejo amigo el doctor, le aconsejó un aire más suave, un clima más cálido,
un cielo más puro, una luz más tibia, una residencia más calmante. El invierno es
riguroso, áspero, muy duro en las costas de Bretaña, a lo largo de aquellos acantilados
abruptos, en aquel frío país del norte. ¡Sería tan bueno, tan reconfortante, un rayo
de sol meridional! Pero el doctor hablaba fácilmente... Su enfermo es un
sacerdote, un servidor del altar, obligado a un servicio piadoso, que no puede
abandonar su puesto, desertar de su deber, abandonar la casa de Dios donde sus ovejas
van a agruparse, a reunirse, a calentarse. ¡Cuántos obstáculos y dificultades para
viajar! ¡Cuántos detalles imperceptibles para nosotros, pero penosos, alarmantes,
inquietantes y dolorosos para un sacerdote! ¿Puede él recorrer los hoteles, sentarse
a las mesas redondas, vivir en una habitación extraña, oír las conversaciones
insolentes, aventurar su gran edad y sus cabellos blancos en medio de esas colonias
mundanas en que cada uno hace alarde de lujo, de animación y de frivolidad, de
elegancia?
Sí, hay reglas generales, pero hay también excepciones. Estas son cuestión de tacto,
y dependen de las circunstancias. Las reglas generales resumen los preceptos del arte de
escribir.
Para evitar las repeticiones se puede recurrir a los sinónimos.
Una discusión sobre los sinónimos no tendría ninguna utilidad. En absoluto, puede
decirse que no hay sinónimos, pues las palabras a que damos ese nombre no expresan las
mismas ideas.
Es necesario proscribir también del estilo lo que yo llamaría los parásitos, esas
conjunciones de que se abusa para llevar a las transiciones de frases, como: en efecto, por
lo demás, ciertamente, por otra parte, por el hecho, en definitiva, por un lado, ahora bien, a decir
verdad, la verdad es, por su parte, seguramente, etc., etc.
Las frases deben ligarse no con ataduras ficticias, sino por la lógica de la idea, por
la fuerza del pensamiento. Deben ir lado a lado, indisolubles, sin aparentar haber sido
atadas. Hay casos, bien entendido, en que esas conjunciones son indispensables y causan
el mejor efecto. Sólo protestamos contra el abuso.
La concisión puede aprenderse no solamente a fuerza de trabajo, sino, sobre todo,
por la lectura de los escritores clásicos. Pascal y La Bruyére, son, a ese respecto, muy
aprovechables, y, entre los más modernos, Gustavo Flaubert, sobre todo en sus Tres
cuentos.
(1)Hemos dicho, en la lección anterior, que es necesario emplear la palabra propia, exacta, imaginada,
en relieve, y no la palabra vulgar y la frase hecha. Esos consejos, para lograr la originalidad, abarcan, pues,
implícitamente la precisión, la corrección, la claridad, la exactitud, la naturalidad, etcétera, cualidades que
me ha parecido inútil hacer figurar aparte.
En la presente lección, es también evidente, que la concisión encierra en sí la sobriedad, la
temperancia, la fuerza, el brillo, etc.
LECCIÓN SÉPTIMA
LECCIÓN OCTAVA
Así como las palabras, según sus sonidos y sus combinaciones, producen una
armonía general que domina el estilo, también la construcción de las frases produce una
armonía general que domina el estilo y le da su cadencia, su modo definitivo.
Una frase tiene cadencia, cuando está construida y se desarrolla en un ritmo amplio,
según las exigencias de la respiración.
Un período es una frase dividida en varios miembros (los que pueden subdividirse en
frases e incidentes), y cuyo sentido completo está suspendido hasta un último y perfecto descanso.
La construcción de las frases es el secreto del arte de escribir. Como hay una
infinidad de maneras de construir las frases, y eso depende de los giros del espíritu
personales, sería muy difícil dar consejos detallados. Tenemos, pues, que limitarnos a
señalar algunos principios generales que expliquen la mayoría de los casos.
Cualquiera que sea el asunto que se trate, no hay que creerse obligado a escribir
siempre largos períodos. Tampoco debe adoptarse como norma un estilo de frases largas,
ni un estilo de frases cortas. Sólo la mezcla es lo que produce la variedad. Es muy
agradable descansar el espíritu en frases breves, después de haber leído frases
majestuosas.
Sin embargo, un estilo amplio y sostenido, será siempre más agradable, más
elevado, más apreciado que un estilo de corto aliento.
El período constituye el mecanismo más sabio del arte de escribir. Es como un
tronco de caballos; el que guía no debe perder las riendas de ninguno de ellos, debe
hacerlos ir siempre en línea recta hacia el destino prefijado, mantener los incidentes
rebeldes, alinear bien sus regímenes, conservar la claridad y la lógica, prodigando las
imágenes a través de los estorbos del camino.
No hay gran utilidad en explicar las diversas formas que puede tomar un período.
Es bueno, sin embargo, que el lector, que las conoce tan bien como nosotros, tenga ante
sus ojos algunos ejemplos de períodos con ayuda de los cuales podrá controlar al alcance
de nuestros consejos.
Cualquiera que sea la indiferencia de nuestro siglo por los talentos que los honran
—hace, al menos, justicia a los que ya no existen. (Thomas).
El que reina en los cielos, y de quien dependen todos los imperios, y a quien solamente
pertenecen la gloria, la majestad y la independencia — es también el único que se glorifica
de hacer la ley a los reyes y de darles, cuando le place, grandes y terribles lecciones. (Bossuet).
Estaba atacado de una de esas fiebres terribles, las que es necesario, para
darse cuenta de su violencia extraordinaria, haber tenido uno mismo.
Estaban más brillantes de caridad que los cirios que llevaban en sus manos.
Se creería que un cirio puede ser brillante de caridad. Construyendo mejor esa frase,
habría podido decidirse sin anfibología:
La caridad daba a sus caras más brillo que el del cirio que llevaban en sus
manos.
“Que no haya nada duro ni brusco en la caída del período, ha dicho Quintiliano; ahí
es donde el espíritu respira y descansa; es la pausa del discurso”.
La mayoría de los escritores de nuestra época han perdido el gusto de las bellas
construcciones clásicas, sabias fórmulas de la frase bien hecha. Abusan de los incidentes
de una manera deplorable. En vez de cuidar la arquitectura de una frase, como Flaubert
ha sido uno de los últimos en hacerlo, con una conciencia a la que la crítica debe hacer
justicia, prefiere hacer desfilar los incidentes de modo que las frases estén recargadas de
palabras y resultan largas sin estar equilibradas. Tienen un defecto de proporción y una
falta de lógica a los que cuesta acostumbrarse cuando se lee con frecuencia a los grandes
escritores clásicos. Se afecta desdeñar la forma para no ocuparse más que de la sensación.
Los de Goncourt, sobre todo, han sido los más audaces desarticuladores del antiguo
estilo; todo lo han triturado.
El estilo actual, hablando en términos generales, es el resultado de la evolución del
arte de escribir desde hace tres siglos. Por otra parte, cada uno escribe como puede y
como quiere, puesto que el estilo es la expresión individual del pensamiento.
Sin embargo en un libro como el nuestro, en un libro de teorías y de demostraciones
es preciso aconsejar ir a la fuente, a la unidad, a la tradición de la lengua, a los
procedimientos lógicos y clásicos del verdadero gran arte de escribir.
En resumen: la proporción, el equilibrio y la lógica son los que determinarán a priori
la armonía de una frase, y cuidando, sobre todo, los finales es como se obtendrá el efecto
musical completo.
Si en un primer miembro se han puesto dos o tres adjetivos, es necesario poner,
igualmente, dos o tres en el segundo. Si no se hace así, el estilo tiene algo de aventurado,
de indeterminado.
Cuando se quiere balancear el equilibrio de las palabras, existe el peligro de agregar
palabras inútiles o inexpresivas. Ese es el peor defecto, pues vale más ser disonante que
huero y vulgar.
Los miembros de frases, el número de los verbos o adjetivos deben siempre
responderse y corresponderse, y los finales de las frases deben terminar musicalmente.
También hay que evitar las disgresiones y los paréntesis. Por disgresiones entiendo
las desviaciones que puede tomar una idea principal pasando demasiado bruscamente
de un objeto a otro.
Una frase es un pensamiento principal. Para ser fiel al sentido, a la lógica, a la
armonía, es necesario que los accesorios no la disminuyan y no la hagan nunca perder de
vista.
Los paréntesis perjudican igualmente a la armonía de las construcciones.
Sobre todo, no se agregue nada a las frases, cuando han terminado, como en este
ejemplo dado por Blair.
Este último miembro está colocado para redondear la frase; en realidad, es inútil,
pues no agrega nada.
Hay un segundo género de armonía propio de los escritores que no la buscan
precisamente en las palabras y en la fisonomía de ellas. Esa armonía es el resultado único
de la cohesión. En general, cuando no se puede suprimir una palabra de una frase y éstas
están estrechamente ajustadas, el estilo resulta armonioso por la única fuerza de la
concisión. Así escribieron Montesquieu, La Bruyére y Pascal.
La armonía forma parte del gusto de escribir. No es una cosa absoluta y matemática.
El arreglo, la ordenación de los sonidos se hace a medida que se escribe, la elección de las
palabras majestuosas o musicales se produce instintivamente. El don de l armonía viene
a medida que se va teniendo y se relee. La cadencia de una frase es asunto de
construcción.
Para juzgar si se ha obtenido el equilibrio musical, hay que leer en voz alta lo que
se ha escrito. Entonces se verá si la respiración es fácil y el oído queda satisfecho.
Es necesario tener presente que la armonía no es una cualidad más que cuando se la
asocia a las demás cualidades del estilo.
Debemos desear la armonía, debemos buscarla, cultivarla; pero nunca a expensas
de la vida de lo que escribimos, del relieve, de la observación, de la originalidad. Debe
ser una cualidad, digámoslo así, de complemento. Hay que colocar ante ella el valor de
la idea y la cualidad de las palabras.
Los autores cuya lectura será más provechosa a ese respecto son Chateaubriand,
Bossuet, Buffon y Flaubert.
LECCIÓN NOVENA
LA INVENCIÓN
LA INVENCIÓN
LECCIÓN DÉCIMA
LA DISPOSICIÓN
LECCIÓN UNDÉCIMA
LA ELOCUCIÓN
¿Queremos decir que todo el mundo puede o debe escribir así? No; pero todo el
mundo está obligado a no escribir vulgarmente y a hacer lo posible para escribir con
relieve. ¿Cómo puede lograrse?
Trabajando, volviendo a empezare, buscando, retocando; buscando el relieve, sin
perder de vista la concisión, condición tan importante como la creación de las imágenes
y la vivacidad de los giros. Para expresar las mismas ideas de un modo más intenso,
trátese de ser más brutal, de decir las cosas más crudamente, de sacar la idea de su
envoltura literaria y retórica. Téngase la audacia de emplear las palabras salientes. Es
mejor la barbarie que la sosería.
Pruébense palabras inesperadas; inténtese acoplar epítetos disparatados; a veces
dan efectos sorprendentes; cámbiese el adjetivo en adverbio, el verbo en sustantivo y
recíprocamente. Si hemos escrito: “Ahogó un sollozo convulsivo”, póngase: “Lloró
convulsivamente”. Si hacemos enumeraciones de verbos, reconstruyamos la frase
sustantivamente, y tendremos: “Las complacencias de su pensamiento”, en lugar de: “Se
complacía en pensar”; “La inmolación precoz de su corazón”, en lugar de: “Inmolaba
precozmente su corazón”; “La dependencia”, en vez de “Dependía”, lo que también nos
dará: “Su servidumbre”. Ténganse presentes, sobre todo, en el espíritu, una multitud de
palabras, como están en un globo los números de la lotería; las tres cuartas partes
servirán, no solamente para ser empleadas, sino también para hacernos descubrir otras.
Hay que revolver todo eso para que la idea que queremos expresar se agite en una
efervescencia constante. Esa efervescencia, esa afluencia de palabras y de imágenes, la
proporcionará la lectura.
El principal medio de obtener la variedad del estilo, o de mejorarlo, consiste en
refundir la materia por la sustitución de las palabras y la transposición de los epítetos.
Ensáyese la inversión de las relaciones; eso da combinaciones agradables e
inesperadas. Dante habla del “sol que se calla”; se encuentra en él un sitio “mudo de luz”,
una “claridad ronca”. Ese artificio del estilo, dice Rivarol, no es más que un cambio feliz
de palabras que nuestros sentidos hacen entre ellos: la vista juzga del sonido diciendo:
un sonido brillante; la garganta, de la luz, diciendo una “claridad ronca”.
LECCIÓN DUODÉCIMA
He ahí las correcciones hechas en un primer bosquejo, el que, a su vez, sufrirá otras
y otras, hasta llegar al mayor grado de perfección posible.
Una vez escrita la segunda inspiración es necesario dejarla reposar, para volverse
ocupar de ella lo más tarde posible, cuando la materia ya esté fría. Entonces se hace en el
segundo bosquejo la misma operación que en el primero. No hay que olvidar que lo que
forma la magia del estilo es la condensación, la fuerza, el ajuste, la originalidad, el relieve,
cualidades que no se obtienen más que por retoques y refundiciones sucesivas y por una
poda continua.
Simplifíquense aún las fórmulas, calcúlense las expresiones, muéstrese más vigor,
no se deje pasar nada de lo que pueda parecer vulgar. Véase bien si, en cada palabra, no
se podría poner una locución más fuerte. Piénsese en el valor de los verbos y los
sustantivos que engrandecen el estilo de Bossuet. Búsquese la palabra justa, ahóndese la
idea para ver si hay, en el fondo de ella, algo que aun no se haya visto o dicho. No se
abandone una frase hasta que se le haya dado toda la perfección posible por el ajuste, el
brillo, la naturalidad.
Cuando ese trabajo esté terminado y recopiado, juzgaremos si no hay que hacer un
tercer esfuerzo, y casi siempre sentiremos la necesidad de hacerlo.
Entonces habrá que examinar cosas más generales: el equilibrio del fragmento, la
variedad de los giros, la fluidez, la armonía definitiva. No se aprecia bien un fragmento
más que cuando en él no hay enmiendas ni tachaduras. Por eso es muy bueno, para
desorientar al autor, que la obra retocada sea copiada por mano ajena. Por eso Balzac
corregía su estilo en las pruebas. Como la nitidez de lo impreso hace resaltar los defectos
de ejecución, le obligaba a ver que su trabajo no estaba a punto, y no tenía más remedio
que retocarlo.
Vigílese la factura general, revéase el conjunto, compruébense sin cesar las
repeticiones. Tener talento es comprender que se puede hacer mejor, y poseer los medios
intelectuales de realizar la perfección que se sueña. Los verdaderos artistas no se
desalientan, y esa perseverancia es la que constituye la piedra de toque del estilo. Un
estilo es bueno cuando ya no se le puede retocar más; una frase es definitiva cuando no
se la puede rehacer.
El límite de ese esfuerzo es evidentemente individual. La exigencia se detiene donde
termina el talento. Mi prosa me parece excelente, pero otro puede corregirla. Cada uno
escribe según sus medios. Las operaciones del espíritu son las mismas para todos; pero
no todos tienen el mismo talento. La unanimidad de admiración y la impotencia universal
para concebir otro estilo, son, por decirlo así, la consagración de ese estilo. El mejor
escritor no podrá mejorar el estilo de Pascal. Se puede desafiar a cualquiera a que agregue
o quite una sola palabra. La característica de lo bello consiste en que es indestructible.
Para saber si tenemos el derecho de estar satisfechos de nuestro trabajo, busquemos
un maestro esclarecido, un amigo clarividente, leámosle nuestra obra, sometámosla a sus
juicios, escuchemos sus consejos y hagamos los cambios que nos indique.
Ningún escritor, salvo los grandes genios, llega a verse a sí mismo. Los mejores
espíritus no están en condiciones de juzgar sus propias obras. Un crítico sincero es un
tesoro precioso. Debemos considerarnos dichosos si lo encontramos.
No seamos rebeldes a los “peros” que se nos pongan. La marca del talento consiste
en la mayor o menor aptitud de distinguir los defectos que se nos señalan.
La docilidad a los consejos de otros prueba la amplitud del espíritu, el sentido del
oficio y la inteligencia, pues nada cuesta tanto como sacrificar lo que se ha escrito y cortar
lo que se creía bueno.
LECCIÓN DÉCIMOTERCERAA
DE LA NARRACIÓN
LECCIÓN DECIMOCUARTA
DE LA DESCRIPCIÓN
LA OBSERVACIÓN DIRECTA
LA OBSERVACIÓN DIRECTA
Es la copia tomada sobre el terreno, con el lápiz en la mano. Tenemos que pintar un
paisaje, un río, una puesta de sol, un sitio cualquiera. Pues vamos allá y tomemos notas;
pero no solamente notas fotográficas, la vista de las cosas y los colores, sino también la
impresión que sentimos, nuestra melancolía, nuestro estado de alma. Nada vale la
elocuencia, la intensidad de una cosa vista y anotada sobre el terreno. Vueltos a casa,
recopiemos y ordenemos las notas, y demos al croquis su significación total, sintética,
general.
El mismo procedimiento debemos emplear para un personaje, una figura, un
carácter. Se les compone recogiendo los rasgos que se oyen, que se sorprenden, que se
ven.
Los detalles que debemos preferir, dependen de nuestro carácter y de la sensación
que queremos dar.
La mejor descripción no es la que incluye más cosas, sino la que da la sensación más
fuerte. No se trata de acumular detalles; se trata de dar los más salientes, los más
enérgicos, los más definitivos. La intensidad está en la calidad y la elección de lo que se
dice. Hay que elegir los rasgos en relieve que sean de una observación interesante,
inesperada, que formen imagen y cuadro, y que muestren lo más verdadero y menos
notado, lo más visible y lo más sorprendente.
Hay dos clases de descripciones: la que condensa las cosas y se contenta con decir
poco y elige los detalles más fuertes, al modo de Homero, y la que acumula, junta,
multiplica desarrolla y amontona. Esta es a la que se ajustan los procedimientos de los
líricos, de los imaginativos: Víctor Hugo, Teófilo Gautier, Barbey d’Aurevilly, Emilio
Zola, etc.
La condensación y la sencillez producen más efecto que las amplificaciones
sistemáticas.
Cuando Turgueneff, el escritor ruso que ha hecho tan admirables descripciones,
para expresar la inmovilidad de la muerte, nos describe el cadáver expuesto sobre su
cama, los ojos entreabiertos, con “una mosca que se pasea entre sus pestañas”, se tiene
una sensación de la muerte tan profunda como si hubiera empleado una página entera
en describirla.
En una palabra, el arte de describir consiste en la elección de ciertos detalles
sorprendentes, en ciertas ideas escogidas y en relieve. No hay que buscar muchas, pero
es preciso quererlas fuertes, y para que sean fuertes, no basta con que sean observadas;
hay que tratar de reforzarlas dándoles valor, aislándolas, empujándolas, dándoles realce.
Una idea mediana, una sensación común, pueden causar grandes efectos cuando se las
sabe subrayar. En Homero es donde hay que preparar ese arte de preparar el relieve.
Resumimos.
Para describir bien, es necesario hacer vivir, pintar en relieve, con la realidad. Para
lograr eso es preciso observar bien, y para observar bien, se debe copiar del natural, sobre
el terreno.
La observación directa, es el primer género de observación.
Pasemos ahora a la observación indirecta.
LECCIÓN DECIMOSEXTA
LA OBSERVACIÓN INDIRECTA
Si hay pasajes, sitios y cosas que se pueden copiar sobre el terreno, hay otros que no
están ante los ojos, o que ni siquiera existen.
Por un esfuerzo de imaginación podrá pintarse lo que no existe, y por un esfuerzo
del recuerdo podrá describirse lo que ya no tenemos ante nuestra mirada.
I. DESCRIPCIÓN IMAGINADA
Si queremos pintar algo que no henos visto, tenemos que ayudarnos con lo que
henos visto, recordar todo lo que pueda relacionarse con nuestro asunto, y dar por
verdaderas las apariencias de la verdad a lo que no lo es. Tendremos que ir a buscar las
ideas y las sensaciones en las situaciones análogas, adaptando a nuestro asunto lo que ya
se ha observado.
En Salambó, ha reconstruido Flaubert una ciudad que ya no existe, y sobre la cual
hay muy pocos datos. Pero hay cosas eternas, siempre las mismas, similitudes de asuntos
en la historia de los pueblos, ciertas reconstituciones análogas: la naturaleza que no
cambia, los ejércitos y los campos antiguos sobre los cuales existe documentación; sitios
conocidos, hechos asimilables; las batallas, los aspectos actuales de ciertas ciudades de
África, ciertos estados de civilización estancados. En este caso se observa con lo verdadero,
en nombre de lo verdadero, evocándolo, tratando precisamente de dar a los demás la
sensación de que no se ha imaginado y que debe ser así.
La fuerza de las descripciones como la de Flaubert, a que acabamos de referirnos,
reside, pues, en la evocación verdadera y real. Entendida así, la descripción por observación
indirecta, puede alcanzar el mismo efecto que la descripción sobre el terreno, o que la
descripción por recuerdo, de que vamos a hablar.
Hay espíritus rebeldes a la anotación inmediata, que no saben retener ni elegir nada,
de momento, y sólo después recuerdan el aspecto y los detalles. Todo les vuelve a la
imaginación en cuanto las cosas o los paisajes no están ya ante sus ojos.
Sea por necesidad o por gusto, desde el momento que ya no estamos ante el asunto
de nuestra descripción, tendremos que evocarlo. No tendremos ya la visión inmediata,
pero trataremos de resucitarla por la evocación y no la pintaremos hasta que la ilusión
sea completa, es decir, cuando la tengamos presente en la imaginación y la veamos, por
decirlo así, sobre el terreno, con los ojos del espíritu. Los detalles se nos presentarán
sorprendentes, claros y destacados, con el relieve de una cosa vista en aquel momento.
Ciertos cerebros son acumuladores que almacenan y guardan las impresiones.
Si no se copia rigurosamente la realidad, sea por evocación o por la observación
inmediata, se corre el riesgo de caer en lo pedestre, en la composición ficticia y artificiosa.
Como los de la llamada escuela realista han aplicado este método utilizándolo para
pintar exclusivamente lo trivial, lo bajo y lo repugnante, se confunde este procedimiento
con su escuela y se nos acusará de ser realistas. Se nos dirá: “Usted aconseja la fotografía
material. Pero ¿dónde quedan la imaginación, la fantasía, la moralidad, lo bueno y lo
bello?”
Contestaremos: lo censurable es la elección del asunto, el propósito de no tratar más
que lo malo y lo vulgar. Descríbase lo que es bueno, lo que es bello, lo que es moral, lo que
es elevado y noble; pero descríbase con ese sentido de lo real y de lo verdadero, fuera del
cual nada es durable.
Una descripción no debe nunca parecer imaginada. Este es el gran principio.
Pongamos en ello nuestro corazón, nuestros alientos, nuestras reflexiones morales,
nuestras aspiraciones imaginativas; rehabilitemos el ideal, despreciemos la bajeza y el
vicio; pero seamos fieles a ese arte de describir exactamente, fotográficamente y en
relieve, que ha hecho de Pablo y Virginia una obra maestra de verdad, y un libro
magníficamente ideal.
Dos escollos deben evitarse en la descripción; la vulgaridad y la fantasía, o , mejor
dicho, el exceso de fantasía.
La imaginación es una loca y hay que guiarla, contenerla, utilizarla como un
instrumento, pero no emplearla por sí misma, haciendo de ella el objeto de la inspiración
y del arte de escribir. Si no se la dirige se acostumbra uno a no escuchar más que a ella,
se hacen fuegos artificiales, en una palabra: se hace fantasía, y, para poder brillar en la
descripción, no se llega ni siquiera a señalar lo que se describe.
Evítese a todo transe ese género de descripción, porque tiene todos los defectos de
la imaginación y ni una sola de sus cualidades.
La verdad no está ahí; el verdadero camino del arte está en Homero.
Se le reprocha a la descripción en relieve, el colocarlo todo en primer término, el no
tener perspectiva. Es el defecto de Homero (si eso es defecto). Más vale caer en ese
inconveniente que describir largamente. La descripción larga ahoga las cosas en vez de
hacerlas resaltar.
Alfonso Daudet puede servir de ejemplo en este punto. Sus Cartas de mi molino, sus
Cuentos, y El Evangelista son modelos de fusión descriptiva.
La descripción continua no puede admitirse más que en los relatos de viajes.
LECCIÓN DECIMOSÉPTIMA
LAS IMÁGENES
Vamos a ocuparnos ahora de las metáforas, o más bien, de las imágenes, porque la
metáfora es siempre una imagen.
La metáfora consiste en transportar una palabra de su significado propio a algún otro
significado, en virtud de una comparación que se hace en el espíritu y que no se indica. Es una
transposición por comparación, instantánea.
Si, hablando de Condé, decimos: Ese león se lanza, hacemos una metáfora. Pero, si
decimos: Condé se lanza como un león, hacemos una comparación.
Cuando el profeta rey dice al Señor: Vuestra palabra es una lámpara ante mis pasos,
hace una metáfora; si hubiera dicho: Vuestra palabra alumbra mis pasos como una lámpara
con su luz, habría hecho una comparación.
La metáfora es una imagen resultante de una comparación tácita. Pero una imagen no es
siempre una metáfora.
La imagen es una manera fuerte de escribir, una manera de hacer más sensible un
objeto.
Cuando Bossuet dice que los hombres “iban hundiéndose en la iniquidad”, no hace
una comparación; dice de una manera más fuerte, pintoresca, que los hombres eran más
malos cada día. Pinta a la iniquidad como un abismo al que el hombre desciende por
grados.
Al contrario, este verso de Delavigne: “La vida es un combate cuya palma está en
los cielos”, es una imagen que encierra una comparación.
La metáfora forma parte del estilo mismo, y es inherente no sólo al estilo, sino
también al lenguaje. No se puede escribir sin hacerlas, y hablando se hacen a cada
instante.
He aquí algunas de las metáforas más o menos felices, y que oímos y decimos con
mucha frecuencia:
Ardiendo en cólera.
Volar al combate.
Abordar fríamente.
Hablar con sequedad.
Plantar una bandera.
La penetración del espíritu.
La rapidez del pensamiento.
La dureza del alma.
La ceguera del corazón.
El torrente de las pasiones.
El fuego de la juventud.
La primavera de la vida.
La flor de la edad.
El invierno de la vida.
El peso de los años.
Embriagado de gloria.
Helado de espanto, etc.
Esas son metáforas más o menos felices, y son, también, otras imágenes. La gran
fuerza del estilo reside en las metáforas y, para simplificar, en las imágenes.
La ciencia de escribir no consiste toda en la imagen; pero la magia del estilo, su color,
su brillo, su efecto, su vida, están seguramente en la imagen.
No conviene abusar de las metáforas porque, a la larga, fatigan, como una
ornamentación recargada; pero no debe tenerse el temor de multiplicarlas. Sígase el
consejo de Buffon, quien ha dicho muy bien, sobre el estilo: “Que cada pensamiento sea
una imagen”.
Hay metáforas atrevidas, las que se toman de objetos nada parecidos a los que se
quiere expresar, como si llamáramos al trueno la trompeta del cielo. No se pueden hacer
pasar semejantes metáforas como no sea con la ayuda de un: por decirlo así, o de cualquier
otro giro.
Evítense las imágenes (o metáforas):
1°Cuando son forzadas, tomadas de lejos, y cuya relación no es bastante natural, ni
la comparación bastante sensible. Así es como un poeta llama al césped los cabellos
de Ceres.
2°Cuando están tomadas de objetos bajos o repulsivos.
3°Cuando los términos metafóricos se emplean sin guardar relación entre sí.
La alegoría no es, con frecuencia, más que una metáfora continuada por una serie de
rasgos, que deben empezar y terminar con la frase.
La imaginación es la que nos hace encontrar las imágenes; pero como es una
desordenada, no debemos dejarnos llevar por ella, pues podría hacernos caer en lo
grotesco o en lo incoherente.
Las imágenes son como esos meteoros que embellecen las noches de verano y rayan
en el cielo puro: deben ser numerosas, brillar y apagarse pronto.
Por la metáfora o la imagen se da cuerpo y color a las cosas más abstractas y se
presentan los objetos sensibles bajo los rasgos más enérgicos o los más graciosos. La
metáfora personifica las pasiones, presta reflexión a los animales, da sentimiento y acción
a las cosas inanimadas.
La claridad y la verdad de las imágenes dependen de la mayor o menor relación
que exista entre un sentimiento o una idea y el objeto físico a que se las compara.
Una imagen es fuerte cuando encierra a la vez una imagen y una metáfora.
LECCIÓN DECIMOCTAVA
La tea de la discordia.
La antorcha de la sedición.
El torrente de la democracia.
Las tinieblas de la ignorancia.
La espada de la ley.
La balanza de la justicia.
La pérfida Albión.
La moderna Babilonia.
La tiranía (o la esclavitud) de las pasiones.
La venganza divina, etc.
En otros términos, es preciso renovar las imágenes; porque sin eso, el estilo no será
más que el vestuario de una retórica hecha jirones a fuerza de haber servido a todo el
mundo.
Es un arte crear imágenes; su originalidad y su vivacidad dependen evidentemente
de la imaginación personal de cada uno; pero hay una especie de imágenes que se puede
acostumbrar a descubrir más fácilmente que otras.
Un procedimiento excelente para encontrar imágenes consiste en empujar la idea, en
exasperarla ex profeso. Loe ermitaños antes, en el desierto, se lamentaban y lloraban a
gritos sus grandes faltas. Empujando la idea se puede encontrar, tal vez, esta frase
espontánea de Bossuet: “Rugían su penitencia”.
La aplicación del espíritu, el esfuerzo del trabajo, pueden hacernos descubrir ciertas
imágenes. Una imagen es una relación de comparación en la que hay que tener la
presencia de espíritu de pensar. Esa relación varía hasta lo infinito, según el cerebro que
piensa y el ojo que mira. Para eso hay que leer a los escritores que emplean muchas
imágenes, aunque no tuvieran más que ese solo mérito. A fuerza de comprender sus
metáforas, se encuentran del mismo género o aproximadas. Puede ser que en el primer
bosquejo pongamos pocas; pero rehaciendo el trabajo las iremos aumentando, pero el
trabajo vale con frecuencia la inspiración.
Si pinto un río en otoño y comparo los álamos envueltos en la bruma a las “arañas
de la iglesia, los días de semana”, será una hermosa imagen del género de las que se
pueden encontrar con talento y disposiciones imaginativas. Tal vez haya recordado, sin
querer, lo que dice Chateaubriand cuando compara el sol poniente a “la araña que
desciende cuando el espectáculo ha terminado”. Uno de los frutos de la lectura bien hecha
es el de proporcionar por transposición cosas similares a las que nosotros agregamos algo
nuevo.
He ahí una imagen que puede ayudar a muchos poetas; y tal vez Heredia la ha
recordado inconscientemente cuando ha escrito: “El sol... cierra las varillas de oro de su
rojo abanico”.
En resumen: en el arte de crear imágenes hay que recordar dos consejos:
Primero, que hay que demostrarse difícil en su calidad para evitar el mal gusto.
Segundo, que hay que acostumbrarse a no retener más que las imágenes verdaderas,
es decir, metáforas que, en vez de solicitar la imaginación, se impongan a ella.
La lectura de Chateaubriand, de Bernardino de Saint Pierre, de Víctor Hugo y de
Leconte de Lisle será muy provechosa a este respecto.
LECCIÓN DECIMONOVENA
EL DIÁLOGO
La cuestión del diálogo ocupa, en el arte de escribir, casi tanto lugar como la
descripción. No es raro introducir en una narración personajes que hablan; el movimiento
de una acción depende por completo de eso muchas veces. Hasta puede tratarse un
asunto completamente en diálogo, sin escribir para el teatro.
El arte del diálogo merece, pues, algunas reflexiones generales a falta de un estudio
profundo, que nos llevaría demasiado lejos y correspondería más bien al arte dramático.
No hay nada más difícil que el diálogo. El buen diálogo es lo último que se aprende.
Es casi un don. Exige cualidades de movimiento, de rapidez, de elegancia concisa, que
constituyen precisamente la vocación dramática.
Hay dos clases de diálogos: uno literario, construido, fraseado; el otro, que es la
reproducción fotográfica de la palabra hablada, con sus giros imprevistos, juguetón,
febril. Nada es más difícil que equilibrar esos dos extremos, pues los novelistas que han
tenido buen éxito en el diálogo de sus libros, como Flaubert, Daudet, Goncourt, nunca lo
tuvieron en el teatro, donde triunfaron Scribe, Feulliet, Sardou, Dumas, hijo, Augier. Hay
en esto razones de ejecución que sería curioso estudiar en una obra especial. Nosotros no
examinaremos, ahora, más que los medios para alcanzar la buena calidad del diálogo.
En general, el diálogo no puede tener la vivacidad, la vida, la ilusión de la verdad
si está escrito en el mismo estilo de la narración. Hacen falta otras frases distintas de las
de un libro o de un fragmento literario; frases concebidas de otro modo, más cortas, más
cortadas. Es necesario que cada personaje diga pocas cosas a la vez, por la razón de que,
en una conversación, cada uno quiere hablar y no escucha mucho tiempo a su
interlocutor. Salvo parlamentos necesarios y preparados, la respuesta rápida es lo que
forma el interés de un diálogo.
Aun concediendo muchas líneas a cada personaje, sigue siendo la calidad de las
frases lo que producirá el movimiento y la diversión del diálogo. Nada más opuesto al
verdadero diálogo que los pretendidos Diálogos de los muertos de Fontenelle y de Fénelon.
Aquello es retórica fría e inexpresiva, una serie de frases literariamente escritas, puestas
por fórmula en boca de algunos personajes convencionales. Entendido que es un género,
una serie de fragmentos demostrativos que no tienen nada de común con la conversación
hablada, una forma antigua de composición que permite desarrollar una tesis
exponiendo razones en pro y en contra. Tales son los Diálogos de Platón, el Tratado de los
deberes de Cicerón.
Esas obras pueden ser comprendidas con el nombre general de diálogos filosóficos,
imitación de los famosos Diálogos de Luciano, que entre otras cualidades, poseía la réplica
endiablada y la impetuosidad continua.
En la fotografía pura y simple de la conversación hay que evitar un escollo: la
tosquedad, la bajeza, la trivialidad.
No debe haber nada de construcciones de frases, nada de molde literario;
despréndase la frase para dejarle la espontaneidad, la viveza, la sátira y lo imprevisto de
la réplica; pero el diálogo debe ser manejado con tacto, con estilo; no el estilo narrado,
expositivo y aplicado, sino un estilo discreto, con intención de elocuencia, y en el que se
sientan las riendas sin ver la mano que las tiene.
Los diálogos de las novelas de Octavio Feulliet son modelos en este sentido, y deben
leerse siempre.
Los autores realistas acusan al diálogo de teatro de ser ficticio y convencional. Algo
de verdad hay en ese reproche; pero los diálogos de autores dramáticos como Sardou,
Dumas, hijo, Augier, Pailleron, Halévy, tienen el movimiento, la vida, la rapidez cortada,
precipitada y mordaz que causa ilusión.
Pero es mucha verdad que el diálogo de nuestros autores dramáticos
contemporáneos no es, con frecuencia, más que un diálogo de teatro en el que solo se
busca el efecto; en el que la respuesta se produce por la última palabra del interlocutor, y
no por la verdad del personaje y la lógica de los sentimientos; es un diálogo que no reside
más que en el esprit, que es lo único que se busca.
En Moliére es donde se encuentra el diálogo verdadero, humano, eterno, de todos
los tiempos, sin palabras de autor. Ábrasele al azar. Moliére. He ahí el genio.
En resumen: para tener buen éxito en el diálogo, es necesario castigar lo más posible,
buscar la concisión, variar los giros, preguntarse cómo se diría tal cosa en alta voz, colar
las frases en el molde hablado.
Si no se tiene la vocación del diálogo, disposición para dar brillo a las respuestas y
al espíritu escénico, que es lo que forma al autor dramático, es inútil escribir para el teatro.
Pero con trabajo y medianas aptitudes, se puede aprender a dialogar lo suficiente para
escribir novelas. Para eso hay que leer muchos diálogos de teatro y las obras de los buenos
autores, sobre todo Labiche, que es maravilloso en rapidez y naturalidad.
En general, el deseo de brillar perjudica al diálogo; el autor no se decide a
interrumpir a un personaje y mantenerlo dentro de la naturalidad, y el buen gusto es
víctima del esprit.
LECCIÓN VIGÉSIMA
No nos extenderemos mucho sobre el estilo epistolar y la carta. Ningún tema es, tal
vez, más inútil desarrollar, por la razón de que siempre se expresa bien lo que se siente,
porque nos es personal.
La prueba es que todas las mujeres escriben admirablemente las cartas.
“Ese sexo, dice La Bruyére, va más lejos que nosotros en ese género de escribir;
encuentran ellas en sus plumas giros y expresiones que, en nosotros, no son con
frecuencia más que el resultado de un largo trabajo y de una penosa búsqueda. Son felices
en la elección de los términos, que colocan tan acertadamente, que, por conocidos que
sean tienen el encanto de la novedad y parecen estar hechos únicamente para el uso que
ellas les dan... Si las mujeres fueran siempre correctas, me atrevería a decir que las cartas
de algunas de ellas serían tal vez lo mejor escrito que tenemos en nuestra lengua”.
Es evidente que La Bruyére, al escribir esas líneas no pensaba en la señora de
Sevigné, pues las cartas de ésta fueron publicadas después de la muerte de aquél. Los
que han tenido en sus manos mucha correspondencia femenina, saben que las mujeres,
en general, cualquiera que sea su clase y condición, escriben superiormente sus cartas.
Hay centenares de mujeres cuyas cartas merecerían ser impresas y asombrarían al
público. No hay que enseñar a las mujeres el estilo epistolar, pues lo saben por instinto.
Ellas son las que podrían enseñárnoslo a nosotros.
Los hombres tienen menos delicadeza, menos naturalidad; pero puede asegurarse
que todos saben escribir cuyo tema sienten.
Se concibe la enseñanza del estilo en general; pero la carta es algo especialísimo y
personal. En estas condiciones sólo se puede dar un consejo: leer muchos modelos. Sólo
la lectura de cartas enseña a escribirlas.
Siendo la carta una conversación por escrito, exige cualidades de buena
conversación y naturalidad por encima de todo. Debe ser natural, espontánea, ingenua.
Húyase, pues, en las cartas, de lo que pueda denotar trabajo, esfuerzo del período,
de la ciencia del estilo. Exprésese sencillamente, no con negligencia, sino con abandono.
Hay que escribir como se habla, con la condición de hablar bien; hasta es conveniente
escribir un poco mejor de lo que se habla.
“Me dices, escribe la señora de Sevigné a su hija, que creerías quitarme algo
puliendo tus cartas. Guárdate de hacerlo; las convertirías en piezas de elocuencia.”
Nada desagrada tanto en una carta como el deseo de querer brillar. Las cartas no
deben ser adornadas. Basta que sean correctas y estén escritas sin períodos ni cadencia,
con la facilidad del corazón. Déjese venir sólo el espíritu, la gracia, la anécdota.
En verdad, tengo mucha pena. Estoy precisamente como el médico de Moliére, que
se secaba el sudor por haber devuelto la palabra a una muchacha que no era muda. (Sra.
de Sevigné).
Recuerdo que mis rivales y yo, cuando estaba en París, éramos muy poca cosa,
grandes compositores de nada, pesando gravemente huevos de mosca en balanzas de
tela de araña. (Voltaire).
Cuando decimos algunas veces: No hay nada que arruine como no tener dinero, nos
entendemos perfectamente. (Sra. de Sevigné).
La señora de Sevigné dice, hablando de su vejez:
Por más que golpeo con el pie, no sale nada más que una vida triste y uniforme.
FIN
LA FORMACIÓN DEL ESTILO
POR LA
A. A.
CAPÍTULO I
La lectura puede ser considerada como la fuente misma de todos los procedimientos
de asimilación del estilo. Los engendra y los resume. Será, pues, la lectura el principio
general del método expuesto en este libro.
Leer, es estudiar línea por línea una obra literaria.
La lectura forma nuestras facultades, nos las hace descubrir, despierta las ideas, crea
y sostiene la inspiración. Por la lectura nacemos a la vida intelectual. Después de una
lectura es cuando uno se siente escritor. Nos revela a nosotros mismos. Enseña el arte de
escribir, como enseña la gramática y la ortografía.
La lectura es la más noble de las pasiones. Nutre el alma, como el pan nutre el
cuerpo. “Ese carcelero —decía Napoleón en Santa Elena, refiriéndose a Haudson Lowe,
que interrumpía sus paseos—, ese carcelero debería saber que el ejercicio es tan necesario
a mis miembros, como la lectura a mi espíritu.” Alfonso Karr ha llamado a la lectura:
“Una ausencia agradable de sí mismo”. Los grandes escritores han pasado la mitad de su
vida leyendo. “Nunca he tenido un pesar —dice Montesquieu— del que no me haya
consolado un cuarto de hora de lectura.” Un libro es un amigo con el que se puede contar
siempre.
La mayoría de los Manuales de Literatura insisten sobre la necesidad de la lectura.
Desgraciadamente no dan más que consejos superficiales. Según ellos, se debe leer a tal
o cual autor, según la inclinación que se sienta hacia tal o cual género.
Esa clase de consejos no tienen ninguna utilidad práctica, pues no creo que se saque
siempre provecho leyendo lo que se prefiere. El peligro de esa elección está en dejarse
guiar por la pendiente de los defectos que se tienen, más que por la necesidad de las
cualidades que se buscan. Tal vez se ganaría más tratando de saborear aquello que no
atrae. Además, esos consejos no enseñan el oficio de escribir.
He aquí el principio que se debe adoptar para leer con provecho:
Hay que leer a los autores cuyo estilo puede enseñar a escribir y dejar a un lado
aquellos cuyo estilo no enseña a escribir.
En otros términos: Hay autores de los que se puede, y otros de los que no se puede
asimilar los procedimientos. Es necesario leer los primeros con preferencia a los
segundos.
Los Cursos de literatura proponen muchos métodos: el análisis, la recopilación de frases
y expresiones escogidas, la recopilación de pensamiento notables, la lectura en alta voz, etc.
Por el análisis puede uno darse cuenta de lo que ha leído, pero eso no enseña a
escribir. Juzgar la producción de los demás, no hace a nadie capaz de producir. Hay
muchos críticos notables, expertos en matices literarios, que serían incapaces de dar
pruebas de talento como escritores. El saber apreciar es un arte; el tener estilo es otro arte
muy distinto.
En nuestro libro anterior: El arte de escribir enseñado en veinte lecciones, hemos visto
cómo debe hacerse el análisis literario para que sea de alguna utilidad. Debe tender a la
descomposición del talento y de los medios de ejecución.
La recopilación de frases escogidas es también un error. Antes, para enseñarnos el latín,
se nos imponían recopilaciones de expresiones escogidas, que no eran más que frases
hechas, puros clisés que, cuando más, sólo podrían servir para imitar un latín artificial.
Habría sido mejor un catálogo de frases originales. Lucrecio, Horacio, Virgilio y Tácito
podían proporcionarnos ejemplos de un lenguaje pintoresco, digno de ser estudiado.
Es preciso, por lo contrario, que la lectura sea una impregnación general, una
verdadera transfusión. Copiar frases, aun las más originales, no basta. Lo que hay que
buscar es asimilarse el tono, los giros, la sensibilidad, el procedimiento íntimo y oculto, que
hacen encontrar, precisamente, el género de bellezas que se admira.
El objeto de la lectura es, por lo tanto, madurar la inteligencia, producir una acción
refleja, fecundarnos, crear en nosotros las cualidades que notamos. Debe, en una palabra,
dar talento. Ya veremos en qué medida.
Estamos lejos de querer asimilarnos exclusivamente la parte artificial del estímulo.
Lo que buscamos es el fondo, y lo encontramos a través de la forma y por la forma misma.
Otro peligro de los cuadernos de expresiones, es que esterilizan la inspiración,
acostumbrando el espíritu a una manía de coleccionador superficial. La mayoría de los
profesores los condenan, y algunos Manuales proponen reemplazarlos por extractos de
pensamientos selectos, es decir, por una recopilación de consideraciones y de puntos de
vista. Se les dice a los jóvenes que lean con el lápiz en la mano y anoten lo que les admire.
No creo en la eficacia de ese método. Me parece tan esterilizante como el antiguo
cuaderno de frases. Es otra manera mecánica de amueblar la memoria. Uno de esos
Manuales propone un sistema consistente en copiar lo que han dicho los grandes
escritores sobre un asunto dado: la gloria, la virtud, el valor, etc. Hacemos notar que ese
trabajo ya está hecho en las tablas analíticas que completan ciertas ediciones clásicas. Nos
preguntamos qué provecho puede sacar un alumno de ese herbario filosófico. ¿Será capaz
de inventar pensamientos equivalentes cuando haya copiado los de los mejores autores?
Otros libros recomiendan, para desarrollar las disposiciones literarias, la lectura en
alta voz, por esa razón que el arte de leer supone al arte de sentir, y porque, para
comprender bien un texto, es necesario saber subrayar las entonaciones, los valores y el
tono. “Quién no sabe traducir de viva voz los pensamientos y los sentimientos de los
grandes maestros y hacer sensible a todos los oídos la armonía de su poesía o de su prosa,
prueba que no los entiende, que no los siente: el mejor lector, como el mejor actor
dramático, es el que discierne mejor las bellezas del autor. Para interpretarlo hay que
empezar por haber escrutado toda su profundidad y distinguido todos los matices”.
Esa teoría es insostenible. El arte de leer es un talento especial. Se puede leer mal y
sentir profundamente las bellezas de una obra. La timidez impide ser buen lector.
Muchos serían lectores, actores, cantantes y oradores, si tuvieran aplomo y si no se
avergonzaran del sonido de su voz. ¿Se puede decir de ellos que no sienten lo que pueden
expresar? Por otra parte, ¡hay tantas maneras de leer! La lectura monótona puede ser tan
atractiva como la lectura matizada.
“Para leer bien un libro —nos dicen también— hay que recogerse, ver si hay una
idea general que resuma la obra; trátese en seguida de desprender las ideas secundarias, a
fin de precisar el plan; véase si los desarrollos son naturales, si están lógicamente
deducidos; examínese cada capítulo, cada página, para ver la calidad de los
pensamientos, su valor y su profundidad”.
El consejo es bueno, a condición de no esperar de él ningún resultado. ¿En qué
puede formar el estilo ese método? Examínese un Rubens con ese procedimiento;
despréndase el pensamiento dominante, el plan, la composición, las proporciones, los
desarrollos, los detalles. ¿Se habrá aprendido a pintar? De ninguna manera. El diletante,
el filósofo, el crítico leerán con fruto de esa manera. El que quiere aprender a escribir
tendrá que leer de otro modo muy distinto.
De cualquier manera que se encare la lectura, es indispensable una cualidad: el
gusto.
El gusto es la facultad de sentir loas bellezas y los defectos de una obra.
Esta facultad no ha sido otorgada a todo el mundo, y rara vez se la posee completa.
Tiene sus excesos, sus arideces y sus irregularidades.
Literatos como Teófilo Gautier, no sienten admiración por Moliére. Otros, como
Lamartine, no comprenden a La Fontaine. Otros, como Flaubert, no comprenden a
Lamartine. Buenos escritores han detestado a Racine. Un poeta me ha dicho que
Bernardino de Saint Pierre escribía mal. Esas lagunas son frecuentes en los autores que
no admiten más que su método y sus procedimientos. En cierta época, la literatura
francesa repudiaba a Shakespeare y admiraba a Campistron.
El gusto supone sensibilidad, imaginación, espíritu, sentimiento y, sobre todo,
delicadeza.
Con razón ha dicho Diderot:
“Hay mil veces más personas en estado de comprender a un buen geómetra que a
un buen poeta; porque hay mil personas de buen sentido contra un hombre de gusto, y
mil personas de gusto contra una de gusto exquisito”.
El gusto ha tenido sus tiranías; ha impuesto leyes, reglas, un ideal de arte estéril a
toda una generación de artistas.
Para leer con discernimiento, es necesario tener gusto. Solo el gusto ilumina la
lectura y enseña las bellezas y los defectos. Pero, si bien es necesario al principio, no hay
que olvidar que la lectura, a su vez, lo aumenta y lo transforma.
“El gusto, dice Rousseau, se perfecciona por los mismos medios que la sabiduría...
El gusto es, en cierto modo. el microscopio del juicio; es él quien pone los objetos
pequeños a su alcance, y sus operaciones empiezan donde se detienen las del último.
¿Qué es, pues, necesario para cultivarlo? Ejercitarse en ver, lo mismo que en sentir”.
Ese ejercicio, es a la lectura a quien hay que pedirlo. Para eso la lectura debe ser
variada. Es necesario conocer el arte en todos sus aspectos para huir de las teorías
exclusivas y de los prejuicios de escuela.
Debemos persuadirnos de que no hay realismo ni idealismo, ni asuntos buenos ni
malos, y que, aparte de la moral, condición primordial de toda obra, la gran cuestión es
ésta: “¿Hay talento en una obra? ¿Por qué lo hay? ¿Cómo puedo aprovecharlo?”
Si nos cuesta leer un libro reputado como bueno, hagamos un esfuerzo.
Acostumbrémonos a comprender lo que no amamos, a fin de llegar a amar lo que no
habíamos comprendido. El espíritu tiene sus injusticias, sus parcialidades, sus
alejamientos instintivos.
El libro que no podíamos sufrir hace diez años, lo apreciamos hoy; y el que
admirábamos antes, ahora nos parece insípido.
La lectura superficial, incompleta, es un verdadero azote. Los verdaderos lectores
hablan gravemente, hasta de los libros que les desagradan. Sólo los falsos lectores hacen
los lectores difíciles. No olvidemos nunca la frase de Goethe: No hay una obra mala que no
contenga algo bueno.
Las bellezas literarias son fijas. Pero hay que reconocerlas a través de las formas
variables. Las costumbres de espíritu, los prejuicios de escuela, nos crean resistencias
injustas. Para comprender bien a un autor; para apreciar, por ejemplo, a nuestros
escritores contemporáneos, hay que penetrarse de esta verdad: que el estilo evoluciona
como el idioma, y que el arte está siempre en marcha. No se puede escribir hoy día como
se escribía en el siglo XVIII; ni en éste se escribía como en el XVII.
Algunas personas leen por pasar el tiempo y no desean más que entretenerse. Esas
están fuera de cuenta.
Los eruditos leen para documentarse. No tienen más que un objetivo: clasificar
fichas en las que anotan observaciones, extractos, textos, fechas, etc. A esos les es
indiferente el valor literario.
El verdadero literato debe leer como artista, para lo cual tiene que abandonar las
ideas que dan los Manuales. El gran principio es éste: Hay que leer para descubrir, admirar y
asimilarse el talento. Una sola cosa debe preocuparnos en un libro: Se trata de saber si hay
talento. Un libro en el que no hay talento es indigno de atraer nuestra atención. El interés, la
vida, la emoción, el movimiento, dependen del talento que se haya puesto.
Pero, ¿en qué consiste el talento? Y ¿cómo reconocerlo? Evidentemente el gusto nos
lo dirá; pero para ello, hacen falta también puntos de comparación, es decir, lectura. La
educación del gusto existe. Y algunas veces es muy lenta, como la educación del oído en
música.
Ahora se presenta esta grave interrogación: ¿Deben leerse muchos autores o pocos?
En otros términos: ¿Qué autores deben leerse?
Según Plinio, es necesario leer mucho a los autores, pero no muchos autores, lo que
significa que no deben leerse más que libros excelentes.
Dice Spencer que hay estómagos que absorben mucho y digieren poco, y otros que,
con poco alimento, se lo asimilan todo.
He aquí nuestra conclusión.
Para formar el gusto, para adquirir juicio, imparcialidad crítica y un discernimiento
seguro, hay que leer muchos autores: los de primero, de segundo y de tercer orden. Esa
es la condición de una educación literaria completa. Un médico adquiere su seguridad
de diagnóstico viendo muchos enfermos.
Para la asimilación, es decir, para la creación del talento propio, es preferible
limitarse a algunos escritores superiores. No a uno solo —según el adagio: Temo al hombre
de un solo libro—, que podría llevar a la imitación servil, sino a los que difieren entre sí,
todo esto sin salir de los mejores. Queda entendido que Homero, la Biblia, Don Quijote y
Shakespeare, son más que libros únicos, pues contienen todo el arte, todo el ideal, toda la
verdad humana.
Lo mejor sería leer primero las obras buenas. Servirían luego de criterio para juzgar
a las demás, que podrían entonces leerse sin peligro.
He aquí, pues, el principio: formarse por el estudio de los escritores superiores, un
cuerpo de doctrinas que permita juzgar a los demás escritores.
Par aprender el arte de escribir por el estudio de los modelos, no es necesario leer
muchas obras, lo importante es leerlas buenas.
Un hombre que no lee, sigue siendo un ignorante. Un literato que no lee, pierde la
mitad del talento que podría tener.
La lectura mantiene la inspiración, y la vuelve a dar cuando se la ha perdido. Es un
contagio al que nadie escapa. Los que buscan el estilo entran, por ella, en ebullición
productiva. Juzgan, comparan, rivalizan, descubren recursos y procedimientos. El eco de
la palabra escrita no los abandona jamás.
Los hombres leen para sentir.
Los sabios leen para instruirse.
Los literatos leen para saborear el talento.
La ficción basta a los primeros.
Los segundos buscan la erudición.
Sólo los últimos se asimilan al arte.
Esta tercera manera de leer es la única buena para formar el estilo. El estilo es un
esfuerzo de expresión que se desarrolla sin cesar. El contacto de nuestra inteligencia con
una obra superior crea una fuente de lecciones y de ejemplos, un campo de belleza y de
análisis inagotable.
Digamos ahora cómo se debe leer.
Algunos hojean a la ligera, para pronunciarse en seguida gravemente. Esos no
entran en cuenta.
Otros recorren un libro para tener una idea del conjunto, y luego lo releen, lo
estudian. El método es bueno.
Sin embargo, para que no pueda desanimar esa primera lectura, preferiría la lectura
lenta, reflexiva y total, que no por eso exime del deber de releer.
Avanzar poco a poco en el conocimiento de un autor es un placer eminentemente
provechoso. Por mi parte, he tomado la costumbre de leer lentamente, y estoy muy
satisfecho. Nunca leo con la pluma en la mano. Me contento con marcar con el lápiz los
pasajes que deseo conservar como anotación o admirar estéticamente. Terminada la
lectura, aunque sea al cabo de varios días, resumo la obra en una ficha que lleva el nombre
del autor; escribo mi impresión crítica; indico los pasajes a citar o a estudiar. El
procedimiento me parece bueno, y muchas personas no emplean otro. Lo esencial es no
interrumpirse. La sensación que se pueda tener de una obra, depende de la continuidad
de la lectura. Creo que hay que abstenerse de aprender nada de memoria, pues se caería
en los inconvenientes de los extractos de trozos o frases escogidas. La lectura debe dar
una impresión total, que se transfunda en nosotros precisamente porque es total. Esto no
impide, bien entendido, tomar notas.
La manera de leer depende del temperamento personal. En todo caso es siempre
necesario volver a leer. La relectura es la piedra de toque del talento. No se siente deseos
de releer las cosas mediocres. ¿Queremos saber si una obra es buena? Volvamos a leerla
al cabo de algunos meses. Si es mala, no se soporta le relectura; si es excelente, ofrece un
nuevo sabor. Lo que seduce en seguida es el interés, el movimiento, la vida, el objeto de
la composición. Sólo después se puede examinar la fuerza del conjunto, el relieve de los
detalles, los medios empleados, el talento y las cualidades de ejecución.
Entre los autores que pueden leerse, ¿a cuáles conviene elegir? Incontestablemente,
entre los franceses, a los clásicos de ese idioma, luego a los grandes escritores del siglo
XIX, de Chateaubriand, a Víctor Hugo.
De una buena lectura, es decir, del estudio atento de los autores, se desprenden
ciertas comprobaciones con las que formaremos las divisiones de esta obra. Esas
comprobaciones se nos han impuesto al cabo de veinte años de lectura. Cuanto más
hemos reflexionado, más nos han parecido resumir los principios del arte de escribir.
Lo primero que nos llamará la atención en una buena lectura es, ante todo, la
importancia capital que hay que conceder al plan, a la composición de la obra, a su unidad
de ejecución y al encadenamiento de las partes. Esas cualidades priman sobre las demás.
El fondo es antes que la forma.
Luego, se desprenderán principios fecundos.
Comprobaremos que el tono peculiar a tal o cual autor proviene de los giros de
frase, de los procedimientos del estilo, del trabajo de ejecución; pero que esos giros de
frase, lejos de ser el resultado de un método artificial, lo son de la sensibilidad interior, y
que esa sensibilidad es la que hay que apropiarse, y no la parte material del oficio de
escribir.
A medida que vayamos leyendo, notaremos que el gusto, os giros del espíritu, las
expresiones de un autor se transfunden en nosotros, y que, sin querer, imitamos el estilo
que nos apasiona. Hay, pues, una asimilación posible por la imitación.
Veremos que nos viene una gran facilidad, un gran deseo de pastichar esos estilos
preferidos; pero comprobaremos también que, observando, se puede evitar el pastiche
servil y permanecer en la buena imitación,. que consiste en dar valor a las cosas que ya
han dicho otros.
Notaremos también que, despierta por la lectura, nuestra facultad de inspiración
adquiere una fuerza nueva, y nos sentiremos capaces de desarrollar ampliamente lo que
encontramos indicado en otra parte. Nos convenceremos, también, de que el arte de
desarrollar, es por sí solo, la mitad del arte de escribir. De eso nace el método de
amplificación.
He aquí, pues, los primeros capítulos de una teoría de la formación del estilo:
asimilación por imitación, con procedimiento de esfuerzos secundarios: pastiche,
amplificación, etc.
Luego preguntaremos cómo se pueden asimilar los estilos; cuáles son esos estilos;
lo que se debe tomar de ellos, y en qué medida hay que asimilárselos.
La lectura comparada de los autores nos enseñará que cada estilo tiene su sabor.
Acabaremos por admitir una primera y gran clasificación de los estilos: el estilo
descriptivo y el estilo de ideas o abstracto.
Tendremos que estudiar la asimilación del estilo descriptivo; luego la asimilación
del estilo abstracto.
Examinaremos el estilo descriptivo en su fuente de origen; luego en sus diversas
manifestaciones: pintoresco, imágenes, realidad, vida intensa.
En cuanto al estilo abstracto, o de ideas, llegaremos a la conclusión de que su
procedimiento más general y más fecundo consiste en la antitesis. Los autores que han
escrito ese estilo son numerosos y forman la mitad de la literatura francesa.
Por último, resumiremos este trabajo en el último capítulo sobre el aticismo del
estilo, es decir, el estilo en apariencia inadmisible, sin procedimiento y sin retórica.
De este primer capítulo sobre la lectura saldrán, pues, las divisiones de este libro:
Asimilación por imitación: imitación, pastiche, amplificación;
Asimilación del estilo descriptivo. La verdadera descripción y la unidad de
imitación descriptiva a través de los autores. El falso estilo descriptivo, la descripción
general y la amplificación descriptiva;
Asimilación del estilo abstracto, o de ideas: la antítesis considerada como
procedimiento general del estilo de ideas.
Por último, el estilo sin retórica.
CAPÍTULO II
La imitación consiste en transportar y explotar en nuestro propio estilo, las imágenes, las
ideas o las expresiones de otro estilo.
La imitación es el procedimiento general, el más eficaz, el más corriente en el arte
de escribir. Está consagrado por la tradición. Por la imitación ha nacido la literatura
francesa, salida de la literatura griega y latina, y también por la imitación se forman los
talentos individuales.
Corneille, Boileau, Racine, Moliére, La Fontaine, La Bruyére, todos los clásicos
franceses han bebido en las fuentes de los clásicos, tomando sus temas y con frecuencia
sus desarrollos, en los autores de la antigüedad. Imitar no es copiar ni pastichar. El pastiche
es la imitación estrecha y servil. Es, como veremos, un ejercicio de estilo, un medio
mecánico de hacerse la mano. En cuanto al plagio, es el robo desleal y condenable.
La buena imitación consiste en apropiarse una parte de las concepciones o de los
desarrollos de otro y aprovecharlos de acuerdo con nuestras cualidades personales y
nuestros giros de espíritu. Este procedimiento, lejos de suprimir el mérito individual,
sirve para crearlo. La originalidad reside en la forma nueva de expresar cosas ya dichas.
La expresión modifica completamente las ideas. Horacio ha dicho: El negro pesar se instala
detrás del jinete. ¿Quién pretenderá que Boileau no ha sido original al decir a su vez: El
pesar sube a la grupa y galopa con él? La imitación de Fedro, de Esopo y de los antiguos
fabulistas, no ha impedido a La Fontaine ser el más personal de todos los escritores
franceses.
Si es verdad, como dice Teófilo Gautier, que la poesía es un arte que se aprende, es
necesario que ese arte se aprenda en alguna parte. No debemos, pues, burlarnos del verso
paradojal del poeta: ¿A quién podré imitar para tener genio?
Cuando Horacio denunciaba el servil rebaño de los imitadores, se refería a la falsa
imitación, a la copia inerte, a la paráfrasis fría. Él, que debía tanto a los griegos, sabía
mejor que nadie que la asimilación del talento de los demás es un excelente método para
adquirir talento uno mismo.
Hay que partir de este principio, incontestables para todos los que han estudiado
los orígenes y la filiación de los autores, que el talento (y algunas veces el genio) no se
crea solo. El talento, dice Flaubert, se trasfunde siempre por infusión.
Edgardo Poe, escritor de indiscutible originalidad, decía que la originalidad era
cuestión de aprendizaje.
“No hay duda posible, escribía Quintiliano: el arte consiste en gran parte en la
imitación, pues si la primera cosa, si la más esencial ha sido inventar, nada puede ser más
útil que tomar ejemplo en lo que ha sido bien inventado. ¿Acaso no pasamos nuestra vida
queriendo hacer lo que aprobamos en los demás?...”
Lo importante cuando se imita, es no copiar el modelo, sino realzarlo. Es preciso
encontrar otra cosa, o decir de otro modo lo que ya se ha dicho. Se ha empleado el
centellear de las estrellas; profundícese la idea y póngase: la palpitación de las estrellas.
Daudet ha escrito: El viento aviva las estrellas; y Maupassant, en “Una noche de Noél”,
dice: Las estrellas chisporrotean de frío. El que encuentra procedimientos de imitación y sabe
aplicarlos y desnaturalizarlos, ese es un hombre de genio.
Virgilio ha imitado asiduamente a Horacio, no sólo en el plan, sino hasta en la
expresión. No hay, quizás, una sola comparación en la Eneida, que no esté en la Ilíada o
en la Odisea. A Teócrito lo ha imitado aún más de cerca. Se encuentran en Virgilio sus
propios temas, sus mismas imágenes. El genio de Virgilio consistía en su lenguaje, en su
estilo exquisito, en su espíritu melancólico, creador y profundo. La expresión y el estilo
son de un gran poeta. Los que le sucedieron: Claudio, Lucano, Silio Itálico, lo imitaron
como él había imitado a sus predecesores.
“Virgilio, dice Benoist, ha imitado a Teócrito en sus Bucólicas, no sólo en la elección
de los temas, sino también en los detalles de su estilo y de su versificación. Le ha tomado
versos y desarrollos enteros, limitándose algunas veces a traducirlos...”
Y Fox decía: “Admiro a Virgilio más que nada por esa facultad que tiene de dar
originalidad a sus más exactas imitaciones.”
El caso de Andrés Chénier es, también, muy interesante.
Se sabe que el gran movimiento literario del renacimiento fue una renovación de la
literatura grecolatina. Ronsard fue el rey de esa imitación hasta el extremo.
Chénier renueva esa tentativa, sirviéndose del lenguaje de Racine. La obra y el
talento de Chénier se explican por la imitación, llevada al estado de asimilación perfecta.
El caso de Chénier es el ejemplo más concluyente y más instructivo que pueda darse de
nuestra teoría. Tal vez no haya en Chénier una obra, un cuadro, una escena que no hayan
sido tomados a los antiguos.
“Chénier, dice Becq de Fouquiéres, no se hace imitador de los antiguos más que
para convertirse en su rival. Cuadros, pensamientos, sentimientos, de todo se apodera,
tratando de vencerlos, o, por lo menos, de igualarlos en su propio terreno...”
“Pero no lo arrastra a sus numerosas lecturas un deseo confuso de erudición, sino
un objeto lógico, fijo; y ese objeto nos lo revela él mismo. Saber leer y saber pensar,
preliminares indispensables del arte de escribir. Una de las cualidades de Andrés Chénier, que
poseía al igual de los más grandes espíritus, era una rectitud de juicio verdaderamente
notable...”
La buena imitación es una cuestión vital para la formación del estilo. Servil, mata al
talento; bien entendida, lo crea y lo aumenta.
Hay un fondo de ideas que pertenece a todo el mundo. La manera de expresarlas y
desarrollarlas es lo que constituye el valor literario. Siempre se puede ver y comprender
de otro modo, lo que ha sido visto y comprendido por otros.
Todas las literaturas han vivido de imitación. Se transmiten las inspiraciones, las
narraciones, las imágenes, las ideas. Los temas de la mayoría de las fábulas de La Fontaine
se remontan hasta Fedro y Esopo. Los griegos explotaron sus tradiciones y sus leyendas
nacionales. Los latinos imitaron a los griegos.
Imitar a un autor, es, pues, estudiar sus procedimientos de estilo, la originalidad de
sus expresiones, sus imágenes, su movimiento, la naturaleza misma de su genio y de su
sensibilidad. Es apropiarse, para traducirlo de otro modo, todo lo bello, dejando a un lado
lo mediocre.
La imitación puede consistir en tomar el giro y algunas expresiones de un autor, sin
tomar el pensamiento; o tomar éste sin tocar aquello.
Lamothe Le Vayer pensaba que era más loable tomar las bellezas literarias a los
antiguos que a los modernos. Absolvía el plagio cometido contra los griegos, pero quería
que sus contemporáneos fueran respetados.
Se imita con mayor libertad cuando se bebe en fuente extranjera; pero se necesita
buen gusto para no caer en el escollo de la traducción, que es la avidez. Cuando en los
autores extranjeros se encuentran pensamientos exagerados, es preciso, en cuanto sea
posible, reducirlos a su verdad natural.
Por ejemplo: en Plauto, el avaro se cree robado por su esclavo; lo registra, y después
de haberle hecho abrir las dos manos, le ordena que abra la tercera. El rasgo es excesivo.
La pasión más fuerte no puede cegar hasta el extremo de hacer olvidar que el hombre no
tiene tres manos. Moliére saca mejor partido de esa idea. Después del examen de las dos
manos, dice el avaro: ¿y la otra? Aquí, el avaro no habla de tres manos; está tan ofuscado
por su pasión, que cree que sólo ha examinado una. Es una exageración admisible.
Hay, en ciertos autores, imágenes y expresiones que han sido imitadas con mucha
frecuencia. Esas deben dejarse, para buscar las menos conocidas, las más raras, las más
curiosas.
“La imitación, dice muy bien Laveaux, debe hacerse de una manera noble, generosa
y llena de libertad. La buena imitación es una continua invención. Es necesario, por decirlo
así, transformarse en el modelo, embellecer sus pensamientos, y, por el giro que se les dé,
apropiárselos, enriquecer lo que se les tome y dejarles lo que no se pueda enriquecer.”
No se puede decir mejor; pero al practicar eso debe tenerse mucho tacto y mucha
prudencia. Recordemos el consejo de Séneca:
“Ocultemos con industria lo que hemos tomado y no hagamos aparecer más que lo
que es nuestro. Si se reconocen en una obra algunos rasgos de un autor al que estimemos
particularmente, que sea un parecido de hijo y no el retrato, pues el retrato es una cosa
muerta.”
La asimilación por imitación es la base de todos los procedimientos literarios. Pero
la imitación no es tan fácil como puede creerse.
Resumamos.
Hay dos clases de imitaciones:
Una de ellas consiste en un ejercicio literario individual, de orden privado, excelente
medio de formar estilo, y que conduce al pastiche, del que hablaremos en el capítulo
siguiente.
La otra, la verdadera, es una impregnación general. Es el conjunto de las ideas y de
las imágenes, y, en cierto modo, los giros del espíritu de un autor, que acaban por ser
asimilados; y la combinación de esos elementos digeridos es lo que desarrolla la
originalidad personal. La buena imitación conduce a la asimilación y se confunde con
ella. Consiste, como decía Dacier, en poner su espíritu en el tinte de un autor.
Estamos completamente de acuerdo con Ernesto Hello, cuando dice:
“Si el consejo de la retórica, el de imitar a los grandes escritores o a los que así se
llama, es un consejo ridículo, el de asimilárselos sería un consejo serio.”
Debemos siempre tener ante los ojos los grandes modelos clásicos; preocuparnos
continuamente de su pensamiento, de su forma, de su estilo; pensar en la descripciones
de los grandes maestros, si describimos; en los movimientos de elocuencia de los grandes
oradores, si hablamos; en las frases bellas de los mejores historiadores, si hacemos
historia; en los versos más hermosos, si somos poetas. Este es el método de la imitación.
CAPÍTULO III
DEL “PASTICHE”
CAPÍTULO IV
DE LA AMPLIFICACIÓN
La amplificación consiste en desarrollar las ideas por el estilo, dándoles más belleza,
más expresión o más fuerza.
Longin la define así: Un aumento de palabras.
Se puede ejercer la amplificación sobre una frase de un autor o en nuestras propias
frases. Es un excelente procedimiento para formar el estilo. Se le recomienda en la
enseñanza clásica.
La verdadera amplificación es el arte de desarrollar un asunto insuficientemente
presentado.
De una idea hacer dos; encontrar las antítesis de un pensamiento; desdoblar los
puntos de vista; agregar rasgos salientes; aumentar el detalle evitando la prolijidad;
fecundar las arideces; en fin, aplicar y variar todos los recursos del arte de describir. Tal
es el objeto que hay que proponerse en la amplificación.
Antes se abusaba de ese procedimiento, utilizándolo en la dura confección de los
versos latinos. Este método daba malos resultados, porque los discípulos no poseían más
que superficialmente el genio latino y carecían de inspiración para encontrar los
desarrollos.
La amplificación no es lo contrario de la sobriedad. Desarrollar un asunto que no
tiene necesidad de ser desarrollado; diluir ideas sencillas y recargar inútilmente su estilo,
es caer en la prolijidad y en la difusión.
Un cuadro, un paisaje, un retrato, no tienen valor más que por la condensación. Sin
embargo, una descripción de dos páginas puede ser tan bella como una de veinte líneas.
En otros términos: hay buena y mala amplificación. Los temas no significan nada.
Todo estriba en la manera de tratarlos.
Cicerón ha quedado como el rey de la amplificación, de la que hizo el gran principio
del arte oratorio.
La amplificación era para Cicerón el arte de agrandar o adornar un asunto, un
pensamiento, un argumento, un cuadro. Pero debe entenderse que uno o dos rasgos
explicativos no constituyen lo que se llama verdaderamente la amplificación.
A Voltaire le gustaba la amplificación.
“Se pretende, dice, que es una bella figura retórica; tal vez tendrían más razón si la
llamaran un defecto. Cuando se ha dicho todo lo que se debe decir, no se amplifica; y
cuando se ha dicho, si se amplifica, se dice demasiado. Presentar a los jueces una buena
o mala acción en todas sus fases, no es amplificar, es agregar, es exagerar y aburrir.”
Esas líneas resumen nuestro capítulo.
Sin embargo, no es menos verdad que la amplificación es un excelente
procedimiento y que el arte de desarrollar un tema es un arte que existe.
Una manera muy provechosa de amplificar consiste en comparar lo que ha escrito
uno mismo con lo que los autores buenos han escrito sobre el mismo asunto. Es un
excelente ejercicio. Desalienta al principio, pero luego excita las ideas, enseñando lo que
se puede encontrar con más atención, y uno se enorgullece de encontrarlo, y siente crecer
sus fuerzas con esa emulación.
Escribiendo, practicando el estilo es como se descubrirán los numerosos recursos
que proporciona la amplificación.
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VII
Los autores a quienes conviene imitar, son aquellos que han hecho la descripción
viva, vista y circunstanciada.
Es esencial señalar ahora la falsa descripción, la que cree pintar y no muestra nada,
porque está hecha de imaginación y quiere hacerse pasar por realidad.
Esta descripción artificial está aún en boga en ciertos Cursos de literatura. El prejuicio
es tan tenaz, que es necesario hablar categóricamente para poner en guardia a los talentos
inexpertos. El libro que encarna la descripción artificial es Telémaco.
Digámoslo bien alto: nunca llegará a crear un estilo descriptivo quien tome el
Telémaco por modelo, por más que Fénelon sea un excelente escritor. Déjese decir a los
amantes de la rutina literaria y trátese de hacerles corregir una copia de estudiante. O no
tendrán la menor noción de lo que es estilo, o se verán obligados a censurar en el
estudiante las vulgaridades que aprueban en el original.
Semejante imitación es la esterilidad misma del arte de escribir. Obra de estilo frío,
Telémaco ha hecho mucho daño a nuestra literatura. Sin Telémaco, Chateaubriand no
habría escrito su poema en prosa de Los Natchez y Los Mártires, inexpresivo e incoloro en
una mitad por lo menos.
Cuando se compara Telémaco con las descripciones de Homero, queda uno
estupefacto al ver que un hombre que ha sentido tan profundamente la antigüedad,
ahoga su talento en una retórica tan glacial.
Contentémonos por el momento con denunciar a Telémaco como la negación del arte
descriptivo y de toda pintura viva. La enseñanza profesional lo proponía como modelo.
Es necesario proscribirlo. Fénelon era un excelente escritor sin ningún talento descriptivo.
CAPÍTULO VIII
LA DESCRIPCIÓN GENERAL
CAPÍTULO IX
ENSAYOS DE DESCRIPCIÓN
De todo lo que precede, resulta que la descripción, para ser buena, debe estar hecha
con detalles de las sensaciones y de las percepciones observadas del natural, o evocadas,
según la naturaleza.
Julio Lemaître ha expuesto muy bien esta teoría:
“Pasamos, dice, cerca de un árbol en el que canta un pájaro. La mayoría de nuestros
clásicos y todas las mujeres, salvo una o dos, escribirán: El ave hacía oír, bajo el follaje, su
alegre canto. Esa frase no es pintoresca. ¿Por qué? Porque con ella se expresa no el primer
momento de la percepción sino el último. Ante todo, se descompone la percepción; se
separa la de la vista de la del oído, se pone a un lado el follaje y al otro el canto del ave,
aunque ambos se hayan visto el uno y oído el otro, al mismo tiempo. Pero no es eso sólo.
Después de haber analizado la percepción personal, se trata de expresar, sobre todo, el
sentimiento de placer que produce, y se escribe: alegre canto. Y por eso la frase no es viva.
No es una pintura, sino un análisis, y no traduce directamente los objetos, sino los
sentimientos que despiertan en nosotros...”
Y agrega más adelante:
“Se trata de encontrar combinaciones de palabras que evoquen en el lector el objeto
mismo tal como el artista lo ha visto con sus sentidos, con su temperamento particular.
Hay que remontarse, por decirlo así, hasta el punto de partida de la impresión, pues ese
es el único medio de comunicarlo a los demás.”
Todo eso es de una gran exactitud y prueba que los verdaderos no tienen otros
principios que los que nosotros enseñamos.
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
Sería excesivo aconsejar a los lectores el estudio de los autores griegos para aprender
los procedimientos de antítesis. Nos atendremos a los franceses que, en su mayoría, han
formado su estilo en el de los latinos y los griegos.
Recomendamos sin reservas a Montaigne, Pascal, Bossuet, Montesquieu y Rousseau
como los mejores.
En resumen, de todo lo que acabamos de decir en los dos últimos capítulos, resulta
que la antítesis es uno de los medios más seguros de inspiración literaria, y el hilo
conductor que une a los grandes escritores de estilo abstracto.
CAPÍTULO XIII
DE ALGUNOS PROCEDIMIENTOS ASIMILABLES
CAPÍTULO XIV
Hemos expuesto cuales son los métodos generales con ayuda de los cuales se puede
formar el estilo: lectura, imitación, pastiche, descripción, simplificación, antítesis.
Nos queda una palabra por decir.
Hay una gran calidad de estilo que no rechaza la antítesis pero no la busca, que
tiende a la claridad más que a la profundidad, y que, por la naturalidad y la sencillez, da
la sensación del estilo francés eminentemente espontáneo y clásico.
A esta cualidad la llamaremos aticismo.
Voltaire es quien resume ese estilo sin retórica.
Entiendo por aticismo la justeza del conjunto, ese aire de facilidad sin esfuerzo, que
dan la claridad, la elegancia, el esprit, la naturalidad, la variedad, la corrección.
En otros términos: se trata del estilo sin retórica, (conservando a la palabra retórica
su sentido de demostración práctica).
Los escritores sin retórica censuran la preocupación de los procedimientos. No
admiten más que su propia manera de escribir, y porque encuentran naturalmente la
naturalidad, niegan que se pueda adquirir por el trabajo. Están equivocados. Sus
cualidades son una parte del estilo. Pero hay otras.
Resumiendo: la naturalidad y la retórica deben formar una sola y misma cosa.
Si el cambio de una palabra crea un matiz; si hay oposiciones que duplican los
efectos; si hay un arte de presentar el pensamiento; si hay combinaciones infinitas en la
manera de presentar una idea; si hay construcciones o inversiones que tienen más fuerza
que otras, es porque existen procedimientos y una retórica del estilo.
El fondo de las cosas tiene menos importancia que la forma. Cinco pintores de
talento pintarán diferentemente el mismo paisaje. La materia no habrá cambiado. Es la
ejecución quien la hará otra.
Es, pues, necesario crear el estilo por el estudio de la forma tal como es explotada
por los buenos autores. Para eso no hay más que un medio: ir a los clásicos.
Nunca el arte de escribir ha sido tan fácil como ahora para la mediocridad; nunca
ha sido más raro el verdadero talento. Nuestras fórmulas de estilo están tan gastadas que
la inspiración no tiene ya el valor de adaptarlas. El lenguaje, el gusto, la naturalidad
desaparecen en esa producción tan recargada. Estamos, como se ha dicho justamente, en
presencia de una jerga “en la que los hombres superiores imprimen el sello de su talento,
del que los autores mediocres se aprovechan y se sirven, poniendo el cachet de su
debilidad ambiciosa, que el público admira inconsideradamente, seducido por los unos,
rechazado por los otros, mientras que algunos jueces sólo saben discernir en esa mezcla
viciosa los principios de bien y mal.”
Si es verdad, como dice Beccaria, que el objeto del estilo es obtener la mayor cantidad de
sensaciones posibles a la vez, no olvidemos que sólo el arte de escribir los hará brotar, por la
ciencia misma de la expresión; y que ese arte de escribir es un don innato, pero que se
desarrolla por el estudio de los que han sido y serán los maestros de la literatura.
FIN