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Por ejemplo:
—Postura positiva: el columnista aporta argumentos que apoyan su tesis
(Argumentación positiva o de prueba).
—Postura negativa: el columnista ofrece razones que refutan o rechazan
argumentos contrarios a su propio punto de vista (Argumentación negativa o
de refutación)
—Postura ecléctica: El columnista acepta algunas razones ajenas
(concesiones) y aporta argumentos propios.
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Manjares callejeros ( hace mención directa a la tesis…)
Street Food Latinoamérica despertó esta semana un debate sobre el ajiaco que
sirven en la Plaza de Mercado La Perseverancia, en Bogotá. ¿Se puede
considerar ese plato típico una comida callejera? ¿Alguien ha ordenado alguna
vez un ajiaco para ir saboreándolo mientras recorre las calles de Chapinero o
La Candelaria? Algunos orgullosos criticaron en redes la serie de Netflix por
atreverse a rebajar el ajiaco a comida callejera, yo pienso en cambio que le
hicieron uno de los mejores homenajes, no solo al plato sino a la cocinera
costeña que ha perfeccionado durante años su sazón para entregarles a los
bogotanos la mejor versión de su plato tradicional. Quizás tienen razón los que
señalaron que la serie se queda corta a la hora de explorar la comida callejera
colombiana. Les faltó más hondura en el recorrido. Con un poco más de calle
tal vez hubieran encontrado las obleas que sirven a un costado de la Catedral
Primada, les faltó acudir a las piqueterías de la periferia, no dejaron que en
pantalla hiciera su debut la morcilla, la mamona llanera o el buñuelo. Y
cuando hablaron de la arepa no mencionaron la diversidad tan amplia que
existe en la capital. Sin embargo, otro mérito de la serie y por el cual se le
puede perdonar el menú omitido, es que recordó esa época en la que se podía
salir a la calle a comer sin desconfianza cualquier plato de esquina.
En medio del confinamiento, es un alivio que una serie como Street Food
permita recorrer las calles alebrestadas y exquisitas de Latinoamérica. Cada
capítulo cuenta la historia de algún cocinero o cocinera que durante años ha
perfeccionado su arte, creando platos tradicionales que son el deleite de una
amplia clientela. El primer episodio viaja hasta Argentina donde Las Chicas
de la Tres no paran de vender su famosa tortilla de patatas, una versión de la
tortilla española rellena con toneladas de queso y sendas lonjas de jamón. Las
cámaras también vagabundean en busca de los choripanes que se sirven a la
salida del estadio y acompañan a los taxistas que esperan su turno a la salida
de una pizzería que prepara centenares de fugazzetas, una pizza estofada de
queso y cebolla que tiene todo el aspecto de ser el plato más delicioso de este
mundo.
En su paso por Lima, la serie explora los ceviches que le han dado fama global
a la gastronomía peruana y deja ver cómo el influjo de la cultura japonesa ha
enriquecido una mesa de raíces indígenas.
Esta temporada de Street Food cuenta apenas con seis episodios en los que
sirven los platos más representativos de seis ciudades distintas. Por supuesto,
en sus 30 minutos de duración queda faltando una cantidad considerable de
platillos y quizás para una próxima temporada podamos ver a los grandes
ausentes, como la comida cubana o la inmensa diversidad de bocados que se
venden en las ciudades caribeñas. Sin embargo, el mérito más grande de la
serie es que además de despertar el apetito nos hace añorar el hecho de salir a
la calle con los sentidos aguzados para recibir el arsenal de olores y sabores
que llevamos varios meses extrañando.
En: https://www.elcolombiano.com/opinion/criticos/manjares-callejeros-
GH13368925
Y no deja de ser una decisión muy dañina. Parecería estar precedida de una
voluntad predeterminada de los magistrados para obtener un resultado que,
humillando al expresidente, le hace daño al Gobierno, por ende al país, y
suena totalmente inoportuna cuando existe la prioridad de salvar a la gente de
la pandemia. En lugar del cuidado personal, de vacunas, de respiradores, de
médicos, de supervivencia, nos pone a hablar de una palabra: Uribe. Y a pitar
en las calles por eso. ¡Qué desenfoque!
Muchos han recibido con rabia ese resultado. Y, aunque ese no puede ser un
determinante de la justicia, resulta muy atractivo afectar la libertad de un
procesado ilustre, como Uribe o el gobernador Aníbal Gaviria, pues esto los
llena de titulares y de condecoraciones de eficacia. Mientras más encumbrado
el acusado, más débil queda ante el poderío de sus jueces. Más infeliz a
merced de su todopoderosa voluntad.
No puedo asegurar que Álvaro Uribe sea inocente de lo que se lo acusa. Pero
si hay que escribir 1.554 páginas para justificar una detención preventiva, es
porque resulta muy débil la causa que la sustenta. Para probar que se da una de
tres causales en medio de semejante mamotreto, es porque la circunstancia
alegada requirió el montaje de un aparato pretextuoso, que lograra justificar la
evidencia mediana que existe para que el Estado pueda incurrir en ese acto
extremo de privar de la libertad a un ciudadano, medida que debe ser
absolutamente excepcional.
Entre tanto... Y alístense para el siguiente capítulo. Los hijos de Uribe ante el
Consejo de Estado.
No discuto que el país necesita una reforma a la justicia. Pero no para acabar
con las altas cortes, como quieren el expresidente Uribe y sus protervos
parlamentarios. Se trata de, fundamentalmente, hacer que el ciudadano pueda
encontrar una justicia oportuna y eficaz. Y eso, entre otros asuntos, se puede
hacer mediante leyes.
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Los mataron y los tenían listos para quemarlos en medio de un cañaduzal. Para
los asesinos nadie se iba enterar, nadie se iba a dar cuenta porque era sólo
cinco más. Negros todos de uno de esos barrios de donde emergen
‘delincuentes’, gente sin tierra, desplazados y acomodados en nuevos lugares,
sin dolientes. Lejitos del centro de la ciudad para que no los vean, para que no
los notemos, para que ni nos enteremos que existen y mueren porque son los
nadies.
Y así, sin más, empezaron a rodar audios diversos que justificaron los
asesinatos.
Audios todos muy raros, extraños, de diferentes voces que señalaban
fechorías, robos, ataques y el aplauso generalizado de la muerte de 5 niños,
jovencitos entre los 12 y 16 años que en la noche anterior habían sido
encontrados quemados, golpeados y hasta degollados.
Mientras tanto los padres, para los que no hay hijos malos, intentaban al
menos resarcir el nombre de sus muchachos y a toda voz instituciones como la
Comisión de la Verdad ayudaron a escalar las solicitudes: al menos dos de
ellos hacían parte de procesos pedagógicos promovidos por la Comisión.
Les salió el tiro por la culata a los asesinos, no sería tan fácil pasar por la
dignidad de los jóvenes negros metiéndolos como parte del montón, del
cliché. Esta vez tendría la Policía que buscar más, justificar más, explicar más.
Tampoco vino el fiscal general Francisco Barbosa a anunciar medidas y
soluciones inmediatas como lo hizo cuando visitó al desahuciado y muy
querido león júpiter: no valía la pena eran solo cinco masacrados niñitos
negros de un barrio pobre de Cali.
En estos, los peores días de la pandemia, a veces tengo una horrible fantasía:
que nunca más podamos abrazar a nadie, ni a los amigos, ni a los niños, ni a
nuestros padres o abuelos. Esperemos que no. La historia nos dice que cuando
el cuerpo es susceptible de ser portador de cualquier enfermedad epidémica lo
primero que se reprime es el tacto y que hasta el deseo erótico sufre una
contracción, como sucedió con la sífilis y el sida. Tarde o temprano, sin
embargo, recuperamos la capacidad de acercarnos, aunque, como dice Franco
Berardi, los miedos que han generado estas experiencias “están aquí para
quedarse, transformados en ritual, moda y estilos de vida”.
El autor explica cómo la relación entre contacto físico y culpa aparece con las
religiones monoteístas, que asocian cuerpo y pecado. Ejemplo de ese tabú es
la creencia de que María dio a luz a su hijo sin perder la virginidad, o sea sin
tener sexo. En los tiempos modernos la disuasión de tocar viene, además, de la
higiene y de la cultura, que regula estrictamente cuándo y cómo tocarnos.
“Noli me tangere (no me toques) parece ser la regla de la sociedad moderna”.
Algo que varía de unas culturas a otras. El miedo al cuerpo del otro, además,
incrementa el consumo de pornografía, como está sucediendo en la pandemia.
Simplificando un poco al autor, la actual proliferación de la pornografía
estaría “vinculada a una patología emocional, acentuada por la mediatización
del porno y especialmente por su expansión en internet”. La virtualidad y lo
digital habrían aumentado la disociación entre empatía y comprensión. La
hiperconexión, que sería una forma de huir del estrés de la competitividad, la
precariedad laboral y el vértigo moderno, anula el contacto físico. En Japón,
por ejemplo, “un laboratorio de psicopatologías relacionadas con la mutación
conectiva de la tecnología”, están los hikikomori, los miles de jovencitos que
viven en absoluto aislamiento, volcados sobre sus pantallas; y en países con
los más altos índices de conectividad, como Corea del Sur, el de mayor
conexión de banda ancha y “la tierra de Samsung y LG”, donde “las pequeñas
pantallas privadas de los teléfonos inteligentes ganan la atención de la
muchedumbre, que arrastra sus pies calmada y silenciosamente, y que apenas
mira a su alrededor”, existen los más altos índices de suicidio del mundo.
Hay que ser muy lambón para endosarle a la Vicepresidenta los créditos por la
medalla de oro que la selección femenina de fútbol de Colombia se ganó a
pesar de Colombia. Hay que ser muy lambón para llamar al expresidente
Uribe “nuestro presidente eterno”, pero hay que ser todos los sinónimos que se
encuentre uno a la mano, un ‘cepillero’, un ‘alzafuelles’, un ‘zalamero’, un
‘chupamedias’ de siete suelas, un ‘halagador’ servil y con sevicia, para
mandarle a hacer una placa mal redactada e instalársela en una de las paredes
del Congreso. Hay que ser muy lambón para darle a un premio científico el
nombre de una primera dama que no ha pedido nada, pero hay que ser lacayo
y hay que reptar para inventarle al centro comercial Hacienda Santa Bárbara
una zona en honor a la tal economía naranja.
Dios santo: nadie en estos doscientos años tan raros, ni el general Uribe Uribe,
ni el lexicógrafo Cuervo ni el franciscano Tobón, habría podido imaginarse el
triste destino de aquellos potreros tan lejos de Bogotá.
Es cierto que también está cumpliendo dos siglos esta sociedad jerarquizada
hasta los tuétanos a la que tanto le ha costado comprender el concepto de
‘inclusión’. Es cierto que en esta tierra escriturada a unos cuantos –de
poquísimas oportunidades y de demasiados contratiempos– no ha sido fácil
para nadie abrirse paso por sus propios méritos. Y que de cierto modo la
lambonería ha sido una forma de supervivencia que ha engendrado cortesanos
y sapos y lagartos que cumplen órdenes que nadie les ha dado. ¿Pero sigue
siendo igual a estas alturas de Colombia? ¿Se ven obligados los colombianos
de hoy, que suelen levantarse en la madrugada, a lamer suelas con
premeditación para que les sea concedido lo que ya se han ganado a puro
pulso? ¿Todavía hay que fingir sumisión para no ser marginado, ninguneado?
¿Fue una cultura paternalista de halagos de vida o muerte la que se le salió por
la boca al exarquero Mondragón, semejante gloria curada en espantos, cuando
le dijo a la Vicepresidenta que “esa medalla que ganaron las niñas es suya”
enfrente de un auditorio francamente sorprendido?
¿De verdad gana uno puntos con el expresidente Uribe –uripuntos– cuando
crea un hashtag para el día de su cumpleaños o promete incendiar el país si la
Corte Suprema sigue molestándolo o cuelga un retrato kitsch de él en la sala
de la casa o le manda a hacer una placa con aires de lápida?
El dinero, esa quimera que Giovanni Papini llamó “estiércol del demonio” es
escaso en la casa del poeta, mientras vive, pero, así lo demuestra la tradición
en los billetes del mundo, abundante en su nombre y su memoria, cuando
muere.
Pero, quizá una de las mayores ironías del destino se cumplió en el dinero
peruano, cuando hicieron corriente la imagen del poeta César Vallejo, al que
le tiraban piedras sin que él les hiciera nada, el hombre que vivía en París con
los húmeros listos para morir debajo del aguacero, en un día del cual tenía ya
el recuerdo.