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La Violencia en Casa

LA VIOLENCIA EN
CASA
Martha Torres Falcón

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La Violencia en Casa

ÍNDICE

Agradecimientos 11
Prefacio 13
Introducción 15
Los espacios 15
Siglos de silencio 18
Términos empleados 23

CAPÍTULO 1
¿QUÉ ES LA VIOLENCIA? 29
 Hacia una definición 29
 ¿Por qué somos violentos? 40
 Interacción social 55

CAPÍTULO 2
VIOLENCIA EN FAMILIA 61
 Poder y jerarquías. ¿Quién es el jefe? 61
 ¿Quiénes son los débiles? 72
 La desigualdad radical: el género 107

CAPÍTULO 3
VIOLENCIA EN PAREJA 111
 Punto de partida 111
 Una huella en el cuerpo 113
 Maltrato invisibles 124
 «Para eso eres mi mujer» 141
 Pobre o rica…. siempre sin un centavo 145
 La pareja homosexual 153
 Historia interminable 159
 ¿Por qué siguen juntos? 170
 Mitos y realidades de la violencia en pareja 176

CAPÍTULO 4
 ¿UN FENÓMENO UNIVERSAL? 181
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 Hechos similares, contextos diferentes 181
 América 185
 Europa 199
 Asia 201
 Oceanía 205
 África 206
 Más allá de las fronteras 209

CAPÍTULO 5
CAUSAS DE LA VIOLENCIA FAMILIAR 211
 Modelo individual: <<Cada quien es responsable de sus actos>> 213
 Modelo familiar: <<Una falla en el funcionamiento>> 232
 Modelo sociocultural: <<Ampliando el horizonte" 243

CAPÍTULO 6
RECAPITULACIÓN: LA VIOLENCIA EN LA FAMILIA 251
 Centros de atención a víctimas de violencia familiar 271
 Relación de casos 287
 Bibliografía 291

[11]
AGRADECIMIENTOS

LA VIOLENCIA EN CASA es resultado de múltiples esfuerzos. Si bien el contenido del


texto es responsabilidad exclusivamente mía, durante su elaboración recibí el apoyo
invaluable de muchas personas.

Hiroko Asakura ha compartido conmigo todo el proceso y me ha mostrado siempre


solidaridad y confianza. Mi gratitud se renueva cotidianamente ante su generosidad incon-
mensurable.

Soledad González Montes, además de una amiga inigualable, ha sido una guía
insustituible en el trabajo de investigación y un aliento constante, en particular para las
tareas escriturarias. El intercambio de ideas y la discusión con ella de algunos de los temas
aquí tratados fueron de gran utilidad. Mi más profundo agradecimiento.

Por último, pero no al último, quiero agradecer de manera muy especial a Laura Lecuona,
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coordinadora editorial de Paidós, la revisión minuciosa del manuscrito, los comentarios
siempre lúcidos y pertinentes, y el impecable trabajo editorial que ha permitido llevar esta
obra a feliz término.

[13]
PREFACIO

LA VIOLENCIA EN CASA ES ALGO REAL. No es producto de la imaginación ni tampoco


una situación excepcional que sólo afecte a unas cuantas familias. Durante mucho tiempo
nos hemos negado a pensar en ella; no hemos querido registrar los golpes, los insultos, las
humillaciones, los abusos sexuales que tienen como escenario las paredes del hogar, o
simplemente no los llamamos por su nombre. Pero no hablar de la violencia no la hace
desaparecer. Podemos cerrar los ojos y no articular una sola palabra, y el maltrato
permanece. Existe en toda su destructiva complejidad. Es necesario romper el silencio.

En las últimas décadas, la violencia en el interior de la familia ha empezado a salir a la luz.


En distintos espacios se ha denunciado su presencia, se han documentado sus dimen-
siones y se ha intentado evaluar las consecuencias que produce en las víctimas, en los
agresores y en la sociedad en su conjunto. Y sin embargo sólo conocemos la punta del ice-
berg; el maltrato es un fenómeno que sigue estando oculto en su mayor parte. Por ello
siempre surgen nuevas preguntas y cuestionamientos, y las respuestas siguen siendo
escasas.

¿Qué sucede cuando hay violencia en el hogar? ¿Cómo se manifiesta esa violencia?
¿Quién golpea a quién? ¿Hay otras
[14]
formas de maltrato que no sean físicas? ¿Hasta dónde puede llegar la violencia? ¿Qué
pueden hacer las víctimas? ¿Por qué se producen agresiones y abusos en el seno de la
familia? ¿Es algo que se gesta en el propio hogar? ¿Qué tan común es la violencia
doméstica? ¿Cómo puede una familia eliminar la violencia que exista en su interior?

A lo largo de las páginas que siguen revisaremos, entre otras cuestiones, las definiciones
de violencia en general y de violencia doméstica en particular. Analizaremos quiénes son
las principales víctimas y quiénes los ejecutores; veremos así la violencia dirigida
específicamente contra los menores, los ancianos, los discapacitados, las lesbianas y los
homosexuales.

Abordaremos la dinámica de la relación de pareja en que los conflictos terminan en


violencia, así como los tipos y las consecuencias de dicha violencia, y la forma en que se
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maneja en la pareja y en la familia. Veremos también algunas esta dísticas seleccionadas
de muchos países en todo el mundo, para tener una idea de la magnitud del fenómeno.
Examinaremos las posibles causas de la violencia en la casa y sus efectos nocivos. Por
último, haremos una recapitulación y ponderaremos lo que se ha hecho hasta ahora para
resolver esta problemática.

Éste no es un libro académico ni está dirigido a especialistas. Su objetivo es ofrecer un


panorama general de un fenómeno que apenas empieza a ser investigado a profundidad.

Está dirigido a cualquier persona interesada en el tema y pretende ser accesible al público
en general. Las lectoras o lectores que necesiten o deseen apoyo específico para resolver
una situación de violencia encontrarán al final un listado de centros especializados de
atención, tanto oficiales como no gubernamentales.

Finalmente, hay que decir que este trabajo se ha nutrido de muchas historias marcadas por
el dolor y el sufrimiento. La descripción de los casos no es más que un pálido reflejo de las
experiencias de maltrato que llevaron a las protagonistas de esas historias a buscar apoyo.
A todas esas personas que me dieron la oportunidad de conocer fragmentos de sus vidas
quiero expresarles mi gratitud.

[15]
INTRODUCCIÓN

LOS ESPACIOS
¿Qué pensamos cuando escuchamos la palabra «violencia»? Es más, ¿qué es lo primero
que pensamos? ¿Qué escenas aparecen en nuestra mente si leemos, por ejemplo, que
vivimos en «un mundo lleno de violencia»? ¿Qué cuadro imaginamos al enterarnos de que
en tal o cual sociedad «la violencia ha aumentado notoriamente», o cuando se habla de
una «subcultura de la violencia»?

Tal vez nuestras primeras imágenes serían situaciones extremas de sufrimiento humano:
guerra, destrucción incontrolada, homicidios masivos, torturas. Basta echar un vistazo a
cualquier periódico para constatar que estos hechos -muerte, guerra, destrucción- son una
realidad cotidiana en muy diversas latitudes del planeta. Sin duda, la guerra es una ex-
presión clara y contundente de la violencia; además, las innovaciones tecnológicas también
han provocado, de una manera no exenta de contradicciones, un aumento de la capacidad
destructiva. Aunque es un lugar común señalar que la especie humana tiene ahora la triste
distinción de poseer los elementos necesarios para eliminarse a sí misma y borrarse de la
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faz de la Tierra, conviene recordar que lo que antes
[16]
era un tema de fantasías catastróficas ahora puede ser una realidad.

No es necesario abundar en ejemplos sobre los horrores de una invasión militar o de las
contiendas interminables entre distintas facciones dentro de un mismo país. Pero la
violencia no se agota con esas atrocidades; no es exclusiva de los campos de batalla ni se
registra únicamente en el recuento de desavenencias políticas. Existe también en contextos
más cercanos a nuestra vida diaria, en los espacios donde nos movemos todos los días.

En un segundo mOmento podríamos ubicar la violencia en un entorno más próximo y


vinculada con la inseguridad urbana, propia de la vida moderna. Entre los ejemplos que
surgirían destacan los robos y asaltos, con sus múltiples variantes, así como secuestros,
lesiones, riñas e incluso asesinatos. En efecto, es común -lamentablemente muy común
enterarse de asaltos callejeros, sea a transeúntes o a pasajeros del transporte urbano, y de
robos en casas habitación, frecuentemente acompañados de amenazas y golpes a los
moradores. También se han generalizado en algunos lugares, por ejemplo en la ciudad de
México, asaltos cuya modalidad consiste en obligar a la víctima a retirar dinero de los
cajeros automáticos con la tarjeta de crédito o de débito y, en ocasiones, secuestrada
durante varias horas, hasta que pasa la medianoche y puede efectuarse otro retiro de la
cuenta. A veces estos incidentes terminan con la muerte: única garantía de que la víctima
no podrá identificar al delincuente.

Asimismo, se asocia la violencia urbana con distintas formas de agresión sexual,


principal1nente violaciones o intentos de violación. Éste es un tema muy importante que se
abordará después; por ahora sólo hay que aclarar que la violencia contra las mujeres, con
sus múltiples variantes, no es exclusiva de la vida urbana ni tampoco de las sociedades
modernas, aunque ciertamente cuando aumenta la violencia social las mujeres corren un
riesgo mayor.

Hasta aquí hemos ubicado la violencia en contextos tan amplios como la guerra, con todas
sus consecuencias para los países involucrados y su población civil, pero no olvidemos
[17]
que se trata de una situación excepcional, toda vez que los países que en la actualidad
viven un conflicto armado son una minoría. En una aproximación subsecuente se nos pre-
senta la violencia en distintas manifestaciones de la criminalidad urbana. Esta segunda
apreciación nos resulta más cercana, pero seguimos pensando en la violencia como algo
externo, algo que ocurre fuera de nosotros y de nuestro entorno más inmediato.

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La Violencia en Casa
En realidad, la violencia no se limita a las grandes avenidas y los parques solitarios, los
callejones oscuros y el transporte público. Para muchas personas el lugar más inseguro es
su propia casa. No es que la violencia se genere en el exterior y alcance los hogares;
tampoco es que la casa sea un espacio más donde aquella se presente. Las palabras no
siempre logran expresar esta realidad: dentro de la familia la violencia se vive. No se trata
de un hecho aislado, ni de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. La
violencia familiar es cíclica, progresiva y en muchos casos mortal. Afecta a mujeres que han
incorporado el miedo a su forma de vida: miedo a los golpes, a los insultos, al silencio
condenatorio, a las reacciones del marido; miedo de hablar, de hacer o decir cualquier cosa
que pueda desencadenar una situación de violencia; miedo de pensar en sí mismas, de
expresar y aun de identificar sus propias necesidades. En suma, miedo de vivir. Afecta a
niños asustados por la amenaza constante, por los gritos que sólo cesan después de una
bofetada: menores atrapados entre el amor y el resentimiento frente a esa figura de
autoridad que proporciona cuidado y maltrato a la vez y que además los culpa de la
violencia sobre ellos infligida. Por último, afecta también a ancianos ignorados, mal
alimentados, desdeñados y en ocasiones hasta golpeados. Todas estas aristas forman
parte de un mismo fenómeno.

Sin embargo, hasta hace muy poco no se había reconocido este tipo de violencia como tal.
En este breve ejercicio de aproximaciones sucesivas podemos ver cuántos pasos hay que
dar para llegar a la familia, cuántas situaciones deben imaginarse antes de identificar la
violencia en las vivencias cotidianas bajo el mismo techo. A partir de una imagen
espectacular
[18]
por sus dimensiones y alcances destructivos, vamos reduciendo el espectro y
paulatinamente vemos el panorama como una experiencia no sólo cercana sino incluso
personal.

Desde que el tema de la violencia en la familia empezó a comentarse en distintos espacios,


hace poco más de dos décadas, el solo hecho de nombrarlo ha traído consigo una carga de
dolor que obliga a reflexionar. Para decirlo coloquialmente, ha significado «poner el dedo en
la llaga», ya que la concepción de la familia como un espacio de tranquilidad y armonía, un
ámbito idóneo para el crecimiento y el desarrollo personal de sus integrantes, ha resultado
ser en muchos casos una ilusión más que una realidad. Al observar las relaciones que se
producen en la familia ha salido a la luz lo que tradicionalmente se mantenía oculto, han
empezado a cuestionarse temas que aprendimos a ver como naturales y se ha generado
una gran preocupación en torno al fenómeno.

Esta preocupación supone varios aspectos: por un lado, el conocm1iento, el análisis, la


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búsqueda de explicaciones de algo tan complejo y difícil como la violencia familiar, y, por el
otro, la atención directa (psicológica, legal y de trabajo social) a quienes sufren el maltrato y
a quienes lo ejercen. Todo ello -el estudio del fenómeno, el apoyo a las víctimas y el
tratamiento a los agresores- apenas empieza a abrirse paso en los espacios académicos,
en las recomendaciones formuladas por los organismos internacionales, en las
dependencias gubernamentales prestadoras de servicios de salud y de impartición de
justicia, en las tareas de las organizaciones sociales, y de una manera paulatina pero
constante ha empezado a ganar arraigo en la conciencia colectiva. Este libro se inscribe en
ese esfuerzo por hacer visible y entender la dinámica de la violencia familiar.

SIGLOS DE SILENCIO
Detrás de cada niño golpeado, de cada adolescente que ha sufrido abuso sexual por parte
de un familiar, detrás de cada mujer maltratada por su esposo o compañero, hay siglos de
silencio. No es una metáfora sino una descripción literal.
[19]
Apenas en la segunda mitad del siglo XX, en la antesala del nuevo milenio, se descubre
que la familia es un espacio donde ocurren conflictos que pueden desencadenar violencia.
¿Significa acaso que en épocas anteriores reinaban la armonía y la convivencia pacífica?
¿Que no había golpes, violaciones o maltratos de cualquier otra índole? ¿Que los hogares
realmente proporcionaban las condiciones óptimas -o por lo menos convenientes y
seguras- para el desarrollo adecuado de sus integrantes? ¿Significa, en suma, que la
complejidad de la vida contemporánea ha traído consigo una transformación radical de las
relaciones en la familia, un incremento sustancial de la violencia en su interior?

Ciertamente no. La violencia en los hogares tiene una historia nada reciente. La premisa de
que la violencia -específicamente la violencia en la familia- va en aumento, si no es falsa,
por lo menos sí es cuestionable. Una cosa es que cada vez se hable más del terna y otra
muy distinta que el fenómeno sea nuevo.

Entonces, si no es un problema reciente sino de vieja data, ¿por qué apenas empieza a
abordarse? ¿Por qué, como sociedad, nos tardamos tanto en hacerlo? ¿A qué se deben
tantos años de mutismo? A veces se alude al tema como algo que no se quiere registrar,
como un tumor maligno en el cual no se quiere ni pensar, lo que la sociedad no quiere ver.
Esto es cierto en parte: cerramos los ojos o desviamos la mirada frente a un pómulo
morado, una mandíbula inflamada por un puñetazo o un semblante de tristeza. Por
supuesto, tampoco queremos hablar de ello; más bien tratarnos de poner distan cia. Pero el
silencio es más complicado que eso. Aunque parezca paradójico, el hecho de no querer ver
ni comentar significa que ya se ha dado un paso importante: el de reconocer un acto como
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violento. Evitamos confrontar lo que nos molesta, nos lastima, nos agrede o nos incómoda
de alguna o de muchas maneras. Para que esa incomodidad se produzca es necesario que
el maltrato a las esposas, a los niños y a los ancianos haya sido identificado como algo
nocivo y condenable: por eso nos perturba.
[20]
Muchas conductas que hoy se califican de violencia familiar, en otro momento se han
considerado normales e incluso inevitables. Así, al abordar el tema aparecen prácticas anti-
guas, profundamente arraigadas, que hace apenas unas cuantas décadas se definieron
como violentas. Hace treinta años, castigar a los niños a latigazos porque no hacían la
tarea, porque obtenían una mala nota o porque cometían cualquier error era tan común que
no provocaba siquiera un encogimiento de hombros. Golpear a la esposa porque la cena no
estaba lista, porque la había servido cuando aún era muy temprano, porque había resultado
insípida, demasiado caliente, demasiado fría, demasiado condimentada, demasiado pican-
te... o porque había dejado algo fuera de lugar, porque estaba hablando por teléfono
cuando el esposo llegó a casa, o por lo que fuera, no sólo era una costumbre sino además
un derecho del marido que nadie se atrevía a cuestionar, ni siquiera las mujeres
directamente afectadas.

Es difícil definir lo que es violento; esta posible definición cambia según el contexto social,
por lo tanto, con cada época. Lo que en una sociedad se considera violento, en otra puede
pasar inadvertido o estar justificado por las leyes.

Tomemos como ejemplo la esclavitud. Durante mucho tiempo se consideró normal que un
hombre dispusiera del trabajo, del tiempo, de la vida de otra persona. Los esclavos eran
catalogados com0 seres inferiores cuyos actos podían ser rigurosamente controlados, a
quienes se podía privar de alimentos, castigar con azotes y hasta matar. En la Grecia clási-
ca, 70% de la población estaba formada por esclavos, aspecto que no siempre se
menciona cuando se la describe como cuna de la democracia o como ejemplo
paradigmático de participación ciudadana. En la Edad Media, los señores feudales
disponían de manera libre y absoluta de todo cuanto ocurriera en sus dominios, incluso de
la vida de sus esclavos y la descendencia de éstos; si una persona nacía esclava su suerte
estaba echada y nada de lo que hiciera podía modificar su destino. Pero no es necesario
remontarnos tan lejos en tiempo y espacio para buscar ejemplos. En Brasil se abolió la es-
clavitud hace apenas un siglo; en 1896 se emitió el decreto
[21]
que otorgaba la libertad a varios millones de personas (negras en su gran mayoría), es
decir, hace poco más de cien años se reconoció su calidad de seres humanos.

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Otro ejemplo ilustrativo es la concepción de ciudadanía. Al término de la Revolución
Francesa, en las postrimerías del siglo XVIII, se formuló la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero rápidamente se demostró que esa
universalidad era sólo aparente y que en la práctica, el sujeto de esos derechos era el varón
adulto, blanco, heterosexual, letrado, propietario y cristiano. No abordaremos con detalle
cada una de las exclusiones de esta concepción; sólo mencionaremos la de las mujeres, o
sea, la mitad de la población. Cuando Olympe de Gouges elaboró en 1 791 un documento
correlativo al que denominó Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, fue
condenada a morir en la guillotina a petición de Robespierre. Al parecer, la única
prerrogativa de que las mujeres gozaban en igualdad con los hombres era la de subir al
cadalso. A partir de entonces, las mujeres de todo el mundo han tenido que luchar intensa-
mente para conquistar su ciudadanía. En la mayoría de los países latinoamericanos, el
derecho al voto fue concedido en la primera mitad del siglo XX, unos 150 años después de
la muerte de Olympe de Gouges. México y Paraguay son dos excepciones, ya que no fue
hasta 1953 y 1961, respectivamente, cuando las mujeres pudieron acudir a las urnas. Otra
notable excepción, aunque en otro continente, es la de 13,000 mujeres habitantes del
cantón de Appenzell, Suiza, que obtuvieron el voto federal en 1971 y tardaron veinte años
más en conseguir el derecho a opinar sobre asuntos locales.

No se pensaba, empero, que estas desigualdades y exclusiones tuvieran un contenido de


violencia. El sometimiento absoluto de los esclavos de uno y otro sexo y de cualquier edad,
el control sobre su vida y por lo tanto sobre su muerte, era normal, en tanto se los
consideraba seres inferiores.

Lo mismo puede decirse de las mujeres. Su exclusión de la vida pública, la negación de sus
derechos y su sujeción al padre, al marido o a cualquier otro varón de la familia tampoco se
señalaban como hechos violentos. Nadie se estremecía
[22]
ni se indignaba al saber que las opiniones de las mujeres no contaban.

¿Qué tiene que ver la esclavitud o la ciudadanía de las mujeres con la violencia
intrafamiliar? ¿Qué relación puede establecerse entre estos temas al parecer tan
distantes? Tienen mucho que ver y la relación es muy compleja. En primer lugar puede
apreciarse que lo que se define como violento cambia según el tiempo y el lugar, pero la
violencia siempre tiene como base un esquema de desigualdad, cualesquiera que sean el
contexto y las variantes particulares. La violencia no se limita a los hechos: incluye las
omisiones; no es únicamente lo que se dice: también lo que se calla. Así, el discurso que
postula la superioridad de una raza es de suyo discriminatorio para todos los que no
pertenecen a ella e implica una carga de violencia, aunque no se llegue a situaciones
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extremas de ultraje y muerte. De igual m0do, el discurso que establece jerarquías entre los
sexos y da preeminencia a lo masculino discrimina y violenta a las mujeres.

Aunque podría aducirse que los ejemplos utilizados ya no tienen vigencia, toda vez que la
esclavitud ha sido abolida, al menos formalmente, y que las mujeres gozan, también en el
terreno formal, de los derechos y prerrogativas inherentes a la ciudadanía, resultan útiles
por dos razones. La primera de ellas, anotada líneas arriba, es que ilustran con claridad
que la violencia es un concepto histórico. La segunda es que permiten comprender que los
cambios sociales no se dan por decreto ni se producen espontáneamente. A pesar de los
documentos para abolir la esclavitud o conferir la ciudadanía a las mujeres, subsisten
formas de desigualdad social; y precisamente por la desigualdad ocurren múltiples
manifestaciones de violencia. A partir de esta premisa que vincula desigualdad y violencia
podemos aproximarnos al campo de la violencia familiar.

Las desigualdades, las jerarquías, las exclusiones sociales no sólo repercuten en la


familia, sino que se reproducen en ella. Esto es muy claro en el caso de las mujeres,
condenadas al silencio no sólo en la vida pública y las decisiones políticas, sino también
dentro de sus familias, por imponérseles la obligación de obedecer al padre y después al
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marido. También en el caso de la esclavitud se da esta ecuación entre desigualdad y
violencia, porque hasta el hombre más miserable y vapuleado encuentra en su familia un
espacio de dominación sobre otros todavía más débiles: las mujeres, los niños, los
ancianos.

En efecto, la figura del pater fanziliae, que C0m0 se verá no ha sido superada, representa
un poder absoluto e ilimitado del hombre sobre su esposa y sus descendientes. El padre
controla la economía y toma todas las decisiones relacionadas con la familia, incluidos los
aspectos patrimoniales, educativos, laborales, y hasta los relativos al casamiento de los
hijos.

Las leyes, las instituciones políticas y sociales, la organización de la economía, los


discursos científicos y la cultura no sólo han salvaguardado sino incluso han fortalecido
estas tradiciones de discriminación y violencia. Han impedido cuestionar diversas
expresiones de desigualdad social y, en particular, todo lo que ocurre puertas adentro del
hogar se ha envuelto en capas impenetrables de indiferencia. Por eso se habla de la
violencia familiar como un fenómeno escondido, enterrado en siglos de silencio.

TÉRMINOS EMPLEADOS

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La Violencia en Casa
«Niños maltratados», «mujeres golpeadas», «mujeres maltratadas», «violencia
doméstica», «violencia de género», «violencia intrafamiliar», «grupos vulnerables dentro
de la familia» son algunas expresiones utilizadas para referirse a un fenómeno que, como
tema nuevo de análisis y estudio, ha sido bautizado y rebautizado varias veces. De los
términos anteriores, el más amplio y que abarca la mayoría de los que aluden a la violen-
cia en contra de las mujeres es el de «violencia de género». Se entiende por este
concepto cualquier agresión (física, psicológica, sexual o económica) dirigida en contra de
las mujeres por el solo hecho de ser mujeres. Las distintas formas de violencia sexual
mencionadas anteriormente, como la violación o el intento de violación, el abuso, el
hostigamiento y el maltrato a las esposas, están incluidas en esta definición.
[24]
Conviene recordar que fueron las mujeres quienes empezaron a hablar, primero en
pequeños grupos y después a manera de denuncia pública, acerca de las condiciones en
las que vivían ellas mismas u otras mujeres conocidas. En los años setenta se hablaba de
mujeres golpeadas; después se sustituyó el adjetivo por el de «maltratadas», que incluye
otras formas de violencia, principalmente de índole psicológica. Para entonces ya se
hablaba del maltrato infantil y del síndrome del niño golpeado.

El primer cambio sustancial en los términos fue el empleo de «violencia doméstica». Con
esta denominación se borraban de alguna manera los protagonistas -en particular el
género de las personas implicadas-, y se hacía hincapié en el entorno, es decir, en la
convivencia bajo el mismo techo. Posteriormente, a medida que el tema fue generando
interés en otros espacios, los términos siguieron modificándose. Cuando comenzaron a
participar algunos profesionistas (psicólogos, médicos, trabajadores sociales, abogados)
que antes no habían estado directamente vinculados con el movimiento feminista, y en
particular cuando algunas instancias gubernamentales abrieron centros de atención a
víctimas, el nombre nuevo fue el de «violencia intrafamiliar» y, más recientemente
«violencia familiar». En ambos sigue ocultándose quiénes ejercen la violencia y quiénes la
sufren; con respecto a la terminología anterior, el acento se desplaza del entorno físico a
los lazos de parentesco.

Con estos cambios se ha eliminado la carga ideológica que tenía el tenla en sus inicios.
En este libro se habla de «violencia familiar» porque se pretende que el concepto sea
incluyente, es decir, que no se limite a las mujeres golpeadas o maltratadas, sino que
comprenda también a otras personas inmersas en la misma problemática. Sin embargo,
con esa denominación no se quiere decir que los integrantes de una familia se peleen
entre sí, todos contra todos, de una manera más o menos aleatoria. La violencia se dirige
principalmente -aunque no de manera exclusiva- de los hombres hacia las mujeres y de
los adultos hacia los menores. Otras víctimas
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La Violencia en Casa

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son los ancianos, las ancianas, las personas que tienen alguna discapacidad, las
lesbianas y los homosexuales.

Todo ello se relaciona con la desigualdad. Si se define como jefe del hogar al varón adulto
que desempeña el papel de padre y esposo, se lo coloca en una posición de autoridad y
mando; la sola idea de que haya o deba haber un jefe revela una desigualdad que, lejos
de ser nueva, está profundamente arraigada en las mentalidades de todos: hombres y
mujeres, adultos, menores, ancianos, incluso en los responsables de elaborar encuestas y
censos de población. Con respecto al jefe, los demás integrantes de la familia están en
una posición de obediencia y subordinación. Paralelamente, la madre, los abuelos, los tíos
y, en general, cualquier persona adulta son figuras de autoridad para los menores, quienes
también establecen entre ellos relaciones de desigualdad.

En las páginas siguientes se abordará cómo se expresan estas formas de desigualdad;


cómo en toda relación humana, incluso por supuesto en las relaciones familiares, se
producen conflictos de diversa índole, que pueden resolverse de muy distintas maneras.

Una de las formas en que se pretende eliminar tales conflictos es precisamente la


violencia. Habría que subrayar que sólo es una pretensión, porque la violencia no resuelve
los problemas, ni siquiera los suprime: los aumenta.

No es fácil empezar a hablar de lo que siempre se ha callado. Abordar el tema de la


violencia familiar es como transitar por un intrincado laberinto: a cada paso aparecen
nuevos vértices y muros infranqueables y no se sabe a ciencia cierta dónde está el centro
o la salida. Surgen entonces muchas interrogantes: ¿con qué frecuencia hay violencia en
las familias? ¿Cómo se produce esta violencia? ¿Cómo se manifiesta? ¿Por qué los
hombres golpean, a veces brutalmente, a quienes dicen amar? ¿Por qué las mujeres
permanecen al lado de quienes las maltratan? ¿Qué hace que una relación se vuelva
violenta? Y en ese caso, ¿qué determina que esa relación pueda prolongarse por muchos
años? ¿Cuáles son las consecuencias de la violencia familiar? ¿Qué pasa con los hijos
que sufren maltrato directamente o que presencian la violencia entre
[26]
sus padres? ¿Cómo repercuten estas experiencias en su vida cotidiana, en la
conformación de su personalidad y en sus relaciones futuras? ¿En quiénes incide la
violencia doméstica? ¿Es sólo un asunto de la familia que, por lo mismo, debe resolverse
interiormente? ¿O, por el contrario, debe intervenir el Estado a través de sus instituciones?
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La Violencia en Casa
¿Hasta qué punto? ¿Se ha hecho algo para combatir este problema? Si es así, ¿qué
medidas se han tomado y cuáles han sido los resultados? ¿Es posible pensar, de una
manera realista, en un mundo sin violencia?

Ofrecer algunas respuestas a las preguntas anteriores es el objetivo de este libro,


organizado de la siguiente manera: en el primer capítulo, de carácter introductorio, se
anotan los rasgos generales de la violencia y se hace hincapié en la importancia del
contexto social, es decir, del vínculo entre desigualdad y violencia. Se subraya también la
transgresión de la voluntad de la víctima como un elemento primordial en el ejercicio de la
violencia. A partir de esa definición general, se analiza a la familia com0 un espacio de
conflicto en el que se reproducen las estructuras y jerarquías sociales, las cuales a su vez
generan las condiciones para que tales conflictos desemboquen en violencia. Ésta se
dirige, principalmente, a quienes son considerados débiles o, más específicamente, seres
sin voluntad.

En el segundo capítulo se aborda la situación de los menores, los ancianos, las personas
con algún impedimento físico, las lesbianas y los homosexuales. Se toman estas variantes
-edad, discapacidad, preferencia sexual- como la causa de su vulnerabilidad, es decir, de
la desigualdad que puede llegar a producir violencia. En el último apartado de ese mismo
capítulo se analiza cómo todas las condiciones señaladas con anterioridad se redefinen si
las víctimas son mujeres. El solo hecho de ser mujer, así como las diversas
construcciones culturales en torno a lo que significa ser hombre o mujer y a lo que deben
ser unos y otras, resulta sumamente opresivo para ellas. Esta opresión se expresa,
además, en diversas formas de discriminación, subordinación, desigualdad y violencia
hacia las mujeres.
[27]
El tercer capítulo aborda el maltrato en las relaciones de pareja: los tipos de violencia, su
interrelación, la escalada, los espacios donde se produce, y la dinámica que genera, así
como las formas de resistencia. Se tratan también algunos mitos en torno a la violencia
referentes tanto a los agresores como a las víctimas, y se ofrecen algunas explicaciones
de su subsistencia en el imaginario social.

El cuarto capítulo analiza cifras y datos estadísticos obtenidos de diversas investigaciones


realizadas en países de los cinco continentes, por medio de los cuales no sólo se demues-
tra la universalidad del fenómeno sino también las similitudes en los procesos de la
relación y las reacciones de las víctimas, entre otros rasgos. No se hacen comparaciones
detalladas, sino que se ilustran los alcances de la violencia en la familia, salvando, por
supuesto, las diferencias culturales.

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La Violencia en Casa
Posteriormente, en el quinto capítulo, se abordan las explicaciones que desde distintas
disciplinas se han formulado para entender el porqué de la violencia en la pareja y en la
familia. Aunque existen muchas respuestas específicas, pueden agruparse en dos
grandes rubros: las que buscan el origen de la violencia en las características del agresor
o de la víctima, y las que sei1alan el contexto social como determinante. Entre estas dos
variantes puede ubicarse una tercera: la que centra su atención en las particularidades de
la familia.

En el sexto y último capítulo se hace una síntesis del tema. Se analizan las consecuencias
de la violencia, tanto para las víctimas y los agresores com0 para el resto de la familia y la
sociedad. El análisis de las consecuencias va de la mano con los intentos de solución que
en América Latina y en otras partes del mundo se han gestado en las organizaciones
sociales y que han despertado el interés de los gobiernos y de los organismos
internacionales. Estas acciones han seguido distintos cauces: en un primer momento se
privilegió la atención a las víctimas y tiempo después se inició el trabajo con hombres
violentos. Posteriormente se ha insistido en las tareas preventivas y en la capacitación
específica a los prestadores de servicios de salud, de procuración e impartición de justicia
y de bienestar social.
[28]
Conviene aclarar, por último, que los casos expuestos a lo largo del libro son reales. Se
presenta, en la mayoría de los ejemplos, a personas que han acudido a centros de
atención o a organizaciones no gubernamentales en busca de apoyo y asesoría. Otros
casos corresponden a participantes de talleres y cursillos sobre derechos humanos,
sexualidad, género y vida cotidiana, violencia en las relaciones de pareja, etc. También se
han tomado algunos ejemplos de juicios familiares (divorcios, custodia de menores, patria
potestad, alimentos, etc.) y de denuncias penales por violencia. En todos los casos se han
modificado los nombres y se han eliminado detalles que pudieran permitir la identificación
de las personas, sin alterar sus historias.

[29]

CAPÍTULO 1
¿QUÉ ES LA VIOLENCIA?

HACIA UNA DEFINICIÓN


Es muy difícil ofrecer una definición de violencia que sea lo suficientemente amplia para
abarcar todas sus manifestaciones y que, al mismo tiempo, no sea tan inclusiva como para
permitir que cualquier cosa quepa en ella. No debe ser demasiado restringida pero
15
La Violencia en Casa
tampoco demasiado extensa. La definición no debe limitarse a lo que produce un daño en
el cuerpo y deja impresa una huella física, porque se dejan de lado los insultos, las
ofensas y muchas otras formas que lesionan en lo emocional. Tampoco se puede incluir
en ella cualquier forma de sufrimiento humano, porque entonces se perdería de vista el
origen de ese sufrimiento y se tomarían en cuenta sólo las consecuencias.

Los primeros estudios sobre el tema se centraron en la violencia directa o personal, es


decir, la que se produce entre dos personas concretas, una que realiza o lleva a cabo una
conducta determinada y otra que sufre los efectos de esa conducta. Como punto de
partida, se la define como un comportamiento, bien sea un acto o una omisión, cuyo
propósito sea ocasionar un daño o lesionar a otra persona, y en el que la acción
transgreda el derecho de otro individuo. En cualquier
[30]
caso, se trata de un comportamiento intencional; si el acto o la omisión fueran
involuntarios, de ninguna manera podría hablarse de violencia.

Resulta ilustrativo que en algunos diccionarios (generales y especializados) se utilice la


violación sexual para ejemplificar el concepto de violencia. Se trata de un acto que
produce daños de índole y magnitud diversas, y que transgrede el derecho de la víctima a
la integridad física, emocional y sexual. Es, sin duda, un ejemplo preciso de un acto de
violencia.

También estaría cometiendo un acto de violencia el asaltante que inmoviliza a una


persona, ya sea sujetándola con su propia fuerza o amenazándola con un arma, para
despojada de sus pertenencias. A veces esto último no se logra, pero de igual manera se
produce una lesión y se transgrede un derecho. En una ocasión, un periódico refirió el
caso de un ladrón que, al no encontrar dinero ni valores en el lugar donde irrumpió, para
descargar su furia rompió los cristales de la casa; no obtuvo ganancia alguna (es más, fue
capturado), pero de cualquier forma el daño estaba hecho. Entrar por la fuerza en una
casa y hacer destrozos son actos de violencia. En realidad podemos afirmar que todo lo
relacionado con la criminalidad urbana cabe en esta definición: robos, asaltos en la vía
pública, daños en propiedad ajena, allanamiento de morada, despojo, etcétera.

Hasta aquí hemos prestado más atención a los actos violentos que a las omisiones y
hemos hablado de los daños producidos y, en menor proporción, de los medios utilizados.
No nos hemos referido a la intención de quien ejerce la violencia ni al contexto en el que
ésta se produce. Vayamos por partes. Si se tornan en cuenta los dos primeros elementos,
es decir, la naturaleza del daño ocasionado y los medios empleados, la violencia puede
clasificarse en:
16
La Violencia en Casa

. Física
. Psicológica
. Sexual
. Económica
[31]
La violencia física es la más evidente, la que se manifiesta de manera patente porque el
daño producido se marca en el cuerpo de la víctima. En esta clasificación están incluidos
golpes de cualquier tipo, heridas, mutilaciones y aun homicidios. La violencia física deja
una huella, aunque no siempre sea visible; a veces produce lesiones internas que sólo son
identificables tras un periodo más o menos prolongado y que incluso llegan a ocasionar la
muerte. Hace tiempo un joven detenido injustificadamente por la policía denunció que
había sido torturado, pero el examen médico no reveló lesión alguna. Lo habían golpeado
en la oreja con la mano extendida; el enrojecimiento producido desapareció casi de
inmediato, pero el dolor continuó de manera intermitente. La repetición de ese tipo de
golpes puede lesionar el sistema nervioso y en particular afectar el sentido del equilibrio.

Éste es un caso de violencia física con efectos a corto y largo plazo. Como quedó
señalado anteriormente, la clasificación utilizada permite referirse a los medios empleados.
Respecto a la violencia física, éstos implican el sometimiento corporal, ya sea porque el
agresor utilice armas de fuego o punzocortantes, otro tipo de objetos o su propio cuerpo.
Quien ejerce violencia física golpea con las manos, los pies, la cabeza, los brazos, o bien
con algún utensilio; inflige heridas con cuchillos, navajas o pistolas. Otros ejemplos de
violencia física son los jalones de cabello, los cintarazos, la inmovilización de la víctima y
el encierro.

Aquí también están incluidos métodos de tortura como aplicar descargas eléctricas, hundir
la cabeza de la víctima en agua y mantenerla sumergida por cierto tiempo, o agitar una
botella de agua mineral para después liberar el líquido en las fosas nasales de la víctima.

Algunos casos de violencia física por omisión consisten en privar a alguien de alimentos,
bebidas o medicinas, e impedirle salir de su casa. En cuanto al maltrato de ancianos, pue-
17
La Violencia en Casa
de citarse también, como ejemplo de violencia por omisión, mantenerlos en un cuarto sin
calefacción o sin ventilación adecuada.
[32]
Es muy común asociar la violencia con la fuerza física y pensar que se agota con los
daños corporales, que la mayoría de las veces pueden percibirse con relativa facilidad. Sin
embargo, las variantes que se señalan a continuación también deben tomarse en cuenta.

LA VIOLENCIA PSICOLÓGICA
La noción de violencia psicológica es relativamente reciente, como tema de investigación y
análisis y como denuncia de transgresión de derechos. Si se retoma la definición inicial de
violencia como un acto u omisión que lesiona a otra persona, se debe agregar que cuando
se ejerc:e violencia psicológica se produce un daño en la esfera emocional y que el
derecho que se vulnera es el de la integridad psíquica.

En el caso de la violencia física es posible observar un ojo morado, un hueso roto o un


órgano lesionado, mientras que en el de la violencia psicológica sólo la víctima puede
referir sus sensaciones y malestares: confusión, incertidumbre, humillación, burla, ofensa,
duda sobre sus propias capacidades, etc. Asimismo, las personas cercanas pueden
advertir insultos, gritos, sarcasmos, engaños, manipulación, desprecio No obstante, las
consecuencias emocionales no se notan a simple vista. Quienes sufren violencia
psicológica no sólo ven reducida su autoestima, en la medida en que experimentan
continuamente el rechazo, el desprecio, la ridiculización y el insulto, sino que en muchas
ocasiones sufren también alteraciones físicas, trastornos en la alimentación y en el sueño,
enfermedades de la piel, úlceras, gastritis, jaquecas, dolores musculares, todo ello como
respuesta fisiológica cuyo origen está en la esfera emocional.

Quien ejerce violencia psicológica actúa con la intención de humillar, insultar, degradar; en
pocas palabras, actúa para que la otra persona se sienta mal. Y cada individuo reacciona
de distinta manera; una palabra puede ser muy hiriente para uno y a otro puede no
causarle incomodidad alguna. Las armas elegidas y los efectos producidos cambian
notoriamente
[33]
en cada caso concreto. Entre los medios utilizados pueden mencionarse la mordacidad; la
mentira; la ridiculización; el chantaje; los sarcasmos relacionados con el aspecto físico, las
ideas o los gustos de la víctima; el silencio; las ofensas; las bromas hirientes; el
aislamiento, y las amenazas de ejercer otras formas de violencia, por ejemplo física o
sexual.

18
La Violencia en Casa
En el capítulo siguiente se revisará con más profundidad el terna de la violencia
psicológica en la pareja y en la familia. Por ahora sólo se consigna esta variante y se
señala su especificidad.

LA VIOLENCIA SEXUAL
La violencia sexual, al igual que la psicológica y la física, tiene diversas manifestaciones, si
bien no todas producen los mismos efectos. La más evidente es la violación, que consiste
en la introducción del pene en el cuerpo de la víctima (sea en la vagina, en el ano o en la
boca) mediante el uso de fuerza física o moral. Algunas leyes consideran que la
penetración vaginal o anal con un objeto o con una parte del cuerpo distinta del pene
también es una violación; otros códigos ni siquiera mencionan esta variante, y en otros
más se castiga con menor severidad.

La violación es la forma más brutal y contundente de la violencia sexual, pero no es la


única. También se incluyen en esta categoría los tocamientos en el cuerpo de la víctima
(aunque no haya penetración), el hecho de obligarla a tocar el cuerpo del agresor y en
general a realizar prácticas sexuales que no desea, burlarse de su sexualidad y acosarla.

El hostigamiento sexual es una de las formas más extendidas de este tipo de violencia,
cuyo blanco principal son las mujeres.

Recientemente se han denunciado formas específicas de violencia sexual contra. menores


(incluso infantes en edad preescolar), tales como la prostitución forzada y el comercio
sexual, o la participación en prácticas sexuales con adultos que se filman para elaborar
mercancía pornográfica.
[34]
Como puede apreciarse, la violencia sexual contiene las dos variantes señaladas
anteriormente: siempre hay un sometimiento corporal (violencia física) y siempre se
vulnera la integridad emocional (violencia psicológica). Además, la imposición de una
conducta sexual -exista o no cópula- tiene su propia especificidad, porque ataca una parte
muy íntima de la persona.

LA VIOLENCIA ECONÓMICA
La violencia económica se refiere a la disposición efectiva y al manejo de los recursos
materiales (dinero, bienes, valores), sean propios o ajenos, de forma tal que los derechos
de otras personas sean transgredidos. Así, ejerce violencia económica quien utiliza sus
propios medios para controlar y someter a los demás, así como el que se apropia de los
19
La Violencia en Casa
bienes de otra persona con esa finalidad. El ejemplo más claro de violencia económica es
el robo, pero también están incluidos el fraude, el daño en propiedad ajena y; algo muy
común en los casos de violencia familiar, la destrucción de objetos que pertenecen a la
víctima. A veces estos objetos sólo tienen un valor sentimental (por ejemplo, una
fotografía), con lo que el acto podría calificarse también de violencia psicológica; sin
embargo, otras veces se trata del anillo de brillantes que formaba parte de las joyas de la
familia, de un abrigo de pieles, de un aparato electrónico, etc. En todos estos casos hay
violencia económica.

Quizás en esta variante se aprecia con mayor claridad que la violencia puede ser un acto
o una omisión; un acto de violencia económica es robar o destruir un objeto, en tanto que
una omisión puede consistir en la privación de los medios para satisfacer las necesidades
básicas, como alimentación, vestido, recreación, vivienda, educación y salud.

Lo expuesto hasta ahora permite puntualizar varias cosas. En primer lugar, que la
violencia tiene diversas manifestaciones, se vale de distintos medios y produce también
consecuencias variadas. Si los primeros análisis se limitaban al as
[35]
pecto físico y subrayaban la gravedad de las lesiones corporales, poco a poco el espectro
se ha ampliado de tal manera que ahora es necesario incluir otras expresiones del
fenómeno de la violencia. En otras palabras, ahora se reconoce que la violencia no se
agota con los golpes ni con los daños materiales, sino que abarca la transgresión de la
integridad psicológica y sexual de cada persona.

En segundo término, la clasificación utilizada –violencia física, psicológica, sexual y


económica- cumple una función descriptiva y facilita el análisis, pero eso no significa que
estas variantes sean excluyentes. Un golpe en la mandíbula, digamos, habría que
calificado de violencia física y psicológica. Un asalto, acto en el que una persona es
despojada de sus pertenencias, sería ejemplo de violencia económica y psicológica; si le
ocasionaran al asaltado una lesión corporal, habría además violencia física. La violencia
sexual, por ejemplo, no sólo implica violencia psicológica; la mayoría de las veces también
entraña violencia física. La violencia psicológica, además de estar presente en las otras
variantes, es la única que puede presentarse de manera aislada; por ello se insiste en su
especificidad. Como se señaló anteriormente, la definición que sirve como punto de
partida, relativa a cualquier acto u omisión contrario al derecho de otra persona, permite
hablar de los hechos violentos, de los medios utilizados y de las consecuencias
producidas, pero falta abordar la intención del agresor y el contexto en el que se verifican
los episodios.

20
La Violencia en Casa
Sin duda, el ánimo de dañar y transgredir el derecho de otra persona es una de las
características de la violencia, pero no la única. Algunos autores llaman a esto agresión, y
puntualizan que la violencia tiene una finalidad que va más allá de causar daño: el afán de
controlar. Ejercer violencia significa imponer, obligar a una persona a hacer algo que no
quiere, es decir, forzarla a realizar una conducta sin que medie su consentimiento; también
es violento obstaculizar las acciones de los otros, impedirle a alguien hacer algo que
desea y a lo que tiene derecho, porque de igual forma se actúa contra su voluntad.

En cualquiera de los casos mencionados conviene subrayar que siempre hay una
transgresión de los dere
[36]
chos; las normas disciplinarias para educar a los niños, como obligarlos a hacer la tarea o
impedirles ver televisión en un horario nocturno, no caben en la definición de violencia.

Si sólo se desea ocasionar un daño, no es imprescindible interactuar con la víctima; es


más, se puede ir en contra del derecho de un individuo sin que éste se encuentre
físicamente presente y con independencia de sus actos. ¿Quién no ha conocido a alguien
que a la salida del cine, de la oficina o de su casa se topa con la desagradable sorpresa
de que el coche no está donde lo dejó estacionado? Muchos robos de autos así ocurren.

La violencia, en cambio, impone un comportamiento. Jorge Corsi, al igual que otros


autores, ha señalado que el móvil de quien ejerce la violencia es someter y controlar a la
otra persona [véase «Una mirada abarcativa sobre el problema de la violencia familiar»].
Inevitablemente se producen daños, pero lo que en realidad busca quien actúa de manera
violenta es eliminar cualquier obstáculo al ejercicio del poder.

Para entender el origen, la dinámica y las consecuencias de la violencia familiar es


fundamental abordar el tema del poder, que está en el centro de las relaciones humanas.
Sin duda es importante el daño producido, pero también es importante saber por qué se
produjo. Es ahí donde entra la noción de poder.

Siempre que hay violencia se producen daños o lesiones, aunque no se vean ni se


reconozcan. Siempre que hay violencia se transgrede el derecho de otra persona, es
decir, toda violencia implica agresión. Pero es necesario analizar lo que hay detrás de
cada agresión. Pensemos en el caso de una mujer que viaja en el metro y cuando llega a
su destino se percata de que alguien le robó la cartera; es muy probable que el ladrón sólo
quisiera apoderarse de su dinero y no le importara en lo más mínimo quién fuera la dueña
ni tuviera el propósito de controlarla. Éste es un ejemplo típico de agresión en que la
víctima sufre una privación económica, muy distinto del de una mujer cuyos gastos son
21
La Violencia en Casa
rigurosamente vigilados por el marido. Ella, cada vez que quiere comprarse algo, lo que
sea, tiene que convencerlo de que necesita el artículo en cuestión y a veces pasan
[37]
varias semanas antes de que él acceda a su petición, lo que por otra parte no siempre
sucede. Aquí resulta claro que la finalidad del marido al escatimarle el dinero es el control.

En todas las relaciones humanas, incluidas por supuesto las que se dan en la familia, hay
discrepancias y conflictos, lo cual de ninguna manera quiere decir que en toda relación
exista violencia. Además de inevitables, los conflictos pueden ser muy benéficos, porque
nos permiten crecer, es decir, fortalecer la personalidad y templar el carácter. El meollo del
asunto radica en la forma de resolverlos, que puede ser mediante el diálogo, la
negociación, la conciliación, el establecimiento de límites precisos, la distancia o incluso la
confrontación. A veces se pretende resolver un conflicto por medio de la violencia: imponer
una conducta a otra persona tal vez logre el propósito de someterla y controlarla, pero no
resuelve conflicto alguno. Lejos de desaparecer, el conflicto continúa e incluso aumenta al
ser alimentado por la propia violencia.

El siguiente ejemplo ilustra la manera de vivir un conflicto sin violencia. Dos hermanos
discutían casi todo el tiempo que estaban juntos. A pesar de que habían crecido en el
mismo ambiente, tenían intereses muy distintos. El mayor estudiaba literatura y aspiraba a
ser poeta; cuando no leía, soñaba. El menor estudiaba ingeniería mecánica y era un
electricista extraordinario; él realizaba todas las reparaciones de la casa. A cada uno le
resultaba inexplicable lo que hacía el otro y ambos lo decían sin censura alguna. El futuro
ingeniero opinaba que su hermano y todos los que se dedicaban a lo mismo que él eran
básicamente improductivos, porque en lo que hacían no había un céntimo de valor
agregado; los llamaba parásitos sociales. El poeta pensaba que lo inútil e improductivo era
no cultivar la sensibilidad y el espíritu, no intentar siquiera transitar de la mera sensación a
las emociones profundas, ya que esto último es lo que realmente nos hace humanos.
Valga decir que nunca se pusieron de acuerdo. A veces discutían casi a gritos y dejaban
de hablarse por unos días. Una tarde, el hermano mayor paró al otro en seco (<<No estoy
de humor para hablar de máquinas») y cambió el tema. Así pasó el tiempo, cada uno
siguió con sus actividades, pero ninguno logró con-
[38]
vencer al otro de que éstas tenían un valor; ambos desistieron al ver lo infructuoso de sus
intentos.

Este ejemplo muestra que a pesar de que haya discusiones y pleitos, y aun cuando el
conflicto llegue a ser cotidiano, la violencia no es inevitable. Se puede estar en desacuerdo
con algo, se puede sentir un profundo desagrado y, sin embargo, enfrentarlo de manera
22
La Violencia en Casa
que no desemboque en comportamientos violentos.

Cuando se habla de sometimiento y control, el elemento fundamental es la voluntad. Por


una parte está la voluntad de quien ejerce la violencia. Imponer un comportamiento, es
decir, obligar a alguien a hacer lo que no quiere o impedirle hacer lo que sí quiere, es
siempre una acción intencional. El daño que se causa de manera involuntaria no puede
definirse como resultado de una acción violenta: sería un accidente. Por otra parte, está un
aspecto determinante del comportamiento violento, que es la voluntad nulificada de quien
sufre el embate. Quien ejerce violencia transgrede la voluntad de la víctima, que es a
quien se pretende someter y controlar.

Con la violencia se busca eliminar cualquier obstáculo para el ejercicio del poder, más
concretamente, de determinado poder. Por esto, para que la violencia pueda presentarse
se requiere un desequilibrio previo, es decir, un esquema de desigualdad en el que haya
un «arriba» y un «abajo», reales o simbólicos, que en general adoptan la forma de
modelos de conducta complementarios: padre-hijo, adulto-infante, hombre-mujer, etc.
Están sancionados social y culturalmente, y con ello aparece un aspecto ya mencionado
pero que no forma parte de nuestra definición inicial: el contexto social en el que se
produce el acto violento.

El desequilibrio del poder no siempre se aprecia de manera objetiva. Basta que una
persona crea que otra detenta un poder superior para que se produzca el arriba y el abajo;
por eso se dice que pueden ser reales o simbólicos. Esta creencia se fortalece y adquiere
mayor arraigo en la colectividad después de cada acto de sometimiento y control sobre la
persona ubicada en el abajo. Ambas posiciones quedan así fortalecidas o reestructuradas.
[39]
Revisemos el ejemplo de una estudiante de preparatoria hostigada por un profesor. Ella
está convencida de que si el maestro lo desea puede expulsarla de la escuela en un
santiam1én, sin necesidad de dar explicación o justificación alguna.

Eso aumenta sus temores y dificulta una respuesta asertiva y segura ante las
insinuaciones del profesor. Que él tenga realmente el poder de expulsarla de la escuela no
es tan importante; lo que resulta decisivo es que ella así lo crea, porque en esa creencia
se sustenta la desigualdad.

Un hecho muy frecuente en las relaciones de violencia conyugal es que las mujeres
consideran que sus maridos son muy poderosos; están tan asustadas que llegan a pensar
que si trataran de huir de la casa, ellos enseguida las encontrarían; a veces piensan que
incluso pueden hacerles perder el empleo u ocasionarles un daño muy grave con sólo
23
La Violencia en Casa
proponérselo.
Ambos ejemplos muestran situaciones de desigualdad en las que una mujer magnifica el
poder de un hombre que está en una jerarquía superior. No es que invente algo que no
existe o le confiera determinadas cualidades a cualquier persona; la creencia de que el
otro posee un poder determinado tiene un sustento. Lo que ella hace es percibirlo con una
lente de aumento. El profesor puede regañar a la estudiante en clase, reprobarla o
calificarla con excesivo rigor. Cada vez que lo hace, alimenta los temores de la alumna y
fortalece la creencia de que puede expulsarla de la escuela y hacerle perder un año
académico. Con ello se perpetúa la desigualdad y las jerarquías adquieren mayor solidez.

Con los elementos anotados se pueden puntualizar algunos rasgos definitorios: la


violencia es una conducta humana (acto u omisión) con la que se pretende someter y
controlar los actos de otra persona; como consecuencia de ello se ocasiona un daño o
lesión y se transgrede un derecho. Se produce siempre en un esquema de poderes
desiguales, donde hay un arriba y un abajo que pueden ser reales o simbólicos.

Este es apenas un punto de partida. Quedan aún numerosas interrogantes: ¿cuáles son
las causas de la violencia? ¿Dónde está su origen? ¿Son todos los individuos igualmente
violentos? Si no es así, ¿de qué dependen las diferencias?

[40]

¿Por qué somos violentos?


Durante mucho tiempo se ha discutido si existe una base biológica que determine la
violencia humana o si, por el contrario, se trata de una conducta aprendida. En otras
palabras, si la causa puede buscarse en la biología o en el ambiente social donde se
desenvuelve cada individuo. En las páginas siguientes se examinarán ambas posturas.

EL INDIVIDUO Y LA INFORMACIÓN GENÉTICA

Quienes abordan el fenómeno de manera individual y buscan el origen del


comportamiento violento en cada persona han formulado explicaciones de índole
neurofisiológica; atribuyen la conducta violenta al funcionamiento de la corteza cerebral y
del hipotálamo, o a secreciones como la adrenalina y la noradrenalina, sustancias que en
ocasiones son estimuladas por el consumo de alcohol o psicotrópicos. Así, estos estudio-
sos sitúan las causas de la violencia en el organismo. En lo que toca a la violencia
masculina también se menciona que la producción de hormonas -específicamente los
niveles de testosterona- es un factor importante. Para apoyar estas afirmaciones se han
24
La Violencia en Casa
efectuado experimentos con animales, desde ratones a los que castraban al nacer y luego
les administraban dosis crecientes de testosterona, con lo que se lograba desquiciar su
funcionamiento fisiológico, hasta primates que se supone que tienen un grado mayor de
evolución.

Es difícil demostrar si los animales son violentos o no, porque habría que empezar por
definir si tienen voluntad, más allá de los instintos, y la forma en que ésta se vería
vulnerada por otros miembros de la misma especie. La pregunta es si los animales pueden
tener el deseo y el ánimo consecuente de someter y controlar a otros, es decir, de eliminar
los obstáculos para el ejercicio del poder. ¿Qué pasa cuando un tigre persigue a una
gacela, cuando un león devora a su presa o cuando un perro muerde a un niño? Aunque
el campo de la genética abre cada día nuevas posibilidades de exploración y
descubrimien-
[41]
to, todavía no hay resultados concluyentes.

Mientras algunos autores sostienen que sí existen comportamientos violentos en algunos


primates pues atacan a otros miembros del grupo, otros afirman que tal comportamiento
no debe interpretarse como violento. Jane Goodall, antropóloga inglesa que realizó algu-
nos experimentos con gorilas y chimpancés en libertad (no en laboratorio), descubrió que
la algarabía que manifestaban podía tener, más que un contenido agresivo o desafiante,
uno festivo y gozoso por el encuentro entre congéneres. La explicación es interesante y
coherente, pero no hay que perder de vista que sólo es una interpretación entre varias
posibles.

No se trata aquí de profundizar en este debate, pero todo parece indicar que en los
animales no puede hablarse de una voluntad que quiera someter a otra; comen para
sobrevivir, se defienden de un ataque, protegen a sus crías, etc. Los seres humanos, en
cambio, pueden llegar a excesos que van mucho más allá de la necesidad de
conservación. Como ya se mencionó, un ejemplo claro de esto es la guerra, que en los
últimos cincuenta años ha cobrado veinte millones de víctimas.

El ser humano puede ser violento pero también puede no serlo. Se trata de una conducta
que se puede elegir precisamente porque no es inevitable. Nadie puede dejar de respirar,
aunque sea de manera artificial y con la ayuda de aparatos, porque se moriría. Por la
misma razón nadie puede dejar de alimentarse. Nuestro cuerpo también reacciona de
manera automática ante determinados estímulos con actos reflejos; por ejemplo, se
cierran los párpados frente a una luz potente o se retira la mano del fuego. El ejercicio de
la violencia, en cambio, está determinado por el ánimo de someter y controlar, y por ello
25
La Violencia en Casa
no puede hablarse de un instinto.

Muchas personas jamás actúan violentamente y eso de ninguna manera amenaza su


supervivencia. Además, el ser humano puede ser violento incluso contra sí mismo, algo
que no se presenta en los animales porque éstos no tienen conciencia de sí mismos ni del
mundo que los rodea. El problema no es determinar qué pasa con los animales, sino con
las personas. Aun cuando existiera una evidencia contundente de que todas las especies
animales ejercen múltiples formas de violencia, ello nos serviría muy
[42]
poco para entender el comportamiento humano y, en cambio, se correría el riesgo de
justificar la violencia al ignorar el papel de la cultura y alegar la inevitabilidad de algo
derivado de la naturaleza.

Si se sostiene que la violencia tiene una base innata se abre la posibilidad de atribuir
causas biológicas a algunos fenómenos propiamente sociales. De ahí a defender e incluso
exaltar expresiones como el nazismo, el sionismo, la discriminación racial, la segregación
étnica y la subordinación basada en el sexo sólo hay un paso. Veamos algunos ejemplos.

En el siglo XIX, Joseph-Arthur de Gobineau publicó su Ensayo sobre la desigualdad de las


razas humanas, en el que Hitler basó su propaganda de la superioridad de la raza aria.
También en el siglo XIX se tipificó en Estados Unidos un cuadro psiquiátrico llamado
«drapetomanía», que padecían los negros que se negaban a ser esclavos. Una
enfermedad similar era la «estasia etíope», propia de los esclavos que osaban poner la
cabeza al mismo nivel que la de su amo. Ambas actitudes, catalogadas con nombres tan
peculiares, eran consideradas formas de locura. No es necesario subrayar que ningún
blanco sufría esas enfermedades. Ya en 1919, en la conferencia de París que daría lugar
a la Sociedad de Naciones se rechazó la declaración presentada por la delegación
japonesa que proclamaba la igualdad de todas las razas.

De la misma manera, se ha llegado a suponer que las dimensiones corporales de las


mujeres, concretamente el tamaño y el peso del cerebro, tienen como correlato una
inferioridad física y mental. Este razonamiento corresponde al mismo esquema de
discriminación que transforma los prejuicios en un discurso científico al servicio de la
marginación.

En la actualidad las explicaciones de la violencia basadas en las características biológicas


han sido descartadas, por lo menos en el plano formal. En 1986, un grupo de expertos de
diversas áreas de conocimiento suscribió una declaración sobre la violencia que ha sido
traducida a más de noventa idiomas y adoptada por la Organización de Naciones Unidas
26
La Violencia en Casa
para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y más de cien sociedades científicas
en el mundo. En ella se afirma que es
[43]
científicamente incorrecto decir que se hereda de nuestros ancestros animales una
predisposición para ejercer la violencia, que el comportamiento agresivo está
genéticamente programado, que los humanos tenemos una «mente violenta» y que la
guerra es consecuencia del instinto.

La información genética, ciertamente hereditaria, sólo proporciona la potencialidad para


llevar a cabo un acto de violencia, pero ese acto concreto es resultado de experiencias
cotidianas que por supuesto varían en cada sujeto. La constitución anatómica y fisiológica
proporciona la capacidad, pero no determina el resultado. Dicho de otra manera, no existen
conductas fijas; ante un mismo estímulo hay una gran variedad de respuestas posibles.
Incluso una misma persona puede reaccionar de modo distinto según las condiciones del
momento, su estado de ánimo, los patrones culturales, etcétera.

Imaginemos un choque entre dos vehículos ocasionado por un semáforo descompuesto.


Tenemos a dos automovilistas que por circular a exceso de velocidad o con cierto descuido
de pronto se encuentran en esa situación. Las posibles reacciones son múltiples. Podría ser
que los dos tuvieran el ánimo de negociar los costos de los daños producidos y que llegaran
a un arreglo satisfactorio. Tal vez uno de ellos tratara de inculpar al otro y quisiera exigirle el
pago total de las reparaciones. Otra posibilidad es que tuvieran un seguro y que platicaran
animadamente mientras los ajustadores se ponen de acuerdo. Podría ocurrir también que
de las palabras pasaran a los gritos y de ahí a los insultos. Podrían llegar a pelearse a
golpes y hasta podría resultar muerto uno de ellos. ¿Es esto instintivo?

Ahora imaginemos que uno de ellos tiene un coche viejo y con varios golpes en la
carrocería y que el otro tiene un flamante automóvil último modelo. Indudablemente eso
cambiaría los términos de la discusión, porque cada uno habría sufrido un daño
proporcionalmente distinto y es probable que le atribuyera también diferente valor. Al
primero tal vez ni siquiera le importaría, pero para el otro podría ser casi una catástrofe.

¿Hay algo natural, en sentido estricto, en esta diversidad de reacciones? Otra variante del
mismo caso sería que uno de ellos fuera taxista y que dejar el coche en el taller mecánico
[44]
supusiera para él perder días de trabajo y por lo tanto de ingreso. O tal vez no fuera taxista
sino el jefe de policía y tránsito de la ciudad, lo que le conferiría una posición privilegiada en
esa situación concreta. Podemos seguir imaginando posibilidades sobre el mismo hecho: la
investidura de los participantes, las condiciones laborales y las características de personali-
27
La Violencia en Casa
dad; cada una de ellas posibilitaría otras reacciones, porque así como no hay una sola
interpretación de un estímulo dado, tampoco hay una respuesta única ante él.

Veamos ahora un ejemplo real. La madre de una chica de once años en una ocasión le
encargó que comprara varias cosas necesarias para preparar la comida; su hija tomó el di -
nero y salió de la casa tarareando una canción de moda. Cuando llegó a la tienda había
olvidado buena parte del encargo. De ocho cosas que debía comprar sólo recordaba dos, y
no quería regresar a su casa porque temía el enojo de la madre y el consecuente regaño;
entonces trató de recordar y solicitó la ayuda de la tendera, quien por supuesto no tenía
idea de lo que podría ser, pero le hizo algunas sugerencias. Cuando llegó a su casa y la
mamá revisó la compra, se dio cuenta de que sólo había logrado atinar con cuatro de los
ocho artículos. ¿Qué sucedió después? ¿Cómo reaccionó la madre? Si se deja el caso así
planteado, como una historia con final abierto, algunos tal vez supongan que el episodio en
su conjunto le dio risa a la madre, quien simplemente cambió el menú, y que esto pronto se
convirtió en una anécdota familiar. Otros dirán que seguramente la regañó y le dijo que la
próxima vez la llamara por teléfono para asegurarse de comprar lo correcto, o que le
advirtió que en lo sucesivo sería necesario anotar las cosas. Otros más posiblemente dirían
que si la madre era estricta la obligó a regresar a la tienda a traer exactamente lo que le ha -
bía solicitado. En realidad no sucedió nada de eso. La madre tomó un cinturón con hebilla
metálica y le propinó a su hija por lo menos cincuenta azotes, «para que aprendiera a poner
atención en lo que se le decía». ¿Podemos seguir pensando que la violencia es algo
instintivo? ¿Que está en los genes? Podríamos suponer que se trata simplemente de una
señora que perdió el control, pero por un momento imaginemos que el olvido
[45]
no fue de la hija sino del marido. ¿También a él le habría dado -o intentado darle-
cincuenta cintarazos?

Tanto en el ejemplo hipotético del choque automovilístico como en el caso real de la joven
que olvida el encargo destacan dos aspectos importantes del tema analizado. El primero es
que resulta muy elevado el número de respuestas posibles ante una misma situación; el
segundo, que tales respuestas dependen de múltiples factores, puesto que están influidas
por el contexto social y cultural, así como por las relaciones familiares. Este último punto es
importante y conviene tenerlo siempre en mente para evitar las explicaciones deterministas.
Aunque parezca perogrullesco, se debe subrayar que cada persona es responsable de sus
actos y que no hay justificación alguna (genética, social, cultural o familiar) para la violencia.
Cuando se señala la importancia del contexto social no se pretende eliminar o diluir la
responsabilidad individual que conlleva el comportamiento violento, sino anotar que es una
conducta aprendida y que, en consecuencia, puede estimularse, inhibirse, sancionarse de
distintos modos e incluso perdonarse.
28
La Violencia en Casa

LA SOCIEDAD Y SUS MANDATOS


En el apartado anterior se afirmó que todo ser humano tiene un potencial para realizar una
conducta agresiva o violenta, pero esto no significa que todas las personas sean
igualmente violentas o que presenten una misma conducta ante el mismo estímulo. En
realidad, detrás del ejercicio de la violencia, como de muchas otras actividades humanas,
está la herencia cultural. No sólo lo que hacemos, sino también lo que decimos, pensamos
y sentimos, en alguna medida está definido por siglos de civilización. Aun las necesidades
básicas, como comer y vestir, se resuelven de manera muy diferente en cada sociedad:
comemos distintas cosas, las preparamos de manera diferente, las consumimos a diversas
horas, etcétera.

También la violencia está determinada por el entorno y en particular por la definición de las
relaciones sociales. Detrás de un acto violento hay un mecanismo de negación del afecto
[46]
y de toda compasión o empatía. En la persona que ejerce violencia sobre otra no hay un
espacio para la identificación, no piensa en la relación como de igual a igual. El violento no
puede ponerse en los zapatos de la otra persona; muchas veces ni siquiera la considera
persona. El ejercicio de la violencia es en sí mismo una negación de la humanidad del otro.
No nos referimos a quienes como medio para obtener otro fin causan un daño a alguien que
tal vez ni siquiera conocen, como el carterista del transporte público, sino a quienes buscan
sojuzgar, son'1eter y controlar los actos y hasta los sentimientos de los demás. Para
controlar los actos de otra persona no se requiere que exista una relación previa: puede
tratarse de un total desconocido. Las violaciones que se cometen en las calles son un
ejemplo. Por el contrario, el sometimiento o el control de las emociones o los sentimientos
sólo se puede producir cuando hay cercanía e intimidad, y esto ocurre en las relaciones
intrafamiliares y más específicamente en la pareja, como se analizará en los siguientes
capítulos.

En este ánimo de ejercicio del poder subyace la idea, consciente o inconsciente, de que el
otro o la otra no es una persona que merezca el mismo trato que el individuo violento
considera merecer. Hay un proceso de cosificación que se sustenta en la desigualdad.
Recordemos los ejemplos de la esclavitud y las enfermedades psiquiátricas que
«padecían» los negros.

Juan Ginés de Sepúlveda, filósofo escolástico de la corte española, al describir las


poblaciones conquistadas afirmó que los indios, eran respecto a los españoles como los
29
La Violencia en Casa
niños en relación con los adultos, como las mujeres en relación con los hombres y como las
bestias en relación con los humanos. Estas dicotomías no se han abandonado del todo. Las
oposiciones negro-blanco, indio-español, niño-adulto y mujer-hombre siguen marcando
relaciones desiguales de poder que no deben pasar inadvertidas.
Los hechos violentos no ocurren de manera aislada: se insertan en una dinámica de
conflicto entre dos o más personas de una misma familia, grupo o comunidad, donde uno
gana y otro pierde. En ese proceso, los participantes ocupan determinadas posiciones que
por lo regular son asimétricas; el arriba y
[47]
el abajo mencionados antes para ilustrar las desigualdades, con cada incidente de violencia
van reafirmándose o reestructurándose. En general, la conducta violenta se ejerce contra
quienes están en una posición jerárquica inferior (los indígenas, los niños, las mujeres...) y
al vencerlos se refuerza esa posición. Por eso la desigualdad es un terreno fértil para la
violencia y también por eso algunas formas de violencia son socialmente toleradas.

Para analizar cada relación violenta es importante mirar también el orden social establecido,
que asigna posiciones diversas en función de la edad, el sexo, la clase social, la etnia, etc.
Los procesos de socialización, de incorporación individual a espacios donde se aprenden y
desarrollan formas de vida, actitudes, expectativas sociales y demás, están cifrados en muy
variadas formas de violencia. Ya en los juegos infantiles aparecen el castigo y la anulación
de la voluntad de los más débiles como una constante cada vez que surge un conflicto. La
televisión y otros medios de comunicación transmiten programas en los que la violencia es
presentada como un método ágil, expedito sobre todo, efectivo para dirimir cualquier
controversia. Esto no significa que los medios sean los causantes o los creadores de una
cultura violenta: ellos simplemente reflejan actitudes y valores existentes en el imaginario
social, con lo cual refuerzan comportamientos originados y mantenidos en la estructura
social.

Algunas formas de violencia llegan a formar parte de un modo <de vida autorizado y
estimulado por la sociedad. Se pueden citar los pasajes o rituales de iniciación y el
significado de la masculinidad; en muchas culturas ser hombre es casi sinónimo de ser
violento, ya sea contra otras personas o contra uno mismo. Un ejemplo muy claro es el
hostigamiento sexual, que se dirige principalmente contra las mujeres. En muchas
sociedades, cualquier hombre se siente con el derecho de mirar de manera lasciva a una
mujer, escudriñar sus movimientos, comentar en voz alta sus características físicas e
incluso lanzar expresiones soeces sin el menor recato y sin un ápice de culpa. Todo porque
es un hombre que se dirige a una mujer, es decir, porque hay posiciones claramente
establecidas

30
La Violencia en Casa

[48]
y también claramente jerarquizadas, en este caso en función del sexo. Estos actos, las
miradas, las palabras, los tocamientos- no solamente se permiten sino que además se
fomentan en los niños, pues constituyen una forma de demostrar la virilidad, de afirmar que
son «verdaderos hombres». Es muy reciente la protesta de las mujeres por este tipo de
acoso y su consecuente reconocimiento como un acto de violencia. Durante mucho tiempo
se pensó -y mucha gente sigue pensándolo- que el mal llamado piropo era un elogio para
ellas y que debían sentirse halagadas. A veces el hostigamiento va seguido de tocamientos,
que no siempre se definen como violentos; los italianos, por ejemplo, se refieren a ellos con
el eufemismo de «piropo táctil». Sin embargo, una cosa es la definición social y otra la
realidad que viven las mujeres, quienes tienen que aprender a taparse los oídos y andar
siempre a la defensiva cuidándose de posibles agresiones como pellizcos, nalgadas, gestos
obscenos y la proximidad excesiva de otros cuerpos. En ocasiones las estrategias de las
mujeres son exitosas y logran impedir el contacto físico, pero no eliminan el hostigamiento
ni lo hacen menos molesto. Los únicos que pueden detener la violencia son quienes la
ejercen. El hostigamiento es una forma de violencia porque produce molestia y desagrado,
porque invade la esfera de intimidad de la víctima, controla sus movimientos y porque, en
pocas palabras, transgrede su voluntad.

Recientemente, un integrante de un grupo de trabajo formado por hombres dispuestos a


eliminar su propia violencia y a mejorar las relaciones de pareja relató lo que había sido un
pasatiempo habitual cuando estudiaba la preparatoria: consistía en reunirse con un grupo
de muchachos en una calle o un parque, e insultar a todas las mujeres que pasaban,
haciendo siempre referencia a partes corporales como los senos, las caderas o las piernas.
Después se dieron cuenta de que resultaba más divertido si se situaban en la entrada de
una tienda y les impedían el paso a las mujeres, ya que así podían ver cómo se dibujaba la
expresión de incomodidad, malestar o enojo en su rostro. Se trata, como es obvio, de una
práctica muy violenta, pero como se dirige a las mujeres, en una sociedad machis-
[49]
ta adquiere una connotación totalmente diferente. El contenido violento puede no ser
advertido siquiera, mucho menos tomado en cuenta. ¿Cómo se va a cuestionar lo que ni
siquiera se identifica? Es más, como se señaló en párrafos anteriores situaciones como la
descrita llegan a definirse como un ritual de acceso a la masculinidad, como parte del
proceso de «volverse hombre» en lugares donde eso es sumamente valorado. El
adolescente que no se atreve a formar parte del grupo o que estando con los demás no
participa en los insultos y agresiones puede ser calificado de «gallina» (o sea, miedoso),
pero más probablemente de «marica», que en este contexto claramente significa no ser

31
La Violencia en Casa
hombre. De este modo, las voluntades individuales paulatinamente se van integrando en un
orden social que impone determinadas conductas y reprime otras. En toda sociedad hay
actos permitidos y actos prohibidos; actos aceptados, que se ven con buenos ojos y gozan
de la aprobación del grupo, y actos proscritos, que reciben la censura social. Y la
permisividad o la prohibición, la condonación o la condena; dependen del contexto social.

¿Qué significa vincular la violencia con el contexto social? ¿A qué viene la alusión a una
cultura que permite o restringe determinados comportamientos? ¿Por qué es tan importante
insistir en el peso de la sociedad? Los individuos no viven aislados; se relacionan entre sí
en los distintos ámbitos en que se mueven cotidianamente. En esas relaciones -familiares,
escolares y laborales, en encuentros casuales y aun en el trato momentáneo con
desconocidos- es donde puede producirse la violencia. Por ello, si se requiere entender el
fenómeno y profundizar en el análisis es necesario ver, precisamente, qué ocurre en las
relaciones sociales.

Si dos personas se relacionan con violencia, esa relación concreta entre esos dos sujetos
debe ubicarse en un contexto preciso, en el que existen jerarquías, donde también hay
ciertas creencias y valores sobre lo aceptable y lo prohibido, etc.

En otras palabras, detrás de cada acto de violencia no sólo están la estructura social y la
fuerza de sus instituciones, sino también la cultura, las costumbres y las tradiciones con su
peso específico en el comportamiento individual.
[50]
Johan Galtung [véase «The specific contributions to the study of violence»] propone un
modelo que integra tres variantes de la violencia: la directa, la estructural y la cultural.

VIOLENCIA
CULTURAL

VIOLENCIA DIRECTA VIOLENCIA ESTRUCTURAL


32
La Violencia en Casa

De acuerdo con esta propuesta, la violencia directa es la que se produce entre dos
personas determinadas, es decir, en las relaciones cara a cara. Ésta es la parte más
visible de la violencia: la madre que golpea a su hijo, el marido que escatima el dinero para
el gasto, el adolescente que insulta a una mujer en la calle, el violador y su víctima.

La violencia estructural se origina en las instituciones, en la asignación de jerarquías -en


función de la clase social, la raza, el sexo, la discapacidad, la preferencia sexual, el lugar
que cada persona ocupa en la familia, etc.- y en el reparto desigual del poder. Algunos
ejemplos de violencia estructural se pueden encontrar en la legislación. En la introducción
mencionamos al pater familiae, figura del derecho romano trasladada a varios códigos
latinoamericanos. Todavía subsisten preceptos que castigan con mayor dureza el adulterio
de la mujer que el del hombre; es más, si el marido, tras enterarse del adulterio de su
esposa, la golpea o la asesina, se atenúa su sanción por considerarse que ella lo
«provocó» o que se trató de un homicidio «por honor». Subsisten preceptos que obligan a
la
[51]
mujer a pedir permiso al marido si quiere trabajar fuera del hogar, que autorizan al padre (a
veces también a la madre) a golpear a los hijos discrecionalmente. En estos casos y en
otros, la legislación establece formas de desigualdad que, como tales, tienen el potencial
de generar violencia. Esto no significa que todas las leyes sean expresión de violencia
estructural. Durante los últimos años se han dictado en varios países latinoamericanos
normas jurídicas que condenan la violencia familiar e imponen sanciones de diversa
magnitud.

Algunas instituciones también arrastran consigo cierta carga de violencia. Entre los centros
gubernamentales de atención a la familia y a la niñez, por ejemplo, se puede advertir que
hay algunos que fomentan la estabilidad formal y la convivencia bajo el mismo techo
«contra viento y marea», a pesar de que exista maltrato y se vulneren los derechos
individuales de los integrantes. El modelo de atención de estas instituciones puede
calificarse de violento porque ignora, trivializa e incluso auspicia y legitima conductas de
maltrato. En cambio, otros centros de reciente creación subrayan el derecho de toda
persona a una vida libre de violencia y procuran evitar cualquier acto que ponga en peligro
la salud física o emocional de los miembros de la familia, aunque esto signifique
«desintegrarla».

La violencia cultural se refiere a los símbolos, los valores y las creencias que, arraigados en
el imaginario social y en las mentalidades, parecen extender un manto de «inevitabilidad»
sobre las relaciones de desigualdad existentes en la sociedad y en la familia. Abundan las
33
La Violencia en Casa
creencias, falsas en su totalidad, que tienden a exculpar al agresor y a responsabilizar a las
víctimas o a las circunstancias. Algunas expresiones conocidas que reflejan estas falsas
creencias son: «A las mujeres les gusta que las golpeen», «En realidad ellas lo provocan»,
«Algo habrá hecho para que le dieran esa paliza», «Te pego porque te quiero», «La maté
porque era mía», «Es una tonta si sigue con él o será que en el fondo le gusta que la trate
así»; y sobre el maltrato infantil: «La letra con sangre entra», «Hay que pegarle para que se
eduque... para que aprenda», «Así se hace hombre».

Estos mitos, que se verán con más detenimiento en el tercer capítulo, están tan afianzados
en la conciencia individual y
[52]
en la colectiva que muchas veces los repetimos sin damos cuenta. Estas expresiones, y
muchas otras que se pueden detectar en el lenguaje, en las imágenes publicitarias, en los
libros de texto, en los consejos de las madres y abuelas a la futura esposa, en el refranero
popular y hasta en los juegos infantiles, son una manifestación más de la violencia cultural.

Los cambios de actitud hacia la violencia y específicamente hacia los sujetos en ella
implicados, la nueva cultura de respeto a los derechos humanos, que poco a poco va
abriéndose paso y ganando terreno son, en cambio, expresiones culturales no teñidas de
violencia. Por ejemplo, en muchas partes del mundo se lleva a cabo anualmente una
campaña en contra de la violencia hacia las mujeres que comienza el 25 de noviembre (Día
internacional contra la violencia hacia las mujeres) y termina el 10 de diciembre (Día
internacional de los derechos humanos). Algunas organizaciones no gubernamentales han
difundido a través de carteles, folletos, calcomanías y medios de comunicación, mensajes
como «No hay excusa para la violencia doméstica» o «Golpear a una mujer no nos hace
más hombres». Asimismo, los gobiernos han emitido anuncios televisivos de condena a la
violencia y respeto a las minorías.

Si se revisa el modelo de Galtung se verá el punto de interacción entre las tres distintas
variantes. En la base de la figura aparecen la violencia directa y la estructural; en el vértice
superior la violencia cultural, invocada para justificar las otras dos. Para entender con más
claridad esta dinámica, volvamos a la chica golpeada porque olvidó el mandado. Es un
ejemplo de violencia directa entre dos personas concretas, que se ubicaría en el vértice
izquierdo de la base del triángulo. No obstante, resulta que esas dos personas son madre e
hija y por ende ocupan claramente posiciones jerarquizadas. La madre estaría situada
arriba, o sea en el lugar de mando, y la hija abajo, que equivale al lugar de obediencia. Esta
ubicación diferenciada no la decidieron ellas, sino que fue establecida, ya que en el
imaginario social está fuertemente arraigada la posición de la madre como figura de
autoridad sobre los hijos, con un poco de más peso sobre las hijas.
34
La Violencia en Casa
[53]
Además de la relación asimétrica, hay que revisar si el episodio mismo genera aceptación o
rechazo social. En este resultado influye la cultura. La actitud de la comunidad puede variar
según el contexto específico; por ejemplo, en algunas áreas rurales es más probable que la
respuesta materna sea aceptada sin cuestionamientos, pues persiste la idea de que los
hijos son propiedad de los padres. En ciertos espacios urbanos, en cambio, tal vez la madre
sería señalada como una persona que abusa de su autoridad.

Como no se trata de un caso hipotético sino real, sabemos lo que sucedió. La madre
aparentemente minimizó el hecho; se limitó a comentarle a su marido que había castigado a
su hija por distraída. A una vecina que pudo haber oído los gritos de la muchacha le dijo
que ésta «la había sacado de sus casillas» y que por eso le había dado un par de
cintarazos. Ni el marido ni la vecina censuraron su conducta; el primero consideró que
había hecho lo correcto y la segunda que «esas cosas suceden a veces y no hay por qué
preocuparse». ¿Qué habrían opinado si hubieran conocido la verdad? Nunca lo sabremos.
Lo cierto es que la mujer se sintió tan culpable que si bien en un primer momento minimizó
la golpiza, posteriormente buscó el apoyo de especialistas. La hija, por otro lado, nunca lo
comentó con nadie. La principal razón era que sentía vergüenza, en parte por haber
olvidado algo tan simple como una lista de ocho cosas, pero sobre todo por haber sido
golpeada. En su actitud se puede percibir con claridad el peso de la cultura. Esta
adolescente no tiene duda alguna de que la madre es una figura de autoridad; tampoco se
atreve a cuestionar su derecho a golpearla, e incluso puede pensar que la madre hizo lo
correcto y sentirse culpable por haber desatado su enojo. Al igual que muchas víctimas de
violencia familiar, optó por el silencio. Hasta aquí la vinculación de este episodio de
violencia con la cultura: ésta fue determinante en las actitudes de la madre y de la hija, y en
la respuesta del entorno inmediato ante una información parcial. Falta todavía considerar el
peso de la violencia estructural.

Las relaciones familiares, y más concretamente las de padres e hijos, tienen una regulación
institucional precisa. Ya se
[54]
señaló que los padres tienen la obligación -y el derecho- de educar y corregir a sus hijos.
¿Significa esto que una madre puede propinar a su hija cincuenta cintarazos? Aunque la
primera tentación sería responder con un no rotundo, lo cierto es que esta respuesta
depende de la sociedad de que se trate y de la conformación de sus instituciones.

El concepto de abuso infantil es de elaboración muy reciente: apenas en los años sesenta
se acuñó la expresión de «niño maltratado». Antes de esto no había limitación alguna para

35
La Violencia en Casa
los castigos corporales. Cuando las instituciones avalan la legalidad y hasta la conveniencia
del maltrato, sin duda hay violencia estructural.

Pero ¿qué pasa en la actualidad? Todavía se advierte la violencia estructural porque


subsisten leyes que autorizan formas de maltrato y las instituciones que tienen la atribución
de impedirlo no siempre funcionan adecuadamente, por diversas razones que se
comentarán más adelante.
La experiencia de Miguel Ángel ilustra lo anterior.

Amelia, una empleada doméstica analfabeta, era la madre de un niño llamado Miguel
Ángel. En una ocasión, la familia para la cual Amelia trabajaba decidió irse de vacaciones
una semana y le pidieron que fuera con ellos para cuidar a los niños, entre otras labores.
Amelia entonces encargó a su propio hijo con una amiga que ya en otras oportunidades lo
había cuidado.

El retorno de la familia se retrasó poco más de diez días, pues uno de los niños enfermó de
tifoidea y el médico recomendó reposo absoluto. Ahí empezaron los problemas. A su regre-
so, Amelia fue a buscar a su hijo y se encontró con la desagradable sorpresa de que su
amiga había llevado a Miguel Ángel a un albergue. «Pensé que ya no regresarías y yo no
puedo mantenerlo», explicó.

En el albergue, por cierto una institución gubernamental, le pidieron a Amelia una cantidad
de documentos que para ella era imposible reunir. Alargaron el procedimiento, solicitaron
dinero (práctica muy extendida en algunas oficinas burocráti-

[55]
cas) y finalmente le informaron que su hijo había sido dado en adopción.

Su condición de mujer humilde, de escasos recursos y grandes dificultades para moverse


en las instituciones, reclamar sus derechos y quejarse de abusos y transgresiones, resultó
determinante. A cada paso se encontraba con nuevos obstáculos y cuatro años después
seguía luchando, infructuosamente, por que le devolvieran a su hijo.

En esta parte de la historia de Miguel Ángel podemos advertir una fuerte carga de violencia
de las instituciones hacia la madre. De hecho, Amelia perdió a su hijo por errores, defi-
ciencias y una dosis de n'1ala fe de las instituciones, concretamente por haberlo dado en
adopción de manera ilegal, cuando se conocía la existencia de la madre. Eso es violencia
estructural.
36
La Violencia en Casa

En este punto es posible retomar una vez más el esquema de Galtung. Al girar el triángulo
hacia la derecha, la violencia personal o directa se utilizaría para legitimar la estructural y la
cultural. Así, con la interpretación que en un momento dado se haga de algún caso
concreto, por ejemplo de cómo debe comportarse una buena madre, pueden reforzarse
estereotipos culturales y medidas deficientes de atención institucional. Y así sucesivamente,
de tal forma que es imposible comprender de manera aislada cada una de las manifestacio-
nes de un fenómeno que necesariamente requiere una visión de conjunto. A continuación
se ofrecen otros elementos que pueden darnos una visión más amplia.

INTERACCIÓN SOCIAL

El triángulo de Galtung es útil porque representa de manera gráfica las distintas variantes
de la violencia y porque muestra la articulación que existe entre ellas. Sin embargo, no dis-
[56]
tingue tipos de instituciones, relaciones personales o símbolos culturales.

Urie Bronfenbrenner desarrolló un modelo llamado «ecológico» que muestra la relación


entre cuatro niveles sociales, susceptibles de ser representados con círculos concéntricos
[véase La ecología del desarrollo humano]. Jorge Corsi a su vez adaptó ese modelo para el
estudio de la violencia intrafamiliar [véase «Una mirada abarcativa...»].

El primero y más amplio de estos cuatro niveles es el llamado MACROSISTEMA.


Comprende la organización social, con sus jerarquías establecidas e inamovibles y su
distribución desigual de poderes, así como las creencias y los estilos de vida; en particular,
lo que cada sociedad establece que deben ser los hombres y las mujeres (es decir, sus
atributos y tareas), lo que deben ser los niños y las niñas y también lo que debe ser la
familia. De igual manera, incluye las concepciones sobre el poder y el uso de la fuerza para
enfrentar los conflictos.

Los estereotipos de género, como la idea de que los hombres son fuertes, seguros,
asertivos, racionales, concentrados e inconmovibles, y que las mujeres, por otro lado, son
débiles, sensibles, emotivas, soñadoras, dulces y tontas, forman parte del macrosistema.
Éste también engloba los mandatos sociales para unos y otras, como el de no llorar y ser
duros, para los hombres, y el de no enojarse ni mostrarse agresivas, para las mujeres. Los
ejemplos presentados en el apartado anterior para ilustrar los mitos sobre la violencia en la
pareja (que es expresión de amor, que las mujeres la disfrutan, que los hombres son así por

37
La Violencia en Casa
naturaleza) y el maltrato infantil (que es una forma de educar y templar el carácter) también
se sitúan en el macrosistema.

En un segundo nivel está el EXOSISTEMA, integrado por las instituciones mediadoras entre
la cultura y el espacio individual: escuelas, iglesias, medios de comunicación, órganos ju-
diciales, legislación, etc. Este nivel muestra que las creencias y los valores culturales no
son entidades abstractas, sino que se transmiten, fortalecen, recrean y modifican a través
de instancias muy concretas con las que se interactúa cotidianamente. Cuando vamos a la
escuela o al trabajo, cuando vemos un
[57]
programa de televisión, leemos el periódico o nos enteramos de una denuncia por maltrato,
nos estamos moviendo en el exosistema. Algunas figuras de autoridad de distintos ámbitos
se inscriben en este nivel: los maestros, los sacerdotes, los psicólogos, los padres. Ninguno
de ellos está suspendido en el aire; su trabajo, sus consejos, sus ideas, su actuación
concreta, todo ello está determinado por los valores y las creencias que imperan en el
macrosistema. Son sus transmisores; fungen como enlace entre los mandatos sociales y
los sujetos individuales.

Lo mismo puede decirse de los medios de comunicación. No son los «creadores» de la


violencia, pero sirven para transmitir actitudes de tolerancia o de rechazo ante hechos
determinados. Los jóvenes no son violentos por culpa de los programas que hayan visto en
la televisión, pero a través de ello han aprendido las creencias sociales en torno a la
violencia.

Los ejemplos mencionados en páginas anteriores sobre instituciones de asistencia y


protección a la familia (que a veces trivializan la violencia en aras de mantener la conviven-
cia bajo el mismo techo) y la legislación (que en ocasiones también contiene normas
discriminatorias) se encuentran asimismo en este nivel del modelo ecológico.

El tercer nivel, denominado MICROSISTEMA, se refiere a las relaciones cara a cara, en las
que la familia es el prototipo. En este espacio se concretan los mandatos sociales sobre el
deber ser de hombres y de mujeres, y el manejo del poder en las relaciones familiares. Los
modelos de conducta que sigue cada persona dentro de la familia son ilustrativos de estos
mandatos: por ejemplo, que el padre debe ser el proveedor económico y que los ingresos
de la madre se consideran complementarios; que el trabajo doméstico corresponde a las
mujeres; que la hija mayor cuida a los hermanitos en ausencia de la madre; que niñas y
niños tienen juguetes diferentes.

38
La Violencia en Casa
El círculo más pequeño corresponde al plano individual, es decir, a cada persona en
concreto. También es un ámbito muy amplio, pues alberga las maneras como cada
individuo percibe y conceptualiza el mundo; la extensa gama de comportamientos que
puede asumir un ser humano; las emociones, las ansiedades y los conflictos (conscientes o
inconscientes), y, lo
[58]
que resulta fundamental para el análisis de la violencia, las pautas de relación con los
demás. En este último punto cabe desde luego el entorno inmediato, pero también están los
otros niveles donde se gestan y reproducen los patrones culturales que legitiman o
sancionan la violencia.

Este capítulo se puede resumir en los siguientes puntos:

 La violencia es una conducta humana que busca someter y controlar a otra persona,
es decir, transgrede su voluntad.
 De acuerdo con los medios utilizados y los daños producidos, la violencia puede
clasificarse e física, psicológica, sexual y económica. Estas variantes no sólo no son
excluyentes sino que difícilmente se presentan de manera aislada. La única violencia
que puede darse por sí sola es la psicológica.
 Siempre que hay interacción humana se producen conflictos que pueden resolverse
de distintas maneras: la conciliación, el diálogo y la confrontación, entre otras.
 La violencia no resuelve los conflictos; por el contrario, los intensifica.
 Todo acto de violencia entre dos o más personas se realiza en un contexto social en
el que existen determinadas actitudes hacia la violencia, que pueden ser de rechazo
y censura o de tolerancia y condonación, en particular cuando se trata de violencia
doméstica.
 En ese contexto social existen diversas instituciones que pueden ser violentas
dependiendo de cuáles sean sus objetivos, cómo estén organizadas y cómo
funcionen.
 Toda sociedad tiene sus propias expresiones culturales, que también pueden ser
violentas, dependiendo de su permisividad y tolerancia hacia los actos que anulen la
voluntad de algunos de sus miembros.
 Tanto las instituciones como la cultura dan por hecho que hay personas sin voluntad,
contra quienes se ejerce la violencia en mayor medida: mujeres, menores, ancianos,
ancianas, personas con algún impedimento físico o mental, lesbianas y
homosexuales.

39
La Violencia en Casa
[59]
En el siguiente capítulo se abordará el tema de la violencia en la familia: las jerarquías que
se establecen y reproducen en ese espacio, así como los mecanismos que operan para
someter y controlar a quienes se considera débiles, en la medida en que no se les reconoce
su voluntad. Se analizará también cómo se producen las distintas formas de violencia
(física, psicológica, sexual y económica) en el núcleo familiar y cómo afectan de manera
diferenciada a sus integrantes.

[61]
CAPÍTULO 2
VIOLENCIA EN LA FAMILIA

PODER Y JERARQUÍAS. ¿QUIÉN ES EL JEFE?

En páginas anteriores se expusieron diversas formas de desigualdad social y se insistió en


que ésta es un buen caldo de cultivo para la violencia. Se mencionaron también dos po-
siciones -arriba y abajo-, reales o simbólicas, que dan pie al ejercicio de la violencia, toda
vez que representan relaciones asimétricas de poder.

Entre los integrantes de toda sociedad existen diferencias individuales y de grupo en lo


tocante a las características corporales (sexo, color de la piel y de los ojos, estatura, peso,
aptitudes físicas, etc.), así como a las ocupaciones, actividades, gustos, opiniones políticas,
estilos de vida, ideologías, etc. Algunas de estas diferencias se traducen en desigualdades,
lo que significa que personas o grupos con determinadas características reciben un trato
discriminatorio. Algunas de las diferencias que a menudo dan lugar a desigualdades son la
clase social, el origen étnico, el sexo, la preferencia sexual y la discapacidad.

No es lo mismo ser un hombre blanco de clase media, residente de una ciudad, con acceso
a todo tipo de servicios (educación, salud, recreación) y cuyo poder adquisitivo le
[62]
garantice un seguro para la vejez, que ser indígena, habitante de una pequeña comunidad
en la que se acarree el agua en cubetas, a veces por varios kilómetros, que tenga la clínica
de salud más cercana a un día de camino y cuyos servicios educativos cubran el nivel
elemental, en el mejor de los casos. Las diferencias saltan a la vista; no se trata sólo de
reconocer distintos estilos de vida, sino de advertir el esquema de discriminación derivado
de la pertenencia a una clase social o a un grupo étnico determinados. El indígena está
marginado de los servicios de educación, salud, vivienda; en síntesis, del desarrollo,
precisamente por su condición de indígena.
40
La Violencia en Casa

Al abordar el tema de la discapacidad queda claro que una persona sorda, ciega o en silla
de ruedas, por ejemplo, enfrenta múltiples dificultades que resultan totalmente ajenas a
quienes gozan de buena salud. Sin embargo, lo que interesa destacar no son sus
dificultades, sino el trato que reciben esas personas por parte de una sociedad que, en
lugar de allanarles los obstáculos y proporcionarles facilidades específicas, las segrega y
margina. Algo similar ocurre con los ancianos, muchas veces limitados a una raquítica
pensión y sujetos a los maltratos de la familia y a las vejaciones del aparato institucional.
Por otra parte, en cualquier ocupación o actividad, por ejemplo la de estudiante, empleado,
profesionista liberal o campesino, no reciben el mismo trato los heterosexuales que los
homosexuales, en particular en sociedades donde estos últimos son severamente
condenados y reprimidos.

En todas las clases socioeconómicas, en todos los grupos étnicos, entre las personas con
discapacidad, entre los ancianos, en el campo o en la ciudad, la situación de hombres y
mujeres es distinta. Las diferencias de género atraviesan todas las variantes sociales y
redefinen todas las formas de desigualdad social. Aun las mujeres blancas, adultas, ricas,
heterosexuales, cristianas y del primer mundo están subordinadas a los hombres con esas
mismas características; sus oportunidades de desarrollo individual, de educación y de
empleo, por ejemplo, no son las mismas. Incluso el indígena que vive en una población
perdida donde imperen la miseria, el abando-
[63]
no y el hambre ocupa una posición jerárquica superior con respecto a las mujeres de esa
misma comunidad.

Así, en toda sociedad las mujeres ocupan un lugar secundario con respecto a los hombres.
Al finalizar la década de los años ochenta, Naciones Unidas difundió una estadística que
revela la magnitud de la discriminación y la explotación de las mujeres en el mundo. A partir
de investigaciones nacionales y regionales, informes de consultoría, datos proporcionados
por los gobiernos de los países miembros y algunas aportaciones de organismos no
gubernamentales fue posible establecer que entre 1980 y 1990, las mujeres, que
representan aproximadamente la mitad de la población mundial (51%), habían realizado
dos terceras partes del trabajo productivo, habían recibido 10% del ingreso y sólo
detentaban 1% de la propiedad mundial [véase Naciones Unidas, Violence against women].
Estas cifras hablan por sí solas e ilustran con claridad las disparidades económicas. En el
terreno del poder político el panorama no es muy distinto. De acuerdo con información de la
Unión Interparlamentaria y de la División de Naciones Unidas para el Adelanto de la Mujer,
si bien en la mayoría de los países del mundo el electorado está compuesto por hombres y

41
La Violencia en Casa
mujeres en la misma proporción, la representación de estas últimas en consejos locales
(por ejemplo, gobiernos municipales y estatales) es de 16%; en las legislaturas nacionales
(parlamentos y congresos) el porcentaje se reduce a diez unidades.

El descenso en las cifras continúa, de tal manera que las mujeres sólo representan 7% en
los gabinetes nacionales, y únicamente 4% de las jefaturas del poder ejecutivo (presidentas
y primeras ministras) están ocupadas por mujeres [véase K Staudt, «Mujeres en
política...»].

A este respecto vale la pena recordar el modelo ecológico del capítulo anterior y sus
círculos concéntricos. Si se consideran la capacidad económica y el poder político, en cada
uno de los espacios o sistemas del modelo las mujeres ocupan un sitio marginal. En el
espacio más amplio (el llamado macrosistema) sólo 4% pertenecen al poder ejecutivo, es
decir, una de cada 25; 7% integran los gabinetes (son secretarias de Estado o ministras), y
10% forman parte de los parlamentos
[64]
(diputadas y senadoras). En el siguiente nivel del modelo eco lógico, o exosistema, donde
estarían ubicadas las instancias locales de gobierno, la proporción se eleva a 17%, pero
sigue siendo muy baja. Paralelamente, para poner en funcionamiento todo el macrosistema,
las mujeres han realizado la mayor
parte del trabajo y a cambio sólo han recibido 10% de la retribución económica. Para cerrar
el cuadro, solamente una de cada cien casas o terrenos pertenece a una mujer.

No obstante, estos datos no revelan lo que ocurre en el microsistema, es decir, en la esfera


familiar, el núcleo de convivencia donde las relaciones se dan cara a cara y donde existen
un trato y una comunicación directa entre los individuos. ¿Qué pasa dentro de cada familia?
¿Cómo se distribuye el poder económico entre sus integrantes? ¿Quiénes realizan el traba-
jo y cómo se les retribuye? O más bien, ¿qué trabajo desarrolla cada persona y cómo se
valora? ¿Quiénes participan, y en qué proporción, en las decisiones que afectan al grupo?

A continuación veremos cómo las jerarquías y desigualdades sociales se reproducen en el


hogar. Este tema, que apenas en las últimas décadas ha empezado a cuestionarse, no es
trivial cuando se habla de violencia doméstica. Detengámonos a pensar en la manera como
se organizan jerárquicamente las familias. ¿Quién es «el jefe» de la casa? ¿Acaso la
persona que la sostiene, es decir, la que aporta más recursos económicos? ¿O no será
más bien la que se encarga de su funcionamiento? ¿La que organiza tareas, asigna
responsabilidades a los miembros del núcleo familiar y se asegura de que todo marche por

42
La Violencia en Casa
buen camino? ¿La persona que pasa más tiempo en casa? ¿La de mayor edad? ¿La que
tiene más estudios?

Recientemente, en los registros de población de algunos países latinoamericanos se han


introducido criterios específicos para determinar quién es el jefe, entre los cuales destaca el
nivel de ingresos. En otras ocasiones, la idea de jefe alude más bien a la persona que los
demás integrantes del grupo familiar reconocen como jefe. Si los criterios no son unifor mes,
el análisis demográfico comparativo es imposible, pero para el tema de la violencia lo
importante no es sólo quién gana más dinero o quién aporta más recursos al hogar (dos
[65]
aspectos que no siempre coinciden), sino sobre todo a quién se le confiere la autoridad
dentro de la familia y a quién se le reconoce socialmente. No hay que darle muchas vueltas.
Por lo regular se trata del varón adulto.

En nuestras sociedades, lo normal es que al hablar del «jefe del hogar» la gente se refiera
al «hombre de la casa», quien suele desempeñar el papel de esposo y padre, y que se
considera a sí mismo el jefe. Las otras personas que viven en el mismo sitio, es decir, la
esposa y los hijos, también lo consideran el jefe. Esta posición está fundamentalmente
definida por el género, aunque también interviene la edad.

Existen cada día más hogares con jefatura femenina; entonces habría que preguntarse en
qué consiste esa jefatura, es decir, en función de qué elementos se la define como tal. En
general, el término denota la ausencia de un hombre adulto, a quien se consideraría el jefe
«natural»; en otras palabras, las mujeres aparecen como jefas sólo cuando no hay
hombres, aun cuando esta ausencia no sea definitiva.

En algunas en cuestas de población, por ejemplo, llega a ocurrir que quien responde el
cuestionario anota como jefe del hogar al hombre adulto (padre, esposo) y en preguntas
posteriores se descubre que en realidad el supuesto jefe no ha vivido en esa casa durante
varios meses o incluso años. De todos modos, se lo sigue señalando como jefe.

En una ocasión, una mujer acudió a una organización no gubernamental que brindaba
asesoría legal, decidida a demandar de su marido la pensión alimenticia para cubrir las
necesidades de sus dos pequeñas hijas. Según su narración, el esposo había abandonado
el hogar hacía casi tres años y desde entonces no había hablado con ella ni visitado a las
niñas, mucho menos aportado dinero. Cuando el abogado le telefoneó para informarle
sobre el curso de la demanda se sorprendió de que la misma mujer contestara con una
frase mecánica: «Casa del doctor Ramírez».

43
La Violencia en Casa

También hay hombres que por razones de trabajo tienen que mudarse sin su familia a otra
ciudad o a otro país, y no por ello pierden el rango de jefes. Esto es relativamente común en
poblaciones de migrantes. En México hay hombres que cru-
[66]
zan la frontera hacia Estados Unidos y tardan meses en comunicarse y años en regresar, si
es que efectivamente regresan. Algunos de ellos no envían dinero ni tienen contacto alguno
con sus familias, pero se los sigue llamando «jefes del hogar». Estos ejemplos muestran
cuán arraigada está la costumbre de considerar al hombre como el jefe del hogar, aun
cuando lo haya abandonado.

Con las mujeres no pasa lo mismo. Los hogares con jefatura femenina (que en México son
aproximadamente 15% del total) se consideran una suerte de familias «defectuosas», que
tienen menos apoyos institucionales (por ejemplo, créditos de vivienda, préstamos de
cualquier tipo, seguridad social y en general políticas de bienestar) y tienden a estar menos
acomodadas económicamente.

Además, 94.3% de las jefas del hogar realizan quehaceres domésticos aparte de un traba jo
remunerado [véase INEGI, Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares], lo que
difícilmente hace la contraparte masculina.

El jefe del hogar es una figura de autoridad. En la introducción quedó señalado que el
ámbito doméstico es esencialmente igual para todos los hombres. Es un espacio donde
pueden ordenar y exigir obediencia a sus mandatos. El marido suele tomar decisiones que
afectan a toda la familia, como cambiar el lugar de residencia o mudarse él, comprar deter-
minados bienes o prescindir de otros, establecer normas de disciplina para los demás
integrantes de la familia (entre ellos la esposa), otorgar permisos, hacer concesiones o
imponer castigos.

Cuando se habla del jefe del hogar y se lo cataloga como figura de autoridad, nos referimos
a los espacios en los que opera una división tradicional de funciones y tareas. De acuerdo
con ésta, el hombre adulto manda y los demás obedecen. La esposa acata las órdenes del
marido, pero tiene autoridad sobre los hijos, Y si vive en la casa una persona anciana, pro-
bablemente también sobre ella. En un esquema tradicional, los hijos no cuestionan, no
preguntan ni mucho menos protestan: callan y obedecen. Pero los hijos varones suelen
tener ciertas prerrogativas que no siempre se conceden a las niñas:

44
La Violencia en Casa

[67]
tienen mayor libertad para moverse (jugar, subirse a los árboles, ensuciarse la ropa, salir a
la calle) y rara vez se les exige colaborar con las tareas domésticas. Paralelamente, los
hermanos mayores suelen tener cierta autoridad sobre los menores.

Los modelos de conducta que definen las tareas y funciones según el género tienen mayor
o menor rigidez según qué tan tradicional o moderna sea la familia en cuestión. Cuanto más
tradicional sea, más marcadas estarán las diferencias y los papeles que debe desempeñar
cada uno de sus integrantes; es decir, se advertirán más claramente las jerarquías, las
desigualdades y la dinámica de las relaciones de poder. El siguiente ejemplo permite
ilustrar los privilegios y las obligaciones familiares distribuidos por género.

A principios de los años noventa en varios estados de la República Mexicana empezaron a


crearse centros gubernamentales de atención a víctimas de violencia familiar. Desde los
primeros días se advirtió lo que sería una constante en la demanda del servicio: la inmensa
mayoría estaría integrada por mujeres. También era común observar cierta incomodidad en
las salas de espera, aunque la estancia ahí fuera muy breve. Las mujeres que acudían a los
centros escondían la cara. desviaban la mirada o se cubrían el rostro con ambas manos. En
las primeras entrevistas con las trabajadoras sociales quedaba de manifiesto que muchas
de esas mujeres hablaban por primera vez en su vida de sus vivencias de maltrato.

Los pocos hombres que acuden a solicitar apoyo tienen una actitud muy diferente. Lejos de
mostrar timidez en los ademanes y las palabras o de ser evasivos en sus planteamientos
suelen articular sus quejas con mucha mayor precisión y asertividad que las mujeres.
Algunos de ellos tienen una suerte de coraje que en raras ocasiones se advierte en los
rostros femeninos.
[68]
Javier fue uno de los primeros hombres que solicitaron atención por sentirse maltratados
por la esposa; además contaba su historia a cualquier persona que quisiera escucharla,
desde el policía de la entrada hasta la psicóloga o el abogado en turno, pasando por
quienes estuvieran en la sala de espera. En una ocasión participó con su testimonio en un
programa de radio acerca de la violencia doméstica. Hablaba mucho de la esposa y muy
poco de sí mismo. Javier tenía cerca de cincuenta años y hacía 18 que vivía con Dora, con
quien había procreado tres hijos de catorce, once y nueve años. Se quejaba de abandono y
de las múltiples exigencias de la esposa, relativas al trabajo, a la atención a los hijos y, en
menor proporción, al dinero. Afirmaba que la vida con Dora era casi imposible por el nivel
de descuido en que tenía el hogar: ella se negaba rotundamente a hacer el trabajo
45
La Violencia en Casa
doméstico. Una montaña de trastes sucios en la cocina, polvo por todas partes y las camas
sin tender a veces hasta mediodía, «con el pretexto de que va a trabajar», constituían el
núcleo de la queja. De la versión de Javier se podían extraer los siguientes hechos: la casa
donde vivían era propiedad de Dora, quien la había heredado hacía algunos años y quien
además se encargaba de mantenerla (ella cubría todos los pagos de servicios y las re-
paraciones); él había construido un estudio en el último piso. Javier pasaba todas las tardes
con sus hijos, mientras Dora trabajaba en una oficina; él no trabajaba. Ella no se ocupaba
del trabajo doméstico, a pesar de que él se lo pedía todos los días. Para demostrar el
«abandono» de Dora, desde el primer día que fue al centro Javier exhibió fotografías de la
casa desarreglada y cintas con conversaciones grabadas: «Hazlo tú si quieres, yo no voy a
planchar...», decía con indiferencia una voz femenina. Él no quería separarse de su esposa
por varias razones. Una de ellas era que «adoraba a sus hijos» y no deseaba estar lejos de
ellos; otro motivo era que ahí tenía su estudio y tampoco quería perderlo. En realidad,
según decía, le gustaba vivir con su familia, pero quería ser atendido.
[69]
La versión de Dora confirmó todo lo que había dicho Javier, pero le añadió un detalle. Él
nunca había trabajado; durante varios años salió de la casa por las mañanas, pero nunca
aportó un centavo para el mantenimiento del hogar. Después dejó de salir; pasaba sus días
en el estudio -al que nadie entraba-, recorriendo la casa y certificando el desorden que
aumentaba continuamente.

Lo que salta a la vista en este caso es el manejo de los papeles asignados socialmente en
virtud del género de cada uno de los protagonistas. De acuerdo con una visión tradicional,
al hombre le corresponde trabajar fuera del hogar, proveer lo necesario para el sustento de
la familia y ejercer la autoridad. La mujer, por su parte, debe dedicarse a cuidar el buen
funcionamiento de la casa, atender a los hijos y también al marido. En este mismo esquema
hay posiciones claras de mando y obediencia, autoridad y sumisión.

En la historia de Dora y Javier ninguno de los dos cumplía con esas funciones
estereotipadas. Javier no sólo no encajaba en la definición de proveedor, sino que jamás
había trabajado. La responsabilidad económica que suele asignarse al padre y esposo, en
el caso de Javier lisa y llanamente no existía. Sin embargo, eso no le impedía ejercer -o
intentar ejercer- un poder de mando. Se asumía como el hombre de la casa, por lo tanto,
como autoridad. Exigía que se lo atendiera y buscó apoyo institucional para lograr su
propósito.
Dora, por otra parte, tampoco era un modelo de ama de casa. Nunca lo había sido. El
trabajo doméstico le molestaba particularmente; le producía una incomodidad mayor que
vivir en el desorden. Tampoco se quedaba en la casa ni tenía gran apego por sus hijos. La
46
La Violencia en Casa
diferencia entre ambos era que Dora desempeñaba el papel que tradicionalmente le habría
correspondido a su marido, mientras que Javier no movía un dedo para que la casa
estuviera en mejores condiciones. Dora había cambiado su papel por el de proveedora,
pero en la prác-
[70]
tica eso no le confería ninguna autoridad. Además, su trabajo extradoméstico era
considerado la causa principal de sus desatenciones conyugales.

La otra diferencia consistía en cómo definía cada uno de ellos la violencia. Para Javier la
casa desordenada, las camas deshechas y la montaña de platos sucios constituían una for -
ma de maltrato dirigido específicamente hacia él. Por ello acudió a un centro especializado,
para que le ayudaran a «controlar a su esposa», le dijeran a ella cuáles eran sus
obligaciones y cesara el maltrato. Dora, en cambio, había asumido que el sostén económico
de la casa y la manutención de los hijos eran responsabilidad suya, en el primer caso por
ser la propietaria y en el segundo por ser la madre. En algún momento expresó que le
gustaría que Javier compartiera esa tarea, pero sabía que era una mera ilusión. Hacía
tiempo que la había descartado. Su única forma de lidiar con las exigencias del esposo era
ignorarlas, y no tenía una disposición real para discutir y resolver los problemas. Eso
también formaba parte de un pasado incierto. Para los dos, la vida en familia era una
pesadilla. Hacía mucho tiempo que habían dejado de comunicarse.

La historia en su conjunto permite apreciar el peso de las tradiciones y específicamente el


de las construcciones de género. Lo que Javier define como violencia no es más que el
intento de su esposa de ser una persona independiente y autónoma; Dora se sale
totalmente del papel asignado y Javier se siente humillado, agredido, maltratado. Se asume
como víctima de la violencia a pesar de que ésta no existe. Y ella, que habría podido
sentirse perseguida y agobiada, lejos de emprender una acción legal opta por el silencio, la
paciencia y la resignación, características todas muy «femeninas». Es un ejemplo de cómo
cuando una mujer rechaza las expectativas que el marido, la familia, la sociedad tienen de
ella, puede ocasionar conflictos de diversa magnitud en el hogar y en las relaciones
interpersonales. Aunque hay familias más tradicionales que otras y espacios de convivencia
con reglas más democráticas, existen diversas formas de ejercer la autoridad
[71]
y afortunadamente en los últimos años las cosas han empezado a cambiar para el bien de
todos.

Es importante destacar que los modelos de conducta definidos según el género, es decir, lo
que se establece como un imperativo, como un «deber ser» -hacer, pensar o sentir para los
hombres y las mujeres, los padres, las madres, los hijos, los hermanos y toda persona que
47
La Violencia en Casa
forme parte del núcleo familiar, no se deciden en el interior de esa pequeña comunidad,
sino que están asignados socialmente. Recordemos el peso de las instituciones y la cultura
para justificar o legitimar la violencia directa o personal, y recordemos también los círculos
del modelo ecológico, que muestran la articulación que existe en los diversos espacios
sociales, desde las percepciones individuales hasta las estructuras más all1plias, donde se
asientan las instituciones políticas y sociales.

No basta que una persona decida salirse del modelo tradicional para que realmente pueda
lograrlo y para que se le reconozca una nueva función. La historia de Dora, nuevamente, es
un buen ejemplo. De ninguna manera puede considerársela una mujer tradicional, pues
realiza un trabajo remunerado, es propietaria de un inmueble, no hace labores domésticas
ni atiende al marido. Sin embargo, como ya vimos, nada de ello le ha permitido modificar su
condición en el hogar ni ha logrado que se le reconozca autoridad alguna.

Dado que los modelos de conducta están socialmente determinados, muy pocas veces
llegan a cuestionarse de manera frontal. En contadas familias se discute internamente lo
que cada quien debe hacer y se toman decisiones de manera democrática. La figura del jefe
del hogar sigue teniendo un peso específico en la vida del núcleo de convivencia.

Cuando en una familia el marido y la mujer se sientan a discutir cómo van a gastar el dinero
que tienen en común (obtenido, por ejemplo, en sus respectivos trabajos asalariados);
cuando eligen juntos las escuelas de los hijos; cuando todos opinan sobre los paseos y las
vacaciones, y todos colaboran para mantener la casa en orden y en buen funcionamiento,
están haciendo algo más que vivir en armonía: están construyendo relaciones equitativas y
desterrando la amenaza
[72]
de la violencia. Esto no significa, como ya se ha dicho en varias ocasiones, que no se
presentarán tensiones y conflictos, que no habrá discrepancias o pleitos; más bien quiere
decir que en un esquema de igualdad pueden encontrarse y utilizarse medios racionales y
respetuosos para resolverlos: el diálogo, el establecimiento de límites, la distancia, la
escucha atenta, la tolerancia, la conciliación.
Antes de cerrar este apartado conviene puntualizar lo siguiente:

 Toda sociedad asigna determinadas funciones a sus integrantes, que no sólo marcan
diferencias sino que además definen relaciones de poder, jerarquías y
desigualdades.
 Los modelos de conducta se definen principalmente en función del género y la edad,
pero hay otras variantes que también influyen.
 En la familia se reproducen y fortalecen los modelos sociales de conducta y por lo
48
La Violencia en Casa
tanto se generan desigualdades.
 Cuanto más tradicional sea una familia, más rígidos serán los modelos de conducta,
mayor desigualdad habrá en su interior y en consecuencia aumentarán las
probabilidades de que surja la violencia.

¿QUIÉNES SON LOS DÉBILES?

El poder y las jerarquías sociales que se reproducen en el interior de la familia implican, sin
duda alguna, relaciones de desigualdad: posiciones asimétricas donde alguien manda y
alguien obedece, alguien decide y ordena, y alguien acepta sin mayores cuestionamientos.
Se trata, en síntesis, de un arriba y un abajo. Ya vimos que el jefe del hogar, el hombre de
la casa, está arriba, es decir, en la posición de mando. Y entonces ¿quiénes están abajo?
¿Quiénes son los subordinados? ¿Quiénes ocupan una posición de obediencia? En las
siguientes páginas se presentarán distintas causas de subordinación dentro del núcleo
familiar.
[73]
En primer término se abordará el caso de los menores de edad. Los bebés, los niños y los
adolescentes de uno y otro sexo sufren distintas formas de maltrato, tanto físico como
psicológico y sexual; e incluso se ejerce violencia económica contra ellos cuando se los
deja en estado de abandono o desnutrición. En la misma variante de discriminación por
edad se sitúan los ancianos, quienes por estar en la etapa final de su ciclo de vida son
vulnerables a diversas formas de maltrato.

Posteriormente se analizarán dos condiciones que recientemente empezaron a ser


abordadas de manera directa, sobre las cuales aún no hay mucha información. La primera
de ellas es la discapacidad; se sabe que las personas discapacitadas enfrentan grandes
dificultades sociales para emprender cualquier actividad (estudio, trabajo, quehaceres
cotidianos) e incluso en sus relaciones afectivas, pero se sabe muy poco sobre la forma en
que se vive la discapacidad dentro del hogar y sobre la propensión a ejercer violencia contra
los familiares discapacitados. La otra condición es la hom0sexualidad, sobre la que se
plantean interrogantes similares. ¿Están los hombres homosexuales más expuestos a sufrir
violencia en el interior de sus familias, debido precisamente a su preferencia sexual? ¿Y las
lesbianas? ¿Hay alguna diferencia significativa entre los géneros?

Las principales «debilidades», en síntesis, son la minoría de edad, la vejez y la ancianidad,


la discapacidad y la homosexualidad. A esta lista habría que agregar el género, que se
encuentra dentro de todas las categorías anteriores pero además existe por sí mismo. En
niñas, adolescentes y ancianas (discriminadas tanto por género como por edad), en
mujeres con discapacidad y en lesbianas coexisten por lo menos dos variantes de
49
La Violencia en Casa
discriminación. Pero también hay mujeres adultas, heterosexuales, blancas y educadas que
son discriminadas por el solo hecho de ser mujeres. El último apartado de este capítulo está
dedicado a ellas.
[74]
MINORÍA DE EDAD
En páginas anteriores se han hecho algunos comentarios sobre la situación de los
menores. Con este vocablo se hace referencia a los bebés, los niños y los adolescentes. Al
igual que en otras variantes de la violencia en el hogar, la investigación sobre maltrato
infantil y la prestación de servicios específicos a este sector de la población es muy
reciente. De hecho, apenas a principios de los años sesenta se empezó a hablar del
«síndrome del niño maltratado».

En muchas partes del mundo los menores sufren diferentes formas de violencia, que van
desde la desatención y el abandono en distintos grados hasta la violencia sexual, pasando
por golpizas y otras manifestaciones de violencia física. Sin duda, los menores están en
una relación de desigualdad con respecto a los adultos. Cuanto más tradicional sea la
familia, más notoria será esa desigualdad y mayores probabilidades habrá de que cualquier
conflicto desencadene una situación de violencia.

¿EDUCAR O GOLPEAR?
Hasta hace muy poco tiempo no se había reconocido la violencia que sufren los menores
dentro del hogar, cuyos ejecutores son el padre, la madre o cualquier otra figura de autori-
dad. Tanto el padre como la madre -y esto podría hacerse extensivo a otros adultos de la
familia- tienen la función de educar. Prácticas «educativas» que ahora se condenan por irra -
cionales, perniciosas y violentas, durante mucho tiempo se consideraron técnicas normales
y legítimas. Aceptado y aun recomendado por muchos, rechazado y condenado por otros,
«educar» a golpes ha sido una costumbre muy extendida que no sólo se transmite por
tradición oral, sino que encuentra un lugar en el refranero popular y, de manera no
sorprendente, en la legislación.

Pero ¿qué significa todo esto? ¿Quiere decir que se deben disculpar todos los golpes -las
bofetadas, los puñetazos, las
[75]
cachetadas y los jalones de cabello- porque tienen una finalidad educativa? ¿Significa que
debemos diferenciar entre los golpes para corregir y los golpes para maltratar, es decir,
para someter y controlar? ¿Y quién decide dónde acaba una cosa y empieza la otra?
Nuevamente se tendría que revisar la intención del ejecutor y esto es peligroso, porque se
50
La Violencia en Casa
corre el riesgo de condonar o incluso justificar el uso de la violencia. Durante muchos años
los padres golpeadores han esgrimido sentencias tajantes: «Lo hago por tu bien», «Algún
día lo vas a entender», «Ya me lo agradecerás».

En la actualidad parece existir una condena unánime a cualquier forma de maltrato físico,
pero este proceso, además de lento y tortuoso, es muy reciente. Todavía hace apenas un
lustro varios códigos penales en México y en otros países de América Latina autorizaban a
los padres a castigar corporalmente a sus hijos, siempre que no lo hicieran con «excesiva
frecuencia» o con «innecesaria crueldad». Los términos hablan por sí solos. No se prohibía
el maltrato en sí, sino el que se traspasara un límite incierto; se permitían los golpes siem-
pre que no fueran despiadados y esta discusión puede ser interminable, porque la línea
donde acaba lo mesurado y empieza el exceso es siempre arbitraria. Lo importante sería
identificar ese sitio de tensión entre lo permitido y lo condenado, entre el ejercicio de un
derecho y la ejecución de un acto violento.

Uno de los ejemplos comentados en el capítulo anterior vuelve a ser de utilidad. Una
chica es golpeada bárbaramente, a causa de un olvido totalmente intrascendente. ¿Cuál
era el propósito de azotada con un cinturón? ¿Corregir? ¿Educar? ¿O se trató simplemente
de un desahogo iracundo? En cualquier caso fue una demostración de quién tenía el poder;
el desahogo se realiza mediante golpes precisamente a la hija. La intención de corregir se
esgrime después como justificación y se desestima la violencia.

Existen muchos menores golpeados. En nuestra vida cotidiana ésta es tal vez la variante de
violencia familiar que aparece con más facilidad, en la que se piensa de manera inmediata;
todos conocemos por lo menos un caso o hemos vivido
[76]
en carne propia los efectos de la ira adulta. No es sorprendente que los registros
disponibles provengan en su mayoría de denuncias de terceras personas: pocos menores
se atreven a poner en palabras, y menos en un tono de queja o alarma, el maltrato que
sufren, porque al provenir de una figura de autoridad dan por sentado que lo merecen.

Los maestros o directores de escuela, las trabajadoras sociales de espacios educativos o


de otra índole, las enfermeras o los médicos son quienes suelen advertir los síntomas o
huellas del maltrato. Para los infantes es muy difícil verbalizarlos porque en su malestar
confluyen el miedo, la vergüenza y la culpa. Si se observa la situación desde fuera puede
parecer absurdo que un niño de ocho o nueve años se sienta culpable de haber sido
golpeado; por ello se debe recordar en todo momento la relación de autoridad y jerarquía
que existe entre el agresor y la víctima.

51
La Violencia en Casa
«Lo que hice fue algo terrible para que mi papá se haya enojado tanto». Este pensamiento,
aunque no siempre se formule con claridad, es común en los menores golpeados y suele
ser reforzado continuamente por los agresores al usar frases como «Si te portaras bien...»,
«Si fueras un niño bueno...» y la historia no sólo se vuelve interminable sino que además
transcurre en silencio.

Cuando una madre golpeadora asegura que lo hace por el bien de su hijo, cuando el padre
dice que un par de cintarazos sirven para forjar el carácter de su vástago o cuando los
maestros se refieren a las técnicas antiguas de disciplina, en general lo hacen
sinceramente: no es que aleguen como pretexto que lo están educando. En muchas
ocasiones saben que están causando un daño, pero confían en que será temporal y que a
la larga se transformará en un beneficio. Esto no significa, sin embargo, que no exista el
ánimo de controlar y de someter. Los padres golpeadores no tienen grandes obstáculos
para ejercer poder sobre sus hijos; es algo que detentan casi de manera natural y pueden
actuar sin complicaciones ni contratiempos. Después de cada golpiza se afianza ese poder
y queda demostrado quién lo ejerce.
[77]
En este esquema de poder y de control sobre los hijos se inscribe la idea de que son una
especie de «propiedad» de los padres. No son exactamente bienes materiales u objetos
susceptibles de comercialización, pero sí seres de los que se puede disponer más o menos
arbitrariamente. Esta disposición abarca la integridad física o corporal, la estabilidad
emocional y, en ocasiones, incluso su patrimonio. De manera paralela a la idea de
propiedad se maneja un concepto muy versátil y atractivo: el amor. Los hijos son una
«propiedad» que los padres «aman» y la aman precisamente porque es su propiedad. «
¿Cómo no te voy a querer si eres mi hijo?» Y en nombre de ese amor se cometen abusos
imperdonables.

La solución adoptada, por lo menos en el terreno legal, pretende suprimir las ambigüedades
y los problemas de la medición subjetiva. Al prohibir los castigos físicos se intenta cortar de
tajo interpretaciones diversas o contradictorias. «No más zurras», rezaba el titular de un
periódico que daba cuenta de una nueva protección legal a los menores, por la cual se
prohíbe golpear con objetos pero dice muy poco de los golpes con las manos o los pies.
Con esta nueva iniciativa de ley (en Inglaterra, enero de 2000) se pretende abandonar el
concepto de «castigo razonable» aplicado durante mucho tiempo y que dejaba en manos de
los padres, es decir, de los ejecutores de la violencia, la decisión sobre lo que se considera
aceptable, conveniente, razonable.

En varios países del mundo, entre ellos precisamente Inglaterra, durante los últimos años se
han puesto en práctica programas de atención a los menores, que operan con una línea
52
La Violencia en Casa
para casos de urgencia a la que se puede llamar gratuitamente desde cualquier teléfono.
Las denuncias de violencia física en diversos grados y las solicitudes de intervención en
situaciones críticas rápidamente saturaron los servicios.

La cantidad de niños golpeados rebasaba cualquier expectativa. En éste como en otros


espacios relacionados con la violencia familiar se observa que en cuanto empiezan a
prestarse apoyos concretos se comprueba que eran una necesidad de primer orden y que
en un abrir y cerrar de ojos resultarán insuficientes.
[78]
Por lo general, las denuncias son formuladas por terceros, ya sea otros menores o adultos
que han presenciado la violencia. Una variante muy frecuente es la denuncia anónima de
vecinos, quienes se limitan a indicar el sitio donde uno o varios menores son maltratados.
Cuando se hace la investigación correspondiente, casi siempre mediante visitas domici-
liarias de trabajadoras sociales, se comprueba la veracidad de las acusaciones en
prácticamente la totalidad de los casos.

Algunos niños maltratados, cuando se vuelven adultos, pueden reinterpretar los hechos
pasados y darse cuenta de que la reacción de los padres fue excesiva, de que como
método educativo la violencia es un rotundo fracaso y de que, en síntesis, nada de lo que
haga un niño justifica que se lo golpee o se lo maltrate. Algunos adultos nunca logran
analizar cabalmente lo que sucedió y pueden pasar años -incluso toda la vida atorados
entre el resentimiento y la culpa. Otros más pueden repetir ese patrón de conducta con sus
propios hijos; por algo han sobrevivido esas prácticas de maltrato. En una ocasión, en un
taller de reflexión en torno a la violencia familiar, un hombre de poco más de cuarenta años
externó, sin titubeos, que estaba a favor de los golpes: «Yo les agradezco a mis padres que
me hayan golpeado y que hayan sabido en qué momento dejar de hacerla». Se podría
seguir hablando de las emociones contradictorias y los juicios no del todo coherentes que
formulan quienes alguna vez fueron menores maltratados. Lo que hay que subrayar es que
sigue siendo una costumbre muy extendida, que la batalla en contra de la violencia hacia
los niños de ninguna manera puede considerarse superada y que además, como práctica
social, suele transmitirse de generación en generación.

El maltrato físico no es el único que resienten los menores. Tal vez es el que se advierte
con mayor facilidad, pero las consecuencias de la violencia psicológica o sexual también
pueden ser devastadoras.. En el cuarto capítulo se consignarán algunas cifras sobre
violencia física y sexual contra menores que por su gravedad ha sido registrada en
hospitales y centros de salud.

53
La Violencia en Casa

[79]

PALABRAS Y SILENCIOS: EL MALTRATO PSICOLOGICO


El análisis de la violencia psicológica contra los menores presenta más dificultades que las
señaladas en el caso de los golpes. Incluso es más difícil establecer la línea que separa el
regaño, como técnica educativa, del maltrato emocional. Esto no quiere decir que no exista
la violencia psicológica contra menores; sí existe, aunque puede llegar a ser tan sutil que se
escapa de las manos. Puede usar el disfraz de la dulzura, adoptar la forma del doble
mensaje o mostrarse de manera directa y hasta burda. Éstas son características comunes
de la violencia psicológica, independientemente de quién sea la víctima, pero en el caso de
los menores las dificultades de apreciación aumentan por las razones mencionadas: la
relación de autoridad y jerarquía, la tarea de los padres como educadores y las sensaciones
contradictorias que despierta el maltrato.

Conviene recordar que las definiciones poco precisas o muy abarcadoras son peligrosas,
pues cualquier acto puede caber en ellas. Cualquier regaño a los hijos, una llamada de
atención o un señalamiento de disciplina podrían entonces citarse como ejemplos de
maltrato psicológico.

Para considerar que existe violencia es necesario analizar la relación de desigualdad, la


intención de los padres y el contexto en que se produce el episodio. Recordemos-que la
violencia puede darse mediante acciones concretas -comparaciones, palabras hirientes,
imposiciones, burlas y mandatos y también mediante omisiones.

La historia de Rubén permite comprobar que pueden causarse grandes daños aunque no
se toque un solo centímetro de piel.

Rubén era el segundo de cuatro hermanos y toda su vida sufrió los embates de las
comparaciones. Para su mala suerte, su hermano mayor era muy inteligente, muy ordenado
y además increíblemente simpático y encantador. No sólo era el prototipo de buen hijo, sino
también del buen alumno, el buen amigo, el buen todo. El orgullo de los padres.
[80]
Si Rubén hubiera sido de plano tonto, desobligado o problemático, tal vez
-paradójicamente- las cosas habrían sido más sencillas, pero también era inteligente y lo
que no tenía de simpatía y encanto lo tenía de sensibilidad y ternura, dos cualidades que no
siempre son bien vistas, sobre todo en un adolescente. La sensibilidad lo hacía parecer
cursi y la ternura, inmaduro. Hacía además grandes esfuerzos por ser un buen estudiante y
54
La Violencia en Casa
un buen hijo. Sacaba las mejores calificaciones, pero sólo conseguía empatar con el
hermano, no lo superaba. «No esperaba menos de ti -era la voz de la madre-; me das
tantas satisfacciones como tu hermano. Ojalá que fueras igual de ordenado que él».

Rubén sufría intensamente. A los trece años se debatía en sus noches de insomnio,
imaginando alguna gran hazaña que lo hiciera destacar, que le permitiera brillar desde la
sombra del hermano y ser aceptado en su individualidad.

Por fin encontró lo que parecía ser una excelente oportunidad: se convertiría en un gran
atleta, actividad que hasta el momento nadie en la familia había explorado. Entrenó todos
los días con verdadero ahínco y por fin logró hacer realidad el sueño de ganar una carrera
de velocidad. Cuando el padre vio la medalla lo felicitó calurosamente, pero le advirtió que
los deportes quitaban un tiempo precioso a lo verdaderamente importante, que eran los
conocimientos académicos y las buenas calificaciones. «Está bien que vayas a competir,
pero no te distraigas demasiado. También hay que pensar. Mira a tu hermano, que cada día
es más disciplinado».

Esa noche Rubén comprendió que cualquier esfuerzo sería inútil, pero durante años siguió
luchando por el reconocimiento y la aprobación paterna, que ciertamente nunca obtuvo.

El episodio muestra que las relaciones familiares son muy complejas y que muchas veces
las personas sufren en silencio sin que los demás siquiera lo imaginen. Quizá los padres de
Rubén no hayan tenido la intención de lastimado, mucho menos de hacerle un daño con
secuelas a largo plazo. Es probable que ni siquiera hayan advertido el profundo malestar de
su hijo, precisamente porque a fin de cuentas era un buen muchacho.
[81]
La pregunta obligada es si realmente se trata de un caso de violencia o simplemente de un
daño involuntario. Se puede suponer que no existía el ánimo de lesionar o perjudicar al hijo,
pero también se puede suponer que sí existía la decisión de someter y controlar, lo que
normalmente sucede en las relaciones de padres e hijos. No querían herirlo pero sí
imponerse y obligarlo a actuar de una manera determinada. Había una relación jerárquica
de autoridad; una voluntad de sometimiento y control; una imposición de lo que tiene valor y
lo que es desdeñable porque “sólo distrae o quita tiempo”. ¿Se puede con estos datos
concluir que hubo violencia? Lo más grave en realidad no era lo que los padres hacían sino
lo que dejaban de hacer. No reconocer el valor del hijo como persona; no aceptarle en su
especificidad y con sus propias características de personalidad y temperamento; no advertir
sus necesidades ni proporcionarle, en consecuencia, los satisfactores requeridos. Todo ello,

55
La Violencia en Casa
todas estas aseveraciones que empiezan con el «no», constituyen lo que Rubén vivió de
manera tan dolorosa y afectó gravemente su autoestima.

Existen muchos ejemplos más de violencia psicológica contra menores de distintas edades:
críticas continuas, burlas de su aspecto físico o de sus gustos, regaños excesivos o prolon-
gados, silencios condenatorios, actitudes para hacer sentir al infante que es muy tonto, muy
inútil, muy torpe, que no sirve para nada. Peor aún, que haga lo que haga lo considerarán
un poco tonto, un poco inútil y un poco torpe. Es común afirmar que los adolescentes son
particularmente susceptibles al maltrato emocional, pero no hay que subestimar la
capacidad de los niños para entender cualquier comentario, o para asimilar el contenido
doloroso de un mensaje de burla o descalificación y conservarlo en la memoria.

La gravedad y la frecuencia del maltrato varían en cada caso concreto, pero lo cierto es que
todavía no hay información suficiente y confiable que permita afirmar si hay diferencias
notorias según el sexo. Algunos casos de violencia física son de tal magnitud que requieren
atención hospitalaria; aun entonces la proporción de niñas y niños es similar. Todos los
demás casos de violencia física, como los empujones, los
[82]
jalones de cabello, las nalgadas, simplemente los desconocemos. No hay un registro de
esos hechos ni sería fácil promoverlo y llevarlo a cabo. En el caso de la violencia
psicológica es aún más difícil conocer datos precisos.

Hay que tener en cuenta que quienes ejercen el maltrato -físico o psicológico- son siempre
figuras de autoridad, aspecto que los menores no cuestionan. Así, al ser golpeados o
maltratados psicológicamente suponen que ellos lo han provocado y además se sienten
culpables. La chica que regresó de la tienda con sólo la mitad del encargo pensaba que
merecía los golpes o por lo menos que habría estado en sus manos evitados. Rubén
pensaba que si hiciera las cosas tan bien como su hermano tendría el reconocimiento que
anhelaba. Y así intenl1inablemente. Pero no todo son golpes, palabras y silencios. Otra
variante del maltrato infantil, sin duda de graves consecuencias físicas y emocionales, es el
abuso sexual.

JUEGOS DE GENTE GRANDE: VIOLACIONES Y ABUSO SEXUAL

De la violencia sexual que sufren los infantes, incluso más que de su maltrato físico y
emocional, hay un subregistro tal que es imposible conocer las dimensiones reales del fenó-
meno. Las estadísticas disponibles recogen el número de denuncias legales, que son una
mínima parte de los ataques cometidos. Según el FBI, en Estados Unidos sólo se reporta
56
La Violencia en Casa
una de cada seis violaciones; en Canadá existen especulaciones similares. Algunas
organizaciones no gubernamentales latinoamericanas tienen cálculos menos optimistas,
que indican una denuncia por cada diez agresiones.

Hecha esta advertencia, se pueden sacar algunas conclusiones sobre el maltrato sexual a
menores a partir de los casos en los que sí se intentó una acción legal o se buscó apoyo
terapéutico. En primer lugar, las niñas son más vulnerables a este tipo de violencia; en
varios países latinoamericanos las cifras de denuncias muestran una constante de dos
niñas agre-
[83]
didas sexual mente por cada niño. Los agresores son hombres en su totalidad.

Más de la mitad de las veces el abuso es cometido por el padre o por el padrastro. En
México hay más denuncias contra padrastros que contra padres, pero en otros países, por
ejemplo Brasil, la proporción es la inversa. En una investigación realizada con cincuenta
familias en las que se había reportado violencia sexual se descubrieron 63 víctimas y 43
agresores. Las víctimas eran niñas en su totalidad y de los agresores 37 eran sus padres y
seis sus padrastros. Otro dato que arrojó esta investigación es que once adolescentes
dieron a luz hijos de sus padres [véase A. M. Brasileiro, Las mujeres contra la violencia].

En este punto hay que distinguir entre la violación y lo que en México se llama «abuso
sexual» y en otras partes se conoce como «ataque sexual», «atentados al pudor» o «abu-
sos deshonestos». En ambos casos se trata de actos de violencia sexual, en el sentido de
que imponen un comportamiento relacionado con la genitalidad. La violación, tal como se la
define penalmente, es una cópula impuesta; el agresor introduce el pene en el cuerpo
(vagina, boca o ano) de la víctima. A veces no se trata del pene sino de un objeto (por
ejemplo, una esponja o un pañuelo) que no deja huella material en el cuerpo de la víctima y
que, por esto mismo, dificulta la comprobación del delito.

De acuerdo con la definición legal, en el abuso sexual no se pretende llegar a la cópula.


Pero como la pretensión o intención es tan difícil de probar, en la práctica la diferencia entre
violación y abuso sexual se traduce en que en este último no existe penetración. Ejemplos
de abuso o ataque sexual son desnudar a la víctima u obligada a ver desnudo al agresor o
a otras personas, tocar el cuerpo del menor, obligado a tocar otros cuerpos, enseñarle
material pornográfico (revistas, fotografías, películas), hacerlo participar en alguna actividad
sexual (masturbación, relación sexual entre adultos) y obligado a ver el abuso contra otros
menores.

57
La Violencia en Casa
En la violación y el abuso sexual el agresor pide a la víctima silencio, aunque esto no
siempre se formule de manera
[84]
clara y directa. Se hace creer al infante, con amenazas o con insinuaciones, que si habla de
lo ocurrido puede sucederle algo muy malo a él mismo, al perpetrador o a la familia. El
cuadro en su conjunto permite entender que cualquier suceso de esta naturaleza provoca
angustia, confusión y miedo.

La violencia sexual se inicia a veces a edades muy tempranas (en ocasiones cuando la
criatura tiene pocos días de nacida) y casi siempre se detiene en la adolescencia. Hay
casos en los que sólo se presenta un acto aislado, pero en muchas ocasiones la relación de
abuso se prolonga durante años.

Como cualquier otra forma de violencia, la sexual también tiene una escalada: puede
empezar, por ejemplo, con miradas furtivas y gestos lascivos y aumentar paulatinamente su
intensidad.

Cuando se produce un episodio de abuso sexual, independientemente de que se trate de


un caso aislado o la violencia continúe, el menor no tiene la madurez intelectual para en -
tender lo que está ocurriendo. Súbitamente se lo introduce en el mundo de la sexualidad
(sin que lo haya solicitado, por supuesto) y además de manera tortuosa. A veces es un acto
violento, una imposición contundente de una conducta como las que señalamos con
anterioridad. La niña o el niño se paraliza por el miedo; la incertidumbre genera preguntas
como «¿Por qué a mí?», «¿Por qué él?», «¿Por qué aquí?», «¿Por qué de esta manera?»;
se mezcla con el atentado a la seguridad y la integridad, y desemboca en pánico y angustia.
Como el abuso sexual se comete además en nombre del «amor», los menores agredidos
reciben una fuerte carga de sufrimiento y dolor.

En otras ocasiones la violencia no es tan directa ni tan evidente, sino que se esconde en la
«seducción». En un juego de acercamientos, caricias, palabras dulces y actitudes de afecto
y comprensión, el agresor manipula la voluntad del menor y lo hace partícipe de ciertas
actividades sexuales. La confusión que esto genera puede incluso ser mayor que cuando la
violencia se manifiesta de manera más burda, porque los infantes se consideran a sí
mismos «cómplices». Algunas entrevistas a profundidad con quienes sufrieron en su
infancia este tipo de abuso sexual basado en la seducción revelaron que las víctimas sufren
un daño que puede ser aun más serio que

58
La Violencia en Casa
[85]
cuando hay una imposición violenta. Al involucrarse emocionalmente, no sólo con el
agresor sino también con la situación misma, con el acto que realizaron juntos, los niños no
se perciben como víctimas sino como copartícipes de algo muy grave, algo a todas luces
reprobable.

Además del temor, en ocasiones puede haber placer, sobre todo si el acto es antecedido
por un juego de seducción, lo cual aumenta los sentimientos de culpa de la víctima. Es muy
importante subrayar el peso de la relación de desigualdad que existe entre el agresor y la
víctima. No se trata de dos menores explorando su sexualidad, sino de un adulto y un niño,
con todas las diferencias de experiencia, madurez intelectual y conocimiento que esto
implica. En otras palabras, cuando el adulto inicia una serie de actividades para seducir al
infante, lo que en realidad está haciendo es manipular su voluntad.

La diferencia de edades coloca a ambos protagonistas en posiciones muy distintas, en las


cuales el elemento central en juego es el poder. El menor no tiene la capacidad de com-
prender lo que es un acto sexual ni la madurez para expresar libremente su consentimiento.
Su voluntad ha sido manipulada de diversas formas y esto también explica que los menores
se sientan culpables.

Así, es fácil comprender por qué los menores que sufren algún tipo de abuso sexual o
violación simplemente se callan. La relación de desigualdad que existe entre el agresor,
quien por lo regular es un hombre adulto que desempeña además un papel de autoridad
(padre, tío, padrastro, abuelo), y el control que se ejerce de muchas maneras hacen casi
imposible que el menor hable del tema. De hecho, en muchos casos las víctimas de abuso
sexual llegan a la edad adulta sin poder verbalizar el asunto. Las pocas veces que pueden
o se atreven a poner los hechos en palabras y se arman de valor para pronunciarlas en voz
alta, el acto puede ser minimizado o negado y el mensaje no se escucha.

Mucho menos se asume como un problema que deba ser atendido. El siguiente ejemplo
ilustra este proceso.
[86]

Blanca es una niña de nueve años que nunca ha ido a la escuela y que pasa la mayor parte
del tiempo en la calle. Come de manera muy irregular, juega siempre con distintos niños y
duerme en lugares diferentes, a veces en la calle misma.

59
La Violencia en Casa
Hasta que tuvo seis años vivió con su madre en un cuarto de azotea, donde compartían el
baño con los habitantes de otros nueve cuartos. En las mañanas Blanquita saltaba tuberías
y jugaba con otros niños, vecinos de los otros cuartos, mientras su madre lavaba ropa
ajena. En las tardes la rutina cambiaba: la señora se dedicaba a planchar y la niña podía
explorar la explanada y los jardines que rodeaban el edificio, que siempre le pareció
inmenso. La vida transcurría de manera sencilla y sin contratiempos. Había muchas
limitaciones económicas yeso se reflejaba en el espacio tan reducido donde vivían, en el
hecho de que la escuela nunca se pensó como una posibilidad, ya no digamos prioridad, y
en la insuficiente alimentación.

Las cosas cambiaron de manera radical cuando la madre de Blanca conoció al Topo (la
niña nunca supo su verdadero nombre) y poco después se mudó a vivir con ellas. La
madre, si bien siguió lavando y planchando ropa ajena, empezó a ayudar al Topo en sus
negocios, por cierto ilícitos. Básicamente se dedicaban a robar y a vender los artículos
robados. Un día vendieron toda la ropa que la señora tenía encargada y en consecuencia
no pudieron regresar al cuarto que les servía de morada. Se mudaron con una hermana del
Topo y ahí empezó el verdadero sufrimiento de Blanquita.

No sólo se sentía desplazada en la medida en que ya no recibía la misma atención y el


mismo afecto por parte de su madre, sino que además empezó a resentir un maltrato
directo. En la nueva casa le encomendaban trabajos domésticos que resultaban excesivos
para su edad y su condición física, tenía que atender a los otros niños y cuidar al bebé de la
casa. Se acabaron los paseos vespertinos. Nunca hubo golpes fuertes ni cintarazos, pero sí
nalgadas, pellizcos, manazos y empujones. Blanquita era objeto de la hostilidad de la
madre, del Topo, de la hermana de éste e incluso de los otros niños, que nunca fueron
reprendidos por sus conductas agresivas. Al fin y al cabo ella no era más que una arrimada.
[87]
El día que Blanquita cumplió ocho años, el Topo llegó a la casa con un regalo bajo el brazo.
Era una muñeca como las que anunciaban en la televisión. Era la primera vez que la niña
se sentía festejada por alguien y se notaba el gusto en su rostro. Pero la felicidad fue
pasajera. Esa misma tarde su padrastro la invitó a pasear y la llevó a un lugar que a ella le
pareció muy extraño; había bultos de ropa, un colchón viejo, pedazos de cartón y de
madera por el piso. Además estaba oscuro. Era como una bodega semiabandonada.

Silenciosamente y sin dejar de sonreír, el Topo fue despojando a Blanca de cada una de
sus prendas. Una vez que estuvo totalmente desnuda se dedicó a mirarla con detenimiento
y a tocarla con suavidad. Después le ordenó que se vistiera. Ése fue el inicio de una serie
de episodios de abuso sexual, en los que se repetía la misma rutina. El miedo que la había
60
La Violencia en Casa
invadido el primer día fue disminuyendo paulatinamente, en una suerte de resignación
forzada, pero nunca desapareció del todo. De alguna manera, Blanquita tuvo que aceptar
las palabras del padrastro: «Son juegos de gente grande».

Poco después y por diversas razones, la familia dejó la casa donde habían estado viviendo
y adoptaron un nuevo estilo de hurto. La madre de Blanquita y el Topo se convirtieron en
ladrones especializados, apoyados por la pequeñez y la elasticidad de la niña. La usaban
para entrar a cualquier casa que tuviera una ventana abierta; ella les abría la puerta desde
el interior y la pareja de adultos sacaba lo que podía en el menor tiempo posible. Si el botín
era bueno podían pasar la noche en un hotel; de otra manera buscaban un puente, la banca
de un parque o una banqueta. Blanquita prefería que el dinero no les alcanzara para el
hotel, porque ahí, mientras su madre tomaba un baño, el Topo solía deslizarse en su cama
y violarla.

Si los «juegos de gente grande>> habían empezado con las miradas lascivas y los
tocamientos, poco después subieron de tono. Hubo penetración vaginal y anal con los
dedos y después con el pene. En algún momento la niña se atrevió a decírselo a su madre,
pero ella se encogió de hombros: «No te asustes, a mí también me lo hace».
[88]
Pasaron varios meses de incertidumbre, miedo y dolor profundo antes de que la menor
comentara con una tía todo lo que le estaba sucediendo. La tía tenía su propia historia de
violencia y consideraba que el apoyo que pudiera recibir su sobrina no sólo era fundamental
para la niña sino que a ella misma le podía proporcionar algún elemento reparador. Sin
pensarlo dos veces la llevó a un centro de atención, donde ambas recibieron terapia y
asesoría legal.

En la historia de Blanca hay varios aspectos que pueden advertirse con toda claridad: la
jerarquía establecida en función de la edad y sobre todo en función del género, la conse-
cuente relación de obediencia, la escalada de la violencia sexual que se articula con otras
formas de maltrato, y la descalificación de la queja de la niña.

Cuando el Topo irrumpe en la vida apacible y sin grandes complicaciones de Blanquita y su


mamá, se erige como autoridad, como el hombre de la casa que da órdenes, dispone, exige
y castiga. A partir de su llegada todo gira en torno a él: cambian las actividades y las
rutinas, el lugar de residencia y las tareas de cada quien, pero especialmente de Blanca,
quien de un día para otro tuvo que dejar de ser niña para asumir responsabilidades de
adulta, como la de cuidar a un bebé.

61
La Violencia en Casa
También en eso se nota la asimetría de género: el cuidado de los otros, y especialmente de
los niños, siempre ha sido una tarea preponderantemente femenina. .

Hay una actitud de clara imposición de conductas sexuales que van aumentando de tono,
en las que no hay seducción ni el ánimo de involucrar a la niña como cómplice; no hay un
solo espacio para el placer. La muñeca que le regaló el primer día tiene otro propósito:
buscar cercanía y garantizar el silencio. No es un medio para seducir. El Topo quiere
ganarse la confianza de la niña, pero no le importan sus sentimientos ni el daño que pueda
causarle. Por ello pasa rápidamente de las miradas lascivas a la desnudez, de los
tocamientos a la penetración con los dedos y de ésta a la introducción del pene. De
[89]
manera no sorprendente, la violencia sexual se presenta junto con otras formas de
maltrato, sobre todo de tipo psicológico. En éstas también participa la madre, lo que
tampoco causa extrañeza. La reacción de la madre al escuchar de boca de su hija el abuso
sexual que sufre es de una indiferencia pasmosa. No duda de la veracidad de sus palabras,
pero no le confiere a lo narrado la menor importancia. La pregunta obligada es por qué.

Ya se ha comentado que la confusión emocional que viven los menores, cuyo ingrediente
principal es el miedo, les impide hablar de lo que está sucediendo. Asimismo, cuando se
atreven a decirlo no se les cree o se les cree a medias. Pero en este caso, a pesar de que
hay credibilidad, el asunto se minimiza completamente. La actitud de la madre de Blanquita
no es tan fuera de lo común como pudiera pensarse. Tal vez sea más cínica que otras
mujeres, pero la verdad es que en muchas ocasiones las madres no quieren ver la
evidencia que tienen enfrente, no quieren juntar tres cabos sueltos para comprobar sus
sospechas: que sus hijas están inmersas en una relación de abusos constantes. Lo saben,
pero no quieren decirlo. Lo intuyen, pero no quieren registrarlo. Lo tienen a una pulgada de
sus pupilas, pero no quieren que llegue al cerebro y se convierta en una imagen de la que
ya no puedan abstraerse. ¿Por qué? Esa negación de los hechos, ese no querer ver lo que
sucede a su alrededor, ese no querer oír las voces de auxilio, forman parte de una suerte
de complicidad con el agresor. Casi nunca es tan obvia como la de la mamá de Blanca,
pero las sutilezas tienen su propia carga de violencia. Las mujeres no quieren confrontar la
autoridad masculina por muy diversas razones, todas ellas derivadas de las relaciones de
poder y las asimetrías de género: tienen miedo a la reacción violenta del agresor,
desconfían de lo que dicen sus hijas, las suponen culpables de haber provocado o
consentido el abuso, se consideran malas madres por no haber sabido cuidar a las niñas y
prefieren no ponerlo en palabras, o bien, posiblemente con mucho más peso que todo lo
anterior, temen el abandono del compañero o marido. La perspectiva de

62
La Violencia en Casa
[90]
quedarse solas las aterra a tal grado que prefieren cerrar los ojos, los oídos y la conciencia.

Desde luego, a veces sucede lo contrario. Mujeres que han sido gravemente golpeadas y
han aguantado años de maltratos y humillaciones deciden salirse de la relación en cuanto el
agresor dirige su violencia contra los hijos. De acuerdo con los datos disponibles en las
denuncias judiciales, esto sucede con más frecuencia, por lo menos en México, cuando el
abusador sexual es el padrastro que cuando es el padre. También puede ocurrir que la
madre realmente no sepa que su hija o hijo está sufriendo abuso sexual por parte de algún
miembro de la familia. Sería raro. Es más frecuente que las mujeres no quieran enterarse,
por lo tanto, ignoren algunos hechos clave. Pero aun cuando efectivamente no lo sepan,
ese solo hecho es indicativo de la mala comunicación dentro de la familia y en particular
con los hijos. Al enterarse, las reacciones pueden ser muy diversas.

Para concluir los comentarios sobre la historia de Blanquita, hay que subrayar algo que
salta a la vista: es una niña de la calle. Las carencias económicas, la falta de educación, el
hacinamiento y las actividades ilícitas de la familia forman un escenario en donde la
violencia puede llegar a percibirse como inevitable; peor aún, como algo normal, natural.
Esto podría hacer pensar que la violencia se presenta con más frecuencia o más severidad
en los sectores populares, en familias con poca escolaridad y en general de escasos
recursos. Incluso en algunos procesos judiciales -y el del Topo es un buen ejemplo, como
se verá más adelante- aparecen consideraciones que apuntan en el sentido de que «entre
los pobres la violencia es normal».

Pero lo cierto es que hay muchas investigaciones, con pruebas obtenidas en procesos
legales, que señalan que la violencia familiar en general y el abuso sexual a menores en
particular no conocen fronteras de clase social, educación formal o nivel de ingresos. La
pregunta obligada es cuántas Blanquitas sufrirán todos los días la violencia impune del
padre o el padrastro porque no tienen una tía que les brinde protección o
[91]
porque no han podido recibir los beneficios de una organización no gubernamental o un
centro de atención.

Para apoyar estas afirmaciones, revisemos el caso de Débora, una adolescente de clase
media alta que tras un episodio de violencia sexual recibió el apoyo rotundo de su madre, el
cual además fue decisivo para la resolución interna del conflicto.

Débora tiene 16 años. Huérfana de padre desde los cinco, ha vivido siempre con su madre
63
La Violencia en Casa
y durante las vacaciones escolares acostumbra pasar largas temporadas en casa de la
abuela. Ha contado siempre con el apoyo de la familia extensa, pero en particular del tío
Manuel, el más joven de los hermanos de la madre. Tenía doce años cuando ella nació y
siempre la consideró su sobrina favorita.

Manuel no sólo ha sido una figura cercana, sino fundamental en su desarrollo. Desde que
era una niña la visitaba por lo menos una vez por semana, jugaba con ella, le ayudaba con
sus tareas, la llevaba al cine, le regalaba muñecos, le compraba útiles escolares y le
organizaba variados festejos de cumpleaños. En una época en que la situación económica
de la madre de Débora sufrió algunos descalabros, el tío dio su apoyo para cu brir los
gastos más urgentes hasta que las finanzas recuperaron su nivel habitual, que nunca fue
boyante pero sí decoroso. En síntesis, durante su infancia, Débora vivió la presencia del tío
como un regalo de la vida: era una compañía sumamente agradable. Y una figura paterna.

Al entrar en la adolescencia la relación se modificó sensiblemente. Cambiaron las


actividades en común y los regalos. Si antes habían sido juguetes ahora eran discos,
cosméticos y perfumes; las fiestas de cumpleaños dejaron de tener la algarabía infantil para
dar paso a la música y el baile, y los paseos también tuvieron otros escenarios. Parecía que
ambos se adaptaban al nuevo estilo de la relación. Manuel aceptó que su sobrina lo
buscara cada vez menos y sus visitas se espaciaron un poco, pero él siguió siendo una
figura presente en la casa.

Ahora Débora estudia el bachillerato. Su primera relación de noviazgo fue con un


compañero de la escuela. Por alguna razón quería que su tío fuera el primero en saber la
noticia, pero no pudo dársela personalmente. Cuando éste hizo su visita acostumbrada un
sábado en la tarde, su sobrina no estaba en casa, lo que le produjo un notorio malestar que
la madre de Débora no acertaba a explicarse. Esa misma noche el tío recibió el telefonema
de una adolescente feliz e ilusionada que entre el júbilo y la emoción de lo que estaba
descubriendo le contó que había encontrado al hombre de su vida, que había descubierto lo
que era el amor, que todos los días experimentaba sensaciones nuevas y que había
comprendido que la felicidad sí existía.

Manuel invitó a su sobrina a tomar un café al día siguiente, para que «le contara los
detalles» de su noviazgo. Ella aceptó entusiasmada y se reunieron a las seis de la tarde en
un lugar céntrico y concurrido. En algún momento a Débora le pareció que su tío se
comportaba de manera indiscreta, pero aun así respondió todas sus preguntas, entre las
cuales había algunas de índole sexual. Después de un rato el tío sugirió que se trasladaran
a un espacio más privado, menos ruidoso y donde pudieran hablar sin interrupciones.
64
La Violencia en Casa
Débora accedió a esa petición y al cabo de media hora entraron a un hotel.

El hecho sorprendió a Débora pero no la asustó; además de ser parte de la familia, Manuel
había sido siempre su mejor amigo y confidente. Ya en el cuarto él se aproximó y empezó a
tocarla, pero ella creía que iba a detenerse. Le pidió que la soltara, pero él conti nuó.
Empezó a quitarse la ropa y ella le dijo que se vistiera, pero él la ignoró. Cuando él le
desabotonó la blusa y le tocó los senos, ella trató de gritar, pero siguió pensando que él iba
a detenerse, que no iba a lastimarla, precisamente porque la quería, porque «él no haría
algo así». Pero él continuó sin detenerse. Entonces ella gritó y él la sofocó con la
almohada. Ella creyó que ése sí era el final, pero nuevamente se equivocó. En algún mo-
mento pensó que la situación era absurda, que eso no podía estar sucediéndole a ella, que
su tío Manuel seda incapaz de abusar de ella, que todo debía de ser un error, que
seguramente era una pesadilla que se desvanecería en cuanto abriera los ojos. Pero no: él
continuó desvistiéndola, tocando todo su cuerpo, besando, manipulando. Ella ya no intentó
siquiera gritar. Estaba paralizada, más por la sorpresa que por el miedo. Y él siguió
adelante hasta violarla.
[93]
Cuando terminó, ella lo interrogó de manera directa y sin ocultar su resentimiento. «¿Qué
quieres? Siempre me han gustado las vírgenes>>. Ella trató de llorar, pero tampoco pudo.
Parecería que la sorpresa inicial, el enojo y la impotencia le hubieran secado las lágrimas.

A diferencia de muchas víctimas de violación, Débora decidió hablar del asunto y denunciar
los hechos. Empezó esa misma noche. La madre la escuchó atentamente, sufrió con ella
todo el relato y apoyó la iniciativa de intentar una acción legal. La familia se dividió; la
abuela decidió creerle a su hijo y no a su nieta, y otros parientes recriminaron a Débora, a
quien consideraban cómplice de la relación sexual y culpable de provocar escándalo. Los
meses siguientes fueron tan difíciles que muchas veces Débora se preguntó si no habría
sido mejor guardar silencio.

En el caso de Débora, como en muchos otros de adolescentes violadas por sus padres,
padrastros, tíos u otras figuras importantes, el principal daño fue emocional. Además del
ultraje corporal, el abuso sexual incestuoso implica la fractura de un vínculo de confianza
que en muchos casos, como en el que estamos comentando, resulta fundamental. No
importa tanto si es un tío consanguíneo, si es el padre biológico o uno sustituto, si no existe
parentesco alguno y solamente lo llaman tío por la cercanía; aquí lo que importa es la
relación y, lo subrayamos una vez más, la confianza.

Por otra parte, a los 16 años y ya en el primer año de bachillerato, una persona tiene el
65
La Violencia en Casa
desarrollo personal y la madurez suficiente para entender cabalmente el significado del
hecho. No hay la misma confusión emocional que puede experimentar una niña como
Blanca, y el daño que sufre cada una es diferente. Blanquita fue violada muchas veces;
Débora sólo una. Blanquita no estaba afectivamente involucrada con el agresor, Débora sí:
él era la figura masculina más importante en su vida. Hay muchas cosas que Blanquita no
comprendía; Débora sabía perfectamente lo que estaba sucediendo y
[94]
sufrió cada segundo de la transgresión de su intimidad. Blanquita fue rechazada por la
madre pero apoyada por una tía; la situación de Débora fue la opuesta: apoyada por la
madre y rechazada por la abuela.

En cierto sentido, los casos resultan incomparables. No se trata de cuantificar los daños y
juzgar las consecuencias, ni mucho menos señalar quién sufrió más y aventurar el porqué.
Al contrario, lo que se pretende con estos comentarios es precisamente dejar claro que la
violencia sexual contra los menores se manifiesta de distintas maneras, todas ellas de
graves consecuencias, y que en ambos casos la experiencia habría resultado menos
dolorosa si el agresor hubiera sido un extraño, las actitudes familiares más respetuosas y
las respuestas institucionales más eficientes.

Para cerrar este apartado, a continuación se resumen los puntos más importantes:

 Los menores de uno y otro sexo y de distintas edades, desde que son bebés hasta
bien entrada la adolescencia, pueden sufrir distintas formas de maltrato físico,
psicológico y sexual.
 En todas esas modalidades hay un subregistro de denuncias y escasez de datos.
Sin embargo, las cifras disponibles permiten afirmar que el maltrato infantil es muy
frecuente, que tanto niños como niñas sufren agresiones físicas y psicológicas, y
que cuando se trata de maltrato sexual las niñas son más vulnerables.
 La violencia sexual dirigida hacia los menores tiene múltiples expresiones, desde
miradas furtivas con una connotación sexual y palabras obscenas, hasta la
violación. Ésta es una de las formas más graves de violencia y de más serias
consecuencias a corto y largo plazo, ya que vulnera la integridad psicológica al
quebrantar un vínculo de confianza en una esfera tan íntima como la de la
sexualidad.
 Cada episodio de maltrato es único en su especificidad y debe abordarse en esos
términos. En lo que respecta al abuso sexual, no siempre puede hablarse de un
patrón de repetición: puede durar desde un día (como en el caso

66
La Violencia en Casa
[95]
 de Débora) hasta varios años. Las consecuencias tienen diversos alcances que no
necesariamente están en proporción directa con la duración del maltrato.
 Algunos niños golpeados reproducen esa forma de relación cuando son adultos,
algunos jóvenes repiten conductas de abuso sexual y algunas mujeres ven la
violencia como algo inevitable.
 La minoría de edad, como situación que marca vulnerabilidad o proclividad al
maltrato, desaparece con el paso del tiempo.

VEJEZ Y ANCIANIDAD
Dentro y fuera del hogar, los ancianos están expuestos a diversas formas de maltrato, que
varían en cada cultura. No todas las sociedades los tratan de la misma manera. En las
culturas que conservan y fomentan el respeto a los viejos porque simbolizan la experiencia
o la sabiduría, la situación es distinta que en aquellas donde la vivencia de los últimos años
de vida se asocia más bien con la decadencia y el desgaste.

Como se puede desprender de lo dicho en las páginas anteriores, el trato que recibe un
grupo determinado en la sociedad se reproduce, en mayor o menor grado, en la familia.
Ninguna sociedad trata a sus mujeres tan bien como a sus hombres, y esa estructura se
repite en el interior de los hogares. Lo mismo puede decirse de los viejos con respecto a
los adultos jóvenes y de las lesbianas y los homosexuales con respecto a los
heterosexuales.

Al igual que otras causas de subordinación y discriminación, la edad avanzada es un factor


que apenas en los últimos años empieza a abordarse con sentido crítico. Hasta hace re-
lativamente poco tiempo a nadie le importaban gran cosa las condiciones de salud,
vivienda, recreación y bienestar que pudieran tener las personas mayores. Este proceso
de darse cuenta y crear conciencia de las necesidades específicas de los viejos no ha sido
precisamente sencillo. En muchos lugares se asocia la vejez con la decadencia, con la
disminución de habi-
[96]
lidades (sobre todo de aptitud física y por lo tanto de desempeño laboral), con el
decaimiento emocional y, en una palabra, con la improductividad. Esta imagen que vincula
al anciano con la lentitud, la inmovilidad y el deterioro se advierte con claridad en la familia,
el espacio donde tradicionalmente se ha cuidado y atendido a los mayores. No son ideas
falsas pero sí parciales. Es cierto que un viejo tiene más dificultades para moverse y para
hablar, por ejemplo, pero eso no significa que sea un inútil ni mucho menos justifica que se
lo trate con desprecio y desdén.
67
La Violencia en Casa

Las formas de violencia dirigidas a los ancianos son de todo tipo. Hay maltrato físico por
acción y por omisión; es difícil saber el número de personas de la tercera edad que son
golpeadas, pero sí se sabe de situaciones de encierro prolongado, desnutrición y falta de
cuidado. Se conocen casos de viejos a quienes no se lleva al médico, no se les compran
sus medicinas o no se los asea adecuadamente.

En el terreno de la violencia psicológica es tal vez donde más ejemplos puedan


encontrarse. El abandono del anciano, las burlas, las humillaciones, el silencio, el hacerle
creer que está loco. que sus opiniones no cuentan o simplemente que no tiene nada que
decir, el ignorar sus peticiones, son todas variantes de la violencia psicológica.

La violencia sexual, como sucede en las otras situaciones de desventaja socialmente


impuesta (menores, mujeres, personas con discapacidad, homosexuales), es de la que
menos datos hay; La sola idea de que una persona anciana sea agredida sexualmente
produce tal horror que no queremos ni pensarlo. Y sin embargo es algo que sucede. No se
sabe con qué frecuencia ni en qué condiciones, pero existe.

Santiago era un viudo de casi 85 años que vivía con su hija, su yerno y sus dos nietos
varones. Tenía una raquítica pensión de burócrata jubilado que, según decía su hija, «no
alcanzaba ni para el papel sanitario» que consumía el viejo. Una burla de ese tenor era de
las menos hirientes que escuchaba Santiago. Pero
[97]
lo peor no eran las bromas ni los comentarios ofensivos, sino el maltrato sexual. Ocurrió
alrededor de diez veces. Los muchachos, estudiantes universitarios, obligaban al abuelo a
desnudarse y luego «jugaban» con su pene y trataban de provocarle una erección. En dos
ocasiones invitaron a otros amigos para que participaran en el juego.

Al parecer, Santiago nunca comentó el maltrato con nadie, tal vez por vergüenza, por
temor a que no le creyeran, por miedo a la reacción de su hija y su yerno, quienes podrían
echado de la casa, o simplemente porque sospechaba que con decido no iba a detener la
violencia. Fue uno de los nietos quien rompió el silencio al narrar la historia, en la que él
mismo era agresor, a sus compañeros de un grupo de terapia para hombres dispuestos a
poner fin a sus actitudes violentas.

La situación de Santiago confirma que las distintas formas de maltrato se presentan de


manera conjunta. En este ejemplo se nota que el abuso sexual coexiste con la violen cia
psicológica. Hay indicios de violencia económica: el solo hecho de estar sometido a una
pensión que lo hacía depender económicamente de la hija implicaba una posición su-
68
La Violencia en Casa
bordinada; era el arrimado, condición que le recordaban continuamente.

De cualquier manera, la dependencia económica no es una constante en los casos de


maltrato, ni un factor determinante para solucionar el conflicto. Es más, tener recursos
propios puede ser fuente de fricciones y problemas, como se muestra en el siguiente
ejemplo.

Sharon fue siempre una mujer muy trabajadora y previsora; nunca fue rica, pero logró
consolidar un patrimonio decoroso que heredaría a su única hija. Sin embargo, en sus
últimos años sufrió las mismas privaciones que un indigente. Toda la vida
[98]
vivió en Seattle, Estados Unidos, donde tenía una casa amplia, con cuatro recámaras y un
inmenso jardín. A medida que iba envejeciendo la casa le iba quedando grande; cada vez
era más difícil subir escaleras, le costaba más trabajo organizar los armarios y salía menos
al jardín, por temor a una caída.

Entonces su hija y su yerno decidieron irse a vivir con ella para cuidarla, para que en todo
momento, pero sobre todo por las noches, hubiera alguien al pendiente. Ahí empezó para
Sharon lo que nunca antes había sufrido: el maltrato.

Sharon fue recluida en una habitación que no tenía armario («Ya no lo necesitas»), donde
instalaron una enorme televisión. La recámara principal fue ocupada por la hija y su
esposo; adecuaron otra para que les sirviera como estudio y una más la asignaron al hijo,
que estudiaba en una universidad en otro estado, pero que de vez en cuando iría de visita.

Arrinconada e ignorada, Sharon vivió casi cinco años en una situación de parcial
abandono. Sentía que su hija no le daba alimento suficiente («Tienes que cuidar tu peso y
tu salud»), que su cuarto no estaba tan limpio y ordenado como a ella siempre le gustó
tenerlo «<Yo también tengo que trabajar, acuérdate»), que no le cambiaban los pañales
con la frecuencia requerida «Una vez al día es suficiente, trata de controlarte»), que su
cuarto era demasiado frío en el invierno «Ay, qué exagerada!»). En esos cinco años sólo
dos veces salió al jardín, ambas en compañía de su nieto. Para cerrar el cuadro hay que
mencionar que el gobierno estadounidense le pagaba a la hija de Sharon una cantidad
mensual por cuidarla, ya que eso significaba un ahorro para el sistema de seguridad social.

La historia de Sharon permite ver cómo se asocia la vejez con la inutilidad y se ignoran las
necesidades especiales de los viejos en lugar de satisfacerlas. Se da por sentado que una
persona mayor requiere menos espacio vital y que puede prescindir del orden y la
limpieza, incluso de la limpieza íntima. Se olvida además que un cuarto tibio no solo es un
69
La Violencia en Casa
derecho sino un requisito para la salud.
[99]
Antes de concluir este apartado conviene detenernos y adoptar de nuevo una perspectiva
de género. Hasta aquí se ha expuesto el maltrato que sufren los ancianos precisamente en
razón de su edad, pero no se ha diferenciado la situación de hombres y mujeres. Sobre
este punto podría decirse que los roles y estereotipos de género siguen vigentes y
producen consecuencias a lo largo de toda la vida. Las mujeres que desde la más
temprana infancia aprenden que el cuidado de los otros les corresponde a ellas por ser
mujeres continúan haciéndolo hasta que son ancianas. No es extraño que una mujer de
edad avanzada siga haciéndose cargo de preparar alimentos, zurcir ropa o realizar
quehaceres domésticos (en estos casos, por cierto, sin dejar de haber discriminación, al
menos queda cuestionada la idea de que las ancianas son unas inútiles). Un hombre
anciano, en cambio, espera ser atendido, tal como lo ha sido toda la vida.

Por otra parte, es probable que el hombre hoy anciano en su juventud haya sido dominante
o agresivo, incluso maltratador, golpeador o violador. ¿Por qué una persona o una pareja
de adultos tendrían que cuidar y atender a un viejo que los ha maltratado con anterioridad?
Parecería que en cierta forma se invierten los papeles. El hombre adulto está en una
posición desde la que puede someter, controlar o maltratar a la esposa y a los hijos, pero
al cabo de los años adquiere la vulnerabilidad que le da la condición de anciano, lo que
significa que ahora él puede ser sometido, controlado o maltratado. Una mujer que haya
sido golpeada o violada por su padre ¿qué razón podría tener para cuidarlo y atenderlo en
su vejez, incluso respetarlo? Y si no lo hace, ¿quién se atrevería a culparla?

Nada de esto significa en modo alguno que se justifique la violencia contra los ancianos. El
propósito de esta reflexión es anotar que en algunos casos ese maltrato es reactivo y que
el problema tendría que ser atacado desde su origen. El respeto a los viejos no es
diferente del respeto a cualquier otra persona o grupo; los adultos jóvenes tendrían que
estar conscientes de que en algún momento dejarán de serlo y tal vez lleguen a necesitar
el cuidado y la atención de aquellas personas que ahora están subordinadas a ellos.
[100]
Hay algo más: no nos olvidemos de las mujeres ancianas maltratadas por su pareja. Como
se verá en el siguiente capítulo, la violencia contra la esposa no cesa ni disminuye con el
paso del tiempo; mujeres de sesenta años y más siguen sufriendo diversas formas de
violencia por parte del compañero íntimo. En el siguiente capítulo se profundizará en este
tema, pero antes presentaremos otros casos de vulnerabilidad.

DISCAPACIDAD

70
La Violencia en Casa
Al hablar de discapacidad se hace referencia a personas con algún impedimento físico o
mental y que por ello tienen necesidades especiales. Entre tales deficiencias pueden
citarse la ceguera, la sordera, la falta de un brazo o de una pierna y la imposibilidad de
caminar por problemas de médula o de columna.

El término «discapacitados» o la expresión «personas con discapacidad» no es el más


afortunado, porque parecería indicar que se trata de personas carentes de capacidades,
pero es el que han utilizado los mismos grupos que defienden sus derechos, a falta de un
vocablo más preciso. En cualquier caso, es mejor describir las condiciones específicas que
agrupar un conjunto tan heterogéneo bajo el rubro de «discapacitados».

Más allá del lenguaje y las palabras, las personas con alguna discapacidad enfrentan
muchas limitaciones en su vida cotidiana, algunas de ellas derivadas de su propia
condición y muchas otras de la inconciencia social. Apenas en los últimos años algunos
países han empezado a crear facilidades para quienes se mueven en sillas de ruedas, son
sordos o invidentes; en otros lugares las condiciones siguen siendo muy adversas. En
México, por ejemplo, muchos edificios no tienen ascensores ni rampas. La televisión no
incluye transcripciones o subtítulos para los sordos. Los ciegos o los débiles visuales
tampoco tienen un acceso fácil a la información y a la cultura. ¿y qué pasa en la familia?
No es exagerado reiterar que también en este caso muchos problemas y sinsabores se
reproducen en el ámbito familiar. Una vez más es lamentable la falta de in-
[101]
formación, la escasez de datos y cifras sobre denuncias o solicitudes de apoyo de
personas con discapacidad que sufren violencia.

Sin embargo, en un primer momento es muy importante interrogarnos sobre nuestras


propias actitudes. ¿Qué hacemos como sociedad con nuestros enfermos? ¿Por qué no se
los ve en las calles, en los restaurantes, en los cines, en las universidades? Es cierto que
cada vez su presencia se nota más, lo que de entrada significa que antes los
escondíamos, pero aun así sigue siendo muy escasa.

La violencia social contra las personas con algún impedimento no se agota con el
ocultamiento y el silencio. Se expresa también en las miradas incisivas, en las burlas, en
las bromas y en los chistes que satirizan a un ciego, a un sordo, a una persona con
dificultades para hablar o a quien ha perdido alguna parte del cuerpo. Las personas que
padecen alguna discapacidad necesitan una particular valentía para enfrentarse con una
sociedad que las descalifica, hiere y humilla con sus sarcasmos. Es una forma de violencia
que no debe pasar inadvertida.

71
La Violencia en Casa
En la familia puede apreciarse una forma de maltrato muy extendida que se da por
omisión: la falta de atención especializada. Sin duda alguna el problema también es
económico: muchas familias quisieran tener acceso a recursos' médicos o terapéuticos
que por sus costos les están vedados. Aquí habría que considerar que la discriminación y
la violencia a veces son producidas también por las instituciones.

Así como en el apartado anterior se explicó que la vejez suele asociarse con la inutilidad,
esta vinculación resulta todavía más clara en el caso de la discapacidad. Esconder o
recluir a quien tiene un problema físico, llamarlo con palabras injuriosas o de desprecio,
hacerlo sentir inútil, son actitudes de violencia psicológica que se expresan a propósito de
la discapacidad.

Es importante subrayar que ni los viejos ni los discapacitados son personas inútiles. Esa es
una creencia falsa. Cualquier actividad implica un esfuerzo adicional para ellos, sea por su
avanzada edad o por el impedimento físico que tie-
[102]
nen, y además realizan gran cantidad de tareas que deben ser valoradas por sí mismas y
también por las dificultades que quienes las llevaron a cabo tuvieron que sortear. Es
relativamente común el sentimiento familiar de que una persona con discapacidad es una
tragedia, una catástrofe para quienes viven en una casa. Se hace creer a esta persona que
es precisamente ella la causante de los males que aquejan al grupo; se le ocasionan en
consecuencia, sentimientos de culpa y de vergüenza, así como de ser una carga para
todos. El siguiente es un ejemplo ilustrativo.

Aurora tenía 16 años cuando, como resultado de un accidente automovilístico, no pudo


caminar más. Su hermano mayor, quien iba conduciendo el coche el día que chocaron,
expresaba de manera continua que se sentía culpable, pero, contrariamente a este
supuesto sentimiento, se mostraba particularmente agresivo con su hermana.

Los padres reforzaban ese sentimiento de culpa y como una forma de castigo lo hacían
responsable del cuidado de la joven discapacitada. Él tenía que llevarla a la escuela y
dejarla en su salón, recogerla al mediodía, comprar cualquier cosa que necesitara y
acompañarla en reuniones y visitas al médico. Además de ser su chofer, tenía que
quedarse en casa si los padres decidían salir, lo que a menudo ocurría el sábado en la
tarde o el domingo, porque todos opinaban que Aurora no podía quedarse sola. Con
frecuencia los fines de semana llegaban a ser un infierno para los dos hermanos.

¿En qué consistía el maltrato del hermano? Era algo muy simple, pero de consecuencias
emocionales muy dolorosas: escondía la silla de ruedas. Esperaba el momento en que
72
La Violencia en Casa
Aurora estuviera en su cama o en un cómodo sillón frente al televisor, para apoderarse de
la silla y alejarla del alcance de su hermana. « ¿Tu silla? Está arriba, junto a la escalera».

A veces lanzaba dobles mensajes, cada vez más hirientes: «Ay, hermana, no sabes lo
culpable que me siento sólo de pensar que yo soy el causante de que no puedas
caminar... porque en este momento me encantaría invitarte a bailar».

[103]
En la historia de Aurora se advierten diversas formas de discriminación y maltrato, por
ejemplo en las calles, en los hospitales, en la escuela y por supuesto dentro de la familia.

En la actitud de los padres había siempre una mezcla de frialdad, distancia y


sobreprotección. Por ejemplo, ¿por qué no podía quedarse sola en la casa? ¿Realmente la
estaban protegiendo o la estaban castigando? ¿O estaban castigando a los dos hijos?

El caso de Aurora permite ejemplificar cómo se exagera una debilidad --en lugar de tratar
de minimizarla- y de qué manera la persona discapacitada se convierte en el blanco de las
agresiones de los demás. Es la depositaria de sus frustraciones y angustias. Junto con la
ayuda que se le brinda aparecen la recriminación y la burla.

Cada tipo de discapacidad tiene sus propias particularidades, pero en todos los casos es
posible advertir el rechazo, la negación de necesidades, la falta de espacios; en suma, la
discriminación.

En este campo, como en los otros ya expuestos, falta mucho por hacer, sobre todo en el
terreno de las conciencias y las mentalidades. Incluso en los centros de atención a
víctimas de violencia es posible advertir que no hay ascensores, por ejemplo. Aurora no
habría podido recibir apoyo específico por la violencia que su hermano ejercía sobre ellas,
pues -habría sido imposible para ella subir al piso del centro de apoyo. Al igual que otras
víctimas de la violencia familiar, las personas con discapacidad sufren aislamiento social
junto con el estigma de su diferencia específica.

PREFERENCIAS SEXUALES
La segunda mitad del siglo XX fue escenario de uno de los movimientos sociales que más
obstáculos han tenido que vencer para ganar arraigo en la arena social y para conquistar
un espacio de legitimidad en la conciencia colectiva: el movimiento de liberación de
lesbianas y homosexuales.

73
La Violencia en Casa
[104]
Hay mucha información, difundida sobre todo por el propio movimiento lésbico-
homosexual, que permite documentar ampliamente diversos grados de transgresión de los
derechos humanos. Se sabe, por ejemplo, que existe una fuerte represión policíaca -por
supuesto más acentuada en las sociedades antidemocráticas-; que hay discriminación
laboral -sobre todo en prestaciones tales como seguridad social, indemnizaciones por
accidentes de trabajo o pensiones para la pareja-, y que en algunos países las relaciones
sexuales entre personas del mismo sexo constituyen un delito que se castiga incluso con
prisión.

La pregunta pertinente es qué ocurre en el interior de la casa, qué sucede al cerrar la


puerta. Si con los viejos y los discapacitados se mencionó la creencia sostenida, aunque
infundada, de su inutilidad, al hablar de lesbianas y homosexuales tal vez se tendría que
aludir a la vergüenza: la vergüenza de la familia. No es casual que los movimientos
liberacionistas en varios países del mundo hayan subrayado el tema del orgullo,
precisamente para contrarrestar la concepción generalizada de la homosexualidad como
algo sucio, desagradable, algo que debe esconderse; en una palabra, vergonzoso.

Dentro de la familia, las lesbianas y los homosexuales sufren distintos tipos de violencia
física, psicológica y sexual. Jóvenes homosexuales dan testimonio de que, entre otras
agresiones, a menudo reciben puñetazos y bofetadas de los hermanos mayores o del
padre; son igualmente comunes las bromas y las palabras peyorativas. Las lesbianas
también sufren violencia psicológica y sexual por parte de su familia.

Hombres y mujeres manifiestan las dificultades que tienen para abordar el tema de su
homosexualidad con la familia, en particular con los padres. En los talleres de sexualidad
es común escuchar referencias al temor que tienen a la reacción de los demás, que se
sospecha que será de rechazo, enojo, tristeza, desilusión y, en la gran mayoría de los
casos, de desaprobación. Evidentemente estas posibles reacciones no son excluyentes, y
además se confirman en la práctica.

Se presentan a continuación algunas afirmaciones recogidas en varios de los talleres


mencionados:

[105]
 «Supongo que lo sospechan, pero no me atrevo a decir nada. Sé que les causaría
mucho dolor».
 «Mi madre me dijo que el hecho de que su hijo fuera homosexual era como tener un
enfermo mental en la familia».
74
La Violencia en Casa
 «Mi padre me corrió de la casa. Dijo que no toleraba depravados».
 «Mis papás me dijeron que era una gran decepción y que tenían otras expectativas
para mí».
 «Cuando le dije que soy lesbiana, mi madre guardó silencio, pero una semana
después me dijo que no perdía la esperanza de que encontrara un hombre. Acto
seguido salió dando un portazo».

Hay que recordar que estos comentarios se externaron en talleres de sexualidad, es decir,
no se referían a situaciones de violencia ni fueron interpretados de esa manera. Por lo me-
nos no necesariamente. Sin embargo, revelan con claridad la intolerancia y, en algunos
casos, el repudio no sólo a la práctica sexual en sí misma sino a la persona homosexual
concreta.

Por otra parte, sigue siendo muy común hacer bromas y chistes que satirizan a un
homosexual, fuera de cierto grupo más bien reducido de militantes gays, a nadie parece
producirle escozor. Muchas personas que identifican claramente un comentario racista o
denigrante para las mujeres, ni siquiera se encogen de hombros ante una expresión
homofóbica. Cierta vez, una lesbiana comentó que cuando visitaba a su familia de origen,
siempre había una sesión -comúnmente durante la sobremesa- de chistes homofóbicos.
Junto con las estruendosas carcajadas de los hermanos, había miradas escrutadoras de
su reacción. Una mínima señal de enojo en el rostro de ella exacerbaba la ironía y la
agresión.

Estas y otras actitudes de rechazo, las palabras cargadas de mofa y escarnio, pueden
considerarse violencia psicológica. Pero la violencia no es sólo verbal. Entre los
enunciados aislados citados hay un testimonio de un muchacho al que corrieron de su
casa. Esta vivencia no es extraordinaria ni deben desestimarse sus consecuencias. El
rechazo frontal, con toda la carga de desprecio, valoración negativa y reprobación,
[106]
no siempre se da de manera directa y nítida. A veces adopta formas más sutiles, pero en
el fondo la animadversión por el comportamiento y los gustos ajenos a la norma
heterosexual es la misma. También lo es la consecuencia: los jóvenes son expulsados del
núcleo familiar. Asimismo, hay que decir que algunas lesbianas sufren violencia sexual por
el hecho de ser lesbianas. En la siguiente historia, el agresor cuenta no sólo con el
consentimiento y la complicidad de la familia, sino que su participación fue solicitada por el
padre de la víctima.

T. M. es una mujer africana de 24 años a quien sus padres trataron de obligar a casarse
cuando supieron que era lesbiana. Ella rechazó varias proposiciones matrimoniales y
75
La Violencia en Casa
entonces sus padres contrataron a un viejo para que la violara todas las tardes hasta que
quedara embarazada, lo que finalmente sucedió. Ella huyó con sus amigas y se practicó
un aborto, pero los padres la encontraron, volvieron a recluirla y a solicitar la presencia del
viejo. T. M. logró escapar y vive en una zozobra permanente, con el miedo de que esta vez
la encadenen [caso tomado de B. Clark, «Zimbabwe»].

Los casos de violencia extrema no son los más representativos de las formas de
discriminación a lesbianas y homosexuales; .por eso se habló antes de la crítica social y la
intolerancia, de diversas formas de violencia psicológica y en menor proporción de la
violencia física. Sin embargo, se incluye también el caso de esta mujer de Zimbabwe para
ilustrar los alcances que puede tener la violencia intrafamiliar dirigida contra una hija que
se sale de las normas establecidas, aunque no le haga daño a nadie. El ejemplo permite
apreciar también la dimensión cultural de la violencia y la concepción aún muy arraigada
de que los hijos son propiedad de los padres.

Se ha hablado de la violencia que sufren lesbianas y homosexuales en la familia


precisamente porque su preferencia sexual los sitúa en una posición de vulnerabilidad. En
el si-
[107]
guiente capítulo, al abordar la violencia en la pareja, se presenta un apartado sobre el
maltrato en la pareja homosexual.

LA DESIGUALDAD RADICAL: EL GÉNERO


La primera forma de discriminación social y la más notoria es el género. Las mujeres de
todas las edades y clases sociales y de todos los tipos de hogar por lo regular están
supeditadas a los hombres de su comunidad o grupo social: primero al padre, después al
marido, en ocasiones a los hermanos, etcétera.

Al analizar la situación de los menores (infantes y adolescentes), los ancianos, las


personas con discapacidad, las lesbianas y los homosexuales, puede verse cómo cada
una de esas variantes se redefine en función del género.

A continuación se destacan algunas características generales de la violencia contra las


mujeres, tanto social como familiar, y ya en el siguiente capítulo se tratará el tema en
detalle.

 Un primer aspecto de la violencia de género son las disparidades económicas y


políticas; en el hogar, las mujeres están supeditadas en la mayoría de los casos a
76
La Violencia en Casa
las decisiones de su marido. Algunas características de los hogares con jefatura
femenina son el acceso diferenciado a recursos económicos y programas de
bienestar, y la carga ineludible del trabajo doméstico.

 En el tema específico de la violencia conviene subrayar que la que se dirige contra


las mujeres se manifiesta de distintas formas a lo largo del ciclo vital. No es algo
exclusivo de la relación de pareja, ni tampoco disminuye con el paso del tiempo.

 En países como China, India y Corea se practican abortos selectivos. Las mujeres
se hacen un análisis médico para saber el sexo del futuro bebé y deciden abortar si
es femenino. Amnistía Internacional, organización de denuncia de transgresiones a
los derechos humanos, ha revelado que en una clínica de Bombay esto sucedió
99% de las veces en que las mujeres interrumpieron sus embarazos. Los motivos
de
[108]
esta decisión deben buscarse en las condiciones sociales, que son particularmente
adversas para las mujeres. Muchas de ellas prefieren evitar a sus hijas una vida de
sufrimiento y maltrato.

 La violencia contra las niñas se llega a manifestar de una manera tan extrema como
el infanticidio o de formas menos radicales pero también gravísimas como el abuso
físico, emocional y sexual, el abandono y la desnutrición. Estas conductas se
dirigen a los menores en general, pero las niñas las resienten de un modo más
frecuente y directo. En particular, la desnutrición se produce por un acceso
diferenciado a servicios de salud, medicinas y alimentos, entre ellos agua y leche
materna. Una investigación realizada en un hospital público con especialidad en
desnutrición, en la ciudad de Guadalajara, México, reveló que las niñas son más
vulnerables que los niños al descuido que genera desnutrición, como lo demuestra
el hecho de que lleguen en mayor número y en grados más graves. Pero el análisis
informa algo más. El personal de la clínica (médico y de enfermería) reproduce el
patrón de trato diferenciado por sexo, de tal manera que los niños tienen mayores
probabilidades de recuperarse porque reciben más atención y mejor cuidado [véase
E. Vásquez, M. E. Navarro y E Nápoles, «Repercusión de la hospitalización sobre el
estado nutricio de los niños»].

 La violencia contra las mujeres adolescentes se manifiesta en matrimonios


obligados y en prostitución forzada. Entre las jóvenes es frecuente la violencia en
las relaciones de noviazgo, en sus distintas variantes: física, psicológica, sexual y
económica. Además, se ha hablado del hostigamiento sexual al que las mujeres
77
La Violencia en Casa
están expuestas en la calle y los lugares públicos, así como en los espacios
laborales, educativos e incluso en el propio hogar.

 En Estados Unidos ha aumentado sensiblemente el número de denuncias de


violaciones perpetradas en citas de cortejo o noviazgo. Un dato curioso es que las
circunstancias en que ocurren las violaciones no sólo dificultan su comprobación en
un proceso legal, sino que además no
[109]
hay una condena unánime. Aun cuando el acto se realice en contra de la voluntad
de la mujer, hay quienes justifican la conducta violenta con aseveraciones como «Él
había gastado demasiado en ella» o «Era la segunda vez que ella se negaba».

 En el terreno de la violencia sexual debe recordarse que las niñas y las


adolescentes son particularmente vulnerables a sufrir las llamadas violaciones por
confianza, las cuales ocurren dentro del hogar y son cometidas por un pariente
cercano, por ejemplo, el padre, el hermano, el tío, el primo.

 Durante la edad reproductiva, las mujeres están más expuestas a sufrir violencia
-física, psicológica, sexual, económica- por parte de sus parejas porque existe una
relación estable o con visos de permanencia -sea de matrimonio o unión libre- y
porque el cuidado de los hijos y las tareas domésticas las mantienen atadas al
hogar y al marido. Si además existe dependencia económica, la situación se
agrava. Este tema se trata más ampliamente en el siguiente capítulo; por ahora sólo
subrayemos que la violencia contra las mujeres se produce dentro y fuera del
hogar, que tiene múltiples manifestaciones y que sus formas de expresión cambian
según la etapa del ciclo vital en que se encuentre la mujer, pero el maltrato es una
constante.

Para concluir este capítulo conviene puntualizar:

 Las desigualdades sociales se reproducen y muchas veces se fortalecen dentro del


hogar.
 El jefe de familia es el hombre de la casa, varón adulto que por lo regular
desempeña los papeles de padre y esposo.
 Los subordinados, débiles o vulnerables en el núcleo familiar se definen en función
del género, la edad, la aptitud física o mental y la orientación sexual, entre otras
variantes.
 De las formas de violencia, el género constituye un factor decisivo de la
discriminación que redefine todas las otras variantes, y existe además con su propia
78
La Violencia en Casa
especificidad.

[111]

CAPÍTULO 3
VIOLENCIA EN LA PAREJA

PUNTO DE PARTIDA
En páginas anteriores se ha destacado el tránsito conceptual que implica hablar de
mujeres golpeadas, violencia doméstica o violencia intrafamiliar. Las víctimas del maltrato
que se produce dentro del hogar son diversas y esa pluralidad corresponde a jerarquías
socialmente asignadas en función del género, la edad, la aptitud física o mental y la
preferencia sexual, entre otras variantes.

Este capítulo aborda el maltrato que se da en la pareja y que en general tiene una
dirección definida: del hombre hacia la mujer. La violencia, como se ha visto, surge en una
relación de desigualdad; se origina a partir de una posición o condición superior de quien la
ejerce y del estado de subordinación de quien la sufre. Esta asimetría en términos de
poder no sólo reestructura las posiciones de los sujetos implicados en cada episodio, sino
que además hace que la violencia sea socialmente tolerada.
El maltrato a las mujeres en el hogar abarca una amplia gama de conductas y
comportamientos cuya finalidad es obligar a la víctima a hacer lo que el agresor quiere. El
móvil último de la violencia no es producir un daño sino ejercer el
[112]
poder y el control, así como estrechar las redes de la sujeción. Por ello entre las armas
fundamentales están la presión y la manipulación psicológicas, que tienden a desdibujar la
voluntad y acrecentar la obediencia de las mujeres.

Como se ha señalado, las diversas manifestaciones de la violencia pueden describirse a


grandes rasgos como física, psicológica, sexual y económica. Esta clasificación, basada en
los medios utilizados y las consecuencias producidas, sólo cumple con la función de
facilitar la descripción y el análisis de los hechos, pero no corresponde necesariamente a
una nítida diferenciación. Esas formas de violencia por lo regular van juntas o se presentan
en distintas combinaciones.

Al estudiar específicamente la violencia en contra de las mujeres, también llamada


violencia de género, suele tomarse como punto de partida la definición adoptada por
Naciones Unidas:
79
La Violencia en Casa

Es todo acto de violencia basado en el género que produzca o pueda producir daño o sufrimiento
físico, sexual, psicológico, incluyendo las amenazas de tales actos, la coerción o privación
arbitraria de la libertad, sea que ocurra en la vida privada o en la pública [Naciones Unidas,
Programa de acción de la Conferencia de Derechos Humanos].

En una lectura rigurosa de la definición anterior, lo primero que salta a la vista es su


tautología: definir la violencia de género como «todo acto de violencia basado en el
género» es seguir dando vueltas en torno a dos palabras. Hecha esa salvedad, al indicar
que el acto de violencia se origina precisamente en el género, lo que se señala es que la
condición de mujer constituye el factor de riesgo para esa violencia. Lori Heise [véase L.
Heise, J. Pitanguy y A. Germain, Violence against women), especialista en el tema, va
incluso más allá al señalar que muchas formas de violencia contra las mujeres son per-
donadas, al menos parcialmente, porque las víctimas son mujeres. Los ejemplos
mencionados de hostigamiento sexual en lugares públicos y en espacios laborales lo
ilustran.
[113]
De acuerdo con la definición de Naciones Unidas, la violencia contra las mujeres puede ser
física, psicológica o sexual, y forman parte de ella las solas amenazas de actos violentos y
la privación arbitraria de la libertad. Esta definición se refiere a la violencia que ocurre tanto
dentro como fuera del hogar, pero conviene puntualizar que todas esas expresiones
pueden provenir del marido, como a menudo ocurre. En páginas anteriores se destacó
también la violencia económica o patrimonial, que no aparece en la definición de Naciones
Unidas pero que en los últimos años ha sido cada vez más reconocida en su especificidad.

Ahora se tiene una caracterización amplia de la violencia en la familia. En realidad sería


más afortunado decir que esa caracterización ha ido ampliándose a medida que el fenóme-
no se conoce con mayor profundidad y se dispone de estudios más precisos. Durante
mucho tiempo se pensó que la violencia era exclusiva o fundamentalmente física y se igno-
raba cualquier otra consecuencia que no pudiera apreciarse en el cuerpo; después se
abarcó el maltrato emocional, no sólo como efecto del físico sino también como algo de
suyo nocivo. Después empezó a hablarse de la violencia sexual como una variante que
podía presentarse en la pareja, independientemente de la permisividad social o legal, y por
último se reconoció el carácter violento del control y el sometimiento económicos. A
continuación, de acuerdo con este orden se expondrán las modalidades de la violencia en
la pareja.

UNA HUELLA EN EL CUERPO

80
La Violencia en Casa
La violencia física es la más evidente porque deja una huella en el cuerpo que muchas
veces, aunque no siempre, se advierte a simple vista. La violencia. se identifica -y de
hecho puede ser una de las primeras imágenes que nos vengan a la mente al pensar en
ella- con un pómulo hinchado, una nariz sangrante, un párpado morado, un brazo
enyesado, un diente roto o un tobillo fracturado. Ya se sabe que no siempre es así y que
un golpe en la oreja o una patada en los riñones
[114]
pueden ocasionar lesiones muy graves sin que a simple vista se note un ápice. Aunque no
siempre se perciba de entrada, la violencia física se produce en el cuerpo de la víctima y
deja una huella, a veces en un órgano interno, que quizá sólo se identifique al cabo de un
periodo más o menos prolongado.

La violencia física se ejerce sobre el cuerpo en una variedad de manifestaciones que van
desde el pellizco o el jalón de cabello hasta el asesinato, pasando por golpes de muy diver-
sas intensidades, a veces propinados con las manos o los pies y en ocasiones también
con objetos como cinturones, utensilios domésticos o instrumentos punzo cortantes.
Muchas veces hay ataques específicos a los senos, los genitales o el vientre. Todo esto
significa que el maltrato físico puede clasificarse según la gravedad de las consecuencias
producidas. En algunas investigaciones se habla de violencia leve o levísima, moderada,
grave y muy grave. Los términos y los límites varían; en general son arbitrarios y derivan
de la apreciación legal del fenómeno o de las reglas para imponer una sanción o un cas -
tigo al agresor.

Es común hablar de violencia levísima o leve cuando la lesión tarda en sanar menos de
quince días y por lo tanto no implica un peligro serio para la salud. En este rubro estarían
las cachetadas, los empujones, los pellizcos y los golpes que no pasan de un moretón que
dura, cuando mucho, un par de semanas. Muchas formas de violencia contra la esposa y
también contra los hijos se clasifican de este modo y sólo excepcionalmente se denuncian
en las delegaciones de policía o se registran en los centros de atención.

En el extremo opuesto están los casos de homicidio. Matar a alguien es, sin duda, la forma
más grave de violencia física. Estos casos siempre (o casi siempre) llegan a las instancias
de procuración de justicia, aunque en ocasiones no se clasifican como violencia familiar. Si
bien es un requisito anotar datos como el parentesco o la relación del asesino con la
persona asesinada, esta información se diluye en los anuarios estadísticos que privilegian
otras características de la víctima, como su edad, las condiciones en que fue atacada, las
causas de su muerte. En ocasiones hay alguna información
[115]
sobre los victimarios, pero es difícil deducir cuál era la relación entre el agresor y la
81
La Violencia en Casa
víctima. Se registra quiénes murieron y a veces, no siempre, quiénes mataron, pero se
desconoce quién mató a quién. Cuando el acento se pone precisamente en esa relación,
los resultados son contundentes. En el siguiente capítulo se consignan cifras obtenidas en
países como Australia y Estados Unidos que muestran que en más de la mitad de los
homicidios de mujeres el asesino es el esposo o el compañero íntimo.

Más adelante se verá que la muerte es una consecuencia de la violencia en la familia que
se presenta con relativa frecuencia. Cuando se llega a este extremo, por lo general quien
muere es la mujer, aunque en ocasiones quien muere es el mismo agresor o un tercero
que trata de intervenir como mediador del conflicto. En el primer caso, destaca que las
mujeres asesinadas suelen tener una larga historia como víctimas; el homicidio es la
culminación de una trayectoria de episodios violentos que comenzó tal vez con una
cachetada o con algún otro acto de violencia leve y paulatinamente subió de intensidad.

Pero ¿qué hay entre estos dos extremos? Entre el pellizco y el asesinato, es decir, entre la
violencia física leve y la extrema, hay varios estadios de diversa intensidad. Si se inclina el
péndulo hacia el punto de mayor gravedad, las clasificaciones legales suelen ubicar cerca
del homicidio la pérdida de alguna parte del cuerpo. Esto también está jerarquizado; no
tiene las mismas consecuencias perder la vista que perder un dedo, por ejemplo. La
ceguera es comparable con la pérdida de ambas piernas o ambos brazos. El ejemplo de la
ceguera ocasionada por violencia del compañero no es en absoluto ficticio ni lejano. En
febrero de 2000, un soldado asturiano golpeó con una piedra a una mujer con quien había
salido en varias ocasiones a tomar una copa, y posteriormente le arrancó los globos
oculares. Los esfuerzos de los médicos por devolverle la vista fueron inútiles [véase El
País, 8 de febrero de 2000]. Aunque el agresor y la víctima no estaban casados ni vivían
juntos, la historia permite ejemplificar que la violencia
[116]
puede iniciarse desde el noviazgo y tener consecuencias tan graves como las que sufrió
esta joven española.

Siguiendo con esta clasificación de la violencia física, en el lugar más cercano a la leve o
levísima están aquellos actos cuyas consecuencias no ponen en peligro la vida ni
ocasionan un daño permanente. En el centro del continuum se ubicarían conductas cuyas
lesiones tardan en sanar alrededor de seis meses, que requieren atención médica
especializada y ocasionan daños semipermantentes o permanentes.

En síntesis, con base en distintos criterios legislativos y de investigación, se puede trazar


la siguiente taxonomía de la violencia física: levísima, leve, moderada, grave y extrema.
Como cualquier clasificación, es sólo una tipología que cumple fines descriptivos de
82
La Violencia en Casa
utilidad para el análisis. A menudo coexisten las diversas intensidades del maltrato.

 Violencia levísima. Se refiere a las lesiones que tardan en sanar menos de quince
días y por lo tanto no ponen en peligro la vida.
 Violencia leve. En este rubro se agrupan los actos cuyos efectos se curan en un
lapso que oscila entre los quince días y los dos meses. Tampoco ponen en peligro
la vida ni dejan un daño permanente. Aquí se clasifican los golpes con las manos o
los pies, algunas fracturas y lesiones producidas con objetos.
 Violencia moderada. Produce consecuencias que tardan en sanar entre dos y seis
meses. No pone en peligro la vida ni produce un daño permanente, pero deja
cicatrices en el cuerpo. Algunas fracturas y heridas con armas punzo cortantes son
ejemplos de este tipo de violencia. En cuanto a las heridas con instrumentos punzo
cortantes, es relativamente común emplear cuchillos de cocina y desarmadores,
entre otros utensilios caseros. En algunas zonas rurales las heridas causadas con
machete pueden llegar a ser cosa de todos los días.
 Violencia grave. Se refiere al estadio inmediato anterior al homicidio, en el que
están las mutilaciones y las lesiones definitivas, como pérdida de la capacidad
auditiva o vi-
[117]
sual, atrofia muscular o de algún órgano. Las heridas que dejan una cicatriz
permanente en el rostro están en un punto límite entre la violencia moderada y la
grave.
 Violencia extrema. El punto más alto de esta secuencia es el asesinato.

¿Para qué sirve una clasificación como ésta? Ordenar y jerarquizar los daños producidos
ha sido una tarea de legisladores y juristas con el propósito de señalar directrices para el
castigo, pero ¿tiene alguna otra utilidad? En el primer capítulo se expuso que para
entender la violencia era necesario tener en cuenta varios factores: los daños producidos,
los medios utilizados, la intención de quien comete el acto y el contexto donde éste se
produce. En un escenario ideal estos aspectos tendrían que tomarse en cuenta para juzgar
y sancionar los comportamientos violentos. Más adelante se verá que no siempre sucede
así, pero un punto de partida para castigar a los agresores es determinar la gravedad de
las lesiones ocasionadas. Además de la finalidad legal, discernir formas y grados de
violencia permite un análisis más fino, una descripción más detallada y un conocimiento
más preciso del fenómeno. En pocas palabras, permite comprender que hay intensidades
muy diversas y que las consecuencias y los costos individuales, familiares y sociales de la
violencia varían sensiblemente.

Es importante saber que la violencia se manifiesta de muchas formas de gravedad


83
La Violencia en Casa
variable; es sumamente útil entender que esta diversidad se expresa como una
continuidad y no en forma de opciones excluyentes. Qué bueno poder diferenciar y
apreciar cada episodio violento en su propia dimensión. Qué bueno también poder advertir
cómo, en un mismo suceso, se producen tanto lesiones leves como moderadas. Qué
bueno, en síntesis, poder desmenuzar los detalles. Sin embargo, nada de lo anterior debe
hacernos caer en la trampa de relativizar los pequeños incidentes o llegar a pensar que no
constituyen actos violentos. Detrás de un jalón de cabello o de una mutilación existe
básicamente lo mismo: el ánimo de controlar, someter y sojuzgar. Son actos distintos pero
no es-
[118]
tán desconectados; ambos forman parte del mismo proceso, y eso es fundamental.

En un momento dado, después de una confrontación o un pleito se presenta el primer


golpe en la vida conyugal. Puede ser un episodio aislado que no se repita nunca, pero
también puede ser el inicio de una escalada. A partir de entonces la violencia física puede
ir en aumento, sin que eso signifique que las conductas de maltrato leve se abandonen.
Por esto, al iniciarse la espiral de violencia se tendría que empezar a prevenir, lo que
pocas veces sucede. El siguiente ejemplo ilustra dicha necesidad.

Dolores es una mujer de treinta años. A los 19 se casó con Joaquín, dos años mayor que
ella, con quien había tenido una relación de noviazgo de escasos diez meses. Al principio
de la vida matrimonial, la pareja vivía en casa de los padres de él, donde también vivían
dos hermanas solteras. Dolores recuerda esa etapa como muy tranquila, a pesar de que a
veces se sentía agobiada con los quehaceres domésticos. Joaquín trabajaba en un taller
mecánico cerca de la casa y casi todos los días llegaba temprano y pasaba dos horas o
más frente al televisor, a excepción de los sábados, cuando se iba con amigos a beber y
casi siempre llegaba en la madrugada o no llegaba. Le molestaba que le pidieran cualquier
cosa, pero particularmente si se trataba de dinero.

Dolores se acostumbró a esa rutina y al poco tiempo dejó de pedirle que dejara la bebida y
la juerga. Las solicitudes de dinero continuaron durante un tiempo, pero finalmente acabó
por hacerse a la idea de que sólo recibiría lo mínimo indispensable y muchas veces ni
siquiera eso.

«Los verdaderos problemas -recuerda Dolores- empezaron cuando tuvimos nuestra propia
casa». Se acabó el apoyo económico de los suegros, los enojos de Joaquín se hicieron
más frecuentes y los pleitos conyugales empezaron a ocurrir casi a diario. Dolores volvió a
trabajar de empleada doméstica, como lo había hecho antes de casarse. Esto molestó
mucho a Joaquín ya partir de entonces empezó a recriminarle cualquier cosa que
84
La Violencia en Casa
[119]
él considerara fuera de lugar en la casa: un plato sucio, la cama mal tendida, una camisa
mal planchada, una brizna de polvo en el vidrio de la cocina, una cortina abierta cuando él
la quería cerrada o viceversa. El más ínfimo detalle ocasionaba un exabrupto al que ella
respondía con gritos igual de estridentes. A pesar de sus recriminaciones, Joaquín tomó el
trabajo de su esposa como una excusa para dar fin a sus aportaciones económicas.

Dos años después de haberse casado y uno de vivir en su propia casa, Dolores se
embarazó por primera vez. Joaquín la culpó por no tomar las precauciones debidas y hasta
llegó a insinuar que el bebé no era suyo. Durante ese embarazo se produjo el primer
incidente de golpes. Ninguno de los dos recuerda el motivo del pleito ni el hecho que
desencadenó la violencia física. Ella sólo se acuerda de que tenía cinco meses y medio de
embarazo y que trataba de cubrirse el vientre con los brazos, que él le golpeó la cara
varias veces y le dio una patada en un seno. Él sólo recuerda que estaba muy enojado
(«En esa época ella se volvió muy floja») y que había bebido mucho.

A partir de entonces, los golpes ocuparon un lugar central en la vida de la pareja. Las
discusiones sobre nimiedades domésticas eran acompañadas de jalones de cabello,
empujones, cachetadas. En ocasiones los pleitos subían de intensidad y también los
golpes; a veces Joaquín bebía más de lo acostumbrado y la paliza se producía sin el
preludio verbal de insultos y gritos.

Durante su vida matrimonial procrearon dos hijos, quienes muchas veces presenciaron las
peleas entre sus padres, las cuales casi siempre terminaban con el portazo de salida de
Joaquín y los sollozos de Dolores. En ocasiones él regresaba con un pequeño ramo de
flores o algún otro regalito para su esposa, pero por lo general volvía como si nada hubiera
sucedido.

La primera vez que Dolores pidió ayuda, o más bien que se atrevió a hablar del tema, fue
ante una trabajadora social del área de traumatología del hospital general de la ciudad,
adonde había ido a parar tras un pleito particularmente violento. Estaba empezando a
recuperarse de una costilla rota, además de otras lesiones de menor gravedad. Tenía
moretones en todo el cuerpo y le dolía mucho mover el brazo izquierdo. La trabajadora so-
cial le preguntó si quería formular una denuncia legal en contra de su esposo; Dolores se
mordió el labio inferior y movió la cabeza de un lado a otro para indicar su negativa.
[120]
En los siguientes cuatro o cinco años Dolores estuvo internada en el hospital otras tres
veces, en las cuales se negó a denunciar a su esposo. «Si él va a la cárcel -decía-, al salir
se va a volver mucho más violento». Además, aunque no lo formulara con claridad, sentía
85
La Violencia en Casa
que estaba traicionando a sus suegros, quienes la habían acogido en su hogar durante el
primer año de su matrimonio, y también al mismo Joaquín.

Es innecesario decir que durante ese lapso, aproximadamente desde su primer embarazo
hasta que el mayor de sus hijos cumplió ocho años, el carácter de Dolores fue
endureciéndose. Se volvió nerviosa e irritable. Les gritaba a los niños a la menor
provocación y a veces se encerraba en el baño a llorar. Empezó a tener jaquecas
frecuentes y a despertarse abruptamente en la madrugada.

Durante esas noches de insomnio pensaba en sus hijos y en el hombre con quien se había
casado, que ahora le parecía tan distinto del que había sido cuando eran novios. En
alguna ocasión pensó en huir, salir de la casa y esconderse en cualquier lugar sólo para
sentirse a salvo, pero no supo dónde. Después pensaba en sus vástagos, que todavía
estaban chicos y la necesitaban; entonces se le ocurría que él se podía ir, pero nunca se
atrevió a pedírselo. Muchas veces pensó en suicidarse, porque no veía ninguna salida.
Nunca lo comentó con nadie.

Un día que Dolores estaba barriendo la sala escuchó los ruidos que hacía Joaquín en la
escalera del edificio, próximo a entrar en el departamento. Pensó que venía borracho y
tuvo miedo. Cuando él entró sus sospechas se confirmaron; Joaquín azotó la puerta y
empezó a gritar reclamando la cena. Dolores lo vio acercarse y el miedo que había sentido
se transformó en ira. Levantó la escoba y lo golpeó en la cara, justo en la ceja izquierda.
La sangre empezó a brotar en forma abundante. Él salió de la casa y ella se echó a llorar.

La historia no acaba aquí. Joaquín fue atendido en el mismo hospital donde varias veces
había estado internada Dolores. Ahí mismo formuló la denuncia penal contra su esposa y
treinta minutos después llegó la policía para arrestarla.

El asunto era grave; se trataba de una lesión que dejada una cicatriz permanente en la
cara. Los hermanos de Dolores cooperaron para pagar la fianza y ella pudo salir de la
cárcel, pero pasó ahí tres días.
[121]
Este ejemplo es ilustrativo por varias razones. En primer lugar permite apreciar la escalada
de la violencia; además presenta diversas formas de maltrato que se articulan para incre-
mentar la desesperación y la angustia, y finalmente muestra distintas reacciones ante el
sistema institucional.

La relación que establecen Dolores y Joaquín, así como la situación familiar en su


conjunto, tiene desde el inicio rasgos muy tradicionales. Los estereotipos de género son
86
La Violencia en Casa
rígidos e inamovibles. Joaquín es el proveedor y Dolores la cuidadora del hogar; cuando él
no cumple con sus obligaciones, ella se sale de su papel tradicional para solucionar las
necesidades básicas de su familia. Esto nos recuerda un poco la historia de Dora y Javier,
comentada en el capítulo anterior, con la diferencia de que Dora no movía un dedo para
ordenar la casa y Dolores desempeñaba una auténtica doble jornada. Hay otro elemento
en común: el trabajo fuera del hogar es considerado el causante de los problemas
familiares. «Con el pretexto de que va a trabajar...», había dicho Javier. «En esa época se
volvió muy floja», dice Joaquín.

Es una relación muy tradicional y además muy desigual: Joaquín es el jefe, el hombre de la
casa, el que decide, dispone y controla. Al principio existe la vigilancia o el cuidado y la
supervisión de los suegros, pero cuando ésta se suspende se agudizan los problemas.

Al igual que en muchos otros casos, la primera bofetada se produce durante el primer
embarazo. La violencia física contra mujeres embarazadas es un tema que apenas
empieza a estudiarse de manera sistemática. Los golpes dirigidos al vientre preñado tienen
graves consecuencias tanto para la mujer como para el producto. Se han documentado,
por ejemplo, casos de debilidad auditiva y problemas psicomotrices derivados de lesiones
fetales. Incluso se ha sabido de situaciones en las que el maltrato físico es tan agudo y tan
frecuente que llega a ocasionar la pérdida del producto, aun en el último trimestre del
embarazo. Se sabe también que los hijos de mujeres golpeadas durante el embarazo
tienen mayores probabilidades de nacer con bajo peso y de morir antes de cumplir un año.
A partir de que se propina el primer golpe todo va en
[122]
aumento: la frecuencia y la intensidad, la agresividad de uno, la angustia de la otra, el daño
a los niños, la desesperación de todos. No se trata de una situación esporádica. Cualquier
detalle puede desencadenar una reacción violenta; Joaquín pasaba, cada vez más
rápidamente, de las palabras a los gritos y de éstos a los golpes. Las frases de perdón y
los regalos nunca lograron amortiguar la violencia ni disminuir el malestar de Dolores, pero
sí le hicieron creer, sobre todo al principio, que Joaquín podría cambiar su comportamiento
si él mismo así se lo proponía.

Paralelamente a la escalada de violencia, pueden observarse distintos tipos de maltrato.


En efecto, Joaquín insulta, grita, reclama, inculpa a Dolores de cualquier cosa, y todo ello
constituye violencia psicológica. Además la golpea con frecuencia, a veces salvajemente.
Para completar el cuadro, no aporta un centavo para sufragar los gastos de la casa. En
este ejemplo el maltrato físico, el psicológico y el económico coexisten en una dinámica de
desgaste continuo para todos, principalmente para Dolores, víctima directa de la violencia,
pero también para los hijos -testigos involuntarios- y para el propio Joaquín, quien es
87
La Violencia en Casa
incapaz de relacionarse con su esposa de una manera no violenta. La presencia de
distintas formas de maltrato y la manera como éstas se vuelven cada vez más graves y
cada vez más frecuentes son una constante en las relaciones de violencia. También es
típica la reacción de la mujer golpeada: callar, encerrarse en sí misma, deprimirse, sentir
que el mundo se le viene encima, elaborar fantasías suicidas y estallar de distintas
maneras, generalmente con sus hijos.

Aquí hay que diferenciar entre el maltrato que sufren los menores directamente y el que se
origina en su condición de espectadores. Los hijos de Dora y Javier no son niños golpea-
dos y en realidad esto es algo poco común; cuando un hombre es violento con su esposa
por lo regular es violento también con sus hijos. El ejemplo nos permite separar dos
vivencias distintas: sufrir el maltrato físico en carne propia y ser testigo de él. Los hijos de
Dolores y Joaquín, espectadores de la violencia de su padre, resienten las reacciones de
su
[123]
madre: gritos, regaños excesivos y castigos injustificados. Un efecto del maltrato a la
esposa puede ser que ella empiece a maltratar a los hijos.

Para terminar el comentario sobre los distintos tipos de maltrato debe analizarse el
exabrupto final de Dolores, resultado más de una conducta impulsiva que de un proceso
de premeditación. Cuando deja caer el palo de la escoba sobre la cara de Joaquín,
Dolores tiene tras de sí una larga historia de violencia que la ha llevado al hospital en
varias ocasiones y ha dañado su salud física y psicológica de manera irremediable. El
golpe que le asesta Dolores es una especie de maltrato reactivo; «Lo hice sin pensar», le
dice después a su terapeuta, pero si se tratara de encontrar un propósito, éste sería el de
ocasionar un daño (probablemente de menor magnitud que el que realmente produjo) con
la esperanza de que eso pusiera punto final a la violencia. Es importante subrayar que
Dolores finalmente decidió defenderse y lo hizo con los recursos que tenía a la mano. Éste
es un hecho positivo, sin duda alguna. Pero las consecuencias inmediatas fueron graves
para ambos: Joaquín resultó herido y con una cicatriz permanente en el rostro, y Dolores
fue privada de su libertad y tuvo que enfrentar un proceso penal. Dolores tuvo la opción de
denunciarlo antes y no lo hizo. Por incertidumbre, por una secreta esperanza de que las
cosas cambiaran, por desconfianza en el sistema de justicia, pero principalmente por temor
(«Se va a volver mucho más violento»), su respuesta fue la inactividad. Joaquín, en
cambio, no titubeó en avisar a la policía y regodearse con las consecuencias. ¿Qué indica
este hecho? ¿Por qué una mujer soporta la violencia durante años sin comentarlo siquiera,
y un hombre, en cambio, no titubea ante la posibilidad de iniciar una acción legal? Detrás
de estas actitudes diferentes está la permisividad social de la violencia contra las mujeres y
la idea de que ésta es inevitable. Eso explica también por qué la herida que le ocasionó
88
La Violencia en Casa
Dolores a Joaquín tuvo más peso que el incumplimiento económico, los gritos, los insultos
y los golpes de diversos grados de gravedad que él dirigió a ella. El maltrato hacia la
esposa, aunque sea extremo, se considera normal, mientras que una
[124]
reacción violenta de parte de ella es valorada de manera muy distinta, incluso por los
propios sujetos implicados.

Éste es un típico ejemplo de relación de violencia, en el cual quedan subrayadas las


características del maltrato físico. Podrían comentarse muchas historias de mujeres
golpeadas en distintas formas y grados. En el cuarto capítulo podremos ver cómo, en muy
diversas partes del mundo, una de cada tres mujeres ha experimentado maltrato físico a
manos de su compañero íntimo, al menos una vez en la vida. Aunque los índices varían
ligeramente, el dato refleja la generalidad de los resultados por aparecer de manera
sistemática.

En los siguientes apartados se examinan más detenidamente otras formas de maltrato ya


mencionadas: el psicológico, el sexual y el económico.

MALTRATO INVISIBLE
El tema de la violencia psicológica es una de las tareas más difíciles de afrontar cuando se
analiza el maltrato familiar. Como punto de partida hay que tener en cuenta que la vio-
lencia es el comportamiento de aquel ser humano que busca someter y controlar a otra
persona y que le ocasiona daño por considerar que ella representa un obstáculo para su
ejercicio del poder. En lo que toca a la violencia psicológica, tanto el daño producido como
los medios utilizados pueden ubicarse precisamente en la esfera emocional. No hay una
huella visible en el cuerpo. No es algo objetivo ni demostrable.

Antes de entrar de lleno al tema de la violencia psicológica es necesario hacer un


comentario con respecto al género. Existe la creencia, más o menos generalizada, de que
quienes ejercen la violencia psicológica en mayor medida son las mujeres. Los hombres
golpean, las mujeres agreden de otra forma: ellas ofenden, humillan, son celosas y
posesivas; son las principales ejecutoras de la violencia emocional. La pregunta obligada
es si esta creencia es cierta o falsa. ¿Realmente las mujeres maltratan más que los
hombres en el terreno psicológico? ¿O son los hombres los que dominan también en este
rubro?
[125]
¿Maltratan por igual unos y otras? Si en efecto las mujeres son más violentas, ¿se tratará
de una reacción a los golpes y a otras formas de maltrato físico? ¿Logran las mujeres el
89
La Violencia en Casa
propósito de someter y controlar a los hombres mediante el uso de armas psicológicas
como la presión, la manipulación y el chantaje? Para responder estas interrogantes se van
a examinar algunas variantes de la violencia psicológica y a revisar distintos casos. En
este proceso conviene tener en mente que están en juego relaciones de poder y, por lo
tanto, situaciones de desigualdad.

Una vez hechos estos planteamientos, se revisará cada una de las manifestaciones del
maltrato emocional.

ASEDIO
Se denomina «asedio» a lo que hace una persona para controlar a otra: llamarla por
teléfono para verificar donde está, interrogarla sobre sus actividades, acusarla de infiel.
Todas estas actitudes pueden estar disfrazadas de interés en las actividades de la mujer (o
del hombre), pueden también expresarse como desconfianza o pueden, finalmente,
exhibirse como control. He aquí una historia digna de estudio.

En una ocasión, Noemí, profesora de preparatoria, demandó el divorcio a su esposo


porque no toleraba su asedio constante. Él la llevaba al trabajo todas las mañanas, le
telefoneaba a la hora del descanso en la escuela, la esperaba a la salida y casi siempre la
acompañaba de regreso a casa. En la tarde volvía a llamarle, le preguntaba por sus
alumnos y compañeros de trabajo. Si alguna vez el teléfono sonaba ocupado, él no
descansaba hasta tener la versión completa de lo sucedido, incluso detalles de cualquier
plática en la que él no participara. Era posesivo y controlador.

No la acusaba de ser infiel, pero frecuentemente suspiraba y decía que no podría vivir sin
ella, que si un día le faltara se volvería loco y que preferiría morir antes que verla con otro
hombre.
[126]
Como puede verse, al asedio se agrega el chantaje. Fuera de eso, el marido de Noemí era
cumplido y responsable, hogareño y fiel. «No tengo queja alguna», decía Noemí, «pero
quiero que me lo quiten de encima».

Éste es un ejemplo de asedio constante, vigilancia ininterrumpida y control estricto de cada


uno de los movimientos de una persona. Cuando los hechos no llegan a estos extre mos es
muy probable que no se definan como violencia. ¿Cuántos hombres posesivos y
controladores conocemos? ¿Cuántos de ellos se definirían a sí mismos como
maltratadores? ¿Cuántos serían catalogados de esa manera por sus esposas o com-
pañeras? ¿Qué dirían de ellos en su entorno inmediato? Responder estas preguntas
90
La Violencia en Casa
servirá para reflexionar sobre cómo muchas actitudes de sometimiento y sujeción pasan
inadvertidas precisamente porque gozan de una suerte de autorización social y son incluso
estimuladas de manera directa. Que un hombre lleve a su esposa al trabajo, le pregunte
por sus actividades, le llame por teléfono y quiera saber dónde está en todo momento es
algo que, descrito de esta manera, se considera normal. Ahora imaginemos a un hombre
que no sepa con exactitud en dónde trabaja su esposa, en qué consisten sus actividades
laborales (por ejemplo, qué hace y quién es su jefe) ni cuánto gana, que ignore sus
horarios y que realmente no le importe no encontrarla al llegar a la casa ni se ocupe de
telefonearle. Este hombre sería calificado de indiferente, poco interesado y definitivamente
extraño.

Ahora detengámonos un momento a pensar las cosas como si estuviéramos en un mundo


al revés. ¿Cómo juzgaríamos a dos mujeres que estuvieran, literalmente, en las
situaciones así descritas? Es muy probable que a la primera la calificáramos, sin titubear,
de posesiva y controladora. La segunda nos parecería que actúa con toda normalidad, si
acaso, diríamos que es respetuosa y atenta. Exactamente las mismas acciones se evalúan
-y juzgan- de manera muy diferente según el protagonista sea un hombre o una mujer.

Esto no quiere decir que las mujeres no tengan actitudes de posesividad y asedio. Significa
únicamente que la forma en que tales conductas se expresan y la valoración social que se
[127]
hace de ellas tienen claras connotaciones genéricas. Pongamos por caso la celotipia. Un
hombre celoso interroga, confronta, vigila y actúa de tal manera que se note que
desconfía; si comprueba sus sospechas puede azotar puertas y ventanas, dar un puñetazo
sobre la mesa, insultar a la mujer e incluso golpeada. Ninguna de esas actitudes parecería
rara o fuera de lugar en un hombre. Una mujer celosa, en cambio, se convierte en una
espía callada, muy observadora, y que actúa con sigilo para que no se note su
desconfianza. Si confirma sus sospechas, sufre. .Tal vez haga insinuaciones, incluso tal
vez reclame de manera directa, pero no sería sorprendente que guardara silencio. Un
hombre cuya esposa tiene relaciones extramaritales culpa a la mujer. Una mujer cuyo
esposo tiene relaciones extramaritales culpa a la otra mujer o se culpa a sí misma.

¿Cómo ve la sociedad cada una de estas actitudes y reacciones? ¿Qué le aconsejarían a


un hombre engañado sus amigos y amigas, sus compañeros y compañeras, su familia?
«Déjala. Es una traidora», «Eres un idiota si la perdonas», o incluso «Yo en tu lugar la
habría matado, eso es lo que anda buscando». En muchas legislaciones, cuando un
hombre asesina a la mujer que le es infiel se le llama homicidio por honor, castigado con
mucha menor penalidad que el asesinato común. El adulterio de la mujer es un atenuante
que difícilmente se cuestiona.
91
La Violencia en Casa

¿Qué le aconsejarían a una mujer engañada sus amigas y amigos, sus compañeras y
compañeros, su familia? ¿Qué le aconsejarían incluso las mismas personas que a él le
sugirieran abandonar a la mujer, castigada, incluso matada? No es difícil imaginar la
respuesta: resignación, paciencia y reconquista. Respecto a esto último, las llamadas
revistas femeninas proporcionan abundante material sobre cómo conquistar a un hombre,
retenerlo y a la larga reconquistarlo si es infiel.

En muchas otras situaciones (como el manejo del tiempo y el dinero, la relación con los
hijos, el trato con la familia política, las actividades domésticas) se juzga con diferente vara
lo que hacen los hombres y lo que hacen las mujeres.

Hay una variante del asedio que claramente constituye una forma de chantaje: consiste en
utilizar una posición de
[128]
debilidad -real, ficticia o exagerada- para controlar al otro. Tal vez esta actitud sí sea
principalmente femenina, porque a las mujeres se les enseña a explotar su debilidad. El
siguiente ejemplo nos permite apreciar esta dimensión del maltrato.

Raúl tardó varios años en tomar la decisión de divorciarse. Antes de poder planteársela a
Emma, su esposa, consultó a varios abogados y estuvo en terapia. El solo hecho de
imaginar la escena lo aterraba; pensar que se iba a separar de su esposa, que la iba «a
dejar sola», lo llenaba de una culpa paralizante.

Los dos se acercaban a los cincuenta años, sólo que ella desde hacía más de cinco
padecía una enfermedad que le impedía trabajar y que además iba minando
paulatinamente sus habilidades físicas y ocasionando un deterioro continuo en su salud.
Cada vez caminaba más despacio, le costaba mucho esfuerzo levantarse de una silla o de
la cama, y tomar un baño era toda una odisea.

A medida que avanzaba la enfermedad de Emma aumentaban también las exigencias y se


exacerbaban su celotipia y su posesividad. Todas las noches, Raúl tenía que responder
una pregunta tras otra y a veces dar hasta los detalles más mínimos de su jornada en una
dinámica tan absurda como agotadora. El interrogatorio cotidiano incluía algunos temas del
trabajo, pero básicamente se refería a sus relaciones personales, a posibles aventuras
amorosas y a los sentimientos de Raúl, que Emma interpretaba de tal modo que le hacían
sufrir. Por ello, frecuentemente la sesión acababa cuando ella se sumergía en un mar de
lágrimas que parecía inexplicable: «No lo quieres reconocer, pero aunque no me lo digas
yo sé que amas a otra mujer».
92
La Violencia en Casa

Al principio de la enfermedad, Raúl era solícito y amable. Trataba de estar con su esposa
el mayor tiempo posible y de complacerla en todo; esto se debía, en buena parte, a la
sospecha que tenían ambos de que la muerte de Emma era algo próximo, casi inminente.
Con el tiempo, Raúl empezó a aburrirse y a tomar las cosas un poco más a la ligera. En
cierta forma se volvió indiferente a la enfermedad. Pensó que nada de lo que hiciera
alteraría las cosas y su esposa resintió ese distanciamiento, que
[129]
rápidamente interpretó como la prueba de una infidelidad y por lo tanto de una traición.

A partir de entonces exageró -según Raúl- las consecuencias de su enfermedad y los


síntomas de su deterioro. De la solicitud pasó a la súplica (<<Te lo ruego, quédate
conmigo por lo menos media hora más»), sin abandonar el chantaje (<<¿Cómo te vas a
sentir si cuando regreses me encuentras muerta?»). Raúl trataba de no perder la calma,
pero seguía acumulando amargura y rencor. Aunque no lo decía con claridad, porque se
habría sentido todavía más culpable, consideraba que su esposa le estaba chupando la
vida, que la enfermedad los estaba carcomiendo a los dos y que no había escapatoria.

Cuando la súplica perdió eficacia, Emma cambió las palabras por los actos y empezó a
destruir la ropa de su marido. Primero los zapatos, para que no pudiera salir; después los
sacos, para que no se viera bien presentado, y finalmente las camisas. Así, al maltrato
psicológico agregó el daño patrimonial.

Raúl estaba atrapado en el resentimiento, pero sobre todo en la culpa, que imposibilitaba
cualquier intento de salir de la relación. Se sentía un villano insensible.

La historia de Emma y Raúl representa una de tantas formas de tiranía que ejerce el débil.
Una persona enferma, incluso en fase terminal, tiene el poder de someter y controlar a otra
mediante la manipulación, el chantaje, de manera sobresaliente, la explotación de la culpa.
Emma era una mujer desesperada que, en su afán de conservar a un hombre a su lado,
echaba mano de herramientas que por tradición se han enseñado a las mujeres y cuyo uso
está socialmente legitimado. No hay que olvidar que la sociedad define y por lo tanto
construye a las mujeres como seres débiles que, como tales, requieren del cuidado y sobre
todo de la protección de un hombre. No es extraño entonces el uso de la debilidad feme -
nina como instrumento de dominación. El de Emma y Raúl es un ejemplo extremo pero
hay muchos otros en el mismo sentido.

93
La Violencia en Casa
[130]
ABUSO VERBAL

El abuso verbal es una categoría de maltrato psicológico en la que entran los insultos, los
gritos, los apodos peyorativos, las burlas del aspecto físico de la mujer o bien de su
trabajo, de sus actividades, y el ánimo de ridiculizarla. Ésta es una las formas más
utilizadas y, por ello mismo, más difíciles de caracterizar como violencia. La imagen, el
trabajo y en general las actividades de las mujeres son objeto frecuente de sarcas mos y
desprecio. Esto remite a una actitud social que se redefine en el interior de la pareja. Por
ejemplo, hay varios estereotipos de género que identifican a las mujeres como frívolas,
impuntuales, despilfarradoras o chismosas. Mencionar esas características cuando se
habla de alguien concreto puede ser una agresión que ni siquiera se registre, pero no por
eso deja de producir incomodidad en la persona aludida.

Alicia comentaba que, en una cena con sus suegros, su marido comentó, sin que viniera al
caso: «¿Ustedes han notado algún cambio en esa piel rasposa? Se gasta todo su salario
en tratamientos que le marcan más las arrugas... vean esa frente», y estallaron las risas de
todos.

Otra mujer se quejaba del tono con que su compañero se refería a ella: «Cada vez que me
dice "Ay, Lolita, hablas mucho pero no dices nada", con ese gesto de lástima y compasión,
me dan ganas de aventarle algo a la cara y echarme a correr».

En la categoría de abuso verbal también cabe el silencio, que puede durar algunas horas,
varios días o incluso años. Aquí empiezan de nuevo las ambigüedades. Hay un silencio
respetuoso, un silencio complaciente y también un silencio condenatorio. Cuando una
persona calla para escuchar lo que dice otra está comportándose de manera respetuosa y
atenta. Es un silencio que hace sentir bien; incluso halaga, porque indica que lo que se
dice es importante para alguien, por ejemplo, para la pareja. Hay otro silencio que se
produce simplemente porque no hay nada que decir. En ocasiones es tan espontáneo que
pasa inadvertido; puede indicar que hay algún problema en la comunicación, pero no
necesariamente que exista un con-
[131]
flicto y mucho menos violencia. Por último, está el inconfundible silencio condenatorio.
Aquí se trata de no hablar, no decir nada, no dirigir una sola palabra a la otra persona a
sabiendas de que eso va a molestar, a humillar, a herir. En este sentido, el silencio es una
forma de violencia emocional por omisión.

En muchas ocasiones es muy difícil, cuando no imposible, describir las diferencias entre
94
La Violencia en Casa
una y otra forma de silencio, pero eso no significa que sean imperceptibles. La persona
que lo resiente sabe, sin duda alguna, cómo interpretar los contenidos, aunque no siempre
pueda verbalizarlos de manera adecuada.

AMENAZAS
Las amenazas son los avisos con que el hombre anuncia a la mujer que le provocará algún
daño; pueden ser de golpes, de llevarse a los hijos, de suicidarse, de matarla, de acusarla
de algún delito, de internarla en un hospital psiquiátrico, de destruir sus objetos, de causar
daño a sus mascotas. Las amenazas se presentan con más frecuencia cuando las mujeres
han dado algún paso para salir de la relación o, por lo menos, para hacer visible fuera de la
casa la situación de violencia.

Para que las amenazas surtan efecto, es decir, para que logren el propósito de intimidar y
atemorizar, es necesario que las mujeres crean que el agresor es capaz de cumplirlas.
Aquí no se trata de decidir si la amenaza es real o no, si la mujer magnifica el poder del
agresor o si hay indicios de que pueda llevarse a cabo el daño anunciado. Lo importante
es que la mujer efectivamente se sienta atemorizada por las palabras proferidas como
amenaza. Si, como se ha dicho aquí, el propósito de quien ejerce la violencia es someter y
controlar, ello sin duda puede lograrse con las amenazas, y no únicamente al ocasionar un
daño real.
[132]
Liliana se casó con Piero y tuvieron dos hijos. Después de años de dificultades de
comunicación, problemas de dinero, discusiones por nimiedades hogareñas y otros
conflictos, decidieron divorciarse. la gota que derramó el vaso fue una aventura
extramarital de Piero: «Te dije que si seguías gorda yo iba a buscar afuera lo que no
encuentro en casa>>, dijo buscando justificarse.

El divorcio fue por mutuo acuerdo. Liliana nunca sacó a colación -por lo menos no en el
juzgado- el adulterio de Piero. Se sentía muy avergonzada y además pensaba que no
tenía caso, que no lograría nada.

Una vez separados, Piero empezó a vigilarla con mucho rigor; cada vez que notaba algo
fuera de la rutina (por ejemplo, que llegaba con alguien a su departamento, que salía en la
noche o que uno de los niños comía en casa ajena) empezaba a formular amenazas. la
más eficaz, que pronto se volvió la más recurrente, era la de quitarle a los niños y
llevárselos a Italia, su tierra natal.

Para darle credibilidad a la amenaza y que ésta adquiriera todavía mayor peso, promovió
95
La Violencia en Casa
una modificación del convenio de divorcio, a fin de que le permitieran que sus hijos
pasaran con él no sólo las vacaciones, sino que además pudiera sacarlos del país,
alegando la biculturalidad de los menores y subrayando las ventajas que podrían
obtenerse del hecho de tener un padre extranjero.

En la historia de Liliana y Piero se manifiestan varias formas de violencia psicológica:


insultos, burlas o críticas a su aspecto físico, infidelidad, vigilancia, control. No sólo ilustra
las amenazas sino también otra forma muy común de violencia psicológica: usar a los
hijos. Generalmente se los utiliza para que la mujer se sienta culpable de cualquier detalle
relacionado con su comportamiento, su desempeño escolar, sus relaciones con otros
chicos, etc. Si están bien, son mis hijos; si hay problemas, son tus hijos.

Esta variante se advierte con claridad en los procesos judiciales de divorcio y de custodia
de menores; como además
[133]
está profundamente arraigada en la sociedad la creencia de que el desarrollo de los hijos
es responsabilidad prácticamente exclusiva de las mujeres, emplear esta táctica en
general es exitosa, una vez más, ni siquiera se califica de violenta.

También sucede en ocasiones que el marido se lleve a los hijos y le impida a la mujer todo
contacto con ellos; a veces incluso se los lleva a otra ciudad sin decirle una palabra a la
esposa, quien resiente la incertidumbre de no saber con exactitud dónde están los niños ni
si están bien cuidados y atendidos. Los menores, por su parte, sufren también la lejanía
del hogar y la separación de la madre y, como la información que reciben es parcial y
tendenciosa, interpretan el hecho con resentimiento y con culpa.

INTIMIDACIÓN
Intimidar consiste en hacer ademanes agresivos (como conatos de golpes), infundirle
miedo a la mujer utilizando cualquier instrumento, hacerle sentir que está loca, generar una
situación de aislamiento y hacerle notar su soledad, incrementar la dependencia
(económica o emocional), etcétera.

Cualquier práctica intimidatoria tiene por objeto atemorizar, que la mujer incorpore el miedo
a su forma de vida, porque eso la paraliza y por lo tanto le impide realizar cual quier acción
de alejamiento o abandono.

Una forma muy eficaz de intimidar a la mujer es no dirigir a ella la violencia física, sino
maltratar, torturar o incluso matar a una mascota, o bien destruir objetos que pertenezcan
96
La Violencia en Casa
a la mujer y por los que sienta particular predilección. El mensaje subyacente en esas
ocasiones parece ser: «Esto podría sucederte a ti». Al presenciar esa violencia, la mujer se
percata de que el hombre con quien vive, su compañero íntimo, es capaz de tener
actitudes muy agresivas y que más vale no exasperarlo, no hacerle perder la calma, no
sacarlo de sus casillas; en otras palabras, más vale ser sumisa. Tanto al destruir objetos
como al dañar a las mascotas resulta claro que el agresor aprovecha una situación de
confianza: cuanto más
[134]
conozca los gustos y afectos de ella, cuanto más cercanía exista, mayores probabilidades
tendrá de saber qué le molesta, qué puede causarle dolor y, en síntesis, qué le produce
miedo.

USO DEL PRIVILEGIO MASCULINO


Algunos grupos de hombres que intentan dejar de ser violentos definen el uso del privilegio
masculino así: «actuar como el señor del castillo», o lo que es igual, como el hombre de la
casa. Lo primero que debe señalarse es que el privilegio es social y se asigna a los
hombres por el solo hecho de serlo. Las formar en que ese privilegio se expresa en la
relación de pareja son muy variadas: exigir ser atendido, tratar a la mujer como sirvienta,
tomar todas las decisiones de la casa, ignorar las opiniones de la esposa, enojarse si no le
dan la razón en todo, despreciar cualquier comentario que lo contradiga y, en particular,
ignorar las críticas.

En el uso del privilegio masculino se incluyen también las aventuras extramaritales, que la
mujer debe soportar en silencio y con resignación. Así como la celotipia se define y
establece de manera diferenciada para hombres y mujeres, lo mismo ocurre con el
adulterio. La monogamia, como institución asociada al matrimonio, no opera de la misma
manera para unos y otras. Es más, los hombres adquieren cierto status, que varía según el
grupo social, si tienen aventuras fuera del matrimonio. Por ello, una forma de violencia
psicológica es contar a la esposa detalles de relaciones extramaritales (reales o ficticias) y
comparada con otras mujeres.

Un hombre que acudía a los mencionados cursillos sobre masculinidad reveló que, sin
decir una palabra, acostumbraba simplemente sustraer un condón del cajón del buró, sa-
biendo que su esposa notaría su ausencia y se sentiría celosa. En la tarde, al volver a
casa, él exageraba su buen humor y comentaba, por ejemplo, que había tenido un día
espléndido aunque «no podía decirle por qué».

El uso del privilegio masculino se presenta prácticamente en todos los casos de violencia
97
La Violencia en Casa
conyugal. Si revisamos las his-
[135]
torias narradas podemos ver que tanto Javier como Joaquín veían con profundo desdén el
trabajo doméstico y exigían ser atendidos; el esposo de Noemí se sentía con el derecho de
vigilarla rigurosamente; Piero hacía lo mismo, a pesar de que había una sentencia de
divorcio. Y así de manera interminable. Todo esto confirma que la violencia es un problema
en el cual el género es un factor determinante. Detrás del maltrato está la inequidad entre
hombres y mujeres, es decir, una serie de privilegios que aquéllos usan a discreción.

Las actitudes y los comportamientos que se han clasificado como violencia psicológica
pueden darse de manera aislada. Al igual que en el maltrato físico, cada incidente, aunque
sea único, debe tomarse seriamente y ser atendido; pero lo que constituye una relación de
violencia propiamente dicha es la reiteración de los ataques y la circularidad de los
procesos.

Una vez en este punto convendría replantearse las preguntas formuladas al inicio de este
apartado, respecto de quién ejecuta el maltrato psicológico con mayor severidad y fre-
cuencia. ¿Realmente son las mujeres las principales ejecutoras de esta forma de
violencia?

De las variantes examinadas es posible afirmar lo siguiente. En primer lugar, el asedio y el


abuso verbal son prácticas que pueden producirse en ambas direcciones. Decimos
pueden porque no se sabe con certeza que así sea. Los datos disponibles son de mujeres
que dicen haber sufrido este tipo de ataques por parte de sus compañeros. ¿Significa eso
que los hombres no son asediados o que no resienten insultos, sarcasmos o actitudes de
ridiculización? La verdad es que no se sabe; se conocen muchos casos de mujeres
psicológicamente maltratadas, pero muy pocos de hombres, por lo que la afirmación de
que las mujeres son más violentas en el terreno del asedio y el abuso verbal no es más
que una especulación.

En realidad son muy escasas las situaciones como la de Raúl, quien llegó a un centro de
apoyo para pedir auxilio con el objeto de aprender a manejar su sentimiento de culpa y
salir de una relación que le resultaba asfixiante. Sobre este punto sólo hay que señalar dos
aspectos más. El primero
[136]
de ellos es la permisividad social que existe para el hostigamiento y el abuso verbal contra
las mujeres; el segundo, no muy distante, se refiere a la utilidad de imaginar los hechos al
revés -ejercicio que ya hicimos un par de veces- para advertir el peso de los estereotipos.
Incluso la historia de Emma y Raúl, planteada como ejemplo de maltrato emocional y eco-
98
La Violencia en Casa
nómico contra un hombre, se podría analizar invirtiendo el género de los protagonistas y
seguramente se llegaría a conclusiones muy interesantes. Ésta puede ser una tarea para
quien lea este libro.

Por otra parte, la celotipia, la posesividad, el chantaje, la manipulación, el uso de la


debilidad, hacer que el otro se sienta culpable y luego sacar provecho de esa situación son
todas actitudes que las mujeres aprenden: se infunden en ellas y se les estimulan. En
estos aspectos concretos sí podría hablarse de mujeres ejecutoras de maltrato emocional.
Hasta dónde se trata de maltrato reactivo es una pregunta que tendría que analizarse en
cada situación específica.

Respecto al uso de los hijos, se puede decir que es una práctica frecuente, sobre todo
cuando la pareja está en proceso de separación o de divorcio, tanto en hombres como en
mujeres, sólo que de manera distinta. Las mujeres pueden usar a los menores para
chantajear al esposo y lograr ventajas materiales y dinero, por ejemplo. Los hombres los
usan para recriminarle a la esposa que no los atiende bien, que no los educa
correctamente, que los tiene abandonados; en una palabra, que es una mala madre.
También los utilizan para ponerlos en el centro de sus amenazas, como se observa en la
historia de Liliana y Piero.

Por último, la intimidación y el uso del privilegio masculino son actitudes exclusivas de los
hombres. Basta recordar que se trata de condiciones sociales que se reproducen dentro
del hogar. ¿Puede una mujer actuar espontáneamente como el hombre de la casa?

Cuando existe violencia psicológica en la relación de pareja el agresor busca desestabilizar


a la mujer, hacerla dudar de sí misma (de lo que dijo o lo que acordaron) y crear una situa-
ción en la que la comunicación directa sea cada vez más difí-
[137]
cil, incluso imposible. Cualquier expresión de maltrato emocional (asedio, amenazas,
abuso sexual, intimidación, uso del privilegio masculino) sucede en un clima de
descalificación y desacreditación. Con ello se coloca a la víctima en una posición de
confusión e incertidumbre. De esta manera, las mujeres simplemente ven cómo poco a
poco se reduce su capacidad real para comprenderlo que está sucediendo, para pensar
las cosas con serenidad, para elaborar un plan, decidir qué acciones conviene tomar y
finalmente llevadas a cabo.

Algunas mujeres afirman que la violencia psicológica les resulta menos tolerable e incluso
más destructiva que la violencia física. También hay especialistas, principalmente en el
campo de la psicoterapia, que opinan que los efectos del maltrato emocional pueden ser
99
La Violencia en Casa
devastadores y que las cosas serían menos difíciles para las mujeres si tuvieran enfrente a
un hombre golpeador y abusivo, pero no ambivalente [véase M.F. Hirigoyen, El acoso
moral]. Es más fácil salir de la relación cuando el compañero es un monstruo que cuando
no se sabe a ciencia cierta quién es, cómo va a reaccionar y hasta dónde puede llegar con
sus conductas destructivas.

Antes de cerrar este apartado señalemos que una característica típica de las relaciones de
maltrato es el aislamiento.

Como se ha visto, entre las armas favoritas del agresor está la presión psicológica. El
aislamiento constituye, sin duda alguna, un mecanismo de presión emocional muy eficaz
para infundir miedo y crear un clima de inseguridad. Las mujeres primero se alejan de sus
amistades masculinas (por ejemplo, antiguos compañeros de escuela o de trabajo),
después dejan de salir con sus amigas hasta que su vida social termina reduciéndose a las
conversaciones telefónicas, y eso cuando el marido no está presente. Después se alejan
incluso de su familia y quedan por completo a merced del agresor. Esto es lo que le pasó a
Lucía.
[138]
Lucía, una mujer de 37 años, separada de su primer marido, vive con sus dos hijos y
trabaja como mesera en un pequeño restaurante cuya principal clientela son los burócratas
que laboran en las oficinas cercanas. Es una actividad pesada que requiere mucha
concentración, pero a Lucía le gusta porque el ingreso (juntando el salario y las propinas)
no es malo, porque ahí mismo comen sus hijos y ella, y porque si se apura a lavar los
trastes y ordenar las mesas puede estar de regreso en su casa al filo de las siete.

Los sábados hay menos trabajo y por lo tanto termina más temprano y se prepara para
sacarle provecho a su diversión favorita: ir a los salones de baile, tomar un par de copas
con las amigas y disfrutar el danzón. Ella es una extraordinaria bailarina. En uno de esos
sitios conoció a Omar y se sintió atraída por su corpulencia y su voz grave, que
contrastaban con su ligereza para moverse en la pista. En pocas semanas se habían
hecho compañeros de baile y se veían todos los sábados sin fallar.

Hasta ahí las cosas iban muy bien y la relación parecía ser amigable y promisoria. Pero al
poco tiempo Omar empezó a frecuentar el restaurante y también a exigir un trato especial
para él. Nunca levantaba la voz, mucho menos la mano, pero si se sentía a disgusto
aguardaba a Lucía hasta la hora de la salida y le recriminaba su supuesto descuido. De
esa exigencia de atención pasó a una celotipia cada vez más exacerbada: cualquier
mirada, sonrisa o ademán de Lucía desataban su enojo y su coraje. Así, en no más de tres
meses se había convertido, de galante compañero de baile, en cliente malhumorado y
100
La Violencia en Casa
vigilante celoso.

A todo esto, Omar y Lucía ni siquiera se habían definido como pareja. Cada uno tenía, con
respecto al otro, exclusividad en el baile; a veces se acariciaban y hasta se besaban –
siempre en la oscuridad de la pista-, pero nunca habían hablado de proyectos en común ni
se conocían más que superficialmente.

Cuando Lucía interrogó a Omar acerca de sus exigencias y su vigilancia, éste respondió
que la amaba y Lucía le creyó. Es más, se sintió halagada. La declaración sirvió muy poco
para modificar las actitudes de Omar, pero sí mitigó el malestar de Lucía. «Si me cela es
porque me quiere», pensaba. A partir de entonces la vigilancia fue más cercana y rigurosa;
Omar se aparecía de pronto en la entrada de la escuela de los niños, en la misma casa de
Lucía y por supuesto en su lugar de trabajo. Ya
[139]
no le parecía bien que Lucía compartiera una mesa con sus amigas en el salón de baile
estando él presente, y al cabo de unas cuantas semanas el control abarcaba también los
saludos y hasta las miradas.

Cada una de estas limitaciones fue aceptada por Lucía sin mayor cuestionamiento. Le
parecía normal que Omar la quisiera sólo para él. Llegó a acostumbrarse a que todo el
tiempo libre, e incluso parte del horario laboral, lo pasaba con él. Contarle todo lo que
hacía en su ausencia, hasta los detalles más insignificantes, pronto se volvió un hábito.
Dejar de charlar con las amigas y de tomarse una copa, no mirar a otras parejas para
aprender nuevos pasos, de hecho no mirar a nadie que no fuera Omar, fueron cosas que
Lucía vivió como normales. No sentía siquiera que estuviera dando concesiones. Cuando
una de sus amigas quiso hacerle ver que todos esos cambios significaban ceder
demasiado, simplemente se encogió de hombros y dijo que así era el amor.

Paulatinamente Lucía fue perdiendo todo. Ya no veía a sus amigas y las salidas a bailar
dejaron de tener interés, pues invariablemente ocurría algo que desencadenaba el enojo
de Omar, quien decidía abandonar el lugar de manera abrupta y además se lo echaba en
cara. Ya no disfrutaba su trabajo porque siempre estaba a la expectativa de que Omar
apareciera en cualquier momento y le recriminara algo. Ya no tenía tiempo para estar con
sus hijos ni para charlar con ellos, porque todo lo que les dijera o dejara de decir era objeto
de las críticas de Omar. Incluso cuando caminaba sola por la calle o entraba en una tienda
se sentía vigilada y censurada.

Omar, por su parte, no creía ser controlador en modo alguno. Mucho menos se habría
considerado un hombre violento. Más bien se ufanaba de ser todo un caballero, y cada vez
101
La Violencia en Casa
que le sugería o solicitaba algo a Lucía, por ejemplo, que no bebiera, que no hablara por
teléfono, que no viera a sus amigas, que no pasara tanto tiempo con sus hijos ni les hiciera
tanto caso, que no fuera amable con los clientes del restaurante, que se pusiera talo cual
vestido, que se levantara más temprano, que no visitara a su familia, agregaba siempre
que no formularía tal petición si no la quisiera. «No soporto que alguien más siquiera te
mire, estoy loco por ti».
[140]
Después de las declaraciones reiteradas y el control cada vez más estrecho y riguroso,
empezar a vivir juntos fue algo que sucedió sin que mediara ritual alguno. Por lo menos
Lucía no lo recordaba. «Creo que nunca me lo pidió, simplemente llegó y se instaló en mi
casa», cuenta. No es difícil imaginar en qué se convirtió su rutina. Sólo salía al trabajo, y
eso acompañada de Omar. Nunca más una salida al mercado ni a ninguna otra tienda, ya
no digamos al salón de baile. Nunca más una conversación con las amigas, ni siquiera por
teléfono, mucho menos una copa sabatina.

Omar no golpeaba, no gritaba, no insultaba. El maltrato era de otro tipo. Como si hubiera
tejido una red de espionaje, en poco tiempo se había convertido en la única persona en la
vida de Lucía. A pesar de que ella todos los días revisaba las tareas y compartía algunas
horas con sus hijos, y no obstante que conservaba un empleo en el que interactuaba con
mucha gente, su aislamiento era superlativo, sobre todo en lo emocional.

El aislamiento forzado constituye, en sí mismo, una forma de maltrato psicológico, pero por
lo regular está presente en todos los casos de violencia, en particular en el maltrato físico.
Las mujeres golpeadas no se atreven a salir a la calle, especialmente si tienen huellas
visibles en el rostro o en los brazos. No quieren ver a las amigas que podrían preguntar por
su relación de pareja ni quieren hablar del tema. El silencio es también una expresión del
aislamiento. Dolores es un ejemplo de esa soledad creciente y de la necesidad impuesta
de mantener la puerta cerrada.

El encierro -real o imaginario- de las mujeres es básico para entender las dificultades que
enfrentan para poder salir de una relación de abuso. Antes de abordar esa dinámica cir -
cular, propia de la violencia doméstica, analicemos otras dos variantes del maltrato: la
sexual y la patrimonial.

[141]
«PARA ESO ERES MI MUJER»
La violencia sexual dentro de la pareja consiste en obligar a la mujer a realizar cualquier
acto de tipo erótico en contra de su voluntad, y en general someterla a prácticas sexuales
102
La Violencia en Casa
que a ella le resulten dolorosas o desagradables. Acusarla de frígida, ninfómana o falta de
interés; burlarse de su cuerpo o de sus gustos; forzarla a tener actividades sexuales con
otros hombres o con otras mujeres, así como sodomizarla sin que ella lo desee o celarla
en exceso, son también manifestaciones de violencia sexual.

En relación con los celos, que los hombres usan tan comúnmente para ejercer violencia
psicológica con carga sexual hacia las mujeres, hay un dato curioso. Existe un estereotipo
que identifica a las mujeres como celosas y posesivas, pero realmente se desmorona en el
primer contraste con la vida en pareja. En una relación en la que ambos tengan más o
menos la misma edad y las mismas condiciones físicas, las aventuras extramaritales del
marido no sólo están autorizadas socialmente y constituyen una forma de adquirir status,
sino que hasta son esperadas por las mujeres, quienes aprenden a tolerarlas con
resignación, a fingir que no se dan cuenta y a llevar la fiesta en paz para conservar su
matrimonio. Sin embargo, el caso de los hombres celosos es muy distinto, porque ellos
han aprendido que son los «dueños» de sus mujeres -los únicos dueños, además- y que
como tales pueden disponer de ellas (de su cuerpo, de sus intereses, de sus relaciones
sociales, de su vida) a su antojo.

¿En qué momento los celos dejan de ser señal de amor e interés hacia otra persona y se
convierten en una actitud de acoso? ¿En qué momento dejan de halagar y se vuelven una
forma de violencia? Es difícil saberlo con precisión; las líneas divisorias son muy sutiles y
además son arbitrarias. A decir verdad, la única persona que puede determinarlo es quien
los está padeciendo, sea en forma de recriminación constante, interrogatorios
interminables sobre actividades y afectos, persecuciones, etc. Los límites que una persona
fija para no sen-
[142]
tirse violentada, acosada o invadida tendrían que respetarse siempre.

Al igual que otras formas de violencia, la sexual también aumenta en forma paulatina y
constante. El caso de Carmen ilustra esta afirmación.

Carmen llegó a un centro de apoyo a las siete y media de la mañana. Con una voz apenas
audible dijo que necesitaba un lugar donde vivir porque se había quedado sin casa. Era
una mujer extremadamente delgada y de una palidez cadavérica; tenía 28 años y
aparentaba casi cuarenta. El examen médico confirmó lo que era notorio a simple vista: un
alto grado de desnutrición. Llevaba siete años viviendo en unión libre con Andrés. No tenía
hijos. Durante ese tiempo, al decir de Carmen, su compañero se había vuelto cada vez
más celoso y más controlador.

103
La Violencia en Casa
Al principio, Andrés la interrogaba cada vez que ella salía de la casa o que hablaba por
teléfono; quería enterarse de cada uno de sus movimientos y la acusaba de vestirse «de
manera provocativa», hablar en un tono seductor, sonreír demasiado, etc. Después
empezó a acompañarla a hacer las compras, los pagos y cualquier otro trámite de la casa.
Cuando él salía la dejaba encerrada, y se enfurecía cuando trataba de llamarle y el
teléfono sonaba ocupado.

Andrés no era golpeador, pero gritaba mucho y a veces aventaba objetos. El encierro en
ocasiones duraba varios días, según la intensidad del enojo de Andrés. Cuando fue a
consulta, Carmen llevaba por lo menos un año -tal vez más- de no ir sola a ninguna parte;
más bien de no salir sin la compañía de Andrés, pues también fue alejándose de sus
antiguas amistades.

El tema central de las discusiones y los conflictos de la pareja era la sexualidad de


Carmen, quien continuamente le aseguraba que jamás le había sido infiel. Pero sus
juramentos no tenían eco alguno ni lograban siquiera disminuir los insultos de Andrés. No
había día en que no la llamara «puta». Y de las palabras pasaba a los actos. Disponía del
cuerpo de Carmen a su completo antojo; en el momento en que él deseaba una relación
sexual, simplemente la exigía. «Para eso eres mi mujer», senten-
[143]
ciaba. A veces la cópula conllevaba, además de su inherente violencia psicológica, una
fuerte carga de violencia física. Llegó a introducirle unas pinzas en la vagina provocándole
una hemorragia de varios días. Carmen no recibió atención médica.

Fue en esa época cuando intentó hablar del tema con su madre, pero ésta se limitó a
señalar que Carmen no había sabido darle seguridad a su esposo y que muy
probablemente se trataba de una mala racha que pronto acabaría.

La noche en que Carmen «se quedó sin casa», Andrés había llegado temprano y de buen
humor. Venía con tres amigos que la saludaron cordialmente y se instalaron a jugar cartas.
Al cabo de un rato Andrés les dijo que Carmen era una puta y que se había acostado con
la mitad del vecindario, pero que él todavía no recibía las ganancias que merecía.
Siguieron las risas y las bromas y de ahí pasaron a un acuerdo económico: Andrés obligó
a Carmen a tener relaciones sexuales con cada uno de sus amigos, a cambio de que ellos
le dieran a él cierta cantidad. Mientras observaba, seguía insultándola: «¿Ves por qué te
digo que eres una puta? Si yo ya sabía...»

Cuando los cuatro hombres se quedaron dormidos, Carmen echó un par de cosas en su
bolso, tomó el dinero que seguía sobre la mesa del comedor y salió silenciosamente.
104
La Violencia en Casa
Estaba segura de que jamás podría volver.

La historia de Carmen es un ejemplo de violencia extrema en el que la celotipia se engrana


con el aislamiento y produce efectos devastadores. Carmen sufría un acoso constante y vi-
vía en la zozobra y el miedo infinitos. Realmente no contaba con nadie: se había alejado
de su familia y de sus amigas, no tenía un empleo ni recursos propios. Lo único que
conservaba era su relación con el maltratador y violador de Andrés.

Al igual que en el caso de Omar y Lucía, su relación estaba basada en un supuesto de


fidelidad absoluta, de monogamia estricta, aunque no estuvieran legalmente casados.
Carmen y Andrés, como Omar y Lucía, vivían en unión libre, lo que permitiría suponer que
de común acuerdo habían definido el tipo de compromiso que deseaban y las normas de
conviven-
[144]
cia. Sin embargo, en ambos casos parece que la unión no fue precisamente libre, en
particular para ellas. Tanto Carmen como Lucía resintieron cada vez con mayor fuerza el
ánimo vigilante y controlador de sus compañeros, dirigido principalmente a los aspectos
sexuales y expresado en forma de celos. Las dos fueron recluyéndose con plena
conciencia, -además- en el espacio doméstico, sin más compañía que la del agresor y con
una limitada comunicación con la familia: ni los hijos de Lucía ni la madre de Carmen
constituían un apoyo real. El aislamiento es una vivencia común a muchas mujeres
maltratadas; horadar ese muro que las separa incluso del entorno más próximo es el
primer paso para salir de la relación violenta. Ninguna de ellas fue golpeada, pero a dife -
rencia de Lucía, Carmen vivió agresiones sexuales de diversa índole que culminaron con
su violación tumultuaria en la propia sala de su casa, con la alevosa complicidad y
anuencia del compañero íntimo.

Hay otros ejemplos en los que se nota con claridad la transgresión de la voluntad y no
únicamente la utilización del cuerpo como objeto de placer.

Marina había perdido la cuenta de los malos momentos de su matrimonio. Entre otras
cosas, no recordaba cuándo había hecho el amor con su marido por última vez. Y lo peor
es que no se sentía rechazada sino utilizada. Lo que había empezado como un juego se
había vuelto una pesadilla. Él se sentaba en un sillón junto a la ventana, con su café, sus
cigarrillos y la pistola que traía consigo desde que trabajaba en una empresa de seguridad.
Le daba órdenes en muy variados tonos de voz, pero casi siempre con una sola palabra:
«Desvístete», «Despacio», «Camina», «Agáchate», «Recárgate», «Muévete», «Baila»,
durante lapsos que a ella le parecían una eternidad. Si Marina desobedecía, o mostraba un
ápice de reticencia, su marido tomaba el arma con ambas manos, aunque sólo en una
105
La Violencia en Casa
ocasión le apuntó directamente.
[145]
Esta situación que Marina vivía cotidianamente parece hasta grotesca; una caricatura que
no deja de ser dramática. No hay un solo contacto físico, pero la carga de violencia es evi-
dente. No hay lesiones que dejen huella en el cuerpo, pero el daño emocional es
incalculable.

En los casos de Carmen y de Marina, los hombres ejercen un control casi absoluto.
Manejan a su antojo los movimientos, los ademanes, las palabras, los tiempos, la ropa y,
en síntesis, la sexualidad de su pareja. En la experiencia de Carmen las cosas van tan
lejos como negociar el acceso carnal de los amigos a la esposa a cambio de una suma
monetaria. En muchas otras situaciones las cosas no se perciben de esta manera. Gran
parte de lo que sucede en las alcobas conyugales se queda ahí, entre las sábanas y las
almohadas, como algo oculto. Por recato, por discreción, por vergüenza y tal vez hasta por
temor, lo que ocurre en el lecho conyugal no llega a las estadísticas ni a los comentarios,
ni ocupa un lugar importante en los análisis.

A partir de algunas narraciones y testimonios es posible concluir que es sumamente


frecuente la violencia sexual en las relaciones conyugales o de unión libre, aunque no se
tengan datos precisos.

Lo que se sabe sin asomo de duda es que muchos hombres y muchas mujeres comparten
la idea de que la relación sexual es un derecho del marido y una obligación de la esposa.
De alguna manera, esta creencia autoriza la violación dentro del matrimonio y toda clase
de abusos. La palabra de la mujer está anulada desde un principio; ¿qué de malo hay
entonces en transgredir una voluntad inexistente o, a lo mucho, ficticia?

En el siguiente apartado se analiza una última variante de la violencia familiar: la


económica o patrimonial.

POBRE O RICA... SIEMPRE SIN UN CENTAVO


En páginas anteriores se habló del robo como un ejemplo claro del daño a la economía de
la víctima. Se adelantaron dos situaciones hipotéticas, a propósito de la distinción entre
[146]
agresión y violencia, que ahora conviene recordar: la del carterista del transporte público y
la del marido controlador de todos los gastos (incluidos los más superfluos) de la familia y
en particular de la esposa. Los detalles de cada situación no importan ahora, sólo los
contenidos de las definiciones. Ejerce violencia económica quien realiza un acto (o una
106
La Violencia en Casa
omisión deliberada) para someter a otra persona mediante el control de determinados
recursos materiales -dinero, bienes, valores- que pertenecen al agresor, a la víctima o a
ambos.

Al igual que en la violencia física y la violencia sexual, en la económica se advierte con


claridad que la dirección del maltrato doméstico es del hombre hacia la mujer. La desigual -
dad entre los géneros se expresa de manera indubitable en la economía y se nota en
todos los espacios sociales. Las estadísticas de Naciones Unidas no pueden ser más
elocuentes: obtener 10% del ingreso mundial y poseer 1% de la propiedad coloca a las
mujeres en posición subordinada. Esta desigualdad económica se reproduce en el interior
de los hogares con desagradables consecuencias.

Las diferencias salariales y en general de ingreso no son de suyo violentas, pero sí


representan para las mujeres una vulnerabilidad adicional. Las siguientes cifras,
correspondientes a Brasil, son muy ilustrativas de las disparidades de raza y de género: no
es sorprendente encontrar en el punto más alto de los ingresos económicos a los hombres
blancos y en el más bajo a las mujeres negras; los ingresos de las mujeres blancas y los
hombres negros no registran grandes diferencias, pero sí hay algunos puntos porcentuales
en favor de los hombres. El hecho de que puedan apreciarse estas jerarquías tan nítida-
mente marcadas en función de la raza y sobre todo del género es de por sí alarmante,
pero lo es más el tamaño de la desproporción. Las mujeres blancas reciben
aproximadamente la mitad de lo que ganan los hombres blancos, en tanto que las mujeres
negras devengan un ingreso que representa todavía menos de 50% del que obtienen los
hombres negros y las mujeres blancas. En otras palabras, un hombre blanco gana en
Brasil casi cuatro veces más que una mujer negra.
[147]
Estos datos se refieren a los promedios salariales por raza y género, pero no contienen
información sobre el tipo de trabajo que realiza cada persona. Si se tratara de actividades
iguales estaríamos frente a una clara discriminación salarial y una nítida transgresión del
principio de que a trabajo igual debe corresponder salario igual. Pero si fueran actividades
diferentes -lo que parece mucho más probable-, el cuadro en conjunto revelaría que hay
ciertos espacios laborales inaccesibles a las mujeres (independientemente de su color) ya
los hombres negros. A esta imposibilidad de alcanzar determinadas jerarquías en un
trabajo, con sus consecuentes niveles salariales superiores, se la denomina «techo de
cristal», porque si bien es una prohibición no expresa, e invisible como el cristal, marca un
límite preciso del que simplemente no se puede pasar. No aparece en reglamento alguno
pero se da en la práctica; los empleadores no reconocen que segregan y discriminan, pero
bien que lo hacen. Así lo demuestran las cifras anotadas.

107
La Violencia en Casa
¿Y qué sucede dentro de una pareja? La dependencia económica marca una proclividad a
la sumisión y a la obediencia. En esa desigualdad, el maltrato puede echar raíces. La
violencia económica en el hogar se expresa de diversas formas. Una muy común es la
omisión: no cubrir un solo gasto de la casa o cubrirlo de manera insuficiente. Los hombres
desobligados que sólo mediante imposición judicial acceden a dar algo de dinero para la
alimentación de sus hijos no son excepcionales; de hecho saturan los juzgados familiares,
que se convierten en campos de batalla por pesos y centavos. Una variante de esta
primera forma de violencia económica, en la que el ejercicio del poder por parte del
hombre es más evidente y por lo tanto tiene más graves consecuencias, sobre todo en el
terreno emocional, consiste en obligar a la mujer a pedir dinero y después actuar
arbitrariamente: a veces darlo ya veces no, proporcionarlo en pequeñas cantidades sabien-
do que va a ser insuficiente, y además echarle en cara a cada rato que él es quien
mantiene la casa.

Hasta aquí se han encontrado situaciones en las que los hombres se desentienden de sus
obligaciones económicas: no
[148]
dan dinero, lo dan con cuentagotas o fuerzan las cosas para que las mujeres tengan que
pedido y ellos puedan pregonar a los cuatro vientos sus aportaciones, por mínimas que
sean. Otras formas, también bastante frecuentes, son el despilfarro del dinero de ambos y,
por increíble que parezca, el robo. Veamos hasta dónde pueden llegar estas actitudes.

Olivia es una de tantas mujeres que han tenido que acudir a un juzgado familiar para
demandar de su marido el pago de una pensión alimenticia. Antes de dar ese paso había
hablado con un consejero matrimonial y le había contado con detalle las dificultades de su
matrimonio. Problemas de comunicación, carácter irascible de ambos, deudas familiares y
bancarias conformaban el cuadro. «¿Por qué no te divorcias?», preguntó el consejero. y la
respuesta: «Porque él sostiene la casa».

A continuación describió su agotadora rutina. Se levantaba temprano, preparaba el


desayuno para todos, arreglaba a los niños y los llevaba a la escuela, de ahí se dirigía a su
trabajo en una oficina, después de nuevo a la escuela para recoger a los chicos, hacer la
comida, en la tarde vender algunos productos de limpieza para aumentar un poco sus
ingresos, revisar las tareas, preparar la cena y tener todo listo para cuando llegara el
esposo. Ella hada todo el trabajo doméstico y además cubría en su totalidad los gastos de
la casa: renta, servicios y alimentos de todos.

«Y entonces -preguntó por último el consejero-, ¿quién sostiene la casa?»

108
La Violencia en Casa

[149]
Con esto se ilustra la típica situación del marido irresponsable, que no da dinero, no
colabora con los gastos, no participa en el trabajo doméstico, pero eso sí, exige ser
atendido.

Esto ya se ha visto en varios ejemplos anteriores, como el de Javier, que durante años. no
aportó un centavo al hogar, lo cual no impidió que se sintiera maltratado por Dora, su espo-
sa, quien no realizaba el trabajo doméstico ni lo trataba como el hombre de la casa o señor
del castillo. Era la misma situación de Joaquín, que poco a poco fue reduciendo sus contri-
buciones económicas al hogar hasta que las suprimió por completo. En esta otra historia
era talla violencia física y psicológica que Joaquín ejercía sobre Dolores, que la económica
apenas se tomaba en cuenta. Otro aspecto notable de lo que le ocurría a Olivia es su
propia percepción de los hechos: a pesar de la manera como su marido se desentiende de
todo lo relacionado con el dinero y de las actividades que ella debe asumir para sufragar
los gastos y mantener la casa en funcionamiento, sigue pensando que es él quien sostiene
el hogar. Lo que aquí se advierte es, una vez más, el peso de los estereotipos. La imagen
del marido proveedor tiene tal fuerza que se sostiene por sí sola, por mucho que la
realidad la desmienta.

Con todo, el ánimo de someter y controlar, propio de la conducta violenta, se expresa con
más claridad cuando el hombre es efectivamente quien tiene el mayor ingreso, o el único, y
maneja en su totalidad los recursos que deberían pertenecer al grupo familiar. Tomar todas
las decisiones tocantes a la economía y el patrimonio familiares es una de las formas de
control más estrictas y con más serias repercusiones en la vida de la pareja y en la
autoestima de las personas sometidas y dependientes. El daño que produce el marido que
obliga a la mujer a pedirle dinero y después lo suministra en pequeñas cantidades es
constante, persistente, incluso demoledor. Y esto puede observarse en distintas clases
sociales, como lo muestra la historia de Norma, a quien en una primera aproximación se
habría podido considerar adinerada.

Norma es una mujer de clase alta que, paradójicamente, nunca tiene dinero. Hace casi
treinta años se casó con Héctor, quien ahora es un médico prominente que cada vez hace
más ostentación de su bonanza.

Durante su matrimonio han procreado dos hijos y una hija, tres jóvenes profesionistas que
han llenado de orgullo y satisfacción a sus padres. Una vez al año, por lo menos, la familia
dis-

109
La Violencia en Casa
[150]
fruta de espléndidas vacaciones que, de acuerdo con su clase social, suelen ser a todo
lujo.

La familia vive en una casa muy amplia, con un extenso jardín y todas las comodidades
que puedan imaginarse. Norma tiene un buen automóvil; usa ropa de diseño exclusivo y
joyas costosas, y frecuentemente es anfitriona de cenas y reuniones con médicos colegas
de su marido y sus esposas.

Hasta ahí el cuadro parece corresponder al prototipo de la familia ideal. Pero, detrás de las
bellas apariencias, la vida de Norma ha estado llena de dificultades y angustias. Por
exagerado que suene, desde el día de su boda no ha tenido un peso partido por la mitad.
Todas las compras de la casa, todos los pagos, todo lo que tiene que ver con dinero lo
realiza Héctor directamente, con sus exigencias y sus límites estrictos.

Cada semana él va al supermercado y compra los víveres que considera necesarios. Si ella
solicita algo -lo que sea, desde el champú que le gusta hasta una lata de ostiones
ahumados, un trozo de queso o una bolsa de detergente-, él anota la petición en una lista y
decide cuándo puede hacerse el gasto, lo cual ocurre por lo menos dos o tres semanas
después de que ella lo pide.

Él es también quien paga los salarios de las dos empleadas domésticas y del chofer. Cabe
mencionar que a este último sí le asigna una cantidad determinada para la gasolina y
algunos otros gastos del coche. A sus hijos también les da dinero -Norma no sabe cuánto ni
con qué frecuencia- para sus gastos menores, pero las colegiaturas, los libros, la ropa, todo
ha sido siempre controlado por él.

Hay dos armarios para la despensa. Uno para lo cotidiano, que Héctor revisa cada semana
antes de hacer la compra, y otro para ocasiones especiales, donde guarda los licores,
algunos alimentos enlatados de importación y cualquier otra cosa que le parezca que no
debe desperdiciarse. El segundo armario tiene dos cerrojos y solamente él tiene las llaves.

Cuando Héctor considera que Norma debe adquirir un vestido nuevo, un abrigo o un
atuendo de noche, él mismo realiza la compra, lo que significa que además elige la prenda.
Pero si es ella quien desea estrenar algo -lo que sea-, entonces tiene que insistir, suplicar y
muchas veces hasta rogar, a menudo infructuosamente.

110
La Violencia en Casa
[151]
Cuando murió la única hermana de Norma, la pareja se encontraba en su casa de la playa.
Como es de suponer, al recibir la noticia ella quiso volver de inmediato, pero eso implicaba
un costo extra en el boleto de avión y Héctor no quiso cubrirlo. Además, al día siguiente
tenía programada una comida... «¿Quién va a atender a mis invitados?», se preocupaba él.

Para completar el cuadro hay que decir que Norma nunca había tenido ocupación alguna
fuera de administrar y manejar el hogar, lo que equivale a decir que jamás había generado
recursos económicos propios y no tenía idea de cómo hacerla.

En una ocasión se atrevió a decirle a Héctor que quería el divorcio, pero él sólo encogió los
hombros y dijo: «¿Quién te va a mantener? Eres una inútil». Esta última palabra reflejaba
con claridad la imagen que Norma tenía de sí misma y de su vida. Se sentía totalmente
inútil.

Este relato refleja una situación de control extremo. El dominio de Héctor sobre su familia
pero en particular sobre Norma parece no tener límites. No es un padre ni un esposo
desobligado como los ejemplos anteriores pero sus actitudes con respecto al dinero y en
general al manejo de los recursos generan mayores dificultades y contratiempos. En lo que
respecta a Norma cumplen con éxito el objetivo de hacerla sentir inútil y totalmente
dependiente.
Sin gritos ni aspavientos, sin levantar la voz ni azotar las puertas. Sin golpear sobre la
mesa ni proferir insultos y amenazas. El dominio se extiende en silencio. En un esquema de
tranquilidad que incluso podría definirse como de armonía. Se van gestando una profunda
insatisfacción y un resentimiento que aumentan continuamente. Detrás del cuento de hadas
que pinta a una familia feliz y exitosa encontramos a una mujer frustrada, desesperada y
además incomprendida. Héctor, por su parte, se percibe a sí mismo como un hombre
responsable; la última palabra que se le ocurriría para calificar sus actitudes es «violencia».
Él siente que está ejerciendo un derecho y esta creencia tiene algún sustento: el derecho
de
[152]
decidir sobre la esposa y el resto de la familia, el derecho de manejar los recursos que él
genera con su trabajo, el derecho de gastar o dejar de hacerla como le plazca, todo eso es
algo que no se les cuestiona a los hombres, mucho menos a los que viven con lujo y
ostentación.

Paralelamente a esto tenemos la condena que Héctor le hace a Norma por inútil y la
sensación de ella misma de no «servir para nada». En primer lugar, detrás de esa
111
La Violencia en Casa
calificación tan poco amable hay un profundo desprecio por el trabajo doméstico y en
general por todo lo que implica organizar y administrar una casa. El manejo de la vida social
del médico prominente, el cuidado de los hijos, la atención del marido, la supervisión de los
empleados de la casa, etc., se consideran actividades que no requieren esfuerzo ni trabajo
y que, por lo tanto, no merecen un mínimo de consideración y respeto. Se toman sólo como
una obligación de las mujeres. Y esta idea es compartida por hombres y mujeres, padres e
hijos, consejeros matrimoniales, abogados, jueces, etc., por igual. Norma no sentía
indignación porque su marido despreciara su trabajo; de hecho le parecía que el calificativo
de «inútil» era apropiado. Si bien el caso de Norma es excepcional por la clase
socioeconómica a la que pertenece, no lo es en lo referente al control de los gastos, el
manejo de los recursos y el sometimiento de la mujer en función de la economía.

Como señala el título de este apartado, las mujeres pueden ser pobres o ricas, pero eso no
necesariamente indica que tengan algún control del dinero. En muchas ocasiones, aunque
los maridos sean ricos las mujeres siguen siendo pobres.

Independientemente de la clase social, muchas mujeres dedican sus mejores años a


atender al marido, educar él los hijos y cuidar que todo funcione bien en la casa; esto se
dice fácil, pero requiere mucho esfuerzo y una gran dedicación. Es un trabajo de tiempo
completo -con una jornada que suele empezar varias horas antes y acabar varias horas
después que las de los demás integrantes de la familia-, sin vacaciones, descanso
dominical, prestaciones laborales ni pensión por retiro o invalidez. Es quizá el único trabajo
por el que no se
[153]
recibe salario ni reconocimiento de ninguna índole. Con toda precisión se lo ha
denominado «trabajo invisible», ya que sólo se nota cuando no se hace. Cuanto más
tradicional sea una familia, mayores probabilidades habrá de que el trabajo doméstico
recaiga exclusiva o preponderantemente sobre las mujeres y que los hombres se
comporten como los dueños y señores del castillo, utilizando sus privilegios masculinos.

Aunque las mujeres incursionen en el mercado laboral y generen recursos, la carga


doméstica no disminuye, y por lo regular no se comparte con los maridos. Otra variante de
la violencia económica es que se despoje a las mujeres de sus salarios para conservar así
el control y el manejo de la economía familiar y garantizar que la esposa siga siendo depen-
diente.

112
La Violencia en Casa
La división de tareas en el hogar, práctica común en mayor o menor grado en muchas
partes del mundo, fácilmente puede traducirse en una desigualdad que favorece el uso de
la violencia para tratar de ocultar los conflictos, mas no para solucionados.

LA PAREJA HOMOSEXUAL

En el capítulo anterior se comentó que la orientación sexual puede desencadenar violencia


dentro del núcleo familiar. Se expusieron algunas historias de lesbianas y homosexuales a
quienes por su orientación sexual o por no satisfacer las expectativas de los padres o
hermanos, se recrimina, se denigra, se desprecia, se expulsa de la casa y, en muchas
ocasiones, se golpea o se ejerce sobre ellos violencia sexual.

El movimiento de liberación homosexual ha denunciado la intolerancia social y la fuerte


represión contra las minorías sexuales. Si recordamos el modelo propuesto por Galtung,
revisado en el primer capítulo, advertiremos el peso de la violencia estructural (de las
instituciones, las leyes, la policía, etc.) y de la violencia cultural, que se manifiestan en
rechazo social y familiar, lenguaje homofóbico y construcción de estereotipos.
[154]
Este último aspecto es útil para iniciar el análisis de lo que ocurre al cerrar la puerta, de lo
que sucede en el espacio íntimo de la pareja homosexual. Uno de los estereotipos más
denigrantes y que más daño han ocasionado a la lucha liberacionista y de reconocimiento
de la diversidad sexual es el que proyecta la imagen del homosexual celoso, posesivo,
intransigente, vengativo y asesino. Todavía es común -aunque por fortuna las cosas poco a
poco están cambiando- leer en los periódicos y en los informes de la policía relatos
amarillistas de crímenes violentos perpetrados en contra de homosexuales. La orientación
sexual se toma como la característica definitoria de las víctimas (la edad, la ocupación, las
actividades cotidianas, la forma de vida, incluso las circunstancias del asesinato, pasan a
un segundo plano). La primera conjetura siempre es que se trata de un crimen pasional,
que el móvil son los celos y que el asesino es el compañero o amante.

Esta posibilidad, que podría ser una entre muchas, se da por cierta y se difunde como un
hecho consumado. El movimiento gay ha denunciado y documentado asesinatos de ho-
mosexuales con fuertes sospechas de haber sido cometidos por la policía u otras fuerzas
represivas, o bien por individuos comunes, corrientes y homofóbicos, con cierta garantía de
impunidad gracias a que el estereotipo del homosexual sanguinario y desquiciado
automáticamente convierte a la pareja del asesinado en el chivo expiatorio.

113
La Violencia en Casa
Más que abundar en este tema, lo que aquí interesa es señalar que, al menos en el terreno
formal, es muy reciente el reconocimiento de que la sexualidad puede ejercerse de diversas
formas, ninguna de las cuales merece ser despreciada o catalogada como anormal. Esta
aceptación aún no se generaliza; todavía algunos profesionales de la salud mental -mé-
dicos, psicólogos y psiquiatras- siguen sosteniendo, aun en contra de lo postulado por la
American Psychiatric Association y la American Psychological Association desde la década
de los setenta, que se trata de una patología susceptible de ser curada. En la ciudad de
México, en la década de los noventa un «terapeuta» pretendía curar la homosexualidad a
base de latigazos. Ataba al paciente a una silla y se dedicaba a insul-
[155]
tarlo con todos los nombres peyorativos que conocía para referirse al homosexual:
«maricón», «volteado», «joto», «puto». Cada vez que el hombre amarrado reaccionaba de
alguna manera, por ejemplo, levantando la cara o buscando la mirada del supuesto
terapeuta, éste lo azotaba con furia hasta lograr la inmovilidad total.

Más allá de lo cuestionable que resulta pretender «curar» la homosexualidad, sería difícil
imaginar un método más violento, salvo las lobotomías y los electrochoques, que también
han sido muy recurridos. La homofobia se muestra aquí de manera contundente.

El ejemplo permite ver cómo la homosexualidad puede ser un factor de vulnerabilidad que
desencadene violencia; lo cual no significa que, a pesar de que las lesbianas y los homo-
sexuales sean víctimas de la represión, la censura, la estigmatización y el maltrato, ellos
mismos no puedan ser violentos.

En otras palabras, la conducta violenta, tal como se ha definido a lo largo de estas páginas,
no es exclusiva de un grupo determinado ni es privativa de las relaciones heterosexuales
entre un hombre y una mujer. El ánimo de someter y controlar está presente en ambos tipos
de pareja, si bien en cada uno de ellos se vive de manera diferente, dadas las particula -
ridades de uno y otro y dadas las distintas reacciones posibles del entorno social, como se
verá enseguida.

¿Qué pasa dentro de una pareja homosexual o lésbica? Lo que se ha anotado sobre los
roles tradicionales asignados por género vale también para las parejas homosexuales. Pero
esto resulta paradójico. Se podría suponer que la relación entre dos mujeres o entre dos
hombres es más equitativa, pero lo cierto es que la igualdad se debe construir y no todas
las parejas asumen esa tarea.

114
La Violencia en Casa
La pareja gay tiene, sí, mejores posibilidades de relacionarse de igual a igual, de distribuir
las actividades domésticas y las responsabilidades económicas en un marco más equili-
brado, más parejo. De hecho, es posible observar, en general, mayor equidad en estas
relaciones. Se podría afirmar que existe menor proclividad a desarrollar una dinámica de
maltrato que la que existe en las parejas heterosexuales, aunque es di-
[156]
fícil comprobarlo. Esto no quiere decir que la violencia haya sido desterrada. Muchas
parejas reproducen los estereotipos de género de los que tanto hemos hablado y copian los
modelos de la relación heterosexual. Cuando en una pareja alguien adopta el papel del
hombre de la casa, con los atributos y prerrogativas que esto conlleva, hay mayores
probabilidades de que la desigualdad así generada conduzca a comportamientos violentos.

En realidad es escasa la información disponible, por varias razones. Por un lado, los
centros de apoyo y las organizaciones no gubernamentales que han abordado el tema de la
violencia doméstica se han centrado en la familia convencional y han atendido
principalmente a mujeres agredidas por sus maridos o compañeros y, en menor proporción,
a infantes maltratados. Por otro lado, si de por sí una pareja tiene grandes dificultades para
hablar con extraños sobre lo que ocurre en su intimidad, esta reticencia se incrementa si se
trata de una pareja gay: Más aún cuando lo que tiene que decírsele al extraño corre el
riesgo de interpretarse de tal manera que se fortalezca el estigma de la relación
homosexual como malsana y contranatural.

Por último, es necesario mencionar el escaso conocimiento que existe sobre la vida
homosexual sus problemas, logros, formas de relación, sexualidad-, lo que conlleva cierto
desprecio por lo diferente. Es un asunto del que no se quiere hablar; la sociedad no lo
desea conocer: prefiere ignorarlo y encerrarlo en el clóset [véase M. Castañeda, La
experiencia homosexual] .

Recientemente, en algunos talleres con mujeres lesbianas se ha podido constatar la


experiencia del maltrato en la pareja, emocional principalmente y físico en menor
proporción. La historia de Lupita e Isabel lo ejemplifica.

Lupita tenía 27 años cuando inició su relación amorosa con Isabel. Se dedicaba a hacer
artesanías de barro y cerámica y las
[157]
vendía por su cuenta. Se enorgullecía de no haber tenido nunca un trabajo formal y se
autodefinía como «pobre por vocación».

115
La Violencia en Casa
Isabel había estudiado Administración de empresas y a los treinta años era subgerente de
un banco. Presumía de que desde la adolescencia no había dejado de trabajar. Vivían en el
departamento de Isabel, quien además cubría en su totalidad los gastos de la casa y
esporádicamente le daba algún dinero a su compañera, como un «subsidio a la venta
artesanal».

Cada una rechazaba a las amistades de la otra; por acartonadas y metalizadas Isabel, por
insulsas y frívolas Lupita. En ese juego de críticas y sarcasmos aparentemente dirigidos a
los demás, ambas se sentían aludidas y a menudo acababan peleando. Eran dos estilos
que se mostraban como irreconciliables. Pero había algo más aparte de la diferencia de
rutinas y la forma de socializar; Isabel se sentía superior y lo demostraba de distintas mane-
ras: presumiendo algún objeto caro que había comprado, exhibiendo el talón del cheque de
fin de año, hablando de su trabajo con tecnicismos que sabía que Lupita no comprendería,
corrigiendo la forma de hablar de su compañera y dejando caer comentarios hirientes sobre
sus actividades y gustos.

Lupita, lejos de guardar silencio, lanzaba insultos directos y ofensivos: «De nada te sirven
los estudios. No puedes ver más allá de tu nariz. No entiendes que mi rechazo a tu mundo y
a tus cosas es ideológico».

En una ocasión Isabel organizó una fiesta a la que invitó a sus compañeros de trabajo, pero
no le dijo una palabra a Lupita. Cuando esta última llegó a la casa se encontró con la
sorpresa de que ese mundo que tan enfáticamente rechazaba se había instalado en la sala
del departamento.

Al concluir la reunión Lupita expresó su malestar y su enojo y, ante el silencio y la sonrisa


burlona de su compañera, le dio un puñetazo en la mandíbula. Siguieron otros golpes que
Isabel no pudo responder por la sorpresa que le causaron y también porque jamás había
golpeado a nadie. A cada embate de Lupita, Isabel soltaba una ofensa cada vez más
hiriente: «Estoy comprobando que tienes el cerebro del tamaño de una nuez». Seis meses
más tarde se separaron.
[158]
En este ejemplo es fácil advertir las relaciones de poder. El manejo del espacio y de los
recursos económicos tiene consecuencias directas en la dinámica de la pareja. Las
diferencias en la educación y el trabajo rápidamente se traducen en una desigualdad que
define la manera de afrontar los conflictos. No se trata únicamente de preguntarse cómo
dos personas tan distintas por su formación, su trabajo, sus gustos y amistades pueden
establecer una relación de pareja. Hay que considerar también que la confrontación y el
116
La Violencia en Casa
pleito se integran a la cotidianidad y forman parte de una rutina, sin que ninguna de las
protagonistas se preocupe por las dificultades en la comunicación, ni mucho menos intente
resolverlas.

En ese marco de desigualdad aparece la violencia psicológica, expresada en palabras y


silencios, tan desgastan te s unas como otros, hasta desembocar en el maltrato físico: los
insultos, las ofensas, las descalificaciones y los rechazos son mutuos. Cada una agrede y
humilla en su estilo y con sus recursos diferenciados.
Sin embargo, Lupita, quien aparentemente está en la parte de abajo de esa relación
desigual, es quien golpea a su compañera para desestabilizarla y controlar una situación
que en el intercambio verbal tiene perdida de antemano. Por ello es importante analizar la
violencia en el contexto de una relación y no como un episodio aislado. Al igual que en
muchas otras historias de violencia, cuando Lupita asestó el primer golpe la pareja ya
estaba inmersa en una dinámica de maltrato muy difícil de quebrantar.

Por último, hay que destacar que al cabo de un tiempo relativamente breve se produce la
separación. Este sí es un rasgo típico de las parejas homosexuales o lésbicas: la relativa
facilidad con la que pueden separarse. Una de las razones de esta libertad para unirse y
alejarse es que la pareja sólo se tiene a sí misma. Por regla general no la atan
compromisos legales o institucionales, presiones familiares o de otro tipo que pudieran
frenar o entorpecer la separación. Lupita e Isabel no tenían siquiera un círculo de amistades
en común que pudiera influir para que la relación continuara. En esto, como en muchas
otras cosas que rebasan el tema de este libro, se
[159]
puede notar que hay diferencias sustanciales en las relaciones homosexuales y las
heterosexuales. La pareja de dos mujeres o de dos hombres no es mejor ni peor que la
pareja heterosexual, pero tampoco es igual.

Conviene tener en mente la importancia decisiva del contexto social donde se


desenvuelven las personas que establecen una relación y donde se produce el episodio
de violencia. Por esta razón es importante hablar del maltrato en la pareja gay Hay que
sacar el tema a la luz para analizado y comprenderlo, pues es la única forma de derribar
estereotipos y comprobar que el maltrato es una conducta aprendida, que tiene un
componente cultural determinante y que no se define por la preferencia sexual de los
protagonistas.

HISTORIA INTERMINABLE

117
La Violencia en Casa
En todos los ejemplos expuestos pueden observarse algunos elementos comunes. En
primer lugar, la violencia empieza de manera leve, incluso sutil, y gradualmente aumenta su
intensidad. Esta escalada en las relaciones de maltrato se presenta tanto en la violencia
psicológica como en la física, la sexual y la económica. La historia de Dolores es tal vez el
ejemplo más claro, porque hay golpes graves que requieren atención hospitalaria, pero
también Lucía resintió el control cada vez más estricto de su esposo, Carmen empezó
sufriendo la celotipia regular del marido y terminó siendo víctima de una violación
tumultuaria, Norma cada día se fue volviendo más pobre y la misma Isabel fue rebasada
por un golpe sorpresivo y atemorizante.

Un segundo elemento, paralelo a la escalada de la violencia, es la combinación de las


diferentes variantes que desde el inicio se señalaron como una categorización útil para el
análisis, pero no como modalidades excluyentes. En ocasiones confluyen diversas actitudes
de maltrato psicológico; en otras, la violencia física se une a la sexual; en otras más
coincide el control emocional con el manejo violento de los recursos económicos, y siempre
se presenta el aislamiento.
[160]
Por último, hay que decir que es muy difícil avanzar hacia una solución si no se define con
claridad el problema de fondo. Si se toma lo más visible -una bofetada, un insulto, una
agresión sexual- como si fuera todo el problema y no una más de sus manifestaciones, lo
que se consigue es, si acaso, eliminar el síntoma, pero el conflicto verdadero, el que dio
origen a la violencia por no conocer otra forma de afrontado, permanece y no sólo sigue
ahí, sino que continúa creciendo.

La pareja puede incluso separarse -como hicieron Liliana y Piero-, pero el divorcio no
detiene el maltrato. ¿En qué consiste entonces la dinámica de la relación violenta? ¿Por
qué es tan difícil, para ambos miembros, poner un alto en cuanto se da la primera golpiza?
¿Por qué no pueden modificar su manera de relacionarse?

Para intentar dar una respuesta, la historia de Beatriz y Felipe puede servir como punto de
partida.

Beatriz se casó con Felipe porque el resultado de la prueba de embarazo fue positivo.
Antes de eso ninguno de los dos había hablado de matrimonio. La idea de la boda despertó
simpatía en las familias de ambos y todo parecía marchar viento en popa para ellos, pero la
verdad es que les entusiasmaba más la llegada del bebé que la perspectiva de vivir en
pareja. Después hubo otros dos embarazos, pero José Luis, el hijo mayor y el único
hombre, siempre gozó de la predilección de su padre.
118
La Violencia en Casa

Casi desde el principio, Felipe y Beatriz tuvieron problemas de convivencia y algunas


discrepancias sobre cosas que ambos consideraban importantes, como la educación de los
hijos, la forma de reprenderlos y castigarlos, los compromisos que tenía la familia y hasta el
lugar de residencia. Felipe extrañaba el mar porque había nacido y crecido en un puerto, y
Beatriz no soportaba la idea de vivir fuera de su ciudad natal, donde vivían sus padres y sus
hermanos.

Felipe optó por retirarse y paulatinamente fue separándose de la familia. En realidad nunca
se lo planteó de esta manera ni le pidió a Beatriz su opinión. Se dejó llevar por una serie de
acontecimientos entre los que estaba el ofrecimiento de un em-
[161]
pleo en la costa. Al principio visitaba a su esposa y a los niños cada fin de semana;
después empezó a hacerlo cada quince días y finalmente una vez al mes.

Beatriz se quejaba de la ausencia de su marido, pero su posición respecto a cualquier


posible mudanza seguía inalterable. Por otra parte, Felipe cumplía con sus obligaciones
económicas y tenía una buena relación con los niños, a quienes adoraba. Durante algunos
años la pareja encontró armonía en esa fórmula suigéneris de matrimonio a distancia. En
realidad nunca quisieron tratar a fondo el tema; como suele suceder, había cierto temor de
discutir o pelear, revivir viejas discrepancias que por lo demás nunca se resolvieron, y
prefirieron dejar que las cosas siguieran su curso. Era una suerte de armonía
sobreentendida, cuyos puntos frágiles nunca se pusieron en palabras.

De pronto Beatriz empezó a sospechar que Felipe podía tener otra relación y se sintió muy
abatida. Cuando confirmó su sospecha se deprimió terriblemente; decidió buscar apoyo
psicoterapéutico y realizó algunos cambios en su vida, como conseguir un empleo.

Aproximadamente un año después le propuso a Felipe que se divorciaran. Para su


sorpresa, Felipe se rehusó de manera tajante; reconoció que había tenido un adulterio, pero
juró mil veces que aquello había terminado y que de ninguna manera había puesto en
peligro la estabilidad conyugal. Beatriz aceptó las explicaciones de su esposo y decidieron
volver a vivir juntos, de nuevo en la ciudad. Para entonces José Luis era ya un adolescente
de casi catorce años y las niñas tenían once y nueve.

Los meses que siguieron pronto se hicieron años. La familia seguía unida, pero poco a poco
la armonía se convirtió en silencio; Felipe viajó constantemente y Beatriz empezó a llenarse

119
La Violencia en Casa
de actividades que le tomaban casi todo el día. Los momentos de convivencia eran cada
vez más escasos.

La primera vez que Beatriz planteó el divorcio había tenido algún apoyo por parte de su
psicoterapeuta. La segunda fue por sugerencia directa de su padre, quien en otro momento
había sentido gran simpatía por Felipe, pero ahora rechazaba lo que llamaba «su estilo
escapista”.

Para sorpresa de Beatriz, Felipe aceptó de inmediato y ofreció hacerse cargo de todos los
gastos que generara el proceso
[162]
legal. En ese momento, paradójicamente, empezó a manifestarse la violencia que se había
estado gestando durante la relación. En cuanto decidieron poner punto final al matrimonio,
comenzaron a surgir nuevos reclamos y a aflorar viejos rencores. Cualquier cosa era motivo
de un pleito encarnizado. Beatriz expresaba sin tapujos su resentimiento por el abandono
de Felipe y lo que había significado para ella tener que criar, educar y lidiar cotidianamente
con tres niños sin su apoyo.

Felipe le recriminaba sus exigencias económicas, cada vez más estrictas, que él había
cubierto sin cuestionar, pero que le habían costado grandes esfuerzos. Entre otras cosas,
decía que por ello había tenido que renunciar a su profesión e incursionar en el comercio,
que prometía mejores ingresos. Hablaban también de sus respectivas familias de origen,
siempre con el ánimo de criticar; de ahí pasaban a otros temas más personales hasta que
el único objetivo era herirse, cosa que los dos lograban con creces.

Aunque ya en esa época estaban negociando el divorcio, seguían viviendo en la misma


casa. Es más, nunca, ni de recién casados, habían pasado tanto tiempo juntos. Al igual que
en muchas familias en proceso de separación o ruptura, los hijos frecuentemente estaban
en la mitad de las discusiones, a veces como tema de conversación, pero a veces también
como espectadores y aun como protagonistas.

La mayor de las hijas, para entonces próxima a cumplir quince años, trataba -casi siempre
sin éxito- de calmar los ánimos. El primogénito invariablemente se aliaba con el padre y a
veces formulaba sus propios reclamos a la madre. La hija menor se encerraba en su cuarto,
prendía la televisión y fingía no escuchar los gritos ni los insultos del exterior. Si de la
armonía habían pasado al silencio, ahora reinaban los gritos y los llantos. Para todos la vida
en familia se volvió un infierno.

120
La Violencia en Casa
Un día, Felipe salió de la casa en medio de una discusión para atender «un asunto
urgente». En realidad fue a ver a un amigo de la adolescencia que había estudiado
Psicología. No tuvieron una sesión de terapia sino una plática informal, pero Felipe le contó
sus tribulaciones y dudas; habló de los pleitos constantes con Beatriz, de la dificultad para
ponerse de acuerdo sobre detalles mínimos de convivencia, del convenio de divorcio.
Cuando
[163]
acabó la narración, el psicólogo dictaminó de manera escueta pero indubitable: «Lo que
ella necesita es que tú le pegues. Fíjate bien: es lo que te ha estado pidiendo de muchas
maneras». Felipe respondió que eso era algo que jamás haría, que era enemigo de la
violencia.

Sin embargo, dos días más tarde, por un comentario de Beatriz que ni el propio Felipe
podía recordar, levantó el brazo y la golpeó en la cara con la mano extendida. Ante el
estupor de Beatriz siguieron las bofetadas y los puñetazos en el rostro y en el vientre, hasta
que perdió el equilibrio. Una vez en el piso y con los ojos desorbitados, tanto por los golpes
como por la sorpresa ante el hecho insólito, su hijo José Luis se acercó y le jaló el cabello.
Felipe esbozó una sonrisa. El muchacho aprovechó el silencio de ambos y le dio a su
madre una cachetada para rematar. Nunca fue reprendido.

La historia de Beatriz y Felipe evidencia varias cosas. En primer lugar y de manera


contundente, la dificultad para manejar los conflictos, al grado de que se ocultan tras una
armonía aparente que puede prolongarse incluso por años.

Ambos prefieren distanciarse de los temas difíciles, a pesar de que reconocen su


importancia; con Felipe es mucho más evidente esta distancia, pues él se sale de la casa.
Aun esa actitud se maneja en la práctica como algo más o menos inevitable, pero no se
pone en palabras; a ambos les genera profunda incomodidad, pero no se habla de ello.

Además la distancia no es absoluta. Felipe pasa mucho tiempo fuera de casa, pero siempre
en un esquema de ambivalencia. Va y viene. Está y no está. Y mientras tanto sigue
cubriendo la parte práctica, operativa, del dinero. Este aspecto es importante porque
corresponde a la imagen del hombre proveedor, el que se hace cargo, por completo, de la
manutención de la familia. Durante mucho tiempo no hubo queja alguna al respecto, pero
Felipe se sentía muy presionado para cumplir con esa parte; tampoco se abordó el tema
antes de que los conflictos irrumpieran con toda brutalidad.

121
La Violencia en Casa
[164]
Dentro de este mismo esquema de armonía superficial existía la creencia en el respeto
mutuo. Aparentemente cada uno respetaba las decisiones y los actos del otro, pero iba
alimentando con ello sus propios resentimientos. Beatriz «respeta» la decisión de Felipe de
irse a su puerto natal, pero le guarda rencor porque lo interpreta como abandono; al mismo
tiempo no está dispuesta a ceder en cuanto al sitio de residencia. De hecho, Beatriz nunca
visitó a Felipe en la costa; el que viajaba era él y, a veces, los hijos. Por su parte, Felipe
«respetaba» la organización de Beatriz en cuanto a la casa, las actividades de los niños y
las suyas propias, pero en el fondo le recriminaba sus exigencias económicas y su desin -
terés por la vida profesional de él. En síntesis, el supuesto respeto y la simulada armonía
familiar no eran sino recursos para no enfrentar sus dificultades y desavenencias.

Otro elemento notorio es la falta de vida en pareja; si la hubo, rápidamente se sacrificó en


aras de la familia. La boda misma se planeó y realizó en función del primer embarazo, que
si bien ambos recibieron con entusiasmo, en la práctica resultó avasallador. De ahí se
deriva además la relación diferenciada que Felipe y Beatriz establecen con sus hijos, quie-
nes sin duda fueron muy queridos, pero siempre estuvieron en el centro de los conflictos, ya
que el matrimonio discrepaba en cuanto a su educación, lo cual, asimismo, fue causa de
resentimientos. Beatriz tuvo que asumir las riendas y hacerse cargo de la cotidianidad, al
tiempo que le recriminaba a Felipe por haberla dejado sola con esa tarea. Él nunca lo vio de
ese modo; pensaba que tenía que trabajar arduamente para dar a sus hijos todo lo que le
exigía Beatriz, que por otra parte le parecía demasiado. No sólo le resultaba pesada la
carga económica, sino que no estaba de acuerdo con los métodos de su esposa, a su juicio
demasiado estrictos.

Felipe siempre tuvo una magnífica relación con sus hijos, lo que enfurecía a Beatriz, quien
tenía problemas con ellos para imponerles una disciplina que consideraba básica: para
estudiar, para desarrollar hábitos de limpieza, para hacer tareas, para no ver demasiado la
televisión, para levantarse temprano y llegar puntualmente a la escuela, etc. Y como
además
[165]
estaba resentida con Felipe por no participar en esas actividades diarias, no es difícil
imaginar que volcara ese resentimiento en sus hijos.

También se advierte que los papeles que deben desempeñar el padre y la madre se
establecen de manera rígida. Él es el soporte económico, aunque ella tenga ingresos
propios; ella es la cuidadora del hogar y de los hijos, aunque él pueda colaborar
ocasionalmente. Cada vez que Felipe llegaba a la casa esperaba ser atendido, es decir,

122
La Violencia en Casa
que le sirvieran la comida, le lavaran y plancharan su ropa, le tomaran recados telefónicos y
hasta que le prepararan su maleta para el siguiente viaje. Beatriz hacía todo eso sin
cuestionario, pero con una sensación de incomodidad, molestia y enojo.

Cuando Beatriz planteó el divorcio, los dos se asustaron y decidieron dar marcha atrás,
pero el problema siguió sin resolverse. Abordaron el tema del adulterio de Felipe, pero el
conflicto entre ellos, es decir, lo que estaba detrás de esa separación, siguió sin tocarse, y,
por lo tanto, continuó avanzando.

Ya se comentó aquí el adulterio y la permisividad social respecto a la infidelidad masculina.


¿Podemos imaginar que Beatriz hubiera tenido una relación extramarital? ¿Que hubiera
jurado que ésta jamás había amenazado la estabilidad conyugal? ¿Que Felipe hubiera
aceptado de buen talante las explicaciones? ¿y que además pusiera todo de su parte para
que ella se quedara a su lado, para reconquistarla? Aun desde el punto de vista práctico, la
situación habría sido mucho más difícil para Beatriz, quien debía encargarse de los tres
hijos. Pero suponiendo que lo hubiera hecho, es muy poco probable todo lo demás, en
particular la reacción amorosa y comprensiva del marido. No es que no pueda suceder,
pero sería sin duda excepcional.

Por último, no podemos pasar por alto el consejo del psicólogo, quien se supone que es un
experto en el comportamiento humano. Por mucho que sea una interpretación fuera de la
terapia y del consultorio, es sumamente peligroso aconsejar la violencia sean cuales sean
las circunstancias. Es probable que Felipe ya tuviera el deseo y hasta el propósito de
golpear a su esposa y que sólo hubiera estado esperando que
[165]
alguien lo aprobara; es todavía más peligrosa una incitación de esa naturaleza. Y aquí
aparece otra vez la tentación de poner las cosas al revés. ¿Habría recomendado lo mismo
una terapeuta? ¿Es imaginable que una psicóloga le dijera a un hombre que su mujer está
pidiendo que la golpee? Nuevamente, no es que no sea posible, pero cuesta mucho trabajo
imaginarlo. Más bien se trata de una suerte de complicidad masculina, en la que los
hombres deciden qué debe hacerse en una situación determinada.

Cuando en esa situación hay una mujer, que además está en el centro mismo del conflicto,
es muy fácil para ellos interpretar los actos, las palabras, la conducta de ella, todo desde su
propia visión estereotipada.

Si el problema de Felipe no hubiera sido con su esposa sino por ejemplo con su jefe, con un
cliente o incluso con su suegro, difícilmente el psicólogo habría recomendado una golpiza.

123
La Violencia en Casa
Lo que subyace es la creencia de que las mujeres son seres sobre quienes puede ejercerse
violencia impunemente, con quienes puede desahogarse cualquier frustración masculina.
También está presente la descabellada idea de que a las mujeres les gusta que las golpeen
y les piden a los hombres que lo hagan. Éste es uno de los mitos más arraigados en el
imaginario social e impregna, como puede verse, los consejos de algunos «profesionistas»
de la salud mental. En el último apartado de este capítulo se abordan en detalle los
diferentes mitos en torno a la violencia en la pareja.

En esa complicidad masculina participa también el hijo, que ya es un joven universitario de


19 años y que simplemente ve la ocasión de sacar provecho al exteriorizar su coraje contra
la madre. Así, la complicidad se multiplica; la jerarquía por género resulta aquí más fuerte
que la jerarquía por edad o por autoridad.

Al igual que muchas otras parejas, la de Beatriz y Felipe estaba atrapada en una dinámica
circular en la que un episodio de maltrato conducía a otro y este segundo a otro más, y así
de manera sucesiva. Con intervalos de tranquilidad y convivencia pacífica, los diversos
conflictos no resueltos seguían alimentándose de palabras, gritos, golpes y también de
silencios.
[167]
Esta historia interminable en la que alternan amabilidad y maltrato fue descrita por Leonore
Walker como el «ciclo de violencia conyugal», cuyas tres fases se presentan a continuación
[véase The battered woman].

A partir de un problema que no se resuelve y produce escozor en alguna de las partes o en


ambas, y que puede ser de cualquier índole -un detalle doméstico, un asunto relacionado
con los niños, algo que haya sucedido en el trabajo o en la familia de origen de alguno de
ellos-, empieza una etapa de acumulación de tensiones, en la que se presentan agresio nes
pasivas, tales como guardar silencio, ignorar lo que dice la otra persona, actuar como si no
estuviera.

Paralelamente a este tipo de conducta se producen agresiones verbales -insultos,


humillaciones, descalificaciones, burlas- y otras variantes de la violencia psicológica, como
el control, el asedio, la celotipia, las comparaciones, los olvidos. También es común que en
esta etapa de acumulación de tensiones las mujeres empiecen a somatizar: dolores de
cabeza, trastornos alimenticios y del sueño son indicadores constantes.

Los estallidos y las fricciones de esta primera etapa son cada vez más frecuentes e
intensos, hasta que desencadenan un episodio de golpes. Este suceso de violencia física

124
La Violencia en Casa
es lo que, según Leonore Walker, marca la segunda fase del ciclo de la violencia conyugal.
Más que una etapa es un momento determinado; el cual puede durar desde unos cuantos
segundos hasta varias horas.

Puede consistir en una cachetada, un empujón que provoca una caída, una golpiza en
varias partes del cuerpo, una herida con cuchillo o un disparo con arma de fuego.

Más allá de la magnitud y las consecuencias del maltrato físico, este momento marca un
hito en la vida de la pareja. Cuando se presenta una golpiza se activa una señal de alarma
que puede ser atendida, en cuyo caso hay la oportunidad de modificar sustancialmente los
términos de la convivencia o bien puede darse una ruptura. Pero la señal también puede
ser ignorada. Si sucede esto último, que al parecer es lo más frecuente, la relación avanza
hacia la tercera fase del ciclo.
[168]
¿Por qué se ignora o trivializa esta señal de alarma? ¿Por qué una mujer que ha sido
golpeada no registra que ése puede ser el primer episodio de una larga lista de agresiones?
Entre otras cosas, porque los incidentes de golpes tienen una duración relativamente breve
y, antes de que se pueda analizar, o identificar, incluso pensar y reflexionar sobre todo lo
que ocurrió, se pasa de inmediato a la tercera fase llamada «luna de miel». Como su
nombre lo indica, en ella todo parece volver a ser color de rosa. Hay arrepentimiento del
agresor, quien expresa de diversas maneras que se siente culpable y que desea reparar el
daño causado. Se muestra amable, solícito y cariñoso, y promete cambiar radicalmente.
Jura una y mil veces que jamás volverá a golpeada, refrenda su amor por la víctima e
implora su perdón. Todo lo anterior trae consigo una estabilidad temporal en la que ambos
confían, pero que está sostenida con alfileres. Así, en algún momento se rompen las
promesas de enmienda que el agresor había formulado con toda sinceridad y en las que la
víctima sin lugar a dudas había creído. Una vez que la luna de miel se diluye con la
reaparición de conflictos antiguos y recientes, vuelven a acumularse las tensiones hasta
que se producen los golpes y el consecuente arrepentimiento. El proceso es totalmente cir -
cular. A medida que pasa el tiempo, la pareja avanza cada vez más rápidamente por el
círculo del maltrato, o lo que es igual, la duración de cada etapa se reduce. Las promesas
se rompen cada vez más pronto y las tensiones tardan menos en desembocar en un
episodio de golpes. El arrepentimiento del agresor tiende a desaparecer, junto con sus
juramentos de amor y sus propósitos de cambio.

De las historias que hemos revisado, la de Dolores es la que con más claridad muestra esta
dinámica de la violencia conyugal. Sin embargo, en otras situaciones también se aprecia.
Aunque no se llegue a la violencia física, lo esencial de este círculo, que son los intervalos

125
La Violencia en Casa
de afecto y atenciones, por un lado, y de control y dominio, por el otro, es común a toda
relación de maltrato.

Esta dualidad se redefine en cada contexto cultural específico. En una pareja de clase
media urbana, los intentos de
[169]
reparación del daño causado pueden consistir en una invitación a cenar, en un regalo o en
una serenata, por ejemplo.

Una mujer de clase alta, después de muchas restricciones y negativas, puede ser halagada
con una alhaja costosa o un viaje de fin de semana. En otras circunstancias puede tratarse
simplemente de un cambio de actitudes: llegar temprano a casa, dejar de beber, tener
atenciones con la pareja, decide palabras cariñosas.

En las zonas rurales, las pocas investigaciones disponibles apuntan en otra dirección. No
registran el paso de una fase a otra de las que se han descrito. En particular, falta la de la
«luna de miel», cuando se dan muestras de arrepentimiento y promesas de modificar
actitudes y conductas. La dinámica de la relación en su conjunto es muy distinta en el
campo; operan otras tradiciones y otros valores. Además, existen otros mecanismos de
solución de los conflictos conyugales y a menudo se hace partícipes a los padres del
marido y de la mujer.

Aun así, y salvando toda diferencia cultural, es posible afirmar la coexistencia de la


violencia y el trato afectuoso; de otra manera sería imposible la continuidad de la relación.

En páginas anteriores se dijo que después de una golpiza se activa una señal de alarma.
También puede ocurrir que después de una agresión sexual o un acto de violencia emo-
cional o económica de gran magnitud las mujeres piensen que se ha traspasado el límite de
lo tolerable, que las cosas han llegado demasiado lejos y que es necesario hacer un alto y
pensar seriamente en cuanto está sucediendo. Esta señal se activa muchas veces, según
el número de vueltas que la pareja dé al círculo; aunque sea ignorada o trivializada, la señal
de alarma ahí está. En ese momento pueden surgir alternativas de cambio o bien puede
sobrevenir el rompimiento de la pareja. Tales alternativas no se producen por generación
espontánea; las relaciones de maltrato rara vez mejoran, aun cuando exista la voluntad de
ambas partes, si falta la intervención de especialistas o de las autoridades.

Como se observa en casi todos los casos analizados, a las mujeres les resulta muy difícil
plantearse una separación y tratar de llevada a cabo. Los hombres tampoco son particu

126
La Violencia en Casa
[170]
larmente felices en una relación de violencia y también les cuesta trabajo tomar una
decisión y asumida a fondo. Si ninguna de las dos partes se siente bien, si la vida en común
ha perdido el entusiasmo y la alegría iniciales para dar paso al temor, la irritabilidad y el
maltrato, ¿por qué siguen juntos?

¿POR QUÉ SIGUEN JUNTOS?

Las mujeres maltratadas viven una situación de terror y angustia que se ha denominado
precisamente «síndrome de la mujer maltratada» [véase L. Walker, The battered woman].
Los rasgos más característicos son: culpabilidad, baja autoestima, confusión, incapacidad
de concentrarse, trastornos en los hábitos alimenticios y de sueño, sensación de no
poderse comunicar con los demás, disfunciones sexuales. timidez, depresión, furia o miedo
prolongado.

De nueva cuenta, es en la historia de Dolores donde mejor pueden apreciarse todas estas
características, precisamente porque es un caso paradigmático de violencia. En las otras
historias, en las que no se presenta maltrato físico, pero que no por ello son
necesariamente menos violentas, también es posible advertir algunos de los rasgos de
dicho síndrome. La culpabilidad de Carmen era reforzada por la madre, quien le decía que
no había sabido darle seguridad a su marido. Norma vivía en una confusión permanente
que le impedía tomar incluso las decisiones más superficiales. Tanto Carmen como Beatriz
tenían disfunciones sexuales. De muchas otras no lo sabemos. En todas ellas existen
sentimientos de incomunicación y una consecuente angustia que desemboca en alteracio-
nes de diversa índole. Se mencionaron los trastornos alimenticios y del sueño, pero también
habría que señalar otras somatizaciones, entre ellas el cansancio constante y la sensación
de debilidad. Si la sociedad considera que el matrimonio es una especie de «carrera» para
la mujer y que, por lo tanto, es prácticamente su única responsabilidad, además de ser res-
ponsabilidad exclusivamente suya, no es difícil suponer que cuando las cosas no marchan
bien las mujeres sientan
[171]
que fracasaron, que no lograron construir una buena pareja y que todo ello de alguna
manera es su culpa. El peso de estos mensajes, que se escuchan continuamente desde la
infancia en las familias de origen, repercute de manera directa en la autoestima de las
mujeres maltratadas.

Entonces, ¿por qué permanecen en una relación que implica un costo tan alto como la
pérdida de la autonomía, de la autoestima y hasta de la integridad física? ¿Por qué aman a
127
La Violencia en Casa
quien las maltrata? ¿Por qué no pueden dejarlo por qué regresan con él después de una
breve separación'? ¿Por qué «olvidan» o minimizan las amenazas y la misma violencia?
¿Por qué se quedan atrapadas en la circularidad de la dinámica del maltrato? Un intento de
respuesta a las interrogantes anteriores es el modelo del «síndrome de Estocolmo»,
definido originalmente para explicar el vínculo emocional que algunos rehenes desarrollan
hacia sus captores, al grado de visitados en la cárcel una vez que han sido liberados y sus
captores aprehendidos, y de darle seguimiento a su proceso legal [véase D. Graham, E.
Rawlings y N. Rimini, «Survivors of terror»].

Este modelo busca explicar las respuestas psicológicas de las mujeres maltratadas por
analogía con los rehenes, respuestas que a primera vista parecen contradictorias. Si una
persona o grupo de personas son atrapadas por casualidad, como sucede con los rehenes,
lo lógico sería que una vez liberadas trataran de estar lo más lejos posible de sus captores
y que hablaran de ellos con resentimiento, coraje, indignación o furia. Sin embargo, hay
ocasiones en que pasa todo lo contrario y muestran un sincero interés por lo que a sus
captores les suceda en prisión. ¿Por qué? ¿Qué mecanismos operan en esa relación para
que se produzcan esas consecuencias? El llamado síndrome de Estocolmo busca analizar
la situación en conjunto y no las características de cada persona, a fin de mostrar de qué
manera los desequilibrios extremos del poder llegan a generar un fuerte vínculo emocional.
Para que se presente el síndrome se requieren al menos las siguientes tres condiciones:
[172]
1. Una persona amenaza con matar o producir un daño considerable a otra y se
percibe que tiene la capacidad de hacerlo. Cuando se trata de terrorismo, nadie
duda que los captores, con armas de alto poder, puedan ocasionar lesiones
extremas y, por supuesto, la muerte. En las relaciones de maltrato, los hombres
golpeadores no solamente amenazan sino que producen daños que al principio no
son tan serios pero que van siendo cada vez más graves. Si en algún momento sus
víctimas pensaron «El no lo haría», «Sería incapaz de hacerme daño», estas ideas
se esfuman ante el primer episodio de golpes. A partir de entonces, las mujeres no
sólo sospechan sino que saben a ciencia cierta que se encuentran en una situación
de peligro progresivo.

2. La persona amenazada no puede escapar porque ha sido aislada del exterior. En el


caso de los terroristas, de ahí deriva precisamente su poder; en eso consiste tener
rehenes: en aislarlos del exterior y utilizar su liberación como él principal instrumento
de negociación. En el caso de las mujeres maltratadas, la dinámica de la violencia
entraña el aislamiento que puede ser más simbólico que real y por lo mismo más
eficaz. Las mujeres están aisladas en el terreno emocional y a veces también en el

128
La Violencia en Casa
físico, como sucede con Carmen, vigilada de manera continua por su compañero, y
con Lucía, que dejó de ir a los salones de baile, de platicar con las amigas, de ver a
la familia, etc. A medida que el maltrato va cumpliendo sus fases cíclicas, la relación
se confina en una especie de aislamiento. Por coraje, por ansiedad, por culpa, por
vergüenza o por cualquier otra razón, las mujeres maltratadas están cada vez menos
comunicadas con sus amigas e incluso con su familia. Esto no es sólo una
consecuencia sino una de las manifestaciones del maltrato psicológico; la violencia
consiste también en eso, en producir aislamiento y alejar cualquier posible contacto
o ayuda del exterior.

3. La persona amenazadora muestra hacia la amenazada cierta amabilidad que opera


como refuerzo intermitente. La gentileza no es continua ni el maltrato permanente.
Se va
[173]
de un lado a otro, sin que la víctima conozca los motivos de tales cambios en el
trato. En el apartado anterior se mencionó que la amabilidad del agresor queda
totalmente manifiesta en la fase llamada luna de miel. Con respecto a los rehenes,
algunos testimonios revelan que el mismo hombre que los amenaza con un arma
potente los insulta, les impide ir al baño y no les da de comer, pero en otro momento
se acerca y les ofrece un cigarrillo, por ejemplo. Con ese comportamiento tan simple
parecen esfumarse todas las agresiones anteriores; se convierte en el bueno de la
película tan sólo por mostrar un lado amable.

Además de estas similitudes existen otras entre los rehenes y las mujeres maltratadas:

 Sexo del victimario. Se sabe que la gran mayoría de los terroristas y de los
golpeadores son hombres. Aquí hay que señalar que en ambas situaciones está
presente el miedo a la violación. Aunque a veces no se produzca, siempre existe
como peligro potencial o amenaza directa. También en la dinámica de la violencia
doméstica muchos episodios de maltrato físico terminan en una violación. El caso de
Carmen es sin duda una experiencia extrema.

 Estrategias de dominación. Tanto los secuestradores como los maridos violentos


eliminan cualquier apoyo psicológico del exterior para hacer creer a las víctimas que
nadie se preocupa por su bienestar. Las mujeres se sienten más desvalidas y
dependientes de sus victimarios, quienes también muestran ese lado amable que
sirve para reforzar la sumisión.

129
La Violencia en Casa
 Las víctimas constituyen un «blanco» simbólico. Tanto los rehenes como las mujeres
maltratadas son el blanco simbólico de las frustraciones del abusador; en el primer
caso, por ejemplo, por pertenecer a una clase social o a un país determinado; en el
segundo caso, porque muchos hombres violentos (ya veces también los no
violentos) culpan a las mujeres de lo malo que sucede en la familia e incluso de lo
que les pasa a ellos directamente. En la organización de la
[174]
 colectividad y en el imaginario social se le asigna a la mujer la tarea de atender a los
hijos y al marido, así como la de vigilar el buen funcionamiento del hogar. Así se la
responsabiliza de lo malo que ocurre en la casa y, como una de sus funciones es
proveer seguridad emocional a los integrantes del núcleo familiar, incluido por
supuesto el esposo, no es difícil suponer que éste, en especial si es maltratador, la
considere culpable de lo que le sucede a él, ya sea porque no lo atiende, no lo cuida,
no lo satisface o simplemente porque «lo provoca». Desplazar la culpa a las víctimas
es muy común en las terapias de pareja. «Si ella no me provocara yo no la
golpearía», dicen. A veces los propios hombres buscan apoyo psicológico para sus
esposas o compañeras, pero con la cuestionable intención de que ella «aprenda a
no provocarlo».

 Estrategias para resistir. Las víctimas saben mucho de los dominadores y poco de sí
mismas. Acaban creyendo que 'son inferiores y desarrollan las características
deseadas y estimuladas por aquéllos: pasividad, sumisión, docilidad, dependencia.
Ésta es una respuesta automática (un mecanismo de adaptación) a una situación
amenazante de la que la víctima no puede o no sabe cómo escapar.

Las víctimas de violencia en general no muestran un pánico fuera de control sino una
especie de miedo congelado. Están paralizadas. Las mujeres golpeadas se sienten
desvalidas, con muy baja autoestima y elevados niveles de ansiedad y depresión. El
hombre infla su propia autoestima en un proceso totalmente artificial, pero a su vez
depende de la subordinada para mantener esos sentimientos de poder y grandeza. Cada
uno depende del otro para satisfacer las necesidades originadas en el desequilibrio del
poder.

Otro aspecto importante consiste en que la violencia aparece en ciclos que alternan con los
de calidez, afecto y amabilidad. El hombre golpeador es quien más cerca está de la mujer
después del episodio de violencia, cuando ella requiere sentirse apoyada y consolada. No
es difícil que la víctima concentre su atención en el lado positivo del golpeador; su-

130
La Violencia en Casa
[175]
pone entonces que es un buen tipo, que tiene algunos problemas más allá de su control
pero que ella puede ayudado a resolverlos. Aunque parezca paradójico, esta situación le
permite a la mujer mejorar su autoestima, pues siente que es la única persona que puede
ayudar a su esposo a dejar de ser violento. Elabora fantasías catastróficas de todo lo que
podría ocurrirle a él si ella no estuviera cerca y decide que deben permanecer juntos.

También es importante destacar algunas diferencias entre la gente secuestrada por


terroristas y las mujeres atrapadas en una relación de pareja violenta. Los rehenes pueden
ser hombres o mujeres y están en una relación totalmente involuntaria; como se dijo al
principio de este apartado, es casi el azar lo que los colocó en esa situación de peligro. Las
mujeres maltratadas, en cambio, vivieron una etapa de amor -en el noviazgo y al principio
del matrimonio o de la convivencia- que generalmente subsiste a pesar del maltrato; eli-
gieron ese matrimonio o relación de pareja y tienen opciones para salir de la dinámica del
maltrato. Es cierto que viven muy aisladas del exterior, pero en algún momento ellas mis -
mas logran romper ese aislamiento y recibir ayuda.

A veces tienen que insistir mucho para obtener algún tipo de apoyo, que nunca surge de
manera espontánea en el exterior, como sí ocurre con los rehenes.

También hay diferencias en cuanto a la forma en que ambas situaciones se perciben en el


exterior y se inscriben en el imaginario social. En tanto los rehenes que sobreviven se con-
vierten en héroes, a las mujeres maltratadas se las considera masoquistas, se las culpa de
su situación y se las insta de muchas maneras a permanecer al lado del abusador, quien
rara vez es castigado. Si las mujeres matan en legítima defensa son encarceladas; el
mismo acto ejecutado por los rehenes sería una hazaña gloriosa.

Por último, este modelo, más que ofrecer una explicación exacta del motivo por el cual una
relación de maltrato puede prolongarse (a veces durante varios años), permite reconocer la
complejidad de la situación y las dificultades que deben enfrentar las mujeres para poder
salir de ella.

[176]
MITOS Y REALIDADES DE LA VIOLENCIA EN LA PAREJA

En torno a la violencia contra las mujeres y en particular respecto a la violencia conyugal se


han elaborado distintas creencias falsas que a fuerza de repetirse han ganado arraigo en la
colectividad y se han extendido en el imaginario social. Algunos de estos mi tos tienden a
131
La Violencia en Casa
negar la existencia del fenómeno o a cuestionar su carácter de problema social. Se cree
que son unos cuantos casos aislados y que no vale la pena preocuparse por ellos. Según
esto, no son estadísticamente significativos.

El maltrato a las mujeres en el hogar se ha extendido mucho y, sin embargo, permanece


silenciado; además es un tema espinoso y huidizo. Ha sido difícil la denuncia, pero también
la conceptualización y aun la identificación de la violencia misma, incluso por las propias
mujeres, quienes han aprendido a vivirla como algo natural en las relaciones de pareja. Se
suman a estas dificultades y al mito de los pocos casos aislados el silencio en torno al
problema, el encierro -real o simbólico- en que viven las mujeres maltratadas, y la falta de
investigación sistemática y de difusión de los resultados. En lugar de ello, algunos medios
transmiten información parcial y exagerada de casos despiadados y espeluznantes de
modo que la violencia contra las esposas se vuelve un tema propio de la nota roja.

Paralelamente a estas creencias, existe la idea de que la violencia conyugal es un asunto


privado y que, por lo tanto, debe resolverse en el mismo lugar donde se produce, o sea en
el hogar y a puerta cerrada. Con estas afirmaciones se desestima la intervención de
terceros -sea a título individual o institucional- y se acentúa el aislamiento en que viven las
víctimas. Expresiones como «La ropa sucia se lava en casa» tienen también el efecto de
perpetuar una obligación femenina de aguantar silenciosa y resignadamente cualquier agre-
sión y de hacer sacrificios en aras de conservar un matrimonio o una familia que, lejos de
ser la pequeña comunidad de amor y armonía que se presenta como ideal, representa el
[177]
encierro de un malestar que se vive y retroalimenta entre las cuatro paredes que delimitan
la escenografía. Hasta aquí, el cuadro que se ofrece consiste en unos cuantos casos que
deben resolverse por separado, cada uno en su interior.

Otras creencias apuntan que la violencia es privativa de una determinada clase social o de
personas de bajo nivel educativo o cultural. Es cierto que en algunas condiciones la
violencia es más visible; a las mujeres ricas puede costarles más trabajo formular una
denuncia o intentar salir de la relación, precisamente por el entorno, la crítica y el temor a
«desclasarse». Cuando lo hacen quizá recurren a profesionales privados y no a centros
gubernamentales u organizaciones sociales.

Si en las estadísticas de violencia en general y específicamente contra las mujeres hay un


subregistro inevitable, en esos mismos datos existe un sesgo de clase que indica que
quienes utilizan los servicios son las mujeres de las clases menos privilegiadas. La
investigación reciente ha demostrado, como veremos en el siguiente capítulo, que la

132
La Violencia en Casa
violencia contra la pareja está presente en todas las clases sociales y que existe
prácticamente en todas partes del mundo y no sólo en los países subdesarrollados.

Las falsas creencias mencionadas se refieren a aspectos tales como la incidencia de las
relaciones violentas, la clase socioeconómica a la que pertenecen los afectados y el ámbito
donde debe resolverse la violencia conyugal, pero hay otras que apuntan directamente a las
víctimas y a los agresores y que, de modo no sorprendente, tienden a inculpar a las pri-
meras y eximir de responsabilidad a los segundos. Así, suele alegarse que las mujeres
disfrutan el maltrato porque lo interpretan com0 manifestación de amor. «Me pega porque
me quiere» es un enunciado que se coloca únicamente en labios de la mujer agredida.
Jamás se le atribuye a un anciano maltratado, por ejemplo, ni a un niño golpeado. Se dice
que las mujeres buscan relacionarse con hombres violentos y que, en el mejor estilo
cristiano, deben poner la otra mejilla.

La frase correlativa sería «La maté porque era mía», que tiene una clara connotación de
propiedad. Para apoyar este
[178]
mito se alude al tiempo que dura la relación. «Si no le gustara, ya se habría ido.» Ya se
destacó lo complejo que es el círculo del maltrato y lo intrincado y sinuoso que puede
resultar el camino hacia la ruptura. La autoestima reducida por la violencia, la culpa que la
sociedad deposita en las mujeres por el fracaso matrimonial y que ellas acaban por
interiorizar (corno Carmen), el temor a ser estigmatizadas como mujeres golpeadas (o
engañadas, como Liliana, que no quiso ventilar el adulterio de Piero en el juicio de divorcio),
la sensación de estar traicionando al agresor (como Dolores), la inseguridad económica
(como la que vive Norma), la esperanza de que las cosas mejoren, son sólo algunos de los
aspectos que impiden a las mujeres tomar la decisión de separarse para siempre de su
pareja.

Finalmente, hay que hacer mención del mito de que los hombres son violentos por
naturaleza. En el primer capítulo se abordó el tema del origen de la violencia y se desechó
la explicación de que se encuentra en la información genética de cada individuo. En
realidad se trata de una conducta aprendida que la sociedad puede estimular o inhibir. En
este sentido, se debería revisar cómo se construye en cada cultura la idea de lo que debe
ser un hombre; podría comprobarse que en muchos lugares el prototipo de la masculinidad
está directamente asociado a diversas formas de violencia.

En síntesis, los mitos sobre el maltrato en la pareja proyectan la imagen de que hay pocos
casos y que deben resolverse en cada familia o pareja, sin la intervención de terceros; que

133
La Violencia en Casa
son propios de la gente pobre y sin educación, y que además son inevitables pues a las
mujeres les gusta que las maltraten y los hombres son violentos por naturaleza. Estas
creencias, que para nada reflejan la realidad, permean el imaginario social y se difunden a
través del lenguaje, el refranero popular, las canciones, los poemas, etc. Son compartidos
por mucha gente: hombres y mujeres, funcionarios públicos, abogados y terapeutas (como
el psicólogo de Felipe).

Para cerrar este capítulo conviene subrayar lo siguiente:


[179]
 La violencia en la pareja tiene una dirección bien definida: del hombre hacia la mujer.
Aunque existen algunos hombres maltratados psicológica o incluso físicamente, se
trata de excepciones que deben tratarse como tales.

 El maltrato puede ser físico, psicológico, sexual o económico, según los medios
utilizados y los efectos producidos. En la mayoría de los casos coexisten dos o tres
de las modalidades señaladas.

 La violencia física puede clasificarse en levísima, leve, moderada, grave y extrema,


variantes que tampoco son excluyentes. Por lo general, la escalada se inicia con
golpes simples que no dejan huellas en el cuerpo, y paulatinamente va aumentando
de intensidad hasta llegar, en muchas ocasiones, a la muerte. Cada incidente
aislado debe ser atendido con seriedad, pero lo que define a una relación violenta es
la reiteración, es decir, su carácter cíclico y progresivo.

 En la violencia psicológica, tanto los medios utilizados como las consecuencias se


ubican precisamente en la esfera emocional y por ello es más difícil definirla y aun
identificada. Algunas de sus manifestaciones son el asedio, el chantaje, el abuso
verbal, las amenazas, la intimidación, el uso del privilegio masculino, la infidelidad y
la celotipia. El aislamiento provoca este tipo de violencia es siempre un mecanismo
de presión emocional que tiende a desestabilizar y debilitar a las mujeres, a la vez
que les impide encontrar apoyos para salir de la relación.

 La violencia sexual consiste en obligar a la mujer a tener contacto sexual cuando ella
no lo desea, o someterla a prácticas que le resulten dolorosas o desagradables. Esta
variante de la violencia en la pareja también es difícil de identificar, debido al peso de
los estereotipos de género y a las normas legales de algunos países, que definen la
relación sexual como un derecho del marido y una obligación de la esposa, y no
como un espacio de libertad en el que concurren dos voluntades autónomas.
134
La Violencia en Casa

 La violencia económica se expresa en el control de los recursos materiales que


pertenecen al agresor, a la víctima o a
[180]
 ambos. Quien ejerce este tipo de maltrato es el hombre desobligado con sus hijos,
que no da dinero o lo hace de manera insuficiente, el que despilfarra lo que
pertenece a
 ambos o el que se apropia de los bienes de la mujer.

 En la pareja homosexual hay mayores posibilidades de construir una relación


equitativa y eliminar los estereotipos de género, aunque también llega a presentarse
violencia física, psicológica, sexual o económica.

 La dinámica de las relaciones de violencia es cíclica. En una primera fase se


acumulan las tensiones de manera continua hasta que desembocan en un incidente
de golpes. El episodio de violencia física es la segunda fase, a la que sigue una
etapa de arrepentimiento, perdón y tranquilidad aparente. Después de un tiempo
vuelven a surgir los problemas y se acumula una nueva carga de tensiones. La
historia es interminable precisamente porque hay alternancia de amabilidad y
maltrato.

 Para entender por qué siguen juntos un hombre y una mujer que viven una relación
de violencia hay que tener en cuenta el peso de las amenazas del agresor (a quien
se percibe con la capacidad de producir daños cada vez mayores), la situación de
aislamiento creciente de la víctima, la coexistencia de gentileza y agresiones de
variada índole y la presión social para que la relación prosiga y la familia no se
separe.

 La violencia contra las mujeres es un fenómeno impregnado de mitos que tienden a


negar su existencia o a considerar que se trata de casos aislados, a encasillada en
determina da clase social, a inculpar a las víctimas, a exonerar a los agresores y a
desestimar la intervención de terceros. Por ello es importante profundizar en el
análisis, el conocimiento y la difusión del tema. Sólo así se podrá empezar a hablar
de realidades y a desterrar mitos.

Preguntémonos ahora si la violencia en la familia es un fenómeno universal o sólo se


presenta en algunos países y culturas.

135
La Violencia en Casa
[181]
CAPÍTULO 4
¿UN FENÓMENO UNIVERSAL?

HECHOS SIMILARES, CONTEXTOS DIFERENTES

Aunque el tema de la violencia en la familia cada vez logra mayor presencia en la agenda
internacional y en programas específicos de los gobiernos nacionales, todavía se escuchan
voces escépticas. ¿En verdad se trata de un fenómeno tan extendido? ¿No serán más bien
situaciones aisladas que la literatura ha magnificado para hacerlas parecer más
espectaculares? ¿No son simples disputas de pareja que deban quedarse entre las cuatro
paredes del hogar? ¿Realmente se trata de un fenómeno universal? Hay abundante
bibliografía que permite responder con claridad estas preguntas. En los lugares más
diversos se han llevado a cabo encuestas para identificar el número de mujeres maltratadas
durante un periodo determinado, así como estudios de caso que permiten afirmar que las
distintas variantes de la violencia dentro del hogar constituyen una realidad presente
prácticamente en todo el mundo. Mujeres australianas, japonesas, kenianas, holandesas,
españolas, colombianas, inglesas, estadounidenses, mexicanas, argentinas, hondureñas,
etíopes y de muchas otras nacionalidades comparten la experiencia del maltrato. En
contextos sociales, económicos y culturales muy diferentes es posible advertir que
[182]
los golpes, las humillaciones, el abuso sexual en sus diversas modalidades y el control
económico que sufren las mujeres forman parte de una realidad cotidiana.

Es cierto que la violencia se expresa de muy variadas formas según el contexto; tiene
manifestaciones diversas y genera también consecuencias diferentes. No obstante, hay
algunos rasgos comunes que permiten caracterizarla como un fenómeno universal.
Considérese por ejemplo la violencia física. En el capítulo anterior se revisaron algunas
historias de golpes con los puños, los pies o bien con algún objeto. En situaciones extremas
se usan armas punzocortantes o de fuego. Estos hechos se presentan en muy diversos
países y, como se verá más adelante, en altísimas proporciones. Lo que cambia es el tipo
de objetos empleados; en tanto que en algunos lugares se utilizan zapatos, cuerdas
mojadas o utensilios de cocina, por ejemplo, en otros se recurre a varas de alguna planta,
tablas, lanzas. En países como Estados Unidos, donde la posesión de armas de fuego está
muy extendida, su uso para amenazar, herir o matar es más frecuente.

Sin embargo, en el fondo del comportamiento violento hay varias constantes. Más allá de
136
La Violencia en Casa
los medios empleados, hay notorias similitudes en los daños ocasionados, es decir, en las
consecuencias físicas y psicológicas para la víctima. Además del daño producido, como se
expuso en el primer capítulo, es fundamental para el análisis de la violencia tener en cuenta
el ánimo de controlar, el propósito de someter y eliminar cualquier obstáculo para el
ejercicio del poder. En pocas palabras, la intención y las consecuencias del uso de la
violencia en el mundo son muy similares, aunque varíen los medios utilizados.

También es posible advertir diferencias culturales en la valoración de cada hecho, o dicho


de otra manera, en aquello que en cada sociedad se define como violento. Así, por ejemplo,
mientras que en países como Estados Unidos, luego de campañas intensivas en contra de
la violencia, algunas investigaciones han reportado una disminución en su incidencia hasta
de un tercio, en otros lugares, como Malasia y algunos países africanos, hasta 15% de la
población adulta (hombres y mujeres) piensa que el maltrato a la esposa es una práctica
[183]
aceptable. Si bien en algunas culturas tanto hombres como mujeres sostienen que el
maltrato a las esposas no tiene por qué cuestionarse, el límite de lo aceptable que
establecen unos y otras suele ser muy distinto.

Ya en el siglo XVIII se pueden encontrar algunos ejemplos de estas disparidades: los


tribunales eclesiásticos que estableció la Corona española en los territorios colonizados
resolvían muchos conflictos matrimoniales que suponían violencia física ordenando que los
cónyuges durmieran y comieran en lugares separados, aun dentro de la misma casa. Las
mujeres que solicitaban el apoyo de la Iglesia, al igual que muchas mujeres
contemporáneas, no cuestionaban el derecho de su marido a golpeadas, pero se quejaban
de los golpes que les parecían excesivos. Invariablemente, el límite de lo tolerable para
ellas era menor que el de los maridos, aunque esporádicamente algunos de ellos
reconocían que «se les había pasado la mano».

Otro aspecto importante al hablar de diferencias culturales es la valoración que hace cada
persona, o más específicamente cada víctima, de los actos violentos. Por ejemplo, en
algunos lugares se considera muy agresivo que el compañero íntimo no quiera usar
condón; en otros, en cambio, la mujer se siente ofendida si el esposo quiere colocarse un
preservativo, pues se interpreta como una insinuación de que ella ha tenido relaciones
sexuales con otros hombres, cosa por supuesto inaceptable para ciertas culturas que
valoran la virginidad antes del matrimonio y la fidelidad estricta durante éste.

Algunas mujeres maltratadas, en grupos de autoayuda y reflexión psicológica, comentan


que en ocasiones los golpes no les parecen tan reprobables como los insultos o las

137
La Violencia en Casa
ofensas, sobre todo si aquéllos no son de gravedad y estas últimas se refieren a su
sexualidad o se producen en público.

En las siguientes páginas se presentan los resultados de diversas investigaciones


realizadas en países de los cinco continentes, que dan cuenta de la magnitud del problema,
no sólo en cuanto a su extensión, sino también en lo relativo a la frecuencia e intensidad de
los maltratos. Las investigaciones no son homogéneas y en consecuencia sería aventurado
hacer comparaciones, lo que por otra parte no es el propósito de este
[184]
capítulo. Algunos resultados provienen de encuestas nacionales sobre salud u otros temas
generales, que incluyeron además algunas preguntas relacionadas con la violencia; otros
son estudios de caso en regiones muy pequeñas, cuyos resultados difícilmente podrían
generalizarse a contextos más amplios. Otros datos provienen de entrevistas realizadas
cara a cara, a veces en espacios públicos (escuelas, guarderías, hospitales) y a veces casa
por casa, en tanto que otros son respuestas a cuestionarios enviados por correo.

Por otra parte, ya se mencionó que la intensidad de la violencia física varía. En ocasiones
se reporta de manera general cualquier acto de esta índole; en otros estudios se distingue
entre violencia leve o moderada (empujones, cachetadas, pellizcos, puntapiés, jalones de
cabellos, etc.), grave (cuando deja una cicatriz permanente u ocasiona una lesión que re-
quiere atención hospitalaria) y extrema (que pone en peligro la vida).

Respecto a la violencia psicológica, el espectro es mucho más amplio y no siempre se


mencionan las acciones concretas que se tomaron en cuenta. En general se alude a
comportamientos que generan sentimientos de humillación, que hacen que la víctima se
sienta ofendida o insultada. Los estudios que incluyen resultados sobre violencia sexual por
lo regular se refieren únicamente a la violación, entendida como la cópula realizada en
contra de la voluntad de la mujer, y dejan fuera otras manifestaciones de violencia sexual,
tales como el abuso sexual y el hostigamiento.

Asimismo, hay que advertir que la gran mayoría de los datos contenidos en este capítulo se
refieren a la violencia contra mujeres en edad reproductiva maltratadas por la pareja, en
menor proporción, contra los menores. Si bien hay otras víctimas de la violencia familiar,
como los ancianos y los discapacitados, su especificidad no se registra en muchos análisis.
Al igual que con los menores, quienes tendrían que proporcionar esa información (la
persona que responde la entrevista, contesta el cuestionario o atiende el teléfono) suelen
ser precisamente los ejecutores del maltrato. Niños, ancianos y discapacitados tampoco
pueden asistir por sus propios medios a los

138
La Violencia en Casa
[185]
centros de apoyo. No obstante, cada vez existe mayor conciencia del maltrato que padecen
y seguramente en los próximos años se dispondrá de información con fiable y abundante,
como la que ahora existe acerca de la violencia contra las mujeres.

AMÉRICA

AMÉRICA DEL NORTE

Estados Unidos es el país del continente americano donde los más sistemáticos estudios
sobre diversas formas de violencia en la familia se han llevado a cabo. Varias
investigaciones realizadas en ese país reportan índices de maltrato físico que fluctuaron
entre 28 y 31% de 1975 a 1985. Respecto a la violencia ocurrida durante el año inmediato
anterior a estos resultados, una encuesta telefónica que se llevó a cabo con una muestra
nacional señaló un índice de 11.3% [véase M. Straus y R. Gelles, «Societal change and
change in family violence...»]. Es interesante comparar este dato con las cifras obtenidas en
estudios con la población rural o semiurbana. Por ejemplo, en el estado de Texas, una
investigación efectuada específicamente en comunidades con menos de 50000 habitantes
casi duplica el porcentaje citado y reporta que 22 de cada cien mujeres sufrieron maltrato
físico en el periodo señalado [véase R. Teske y M. Parker, Spouse abuse in Texas].

Otros estudios, en contextos más reducidos, aportan datos aún más sorprendentes. Un
estudio efectuado con una muestra de cien mujeres indicó que absolutamente todas habían
sufrido, en algún momento de su vida conyugal, alguna forma de violencia. Aunque las
afirmaciones totalizadoras deben tomarse con cautela, ya que pueden ser resultado de una
definición muy amplia de violencia, el mismo estudio proporciona datos que resultan
contundentes: 59 mujeres habían sufrido ataques con puntapiés, 26 reportaron fracturas de
nariz o costillas y ocho más se fracturaron dedos, brazos o mandíbulas; otras 17 refirieron
haber sido atacadas con un instrumento afilado (botellas, navajas, cuchillas de afeitar) y 19
más sufrie-
[186]
ron intentos de estrangulamiento. Estos ejemplos hablan por sí solos. A diferencia de las
investigaciones anteriores, aquí se reporta la violencia que las mujeres han sufrido a lo
largo de su vida conyugal y no únicamente los incidentes que ocurrieron en el año
inmediato anterior a la entrevista. Por ello los porcentajes aumentan considerablemente.

Un aspecto importante para el análisis, que empezó a estudiarse con más frecuencia y rigor
a partir de la década de 1990, es la violencia que sufren mujeres embarazadas. De hecho,
139
La Violencia en Casa
algunas víctimas refieren que el primer episodio de maltrato físico ocurrió durante el
embarazo o incluso en el mismo momento en que el esposo se enteró de que la mujer
estaba encinta. Algunos autores han formulado la hipótesis de que el móvil podría ser la
envidia por ser ella la embarazada, la que alberga una nueva vida y va sintiendo en su
propio cuerpo el crecimiento del futuro bebé. Otros autores sugieren los celos como
explicación del maltrato. Es difícil comprobar estos supuestos, entre otras razones porque
muy pocos hombres exploran estas em0ciones y mucho menos se atreven a verbalizarlas.
Por otra parte, en sociedades donde uno de los componentes de la construcción de la
masculinidad es el desprecio por lo femenino, la envidia por esa capacidad femenina de
gestar es muy mal vista, incluso condenada, porque confronta lo que en ese contexto debe
ser un «verdadero hombre».

En Estados Unidos varias investigaciones coinciden en señalar que 8% de las mujeres


embarazadas sufren algún tipo de violencia física durante la preñez; al inquirir a esas
mimas mujeres sobre experiencias de maltrato anteriores al embarazo, el porcentaje
aumenta a 15%. Este resultado indica que así como algunas mujeres comienzan a ser
golpeadas con el embarazo, a otras dejan de golpeadas en esa misma etapa [véase A.
Helton y otros, «Battered and pregnant»].

Otros estudios realizados con mujeres que acuden a consulta prenatal muestran que la
violencia física dirigida a adolescentes embarazadas es sensiblemente mayor que la ejerci-
da contra mujeres adultas; los porcentajes son 22 y 16, respectivamente. Hay que señalar
además que aproximadamente 60% de las mujeres violentadas afirmaron haber sufri-
[187]
do más de un episodio de maltrato [véase J. McFarlane y otros, «Assessing for abuse
during pregnancy»].

Sobre esta misma variante, un estudio realizado en hospitales públicos y privados en el


estado de Texas reportó que 12.5% de las mujeres que habían sufrido violencia durante el
embarazo tuvieron hijos de bajo peso al nacer, en contraste con 6.6% de mujeres no
golpeadas [véase L. Bullock y J. McFarlane, «The birth weight / battering connection»]. Más
adelante se comentarán algunos resultados similares obtenidos en otros países.

En Canadá la situación no es más esperanzadora. De acuerdo con una encuesta que


incluyó a 402 mujeres de entre 18 y 64 años de edad residentes en Toronto, poco más de la
cuarta parte (27%) habían sufrido alguna vez violencia física a manos de su pareja (esposo,
compañero, novio o amante). De ellas, más de un tercio refirieron haber temido que el
agresor llegara a matarlas [véase L. Haskell y M. Randall, The women's safety project]. Este

140
La Violencia en Casa
temor de ninguna manera puede considerarse infundado. La información sobre homicidios
en ese país revela que 60% del total de víctimas femeninas fueron asesinadas en el
entorno familiar y el homicida es, por lo general, el cónyuge.

Otra investigación en Alberta reveló que 11.2% de las mujeres entrevistadas, cara a cara o
por teléfono; habían sufrido maltrato físico durante el año anterior. Un estudio similar,
también en Canadá pero con la modalidad de que los cuestionarios fueron enviados por
correo, reportó un porcentaje superior, que llegó casi a 18 puntos [véase L. Heise, J.
Pitanguy y A. Germain, Violence against women]. Por último, una encuesta con 12 300
mujeres mayores de 18 años, que formaban una muestra representativa de ese país, reveló
que 29% de las mujeres alguna vez unidas o casadas habían sido objeto de la violencia
física de la pareja. El porcentaje de víctimas que resintieron ,el maltrato más de una vez fue
15%, 32% lo sufrieron más de once veces y en 45% de estos casos el resultado fue una
lesión que requirió atención médica [véase Statistics Canada, «The violence against women
survey»].

[188]
Como puede verse, los estudios son de diversa índole y tienen también alcances diferentes.
En realidad son muy escasas las encuestas nacionales, y las muestras de los estudios
específicos no siempre son representativas. Aun así, los datos son constantes: reflejan la
indudable presencia de la violencia en contextos urbanos, semiurbanos y rurales. Además,
las variaciones en los porcentajes no son significativas. En Estados Unidos se calcula que
29% de las mujeres han sufrido maltrato en su relación conyugal alguna vez y en Canadá la
cifra es de 27%. Las diferencias aparecen sólo en las particularidades: frecuencia y
brutalidad de los golpes, y violencia durante el embarazo, por ejemplo. Por otra parte,
también es necesario destacar que en Estados Unidos y Canadá ha sido posible realizar
investigaciones puntuales y sistemáticas porque en esos países existen los recursos
necesarios para llevar a cabo esa tarea, así como para ofrecer algún tipo de apoyo a las
víctimas. Hay dinero para sufragar los gastos que implican las encuestas y posibilidades de
contratar especialistas para el levantamiento y el análisis de los datos. También se cuenta
con equipos adecuados para cubrir satisfactoriamente cada una de las etapas de los
diferentes estudios. Además, existen servicios concretos para las víctimas: orientación y
asesoría, atención médica y legal, psicoterapia, albergues temporales y líneas de
emergencia, entre otros.

En otros lugares las condiciones materiales y sociales no son tan buenas. En muchos
lugares de África, América Latina y el sur de Asia, sobre todo en zonas rurales, el teléfono y
el correo, por ejemplo, no existen o no son confiables. A veces entre una vivienda y otra hay

141
La Violencia en Casa
que recorrer una distancia de varios kilómetros. Todo esto dificulta la realización de en-
cuestas y otras actividades de investigación. Aun así, con los recursos disponibles de cada
país se han realizado esfuerzos para conocer la magnitud del problema. Los datos sobre
México que aparecen a continuación provienen tanto de centros estatales como de
organizaciones sociales.

Uno de los primeros estudios se llevó a cabo en una zona marginal aledaña a la ciudad de
México en 1987. Sus resultados indican que 33% de las mujeres entrevistadas habían vivi

[189]
do una relación violenta. De ellas, 75% recibieron maltrato de su cónyuge y el resto
sufrieron violencia por parte de otro familiar. Del total de mujeres maltratadas por el esposo,
31% habían sufrido violencia física, 57% psicológica y 16% sexual [véase E. Shrader y R.
Valdez, «Características y análisis de la violencia doméstica en México»].

Otros hallazgos interesantes de ese trabajo se refieren a la combinación de las


modalidades de la violencia, a las partes del cuerpo golpeadas con mayor frecuencia y a los
intentos de las mujeres por salir de la relación. Así, 30% de las mujeres indicaron que el
marido, además de golpearlas, las había obligado a tener relaciones sexuales contra su
voluntad. En todos los casos se registró también violencia verbal. Por otra parte, 70% de las
mujeres golpeadas refirieron haber recibido golpes en la cabeza, 19% en el abdomen y
20% en el vientre durante un embarazo. Finalmente, en ese sector popular fue posible
comprobar que la mayoría de las mujeres agredidas habían intentado frenar la violencia o
salirse de la relación. Casi 70% se defendieron durante el ataque, con las manos o con
utensilios caseros. Tres de cada cuatro trataron de terminar la relación y de ellas 30% lo
lograron, en general, abandonando el hogar. Sin embargo, esta y otras investigaciones
revelan que el hecho de que la mujer se vaya de la casa no es por sí sola una solución. De
hecho, muchas de ellas se ven obligadas a regresar para estar con sus hijos, o porque no
hay condiciones de seguridad que les permitan tomar una decisión definitiva y llevarla a
cabo. Por ejemplo, no hay albergues temporales para las mujeres maltratadas y para sus
hijos, o si los hay son insuficientes.

Una encuesta realizada en Guadalajara (segunda ciudad en importancia de México) y sus


alrededores reporta que 57% de las mujeres urbanas y 44% de las rurales habían sufrido
alguna forma de violencia. El principal ejecutor era el marido o el compañero. En esa misma
zona, 56% de las mujeres entrevistadas expresaron haber sido violentadas en algún
momento de su vida; 43% refirieron haber sufrido maltrato en su relación de pareja y 34%
durante el año anterior [véase J. C. Ramírez y G. Uribe, «Mujer y violencia»)].

142
La Violencia en Casa

[190]
En relación con los datos de los servicios gubernamentales, de inmediato se advierte una
creciente demanda. El primer espacio, el Centro de Atención de Violencia Familiar (CAVI),
empezó a funcionar en la ciudad de México en octubre de 1990. El número de personas
atendidas ha aumentado en forma paulatina pero constante. Desde su creación hasta junio
de 1997 había recibido alrededor de 60,000 solicitudes de atención en las diversas áreas de
servicio: asesoría legal, apoyo psicológico y trabajo social. A partir de esta última fecha, el
número de personas atendidas ha sido de aproximadamente 20,000 al año, 85% de ellas
mujeres o niñas.

Otros espacios oficiales, también en la capital del país, son las Unidades de Atención a la
Violencia Familiar, ubicadas en diferentes zonas de la ciudad de México. En conjunto, se
atendió a 4,200 personas durante el primer año de funcionamiento. De la gente atendida, el
porcentaje de mujeres es 94%, cifra superior a la del CAVI. Todas ellas refirieron haber
sufrido algún tipo de violencia por parte del marido o del compañero.

En lo que respecta al maltrato a menores es todavía más difícil obtener información


confiable. En general no se presentan en los centros de atención, por las razones ya
comentadas. Los datos disponibles provienen de instancias de salud, adonde llegan los
menores a consecuencia de un episodio de violencia física grave o de violencia sexual, y,
en menor medida, de los espacios de procuración de justicia y las organizaciones no
gubernamentales. De acuerdo con datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos,
en un lapso de dos años se registraron poco menos de 25,000 casos de violencia contra
menores; de ese total, aproximadamente un tercio correspondían a violencia sexual.

El Hospital Infantil de México reporta que más de la mitad de los casos de maltrato a
menores ahí atendidos (55%) terminan con la muerte de la víctima, lo que da una idea de la
brutalidad de la violencia ejercida. Esa estadística también revela otros datos interesantes.
El porcentaje de niñas maltratadas es sólo ligeramente superior al de los varones: 51.6%,
contra 48.4%. Otro dato se refiere al parentesco de la persona

[191]
que ejerce la violencia: la madre golpea, incluso salvajemente, en una proporción
notoriamente mayor que el padre. Casi la mitad de los menores atendidos en este hospital
fueron maltratados por la madre (48.7%), en comparación con 24% que fueron maltratados
por el padre. Otros agresores son los padrastros o las madrastras, los abuelos, los tíos, los
hermanos y los vecinos.

143
La Violencia en Casa

Otras fuentes de información del sector de bienestar social, como los programas de
atención a la familia, confirman que las madres maltratan con mayor frecuencia que los
padres, pero la fluctuación de las cifras es menor que la reportada por el hospital: 39% y
31%, respectivamente, seguidos de un 11% que corresponde a ambos progenitores. La
proporción de niñas y niños agredidos se invierte; de esta manera, en los espacios de
atención y prevención, que no reciben casos de violencia física tan seria como los
hospitales, 60% son hombres y 40% mujeres. Casi la mitad del total tienen entre tres y
nueve años.

En lo que toca a la violencia sexual, datos recabados en diferentes centros de atención


entre 1995 Y 2000 revelan que 370/0 de las violaciones se producen en el seno del hogar.
Una de cada diez víctimas es menor de cinco años; 13.2% tienen entre seis y diez años y
otro 13.2% tienen entre once y quince. El agresor, en todos los casos mencionados, tiene
una relación de parentesco con la víctima, sea el padre, el hermano, el tío o el primo. En los
casos de abuso sexual (es decir, cuando no hay penetración), el porcentaje de los ocurridos
dentro de la familia es casi el doble que el de violaciones (70%), según información de los
centros gubernamentales y las organizaciones civiles [véase G. González y otros, El
maltrato y el abuso sexual a menores].

A veces la violencia hacia los menores empieza desde que son bebés. Uno de los casos
atendidos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos en sus primeros años fue el de
una bebé de once meses a la que el padre le fracturó la pelvis intencionalmente. Esto se
supo algún tiempo después, gracias a los peritajes médicos, porque el agresor, al llevar a
su hija al hospital, dijo que la pequeña se había caído; durante las horas de visita, cuando
se quedaba a solas con la niña en el

[192]
cuarto del hospital, seguía causándole daño. Posteriormente se quejó de negligencia
médica; entonces se requirieron los dictámenes y la verdad salió a la luz.

También es frecuente la violación contra menores de tres años. Las cifras sobre la muerte
de menores a consecuencia del maltrato tienen que confrontarse con el alto índice de
violencia sexual, que es de un tercio de los menores atendidos en ese mismo hospital.
Ciertamente no es posible establecer con los datos disponibles un paralelismo exacto, pero
sí se sabe que la violación puede llegar a ocasionar la muerte del infante o del bebé y que
el abuso sexual a menudo va acompañado de violencia física extrema.

144
La Violencia en Casa
En algunos estudios se sostiene que la violencia puede iniciar su escalada incluso antes del
nacimiento, en alusión a los golpes recibidos dentro del vientre materno, aunque se debe
tener en cuenta que cuando esto pasa el feto no es el objeto del maltrato, sino la mujer, que
a fin de cuentas es quien recibe directamente los golpes. Esto no obsta para que tales
episodios produzcan graves consecuencias en el desarrollo posterior de los niños, tal como
revelan algunos estudios.

Sobre la violencia durante el embarazo, un trabajo pionero realizado en el Hospital Civil de


Cuernavaca (Morelos) reveló que una de cada tres embarazadas había sufrido violencia por
parte de su pareja. En 9% de los casos el primer episodio se presentó durante el embarazo;
en una proporción menor pero significativa (5.4%), el inicio del maltrato fue en el momento
en que el marido o compañero se enteró de que la mujer estaba encinta. Sin embargo, la
mayoría de estas mujeres habían sido golpeadas ya desde antes de embarazarse.
Anotemos además que 3% de las entrevistadas habían quedado embarazadas a
consecuencia de una violación [véase R. Valdez y L. H. Sanín, «La violencia doméstica
durante el embarazo...»]. Otro hallazgo de esta investigación fue que los hijos de las
mujeres que fueron agredidas cuando estaban embarazadas corrían un riesgo de tener bajo
peso al nacer dos veces mayor que los de las no violentadas; los aquí estudiados pesaron
en promedio medio kilo menos. Estos niños, además, tenían una probabilidad cuarenta
veces mayor de morir en el primer año de vida.

[193]

Todo esto indica con claridad que el riesgo de sufrir violencia no disminuye con el
embarazo; es más, en algunos casos incluso parece aumentar, con gravísimas
consecuencias para los bebés.

A pesar de que Canadá, Estados Unidos y México son países muy distintos por su cultura,
su historia, su idioma, su extensión territorial, su grado de desarrollo económico, su sistema
político, etc., comparten la dolorosa experiencia de la violencia en casa. La magnitud del
fenómeno es muy similar en los tres países. En el resto del continente la situación no es
muy diferente.

AMÉRICA CENTRAL

Nicaragua es uno de los países donde se reportan los más altos índices de violencia
durante la unión conyugal: la cifra es 52%, es decir, la mitad de las mujeres casadas o en
unión libre han sido víctimas de maltrato por lo menos en una ocasión [véase A. Morrison y
145
La Violencia en Casa
M. B. Orlando, El impacto socioeconómico de la violencia doméstica... ]. Otro dato
interesante es que una de cada cinco mujeres sufrió violencia en el año inmediato anterior a
la investigación.

Estos porcentajes no se refieren únicamente a las mujeres golpeadas, sino que contemplan
la violencia psicológica y la sexual. Así, 28% del total señalaron que habían sufrido violencia
física aguda, una proporción ligeramente superior (30%) refirieron violencia física leve o
moderada, y casi una de cada cinco (18%) fue objeto de violencia sexual.

Como se ha señalado, estas formas de violencia no son excluyentes. Una mujer puede
sufrir violencia física grave y moderada en distintas ocasiones o en un mismo episodio;
también puede ser objeto de violencia psicológica, física y sexual a la vez. El porcentaje de
quienes únicamente han padecido violencia psicológica no aparece en el estudio que se
comenta: sólo se registra el total por lo que se desconocen las combinaciones exactas.

[194]
Otra investigación más específica realizada en Nicaragua ha permitido comprobar la
relación entre la violencia física hacia mujeres embarazadas y el bajo peso del producto
[véase M. E. Valladares, «Recién nacidos de bajo peso...»]. Los datos que arroja son
similares a los de México y Estados Unidos.

En Guatemala, una encuesta con mil mujeres seleccionadas de manera aleatoria reveló
que casi la mitad habían sufrido maltrato físico, emocional o sexual en su vida adulta. De
ellas, 70% (más de un tercio del total) señalaron que el abuso había provenido del esposo o
del compañero [véase D. Castillo y otros, Violencia hacia la mujer en Guatemala].

En Panamá, el Ministerio de la Juventud, la Niñez, la Mujer y la Familia ha declarado que


según sus estadísticas 71% de las mujeres que denuncian una violación tienen entre diez y
catorce años. En 60% de esos casos los agresores son parientes cercanos de las víctimas.
Este dato se refiere a una de las variantes del maltrato en la familia, que es la violencia
sexual dirigida en contra de niñas y adolescentes. Como se expuso en un capítulo anterior,
las niñas son mucho más susceptibles de sufrir abuso sexual y violaciones dentro y fuera
de la casa que los niños.

En lo que concierne a los estudios sobre la violencia sexual es importante considerar que
entre las dificultades para recabar información está el reducido número de denuncias
legales.

146
La Violencia en Casa
Las cifras comentadas indican que el abuso sexual contra menores se denuncia más que el
que se comete contra mujeres adultas, por no hablar del que sufren las ancianas. Se
conoce más el primero, pero eso no necesariamente significa que ocurra en mayor
proporción.

Para terminar la exposición sobre Centroamérica, en Costa Rica 56% de las mujeres
entrevistadas en una clínica infantil adonde habían acudido por sus hijos declararon haber
sufrido violencia física [véase G. Batres y C. Claramount (comps.), La violencia contra la
mujer...]. La cifra es altísima: más de la mitad de las mujeres habían sido golpeadas. Sin
embargo, no se sabe gran cosa de esa población, en la que tal vez se presente más
violencia que en otras. Tampoco se cono-
[195]
ce la forma en que se seleccionó a las mujeres entrevistadas ni la pregunta precisa; por
ejemplo, si ésta se refirió únicamente a la violencia perpetrada por el compañero íntimo o si
incluyó experiencias de maltrato en la familia de origen, de violencia cometida por extraños,
etc. No obstante, aun con todas las previsiones posibles y suponiendo que el interrogatorio
haya sido de lo más extenso, no deja de ser un porcentaje escandaloso.

El Banco Mundial y el Fondo de Desarrollo de Naciones Unidas para la Mujer (UNIFEM)


han calculado que una de cada cuatro mujeres en el mundo ha sufrido una violación. A esta
cifra hay que añadir las agresiones sexuales que se producen en el lecho conyugal y que
en ocasiones ni las propias mujeres perciben como tales, pues dan por sentado que la rela-
ción sexual es un derecho de los maridos y una obligación de ellas. El hecho de que una
violación conyugal no sea percibida com0 tal no le quita la carga de violencia que en verdad
tiene.

A lo largo de estas páginas se ha insistido en la conveniencia de tomar las cifras con cierta
cautela, bien sea porque no se trata de encuestas nacionales, porque las muestras no son
representativas, porque no son explícitos los mecanismos de selección o porque falta
especificidad en el tipo de violencia que reportan. Aun así, lo elevado de las cifras y la
diversidad de los análisis exponen la magnitud de un problema que rebasa cualquier intento
por considerado leve o restringido.

Lo que se observa en los países centroamericanos aquí analizados es un índice de


violencia superior a 50% junto con una alta proporción de violencia sexual contra
adolescentes.

Si la mitad de la población femenina ha sufrido maltrato doméstico, sin tomar en cuenta a

147
La Violencia en Casa
las adolescentes violadas, el porcentaje es considerablemente más alto que en
Norteamérica, pero hay que recordar que en los estudios comentados sobre esa región no
se incluía la violencia psicológica. Si sólo se considera el índice de violencia física de
Nicaragua (30% y 28% de maltrato leve y grave, respectivamente), resulta equiparable al de
Canadá, Estados Unidos y México.
[196]
En Sudamérica también se han realizado múltiples estudios sobre el tema, con diversos
enfoques. Antes de exponer los resultados de las investigaciones, cabe hacer un breve
comentario sobre la forma en que se percibe a las mujeres en el imaginario social y cómo
se refleja la violencia, por ejemplo, en los juegos infantiles. Apréciese el elocuente canto
que entonan las niñas de la región andina para acompañar un juego de palmadas: «Chico
Perico mató a su mujer / la hizo tamales, se puso a vender / y no la quisieron porque era
mujer». La cancioncilla habla por sí sola. La vigencia de su estribillo da una idea de la
tolerancia social hacia la violencia contra las mujeres, que puede llegar incluso a su
condonación. No sorprenden entonces las dificultades que tienen que enfrentar las mujeres
para salir de una relación violenta, ni los prejuicios del personal de los espacios de salud y
de las autoridades judiciales. Más adelante, en el sexto capítulo, se aborda el tema de las
respuestas institucionales y las posibles soluciones al problema de la violencia familiar.
Volvamos a los datos.

En Chile se llevó a cabo la misma encuesta que comentamos sobre Nicaragua, y los
resultados señalan un índice menor en el país sureño: de las mujeres chilenas de entre
quince y 49 años que vivían en pareja (características generales de la muestra), 40%
habían sufrido algún tipo de violencia durante el último año. Este nuevo universo puede
subdividirse de la siguiente manera: 12.1% padecieron violencia física aguda, 20% refirieron
maltrato leve o moderado, 10% sufrieron violencia sexual y casi un tercio, violencia
psicológica [véase A. Morrison y M. B. Orlando, El impacto socioecon6mico...]. Un estudio
anterior señalaba que casi 60% habían experimentado algún tipo de violencia en el entorno
familiar y que una de cada cuatro mujeres había padecido violencia física aguda [véase S.
Larraín, Estudios de frecuencia...]. Del total de mujeres maltratadas, 70% (que representa
42% de toda la muestra) habían sufrido violencia más de una vez en el año. Este último
dato también es muy superior al de Estados Unidos y Canadá, que fue ligeramente inferior
a 20% del total de mu-
[197]
jeres entrevistadas. De acuerdo con este estudio, las mujeres chilenas son golpeadas más
veces por un mismo agresor.

Respecto a las estadísticas de crímenes y delitos en Chile poco más de una cuarta parte se

148
La Violencia en Casa
cometen contra mujeres. De este total, 71% es resultado de la violencia del marido.

En Argentina se estima que 40% de las mujeres casadas o en unión libre sufren algún tipo
de violencia por parte de la pareja. Este cálculo se basa principalmente en la demanda que
han tenido los servicios de atención a víctimas de violencia familiar, los cuales reciben una
llamada de auxilio cada veinte minutos. 40% de esos telefonemas son emergencias.

En Colombia, la Encuesta Nacional de Demografía y Salud, que incluyó a 3,272 mujeres


urbanas y a 2,118 mujeres rurales, arrojó los siguientes datos: una de cada cinco había
sufrido maltrato físico, una de cada tres había padecido violencia psicológica y una de cada
diez había sido violada por el esposo o por el compañero. En los espacios de salud se
reporta que 20% de los casos de lesiones corporales que ameritan atención hospitalaria
fueron producidos por el cónyuge. De ellos, en 94% de los casos la esposa había sido la
víctima [véase Profamilia, Encuesta Nacional de Demografía y Salud].

En Ecuador las condiciones no son muy distintas. Una investigación realizada en barrios de
extrema pobreza revela que tres de cada cinco mujeres han sido golpeadas por sus parejas
[véase G. León (comp.), ¿Dónde empieza mi universo?].

En Perú y Brasil se ha señalado de manera recurrente que la mayoría de los episodios de


violencia en el hogar no se denuncian ante las autoridades. Se estima que, al igual que en
otros lugares de Sudamérica, entre 25% y 50% de las mujeres han sido objeto de maltrato
físico por parte de su pareja o ex pareja. También son altos los porcentajes de mujeres
asesinadas por sus cónyuges, los que fluctúan entre 45% y 60% [véase A. Ayala, «Más allá
de las convenciones»].

En Guyana, un estudio de 1989 reveló que dos de cada tres mujeres en unión conyugal
habían sido golpeadas al menos una vez por sus compañeros. De ellas, un tercio eran gol-
peadas regularmente.
[198]
En Surinam, un estudio piloto de 1993 indica que una de cada tres mujeres ha
experimentado violencia [véase G. Acosta, «Los derechos humanos de las mujeres...»].

Para concluir el apartado sobre el continente americano revisaremos algunos datos del
Caribe.

149
La Violencia en Casa
EL CARIBE

Ejemplifiquemos la situación de las mujeres maltratadas en el Caribe con datos de Jamaica,


Trinidad y Tobago, Antigua y Barbados. En Jamaica se cuenta con información de procesos
judiciales y se sabe que casi uno de cada seis divorcios tuvo como causal la crueldad, que
abarca la violencia física y la psicológica, aunque esta última no siempre puede
demostrarse en el terreno legal. Paralelamente, una cuarta parte de todas las mujeres
divorciadas (independientemente de la causal) se quejaron, en alguna etapa del
procedimiento legal, de haber sufrido violencia por parte del marido.

En Trinidad y Tobago, en un lapso de poco menos de dos años y medio, 8,297 mujeres
solicitaron órdenes de protección para evitar la violencia de sus maridos o compañeros
[véase G. Acosta, «Los derechos humanos de las mujeres...»]. Para tener una idea de lo
que esto implica hay que tener presente que la población total de la isla en 1995 era de
1’300,000 habitantes, de los cuales 650,000 eran mujeres.

En Antigua y Barbados, por otra parte, 30% de las mujeres adultas sufren maltrato.
También vale la pena mencionar que la mitad de las personas entrevistadas, hombres y
mujeres, señalaron que sus madres habían sido golpeadas [véase P. Handwerker, «Gender
power differences between paren ts»].

En síntesis, la realidad que viven las mujeres en relación con la violencia es muy similar en
todo el continente. Países con grados de desarrollo económico tan diversos como Estados
Unidos, Jamaica, Chile y Nicaragua reportan índices de maltrato muy semejantes.
[199]
En los siguientes apartados se exponen las estadísticas y los resultados de las
investigaciones en otros lugares del planeta, empezando por el viejo continente.

EUROPA

Gran Bretaña es uno de los países pioneros en la investigación sobre violencia doméstica y
en la atención a víctimas. Las estadísticas de criminalidad en Inglaterra y Gales de fines del
siglo XIX y principios del XX, concretamente entre 1885 y 1905, revelan que de 487
homicidios cometidos, 124 correspondieron a mujeres asesinadas por sus maridos y 115
más a mujeres asesinadas por sus amantes o amigos [véase R. Dobash y R. Emerson
Dobash, Violence against wives in Scotland].

Casi cien años después, una investigación realizada en 1983 señala que en uno de cada
150
La Violencia en Casa
tres matrimonios existe violencia del marido hacia la mujer. Tres años antes, el Primer
Informe de la Encuesta sobre Criminalidad en Gran Bretaña había señalado que 10% de
todas las víctimas eran mujeres agredidas por sus esposos, amantes o ex amantes.

En dos ciudades escocesas el porcentaje era notoriamente lnayor. Las agresiones a las
esposas eran el segundo delito y conformaban 25% de los crímenes registrados [véase R.
Dobash y otros, «The myth of sexual symmetry...»].

Por otra parte, una investigación realizada a principios de los años ochenta, con usuarias de
los centros de refugio para víctimas de maltrato doméstico, indicó que 73% de las mujeres
habían sufrido violencia durante más de tres años y que 30% habían sufrido lesiones de tal
gravedad que su vida había estado en peligro o al menos habían tenido que hospitalizarse
[véase J. Pahl (comp.), Private violence and public policy].

Los datos mencionados hasta ahora, referidos a poblaciones específicas, nos permiten
conocer la gravedad de la violencia contra las mujeres (la intensidad del maltrato y la
frecuencia), así como los casos extremos de muerte. Sin embargo, no proporcionan datos
generales ni dan cuenta de la situación de las mujeres en contextos más amplios, porque
provienen de
[200]
instituciones dedicadas a atender casos de violencia, sea en relación con la seguridad y la
protección de las víctimas, como los albergues, o bien instituciones relacionadas con la
persecución y el castigo a los agresores en los casos de muerte.

Al inicio de este apartado se afim1ó que Gran Bretaña ha estado a la vanguardia en la


atención a víctimas de la violencia familiar. Para ilustrar esta aseveración basta señalar que
en 1977 había 200 refugios en Inglaterra y Gales, los que en su primer año de operación
proporcionaron alojamiento a 11,400 mujeres [véase J. Pahl (comp.), Prívate violence and
public poliry]. Si se recuerda, por ejemplo, que el primer albergue en México se estableció a
fines de la década de 1 980 Y que además era muy reducido, se pueden advertir las
diferencias en el tratamiento del problema.

En Bélgica, una encuesta con 956 mujeres de entre treinta y cuarenta años de 62 distintas
municipalidades reveló que 3% habían sufrido violencia grave (intento de estrangulamiento
o heridas con arma de fuego), 13% se ubicaban en un rango menos grave y otro 25%
habían padecido violencia física leve (cachetadas o golpes con las manos) [véase L. Heise,
J. Pitanguy y A. Germain, Violence against women].

151
La Violencia en Casa
En Holanda, un estudio similar con 1 O 16 mujeres de entre veinte y sesenta años reportó
que una de cada cinco entrevistadas había sufrido violencia física en su matrimonio. De
ellas, la mitad había experimentado violencia seria y reiterada [véase R. Romkens, Violence
in heterosexual relationships].

En Noruega los resultados no son muy distintos. De 150 mujeres entrevistadas, una cuarta
parte refirieron haber sufrido violencia física por parte de su pareja [véase B. Schei y L.
Bakketeig, «Gynecological impact of sexual and physical abuse...» ].

Como puede verse, las cifras de estos tres países no sólo son muy similares entre sí, sino
que coinciden con las del continente americano. Pero ¿qué pasa al otro lado del mundo?

[201]
ASIA

Entre los países asiáticos, el que suele citarse en primer término cuando se aborda el tema
de la violencia es la India. Además del aborto selectivo ya mencionado, que se realiza casi
exclusivamente cuando se sabe que el feto es femenino, en diversas regiones de la India
siguen vigentes la costumbre de la dote y las reglas diferenciadas según el sexo para el
divorcio y casamientos posteriores. El padre de la novia entrega una cantidad de dinero al
futuro marido por concepto de dote; cuando ésta se acaba, aunque sea por despilfarro,
puede solicitar un monto extra, y así sucesivamente. Si la familia de ella se niega a seguir
aportando, una forma de presión es el maltrato, que continúa su escalada hasta concluir, en
no pocos casos, con el franco asesinato de la mujer.

El grupo defensor de los derechos humanos Amnistía Internacional ha documentado la


transgresión sistemática de los derechos de las mujeres indias, que en muchas ocasiones
se relaciona precisamente con los conflictos de dote señalados: si el padre no posee los
recursos suficientes para comprar, literalmente, la seguridad y la integridad física de su hija,
ésta queda a merced del marido, expuesta a muy variadas formas de violencia. Una forma
frecuente de homicidio consiste en prender fuego a la esposa y disfrazado de accidente
doméstico. Como en muchos lugares se sigue cocinando con fogón, y éste casi todo el
tiempo está prendido, los hombres arrojan a sus esposas a la lumbre y de esa manera
quedan viudos, libres para contraer un nuevo matrimonio y recibir así una nueva dote.

Una organización de mujeres, preocupada por hacer campañas para sensibilizar y prevenir
los asesinatos de las esposas, decidió ofrecer funciones de teatro itinerante, a primera vista
más efectivas que la distribución de panfletos. En la obra escenificada sólo hay dos

152
La Violencia en Casa
personajes, un simio y una simia. La pareja se encuentra en la cocina y de pronto empieza
a discutir por una minucia cotidiana, pero el pleito va subiendo de intensidad, a la vez que el
simio va acercándose al fuego. La simia está cada vez más asustada hasta que, entre
lágrimas y
[202]
sollozos, le pregunta si tiene la intención de matarla. «¿Cómo se te ocurre tal cosa?»,
pregunta a su vez el simio, «sólo los hombres son capaces de asesinar a sus compañeras.
Yo soy un simio. Por favor no me confundas. Vámonos respetando». La obra estaba
dirigida, como puede imaginarse, a espectadores de uno y otro sexo, pero no sabemos cuál
fue su efecto en el público, sobre todo porque en ese contexto social el maltrato a las
esposas es considerado una práctica aceptable.

En la provincia de Punjab, situada en el norte del país, 75% de los hombres pertenecientes
a castas inferiores que fueron entrevistados admitieron que golpeaban a sus esposas; el
porcentaje coincide con el de las mujeres de las mismas castas que refirieron ser víctimas
de maltrato físico frecuente. En pocas palabras, para los agresores no había nada que
esconder [véase S. Sood, Violence against women]. En cuanto a las castas superiores, no
se dispone de información y por lo tanto no es posible suponer correlación alguna entre la
frecuencia del maltrato o su aceptación social y la casta a la que se pertenece.

Otra investigación en la India, en la zona rural de Karnataka, revela que 22% de las mujeres
sufren abuso físico a manos del marido; de ellas, 12% refirieron haber sido golpeadas
durante el mes anterior un promedio de 2.6 veces [véase V Rao y F. Bloch, Wifebeating, its
causes and its implication...].

Muy cerca de la India, en Bangladesh, 170 mujeres fueron asesinadas entre 1983 y 1985.
La mitad de esos homicidios ocurrieron dentro de la familia. Igualmente, las mujeres están
expuestas a otras expresiones de la violencia callejera; ya se ha hablado, por ejemplo, del
hostigamiento sexual, que no es una práctica privativa de una cultura o país determinado.
Además, en Bangladesh es una costumbre cada vez más común lanzar ácido al rostro de
las mujeres, con el propósito de dejarles cicatrices permanentes. En Ghana, país africano,
se ha reportado la misma violencia. Los agresores, en todos los casos, son hombres
conocidos de las víctimas: el ex esposo, el ex novio o un hermano. La intención de
desfigurar el rostro es evitar que otros hombres se relacionen con ellas. La lógica
subyacente es: «Si yo no puedo tenerte, nadie puede». Entre
[203]
hermanas y hermanos, el vínculo consanguíneo se expresa como una relación de
propiedad.

153
La Violencia en Casa

En Camboya, por su parte, se reporta una de las tasas más bajas del mundo, ya que sólo
en 16% de las parejas unidas o casadas se registraba violencia.

En Corea, una investigación reveló que 37% de las parejas habían tenido un incidente de
violencia en el último año. Otros estudios señalan una proporción diferente: 42.2% de un
grupo de mujeres entrevistadas declararon haber sido golpeadas por el esposo y 14% del
total refirieron haber sufrido un ataque en el último año [véase L. Heise, J. Pitanguy yA.
Germain, Violence against women].

En Malasia los porcentajes son similares. Según datos de la Organización Mundial de la


Salud, dos de cada cinco mujeres fueron golpeadas por esposo en el año estudiado. Otro
dato interesante es que 15% de los adultos consideraron que el maltrato físico a la esposa
era una práctica aceptable.

Japón merece un comentario aparte. Es una de las grandes potencias económicas, de la


cual incluso se dice que disputa la hegemonía mundial, creadora de incontables
innovaciones tecnológicas, exportadora de turistas a los sitios más recónditos del orbe, con
una de las tasas de esperanza de vida más altas del mundo, con una sólida clase media
que asciende a casi 80% de la población, pero también con índices notables de violencia
familiar.

En una investigación que pretendía cubrir todas las prefecturas, 58.7% de las mujeres
entrevistadas refirieron abuso físico, 65.7% abuso emocional y 59.4% abuso sexual. Tan
altos porcentajes se explican, en parte, por la metodología utilizada en la investigación. Se
enviaron 4 675 cuestionarios y sólo 796 fueron devueltos, apenas la sexta parte. Los
resultados anotados provienen de ese 17% de cuestionarios devueltos, por lo que no
necesariamente son representativos. Se puede suponer que entre quienes no contestaron
también hay víctimas de violencia, pero no hay manera de saberlo con certeza. Sin embar-
go, aun suponiendo que ese 83% conformado por quienes no devolvieron el cuestionario
estuviera integrado en su totalidad por mujeres que nunca habían sufrido violencia, se
puede
[204]
calcular que 58.7% (relativo al maltrato físico) de 796 equivale a 467, es decir, 10% del total
conformado por los 4,675 cuestionarios. O sea que aun en un cálculo tan conservador y con
base en los pocos datos disponibles, resulta que por lo menos una de cada diez mujeres de
la muestra refiere haber sufrido violencia física. De las mujeres japonesas que devolvieron
el cuestionario, 44% señalaron haber padecido simultáneamente las tres formas de

154
La Violencia en Casa
violencia ya comentadas. De acuerdo con el mismo ejercicio que se hizo a propósito de la
violencia física, esta cifra equivale a 7.5% del total, que también resulta significativa [véase
Domestic Violence Research Group, «A study on violence. . .» ].

En Sri Lanka, una encuesta con 200 mujeres de sectores populares reveló una incidencia
notoriamente más alta que la de otros países del mundo, ya que tres de cada cinco
entrevistadas, es decir 60%, refirieron haber sido golpeadas por el esposo o por el
compañero. Del total de mujeres agredidas, poco más de la mitad dijeron que el maltratador
había usado armas [véase D. Sonali,An investigation into the incidence...].

Por último, en Kuwait, una pequeña encuesta en la que se entrevistó a 153 mujeres reveló
que una tercera parte de ellas había sufrido violencia marital. Por otro lado, en mayo de
2000 volvió a rechazarse la petición de las mujeres kuwaitíes de que se les reconociera el
derecho al sufragio, hecho que ilustra la nula representatividad de la mujer en ese país.

No hay muchas cifras sobre el cercano Oriente, en particular sobre los países árabes,
conocidos por la supervivencia de tradiciones milenarias que resultan particularmente
lesivas para las mujeres y donde éstas siguen peleando por derechos tan elementales
como la vida, la integridad física y la libertad de expresión y de decidir sobre sus vidas. Así
como al abordar la situación en Sudamérica se transcribió un fragmento de un canto infantil,
ahora vale la pena citar un proverbio árabe que ejemplifica la desconfianza hacia las
mujeres y los consejos a los maridos inexpertos: «Al llegar a casa dale una golpiza a tu
mujer; no importa si tú no sabes por qué: ella sí lo sabe».

La revisión de las cifras de los países orientales muestra también que, con índices
variables, la violencia en el hogar
[205]
dista mucho de ser una experiencia poco conocida o un caso de excepción. Veamos ahora
qué pasa en las grandes islas del Pacífico Sur.

OCEANÍA

En Australia, el país de mayor tamaño del continente, según la Oficina de Estadísticas e


Investigaciones Criminales de Nueva Gales del Sur, 42.5% de los homicidios aclarados
ocurrieron en el entorno familiar. La víctima, en poco más de la mitad de las ocasiones, fue
la esposa del asesino. Este dato ejemplifica de manera contundente que los hogares no son
precisamente espacios de tranquilidad y armonía. La cifra se refiere al lapso comprendido
entre 1968 Y 1981, lo que permite suponer que no se trata de una situación excepcional, de
155
La Violencia en Casa
una oleada de violencia o, para decido en términos más coloquiales, de una «mala racha».
Al parecer era una forma relativamente común de resolver disputas familiares. La realidad
australiana, al igual que la de países como la India, Estados Unidos y muchos otros,
confirma que la escalada de la violencia doméstica puede terminar con la muerte, sea de la
víctima, del agresor o de un tercero que interviene para conciliar los ánimos. En Nueva
Zelanda, 22.4% de las 3000 mujeres que respondieron un cuestionario enviado por correo
refirieron haber sufrido violencia física desde los 16 años. De ellas, 76% (es decir, 17% del
total) fueron golpeadas por su pareja. Esta última cifra, con todas las limitaciones que
pueda tener el instrumento utilizado y la selección de la muestra, ubica a Nueva Zelanda
con uno de los índices más bajos de violencia, equiparable al de Camboya. Un estudio
similar confirma este porcentaje de mujeres golpeadas y precisa que 58% de ellas sufrieron
dicho abuso físico más de tres veces. Esto parece indicar que a pesar de tener una
incidencia relativamente baja, se presentan características como la recurrencia, lo que im-
prime a la violencia doméstica un sello particular. Además,
[206]
hay que agregar que del total de mujeres maltratadas, una de cada cinco afirmó haber
sufrido violencia sexual.

Finalmente, en Papúa, Nueva Guinea, diversos estudios realizados con muestras


representativas en áreas populares urbanas y rurales reportan índices de 56% Y 67%,
respectivamente [véase S. Toft, Domestic violence in Papua...]. En las elites urbanas la
situación no es mejor para las mujeres: el índice de maltrato físico es 62%. En esta
investigación se entrevistó también a hombres, quienes admitieron haber golpeado a sus
esposas en la misma proporción en que ellas lo manifestaron. Esto recuerda la situación de
la India y Malasia, donde también existe cierta tolerancia social a la violencia dirigida a las
esposas y los hombres no se avergüenzan de reconocerlo.

En lo que respecta a Oceanía, se puede concluir que, reiterando la salvedad de que se trata
de información parcial y por lo tanto limitada, los índices de violencia son muy varia bles,
pero en todos los países seleccionados hay señales de que se presentan las diversas
modalidades del maltrato (físico, psicológico y sexual) y que éste tiene su propia dinámica
progresiva, muchas veces, como demuestra el ejemplo australiano, mortal.

AFRICA

Del llamado continente negro, lamentablemente no se dispone de tanta información como


sería deseable. Un aspecto brutal de la violencia contra niñas y adolescentes es la
mutilación genital. En más de veinte países africanos todavía se realiza la práctica de
156
La Violencia en Casa
extirpar el clítoris (clitoridectomía) y a veces también los labios menores y mayores
(infibulación) con la finalidad de privar a la mujer de todo placer erótico. Esta práctica es a
todas luces violenta, además de que ocasiona graves consecuencias para la salud física y
psicológica de las mujeres. En la actualidad hay más de noventa millones de africanas muti-
ladas [véase M. Lazreg, «Feminism and difference»]. Incluso en Egipto, cuyas condiciones
geográficas, históricas y sociales
[207]
lo hacen diferente de las culturas del sur del Sahara, más de 90% de las mujeres adultas
han sufrido esa mutilación. Aunque esta tradición podría ser identificada como una forma de
violencia cultural, se menciona aquí porque suele realizarse en el seno de la propia familia.
En muchas ocasiones son mujeres quienes realizan la operación.

Hay otras formas frecuentes de violencia perpetrada en el hogar. Por ejemplo, una
investigación realizada en Kenia con 733 mujeres reveló que 42% recibían con regularidad
golpes del esposo.

En 1998, la Red Mundial de Mujeres por los Derechos Reproductivos denunció el caso de
una mujer que luego de haber sido golpeada con frecuencia durante más de diez años de
matrimonio decidió acusar a su esposo. Ella tomó esa decisión inmediatamente después de
una golpiza que duró cinco horas y en la que también hubo amenazas de muerte. De
acuerdo con la ley vigente en ese país, el esposo fue acusado de «ataque ilícito», que es la
misma figura que se habría utilizado si la víctima hubiera sido una persona totalmente extra -
ña o ajena al grupo familiar.

Tradicionalmente, el maltrato a la esposa se acepta ahí sin cuestionamientos o, cuando mu-


cho, se acude al derecho basado en la costumbre y que nunca favorece a las mujeres. Sin
embargo, al formular una denuncia con base en la ley escrita, esta mujer ha puesto en claro
que la violencia del marido no debe avalarse como una costumbre ni tampoco debe
ignorarse. Pero su denuncia ha generado incomodidad y ha provocado comentarios y
actitudes de rechazo: a la denuncia misma, no a la golpiza que la originó. Esta valiente
mujer keniana ha tenido que enfrentar consecuencias tales como el enojo de las otras
mujeres de la comunidad. que no han reaccionado con la misma asertividad y enjundia, así
como el alejamiento de su propia familia, que le critica haber cuestionado el statu quo. Este
ejemplo demuestra que la violencia doméstica no se genera aisladamente en el hogar, sino
que está articulada con otras prácticas sociales contrarias a las mujeres y avaladas por la
cultura y las instituciones.

En otros países africanos las cosas no son muy diferentes. En Tanzania, de 300 mujeres

157
La Violencia en Casa
entrevistadas en tres distritos,
[208]
180, o sea 60%, refirieron haber sufrido abuso físico de parte de su esposo [véase L.
Sheikh-Hashim y A. Gabba, Violence against women. . .].

En Uganda, casi la mitad de las mujeres que respondieron una encuesta aplicada casa por
casa señalaron que el marido las había golpeado. Además, 7% expresaron que habían
sufrido maltrato físico a manos de otros miembros de la familia [véase Y Wakabi y H.
Mwesigye, Violence against women...].

Finalmente, en Zambia 40% de las mujeres reportaron violencia física y otro 40%, violencia
psicológica. Destaca que 17% consideraron que ambos tipos de violencia eran parte normal
del matrimonio [véase E. Phiri, Violence against women in Zambia].

Las mujeres africanas están mucho más expuestas que las de otros continentes a muy
variadas formas de violencia. Desde la infancia pueden advertirse notorias diferencias
derivadas de la mutilación genital; a veces la operación se realiza a los pocos meses de
nacidas, pero también es frecuente que se practique a niñas de ocho o nueve años, a
quienes tienen que sujetar con fuerza entre cuatro o cinco mujeres para lograr la
inmovilidad requerida. También llega a practicárseles a adolescentes de catorce o quince
años.

La violencia física contra las esposas es una práctica tan aceptada y difundida que
solamente por excepción llega a denunciarse, con las consecuencias ya señaladas. En
ninguno de los estudios revisados el índice de maltrato es inferior a 40%. Este dato habla
por sí solo.

Por último, hay que señalar que el trabajo de las organizaciones de mujeres enfrenta
múltiples dificultades, entre ellas el hecho de que los gobiernos no consideren la violencia
familiar como un problema digno de atención; es más, ni siquiera definen una golpiza a la
esposa como violencia. Las mujeres tienen muy pocas oportunidades de huir de la relación
violenta y encontrar un espacio de relativa seguridad.

[209]
MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS

Después de este largo recorrido por cifras, porcentajes y datos de distintas fuentes
informativas en países tan diversos como Canadá y Malasia. Bangladesh y Perú, Nueva
158
La Violencia en Casa
Zelanda y Kenia muy poco se puede agregar. Las cifras son de por sí elocuentes. La
violencia en la familia es un problema real. Existe, sin duda, y exige ser atendida.
Ciertamente, los datos se refieren sólo a algunos países y no a la totalidad lo que por otra
parte rebasaría con mucho las pretensiones de este capítulo y además no siempre hay
información disponible. Si bien no se trata de un análisis exhaustivo, tal como se señaló en
el primer apartado, sí se pueden anotar algunas conclusiones.

En primer lugar, de los países revisados en los cinco continentes, no hay uno solo donde no
se reporte violencia contra las esposas. Las tasas varían sensiblemente. desde Camboya y
Nueva Zelanda, con 16% Y 17% respectivamente hasta 52% de Nicaragua y 40% de los
países africanos. Hay diferencias en los porcentajes, pero en todos se registran índices
preocupantes de maltrato doméstico. A partir de los datos anteriores se puede contestar la
pregunta que da nombre a este capítulo: ¿se trata de un fenómeno universal? Sin duda
alguna, la violencia en la familia lo es. Está tan extendida que los índices más bajos revelan
que una de cada seis mujeres es golpeada por su pareja. ¿Qué tan grave será esta
problemática que cuando una sexta parte de la población femenina es golpeada el dato
resulta bajo en comparación con los otros? ¿Hasta qué punto las distintas sociedades han
asimilado la violencia en el hogar como algo natural, que porcentajes tan altos como los de
África y Centroamérica no se consideran un problema grave?

En segundo lugar. a pesar de que existen diferentes formas y grados hay algunos
elementos constantes en las relaciones de maltrato: la presencia de las modalidades de
violencia física, psicológica y sexual; la recurrencia del maltrato en el tiempo; el abuso físico
durante el embarazo. y la escalada de la violencia. El asesinato a la esposa puede
observarse tanto en Canadá como en Australia, tanto en Colombia como en la India o
Escocia.
[210]
Por último, los apoyos sociales e institucionales varían notoriamente. Si en Inglaterra y
Estados Unidos, por ejemplo, desde hace casi tres décadas existen refugios
especializados, en Kenia no hay siquiera legislación adecuada, y en muchos lugares el
maltrato goza de aceptación social.

En síntesis, ya hemos podido comprobar que la violencia es una realidad que traspasa
fronteras culturales y geográficas, grados de desarrollo económico y sistemas políticos. La
pregunta es por qué. ¿Por qué los hombres golpean e incluso llegan a matar a sus esposas
y compañeras? ¿Por qué los padres y las madres maltratan a sus hijos? ¿Qué
explicaciones se han dado a este fenómeno? En el siguiente capítulo se intenta contestar
estas interrogantes.

159
La Violencia en Casa
[211]

CAPÍTULO 5
CAUSAS DE LA VIOLENCIA FAMILIAR

En el primer capítulo se expuso el tema de la violencia en general y las explicaciones que


se han formulado para entender este comportamiento humano. Asimismo, se comentaron
algunas tesis basadas en la biología y en la información genética de cada individuo, en
contraposición con otras que subrayan aspectos culturales y sostienen que la violencia es
una conducta aprendida y no heredada. Al estudiar la violencia en el hogar, y
específicamente en la pareja, se ha tratado de identificar- las causas del maltrato. En este
capítulo, por haber descartado ya tal posibilidad, no se discute si su origen está en los
genes, sino que se examinan diversas explicaciones que abarcan una amplia gama de
factores considerados desencadenantes de la violencia, los cuales pueden agruparse en
tres enfoques:
1. El modelo individual, que destaca aspectos personales de los sujetos implicados en
una relación de violencia.
2. El modelo familiar, que analiza la dinámica de las relaciones que establecen sus
integrantes.
3. El modelo sociocultural, que centra su atención en la estructura social.
[212]
Antes de analizar cada uno de estos enfoques conviene hacer algunas consideraciones
generales para comprenderlos mejor. En primer lugar, el modelo individual, centrado en la
persona y sus acciones, no sólo es el más antiguo sino además el más utilizado en los
centros de atención a víctimas. De hecho, encontrar en la estructura social, en los mensajes
diferenciados que se transmiten a hombres y mujeres, en suma, en la construcción de
relaciones de desigualdad la causa fundamental de la violencia que ocurre en el hogar fue
una respuesta al enfoque individual. El modelo sociocultural confronta a quienes ven cada
caso de manera aislada. Por otra parte, en un punto más cercano al modelo individual que
al social, desde la psicología empezaron a plantearse ciertas características de la familia
que impiden construir relaciones de armonía entre sus miembros.

Así, desde el modelo individual se sostiene que cada persona es responsable de lo que
hace, sea insultar, ofender, golpear, maltratar, violar, así com0, cuando se trata de las vícti-
mas, de permanecer a l lado de quien realiza estas conductas e incluso de provocarlas.
Tanto el agresor como la víctima tienen determinadas características en las cuales debe
buscarse la causa de la violencia, para que así ellos mismos puedan modificar el patrón de
su relación.
160
La Violencia en Casa

Desde el enfoque familiar se sostiene que además de las características de cada persona
hay que analizar las relaciones que se producen en el núcleo de convivencia. Al observar la
dinámica de la familia es posible identificar los puntos de conflicto, mejorar la comunicación
y evitar los estallidos violentos.

Finalmente, el modelo social propone ver más allá del individuo y de la familia y analizar la
conformación misma de la estructura social. De acuerdo con este enfoque, las causas de la
violencia deben buscarse en las pautas de socialización, en los contenidos de la educación
formal e informal, en los mensajes transmitidos en "los medios, en la conformación de las
instituciones, etc. Éstos son, entonces, los espacios donde tendrían que producirse cambios
sustanciales para poder eliminar la violencia.
[213]
En las siguientes páginas vamos a examinar las aportaciones de cada uno de estos
enfoques y cómo su articulación puede resultar de gran utilidad para entender el fenómeno
de la violencia y para concebir estrategias que contribuyan a su erradicación.

MODELO INDIVIDUAL:
«CADA QUIEN ES RESPONSABLE DE SUS ACTOS»

El modelo individual ubica los orígenes de la violencia en la propia persona que está
envuelta en una relación concreta. Después de investigar las características -rasgos de
personalidad, formas de vida, antecedentes familiares- del agresor o de la víctima, se
señala alguna causa que se supone que puede erradicarse con la sola voluntad de los
protagonistas. Con este criterio, el episodio de violencia se ve de manera aislada y se
busca su origen en circunstancias tales como la incompatibilidad de caracteres entre el
marido y la mujer, la presión externa que afecta directamente a la familia (desempleo, pro-
blemas económicos), el alcoholismo o el consumo de drogas, un deficiente autocontrol de la
conducta, etc. En este mismo esquema, algunos autores sugieren que las mujeres
golpeadas y maltratadas provocan la violencia, que se sienten atraídas por hombres
agresivos, o bien que permanecen al lado de éstos por masoquismo.

SOBRE EL AGRESOR

Gran parte del trabajo para encontrar las causas de la violencia familiar se ha centrado en
las características de los agresores. Se analizan sus actitudes, formas de vida,
comportamientos, en particular, las circunstancias en que se desencadenó la violencia. A
partir de estos análisis se han señalado algunos factores que, por su reiteración, pueden
161
La Violencia en Casa
considerarse determinantes de la violencia en la familia.
[214]
CONSUMO DE ALCOHOL Y DROGAS

El consumo de alcohol y drogas es una de las razones más citadas al abordar la violencia
familiar. La señalan por igual los agresores y sus víctimas, las personas cercanas a la
familia, los estudiosos del tema y también, desde luego, algunos especialistas. «El borracho
que golpea» es una figura común en el imaginario social.

Se han hecho muchas investigaciones sobre el vínculo entre alcohol y violencia.


Específicamente se han estudiado las reacciones corporales que provoca ingerir alcohol:
lentitud de reflejos y dificultad para hablar de manera articulada, para caminar y, en casos
extremos, para mantenerse en pie. Pero subsiste la pregunta de si el alcohol provoca o no
comportamientos violentos, es decir, si efectivamente hay una relación de causa y efecto
entre el alcohol y la conducta violenta.

Por un lado, el borracho que golpea no es producto de la imaginación. Los grupos de


Alcohólicos Anónimos, por ejemplo, durante décadas han ofrecido numerosos testimonios
de actos violentos contra las esposas, los hijos y otros integrantes de la familia en voz de
los mismos ejecutores. Uno de los doce pasos de su programa de recuperación consiste
precisamente en pedir perdón a las personas a quienes el alcohólico haya ofendido de
manera directa a consecuencia de su forma de beber. Entre estas ofensas, los alcohólicos
reconocen haber golpeado a la esposa, haber insultado a ella y a los hijos, haber privado a
la familia de lo necesario para vivir, etc. En una ocasión, un hombre de unos cuarenta años
mencionó una «noche negra» de la que sólo recordaba haber tratado de estrangular a su
esposa; se detuvo cuando vio la imagen en un enorme espejo del comedor, que también
reflejaba la mirada de miedo indescriptible de sus tres hijos. Si se recuerda el caso de
Dolores, comentado en el tercer capítulo, se puede constatar que Joaquín la maltrataba
físicamente cuando había bebido en exceso, situación que empeoró cuando dejaron de vivir
en la casa de los padres de él. Entonces llegaba borracho y gritaba, maldecía, injuriaba,
golpeaba, mientras que antes en presencia de los padres se con-
[215]
tenía un poco. Tanto él como Dolores estaban convencidos de que el alcohol tenía un papel
fundamental en los incidentes violentos y de que todo cambiaría si lograban desterrado de
sus vidas.

Hay muchas otras historias de mujeres golpeadas por maridos alcoholizados. Es más,
muchos hombres únicamente maltratan o golpean cuando están borrachos; en sus cinco
162
La Violencia en Casa
sentidos son amables y hasta encantadores. Esto demuestra que el alcohol es sin duda un
factor a tener en cuenta al estudiar las causas del fenómeno de la violencia familiar.

Pero, por otra parte, en incontables casos no se verifica esa conexión entre alcohol y
violencia. Hay también numerosos testimonios sobre hombres abstemios que son
terriblemente violentos. Si por un momento se piensa ya no en el maltrato físico sino en el
psicológico, el alcohol entra en juego sólo en ocasiones y de manera marginal. Las
actitudes de asedio constante, de control de cada uno de los movimientos de la mujer, de
usar a los hijos para manipular, de chantaje y aun de amenazas con un arma de fuego
--como la pesadilla que vivía Marina con el grotesco juego de su esposo policía- no tienen
ni la más remota relación con el consumo de alcohol.

¿Qué es entonces lo que sucede? ¿Algunos hombres se vuelven violentos y otros no?
¿Sólo puede hablarse de una relación causal entre el alcohol y la violencia cuando ésta se
expresa con golpes? El consumo de alcohol, como ya se dijo, debe tomarse en cuenta y en
efecto es uno de los diversos factores que intervienen en la dinámica de la violencia, pero
no es determinante. Hay suficiente investigación empírica para sostener con seguridad que
hay alcohol en familias no violentas y violencia en familias que viven libres del influjo de la
bebida.

Algunos hombres se vuelven violentos sólo cuando ingieren alcohol, pero este
comportamiento no se debe propiamente al consumo de la bebida sino a otras razones. El
alcohol desinhibe, baja las defensas y permite que el individuo realice determinadas
conductas que en otras circunstancias habría reprimido. Esta palabra es fundamental. El
alcohol no produce la violencia: no es que no hubiera existido antes,
[216]
sino que estaba reprimida. Además de desinhibir, el alcohol proporciona una excusa para
comportamientos inadmisibles. Por ello es frecuente escuchar, de boca de un agresor,
expresiones como «Estaba muy borracho», «No lo recuerdo», «No supe lo que hacía», «El
alcohol me vuelve loco». Las víctimas emiten palabras similares: «Bebe y se transforma»,
«No lo reconozco», <<Actúa como poseído».

En realidad, el nexo entre alcohol y violencia sólo se aplica a los hombres violentos. Las
mujeres que consumen alcohol rara vez golpean al marido o a los hijos cuando están bajo
su efecto; es más, si ellas lo consumen ésta es una justificación más para maltratadas. Se
habla de ellas con palabras negativas o se las llama «perdidas»; se les recrimina su
desatención del hogar y su falta de cuidado hacia los hijos y el marido. Una mujer
entrevistada en una clínica de salud expresó con resignación: «Ya sé, ya sé que si me tomo

163
La Violencia en Casa
mis cervezas él me va a dar mis cachetadas...»

No conocemos casos de mujeres que por el alcohol se involucren en una riña callejera con
otras mujeres y que cada una saque del bolso una navaja; no conocemos mujeres que por
estar alcoholizadas persigan a los hombres o les tiendan trampas para violados o
asesinados. Ni siquiera sabemos de mujeres que regresen a sus casas a altas horas de la
noche, azoten la puerta y exijan a gritos ser atendidas con una cena caliente y después
esperen del marido disponibilidad sexual. Pero si los conociéramos, ¿cómo
reaccionaríamos? Este conjunto de reflexiones y ejemplos muestra que hay normas
sociales para el consumo del alcohol diferenciadas por sexo. La valoración de los mismos
hechos y actitudes cambia radicalmente según se trate de hombres o de mujeres.

Si algunos hombres se comportan de manera violenta en el hogar sólo cuando están


alcoholizados, hay que recordar que esos mismos hombres no tienen las mismas actitudes
en otras circunstancias sociales: no golpean al cantinero que los atiende ni al taxista que los
lleva a su casa, por ejemplo. El testimonio del alcohólico en recuperación de Alcohólicos
Anónimos vuelve a resultar ilustrativo: intentó estrangular a su esposa, no a su jefe ni a un
compañero de trabajo. En el
[217]
otro ejemplo, Joaquín sólo golpeaba a la esposa, no a los padres ni a las hermanas, cuando
no había vigilancia; no era un comportamiento que no pudiera controlar, sino que sabía bien
cuándo y contra quién era «oportuno» hacerlo.

En síntesis, es posible afirmar que más que causa, el alcohol es una condición que a veces
coexiste con la violencia, pero a veces no.

Por último, algunas drogas contienen sustancias como la fenciclidina (PDP) y la dietilamida
del ácido lisérgico (LSD), cuyos efectos pueden estar vinculados con la violencia. De hecho,
en algunos lugares de Estados Unidos se ha comprobado que están presentes casi en la
mitad de los homicidios cometidos «con lujo de violencia» y en otros actos criminales, entre
ellos el maltrato a las esposas. Aunque se trata de investigaciones no concluidas, los
resultados obtenidos hasta ahora parecen indicar que si un individuo tiene una conducta
violenta, la ingestión de esas sustancias puede llevado a niveles de saña y brutalidad que
en otras condiciones no se darían. Al igual que con el consumo de alcohol, no es que las
sustancias mencionadas sean la causa de la violencia y en particular de la que se ejerce
contra las mujeres o los niños, pero si coincide la conducta violenta con su ingestión, las
consecuencias pueden ser de una gravedad imprevisible.

164
La Violencia en Casa
Por ejemplo, en Ciudad Juárez, urbe fronteriza de México con Estados Unidos, desde 1993
casi 200 mujeres han sido asaltadas, violadas, torturadas y asesinadas. La saña con que se
han cometido los crímenes, la brutalidad de las violaciones y las huellas de tortura
indescriptible han conducido a la hipótesis de que los asesinos se encontraban bajo los
efectos de drogas con las sustancias señaladas (PDP y LSD). En muchos otros lugares del
mundo y sin que medie consumo alguno se cometen violaciones, torturas y asesinatos; no
es el hecho mismo de la violencia lo que se vincula con esta hipótesis, sino los particulares
excesos a los que llegaron los criminales.

El estudio de las consecuencias que los psicotrópicos y los estupefacientes pueden tener
en la persona adicta es aún una tarea en curso. Hay que reiterar que el consumo de
cualquier sustancia puede ocasionar reacciones determinadas en el cuer-
[218]
po de quien las ingiere, pero es insuficiente para explicar las condiciones sociales y
familiares en las que se produce el acto violento.

PSICOPATOLOGÍA

Otra variante del modelo individual centrado en el agresor es la psicopatología. Habría que
preguntarse en qué consiste esa psicopatología y quién la define como tal. Recordemos a
este respecto los padecimientos psiquiátricos de los negros que no querían ser esclavos y
los tratados que en nombre de la ciencia argumentaban su inferioridad mental. De acuerdo
con esta perspectiva, los males que aquejan a los hombres violentos son la pasividad, la
indecisión o la inadaptación sexual, condiciones que los conducen a realizar conductas
agresivas para así compensar las carencias y debilidades de su carácter. Detrás de esta
explicación parece haber una rígida idea de masculinidad muy extendida. Hay una
definición social de lo que deben ser los hombres: fuertes, valientes, duros, insensibles,
listos para la acción, racionales y sexualmente muy activos. Pero ¿qué pasa con los
hombres débiles, sensibles, soñadores o poco activos sexualmente? De entrada se los
cataloga como anormales, como personas con una psicopatología que podría desaparecer
con un tratamiento adecuado. Hablar de psicopatología implica hablar también de curación.

La crítica principal a esta explicación es la limitada noción de psicopatología que se toma


como punto de partida y las posibilidades de intervención terapéutica de ella derivadas. Al
confrontar estas ideas con el modelo de masculinidad hegemónica, lo primero que salta a la
vista es que tales ideas -de cómo deben ser los hombres y por lo tanto quiénes son los
inadaptados- deben ubicarse en contextos sociales específicos. Así se ha señalado y
repetido a lo largo de estas páginas. Sin embargo, el tema es un poco más difícil y no basta
165
La Violencia en Casa
con simplemente desechar la noción de psicopatología individual. Por una parte, esa
masculinidad hegemónica se construye, en buena medida, en torno a la violencia, sea hacia
las
[219]
mujeres, hacia otros hombres o hacia uno mismo. Recordemos ese ritual adolescente de
apostarse a la entrada de una tienda para insultar a las mujeres que pasaban y observar
sus expresiones de incomodidad y enojo. Esa práctica es algo más que un pasatiempo
juvenil: es una demostración, ante las mujeres, de quiénes tienen el poder.

Por otro lado, hay que analizar también qué ocurre con los hombres pasivos, débiles o que
no se adaptan a ese modelo de masculinidad hegemónica. Está claro que de ninguna
manera se los puede considerar psicópatas. No obstante, algunos de ellos, que aspiran a
ese modelo y no lo logran, pueden recurrir a la violencia como un mecanismo de
compensación. El siguiente ejemplo es ilustrativo.

Esther demandó el divorcio de su marido por injurias y maltratos. Según su versión, él era
un hombre tranquilo, responsable y hasta cierto punto conformista. Cuando ella lo
presionaba para que buscara la manera de obtener más ingresos, él se encogía de
hombros, decía que no era tan fácil y seguía viendo la televisión.

La primera vez que él tuvo incompetencia eréctil le dijo que era culpa de ella, por no ser
suficientemente sensual y atractiva. La segunda ocasión ella le sugirió ver a un médico y él
se burló, le contó aventuras lujuriosas con otras mujeres Y mantuvo esa actitud durante
varios días. La tercera vez fue ella quien utilizó el sarcasmo con alusiones directas a su
«masculinidad perdida», tras lo cual él estuvo golpeándola durante más de una hora.

En este ejemplo se aprecia cómo la pasividad no produce de suyo respuestas violentas,


pero cuando aparece la impotencia sexual, aderezada con las burlas de la esposa, el
comportamiento cambia radicalmente y el hombre que había sido tranquilo y considerado
se vuelve golpeador. Durante el juicio de divorcio se mostró más firme y seguro de lo que
según Esther había sido hasta entonces; no negó los golpes ni las
[220]
injurias, pero sí la impotencia. Incluso presentó un dictamen médico que acreditaba sus
capacidades sexuales. Aquí también se ve cómo la impotencia, interpretada corno señal de
masculinidad disminuida, es asunto más vergonzoso y digno de ocultarse que la violencia
hacia la pareja, la cual por el contrario podría ser vista como confirmación de la
masculinidad.

166
La Violencia en Casa
En síntesis, la pasividad, la debilidad o alguna disfunción sexual pueden hacer que el
individuo reaccione violentamente, pero desde luego no hay una relación de causalidad
directa. No es que la impotencia sexual produzca la violencia, sino que algunos hombres,
ante la impotencia o cualquier otra de las causas mencionadas, utilizan la violencia como
recurso para sostener la imagen de virilidad. Al igual que con el consumo de alcohol y de
drogas, puede afirmarse que entre los hombres bien adaptados al modelo de masculinidad
hegemónica algunos son violentos y otros no, así como algunos de los que no encajan
plenamente en dicho modelo son violentos y otros no. En otras palabras, la falta de
adecuación total con el modelo de masculinidad hegemónica -para no usar el término de
«psicopatología»- es un factor que puede influir en el comportamiento violento, pero de
ninguna manera es el único.

FRUSTRACIÓN

Muy cercana a la idea de «inadaptación social» se ha mencionado como causa de la


violencia la incapacidad de manejar la frustración. Según esta idea, el hombre que actúa
violentamente lo hace porque no soporta ciertas condiciones de su vida y entonces estalla.
Cuando no es capaz de mantener cierto autocontrol se vuelve iracundo: grita, ofende,
destruye objetos, golpea.

Las circunstancias que pueden conjugarse para ocasionar frustración son muy variadas.
Quienes postulan esta explicación han insistido en factores económicos tales como el des-
empleo, el hacinamiento, la pobreza. También se mencionan
[221]
aspectos sociales, como el aislamiento, la falta de amigos, los conflictos con la familia de
origen, las dificultades en el trabajo, el estrés. Los hombres se sienten abrumados con una
serie de problemas y ante la incapacidad de manejados desahogan la tensión ejerciendo
maltrato hacia su esposa y sus hijos.

Además de esa inadaptación que hay quienes llaman psicopatología, algo que puede
ocasionar frustración es la imposibilidad de mantener el estereotipo de virilidad. El hombre
desempleado, que vive en condiciones de hacinamiento y pobreza, no puede cumplir con el
papel de proveedor y principal sostén de la familia, que es lo que todos -incluido él mismo-
esperarían que hiciera. La violencia actúa entonces como un recurso para mantener el
dominio, el control y el poder. De los ejemplos antes expuestos podemos recordar el de
Javier, que nunca había trabajado ni había aportado un céntimo a la economía familiar, lo
que no le impedía exigir que lo atendieran e invocar sus privilegios masculinos; canalizaba
su frustración revisando cada rincón de la casa y acusando a Dora de ser mala esposa y
167
La Violencia en Casa
mala madre. Aunque ninguno de los dos definiera ese comportamiento como violento, es
posible afirmar sin asomo de duda que había maltrato psicológico y también económico
hacia la mujer y los hijos.

Otro ejemplo ilustrativo es el de Joaquín, quien tampoco cumple con la función de


proveedor y ante los reclamos de Dolores se comporta con violencia: cancela
definitivamente cualquier aportación de dinero (maltrato económico), se convierte en
inspector de los trabajos domésticos, culpa a su esposa de cualquier mínimo problema que
ocurra en la casa (maltrato psicológico) y la golpea con frecuencia (maltrato físico).

Ahora bien, la frustración puede tener otros motivos, como conflictos en el trabajo o con
personas ajenas a la familia. Puede incluso estar relacionada en forma directa con la pareja
y no necesariamente responder a un estereotipo de masculinidad. Aun así, esta explicación
se queda corta porque no aborda la situación de las víctimas. Algunos hombres se sienten
frustrados por una gran variedad de causas, desde los conflictos existenciales hasta los
detalles más insulsos de la cotidianidad. No saben manejar esa frustración y son incapa-
[222]
ces de afrontar y resolver los problemas que hay detrás. Tienen un autocontrol deficiente.
No miden sus reacciones ni las consecuencias de sus actos. Estallan. ¿Pero por qué esta-
llan precisamente con la esposa? Si el conflicto que ocasiona esa frustración inmanejable
se produjo en el ambiente laboral, ¿por qué golpean a sus hijos? ¿Por qué la causa se
genera en un espacio y el efecto se produce en otro?

Si se habla de frustración, no debe olvidarse que, independientemente de que sirva o no


como explicación de la violencia, es una característica común entre las mujeres maltrata-
das. Dora se sentía frustrada por la inactividad laboral del marido y por su irresponsabilidad,
Dolores por lo impredecible de los estados de ánimo y las consecuentes reacciones de
Joaquín, Norma por la tacañería de Héctor, Carmen por la posesividad y celotipia excesiva
de su compañero, todas ellas por la sensación de aislamiento y la incapacidad de poner fin
a su relación. Ninguna ejerció violencia contra su marido, pero algunas lo hicieron contra
sus hijos. ¿Por qué?

Tampoco las mujeres que no están inmersas en una relación de maltrato son ajenas a
sentimientos de frustración. Al igual que los hombres, la experimentan por estar desemplea-
das, por vivir en la pobreza, por tener conflictos en el espacio laboral o problemas con la
familia de origen, etc. Muchas amas de casa mencionan el aburrimiento y el tedio que les
producen las tareas domésticas y su falta de reconocimiento y valoración. Viven con una
frustración permanente; sin embargo, no actúan con violencia hacia el marido. En

168
La Violencia en Casa
ocasiones, como se dice coloquialmente, se desquitan con los hijos. El cuadro va
completándose. Los hombres frustrados agreden a las mujeres. Las mujeres frustradas
agreden a los hijos. Y esto remite nuevamente a un esquema de desigualdad que es el
escenario ad hoc de la violencia. Al igual que cuando hay consumo de alcohol y drogas, o
cuando los hombres son inadaptados, la frustración es un factor que influye en el comporta-
miento violento, pero no es el único ni es determinante.

Otra variante del enfoque individual se refiere a las víctimas, a las mujeres que sufren
directamente el maltrato. En la siguiente sección se abordarán tales explicaciones.

[223]
SOBRE LAS VÍCTIMAS

MUJERES PROVOCADORAS

Al poner el acento en las características de las mujeres mal tratadas se llega a sostener que
de una u otra manera son ellas quienes provocan directamente la violencia, que no hacen
nada para impedida o bien que tienen motivos -conscientes o inconscientes- para
permanecer en una relación de maltrato.

De acuerdo con este enfoque, una primera explicación es la provocación de las mujeres,
que algunos autores denominan «precipitación de la víctima». Esto significa que las muje-
res buscan, de alguna manera, que se las maltrate. Conocen a sus maridos o compañeros,
saben que son irascibles, que con el menor pretexto pueden perder el control y golpeadas,
y aun así actúan de tal manera que reducen ese deficiente autocontrol masculino al grado
de que ellas resultan maltratadas de distintas formas.

En una ocasión, la terapeuta de un organismo no gubernamental de apoyo a mujeres


golpeadas atendió una solicitud de tratamiento psicológico hecha por un hombre. Que fuera
un hombre quien hacía la solicitud resultaba extraordinario, porque los pocos que llamaban
era para formular algún reclamo porque sus esposas «ya no eran las mismas de antes», o
las acusaban de estar destruyendo a la familia. Esa solicitud de terapia salía totalmente de
la rutina de la organización. En cuanto se presentó el hombre se disiparon las dudas; de en-
trada indicó que pedía apoyo terapéutico para su esposa: «Yo soy muy pegalón», dijo,
empleando ese término que usan los niños, «y ella lo sabe... pero se la pasa
provocándome». El ejemplo es ilustrativo de que muchos hombres -agresores o no-
interpretan como «provocación» cualquier actitud de las mujeres que ellos desaprueben o
169
La Violencia en Casa
que simplemente les desagrade. En los grupos de trabajo con hombres dispuestos a
abandonar su propia violencia es frecuente escuchar testimonios en ese sentido: «Yo sentía
que me estaba provocando», «¿Por qué me hace enojar si ya sabe lo que le espera?»,
«Hace
[224]
exactamente lo que más me molesta», «Está tratando de complacerme, pero no soporto
sentirme manipulado».

Por otra parte, en el trabajo con mujeres jamás aparece el tema de la provocación como
una actitud consciente, decidida y encaminada a reducir el autocontrol del marido. Es más,
se puede incluso afirmar que los testimonios revelan justo lo contrario: «Trato de no
molestarlo, de que esté todo en orden, de que los niños estén tranquilos», «Accedí a tener
relaciones sexuales sólo porque lo vi muy enojado y tenso, pero ni así se calmó», «Ya no
sé cómo darle gusto».

Hay que decir también que algunas mujeres justifican el comportamiento de su marido y
sostienen que la violencia es inevitable porque él está muy agobiado con los problemas que
tiene. Piensan así que la frustración multicausal puede traducirse en violencia, pero de ahí a
que ellas la provoquen de manera deliberada hay un abismo de distancia.

Volvamos a la situación de Esther, quien se burla de la incompetencia eréctil del marido y


por ello recibe una golpiza. ¿Sería correcto decir que ella lo provocó? Si la provocación
implica la intención de producir una respuesta determinada, en este caso los golpes,
definitivamente no es el caso de Esther. En realidad, si ella hubiera sospechado que la
reacción del marido iba a ser violenta, lo más probable es que hubiera tratado de evitarla,
como sugieren los testimonios de las mujeres maltratadas.

Entonces la tesis de la precipitación de la víctima va un poco más allá y señala que la


provocación es inconsciente, con lo cual entramos en un terreno resbaladizo, porque si en
efecto se trata de una motivación inconsciente, sólo la propia víctima o su terapeuta pueden
determinarlo, tal vez meses o años después de haber iniciado un trabajo psicoanalítico. Es
importante subrayar, por un lado, que si existen motivaciones inconscientes es imposible
demostrarlo y, por otra parte, que esta tesis olvida uno de los postulados básicos del mode-
lo individual en el cual se inscribe: que cada quien es responsable de sus actos.

En efecto, Esther es responsable de su sarcasmo y nada más. El marido es responsable de


los golpes. Pero es incon-

170
La Violencia en Casa
[225]
gruente sostener que Esther -o cualquier otra mujer en circunstancias similares- sea
responsable de la interpretación que su marido haga de las palabras de ella y de los actos
concretos que él realice a partir de tal interpretación.

Si pensamos por un momento en las historias descritas en capítulos anteriores, podemos


preguntarnos qué hicieron esas mujeres para provocar el maltrato. Dolores pedía dinero
para el gasto y después empezó a trabajar, Noemí trataba con estudiantes y colegas en la
preparatoria, Norma intentaba complacer a su marido para satisfacer sus necesidades
básicas, Liliana guardó silencio ante el adulterio de Piero, Lucía dejó de salir con sus
amigas y de bailar con cualquier hombre que no fuera Ornar, Carmen soportó insultos y
agresiones sexuales que la consumieron hasta los huesos. ¿En cuál de estos casos puede
verse un asomo de provocación? ¿Cuál de estas mujeres buscaba, pretendía, intentaba
«precipitar» un incidente de golpes o de abuso? ¿No sería más preciso decir que esas
mujeres, lejos de provocar a sus maridos para que las golpearan, buscaron estrategias para
evitar el maltrato?

Además del maltrato de sus esposos o compañeros, durante mucho tiempo las mujeres han
tenido que soportar que trabajadores sociales, terapeutas, abogados y jueces, entre otros,
las acusen de provocadoras.

Beatriz y Felipe ejemplifican estas interpretaciones que conducen a incrementar la


violencia. El único episodio en que hubo violencia física estuvo antecedido por el consejo de
un psicólogo, quien además era amigo de Felipe: «Lo que ella está pidiendo es que la
golpees». Sin duda alguna, este «profesional» de la salud mental suscribía la tesis de la
provocación de la víctima. Y este episodio ocurrió recientemente: no se puede pensar que
sean «cosas del pasado».

Detrás de esta postura que culpa a las víctimas existe una peligrosa actitud que justifica el
maltrato. Al quitar toda responsabilidad al agresor. y desplazar la culpa hacia las víctimas,
se condona la violencia. Voces como la del psicólogo de Felipe parecería que dicen a las
víctimas: «Tú lo provocaste, ahora te aguantas».
[226]
En este mismo sentido, algunos autores sostienen que las mujeres tienen una necesidad de
dominación, consciente o inconsciente, y no pueden evitar relacionarse con hombres
violentos. Los buscan, los identifican y casi de inmediato establecen con ellos un vínculo
sadomasoquista. Las mujeres se vuelven adictas a la violencia. Si se analiza este juicio, en
primer lugar tendría que cuestionarse el uso de los términos. El masoquista obtiene algún

171
La Violencia en Casa
tipo de placer cuando le infligen dolor físico y por ello lo procura; solicita ser golpeado y
cualquier latigazo o herida que reciba se produce con su voluntad. En esto no hay violencia
propiamente dicha, sino un acuerdo sobre determinada práctica erótica que ambos parti-
cipantes disfrutan. Lo que les pasa a las mujeres maltratadas es distinto porque el dolor
ocasionado -físico, emocional y sexual- se da en contra de su voluntad, que es lo que
define la violencia como tal, y de ninguna manera gozan con él.

Cuando se usa el concepto de masoquismo para explicar la psicología femenina se alude al


carácter pasivo, receptivo, de las mujeres, que se interpreta como un sentimiento de in-
ferioridad y como la causa directa del dominio masculino [véase G. Ferreira, La mujer
maltratada]. Reiteremos que las mujeres huyen de la violencia con todas las estrategias a
su alcance, pero no siempre lo logran. El golpeador tampoco es un sádico que disfrute
causando dolor ni quiere provocar un placer perverso en su compañera: está atrapado en
una dinámica en la que alternan el afecto y la agresión, y el temor a ser aniquila do
emocionalmente por la mujer, pero también a que ella lo abandone. La violencia le permite
afianzar una posición de dominio y privilegio masculino.

La noción del masoquismo femenino se ha utilizado no sólo para explicar que las mujeres
busquen hombres violentos y se relacionen con ellos, sino también para explicar por qué
permanecen en la relación. Quienes sostienen esta postura piensan que «si la golpean y no
se va es porque le gusta, y si le gusta es porque es masoquista». Así, ignoran cualquier
queja o solicitud de apoyo.

Debe desecharse la tesis del masoquismo corno explicación del fenómeno porque es
demasiado simple, porque cul-
[227]
pa a las mujeres de su propia situación, porque contribuye a reproducir el estereotipo de la
sumisión femenina y porque justifica la violencia. Sin embargo, entre las conjeturas de esta
explicación surge una pregunta: ¿cómo ven las mujeres maltratadas a sus maridos o
compañeros? En el tercer capítulo se mencionó que en una relación violenta no todo son
golpes: también hay afecto, cariño, placer, muestras de arrepentimiento y promesas de
cambio, que aparecen de manera cíclica. Asimismo, al hablar del síndrome de Estocolmo,
se dijo que las mujeres aprenden a conocer a sus agresores incluso mejor de lo que se
conocen a sí mismas, que junto con el temor hay cierta empatía y que al estar aisladas del
exterior establecen fuertes lazos de dependencia con el hombre violento. Pero hay otro
elemento que aparece con cierta frecuencia en las consultorías con mujeres maltratadas,
sean de trabajo social, de asesoría legal o de psicoterapia.

172
La Violencia en Casa
Las mujeres no quieren separarse por muy distintos motivos, entre ellos el ánimo de
proteger al golpeador. Muchas veces el agresor y las personas que rodean a las mujeres,
incluyendo sacerdotes y consejeros matrimoniales, las acusan de ser poco comprensivas
de las necesidades de él, de dedicarle poco tiempo, de estar siempre malhumoradas, etc.
Han recibido además los mensajes, transmitidos de muy variadas maneras –por ejemplo,
los consejos de las abuelas y las madres a la novia a punto de desposarse-, de que, como
mujeres, tienen una vocación especial de cuidar a los demás. El «ser para otros» se postula
así como un deber femenino irrenunciable.

Algunas mujeres maltratadas están convencidas de que el compañero o el marido


golpeador las necesita a tal grado que no podría sobrevivir sin ellas. En su calidad de
esposas son las únicas capaces de comprenderlo, tolerarlo e incluso reeducarlo para que
deje de ser violento. Los hombres mantienen viva esta creencia mediante diversas técnicas
de reforzamiento intermitente, es decir, de alternancia de amabilidad y maltrato, que se
produce en la dinámica propia del ciclo de violencia. Las víctimas dan por hecho que es su
responsabilidad lograr que prevalezca el lado amable -el del arrepentimiento y la luna de
miel- y desterrar la violencia.
[228]
Así, ciertas mujeres -porque la situación anterior no debe generalizarse- se proponen hacer
que su marido cambie. Esto sucede también cuando, aunque no sea maltratador, él es al-
cohólico, drogadicto, adúltero o tiene cualquier otra característica que a la mujer le
desagrade y que quiera modificar.

«Conmigo va a dejar de beber», «Si me lo propongo puedo hacer que cambie», «Si le doy
cariño y comprensión lo voy a alejar del alcohol o de las malas compañías», y así en un
cuento de nunca acabar. En estos intentos las mujeres fracasan, pero además el esfuerzo
resulta muy desgastante. Aun así, si permanecen en la relación no es porque disfruten el
maltrato ni porque quieran ser dominadas o tengan una particular predisposición a ser
violentadas. Permanecen en la relación porque confían en que pueden cambiar sus
condiciones de vida.

En síntesis, esta variante del modelo individual que centra su atención en las víctimas
conlleva el grave riesgo de culparlas del maltrato que sufren, dado su manejo de mitos
como la provocación y la necesidad femenina de dominio. Hay que tener claro que nada
-ningún comentario, actitud o respuesta- justifica la violencia.

Finalmente, esa actitud que tienen algunas mujeres de asumir como propio el compromiso
de cambiar los comportamientos del agresor ofrece un campo interesante de trabajo

173
La Violencia en Casa
terapéutico. La violencia no se detiene con la sola voluntad de las mujeres. Si cada quien es
responsable de sus actos, los hombres son quienes deben eliminar su propia violencia y las
mujeres deben hacer lo mismo con respecto a sus hijos.

SOBRE LA PAREJA

La última variante del modelo individual hace hincapié en algunas características del
agresor y de la víctima que, al conjugarse, producen una relación de violencia. Se habla
entonces de una combinación de psicopatologías individuales, así como de
comportamientos aprendidos en la infancia.

La primera hipótesis se refiere a lo que en páginas anteriores se ha identificado como


adecuación de los hombres al
[229]
modelo de masculinidad y la correspondiente actitud de las mujeres de confrontación,
exigencia y hostilidad. Esta hipótesis plantea que tanto los hombres como las mujeres
adoptan actitudes o desempeñan tareas distintas y aun opuestas a lo que prescriben los
modelos de conducta asignados por género. Así, los hombres débiles, pasivos, inseguros y
conformistas utilizan la violencia como recurso para controlar y dominar a las mujeres
fuertes, agresivas, exigentes, etc., quienes fácilmente reducen el autocontrol masculino al
punto de producir un estallido violento.

Otra hipótesis es la adhesión estricta y rígida a los estereotipos de género: hombres muy
fuertes y agresivos, y mujeres muy sumisas y obedientes con una predisposición a ser do-
minadas. Al respecto, se puede afirmar que detrás de esta división tradicional y excluyente
de atributos y tareas de hombres y mujeres hay una relación de desigualdad en la que se
gestan los conflictos que pueden desembocar en violencia. No se trata de características
individuales de personalidad, sino de una forma de relación basada en el desequilibrio de
fuerzas y la subordinación de las mujeres. Ya en el segundo capítulo, al abordar el tema de
la jefatura de la familia y las jerarquías consecuentes, se expuso que tales patrones de rela-
ción están definidos socialmente y se reproducen en el hogar.

La tesis de los comportamientos aprendidos señala que las causas de la violencia están en
la niñez, porque los menores presencian la violencia entre sus padres o bien porque la su-
fren directamente. El comportamiento se repite de generación en generación. De acuerdo
con esta idea, los niños aprenden que la violencia es una prerrogativa del padre que podrán
ejercer cuando sean adultos, en tanto que las niñas interiorizan una suerte de resignada
aceptación ante la inevitabilidad del maltrato. Unos y otras, en sus relaciones de pareja,
174
La Violencia en Casa
reproducen lo que aprendieron en la infancia. En apoyo de esta idea se señala que en
varias investigaciones ha podido comprobarse que una tercera parte de los hombres
golpeadores habían sufrido maltrato en su infancia.

La primera crítica que puede formularse a esta tesis es que el sustento empírico es
insuficiente: hay muchos golpeadores
[230]
cuyos antecedentes familiares se desconocen en los estudios mencionados. Por otra parte,
exactamente los mismos datos revelan que dos tercios, es decir, la mayoría de los maltrata-
dores, no sufrieron violencia en su infancia. Esto significa que la idea del comportamiento
aprendido sólo puede explicar la conducta de una minoría. Con respecto a las mujeres, no
hay investigaciones puntuales sobre sus antecedentes familiares.

En segundo lugar, dado que la investigación se ha centrado en hombres violentos, no se


sabe qué porcentaje del total de niños maltratados reproducen ese comportamiento en la
vida adulta.

Tampoco se sabe si hay diferencias sustanciales entre quienes presenciaron la violencia


contra la madre y quienes experimentaron el maltrato de manera directa. Por último, no hay
acuerdo sobre cómo definir un «hogar violento». Algunos estudios restringen el concepto a
la violencia física; otros incorporan la violencia psicológica, a veces de una manera tan
amplia que prácticamente cualquier persona podría haber presenciado maltrato durante su
niñez.

Los comentarios anteriores tienen el propósito de señalar algunas dificultades


metodológicas sobre la investigación y posibles caminos por explorar en torno a la hipótesis
del comportamiento aprendido. Con lo que se conoce hasta ahora sólo es posible afirmar
que algunos hombres reproducen el comportamiento violento que observaron en su infancia
y que algunas mujeres se relacionan con hombres golpeadores tal como lo hicieron sus
madres. En síntesis, haber presenciado o sufrido violencia en una etapa temprana de la
vida es un factor que puede influir en el comportamiento posterior, pero no es el único ni es
determinante.

Para cerrar este apartado sobre el enfoque individual y sus variantes de explicación de las
causas de la violencia conviene hacer algunas puntualizaciones.

De todas estas posturas que adoptan un enfoque centrado en el individuo para explicar la
violencia puede obtenerse alguna utilidad. Tanto en los agresores como en las víctimas y

175
La Violencia en Casa
en la forma de relación que establecen se dan, en efecto, características que nos permiten
rastrear algunos factores vinculados con la violencia. Así, dichos factores son el consumo
de
[231]
alcohol o drogas por el agresor, su inadaptación a los roles de género o su frustración, al
igual que la actitud de las mujeres de asumir el desafío de modificar el comportamiento de
sus esposos, el establecimiento de patrones tradicionales de relación y finalmente la
repetición de comportamientos aprendidos en la infancia. Todos los estudios proporcionan
datos valiosos para el análisis, excepto el que encuentra la causa de la violencia en la
provocación de las víctimas.

Si bien estas posturas aportan algo, ninguna está completa. Las distintas variantes del
modelo individual son parciales; ninguna de ellas explica el fenómeno en su totalidad,
precisamente porque el análisis se ha centrado en personas aisladas. Se han identificado
agresores y víctimas con ciertas características, y patrones de relación de pareja que se
ubican en dos extremos: demasiado tradicionales o en clara confrontación con el esquema
tradicional. Y a partir de tales hallazgos se ha pretendido una generalización que resulta
insostenible.

Las soluciones que se plantean entonces buscan modificar conductas individuales: dejar de
ingerir alcohol, ser más asertivos, cambiar de empleo, tratar de buscar otras opciones de
vida, mejorar la comunicación en la pareja, etc. Sin duda, en cada caso concreto pueden
lograrse cambios y mejoría, pero eso no necesariamente terminará con la violencia.

Si se articulan las variantes señaladas para intentar obtener una visión de conjunto, ésta
sigue siendo parcial. El modelo individual deja de lado aspectos sociales importantes, como
las normas que marcan criterios específicos de autorización o de condena sobre el
consumo de alcohol, la pasividad y el conformismo, la asertividad y el enojo. Ignora el con-
texto social donde se desenvuelven los individuos y, sobre todo, que en ese contexto hay
pautas y reglas diferenciadas para hombres y mujeres.

[232]
MODELO FAMILIAR: «UNA FALLA EN EL FUNCIONAMIENTO»

En una segunda aproximación a las causas de la violencia se considera que la familia es un


sistema en el que cada uno de sus integrantes desempeña un papel determinado, es decir,
cumple una función. La madre, el padre, cada uno de los hijos, otros parientes que convivan
bajo el mismo techo, todos ellos realizan determinadas tareas e interactúan con los demás.
176
La Violencia en Casa
De esta manera, los cambios que se produzcan en la vida de cualquiera de los miembros
de la familia repercuten en los otros. Con diferentes intensidades y en formas diversas, las
experiencias, las actitudes, las palabras y en general los comportamientos de cada
individuo tienen consecuencias en los demás, aunque no se dirijan expresamente a ellos.

En un esquema ideal, todos deben esforzarse para que ese núcleo de convivencia sea un
espacio pacífico, armónico, de solidaridad, apoyo, comunicación y amor. En pocas
palabras, para que todo funcione adecuadamente. Si hay algún cambio -por ejemplo, que
alguno de los hijos emigre a otra ciudad, que el padre pierda el empleo, que alguien tenga
un accidente-, la familia funcional debe reorganizarse de tal forma que prevalezca la
solidaridad del grupo y que los conflictos que surjan se resuelvan mediante el diálogo, la
conciliación, la aceptación de las diferencias y el respeto a los demás, pero que no se
recurra a la violencia.

Ahora bien, ¿qué provoca que una familia sea disfuncional? ¿En qué consiste esa falla?
¿Cómo se percibe que hay algo anómalo que no responde a la imagen ideal? ¿Es posible
identificar a uno de los integrantes de la familia como el causante de la disfunción? Y en
todo caso, ¿cómo pueden corregirse tales anomalías?

Algunas características de las familias disfuncionales son:

 Falta de comunicación entre sus integrantes y un consecuente desconocimiento


mutuo.
 Distancia emocional de cada uno respecto a los demás y desinterés por lo que les
suceda.
[233]
 Incapacidad para manejar los conflictos e incluso para hablar de ellos. Fingir que
todo está bien, que no pasa nada y que no hay problemas, mientras el conflicto
sigue profundizándose.
 Escasa o nula convivencia. Dificultades para mostrar afecto y en general para
expresar las emociones ante los otros miembros del grupo.
 Relaciones rígidas y autoritarias. Pocas posibilidades de expresar las necesidades
individuales.
 Incapacidad de adaptación a circunstancias variables y en particular a los cambios
que experimente alguno de sus integrantes. Expectativas muy rígidas sobre los
demás.

Proponer una definición amplia de familia disfuncional puede resultar contraproducente,

177
La Violencia en Casa
pues una gran cantidad de hogares podrían ser clasificados así. Para efectos del maltrato,
es importante subrayar la incapacidad de manejar y resolver conflictos y de adaptarse a los
cambios que ocurran en la familia o en alguno de sus integrantes, así como la formulación
de expectativas rígidas sobre los demás. Estas características están estrechamente
relacionadas entre sí.

En primer término, se debe analizar lo que afecta a la familia en su totalidad, lo que marca
nuevas formas de relación que al no resolverse de un modo adecuado pueden desembo car
en violencia. Un factor importante son las catástrofes de diversa índole que deben ser
enfrentadas de manera conjunta; por ejemplo, las pérdidas materiales. Si una familia pierde
su vivienda y la totalidad de su patrimonio a consecuencia de un terremoto, la tragedia
modifica radicalmente las relaciones entre los familiares. Quizá tengan que vivir con algún
pariente, sean acomodados en un albergue o los hijos deban suspender temporalmente sus
estudios. En cualquier caso, es indudable que la situación representa un desafío para la
convivencia familiar.

Sin llegar a esos extremos, el desempleo de uno de los progenitores -sea o no el principal
proveedor-, la reducción del nivel de vida por cualquier otra causa y en general las
condiciones de pobreza representan dificultades para la fami-
[235]
lia que si no se enfrentan adecuadamente pueden desencadenar violencia. Aquí pueden
influir las variantes del modelo individual respecto a la frustración masculina por no poder
cumplir los roles asignados de proveedor y principal sostén de la familia.

Un ejemplo muy ilustrativo es el de los refugiados que se ven obligados a abandonar sus
lugares de origen por la persecución política o de otro tipo, o bien por inseguridad. Vivir,
aunque sea temporalmente, en un campo de refugiados modifica de manera sustancial las
condiciones externas e internas de la familia: el espacio propio desaparece o se ve reduci-
do, hay que hacer largas filas para obtener víveres o ropa, las posibilidades de recreación
disminuyen o desaparecen, no hay trabajo remunerado y se convive con familias en
condiciones similares. Las amistades, los compañeros de escuela, los parientes, los
vecinos, las rutinas que tenía cada miembro de la familia, todo ello queda atrás. El papel del
hombre adulto -padre, esposo, jefe de la casa- es el que menos puede sostenerse. Las
mujeres continúan atendiendo a los hijos y realzando actividades como cocinar y lavar la
ropa. Los hombres están desocupados pero por alguna razón «necesitan» seguir siendo los
jefes. Algunos testimonios de mujeres refugiadas indican que la primera vez que estuvieron
expuestas a la violencia física de su marido fue en esas condiciones. Un hombre sin
ocupación en un campo de refugiados usa la violencia como recurso para mantener el

178
La Violencia en Casa
dominio y el control, y al mismo tiempo puede sentirse frustrado por cualquier moti vo, ser
más bien pasivo o conformista, o no soportar las burlas de la esposa.

De acuerdo con la tesis de la familia disfuncional, la causa de la violencia no estriba en la


frustración individual sino en la incapacidad de todos para asumir las nuevas funciones. De
esta manera, hay que considerar las dificultades del hombre para expresar su
inconformidad por sentirse inútil, así como la incapacidad de la esposa y los hijos para
comprenderlo y apoyarlo. Desde esta óptica, el problema no está únicamente en el agresor
ni en la víctima, sino en el sistema familiar y su funcionamiento. Con esta interpretación
vuelve a surgir una señal de alarma: se considera a las víctimas corresponsables de la
violencia que sufren. Éste es un problema relacionado también con el cambio de
terminología; al dejar de hablar de mujeres maltratadas y adoptar la expresión de «violencia
familiar» no sólo se oculta quién golpea a quién, sino que se buscan las causas
precisamente en el espacio donde se produce la violencia, sin distinguir entre víctimas y
agresores.

Este riesgo, que llevado a sus extremos puede hacer que se subestime la violencia o se la
considere natural en ciertas condiciones, se presenta también al estudiar el maltrato a
discapacitados, ancianos, lesbianas y homosexuales. El impedimento físico se interpreta,
desde este punto de vista, como una desgracia que aqueja a la familia, desgracia de la que
se responsabiliza a la misma persona discapacitada. Recordemos el ejemplo de Aurora y la
actitud de los padres y el hermano, quienes no dejaban de hacer alusión, ya fuera en tono
de burla, enojo, desesperación o tristeza, a su imposibilidad de caminar. La familia de
Aurora es típicamente disfuncional porque es incapaz de manejar los conflictos y de aceptar
un cambio súbito en la salud de la hija. Todo esto es cierto; el modelo familiar puede
aplicarse con exactitud a esta historia. El problema persistente es que se borran las
diferencias entre quienes ejercen la violencia y quienes la resienten. Lo importante no es
que Aurora entienda que su hermano se siente culpable y sus padres agobiados por los
hechos; tampoco sería recomendable que los demás ignoraran su discapacidad. Si el
objetivo es eliminar la violencia, lo primero que debe identificarse es en qué dirección se
produce.

Las dificultades que tienen las familias de homosexuales y lesbianas para abordar esta
preferencia sexual revelan también una disfunción. Ellos son vistos como una vergüenza o
incluso una tragedia para la familia; además, en muchos ca sos la homosexualidad o el
lesbianismo constituyen una vulnerabilidad específica y un motivo de violencia directa. Pre-
domina en nuestra cultura la idea de que la homosexualidad es un tumor que debe
extirparse a como dé lugar, y si esto no es posible, entonces hay que ignorarla. No es

179
La Violencia en Casa
casual que muchos jóvenes gays hayan tenido que dejar sus hogares de ori-
[236]
gen y que el tema no pueda tratarse en voz alta. Muchas familias no saben cómo lidiar con
la homosexualidad de alguno de sus integrantes. En ese sentido son disfuncionales.

Finalmente, los ancianos reciben en nuestras sociedades un trato que se asemeja al que se
da a los homosexuales y a los discapacitados. No todos consideran una tragedia llegar a
viejo, pero sí predomina un sentimiento de vergüenza entre los familiares de personas que
requieren ayuda constante o cuyos cuerpos muestran un notable deterioro, y llega a res-
ponsabilizárselos de las consecuencias de su situación. Santiago, a quien se le recriminaba
continuamente por los gastos que generaba y por lo raquítico de su pensión, es un ejemplo
de esta dificultad para asumir los cambios en la familia: se depositan en el viejo todas las
tensiones y se ejerce violencia contra él.

Aunque cambien las circunstancias externas o internas de la familia, las jerarquías se


mantienen intactas. Se modifica el papel del hombre adulto desplazado o refugiado: deja de
ser el proveedor, pero no el jefe. Aun cuando haya perdido su condición anterior, es él
quien ejerce violencia contra la esposa o los hijos. Cuando el cambio se produce en otras
personas de la familia que ocupan una posición subordinada, como la hija que tiene un
accidente, el joven que revela su homosexualidad o el anciano que ya no puede vivir solo,
son esas mismas personas quienes resienten el maltrato. Si bien hay una incapacidad de la
familia para manejar los conflictos o simplemente para adecuarse a las nuevas
circunstancias, la disfunción de ninguna manera es ajena a las jerarquías previamente
establecidas: de hecho sirve para reforzadas.

Por otra parte, qué pueda considerarse catástrofe, tragedia o motivo de vergüenza no se
decide en el seno de la familia. Si un padre se siente enojado, burlado, molesto o incómodo
con la homosexualidad de alguno de sus hijos es porque la sociedad en su conjunto
condena esa orientación sexual. Cuando no hay respuestas institucionales para atender a
los ancianos, la vejez es vista como una carga para la gente cercana que los tiene que
cuidar. Las familias reproducen en su interior las concepciones sociales predominantes
sobre la
[237]
discapacidad, la sexualidad, la vejez, así como sobre las jerarquías. Éste es un punto débil
de la tesis de la familia disfuncional; al igual que el modelo individual en sus diferentes
variantes, simplemente ignora el contexto social.

La situación de los refugiados es un caso extremo, la discapacidad se presenta en

180
La Violencia en Casa
relativamente pocas familias, y no en todos los hogares viven personas ancianas. Sin
embargo, todas las familias tienen en común la asignación de determinadas funciones a
cada uno de sus integrantes y la generación de expectativas en torno a ellos. Lesbianas y
homosexuales incumplen las expectativas que sus padres tienen de ellos; si se espera que
se casen y tengan hijos, su preferencia puede ser vista no sólo como una desilusión, sino
incluso como una traición que con frecuencia se les recrimina: «¿Cómo pudiste hacernos
esto?», «¿Te das cuenta de lo que nos haces sufrir?», «Esperábamos algo distinto de ti».

A veces, desde que nace una persona los padres formulan expectativas determinadas
respecto a su educación, su desempeño en talo cual actividad, su profesión, sus relaciones
con otra gente y su trato con los demás integrantes de la familia. Las expectativas se
traducen en presiones constantes, manipulación y hasta chantaje: «Tú tienes vocación para
ser arquitecto, igual que tu padre», «Si dejaras de jugar fútbol y te concentraras un poco
más en tus tareas nos darías el gusto de ver mejores calificaciones», «¿De dónde sacaste
la idea de ser pintora? Estudia computación y nunca tendrás problemas; tu padre y yo
pensamos que eso es lo mejor para ti», «Mi mayor alegría sería tener un hijo sacerdote,
pero con tu hermano no cuento para ello».

¿Qué sucede cuando los hijos no satisfacen las expectativas de los padres? ¿Qué ocurre
cuando a pesar de las presiones mantienen su decisión de estudiar lo que desean, de con-
tinuar el noviazgo con la persona que sus padres desaprueban, de buscar un trabajo que a
aquéllos no les gusta? En la familia disfuncional esto se considera una causa de conflicto
que puede producir fricciones, pleitos o violencia.

Rubén --el adolescente agobiado por las comparaciones continuas con el hermano y cuyas
habilidades específicas eran
[238]
despreciadas- es un ejemplo claro de este incumplimiento de expectativas y del maltrato
psicológico resultante. Sus padres son incapaces de comprender las diferencias entre los
hijos; en su familia hay poca comunicación y rigidez en cuanto a los parámetros de lo que
se considera aceptable (ser un buen estudiante) y lo que se desprecia por frívolo (ser un
buen deportista); además existen fuertes presiones para el hijo adolescente y finalmente
hacia él se dirige el maltrato emocional. Con estos datos se puede afirmar que se trata de
una familia disfuncional; el problema es dónde situamos el origen del conflicto. Y aquí de
nueva cuenta se debe enfrentar el tema de las jerarquías. Quien se sale del modelo
establecido, quien ocasiona un cambio en la dinámica familiar, quien incumple las
expectativas es también quien se vuelve objeto de la violencia. Hay que tener el cuidado de
no identificar a las víctimas como las causantes de la disfunción, porque de ahí a

181
La Violencia en Casa
consideradas culpables sólo hay un paso.

Las expectativas no sólo existen en lo que toca a los hijos. También en la pareja cada quien
identifica lo que espera del otro. Muchas mujeres desean que su marido sea muy trabaja -
dor, que logre ascensos laborales e incrementos de salario, que se preocupe por su familia,
que conviva con sus hijos, etc. Como se expuso en el apartado anterior, hay mujeres que
tienen la expectativa de que el marido cambie, en particular, que modifique lo que a ellas
les disgusta: su forma de beber, sus llegadas en la madrugada, sus faltas al trabajo, sus
aventuras extramaritales y, de manera destacada, su comportamiento violento.

¿Qué sucede cuando los hombres no cumplen esas expectativas'? La consecuencia


generalizada es la frustración de las mujeres, pero ni la irresponsabilidad, ni el
conformismo, ni la ingestión de bebidas alcohólicas, ni el adulterio los hacen víctimas de
violencia. ¿Por qué'? A estas alturas la respuesta es muy simple: porque a pesar de su
comportamiento son ellos quienes detentan el poder. Pero si alguna forma de violencia se
llega a producir porque el esposo no cumple las expectativas, la mujer y los hijos serán las
víctimas. A pesar de todo, la dirección del maltrato no se modifica.
[239]
En las historias descritas se puede advertir esa constante. Las mujeres maltratadas no sólo
desean que el marido cambie, sino que creen firmemente que es posible y que ellas pueden
contribuir a ello; se ven atrapadas en un juego ilusorio de promesas y desencantos. Los
hombres no satisfacen las expectativas de ellas, rompen sus promesas, expresan un arre-
pentimiento que cada vez dura menos y siguen ejerciendo violencia.

Por último, hay que analizar lo que sucede cuando las m1ujeres se salen del papel
asignado, cuando desempeñan tareas que el marido o compañero desaprueba (por
ejemplo, tener un trabajo remunerado, como Dolores, o salir a bailar y a tomar una copa
con las amigas, como Lucía), cuando se produce algún cambio importante en sus vidas (por
ejemplo, que reciban una herencia) o simplemente cuando no cumplen cualquier
expectativa del marido.

Estos hechos se consideran las causas de la disfunción de la familia y, entonces, las


mujeres son las culpables de lo que suceda en el hogar; se las acusa por igual de los
detalles simples que fallan en lo doméstico y de buscar la desintegración de la familia con
su comportamiento. Cuanto más tradicional sea una familia, cuanto más rígidos sean los
roles de género, más firmemente establecidas estarán las jerarquías y más autoritarias
serán las relaciones entre sus integrantes; en consecuencia, las mujeres tendrán menos
opciones de desarrollo personal y menos posibilidades de salir de un esquema de

182
La Violencia en Casa
subordinación.

En realidad, la tesis que atribuye las causas de la violencia a la familia disfuncional entraña
un peligro más para las mujeres. Mientras éstas sean tranquilas, obedientes y sumisas, la
familia puede por lo menos dar la apariencia de ser armónica. Todo funciona en orden:
alguien manda y alguien obedece, alguien exige y alguien complace, alguien grita y alguien
escucha, alguien ofende y alguien aguanta. Entonces ¿para quién funciona la familia?
¿Quiénes reciben los beneficios y quiénes pagan los costos de ese funcionamiento?

En varias de las historias analizadas las mujeres terminaron por salir de los parámetros
establecidos y afrontaron las
[240]
consecuencias. Dora heredó una casa y se negó a compartir la propiedad con el esposo,
quien se desentendió de todos los gastos y la recriminaba continuamente por cualquier
cosa; Débora rompió el silencio y denunció la violación de su tío, con lo que recibió el
rechazo de gran parte de la familia; Blanquita hizo lo mismo respecto a su padrastro con las
mismas consecuencias, más el desdén de la madre; Dolores empezó a trabajar y eso
exacerbó la violencia; Liliana hizo amistades tras haberse divorciado y Piero intentó quitarle
a los hijos. En realidad, lo que cada una de estas mujeres estaba haciendo era ejercer un
derecho. Ninguna de ellas tenía conductas delictivas ni antisociales; ni siquiera eran
actividades que afectaran directamente a su pareja. ¿Tienen las mujeres que renunciar a
sus derechos fundamentales como el trabajo, la educación, la recreación y, de manera
destacada, una vida libre de violencia, en aras de mantener la armonía familiar, entendida
como una relación de sometimiento, obediencia y sumisión? ¿Son ellas, una vez más,
quienes tienen que sacrificar sus intereses personales, por legítimos que sean, a fin de pre-
servar el buen funcionamiento de la familia? ¿No tendrían los hombres que entender que
las mujeres también tienen derechos y que ambos integrantes de la pareja tienen mucho
que ganar si se construyen relaciones más equitativas?

¿Es la mujer la causante de la disfunción porque decide trabajar de manera remunerada,


porque le gusta salir con sus amigos o porque renuncia al trabajo doméstico? ¿Es el hom-
bre el responsable porque no acepta estas conductas de su esposa o compañera? ¿La
culpa es de ambos por no poder comentar tranquilamente y sin alterarse las diferentes
expectativas que cada uno tiene para sí mismo y para el otro, por no saber negociar y
conciliar intereses distintos?

Cuando una mujer se sale del papel establecido de sumisión y obediencia resiente la
violencia de su esposo. Sin embargo, permanecer en una situación de sometimiento no exi-

183
La Violencia en Casa
me a las mujeres del maltrato. Norma, quien debía rogarle a su marido para que le
comprara sus objetos personales, es un ejemplo de ello. Una vez más se comprueba que la
violencia en la familia tiene una dirección definida y que ésta no se
[241]
modifica aunque el marido no cumpla las expectativas depositadas en él, la mujer decida
salirse de lo establecido, ambos cambien sus comportamientos o permanezcan en el
esquema tradicional de relación.

Por otra parte, hay que diferenciar entre lo que es el ejercicio de un derecho y lo que puede
estar sujeto a negociación. Si los derechos se negocian, automáticamente pierden su ca-
rácter de derechos: dejan de ejercerse y se condicionan a la voluntad del otro, sólo porque
es considerado el jefe de la casa. Expresiones tales como «Mi marido me deja trabajar»,
«Ya me dio permiso para ir a la reunión», «Estoy esperando el mejor momento para
pedirle...» ejemplifican que los patrones de subordinación siguen vigentes.

No sorprende que las expectativas depositadas en las mujeres y las consecuencias que
acarrea intentar renunciar a los papeles asignados o modificar ciertas conductas nos
remitan al tema de las jerarquías y a cómo éstas subsisten a pesar de los cambios
individuales.

En síntesis, el concepto de familia disfuncional permite entender la dinámica de los


conflictos que se producen en los hogares, las consecuencias de la falta de comunicación
entre sus integrantes y en general las dificultades que surgen cuando en ese núcleo de
convivencia se enfrentan presiones o cambios en las condiciones de vida, tanto internos
como externos. SIn embargo, atribuir la violencia en la famIlIa a su disfunción da lugar a
problemas fundamentales. El primero de ellos es que las características individuales se
diluyen ante la preeminencia que se da al grupo. Si el acento se pone en la familia y más
concretamente en la necesidad de conservar la armonía y la tranquilidad, entonces las
necesidades, los deseos y aun los derechos de cada uno de los miembros pueden perderse
en ese sentido de colectividad. Cuando este planteamiento es llevado al extremo se corre el
riesgo de responsabilizar a la víctima del maltrato que sufre. Así, algunos consejeros
matrimoniales y personal de las instituciones de bienestar social dedicadas a la familia dan
a las mujeres recomendaciones del siguiente tenor: «Trata de no exasperarlo, de ser más
comprensiva y cariñosa con él», «Si ya sabes que le molesta
[242]
que trabajes, ¿no es hora de repensar esa decisión tuya?», «Dedícales más tiempo a tus
hijos, es a ti a quien más necesitan».

184
La Violencia en Casa
Una reformulación de esta tesis tendría que incluir, en primer término, un cuestionamiento a
las jerarquías y relaciones de poder que se establecen en la familia. Así, la nueva definición
de familia funcional sería: un espacio democrático donde todos tienen obligaciones y
derechos, donde las opiniones de todos son importantes y donde no existen privilegios en
función de la edad o el sexo. Una familia funcional sería aquella en la que los hijos
entienden y asumen su obligación de asistir a la escuela, cumplir con sus tareas y colaborar
con el trabajo doméstico, por ejemplo, y los padres cumplen su función de educadores con
base en la disciplina, pero jamás en la violencia. Una familia funcional sería aquella en la
que no hay un jefe y las decisiones se toman de común acuerdo entre sus miembros. En
una familia funcional debería prevalecer el respeto a los derechos individuales de todos y
también a sus diferencias. En una familia funcional sus integrantes tendrían que apoyarse
mutuamente.

Paralelamente, sería una familia disfuncional aquella en la que prevalecen relaciones de


autoritarismo, dominio y control, en la que no se aceptan las diferencias, en la que los
conflictos se ignoran o se manejan mediante la imposición y en la que, en suma, las
jerarquías marcan una desigualdad proclive al ejercicio de la violencia.

Otro problema de la tesis que atribuye las causas de la violencia a la familia disfuncional es
que no toma en cuenta el contexto social. Las familias no están aisladas: son el reflejo de lo
que ocurre en un entorno más amplio. Por ello en las sociedades antidemocráticas las
relaciones familiares son también particularmente autoritarias. La organización social, las
instituciones, los mensajes que transmiten los medios, los sistemas de educación, las redes
de amigos y parientes cercanas a la familia, todo ello influye en la composición de los hoga-
res y en las relaciones que establecen sus integrantes. Este enfoque no toma en cuenta
nada de esto para explicar el porqué de la violencia doméstica.

[243]
MODELO SOCIOCULTURAL: «AMPLIANDO EL HORIZONTE»

El llamado modelo sociocultural surgió como una reacción a las explicaciones de la


violencia centradas en el individuo y, más recientemente, a la tesis de la familia
disfuncional. La confrontación provino del feminismo que, desde la academia y desde las
tribunas, denunció las dimensiones y características de la violencia producida en el hogar;
se hicieron las primeras encuestas en poblaciones urbanas y rurales, se registraron las
demandas de las mujeres maltratadas y para explicar el fenómeno se postuló la llamada
construcción patriarcal de la sociedad, es decir, la organización de la vida social (cos-
tumbres, tradiciones, símbolos, lenguaje e instituciones) que da preeminencia a lo
185
La Violencia en Casa
masculino, al tiempo que desdeña o por lo menos atribuye un valor menor a las tareas que
realizan las mujeres y a lo que se considera femenino.

A lo largo de los dos apartados anteriores se ha criticado la distancia que toman el modelo
individual y el familiar con respecto al contexto social. Se ha argumentado que las carac-
terísticas aducidas en ambos modelos son inseparables de los mandatos sociales y, en
particular, de los imperativos establecidos para hombres y mujeres. Así, hay reglas
diferenciadas según el sexo para el consumo de alcohol o drogas; las causas de frustración
y sobre todo los mecanismos socialmente autorizados para ventilar la hostilidad son muy
distintos para mujeres y hombres; la inadaptación social no se define de la misma manera;
las expectativas que se formulan en torno a cada individuo y las consecuencias de su
incumplimiento varían notoriamente. En suma, hay papeles y estereotipos sexuales que
marcan las pautas de comportamiento de hombres y mujeres que no pueden perderse de
vista para entender por qué se produce la violencia, cuáles son sus manifestaciones y cómo
se puede avanzar hacia una solución.

El feminismo, partiendo de la conformación de la estructura social y las relaciones entre sus


miembros, sostiene que la violencia en el hogar se produce porque hay en él una rela ción
de desigualdad, porque las personas implicadas tienen
[244]
niveles jerárquicos diferentes -hay alguien arriba y alguien abajo- y esa asimetría de poder
se ve reforzada después de cada acto de violencia.

La relación de desigualdad no se genera dentro de cada familia: es el reflejo de estructuras


sociales más amplias. Cada sociedad dicta normas específicas sobre cómo deben compor-
tarse los individuos y cómo deben organizarse las familias. Estas normas se transmiten a
través de diversas instituciones -la legislación, los tribunales, las oficinas gubernamentales
de bienestar social y atención a la familia, los medios de comunicación, las escuelas, las
iglesias- que además vigilan su cumplimiento. Las normas y los mecanismos de supervisión
y control pueden ser más o menos estrictos, más o menos flexibles, pero siempre están ahí.

La desigualdad está presente en todos los órdenes de la vida: político, económico, cultural,
social, religioso, familiar, sexual. Hay que recordar la lucha de las sufragistas iniciada hace
más de un siglo, que sin embargo en algunos lugares del planeta sigue siendo una
asignatura pendiente; hay que recordar también las estadísticas de Naciones Unidas que
revelan la magnitud de la desigualdad de género: la mitad de la población constituida por
las mujeres realiza más de la mitad del trabajo y a cambio sólo recibe 10% del ingreso y es
dueña de 1% de la propiedad.

186
La Violencia en Casa

El maltrato a las mujeres en el hogar no es un problema individual ni un asunto que sólo


competa a la familia. La violencia no es una anomalía; por el contrario, es nada menos que
la afirmación de un orden social particular que tolera la subordinación de las mujeres y el
uso de la violencia en su contra. No es un fenómeno fuera de la norma, sino que es
promovido por un orden social basado en la desigualdad y en el cual existen claros
intereses de mantener y perpetuar esquemas de dominación. La violencia contra las
mujeres es congruente con estas finalidades y sirve para reforzar la desigualdad y la
discriminación.

De acuerdo con el modelo sociocultural, el estereotipo de superioridad masculina se


tambalea cuando las mujeres intentan salir del esquema tradicional: si se comportan de ma
[245]
nera asertiva, tienen mejor empleo que sus maridos, ganan más dinero, van adquiriendo
autonomía, etc. El hilo conductor es el supuesto de que el hombre debe ser la parte domi-
nante y que si la mujer se sitúa fuera de ese patrón de sometimiento o se rebela ante la
inequidad, él puede reafirmar «su lugar», mediante la violencia si es necesario.

Niñas y niños, desde la socialización primaria, interiorizan modelos ideales de hombres y


mujeres; los niños van aprendiendo a detentar el poder y las niñas a aceptar lo que se les
impone. Y, por supuesto, es más valorado y reconocido mandar que obedecer. Esta idea
tiene cierta similitud con la tesis del comportamiento aprendido, según la cual los hombres
reproducen en su vida adulta la conducta violenta que presenciaron durante su infancia.
Agreguemos aquí que no necesariamente se trata de que los niños hayan presenciado o
vivido maltrato en carne propia y que en la vida adulta se conviertan en ejecutores -lo que,
como vimos, efectivamente sucede en un tercio de los casos-, sino que desde su infancia
aprenden que por ser hombres tienen una posición de privilegio. Y esto no se percibe
únicamente dentro de las familias. Los hombres, por el solo hecho de serlo, ocupan un
lugar de poder sobre las mujeres, el cual no se deriva de las cualidades de cada individuo
sino de la conformación de la sociedad.

La filósofa española Celia Amorós, al abordar el tema de la violencia contra las mujeres,
señala la existencia de «pactos patriarcales» que se establecen y consolidan entre los hom -
bres por el solo hecho de serlo. De acuerdo con esta postura, existe un condicionamiento
social que hace que cada hombre en lo individual se identifique como miembro de la
cofradía masculina por la imagen que tiene de los demás. «Soy macho porque soy como
ellos». Las características personales de carácter o temperamento no son importantes; lo
que se valora es la pertenencia a ese colectivo, porque eso implica de suyo alguna forma

187
La Violencia en Casa
de poder o, al menos, de «poder estar del lado de los que pueden» [véase C. Amorós,
«Violencia contra la mujer y pactos patriarcales»].
[246]
Los pactos patriarcales no reprimen a las mujeres: simplemente no las toman en cuenta. Un
ejemplo claro es la «palabra de caballero», que remite a un código de honor del que de
entrada ellas están excluidas, porque se las tilda de mentirosas, falsas o, por lo menos,
indiscretas. Sirve como ejemplo de este estereotipo una tira cómica de Mafalda, popular
personaje creado por el caricaturista argentino Quino. En el primer cuadro ella se pregunta
por qué hay tan pocas mujeres al frente de los gobiernos (el dato de que sólo 4% de
titulares del poder ejecutivo en el mundo sean mujeres prueba que estaba en lo cierto). En
el siguiente cuadro Mafalda imagina a una mujer detrás del escritorio presidencial, sobre el
cual un documento ostenta la etiqueta de «Secreto de Estado». En el último cuadro la
presidenta, con el documento abierto, se dispone ansiosa a hablar por teléfono: para comu -
nicar el secreto, se entiende, y así se explica Mafalda su pregunta inicial. Las mujeres no
ocupan cargos presidenciales porque no saben guardar secretos, por muy de Estado que
sean. Otro ejemplo es el cuento «Vientre leal», del escritor uruguayo Mario Benedetti, cuyo
personaje principal debe cumplir una misión revolucionaria y recibe instrucciones precisas
de no dar un solo detalle a nadie, mucho menos a su esposa («Muy caras hemos pagado
ya estas y otras liberalidades»), a quien además, según el título, se define por el vientre.
Fiel al pacto y a la palabra de caballero, el hombre guarda silencio.

Pero los pactos patriarcales no son sólo intercambio de palabras entre caballeros. A veces
los pactos pueden empezar a fallar y entonces se requiere estrechar las redes de solidari-
dad. El ejemplo más dramático de los pactos entre hombres son las violaciones
tumultuarias, que, como se sabe, más de 90% de las veces son premeditadas. Varios
hombres maquinan una estrategia para lastimar a una mujer. Aun en las pocas ocasiones
en que no se planea por anticipado, la violación en grupo es un pacto patriarcal explícito.

A fines de los años setenta, la prensa dio la noticia de dos violadores que operaban en
equipo en el metro de Nueva York. El primero de ellos asediaba a una mujer, le hacía
insinuacio-
[247]
nes de índole sexual y la amenazaba con causarle algún daño si no accedía a sus
pretensiones; entonces aparecía el segundo hombre, que se comportaba como «todo un
caballero», fingía agredir verbalmente a su compañero y ofrecía protección a la mujer.
Cuando ella empezaba a sentirse segura, el verdadero peligro apenas comenzaba.

Los pactos patriarcales se advierten incluso en situaciones cotidianas. Cuando el padre le

188
La Violencia en Casa
encomienda a su hijo varón que cuide a la madre y a las hermanas («Te encargo a las da-
mas»), cuando el hijo mayor adquiere derechos hereditarios por encima de las mujeres de
la familia, cuando el novio protagoniza la ceremonia de petición de mano de su futura espo-
sa, cuando el padre de ésta entrega una dote, cuando la televisión y el cine transmiten
imágenes de mujeres como objetos sexuales, se trata de pactos patriarcales en operación.

En los ejemplos analizados en capítulos anteriores se observan pactos patriarcales


evidentes: un grupo de jóvenes invierte el tiempo libre en insultar a mujeres; Carmen es
violada por tres sujetos ante la mirada complaciente del marido, quien además se dedica a
insultarla y a burlarse de ella; José Luis golpea a su madre con la anuencia tácita de Felipe,
su padre.

Los pactos también operan cuando las mujeres intentan salir de una relación o simplemente
solicitan ayuda. Agentes del ministerio público, policías, jueces, consejeros matrimoniales,
sacerdotes, suelen establecer una alianza de complicidad con el agresor. Cuando a una
mujer se le recomienda ser más cariñosa y tratar de no exasperar a su marido, por ejemplo,
está verificándose un pacto patriarcal.

La cuestión de fondo no es solamente el comportamiento individual, sino todo un complejo


sistema de estructuras, procesos, relaciones e ideologías que sirven de marco a cada acto
concreto. Los siguientes ejemplos ilustran esta afirmación.

En 1996, Claudia Rodríguez, casada y con dos hijos, salió con una amiga a un bar donde
se tocaba música. Al abandonar el lugar, el novio de la amiga de Claudia intentó violar a
Claudia mientras cruzaba un puente peatonal y ella le disparó en el vientre en un acto de
legítima defensa de su integridad. El presunto agresor murió por no haber recibido a tiem-
[248]
po la atención médica requerida y Claudia Rodríguez estuvo en la cárcel casi un año. Los
argumentos en su contra se resumen en dos enunciados: una mujer casada no debe salir a
bailar con alguien que no sea su marido, y un intento de violación no es suficientemente
grave para defenderse con un arma. Pero ese mismo día, en otra parte de la ciudad, un
hombre mató a otro, también en defensa propia, porque intentó robarle un reloj. En tres días
el caso estaba cerrado. Nadie dudó de la legitimidad de la respuesta.

En síntesis, el modelo sociocultural postula que la violencia en los hogares sólo puede
explicarse a partir de la organización patriarcal de la sociedad. Considera que los sujetos
implicados en una relación de maltrato son individuos pertenecientes a un grupo que se
desenvuelven en un contexto social determinado. Este modelo, utilizado con particular in-

189
La Violencia en Casa
terés por la teoría feminista, ha sido de gran utilidad para demostrar que la violencia contra
las mujeres es un fenómeno estructural, funcional dentro del sistema y útil para mantener el
orden establecido. Sin embargo, es insuficiente para explicar por qué sólo algunos hombres
maltratan y otros no.

Tampoco explica qué condiciones permiten que algunas mujeres logren salir de la relación
de violencia y otras no.

Después de este recorrido por los diversos modelos utilizados para explicar los orígenes de
la violencia en la familia, se advierte que todos ellos hacen aportaciones valiosas, pero que
ninguno permite entender cabalmente el fenómeno en su conjunto. El problema persistirá
mientras las diferentes visiones sean parciales. No se avanza mucho con formular
explicaciones reduccionistas que postulen como única causa de la violencia el alcohol, la
frustración individual o la disfunción familiar.
La explicación que encuentra la causa de la violencia en el patriarcado es más
prometedora, pues toma en cuenta la construcción de las relaciones sociales y pone en
primer plano las diversas formas de desigualdad en que se produce el maltrato. Pero
incluso esta explicación se queda corta al abordar algunas situaciones específicas, en
particular al tratar de resolver casos concretos.
[249]
No cabe duda de que si las sociedades logran reestructurarse de tal manera que las
relaciones entre sus integrantes sean equitativas y justas, si se condena con severidad -en
el discurso y en la práctica- cualquier forma de desigualdad, si se consolida una cultura de
respeto a las diferencias y se hace de la tolerancia una práctica generalizada, a la larga se
logrará desterrar la violencia en las familias. En realidad ése es el gran reto y a esa tarea
deben canalizarse los distintos empeños.

Para llegar a esa meta hay que dirigir la atención a los otros espacios, no sólo al círculo
familiar. Aquí podemos recordar el modelo ecológico para articular los tres enfoques
analizados y lograr una visión más amplia del problema.

En el círculo más amplio de ese modelo, llamado macrosistema, se ubicarían las


explicaciones del modelo sociocultural: la conformación patriarcal de la sociedad, el
establecimiento de papeles diferenciados, excluyentes y desiguales, para hombres y
mujeres, así como las normas sociales, culturales y legales, y los mecanismos para su
vigilancia y sanción.

El mismo modelo social nutriría el segundo de los componentes, el exosistema, con su

190
La Violencia en Casa
análisis específico de las instituciones, en particular las de bienestar social y atención a la
familia. En este espacio se incluirían tanto las organizaciones sociales como sus demandas
y exigencias a las autoridades.

En el microsistema tendrían cabida los señalamientos sobre el funcionamiento de la familia,


con la reformulación antes anotada. No basta con describir las fallas o anomalías de cada
núcleo de convivencia: debe haber propuestas que cuestionen esas mismas descripciones
y sugieran patrones de relación equitativos, actitudes de tolerancia y respeto a las dife-
rencias personales, y formas de resolver los conflictos basadas en la comunicación, el
diálogo y la conciliación.

Finalmente, el nivel individual incluiría las formas que cada persona tiene de percibir el
mundo y las motivaciones que hay detrás de cada comportamiento agresivo. Aquí también
cabrían las pautas de relación adquiridas en la familia de origen desde la más temprana
infancia, así como los mandatos sociales y las concepciones de poder que permean la
estructura
[250]
social en su conjunto, desde el espacio más amplio que es el macrosistema, hasta los
pensamientos y sueños individuales.

Una estrategia para erradicar la violencia en el hogar tiene que aplicarse en todos estos
niveles. Sólo de esa manera será posible apuntar a una solución articulada y completa de
tan grave problema.

[251]

CAPÍTULO 6
RECAPITULACIÓN: LA VIOLENCIA EN LA FAMILIA

A lo largo de estas páginas se ha presentado un panorama general sobre la violencia que


se produce en la familia. Ahora habrá que recapitular e intentar responder las inte rrogantes
iniciales y formular algunas conclusiones.

La violencia es una conducta humana aprendida, fortalecida en la experiencia cotidiana e


inserta en un contexto social determinado. Las causas del comportamiento violento, y más
específicamente de las acciones realizadas para transgredir la voluntad de los demás y
controlar, someter o dominar, no deben buscarse en la información genética ni en el cuerpo
191
La Violencia en Casa
mismo. Detrás de cada acto concreto entre dos personas hay múltiples relaciones sociales;
hay jerarquías asignadas en función del sexo, la clase social, la raza, la preferencia sexual,
la discapacidad, etc. La violencia se gesta en la desigualdad y se nutre del ejercicio del
poder.

En el hogar se reproducen las jerarquías sociales y las relaciones de dominación. El jefe del
hogar, por lo regular un hombre adulto, tiene las atribuciones de mando y exigencia
correspondientes a una figura de autoridad; el hombre de la casa, quien desempeña los
papeles de esposo y padre y de quien se espera que sea también el proveedor de los
bienes materiales que la familia necesita, ejerce poder sobre los de-
[252]
más integrantes de ese núcleo de convivencia.

Ese poder se expresa de muy diversas maneras: controla los gastos, toma decisiones que
afectan a la totalidad del grupo, exige determinados comportamientos de los demás,
sanciona a quienes no se ajustan a sus normas, reclama ciertas atenciones, etc. La sola
idea de que en la familia hay (o debe haber) un jefe remite a una relación desigual, a una
relación asimétrica de poder en la que alguien manda y los demás obedecen.

La asignación diferenciada de tareas y funciones no se establece de acuerdo con las


aptitudes y gustos de cada quien, sino a partir de criterios como el género, la edad, la
preferencia sexual, la discapacidad. El problema no está en reconocer las diferencias ni en
esperar de cada quien actividades distintas. De hecho sería imposible que todas las
personas hicieran exactamente lo mismo. La clave para entender la dinámica de la violencia
no está en las diferencias sino en las desigualdades derivadas de las jerarquías. Por eso
muchas simples diferencias se traducen en discriminación, tanto en la sociedad en su
conjunto como dentro de los hogares. Así, quienes tienen una mayor propensión a ser
víctimas de maltrato, precisamente por la posición que ocupan en la familia, son las
mujeres, los menores, los ancianos, las personas con algún impedimento físico, las
lesbianas y los homosexuales.

La violencia doméstica se produce en direcciones definidas: del marido hacia la mujer, del
padre o la madre hacia los hijos, de los adultos jóvenes hacia los ancianos, de las personas
sanas hacia las discapacitadas y de los heterosexuales hacia los homosexuales y las
lesbianas. Sí, es cierto que en contadas ocasiones el maltrato puede producirse a la
inversa, pero son excepciones y deben tratarse como tales. Quizás haya algunos hombres
golpeados, pero difícilmente estarían en una situación de aislamiento y temiendo por sus
vidas. De los ejemplos que se analizaron a lo largo de esta obra, Javier se siente

192
La Violencia en Casa
maltratado, sin serlo en realidad, porque no es atendido como el hombre de la casa; Raúl
se siente agobiado por la enfermedad de su esposa y culpable ante la idea de dejarla, pero
aun en esa confusión sabe que puede alejarse cuando lo decida. Las mujeres, en cambio,
son realmente maltratadas, muchas
[253]
veces dependen económicamente del marido, y viven con miedo, aisladas, temerosas de lo
que pueda sucederles a sus hijos y presionadas por la familia o la sociedad para
permanecer en la relación, en contra de su deseo y arriesgando su seguridad.

Según los medios utilizados, la violencia puede clasificarse en física, psicológica, sexual y
económica. La forma más visible del maltrato doméstico son los golpes, cuyas consecuen-
cias muchas veces quedan marcadas en el cuerpo, aunque no siempre se adviertan a
simple vista: hay secuelas que sólo se reconocen después de largos periodos.

La violencia psicológica o emocional también puede llegar a ser devastadora; los insultos,
los sarcasmos, las bromas hirientes, las humillaciones, los silencios, van minando la au-
toestima de las víctimas. Además, como no hay una herida evidente es más difícil evaluar
los daños.

La violencia económica o patrimonial también es difícil de medir y a veces incluso de


identificar. En una familia muy tradicional a nadie sorprende que sea el padre quien tome
todas las decisiones en ese terreno ni que utilice el dinero para controlar a los demás. La
violencia económica se expresa cuando no se cumple con la obligación de dar alimentos
(en el sentido legal del término, que abarca comida, vivienda, salud, educación, recreación)
a los demás integrantes de la familia (lo que coloquialmente se llama «no dar el gasto» o
darlo «con cuentagotas y mala cara»), así como la destrucción o el robo de objetos que
pertenecen a la víctima.

Finalmente, la violencia sexual tiene diversas manifestaciones. La más brutal es la


violación, pero hay otras formas que también deben tomarse en cuenta: obligar a la mujer a
prácticas sexuales que le resulten dolorosas o desagradables o que simplemente no desee,
y cuando se trata de menores, forzarlos a tocar el cuerpo del agresor, exponerlos a material
pornográfico, hacerlos presenciar actos sexuales entre adultos o convertirlos en testigos del
abuso perpetrado contra otros menores. Las principales víctimas de la violencia sexual son
las mujeres y las niñas, aunque también hay muchos niños y hombres adolescentes que
sufren diferentes formas de abuso sexual. Los agresores son hombres prácticamente en su
totalidad.

193
La Violencia en Casa
[254]
En una relación conyugal o de pareja, una de las principales dificultades para identificar la
violencia sexual y conocer la dimensión del problema y sus características es que tanto
hombres como mujeres suponen equivocadamente que la relación sexual es un derecho del
marido y una obligación de la esposa. La voluntad de las mujeres es la gran ausente en
esta concepción de los «derechos conyugales». Cuanto más arraigados estén los
estereotipos de género en las mentalidades y en el imaginario social, más difícil será definir
el intercambio sexual com0 una relación libre en donde confluyen dos voluntades
autónomas.

La clasificación de la violencia familiar en física, psicológica, sexual y económica cumple


una finalidad descriptiva y es útil para el análisis. Sin embargo, com0 se detectó en los ca -
sos revisados, casi siempre coexisten por lo menos dos variantes. La celotipia, por ejemplo,
es una combinación de violencia psicológica y sexual. El maltrato físico nunca se presenta
de manera aislada: siempre arrastra consigo una carga de violencia psicológica y en
muchas ocasiones los incidentes de golpes van seguidos de una relación sexual forzada.
Así, las variantes mencionadas por lo regular van juntas o se presentan en una misma
relación de manera alternada y con diferentes intensidades y manifestaciones.

Si se conocen los alcances de la violencia y las consecuencias tan dañinas que puede tener
tanto para las víctimas directas como para otros miembros de la familia, por ejemplo los
hijos, ¿por qué persiste la relación? ¿Por qué las mujeres permanecen al lado de sus
agresores? ¿Por qué arriesgan su salud, su integridad física o psicológica y hasta su vida?
Algunas respuestas, vigentes en el imaginario social en forma de dichos, refranes,
canciones o simplemente expresiones populares, depositan la culpa en las mujeres -porque
«les gusta»o «lo provocan»- y paralelamente condonan los actos del agresor con alusiones
a la naturaleza masculina o a la inevitabilidad de las circunstancias. Estas falsas creencias
han sobrevivido debido a la construcción desigual de las relaciones entre los géneros. Se
trata de mitos construidos sobre la ignorancia y el prejuicio. A medida que se ha avanzado
en el
[255]
estudio de la violencia y el análisis de las relaciones específicas de maltrato, se han
derribado algunos de esos mitos. Las mujeres maltratadas no tienen una actitud pasiva o
resignada; algunas investigaciones han revelado que, lejos de ello, intentan pedir ayuda o
defenderse directamente durante el ataque. Muchas intentan salir de la relación aunque por
muy diversas razones no siempre lo logran; otras muchas se esfuerzan para que la
situación cambie. Todas, sin excepción, desean que cese la violencia.

194
La Violencia en Casa
Una relación de maltrato es mucho más compleja de lo que parece a simple vista. Culpar a
las mujeres por su aparente falta de decisión para dejar al agresor o incluso por querer
permanecer a su lado no sólo es inexacto sino además riesgoso. Con esas actitudes,
presentes entre los amigos, en la familia extensa y aun en espacios institucionales se
minimiza el problema y se desestima la atención a la víctima.

La violencia en la pareja no es permanente; como se alternan el maltrato y el afecto, las


mujeres se conectan con el lado amable del agresor, con sus comportamientos cariñosos y
sus palabras de arrepentimiento. Además a fuerza de estar pendientes de cada uno de sus
movimientos gestos o palabras llegan a identificar señales en su comportamiento que les
permiten saber con exactitud cuál es su estado de ánimo y predecir un incidente de gritos o
de golpes. En realidad son quienes mejor conocen a los agresores. Al mismo tiempo, hacen
a un lado sus propios sentimientos y malestares; se preocupan más por lo que le sucede al
hombre que por ellas mismas. En las primeras entrevistas con las trabajadoras sociales y
los psicoterapeutas, las mujeres pueden hablar durante un largo rato de sus maridos y
aventurar interpretaciones de su comportamiento violento, pero al ser interrogadas sobre lo
que les pasa a ellas titubean, se encogen de hombros o guardan silencio. Con ese
conocimiento preciso que tienen del maltratador piensan sinceramente que pueden
ayudado a eliminar su parte violenta y hacer que se prolonguen la armonía y la convivencia
pacífica. También los hombres creen sinceramente que pueden modificar sus actitudes
pero en lugar de acudir con especialistas colocan todo el peso de su propio
[256]
cambio sobre las mujeres. Cuando las esposas confrontan a sus maridos con su violencia y
sobre todo cuando realizan alguna acción concreta para poner fin a la relación, los hombres
adoptan el papel de sufridos y desde esa posición de seres incomprendidos, incapaces de
valerse por sí mismos y necesitados de ayuda hacen grandes chantajes. Es muy fácil que
las mujeres caigan en el juego y asuman entonces el papel de reparadoras.

Por otra parte, las víctimas de la violencia suelen estar muy aisladas. A veces el encierro es
literal y viven sobrevigiladas por el marido, que controla cada uno de sus actos. En otras
ocasiones el aislamiento es emocional; las mujeres que no pueden hablar de su
problemática porque no tienen a nadie cerca, porque no saben en quien confiar o porque
han intentado hacerlo y no sólo no han encontrado empatía sino que ni siquiera se les cree,
están cada vez más solas y por lo tanto más expuestas al maltrato. La persona que se
encuentra más cercana a ellas después de una golpiza suele ser el propio agresor -quien
además se muestra compasivo y delicado-, y las mujeres perciben que él es el único apoyo
que pueden recibir en ese momento. La dinámica del ciclo de la violencia, las
características del llamado síndrome de Estocolmo y la falta de apoyos reales se conjugan

195
La Violencia en Casa
para obstaculizar el camino de salida.

La desigualdad entre hombres y mujeres está presente en todas las sociedades. No hay un
solo país en el mundo que trate a sus ciudadanos de manera equitativa. Las culturas fun-
damentalistas son las más opresivas para las mujeres; por ejemplo, en Afganistán un
hombre golpeó hasta la muerte a una mujer desconocida sólo porque exhibió el brazo fuera
de la ventanilla de su auto y el agresor consideró que era un atentado a la cultura de esa
nación. Pero aun las sociedades democráticas distan mucho de ser igualitarias. El
movimiento de mujeres en contra de la violencia doméstica empezó en países como
Inglaterra, Estados Unidos y Canadá, lo cual demuestra, por un lado, que incluso en países
con una sólida tradición democrática se maltrata a las esposas y, por otra parte, que gracias
a las posibilidades de participación demo-
[257]
crática en esos mismos países las mujeres lograron organizarse para exigir sus derechos.

La violencia contra las esposas, que es expresión de la desigualdad de género, es un


fenómeno universal. Investigaciones realizadas en muy diversas partes del planeta apuntan
en la misma dirección: una de cada tres mujeres es golpeada por su marido o compañero
íntimo. El dato aparece de manera casi sistemática en los estudios específicos,
independientemente de los alcances y la metodología utilizada en cada uno de ellos. Más
allá de los sistemas políticos, regímenes económicos, sistemas de gobierno o religiones
predominantes, la situación de la tercera parte de la población femenina mundial es en
esencia la misma: las mujeres son víctimas de la' violencia en sus hogares.

Cuando se abordan otras formas de maltrato -psicológico, económico o sexual-, la


proporción aumenta sensiblemente. Además, se sabe que en todas las manifestaciones de
la violencia y sean quienes sean las víctimas -las esposas, los menores, los ancianos, los
discapacitados-, hay un subregistro. En otras palabras, las cifras que arrojan las
estadísticas sólo constituyen la parte visible del iceberg.

Pero ¿por qué se da la violencia'? ¿Qué hay detrás de cada golpe, de cada insulto, de cada
humillación dirigida precisamente a quienes los agresores dicen amar? ¿Por qué hay hom-
bres que maltratan, que golpean, que violan? ¿Y qué hace que algunos hombres sean
violentos y otros no?

Para responder estas preguntas se han formulado explicaciones de diversa índole. Por una
parte, se alude a las características individuales, tales como rasgos de personalidad -tanto
del agresor corno de la víctima-, consumo de alcohol o de ciertas drogas, antecedentes

196
La Violencia en Casa
familiares de maltrato presenciado o sufrido en carne propia, e incluso se ha hablado de
una suerte de adicción a la violencia. Algunas de estas explicaciones reproducen las
creencias populares que culpan a las víctimas y absuelven al agresor. El mito de la
naturaleza masculina agresiva e impetuosa, en contraste con la esencia de pasividad y
resignada sumisión que caracteriza a las mujeres, aparece también en un discurso de
pretendida cientificidad
[258]
que sostiene que la violencia es inevitable. La tesis de la llamada precipitación de la víctima
no sólo reproduce un estereotipo sino que además justifica y convalida el maltrato.

Las propuestas centradas en las relaciones familiares subrayan las condiciones que pueden
producir disfunción. El principal cuestionamiento al respecto se refiere precisamente a la
manera como se defina la disfunción. ¿Sobre qué bases tendría que definirse? ¿Y sobre
qué bases tendrían que construirse la convivencia pacífica y la comunicación entre los
integrantes de la familia? El peligro que entrañan estas propuestas es ignorar que la
supuesta armonía puede sustentarse en la dominación y la consecuente negación de los
derechos individuales. Desde el punto de vista del modelo familiar, las mujeres, los
ancianos y los menores que mostraran actitudes asertivas y dejaran de lado la obediencia
ciega y pasiva serían los causantes de la «disfunción» y, en consecuencia, responsables de
crear una atmósfera proclive a la violencia.

En otras palabras, las tesis de la familia disfuncional son útiles en la medida en que se
asuma que cada uno de los integrantes del núcleo de convivencia tiene derecho a una vida
libre de violencia y que la armonía auténtica sólo puede derivarse de relaciones equitativas.
Esto no destierra los conflictos, que ciertamente son inevitables, pero sí permite encontrar
vías adecuadas, y no violentas, de solución.

Por último, las explicaciones que ofrece el modelo sociocultural rebasan la esfera individual
y el ámbito familiar, y toman en cuenta contextos tan amplios como la sociedad en su
conjunto y las diversas instancias que emiten mandatos específicos para regular y
condicionar el comportamiento de cada persona. La organización patriarcal, al implicar una
clara desigualdad de género, hace que la violencia contra las mujeres sea vista como un
asunto poco importante, privado, o que simplemente no se tome en cuenta porque se
piensa que es natural. Otras desigualdades originadas en la organización social se basan
en la edad, la discapacidad y las preferencias sexuales. Estas inequidades también se
reproducen en la familia.

197
La Violencia en Casa

[ 259]
Nada de esto significa que todos los hombres ejerzan violencia contra sus esposas, que
todos los padres maltraten a sus hijos, ni que todos los ancianos, discapacitados u homo-
sexuales sufran alguna forma de victimización dentro de la familia. Las explicaciones del
modelo sociocultural, si bien son más abarcadoras que las basadas en características indi-
viduales o familiares, tampoco son suficientes, por sí solas, para comprender la
problemática de la violencia. ¿Por qué algunos hombres golpean y otros no, si todos
recibieron los mismos mensajes? ¿Por qué algunas mujeres logran salir de la relación de
violencia y otras en situaciones similares permanecen al lado de quien las maltrata?

Para contestar estas preguntas hay que rescatar las propuestas de los modelos individual y
familiar. Cada historia tiene su propia especificidad y en cada situación hay elementos que
permiten particularizada, pero cada uno de ellos -la ingestión de alcohol, los antecedentes
familiares, el desempleo, la pobreza, ciertas dificultades por las que atraviese la familia-
debe articularse con los esquemas de desigualdad social que propician la violencia y hacen
que la victimización sobre ciertas personas sea minimizada o incluso tolerada.

La violencia doméstica produce graves consecuencias para las víctimas, la familia y la


sociedad, apreciables a corto y largo plazos. Los efectos inmediatos más visibles son las
secuelas del daño físico: heridas de diversa magnitud, fracturas, lesiones en distintas partes
del cuerpo, etc. Las consecuencias de la violencia en la salud de las víctimas, aun
basándose en la definición restringida de salud como ausencia de enfermedad, son
alarmantes. Si bien existe un subregistro evidente por la gran cantidad de casos que nunca
llegan a clínicas u hospitales y se atienden con remedios caseros, según investigaciones
del Banco Mundial, uno de cada cinco días de vida saludable que pierden las mujeres en
edad reproductiva se debe a la victimización de género.

Algunas lesiones no dejan una huella visible en el cuerpo pero dañan órganos internos. Las
secuelas del maltrato físico pueden prolongarse durante mucho tiempo; a veces duran toda
la vida. Las mujeres golpeadas experimentan además ja-
[260]
quecas recurrentes, dolores musculares o abdominales, trastornos en el sueño y la
alimentación, etc. En la esfera emocional, los efectos del maltrato también pueden ser
devastadores. Las mujeres inmersas en una relación en la que haya violencia de cualquier
tipo sufren una progresiva debilitación psicológica; por muy sólida que sea su autoestima,
las agresiones recurrentes acaban por desestabilizarla. Vivencias de miedo o culpa,
sentimientos de confusión, devaluación y estrés permanente son comunes entre las

198
La Violencia en Casa
víctimas. A veces se presentan cuadros depresivos que pueden desembocar en fantasías o
actos suicidas.

En ocasiones la violencia termina con la muerte. Cuando las mujeres son asesinadas por
sus esposos, por lo regular detrás del crimen hay una larga historia de maltrato, que ade-
más es cíclico y progresivo. En ocasiones es el agresor quien muere. Cuando la mujer
asesina al marido o compañero íntimo, por lo general también existe una larga historia de
violencia contra ella.

Algunas matan en defensa propia, ante la inminencia de un ataque o cuando éste se


produce. Investigaciones realizadas en cárceles de mujeres revelan que éstas asumen una
conducta homicida sólo tras haber vivido muchos años como víctimas y que muy rara vez
hay premeditación. A muchas de ellas, estar en prisión les da una seguridad que no tenían
en su vida familiar.

Cuando intervienen terceros en los episodios de violencia, como a menudo hacen los hijos,
también ellos pueden salir lesionados. Un rasgo de la violencia es que produce más
violencia.

Los hijos de las mujeres maltratadas en muchas ocasiones son también víctimas directas
del padre o de la madre. Hay muchas mujeres golpeadas por el marido y a su vez
golpeadoras de los hijos. Aun cuando los menores no sean agredidos, el hecho de
presenciar la violencia contra su madre o de escuchar e imaginar un incidente de golpes
son formas de violencia emocional que dejan secuelas. Muchos niños se sienten culpables
porque creen que ellos son los causantes de la conducta de sus padres y de sus disputas
conyugales. Además, hay un aprendizaje del comportamiento violento que niños y
[261]
niñas asimilan de manera diferenciada y que podrían repetir en su vida adulta, ya sea como
ejecutores o como víctimas. Unos y otras pueden llegar a pensar que la violencia es inhe -
rente a las relaciones de pareja.

Las consecuencias para la familia son evidentes. La atmósfera de animadversión que se


genera y retroalimenta con la violencia produce relaciones muy tensas entre sus miembros,
incluso en quienes no están directamente involucrados en la dinámica del maltrato. Las
mujeres y los menores viven con miedo y angustia permanentes, la comunicación en el
grupo se vuelve cada vez más difícil y lo que debería ser un espacio: de solidaridad, apoyo
mutuo y crecimiento personal se convierte en un campo de batalla. Aun en los momentos
de paz relativa existe un clima impregnado de agresiones. Esto se advierte con claridad

199
La Violencia en Casa
cuando hay violencia sexual contra menores, quienes saben que en cualquier momento
puede producirse un episodio de abuso y nunca se sienten tranquilos o relajados. Además,
las familias en las que hay violencia deben enfrentar costos adicionales, por ejemplo de
servicios de salud o medicamentos, reparaciones de objetos destruidos, días laborales
perdidos, ausencias escolares de los niños.

Finalmente, los costos sociales de la violencia doméstica son elevados, si bien resultan
difíciles de cuantificar. Y éstos no sólo suponen los costos económicos de los servicios de
salud, de los sistemas de procuración de justicia y de las instituciones de bienestar social
que prestan atención directa a víctimas: también deben tomarse en cuenta las
repercusiones que tiene para la sociedad el hecho que una tercera parte de su población
femenina viva con violencia permanente en su casa, que los niños de esas y otras familias
estén expuestos al maltrato y que la problemática ni siquiera pueda abordarse directamente
porque el abuso permanece oculto. Una sociedad no puede ser sana si a más de la tercera
parte de sus habitantes les está negada una vida libre de violencia.

Una vez que se conoce la existencia del problema y se sabe que es un fenómeno universal
de grandes dimensiones cuyos efectos son nocivos para las víctimas, las familias y la socie -
dad en general, se impone preguntar qué se ha hecho para
[262]
erradicar la violencia, qué acciones concretas se han emprendido, cuáles han sido los
resultados hasta ahora y qué tareas quedan pendientes para el futuro cercano.

El último cuarto del siglo XX fue escenario de diversas luchas y movimientos sociales, entre
los cuales destaca el feminismo con su denuncia de la violencia contra las mujeres. En la
actualidad, el combate del maltrato en el hogar ha ganado arraigo en ámbitos muy variados:
las organizaciones sociales, los partidos políticos, los espacios académicos, los gobiernos
locales y nacionales, las agencias internacionales y los organismos de Naciones Unidas.
Este proceso, si bien se ha dado de una manera relativamente rápida en tanto que todos di-
cen estar en contra de la violencia, ha seguido una trayectoria que conviene recordar.
Fueron las mujeres, organizadas en pequeños grupos y después en redes nacionales y
regionales, quienes iniciaron la denuncia pública de la violencia perpetrada contra ellas y
formularon demandas específicas de atención.

No es sorprendente que quienes cuestionan las relaciones de dominación no sean los que
ejercen el mando sino los que tienen que obedecer; no los de arriba sino los de abajo.

También fueron las mujeres, a través de grupos y colectivos y más recientemente

200
La Violencia en Casa
organizaciones no gubernamentales, quienes empezaron a atender directamente a las
víctimas de la violencia, tanto en el terreno de la psicoterapia como en el de la asesoría
legal. Otras acciones de la militancia feminista fueron la articulación con organizaciones
homólogas en otras ciudades y países y la elaboración y aplicación de estrategias
conjuntas de lucha contra la violencia.

En los centros académicos de docencia e investigación, el tema del maltrato empezó a


abordarse desde distintas disciplinas, principalmente la psicología, la sociología y la antro-
pología, y se elaboraron estudios específicos que han permitido un conocimiento de la
problemática cada vez más amplio y confiable. Además de las encuestas y los estudios de
caso, numerosas investigaciones se han centrado en la situación de las víctimas, los
efectos del maltrato emocional, las consecuencias de la violencia para los menores, las
estructuras y
[263]
los procesos sociales vinculados con la organización y el funcionamiento de la familia, el
trabajo con agresores, etcétera.

Las dos vertientes mencionadas -la de denuncia pública de la violencia y la de


investigación- han sido una constante a lo largo de las últimas décadas y han producido
avances que no deben pasar inadvertidos. En el terreno de las acciones concretas, y
específicamente en cuanto a la atención a víctimas, es posible hablar de logros importantes
tanto en ámbitos locales como nacionales y regionales. En 1994 surgió la Convención
Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer
(Convención de Belem do Pará), que es un instrumento de derecho internacional que obliga
a los países firmantes a llevar a cabo una serie de tareas de prevención, a emitir leyes
especializadas para eliminar la violencia, a crear centros especializados para atender a las
víctimas y a los agresores, así como a informar periódicamente a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos sobre las actividades realizadas.

La Convención de Belem do Pará estableció bases sólidas para realizar campañas de


sensibilización a la población en general, para diseñar mecanismos específicos de atención
legal y para elaborar estadísticas con fiables. Es importante mencionar también la fuerza
simbólica que tiene el hecho que la violencia hacia las mujeres esté condenada en un ins-
trumento internacional.

Ya no se trata de protestas aisladas de mujeres reunidas en pequeños grupos, sino de


organismos de defensa de los derechos humanos que, dentro de Naciones Unidas,
recomiendan a los gobiernos atender una problemática considerada grave.

201
La Violencia en Casa

Los alcances de esa convención se limitan al continente americano. La gran mayoría de los
países han firmado y ratificado el documento y han emprendido algunas acciones con-
cretas. Una primera tarea consistió en actualizar el marco legislativo, ya fuera para tipificar
la violencia familiar como delito, para incluirla entre las causales de divorcio o bien para
crear una nueva ley que rescatara sus particularidades.

Los países latinoamericanos que hasta julio de 2001 han incorporado la violencia doméstica
a su legislación son Ar-
[264]
gentina, Bolivia, Costa Rica, Colombia, Chile, Uruguay, Brasil, Honduras, Guatemala, El
Salvador, México y Nicaragua. Puerto Rico merece un comentario aparte, ya que ahí desde
1986, mucho antes de la Convención de Belem do Pará, la violencia conyugal estaba
catalogada como delito grave.

Ya se sabe que no es posible modificar la realidad social sólo con la promulgación de una
ley. Los cambios no ocurren por decreto. Sin embargo, las leyes cumplen el propósito de
reconocer, hacer visible y condenar la violencia en la familia, así como el de dar un primer
paso en la regulación de servicios para las víctimas: atención legal rápida y gratuita (sin
necesidad de contratar abogados), medidas de protección y seguridad, refugios para las
mujeres golpeadas y sus hijos, entre otros.

En el terreno práctico se han incrementado los servicios para las víctimas de violencia,
tanto privados como gubernamentales. En países como Brasil, Ecuador, México y Perú hay
agencias o delegaciones de policía especializadas en violencia sexual e intrafamiliar. En
otros lugares, como Colombia, Chile y Costa Rica, se han creado instituciones dedicadas
exclusivamente a atender casos de violencia familiar que operan con el criterio de dar un
servicio integral: en un mismo sitio hay profesionales de trabajo social, apoyo
psicoterapéutico, asesoría legal y en ocasiones atención médica.

Las instituciones de bienestar social y los organismos de defensa de los derechos humanos
abordan el tema de la violencia familiar en sus actividades cotidianas de denuncia, asesoría
y difusión. Se han llevado a cabo campañas de concienciación a gran escala, con un amplio
grupo de patrocinadores, entre ellos organismos internacionales como el Fondo de Na-
ciones Unidas para la Mujer (UNIF EM) o el Fondo de Desarrollo de Naciones Unidas para
la Infancia (UNICEF); instituciones gubernamentales relacionadas con asuntos familiares,
con la equidad de género y la procuración de justicia; partidos políticos; organizaciones
sociales de diversa índole, y grupos feministas, cuyo objetivo común es poner algo más que

202
La Violencia en Casa
un granito de arena en la lucha contra la violencia.
[265]
Con respecto a la atención legal, en los países que han promulgado leyes especiales y
creado los espacios correspondientes para su aplicación es posible observar un incremento
constante de la cantidad de usuarias que demandan atención. Desde luego, este aumento
no indica una incidencia cada vez mayor del maltrato, sino la creciente conciencia que las
mujeres tienen de sus derechos. En cuanto se abren posibilidades reales de denuncia,
éstas se aprovechan al máximo. Aunque son sitios cuya finalidad es atender procesos
legales, en ocasiones ofrecen también apoyo psicológico y de trabajo social.

Finalmente, la seguridad de las mujeres golpeadas y sus hijos ha representado un desafío


para los gobiernos, que son los encargados de garantizarla. En países como Inglaterra los
primeros albergues empezaron a funcionar hace aproximadamente treinta años; Canadá y
Estados Unidos tienen también una amplia experiencia en el manejo de refugios. En
América Latina los esfuerzos son mucho más recientes: apenas a mediados de la década
de los noventa empezaron a funcionar en las grandes ciudades algunos albergues con ca-
pacidad restringida. Por ejemplo, en la ciudad de México, que tiene más de diez millones de
habitantes, el albergue creado por el gobierno en 1997 puede alojar alrededor de setenta
personas en total. En otros lugares la situación es similar; es talla magnitud del problema y
la demanda de servicios que éstos pronto se saturan y nunca llegan a ser suficientes.

En síntesis, los logros obtenidos pueden ubicarse en los siguientes campos: denuncia
social, concienciación y prevención, investigación y análisis académico, y servicios
gubernamentales en las áreas de salud, bienestar social, procuración de justicia y
seguridad.

Todo esto indica que hay cambios muy concretos, que se han logrado avances importantes
y que el tema de la violencia doméstica, preocupación original del feminismo, se ha
integrado a los programas gubernamentales. Sin embargo, también existen algunos
obstáculos en el camino. Un primer problema es la escasez de servicios especializados. A
pesar de que se han creado centros de atención a las vícti-
[266]
mas de la violencia, éstos, insistamos en ello, siguen siendo insuficientes. Rápidamente
llegan a saturarse y la atención pierde eficiencia.

Por otra parte, si el trabajo con las víctimas de violencia se realiza por separado, es decir, si
no hay una articulación clara de las actividades de psicólogos, médicos, abogados y traba-
jadores sociales, es muy difícil avanzar hacia una solución.

203
La Violencia en Casa

La historia de Dolores lo ilustra: ella llegó a la sala de urgencias de un hospital y recibió


atención médica, pero no tuvo asesoría legal, apoyo psicológico ni información alguna
sobre otros servicios para víctimas de la violencia familiar. Cuando le preguntaron si quería
formular una denuncia penal respondió negativamente; ella no sabía lo que estaba
rechazando ni estaba enterada de que tenía otras posibilidades de defensa legal.

Naturalmente, también los centros que ofrecen una atención integral (legal y psicológica)
enfrentan el problema de la excesiva demanda. Hay mujeres que son entrevistadas por
trabajadoras sociales y reciben amplia información sobre qué hacer y dónde, pero tienen
que esperar algunos días para obtener una cita con la abogada del centro y algunas
semanas más para integrarse a un grupo de psicoterapia.

Si en algún momento se presenta una situación de crisis y tienen que salir de la casa
huyendo de la violencia, es muy poco probable que puedan encontrar alojamiento en un
albergue, donde por lo regular hay listas de espera de varios meses.

Otra dificultad que debe mencionarse es el estigma que tienen los espacios de atención a
víctimas. En los países donde hay agencias especializadas del ministerio público o dele-
gaciones de policía para mujeres, el personal que ahí labora declara que hay poco
reconocimiento y en algunos casos hasta un franco desprecio por su trabajo. En otras áreas
de las procuradurías de justicia se considera que atender asuntos familiares es menos
importante y menos difícil, y que por lo tanto ofrece menos posibilidades de desarrollo
profesional.

Estas actitudes discriminatorias no sólo se traducen en comentarios de pasillo y bromas


entre colegas, sino también en diferencias salariales. Algunas oficinas de atención a
víctimas
[267]
de violencia sexual han tenido la experiencia de reclutar su personal entre los rechazados
de otras áreas, con todas las dificultades y riesgos que esto implica.

Junto con el estigma laboral hay otras dificultades que se derivan del trabajo mismo con las
víctimas de la violencia familiar. Pasar varias horas al día escuchando historias de maltrato
y tratando de proponer opciones para resolver casos concretos tiene costos emocionales
muy altos para los profesionales que laboran en los centros especializados. Ni las tra-
bajadoras sociales ni los abogados ni los terapeutas son de piedra: son gente sensible que
presencia cotidianamente grandes dosis de dolor y en consecuencia requiere también

204
La Violencia en Casa
apoyo emocional, que no siempre recibe.

Estas dos características -las dificultades propias del trabajo y la falta de reconocimiento
profesional- explican la gran movilidad laboral que se presenta en dichos espacios.

Hay una rotación de personal sensiblemente más alta que en las demás áreas de las
mismas instituciones. Esto no sólo implica que haya problemas de adaptación del nuevo
personal, sino que plantea dificultades específicas en el terreno de la capacitación.

Como se ve, el trabajo con las víctimas de la violencia familiar no tiene nada de sencillo;
uno de los requisitos fundamentales para que sea exitoso es precisamente que esté a cargo
de profesionistas capacitados. No es suficiente tener un título universitario: se necesita
además un conocimiento especializado del tema y una revisión profunda de los propios
prejuicios y creencias en torno a la violencia, en particular sobre las víctimas. Si prestan
esta atención médicos, psicólogos o abogados poco sensibles a la problemática o que
reproduzcan en su actuación concreta los mitos que culpan a las víctimas y absuelven al
agresor, lejos de ayudar resulta contraproducente. Felipe, que recibió de su psicólogo el
consejo de golpear a la esposa., es un buen ejemplo de este riesgo.

En el campo de la impartición de justicia, el trabajo de concienciación a agentes del


ministerio público y jueces ha sido muy difícil. Recordemos algunos ejemplos:
[268]

 En la historia de Noemí, la profesora de preparatoria que demandó el divorcio de su


marido porque éste la asediaba continuamente, el juez consideró que el acoso, lejos
de poner en peligro la convivencia conyugal, la fortalecía. También recomendó a
Noemí que fuera más tolerante y menos egoísta.
 En un juicio de divorcio y pensión alimenticia para cuatro hijos, el juez ordenó que el
padre aportara 10% de su salario.
 En el caso de Blanca, la niña que fue violada en reiteradas ocasiones por su
padrastro, el juez autorizó la libertad bajo fianza con base en la promesa del agresor
de nunca más abusar de la menor y su compromiso de cuidarla y protegerla.
 El asunto de Débora nunca llegó a un juzgado penal. El agente del ministerio público
consideró que no había delito alguno, ya que una mujer «auténticamente violada» no
tendría actitudes tan asertivas. El agresor fue citado a declarar pero nunca fue
detenido.
 En Cataluña, España, el tribunal superior de justicia consideró que no había
ensañamiento en un hombre que mató de setenta puñaladas a su pareja, pues no se
apreciaba «ira homicida» en su acto.
205
La Violencia en Casa
 Una mujer recibió nueve puñaladas de su ex marido y el agente del ministerio
público persuadió a la víctima de que otorgara el perdón, ya que «en realidad su vida
no había corrido peligro».

Como se ve, el mayor desafío que enfrenta cualquier programa o estrategia para erradicar
la violencia es un cambio radical de mentalidades y de actitudes. Se trata de procesos a
muy largo plazo y que además no son lineales: están llenos de contradicciones, altibajos y
retrocesos. Se han dado los primeros pasos de un camino .largo y difícil. Las metas
alcanzadas no deben pasar inadvertidas, pero hay que tener conciencia de que se está aún
en una etapa inicial y de que los resultados no pueden ser inmediatos.
[269]
El tema está abierto. Una vez que se descubre la violencia, no es posible desviar la mirada
ni tratar de ocultar lo evidente. Lo que se plantea a futuro es profundizar en cada uno de los
aspectos señalados: la denuncia, la investigación, la atención a víctimas en los distintos
espacios, el trabajo con hombres agresores y la promoción de una cultura no violenta.
Nuestro gran reto sigue siendo la construcción de relaciones equitativas en las que el poder
circule entre todos con mucha mayor libertad.

[271]
CENTROS DE ATENCIÓN A VÍCTIMAS DE VIOLENCIA FAMILIAR
MÉXICO
DISTRITO FEDERAL

Servicio Público de Localización Telefónica (Locatel)


Línea Mujer: 5658-1111
Niñotel: 5658-1111

Centros Integrales de Apoyo a la Mujer (CIAM)


Coordinación general
Tacuba 76, 3er piso, Col. Centro,
Deleg. Cuauhtémoc, 06000
Tels.: 5512-2831, 5512-2836, 5512-2845

Deleg. Álvaro Obregón: 5516-4217, 5516-3109


Deleg. Azcapotzalco: 5353-4090, 5353-9762
Deleg. Benito Juárez: 5672-7523, 5672-5753
Deleg. Coyoacán: 5658-2167, 5658-2214
206
La Violencia en Casa
Deleg. Cuajimalpa: 5812-1414
[272]
Deleg. Cuauhtémoc: 5546-5814
Deleg. Gustavo A. Madero: 5781-0242, 5781-4339
Deleg. Iztacalco: 5633-9999,5634-7916
Deleg. Iztapalapa: 5685-2546
Deleg. Magdalena Contreras: 5595-9247
Deleg. Miguel Hidalgo: 5277-7267
Deleg. Milpa Alta: 5844-0789 al 93, ext. 242
Deleg. Tláhuac: 5842-8448
Deleg. Tlalpan: 5573-2196, 5513-5985
Deleg. Venustiano Carranza: 5764-2367,5764-4495
Deleg. Xochimilco: 5675-1188, 5676-9612

Unidades de Atención a la Violencia Familiar (UAVIF)


Dirección de Prevención de la Violencia Familiar
Calz. México-Tacuba 235, P B.,
Col. Un Hogar para Nosotros,
Deleg. Miguel Hidalgo, 14400
Tels.: 5341-9691,5341-5721

Deleg. Álvaro Obregón: 5593-8344, 5593-5883


Deleg. Azcapotza1co: 5319-6550
Deleg. Benito Juárez: 5590-481 7, 5579-1699
Deleg. Coyoacán: 5618-2234
Deleg. Cuajimalpa: 5812-2521
Deleg. Cuauhtémoc: 5512-4777, 5512-2811
Deleg. Gustavo A. Madero: 5781-9626
Deleg. Iztaca1co: 5649-7583,5650-1803
Deleg. Iztapalapa: 5693-2660
Deleg. Magdalena Contreras: 5681-2734
Deleg. Milpa Alta: 5844-1921
Deleg. Tláhuac: 5842-5553
Deleg. Tlalpan: 5513-9835
Deleg. Venustiano Carranza: 5552-5692,5768-0043
Deleg. Xochimilco: 5675-8270

[273]
Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal
207
La Violencia en Casa
Centro de Atención a la Violencia Intrafamiliar (CAVI)
Gral. Gabriel Hernández 56, PB., Col. Doctores,
Deleg. Cuauhtémoc, 06720
Tels.: 5345-5248, 5345-5249

Centro de Terapia de Apoyo a Víctimas de Delitos Sexuales (CTA)


Pestalozzi 1115, Col. del Valle,
Deleg. Benito Juárez, 03100
Tels.: 5200-9632, 5200-9633

Centro de Atención a Víctimas vía telefónica (VICTlMATEL)


Tels.: 5625-7212,5625-7119

Fiscalía para Delitos Sexuales


Gral. Gabriel Hernández 5 6, ~ B., Col. Doctores,
Deleg. Cuauhtemoc, 06720
Tels.: 5346-8103,5346-8104,5346-8110

Agencias Especializadas en Delitos Sexuales


Deleg. Miguel Hidalgo: 5346-8240, 5346-8213
Deleg. Venustiano Carranza: 5345-5830,5345-5832
Deleg. Coyoacán: 5200-9372,5200-9384
Deleg. Gustavo A. Madero: 5346-8093

Fiscalía para Menores


Gral. Gabriel Hernández 56, 2° piso, Col. Doctores,
Deleg. Cuauhtémoc, 06720
Tels.: 5346-8694,5346-8693

ORGANIZACIONES SOCIALES

Acción Popular de Integración Social, A. C. (APIS)


Londres 70, Col. del Carmen,
Deleg. Coyoacán, 04100
Tels.: 5554-4769,5659-0548

[274]
Fax: 5554-4769
E-mail: apis@laneta.apc.org
208
La Violencia en Casa

Asociación Mexicana contra la Violencia hacia las mujeres, A. C. (COYAC)


Atenor Salas 113-3, Col. Narvarte,
Deleg. Benito Juárez
Teléfono:5440-1342,5530-2169
E-mail: covacmex@laneta.apc.org

Asociación para el Desarrollo Integral de Personas Violadas, A.C. (ADIYAC)


Pitágoras 842,
Col. Narvarte
Deleg. Benito Juárez, 03020
Teléfono:5682-7969
Fax: 5543-4700

Colectivo de Hombres por Relaciones Igualitarias, A. C. (CORIAC)


Diego Arenas Guzmán 189,
Col. Iztaccíhuatl,
Deleg. Benito Juárez, 03520
Teléfono:5696-3498
E-mail: colectivo@coriac.org.mx

Defensoras Populares, A, C.
Luis G. Vieyra 23-3,
Col. San Miguel Chapultepec
Deleg. Miguel Hidalgo, 11580
Teléfono:5563-7815
E-mail: tulloaz@hotmail.com

Programa de Atención a Víctimas y Sobrevivientes de Agresión Sexual (PAIVSAS)


Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México
Av. Universidad 3004, edif. C, sótano, cubículos 1 y 2,
Circuito Exterior, Ciudad Universitaria, col. Copilco. 04510
Teléfono:5622-2254
Fax: 5622-2253,5616-0778
E-mail: rutg@servidor.unam.mx

[275] BAJA CALIFORNIA


Coordinación de Programas e Investigación Grupo Feminista Alaíde Foppa, A. C.
Río Santa María 365 1, fraccionamiento Bugambilias, Mexicali
209
La Violencia en Casa
Tels.: (65) 61-1391,61-7962
Fax: (65) 61-1391,61-79 62

CHIAPAS
Grupo de Mujeres de San Cristóbal de las Casas, A. C.
Calle Ribera esq. Surinam, Barrio de Tlaxcala, 29210,
San Cristóbal de las Casas
Tels.: (967) 84304, 86528, 85670
Fax: (967) 84304, 85102

CHIHUAHUA
Casa Amiga - Centro de Crisis
Perú Norte 878, Ciudad Juárez
Teléfono:615-3850
Página web: www.casa-amiga.org

Centro de Atención a la Mujer Trabajadora


Av. Águilas y G. Washington, col. Colinas del Sur, Chihuahua
Teléfono:(14) 21-3808
Fax: (14) 21-3808

ESTADO DE MÉXICO

Centro de Atención a la Violencia Intrafamiliar y Sexual


Constitución 1000, col. Cumbria,
Cuautitlán Izcalli
Teléfono:5873-2110

[276]
Centros de Atención al Maltrato Intrafamiliar y Sexual
San Pedro Chimalhuacán: 5852-4021
Ecatepec de Morelos: 5882-4555
Tlalnepantla:5565-3607
Toluca: 15-0388, 14-8344
Naucalpan: 5560-5441,5576-3612
San Juan Izhuatepec: 5714-5898
Nezahualcóyotl: 5742-5414
Texcoco: 4-7225

210
La Violencia en Casa

NUEVO LEÓN

Centro de Atención a Víctimas de Delitos


Unidad Desconcentrada de la Secretaría General de Gobierno (CAVIDE)
Washington 811 Oriente, esq. Dr. Cross, 64000, Centro,
Monterrey
Línea de emergencia: 075 Teléfono:(8) 343-1643

VERACRUZ

Colectivo Feminista de Xalapa, A. C.


Av. Mártires 28 de Agosto 430 (antes calzo de San Bruno),
Col. Ferrer Guardia, 91000, Xalapa
Teléfono:(28) 14-3108
Fax: (28) 14-3108
E-mail: ticalixalapa@gorsa.net.mx

ESTADOS UNIDOS
National Domestic Violence Hot Line
3616 Far West Boulevard, suite 10 1-297,
Austin, Texas
Teléfono:78731-3074

[277]
GUATEMALA
Asociación Mujer Vamos Adelante
8a Calle 3-18 zona 1, 2° nivel, edificio Packard, oficina D ,
Guatemala
Tels.: 251-0293,232-4215

HONDURAS
Oficina Gubernamental de la Mujer (OGM)
Colonia Altos de Miramonte no. 2846,
Apartado postal 846, Tegucigalpa
Tels.: (504) 39-8507,39-3139
Fax (504) 39-3140

211
La Violencia en Casa
ARGENTINA
BUENOS AIRES
Consejo Nacional de la Mujer
Paseo Colón 275, 5° piso
Tels.: 5411-4345, 7384-1516

Red de Violencia Familiar


(Funciona en cualquier hospital municipal de la ciudad de Buenos Aires)
Servicio Telefónico de Violencia Familiar Tels.: 4391-6446,4391-6447
Línea Te Ayudo (para menores maltratados) Teléfono:4393-6464

LA PLATA
[278]

Consejo Provincial de Familia y Desarrollo Humano,


Dirección de Violencia Tels.: (0221) 429-6700, int. 6558, 429-6745

Casa Abierta María Pueblo Refugio para mujeres golpeadas


Tels.: (0221) 486-9949, 453-5050

Consejo del Menor, la Familia y Discapacitados


Tels.: (0221) 427-1477, 42 1-0178

MAR DEL PLATA

Dirección Municipal de la Niñez


Tel.: (0223) 499-6271

Centro de Apoyo a la Mujer Maltratada


Tel.: (0223) 472 05 24

Casa de la Familia (Pilar)


Tel.: (02320) 47-5888

Casa de Amparo Transitorio para la Mujer Maltratada


(San Nicolás) Tel.: (03461) 43-2695

212
La Violencia en Casa

CHILE

Servicio Nacional de la Mujer (Sernam)


Purísima 353, Santiago
Tel.: 777-1 194 Fax: 735-1230
E-mail: cem@cem.cl, insmujer@reuna.cl

[279]
PUERTO RICO
Casa de Protegida Julia de Burgos
Teléfono:(787) 723-3500

Hogar Ruth
Teléfono: (787) 883-1884

Casa de la Bondad
Teléfono:(787) 852-7265
E-mail: cbondad@caribe.net

Casa Pensamiento Mujer del Centro


Teléfono:(787) 735-3200

Hogar Nueva Mujer Santa María de la Merced


Teléfono:(787) 883-1884

Centro de Estudios, Recursos y Servicios a la Mujer (CERES)


Teléfonos: (787) 764-000, ext. 4247 o 2923

Comité de Asuntos de la Mujer


Teléfono:(787) 850-9316

Organización Puertorriqueña de la Mujer Trabajadora (OPMT)


Teléfono:(787) 766-2685

Feminista en Marcha (FEM)


Teléfono: (787) 753-6430
E-mail: anarlfem@igc.apc.org

213
La Violencia en Casa

Centro de Ayuda a Víctimas de Violación (CAVV)


Teléfonos: (787) 641-2004 (línea de emergencia), (787) 765-2285

Oficina de Asuntos para la Mujer del Municipio de San Juan (PDIM)


Teléfonos: (787) 585-6868 (línea de emergencia), (787) 758-5400

[280]
Centro Mujer y Nueva Familia
Teléfono:(787) 857-4685
E-mail: cmujer@coqui.net

Mujeres del Oeste, Voces de Libertad


Teléfono:(787) 265-0662

Pro Mujer
Teléfono:(787) 738-2161

REPÚBLICA DOMINICANA

Centro de Investigación Para la Acción Femenina (CIPAF)


Luis E. Thomen 358, Ens. Quisqueya, Santo Domingo
Teléfono:1 (809) 563-5263
Fax: 1 (809) 563-1159

ESPAÑA
GENERAL
Comisión de Investigación de Malos Tratos a Mujeres
Almagro 28, 28010, Madrid
Teléfono:(91) 308-2704
Oficinas de Atención a las Víctimas, Ministerio de Justicia
Página web: www.mju.es/mvictimas.htm

Servicio de Atención Inmediata para Mujeres Maltratadas


Teléfono:(902) 11-6504
Teléfono de Urgencia para Denuncia de Malos Tratos 90010-0009
ASTURIAS
[281]
214
La Violencia en Casa
Oviedo: (98) 524-0300
Gijón: (98) 531-6262
Avilés: (98) 554-4311
Mieres: (98) 546-7411
Langreo: (98) 569-3945
Pola de Siero: (98) 572-0049
Luarca: (98) 564-0217

CANARIAS
Instituto Canario de la Mujer
Leoncio Rodríguez 7, edificio El Cabo,
4a planta, 38071, Santa Cruz de Tenerife
Teléfono: (922) 47-7003

Programa de Atención a la Mujer


Diego Almagro 1 (edificio Hogar de la Sagrada Familia),
38010, Santa Cruz de Tenerife
Teléfono: (922) 64-4588

Centro de Asistencia a las Víctimas del Delito


Viera y Clavijo 46, 4a planta, Santa Cruz de Tenerife
Teléfono: (922) 60-6310

Instituto Canario de la Mujer


Profesor Agustín Millares Carló 18,
Edificio de Usos Múltiples 11, 3a planta, 35071,
Las Palmas de Gran Canaria
Teléfono: (928) 30-6330

Centro Insular de Información a la Mujer, Cabildo Insular de Gran Canaria


Buenos Aires 14, Las Palmas de Gran Canaria
Teléfonos: (928) 36-9585, (928) 36-5393, (928) 36-9809

[282]
Oficina de Asistencia a las Víctimas del Delito
Calle Diego A. Montaude, 7, bajo, Las Palmas de Gran Canaria
Teléfonos: (928) 33-2627, (928) 33-1229

215
La Violencia en Casa
Oficina de Asistencia a las Víctimas del Delito
San Bartolomé de Tirajana
Avenida La Constitución 1 (edificio Los Juzgados), Playa del Inglés
Teléfono: (928) 76-6233

CANTABRIA
Policía Nacional Centro Asesor de la Mujer Plaza Porticada, Santander
Teléfono: 33-7300

Policía Judicial Comandancia de la Guardia Civil,


Centro Asesor a la Mujer y al Menor
Campogiro 39011, Peñacastillo, Santander
Teléfono: 32-1400

Instituto de la Mujer
Vargas 53-3°, 39010, Santander

Asociación de Mujeres Separadas o Divorciadas


Reina Victoria 33-etlo., 39005, Santander
Teléfono: 21-0521

Centro de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales (CAVAS)


Reina Victoria 33-etlo., 39005, Santander
Teléfono: 21-9500

[283] CATALUÑA
Institut Catala de la Dona
Barcelona: Portaferrisa 1-3, Teléfono: (933) 17-9291
Girona: Gran Vía de Jaume 1, 9, Teléfono: (972) 18-2327
Lleida: Passeig Lluis Companys 1, 1a planta
Teléfono: (973)28-1193
Tarragona: Sant Francesc 3, Teléfono: (977) 24-1304

Instituto de la Mujer
Teléfonos 24 horas: (900) 19-1010 Y 15-2152

Generalitat de Cataluña
Teléfono de atención a la víctima: (900) 12-1884

216
La Violencia en Casa
Departament de Bienestar Social: (900) 30-0500

Mossos d'Esquadra
Unidad Central de Delitos contra las Personas
Calle Bolivia, 30-32, Barcelona
Teléfonos de urgencia
Girona: 088
Barcelona, Lleida y Tarragona: (933) 00-2296

Prefectura Superior de Policía de Cataluña Comisaría de la Mujer (Servei d'atencio a la


dona)
Via Laietana 49 baixos, Barcelona
Teléfonos: (932) 90-3639 Y (932) 90-3736

EXTREMADURA
La Casa de la Mujer de Cáceres
Teléfonos: (927) 24-8724, (900) 50-0335 (información)

[284]
MADRID
Asociación Libre de Abogados (ALA)
Teléfono: (91) 401-1515

Comisión Para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres


Teléfonos: (900) 10-0009, (91) 308-6838 (apoyo psicológico)

Asociación de Mujeres de Aluche


Camarena 253, Madrid

Comisión Antiagresiones del Movimiento Feminista


Barquillo 44-20, Izquierda, Madrid

Federación de Mujeres Separadas o Divorciadas


Santa Engracia 128, escalera B, Madrid
Teléfono: (91) 441-8555
Fax: (91) 399-4084

MÁLAGA
Servicio Provincial de la Mujer Teléfono: (900) 77-1177
217
La Violencia en Casa

Asociación de Lucha contra los Malos Tratos a la Mujer


Teléfono: (952) 06-0232
E-mail: mcperez@argen.net

SEVILLA
Asociación para la Prevención y Atención de Mujeres Maltratadas (APAMM)
E-mail: cochewoud@correo.cop.es

[285]
Asociación de Mujeres Violadas y Maltratadas (AMUVI)
Teléfono: (95) 438-1957

ZARAGOZA
Instituto Aragonés de la Mujer (IAM)
Santiago Boira Sarto A-585
Teléfono: (976) 44-5211
Teléfono 24 horas: (900) 50-4405
E-mail: sboira@correo.cop.es

[289]
RELACIÓN DE CASOS
Amelia. Empleada doméstica a cuyo hijo, Miguel Ángel, se dio en adopción sin ella haberlo
consentido (pp. 54-55).

Aurora. Joven con discapacidad, víctima de maltrato psicológico por parte del hermano y,
en menor medida, también de los padres (p. 102).

Beatriz. Mujer de clase media que durante su matrimonio resintió el abandono del marido y
sus infidelidades. Después de haber acordado los términos del divorcio, por una sola vez
fue golpeada por su esposo, Felipe, y por el mayor de sus hijos, José Luis (pp. 160-163).

Blanca. Niña de nueve años víctima de abuso sexual y violación por parte del padrastro,
conocido como el Topo (pp. 86-88).

Carmen. Mujer de 28 años con un alto grado de desnutrición. Vivía en unión libre con
Andrés, quien además de celarla y vigilarla todo el tiempo, le hacía falsas imputaciones de

218
La Violencia en Casa
infidelidad. Fue violada en reiteradas ocasiones por él, quien finalmente la obligó a tener
relaciones sexuales con tres de sus amigos (pp. 142-143).

Débora. Adolescente de 16 años violada por su tío materno, Manuel (pp. 91-93).

[288]
Dolores. Mujer de treinta años que sufre violencia psicológica (gritos, insultos,
humillaciones), económica (falta absoluta de cooperación para los gastos de la casa) y
física (golpes que han producido lesiones graves) por parte de su esposo, Joaquín (pp. 118-
120).

Dora. Esposa de Javier. Propietaria del inmueble donde vive la familia y única proveedora
económica. Es vigilada por el esposo y recriminada continuamente por sus actividades
fuera de la casa y su descuido del hogar (pp. 68-69).

Emma. Esposa de Raúl, enferma terminal. Exige atención continua del marido, lo interroga
sobre cada una de sus actividades fuera de casa y ha destruido parte de su ropa y calzado
(pp. 128-129).

Esther. Demandó el divorcio por injurias y maltratos de su marido, que siempre había sido
tranquilo y conformista. Ella se burló de su incompetencia eréctil y él la golpeó durante más
de una hora (p. 219).

Felipe. Marido de Beatriz. Recibió de su psicólogo el consejo de golpear a su esposa (pp.


160-163).
Isabel. Lesbiana golpeada en una ocasión por su compañera, Lupita, a quien respondió con
ofensas y sarcasmos hirientes. Seis meses después del episodio de violencia física, la
pareja se separó (pp. 156-157).

Javier. Hombre de aproximadamente cincuenta años que solicita apoyo institucional porque
se siente maltratado por su esposa, quien no realiza el trabajo doméstico ni lo atiende como
al señor de la casa (pp. 68-69).

Joaquín. Esposo de Dolores. Alcohólico, golpeador y desobligado de las cuestiones


económicas. Cuando Dolores reacciona ante una paliza inminente y lo golpea en la cabeza
con el palo de la escoba, él no titubea en denunciada y logra que la encierren en la cárcel
por tres días (pp. 118-120).

219
La Violencia en Casa
Liliana. Mujer divorciada a causa del adulterio del esposo. Después de la separación sufrió
reiteradas amenazas de su ex marido, Piero, principalmente de quitarle a los hijos (p. 132).

Lucía. Mujer de 37 años, divorciada, que sufre violencia psicológica por parte de su
segundo compañero íntimo, Omar.
[289]
El maltrato consiste en celotipia excesiva, control de cada movimiento y aislamiento
absoluto (pp. 138—140).

Lupita. Pareja de Isabel, con quien tenía una relación de mutuo maltrato psicológico y a
quien una vez golpeó, lo cual provocó su pronta separación (pp. 156—15 7).

Marina. Sufre maltrato sexual por parte de su marido, quien la amenaza con un arma para
obligarla a realizar cualquier acción que él desee: desnudarse, moverse, bailar (p. 144).

Miguel Ángel. Menor dado en adopción a pesar de que la institución correspondiente


conocía la existencia de la madre, Amelia (pp. 54-55).

Noemí. Profesora de preparatoria vigilada y asediada de manera constante por su marido.


Demandó el divorcio por ese motivo (p. 125).

Norma. Mujer de clase alta que sufre el maltrato económico del esposo, Héctor, quien
controla todos los gastos de la casa. Ella nunca tiene dinero y para adquirir cualquier ar-
tículo, hasta el más básico, tiene que rogarle a Héctor para que se lo compre (pp. 149—
151).

Olivia. Resiente el total abandono económico de su marido, quien además exige ser
atendido con esmero (p. 148).

Piero. Esposo de Liliana. Tras su divorcio, motivado por el adulterio de él, amenaza a
Liliana con quitarle a los hijos (p. 132).
Raúl. Hombre de aproximadamente cincuenta anos que desea divorciarse de su esposa,
Emma, debido a la posesividad y celotipia excesivas por parte de ella. Refiere fuertes sen-
timientos de culpa ante la idea de dejarla sola (pp. 128— 129).

Rubén. Adolescente que sufre maltrato psicológico de los padres, quienes constantemente
lo comparan con el hermano mayor y desprecian sus habilidades específicas (pp. 79-80).

220
La Violencia en Casa
Santiago. Anciano de casi 85 años que sufre violencia psicológica por parte de su hija y
abuso sexual de su nieto (pp. 96-97).
[290]
Sharon. Anciana víctima de maltrato psicológico y económico por parte de la hija y el yerno
(pp. 97-98).

T. M. Mujer lesbiana de 24 años, violada repetidas veces por un hombre contratado por sus
padres para ello, a fin de que quedara embarazada. Ha logrado huir en dos ocasiones (p.
106).

[291]
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Esta reimpresión de
L a v i o l e n c i a e n c a s a , de Martha Torres Falcón,
se terminó de imprimir y encuadernar en los talleres
de Programas Educativos, S. A. de C. V, calzada
Chabacano 65, local A, colonia Asturias,
México, D. E, el 25 de noviembre de 2001, coincidiendo con
el Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres.
En su composición y formación, realizadas
en computadora por Portistype / Servicios Editoriales
(tel. 044-55-2109-5378), se utilizaron tipos
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La Violencia en Casa
CG Omega y Arrus BT en puntos 8, 9.5, 10, 14, 1 6 y 24.
Paidós Croma es una colección
coordinada editorialmente
por Laura Lecuona.

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