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MARIANDINA 2

Otras historias de la vida en una cancha de fútbol


ISBN 978-987-595-300-0

Libro de Edición Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


1 - OJOS CIEGOS BIEN ABIERTOS por Gonzalo Ruiz

2 - EL TROPIEZO por Ezequiel Derhun

3 - EL SUEÑO DEL PIBE por Ignacio De La Rosa

4 - NO LO MIREN, ESTÁ TEÑIDO por Juan Alonso

5 - DIVINA JUSTICIA por Gonzalo Glorioso

6 - GAMBETEAN por Juan Azor

7 - 8 DE JULIO DE 1990 por Pablo Philippens

8 - UNA FANTASÍA MUNDIAL por Daniel Calivares

9 - HOMBRE DE PAPEL por Federico Fayad

10 - ÚLTIMO RECURSO por Francisco Pérez Osán

11- LO HICE POR AMOR por Pablo Villarruel


Prólogo
por Fernando Montaña Berdugo

Acabo de leer el último cuento, privilegio que me permitieron sus autores, y


siento que la gira mágica y misteriosa de este Mariandina 2, como lo fue el 1,
es una aventura literaria que vale la pena hacerse. Pagar la Red Bus, el ticket
to ride, para acomodarse en ese mundo de once cuentos que esta selección de
jóvenes filántropos del fútbol nos posibilita. Un Bedford con salida por
adelante para los jóvenes de ayer, el Mercedes Benz a cara de perro de la era
moderna o el Metrotranvía de hoy. Cualquier bondi nos deja bien parado en
la serie de relatos de estos autores de buena cepa mendocina.

No quiero que mi entusiasmo por lo que leí y ahora ustedes tienen en sus
manos me lleve a delatar detalles del viaje al que hago referencia. No me lo
perdonaría. Adhiero a lo empírico. Así como solemos decirle que no a
aquellos bienintencionados que nos invitan a su casa para mostrarnos las
diapositivas de una estadía por paisajes caribeños o atlánticos, solo me cabe
desearles que cada cual viva una hermosa experiencia con este libro. Eso sí, a
los futboleros y no, les digo que nadie va a salir defraudado. Hay paisajes
internos y externos para disfrutar.

Subí que te llevo, bien puede decir cada uno de los autores de Mariandina 2.
Paseo por las nubes con distintas historias, con personajes creíbles y
queribles y otros no tan queribles, pero a los cuales aplicando una lógica
descriptiva se puede llegar a entenderlos o no sojuzgarlos.

Y así, hay subes y bajas por la pasión, como acontece con Pablo Villarruel
(“Lo hice por amor”) y su dramático relato en tiempo real de lo que un
desesperado dirigente es capaz de hacer por su club hasta llegar a pisar el
palito de la corruptela. O también de Juan Azor (“Gambetean”), un abierto
manifiesto para dejar en claro la necesidad de mantener a salvo el derecho a
emocionarse por el fútbol y no renunciar a esa pasión. Claro que sí, amigos.

Y hay un Expreso imaginario con Gonzalo Glorioso (“Divina Justicia”), en


un trama sobre la decisión de un hijo árbitro y la vida de su padre, tan
pasional por el Tomba como por la vida.

Y en este canto rodado, Daniel Calivares (“Una Fantasía Mundial”) juega a la


ficción dentro de la ficción como un número cinco elegante para traernos una
emotiva historia argentina sobre las tradiciones familiares y fobaleras.

Y Federico Fayad (“Hombre de papel”) nos posiciona en una historia mínima


y fantástica, con un hombre que colecciona papeles y bien puede ser el
homenaje a esos personajes que forman parte del folclore del fútbol, como los
vendedores ambulantes que pululan por las tribunas.

Del mismo modo que Gonzalo Ruiz (“Ojos ciegos bien abiertos”), quien
valiéndose de la pluma ricotera del Indio Solari nos zizgaguea en una suerte
de relato digno de la recordada serie de TV The Twilight Zone, con
personajes cotidianos llevados a la dimensión desconocida entre Mendoza y
el Alto Valle.

En un bote a tierra, Francisco Pérez Osán (“Último recurso”) nos recordará el


espíritu colectivo de la vida y el fútbol, que los logros son consecuencia de un
trabajo en equipo y por eso se gozan mucho más.

Como por una travesía por un pueblo macondiano, Ezequiel Derhun (“El
Tropiezo”) nos trae la polaroid del calor popular de todo un pueblo ante un
acontecimiento futbolístico y el funcionario chanta que trata de sacar
provecho. ¿Ficción acaso?

Juan Alonso para un poco la pelota (“No lo miren, está teñido”) para
ponernos en los guantes, la bata y en la piel de un ex futbolista, devenido en
boxeador, que sufre una crisis existencial en pleno combate, nada menos.

Y se agregan otros dos viajes mundialistas al ayer y al presente. Como el de


Pablo Philippens (8 de julio de 1990) que nos involucra en una cabulera
aventura numerológica con el Mundial 90 en su corazón teñido de nostalgia.
Y el de Nacho de la Rosa (“El sueño del pibe”) en un homenaje genuino a
Lionel Messi, nada menos que como protagonista de una pintoresca historia.

Mariandina 2 es un tour por once relatos a cargo de escritores que enaltecen


aquello de que el fútbol es un buen disparador de historias de vida. Que
corren detrás de la pelota con la imaginación como poder. De once sensibles
del cercano oeste argentino que se ponen la casaca de la nostalgia, de los
sueños, del entusiasmo que son capaces de provocar dos arcos y un balón.

Les recomiendo abrocharse los cinturones, apagar los celulares y dejar de


olfatear pokemones y otros rebrotes de capitalismo salvaje. En el fondo a la
izquierda hay lugar, pasen y siéntanse cómodos para este nuevo viaje
mariandino…
Ojos ciegos bien abiertos
por Gonzalo Ruiz

– Sí, pibe, créame: era ciego, no veía, ciego de nacimiento. Una cosa nunca
antes vista en el pueblo… Qué digo pueblo, nunca vista en el mundo. Ciego,
ciego era el gran Dalmasio Leónidas Pasquinelli. Pero vio, pibe… Eran otras
épocas, por eso supongo que sólo atajó en El Progreso, no le dio para salir de
acá. No había esas cosas de la tecnología, la televisión, vio. Pasquinelli atajó
cinco años en El Progreso y desapareció, literalmente. Nunca más se lo vio
por ningún lado. Eso me contó mi abuelo. Habrá sido por los años veinte, por
ahí. Yo no tuve la suerte de verlo, pero vio, pibe… El boca a boca, todos
saben algo de Pasquinelli, aunque le aseguro que hace tiempo que no hay
nadie vivo que lo haya visto atajar. Una maravilla, el único arquero ciego de
la historia.

Nunca pude publicar la nota sobre Dalmasio Leónidas Pasquinelli porque no


di con un solo dato comprobable. Nada de nada. Sólo encontré viejos que me
hablaron de recuerdos de sus abuelos. De un ciego que atajó en los años
veinte para un club de un pueblo patagónico que se caía del mapa, al sureste
de Santa Cruz. No encontré un recorte de un diario, una planilla en la Liga,
nada. “En los veinte no existía ni la Liga”, me respondieron. Fue como
buscar un fantasma.

Mi jefe me dijo que esa nota era una payasada, que estaba basada sólo en
dudosos recuerdos de viejos borrachos, que, para eso, me inventara el
personaje que quisiera, que daba lo mismo. Algo de razón tenía. Por algo me
colgó la nota y me dijo que me dejara de joder con historias imposibles, que
fuera más a lo concreto, lo comprobable, lo que uno ve día a día, que tenga
los ojos bien abiertos, me dijo.

Yo había escuchado por primera vez la historia de Pasquinelli en un viaje que


hice por el sur. En un bar perdido en Esquel, un viejo ginebrero me la contó
con tantos detalles que me cautivó. Viajé hasta Santa Cruz para buscar esa
historia, que para mí era maravillosa. Quería reconstruir el relato de un ciego
que atajaba. Un tipo que tenía tan desarrollado el sentido auditivo que se
tiraba a la derecha porque sabía que la pelota iba a la derecha.

Hablé con mucha gente. Nadie lo había visto atajar, pero todos sabían de la
historia de Pasquinelli, o del mito o de la leyenda, vaya uno a saber. Me
contaron de un día en el que atajó un penal, de cómo cortaba los centros, de
que tenía un perro lazarillo que se llamaba Mefistófeles pero que sólo
respondía al nombre de Mefi, menos mal.

Pasquinelli vivía solo, en una piecita que quedaba al fondo del club El
Progreso. Un tipo que cuidaba la cancha le hacía de comer todos los días.
Después, para todo lo demás, se las arreglaba solo. Había llegado de Lobos,
provincia de Buenos Aires, se presentó en el club y dijo que era arquero,
todos se le cagaron de risa, pero insistió hasta que aceptaron y le patearon un
par de pelotas como para cumplir. Fue ahí cuando Pasquinelli los sorprendió
por primera vez, porque atajaba casi con los mismos reflejos que cualquier
arquero vidente.

Fui a El Progreso y, cuando pronuncié su apellido, hasta los más pibes me


hablaron maravillas de él. Eso sí: no había ningún registro. Sólo escuché
historias de abuelos que habían pasado a los hijos y luego a sus nietos y así.
A veces sospechaba que, mientras más tiempo pasara, Pasquinelli se
convertiría en mejor arquero.

Estuve una semana reconstruyendo el paso de Pasquinelli por El Progreso.


Pude armar una historia interesante, pero no había manera de comprobar ni
siquiera si Pasquinelli se llamaba Pasquinelli. Fue una de esas notas que
nunca salen y quedan a la eterna espera de ser publicadas. Con el tiempo me
olvidé de Pasquinelli y me dediqué a buscar historias más convencionales y
menos interesantes.

Habrán pasado diez años hasta que una tarde, mientras cubría un partido de
Luján de Cuyo con Cipolletti de Río Negro, por el Torneo Argentino A, leí
en las planillas que en el banco de suplentes de Cipo había un tal Pasquinelli:
Darío Leonardo Pasquinelli.

Cuando terminó el partido lo fui a buscar al vestuario. Me presenté, le conté


la historia de Dalmasio Leónidas y le pregunté si tenía algún parentesco, si
sabía algo.

– No sé nada, nada… Perdón, tengo que subir al colectivo.


– ¿Nada de nada? ¿Nunca un tío o alguien de tu familia te contó algo?
– No, no… No te puedo decir, chau.
– ¿Cómo que no me podés decir? Entonces, sabés algo.
– Bueno, sí, pero no tiene importancia, dejá.
– Por favor, dame un número donde pueda llamarte, algo, no me dejés con
esa intriga.
– Bueno, anotá.

Hablé con Darío Pasquinelli después de llamarlo durante dos semanas. No


me contó nada importante. Me dijo que hablar por teléfono era muy
comprometedor, que si quería saber algo viajara a Cipolletti y allí
hablaríamos tranquilos. Apenas pude partí al sur en busca de una historia que
había vuelto después de tanto tiempo.

Darío tenía 20 años, había nacido en Cipolletti y toda la vida jugó en Cipo.
Estaba alternando en el banco de primera y jugaba, por lo general, en la
tercera. Vivía con una tía, que lo había criado porque sus padres habían
muerto en un accidente poco claro. “Cosas de los setenta, la Jota Pé, épocas
bravas”, se limitó a decirme.

Me contó que Dalmasio Leónidas era su bisabuelo, que después de pasar por
El Progreso, se fue a vivir a Cipolletti. No sabía por qué, ni sabía bien qué
hizo. Eso sí, jamás había vuelto a jugar al fútbol. Nunca más pudo atajar, por
un problema en las manos.

En Cipolletti, según el relato de Darío, su bisabuelo conoció a Edelmira, su


bisabuela, una prostituta de renombre en aquellos años. Se fueron a vivir
juntos y tuvieron tres hijos. Dalmasio murió a mediados de los cincuenta, en
el olvido, pero feliz de haber formado una familia y convencido de que Perón
era lo peor que le podía pasar a este país. Hasta ese momento, yo no sabía
nada de las inclinaciones políticas de Dalmasio, menos de su costado gorila.

Darío me mostró pocas fotos muy viejas, mustias, en las que aparecía
Dalmasio con lentes negros y boina. En una posaba contra un arco, con Mefi
a un costado –supongo que era Mefi– y con una pelota al otro. Parecía un tipo
feliz.

Me emocionaba, después de tantos años, haber dado con esta historia. No


podía creer que nunca antes hubiera salido a la luz. Era un notón, un golazo al
ángulo, como decimos los periodistas deportivos, tan poco originales.

En el medio de la charla, Darío se puso muy serio, como si se hubiera


acordado de algo que lo preocupaba mucho. Cambió su cara amable por un
gesto adusto, guardó las pocas fotos que había desparramado por la mesa y
me miró firmemente a los ojos. Sentí cómo su mirada se clavaba en la mía.

– Tengo que decirte algo.


– Sí, contame. ¿Qué pasa?
– Vos no podés escribir nada sobre mi bisabuelo.
– ¿Por qué? Es una historia hermosa.
– Sí, sí, ya sé, pero no podés.
– ¿Por?
– Todavía no te muestro algo que es muy importante. Cuando lo veas, vas a
entender todo.
– Dale, mostrame, porque ahora no entiendo nada. Además, acordate de que
soy periodista, me va a matar la curiosidad.
– Vení, acompañame.

Darío me llevó al sótano de la casa. Un fuerte olor a humedad y a orina


impregnaba el ambiente. Me hizo acordar a los baños de muchas canchas.
Encendió un foquito pequeño, de luz casi naranja, que alumbraba poquísimo.
Desde un rincón corrió un baúl bastante grande y lo abrió ante mí. Jamás creí
que iba a ver lo que vi.
– ¿Ahora entendés? ¿Te cierra por qué mi bisabuelo era tan buen arquero sin
poder ver, entendés por qué muchos años después le cortaron las manos a
Perón? Es todo muy claro y todo está en este baúl, por eso te pido que no
escribas nada, porque podrías cambiar la supuesta historia oficial, aunque, en
realidad, dudo que te crean.

No pude hablar. Sólo atiné a salir de ese sótano, llegar al auto y volver a
Mendoza. Me sentí adentro de una película de terror. Nunca olvidé lo que vi
en ese baúl. Pero les puedo asegurar que la historia es mucho más sencilla de
lo que piensan.
Sólo hay que tener los ojos ciegos bien abiertos.
El Tropiezo
por Ezequiel Derhun

“A El Tropiezo se ingresa por una única ruta. Un kilómetro antes de llegar,


un cartel corroído y con algunos balazos deja entender un ‘Bienvenidos’.
Debajo del cartel, clavado a una de las patas que lo sostiene, otro más
pequeño dice: ‘300 habitantes, un equipo de fútbol’”, eso fue lo único que
llegué a escribir sobre mi primera crónica de viajes, en mi primer trabajo para
la revista.

Sucede que El Tropiezo es un lugar que no es muy distinto de algún que otro
pueblo en el secano cuyano. Hay una plaza cuadrada y a su alrededor se teje
la vida social de los tropecenses. Iglesia, comisaría y delegación municipal
forman la trinidad para el orden y la fe, que se completa con la salita de
emergencias. Alguna que otra casucha que aún resiste con paredes de adobe y
el infaltable almacén de ramos generales con un anexo como cantina, donde
recalan los habitantes para los eventuales festejos y oportunas borracheras.
Sólo la iglesia parece salvarse de cierto estado de abandono.

Pero El Tropiezo tiene algo que no tiene ningún pueblo: todas las
edificaciones que mencioné están contenidas en tres de las cuadras que
circundan la plaza, la cuarta cuadra es ocupada por completo por una cancha
de fútbol, toda la vereda que da al este es abarcada por el campo de juego.
¿Cómo llegó una cancha allí? Bueno, el letrero que dice “Estadio El
Tropiezo” tiene pocas pistas. Le leyenda que dice “Inaugurado por…” tiene
un golpe como si fuera de un hacha y ya no se puede leer quién tuvo el
privilegio del corte de cintas.

De aquel verde césped que dicen que tuvo, sólo queda un tierral y varios
yuyos, sobre todo en las esquinas. Y posee la particularidad de tener un solo
arco. A su alrededor, las tribunas y un improvisado camarín también parecen
estar a la mitad. Lucas, un pequeño de ocho años, intenta todos los días en el
círculo central hacer cien jueguitos sin que la pelota toque el suelo; su récord
es trece.

De un par de charlas casuales con los lugareños, la brújula que indica el


horizonte a todas las respuestas para determinar el porqué de esa cancha en
ese lugar apunta a Roberto García Fúnez, exdelegado municipal. Sin
embargo, su paradero hoy es desconocido o, al menos, nadie dice saber dónde
está, mucho menos en la delegación municipal.

“El tipo era entrador”, anticipa María María, la mujer que los consultados
señalaron como la indicada para hablar sobre la cancha, García Fúnez y otras
cosas más.

María María, así como se lee, emerge detrás de una vieja caja registradora del
almacén; está a cargo del negocio hace cuarenta años. Las canas y las arrugas
delatan décadas, pero el tono de voz demuestra firmeza y sus blanquecinas
manos son rústicas y poderosas. En dos movimientos ata su melena grisácea,
como para atajar los recuerdos que va a narrar. Cuenta que García Fúnez
llegó un día después de una semana de ausencia con una foto en una mano y
un maletín en la otra. En la imagen aparecía él y el Gobernador, abrazados y
con sonrisas desparramadas en los rostros; en el maletín había varios fajos de
dinero.

“Lo de la cancha fue rapidísimo”, agrega María María, mientras se acaricia el


mentón y cuenta datos certeros sin ribetes ni demoras en los detalles. “Era
otoño y antes de fin de año ya estaba casi terminada. El tema de formar el
equipo tardó un poco más”.

Cuando María María se pone a hablar quien pasa a su alrededor hace como
que no escucha y sigue con sus tareas. No es la autoridad, pero hay un
genuino respeto.

La inauguración fue cerrando un marzo infernal, el verano parecía no


terminar nunca y por las tardes no había sombra que se compadeciera de
nadie. Hasta ese día, García Fúnez había mantenido en secreto el armado del
equipo local y el rival era sorpresa. Pero en un pueblo minúsculo, todos
sabían que la formación de El Tropiezo iba a salir a la cancha integrada por
policías y empleados municipales, leales a García Fúnez.

Aquel día, ya atardeciendo, todo el pueblo se acomodó en las gradas a medio


terminar. Los mates pasaban de mano en mano acompañados por tortitas con
chicharrones. Cada uno de los habitantes vio formarse en la cancha lo que era
un secreto a voces. Así, el flamante equipo de El Tropiezo salió al trote desde
la Comisaría, cruzó la plaza y se formó en mitad de cancha junto a los
árbitros (el réferi principal era el párroco). Curiosamente, sólo el vacío se vio
del otro lado de la cancha. Verde era el color de la casaca.

García Fúnez, megáfono en mano, fue hasta el círculo central y anunció que
en breve arribaría el contrincante. Mientras se movía pendularmente para que
el megáfono no acoplara, dio a entender que los iría a buscar y que en
minutos retornaría. Salió apresurado de la cancha haciendo gestos con su
mano con la palma hacia abajo, solicitando que todos se quedaran sentados.

Paciencia era lo que sobraba en El Tropiezo, nadie recordaba con precisión


cuál había sido el último acontecimiento de magnitud para el pueblo en los
últimos años. El viejo Gómez recordó la inauguración de la salita de
emergencias, pero dudó y se puso a hablar sobre la primera vez que habló por
teléfono. Los chicos, inquietos por instinto, no dudaron en meterse a la
cancha para perseguirse mientras pateaban una improvisada pelota.

El anochecer no tardó en llegar. García Fúnez no aparecía y los jugadores ya


se habían cansado de pelotear al arquero. Y como siempre parece haber un
romance fugaz entre la nocturnidad y la épica, algunos chicos del pueblo se
animaron a hacer un picado con el equipo oficial, marcando el arco ausente
con ladrillos de la obra inconclusa. Los pocos y tímidos faroles le pusieron
clima al pleito. El pequeño Lucas hizo una jugada magistral por izquierda y
entró confianzudo al área hasta que la pierna de un cabo que pesa cien kilos
lo frenó. ¡Penal!, gritaron desde las gradas. El chico acomodó la pelota en el
único punto marcado en la cancha. Cerró los ojos y cuando escuchó el silbato
del árbitro le pegó con alma y vida. Pero el grito de gol se ahogó con un
poderoso estruendo.
Minutos antes, mientras la gente de El Tropiezo permanecía inamovible
viendo el partido entre pueblerinos, María María se había puesto ansiosa y
decidió ir a paso apresurado hasta la delegación municipal. García Fúnez
estaba en el garaje, la mujer vio cómo cerraba de improvisto el baúl del auto
con su maletín adentro. En la historia debe haber cruces de miradas titánicas,
pero nadie hubiera podido describir ese duelo.

Lo cierto es que mientras se definía el picado en el flamante estadio, con


Lucas pateando en el punto penal, ese poderoso ruido retumbó en El Tropiezo
y todos en las gradas se levantaron y salieron corriendo hacia el centro de la
plaza, sólo Lucas vio cómo se inflaba la red en el ángulo derecho. De la
delegación municipal salió caminando María María, con los ojos enrojecidos
e inundados de lágrimas. Fiel a su estilo, dijo: “Se fue”. También contó que
no iba a haber partido inaugural y que se las iban a tener que arreglar solos.

María María hace una pausa en su relato, un pequeño silbido se escucha cada
vez que expira sentada en su almacén, posiblemente sus pulmones ya estén en
tiempo de tregua. La parte final de la narración la hace con los puños
apretados.

Aquella noche, los suspiros de decepción levantaron una brisa triste que se
mantuvo un tiempo en el pueblo. Luego aparecieron algunas versiones sobre
la desaparición de García Fúnez. Algunos hablaron de un disparo, de que
muchos sintieron olor a pólvora, pero esa historia fue acallada por mitos
folclóricos, poco creíbles, al menos para un extraño. Algo raro y malicioso se
había llevado al exdelegado: luz mala, chupacabras, basilisco u otros
demonios. Incluso nadie habló después de la sonrisa imborrable de Lucas por
haber convertido el penal contra los grandotes y tampoco nadie se volvió a
preguntar qué pasó con el juego de camisetas verdes.

“Bue…”, dice María María y se para detrás de la vieja caja registradora. Me


pide que la acompañe afuera y se aferra a mi brazo para salir caminado. El sol
cuartea la tierra de la plaza, pocos andan por la calle. “Acá mucho no pasa, no
sé qué va a escribir”, comenta la mujer después de soltarme el brazo y volver
lentamente adentro del almacén, sin decir ‘chau’, a modo de despedida.
Cuando volví a la ciudad y entregué aquel único párrafo en la revista, mi
editor me preguntó socarrón si ese era el principio o el final. Sin vueltas le
respondí: “Esa es toda la historia”.
El sueño del pibe
por Ignacio De La Rosa

Desde la primera vez en que pateó una bocha -en el jardín de su casa vieja,
cuando Jorge le dejó en el pasto una de esas pelotas de plástico para que no
tenga otra alternativa que patearla-, el Pulga había soñado con ese partido. No
era un sueño consciente (nadie es consciente a los dos años) y ni siquiera le
decían Pulga todavía, pero esa patada sería el inicio de una incontable
cantidad de patadas que daría en ese jardín, y que terminarían con plantas y
macetas rotas, además de una lista interminable de quejas de Celia, su mamá.
Porque no hay madre que se precie de serlo que no haya retado y hasta
correteado a su hijo luego de que rompiera una pared, un vidrio y esas plantas
que tanto cuidaba con un golpe seco asestado por la pelota.

"Ya vas a ver cuando llegue papá", repetía Celia cada vez que masacraba de
un pelotazo una boina vasca o el jazmín que tanto quería. Ni hablar de la
tarde en que la ventana de la cocina se deshizo en mil doscientos pedacitos de
vidrio, y post estallido se escucharon los gritos de Celia que se iban
acercando desde el dormitorio. Y cuando llegaba Jorge, mientras Celia
parecía repasar de memoria, alzando cada vez más la voz y en tono
catastrófico todas y cada una de las plantas que habían sido víctimas de la
zurda de el Pulga; el padre miraba de reojo a su hijo que escuchaba en un
rincón del comedor el monólogo. Y el Pulga suspiraba de tranquilidad -
aunque en silencio- cuando, en medio de la charla, veía la complicidad en los
ojos de Jorge. "Más tarde te devuelvo la pelota, ¡pero mejorá un poquito la
puntería vos también!", podía leerse en esa simple mirada cómplice. Y el
Pulga sonreía al cruzar su mirada por encima del hombro con la del padre. En
ese momento también entendió que un montón de cosas se podían decir sólo
con una mirada o una acción, de esas que a veces dicen más que las palabras.

Con los años, la “cancha” se trasladó a la calle, el Pulga mejoró la puntería y


los pelotazos se hicieron más precisos -un poco por la práctica, un poco
complaciendo el ruego mudo de Jorge-, y eso tranquilizó a Celia y a los
vecinos, ya que sus portones de chapa estaban fuera de riesgo de abolladuras.

Un día cualquiera en la vida del Pulga se resumía en: levantarse, ir al jardín,


almorzar, patear la pelota, patear la pelota, patear la pelota, tomar el Nescuí',
seguir pateando la pelota, seguir pateando la pelota, cenar e irse a dormir para
soñar que seguía pateando la pelota.

A los cuatro años jugó su primer partido en el Abanderado Grandoli, el club


donde jugaba su hermano y por el que había pasado toda la familia. El debut
había sido un tanto forzado y mucho había tenido que ver su abuela -también
Celia-, ya que fue ella quien le insistió al profe Salvador Aparicio para que lo
ponga a jugar con chicos un año más grande. “Lo pongo al lado de la puerta,
cosa de que si se larga a llorar, estás vos al lado y lo podés sacar”, le dijo
Salvador. Pero nunca lo sacaron, ni él ni su abuela.

Con cinco años recién cumplidos experimentó por primera vez esa sensación
extraña que cualquiera siente cuando se propone algo: soñaba con ganar el
campeonato infantil, y ese sueño ni siquiera lo dejaba dormir (valga la
paradoja). Así como hasta hacía un año había pateado la pelotita desde que se
levantaba hasta que se iba a dormir, ahora todo su día transcurría soñando
(despierto y dormido) con esa final.

Indistintamente de la época del año, Rosario es húmedo durante los 365 días
(o 366 cada cuatro años). Pero enero es más húmedo todavía. A tal punto de
que el poder conciliar el sueño y dormir algunas noches requiere de mucha
voluntad, y de acostarse prácticamente desnudo.

Sin embargo, el calor húmedo e insoportable era lo de menos para el Pulga.


El mini torneo que había comenzado en noviembre (con goleada para
Grandoli por 4 a 1 en el debut y con él de titular fijo en el equipo, pese a ser
más chico que sus compañeros) se definía el 27 de enero a las cuatro de la
tarde en el polideportivo municipal. Era una hora de mierda, la verdad, y el
calor iba a ser insoportable. Pero la cancha no tenía luz artificial y tenían que
aprovechar al máximo la luz solar.
Era la madrugada, faltaban algunos minutos para las tres de ese 27 de enero y
quedaban trece horas para el partido más importante de su vida, ese con el
que soñaba desde el primer reto de Celia, después de podar las glicinas del
jardín con un guadañazo de su zurda. Y el Pulga no podía dormir. "Nosotros
o Central Córdoba... De ahí sale el mejor", pensaba y repensaba de la boca
para adentro. Mientras tanto, los ojos abiertos como un dos de oro, clavados
en un punto fijo del techo (que se perdía en la oscuridad) dejaban en claro
que iba a ser una noche larga.

No miró el radio reloj antes de dormirse, pero cuando abrió los ojos
sobresaltado a las ocho calculó que había dormido apenas unas tres horas. Y
en esos ciento ochenta minutos había soñado todos los desenlaces y jugadas
posibles para la final que empezaba en ocho horas. Se había visto a sí mismo
haciendo un gol de tiro libre, otro de penal, uno de cabeza anticipándose al
defensor en el primer palo y otro en el que había arrancado gambeteando
rivales desde la mitad de la cancha, muy parecido al que Maradona había
hecho en México seis años antes, cuando él ni siquiera había nacido todavía.
Y hasta había tenido tiempo de soñarse atajando un penal, porque en los
sueños puede pasar cualquier cosa.

Cuando Jorge y Celia entraron a su habitación con el "desayuno de


campeones" (así lo anunciaron desde la puerta y antes de acercárselo a la
cama), el Pulga no sólo ya estaba despierto y levantado, sino que había
estirado la camiseta naranja con mangas blancas de Grandoli sobre la colcha
y estaba preparando las medias. Los botines estaban en el piso, acomodados
impecables al pie de la cama, como si los hubiese preparado para la noche del
5 de enero.

Se tomó el chocolate casi de un solo trago, abrazó a los viejos, dejó bien
acomodada la ropa -estiró la camiseta una vez más- y salió a pelotear a la
calle desde tempranito, sin decir una palabra en toda la mañana y sólo
haciendo una pausa al mediodía para las milanesas de Celia.

"¿Cómo estamos para esta tarde?", preguntó Jorge entre bocado y bocado,
sacando el tema de conversación en el que todos estaban pensando en esa
mesa, aunque en silencio.
"Bien", contestó el Pulga, casi sin levantar la vista ni retirar la mirada de la
milanesa, mientras la iba cortando y devorando a toda velocidad. La
respuesta casi automática y el hecho de que ni siquiera mirara a su padre para
responder dejaban bien en claro que toda su atención ya estaba en el partido
que iba a jugar en menos de cuatro horas.

"¿Estás nervioso, che?", retrucó con simpatía Jorge, tratando de sacarle


algunas palabras más.

"Es el partido con el que soñé toda mi vida", contestó con su timidez el
Pulga. Tenía cinco años, su contextura física era más pequeña que la de otros
chicos de su edad, y de verdad había soñado con ese partido desde la primera
vez que pateó la pelota de plástico en el jardín, aunque en ese momento no
supiera aún que lo estaba soñando.

Apuró lo que quedaba de la milanesa, la ayudó a pasar con un vaso de jugo y


fue a la pieza a armar el bolsito. A las dos ya estaba en el polideportivo con el
profe Aparicio y sus compañeros de equipo. Del otro lado del playón estaban
los pibes de Central Córdoba también reunidos.

Las ciento venite minutos siguientes parecieron ciento veinte años, y pasaron
entre peloteo, indicaciones del profe y más peloteo. A las cuatro y siete
minutos clavados el árbitro se paró en la mitad de la cancha -que tenía más
tierra que pasto- y llamó al Pulga y a Rolando (el capitán del otro equipo),
que hasta ese momento escuchaban con atención las indicaciones de los
técnicos al costado de la canchita principal. Ambos tenían cinco años, pero
Rolando le sacaba casi una cabeza al Pulga, a quien el short naranja le llegaba
hasta las canillas. Con las medias subidas, no le quedaba ni un pedacito de
pierna descubierto, y las blancas mangas de la camiseta de Grandoli -con la
10 atrás- alcanzaban para cubrirle los codos y más. Aunque era el talle más
chico, al Pulga le quedaba grande. Lejos estaba del porte de Rolando o de
cualquiera de los otros chicos de cinco y seis años que estaban por jugar esa
final.

Todo eso quedó en un segundo plano cuando, en una de las primeras jugadas
del partido, el Pulga la pisó y -con caño a Rolando incluido-, encaró con
dirección al área de Central Córdoba. Ese día todo el barrio estaba en el
polideportivo. Más allá de que era jueves, los padres de los jugadores habían
recurrido a todo tipo de excusas para faltar a sus laburos (aquellos que lo
mantenían y habían esquivado la puta crisis). Y los chicos más grandes, que
estaban de vacaciones, dejaron de patear por dos horas entre ellos y se
transformaron en curiosos hinchas que se sacaron las ganas de ver jugar a las
joyas de la ciudad.

Mientras corría con dirección al arco rival dando cortísimos pasos -iba
rápido, pero los piecitos no le permitían dar trancos largos-, por la cabeza del
Pulga desfilaron las macetas y plantas que rompió en su casa, Jorge
devolviéndole siempre la pelota después de que Celia la escondiera, el debut
en el Abanderado hacía menos de un año y las milanesas de ese mediodía (no
había podido terminar la primera, por los nervios y por miedo a que le cayera
mal).

El tres de ellos, que era el doble en altura y en peso que el Pulga, atinó a
salirle un poco (bastante) a los tropezones, por lo que con un sólo toque el 10
lo dejó en ridículo: se la tocó por la izquierda, lo pasó por la derecha y en
menos de dos segundos el hijo de Jorge y Celia ya estaba de nuevo con la
pelota, mientras el defensor todavía no terminaba de entender qué había
pasado.

Ya había dejado a dos jugadores en el camino en su travesía al arco, y el


murmullo en el público fue in crescendo: no había dudas de que con sus
cinco años era capaz de dejar en ridículo no sólo a sus compañeros, sino a
pibes de diez y doce años.

Si la cancha hubiese sido un juego de mesa, un par de casilleros separaban al


Pulga del gol: el dos y el arquero. Pero el central estaba dispuesto a ser una
de esas tarjetas que te hacen perder un turno en los juegos. Se le plantó firme
al “10” y antes de que siquiera tuviera tiempo de ver cómo se lo sacaba de
encima, le dejó la pierna puesta y lo hizo caer.

Clarísimo foul, a unos treinta centímetros del vértice del área y otra vez el
murmullo afuera de la cancha.
El Pulga, que era chiquito pero irrompible, se levantó apenas sonó el silbato
del árbitro y fue derechito a buscar la pelota. Aparicio, desde afuera, sólo se
limitó a decir: "Pegale vos", mirándolo a los ojos.

Mientras el árbitro acomodaba a dos jugadores de Central Córdoba en la


barrera, el Pulga se levantó un poco el pantalón (casi se lo estaba pisando ya),
se acomodó las medias anaranjadas y puso la pelota un poquito más atrás de
donde había sido la falta. El juez se alejó un poco y, mientras esperaba el
silbatazo, el Pulga miró un par de veces la pelota y el arco.

"¡Pulga!..."

El árbitro dio la orden...

"Eh, ¡Pulga!..."

Trotó en dirección a la pelota...

"¡¡Pulga!!... ¡Llegamos!"

Se despertó y se encontró a sí mismo en el micro que lo había llevado desde


la concentración hasta El Monumental. El vehículo ya se había detenido y por
las ventanillas se veían cientos de personas que iban llegando y los esperaban
con la celeste y blanca, muchas de esas camisetas con su apellido escrito en la
parte de atrás. Y la 10 estampada.

En el asiento de al lado del Pulga estaba el Kun, que segundos antes lo había
llamado dos veces por su apodo (desde hacía años ya lo conocía el mundo
entero), con un toquecito en el hombro incluido.

Y en el asiento del otro lado del pasillo lo vio al Pocho. "¿Cómo estamos para
hoy? ¿Estás nervioso?", le tiró con ese tono de rompe-pelotas que lo
caracterizaba, mientras se acomodaba el bolso antes de bajarse.
No lo miren, está teñido
por Juan Alonso

Round 1:

Las luces sobrevuelan el ring. Los flashes enceguecen de a miles, se reparten


como lluvias de estrellas sobre el cuadrilátero que a la brevedad desbordará
de adrenalina. Muchos esperaban esta pelea, pero nunca imaginé que el
mundo fuese a hablar tanto de mí en los últimos días. Estoy algo viejo, lo
siento en mis piernas ya cansadas de caminar, en mis brazos que por
momentos se vuelven de plomo. Algunos me contradicen diciendo que es la
madurez perfecta, la cumbre de mi carrera. Lo dudo; ni siquiera puedo pensar
en lo que debo pensar y estoy acá en medio de esta contienda que acaba de
comenzar. Quizás si hubiese jugado al fútbol como me dijeron, todo sería
distinto. Más humano pienso.

No sé bien qué me pasa, el tipo que me hace frente es mucho más astuto que
yo. Ahora tengo un zumbido en mi oído izquierdo que se ha quedado
conmigo después del último cruce. Es agudo, interminable, me impide
escuchar mi respiración, no siento al rincón, ni los alaridos de la gente. Esto
no empezó bien, trato de caminar hacia la derecha así no me agarra de nuevo,
pero las piernas me traicionan entumecidas. El árbitro levanta las manos, el
tipo se detiene y se va. Debe haber terminado el primero.

–¿Ernesto estás bien? ¡Dame agua! ¡Respirá! Escuchame, ¿me escuchás?


¿Qué estás haciendo? Te golpeó en el oído muy fuerte y todavía no sé cómo
aguantaste parado. No te metas en la corta, trabajá con las piernas porque es
más rápido que vos. Dejate de joder campeón, acordate lo que hablamos
porque así no vamos a ningún lado. Ponele hielo en la espalda…
Round 2:

Alcancé a descifrar algo así como que me dejase de joder. El punzante sonido
paró de taladrar cuando el agua del rincón enfriaba mi cabeza. Al Carmelo lo
escucho siempre, es el padre que me faltó toda la vida. No sé qué cosas me
dijo recién, pero estaba enojado porque le conozco la mirada cuando
enfurece. Me hizo acordar a mi hermano Roberto cuando jugábamos al fútbol
y rezongaba con eso de “dejate de joder, pasala antes Ernesto”. Pasala antes,
no me olvido más. El Rober gritaba desencajado porque yo mareaba a uno, a
dos y después se la daba servida para el gol. Y la vez que me la quitaban,
soltaba gruñidos como cuando a un perro le tratan de robar la comida. ¡Cómo
me divertía con el Roberto! Recién lo vi, está con la cara de asustado en el
ring side. El fútbol es hermoso, guardo los mejores recuerdos del barrio, del
equipo, los chicos, ese campeonato que ganamos en un triangular final. Nada
que ver con esto. Acá arriba cuando suena la campana sos vos solito. Y a
veces Dios, si es que creés en Dios y ese día mira a tu rincón. En el fútbol en
cambio, van todos por lo mismo, el desconsuelo cuando perdés y la alegría
inmensa cuando ganás. ¡Ahhh!... el estómago, tengo ganas de vomitar.

–¡Dame agua! ¿Me escuchás pibe?

–Sí.

–Respirá profundo y escuchame por el amor de Dios. No esquivás, no sacás


las manos, todo el tiempo contra las cuerdas… no estás peleando Ernesto.
Este tipo te está moliendo a golpes, ponete a trabajar por favor. ¿Te acordás
dónde estamos no? ¡En la loma del chachingo estamos! El mundo entero está
viendo la pelea por la tele y vos nada. ¿Qué carajo te pasa?

–Estoy bien Carmelo.

–Avisale a tu cara. No te quiero internado en el hospital. Antes de terminar


como una planta, tiro la toalla. ¡No te lo voy a decir otra vez!

Round 3:
Esto es el mismísimo infierno. Me pega incansablemente y la gente me
aturde. Simplemente están esperando que me caiga. ¿Qué hago acá? Por qué
carajo no habré jugado fútbol yo…

–¡Sentate! ¡Dame agua! ¡Respirá! Menos mal que respirás… no sé cuál es tu


estrategia hoy, pero no quisiera estar ahí arriba.

Se acerca el árbitro y no hace falta saber inglés para darse cuenta de que
quiere parar la pelea. De todos modos nos traducen.

–Dice que cómo estás. Que va a parar la pelea en cualquier momento, no


quieren que te hagan daño.

–¡Decile que estamos fenómeno!–, grita Carmelo furioso. Y antes de que


termine ese tan corto minuto de descanso, me pregunta al oído: ¿Viste cómo
queda descubierto abajo cuando tira la derecha a fondo, no?

–See lou vei…–, le respondí ya con el bucal puesto.

Round 4:

No puedo controlar las respiraciones, disparejas y jadeantes. Siento que el


título se aleja irremediablemente. Tantas veces me he preguntado qué habría
pasado si armaba el bolso aquella vez que vinieron a buscarme unos tipos de
Platense. Capaz que fue por el Roberto que me aconsejó que el boxeo era lo
mío y que no me tenía que ir a ningún lado para ser un campeón. No estaba
tan equivocado. Pero ahora dudo de todo, porque en el fútbol podés errar un
gol o te pueden atajar un último penal, pero nadie va a querer destruirte a
golpes cada vez que salís a jugar. Acabo de esquivar una zurda tremenda, el
tipo está tirado en el piso, pero no porque yo le haya pegado, sino porque
pasó de largo y se resbaló por el agua de la lona. La de mi rincón. Tony
Weeks pide que sequen bien y eso me da unos segundos para recuperarme de
esta paliza. Lo había visto mil veces al árbitro en la tele y ahora lo tengo ahí
limpiándole los guantes al otro. ¿Qué carajo hago acá arriba? Ahí viene otra
vez…
–¿Ves algo? Ernesto, voy a tirar la toalla, te acaban de dejar el ojo en
compota. ¡Vaselina!

–Fue un cabezazo. No tire la toalla, Carmelo.

–Qué cabezazo ni ocho cuarto. ¡Dame agua! ¡Respirá hondo pibe!

Round 5:

El mejor gol que recuerdo haber hecho fue justo el día que estaban los
señores de Platense ahí en la tribuna. Yo no lo sabía igual, me enteré después.
Fue como raro porque vi adelantado al arquero y en vez de parar el centro
(tenía todo el tiempo del mundo) me salió tirarme de cabeza, con una especie
de palomita mal hecha. El resultado fue perfecto, por arriba y adentro.
Recuerdo las risas de los chicos tirándose todos encima y podría haber…
¡Uhhh!

–Uno… dos… tres… cuatro…

–¡Levantate Ernesto!– me gritan. ¿Qué pasa? Todos gritan mientras me paro.


El otro levanta los brazos. ¿Ya perdí?

–Cinco, seis, siete… ¿está bien?– dice Tony en español y todo. Busca algo en
mis ojos, en las pupilas, no sé. Me pregunta de nuevo, habla perfecto español.

–¡Seee!– grité. Me seca los guantes y se apiada de mí. No vi la piña, estaba


pensando en el gol cuando entró un uppercut y me invadió la oscuridad. A un
costado veo que el viejo Carmelo está discutiendo con alguien, se pelean con
la toalla blanca. Parece que la quiso tirar y lo frenaron. Qué vergüenza… me
acaba de salvar la campana.

–¡Respirá! ¡Dame hielo!

De reojo miro que pasa la escultural mujer con el cartel. No alcanzo a ver en
qué round vamos, pero siento como si fuese el último. Debe ser el último.
Round 6:

Dios mío, Dios mío.

Round 7:

Estamos los dos enroscados en un abrazo, ese que buscás con el pretexto de
tomar aire. Miro a uno de los tres jueces, un tal McGregor. Me hace acordar a
un técnico que tenía cuando estábamos en la séptima. Se teñía el pelo de
negro, tan negro que se notaba a dos cuadras. “¡No lo miren, no lo miren, está
teñido!”, decía el Rana con ese acento tucumano y todos nos moríamos de
risa. Una tarde de mucho calor dentro del vestuario hasta le cayeron unas
gotas azabaches de transpiración por la frente mientras nos aconsejaba: “En
el fútbol, muchachos, no existen los equipos invencibles. En la vida nadie es
invencible”. Ahora miro hacia el rincón y don Carmelo está colorado como
un volcán, a los gritos. No puedo dejar de pensar en el “nadie es invencible”
hasta que repiquetea una vez más la campana.

–Yo quisiera saber en qué estás pensando pibe. ¡Cuántos videos vimos de
este monigote y vos en otro planeta! ¡Pasame la barra fría! Mirá la cara que
tenés, estás desfigurado. Voy a parar la pelea Ernesto, te están haciendo
mal…

–No, por favor se lo pido, necesito comprarle una casa a mi vieja.

Round 8:

Creo que esta pelea se dio medio de casualidad, será porque nunca perdí por
nocaut, aunque he perdido más de una vez. No soy millonario, vivo con
dignidad, me puedo bañar con agua caliente todos los días si quiero. ¿Y si
hubiese jugado al fútbol en Italia? Yo soñaba gritar un gol en la cancha de
Huracán porque está la tribuna Ringo Bonavena. Pobre Ringo, me hubiese
gustado conocerlo, hablar con él.

No vamos ni veinte segundos y me acabo de caer otra vez. El golpe no fue


fuerte, pero suficiente para que apoye una rodilla y uno de los guantes en el
entarimado. Me rompió la nariz, creo que la gente está pidiendo que termine,
es un combate desigual. Estoy sintiendo una extraña vergüenza como nunca
antes me había pasado. Mientras Carmelo me limpia la sangre pienso que
estoy harto de todo esto. ¿Cuál es la razón de que este tipo me pegue todo el
tiempo? ¿Por qué, por qué? Siento desprecio en los que me miran.

Ahí viene, se abalanza sobre mí y me intenta rematar con la idéntica actitud


de esos delanteros que se la pican al arquero en un penal. Seguros de que no
fallarán. Pero veo con claridad (por primera vez en toda la noche) que
anuncia demasiado el golpe. Es un error de principiante, grosero. Y lo que
vendrá de mi parte es un movimiento reflejo que uno hace millones de veces
en el gimnasio por debajo de una cuerda, de un guante, de una manopla. No
saben los años que uno entrena este movimiento de cintura. Su brazo pasa por
arriba de mi cabeza y ya estoy metido a punto de dar el zarpazo. Tiro con
todas mis fuerzas la izquierda abajo, el golpe es seco y exacto apenas debajo
de sus costillas. “Es como si te clavaran una aguja de tejer en la panza”, me
dijo una vez el Pocho mi amigo, mi sparring. Pasa un segundo, tal vez dos,
sobreviene un enorme silencio de miradas atónitas y aprieta sus ojos, deforma
su boca. Todo su cuerpo se desploma y creo que estoy por ser campeón del
mundo de los medianos. En la lona se retuerce, lanza un raro chillido, de
dolor profundo. No puedo creer que este tipo que recién me pegaba a su
antojo esté gritando así. Tony Weeks me empuja y empieza a contar. Agita
las manos antes de siete y mucha gente entra al ring. No escucho nada, todo
se desborda y me levantan. Esto no lo debo haber hecho yo, no debe ser
cierto. Otra vez miles de lucecitas para una euforia que no quise provocar. No
entiendo nada, busco a mi hermano, pero no lo encuentro.

Me abraza gente desconocida y me parece que debo sonreír. Me dan el


cinturón verde del Consejo y veo que se acercan el traductor mejicano y el
periodista.

–¿En qué pensaba durante la pelea?–, me preguntan. Las cámaras están todas
hacia mí, es un momento rarísimo, porque no sé qué decir…

–Pensé… pensé que quería salir campeón mundial–, dije. Si llegaba a decir la
verdad, está claro, no me iban a creer.
Divina Justicia
por Gonzalo Glorioso

La última vez que Diego visitó a su padre en el geriátrico estaba más nervioso
que nunca, mucho más que antes de entrar a la cancha, por ejemplo, y eso
que había arbitrado en un superclásico en La Bombonera, con el piso
moviéndose bajo sus pies. Estacionó el Ford Fiesta con las manos fuera de
control, casi tiritando. Tres maniobras le costó enderezar la carrocería a la par
del cordón. Una gota de sudor frío le bajó por la frente mientras caminaba
hacia la puerta de Casa Grande, un hogar de ancianos bastante decente, o por
lo menos el más decente que sus ingresos y los de su hermana podían pagar.
Sentía una incómoda humedad en las fosas nasales, en las manos y en la
ropa.

Lo atendió Nicolás, el de siempre, con su barba de tres días y el pelo


despeinado. Cuando vestía su ambo celeste se camuflaba entre los ancianos
que deambulaban en pijamas. Diego lo apartó a un lugar donde nadie podía
escucharlos.

- Necesito pedirte un favor grande Nico, es una cosa muy seria –le dijo con la
mirada más enfocada que nunca.

- Ok, decime qué es, ahora estoy intrigado –respondió Nicolás.

- Necesito que éste sábado mi viejo no tenga manera de ver o de escuchar


nada de la final de la Copa Argentina.

En un primer momento Nicolás lo miró desconcertado, no podía imaginar


que ver un partido de fútbol podía tener tanta trascendencia para una persona.
Tampoco es que era la Final del Mundial. Era una final, sí, pero de la Copa
Argentina, no era necesario exagerar tanto. Pero luego recordó que estaban
hablando de Abel, hincha fanático de Godoy Cruz, el número dos después de
“El Loco” Juan.

- ¿Querés que apaguemos la tele a esa hora? Mirá que tu viejo ve todos los
partidos, y si vos dirigís mucho mejor, se pone muy contento, es la mayor
felicidad que tiene –le dijo con total honestidad, porque sabía que no iba a ser
una tarea sencilla.

- Decile que son precauciones que tiene que tomar para la operación, al otro
día lo internan en la clínica y tiene que estar estable –rogó Diego, sujetándole
las manos con fuerza-, te pago a vos y a Marta dos mil pesos más si
consiguen que mi viejo no se entere de nada de la final hasta el lunes,
después de que lo operen.

Una vez que convenció a Nicolás, que era el primer paso del plan, se fue por
el pasillo al segundo pabellón para hablar con Abel, el viejo cascarrabias y
testarudo que tenía de padre. En el último tiempo su cáncer había crecido de
manera exponencial, sin embargo los médicos lo habían descubierto a
tiempo, entonces aún tenía margen de acción, siempre y cuando se operara lo
antes posible. La misión de Diego era persuadirlo de cualquier manera.
Cuando abrió la puerta de la habitación lo encontró leyendo en su mecedora.
Al verlo se le detuvo el corazón, la humedad se volvió a apoderar de él y le
dieron ganas de llorar, pero las contuvo. En vez de romper en lágrimas se
abalanzó sobre su padre con un abrazo eterno.

- Viejo, tengo buenas noticias –le dijo con el mentón apoyado sobre su
hombro.

- ¿Más buenas noticias? –respondió Abel retirando su hombro para ver la


cara de su hijo.

- ¡Conseguí la plata para la cirugía! Hablé con el doctor y me dijo que


tenemos que prepararnos para que ingreses al hospital el lunes tempranito.

- Pero… ¿Qué hiciste? ¿Vendiste un riñón? –le dijo en tono de reproche, con
las manos inquietas- ¿No te habrás endeudado con un banco por esto, no?
- Olvidate viejo, no pienses en eso que ya está solucionado, ahora vos tenés
que encargarte de descansar bien y ponerte fuerte para la operación del lunes,
es importantísimo –dijo Diego, desviando la atención del asunto financiero,
que no era muy holgado en su caso.

- Es una locura hipotecar tu vida por una operación que sólo va a regalarme
un par de años más, quién sabe en qué condiciones –dijo Abel.

- Basta viejo –respondió Diego en tono taxativo, como cuando Abel solía
retarlo en la infancia-, la operación se hace y se hace el lunes, tenés que
pensar en positivo, comer bien, estar de buen ánimo y fuerte para la
intervención. Hagamos que esos pocos años que te va a regalar la cirugía
sean buenos años.

Abel no tenía ningún argumento válido para contrarrestar el de su hijo,


entonces se llamó a silencio.

- Necesito una cosa más –dijo Nicolás mirándolo a los ojos-, necesito que me
prometas que no vas a ver el partido de mañana.

- ¡La Final de la Copa! ¿Cómo no voy a verla?

- Tenés que cuidarte para la intervención. Ya sabés como te ponés con los
partidos, no es bueno que te alteres de esa manera. Prometeme que no vas a
ver el partido de mañana.

Antes de vivir en la gran ciudad, Abel se crió en Mendoza. Nació en el 53,


por casualidad o no, el mismo día que se inauguró el estadio Feliciano
Gambarte. Creció en el barrio pegado al club y pasó toda su infancia
peloteando con balones hechos de trapo a la sombra de la cancha del Tomba.
Su padre, el Pato Jofré, fue un gran mediocampista del equipo bodeguero, e
incluso formó parte del plantel que enfrentó al Santos de Pelé, allá por el 64.
Abel, que entonces tenía diez años, aparece en la foto donde se saludan el
astro brasileño y Victor Legrotaglie, la joya local, antes de comenzar el
partido.
Por puro capricho de la vida, Abel se fracturó el tobillo cuando comenzaba a
dar nota de su talento y nunca se recuperó, teniendo que dejar el fútbol
profesional para el álbum familiar. Su desembarco en Buenos Aires tuvo que
ver con la búsqueda de una estabilidad laboral que la provincia que lo vio
nacer no pudo darle. Se recibió de despachante de aduana y se fue a trabajar a
Puerto Madero. Diego, que nació con la misma vena futbolera que su padre le
inculcó, también buscó hacerse un hueco como profesional. Integró las
inferiores de algunos clubes de Castelar, pero nunca logró pasar el corte de
los que jugaban en reserva. Sin perder sus ilusiones cambió la visión y
decidió participar desde otro lugar, como árbitro.

Diego, al igual que todos los colegiados, tuvo que dejar de lado los colores de
su pasión para dedicarse a impartir justicia y hacer respetar las reglas del
juego, por más que de un lado estuviera el equipo de sus amores o su clásico
rival. No le fue muy difícil porque él nunca había tenido un cuadro definido.
De chiquito su padre intentó hacerlo de Godoy Cruz, sin embargo en el
colegio nadie conocía al Tomba y el equipo no iba nunca a jugar a la capital,
entonces decidió elegirse un cuadro de los grandes para guardar las
apariencias entre los compañeros. Si algún amigo le preguntaba de qué
equipo era, siempre respondía que él era hincha del fútbol. Si alguien se
ponía muy insistente con el asunto, Diego siempre recurría al argumento de
que ya era demasiado grande para comportarse como un fanático
adolescente.

Al momento de dar el pitido inicial de la final de la Copa, Diego daba por


hecho que Nicolás y Marta habían logrado su cometido, entonces se olvidó de
su padre y se concentró en hacer el trabajo que tenía que hacer, que no era
para nada sencillo. No era lo mismo de siempre, una copa estaba en juego, la
salud de su padre estaba en juego, su propio pellejo estaba en juego.

Cuando Abel quiso salir de su dormitorio para ocupar el sofá de la residencia,


se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave por fuera. Con la
mirada buscó la radio, que solía tener arriba de su aparador, pero no estaba.
No tenía manera de seguir el partido, la final, la gran final del Tomba, la
única que jugaba desde su arribo a la Primera división del fútbol argentino y,
siendo en extremo pesimistas, posiblemente la única que Abel vería en su
vida.

Con el único objeto contundente que encontró a mano (el tacho de basura),
comenzó a golpear frenéticamente el picaporte hasta desencajarlo y romper la
cerradura. Nicolás se asomó de inmediato a ver lo que sucedía detrás de la
puerta. Ni bien abrió, Abel se abalanzó sobre él y lo quitó de su camino con
un fuerte empujón.

- ¡A mí nadie me va a encerrar! –gritó furioso una vez afuera de su cuarto,


mientras se dirigía al living, donde Marta custodiaba el control remoto.

- Llamá a la policía –indicó la enfermera al recepcionista que miraba la


escena con un poco de morbo.

- Marta, dame el control remoto –dijo Abel en tono desafiante, con la mirada
fuera de órbita.

La policía demoró unos veinte minutos en llegar a la residencia, tiempo


suficiente para que Abel destrozara la pantalla del televisor y golpeara a
Nicolás con una lámpara, antes de ser inmovilizado por tres personas que
esperaban refuerzos. Lo esposaron, lo metieron al móvil y se lo llevaron a la
comisaría. Abel no estaba demasiado preocupado porque sabía que siempre
podía alegar demencia senil para salir ileso de cualquier problema. En la
unidad fiscal, mientras aguardaba a que le tomaran declaración, le pintaran
los dedos y decidieran qué hacer con él, se buscó un asiento frente al televisor
y se dispuso a disfrutar del segundo tiempo. Por lo que marcaba la gráfica no
se había perdido de mucho, el encuentro seguía empatado a cero.

Adentro de la cancha la tensión aumentaba a medida que pasaban los


minutos. Diego no podía sostener la situación por mucho más, tenía que
hacer algo para inclinar la cancha porque los jugadores de Boca eran
incapaces de hacerlo por ellos mismos, no conectaban más de dos pases
seguidos. Para colmo, el Tomba estuvo a punto de inaugurar el marcador en
dos contragolpes que no supo definir. En ese momento Diego se dio cuenta
de lo difícil que iba a ser cumplir su misión.

Recién a los diez minutos Boca hilvanó una jugada que pareció de otro
partido para desequilibrar por el extremo derecho de la cancha. Justo cuando
el atacante estaba por enviar el centro al medio, donde no había nadie, un
defensor se arrojó a bloquear el pase y su barrida pasó lo suficientemente
cerca como para que Diego tomara la decisión de cobrar penal. En la
repetición de la TV se veía de manera muy clara que no sólo no había sido
falta, sino que tampoco estaban adentro del área. Error garrafal, un auténtico
bochorno, decía el relator, el comentarista y toda la hinchada bodeguera. Era
totalmente inexplicable, salvo que el árbitro estuviera comprado.

En un proceso mental que no demoró más de un segundo, las neuronas del


viejo Abel hicieron la sinapsis y comprendió por qué Diego no quería que
viera el partido y cómo había conseguido el dinero para la operación. La vil
traición que su hijo había perpetrado era imperdonable, inconcebible, y sin
embargo había ocurrido. ¿En qué se había equivocado? ¿Cómo había criado a
una persona capaz de someterse a tal humillación a cambio de dinero? ¿Cómo
podía estar pasándole eso a él? Aunque le quedaban pocos amigos vivos, esos
pocos jamás le perdonarían la perfidia, sería una mancha que cargaría hasta la
tumba.

El delantero de Boca había tomado la pelota para lanzar la pena máxima


cuando el corazón de Abel no dio más y estalló en un síncope que lo arrojó
inconsciente al suelo. Dos oficiales lo cargaron y lo llevaron como pudieron a
la sala de primeros auxilios del hospital Tres Arcos.

Para colmo de los colmos, el ejecutor envió el penal por encima del
travesaño. En la repetición de la TV se pudo observar con claridad cómo
Diego quedó con la boca abierta, incrédulo, ante lo que acababa de ocurrir. Al
parecer no había manera de lograr que Boca ganara el partido. Diego, por
supuesto, siguió intentando. Necesitaba cobrar el dinero para operar a su
padre y además quería evitar que “La 12” se abalanzara sobre su humanidad
en caso de no cumplir con lo pactado. El show debía continuar.

El Tomba, con más arrojo y más hambre que Boca, se lanzó a por todas con
la única motivación de marcar un gol. Era uno de esos partidos tan feos y
cerrados que el primero que anotara ganaría el encuentro. Y el primero en
hacerlo fue el conjunto mendocino, en una contra que agarró mal parado a
todo el plantel de Boca a la salida de un córner. Desde el mediocampo
hicieron no más de dos pases para dejar mano a mano al delantero contra el
portero. La definición, sutil y certera, infló la red y desde la hinchada sur bajó
el grito de gol que Diego ahogó soplando el silbato y marcando un fuera de
juego inexistente. El telebin lo demostró con claridad; el ariete bodeguero
estaba habilitado, incluso el línea dudó al levantar el banderín.

En el quirófano los médicos estaban más desorientados que los hinchas


tombinos. Cuando los oficiales partieron de la comisaría, el corazón
desbocado y a punto de estallar se estabilizó en el trayecto hacia el hospital,
pero una vez que Diego anuló el gol comenzó a latir con una fuerza
descomunal. Era como si Abel estuviera en la cancha insultando al réferi con
todos los adjetivos calificativos que conocía, con las venas de la frente
inflamadas y la garganta rasposa de tanto gritar.

La situación era ya insostenible. Estaba claro para todo el mundo que la única
misión de Diego era no permitir que Boca perdiera la final. Su actuación
había sido tan burda que no cabía la menor duda de que al final del encuentro
la prensa iba a mancillar su reputación. Seguramente la federación de fútbol
lo sancionaría haciéndolo dirigir partidos de Federal A o de alguna liga del
interior. Su sueño de participar de un mundial sin dudas había terminado.
Nervioso, rodeado por un círculo de jugadores del Tomba que le gritaban
improperios por los continuos fallos en su contra, Diego pensaba que todo
valía la pena con tal de salvar a su viejo. Sin titubear y con aires de altanería
comenzó a repartir tarjetas amarillas a todo aquel que se le acercara. Estaba
fuera de control, la situación lo había sobrepasado.

Al reanudar el encuentro todo empeoró cuando un jugador de Boca cometió


una falta de expulsión directa contra el enganche bodeguero. Diego no podía
creer lo mal que le estaban saliendo las cosas. En vez de expulsar al defensor
xeneize le sacó una tibia amarilla. La barra mendocina no encontraba
explicación para lo que estaba ocurriendo. Desde las gradas comenzaron a
lanzar botellas, bengalas y apuntaban con un láser a los ojos del árbitro.
Fueron tales los desmanes que Diego no tuvo más opción que pausar el juego
por unos minutos hasta poder garantizar la seguridad para continuar.
Mientras tanto, en el quirófano, el cuerpo médico se aplicaba al máximo para
mantener a Abel con vida. Una delgada línea lo separaba de este mundo y el
más allá, aunque los profesionales estaban a punto de darse por vencidos. Ya
habían estado ahí antes, en la misma situación, conocían los síntomas y las
reacciones; no faltaba mucho para que el corazón de Abel desistiera ante
tanta actividad. Y de pronto el músculo detuvo su ritmo frenético para
calmarse, esta vez para siempre. Los signos vitales se estabilizaron, el pánico
quedó atrás, la adrenalina bajó al suelo. Todo el equipo médico quedó en
silencio, unos con la boca abierta, otros se miraban entre ellos, pero ninguno
podía creer lo que había ocurrido, algo así como un milagro.

De hecho, fue un milagro. Empezó con un toqueteo en el medio del campo,


con una pared entre Zuqui y Ayoví. El capitán sacó un centro al medio que
tuvo que cortar el arquero de Boca saliendo del área grande antes de que
llegara El Morro. El rechace, un globo dirigido al banco de suplentes, tomó
un efecto raro y bajó de golpe, sin salir de la cancha. Le quedó servida a
Abecasis que, sin pensar, siguiendo una pura corazonada, como luego explicó
a la prensa, sacó un obús de cincuenta metros que se coló al lado del palo.
Fue un gol que dejó a todos desencajados. Por un momento fue silencio, pero
cuando el cuero quedó rebotando adentro del arco se desató la euforia.
Gargantas que desahogaban más de cien años de espera para ganar un título,
abrazos, lágrimas, insultos al réferi, a los rivales, cantitos de aliento, el
bombo a todo trapo y las banderas bien en alto. Golazo y no quedaban más de
dos minutos de partido.

La pelota volvió a rodar pero no hubo resto para mucho. Los jugadores de
Boca, abatidos, no sabían hacia dónde tocar la pelota. Diego pensaba en
cómo escaparse de “La 12” a la salida del estadio sin salir herido. “¿Cómo
terminé en semejante lío? Menos mal que mi viejo no vio el partido, sino se
muere”, pensó, un instante después de soplar el silbato marcando el final.
Gambetean
por Juan Azor

A los comprometidos de siempre…

“¡Dejalo llorar al pendejo, carajo! ¿Qué te importa si ya no es un niño?


Dejalo llorar tranquilo, ¿o acaso no entendés nada? No seas boludo, pibe, ¿no
tenés otra cosa que hacer? Salí de acá por favor, ándate afuera. Sí, sí, claro
que te estoy echando. Dejen de joderlo al pibe, ¡que llore tranquilo! Para eso
es el vestuario, a ver si lo entendés. Lo que acá adentro pasa, acá adentro
queda. ¿Quién carajos se va a animar a decirle maricón por estar llorando
ahora? ¿Sabés por qué llora? Porque estaba ilusionado. ¡Todos lo estábamos!
Hay que tener valentía para reconocer que todo se ha acabado, que el sueño
se terminó casi sin poder torcer el rumbo. Y es parte de recuperar el orgullo
para volver a levantarse y empezar de nuevo. ¿O creés que los grandes
equipos se hicieron de la noche a la mañana? ¿Quién carajos te explicó el
fútbol así a vos? Otro boludo bárbaro, seguramente. Ahora resulta que no se
puede llorar después de una final, perdida sobre la hora y por una injusticia.
Eso es orgullo, carajo; ¡amor es! Por los colores, por el compañero, por él,
por vos, por mí. Acá cada uno se juega la vida en noventa minutos. ¿Que es
fútbol nada más? Sí, puede ser, pero vos no entendés nada. Uno juega como
vive. El apasionado deja el pellejo dentro de la cancha, el perezoso abandona
sin contemplaciones ante el primer obstáculo y el corajudo arriesga más de lo
que cree tener. Cada uno va con un objetivo por delante. Algunos como vos
lo llaman trofeo; nosotros preferimos decirle dignidad. Es el honor que se
pone en juego en cada partido; el pecho inflado con cada triunfo. ¿Vos lo
viste correr a Diego después del gol con la mano a los ingleses? ¿Viste esa
carita? Era una revancha, nene. Una revancha por toda la mierda de
Malvinas, una revancha contra los invasores, contra los milicos de mierda y
con los chicos que fueron y no volvieron como memoria. Fue una mano por
vos y por mí. Por todos. Hubo trampa aquella vez, es cierto, como hoy, pero a
veces el de arriba se hace el gil. ¿O creés que la mano de Dios es un cuadro?
Fue un ángel quién se subió a Diego en los hombros para ganarle arriba al
Shilton ese. Tic, tomá Peter, anda a buscarla adentro. ¡Qué locura, qué
momento glorioso! Y después el barrilete cósmico, esos pájaros verdes que
parecían alemanes pasando junto a un “10” azul en un cielo mexicano. En la
vida y en el fútbol siempre habrá revancha. Hay que tener los ojos abiertos
para reconocerla, pibe. A la oportunidad, digo. Viene la pelota y hay que
estar ahí para empujarla. ¡Tac; adentro y a otra cosa mariposa! El fútbol es
eso: momentos, rachas, oportunidades. ¿Que los amores perdidos duelen?
Naaa pibe, andá a preguntarle a uno que haya escapado un penal en una
definición. ¡Eso duele! Si las piernas pesan cuando uno va patear, imaginate
lo que es volver queriendo que te trague la tierra. Pero qué lindo es esto,
¿no? Acá no hay ricos ni pobres. Un día celebramos nosotros y otro día les
toca a ellos. Una especie de igualdad divina. Gana el que lo vive con pasión,
con hambre, con intensidad… Miralo así: hay quienes van por ahí esperando
una puta oportunidad y otros la piden siempre, gambetean, tiran paredes,
eluden patadas traicioneras y le dan con comba al segundo palo. ¿Te suena?
De un lado los especuladores, del otro los que van al frente. Los italianos, por
caso, con su famoso Catenaccio, siempre esperando un contragolpe para
intentar encontrarse con la suerte. Y en la vereda de enfrente nosotros, los
argentinos. Y los brasileros también, eh, aunque ahora andan con una malaria
que ni te cuento. ¡Si Sócrates, que era un filósofo dentro de una cancha, se
levanta de la tumba, se vuelve a morir, pibe! Nada peor que traicionar la
memoria, el estilo, la historia…Pero como te decía, esos son los que me
gustan; los que juegan siempre, los que arriesgan hasta el último minuto
buscando con una gambeta al destino. Y no es que crea que los otros están
errados. Cada uno con su manual, sus virtudes y sus defectos, pero no me van
los tibios. Por eso prefiero verlo llorar al pibe, dejarlo que se desahogue. Al
fin y al cabo cuando lloramos es porque hemos perdido algo, sea la vida o el
fútbol. Está bien derramar lágrimas porque significa que algo perdimos, que
nunca volverá y que en definitiva nos importa. ¡Dejalo llorar al pibe! A esta
altura, desentendidos, de esos que prefieren pegarle de puntín para arriba, en
este mundo, sobran”.
8 de julio de 1990
por Pablo Philippens

A mí que no me vengan a hablar de numerología, supersticiones,


coincidencias y esas cosas extrañas, sostuve durante (casi) toda mi vida.
Kilómetros y kilómetros me distanciaron del mundillo de las casualidades
locas, aunque no niego que recientemente sacudió la estantería de mis
creencias la historia que ya empecé a contarles. La considero, al menos, una
historia de la gran siete.

Mi viejo y yo, nadie más habitaba el departamento siete de la calle Coronel


Rodríguez aquel 8 de julio de 1990. Abrió los ojos un día llamativamente
silencioso, como quien espera el momento exacto para desbordarse en un
alarido. Dónde habrá estado mi madre y qué habrá sido de mis hermanos
aquel día. No lo sé. Solo recuerdo al Luis, con su particular e inmensa
obsesión por el número siete, y que amanecí todavía soñando sentarme frente
al inoxidable Crown para ver cómo ganábamos la final del Mundial ante una
tal Alemania Federal.

Déjenme presentarles al viejo Luis: metódico de la primera hora, cabulero y


futbolero al mango, lo había preparado todo cual fan del número en cuestión.
Despertador a las siete de la mañana, siete rezos a siete santos distintos y
siete pasos entre el baño y el comedor son algunas de las mañas que le
recuerdo para festejar la nueva Copa. Nada podía salir mal.

De pendejo, el Luis soñó con tener siete hijos. Su día preferido era,
naturalmente, el domingo y cada vez que tuvo la oportunidad sacó a relucir
su amor por el número siete. A veces se enroscaba a niveles escandalosos
para que el resultado, siempre, fuese siete. Patentes de autos, códigos en la
boleta del gas, fechas, la etiqueta de un pullover, lo que le dieras. El Luis
metía suma, resta, multiplicación y división a conveniencia con tal de que el
rebuscado cálculo diera siete.

Era su locura, una locura linda que no le hacía mal a nadie y que de algún
modo lo mantuvo vivo, aunque el porqué de esa manía esté guardado bajo
siete llaves.

Siete años tenía yo en ese entonces, poco para entender las reglas de un
deporte que luego sería parte fundamental de mi vida. Y demasiado como
para sentir esa ansiedad que causaba la previa de un partido súper estelar. Ese
día de las vacaciones de invierno de mi segundo grado iba a ser campeón del
mundo. Nada menos.

Qué hora habrá sido, vaya uno a saber. El cielo se presentaba oscuro y hacía
frío. Puedo recordar un comedor, una mesa redonda, siete sillas de metal y
una mesita ratona que sostenía el televisor. Y a un niño diminuto de
pantalones azules con una camiseta albiceleste XL. Y a un adulto gigante,
inquieto, gruñón pero bueno y cariñoso, que llevaba un rosario en la mano
derecha y que fumaba como murciélago con la otra.

Todas nuestras cartas de la felicidad estaban jugadas; era el momento de que


nuestro seleccionado jugara las suyas.

Veo por fin rodar la pelota y a un montón de tipos con camisetas azules y
blancas corriéndola detrás. Nervios. Tribunas colmadas. Y un par de voces en
el aparato que nos contaban lo que ya estábamos viendo. No entendía para
qué carajo hacían esas estupideces los relatores. Qué tipos boludos, pensaba.

La pantalla mostró varias veces a esos de buzos coloridos y guantes, aunque


la pelota no entraba en los arcos ni por error. Estuvimos sentados, luego nos
paramos y nos volvimos a sentar. Yo imitaba los movimientos de mi viejo,
claro. Él gritaba, yo gritaba. Él agitaba los brazos, yo revoleaba los míos.
Pero cuándo él insultaba a alguno yo lo miraba de reojo.

No creo haberme movido ni para ir al baño. Sólo estábamos ahí, inmortales,


aguardando el desenlace de una noche que tenía que terminar con saltos, risas
y banderitas celestes y blancas.
¿Vieron cuando un cuento se rompe por la irrupción de un ser nefasto y
malicioso? Bueno, acá empieza esa parte porque tengo la presencia lacerante
de un nombre y no el obvio. No ese petiso morocho que cargó la estrella para
conseguir el Mundial de 1986, justamente ante Alemania Federal. No.
Edgardo Codesal Méndez se llama mi problema, el árbitro que designó algún
borracho de la FIFA en una noche descontrolada entre estupefacientes
esparcidos alrededor de una horda de prostitutas comandadas, posiblemente,
por la señora madre de Codesal.

Con el tiempo leí sobre este sujeto: uruguayo, arquero de niño. Siguió el
legado de su padre en eso del arbitraje. Se nacionalizó mexicano y tomó
notoriedad por la canallada que nos hizo a mi viejo y a mí aquel 8 de julio de
1990.

Es que todo marchaba sin mucha novedad hasta que cerca del final del
encuentro comenzó el destrozo de mi pequeña gran ilusión: uno de los otros
cayó desmayado y el hijo de la trabajadora sexual corrió hacia nuestro lado
señalando un punto blanco que había en el piso. Enfurecido, el viejo Luis
negó siete veces ante mi desesperación. Después de un tumulto, un rubio de
los blancos pateó y la pelota dio en el interior de nuestra red. Tensión. Gritos.
La tribuna que no nos correspondía estalló eufórica mientras los ojos de mi
padre se iban apagando en slow motion.

Sabiéndome en desventaja y al borde del baldazo de agua fría pregunté


cuánto tiempo quedaba. “Dos minutos”, dijeron los idiotas estos de la
televisión. Entonces soñé en voz alta: “Alcanza, les hacemos un gol en cada
minuto y listo, ganamos la Copa”. Inmediatamente Codesal sopló y los otros
elevaron sus manos tan alto que hasta podían despejar de nubes el cielo.

Ahí caí. Bajé la mirada y entendí. Habíamos perdido. Me habían estafado y


yo nunca más iba a ser campeón mundial el 8 de julio de 1990. El viejo, al
verme transitar el primer gran dolor de mi vida, reventó el rosario contra la
mesa redonda y maldijo a medio planeta.

Y uno crece. Y con los años se va dando cuenta de muchas cosas. Que existe
la victoria, el empate, las injusticias y la derrota. Que no siempre ganan los
mejores. Que ese año la Alemania Federal tenía que hacer amistad con la
Democrática. Que los de guantes y buzos coloridos se llaman arqueros, que la
cal que rodea los arcos marca las áreas y que no necesariamente los esquemas
tácticos, ni las cábalas, deciden el resultado de un juego.

Me convencí de que un niño puede llorar por una pena en el corazón y que no
siempre los adultos lo saben todo y son los más fuertes. Comprendí que no
todo penal cobrado es justicia, que los hombres fallan más de lo que aciertan
y que las evidencias nunca son suficientes.

Pero hay algo que siete mundiales después me sigue quitando el sueño, un
amargo interrogante: por qué este tipo nos hizo semejante cosa. Cuál habrá
sido el móvil, señor Codesal. El penal que nos pitó en contra lo podemos
discutir, fue fino. Pudo haber sido, tal vez no. Pero tiene que confesar que se
hizo el ciego ante un hecho que hubiese cambiado el sentido de estas
memorias: antes hubo un penalazo de Matthäus a Calderón y el Diego se iba
a hacer cargo de esa pelota...

Viví la caída ante Camerún, la aparición de Goycochea, el alegrón de dejar


afuera a Brasil y los penales inolvidables frente a Yugoslavia e Italia, el
dueño de casa. Siete partidos y todo era perfecto para mí. Faltaba el broche de
oro que usted, patrón de las decisiones, no quiso ponerle a mis incipientes
siete diciembres.

Quizá sin querer caímos en la soberbia de pensar que éramos invencibles, en


la avaricia de anhelar consecutivamente otra Copa del Mundo, en la lujuria de
desear excesivamente el éxtasis final, o la gula de los goles que nunca
llegaron; a lo mejor la pereza nos sorprendió con las manos vacías a minutos
del cierre para desatar la insoportable envidia hacia quienes sí celebraron
provocando nuestra peor ira.

Las cosas nunca salen como uno las sueña, eso también lo advertí. Y
aprender a convivir con el dolor es materia pendiente en todo ser humano
que, como yo, aún no logra superar uno tan grande como el Olímpico de
Roma.

Y como si fuera cosa e' bruja se me ocurrió sumar los dígitos de aquel 8 de
julio de 1990 y, la puta madre, siete. Y fue un domingo. Codesal, usted es un
hombre horrible.

No sé a ciencia cierta cómo fueron las cosas ni por qué, esto es apenas una
amarga evocación. Lo que sí sé es que aunque el asunto esté resuelto y eso de
volver el tiempo atrás sea una utopía bastante berreta, todavía me veo con el
Luis en el comedor del departamento de la calle Coronel Rodríguez, sentados
en aquellas sillas de metal frente al añoso Crown, con unos cigarros y siete
cervezas heladas, esperando que la historia que nos contaron haya sido una
pesadilla absurda y que el silbatazo final nos funda en un eterno abrazo de
gol.

Nota: Terminé siendo relator de fútbol.

Nota 2: A pesar de la frustración futbolística, el viejo y el número siete


vivieron un romance inquebrantable. Con el aval de la hermosa Eugenia, el
Luis completó los colores de su arcoiris un 21 de abril cuando fue papá por
séptima y última vez. Murió en 2014, un martes siete en Londres. No creo
que el viejo se haya puesto a sumar las letras de esa ciudad.
Una fantasía mundial
por Daniel Calivares

“A su abuelo le quedan seis meses de vida”. Hay momentos que uno recuerda
siempre y yo, apenas escuché a mi vieja decir que mi abuelo se moría, sabía
que ese sería uno de esos momentos.

No entendía por qué mi vieja había usado la frase “su abuelo”, en lugar de
decir “mi papá”. Era como si se quisiera despegar del dolor de ver partir al
tipo que la crió y nos tirara toda esa tristeza a mi hermana y a mí.

En aquel momento yo era mucho más chico que ahora, bueno, siete meses
más chico, pero en ese tiempo había pasado de tener diecisiete a tener
dieciocho, y esa edad, no sé por qué, me hacía sentir mayor.

Mi hermana, en cambio, tenía veinte. Esa diferencia de edad siempre, toda la


vida, fue una mierda. De chicos, mis viejos nos dejaban solos y ella quedaba
al mando y yo tenía que aguantar que me mandara a comprar mientras ella
jugaba con sus amigas. De grande fue peor, porque no sólo seguía quedando
al mando, sino que también me tenía que bancar que mis amigos la miraran
mientras ella se hacía la linda para hacerme enojar, y desde que descubrió que
un escote siempre gana, todo se había vuelto peor.

Esa noche no pude dormir. La frase de mi vieja volvía todo el tiempo a mi


cabeza. Quería llorar y no podía. Mi abuelo me había enseñado las cosas más
importantes de mi vida. De que el helado de limón no lo quiere nadie, pero es
exquisito; que el cacao sabe mejor cuando lo comes a escondidas; que las
papitas de copetín saben mejor convertidas en sanguchito y que el fútbol es
una de las cosas más hermosas que el Barba creó en este mundo, junto a las
mujeres, algo que había comenzado a descubrir en los últimos años. Pero de
todo eso, lo más importante para él y para mí, era el fútbol.

Mi papá se había separado de mi mamá cuando yo tenía diez años y se había


mudado a Santa Cruz, donde tenía otra familia. Desde ese momento, mi
abuelo se había convertido en mi figura paterna y con él había aprendido que
yo podía atajar bien, a tomarle el tiempo a los delanteros y que jugar de ocho
es una de las mejores posiciones que existen, pero también había otra cosa.

Él siempre decía que para mirar el fútbol uno debe verlo con sus propios ojos
en la cancha y así disfrutar del césped, de las camisetas, de las hinchadas o
escucharlo por radio, donde los relatores provocan que el partido más
aburrido se sienta como si fuese una final del mundo y te hacen tener nervios
hasta en los laterales.

Al principio, teniendo la televisión, no le compartía ese gusto por la radio


hasta que en los últimos años comenzaron a salir campeones equipos como
Arsenal y Banfield jugando un fútbol muy aburrido y entendí todo, porque en
la radio todos juegan como el Barcelona, la Argentina del 86 o el Brasil del
70.

II

Habían pasado tres meses desde que mi vieja llegó con la noticia. Juro que
había días en que parecía imposible que el viejo tuviera una cuenta regresiva
sobre él, pero así era y ni mi hermana, Agustina, ni yo, nos lo podíamos sacar
de la cabeza.

Fue en uno de esos días que cayó el Negro. Ignacio, tal como se llamaba, era
dos años mayor que yo y, si bien me lo confesó tiempo después, se hizo
amigo mío para levantarse a mi hermana, algo que nunca logró, pero las
amistades, al igual que la vida, tiene caminos muy extraños.

El Negro no sabía nada, pero cuando lo vio caminar a mi abuelo con


dificultad se me vino al humo.

- ¿Loco, qué le pasa?


- Se muere -le solté y ahí nomás, antes de que me dijera algo le agregué-
cuatro meses le quedan.

No lo podía creer. Desde hacía un par de años que con el Negro éramos
inseparables, incluso ahora que estaba ayudando al tío con una radio medio
clandestina, él siempre se las arreglaba para venir a casa casi todos los días y
en las últimas semanas se había ausentado, por lo que la noticia lo tomó por
sorpresa y no sabía qué decir. Inmediatamente comenzamos a contar historias
que no habían transcurrido hacía tanto pero que habían tenido a mi abuelo
ayudándonos en todas las cagadas que nos mandábamos. Era un gran escape
hasta que volví a la realidad.

- Estamos hablando cómo si ya estuviera muerto.

No alcancé a terminar el comentario que me arrepentí. A esa altura, Agustina


se nos había unido y por primera vez en semanas la veía reírse con nuestras
anécdotas hasta que mis palabras provocaron que en el aire se olfateara un
sentimiento de amargura.

Pero fue lo que vino después lo más raro, principalmente porque no


entendimos nada. Llevábamos tres minutos envueltos en un silencio sepulcral
cuando el Negro se levantó cómo si lo hubiese atacado un ejército de
hormigas carnívoras.

- ¿Qué te pasa, Negro?

- Ehhh, no nada, mirá me tengo que ir, acabo de recordar algo pero mañana
vengo a la misma hora. ¡No te vayas a ir!

Ese “no te vayas a ir” me dejó desconcertado, porque fue en tono de orden.
Agustina, que entendía menos que yo, lo dejó pasar, total el otro era amigo
mío y su locura debía bancármela yo.

Llegó hasta la puerta, se volvió, le dijo algo a mi abuelo, me miró, guiñó un


ojo y se fue y me dejó ahí parado el muy pelotudo, preguntándome qué le
pasaba por su cabeza.
III

- Escuchá, ese es Víctor Hugo. ¿Viste cómo se te pone la piel de gallina?


¿Viste el sentimiento que transmite cuando le dice a Maradona “barrilete
cósmico”, cómo se le quiebra la voz cuándo le agradece a Dios? Y Víctor
Hugo es uruguayo. A eso me refiero cuándo hablo de los relatores de radio,
¿entendés Alejandro? Vos no habías nacido, pero ese relato no lo podrás
olvidar jamás.

IV

- Estás loco Negro, es imposible.

El Negro había vuelto, tal como había prometido, y no había dejado de hablar
en los veinte minutos que llevaba en la casa. Lo primero que hizo fue
llamarme a los gritos y conducirme a mi propia habitación para contarme su
plan.

- Ale, tenemos todo para hacerlo y con lo que menos contamos es tiempo. Sé
que será complicado, pero la parte técnica la tenemos, sólo hay que pulir un
poco la idea.

- ¿Pulir? ¿Sabés cuánta gente necesitamos para hacer lo que me estás


diciendo? Y eso sin contar que nadie debe decir nada, que hay que convencer
a mi vieja, a mis tíos, es un quilombo… es imposible de hacer, olvídate.

- De tu vieja me encargo yo a su debido momento.

Me dijo eso y noté que le dijera lo que le dijera, el Negro quería llevar su
plan adelante y hasta que no fracasara no iba a parar. Intenté frenarlo una
última vez y me paró en seco.

- ¿Te acordás aquella vez en la escuela, cuando rompí el vidrio y si mis viejos
se enteraban me iban a matar y tu abuelo se hizo pasar por el mío y se bancó
que le dijeran todas las pelotudeces que yo hacía? Bueno, se la debo, por eso
quiero hacerlo.
Me quedé mudo, no supe qué contestar. El Negro no era muy de recordar lo
que se hacía por él y menos de ponerse sentimental, así que me callé y
aguardé, con la esperanza de que se cansara de su plan y con el paso de los
días se rindiera.

Pasaron dos semanas desde que el Negro había venido a mi casa con su idea
y a mi abuelo ya sólo le quedaban dos meses, cuando empezaron los
problemas, por así decirlo.

- Ya está todo listo, ahora toca tu parte. Incluso ya hablé con tu vieja y tu
hermana y no se van a meter. Así que depende de vos.

“Depende de vos”. Antes dije que hay frases que quedan en la memoria, pero
ésta en especial me hizo reír y querer cagarlo a trompadas al mismo tiempo.

La parte que a mí me tocaba del plan era una de las más complicadas. Se
trataba de engañar a mi abuelo, y si bien no era difícil, me molestaba hacerlo.
Debía hacerle creer que era otro tiempo, que no estábamos en abril, sino en
mayo. En otras palabras, aprovecharme de su débil memoria y hacerlo
confundir, a él, al tipo que prácticamente me había legado lo más importante
que tenía en mi vida.

Pero que mi vieja lo apoyara al Negro fue lo que me terminó de convencer.


Bah, en realidad fue que si yo no lo hacía, lo haría él y eso sería peor, porque
así como era de tener locuras, también era conocido por su poco tacto a la
hora de manejarse.

VI

- Argentina debe ganar el Mundial, Ale.

- Y sí, si no nos matamos abuelo…


- No, no por eso. Al fútbol le falta la magia del 10. España salió campeón con
un gran equipo, pero los hábiles, los que se sacan tres jugadores en un metro
cuadrado casi ya no vienen. Si Argentina sale campeón será por Messi y otra
vez ese tipo de jugadores serán importantes, como cuando estaban Maradona
y Platini, Baggio, Valderrama. Hacen falta aquellos que aman el fútbol y se
divierten. Hace falta magia…

VII

Los siguientes días mi casa fue un quilombo y hacer que mi abuelo no se


diera cuenta de lo que se venía era una tarea que nos llevaba todo el día.

Lo primero fue suspender que nos trajeran el diario. Para eso adujimos que
había paro de canillitas.

Lo segundo fue empezar a leerle noticias de internet. Ahí aprovechábamos


que el viejo no quería saber nada con la computadora, entonces no corríamos
el riesgo de que sin querer descubriera el plan pergeñado por el Negro.

Lo tercero era también evitar que los vecinos hablaran o él se diera cuenta de
que llevábamos una semana confundiéndolo con que ya casi estábamos en
junio, hasta que logramos convencerlo, pero lo que vi ese último domingo de
abril (mayo en nuestra realidad alternativa) no me lo esperaba.

Salí ese domingo a la calle, había perdido el sorteo de ir a comprar las


facturas con mi hermana y me encontré toda la cuadra adornada con banderas
argentinas de los dos lados, hasta dos niñitos jugando al fútbol contra su
portón con las camisetas de la selección puestas y fantaseando que ambos
eran Messi.

En eso sale mi vecina, de 17 años, y que no me hablaba desde que su cuerpo


comenzó a tomar forma y yo me quedaba como bobo viéndola y me dijo: “En
casa estamos todos hablando de lo que ustedes idearon. Es muy lindo lo que
hacés por tu abuelo”, me dio un beso en la mejilla y se fue, dejándome cómo
un tarado en potencia que sólo atinó a decir “gracias”, y que aún hoy no sé si
realmente lo dije o me lo imaginé.
Después de ese beso, para mí yo era Messi y también supe que ya no había
marcha atrás. El plan debía salir a la perfección y me asombré de la
capacidad del Negro para no sólo convencerme a mí, sino también a toda la
cuadra de que vivíamos un mes adelantado del resto del mundo.

VIII

- ¿Seguro tu abuelo no ve televisión? Mirá que eso es clave.

- Posta, su vida pasa por la radio y ahora por lo que nosotros le leemos de
internet.

- ¿Se lo creyó?

- Sí, Negro, hasta ahora se ha creído todo. Cree que ya estamos a unos días.
¿Cómo vas a hacer con el tema del partido?

- Lo tengo todo listo. Vos pónele la emisora que te dije. El Agustín, que es el
locutor, ya viene adelantando un especial. Le encantó la idea y hasta armó un
concurso para sacar algún beneficio propio, así que viene todo de diez. Hasta
móviles dentro de la cancha tendremos.

Tenía razón el Negro. Que mi abuelo no viera televisión era clave. El resto de
las cosas podíamos medianamente controlarlas, pero la televisión no. Creo
que fue la primera vez en mucho tiempo que agradecí que no le gustara ver
los partidos por la caja boba y amara escucharlos. El plan iba llegando a la
etapa más complicada. El Mundial estaba encima de nosotros.

IX

- ¿Alejandro te acordás el primer mundial que escuchamos juntos?

- Sí, abuelo, el de 2006, yo era chico.


- Siempre quise festejar con vos un Mundial, pero nunca pasamos de cuartos.

- Yo también. Este Mundial será nuestro, ya verás.

-…

-…

- Espero llegar.

- Eh, viejo, vas a llegar, es una promesa, no podemos perder este.

Me miró. Desde que comenzamos a escuchar Mundiales juntos, siempre me


decía lo mismo y no hubo ni una vez que no le haya creído. Ahora era mi
turno.

Y llegó nuestro 15 de junio (para el mundo real aún faltaba un mes), pero
para nosotros ese día jugaban Argentina- Bosnia y era el debut de nuestro
mundial ficticio, el punto en el que el plan podía irse a la mierda si algo salía
mal, si mi abuelo se daba cuenta de la trampa o si la transmisión de la radio
se cortaba.

- ¿El Agustín está listo?

- Sí, está listo y es la quinta vez que te lo digo. Hasta los vecinos están
avisados, no te preocupés que todo va a salir bien.

Como para no preocuparme. El Negro había ideado un plan donde


adelantábamos un mes el Mundial, donde estaba complotada mi familia y mis
vecinos, todo para que mi abuelo tuviese otro final. Uno diferente.

Lo peor es que yo no podía estar detrás del plan, ya que debía estar con el
viejo escuchando el partido, a través una radio donde el relator era Agustín,
un amigo del Negro y dos flacos más que ni siquiera conocía, pero que se
habían prendido porque Agustín ideó una especie de juego en donde los
oyentes debían acertar cómo salía el partido, quién vencía y a través de eso,
todo el mundo ganaba algo.

Admito que relataba convincentemente y que lo había armado bastante bien.


Por suerte, los otros dos pibes sólo se dedicaban a comentar alguna jugada
del partido, ya que a último momento los logramos convencer de que no
intentaran imitar a los jugadores haciendo notas de mentira.

A los dieciocho minutos del primer tiempo hubo un tiro libre para Argentina.
No sé por qué, sabiendo que todo era mentira, ese disparo de Messi
clavándose en el ángulo lo pude ver en mi cabeza cómo si realmente
estuviese pasando, pero no fui el único. Lo grité con todas mis fuerzas pero
mis vecinos también. Lo miré al Negro que inspeccionaba todo desde atrás de
la puerta. Toda la cuadra escuchaba la misma radio, el hijo de puta no había
dejado nada al azar y no pude más que mirarlo con admiración.

A los veinticinco del segundo tiempo fue la primera vez que casi echamos a
perder todo. El Agustín envalentonado con un tres a cero, hizo que Marcos
Rojo saliera gambeteando desde atrás, dejara a uno, a dos, a tres en el camino
y la clavara en el ángulo. ¡Sí, Marcos Rojo!

Mi abuelo entró a sospechar y lo miré al Negro con ganas de matarlo. Porque


si era Messi, Agüero y hasta Di María, vaya y pase, pero Rojo, que no puede
gambetear ni un árbol en el parque, era demasiado fantasioso.

Por suerte, Agustín vio el mensaje de WhatsApp en el medio de su grito de


gol y corrigió el relato, asegurando que era Messi el autor de tal jugada. Esa
misma noche nos iba a explicar que “su error” fue porque es fanático de
Estudiantes, donde jugó Rojo, y que se dejó llevar por la euforia. En tanto, mi
abuelo se lo creyó y sólo pegó una puteada a los relatores que no ven nada y
se confunden de jugadores.

La primera prueba había pasado y Argentina ya tenía su primer triunfo en el


Mundial. La cuadra estaba de fiesta y creo que si alguien ajeno al plan
hubiese pasado ese día por ahí, habría pedido manicomio para todos.
XI

- Tres goles hizo, te dije Alejandro, la magia existe.

- Sí, pero ahora se viene Irán y hay que ganarles para llegar tranquilos contra
Nigeria.

- A Nigeria los tenemos de hijos, llegamos a octavos y ahí empieza nuestro


verdadero Mundial.

XII

La primera ronda se pasó fácil. Cuatro a cero a Bosnia, cuatro a uno a Irán y
uno a cero contra Nigeria. Argentina ya estaba en octavos de final y nosotros
agotados.

Mi hermana ya estaba cansada de seguirnos la corriente y si lo hacía era


porque también era su abuelo. Mi vieja todos los días se olvidaba del plan y
teníamos que callarla o corregir sus metidas de pata. A mis vecinos no
podíamos controlarlos y mi abuelo nos seguía creyendo pero su salud cada
vez empeoraba más, casi ya no salía de la cama y menos aún de la casa.

Si bien eso nos quitaba el problema de los vecinos de encima, a nosotros nos
partía el alma, pero el viejo siempre nos sacaba una sonrisa de vaya a saber
dónde y todos sabíamos que no podíamos renunciar por más trabajo que nos
costara.

Ya era primero de julio en nuestra fantasía, Argentina jugaba los octavos


contra Suiza y yo no podía disimular mis nervios, mis ganas de gritar que
paráramos con la farsa, que no aguantaba más, pero que menos soportaba
verlo al padre de mi vieja tirado en la cama, haciendo fuerzas para escuchar
el partido en la radio, mientras nosotros, porque Agustina se nos había unido
a la hora de los partidos, luchábamos para no llorar.

Ese día Argentina venció dos a cero a Suiza, en un partido discreto, pero que
salió tal cuál se lo habíamos pedido a Agustín. A esa altura, el Negro
prácticamente vivía en mi casa y era el único con fuerzas para realmente
seguir con el acto de ilusionismo que él mismo había ideado.

XIII

- Alejandro, cuándo yo ya no esté, vas a tener que cuidar de tu mamá y de tu


hermana, serás el único hombre de la familia.

- Abuelo dejá de joder que no te vas a ir a ningún lado.

- No, yo estoy viejo, enfermo, pero no soy tonto. Sé lo que dijeron los
médicos.

XIV

Cuando Argentina estaba en semifinales todo era como un sueño. En la


cuadra, mis vecinos vivían una euforia increíble y a veces pasaban a
visitarnos sólo para sentirse más partícipes del engaño.

Mi abuelo dormía o hablaba con Agustina y conmigo, dándonos todo el


tiempo consejos de cómo debíamos portarnos cuándo él ya no estuviese para
cuidarnos. Claramente era una situación de mierda, pero ni a mi hermana ni a
mí nos daba para callarlo, ya que ninguno sabía cómo curarlo de esa muerte
que parecía acercarse cada vez más.

De hecho, en los últimos días, su situación se había agravado y por momentos


no nos reconocía o peor aún, se confundía de fecha y no sobre la real, sino
que retrocedía años atrás.

Con ese cuadro de situación, fue que Argentina jugó uno de los mejores
partidos en todo el mundial y con dos goles de Higuaín y uno de Messi, le
ganó a España tres a uno, pero en la casa no había mucha euforia.

Ese día mi abuelo estaba más decaído que de costumbre. En silencio escuchó
a Agustín relatar el partido e hizo un comentario sobre cómo había mejorado
a la hora de relatar y sólo atinó a hacer una pequeña sonrisa cuando el árbitro,
o mejor dicho Agustín, dio por terminado el partido. Argentina llegaba a la
final, la primera en 28 años y mi abuelo también se acercaba a su último
partido. Esa noche me dormí llorando.

XV

13 de julio en nuestro mundo, 13 de junio en el real. Finalmente llegaba


nuestra final y cómo no podía ser de otra manera, era contra Brasil, porque si
toda la historia es una fantasía, en la nuestra esa era la final soñada.

Tanto el Negro como yo habíamos escuchado la historia del “Maracanazo” de


la boca de mi abuelo, de aquel dos a uno con el que los uruguayos vencieron
a 200.000 brasileños en una final de Copa del Mundo, y en nuestra fantasía,
Argentina repetía aquella hazaña.

Esa mañana fue anormal teniendo en cuenta lo que habían sido las anteriores.
Mi abuelo estaba de humor e impaciente porque a las cuatro de la tarde era el
gran partido y nosotros, nerviosos porque nuestro plan llegaba a su fin.
Llevábamos un mes engañándolo, le habíamos regalado un Mundial que para
el resto del planeta aún no empezaba, pero eso casi ya no nos importaba.

Esa tarde nos sentamos los dos en el living. Agustina estaba demasiado
nerviosa y explicó que se iba a estudiar a su habitación, porque rendía en
unos días. Todo era como antes.

Y casi como un calco de aquella vieja final, al comienzo del segundo tiempo,
Brasil se ponía uno a cero con gol de Neymar, pero el viejo sonreía. Algo
dentro suyo sabía cómo debían darse las cosas y a mí ya no me importaba si
la final existía realmente o no, sólo disfrutaba de verlo tranquilo y feliz.

Y así fue porque a los veinticinco, Agustín inventó una jugada maradoniana,
Messi se limpió a dos al borde del área y se la picó al arquero. Uno a uno y a
ver qué sucede.

Y lo que sucedió fue que Agüero se escapó de su marca y de volea le pegó al


arco faltando sólo dos minutos, el arquero vuela, Messi y los demás observan
cómo la pelota se dirige a su destino inexorable que es dentro del arco, ven
como el arquero roza el fútbol con dos dedos, cómo éste se desvía apenas
pero lo suficiente para reventar el palo, pero hay uno que no se queda viendo
y se arroja al suelo, es Higuaín, el goleador que sabe de antemano para dónde
va a rebotar la pelota y cuando el partido está por terminar, se escucha un
grito de gol u once, en medio del silencio de doscientos mil brasileños.

Al lado mío, mi abuelo también lo grita y me abraza. No lo puede creer.


Argentina gana dos a uno y está saliendo campeón. El mismo grito se replica
en las casas de alrededor, que como no podía ser de otra manera, no querían
perderse esa final ficticia.

Los últimos minutos fueron de nervios y muy reales. Quería que Agustín lo
terminara, le mandaba mensajes al Negro, pero era interminable el partido.
Tenía miedo que el viejo se me muriera de un infarto y de repente el silbato
del árbitro. Dos segundos de silencio y la cuadra volvió a explotar en gritos y
con ella mi casa.

Cuando dejé de festejar lo miré a mi abuelo, que se había quedado paralizado


mirándome. Me abrió los brazos, y me decía: “Te lo dije Ale, íbamos a salir
campeones. La magia aún existe”, yo no soporté más toda la angustia cargada
y me largué a llorar como cuando tenía 8 años y me caía de la bicicleta y
corría hacia él, cómo si esa fuera la fórmula mágica para curar cualquier
dolor.

En medio del abrazo, sentí otra persona que se nos unía. Era Agustina. No
había aguantado el encierro y sin que me diera cuenta, había escuchado los
últimos minutos parada en la puerta del living. Tampoco pudo evitar llorar y
se nos unió en un abrazo en donde uno, mi abuelo, lloraba de alegría y los
otros dividíamos lágrimas por verlo feliz pero también porque no dejábamos
de pensar en lo que se venía.

XVI

- Ale te debo confesar algo.


- ¿Qué pasó, Negro?

-¿Te acordás cuándo nos hicimos amigos? Bueno… yo me acerqué a vos por
la Agus.

-…

- En serio, no me mirés así.

- ¿Y pasó algo?

- No, nunca me dio bola así que nunca le dije nada y después se me pasó.

- Ah, ok.

- Ok.

XVII

Dos días después de “nuestra” final, mi abuelo finalmente falleció. Lo


sepultamos el mismo día. Esa tarde no faltó nadie al cementerio. Ni siquiera
Agustín y sus dos comentaristas, a quiénes abracé, les agradecí y les prometí
un asado o algo, por todo lo que hicieron. Mi vecina también estaba ahí y me
saludó desde lejos, con una sonrisa triste que devolví y agradecí, porque no
me encontraba en condiciones de mantener una postura valiente en ese
momento.

El Negro lloraba con nosotros, como un nieto más, como si fuera otro hijo de
mi vieja y Agustina no se separaba de mí.

Mi hermana y yo fuimos los últimos en irnos del sepelio. El viejo hubiese


estado feliz de vernos unidos en las peores, aunque después de ese ese día
pasamos varios días intercambiando apenas algunas palabras. Solo queríamos
llorar y estar solos con nuestro propio dolor.

A los pocos días ella salió de casa, parecía recuperada, mucho más que yo.
Eso me molestó. En lo que a mí respectaba, ella se había olvidado del abuelo
y de su dolor.

A la semana del sepelio comenzó el Mundial verdadero. Era el primer partido


y el Negro cayó con una coca cola. No quería estar solo y yo tampoco. Nos
fuimos al living y prendimos el tele, listos para ver a Brasil queriendo
apoderarse de su sueño de ganar el torneo.

Iban dos minutos cuando el televisor se apagó. Casi por reflejo miré hacia la
puerta y ahí estaba Agustina con el enchufe en la mano. Me levanté del sillón
con ganas de insultarla, de descargar toda mi bronca hasta que observé sus
ojos. Estaban rojos, también de furia, pero más que nada de un llanto que
lucha por salir y no puede. Clavó su mirada en la mía, tan fuerte que casi me
obliga a desviar los ojos.

Ahí estaba yo, sin poder reaccionar. Habían pasado uno o dos segundos pero
sentía que no me podía mover desde hacía minutos, hasta que ella finalmente
dijo: “En esta casa no se ve el Mundial por televisión” y encendió la radio,
mirando al Negro, que estaba callado, y otra vez a mí.

Bajé la vista, lleno de vergüenza, solo atiné a abrazarla mientras ninguno de


los dos luchaba ya por retener sus lágrimas. Cerca, una voz mecánica gritaba
un gol, pero de eso nos enteraríamos después.
Hombre de papel
por Federico Fayad

Se pasaba los partidos agachado en las tribunas. Los más viejos del bar de la
esquina de las calles Teniente Palma y Olegario Roca decían que no era
hincha de ningún equipo. Otros arriesgaban credibilidad afirmando que lo
habían visto con una camisa –en los primeros tiempos del futbol se jugaba
con esa indumentaria a botones- con los colores de Independiente, aunque
también que podría haber sido una camiseta roja que el tiempo y el sol fueron
destiñendo hasta mostrar el actual rosa aguado que se le veía por los
escalones de las populares.

Clemente hoy, a sus setenta y pico de años, se pasaba los noventa minutos y
poco más jorobado en el cemento. Recogía los papeles que los hinchas
arrojaban cuando recibían a su equipo o cuando algún gol tempranero los
encontraba con los toscos recortes en las manos. Los miraba atentamente, los
sopesaba, los medía embargado por la duda. Sostenía una bolsa vieja del
supermercado Camenforte, donde iba tirando aquellos que parecían
interesarle y que luego, cuando el silencio fuera el adecuado, estudiaría con
más detalle.

Era un hombre callado. A veces miraba hacia el campo de juego cuando el


griterío se hacía insoportable o cuando una gresca en el césped alcanzaba el
alambrado. Pero en general se mantenía atento a lo que sus ojos buscaban en
el suelo. Recortes de diario, papeles escritos, hojas de revistas, carteles de
publicidad. Todo era un foco de atención, mas no todo iba a parar al fondo de
la bolsa que atesoraba como el hijo que nunca tuvo.

Como cuando la gente común nota a alguno que es raro a Clemente los de la
barra del club de turno le sacaban el cuero. Y no es que se la pasaba rondando
un centenar de estadios. Aunque lo hubiera querido, su presupuesto no se lo
permitía. Igual, en el pueblo sólo había tres –pertenecientes a Asociación
Allende Cric, Atletic Rancho Viejo y Berluza FC- aunque solo dos de ellos
tenían tribunas de cemento. Allí, los comentarios más comunes eran:
“Miralo, ahí viene el loco de los papeles” o “fijate, ya está levantando
porquería”. Otros más certeros para las definiciones y con menos paciencia y
tacto simplemente decían: “Uh, tapate la nariz que ahí viene el inmundo
este”. Él, ajeno a los comentarios, seguía en su labor que bordeaba –más bien
lo sumergía- en la obsesión que lo atacaba cada fin de semana.

Clemente era jubilado desde hacía algunos años. Antes había trabajado como
matarife de gallinas –casi toda su vida- en un pueblo cercano, a unos setenta
y ocho kilómetros, al que viajaba cada día. Luego, con su retiro, las cosas
siguieron similares aunque sin el desgaste del viaje en colectivo y las plumas
de antaño.

Los chicos del pueblo, que suelen ser más caraduras que la gente grande,
alguna vez se animaron a preguntarle por qué coleccionaba papeles. Por qué
no se dedicaba a mirar los partidos o, directamente, por qué no se quedaba en
su casa. Clemente contestaba en tono seco, mirada perdida, que el fútbol no
le llamaba la atención pero que le gustaba el ambiente de las tribunas.
Palabras más o menos es lo que venía repitiendo hace por lo menos cincuenta
años, según calculaban los memoriosos y los hinchas de siempre que lo veían
pasar esquivando manotazos y alguna que otra patada.

En este punto del relato no hace falta aclarar que Clemente era un personaje
estrafalario. Usaba un pantalón de corderoy que hacía juego con unos
borceguíes que parecían pesar quinientos kilos. Y eso era en verano. Salvo
por el detalle de la remera roja desteñida, era un hombrecito gris, como los
que aparecen en las fotos de los baúles de los abuelos, de mirada siempre
seria. Tenía el rostro de un laburante. Le enmarcaba la cara una barba rala
que crecía, desde que dejó de trabajar, con más libertad. En invierno
cambiaba los borcegos por alpargatas, mostrando una total falta de precisión
en cuanto al atuendo apropiado para cada estación del año. Además, cuando
llovía se ponía un sobretodo lleno de pelusas que vaya a saber de dónde sacó
y que tenía el olor de una mochila cerrada y tirada al sol con un chorizo
adentro.

II

La casa de Clemente era una biblioteca gigantesca. Para ser fieles a la verdad,
era un juntadero de cochinada apilada en estanterías de varios tomos
debidamente foliados. “Verdades universales”, decía el lomo de uno de ellos
de color azul gastado. “Clasificados”, rezaba sintéticamente otro, de color
verde loro. “Fúnebres” era otro de los títulos que identificaba a varias
carpetas de color rosa, color por cierto extraño –y a tono con la desubicada
selección de su atuendo personal- para decorar el contenido de esos
biblioratos.

Más apartados, pero siempre a la vista de quien se animara a entrar en la casa


de Clemente –y los pocos que lo visitaban eran empleados de algún servicio
de cobranzas- había seis o siete gruesos libros de color negro. No tenían
identificación, pero bastaba con ojear una sola página para enterarse de que
allí había fotos de mujeres desnudas que él recolectaba de las gradas con
mano rápida y con timidez creciente pero sin vacilar. A fin de cuentas, era un
hombre raro, pero un hombre al fin.

También tenía apartados algunos tomos que él consideraba sus tesoros. Allí
aparecían noticias curiosas –siempre en retazos que no contenían toda la
información sino parte de ella. “Avión ruso cae en las estepas (…)”, decía
uno de ellos que comenzaba contando cómo un avión de la Segunda Guerra
Mundial había sido derribado en algún lugar de Mongolia, que a Clemente le
pareció extrañísimo por algún motivo. Objetos extraviados y hallados años
más tarde, monstruos exóticos y devastados eran parte de su colección
“especial”.

Sin embargo, había un libraco –con todo lo peyorativo que esta palabra puede
suponer- que destacaba sobre el resto. Era de color verde cocodrilo con
toques de marrón y fucsia. Al tacto podía sentirse la suavidad de un
terciopelo peinado o una fina pelusa. Era bastante pesado. En su interior
tenía, a modo de páginas, una cantidad de folios que superaban la centena,
unidas todas por un alambre pintado color oro que había ido descascarándose
con el paso de los años. Era, sin lugar a dudas, de un mal gusto insoportable,
aunque para el hombre de esta historia ocupaba el lugar de una biblia del
siglo XVI escrita a mano por un monje de clausura del último monasterio del
intento cristiano en Manchuria.

Allí había restos de cartas de amor que habían sido reconstruidas


prolijamente con la habilidad de un collagista. En ellas se hablaba de
perdones, de pedidos de matrimonio, de “nunca te voy a olvidar”. En general,
la mayoría de ellas estaba firmada con un nombre suelto y muchas de ellas
con un seudónimo cursi y berreta como “tu gordito”, “tu amor eterno”, y
hasta “tu plomero de amor sin tapaduras”, estampa que a Clemente le pareció
de una creatividad genial.

El hombre recordaba casi todo el contenido de aquellos tomos que se


engrosaban lentamente con cada excursión a las canchas de su pueblo natal,
lugar donde vivió hasta el último día de su vida.

III

Clemente difícilmente pueda levantarse de la cama del hospital. Lleva más de


dos semanas internado. Llegó allí como suelen llegar todos los pacientes
terminales, de apuro y sin aviso. Los motivos no escapan a su costumbre.
Como cada fin de semana, Clemente estaba de lleno metido en su trabajo de
recolector. Dentro de la cancha los jugadores de un equipo azul y amarillo
disputaban un partido especial contra un combinado compuestos por los
mejores futbolistas de los tres equipos del pueblo. Pero esto poco le
importaba a nuestro hombre que bajo un sol de mil grados recolectaba sus
papeles.

Fue en un punto cualquiera de las tribunas, y en el minuto treinta y cuatro del


segundo tiempo, cuando ocurrió. Clemente, con su atuendo poco apropiado
para climas cálidos, comenzó a sentirse mal. Un dolor aquí. Un mareo que no
se fue. La vista que se nubló. Un ruido sordo y la oscuridad.
Lo primero que vio cuando abrió nuevamente los ojos fueron las sábanas
impecables y el olor sin olor del hospital. A continuación se supo en un lugar
extraño y quiso saber qué había ocurrido con la colecta de ese día – en
realidad de la tarde del día anterior pues estuvo sin conciencia poco más de
diez horas- pero nadie supo qué decirle. No es para menos, cuando los de la
“popu” de Boca vieron derrumbarse al hombre no notaron la bolsa que
llevaba consigo porque no lo conocían -habían venido al partido especial- y
cuando la ambulancia se lo llevó la colecta de papeles pasó desapercibida
junto al resto de la mugre de esa tarde.

Los médicos le informaron sobre su salud y se enteró que no regresaría a su


casa. Supo que no volvería a ver sus reliquias. Sus recuerdos. Su afán de
medio siglo y poco más de existencia. Lo que nadie supo fue el motivo de
tantos años perdidos y de tantas ilusiones, definitivamente truncas.

IV

Para saberlo hay que remontarse medio siglo atrás en el tiempo. Clemente era
un joven con sueños y mucho futuro por delante. Recién había empezado
como peón en una empresa avícola y el sueldo y las oportunidades le
prometían una vida sin sobresaltos económicos. Su prometida, Clara, lo
esperaba cada tarde a la salida del trabajo y ambos se acompañaban hasta la
casa de ella, agarrados del brazo, hablando del tiempo, de lo que vendría. Sus
silencios también eran tiempo sagrado. En esa burbuja no existía el futbol, ni
las tribunas, ni los papeles en el viento.

Aquel día de Zonda, hace 50 años, Clemente salió de trabajar pero no había
nadie de su interés esperándolo. O sí. Un hombre no mucho más grande que
él y muy nervioso le cortó el paso cuando Clemente ya pensaba en la cena.
Este lo miró a los ojos arrancándole pensamientos de terror y soledad.
Clemente supo de qué se trataba. El hombre, definitivamente tenso por la
situación, metió la mano en un bolsillo del pantalón y extrajo una tarjeta que
al instante una ráfaga caliente y sorpresiva elevó por los aires hasta el
infinito. Clemente, mientras seguía el papel con la mirada, no advirtió que
desaparecía en un auto a toda velocidad la última esperanza de una certeza.
De un destino dónde buscar.

Clemente nunca más tuvo noticias de Clara. Más tarde, cuando fue a la casa
de la joven, solo se encontró ventanas cerradas con candados enormes con
ese silencio característico de lo que alguna vez tuvo y que ya no tiene vida.
Con los brazos caídos, en aquel portal que tantas veces visitó, sostuvo la
esperanza de una explicación que nunca llegó. Sólo quedó el recuerdo de esa
tarjeta flotando en el cielo, que la casualidad y una mano temblorosa le
negaron.

IV

Los ojos se van cerrando. El corazón ya tiene poca labor por delante.
Clemente aun mantiene la conciencia, pero es un hilo, una gota a punto de
caer. Está a punto de cerrar el paréntesis de su existencia. En ese momento,
en ese trance está, cuando sobrevive una última visión. En el acto final un
papel del tamaño de una tarjeta de presentación viene cayendo despacio
desde algún cielo imaginado. Con elegante cadencia se acerca a sus manos,
que sin embargo ya no tienen fuerzas para sostener nada.

Clemente sabe de qué se trata. No le hace falta leerlo. Es una explicación. El


papel que durante tantos años ansió. En él están escritas las palabras que le
hubiesen recortado la incertidumbre de tantos años de kilometraje acumulado
por su peregrinación por las canchas del pueblo, lugar ideal para buscar un
mensaje de papel extraviado. Clemente lee en esas palabras que su casi
extinta mente le revela la respuesta que le costó tantas horas de cemento y
grito de aliento contextual.

Quizás por eso va cerrando los ojos sabiendo que la esperanza valió la pena
en ese largo medio siglo de búsqueda infame. De caras que jamás
significaron nada. De brazos extendidos hacia un universo, para él, finito.
Clemente, hombre de papel, vuelo singular. Clemente, papel encendido que
se consume con el fuego de un amor. Clemente y el gesto sencillo de la
sonrisa de su final. Del abrazo cálido, largo y tierno de la confianza que da el
creer saber.
Último recurso
por Francisco Pérez Osán

Los problemas del club Libertadores de la Garma comenzaron casi


inmediatamente después de su mejor momento. La llegada de un inversor de
peso a mediados de 2003 había desembocado en una época de bonanza que
parecía que no iba a terminar jamás: por primera vez en diez años habían
comprado refuerzos, el director técnico era un profesional con experiencia, y
hasta le habían puesto luces al estadio, que en ese momento era poco más que
una cancha con una tribuna.

Lamentablemente, jamás nunca dura demasiado y para comienzos de 2005 la


situación había empeorado sensiblemente. Después de un subcampeonato que
casi termina en ascenso, y de un torneo “aceptable”, el empresario que
mantenía a flote al club desapareció sin dejar rastro. Lo que primero fue
tomado como un misterio pasó rápidamente a ser considerado como la
culminación de un vaciamiento más o menos total, ya que las cuentas de
Libertadores demostraban que lo que había ganado el club durante los
últimos años también había desaparecido.

El año siguiente fue malo sin ningún tipo de atenuante. Los jugadores que no
fueron vendidos para pagar sueldos atrasados, en su mayoría vecinos de De la
Garma, tuvieron que conseguir trabajos y colaborar para pagar alguna de las
muchas deudas que quedaron. Con mucho esfuerzo las cuentas fueron
ajustándose y parecía que Libertadores podría salir adelante. Pero quedaba un
obstáculo que parecía insalvable: no podían pagar la luz.

Las torres de iluminación del estadio habían sido una de las atracciones
principales –después del fútbol, claro- para que los habitantes del pequeño
pueblo se acercaran a la cancha. Cuando la crisis se hizo evidente, el miedo a
que la gente dejara de ir a los partidos hizo que nadie sugiriera ahorrar en
energía. Al final del 2007, la deuda que Libertadores mantenía con la
distribuidora era literalmente impagable. La comisión directiva (Joselo
Gutiérrez, un abogado que había quedado prácticamente solo al frente del
club) intentó hacerle entender a la empresa, por todos los medios, la delicada
situación económica en la que estaban sumidos. Los representantes de la
compañía se mantenían firmes en su reclamo de pago, y lo único que hacían
para ayudar era repetir el siguiente consejo: “Hubieran jugado menos de
noche”. Joselo, cansado de explicarles que los consejos sirven para
situaciones que todavía no se producen, y no para el pasado, se rindió.

Armando Quijada había conseguido juntar a todos los jugadores que todavía
no habían desertado. Esta reunión había sido decidida por Armando (director
técnico, tesorero, canchero y voz del estadio de Libertadores de la Garma), y
por la comisión directiva (Joselo). Lo primero en la lista del DT era intentar
hacerles entender a los jugadores que todavía no habían desertado la
gravedad de la situación del club. “Estamos en el horno”, explicó, haciendo
gala de la economía de palabra que lo caracterizaba.

Completado ese punto pasó al siguiente: buscar alguna forma de conseguir el


dinero necesario para solventar los múltiples gastos de Libertadores,
especialmente la cuantiosa deuda de luz que tenían con la compañía eléctrica.
“¿Qué hacemos?”, dijo, llevando su fama de hombre de pocas palabras un
poco más lejos de lo que la situación ameritaba.

Las ideas llegaron de a montones, pero, como suele pasar, cantidad no fue
igual que calidad, y tras cuarenta minutos de brainstorming, las únicas que
parecían ser factibles eran: realizar un sorteo con la camioneta de Joselo
como premio –la comisión directiva no estaba de acuerdo-, y vender tortas,
opción propuesta por el Indio García, un dos grandote y entrador que se
aguantó estoicamente las burlas de sus compañeros. La idea de hacer una
kermés en medio de la cancha la tiró Benavidez, uno de los pocos
“históricos” que quedaban en Libertadores. Para que aceptaran, argumentó
que todos tenían experiencia en organizar ese tipo de fiestas, y que llevaría a
más vecinos que el torneo de truco con flor que había propuesto Miranda, el
arquero. Para terminar de convencer a dos o tres indecisos, dijo que en la
kermés igual podrían sortear la camioneta de Joselo y vender las tortas del
Indio García.

Quijada comenzó a organizar a sus jugadores ahí mismo, en el clásico


esquema 4-3-3 que utilizaba para la mayoría de sus partidos. En el área sur
puso a Miranda cortando entradas. Una línea cuatro manejaría los stands de
tiro al blanco, carrera de embolsados, venta de números para el sorteo y venta
de tortas –esto último lo dijo mirando fijo al Indio, que sonrió por primera
vez en toda la tarde. En el medio ubicó el juego de embocar argollas –a cargo
de Benavidez-, las manzanas colgadas y un stand de comida chatarra.
Finalmente, en el área norte quedaron el palo enjabonado, el plato con harina
y un sector de descanso manejado por el Toro Anselmo, un nueve de área que
ostentaba el récord de posiciones adelantadas del club.

La idea parecía un poco disparatada, pero Libertadores era un club de pueblo,


y si iba a desaparecer, lo haría a su manera.

La convocatoria a la kermés había sido un éxito. Cerca de mil personas


llegaron al estadio, la asistencia más alta a la cancha de Libertadores en por
lo menos dos temporadas. En el ambiente había un dejo de esperanza, que
Joselo, malhumorado al ver su camioneta con un gran moño en el círculo
central, no compartía. “Si todos dejan la mitad del sueldo acá, creo que
todavía nos falta”, repetía. “Por algún lado se empieza”, era la respuesta de
Quijada, que daba vueltas por la cancha dando indicaciones de último
momento.

Los jugadores, acompañados por sus familias, daban lo mejor de sí. Habían
jugado partidos trabados, finales contra rivales de toda la vida y encuentros
por la permanencia, pero estaban nerviosos como nunca. Quijada ya había
tenido que separar un encontronazo en el tiro al blanco cuando Rodríguez, un
uruguayo que jugaba de cuatro, se negó a darle un premio a un participante
que había disparado en el centro de la diana. “¡Estabas adelantado!”, gritaba
desesperado, mientras levantaba la mano derecha. “¡Estabas pisando la línea,
no te voy a dar nada!”, seguía. Quijada consiguió calmarlo, pero igual lo
mandó al banco para evitar otros incidentes de ese estilo.
El Indio García había sorprendido a todos en el puesto de tortas. La variedad
de pasteles, tortas heladas y cupcakes que había preparado era soberbia. Si
alguien se acercaba a comprar, le daba el menú completo: “Tenés selva negra,
chocotorta, budín inglés, torta de manzana, brownies, cabsha, scones de
chocolate, donuts glaseadas –en este punto era generalmente que el
interesado en comprar algo intentaba señalar lo que quería, pero el Indio
levantaba la mano con un gesto que parecía significar ‘pará que todavía no
termino’, y continuaba con su infinita enumeración- red velvet, budín de
arena, kugelhopf tradicional, pundcake cítrica, volcanes de chocolate y dulce
de leche, strudel, key lime pie y torta maracuyá surprise. Esa receta es mía”.
No faltó alguno que soltó una risita medio escondida ante el inglés del Indio,
y ante su hasta ahora desconocido amor por la repostería. Una mirada
fulminante del dos alcanzaba para que las risitas de los vecinos
desaparecieran, pero sus compañeros no tenían piedad con las gastadas.

El stand de Benavidez estaba repleto. Junto a Ana, su esposa, atendían a los


cientos de personas que querían jugar y de paso hablar un rato con lo más
cercano a una celebridad que tenía De la Garma. No era Benavidez, era su
esposa. Ana era hermosa, había ganado concursos de belleza y hasta llegó a
participar de desfiles de diseñadores reconocidos en Capital. Benavidez
nunca se había dejado de asombrar de que una mujer como ella le prestara
atención, asombro que era compartido por cualquiera que conociera a la
pareja. Esto no les impidió, durante los años que llevaban juntos, ser algo
felices.

Habían pasado algunas horas desde el comienzo de la kermés, cuando


Miranda dejó su puesto en la entrada y corrió a buscar a Joselo y Quijada. Su
excitación era palpable. “Vino Mozo”, fue lo único que atinó a decir cuando
encontró a la dupla dirigencial.

Cipriano Mozo era un empresario del trigo bastante conocido en la región. El


poder que había acumulado a fuerza de dinero superaba ampliamente el de
cualquier autoridad municipal de De la Garma y cualquiera de los pueblos
cercanos. Sus negocios eran, en su mayoría, legales, pero siempre existió la
sospecha de que andaba “en algo raro”. Cuando el club comenzó a tener
problemas económicos, Mozo se había ofrecido a hacerse cargo, pero su
oferta fue rechazada porque la mala experiencia con el anterior financiador
estaba muy fresca. “¿Usted conoce el cuento de la vaca, la leche caliente y el
quemado llorón?”, le preguntaron en esa ocasión, y Mozo se fue sin
responder. Dos años después, la situación era distinta y el propio Joselo le
había ido a ofrecer en numerosas oportunidades que tomara las riendas del
club. Ahora Mozo sí respondía, siempre con un no. No era una persona
particularmente agradable. Una descripción acertada tanto de su forma de ser
como de su físico podría haber sido “una mezcla de Guillermo Coppola y
Benito Mussolini”. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, no borraba de su
boca una sonrisa torcida de superioridad que desesperaba a sus interlocutores.

La comisión directiva se acercó a saludar, esperando que Mozo se limitara a


ladear un poco la cabeza y seguir de largo. Cuando el empresario respondió
su saludo se sobresaltó. Hablaron sobre la kermese durante algunos minutos
hasta que Joselo, en un último intento de salvar el club (y su vehículo), le
volvió a pedir que se hiciera cargo de la economía de Libertadores.
“Justamente de eso quería hablarle”, le respondió, sonriendo de costado. Y,
con la vista fija en el stand donde Benavidez y Ana seguían recibiendo gente,
dijo: “He estado pensando, y tengo una propuesta”.

Quijada, Joselo y Benavidez estaban solos en el vestuario.

-¿Vos me estás jodiendo? ¿Ese imbécil se hace cargo del club sólo si lo dejo
acostarse con mi esposa?

Benavidez estaba fuera de sí, pero había entendido más o menos bien cuál era
la condición que Mozo había puesto para sacar al club de su delicada
situación.

-Sí. Bueno, no fue tan directo, pero más o menos dejó entrever que un
“encuentro” con Ana allanaría el camino para que las negociaciones por el
control económico del club llegaran a buen puerto –explicó Joselo, mientras
Quijada agarraba al jugador, que parecía dispuesto a matar a alguien.

-¡Dejá de hablar como un político de segunda línea, estúpido! ¿No ves lo que
me están pidiendo? Además, ¿quién dice que Ana va a aceptar? Están
enfermos. ¿Quién se cree que es, Richard Gere en Propuesta Indecente?

Quijada logró hacerlo sentar. Estaba serio y tranquilo.

-Mirá Sebastián –Benavidez se sobresaltó. Sólo su madre lo llamaba por su


nombre de pila –, no creo que sea una decisión fácil. Pensá que Libertadores
está jugando un partido decisivo. Estamos perdiendo, pero podemos ganar.
De repente un rival se le escapa a la defensa y corre sólo contra el arquero.
Vos podés frenarlo con una falta, pero te van a expulsar. El último recurso.
Esta situación es así. Nos va a costar salir, estamos muy atrás, pero si
queremos seguir necesitamos que te tirés con todo. El último recurso. Sé que
es mucho pedir, y que nadie puede esperar que lo hagas, pero es lo que el
club necesita.

Benavidez no podía creer lo que escuchaba. Un pedido desesperado de


personas desesperadas. ¿Qué significaba Libertadores para él? Todo. Nunca
había jugado en otro club, nunca había tenido otro trabajo. Ana lo había visto
por primera vez en esa misma cancha.

Estuvo sentado unos minutos, con la vista perdida. Sin decir nada, se levantó
y salió del vestuario.

La secuencia que definió el futuro de Libertadores de la Garma duró poco


más de cinco minutos, pero para Benavidez pareció una eternidad. Entró a la
cancha como ya lo había hecho cientos de veces, pero esta vez no se
persignó, no intentó esquivar la línea de cal y no miró para la tribuna para
saludar a la hinchada. Parecía perdido. Atravesó sin problemas la multitud
que todavía disfrutaba de los juegos y se plantó ante Ana sin decir una
palabra.

Desde afuera todo parecía normal. Benavidez se acercó y le dijo algo a Ana,
que se rió un poco y le tocó el hombro. Se abrazaron y Benavidez pareció
despertar de un largo sueño.

Buscó a Mozo con la mirada y lo encontró parado en el círculo central, solo.


Esperando.
Benavidez caminó despacio hasta la mitad de la cancha. Miró fijo a Mozo,
que sonreía de costado. Parecía querer decir algo.

-¡Reíte bien, hijo de puta! –gritó, antes de noquearlo de una piña.

El vestuario estaba en silencio. Jugadores y DT se habían desparramado en


bancos y suelo. La kermés se había terminado hace algunas horas, y la
historia de Benavidez y Mozo, con su respectivo final, era conocida por
todos. Decir que los ánimos estaban por el piso era poco.

La calma se rompió con la llegada de Joselo, que venía silbando “Luces de


mi ciudad” lo más fuerte que podía. Todos lo miraron atónitos. Después de
ver cómo Benavídez golpeaba a Mozo, se había puesto tan blanco que
pensaron que iba a ser necesario llamar a una ambulancia, pero sólo lo
dejaron recostado a un lado del campo de juego. Sólo se había levantado
cuando la kermese había terminado y había que contar la recaudación.

El dirigente sonrió. Dijo, más o menos para sí mismo, que la tarde había
tomado un giro de película al final. La oferta de Mozo parecía sacada de
Propuesta Indecente, la piña de Benavidez, de Rocky, y la recaudación, de
Milagros Inesperados. “Creo que llegamos muchachos”, susurró, al borde de
las lágrimas. Miró a Benavidez y le pidió perdón, llorando a más no poder:
“Te pedimos una locura, y lo único que había que hacer era vender tortas”. El
Indio García se quedó callado, pero sabía que la próxima vez que lo echaran
por último recurso nadie le recriminaría nada.
Lo hice por amor
por Pablo Villarruel

Cacho nació destinado a vivir por su club, si desde la ventana de su


habitación, que sus padres improvisaron en una especie de altillo, se veía el
estadio del Atlético. Fue Jorge por elección de su mamá, pero siempre fue
más Cacho por esas herencias inexpugnables que nos ceden nuestros viejos.
Bueno, al principio y por varios años fue Cachito, el hijo de Cacho, el taxista,
ese que era dirigente y socio vitalicio del Atlético gracias a la ‘permanente
colaboración’ (así rezaba en una plaqueta de bronce) de Atilio, su padre y
difunto abuelo de Cachito.

Jorge, como solo le decía su mamá, vio la luz de este mundo a solo dos
cuadras de la cancha del Atlético, ya que Cacho no llegó a tiempo al llamado
de su mujer para ir al hospital por estar subido a una columna arreglando las
luces de la sede social. Lo que es el destino. Cachito no tuvo otra rutina desde
sus primeros años que ir de la casa o de la escuela al club, donde era más
feliz que nadie compartiendo las tardes con sus amiguitos y estando cerca de
su padre en las aventuras que éste llevaba a cabo para mantener a flote el
fútbol, la disciplina más popular pero también la más necesitada del Atlético.

Cachito empezó como se debe: en las infantiles. Mostraba criterio y buena


pegada para su edad, por eso jugaba del medio para adelante. Era
impresionante verlo festejar un gol, como era también verlo llorar y gritar tras
cada derrota. Eso sí, la madre tenía que sacarle dormido la camiseta del
Atlético para poder lavársela.

A medida que fue creciendo se afianzó como el volante central de su


categoría al agregarle a sus condiciones una entrega absoluta y una voz de
mando poco común. Al mismo tiempo se encargaba de recolectar y lavar la
indumentaria de su división y hasta ayudaba al ‘Profe’ a cobrarle la cuota
social a sus compañeros. La influencia de su padre dirigente no ejercía una
presión en él si no todo lo contrario; tomaba ese ejemplo y llevaba con
responsabilidad su pasión por el club y por el fútbol.

Ya era un adolescente cuando el Atlético dio el salto de categoría desde la


Liga Provincial al Torneo Federal y lo vivió como nadie. Festejó como loco y
fue feliz por partida doble ya que todos los esfuerzos de su padre parecieron
tener recompensa en una labor tan ingrata como es la de ser dirigente de un
club humilde, casi de barrio, de un club como los de antes, donde los pocos
socios y una comisión directiva de valientes deciden sobre su existencia y su
porvenir.

Más allá del éxtasis post ascenso, Cachito seguía defendiendo los colores del
Atlético pero, como ya estaba en una edad donde los talentos se equiparan,
portaba la cinta de capitán aunque ordenando a sus compañeros desde el
costado derecho de la defensa. Cacho, el padre, era su seguidor número uno y
también su crítico más sincero, a pesar de que en el fondo sabía que el futuro
de su hijo no estaba de la línea de cal hacia adentro. Y eso que Jorgito, como
le gritaba su mamá desde la tribuna, llegó a debutar en Primera y a estar
varias veces en el banco de suplentes. Pero la semi-profesionalización del
torneo que disputaba el Atlético hizo que llegaran refuerzos de cierta
jerarquía y los sueños de futbolista de Cachito fueron apagándose
lentamente.

Estuvo un tiempo bajoneado y sin rumbo, pero convencido de que jamás se


pondría otra camiseta que no fuera la de su Atlético querido. Así anduvo
hasta que, como en la infancia, volvió a aferrarse fuertemente a su padre.

Con el correr de los años comenzó a ser parte de la Subcomisión de Fútbol y


taxista de la flota que había forjado Cacho a la par de sus tareas como
dirigente. ¡Qué gusto era subir al taxi de Cachito! Bueno, si uno era futbolero
o del Atlético como él. Conocía todos los jugadores de todas las categorías,
entendía de táctica y hasta manejaba el ‘timing’ justo para las conversaciones.
Parecía que te leía el estado de ánimo con un solo golpe de vista por el espejo
retrovisor. ¡Ah! Y la radio siempre en la deportiva o en la de rock, como tiene
que ser. Los asientos inmaculados y una fragancia amable siempre coronaban
cada viaje en la unidad 827 de Cachito. Es que él era así, una mezcla de orden
y pasión, un tipo fuera de serie, de esos que ya no vienen.

A medida que fue adquiriendo experiencia como dirigente íntimamente


ligado al fútbol, su palabra comenzó a tener un peso específico en las
reuniones de la comisión directiva. Su padre ya estaba algo mayor y, sin
decirlo, decidió ir dejando el camino preparado para que Cachito fuera el
principal responsable del fútbol en el club. Por él empezaron a pasar
elecciones clave como la contratación del cuerpo técnico y los refuerzos, así
también como los lineamientos generales para las divisiones inferiores.

En los días de partido de la primera llegaba tres horas antes con el agua
mineral, el hielo y el ‘gatorei’ para los jugadores; ordenaba y supervisaba a
los taquilleros y siempre era él mismo quien completaba la planilla oficial del
cotejo en cuestión. Eso sí, como buen futbolero veía los noventa minutos en
un rinconcito de la platea, casi solo si no fuera por algún colaborador o
allegado que se le acercaba para comentarle algo referido a la organización.

Con tanto tiempo dedicado al Atlético, Cachito decidió ponerle un chofer a su


mimado 827, pero siguió administrando la flota de taxis junto a su padre que,
debido a la buena reputación que se habían ganado en el pueblo, era casi la
que acaparaba todo el servicio. Por eso todos sabían que si querían hablar con
él tenían que ir directo al club, ni pasaban por su casa. O mejor dicho, al
estadio, que prácticamente era su hogar. Allí estaba todas las tardes
solucionando algún problema, organizando el papeleo o, como la mayoría del
tiempo, ingeniándoselas para conseguir sponsors, publicidades o cualquier
tipo de apoyo para que el Atlético continuara en el Torneo Federal. Vendía
abonos para la temporada, organizaba sorteos, rifas, bonos contribución y
cuanto merchandising se le ocurriera además de plagar las paredes del estadio
con las empresas del pueblo y transformar la camiseta en una gran cartelería
con escudo. Pero bueno, todo era para y por el Atlético, su vida y su pasión.

Cuando ya tenía todo más o menos encaminado en cuanto a lo económico


sentía cierta seguridad, pero el fútbol es fútbol y muchas veces los procesos
institucionales y deportivos de un club terminan midiéndose por la cantidad
de veces en que la pelotita entra en el arco rival.
Bajo la tutela de Cachito el Atlético nunca llegó a instancias finales y
pululaba en mitad de tabla. Ese era el dolor más grande que podía sentir. ¡Me
siento inútil, impotente, no sé que más hacer!, se lo escuchó decir alguna vez
en la cantina. Y la verdad es que no se sabía ya que en la medida de las
posibilidades del club siempre se contrataba a los técnicos más competentes y
a los jugadores ‘adecuados’, conformando planteles equilibrados que siempre
contaban con cierta estabilidad salarial y el apoyo incondicional de la
hinchada. Pero no había caso, los esfuerzos y el conocimiento de Cachito
seguían sin alcanzar.

Un día, antes del inicio de una nueva temporada, Cachito estaba tomando un
café y se encontró con Omar, un histórico dirigente de Sportivo (rival del
Atlético en años anteriores), club que había logrado un nuevo ascenso en el
último torneo y saltaba escalones a pasos agigantados. Cuando compartieron
categoría, Sportivo venció a Atlético de visitante y de local y eran recuerdos
dolorosos para él, pero como siempre encabezaba las delegaciones cuando
había que salir de casa además de recibir a la visita cuando se jugaba de local,
Cachito tenía, en general, buena relación con la gente de los otros equipos. Es
que era un tipazo y pocos estúpidos no lo querían. Entonces Omar fue a su
encuentro.

- Ehhh, Cachito ¿Cómo estás?

- ¡Hola, Omar! Bien si no me seguís gastando por los partidos de aquella


vez…

- ¡Jajaja! No Cachito, vengo en son de paz -dijo riendo Omar.

- Nah, no pasa nada. Aprovecho para felicitarte personalmente por el ascenso.


La verdad es que mostraron una regularidad sorprendente…

- Gracias, Cachito, muchas gracias. Se nos dieron las cosas gracias a Dios…

- Sí, ojalá Dios se acuerde de nosotros alguna vez…

- Ehh arriba el ánimo viejo, ustedes están creciendo de a poco, tienen que
seguir empujando hasta dar el zarpazo, ya va a llegar…

- Es que vos sabés que el esfuerzo que se hace es enorme y cuando la


recompensa no llega…

- Y si -dijo Omar mientras el mozo le dejaba un cortado- ¿Vos sabés que yo


sé y valoro muchísimo lo que hacés por tu club, no?

- Eh sí, creo que sí.

- ¿Estás muy ocupado? ¿Tenés un rato para que charlemos en otro lado?

- No, estoy con tiempo, pero me intriga que tenga que ser en otro lado -dijo
Cachito.

- Es que es de un tema…como decirlo…para tratar con reserva, pero creo que


te puede interesar. Acá a tres cuadras tengo mi oficina, acompañame y te
cuento si querés.

- ¡Dale! -soltó Cachito, entre nervioso y sorprendido por la inesperada y


particular invitación de Omar, alguien que conocía pero hasta por ahí nomás.

Ya en la oficina de Omar Cachito se sentó en una silla bastante cómoda


mientras su anfitrión cerraba la puerta como para que nadie los oyera.

- Cachito, bueno Cacho, ya estás grande no…

- Sí, pero estoy convencido de que me van a decir así toda la vida…

- ¡Jaja! Puede ser, pero depende de vos que te valoren por tus propias
acciones y dejen de tomarte como ‘el hijo de’ -dijo Omar mientras hacía el
gesto de las comillas con sus manos.

- Puede ser, pero no creo que me hayas traído hasta acá para hablar de los
apodos o de las relaciones padre – hijo…

- No, no. Mirá Cachito, yo conozco a tu viejo desde que teníamos tu edad. O
de más chico tal vez. Empezamos casi al mismo tiempo en nuestros roles de
dirigentes, él en Atlético y yo en Sportivo, bueno como vos sabés. Siempre
fue muy cabeza dura y nunca me escuchó…

- ¿Y en qué tendría que haberte escuchado? -preguntó Cachito.

- Me imagino que con tus años al frente del fútbol en el club te habrás dado
cuenta de que los resultados no siempre están ligados al rendimiento del
equipo…

- Sí, me he dado cuenta pero no entiendo bien a que te referís…

- Y, a que se puede hacer algo más que armar un buen plantel para conseguir
los objetivos. Y eso es una simple cuestión de guita…

- Omar ¿Me podés decir lisa y llanamente qué me querés proponer?

- Cachito…¿No te han resultado sospechosos algunos arbitrajes en contra de


ustedes? Sin ir más lejos nosotros hace dos años les ganamos de local con un
gol en off-side y de visitante con un penal más que dudoso…

- Sí, no me hagás acordar…¿Entonces me estás diciendo que coimeaste a los


árbitros?

- Sí. Pero no te estoy diciendo solo eso. Te estoy diciendo que se puede
hacer. Que es factible y que por un esfuerzo económico más que hagan
pueden cumplir sus objetivos, pasar de fase o hasta ascender. Como
nosotros.

- ¿Y vos qué tenés que ver en todo esto? -preguntó incrédulo Cachito.

- Digamos que soy un viejo zorro en estas categorías y tengo los contactos.
Te puedo conectar para que todo sea limpio y seguro. Tu viejo también
siempre supo de estas ‘posibilidades’ pero le gusta auto-engañarse y creer
que jugar bien puede alcanzar…

- Yo también creo eso -afirmó Cachito.

- Está bien, pero la realidad te dice otra cosa, querido. Ustedes todos los años
tienen un buen equipo y juegan bien y así y todo no llegan a las instancias
decisivas. Les falta un plus. Una pata para dar el salto. Y yo puedo ayudarte a
conseguirla si vos querés…

Cachito se quedó varios segundos mirando a la nada y Omar acompañó ese


silencio con sus ojos puestos en el joven resignado que tenía enfrente.

- Siempre supe que esto existía, reaccionó Cachito. A ver, no me chupo el


dedo. Además de esos partidos contra ustedes tengo una lista enorme de las
veces en que nos han cagado los árbitros. Algunas de forma grosera y otras
más sutiles, pero siempre preferí pensar que era una cuestión de ineptitud o
poca preparación, porque también es cierto que en ocasiones nos han cobrado
cosas increíbles a nuestro favor…

- ¡Pero es que son ineptos y técnicamente mal formados! -acompañó Omar-.


Lo bueno es que ahora tenés, como mínimo, la chance de asegurarte que esos
errores dejen de perjudicar a tu club o que te ayuden a cumplir los objetivos
gracias a algunos fallos en partidos clave…

- ¿Y cómo es la cosa?

- Y si te interesa tengo que hacer un llamado y vos solo asegurarte de


conseguir el ‘cánon’ solicitado para los partidos que te interesen…

- ¿Y a quién tenés que llamar?

- No, eso no te lo puedo decir, Cachito. Vos confiá en mí que después del
primer contacto te van a empezar a llamar ellos si va todo bien.

- No, Omar, disculpá. Si no me decís todo no me interesa. Es un tema


bastante delicado para no saber bien cómo funciona y con quiénes voy a
tratar…

- Está bien, es entendible. Dame un segundo -dijo Omar.

Agarró su celular y salió de la oficina por unos diez minutos. En ese tiempo
Cachito se paró y miró por la ventana en línea recta hasta que volvió Omar.
Ahí hablé con esta gente. Me piden que me confirmes si te interesa empezar a
trabajar con ellos para que yo te cuente cómo son las cosas.

- ¿Con esta gente? ¿Qué son? ¿Una organización?

- Algo así Cachito, algo así. Bueno ¿Querés que los árbitros te ayuden sí o
no?

- No sé, Omar. Dejame que lo piense. Es algo groso y que no se ha hecho


nunca en mi club, bah, desde que está mi viejo al menos por lo que me
decís…

- Sí, es así. Tu viejo hizo mucho y le dio mucho al Atlético, pero ahora es tu
tiempo. Imaginate quedar en la historia como el hacedor de un ascenso para
tu club, sería algo impagabale ¡Te harían una plaqueta más grande que la de
tu abuelo! Vos pensalo y tené la seguridad de que si no te parece aprovechar
la oportunidad de hacer algo grande por unos pesos, hacemos como si nada y
esta charla nunca existió. Pero si te interesa me tenés que confirmar cuanto
antes. Yo voy a estar acá todo el día mañana, ya sabés como llegar…

- Está bien. Te aviso en estos días a ver que hago -dijo Cachito antes de darse
un apretón de manos con Omar y abandonar, meditabundo, el edificio.

Al otro día, por la mañana, Cachito fue a la oficina de Omar tras pasar la
noche casi insomne y levantándose varias veces para fumar.

- Hola, Cachito, pasá -le dijo Omar por el portero eléctrico.

Cachito subió los cuatro pisos por la escalera. Ni advirtió el ascensor


desocupado en la planta baja. Tenía las manos transpiradas y una certeza.

- Quiero hacerlo Omar, quiero intentar. Pero no por mí ni por mi viejo ni por
mi abuelo. Por el club.

- ¡Por supuesto Cachito! Yo sé lo que es en tu vida. Todo va a salir bien, vas


a ver, quédate tranquilo -dijo Omar mientras se recostaba en su sillón-. Mirá,
en un principio la cosa es así; primero tenés que asegurar la guita. En estos
meses sin torneo vos estarás planeando lo que viene, la pretemporada y el
presupuesto mensual para el fútbol, ¿no?

- Sí, ya estoy en eso.

- Bueno, a ese número que tenés en mente sumale unos quince o veinte mil
pesos más por mes. Eso va a ser suficiente por ahora para la primera fase.

- Y, es un número bastante elevado para nosotros, pero lo voy a conseguir;


contame cómo funciona todo.

- Mirá, Cachito, el que maneja todo es Eugenio, el sanjuanino…

- ¡No! Ese hijo de puta…

- Sí, es un hijo de puta, pero hay hijos de puta que conviene tenerlos de tu
lado.

- Si nos habrá cagado ese…

- Igual que a nosotros, hasta que pudimos llegar a él. Bueno, como vos sabés
él es el Secretario General de la Asociación de Árbitros para las categorías de
ascenso en el interior.

- Sí, no sé cómo llegó hasta ahí…

- Y, manejos. Bueno, él es quien comanda todo el circo. Él puede manipular


las designaciones para los partidos que necesites y te hace el vínculo con el
árbitro que te toque. O sea que llegado ese momento vas a tener que pagarle a
él y después al árbitro designado. Seguro que la primera vez que quieras
hacerlo te a va a dirigir él mismo. Hace eso para verificar que no haya nada
raro y asegurarse una ‘primera entrada’ digamos…

- Está bien -dijo Cachito-. Voy a cumplir todos los pasos que sean
necesarios.

- Ahora andá tranqui. En los próximos días te van a llamar desde un número
privado o de alguno con característica de San Juan. Van a ser ellos o él
personalmente.

- Bueno, me pongo en campaña con la guita entonces.

- Eso es indispensable. Lo último que quería preguntarte, Cachito. ¿Puedo


confiar en vos? Mirá que todo esto es importante e involucra a gente de
mucho peso en la Federación también. No puede filtrarse nada y tenés que
caminar muy derechito una vez que entrás…

- ¡Ja! Muy derechito, no me hagás reír Omar…

- Nah si entendés a lo que me refiero. Estricta reserva y cumplimiento


incondicional a lo que se pacta. Cuando les fallan son los peores y te pueden
mandar hasta la Liga de vuelta si quieren.

- Clarísimo. Me costó mucho llegar hasta acá pero voy a ir a fondo por el
club que amo. El fin tendrá que justificar los medios -aseguró Cachito como
exhalando el aire de su boca.

- Listo. Yo ahora hago el primer llamado y te aviso.

- Dale Omar, espero tu confirmación. Nos vemos.

Se saludaron con un abrazo y Cachito se fue del edificio, ahora bajando los
cuatro pisos por el ascensor y silbando un tema de los Cadillac.

Dos días después sonó el celular de Cachito y vio que era de un número que
empezaba con 0264. “Son ellos”, pensó y salió de una de las oficinas de la
sede social para hablar en la vereda.

- Hola.

- Hola, que tal ¿El señor Jorge?

- Sí, él habla.

- ¿Cómo está, Jorge? Soy Eugenio.


- Ah, hola Eugenio, bien, ¿Usted?

- Bien. ¿Imagino que podemos tutearnos?

- Por supuesto.

- Bueno Jorge, Omar se comunicó conmigo y me aseguró que querías


empezar a trabajar con nosotros, ¿es así?

- Sí, es así.

- Bueno, muy bien, también calculo que Omar te dio un pantallazo sobre
cómo son las reglas del juego…

- Sí, sí, me dijo más o menos cómo es el manejo…

- Bueno mirá, si querés la colabración para una fecha en especial le decís a


Omar, él me llama y yo coordino la designación o voy personalmente, ¿está?

- Clarísimo.

- Mis servicios son diez mil al mes y de ahí aparte si va otro colega. Lo mío
es un cánon fijo por lo que te recomiendo que una o dos veces al mes
adquieras los servicios.

- Ah, ¿o sea que si no venís vos tengo que pagarle aparte al otro? ¿Son diez
mil pesos fijos más lo de otra persona?

- Claro, así va a ser cuando yo no pueda ir. Entenderás que no me puedo


auto-designar en todas tus fechas, sería muy obvio ¿no te parece?

- No, obvio, pero se me van mucho los números…

- Mirá, con mi cánon fijo te asegurás que vaya yo una o dos veces al mes. No
somos tantos colegas en la Asociación y ya está bastante aceptado que
repitamos algunos equipos en un mes. Y si yo no puedo ir te designo a uno de
mis compañeros de confianza y ese cánon lo arreglás conmigo a través de
Omar. Así vamos a trabajar bien. Yo te voy a hacer precio de usuario nuevo
¡jajaja!

- Bueno gracias, respondió Cachito poco convencido de dónde se estaba


metiendo.

- Listo Jorge, hacemos así. Desde el mes que viene le llevás lo mío a Omar.
El torneo arranca a fin de mes, pero con que se lo llevés antes del diez está
bien. Lo más probable es que vaya yo salvo que juegues con un equipo de
acá, pero eso lo confirmamos cuando salga el fixture ahora en unos días.

- Ok Eugenio, todo claro entonces, gracias por el llamado y espero que todo
salga bien.

- Sí, despreocupate, mientras trabajemos ordenados y sin faltar a la palabra


todo va a ir muy bien, ¿está?

- Seguro. Seguiremos en contacto. Chau.

Cachito volvió a la oficina del club y siguió moldeando el presupuesto para el


campeonato que se avecinaba, pero ahora con los montos que más o menos
pensaba tras el flamante arreglo de los servicios arbitrales. Más que nunca
recorrió todos los negocios y empresas grandes del pueblo logrando
convencer a los auspiciantes de que ese iba a ser el año del Atlético. Como
todos lo conocían y lo respetaban tanto como a su padre, colaboraron y él
cuadró los números para que los ingresos siempre superaran a las
obligaciones, sobre todo a la adquirida en esos últimos días.

Estaba tan abocado a eso que veía muy poco a sus padres y apenas pasaba
una o dos veces por la central de taxis para ‘saludar’ a su querido 827. Uno
de esos días compartió unos mates con Cacho, su padre, quien le mencionó
que visitara a su madre entre otras cuestiones.

- Me dijeron hace unos días que te vieron hablando con Omar, el de


Sportivo…

- Ah sí -dijo Cachito-. Me lo encontré en el café y hablamos un rato de fútbol.


Me dijo que te conoce de hace muchos años.
- Sí, es verdad, pero nunca compartimos mucho…

- ¿Y por qué?

- Él ve las cosas muy distintas. En el fútbol, en la vida y en todo. No es como


vos o como yo. Seguro que en ese ratito de charla algo pudiste advertir…

- Es que hablamos muy poco. Me pareció muy decidido y su club atraviesa


un gran momento…

- Puede ser, pero él no es trigo limpio. Igual me gustaría que conozcas a las
personas del fútbol por vos mismo y no por mi boca. Que vivas tus propias
experiencias, bueno, lo estás haciendo, y que nunca confundas nuestro
camino, el del Atlético, el de tu abuelo…

- No sé bien qué me querés decir -mintió Cachito-, pero ya soy grande y creo
que algo me he curtido en estos años como dirigente…

- Por supuesto, hijo. Yo te deseo lo mejor y voy a estar siempre para vos…

- Si ya sé y te lo voy a agradecer toda mi vida. Te dejo, pá, me voy al club


que no sé qué quilombo hay ahora con el utilero…

- Dale hijo y no te olvides de ir a casa a ver a mamá por favor -imploró


Cacho.

Con todo listo para la primera fecha del torneo, el fixture confirmado y la
ilusión renovada por la conformación de un buen plantel, más el nuevo
‘servicio contratado’, Cachito le llevó a Omar lo que le correspondía a
Eugenio ya que éste iba a dirigir al Atlético frente al Deportivo en el inicio.
Estaba todo preparado, todo encaminado para un gran debut como local.
Incluso días antes de ese domingo Eugenio llamó a Cachito para decirle que
había recibido lo suyo y que todo estaba ‘OK’.

Llegó el día y él mismo recibió a la terna cuando bajó del remis en el playón
del club. Cachito y Eugenio se dieron un apretón de manos acompañado por
una mirada cómplice que nadie advirtió. En lugar de ver el partido solo, como
siempre, Cachito tuvo el acompañamiento de su padre en ese sector de la
platea y lo primero que le comentó fue: “De entrada nos tocó el sanjuanino
hijo de puta este…”. A lo que Cachito respondió con una sonrisa nerviosa.

A los veinte minutos ya ganaba el Atlético con un golazo de Sosa en el que el


árbitro no influyó para nada, pero casi todas las jugadas divididas eran para el
local, hasta llegar a ese penal sancionado por una mano dudosa que puso el
dos a cero y un comienzo con el pie derecho. Cachito gritó cada gol con un
alarido corto pero muy potente y recibió el abrazo de su padre tras cada
conversión. Antes de irse, Cacho soltó como al pasar: “Hoy no nos cagó el
sanjua, hijo, lo que nunca”.

Así fueron pasando las fechas y el mecanismo se fue aceitando más y más. El
Atlético casi no perdía: de local ganaba casi siempre y de visitante conseguía
puntos como en ninguna campaña anterior. Cachito se había acercado
bastante a Omar y hasta compartían un asado semanal que, por supuesto,
nunca le contaba a su padre. De esta manera llegó la clasificación a los play-
offs. La gente del pueblo y los hinchas estaban más entusiasmados que nunca
y colaboraban con el club en cada una de las iniciativas, pero hubo meses en
los que Cachito tomó dinero de la empresa familiar prometiéndole a su padre
que iba a reponer hasta el último centavo. Todo era para no fallarles a sus
nuevos ‘socios’.

Eugenio dirigía al Atlético, mínimo, una vez al mes y algunos medios


insinuaron una leve sospecha que se fue desarticulando con las designaciones
de otros compañeros de la organización que él había montado.

Solo cinco llaves de ida y vuelta separaban al Atlético del ascenso y, por
como venían marchando las cosas, todo daba para ilusionarse.

La primera llave cerró con un global de cuatro a cero para el Atlético y a


Cachito le costó un poco más de lo habitual porque el árbitro designado para
el partido de visitante quiso un canon superior. A esa altura no podía correr el
riesgo de negarse a la incómoda petición. A todo esto el plantel y el cuerpo
técnico reclamaron premios superiores para cada avance en las instancias
finales. Cachito tampoco se pudo negar, pero negoció y pactó con ellos una
jugosa suma tras cada fase superada y una suculenta cifra final si se lograba
el ascenso. Cada vez se le hacía más difícil reunir el dinero para cubrir las
obligaciones mensuales, pero ya estaba embarcado y dedicaba todas sus horas
al club. Ni pasaba por la central de taxis para saludar a su padre y mucho
menos iba a visitar a su pobre vieja.

La segunda llave terminó tres a uno para Cachito, sus métodos y su club, con
un dos a cero en la ida y un empate a uno en la vuelta como visitante, donde
el rival sacó ventaja con un golazo de tiro libre, pero antes del entretiempo ya
jugaba con nueve hombres por obra y gracia del juez principal.

En el tercer play-off el Atlético tenía que enfrentar a Alianza, el otro gran


candidato al ascenso y Cachito fue por todo. Envalentonado y enviciado por
el funcionamiento de la ‘maniobra’, llamó a Omar para pedirle el ‘costo’ de
la terna completa. Omar primero lo desalentó porque uno de los jueces de
línea parecía no estar del todo convencido de integrar la ‘organización’, pero
Cachito reunió varios miles de argumentos y Eugenio hizo lo suyo. La ida fue
uno a cero para el Atlético (gol de penal) y la vuelta tuvo el mismo resultado
con un tanto en claro fuera de juego que el asistente con aparentes dilemas
morales convalidó sin problemas.

La dirigencia de Alianza presentó una queja formal en la Federación y en la


Asociación de Árbitros, además de instalar en todos los medios la denuncia
contra los ‘supuestos’ favores que estaba recibiendo el Atlético. Cachito no
estaba ajeno a las acusaciones, pero se sentía seguro con la protección de
Omar, Eugenio y el dinero, que seguía alcanzando para sostener el plan.
Encima los triunfos siempre tapan todo y los hinchas y la gente del pueblo
estaban felices. Bueno, casi todos, porque Cacho llamaba todos los días a
Cachito para que fuera a la central y le dejaba entrever que el club parecía
estar viviendo situaciones extra futbolísticas.

- Vamos tan bien que no lo creo, te juro que me cuesta creerlo -le dijo Cacho
a su hijo-. A esos que hablan en la radio no le des bola, si los árbitros son
malos no es culpa nuestra ¿Cuántas veces nos perjudicaron? Además
nosotros seríamos incapaces de sobornar a un árbitro, ¿no?
- Si papá, más vale -le dijo Cachito tras una pausa sutil pero reveladora.

Así llegó la cuarta llave que era como una semifinal, ya que el que ganaba
accedía a la quinta y última para jugar por el ascenso y fue, otra vez, victoria
del Atlético nomás. El rival llegó diezmado por lesiones y suspensiones y el
global finalizó con un tres a cero que lo clasificó a la final. El gol de penal en
la vuelta como visitante (sí, una vez más) aseguró el pase al partido decisivo.
Allí esperaba Defensores, un equipo más humilde que había avanzado varias
fases por penales, pero que tenía una entrega enorme y el típico envión de
grupo que va de menor a mayor.

Cachito, que por esas alturas ya casi no dormía y se lo veía bastante


desmejorado por la obsesión del ascenso no quiso dejar nada al azar y otra
vez se reunió con Omar para pedirle la colaboración de la terna completa una
vez más. Al otro día recibió una llamada de San Juan que no alcanzó a
atender, pero el mensaje en el contestador decía lo siguiente: “Qué tal Jorge,
te habla Eugenio. Omar me comentó que querés que hagamos como la otra
vez y se puede, claro que se puede, pero te va a costar el doble de lo habitual.
Y, es lo último, es ahora o nunca. Pensalo y avisale a Omar. Ah y no me
llames a este teléfono porque no lo voy a atender. Saludos, Eugenio”.

Minutos más tarde Cachito confirmó que Eugenio no atendía ese celular y
tuvo que quedarse con la preocupación de cómo iba a hacer para reunir esa
plata más los premios de los jugadores, si se llegaba a dar el ascenso.
“Primero lo primero”, dijo y se fue a la central de taxis cuando ya no había
nadie en las oficinas, salvo los operadores que estaban adelante. Tenía llaves
de todo, hasta de los cajones importantes. De uno de esos tomó un fajo
grande de billetes y se aseguró el ‘salario’ de los colegiados. “Ya veré de
dónde saco lo otro”, pensó.

Finalmente llegó el día de la primera final y como siempre, el Atlético


empezó de visitante. Allí ganó por la mínima con un gol con la mano que
árbitro y asistentes argumentaron no advertir, por lo que la fiesta quedaba en
bandeja para disfrutarla siete días después en el estadio, que era la casa de
Cachito, luego de ser la de su padre y su abuelo. Justamente Cacho pudo
compartir un café con su hijo en los días previos al gran partido.
- Hijo estoy preocupado. Tenía una plata en la oficina y ahora no está ¿Vos
no la agarraste?

- No. El otro día fui a la central pero a buscar unos papeles que necesitaba
desde hace tiempo.

- Si, me dijeron los muchachos. Igual eso era un ahorro que iba a darte para
ayudarte con los premios. Seguro que me lo he llevado a casa y está ahí, pasa
que ya estoy viejo…

- No, vos estás bien papá -dijo Cachito al tiempo en que agachó la cabeza y
se le llenaron los ojos de lágrimas.

- Ehh, hijo, ¿qué pasa? ¿estás bien? -Cacho le cubrió la espalda con su brazo
derecho.

- Sí -dijo Cachito rápidamente limpiándose las mejillas con las palmas de las
manos-. Debe ser que estoy presionado, nervioso, ansioso y todo eso por lo
que pueda pasar el domingo, nada más…

- No, quedate tranquilo hijo. Va a pasar lo que tenga que pasar, además vos
has hecho todo lo que estaba a tu alcance para que todo salga bien y no tenés
nada que reprocharte.

-No, más vale.

Cacho lo miró tomando cierta distancia.

- Si hubiese algo que no anduviera bien me lo dirías, ¿no?

- Por supuesto. Voy al baño, ahí vengo -huyó Cachito.

Cacho quedó pensativo esos minutos hasta que su hijo volvió, pagó la cuenta
en la caja, le dio un beso y se fue para reencontrarlo nuevamente en la gran
final.

Cachito nunca había visto la cancha así de llena. Plateas y populares estaban
repletas de fanáticos, de simpatizantes y hasta de esos curiosos que se suman
en el último tramo para saborear una pizca de éxito sin merecerlo. Como en
cada partido, él recibió a la terna arbitral y los acompañó hasta el vestuario.

- Buen partido.

- Sí, va a ser bueno -le respondió el juez principal.

Se dio una vuelta por las taquillas para controlar todo; el premio si se daba el
ascenso y la plata que había sacado de la central de taxis rondaban siempre
por su cabeza y hasta tuvo tiempo para confeccionar la planilla oficial y
entregársela a los árbitros una media hora antes.

Cachito era un manojo de nervios, pero así y todo pudo realizar sus tareas
habituales al mismo en que hablaba con mucha gente que lo felicitaba por la
campaña del Atlético, o simplemente buscaban dialogar unos minutos con el
joven dirigente que estaba a un paso de entrar en la historia del club del
pueblo.

Por fin llegó la hora del partido y Cachito se ubicó donde siempre aunque
ahora estaba rodeado de hinchas totalmente ajenos a la procesión interna que
transitaba. Su padre estaba en la platea oficial y él lo sabía; si hasta sentía su
mirada a pesar de la distancia y de las miles de personas alrededor.

Los jugadores del Atlético parecían sentir la presión de jugar una final y el
primer tiempo se fue empatado sin goles, con los arqueros como espectadores
de lujo y con un trámite muy parejo donde el árbitro apenas pudo amonestar a
medio equipo rival. Lo único que hizo Cachito en el entretiempo fue sentarse
y llamar a Omar.

- Hola, Omar ¿Está todo bien, no?

- Cachito, sí, por lo que me dijo Eugenio la cosa está pactada.

- Bueno, después te llamo.

- Dale, tranquilo, abrazo.


A Cachito ya no le quedaban uñas cuando arrancó el segundo tiempo.
Defensores salió con todo y tuvo su primera llegada cuando el ‘7’ quedó solo
contra el arquero del Atlético. Ahí fue cuando respiró distinto, ya que el juez
de línea cobró un off-side inexistente que provocó la ira de todo el conjunto
rival. En las ampulosas protestas el árbitro aprovechó y expulsó al capitán.
Recién ahí sintió que todo empezaba a darse según lo convenido.

El partido siguió muy peleado pese al hombre de más, hasta que


Table of Contents
MARIANDINA 2
Otras historias de la vida en una cancha de fútbol
Prólogo
Ojos ciegos bien abiertos
El Tropiezo
El sueño del pibe
No lo miren, está teñido
Divina Justicia
Gambetean
8 de julio de 1990
Una fantasía mundial
Hombre de papel
Último recurso
Lo hice por amor

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