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No quiero que mi entusiasmo por lo que leí y ahora ustedes tienen en sus
manos me lleve a delatar detalles del viaje al que hago referencia. No me lo
perdonaría. Adhiero a lo empírico. Así como solemos decirle que no a
aquellos bienintencionados que nos invitan a su casa para mostrarnos las
diapositivas de una estadía por paisajes caribeños o atlánticos, solo me cabe
desearles que cada cual viva una hermosa experiencia con este libro. Eso sí, a
los futboleros y no, les digo que nadie va a salir defraudado. Hay paisajes
internos y externos para disfrutar.
Subí que te llevo, bien puede decir cada uno de los autores de Mariandina 2.
Paseo por las nubes con distintas historias, con personajes creíbles y
queribles y otros no tan queribles, pero a los cuales aplicando una lógica
descriptiva se puede llegar a entenderlos o no sojuzgarlos.
Y así, hay subes y bajas por la pasión, como acontece con Pablo Villarruel
(“Lo hice por amor”) y su dramático relato en tiempo real de lo que un
desesperado dirigente es capaz de hacer por su club hasta llegar a pisar el
palito de la corruptela. O también de Juan Azor (“Gambetean”), un abierto
manifiesto para dejar en claro la necesidad de mantener a salvo el derecho a
emocionarse por el fútbol y no renunciar a esa pasión. Claro que sí, amigos.
Del mismo modo que Gonzalo Ruiz (“Ojos ciegos bien abiertos”), quien
valiéndose de la pluma ricotera del Indio Solari nos zizgaguea en una suerte
de relato digno de la recordada serie de TV The Twilight Zone, con
personajes cotidianos llevados a la dimensión desconocida entre Mendoza y
el Alto Valle.
Como por una travesía por un pueblo macondiano, Ezequiel Derhun (“El
Tropiezo”) nos trae la polaroid del calor popular de todo un pueblo ante un
acontecimiento futbolístico y el funcionario chanta que trata de sacar
provecho. ¿Ficción acaso?
Juan Alonso para un poco la pelota (“No lo miren, está teñido”) para
ponernos en los guantes, la bata y en la piel de un ex futbolista, devenido en
boxeador, que sufre una crisis existencial en pleno combate, nada menos.
– Sí, pibe, créame: era ciego, no veía, ciego de nacimiento. Una cosa nunca
antes vista en el pueblo… Qué digo pueblo, nunca vista en el mundo. Ciego,
ciego era el gran Dalmasio Leónidas Pasquinelli. Pero vio, pibe… Eran otras
épocas, por eso supongo que sólo atajó en El Progreso, no le dio para salir de
acá. No había esas cosas de la tecnología, la televisión, vio. Pasquinelli atajó
cinco años en El Progreso y desapareció, literalmente. Nunca más se lo vio
por ningún lado. Eso me contó mi abuelo. Habrá sido por los años veinte, por
ahí. Yo no tuve la suerte de verlo, pero vio, pibe… El boca a boca, todos
saben algo de Pasquinelli, aunque le aseguro que hace tiempo que no hay
nadie vivo que lo haya visto atajar. Una maravilla, el único arquero ciego de
la historia.
Mi jefe me dijo que esa nota era una payasada, que estaba basada sólo en
dudosos recuerdos de viejos borrachos, que, para eso, me inventara el
personaje que quisiera, que daba lo mismo. Algo de razón tenía. Por algo me
colgó la nota y me dijo que me dejara de joder con historias imposibles, que
fuera más a lo concreto, lo comprobable, lo que uno ve día a día, que tenga
los ojos bien abiertos, me dijo.
Hablé con mucha gente. Nadie lo había visto atajar, pero todos sabían de la
historia de Pasquinelli, o del mito o de la leyenda, vaya uno a saber. Me
contaron de un día en el que atajó un penal, de cómo cortaba los centros, de
que tenía un perro lazarillo que se llamaba Mefistófeles pero que sólo
respondía al nombre de Mefi, menos mal.
Pasquinelli vivía solo, en una piecita que quedaba al fondo del club El
Progreso. Un tipo que cuidaba la cancha le hacía de comer todos los días.
Después, para todo lo demás, se las arreglaba solo. Había llegado de Lobos,
provincia de Buenos Aires, se presentó en el club y dijo que era arquero,
todos se le cagaron de risa, pero insistió hasta que aceptaron y le patearon un
par de pelotas como para cumplir. Fue ahí cuando Pasquinelli los sorprendió
por primera vez, porque atajaba casi con los mismos reflejos que cualquier
arquero vidente.
Habrán pasado diez años hasta que una tarde, mientras cubría un partido de
Luján de Cuyo con Cipolletti de Río Negro, por el Torneo Argentino A, leí
en las planillas que en el banco de suplentes de Cipo había un tal Pasquinelli:
Darío Leonardo Pasquinelli.
Darío tenía 20 años, había nacido en Cipolletti y toda la vida jugó en Cipo.
Estaba alternando en el banco de primera y jugaba, por lo general, en la
tercera. Vivía con una tía, que lo había criado porque sus padres habían
muerto en un accidente poco claro. “Cosas de los setenta, la Jota Pé, épocas
bravas”, se limitó a decirme.
Me contó que Dalmasio Leónidas era su bisabuelo, que después de pasar por
El Progreso, se fue a vivir a Cipolletti. No sabía por qué, ni sabía bien qué
hizo. Eso sí, jamás había vuelto a jugar al fútbol. Nunca más pudo atajar, por
un problema en las manos.
Darío me mostró pocas fotos muy viejas, mustias, en las que aparecía
Dalmasio con lentes negros y boina. En una posaba contra un arco, con Mefi
a un costado –supongo que era Mefi– y con una pelota al otro. Parecía un tipo
feliz.
No pude hablar. Sólo atiné a salir de ese sótano, llegar al auto y volver a
Mendoza. Me sentí adentro de una película de terror. Nunca olvidé lo que vi
en ese baúl. Pero les puedo asegurar que la historia es mucho más sencilla de
lo que piensan.
Sólo hay que tener los ojos ciegos bien abiertos.
El Tropiezo
por Ezequiel Derhun
Sucede que El Tropiezo es un lugar que no es muy distinto de algún que otro
pueblo en el secano cuyano. Hay una plaza cuadrada y a su alrededor se teje
la vida social de los tropecenses. Iglesia, comisaría y delegación municipal
forman la trinidad para el orden y la fe, que se completa con la salita de
emergencias. Alguna que otra casucha que aún resiste con paredes de adobe y
el infaltable almacén de ramos generales con un anexo como cantina, donde
recalan los habitantes para los eventuales festejos y oportunas borracheras.
Sólo la iglesia parece salvarse de cierto estado de abandono.
Pero El Tropiezo tiene algo que no tiene ningún pueblo: todas las
edificaciones que mencioné están contenidas en tres de las cuadras que
circundan la plaza, la cuarta cuadra es ocupada por completo por una cancha
de fútbol, toda la vereda que da al este es abarcada por el campo de juego.
¿Cómo llegó una cancha allí? Bueno, el letrero que dice “Estadio El
Tropiezo” tiene pocas pistas. Le leyenda que dice “Inaugurado por…” tiene
un golpe como si fuera de un hacha y ya no se puede leer quién tuvo el
privilegio del corte de cintas.
De aquel verde césped que dicen que tuvo, sólo queda un tierral y varios
yuyos, sobre todo en las esquinas. Y posee la particularidad de tener un solo
arco. A su alrededor, las tribunas y un improvisado camarín también parecen
estar a la mitad. Lucas, un pequeño de ocho años, intenta todos los días en el
círculo central hacer cien jueguitos sin que la pelota toque el suelo; su récord
es trece.
“El tipo era entrador”, anticipa María María, la mujer que los consultados
señalaron como la indicada para hablar sobre la cancha, García Fúnez y otras
cosas más.
María María, así como se lee, emerge detrás de una vieja caja registradora del
almacén; está a cargo del negocio hace cuarenta años. Las canas y las arrugas
delatan décadas, pero el tono de voz demuestra firmeza y sus blanquecinas
manos son rústicas y poderosas. En dos movimientos ata su melena grisácea,
como para atajar los recuerdos que va a narrar. Cuenta que García Fúnez
llegó un día después de una semana de ausencia con una foto en una mano y
un maletín en la otra. En la imagen aparecía él y el Gobernador, abrazados y
con sonrisas desparramadas en los rostros; en el maletín había varios fajos de
dinero.
Cuando María María se pone a hablar quien pasa a su alrededor hace como
que no escucha y sigue con sus tareas. No es la autoridad, pero hay un
genuino respeto.
García Fúnez, megáfono en mano, fue hasta el círculo central y anunció que
en breve arribaría el contrincante. Mientras se movía pendularmente para que
el megáfono no acoplara, dio a entender que los iría a buscar y que en
minutos retornaría. Salió apresurado de la cancha haciendo gestos con su
mano con la palma hacia abajo, solicitando que todos se quedaran sentados.
María María hace una pausa en su relato, un pequeño silbido se escucha cada
vez que expira sentada en su almacén, posiblemente sus pulmones ya estén en
tiempo de tregua. La parte final de la narración la hace con los puños
apretados.
Aquella noche, los suspiros de decepción levantaron una brisa triste que se
mantuvo un tiempo en el pueblo. Luego aparecieron algunas versiones sobre
la desaparición de García Fúnez. Algunos hablaron de un disparo, de que
muchos sintieron olor a pólvora, pero esa historia fue acallada por mitos
folclóricos, poco creíbles, al menos para un extraño. Algo raro y malicioso se
había llevado al exdelegado: luz mala, chupacabras, basilisco u otros
demonios. Incluso nadie habló después de la sonrisa imborrable de Lucas por
haber convertido el penal contra los grandotes y tampoco nadie se volvió a
preguntar qué pasó con el juego de camisetas verdes.
Desde la primera vez en que pateó una bocha -en el jardín de su casa vieja,
cuando Jorge le dejó en el pasto una de esas pelotas de plástico para que no
tenga otra alternativa que patearla-, el Pulga había soñado con ese partido. No
era un sueño consciente (nadie es consciente a los dos años) y ni siquiera le
decían Pulga todavía, pero esa patada sería el inicio de una incontable
cantidad de patadas que daría en ese jardín, y que terminarían con plantas y
macetas rotas, además de una lista interminable de quejas de Celia, su mamá.
Porque no hay madre que se precie de serlo que no haya retado y hasta
correteado a su hijo luego de que rompiera una pared, un vidrio y esas plantas
que tanto cuidaba con un golpe seco asestado por la pelota.
"Ya vas a ver cuando llegue papá", repetía Celia cada vez que masacraba de
un pelotazo una boina vasca o el jazmín que tanto quería. Ni hablar de la
tarde en que la ventana de la cocina se deshizo en mil doscientos pedacitos de
vidrio, y post estallido se escucharon los gritos de Celia que se iban
acercando desde el dormitorio. Y cuando llegaba Jorge, mientras Celia
parecía repasar de memoria, alzando cada vez más la voz y en tono
catastrófico todas y cada una de las plantas que habían sido víctimas de la
zurda de el Pulga; el padre miraba de reojo a su hijo que escuchaba en un
rincón del comedor el monólogo. Y el Pulga suspiraba de tranquilidad -
aunque en silencio- cuando, en medio de la charla, veía la complicidad en los
ojos de Jorge. "Más tarde te devuelvo la pelota, ¡pero mejorá un poquito la
puntería vos también!", podía leerse en esa simple mirada cómplice. Y el
Pulga sonreía al cruzar su mirada por encima del hombro con la del padre. En
ese momento también entendió que un montón de cosas se podían decir sólo
con una mirada o una acción, de esas que a veces dicen más que las palabras.
Con cinco años recién cumplidos experimentó por primera vez esa sensación
extraña que cualquiera siente cuando se propone algo: soñaba con ganar el
campeonato infantil, y ese sueño ni siquiera lo dejaba dormir (valga la
paradoja). Así como hasta hacía un año había pateado la pelotita desde que se
levantaba hasta que se iba a dormir, ahora todo su día transcurría soñando
(despierto y dormido) con esa final.
Indistintamente de la época del año, Rosario es húmedo durante los 365 días
(o 366 cada cuatro años). Pero enero es más húmedo todavía. A tal punto de
que el poder conciliar el sueño y dormir algunas noches requiere de mucha
voluntad, y de acostarse prácticamente desnudo.
No miró el radio reloj antes de dormirse, pero cuando abrió los ojos
sobresaltado a las ocho calculó que había dormido apenas unas tres horas. Y
en esos ciento ochenta minutos había soñado todos los desenlaces y jugadas
posibles para la final que empezaba en ocho horas. Se había visto a sí mismo
haciendo un gol de tiro libre, otro de penal, uno de cabeza anticipándose al
defensor en el primer palo y otro en el que había arrancado gambeteando
rivales desde la mitad de la cancha, muy parecido al que Maradona había
hecho en México seis años antes, cuando él ni siquiera había nacido todavía.
Y hasta había tenido tiempo de soñarse atajando un penal, porque en los
sueños puede pasar cualquier cosa.
Se tomó el chocolate casi de un solo trago, abrazó a los viejos, dejó bien
acomodada la ropa -estiró la camiseta una vez más- y salió a pelotear a la
calle desde tempranito, sin decir una palabra en toda la mañana y sólo
haciendo una pausa al mediodía para las milanesas de Celia.
"¿Cómo estamos para esta tarde?", preguntó Jorge entre bocado y bocado,
sacando el tema de conversación en el que todos estaban pensando en esa
mesa, aunque en silencio.
"Bien", contestó el Pulga, casi sin levantar la vista ni retirar la mirada de la
milanesa, mientras la iba cortando y devorando a toda velocidad. La
respuesta casi automática y el hecho de que ni siquiera mirara a su padre para
responder dejaban bien en claro que toda su atención ya estaba en el partido
que iba a jugar en menos de cuatro horas.
"Es el partido con el que soñé toda mi vida", contestó con su timidez el
Pulga. Tenía cinco años, su contextura física era más pequeña que la de otros
chicos de su edad, y de verdad había soñado con ese partido desde la primera
vez que pateó la pelota de plástico en el jardín, aunque en ese momento no
supiera aún que lo estaba soñando.
Las ciento venite minutos siguientes parecieron ciento veinte años, y pasaron
entre peloteo, indicaciones del profe y más peloteo. A las cuatro y siete
minutos clavados el árbitro se paró en la mitad de la cancha -que tenía más
tierra que pasto- y llamó al Pulga y a Rolando (el capitán del otro equipo),
que hasta ese momento escuchaban con atención las indicaciones de los
técnicos al costado de la canchita principal. Ambos tenían cinco años, pero
Rolando le sacaba casi una cabeza al Pulga, a quien el short naranja le llegaba
hasta las canillas. Con las medias subidas, no le quedaba ni un pedacito de
pierna descubierto, y las blancas mangas de la camiseta de Grandoli -con la
10 atrás- alcanzaban para cubrirle los codos y más. Aunque era el talle más
chico, al Pulga le quedaba grande. Lejos estaba del porte de Rolando o de
cualquiera de los otros chicos de cinco y seis años que estaban por jugar esa
final.
Todo eso quedó en un segundo plano cuando, en una de las primeras jugadas
del partido, el Pulga la pisó y -con caño a Rolando incluido-, encaró con
dirección al área de Central Córdoba. Ese día todo el barrio estaba en el
polideportivo. Más allá de que era jueves, los padres de los jugadores habían
recurrido a todo tipo de excusas para faltar a sus laburos (aquellos que lo
mantenían y habían esquivado la puta crisis). Y los chicos más grandes, que
estaban de vacaciones, dejaron de patear por dos horas entre ellos y se
transformaron en curiosos hinchas que se sacaron las ganas de ver jugar a las
joyas de la ciudad.
Mientras corría con dirección al arco rival dando cortísimos pasos -iba
rápido, pero los piecitos no le permitían dar trancos largos-, por la cabeza del
Pulga desfilaron las macetas y plantas que rompió en su casa, Jorge
devolviéndole siempre la pelota después de que Celia la escondiera, el debut
en el Abanderado hacía menos de un año y las milanesas de ese mediodía (no
había podido terminar la primera, por los nervios y por miedo a que le cayera
mal).
El tres de ellos, que era el doble en altura y en peso que el Pulga, atinó a
salirle un poco (bastante) a los tropezones, por lo que con un sólo toque el 10
lo dejó en ridículo: se la tocó por la izquierda, lo pasó por la derecha y en
menos de dos segundos el hijo de Jorge y Celia ya estaba de nuevo con la
pelota, mientras el defensor todavía no terminaba de entender qué había
pasado.
Clarísimo foul, a unos treinta centímetros del vértice del área y otra vez el
murmullo afuera de la cancha.
El Pulga, que era chiquito pero irrompible, se levantó apenas sonó el silbato
del árbitro y fue derechito a buscar la pelota. Aparicio, desde afuera, sólo se
limitó a decir: "Pegale vos", mirándolo a los ojos.
"¡Pulga!..."
"Eh, ¡Pulga!..."
"¡¡Pulga!!... ¡Llegamos!"
En el asiento de al lado del Pulga estaba el Kun, que segundos antes lo había
llamado dos veces por su apodo (desde hacía años ya lo conocía el mundo
entero), con un toquecito en el hombro incluido.
Y en el asiento del otro lado del pasillo lo vio al Pocho. "¿Cómo estamos para
hoy? ¿Estás nervioso?", le tiró con ese tono de rompe-pelotas que lo
caracterizaba, mientras se acomodaba el bolso antes de bajarse.
No lo miren, está teñido
por Juan Alonso
Round 1:
No sé bien qué me pasa, el tipo que me hace frente es mucho más astuto que
yo. Ahora tengo un zumbido en mi oído izquierdo que se ha quedado
conmigo después del último cruce. Es agudo, interminable, me impide
escuchar mi respiración, no siento al rincón, ni los alaridos de la gente. Esto
no empezó bien, trato de caminar hacia la derecha así no me agarra de nuevo,
pero las piernas me traicionan entumecidas. El árbitro levanta las manos, el
tipo se detiene y se va. Debe haber terminado el primero.
Alcancé a descifrar algo así como que me dejase de joder. El punzante sonido
paró de taladrar cuando el agua del rincón enfriaba mi cabeza. Al Carmelo lo
escucho siempre, es el padre que me faltó toda la vida. No sé qué cosas me
dijo recién, pero estaba enojado porque le conozco la mirada cuando
enfurece. Me hizo acordar a mi hermano Roberto cuando jugábamos al fútbol
y rezongaba con eso de “dejate de joder, pasala antes Ernesto”. Pasala antes,
no me olvido más. El Rober gritaba desencajado porque yo mareaba a uno, a
dos y después se la daba servida para el gol. Y la vez que me la quitaban,
soltaba gruñidos como cuando a un perro le tratan de robar la comida. ¡Cómo
me divertía con el Roberto! Recién lo vi, está con la cara de asustado en el
ring side. El fútbol es hermoso, guardo los mejores recuerdos del barrio, del
equipo, los chicos, ese campeonato que ganamos en un triangular final. Nada
que ver con esto. Acá arriba cuando suena la campana sos vos solito. Y a
veces Dios, si es que creés en Dios y ese día mira a tu rincón. En el fútbol en
cambio, van todos por lo mismo, el desconsuelo cuando perdés y la alegría
inmensa cuando ganás. ¡Ahhh!... el estómago, tengo ganas de vomitar.
–Sí.
Round 3:
Esto es el mismísimo infierno. Me pega incansablemente y la gente me
aturde. Simplemente están esperando que me caiga. ¿Qué hago acá? Por qué
carajo no habré jugado fútbol yo…
Se acerca el árbitro y no hace falta saber inglés para darse cuenta de que
quiere parar la pelea. De todos modos nos traducen.
Round 4:
Round 5:
El mejor gol que recuerdo haber hecho fue justo el día que estaban los
señores de Platense ahí en la tribuna. Yo no lo sabía igual, me enteré después.
Fue como raro porque vi adelantado al arquero y en vez de parar el centro
(tenía todo el tiempo del mundo) me salió tirarme de cabeza, con una especie
de palomita mal hecha. El resultado fue perfecto, por arriba y adentro.
Recuerdo las risas de los chicos tirándose todos encima y podría haber…
¡Uhhh!
–Cinco, seis, siete… ¿está bien?– dice Tony en español y todo. Busca algo en
mis ojos, en las pupilas, no sé. Me pregunta de nuevo, habla perfecto español.
De reojo miro que pasa la escultural mujer con el cartel. No alcanzo a ver en
qué round vamos, pero siento como si fuese el último. Debe ser el último.
Round 6:
Round 7:
Estamos los dos enroscados en un abrazo, ese que buscás con el pretexto de
tomar aire. Miro a uno de los tres jueces, un tal McGregor. Me hace acordar a
un técnico que tenía cuando estábamos en la séptima. Se teñía el pelo de
negro, tan negro que se notaba a dos cuadras. “¡No lo miren, no lo miren, está
teñido!”, decía el Rana con ese acento tucumano y todos nos moríamos de
risa. Una tarde de mucho calor dentro del vestuario hasta le cayeron unas
gotas azabaches de transpiración por la frente mientras nos aconsejaba: “En
el fútbol, muchachos, no existen los equipos invencibles. En la vida nadie es
invencible”. Ahora miro hacia el rincón y don Carmelo está colorado como
un volcán, a los gritos. No puedo dejar de pensar en el “nadie es invencible”
hasta que repiquetea una vez más la campana.
–Yo quisiera saber en qué estás pensando pibe. ¡Cuántos videos vimos de
este monigote y vos en otro planeta! ¡Pasame la barra fría! Mirá la cara que
tenés, estás desfigurado. Voy a parar la pelea Ernesto, te están haciendo
mal…
Round 8:
Creo que esta pelea se dio medio de casualidad, será porque nunca perdí por
nocaut, aunque he perdido más de una vez. No soy millonario, vivo con
dignidad, me puedo bañar con agua caliente todos los días si quiero. ¿Y si
hubiese jugado al fútbol en Italia? Yo soñaba gritar un gol en la cancha de
Huracán porque está la tribuna Ringo Bonavena. Pobre Ringo, me hubiese
gustado conocerlo, hablar con él.
–¿En qué pensaba durante la pelea?–, me preguntan. Las cámaras están todas
hacia mí, es un momento rarísimo, porque no sé qué decir…
–Pensé… pensé que quería salir campeón mundial–, dije. Si llegaba a decir la
verdad, está claro, no me iban a creer.
Divina Justicia
por Gonzalo Glorioso
La última vez que Diego visitó a su padre en el geriátrico estaba más nervioso
que nunca, mucho más que antes de entrar a la cancha, por ejemplo, y eso
que había arbitrado en un superclásico en La Bombonera, con el piso
moviéndose bajo sus pies. Estacionó el Ford Fiesta con las manos fuera de
control, casi tiritando. Tres maniobras le costó enderezar la carrocería a la par
del cordón. Una gota de sudor frío le bajó por la frente mientras caminaba
hacia la puerta de Casa Grande, un hogar de ancianos bastante decente, o por
lo menos el más decente que sus ingresos y los de su hermana podían pagar.
Sentía una incómoda humedad en las fosas nasales, en las manos y en la
ropa.
- Necesito pedirte un favor grande Nico, es una cosa muy seria –le dijo con la
mirada más enfocada que nunca.
- ¿Querés que apaguemos la tele a esa hora? Mirá que tu viejo ve todos los
partidos, y si vos dirigís mucho mejor, se pone muy contento, es la mayor
felicidad que tiene –le dijo con total honestidad, porque sabía que no iba a ser
una tarea sencilla.
- Decile que son precauciones que tiene que tomar para la operación, al otro
día lo internan en la clínica y tiene que estar estable –rogó Diego, sujetándole
las manos con fuerza-, te pago a vos y a Marta dos mil pesos más si
consiguen que mi viejo no se entere de nada de la final hasta el lunes,
después de que lo operen.
Una vez que convenció a Nicolás, que era el primer paso del plan, se fue por
el pasillo al segundo pabellón para hablar con Abel, el viejo cascarrabias y
testarudo que tenía de padre. En el último tiempo su cáncer había crecido de
manera exponencial, sin embargo los médicos lo habían descubierto a
tiempo, entonces aún tenía margen de acción, siempre y cuando se operara lo
antes posible. La misión de Diego era persuadirlo de cualquier manera.
Cuando abrió la puerta de la habitación lo encontró leyendo en su mecedora.
Al verlo se le detuvo el corazón, la humedad se volvió a apoderar de él y le
dieron ganas de llorar, pero las contuvo. En vez de romper en lágrimas se
abalanzó sobre su padre con un abrazo eterno.
- Viejo, tengo buenas noticias –le dijo con el mentón apoyado sobre su
hombro.
- Pero… ¿Qué hiciste? ¿Vendiste un riñón? –le dijo en tono de reproche, con
las manos inquietas- ¿No te habrás endeudado con un banco por esto, no?
- Olvidate viejo, no pienses en eso que ya está solucionado, ahora vos tenés
que encargarte de descansar bien y ponerte fuerte para la operación del lunes,
es importantísimo –dijo Diego, desviando la atención del asunto financiero,
que no era muy holgado en su caso.
- Es una locura hipotecar tu vida por una operación que sólo va a regalarme
un par de años más, quién sabe en qué condiciones –dijo Abel.
- Basta viejo –respondió Diego en tono taxativo, como cuando Abel solía
retarlo en la infancia-, la operación se hace y se hace el lunes, tenés que
pensar en positivo, comer bien, estar de buen ánimo y fuerte para la
intervención. Hagamos que esos pocos años que te va a regalar la cirugía
sean buenos años.
- Necesito una cosa más –dijo Nicolás mirándolo a los ojos-, necesito que me
prometas que no vas a ver el partido de mañana.
- Tenés que cuidarte para la intervención. Ya sabés como te ponés con los
partidos, no es bueno que te alteres de esa manera. Prometeme que no vas a
ver el partido de mañana.
Diego, al igual que todos los colegiados, tuvo que dejar de lado los colores de
su pasión para dedicarse a impartir justicia y hacer respetar las reglas del
juego, por más que de un lado estuviera el equipo de sus amores o su clásico
rival. No le fue muy difícil porque él nunca había tenido un cuadro definido.
De chiquito su padre intentó hacerlo de Godoy Cruz, sin embargo en el
colegio nadie conocía al Tomba y el equipo no iba nunca a jugar a la capital,
entonces decidió elegirse un cuadro de los grandes para guardar las
apariencias entre los compañeros. Si algún amigo le preguntaba de qué
equipo era, siempre respondía que él era hincha del fútbol. Si alguien se
ponía muy insistente con el asunto, Diego siempre recurría al argumento de
que ya era demasiado grande para comportarse como un fanático
adolescente.
Con el único objeto contundente que encontró a mano (el tacho de basura),
comenzó a golpear frenéticamente el picaporte hasta desencajarlo y romper la
cerradura. Nicolás se asomó de inmediato a ver lo que sucedía detrás de la
puerta. Ni bien abrió, Abel se abalanzó sobre él y lo quitó de su camino con
un fuerte empujón.
- Marta, dame el control remoto –dijo Abel en tono desafiante, con la mirada
fuera de órbita.
Recién a los diez minutos Boca hilvanó una jugada que pareció de otro
partido para desequilibrar por el extremo derecho de la cancha. Justo cuando
el atacante estaba por enviar el centro al medio, donde no había nadie, un
defensor se arrojó a bloquear el pase y su barrida pasó lo suficientemente
cerca como para que Diego tomara la decisión de cobrar penal. En la
repetición de la TV se veía de manera muy clara que no sólo no había sido
falta, sino que tampoco estaban adentro del área. Error garrafal, un auténtico
bochorno, decía el relator, el comentarista y toda la hinchada bodeguera. Era
totalmente inexplicable, salvo que el árbitro estuviera comprado.
Para colmo de los colmos, el ejecutor envió el penal por encima del
travesaño. En la repetición de la TV se pudo observar con claridad cómo
Diego quedó con la boca abierta, incrédulo, ante lo que acababa de ocurrir. Al
parecer no había manera de lograr que Boca ganara el partido. Diego, por
supuesto, siguió intentando. Necesitaba cobrar el dinero para operar a su
padre y además quería evitar que “La 12” se abalanzara sobre su humanidad
en caso de no cumplir con lo pactado. El show debía continuar.
El Tomba, con más arrojo y más hambre que Boca, se lanzó a por todas con
la única motivación de marcar un gol. Era uno de esos partidos tan feos y
cerrados que el primero que anotara ganaría el encuentro. Y el primero en
hacerlo fue el conjunto mendocino, en una contra que agarró mal parado a
todo el plantel de Boca a la salida de un córner. Desde el mediocampo
hicieron no más de dos pases para dejar mano a mano al delantero contra el
portero. La definición, sutil y certera, infló la red y desde la hinchada sur bajó
el grito de gol que Diego ahogó soplando el silbato y marcando un fuera de
juego inexistente. El telebin lo demostró con claridad; el ariete bodeguero
estaba habilitado, incluso el línea dudó al levantar el banderín.
La situación era ya insostenible. Estaba claro para todo el mundo que la única
misión de Diego era no permitir que Boca perdiera la final. Su actuación
había sido tan burda que no cabía la menor duda de que al final del encuentro
la prensa iba a mancillar su reputación. Seguramente la federación de fútbol
lo sancionaría haciéndolo dirigir partidos de Federal A o de alguna liga del
interior. Su sueño de participar de un mundial sin dudas había terminado.
Nervioso, rodeado por un círculo de jugadores del Tomba que le gritaban
improperios por los continuos fallos en su contra, Diego pensaba que todo
valía la pena con tal de salvar a su viejo. Sin titubear y con aires de altanería
comenzó a repartir tarjetas amarillas a todo aquel que se le acercara. Estaba
fuera de control, la situación lo había sobrepasado.
La pelota volvió a rodar pero no hubo resto para mucho. Los jugadores de
Boca, abatidos, no sabían hacia dónde tocar la pelota. Diego pensaba en
cómo escaparse de “La 12” a la salida del estadio sin salir herido. “¿Cómo
terminé en semejante lío? Menos mal que mi viejo no vio el partido, sino se
muere”, pensó, un instante después de soplar el silbato marcando el final.
Gambetean
por Juan Azor
De pendejo, el Luis soñó con tener siete hijos. Su día preferido era,
naturalmente, el domingo y cada vez que tuvo la oportunidad sacó a relucir
su amor por el número siete. A veces se enroscaba a niveles escandalosos
para que el resultado, siempre, fuese siete. Patentes de autos, códigos en la
boleta del gas, fechas, la etiqueta de un pullover, lo que le dieras. El Luis
metía suma, resta, multiplicación y división a conveniencia con tal de que el
rebuscado cálculo diera siete.
Era su locura, una locura linda que no le hacía mal a nadie y que de algún
modo lo mantuvo vivo, aunque el porqué de esa manía esté guardado bajo
siete llaves.
Siete años tenía yo en ese entonces, poco para entender las reglas de un
deporte que luego sería parte fundamental de mi vida. Y demasiado como
para sentir esa ansiedad que causaba la previa de un partido súper estelar. Ese
día de las vacaciones de invierno de mi segundo grado iba a ser campeón del
mundo. Nada menos.
Qué hora habrá sido, vaya uno a saber. El cielo se presentaba oscuro y hacía
frío. Puedo recordar un comedor, una mesa redonda, siete sillas de metal y
una mesita ratona que sostenía el televisor. Y a un niño diminuto de
pantalones azules con una camiseta albiceleste XL. Y a un adulto gigante,
inquieto, gruñón pero bueno y cariñoso, que llevaba un rosario en la mano
derecha y que fumaba como murciélago con la otra.
Veo por fin rodar la pelota y a un montón de tipos con camisetas azules y
blancas corriéndola detrás. Nervios. Tribunas colmadas. Y un par de voces en
el aparato que nos contaban lo que ya estábamos viendo. No entendía para
qué carajo hacían esas estupideces los relatores. Qué tipos boludos, pensaba.
Con el tiempo leí sobre este sujeto: uruguayo, arquero de niño. Siguió el
legado de su padre en eso del arbitraje. Se nacionalizó mexicano y tomó
notoriedad por la canallada que nos hizo a mi viejo y a mí aquel 8 de julio de
1990.
Es que todo marchaba sin mucha novedad hasta que cerca del final del
encuentro comenzó el destrozo de mi pequeña gran ilusión: uno de los otros
cayó desmayado y el hijo de la trabajadora sexual corrió hacia nuestro lado
señalando un punto blanco que había en el piso. Enfurecido, el viejo Luis
negó siete veces ante mi desesperación. Después de un tumulto, un rubio de
los blancos pateó y la pelota dio en el interior de nuestra red. Tensión. Gritos.
La tribuna que no nos correspondía estalló eufórica mientras los ojos de mi
padre se iban apagando en slow motion.
Y uno crece. Y con los años se va dando cuenta de muchas cosas. Que existe
la victoria, el empate, las injusticias y la derrota. Que no siempre ganan los
mejores. Que ese año la Alemania Federal tenía que hacer amistad con la
Democrática. Que los de guantes y buzos coloridos se llaman arqueros, que la
cal que rodea los arcos marca las áreas y que no necesariamente los esquemas
tácticos, ni las cábalas, deciden el resultado de un juego.
Me convencí de que un niño puede llorar por una pena en el corazón y que no
siempre los adultos lo saben todo y son los más fuertes. Comprendí que no
todo penal cobrado es justicia, que los hombres fallan más de lo que aciertan
y que las evidencias nunca son suficientes.
Pero hay algo que siete mundiales después me sigue quitando el sueño, un
amargo interrogante: por qué este tipo nos hizo semejante cosa. Cuál habrá
sido el móvil, señor Codesal. El penal que nos pitó en contra lo podemos
discutir, fue fino. Pudo haber sido, tal vez no. Pero tiene que confesar que se
hizo el ciego ante un hecho que hubiese cambiado el sentido de estas
memorias: antes hubo un penalazo de Matthäus a Calderón y el Diego se iba
a hacer cargo de esa pelota...
Las cosas nunca salen como uno las sueña, eso también lo advertí. Y
aprender a convivir con el dolor es materia pendiente en todo ser humano
que, como yo, aún no logra superar uno tan grande como el Olímpico de
Roma.
Y como si fuera cosa e' bruja se me ocurrió sumar los dígitos de aquel 8 de
julio de 1990 y, la puta madre, siete. Y fue un domingo. Codesal, usted es un
hombre horrible.
No sé a ciencia cierta cómo fueron las cosas ni por qué, esto es apenas una
amarga evocación. Lo que sí sé es que aunque el asunto esté resuelto y eso de
volver el tiempo atrás sea una utopía bastante berreta, todavía me veo con el
Luis en el comedor del departamento de la calle Coronel Rodríguez, sentados
en aquellas sillas de metal frente al añoso Crown, con unos cigarros y siete
cervezas heladas, esperando que la historia que nos contaron haya sido una
pesadilla absurda y que el silbatazo final nos funda en un eterno abrazo de
gol.
“A su abuelo le quedan seis meses de vida”. Hay momentos que uno recuerda
siempre y yo, apenas escuché a mi vieja decir que mi abuelo se moría, sabía
que ese sería uno de esos momentos.
No entendía por qué mi vieja había usado la frase “su abuelo”, en lugar de
decir “mi papá”. Era como si se quisiera despegar del dolor de ver partir al
tipo que la crió y nos tirara toda esa tristeza a mi hermana y a mí.
En aquel momento yo era mucho más chico que ahora, bueno, siete meses
más chico, pero en ese tiempo había pasado de tener diecisiete a tener
dieciocho, y esa edad, no sé por qué, me hacía sentir mayor.
Él siempre decía que para mirar el fútbol uno debe verlo con sus propios ojos
en la cancha y así disfrutar del césped, de las camisetas, de las hinchadas o
escucharlo por radio, donde los relatores provocan que el partido más
aburrido se sienta como si fuese una final del mundo y te hacen tener nervios
hasta en los laterales.
II
Habían pasado tres meses desde que mi vieja llegó con la noticia. Juro que
había días en que parecía imposible que el viejo tuviera una cuenta regresiva
sobre él, pero así era y ni mi hermana, Agustina, ni yo, nos lo podíamos sacar
de la cabeza.
Fue en uno de esos días que cayó el Negro. Ignacio, tal como se llamaba, era
dos años mayor que yo y, si bien me lo confesó tiempo después, se hizo
amigo mío para levantarse a mi hermana, algo que nunca logró, pero las
amistades, al igual que la vida, tiene caminos muy extraños.
No lo podía creer. Desde hacía un par de años que con el Negro éramos
inseparables, incluso ahora que estaba ayudando al tío con una radio medio
clandestina, él siempre se las arreglaba para venir a casa casi todos los días y
en las últimas semanas se había ausentado, por lo que la noticia lo tomó por
sorpresa y no sabía qué decir. Inmediatamente comenzamos a contar historias
que no habían transcurrido hacía tanto pero que habían tenido a mi abuelo
ayudándonos en todas las cagadas que nos mandábamos. Era un gran escape
hasta que volví a la realidad.
- Ehhh, no nada, mirá me tengo que ir, acabo de recordar algo pero mañana
vengo a la misma hora. ¡No te vayas a ir!
Ese “no te vayas a ir” me dejó desconcertado, porque fue en tono de orden.
Agustina, que entendía menos que yo, lo dejó pasar, total el otro era amigo
mío y su locura debía bancármela yo.
IV
El Negro había vuelto, tal como había prometido, y no había dejado de hablar
en los veinte minutos que llevaba en la casa. Lo primero que hizo fue
llamarme a los gritos y conducirme a mi propia habitación para contarme su
plan.
- Ale, tenemos todo para hacerlo y con lo que menos contamos es tiempo. Sé
que será complicado, pero la parte técnica la tenemos, sólo hay que pulir un
poco la idea.
Me dijo eso y noté que le dijera lo que le dijera, el Negro quería llevar su
plan adelante y hasta que no fracasara no iba a parar. Intenté frenarlo una
última vez y me paró en seco.
- ¿Te acordás aquella vez en la escuela, cuando rompí el vidrio y si mis viejos
se enteraban me iban a matar y tu abuelo se hizo pasar por el mío y se bancó
que le dijeran todas las pelotudeces que yo hacía? Bueno, se la debo, por eso
quiero hacerlo.
Me quedé mudo, no supe qué contestar. El Negro no era muy de recordar lo
que se hacía por él y menos de ponerse sentimental, así que me callé y
aguardé, con la esperanza de que se cansara de su plan y con el paso de los
días se rindiera.
Pasaron dos semanas desde que el Negro había venido a mi casa con su idea
y a mi abuelo ya sólo le quedaban dos meses, cuando empezaron los
problemas, por así decirlo.
- Ya está todo listo, ahora toca tu parte. Incluso ya hablé con tu vieja y tu
hermana y no se van a meter. Así que depende de vos.
“Depende de vos”. Antes dije que hay frases que quedan en la memoria, pero
ésta en especial me hizo reír y querer cagarlo a trompadas al mismo tiempo.
La parte que a mí me tocaba del plan era una de las más complicadas. Se
trataba de engañar a mi abuelo, y si bien no era difícil, me molestaba hacerlo.
Debía hacerle creer que era otro tiempo, que no estábamos en abril, sino en
mayo. En otras palabras, aprovecharme de su débil memoria y hacerlo
confundir, a él, al tipo que prácticamente me había legado lo más importante
que tenía en mi vida.
VI
VII
Lo primero fue suspender que nos trajeran el diario. Para eso adujimos que
había paro de canillitas.
Lo tercero era también evitar que los vecinos hablaran o él se diera cuenta de
que llevábamos una semana confundiéndolo con que ya casi estábamos en
junio, hasta que logramos convencerlo, pero lo que vi ese último domingo de
abril (mayo en nuestra realidad alternativa) no me lo esperaba.
VIII
- Posta, su vida pasa por la radio y ahora por lo que nosotros le leemos de
internet.
- ¿Se lo creyó?
- Sí, Negro, hasta ahora se ha creído todo. Cree que ya estamos a unos días.
¿Cómo vas a hacer con el tema del partido?
- Lo tengo todo listo. Vos pónele la emisora que te dije. El Agustín, que es el
locutor, ya viene adelantando un especial. Le encantó la idea y hasta armó un
concurso para sacar algún beneficio propio, así que viene todo de diez. Hasta
móviles dentro de la cancha tendremos.
Tenía razón el Negro. Que mi abuelo no viera televisión era clave. El resto de
las cosas podíamos medianamente controlarlas, pero la televisión no. Creo
que fue la primera vez en mucho tiempo que agradecí que no le gustara ver
los partidos por la caja boba y amara escucharlos. El plan iba llegando a la
etapa más complicada. El Mundial estaba encima de nosotros.
IX
-…
-…
- Espero llegar.
Y llegó nuestro 15 de junio (para el mundo real aún faltaba un mes), pero
para nosotros ese día jugaban Argentina- Bosnia y era el debut de nuestro
mundial ficticio, el punto en el que el plan podía irse a la mierda si algo salía
mal, si mi abuelo se daba cuenta de la trampa o si la transmisión de la radio
se cortaba.
- Sí, está listo y es la quinta vez que te lo digo. Hasta los vecinos están
avisados, no te preocupés que todo va a salir bien.
Lo peor es que yo no podía estar detrás del plan, ya que debía estar con el
viejo escuchando el partido, a través una radio donde el relator era Agustín,
un amigo del Negro y dos flacos más que ni siquiera conocía, pero que se
habían prendido porque Agustín ideó una especie de juego en donde los
oyentes debían acertar cómo salía el partido, quién vencía y a través de eso,
todo el mundo ganaba algo.
A los dieciocho minutos del primer tiempo hubo un tiro libre para Argentina.
No sé por qué, sabiendo que todo era mentira, ese disparo de Messi
clavándose en el ángulo lo pude ver en mi cabeza cómo si realmente
estuviese pasando, pero no fui el único. Lo grité con todas mis fuerzas pero
mis vecinos también. Lo miré al Negro que inspeccionaba todo desde atrás de
la puerta. Toda la cuadra escuchaba la misma radio, el hijo de puta no había
dejado nada al azar y no pude más que mirarlo con admiración.
A los veinticinco del segundo tiempo fue la primera vez que casi echamos a
perder todo. El Agustín envalentonado con un tres a cero, hizo que Marcos
Rojo saliera gambeteando desde atrás, dejara a uno, a dos, a tres en el camino
y la clavara en el ángulo. ¡Sí, Marcos Rojo!
- Sí, pero ahora se viene Irán y hay que ganarles para llegar tranquilos contra
Nigeria.
XII
La primera ronda se pasó fácil. Cuatro a cero a Bosnia, cuatro a uno a Irán y
uno a cero contra Nigeria. Argentina ya estaba en octavos de final y nosotros
agotados.
Si bien eso nos quitaba el problema de los vecinos de encima, a nosotros nos
partía el alma, pero el viejo siempre nos sacaba una sonrisa de vaya a saber
dónde y todos sabíamos que no podíamos renunciar por más trabajo que nos
costara.
Ese día Argentina venció dos a cero a Suiza, en un partido discreto, pero que
salió tal cuál se lo habíamos pedido a Agustín. A esa altura, el Negro
prácticamente vivía en mi casa y era el único con fuerzas para realmente
seguir con el acto de ilusionismo que él mismo había ideado.
XIII
- No, yo estoy viejo, enfermo, pero no soy tonto. Sé lo que dijeron los
médicos.
XIV
Con ese cuadro de situación, fue que Argentina jugó uno de los mejores
partidos en todo el mundial y con dos goles de Higuaín y uno de Messi, le
ganó a España tres a uno, pero en la casa no había mucha euforia.
Ese día mi abuelo estaba más decaído que de costumbre. En silencio escuchó
a Agustín relatar el partido e hizo un comentario sobre cómo había mejorado
a la hora de relatar y sólo atinó a hacer una pequeña sonrisa cuando el árbitro,
o mejor dicho Agustín, dio por terminado el partido. Argentina llegaba a la
final, la primera en 28 años y mi abuelo también se acercaba a su último
partido. Esa noche me dormí llorando.
XV
Esa mañana fue anormal teniendo en cuenta lo que habían sido las anteriores.
Mi abuelo estaba de humor e impaciente porque a las cuatro de la tarde era el
gran partido y nosotros, nerviosos porque nuestro plan llegaba a su fin.
Llevábamos un mes engañándolo, le habíamos regalado un Mundial que para
el resto del planeta aún no empezaba, pero eso casi ya no nos importaba.
Esa tarde nos sentamos los dos en el living. Agustina estaba demasiado
nerviosa y explicó que se iba a estudiar a su habitación, porque rendía en
unos días. Todo era como antes.
Y casi como un calco de aquella vieja final, al comienzo del segundo tiempo,
Brasil se ponía uno a cero con gol de Neymar, pero el viejo sonreía. Algo
dentro suyo sabía cómo debían darse las cosas y a mí ya no me importaba si
la final existía realmente o no, sólo disfrutaba de verlo tranquilo y feliz.
Y así fue porque a los veinticinco, Agustín inventó una jugada maradoniana,
Messi se limpió a dos al borde del área y se la picó al arquero. Uno a uno y a
ver qué sucede.
Los últimos minutos fueron de nervios y muy reales. Quería que Agustín lo
terminara, le mandaba mensajes al Negro, pero era interminable el partido.
Tenía miedo que el viejo se me muriera de un infarto y de repente el silbato
del árbitro. Dos segundos de silencio y la cuadra volvió a explotar en gritos y
con ella mi casa.
En medio del abrazo, sentí otra persona que se nos unía. Era Agustina. No
había aguantado el encierro y sin que me diera cuenta, había escuchado los
últimos minutos parada en la puerta del living. Tampoco pudo evitar llorar y
se nos unió en un abrazo en donde uno, mi abuelo, lloraba de alegría y los
otros dividíamos lágrimas por verlo feliz pero también porque no dejábamos
de pensar en lo que se venía.
XVI
-¿Te acordás cuándo nos hicimos amigos? Bueno… yo me acerqué a vos por
la Agus.
-…
- ¿Y pasó algo?
- No, nunca me dio bola así que nunca le dije nada y después se me pasó.
- Ah, ok.
- Ok.
XVII
El Negro lloraba con nosotros, como un nieto más, como si fuera otro hijo de
mi vieja y Agustina no se separaba de mí.
A los pocos días ella salió de casa, parecía recuperada, mucho más que yo.
Eso me molestó. En lo que a mí respectaba, ella se había olvidado del abuelo
y de su dolor.
Iban dos minutos cuando el televisor se apagó. Casi por reflejo miré hacia la
puerta y ahí estaba Agustina con el enchufe en la mano. Me levanté del sillón
con ganas de insultarla, de descargar toda mi bronca hasta que observé sus
ojos. Estaban rojos, también de furia, pero más que nada de un llanto que
lucha por salir y no puede. Clavó su mirada en la mía, tan fuerte que casi me
obliga a desviar los ojos.
Ahí estaba yo, sin poder reaccionar. Habían pasado uno o dos segundos pero
sentía que no me podía mover desde hacía minutos, hasta que ella finalmente
dijo: “En esta casa no se ve el Mundial por televisión” y encendió la radio,
mirando al Negro, que estaba callado, y otra vez a mí.
Se pasaba los partidos agachado en las tribunas. Los más viejos del bar de la
esquina de las calles Teniente Palma y Olegario Roca decían que no era
hincha de ningún equipo. Otros arriesgaban credibilidad afirmando que lo
habían visto con una camisa –en los primeros tiempos del futbol se jugaba
con esa indumentaria a botones- con los colores de Independiente, aunque
también que podría haber sido una camiseta roja que el tiempo y el sol fueron
destiñendo hasta mostrar el actual rosa aguado que se le veía por los
escalones de las populares.
Clemente hoy, a sus setenta y pico de años, se pasaba los noventa minutos y
poco más jorobado en el cemento. Recogía los papeles que los hinchas
arrojaban cuando recibían a su equipo o cuando algún gol tempranero los
encontraba con los toscos recortes en las manos. Los miraba atentamente, los
sopesaba, los medía embargado por la duda. Sostenía una bolsa vieja del
supermercado Camenforte, donde iba tirando aquellos que parecían
interesarle y que luego, cuando el silencio fuera el adecuado, estudiaría con
más detalle.
Como cuando la gente común nota a alguno que es raro a Clemente los de la
barra del club de turno le sacaban el cuero. Y no es que se la pasaba rondando
un centenar de estadios. Aunque lo hubiera querido, su presupuesto no se lo
permitía. Igual, en el pueblo sólo había tres –pertenecientes a Asociación
Allende Cric, Atletic Rancho Viejo y Berluza FC- aunque solo dos de ellos
tenían tribunas de cemento. Allí, los comentarios más comunes eran:
“Miralo, ahí viene el loco de los papeles” o “fijate, ya está levantando
porquería”. Otros más certeros para las definiciones y con menos paciencia y
tacto simplemente decían: “Uh, tapate la nariz que ahí viene el inmundo
este”. Él, ajeno a los comentarios, seguía en su labor que bordeaba –más bien
lo sumergía- en la obsesión que lo atacaba cada fin de semana.
Clemente era jubilado desde hacía algunos años. Antes había trabajado como
matarife de gallinas –casi toda su vida- en un pueblo cercano, a unos setenta
y ocho kilómetros, al que viajaba cada día. Luego, con su retiro, las cosas
siguieron similares aunque sin el desgaste del viaje en colectivo y las plumas
de antaño.
Los chicos del pueblo, que suelen ser más caraduras que la gente grande,
alguna vez se animaron a preguntarle por qué coleccionaba papeles. Por qué
no se dedicaba a mirar los partidos o, directamente, por qué no se quedaba en
su casa. Clemente contestaba en tono seco, mirada perdida, que el fútbol no
le llamaba la atención pero que le gustaba el ambiente de las tribunas.
Palabras más o menos es lo que venía repitiendo hace por lo menos cincuenta
años, según calculaban los memoriosos y los hinchas de siempre que lo veían
pasar esquivando manotazos y alguna que otra patada.
En este punto del relato no hace falta aclarar que Clemente era un personaje
estrafalario. Usaba un pantalón de corderoy que hacía juego con unos
borceguíes que parecían pesar quinientos kilos. Y eso era en verano. Salvo
por el detalle de la remera roja desteñida, era un hombrecito gris, como los
que aparecen en las fotos de los baúles de los abuelos, de mirada siempre
seria. Tenía el rostro de un laburante. Le enmarcaba la cara una barba rala
que crecía, desde que dejó de trabajar, con más libertad. En invierno
cambiaba los borcegos por alpargatas, mostrando una total falta de precisión
en cuanto al atuendo apropiado para cada estación del año. Además, cuando
llovía se ponía un sobretodo lleno de pelusas que vaya a saber de dónde sacó
y que tenía el olor de una mochila cerrada y tirada al sol con un chorizo
adentro.
II
La casa de Clemente era una biblioteca gigantesca. Para ser fieles a la verdad,
era un juntadero de cochinada apilada en estanterías de varios tomos
debidamente foliados. “Verdades universales”, decía el lomo de uno de ellos
de color azul gastado. “Clasificados”, rezaba sintéticamente otro, de color
verde loro. “Fúnebres” era otro de los títulos que identificaba a varias
carpetas de color rosa, color por cierto extraño –y a tono con la desubicada
selección de su atuendo personal- para decorar el contenido de esos
biblioratos.
También tenía apartados algunos tomos que él consideraba sus tesoros. Allí
aparecían noticias curiosas –siempre en retazos que no contenían toda la
información sino parte de ella. “Avión ruso cae en las estepas (…)”, decía
uno de ellos que comenzaba contando cómo un avión de la Segunda Guerra
Mundial había sido derribado en algún lugar de Mongolia, que a Clemente le
pareció extrañísimo por algún motivo. Objetos extraviados y hallados años
más tarde, monstruos exóticos y devastados eran parte de su colección
“especial”.
Sin embargo, había un libraco –con todo lo peyorativo que esta palabra puede
suponer- que destacaba sobre el resto. Era de color verde cocodrilo con
toques de marrón y fucsia. Al tacto podía sentirse la suavidad de un
terciopelo peinado o una fina pelusa. Era bastante pesado. En su interior
tenía, a modo de páginas, una cantidad de folios que superaban la centena,
unidas todas por un alambre pintado color oro que había ido descascarándose
con el paso de los años. Era, sin lugar a dudas, de un mal gusto insoportable,
aunque para el hombre de esta historia ocupaba el lugar de una biblia del
siglo XVI escrita a mano por un monje de clausura del último monasterio del
intento cristiano en Manchuria.
III
IV
Para saberlo hay que remontarse medio siglo atrás en el tiempo. Clemente era
un joven con sueños y mucho futuro por delante. Recién había empezado
como peón en una empresa avícola y el sueldo y las oportunidades le
prometían una vida sin sobresaltos económicos. Su prometida, Clara, lo
esperaba cada tarde a la salida del trabajo y ambos se acompañaban hasta la
casa de ella, agarrados del brazo, hablando del tiempo, de lo que vendría. Sus
silencios también eran tiempo sagrado. En esa burbuja no existía el futbol, ni
las tribunas, ni los papeles en el viento.
Aquel día de Zonda, hace 50 años, Clemente salió de trabajar pero no había
nadie de su interés esperándolo. O sí. Un hombre no mucho más grande que
él y muy nervioso le cortó el paso cuando Clemente ya pensaba en la cena.
Este lo miró a los ojos arrancándole pensamientos de terror y soledad.
Clemente supo de qué se trataba. El hombre, definitivamente tenso por la
situación, metió la mano en un bolsillo del pantalón y extrajo una tarjeta que
al instante una ráfaga caliente y sorpresiva elevó por los aires hasta el
infinito. Clemente, mientras seguía el papel con la mirada, no advirtió que
desaparecía en un auto a toda velocidad la última esperanza de una certeza.
De un destino dónde buscar.
Clemente nunca más tuvo noticias de Clara. Más tarde, cuando fue a la casa
de la joven, solo se encontró ventanas cerradas con candados enormes con
ese silencio característico de lo que alguna vez tuvo y que ya no tiene vida.
Con los brazos caídos, en aquel portal que tantas veces visitó, sostuvo la
esperanza de una explicación que nunca llegó. Sólo quedó el recuerdo de esa
tarjeta flotando en el cielo, que la casualidad y una mano temblorosa le
negaron.
IV
Los ojos se van cerrando. El corazón ya tiene poca labor por delante.
Clemente aun mantiene la conciencia, pero es un hilo, una gota a punto de
caer. Está a punto de cerrar el paréntesis de su existencia. En ese momento,
en ese trance está, cuando sobrevive una última visión. En el acto final un
papel del tamaño de una tarjeta de presentación viene cayendo despacio
desde algún cielo imaginado. Con elegante cadencia se acerca a sus manos,
que sin embargo ya no tienen fuerzas para sostener nada.
Quizás por eso va cerrando los ojos sabiendo que la esperanza valió la pena
en ese largo medio siglo de búsqueda infame. De caras que jamás
significaron nada. De brazos extendidos hacia un universo, para él, finito.
Clemente, hombre de papel, vuelo singular. Clemente, papel encendido que
se consume con el fuego de un amor. Clemente y el gesto sencillo de la
sonrisa de su final. Del abrazo cálido, largo y tierno de la confianza que da el
creer saber.
Último recurso
por Francisco Pérez Osán
El año siguiente fue malo sin ningún tipo de atenuante. Los jugadores que no
fueron vendidos para pagar sueldos atrasados, en su mayoría vecinos de De la
Garma, tuvieron que conseguir trabajos y colaborar para pagar alguna de las
muchas deudas que quedaron. Con mucho esfuerzo las cuentas fueron
ajustándose y parecía que Libertadores podría salir adelante. Pero quedaba un
obstáculo que parecía insalvable: no podían pagar la luz.
Las torres de iluminación del estadio habían sido una de las atracciones
principales –después del fútbol, claro- para que los habitantes del pequeño
pueblo se acercaran a la cancha. Cuando la crisis se hizo evidente, el miedo a
que la gente dejara de ir a los partidos hizo que nadie sugiriera ahorrar en
energía. Al final del 2007, la deuda que Libertadores mantenía con la
distribuidora era literalmente impagable. La comisión directiva (Joselo
Gutiérrez, un abogado que había quedado prácticamente solo al frente del
club) intentó hacerle entender a la empresa, por todos los medios, la delicada
situación económica en la que estaban sumidos. Los representantes de la
compañía se mantenían firmes en su reclamo de pago, y lo único que hacían
para ayudar era repetir el siguiente consejo: “Hubieran jugado menos de
noche”. Joselo, cansado de explicarles que los consejos sirven para
situaciones que todavía no se producen, y no para el pasado, se rindió.
Armando Quijada había conseguido juntar a todos los jugadores que todavía
no habían desertado. Esta reunión había sido decidida por Armando (director
técnico, tesorero, canchero y voz del estadio de Libertadores de la Garma), y
por la comisión directiva (Joselo). Lo primero en la lista del DT era intentar
hacerles entender a los jugadores que todavía no habían desertado la
gravedad de la situación del club. “Estamos en el horno”, explicó, haciendo
gala de la economía de palabra que lo caracterizaba.
Las ideas llegaron de a montones, pero, como suele pasar, cantidad no fue
igual que calidad, y tras cuarenta minutos de brainstorming, las únicas que
parecían ser factibles eran: realizar un sorteo con la camioneta de Joselo
como premio –la comisión directiva no estaba de acuerdo-, y vender tortas,
opción propuesta por el Indio García, un dos grandote y entrador que se
aguantó estoicamente las burlas de sus compañeros. La idea de hacer una
kermés en medio de la cancha la tiró Benavidez, uno de los pocos
“históricos” que quedaban en Libertadores. Para que aceptaran, argumentó
que todos tenían experiencia en organizar ese tipo de fiestas, y que llevaría a
más vecinos que el torneo de truco con flor que había propuesto Miranda, el
arquero. Para terminar de convencer a dos o tres indecisos, dijo que en la
kermés igual podrían sortear la camioneta de Joselo y vender las tortas del
Indio García.
Los jugadores, acompañados por sus familias, daban lo mejor de sí. Habían
jugado partidos trabados, finales contra rivales de toda la vida y encuentros
por la permanencia, pero estaban nerviosos como nunca. Quijada ya había
tenido que separar un encontronazo en el tiro al blanco cuando Rodríguez, un
uruguayo que jugaba de cuatro, se negó a darle un premio a un participante
que había disparado en el centro de la diana. “¡Estabas adelantado!”, gritaba
desesperado, mientras levantaba la mano derecha. “¡Estabas pisando la línea,
no te voy a dar nada!”, seguía. Quijada consiguió calmarlo, pero igual lo
mandó al banco para evitar otros incidentes de ese estilo.
El Indio García había sorprendido a todos en el puesto de tortas. La variedad
de pasteles, tortas heladas y cupcakes que había preparado era soberbia. Si
alguien se acercaba a comprar, le daba el menú completo: “Tenés selva negra,
chocotorta, budín inglés, torta de manzana, brownies, cabsha, scones de
chocolate, donuts glaseadas –en este punto era generalmente que el
interesado en comprar algo intentaba señalar lo que quería, pero el Indio
levantaba la mano con un gesto que parecía significar ‘pará que todavía no
termino’, y continuaba con su infinita enumeración- red velvet, budín de
arena, kugelhopf tradicional, pundcake cítrica, volcanes de chocolate y dulce
de leche, strudel, key lime pie y torta maracuyá surprise. Esa receta es mía”.
No faltó alguno que soltó una risita medio escondida ante el inglés del Indio,
y ante su hasta ahora desconocido amor por la repostería. Una mirada
fulminante del dos alcanzaba para que las risitas de los vecinos
desaparecieran, pero sus compañeros no tenían piedad con las gastadas.
-¿Vos me estás jodiendo? ¿Ese imbécil se hace cargo del club sólo si lo dejo
acostarse con mi esposa?
Benavidez estaba fuera de sí, pero había entendido más o menos bien cuál era
la condición que Mozo había puesto para sacar al club de su delicada
situación.
-Sí. Bueno, no fue tan directo, pero más o menos dejó entrever que un
“encuentro” con Ana allanaría el camino para que las negociaciones por el
control económico del club llegaran a buen puerto –explicó Joselo, mientras
Quijada agarraba al jugador, que parecía dispuesto a matar a alguien.
-¡Dejá de hablar como un político de segunda línea, estúpido! ¿No ves lo que
me están pidiendo? Además, ¿quién dice que Ana va a aceptar? Están
enfermos. ¿Quién se cree que es, Richard Gere en Propuesta Indecente?
Estuvo sentado unos minutos, con la vista perdida. Sin decir nada, se levantó
y salió del vestuario.
Desde afuera todo parecía normal. Benavidez se acercó y le dijo algo a Ana,
que se rió un poco y le tocó el hombro. Se abrazaron y Benavidez pareció
despertar de un largo sueño.
El dirigente sonrió. Dijo, más o menos para sí mismo, que la tarde había
tomado un giro de película al final. La oferta de Mozo parecía sacada de
Propuesta Indecente, la piña de Benavidez, de Rocky, y la recaudación, de
Milagros Inesperados. “Creo que llegamos muchachos”, susurró, al borde de
las lágrimas. Miró a Benavidez y le pidió perdón, llorando a más no poder:
“Te pedimos una locura, y lo único que había que hacer era vender tortas”. El
Indio García se quedó callado, pero sabía que la próxima vez que lo echaran
por último recurso nadie le recriminaría nada.
Lo hice por amor
por Pablo Villarruel
Jorge, como solo le decía su mamá, vio la luz de este mundo a solo dos
cuadras de la cancha del Atlético, ya que Cacho no llegó a tiempo al llamado
de su mujer para ir al hospital por estar subido a una columna arreglando las
luces de la sede social. Lo que es el destino. Cachito no tuvo otra rutina desde
sus primeros años que ir de la casa o de la escuela al club, donde era más
feliz que nadie compartiendo las tardes con sus amiguitos y estando cerca de
su padre en las aventuras que éste llevaba a cabo para mantener a flote el
fútbol, la disciplina más popular pero también la más necesitada del Atlético.
Más allá del éxtasis post ascenso, Cachito seguía defendiendo los colores del
Atlético pero, como ya estaba en una edad donde los talentos se equiparan,
portaba la cinta de capitán aunque ordenando a sus compañeros desde el
costado derecho de la defensa. Cacho, el padre, era su seguidor número uno y
también su crítico más sincero, a pesar de que en el fondo sabía que el futuro
de su hijo no estaba de la línea de cal hacia adentro. Y eso que Jorgito, como
le gritaba su mamá desde la tribuna, llegó a debutar en Primera y a estar
varias veces en el banco de suplentes. Pero la semi-profesionalización del
torneo que disputaba el Atlético hizo que llegaran refuerzos de cierta
jerarquía y los sueños de futbolista de Cachito fueron apagándose
lentamente.
En los días de partido de la primera llegaba tres horas antes con el agua
mineral, el hielo y el ‘gatorei’ para los jugadores; ordenaba y supervisaba a
los taquilleros y siempre era él mismo quien completaba la planilla oficial del
cotejo en cuestión. Eso sí, como buen futbolero veía los noventa minutos en
un rinconcito de la platea, casi solo si no fuera por algún colaborador o
allegado que se le acercaba para comentarle algo referido a la organización.
Un día, antes del inicio de una nueva temporada, Cachito estaba tomando un
café y se encontró con Omar, un histórico dirigente de Sportivo (rival del
Atlético en años anteriores), club que había logrado un nuevo ascenso en el
último torneo y saltaba escalones a pasos agigantados. Cuando compartieron
categoría, Sportivo venció a Atlético de visitante y de local y eran recuerdos
dolorosos para él, pero como siempre encabezaba las delegaciones cuando
había que salir de casa además de recibir a la visita cuando se jugaba de local,
Cachito tenía, en general, buena relación con la gente de los otros equipos. Es
que era un tipazo y pocos estúpidos no lo querían. Entonces Omar fue a su
encuentro.
- Gracias, Cachito, muchas gracias. Se nos dieron las cosas gracias a Dios…
- Ehh arriba el ánimo viejo, ustedes están creciendo de a poco, tienen que
seguir empujando hasta dar el zarpazo, ya va a llegar…
- ¿Estás muy ocupado? ¿Tenés un rato para que charlemos en otro lado?
- No, estoy con tiempo, pero me intriga que tenga que ser en otro lado -dijo
Cachito.
- Sí, pero estoy convencido de que me van a decir así toda la vida…
- ¡Jaja! Puede ser, pero depende de vos que te valoren por tus propias
acciones y dejen de tomarte como ‘el hijo de’ -dijo Omar mientras hacía el
gesto de las comillas con sus manos.
- Puede ser, pero no creo que me hayas traído hasta acá para hablar de los
apodos o de las relaciones padre – hijo…
- No, no. Mirá Cachito, yo conozco a tu viejo desde que teníamos tu edad. O
de más chico tal vez. Empezamos casi al mismo tiempo en nuestros roles de
dirigentes, él en Atlético y yo en Sportivo, bueno como vos sabés. Siempre
fue muy cabeza dura y nunca me escuchó…
- Me imagino que con tus años al frente del fútbol en el club te habrás dado
cuenta de que los resultados no siempre están ligados al rendimiento del
equipo…
- Y, a que se puede hacer algo más que armar un buen plantel para conseguir
los objetivos. Y eso es una simple cuestión de guita…
- Sí. Pero no te estoy diciendo solo eso. Te estoy diciendo que se puede
hacer. Que es factible y que por un esfuerzo económico más que hagan
pueden cumplir sus objetivos, pasar de fase o hasta ascender. Como
nosotros.
- ¿Y vos qué tenés que ver en todo esto? -preguntó incrédulo Cachito.
- Digamos que soy un viejo zorro en estas categorías y tengo los contactos.
Te puedo conectar para que todo sea limpio y seguro. Tu viejo también
siempre supo de estas ‘posibilidades’ pero le gusta auto-engañarse y creer
que jugar bien puede alcanzar…
- Está bien, pero la realidad te dice otra cosa, querido. Ustedes todos los años
tienen un buen equipo y juegan bien y así y todo no llegan a las instancias
decisivas. Les falta un plus. Una pata para dar el salto. Y yo puedo ayudarte a
conseguirla si vos querés…
- ¿Y cómo es la cosa?
- No, eso no te lo puedo decir, Cachito. Vos confiá en mí que después del
primer contacto te van a empezar a llamar ellos si va todo bien.
Agarró su celular y salió de la oficina por unos diez minutos. En ese tiempo
Cachito se paró y miró por la ventana en línea recta hasta que volvió Omar.
Ahí hablé con esta gente. Me piden que me confirmes si te interesa empezar a
trabajar con ellos para que yo te cuente cómo son las cosas.
- Algo así Cachito, algo así. Bueno ¿Querés que los árbitros te ayuden sí o
no?
- Sí, es así. Tu viejo hizo mucho y le dio mucho al Atlético, pero ahora es tu
tiempo. Imaginate quedar en la historia como el hacedor de un ascenso para
tu club, sería algo impagabale ¡Te harían una plaqueta más grande que la de
tu abuelo! Vos pensalo y tené la seguridad de que si no te parece aprovechar
la oportunidad de hacer algo grande por unos pesos, hacemos como si nada y
esta charla nunca existió. Pero si te interesa me tenés que confirmar cuanto
antes. Yo voy a estar acá todo el día mañana, ya sabés como llegar…
- Está bien. Te aviso en estos días a ver que hago -dijo Cachito antes de darse
un apretón de manos con Omar y abandonar, meditabundo, el edificio.
Al otro día, por la mañana, Cachito fue a la oficina de Omar tras pasar la
noche casi insomne y levantándose varias veces para fumar.
- Quiero hacerlo Omar, quiero intentar. Pero no por mí ni por mi viejo ni por
mi abuelo. Por el club.
- Bueno, a ese número que tenés en mente sumale unos quince o veinte mil
pesos más por mes. Eso va a ser suficiente por ahora para la primera fase.
- Sí, es un hijo de puta, pero hay hijos de puta que conviene tenerlos de tu
lado.
- Igual que a nosotros, hasta que pudimos llegar a él. Bueno, como vos sabés
él es el Secretario General de la Asociación de Árbitros para las categorías de
ascenso en el interior.
- Está bien -dijo Cachito-. Voy a cumplir todos los pasos que sean
necesarios.
- Ahora andá tranqui. En los próximos días te van a llamar desde un número
privado o de alguno con característica de San Juan. Van a ser ellos o él
personalmente.
- Clarísimo. Me costó mucho llegar hasta acá pero voy a ir a fondo por el
club que amo. El fin tendrá que justificar los medios -aseguró Cachito como
exhalando el aire de su boca.
Se saludaron con un abrazo y Cachito se fue del edificio, ahora bajando los
cuatro pisos por el ascensor y silbando un tema de los Cadillac.
Dos días después sonó el celular de Cachito y vio que era de un número que
empezaba con 0264. “Son ellos”, pensó y salió de una de las oficinas de la
sede social para hablar en la vereda.
- Hola.
- Sí, él habla.
- Por supuesto.
- Sí, es así.
- Bueno, muy bien, también calculo que Omar te dio un pantallazo sobre
cómo son las reglas del juego…
- Clarísimo.
- Mis servicios son diez mil al mes y de ahí aparte si va otro colega. Lo mío
es un cánon fijo por lo que te recomiendo que una o dos veces al mes
adquieras los servicios.
- Ah, ¿o sea que si no venís vos tengo que pagarle aparte al otro? ¿Son diez
mil pesos fijos más lo de otra persona?
- Mirá, con mi cánon fijo te asegurás que vaya yo una o dos veces al mes. No
somos tantos colegas en la Asociación y ya está bastante aceptado que
repitamos algunos equipos en un mes. Y si yo no puedo ir te designo a uno de
mis compañeros de confianza y ese cánon lo arreglás conmigo a través de
Omar. Así vamos a trabajar bien. Yo te voy a hacer precio de usuario nuevo
¡jajaja!
- Listo Jorge, hacemos así. Desde el mes que viene le llevás lo mío a Omar.
El torneo arranca a fin de mes, pero con que se lo llevés antes del diez está
bien. Lo más probable es que vaya yo salvo que juegues con un equipo de
acá, pero eso lo confirmamos cuando salga el fixture ahora en unos días.
- Ok Eugenio, todo claro entonces, gracias por el llamado y espero que todo
salga bien.
Estaba tan abocado a eso que veía muy poco a sus padres y apenas pasaba
una o dos veces por la central de taxis para ‘saludar’ a su querido 827. Uno
de esos días compartió unos mates con Cacho, su padre, quien le mencionó
que visitara a su madre entre otras cuestiones.
- ¿Y por qué?
- Puede ser, pero él no es trigo limpio. Igual me gustaría que conozcas a las
personas del fútbol por vos mismo y no por mi boca. Que vivas tus propias
experiencias, bueno, lo estás haciendo, y que nunca confundas nuestro
camino, el del Atlético, el de tu abuelo…
- No sé bien qué me querés decir -mintió Cachito-, pero ya soy grande y creo
que algo me he curtido en estos años como dirigente…
- Por supuesto, hijo. Yo te deseo lo mejor y voy a estar siempre para vos…
Con todo listo para la primera fecha del torneo, el fixture confirmado y la
ilusión renovada por la conformación de un buen plantel, más el nuevo
‘servicio contratado’, Cachito le llevó a Omar lo que le correspondía a
Eugenio ya que éste iba a dirigir al Atlético frente al Deportivo en el inicio.
Estaba todo preparado, todo encaminado para un gran debut como local.
Incluso días antes de ese domingo Eugenio llamó a Cachito para decirle que
había recibido lo suyo y que todo estaba ‘OK’.
Llegó el día y él mismo recibió a la terna cuando bajó del remis en el playón
del club. Cachito y Eugenio se dieron un apretón de manos acompañado por
una mirada cómplice que nadie advirtió. En lugar de ver el partido solo, como
siempre, Cachito tuvo el acompañamiento de su padre en ese sector de la
platea y lo primero que le comentó fue: “De entrada nos tocó el sanjuanino
hijo de puta este…”. A lo que Cachito respondió con una sonrisa nerviosa.
Así fueron pasando las fechas y el mecanismo se fue aceitando más y más. El
Atlético casi no perdía: de local ganaba casi siempre y de visitante conseguía
puntos como en ninguna campaña anterior. Cachito se había acercado
bastante a Omar y hasta compartían un asado semanal que, por supuesto,
nunca le contaba a su padre. De esta manera llegó la clasificación a los play-
offs. La gente del pueblo y los hinchas estaban más entusiasmados que nunca
y colaboraban con el club en cada una de las iniciativas, pero hubo meses en
los que Cachito tomó dinero de la empresa familiar prometiéndole a su padre
que iba a reponer hasta el último centavo. Todo era para no fallarles a sus
nuevos ‘socios’.
Solo cinco llaves de ida y vuelta separaban al Atlético del ascenso y, por
como venían marchando las cosas, todo daba para ilusionarse.
La segunda llave terminó tres a uno para Cachito, sus métodos y su club, con
un dos a cero en la ida y un empate a uno en la vuelta como visitante, donde
el rival sacó ventaja con un golazo de tiro libre, pero antes del entretiempo ya
jugaba con nueve hombres por obra y gracia del juez principal.
- Vamos tan bien que no lo creo, te juro que me cuesta creerlo -le dijo Cacho
a su hijo-. A esos que hablan en la radio no le des bola, si los árbitros son
malos no es culpa nuestra ¿Cuántas veces nos perjudicaron? Además
nosotros seríamos incapaces de sobornar a un árbitro, ¿no?
- Si papá, más vale -le dijo Cachito tras una pausa sutil pero reveladora.
Así llegó la cuarta llave que era como una semifinal, ya que el que ganaba
accedía a la quinta y última para jugar por el ascenso y fue, otra vez, victoria
del Atlético nomás. El rival llegó diezmado por lesiones y suspensiones y el
global finalizó con un tres a cero que lo clasificó a la final. El gol de penal en
la vuelta como visitante (sí, una vez más) aseguró el pase al partido decisivo.
Allí esperaba Defensores, un equipo más humilde que había avanzado varias
fases por penales, pero que tenía una entrega enorme y el típico envión de
grupo que va de menor a mayor.
Minutos más tarde Cachito confirmó que Eugenio no atendía ese celular y
tuvo que quedarse con la preocupación de cómo iba a hacer para reunir esa
plata más los premios de los jugadores, si se llegaba a dar el ascenso.
“Primero lo primero”, dijo y se fue a la central de taxis cuando ya no había
nadie en las oficinas, salvo los operadores que estaban adelante. Tenía llaves
de todo, hasta de los cajones importantes. De uno de esos tomó un fajo
grande de billetes y se aseguró el ‘salario’ de los colegiados. “Ya veré de
dónde saco lo otro”, pensó.
- No. El otro día fui a la central pero a buscar unos papeles que necesitaba
desde hace tiempo.
- Si, me dijeron los muchachos. Igual eso era un ahorro que iba a darte para
ayudarte con los premios. Seguro que me lo he llevado a casa y está ahí, pasa
que ya estoy viejo…
- No, vos estás bien papá -dijo Cachito al tiempo en que agachó la cabeza y
se le llenaron los ojos de lágrimas.
- Ehh, hijo, ¿qué pasa? ¿estás bien? -Cacho le cubrió la espalda con su brazo
derecho.
- Sí -dijo Cachito rápidamente limpiándose las mejillas con las palmas de las
manos-. Debe ser que estoy presionado, nervioso, ansioso y todo eso por lo
que pueda pasar el domingo, nada más…
- No, quedate tranquilo hijo. Va a pasar lo que tenga que pasar, además vos
has hecho todo lo que estaba a tu alcance para que todo salga bien y no tenés
nada que reprocharte.
Cacho quedó pensativo esos minutos hasta que su hijo volvió, pagó la cuenta
en la caja, le dio un beso y se fue para reencontrarlo nuevamente en la gran
final.
Cachito nunca había visto la cancha así de llena. Plateas y populares estaban
repletas de fanáticos, de simpatizantes y hasta de esos curiosos que se suman
en el último tramo para saborear una pizca de éxito sin merecerlo. Como en
cada partido, él recibió a la terna arbitral y los acompañó hasta el vestuario.
- Buen partido.
Se dio una vuelta por las taquillas para controlar todo; el premio si se daba el
ascenso y la plata que había sacado de la central de taxis rondaban siempre
por su cabeza y hasta tuvo tiempo para confeccionar la planilla oficial y
entregársela a los árbitros una media hora antes.
Cachito era un manojo de nervios, pero así y todo pudo realizar sus tareas
habituales al mismo en que hablaba con mucha gente que lo felicitaba por la
campaña del Atlético, o simplemente buscaban dialogar unos minutos con el
joven dirigente que estaba a un paso de entrar en la historia del club del
pueblo.
Por fin llegó la hora del partido y Cachito se ubicó donde siempre aunque
ahora estaba rodeado de hinchas totalmente ajenos a la procesión interna que
transitaba. Su padre estaba en la platea oficial y él lo sabía; si hasta sentía su
mirada a pesar de la distancia y de las miles de personas alrededor.
Los jugadores del Atlético parecían sentir la presión de jugar una final y el
primer tiempo se fue empatado sin goles, con los arqueros como espectadores
de lujo y con un trámite muy parejo donde el árbitro apenas pudo amonestar a
medio equipo rival. Lo único que hizo Cachito en el entretiempo fue sentarse
y llamar a Omar.