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Colección Historias Crónicas

Una granada para River Plate

Juan Pablo Meneses

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UNA GRANADA PARA RIVER PLATE

© JUAN PABLO MENESES


© 2016, LOLITA EDITORES LIMITADA

ISBN: 978-956-8970-63-5
Registro de Propiedad Intelectual N° 264.729

Primera edición: Agosto de 2016

Diseño portada y diagramación: Francisca Toral R.


Edición: Antonia Mouat / Macarena Mallea
Fotografías de interior y portada: Javier Godoy

Todos los derechos reservados.


Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la
autorización de los editores.

Impreso en Andros Ltda.

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1996

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El Polaco aparece mostrando su chapluma,
como le dice cariñosamente a su cuchilla. Está
rodeado de cinco barristas que lo siguen como
alumnos. Sin aviso previo, el Polaco deja a todos
boquiabiertos con su buen manejo de navaja: en
un minuto desatornilla los cuatro pernos que
sujetan el tablero donde va la luz de lectura y la
salida de aire correspondiente a los asientos 31
y 32. Ante la mirada desconcertada (y cobarde,
según él) de quienes por primera vez viajamos
con la barra, el Polaco desmonta el armazón del
techo hasta dejar todo a la vista. Todo, en este
caso, se refiere a un conjunto de cables que co-
múnmente permanecen escondidos a los pasaje-
ros. Ocultos y relegados, como muchos barristas
dicen sentirse frente a la sociedad.
—Antes de esconderla hay que envolverla en
algo... Necesitamos un gorro —dice el Polaco,

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y uno de sus secuaces se lo quita a un barrista
primerizo.
—Aquí hay que ayudar, compadre —es la
frase que le refriegan en la cara al muchacho
que, tímidamente, ve cómo su gorro azul se
pierde entre un montón de manos veinteañeras.
El Polaco envuelve cuidadosamente la gra-
nada en el sombrero que luce una U. Sí, una
granada. Un explosivo de combate. Acá adentro
llevamos una bomba. Una munición real que,
según se comenta dentro del bus, alguien robó
a los milicos mientras hacía el servicio militar.
—Estas son súper fáciles de lanzar. Hay que
apretar este gancho, sacarle el seguro con los
dientes y lanzarla —agrega tranquilamente uno
de los barristas expertos, mientras el miedo pa-
raliza a aquellos hinchas que dejaron en San-
tiago a sus padres, a sus novias, a los amigos
del barrio, a los hermanos menores, a la foto
del equipo colgada en la pared, al banderín del
último campeonato clavado en la puerta, y a la
colección de entradas para los partidos en el ca-
jón del velador. Todo en casa, en un hogar cada
vez más lejano. Todo para salir por primera vez
fuera del país con la hinchada de los amores.
Todo por el equipo.

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El Polaco amarra el gorro-explosivo dentro de
los cables, lo oculta con la destreza de un aventa-
jado carterista y vuelve a atornillar el tablero. No
quedan rastros de que sobre la luz de los asientos
31 y 32 hay una bomba.
—Ni cagando nos cachan en la aduana
—dice, guardando la chapluma en un bolsillo
oculto.
Pero la tranquilidad no tiene ganas de regresar
a este vehículo de la empresa Chilebus, que aho-
ra avanza repleto de hinchas de fútbol. Cuando
todos pensamos que lo peor ha pasado, salta una
pregunta que vuelve a congelar a los novatos:
—¿Quién de ustedes la va a tirar?
La consulta, que es adrenalina pura lanzada a
la cara, la suelta uno de los jefes de quienes va-
mos aquí arriba. Cada bus tiene sus encargados
que nos dicen qué hacer e informan de todo a la
cúpula de la barra. Y sigue:
—Ahora vamos a ver quién es el más guapo,
quién es valiente de verdad, vamos a ver quién
tiene los huevos para entrar la granada al estadio
y lanzarla. ¿O acaso en la barra hay puras mamás?
Por suerte, la decisión de quién arrojará el
explosivo militar queda inconclusa. Al pri-
mer llamado no hay voluntarios. Por ahora, la

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orden consiste en celebrar que la artillería livia-
na ha quedado bien guardada. Al grupo llega
una botella de pisco que anda girando de mano
en mano, y de atrás le sigue una caja de vino
tinto y unas piteadas de marihuana. En cosa de
minutos todo ha vuelto a la normalidad. El au-
tobús que nos lleva a Buenos Aires retoma su
función de transporte de barristas: se entonan
los gritos contra las gallinas de River Plate, las
bromas por el tipo que no quiere pasar la caja de
vino o por el que se pega el pito a los dedos. Casi
todos terminamos gritando los cánticos de apo-
yo al equipo. El San Martín es uno de los jefes
del bus: tose raspado, usa lentes oscuros, camina
chocando hombros, tiene marcas en las manos y
demasiadas joyas para las circunstancias. Él, con
un tono paternal, aunque de padre golpeador,
nos aclara que vamos a la guerra.
—Y si es necesario morir en Argentina por el
equipo, no queda otra. Ningún huevón puede
arrugar. Tenemos que estar muy unidos.
Alguien va hasta la parte delantera del bus
y con el permiso del chofer pone un casete de
Rage Against The Machine, la banda estadou-
nidense que por un momento se toma el poder
dentro del Chilebus. Un barrista con la foto del

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Che estampada en la camiseta comienza a mover
la cabeza al ritmo del baterista yanqui. Por las
ventanas del bus corre la periferia de Santiago,
las canchas de tierra, los niños en las esquinas
y los perros vagabundos aplastados por el sol.
Adentro, la música se acelera, retumba y acom-
paña cuando las botellas pasan, una tras otra,
como si acá adentro el vino y el pisco también
se multiplicaran en esta última cena. Vamos de
viaje, vamos a ver un partido de fútbol, vamos
rumbo a Buenos Aires con una granada a pocos
centímetros de nuestras cabezas.
El tema del explosivo es como todo trauma:
a ratos se olvida, pero siempre vuelve a aparecer.
JG, el fotógrafo que viene conmigo, me mira
con ojos asustados y me susurra:
—Si se enteran de que andamos haciendo un
reportaje nos matan.
Nuestro bus es el número tres, de los once que
esta mañana salieron desde la sede de la Corpora-
ción de Fútbol de la Universidad de Chile, como
se llama oficialmente la U. No somos el vehículo
de los peces gordos, de los cabecillas de la hin-
chada, pero tampoco estamos al final de la ca-
ravana, donde viajan los más inexpertos, los con
menos historial.

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Vamos a la capital argentina para alentar al
equipo en su partido por las semifinales de la
Copa Libertadores de América. Vamos a ganarle
a las gallinas de River Plate, y en su estadio.
—¡Vamos a morir! —grita alguien que luego
lanza un escupitajo al suelo del bus.
Viajamos con Los de Abajo, la hinchada más
brava del país.

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En el partido de ida, jugado en Santiago de
Chile, un pequeño y sobredimensionado inci-
dente entre unos pocos hinchas de River Plate y
la policía local encendió la mecha. La prensa de-
portiva ha inflado el altercado hasta convertirlo
en un escándalo gigantesco, chauvinista, digno
de que intervengan ambas cancillerías. Todos los
periódicos chilenos nos anuncian que en Buenos
Aires, sí o sí, nos espera el infierno.
Dentro del bus vamos 38 hombres, dos mu-
jeres y dos lápices: el de JG y el mío. Por un
momento temo que aquel detalle nos deje en
evidencia. Nos salva la premura de escribir las
papeletas de aduana, y el asunto se pasa por alto.
—Para salir del país tienen que llenar estas
papeletas de la aduana —había dicho el auxi-
liar del bus, a quien todos los pasajeros hemos
comenzado a llamar el Tío.

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Media hora antes de llegar a Los Libertado-
res, el principal paso fronterizo terrestre hacia
Argentina, el Tío repartió las fichas de inmigra-
ción. Llenar las cuarenta papeletas, entre bro-
mas y consultas repetidas hasta el hartazgo y con
apenas dos lápices, terminan por descontrolar al
Tío. Se ve molesto, aburrido, y aunque su corba-
ta y su gorra de la empresa Chilebus lo disfrazan
de gentil auxiliar de viaje, sus modales bruscos,
su mala cara y su disposición de perro rabioso
son las señales físicas de una crisis interna: pare-
ce que por primera vez piensa seriamente en la
idea de renunciar al trabajo de toda su vida.
Apenas llevamos tres horas de un viaje que,
por lo menos, durará sesenta. El trámite en el
lado chileno es rápido. Un par de turistas que
viajan en automóvil se toman fotografías con los
hinchas de camisetas azules. El chequeo de los
once buses dura poco más de una hora y no está
libre de problemas. De nuestro bus solo hay tres
personas que no pueden seguir la travesía: uno
por tener su documento de identidad vencido,
otro por andar sin ninguna identificación y el San
Martín, nuestro líder, por tener papeles sucios, lo
que en resumidas cuentas quiere decir problemas
judiciales pendientes y orden de arraigo.

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Cruzamos el túnel que separa ambos países.
Justo cuando por la ventana se divisa un cartel
que dice “Bienvenido a Argentina”, uno tiene la
sensación de estar viviendo un viaje cuya idea de
regreso es demasiado frágil.
—Nos fuimos —me dice JG en voz baja, y
antes de terminar la frase nos llega a las manos
un pito de marihuana que dura hasta que termi-
namos el cruce.
En el lado argentino la cosa cambia de inme-
diato. El trato infernal con que majaderamente
nos había amenazado la prensa deportiva se em-
pieza a sentir.
—Los policías de allá son malos de verdad, se
van a dar cuenta. Allá la dictadura mató a treinta
mil argentinos, muchísimos más que Pinochet
—me había advertido un amigo antes del viaje.
El trámite en la aduana trasandina ya dura
cinco horas. Por lo general, en un viaje de itine-
rario, el chequeo rara vez supera los 30 minutos.
Comienzan a correr versiones. Alguien dice que
los perros sabuesos han detectado un cargamen-
to de marihuana. Lejos de aquellos rumores,
solo pienso en la granada de mi bus (que sí vi y
casi toqué) y que, afortunadamente, ya ha pasa-
do la revisión. Eso me alivia. El Polaco no nos

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defraudó con su maniobra, por eso todos le pal-
moteamos el hombro mientras se pasea risueño
pidiendo que le regalen un cigarrillo.
La orden de los gendarmes argentinos es que
no se mueve ningún bus de la caravana hasta que
no hayan revisado a todos los vehículos. En un
momento de la detención aduanera, un grupo
de barristas entona la canción nacional de Chile.
En los mástiles del galpón y por las ventanillas
de las oficinas solo se ven banderas argentinas y
afiches de Menem con banda presidencial. Aca-
bamos de terminar la primera estrofa, cantada a
todo pulmón como protesta al trato de los poli-
cías cuando, desde una oficina blindada, aparece
un gendarme con bigote a lo Videla. Lleva una
metralleta bajo el brazo.
—¡Aquí nadie grita, carajo! —grita.

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Empieza a oscurecer y algunos transeúntes
mendocinos nos saludan gentilmente levantan-
do el dedo medio, o llevándose las manos a la
entrepierna, o pasándose el dedo índice por el
cuello. Hay que estar preparado para aguantar
un viaje donde todo lo que nos rodea es vio-
lento. Para algunos, el rechazo general que nos
recibe en cada parada es una experiencia nueva.
Para otros, la mayoría, es la rutina que los sigue
desde niños y la que mejor los orienta.
Durante la detención en las afueras de Men-
doza, el nuevo líder de nuestro bus pasa la gorra
para “hacer unas monedas”, como dice amable-
mente, aunque no cabe duda de que no es un
pedido, sino una orden. El resto de los pasaje-
ros estamos casi obligados a vaciar los bolsillos
en la alcancía de género. Con el monto recau-
dado, los cabecillas del vehículo desaparecen.

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Regresan 40 minutos más tarde con un carga-
mento de cajas de vino y cervezas para la ruta.
Pasada la medianoche y con más de 14 horas de
viaje, la caravana retoma la ruta a Buenos Aires.
Un grupo de patrullas policiales, con sirenas
encendidas y gendarmes con medio cuerpo sa-
liendo por la ventana, nos acompaña hasta el
límite territorial de la ciudad. Adentro hay brin-
dis, gritos, música y humo. Afuera, solo malas
caras y rifles apuntando hacia nuestras cabezas.
La noche trae calma. Dentro del bus, rebau-
tizado por el grupo como la casa, se olvida el
frío con chaquetas de jeans, vino mendocino en
caja, cervezas, marihuana, chocolates y cigarri-
llos. Por el televisor del Chilebus pasan Jóvenes
pistoleros 1 y 2, y las protestas contra la calidad
de las películas elegidas solo se acallan cuando
aparecen las escenas de peleas a cuchillo.
Algunos, los de los asientos más cercanos al
chofer, ya están durmiendo. Otros han decidido
ponerse los audífonos de su walkman, apoyar la
cabeza en la ventana y mirar las líneas blancas de
la carretera, pensando en lo que nos espera o en
lo que hemos vivido hasta este momento, o en
la repetida agresividad policial, o en que todos
nos ven como un peligro público, o en la música

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que ahora retumba en los oídos, o en las estrellas
gigantes que cuelgan del cielo pampino, o en el
gorro de lana azul regalo de la novia, o en lo
mucho que abriga la camiseta del equipo debajo
de la chaqueta.
El Tío se aparece en los últimos asientos de
nuestra casa con una almohada bajo el brazo,
algodones en los oídos y una cara de cansancio
que, fácilmente, podría pasar las semifinales de
un campeonato sudamericano de caras cansadas.
De pronto, como si se tratase de un pasadizo
secreto, el Tío abre una cajuela invisible al lado
del baño y se mete adentro, doblado como un
feto, listo para dormirse. Apenas habla y se le
nota molesto. Nadie sabe si está ofuscado por-
que el de ahora no es su típico viaje de itinerario
a Buenos Aires o porque todo el año, da lo mis-
mo si es invierno o verano, su lugar para dormir
siempre es aquella estrecha y metálica caja fúne-
bre que lo mata en vida.
—Mi hermano está en Buenos Aires. Hace
años que el culiao vive allá —dice el Polaco, en
una pequeña tertulia que se ha formado junto
al baño—. El culiao es ladrón internacional, ca-
chái. Le va groso.
Y aparece otro que suelta:

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—Puta la hueá, yo tengo una tía en Buenos
Aires y no traje la dirección. Creo que trabaja
en la casa de unos millonarios —y se empina la
botella de vino en caja.
—Mañana tenemos que ganar, culiaos —cam-
bia de tema Jorge, un empleado de imprenta que
pidió permiso laboral por dos días—. Primera
vez que tenemos la final tan cerca.
Y aparecen los primeros pronósticos.
—Vamos a ganar dos a cero. Un gol de Mar-
celito Salas y otro del Huevo Valencia —dice el
Citroneta, estudiante de Biología de la Universi-
dad de Valparaíso que, de tan inocente, está acá
arriba jugando al chico malo.
Jorge, el de la imprenta, tiene más de 30 años,
igual que el amigo que lo acompaña. Y dice:
—Qué increíble, ahora podemos llegar a la
final de la Libertadores, pero me acuerdo de los
años malos de la U. Cuando uno iba al estadio
sabiendo que íbamos a perder. Chuchatumadre,
fueron años de años. Cuando bajamos a Segunda
División siempre se hacían viajes así. Pero no iba
tanto huevonaje. Eso nunca lo van a vivir. Ahora
es fácil para ustedes, porque el equipo gana.
El vehículo se bambolea suavemente de un
lado a otro, pero con el vino y la marihuana todo

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parece moverse mucho más. El Tío se asoma de
su cajuela y grita que lo dejen dormir, pero al-
guien le lanza un palmetazo en la cabeza sin que
él descubra al autor. Somos Los de Abajo.

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Amanece a las seis de la mañana. El sol crece
al final de la llanura tan lento como se mueve
una pupila en sobredosis. La mayoría decide
contemplar el paisaje en silencio. Los vidrios es-
tán empañados y hay que usar el brazo como
limpiaparabrisas. Recién ahí, detrás de esas go-
tas que bajan por el cristal tiritando asustadas,
aparece el famoso plano infinito de la pampa
argentina. Alguien enciende el primer pito del
día, aunque esta vez la hierba acompaña tran-
quilamente, sin estridencia, como un punteo
de guitarra acústica. Despertamos camino a
Buenos Aires.
Por petición general, “necesitamos mear y la-
varnos la cara, tío”, paramos en una estación de
servicios Repsol YPF en plena carretera. El mi-
nimarket se ve sobrepasado por los hinchas. JG,

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el fotógrafo que durante el viaje ha disparado
la máquina jugando a que es un estudiante que
saca fotos para él, me hace una seña para que
mire. Y ahí se ven, como una horda, casi todos
metiendo mercancía dentro de sus chaquetas. La
parada sirve para ir al baño y mojarse la cabeza,
pero, fundamentalmente, su objetivo ha sido sa-
quear el almacén argentino.
Cuando volvemos a acelerar, el Tío y el cho-
fer se van diciendo en voz alta, entre ellos, que
por estas cosas es que sienten vergüenza de ser
chilenos. Cuando dejamos el lugar se ve por la
ventana del bus a la vendedora con las manos
en la cabeza, hablando por teléfono con alguien
que debe ser policía y golpeando con su puño
frágil el mesón recién violado.
Otra vez en la carretera, el Citroneta, uni-
versitario de pelo largo y anteojos a lo John
Lennon, muestra su mercancía. Con la alegría
de sentir que ahora sí será aceptado por el grupo
duro de la casa, ofrece parte de su botín.
—¿Alguien quiere vinito? —y abre la caja de
tinto que acaba de sacar de un escondite de su
chaqueta.
Otro de atrás luce lo suyo: una ginebra, un
atado de lapiceros “para que nunca más falten

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estas huevadas” y un perfume para su novia:
“Con esto se la meto dos meses seguidos sin que
me haga dramas”.
El Citroneta se queda mudo, boquiabierto,
derrotado y ajeno. Alguien destapa una botella
de whisky, mientras otro abre su caja de habanos
y ofrece a los más amigos.
—¿Viste que Argentina está súper barato?
—comenta el Polaco, y le da una pitada a su
puro hasta quedar con el pecho hinchado. El
resto lo acompañamos con una carcajada que
sabe a escocés.
La siguiente parada es en Luján, a 66 kiló-
metros de Capital Federal. Ya son las once de
la mañana del día del partido, aunque la hora
parece tan irrelevante como la formación con
que el equipo saldrá a la cancha. Nuevamen-
te nos rodea un cordón policial. Un sargento,
como broma, apunta su revólver hacia el grupo
donde estoy parado y hace el ademán de lanzar
un tiro y se ríe cuando todos nos tiramos al
suelo. Aparece una pelota de fútbol y un gordo
del bus siete describe, como un relator radial
con lengua traposa, el gol que esta noche hará
Marcelo Salas y que nos llevará a la final de la
Libertadores.

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—¡Arriba del bus, huevones, que nos va-
mos! —grita el Polaco, parado en la puerta del
vehículo y luciendo orgulloso los anteojos de sol
que también robó del minimarket.
—Te quebrái con esas cagadas falsificadas, cu-
liao —le dice Jorge, el empleado de la imprenta.
—Estái loco. Son Bollé originales. Acá dice
clarito Bollé, o si no, ni cagando me los robo
—contesta el Polaco, y se los quita para que lean
la marca.

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Los relojes de Buenos Aires marcan las tres
de la tarde. La columna de buses con banderas
azules y chilenas entra a la ciudad. En pocas
horas será el partido y los insultos nacionalistas
van y vienen entre Los de Abajo y los peatones
bonaerenses.
Al cruzar la avenida General Paz, la Policía
Federal Argentina nos detiene. Una completa
brigada antimotines nos espera con tanta com-
plicidad como un detector de metales. Por la
ventana se ven dos tanquetas azules, un micro-
bús blindado y tres patrulleros; todos con las si-
renas encendidas. Un equipo de televisión con
la insignia de la P.F.A. y bototos militares toma
imágenes de cada uno de los coches, paseando
las cámaras y las gorras por fuera de nuestras
ventanas. La ceremonia dura más de una hora,

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y como la orden es mantener todos los vidrios
cerrados, dentro de los buses el calor y la falta de
aire nos asfixian. Mientras esperamos la orden
para seguir, el Polaco amaga un par de veces con
abrir una ventana trasera y disparar una botella
vacía de cerveza a la cámara.
—Así es como provocan, ahuevonado. No
hay que pescar —dice el Citroneta, quien, como
muchos, se ha quitado la camiseta para secarse
el sudor.
El Tío, sentado en la cabina junto al chofer
y de impecable corbata, mueve la cabeza de un
lado a otro, maldiciendo el día en que su jefe le
ordenó viajar con Los de Abajo a Buenos Aires.
Y peor aún, maldiciendo toda su vida. Maldi-
ciendo su trabajo y su futuro.
La orden de partir da inicio a un extraño city
tour por Buenos Aires. Nuestros guías son carros
antimotines con doble blindaje. Muchos de los
barristas por primera vez salen de Chile y con
sus caras pegadas a los vidrios aprovechan de co-
nocer la ciudad donde han nacido las más legen-
darias y violentas barras bravas del continente,
inspiradas, como tantas cosas argentinas, en los
ingleses. Recorremos la capital de un país donde
al año mueren 9,5 hinchas por violencia en el

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fútbol. Un país donde la mayoría de los líderes
de las barras bravas dependen directamente de
políticos de peso que los utilizan en marchas, en
golpizas, pegando lienzos y alentando al equipo
los domingos en la cancha. Pero la ciudad más
importante de este lado del mundo, con esa sim-
pática pretensión europea de sus habitantes, solo
la podemos ver desde arriba del Chilebus: por
mandato superior, no podemos bajarnos.
Según ordenan desde el bus dos, donde va
toda la directiva de Los de Abajo, la única para-
da permitida será en el barrio La Boca. La idea es
juntarse con la gente de La 12, la barra brava de
Boca Juniors, quienes nos van a “prestar ropa”,
es decir, nos ayudarán a pelear contra sus eternos
rivales de River Plate.
Nos bajamos de los buses en el puerto. La
comunicación oficial dice que nos juntaremos
media hora más tarde, en el mismo lugar. Pero
en la caminata masiva por la calle Caminito, con
banderas azules y gritos de la U, algunos miem-
bros de la barra rayan las clásicas paredes colori-
das con gráfica de Los de Abajo. Ahí comienzan
los líos: los miembros de La 12 que deambulan
por La Boca se sienten agredidos, se organizan
rápido y las supuestas barras hermanas con un

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enemigo en común se trenzan en una gresca que
termina con heridos, robos de camisetas, asal-
tos, banderas rajadas y detenidos. Varios han
perdido sus billeteras y a un tipo del bus cinco le
han quitado la camisa, el reloj, los cigarros y su
cuchilla. La policía actúa como juez de boxeo,
aunque solo sujeta a los hinchas chilenos.
—Los de Boca no tienen amigos —comen-
ta entre dientes el sargento que lleva esposado a
uno del bus cuatro.
Se arma un pequeño alboroto en La Boca,
con mujeres gordas y viejas pidiendo cárcel para
los chilenos y niños pobres vestidos con camise-
tas de Maradona escupiendo insultos.
—¡El bus es nuestra familia! —nos grita el
líder, parado al lado del chofer, cuando otra vez
estamos todos arriba—. Miren cómo quedamos
peleando con diez hijos de puta de Boca. Esta
noche vamos a tener al frente a 70 mil gallinas
de River. No se separen. ¡El bus es la familia!
Jorge, el empleado de la imprenta que había
aprovechado la detención para comprar souve-
nirs para sus colegas de trabajo, regresa al bus
con la cabeza rota y la cara ensangrentada. Le
han dado una paliza por andar lejos del grupo,
está tirado en su butaca y maldice la hora en que

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pidió permiso en la oficina. El Polaco le ofrece
su camiseta para que se limpie la sangre y Jorge
se la pone como turbante. Por la cara de mu-
chos de los pasajeros, la amenaza del infierno en
Buenos Aires ya se ha concretado. Y aquí vamos
otra vez, los once buses. Dejamos atrás La Boca
y enfilamos al estadio, con un tipo con la cabeza
rota y ensangrentada, otros asaltados o cortados
con cuchillas, un par de detenidos —que lue-
go serán liberados— y la policía rodeándonos
como los moscardones a la mierda. Aquí vamos
otra vez a la cancha, y no me olvido de que en el
bus llevamos una granada de mano.

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La última detención antes de irnos a la can-
cha es en avenida Figueroa Alcorta, frente a
Aeroparque. La caravana se estaciona a un lado
de la pista y algunos barristas se lanzan sobre el
pasto para descansar, otros se revisan las heridas,
fuman la última marihuana o se empinan lo que
queda de cerveza. Walter, el jefe supremo de la
barra, el capo de la hinchada, la abeja reina, se
muestra por primera vez en público.
En apariencia, Walter es el más formal de
toda la delegación. Más que jefe de una barra
brava, parece el empleado del mes de una tienda
McDonald’s, o un profesor súper-buena-onda
de un instituto de computación, o un guitarris-
ta de parroquia de barrio. Está bien peinado, la
camisa dentro del pantalón y unas zapatillas tan
blancas que de seguro nunca han pateado una

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pelota de fútbol. Posiblemente, Walter nunca
soñó con ser jugador de fútbol: da la idea de que
su felicidad habría sido ser dirigente del club,
presidente o tesorero, quién sabe, lo único con-
creto es que terminó siendo el líder de los barris-
tas más bravos. Solo como cabecilla de los hin-
chas pudo llegar a reunirse con los directivos del
club y acercarse, de cierta manera, a sus anhelos.
Walter se pasea por entre la muchachada pi-
diendo calma, diciendo que las entradas están
por llegar, recomendando tener cuidado y estar
más atentos a las provocaciones.
—La idea es que un dirigente del club, que
hace tres horas salió de Santiago en avión, venga
hasta acá con las entradas —dice él.
En promedio, los que estamos en el viaje he-
mos pagado unos 70 dólares por persona: esa
plata incluye pasaje y entrada al partido.
—Pero eso lo pagan los nuevos nomás —me
dice el Polaco, y agrega que él viaja gratis porque
pasó los tarros de la colecta durante dos meses
en los partidos jugados en Santiago.
Los dirigentes de la barra tampoco pagan, y
los miembros de menor jerarquía pagan la mitad
o lo que puedan. Por Figueroa Alcorta pasan los
primeros autos con banderas de River Plate.

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Van al estadio y nos lanzan insultos y tocan la
bocinas y nos gritan chilenos muertos de hambre,
pero ya no hay ganas de responder los ataques. El
imprentero, con la camiseta del Polaco en su ca-
beza, le relata su mala experiencia a un grupo del
bus seis. Uno de la máquina ocho muestra los ta-
jos de cuchilla que se ganó en el antebrazo dere-
cho. Un pesimista asustado comenta en voz alta
que una horda de 70 mil gallinas se nos va a venir
encima, y al comentario lo sigue un interminable
silencio. JG ha guardado la máquina de fotos y se
tiende en el suelo a vivir sin más registro que su
miedo este momento histórico.
Walter, el gran jefe, desaparece por la avenida
arriba de un taxi y regresa a la media hora con el
alto de pases. Parece feliz por haber estado reu-
nido con los dirigentes del club en el hotel cinco
35
estrellas donde se hospedan y, a la vez, se le nota
un poco triste por tener que regresar a su rebaño
de hinchas despeinados.
Reparte las entradas una a una, pidiendo
calma y tranquilizando a la barra. El Pelluco, el
Kramer, el Taitor, el Jhonny y el Mono, otros
históricos dentro de la hinchada, lo acompañan
en la repartición. Llega la hora de irnos al esta-
dio. Los focos del Monumental de River, perfec-
tamente encendidos, nos guían como a las miles
de polillas que revolotean alrededor.
En pocos minutos estaremos ahí adentro, es-
perando que la U por fin llegue a su primera
final de Copa Libertadores de América, dispues-
tos a entregar la vida si es necesario con la gran
ilusión de poder ganarle por una puta vez un
partido importante a los argentinos.
A medida que la caravana de buses se acerca
al Monumental, por las ventanas va creciendo la
marea de hinchas de River. Cada metro que avan-
zamos la muchedumbre exterior crece y crece, y el
recorrido se torna lento, como una babosa cuesta
arriba. El Tío decide apagar las luces interiores
del bus. Desde afuera los gritos antichilenos se
escuchan fuerte, muy fuerte. Nos movemos cada
vez más despacio, surcando el mar de camisetas

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con la raya roja. Zigzagueando entre hinchas
argentinos que comienzan a mover los buses tra-
tando de voltearlos. Porque afuera ya son mi-
les, y nuestro líder grita que cierren las cortinas
y que hay que meterse debajo de los asientos y
las ventanas de la casa estallan, una tras otra, y
algunas piedras ya están adentro y rebotan en
el pasillo y estamos esparcidos en el suelo, con
los vidrios rotos cerca de la cara y los gritos de
las gallinas se escuchan como el cercano rugido
de un león frente a su presa. Y el Polaco respira
hondo y toma aire y abre una ventana y grita
“¡Argentinos conchasdesumadre!”, y lanza dos
botellas de cerveza de litro hacia fuera. Y luego
grita “¡Argentinos culiaos!”, y dispara dos bote-
llas más. Una piedra le estalla cerca de la cara,
pero alcanza a agacharse. Los insultos se escu-
chan cerca, tan cerca como las espuelas de esos
caballos de la policía que, finalmente, nos escol-
tan hasta la cancha.
Quedan pocos minutos para el partido.
El estadio está repleto y los gendarmes nos
tienen retenidos en las escalerillas que dan a las
tribunas Centenario y Belgrano del Monumen-
tal de River. Debemos esperar una orden supe-
rior que tarda, pero finalmente llega. Entonces

37
los policías nos empujan con golpes de palos
para que entremos al estadio. Y aparecemos en
la mitad de la gradería, somos un punto insigni-
ficante entre los 70 mil hinchas que no nos dan
mayor importancia. La policía sigue acarreándo-
nos a golpes, mientras espontáneamente Los de
Abajo empiezan a gritar, a todo pulmón, con la
rabia adentro, “¡Argentinos, maricones, les qui-
taron las Malvinas por huevones!”.
Cuando la U sale a la cancha, los 11 jugadores
corren hacia donde estamos nosotros y levantan
las manos. Respondemos el gesto con gritos que,
paradójicamente, son todos similares a los de la
hinchada riverplatense. En el pasto ya están los
22 jugadores, varios de ellos futbolistas sudameri-
canos con sueldos millonarios, varios de ellos sali-
dos de los mismos barrios pobres de los barristas.
Lo del partido es un vacío gigantesco. La ma-
yoría de los 70 mil espectadores mira el encuen-
tro sin moverse de sus asientos y, por momentos,
uno tiene la idea de poder escuchar cómo los
jugadores se insultan dentro de la cancha.
—¡Estos huevones no gritan nada! —comen-
ta el Citroneta, descolocado, engañado. Como si
todos los años que estuvo escuchando la furia de
las barras bravas de acá hubiera sido uno más de

38
los famosos chamullos argentinos.
Pero hemos venido a pelear con gritos y los
cabecillas de Los de Abajo no se amilanan y pi-
den, con ganas, vamos, gritemos, dejemos ca-
llado al estadio. Un Monumental de River que
sigue el partido enmudecido, sin darnos un se-
gundo de importancia y que, eso es lo peor de
todo, solo sacan el habla cuando el partido fina-
liza con el triunfo de ellos.
Perdemos por un gol a cero. Un penal brutal
contra Valencia, que el árbitro Rodas no cobra,
y un gol vergonzosamente farreado por Silva-
ni, un delantero argentino que juega para la U,
nos eliminan de la Copa Libertadores, se llevan
la ilusión y nos dejan viendo cómo el inmenso
mar de hinchas argentinos vuelve a celebrar otro
triunfo sobre un equipo chileno.
Apenas termina el partido se anuncia por
los parlantes que la gente debe quedarse en sus
asientos porque primero saldrá la hinchada vi-
sitante. No pasan cuatro minutos, ni siquiera
cuatro minutos para tragar la derrota, cuando
un comando de policías, sin provocación algu-
na, comienza a barrernos a golpes de bastón. Es
una lluvia de palos que no se detiene ante nada
ni nadie. Aparecen policías de civil y algunos de

39
pelo largo, de la inteligencia policial argentina,
que patean en el suelo a algunos heridos. Los
fierros van y vienen. Cuando te dan un palo en
el codo el brazo se te paraliza, pero no tienes
tiempo de protegerlo porque debes seguir arran-
cando. Si te caes, tratas de que no te pisen la
cara y puedes ver, como veo, que se llevan a un
policía algo inconsciente. “¡Tiren la granada!”,
escucho que grita alguien. Bajo las graderías, en
la zona de los baños, la paliza es brutal. Pero si
lanzan la granada, nos matarán vivos cuando
nos metan a la cárcel de Buenos Aires. Tengo
miedo. Estamos metidos en un caos de palos y
gritos y empujones y garabatos y alaridos y tiro-
neos y cascos policiales y patadas por la espalda y
ladridos de perros y rugidos de hinchas de River
desde el otro lado de la reja y se entiende poco y
mejor agachar la cabeza y empujar hacia arriba,
hacia donde sea, hasta que todo se acabe rápido,
que todo termine de una vez.
La calma llega cuando los gendarmes argen-
tinos se dan cuenta de que aparecen las cámaras
de televisión. Resultado final: cuatro hinchas
con la cabeza rota, uno con un ojo reventado,
un policía con la nariz trizada y dos detenidos
que son liberados cuando se enfrían los ánimos.

40
Como siempre, un fuerte contingente de po-
licías nos saca de Buenos Aires. El tropel cruza la
pampa de noche; esta vez todos los buses llevan
las ventanas rotas. El frío pampino, inhumano
sin vidrios, al menos se lleva el olor a encie-
rro y, en cierta forma, es más llevadero que la
violencia.
De vuelta al paso fronterizo Los Libertadores,
el cielo de la cordillera de los Andes se ha escon-
dido detrás de una espesa nube negra. Los gen-
darmes de la policía argentina ni siquiera suben
a pedirnos los papeles y nos expulsan rápido de
su país. Al cruzar el túnel internacional estallan
los aplausos. El Tío toca la bocina. Estamos en
Chile. El personal de inmigraciones nos saluda
como a héroes y nos levantan el pulgar. Dos po-
licías chilenos nos agitan las manos desde su pa-

41
trulla. Todo el país sabe de la brutal golpiza en el
estadio y ahora regresamos victoriosos. Sin im-
portar la derrota, somos ganadores. Tres canales
de televisión, varias radios y un fuerte aplauso
por parte del personal de la Aduana levantan la
autoestima de Los de Abajo. Somos la gran no-
ticia del día.
—Oigan, cabros..., ¿me puedo tomar una
foto con ustedes? —nos pide el Tío, que ha re-
clamado durante todo el viaje y ahora, sorpresi-
vamente, nos habla gentilmente con una cámara
fotográfica en la mano.
Después, cuando ya ha sacado la foto, dice
que este ha sido un viaje memorable. La mayoría
se ríe, pensando que exagera.
—Ha sido un viaje histórico, chiquillos.
Aunque suenan ridículas, las palabras del Tío
sacan aplausos. En realidad, en todo Chile nos
aplauden. Y como nunca, todos los que vamos
arriba del bus nos sentimos orgullosos, felices,
valientes, héroes.
Al bajarnos del Chilebus, ya en Santiago, el
Polaco por primera vez se ve triste y nos pide
números de teléfono a todos y dice que nos vol-
vamos a ver al día siguiente y le pide a JG que le
saque una foto, como si hubiera sabido de siem-

42
pre que andábamos haciendo un reportaje con
ellos, de ellos. Y el bus parte, y todos nos abra-
zamos por la hazaña y porque ya se ha acabado.
Cuando no queda nadie arriba de “la casa”, el
chofer acelera aliviado y se va respirando la tran-
quilidad de volver a viajar sin los hinchas. De
seguro no sospecha, ni él ni el Tío, que dentro
de su bus llevan una granada que ninguno de
los barristas se atrevió a lanzar en el estadio de
River Plate. Una bomba que puede explotar en
cualquier momento.

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2016

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—¿De verdad no vio el penal? Fue el penal
más grande de la historia.
—No, no, no, no, no lo vi.
—Pero lo vio todo el mundo.
El ex árbitro Alfredo Rodas se detiene un se-
gundo. Respira y recuerda:
—¿Sabe qué? Yo después analicé muy bien, y
en el momento que yo giro, y en cuestión de se-
gundos, me pasan unos dos o tres jugadores, y el
Leo Rodríguez, y si yo hubiera visto esa jugada
la pito. Claro que la pito. Porque a mí siempre
me ha gustado estar por el lado honesto, y eso
es lo que yo le he inculcado a muchos árbitros
que han sido mis alumnos acá en la ciudad y en
el país y que están actuando a nivel profesional.
Pero yo me retiré hace 16 años, ahora vivo una
vida muy tranquila. Debo reconocerle que es un
honor poder estar hablando con usted de este
partido de hace veinte años.

57
Vamos a morir. Lo repetían todos, a cada
rato.
Voy a dar la vida por el equipo, decía uno, y
luego otro y uno de más allá, como recitando un
mantra barrabrava. Viajamos a ver un partido de
fútbol con una granada militar y eso, que hizo
especial a nuestro bus, nos llenó de una mística
explosiva las 70 horas del viaje y el tiempo que
vino después.
Pero no murió nadie.
Al final, solo recibimos una golpiza. Palos y
patadas y empujones y más palos y más patadas
y más empujones y agáchate conchatumadre y
policía culiao y argentinos hijosdeputa y chile-
nos hijosderemilputas y las luces de las cámaras
y las fotos y laputaqueteparió y a vos la que te
remilparió, y a la mañana siguiente noticia de
portada en los diarios por dos o tres días.

58
Si alguien hubiera lanzado la granada, la his-
toria sería distinta.
El estruendo habría dejado mudo a todo el
Monumental de River, que esa noche estaba lle-
no y que al final del partido celebró el triunfo
como si ya hubieran ganado la Copa Liberta-
dores, y la Copa del Mundo, y todas las copas
planetarias juntas. Los que llenaron el estadio
celebraban porque volvían a llegar a una final de
la Libertadores después de 10 años. Festejaban,
pero todo eso se habría enmudecido con la ex-
plosión, el boom, y de atrás los gritos y los hin-
chas de River sangrando y la camiseta de la fran-
ja roja entera y algunos tumbados en el suelo si
efectivamente explota la granada. Y es probable,
muy probable, que en represalia al ataque chile-
no en pleno barrio de Núñez, la Policía Federal
Argentina hubiera recurrido al gatillo recontra
fácil y hubiéramos comenzado a caer al suelo
por los tiros. Y las balas silbando sobre nosotros,
hasta que alguna diera en el blanco y abatiera
a uno, dos, tres o cuatro hinchas que habrían
cumplido su promesa de morir por el club, de
dar la vida por el León, de volver a casa dentro
de un cajón pero vistiendo la camiseta azul, la
11, la de Leonel, la de Puyol, la de Salas, la que

59
fuimos a defender porque más que una pasión es
un sentimiento, y más que un sentimiento era la
vida y ahora, justo ahora, los estaríamos recor-
dando como héroes, como los mártires de una
gran epopeya: la mayor aventura de una hincha-
da chilena en el extranjero.
Pero eso no pasó. Nadie tiró la bomba, nadie
murió, y no hay camisetas de ningún hincha-
héroe. Hoy, buena parte de los barristas que se
ponen en la galería sur del estadio Nacional ape-
nas había nacido hace 20 años, el resto ni siquie-
ra existía ese 1996 cuando el presidente de Chile
era Eduardo Frei Ruiz-Tagle y el comandante en
jefe del Ejército todavía era Augusto Pinochet.
Pese a que todos coincidían que en 1989 había
terminado la dictadura militar, se vivía en ese
extraño agujero negro de la transición chilena,
donde la historia parecía errar a paso aletarga-
do por efecto de una droga ansiolítica. Tiempos
donde el latido social más contestatario venía
del bombo de las hinchadas.
Nunca las barrasbravas fueron más políticas,
en Chile y en Argentina, que en la década de
los 90. Ocupaban, en muchos casos de forma
rentada, el lugar de los militantes de la calle. Ahí
estaba pasando algo, pasó algo, que era casi lo

60
único que sacudía el letargo (y que servía para
mantenerlo). Y por eso, no resultaba tan extraño
declarar que uno estaba dispuesto a dar la vida
por el club. No había algo más interesante por
qué ofrecerla.
La tensión y la violencia nos acompañaron
todo el viaje. Tuve miedo gran parte de la trave-
sía. Cuando nos rompieron los vidrios del bus
a botellazos, con nosotros adentro en la llega-
da al estadio Monumental. O cuando fuimos a
La Boca y el bus se llenó de hinchas heridos.
O con los golpes de la policía. O con la ten-
sión constante de que alguien tirara la granada.
O pensando que, en cualquier momento, de un
segundo a otro, descubrían que estábamos ahí
haciendo una historia para publicar en el diario.
Javier Godoy y yo nunca dijimos que estábamos
ahí para escribir una historia. En verdad, no es-
tábamos ahí por eso: viajamos porque quería-
mos ver cómo el equipo salía a la cancha y nos
saludaba a nosotros los hinchas, y por primera
vez en la historia pasábamos a una final de la
Copa Libertadores, con nosotros como testigos
de un momento de gloria del equipo de nuestra
vida. Por el que, incluso, uno podía dar la vida.

61
A las tres de la mañana del 24 de julio de
2010 llegó a mi cuenta de Facebook un mensaje.
La foto de perfil era antigua y mostraba a un
hincha, de pelo largo y anteojos, con una ca-
miseta de la U que decía Chilectra. Me costó
reconocerlo.

Mensaje:
Cómo estái po weón, tanto tiempo. Leí la
hazaña en Argentina. Me cagué de la risa y
me emocioné bastante con el final de lo que
vivimos. Un abrazo fraterno en donde estés
y te aclaro algo. Siempre supimos que eran
periodistas. Si nosotros con puras cámaras
pencas y ustedes con la media cámara. ¿Te
gusta mi foto de perfil? Jajajajaja ¡Fue el 98
en el zorramental!

62
No le contesté. Era el Citroneta.
Me volvió a escribir el 2 de agosto de 2010,
a las 17:28.

Mensaje:
Mañana jugamos la semifinal con Chivas.
Si pasamos a la final nos vamos para Brasil
con el Punta. Eso sí, ahora en avión. Mán-
date unas fotos del viaje a Buenos Aires. Yo
trabajo ahora en un laboratorio, así que si
necesita algún remedio hable con Citroneta,
jajajaja. Se despide un romántico viajero.

Finalmente, la U no pudo superar a las Chi-


vas de México y volvió a quedar en la semifi-
nal del torneo. Nunca hemos podido llegar a la
final, siempre lo mismo: el 70 contra Peñarol,
el 96 con River, el 2010 con Chivas y el 2012
contra Boca.
El Citroneta recuerda el viaje a Buenos Ai-
res con alegría, y ese bus como la escenografía
de una gran hombrada en su vida. A todos nos
pasó igual. Por las fotos de su Facebook veo que
sigue yendo al estadio, y en todas aparece con la
camiseta del equipo. El trabajo en el laboratorio
ahora le permite pedir un crédito blando, para

63
viajar en avión a un partido a Brasil, pero la pa-
sión sigue intacta, dice. Uno se pregunta cómo
envejece un barrabrava.
¿Y cómo envejece un bus en veinte años?
¿Dónde estará esa ballena con ruedas en la
que cruzamos la pampa argentina cargando un
explosivo?
La empresa Chilebus Internacional sigue
existiendo.
Ahora tienen un solo bus que hace viajes al
extranjero. Salen a Brasil una vez a la semana,
en un viaje que dura tres días si no hay cortes
de ruta o cierre de fronteras. Según el sitio de
la empresa, los buses que tienen son relativa-
mente nuevos. El de la granada tendría que ser
chatarra.
Pero hay una pista, que también la confirma
Wikipedia. Dice: “Hace un tiempo operaban en
su ruta internacional buses Comil Gallegiante,
los que fueron reubicados en las rutas del litoral
central de Pullman Bus. También operó con má-
quinas doble piso alemanas Neoplan”.
El bus en el que viajamos a Buenos Aires era
un Comil Gallegiante. Es probable, entonces,
que el bus con la granada esté ahora haciendo
rutas por el litoral central.

64
Después de varios días pesquisando dónde
podría estar el bus donde pasamos una tempo-
rada en el infierno, pude conseguir un nombre y
un teléfono celular: Héctor Urra, jefe de opera-
ciones de Chilebus desde hace más de 30 años.
Lo llamo un domingo. Le pregunto si recuerda
el viaje con Los de Abajo.
—Claro que me acuerdo. Perfectamente.
—Fue hace veinte años…
—¿Y qué tiene?
—¿Quedan algunos de esos choferes?
—Claro, quedan algunos.
—¿Y los buses? ¿Todavía tienen esos buses?
—No, esos buses no. Esos buses ya se vendie-
ron. No los tenemos nosotros.
—¿Y sabe dónde pueden estar? Me interesa
encontrar uno de esos buses.
—¿Y por qué le interesa?
—Quiero revisar una cosa.
—Bueno, se vendieron. Están fuera de Santiago.

65
“Una granada para River Plate” comenzó una
semana antes del partido. El encuentro de ida
había tenido fricción dentro y fuera de la can-
cha. Esa noche fría del 5 de junio de 1996, el
Nacional era un horno con 70 mil camisetas
azules y la salida del León sigue siendo la más
recordada, con humo azul y rojo y bengalas y
tambores y el codo sur tiritando como si fuera a
crujir, como si en cualquier momento se quebra-
ba por la pasión y fuerza de los gritos alentando
al equipo.
En la cancha, el resultado final fue un em-
pate a dos con goles de jugadores únicos: Enzo
Francescoli, Esteban Valencia, Marcelo Salas y
Juan Pablo Sorín. En las tribunas, unas peque-
ñas escaramuzas entre hinchas azules y de River
habían encendido la alarma. Después de esos
incidentes, la prensa deportiva de un lado y del

66
otro de la cordillera anunciaba el match definito-
rio como de altísimo peligro. Todos se juramen-
taron que en el gallinero más grande del mundo
sería la batalla final. Y no me la quería perder.
No tenía plata para viajar. Llevaba un mes
con 27 años, más tiempo sin dinero, algo más
sin trabajo. Había descubierto tarde, como pasa
con las vocaciones dormidas que un día despier-
tan y se quieren llevar todo por delante y sin
respiro, que me quería dedicar a escribir y viajar.
La realidad era otra: apenas estaba comenzan-
do a hacer mis primeros textos como periodista
aficionado y viajar sonaba a una ilusión tan real
como la de un amor platónico.
El lugar donde aparecían mis textos esporádi-
cos era en la Zona de Contacto, suplemento de
El Mercurio. Partí publicando cuentos: la ficción
me abrió las puertas de un medio como perio-
dista en estado salvaje. Una vez adentro, salté a
la no-ficción. Siempre ofrecía temas, con la es-
peranza de un apostador que reparte sus fichas
sobre el paño de la ruleta. Si acertaba, lo celebra-
ba proponiendo más. Si me rechazaban, insistía
con nuevas fichas. Pero ahora, mirando ese ca-
jón de los recuerdos guardado hace dos décadas,
creo que lo que más buscaba era una señal. Un

67
mensaje en serio, rotundo, determinante. Algo
que me empujara a la fuerza a abandonarlo todo,
dejar de caminar por la frontera entre no saber si
dedicarme por completo a escribir o volver a la
oficina, a la corbata, al maletín de vendedor, al
horario del reloj-control y a mis compañeros de
trabajo que todo el día sacaban cuentas, de los
negocios o para sobrevivir.
El bus a Buenos Aires llevaba una granada,
pero en mi cabeza iba una bomba de tiempo. Lo
que me sacaba de esa incertidumbre era la U, los
partidos de los fines de semana, gritar y cantar
desde la galería sur. Desahogarme y sentirme va-
liente desde el tablón, porque vivía con miedo al
futuro. A no atreverme a cruzar un mar a nado.
A perderme el gol. Por eso, daleeeee leóoon, dale
dale dale leóooon, dale dale dale leóoooon…
Eso le pedí al periodismo: ver el partido de la
semifinal de la U con River en el Monumental
el 12 de julio de 1996.
Si de algo servía ese oficio que tanto había
idealizado, pero que no comenzaba a abrazar de
manera comprometida; si de alguna puta cosa
servía ese periodismo por el que pasé días, meses
y años soñando en mi cabeza de empleado con
una vida de viajes y de escribir lo que uno iba

68
viendo por el mundo; si era cierto y no era otro
simple enamoramiento ingenuo, esta vez por los
libros donde había leído grandes historias reales,
entonces que esta nueva ocupación me sirviera
para ir a ver a la U a Buenos Aires.
Hasta hoy, es lo único que realmente le he pe-
dido al periodismo: ir a ver un partido de fútbol.
Para que llegara alguna respuesta, tenía que
hacer mi parte. Y no la hice solo, sino que con
Javier Godoy (JG), gran fotógrafo freelance, gran
hincha de la U y gran entusiasta.
A Javier lo había conocido en los pasillos del
diario, donde nos cruzábamos regularmente.
Compartíamos esa precariedad laboral de ofre-
cer y ofrecer temas desde la sub-clase del cola-
borador externo. En la pirámide social de un
medio de comunicación, estábamos en el último
escalafón.
Teníamos un punto a favor: nadie más iba a
querer hacer ese viaje, en esos buses, todas esas
horas, para contar una historia más de un par-
tido más de una Libertadores más. Un día me
asomé por la sección Deportes de El Mercurio, y
ahí estaban los periodistas deportivos, como en
todas las redacciones de deportes, jugando al so-
litario mientras la secretaria les sacaba los pasajes

69
en avión para volar el mismo día y regresar esa
misma noche.
Rápido entendí esa máxima del freelance:
ofrece temas que a los periodistas oficiales les dé
flojera hacer.
Ir con la barra era un buen plan, que a los
otros periodistas no les interesaría hacer. Por eso,
ese buen plan era, además, nuestro plan.
Presentamos el proyecto con entusiasmo, y
tuvimos que dar más explicaciones que un in-
migrante tercermundista llegando a Europa. No
es que no creyeran en nosotros: no creían en la
historia. Y en verdad, podía no pasar nada. Pero
nosotros escondíamos nuestra verdadera moti-
vación: ver a la U de visita en una semifinal con
River.
Hicimos un mal acuerdo previo, pero no nos
interesó reclamar. Nosotros nos tendríamos que
pagar el pasaje y, si había noticia, nos comprarían
el reportaje y las fotos a buen precio. Una apues-
ta. No había tiempo para negociar más. Fuimos
a pagar nuestro cupo en el bus unos días antes.
Apenas cruzamos la cordillera, y ya estábamos
en territorio argentino, todos en el bus gritamos
por la U y cantamos. Con Javier nos dimos un
abrazo porque el plan estaba funcionando.

70
En La Boca, cuando vino el choque con los
bosteros por rayarles Caminito con la LDA de
Los de Abajo, quisimos llamar al diario para pe-
dir que nos pagaran un avión de vuelta. Fue el
momento más difícil. Todo pasaba muy fuerte y
muy rápido y con mucha violencia. El periodis-
mo me estaba regalando lo que le había pedido,
pero me lo estaba inyectando picándome todas
las venas al mismo tiempo.
A la vuelta hubo que escribir de urgencia. Se-
leccionar fotos de urgencia. Todo era contra el
tiempo: seríamos el tema de portada, con gran
despliegue. Y nos pagarían los gastos. Teníamos
una exclusiva noticiosa que nadie más tenía: la
intimidad de la barra. Fuimos un éxito.
El título de la portada lo puso Alfredo Se-
púlveda, editor de la Zona de Contacto: “Un
viaje al infierno”. En la bajada decía: “Junto a
Los de Abajo a Buenos Aires”. En esa primera
versión, no publiqué nada de la granada. Y no
es que haya querido guardar ese detalle para el
futuro. O para un libro. No pasaba por algún
cable de mi cráneo la idea de publicar en el fu-
turo un libro. No lo escribí porque el hecho se
me bloqueó, como una amnesia breve. Algo en
mi cabeza negó el hecho, cuando a todos nos

71
recibieron como héroes. Porque fuimos a dar la
vida, y regresamos como ídolos. Incluso, cuando
entramos de vuelta a la redacción de la Zona de
Contacto.
Con las semanas, cuando la noticia se esfu-
mó de los diarios, comenzó a aparecer la historia
completa en mi cabeza. Y ahí entendí que algún
día contaría la versión entera, con la granada y
los vidrios rotos y el viaje sin vuelta. Muchas ve-
ces la velocidad de los medios no alcanza para
desplegar una historia que tarda en brotar, y para
eso están los libros. Acá había mucho más que
un viaje de una hinchada. “Una granada para
River Plate” terminó siendo un viaje sin regreso
a mi vocación.
La escritura es muy celosa. Y, por eso, siem-
pre te va a recompensar según cuánto estés dis-
puesto a dejar de lado por ella. Con la U la re-
lación es distinta. No importa si el equipo gane
o pierda, ahí está uno con él, sumergido en ese
amor inexplicable. Aunque te dé poco o nada,
uno sigue aferrado al equipo. Aunque se deje
de ir al estadio, como me ha pasado la última
década, ahí está uno alerta al próximo partido.
Siguiendo a la U, aunque se gane.
Hay una imagen que cada tanto se me apare-

72
ce en estos 20 años. Es de noche, de madrugada,
y venimos de regreso. Cruzamos la pampa con
los vidrios rotos y la pampa helada nos raspa la
cara. La mayoría duerme, porque el cansancio
acumulado nos aturde sin importar el frío. El
Chilebus se bambolea por la mitad de la plani-
cie argentina. Voy tumbado arriba de dos asien-
tos llenos de pedazos de vidrio de los ventana-
les rotos, como un faquir. Abrazo la mochila,
para calentar mi cuerpo. Pero también la abrazo
como a una boya, en mitad del mar oscuro. Es
el momento en que siento que, si bien estamos
volviendo, ya no tengo boleto de regreso. Si ha-
bíamos sido tan valientes de enfrentarnos a los
policías y querer dar la vida por el equipo, por la
U, yo no sería tan cobarde de no querer intentar
dar la vida por eso que me tenía ahí, y que algu-
nos llaman periodismo.

73
Fecha: 12 de junio de 1996.
Estadio: Monumental, Buenos Aires,
Argentina.
Público: 80 mil personas aproximadamente.
Árbitro: Alfredo Rodas (Ecuador).
Universidad de Chile: Sergio Vargas; Cristián
Castañeda (72’ Miguel Ponce), Cristián
Traverso, Cristián Mora, Cristián Romero;
Luis Musrri (57’ José Luis Sánchez), Esteban
Valencia, Leonardo Rodríguez, Víctor Hugo
Castañeda; Walter Silvani y Marcelo Salas. DT:
Miguel Ángel Russo.
River Plate: Germán Burgos; Hernán Díaz,
Celso Ayala, Guillermo Rivarola, Ricardo
Altamirano; Matías Almeyda, Marcelo Escudero,
Ariel Ortega (61’ Juan Gómez), Gabriel Cedrés;

74
Enzo Francescoli y Hernán Crespo (80’ Marcelo
Gallardo). DT: Ramón Díaz.
Goles: 34’ Matías Almeyda (River Plate).
Incidencias: A los 56’ fue expulsado Marcelo
Escudero (River Plate).

75
“Una granada para River Plate” está escrita
con la estructura más simple y directa del relato
de viajes. Es decir, siguiendo la cronología de la
travesía. Parte con la salida de Santiago, termina
con el regreso, y entremedio está el gran clímax:
la llegada al estadio, el partido, la golpiza.
La única vez en que no se respeta la línea del
tiempo es al comienzo. La historia parte con el
Polaco y su cortaplumas, mientras esconde la
granada en el tablero del techo por donde sale
el aire acondicionado y la luz para leer. Eso, que
ocurrió en las afueras de Santiago, es el inicio de
la historia. Aunque, en rigor, el viaje había par-
tido unas horas antes —y eso lo retomo pronto
en el relato— cuando estábamos afuera de la
antigua sede de la Corfuch, en Campos de De-
portes, subiéndonos a los buses y gritando que
íbamos a morir.
76
Lancé la granada en el inicio del texto, para
que desde el comienzo el explosivo fuera la me-
cha del relato. Le agregaba tensión al texto, y
además me servía para transmitir la precariedad
y el estado de alerta que nos acompañó durante
las 70 horas de viaje.
Cuando salió publicado el relato por primera
vez, sin la granada, la adrenalina la daba la tras-
tienda desconocida de un viaje que por esos días
salía en las noticias, en los diarios, en la televi-
sión, en las radios, pero que nadie conocía en la
intimidad de su infierno.
Un viernes de hace veinte años, cuando la his-
toria se publicó en la Zona de Contacto, pasó
algo que no había vivido antes. Por primera vez
me encontré con gente que leía un artículo mío.
Dos personas, en el metro de Santiago, iban le-
yendo con atención la Zona. Recuerdo que me
senté al lado de una de ellas. Un oficinista que
había terminado la que tal vez había sido una se-
mana de mierda, como solo los oficinistas pode-
mos dimensionar lo que eso significa cuando se
llega a los viernes. No tenía todo El Mercurio, so-
lamente la Zona de Contacto, por lo que es po-
sible que lo haya sacado de su oficina para leerlo
en su regreso a casa. Y ahí estaba, al lado mío.

77
Sonreía y disfrutaba imaginando que él era parte
de ese bus, de esa historia, que estaba dentro de
esa hazaña de los azules y que su vida no era la
de un empleado que volvía a su casa molido por
el rigor de una mala semana.
Me emocionó ver cómo, por primera vez, un
desconocido con el que uno se topaba en la calle
me leía. Tanto, que tuve ganas de hablarle. De
decirle que yo era el que había estado ahí, Juan
Pablo Meneses, el que firmaba la nota. Y decir-
le que antes también había trabajado por años
en una oficina, pero que ahora no lo haría más,
porque ahora las cosas habían cambiado con
ese viaje. Explicarle que estuve en el estadio, y
que contra el tiempo junté todas esas letras que
está leyendo ahora que terminó la pega y estoy
súper orgulloso de ver que las lee y estoy súper
contento de ver que más gente va en el metro
leyendo la nota. No me atreví a hablarle. Pero,
¿cómo podía hacer para que él supiera que esta-
ba viajando al lado del autor? ¿Cómo hacer para
que, sin decirle, se diera cuenta? Llegué a pensar
en ponerme a revisar mi billetera. Y, de mane-
ra casual, mostrar alguna identificación donde
apareciera mi nombre y ahí, en ese momento,
el oficinista asociara el Juan Pablo Meneses del

78
carnet con el Juan Pablo Meneses que firmaba el
texto y me hablara, y me preguntara más detalles
y me dijera qué le había parecido. Esa primera
vez, con la idealización tardía y adolescente de
este oficio, todavía no entendía que los lectores
no leen el nombre de los autores de los artículos
en el diario.
¿Tiene sentido continuar esta historia que co-
menzó hace veinte años?
Retomar historias es casi un subgénero de
la no-ficción. Hay casos emblemáticos. Podría
usar, por ejemplo, el método de John Hersey en
Hiroshima. En ese hermoso libro el autor vuel-
ve a encontrarse con los protagonistas después
de muchos años y va reflejando, por sobre ellos,
el paso del tiempo en sus vidas y en Japón. O
lo que hace Joseph Mitchell en El secreto de Joe
Gould, libro en que la primera parte es una cró-
nica de un personaje excéntrico que Mitchell
publicó en The New Yorker, y la segunda parte
un largo desmentido de sus propios pasos déca-
das después.
Desde que Francisco Mouat me invitó a expe-
rimentar con escribir el otro lado de “Una grana-
da para River Plate”, supe que el paso del tiempo
sería un detalle. Esto no es un ejercicio de cómo

79
envejece un barra brava, ni de cómo envejece una
historia. No quise ajustarme a un largo “qué fue
de”, cuando sabemos desde el comienzo qué fue
de todos los participantes de esta historia.
Sabemos que los futbolistas famosos siguen
famosos y apareciendo en los medios de Chile
y Argentina, dependiendo si son de la U o de
River. Y sabemos que los barristas y los hinchas
anónimos siguen anónimos, como los pobres si-
guen pobres y los políticos de entonces aún son
protagonistas del presente.
Sí me daba curiosidad hablar con Alfredo Ro-
das, el árbitro al que este partido le arruinó la
carrera, al que putearon en ambos países, al que
Maradona calificó de “burro”, al que el doctor
Orozco bautizó de Alfredo “Robas”, el que tuvo
que irse a arbitrar a Japón por dos años, el que no
vio el penal más grande de la historia que nos dejó
fuera de la final. Un árbitro que terminó determi-
nando un partido y, por qué no, esta historia.
También me interesó saber del bus. Imaginar
en qué ciudad de Chile anda viajando un Co-
mil Gallegiante pintado con nuevos colores, y,
quizás, todavía con una granada escondida en el
tablero de los asientos 31 y 32.

80
—¿Alfredo Urra?
—Sí, con él.
—Don Alfredo, ¿cómo está? Le habla Juan
Pablo Meneses, yo lo llamé el otro día porque
estoy escribiendo del viaje de Los de Abajo a
Buenos Aires.
—Ah, sí, ¿cómo le va? Oiga, estuve averi-
guando dónde vendieron los buses.
—¿Y a dónde los vendieron?
—Yo pensaba que a Punta Arenas, estaba
seguro de que a Punta Arenas, pero la señorita
Macarena, que lleva el registro de todo, me dijo
que no se vendieron a Punta Arenas.
—¿Y a dónde se fueron?
—Los vendimos a un señor de Chiloé. Allá
están.

81
La Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de
Santiago es amplia, y está en el subterráneo del
edificio. Antes de entrar me piden dejar la mo-
chila en unos lockers metálicos, y debo registrar-
me en un sistema online y anotar mis datos e
inventarme una clave antes de hacer un pedido
desde el computador.
Es sábado, hay poca gente, y la chica del me-
són es amable. Le digo que estoy buscando dia-
rios de hace 20 años, del 96, de junio, primera
quincena.
—Esos ya deben estar en microfilms —me
advierte de entrada, y a mí me parece que todo
esto ocurrió anteayer.
En la portada de La Tercera del 12 de junio
de 1996 aparece de título principal “La U, a cla-
sificar”, y en la bajada se lee: “Esta noche todo
Chile se vuelve azul”. Abajo va una foto donde

82
se ve al Huevo Valencia y Luis Musrri leyendo el
diario Clarín de Argentina en la puerta del hotel
El Conquistador de Buenos Aires.
Las otras noticias de portada, en breves,
anuncian que para ese día hay convocadas dos
marchas en Santiago: una de los mineros que
protestaban contra el cierre de los yacimientos
de carbón en el sur (que Eduardo Frei Ruiz-
Tagle terminó, al poco tiempo, por cerrar de-
finitivamente). La otra es de los estudiantes de
universidades estatales que marchan reclamando
contra el valor de los aranceles.
En la sección Deportes hay una nota con el
título “Hinchas se toman Baires”, y cuentan que
unos dos mil seguidores de la U viajaron desde
Chile a ver el partido. Destacan el llamado de
unos dirigentes azules para no incurrir en “in-
sultos desafiantes ni cantos ofensivos”. Cuando
ese diario salió a la venta, nosotros estábamos
amaneciendo en la pampa. Despertando con un
vino en caja en vez de un café con leche y un
cigarrillo de marihuana en reemplazo de las tos-
tadas con mantequilla.
En la nota hay fotos de los buses, cuando sa-
limos desde la sede de la U, tomadas por Rober-
to Candia, que en 2010 se hizo famoso con su

83
fotografía de un damnificado por el terremoto
y tsunami levantando una bandera chilena des-
cosida y embarrada. El periodista entrevistó a
tres hinchas en la salida de los buses. Uno que se
hacía llamar el “Maní confitado” dijo al diario:
“Nunca hemos tenido miedo. Siempre vamos al
choque”. Otro, que La Tercera identifica como
“Nariz con Chanfle”, dice: “Por primera vez un
chuncho se va a limar una gallina”.
También habla el Peyuco que, según el dia-
rio, solo tiene pasaje de ida a Buenos Aires: “No
sé si vuelvo. A lo mejor me traen en un cajón
(ataúd)”.
El viernes 14 de junio, dos días después del
partido, el Peyuco estaba como foto principal de
la portada del diario, con el ojo reventado, abajo
del título principal que decía “Furia por apaleo”,
donde se hablaba de una queja formal de Chile
contra el gobierno argentino por la paliza recibida.
El ministro del Interior, Carlos Figueroa,
aparece pidiendo informes al embajador en Ar-
gentina, Eduardo Rodríguez, por los golpes de
la policía trasandina. Los mineros del carbón y
los universitarios chilenos habían sido apaleados
en la Alameda el mismo día por orden del Mi-
nisterio del Interior.

84
En El Mercurio de ese fin de semana se de-
batía la sucesión de Pinochet, quien, según las
cuentas que sacaban en el diario en junio de
1996, “solo podría mantenerse en servicio acti-
vo, como máximo, durante 21 meses más”.
En la sección Deportes, por esos días El
Mercurio hablaba del fin de la era Azkargorta
al mando de la selección chilena, de la llegada
de Nelson Acosta y su promesa de llevarnos a
Francia, de la inminente salida de Iván Zamo-
rano del Real Madrid para jugar en Italia, y del
sueño del Chino Ríos de llegar a estar entre los
cinco mejores tenistas del ranking ATP. Sobre el
partido, tituló “‘Robas’ es un vendido”, en una
nota con los reclamos del presidente de la U, el
doctor Orozco, y donde se anunciaba una queja
formal por el arbitraje del ecuatoriano.
La Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de
Buenos Aires también está en un subterráneo,
pero con ventanas.
Hay que bajar escaleras, y luego pedir los dia-
rios y revistas anotando en un papel el mes y el
año.
La Biblioteca Nacional de la República Argen-
tina no está en el mismo edificio donde Jorge Luis
Borges fue director por 18 años, pero durante su

85
mandato se promovió la construcción de este
edificio moderno ubicado en la Recoleta.
Como en todas las hemerotecas, adentro hay
poca gente, y todo indica que esa tendencia se
mantendrá.
Esta mañana de abril, eso sí, también hay
poca gente porque la biblioteca está en huelga.
Quienes atienden piden disculpas por la demora,
“solo somos los reemplazos”. La Biblioteca Na-
cional hace varios días está en paro por los despi-
dos masivos que ejecutó el gobierno de Mauricio
Macri en el edificio, apenas asumida su presiden-
cia. “Haremos una gestión de eficiencia”, había
declarado el propio Macri antes de comenzar con
los cortes de puestos de trabajo.
En los diarios argentinos de junio de 1996, en
cambio, se vive en el corazón del menemismo.
Carlos Menem es el centro noticioso, y suele apa-
recer sonriente en la prensa, a pesar de que hace
menos de un año se produjo la muerte de su hijo.
Maradona está jugando por Boca con el mechón
rubio, Gabriela Sabatini es gran figura del tenis
femenino mundial y Soda Stereo ajusta los últi-
mos detalles para la salida de su álbum Comfort y
música para volar, que había grabado unos meses
antes en los estudios de MTV en Miami.

86
El 14 de junio, después del partido, Clarín
destacó que por cuarta vez en la historia, River
llegaba a la final de la Copa, en un partido cerra-
do y violento, “con un arbitraje pésimo, aguantó
con un hombre menos 35 minutos y terminó
festejando la victoria”.
“River pudo con garra”, tituló La Nación, de-
jando en claro que no hubo margen para el fút-
bol. Y para Olé, River ganó con el alma. Sobre el
desempeño del árbitro, tituló a cuatro columnas:
“Sinvergüenza. El árbitro Alfredo Rodas tuvo
una actuación malísima. Dejó pegar, no tuvo
personalidad. ¿Quién fue capaz de designarlo?”.
Y todos hablan de esa jugada.
De esa maldita jugada.
De esa puta jugada que nadie podía no ver.
Esa jugada cuando Leo Rodríguez le metió un
pase perfecto por arriba de la defensa a Valencia,
y el Huevo encaró al Mono Burgos y cuando lo
dejaba por el camino, el Mono se le tiró con los
dos puños para adelante, como si estuviera des-
pejando de un puñetazo doble una pelota aérea,
pero no era una pelota, era el Huevo, y el Mono
no era un mono sino un gorila.
Sigo creyendo que es el penal no cobrado más
grande de la historia.

87
Por poco no le rompió tres costillas al Huevo.
Era penal y expulsión, pero el juez Rodas
dejó seguir y Salas se encontró con la pelota y
poco ángulo y tiró y la pelota dio en el palo y se
fue y la U perdió.
La sorpresa, esa mañana de abril en la Heme-
roteca de la Biblioteca de Buenos Aires, aparece
cuando pido El Gráfico de esa semana de hace
dos décadas.
En la página 78 viene una página completa
dedicada a nuestro viaje. El título es “Noche de
horror”, está firmada por Alfredo Alegre y en
ella aparece una foto de un bus con los vidrios
rotos y otra de la hinchada mientras recibe los
palos de la policía.
La nota tiene muchas inexactitudes, pero la
principal es que dice todo el tiempo que la pelea
fue entre las hinchadas de River y de la U, y que
en algún momento la policía tuvo que entrar a
separar. Mentira.
Mentira porque, desde un comienzo, la pe-
lea fue entre la barra y los policías y eso es lo
que puse en la nota, y lo que confirma el recuer-
do que aparece ahora que reviso el cajón de mi
memoria con los recuerdos de hace veinte años.
Mentira, porque dejamos callada a la hinchada
gallina todo el partido.
88
La sorpresa es que, en la foto donde está un
policía que camina para comenzar a pegarnos,
me veo. Ahí estoy. Me veo a mí mismo, veinte
años atrás, en la página 78 de una revista per-
dida en uno de los anaqueles de la repartición
en huelga. Me miro, y mientras me miro estoy
en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de
la República Argentina, pero al mismo tiempo
estoy en el estadio de River, en el Monumental,
esa noche del 96. El de ahora mira una revista
donde aparece el de hace veinte años mirando
a la cancha, mientras los golpes están a punto
de comenzar a ir y venir. Quisiera recordar qué
pensaba en el momento de la foto. Quisiera de-
cirle a ese barrista, que ahora mismo tengo aquí
enfrente mientras mira la cancha con cara de
miedo, que esté tranquilo, que estará todo bien,
que no tema.
De lo que no estoy seguro es qué me diría él
si me tuviera al frente.

89
En Chiloé hay varias empresas de transpor-
te interurbano. Con buses de tamaño mediano
y pequeño. La que tiene los buses más grandes
es TransChiloé, que es una empresa del grupo
Cruz del Sur.
Las principales rutas son entre Ancud y Cas-
tro, y entre Ancud y Puerto Montt. Después de
varios intercambios de correos, me llegan tres
fotos de buses de TransChiloé. Una de ellas es
de un bus igual al que viajamos a Buenos Aires.
El mismo modelo, con la misma forma de los
espejos retrovisores y el panel de vidrios.
Se ve moderno, aunque la máquina tiene más
de 30 años, porque esos modelos fueron cons-
truidos el año 1985, según me había confirmado
Alfredo Urra, de Chilebus.
En las dos oficinas de TransChiloé me dijeron

90
que no pueden decirme de dónde vienen los bu-
ses ni si se han revisado sus tableros.
—¿Nunca nadie ha ido a desatornillar el ta-
blero de la luz de los números 31 y 32?
—No entiendo la pregunta, señor —me dice
la telefonista de la compañía, que me habla des-
de Ancud.
—¿Nunca ha habido algún problema o ha
ocurrido algo extraño con alguno de esos buses
que compraron hace diez años?
—Ya le dije que no puedo responder.

91
Wolfgang Fuetterer es un artista alemán que
vive en Berlín. Nació en Neustadt en 1979 y se
graduó de Artes en Hamburgo. Pasó el 2005 y el
2006 estudiando en la Escuela de Arte de Glas-
gow, en Gran Bretaña. Entre 2009 y 2010 hizo
una residencia en el Postgrado en Arte en la Uni-
versidad de Maastricht, en Holanda. Su obra ha
sido premiada en Alemania y Reino Unido, y se
ha expuesto en media Europa y Estados Unidos.
En el 2014, Wolfgang Fuetterer hizo una obra
en la que tomó una foto del equipo de River
Plate y comenzó a pintarla. Y a rayarla. Más y
más, sobre las caras y cuerpos de los futbolistas.
Como si quisiera borrar a ese maldito equipo.
Como si las esquirlas de un explosivo hubie-
ran terminado por deshacer cualquier rastro del
equipo gallina. Esa obra se inspiró en “Una gra-
nada para River Plate”.
92
93
El debut oficial de “Una granada para River
Plate” fue en 1993, en el libro Equipaje de mano,
que reunió diez crónicas de viajes. Una de ellas
fue la travesía con Los de Abajo a Buenos Aires.
Como era mi primer libro, se me ocurrió pedir-
le a 10 escritores que conocía que cada uno me
editara una de las crónicas. El escritor mexicano
Juan Villoro editó y revisó la de Los de Abajo, y
recuerdo que después del intercambio de datos
y consejos, me regaló una frase sobre mi viaje en
el bus que usé para la contraportada. “Meneses
escribe con la nerviosa felicidad del que ha so-
brevivido de milagro”.
Inesperadamente, Villoro se transformó en el
primer promotor de la historia fuera de Chile,
porque comenzó a usarla como material en sus
talleres de crónicas en México y en la Fundación
Gabriel García Márquez.

94
Paralelamente, el 2005 Equipaje de mano fue
publicado en Argentina, país donde yo ya lleva-
ba tres años viviendo, pero eso es otra historia.
El año en que “Una granada para River Pla-
te” se publicó en Buenos Aires coincidió con
la vuelta de la U a Argentina. Jugaba la U con
Quilmes, en un partido al que fui con mi her-
mano Rafael, quien llegó de visita a Buenos Ai-
res. Nos pusimos en la tribuna oficial, y desde
ahí podíamos mirar a Los de Abajo.
El encuentro terminó empatado a uno. En el
minuto 29 metió un golazo el Colocho Iturra,
que con mi hermano gritamos como si hubié-
ramos ganado la Libertadores. Antes de termi-
nar el festejo, todos nuestros vecinos de asiento
nos miraron con cara de odio y comenzaron a
putearnos. El resto del partido discutían entre
ellos, los que querían salvarnos la vida y los que
decían que si no nos apaleaban era por la misma
falta de huevos que tenía el equipo ahora.
El 2006, cuando se cumplieron 10 años del
partido, yo me había comprado una ternera en
La Plata, La Negra, y comenzaba a escribir La
vida de una vaca. En medio de esos viajes me
contactaron de Chile, Zoom Deportivo, para de-
cirme que un equipo del programa está viajando
a Buenos Aires y me quieren entrevistar.
95
El equipo del Zoom me pasa a buscar al de-
partamento y vamos hasta el estadio Monumen-
tal. Diez años más tarde del viaje al infierno,
las cámaras del programa me graban leyendo la
crónica en la misma entrada por donde subimos
gritando argentinos maricones les quitaron las-
malvinas por huevones, y recuerdo que mientras
leo vuelvo a ese día, cuando entramos, cuando
subimos esas escaleras con ganas de ganar, de ha-
cer la hazaña, y mientras leo me tiritan las rodi-
llas porque había logrado llegar a donde le pedí
al periodismo.
En el 2010 “Una granada para River Plate” es
seleccionada para aparecer en el libro Domadores
de historias: conversaciones con grandes cronistas
de América Latina, en el que junto con publicar
el viaje me entrevistan sobre la travesía.
El 2013, para los diez años de “Una granada
para River Plate”, la historia llega con Equipa-
je de Mano a Perú, con la editorial Acervo de
Huancayo, a Ecuador con la editorial Dinedi-
ciones, y a Colombia con la editorial Ícono. Ese
mismo año vuelvo a ver a la U en Argentina,
esa vez en Lanús. Ya estaba viviendo en Chile,
y había viajado a Buenos Aires para presentar el
libro Niños futbolistas en Argentina. Mi amigo

96
Daniel Riera, hincha de Lanús, y con quien iba
a ir a la cancha a ver el partido, me dijo que la
directiva había escuchado una entrevista que me
hicieron por el libro en el programa de radio de
Juan Pablo Varsky y donde hablé del partido de
esa noche. En la cancha me esperaba el presiden-
te de Lanús. Mientras la U precalentaba antes de
empezar el partido, entré al círculo central con
el presidente del club. Nos tomaron unas fotos
cuando él me regaló el banderín de Lanús en la
mitad de la cancha y yo le pasé un ejemplar del
libro. Esa nueva vez en Argentina, vi a Los de
Abajo desde el círculo central de la cancha.
Si no hubiera sido por mi viaje con esa hin-
chada, no habría estado nunca ahí.
Esa noche de 2013 terminó mal. La U, di-
rigida por el Fantasma Figueroa, perdió 4 a 0
en el paso a cuartos de la Sudamericana. Para
aumentar la tragedia, Johnny Herrera fue expul-
sado por una elástica patada voladora fuera del
área que casi le corta la garganta a un delantero
granate. Para hacer todo más dramático, después
del partido Daniel Riera me invitó a comer al
restorán que hay dentro del estadio, y tuve que
masticar una pizza rodeado de hinchas de Lanús
y televisores que repetían la goleada.

97
A fines de ese año me llegó un correo desde
Londres. Lo firmaban Jehtro Souter y Tim Gir-
ven, quienes estaban ideando una antología de
crónicas latinoamericanas de fútbol y habían se-
leccionado “Una granada para River Plate” para
el libro. El volumen se llamó The football crónicas
y lo editó en Inglaterra el sello RagpickerPress.
En la edición de junio de 2014 de la revista
literaria inglesa The White Review apareció pu-
blicada “A granade for River Plate”. Y ahí está-
bamos, otra vez, todos arriba del bus viajando a
Buenos Aires, a ese partido eterno, claro que esta
vez lo hacíamos por todo Reino Unido y con el
Polaco dando instrucciones en inglés:
—Before we hide it, we have to wrap it up in
something… We need a hat.
Para promover el libro y darle mayor visibi-
lidad, Jehtro y Tim convocaron a 15 artistas de
Europa. Cada uno leyó una historia y realizó
una obra inspirado en el texto. Wolfgang Fuette-
rer fue el encargado de “Una granada para River
Plate”. Su obra fue rayar y borrar al equipo de
River Plate, como se lo merecía.

98
—¿Cómo está? Lo llamo para hablar del parti-
do entre Universidad de Chile y River Plate el 96.
—Ah, ya, ya, ya, ya, ya, claro, lo recuerdo
muy bien, muy bien, cómo no, cómo no, cómo
no, cómo no.
—¿Qué recuerda?
—Recuerdo las palabras del doctor de Univer-
sidad de Chile, un doctor que trabajaba en un
hospital. Me acuerdo de que en las entrevistas
que le hicieron, hizo unas declaraciones contra
mí. Y en ese partido también estaba Maradona,
y recuerdo muy claro las palabras del señor Ma-
radona que recuerdo que me tildó de burro. Y yo
recuerdo lo que le respondí, porque me hicieron
algunas entrevistas, que yo al señor Maradona lo
respetaba desde los tobillos para abajo, y porque
en la mañana quizás había desayunado alguna
cosita que a él le gustaba. Oiga, yo me acuerdo tan

99
bien. Yo me retiré en el año 2000. Pero siempre
estoy pendiente, porque esa ha sido mi pasión.
—Después de ese partido a usted se le acusó
de muchas cosas. Incluso acá, en Chile, se publi-
có que gente de River Plate le regaló a usted una
casa en Punta del Este.
—Jajaja… Ahorita yo me desayuno de eso.
Bueno, son cosas del fútbol. Tantas cosas que se
pueden decir, pero se imagina que yo me voy a
ir a vivir a otro lado estando yo aquí, en mi tie-
rra y en mi país y especialmente en mi ciudad,
Cuenca, en donde disfruto de la satisfacción y el
privilegio de estar con mi familia. Entonces yo
no necesito estar en otro lado. Y todo eso que se
dice, han pasado 20 años y yo me desayuno con
lo que me dice y me causa tanta risa.
—¿De verdad no vio ese penal?
—Cuando yo pude ver ese partido, y lo pude
ver en la televisión, lo que más me molestó fue-
ron las declaraciones del doctor Orozco y de
Maradona. Yo tengo unos periódicos que me
mandaron con esas declaraciones, y todo eso es
recuerdo, porque yo me retiré del arbitraje hace
16 años. Pero, de todas maneras, uno sigue to-
davía pendiente de lo que sucede en el fútbol.
Y me complace mucho que haya existido una

100
persona que me llame a mi casa para hacerme
recordar algo que sucedió hace 20 años.
—Pero también lo llamo porque la gente de
la U piensa que usted robó el partido, que usted
es el responsable de que la U no llegara esa vez a
la final de la Copa Libertadores.
—Pero yo creo que es una ingenuidad que
la gente piense de esa manera. Porque si usted
está informado, sabe que no es situación de un
árbitro que un equipo llegue o no a la semifinal
o a la final. Hay muchas cosas, los mismos di-
rigentes tienen que actuar de buena manera y
ellos perjudican a su hinchada si no hacen bue-
nas contrataciones. Se imagina que han pasado
20 años del partido, y que yo sea responsable
de que Universidad de Chile no haya llegado a
jugar una final en esos años es una ingenuidad.
—Pero lo que cuesta creer, señor Rodas, y en
esto da lo mismo que hayan pasado 20 años, es
que usted no haya visto ese penal.
—Usted sabe cómo son los hinchas. Si el
equipo anda bien, actúan de una manera correc-
ta. Y si el equipo anda mal, actúan de una ma-
nera diferente.
—¿De verdad no vio el penal? Fue el penal
más grande de la historia.

101
—No, no, no, no, no lo vi.
—Pero lo vio todo el mundo.
—¿Sabe qué? Yo después analicé muy bien, y
en el momento que yo giro y en cuestión de se-
gundos me pasan unos dos o tres jugadores, y el
Leo Rodríguez, y si yo hubiera visto esa jugada
la pito. Claro que la pito. Porque a mí siempre
me ha gustado estar por el lado honesto, y eso
es lo que yo le he inculcado a muchos árbitros
que han sido mis alumnos acá en la ciudad y en
el país y que están actuando a nivel profesional.
Pero yo me retiré hace más de 15 años, ahora
vivo una vida muy tranquila. Debo reconocerle
que es un honor poder estar hablando con usted
de este partido de hace veinte años.
—¿Qué pasó cuando vio las imágenes por te-
levisión del penal de Burgos a Valencia?
—Cuando la decisión está tomada, ¿qué es lo
que tiene que hacer usted? Aceptar, ¿no es cier-
to? Lógicamente que se le quiere caer el mundo,
porque usted no ve en el momento una falta de
esa naturaleza, y se queda usted sin saber qué
hacer. Porque usted sabe que un árbitro tiene
centésimas de segundos para decidir una falta. Y
al día siguiente usted ve una vez, y dos, y hasta
cuatro veces y todavía está con la duda. Todos

102
los árbitros que hemos dirigido esos partidos…
—¿Usted recuerda que al término del partido
hubo incidentes en las tribunas con los hinchas
chilenos?
—Oiga, sabe usted que a mí eso ya no me
interesó, porque nosotros fuimos al camerino
y salimos, y me acuerdo que algún árbitro de
allá de la Argentina, algún amigo nuestro, sa-
limos con él a cenar y al día siguiente regresé a
mi casa. Lógicamente eso que usted me acaba de
comentar es de una gente enferma que no tiene
su cerebro en buenas condiciones, y siempre hay
que poner la lengua en remojo antes de que el
cerebro actúe, no es cierto. Y yo le digo todo esto
porque ¡han pasado veinte años!
—Pero no era gente enferma. Éramos hin-
chas del equipo, que viajamos varias horas. Me
cuesta creer que no lo vio.
—Oiga, a ver, déjeme ver si rápidamente se
me viene a la cabeza un término para decirle a
los hinchas. Los hinchas deben ser gente que
realmente quiere a un equipo, quiere a un club,
y cuántas situaciones se han dado… Yo recuerdo
clarito eso de la mano de Dios, de Maradona.
Antes de eso, cuando yo era profesor de una es-
cuela de niños, todos los niños querían ser como

103
Maradona. Pero después, cuando llegaron a sa-
ber qué es lo que era Maradona, nadie quería ser
como Maradona. ¿Qué tal? ¿Qué le parece?
—Creo que no entiende el punto que le es-
toy comentando. Para los que seguimos a la U,
todavía lo recordamos a usted por ese penal que
no vio y que en parte determinó la suerte de la U
en esa semifinal de Copa Libertadores.
—Son circunstancias que se dan en el fútbol
y ya pasó mucho tiempo. Porque si nosotros
quisiéramos un arbitraje que fuera perfecto, en-
tonces ya no deberíamos recurrir a personas que
actúen como humanos, sino como robots. Y el
fútbol cambiaría.
—Don Alfredo, ese partido era la final an-
ticipada. El que ganaba ahí probablemente les
ganaba fácil a los colombianos, como pasó con
River, que fue campeón. Muchos creemos que,
por usted, la U no ganó la primera Copa Liber-
tadores de su historia.
—Oiga, ¿sabe qué? Se me viene a la mente
algo. En primer lugar, yo le dije hace un mo-
mento que los árbitros como personas y como
humanos podemos fallar, pero en veinte años,
quizás cuántos hinchas ya se han muerto y hay
que darles un minuto de silencio para toda esa

104
gente que ha fallecido pensando de esa manera.
Pido un minuto de silencio para ellos en esta
entrevista.
—Usted descarta que la gente de River le
compró una casa en Punta del Este.
—Qué pena, realmente. Qué pena. ¿Qué le
diría yo a los hinchas que creen que no han po-
dido clasificar por esa falta en el área? ¿Qué pue-
do yo pensar de la gente que piensa de esa mane-
ra? ¿Se imagina que yo voy a estar yendo a Punta
del Este a una casa, teniendo acá la tranquilidad
con mis hijos, en Cuenca, con mi esposa y con
mis nietos, donde yo disfruto día a día de esta
maravilla que se llama vida?
—¿Le ha pesado ese penal no cobrado duran-
te estos veinte años?
—Oiga, mire, si usted es una persona que ha
trabajado con responsabilidad, con verticalidad,
con rectitud, que ha hecho bien lo que le han
encomendado, en el caso mío como supervi-
sor de educación que tenía a cargo 300 o 400
profesores de diferentes zonas de Cuenca, me
siento tan tranquilo, tan satisfecho. Y el resto,
agradecido de que usted me haya llamado para
comentarme un partido de fútbol que ocurrió
hace veinte años. Ahora, me tiene sin cuidado lo

105
que hayan pensado los hinchas. Mire, yo como
Alfredo Rodas me siento agradecido de que us-
ted me haya hecho un recuerdo de lo que pasó
hace veinte años. Jamás se me pasó una situa-
ción así por la mente, porque, además, yo estaba
saliendo a hacer deporte. Yo hago deportes por
las tardes. Y en la mañana, cuando me llamó,
estaba haciendo unos trámites personales. Yo
tengo una vida tranquila. Por eso le digo que
cuando uno siente la responsabilidad de lo que
ha hecho, está tranquilo.

106
Al final no murió nadie.
Si hubiéramos tirado la bomba, quizás habría
mártires y la historia sería distinta. Con home-
najes y recuerdos cada mes de junio por la ma-
yor hazaña de una hinchada chilena.
En los años en que viví en Buenos Aires, volví
varias veces al Monumental, y tuve tres intentos
concretos de hacerme hincha de River. El prime-
ro, el más fuerte, cuando regresó Marcelo Salas
desde Italia a jugar por el equipo de la franja roja.
Pero no hubo caso. El segundo, cuando Manuel
Pellegrini asumió como entrenador, pero no fue
posible. El tercero, cuando Alexis Sánchez jugó
vestido de gallina, pero resultó inverosímil.
Ahora pienso, ¿qué pasaba por mi cabeza
cuando intenté hacerme de River?
Y no solo intenté ser de River, sino que de va-
rios otros clubes esos ocho años en Buenos Aires.

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Y antes, los dos en Barcelona, quise ser hincha
del Barcelona. Todo eso siempre terminó en
nada. En un fracaso más dulce que la miel, por-
que acababa llegando al mismo lugar: la U.
¿Cómo puede haber gente que sea hincha
de más de un club, dependiendo del país don-
de esté? ¿Puede uno tener una novia real y otra
imaginaria? Una de las cosas menos serias de un
hincha de fútbol es ser seguidor de varios clubes,
uno en cada país. Y yo lo intenté.
Quizás mi conexión con Universidad de Chi-
le sea distinta. Solo tiempo después, entendí que
no era de ningún club nuevo en otro lugar, por-
que ya era del más grande. Ya tenía mi bandera
y mi camiseta, para todo el mundo, como debe
ser un romántico viajero. Aunque no hayamos
pasado nunca de la semifinal de la Libertado-
res. Aunque, en medio de estas dos décadas, el
club se haya vendido y ahora sea una sociedad
anónima de la que no tengo ni tendré acciones.
Aunque ganemos, aunque perdamos, esa bande-
ra flameará al tope. La de ese club que me acom-
pañó a dar ese gran paso de seguir mi sueño:
viajar y escribir historias por el mundo.
Sin este partido en Argentina, sin este sueño
de ver a mi equipo azul rugiendo en el Monu-

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mental de River, sin ese penal más grande del
mundo no cobrado y sin esa granada que ahora
puede estar viajando perdida entre algunas de las
islas de Chiloé, la historia sería distinta. Esta his-
toria, y mi historia.

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Este libro se terminó de imprimir
en el invierno de 2016.

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