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De:

Banham, R. (1971)
LOS ÁNGELES. LA ARQUITECTURA DE CUATRO ECOLOGÍAS

AUTOPÍA
La primera vez que lo vi, nada quedó registrado en mi conciencia, puesto todo aquello parecía
muy natural; cuando el coche que iba delante tomó la rampa de salida de la autopista de San
Diego, la chica que estaba en el asiento del copiloto bajó la visera del parasol y se arregló el
pelo frente al espejo. Solo cuando asistí a un par de incidentes similares más me percaté de su
importancia: salir de la autopista es como salir a la calle. Un viaje por motivos personales o
sociales por Los Ángeles no acaba en la puerta del destino, sino en la rampa de salida de la
autopista; los pocos kilómetros de recorrido por las calles a ras de suelo tienen la misma
importancia que el acceso rodado a casa.

Mirando por espejo retrovisor Los Ángeles.


Fotografía de pantalla de The State of Things Wim Wenders 1982

En parte, este es un comentario sobre la


inmensidad de los modelos de movimiento en Los
Ángeles, pero más que eso, significa reconocer que
todo el sistema de autopistas constituye un único
lugar comprensible, un estado mental coherente,
un modo de vida completo: la cuarta ecología del
angelino. Aunque ahora sabemos que la famosa
historia publicada en la revista Cry California sobre
una familia que vivía realmente en una casa móvil en las autopistas era una broma inventada, la
idea convenció de inmediato (otras revistas se lo tomaron en serio y quisieron volver a publicar
la historia) porque había una gran verdad psicológica oral en la broma. La autopista es donde
viven los angelinos buena parte de sus vidas.

Naturalmente, tales sacrificios diarios en el altar del transporte son un destino común de todos
los ciudadanos metropolitanos. Algunos, con suerte, pasarán menos tiempo que la media
rindiéndole culto, y otros lo harán bajo condiciones mucho más sórdidas (como en la Región
Sur de los ferrocarriles británicos o en el metro de Nueva York, por ejemplo), pero solo Los
Ángeles ha creado una mística de semejantes proporciones a partir de su tecnología de
transporte diario de ida y vuelta, un rito que todo el mundo parece conocer: las postales
turísticas de Londres no muestran la estación de metro de Picadilly Circus, pero a menudo las
de Los Ángeles enseñan sus equivalentes locales, como el nudo de autopista apilado” del
downtown. París no es tan famosa como la patria del metro como Los Ángeles lo es de la
autopista (algo que debe estar mortificando tanto a Detroit como a Nueva York, ciudades
históricamente con mayor derecho a serlo). Parece haber dos importantes razones para la
preponderancia de las autopistas en la imagen urbana de Los Ángeles, y ambas son aspectos de
su inevitabilidad: en primer lugar, que las autopistas son tan enormes que uno no puede evitar
verlas, en segundo lugar, que no parece haber medios alternativos para desplazarse y uno no
puede dejar de utilizarlas. Existen otras calles principales de utilidad, y los bulevares más
importantes facilitan una excelente red secundaria en muchas partes de la ciudad, pero, desde
un punto de vista psicológico, todas ellas se consideran afluentes de las autopistas.

Además, la experiencia real de conducir por las autopistas queda profundamente impresa en la
conciencia y en los reflejos inconscientes. A medida que uno adquiere las habilidades especiales
que ello implica, las autopistas de Los Ángeles se convierten en una manera particular de estar
vivos, y podrían copiarse en parte en otros sistemas (las autopistas inglesas serían un lugar
mucho más seguro si pudieran inculcarse estas habilidades a la población), pero no de una
manera tan total y extrema. Si conducir por las autopistas de cualquier parte exige un alto nivel
de atención, la extrema concentración que se requiere en Los Ángeles parece suscitar un
estado de conciencia intensificada que algunos habitantes locales creen mística.

No cabe duda de que es necesaria dicha concentración, pues las autopistas pueden causar la
muerte. Hace poco más de una semana conducía despacio, debido a un control policial, cuando
me crucé con los restos de un accidente grave; pero, por otro lado, las autopistas son bastante
seguras. Yo nunca he visto cómo se producía ninguno de esos accidentes graves, ni siquiera
uno leve, ni tan solo durante las semanas en las que estuve conduciendo en hora punta y llegué
a hacer 1.600 kilómetros. Así, uno aprende a conducir con una extraña y excitante combinación
de confianza de larga distancia y cautela de corta. Y el sistema de autopistas puede fallar; los
atascos pueden ser kilométricos en hora punta, en incluso en tardes de domingo soleadas, pero
estos rara vez duran más tiempo de lo que prevén las expectativas europeas. Los atascos
realmente serios parecen tener la misma frecuencia que las retenciones de los ferrocarriles
suburbanos londinenses, y, en el peor de los casos, pueden perturbar un día de trabajo de más
o menos la misma cantidad de gente que en Londres. Sin embargo, el tráfico casi siempre fluye
cómodamente y las condiciones de conducción no son desagradables. Como persona
acostumbrada a la conducción psicótica (como la llamó Gerald Priestland) y la sordidez de las
condiciones de la conducción de las ciudades británicas, no puedo quejarme de las autopistas
de Los Ángeles, pues funcionan extraordinariamente bien.

Los angelinos, quienes nunca han conocido nada peor que su sistema local, se quejan mucho de
él, y sus conversaciones se ven salpicadas de frases como “estar atrapado en un atasco con el
calor de octubre, el esmog y los niños vomitando en los asientos traseros”. Al principio el
visitante se toma en serio estas observaciones, pues confirman sus prejuicios más
profundamente arraigados acerca de la ciudad que ha “vendido su alma al coche”. Más tarde
me di cuenta de que no eran más que tópicos retóricos comunes, como cuando los ingleses se
quejan del tiempo, con poco fundamento en la experiencia personal directa de quien lo decía.

Con todo esto no pretendo restarle importancia a los atascos ni al esmog, pero ambos
necesitan considerarse en el contexto de las comparaciones con otras zonas metropolitanas.
En lo que normalmente se considera un día despejado en Londres, la visibilidad no es tanta
como en uno de esos días con tanto esmog que he conocido
en Los Ángeles. Además, los agentes fotoquímicos irritantes
del esmog (causados por la acción de la luz natural que
incide sobre óxidos de nitrógeno) pueden ser
extremadamente desagradables cuando se encuentra en
alta concentración, pero, a tenor de mi experiencia personal,
rara vez se produce una concentración lo suficientemente
alta como para que me escuezan los ojos, y en ningún
momento el esmog contiene los niveles de hollín, polvo y
compuestos sulfúricos corrosivos habituales en la atmósfera
de ciudades americanas o europeas más antiguas.

Lo que cuenta en Los Ángeles es el impacto psicológico del


esmog. El trauma común del Miércoles Negro (8 de septiembre de 1943), cuando el primer gran
esmog afectó seriamente a la ciudad, dejó unas cicatrices permanentes y acabó con la leyenda
de la tierra siempre soleada. Pero solo se trataba de una leyenda, pues la zona nunca tuvo una
atmósfera completamente limpia. Los españoles la llamaban Bahía de los Humos, y podían
reconocerla desde el mar por el humo persistente de las hogueras de los indios, mientras que
en la década de 1880, en Cucamonga Sur, podían advertirse parcelas de terreno libres de
“brisas marinas cargadas de neblina”. No obstante, existe una diferencia psicológica profunda
entre las neblinas causadas por las formas naturales del terreno, las ligeras brisas y el agua
providencial, y la contaminación del aire debido a las obras del ser humano. Para empeorar las
cosas, los análisis demostraban que gran parte del esmog (aunque debe hacerse hincapié en
que no toda) se debe a las emisiones de los coches. Los angelinos quedaron conmocionados al
descubrir que era su juguete favorito el que estaba dando al traste con su gran recurso.

No obstante, psicológicamente conmocionados o no, la mayoría de angelinos que conducen


por las autopistas ni sienten arcadas por el esmog ni se quedan atascados en un
embotellamiento; sus neumáticos con bandas laterales blancas resuenan contra las muescas
antideslizantes en forma de diamante de la calzada de hormigón, la palanca de cambios
automática está en firme posición de marcha y la radio está encendida. Y, más importante aún,
su comportamiento encarna una de las paradojas más llamativas del debate entre libertad
privada y disciplina pública que impregna cualquier sociedad urbana rica y mecanizada.

Juntos, el coche particular y la autopista pública proporcionan una versión ideal —que no
idealizada— del transporte urbano democrático: el desplazamiento puerta a puerta bajo
demanda a una velocidad media alta en una zona muy extensa. De este modo, el grado de
libertad y de comodidad que se ofrece a todos los segmentos de la población, por modestos
que estos sean (aunque hoy sean sobresalientes), es tal que ningún angelino lo sacrificará por
la mayor eficiencia, pero menor comodidad y libertad de elección, de ningún sistema de
transporte de alta densidad y velocidad rápida. Lo que parece que rara vez se observa o se
comenta es que el precio que supone el transporte de puerta a puerta a voluntad significa un
sometimiento casi total de la libertad personal durante la mayor parte del trayecto.

A menudo se observa la atenta tolerancia y la casi impecable disciplina de los conductores


angelinos a los carriles de las autopistas, pero no el hecho de que ambas son síntomas de algo
más profundo: la voluntariosa aquiescencia en un sistema hombre/máquina increíblemente
exigente. El hecho de que ninguna ordenanza, especificación ni manual de instrucciones
describa el sistema en su totalidad no lo hace menos completo o global, ni menos exigente. En
primer lugar, exige una actitud abierta, pero decidida, en lo que se refiere al posicionamiento
del coche en la calzada, un flujo constante de decisiones que podrían describirse como
“existenciales”, e incluso “situacionales”, por utilizar palabras de moda, pero que sería mejor
considerar sencillamente como una forma más elevada de pragmatismo. La calzada no está
dividida por las normas infantiles de tráfico que prevalecen en las autopistas británicas, con su
carril rápido, su carril lento y su carril de adelantamiento (¡cuando solo hay tres carriles!). Los
tres, cuatro o cinco carriles de las autopistas angelinas son prácticamente iguales, y se requiere
que el conductor escoja o cambie de carril según su velocidad, las circunstancias del entorno o
las intenciones futuras. Si todo el mundo actúa de esta manera, dando por supuesta una
combinación de interés propio liberal y de respeto al bien público, es posible mantener un gran
tráfico fluido que circula sorprendentemente rápido.

No obstante, en ciertos puntos, los nudos en particular, los carriles no son todos iguales; uno
puede anticiparse a una salida concreta o una rampa de transición como mucho a kilómetro y
medio de distancia del nudo real. En la medida de lo posible, el conductor debe conseguir
colocarse en estos carriles de transición con la suficiente antelación como para estar seguro de
estar en ellos a tiempo, pues la topología de los nudos es despiadada. Naturalmente, siempre
hay patanes y forasteros ocasionales a quienes se les escapa la necesidad y la urgencia de
colocarse correcta y anticipadamente en el carril adecuado, pero afortunadamente es una
eventualidad (¡pronto captarán el mensaje!), pues de otro modo todo el sistema se atascaría
irremediablemente. Pero si estos preparativos solo son una obligación moral no escrita, tu
presencia real en el carril correcto en el nudo es preceptiva; las grandes señales de tráfico
cubren toda la autopista para indicar que deben obedecerse las indicaciones de los carriles
correctos, puesto que son infalibles.

En un principio,estas señales pueden ser el aspecto más perturbador de las autopistas desde el
punto de vista psicológico; resulta increíblemente extraño que una señal te dirija al carril más a
la izquierda cuando puedes ver claramente el objetivo a la derecha de la calzada, pero tienes
que creer en la señal. No hay ojo humano que, a la altura del parabrisas, pueda desenmarañar la
complejidad de un nudo —por sencillo que este sea, pues en Los Ángeles no hay ni un solo
trébol simétrico— con la suficiente rapidez para que un cerebro humano normal y corriente,
que viaja a más de 95 km/h, tome la decisión correcta a tiempo, y no queda otro remedio que
rendirse completamente a las instrucciones de las señales.
Sin embargo, ningún sistema permanente de señales fijas de tráfico puede alertar las
condiciones de tráfico que requieren una toma de decisiones, como los accidentes, los
corrimientos de tierra u otras obstrucciones. La naturaleza de un accidente de autopista implica
a un gran número de vehículos, y bloquea casi completamente la calzada, de modo que incluso
los vehículos de emergencia tienen dificultades para llegar al lugar del incidente, y las acciones
correctivas, como los avisos y los desvíos, tienen que escalonarse kilómetros antes del
accidente, y probablemente también afecten al tráfico de los carriles de sentido contrario. Así,
inevitablemente, el conductor tiene que confiar en otras fuentes de información rápida, y
mantiene su radio encendida para escuchar los avisos de atascos y los desvíos recomendados.

En la actualidad, estos mensajes radiofónicos sobre el estado del tráfico no proceden de una
emisora de radio regida por la publicidad; se trata de un servicio público que emiten las
emisoras de entretenimiento habituales, quienes recaban la información de la policía, de las
patrullas de autopistas y sus helicópteros de alerta. Aunque estos canales de información no
son un componente diseñado del sistema de autopistas, sino un producto derivado de la
competencia comercial, no por ello son menos fundamentales para el adecuado
funcionamiento del sistema, en especial en hora punta. Así, una serie de autoridades —
morales, gubernamentales, comerciales y mecánicas (puesto que la mayoría de los conductores
ha entregado el control de la transmisión a una palanca de cambios automática)— dirigen al
conductor de las autopistas por una situación tan cuidadosamente controlada que, como se ha
observado acertadamente en varias ocasiones, este apenas notará diferencia cuando las
autopistas instalen en los coches sistemas de control automáticos y computerizados que los
dirijan desde las rampas de acceso hasta las de salida de forma preprogramada y con
velocidades adecuadamente reguladas y seleccionadas.

Sin embargo, puesto que son tantos los conductores bien adiestrados, disciplinados y
condicionados, un análisis realista de costes y beneficios tal vez demuestre que la pequeña
mejora de la eficiencia que supondría la total automatización no compensa el menoscabo
psicológico de acabar con las ilusiones de libertad de elección y destreza conductora que
permite la actual situación. Por muy ineficientemente que están organizadas, el más o menos
millón de mentes humanas que se encuentran simultáneamente en el sistema de autopistas
suman una capacidad de computación mucho mayor de la que podría construirse con cualquier
máquina concebible hoy en día. ¿Por qué no poner a trabajar esa capacidad y fomentar la
ilusión de que la situación está bajo control?

Si, en general, la ilusión desempeña un papel en el funcionamiento de las autopistas, tal como
lo hace en otras partes de la ecología angelina, esta no debería despreciarse. El sistema
funciona tan bien porque los angelinos creen en él; puede que se quejen si la ilusión se frustra o
se destruye temporalmente; pueden compartir la falta de confianza en el Departamento de
Autopistas que parecen sentir (comprensiblemente) muchas mentes liberales, pero al salir de
casa siguen girando el coche hacia la rampa de entrada de la autopista más cercana porque
todavía creen que con las autopistas llegan a donde quieren ir. Aunque solo de manera
encubierta, comparten una mística arraigada de la conducción por las autopistas, y a menudo
tengo la sospecha de que se hacen correr los rumores acerca de los horrores de las autopistas
deliberadamente para ahuyentar a los forasteros.

En parte esto serviría para mantener alejados de los carriles a los palurdos inexpertos y, por
tanto, peligrosos, pero también para evitar la profanación por parte de los no iniciados de su
ritual más sagrado. Casi tanto como la playa, la autopista es el lugar donde el angelino es más él
mismo, donde más se identifica con su gran ciudad.

¿No era esa tu vieja tía Nabby quien acaba de adelantarnos por el carril exterior de la autopista
de Berdoo a 130 kilómetros por hora? Ahí está, seis meses en el Sur de California y ya tiene sus
extensiones de pelo rubio platino, unas gafas de sol envolventes y unos pantalones ajustados y
[…] un Volkswagen amarillo cromado con llantas de aleación y un tubo de escape
trucado.

Así escribió Brock Yates en la revista Car and Driver un breve informe de la identificación con la
ciudadanía del Sur de California a través del automóvil como obra de arte y la autopista como
galería apropiada para exhibirlo.

El automóvil como obra de arte es casi tan específico de las autopistas de Los Ángeles como la
tabla de surf lo es de las playas. Cuenta con una larga tradición a sus espaldas, pero esta le debe
menos a los coches importados de ensueño —los kilométricos Hispanos y el Dual-Ghias dorado
de las estrellas de cine— que a las maravillas que los adolescentes que abandonan el instituto
logran forjar en los patios traseros de sus casas a partir de coches nacionales fabricados en
Detroit. El arte de personalizar, de transformar las berlinas corrientes de la familia en locas
extravagancias de ricos colores y metales de formas exóticas, tuvo su origen en los círculos de
delincuentes, por mucho que los actuales defensores del culto a los bólidos pretendan lo
contrario; y las carreras de arrincones, que son casi el deporte local predominante en Los
Ángeles, son simplemente una versión ritualizada de las carreras ilegales que solían celebrarse
a gran velocidad en las autopista públicas.

Pero en la desinhibida creatividad de los maestros en la personalización de coches, como


George Harris y Ed Roth, el Los Ángeles normal y corriente encontró algo que surgía de las
raíces mismas de la hierba polvorienta de su cultura autóctona —“cabalgar hacia delante en
busca de aventuras […], hablar en superlativo […], tirar la dignidad por la ventana, vestir con
teatralidad […], encarar lo imposible”—, algo que domesticó, institucionalizó y aplicó de
alguna manera a casi cada vehículo con ruedas de la City of Angels (desde donde su influencia
se ha extendido de vuelta a Detroit y, así, a todas las partes motorizadas del planeta). El
automóvil personalizado es el artefacto supremo del modo de vida y la ecología humana que
decora.
Si, como sostiene Brock Yates, se considera la autopista como un “limbo existencial donde el
ser humano sale de viaje cada día en busca del típico individualismo del Oeste”, entonces la
reafirmación del estilo del arte automovilístico puede considerarse una ayuda en esta ansiosa
búsqueda. Sin embargo, tras haber observado de cerca a los conductores angelinos, estoy en
condiciones de decir que muchos de los que presumen de tener un carril salvaje en las
autopistas de San Bernardino o de Santa Mónica son personas relajadas y bien adaptadas, sin
ningún problema de identidad en el mundo, y que para ellos la autopista no es un limbo en el
que encontrarse con la angustia existencial, sino el lugar donde pasan las dos horas más
apacibles y gratificantes de sus vidas cotidianas.

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