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Antieconomía y antipolítica - Robert Kurz

1. El politicismo y la cuestión de la forma embrionaria emancipatoria

La miseria de una crítica radical del sistema productor de mercancías, esto es, de un
«modo de producción basado en el valor» (Marx), parece residir en el hecho de que es
incapaz de representar una praxis histórica (no confundir con una pequeña actividad
practicista cualquiera), de tomar una iniciativa, de encontrar una salida y de proclamarse
la conciencia común y de las masas, permaneciendo, por ello, condenada a una
existencia esotérica, recluida en los campos socialmente remotos de la reflexión
puramente teórica o incluso de la especulación filosófica, y desvaneciéndose, al fin, en
una curiosa existencia sectaria. Si y cómo es posible una socialización emancipatoria
prescindiendo de las formas fetichistas de la mercancía y del dinero -esto sigue siendo
un libro cerrado bajo siete llaves.

De ello no está exento de culpa el marxismo minoritario, que, hasta ahora, «de alguna
manera», se comprendió a sí mismo como crítico del valor o difundió de forma más o
menos vaga esa crítica del valor. De hecho, este tipo de crítica marxista al «fetichismo
de la mercancía», que se remonta al joven Lukács de Historia y conciencia de clase, a la
Teoría Crítica de Adorno y Horkheimer o también, en parte, a los situacionistas
franceses en torno a Guy Débord, o bien rechazó, de modo consciente, una agudización
y una concreción de la crítica del fetichismo en la economía política moderna, o bien
dejó entrever, en su rumbo práctico, rasgos existencialistas -cuando no se transformó
(como en Lukács) en una vergonzante apología del sistema productor de mercancías del
socialismo real. El nuevo comunismo de izquierda, a su vez, con sus ingredientes en
parte maoístas, en parte oriundos del «obrerismo» italiano, jamás superó, en la mejor de
las hipótesis, una crítica platónica de las «relaciones dinero-mercancía», desprovisto
como estaba de una crítica fundada en términos filosóficos y antieconómicos, y quedó
preso de nociones bastante toscas, reducidas, en la práctica, a un enmascaramiento
hedonista de la antigua ideología del movimiento obrero.

Estas corrientes periféricas del marxismo hoy histórico, que llegaron incluso a dominar
y a amalgamarse de forma cambiante en el período de reformulación de la Nueva
Izquierda, tienen una cosa en común (como ya fue discutido innumerables veces en la
revista Krisis): se niegan terminantemente a reconocer la fórmula lógica negatio est
determinatio, o sea, callan, como una tumba, respecto a la superación concreta de la
determinación fetichista -e impuesta por el valor- de la forma de reproducción
capitalista. Tal ignorancia, que es sobre todo teórica, se alimenta del hecho de que la
cuestión de la superación está disociada, por un lado, en una simple negación («por
medio de ésta, declaramos y suscribimos que estamos contra el capitalismo-
imperialismo y queremos derribarlo») y, por otro, en una praxis pragmática de la
«sociedad liberada» absolutamente vacía de contenido, que deberá ser puesta en marcha
sólo después del capitalismo (después de la «caída» del poder capitalista).

Cuando la cuestión del poder esté resuelta, entonces se podrá fácilmente, y por así decir,
según el modelo de la frase publicitaria («y entonces todo funciona por sí mismo»),
regular, en beneficio de todos, las fuerzas productivas desatadas por el capitalismo. Los
dos fósiles del radicalismo de izquierda y del ex fundamentalismo verde en Alemania
Occidental, Rainer Trampert y Thomas Ebermann, pueden incluso, durante las

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ceremonias, empeñarse en vano en redactar el programa para ello en quince minutos,
pero éste no es precisamente el problema frente al capitalismo que reina sin oposición.

Así no se puede pensar un movimiento efectivo de superación. Entre capitalismo y no-


capitalismo no se halla sólo la cuestión del poder o de la «fuerza disponible». La
superación de la reproducción bajo la forma de la mercancía no es un asunto más o
menos técnico y organizativo después de la «expropiación» (política y jurídica) de los
capitalistas, sino la superación de todas las relaciones y formas de conciencia sociales
estructuradas por el valor o por la «escisión-valor» entre los sexos (Roswitha Scholz). Y
eso no sucede fácilmente y sin resistencias (ya que tanto las conciencias de las masas
como la conciencia teórica fueron condicionadas, en un proceso secular, por la forma de
la mercancía) y tampoco como una conmutación de polos poscapitalista. Más bien, el
movimiento de crítica radical y de emancipación social a partir del credo capitalista sólo
es susceptible de ser pensado a través de un determinado proyecto de «cambio
voluntario» concebible, puesto que de lo contrario serían imposibles la negación y la
mediación social. Y ese proyecto no puede permanecer en modo alguno bajo la forma
de una indeterminación moral o metafórica hasta un«día X» cualquiera, sin entrar en la
estructura teórica con definiciones concretas.

Esto es tanto más válido cuanto que la reproducción poscapitalista no debe caer por
debajo del nivel de socialización capitalista, sino que, antes bien, tiene que superarla.
Desde tal perspectiva, es totalmente imposible separar la negación y la superación
positiva. Si las potencialidades que el propio capitalismo originó aparecen y actúan sólo
en el aspecto destructivo bajo la forma capitalista, es preciso indicar de qué manera
dichas potencialidades, una vez superadas, actuarán de manera distinta y serán
reguladas por instituciones de comunicación social directa, más allá de la socialización
burguesa dentro de los parámetros de la forma de la mercancía. Éste es el supuesto para
que un movimiento de superación pueda tomar su curso.

De ello también forma parte todo lo que, en la economía burguesa, se manifiesta como
un problema de «distribución de recursos». ¿Cómo deberá ser el aspecto concreto de la
cooperación de millones de personas en la división funcional de su reproducción, desde
el flujo de recursos de la metalurgia hasta el de la minería, cuando todo eso ya no pueda
ser administrado por la «mano invisible» de la forma del valor fetichista? Estos
problemas de la llamada planificación no se resuelven en absoluto en quince minutos
por eminencias comoTrampert o Ebermann.

Aunque, en líneas generales, la cuestión de la planificación sea reformulada y resuelta


en términos teóricos y analíticos más allá de las formas de la mercancía y del dinero, a
fin de poder poner en práctica experiencias poscapitalistas, siempre surge, al mismo
tiempo, el problema de la transición, del movimiento práctico de transformación, de la
famosa «aproximación» a una reproducción cuya matriz no sea la forma de la mercancía,
antes de que ella sea capaz de desarrollarse en su propio terreno. ¿Por dónde y cómo
empezar, en el interior de la forma de socialización capitalista existente y que reina
sobre toda reproducción, con el propósito de encontrar en ella, por así decir, una brecha
interior y librarse de ella, dar el primer paso, señalar un inicio formulable a la
emancipación social?

El mainstream del antiguo marxismo del movimiento obrero soslayó simplemente este
problema y lo sustituyó por otro: por una orientación politicista y estatal volcada a la

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«cuestión del poder» (véase el artículo «Crisis y liberación. La liberación en el seno de
la crisis. Una divagación pospolítica», de Ernest Lohoff, en Krisis, nº 18). En otras
palabras, no se organizó de forma anticapitalista en lo referente a la reproducción y a la
vida cotidiana, sino sólo políticamente, como «expresión de la voluntad» histórica y
abstracta, sin una base reproductiva en la realidad, o sea, como «partido político» (y, de
forma paralela, luchó sindicalmente por reivindicaciones inmanentes al sistema). Se
subordinó todo al objetivo de la toma política del poder, para luego, a través de
intervenciones estatales -y en consecuencia, «desde arriba»-, intentar de cierta manera
«invertir» la reproducción capitalista de acuerdo con los patrones socialistas de la
economía planificada. El poder político aparece aquí como el punto de Arquímedes, y
un aparato estatal alternativo («Estado-trabajador»), como la palanca central de la
inversión.

No es por azar que, con ello, desaparezca completamente el problema de una


reproducción ya no ligada al valor y de la correspondiente «aproximación». La lucha
por reivindicaciones inmanentes al sistema, que por definición no abandona la forma
relacional burguesa, es tomada como «aproximación» a la cuestión política del poder y,
por tanto, inmanente también al sistema (como «introducción» a ella). Esto es
plenamente coherente, ya que la cuestión del poder como positiva, como cuestión de la
implantación de una fuerza estatal alternativa, permanece igualmente restringida a la
esfera (política) de la socialización burguesa.

El valor, de esta manera, no es aclarado, sino convertido en objeto neutro, ontológico.


Medios y fines, reforma y revolución, lucha sindical por la distribución y programa
político sólo pueden ser encerrados en una unidad porque, como «lucha por el agua del
té y por el poder del Estado» (Bertolt Brecht), se mantienen incondicionalmente
confinados en la forma burguesa de reproducción de las relaciones mercantiles y
monetarias. La crítica del valor en el contexto aún no superado del marxismo del
movimiento obrero -crítica ésta que abdicó de su concreción- tuvo que nadar
forzosamente, de forma directa o indirecta, en esas aguas politicistas y, justamente por
eso, permaneció esotérica y no mediada como crítica del valor.

De hecho, la conducta del antiguo marxismo en uno y otro caso, sea esotéricamente
crítica del valor y tímidamente politicista o abiertamente estatal y ontologizante del
valor, es esencialmente la misma en cuanto a su «impropiedad», o sea que el
anticapitalismo no aparece (incluso en lo que atañe sólo a sus posibilidades
teóricamente elaboradas) como una forma de existencia y de reproducción
socioeconómica formulable (representable en germen) más allá del capitalismo, la cual
lucha por su derecho a la existencia y se afirma ante la forma dominante de
socialización, sino como simple movilización indirecta de la negación abstracta, que no
es, en sí misma, contraria a la forma de la mercancía, toda vez que se halla dirigida a un
objetivo abstracto superficial, un supuesto punto trascendente de transformación.

La emancipación social sigue siendo así una simple promesa para un futuro imaginario.
Primero, sería necesario atravesar el valle de lágrimas político, antes de avistar la tierra
prometida del «socialismo» y ocuparla en la práctica. En verdad, este fue el programa
de la reforma social, inmanente a la forma de la mercancía, en las metrópolis y en la
«modernización tardía» de la periferia capitalista; entretanto, estas dos formaciones
fueron en buena parte destruidas. La idea de una inversión políticamente centrada -y,

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por eso, abstracta- en el cielo político, en vez de sobre la Tierra socioeconómica, era
idéntica al confinamiento en la forma del fetiche del modo de socialización burgués.

El problema que se manifiesta aquí es el de la «forma embrionaria». El materialismo


histórico demostró y reconoció analíticamente que la socialización capitalista y
burguesa bajo la forma-mercancía surgió como forma embrionaria en el seno de la
sociedad feudal. Ella no comenzó con la revolución política (como, por ejemplo, la
francesa), sino mucho antes, para luego, poco a poco, después de un largo desarrollo,
hacerse valer como fuerza autoconsciente con vistas a la cuestión política del poder. Las
formas embrionarias socioeconómicas del capitalismo se desarrollaron mientras
persistía, durante mucho tiempo, el poder feudal «paralelo y superior». Cuando en las
revoluciones burguesas «el envoltorio feudal fue roto», la sociabilidad burguesa bajo la
forma de la mercancía se encontraba prácticamente presente: no sólo indirectamente,
como forma política y negadora, sino de modo directo y positivo, como forma real de
producción socioeconómica. El movimiento político no precedió a la nueva forma de
reproducción como expresión de una voluntad abstracta y simbólica; al contrario, fue su
consecuencia secundaria, su necesaria forma fenoménica.

Es de gran importancia no perder de vista esta circunstancia histórica, pues el


materialismo histórico «hace agua», por decirlo así, tan pronto se trata de la definición
de la llamada revolución socialista. Por un lado, se asimila ciegamente la forma
burguesa del movimiento político, en todas sus manifestaciones (desde el concepto de
revolución hasta el de partido político), lo que indica el carácter del antiguo marxismo
como simple transición secundaria de la Ilustración burguesa y de la socialización por la
forma de la mercancía. Por otro lado, tal impulso, precisamente por eso, no puede
apoyarse en una forma de reproducción no-burguesa y no-mercantil ya existente. La
mentira palmaria del marxismo del movimiento obrero se revela en esta carencia de una
forma embrionaria realmente existente. La forma en sí misma burguesa de la acción
política no podía corresponder a una forma de existencia social no-burguesa y no-
mercantil.

De la necesidad se hizo virtud, del carácter burgués de la inmovilidad política se hizo un


carácter peculiar de la transformación política. Supuestamente, la característica
específica que debía distinguir la revolución socialista de la burguesa era el no poder
tener una forma embrionaria real. Los potenciales a ser transformados del desarrollo de
las fuerzas productivas capitalistas, gracias a su carácter «total» en el conjunto de la
sociedad, no debían ser presentados y movilizados según el criterio de una forma
embrionaria social y comunicativa más allá de la socialización por el valor, sino de
acuerdo con el criterio de la organización directamente social. O sea, «todo o nada»,
total inmediatez de la forma del valor dominante, sin ningún movimiento
socioeconómico intermedio. En vez de eso, solamente el movimiento político -y, por
tanto, ligado positivamente al Estado- de una contradicción inherente a la relación del
capital, que por su propia esencia tenía que mantenerse interior al campo de las
categorías capitalistas (valor, mercancía, dinero, capital, salario, Estado, democracia).
En términos prácticos, y con respecto a la definición del objetivo, de esto resultó una
visión burocrática que sólo podía ganar plausibilidad en el contexto del fetichismo
estatal socialdemócrata y «comunista» -en la idea socialista respetuosa del «buen»
Estado, del «Estado obrero», o, para formularlo de modo polémico, del «Tercer Reich»
escatológico de las «hormigas azules», bajo el signo de las fuerzas productivas a escala
gigantesca.

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Esta idea, en muchos aspectos más inclinada al socialismo de cátedra de Lassalle que a
Marx (aunque los propios Marx y Engels no estaban totalmente libres de ella), ahogó
con la vigorosa colaboración del aparato sindical y partidario socialista -cuya tipología
representaba, generalmente, un cuarto de horrores de la uniformidad ferroviaria del
proletariado, de la mentalidad paso-de-ganso prusiana, y sobre todo de una credulidad
en el Estado y en la autoridad de los «ejércitos del trabajo»- todos los ensayos de una
reproducción «antieconómica» autónoma contra las coerciones del totalitario sistema
productor de mercancías. Todo lo que correspondiese a esto, por más inmadura que
fuese su forma, aparecía como competencia a la estrategia de la «toma del poder» y al
principio «de arriba» de la economía planificada total del Estado-hormiga (cuyos
fundamentos eran la forma de la mercancía).

Sería injusto, desde luego, emitir unilateralmente este veredicto sobre los aparatos
sindical y político del movimiento obrero, por grande que haya sido su responsabilidad
en oscurecer y aplastar el comienzo débil, inseguro y poco maduro de la «forma
embrionaria». De hecho, el antiguo movimiento de las cooperativas a partir del siglo
XIX, así como los llamados movimientos alternativos de la Nueva Izquierda desde
finales de los años 70, hicieron surgir como del breviario marxista todo lo que en ellos
fuera siempre censurado por los politicastros y fetichistas de la planificación estatal:
pequeñoburguesismo masivo y mentalidad mezquina, abandono de toda perspectiva del
conjunto social, atraso y autoexplotación tecnológicos, embrutecimiento de la vida en el
campo y, por fin, regreso al seno de la sociedad burguesa como quiebra o
«profesionalización» capitalista.

Lo que quedó, en el caso de las cooperativas más antiguas del movimiento obrero,
fueron empresas dentro de la estricta norma capitalista, como la Co-op o la Neue
Heimat que como es sabido cayeron en el ridículo, debido a su peculiar susceptibilidad
a los escándalos de corrupción. Lo restante del joven movimiento alternativo, a su vez,
poseía fundamentalmente nichos en el mercado del capitalismo-casino con una
producción artesanal de lujo para una jovial y honorable clientela, o con una
gastronomía noble o etnográfica y con propiedades culturales (comerciales o
dependientes del Estado). Se acumuló aquí un potencial de clase media y pequeño-
burguesa de la especie más sórdida, que o bien suspira por los recursos keynesianos de
la distribución, o bien desde hace mucho tiempo ya siente «orgullo» de su pequeña
propiedad trabajada y adquirida «por sus propias manos» -especie ésta consagrada al
masoquismo protestante del trabajo y situada, políticamente, entre la mafia del SPD
[Partido Social-Demócrata alemán] y los realos/* del Partido Verde. De ella puede
provenir, en una crisis duradera, un aflujo para el social-nacionalismo de la «derecha
radical» o de la «izquierda». Aunque existan, en el resto del movimiento alternativo,
personas que no renunciaron a su pretensión emancipatoria ni a su crítica radical de la
sociedad, ya no encuentran en su propio medio un terreno social adecuado para ello.

Por tanto, no se puede tratar de desenterrar de nuevo, de forma incólume y no mediada,


contra el socialismo de Estado fracasado y al fin de cuentas jamás emancipatorio, la
idea del movimiento de cooperativas del siglo XIX o del movimiento alternativo de
comienzos de la década del 80. Por el contrario, se trata de superar críticamente la falsa
polaridad entre el politicismo económico-estatal y el socialismo pequeño-burgués del
terroncillo de tierra. La cuestión es saber si tendrá éxito impulsar, desde el punto de
vista teórico y práctico, la crítica radical del valor hasta la forma socioeconómica
embrionaria de una transformación que encuentre una salida fuera de las estructuras

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fetichistas. Una problemática de este tipo está expuesta no sólo a dificultades teóricas y
prácticas (sobre todo en una situación de calma del capitalismo de casino y de clara
parálisis de los movimientos espontáneos), sino también al momento de indolencia del
antiguo seudorradicalismo de izquierda y sus restos, que no dejan de farfullar para sí
mismos.

De hecho, hasta hoy toda la crítica de los diversos radicalismos de izquierda al


mainstream del antiguo movimiento obrero soslaya sistemáticamente el problema de la
forma embrionaria de una socialización más allá de la producción de mercancías. Al
igual que sus opositores, los partidarios del socialismo de Estado, los antiguos radicales
de izquierda ignoran completamente la cuestión de la determinación básica de la forma,
para así buscar refugio en un énfasis ilegítimo, burgués e ilustrado del sujeto «clase» o
«lucha de clases», o, si no, para poner en práctica el politicismo revolucionario burgués
de un jacobinismo presumido, en una forma particularmente marcial. El radicalismo de
izquierda explícitamente antiestatal, de extracción anarquista (como también fue
indicado ya innumerables veces en Krisis), se mantiene con tanta más razón prisionero
de las formas no superadas de mediación del sistema productor de mercancías, esto es,
en el otro polo de la subjetividad burguesa, puesto que la vertiente argumentativa
vinculada a Proudhon se abre a formulaciones (tendencialmente antisemitas) de una
crítica reducida al capital que rinde intereses.

Incluso las iniciativas de la Comuna de París de 1870 y de los anarquistas derrotados en


la Guerra Civil española no legaron ninguna idea legítima de la reproducción no
mercantil, aunque siempre quede como tarea reconstruir críticamente esa historia, a fin
de armar mediante reflexión histórica un nuevo movimiento de emancipación que vaya
más allá de la forma de la mercancía. Los menos aptos para ello son, evidentemente, los
gestores «ortodoxos» del expolio de la Teoría Crítica, que desean permanecer en la
situación de una parálisis que incapacita la mediación, con la finalidad de dejar el
problema fluctuando en la reflexión esotérica y fustigar a todos los que quieran
superarla.

2. El concepto de fuerzas productivas y la revolución microelectrónica

Si no nos dejamos confundir por los fantasmas del pasado, tenemos que hacer el intento
de elaborar definiciones socioeconómicas de una forma embrionaria, más allá de la
producción de mercancías, en el nivel del actual grado de socialización, sin caer en un
tosco practicismo. No se trata en absoluto, por tanto, de indicaciones directas de acción
(que sólo podrían ser desarrolladas, además, dentro del contexto de un movimiento
social), sino de reflexiones teóricas y analíticas para concretar la crítica del valor. La
cuestión de la forma embrionaria de una reproducción no mediada ya por las relaciones
monetarias y mercantiles debe ser abordada de modo histórico, analítico y teórico.

Podemos partir de una célebre problemática marxista: la cuestión de las fuerzas


productivas y su relación con las relaciones de producción. Sin embargo, no es
necesario de ninguna manera aceptar una secuencia determinista de formaciones
sociales «cada vez más progresivas», cuya coronación debe ser, por fin, el «socialismo».
En cierto modo, se puede decir que las fuerzas productivas se desarrollan siempre, pues
el espíritu humano no descansa jamás; sólo que ese desarrollo, como está claro, puede
tomar rumbos completamente diferentes (y alejarse, por ejemplo, de la propia
producción en el tosco sentido económico o material, cuando comprendemos la

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reproducción social y sus «fuerzas» en un sentido abarcador y, en consecuencia,
también cultural). El rumbo del proceso de desarrollo se decide en confrontaciones
sociales. Sobre esto, se puede decir que, en la baja Edad Media, después de la peste, no
estaba absolutamente decidido o incluso determinado que «llegara el turno» del
capitalismo. En esa época, aún eran posibles rumbos de desarrollo por completo
distintos, que no necesariamente conducirían al capitalismo (ni, con toda certeza, a la
emancipación directa de las formas de relación fetichista). Ésta es una cuestión que
valdría la pena investigar, pues puede proveer un medio de contraste al rígido
determinismo histórico del antiguo marxismo. Con otro rumbo y otra forma de
desarrollo, la propia cuestión de la emancipación social sería formulada, obviamente, en
términos diferentes.

Pero después de que el capitalismo, con su forma específica de desarrollo de las fuerzas
productivas, se impusiera a mediados del siglo XIX, la cuestión de la emancipación
social y de la superación de una sociabilidad ciega e inconsciente sólo puede ser
formulada en la forma de una superación del fetichismo específicamente capitalista y de
su modo de socialización. Como por otro lado, sin embargo, las formas de producción y
conciencia fetichistas instaladas por la mercancía capitalista fueron predominantes en su
larga historia de afirmación y determinaron el propio pensamiento de la crítica social (el
marxismo del movimiento obrero da patente testimonio de ello), esa formulación de la
emancipación tuvo que permanecer oculta, en un primer momento, en el seno de la
historia y sufrir un largo período de incubación. Para toda una época sólo se puede
investigar el desajuste histórico en el interior de la envoltura del moderno sistema
productor de mercancías, o sea que la cuestión de la emancipación se puede plantear
únicamente en un sentido reducido e inmanente a la formación -sentido éste que vio la
luz como la emancipación burguesa de la clase trabajadora en cuanto ciudadanía o
reforma social, o, incluso, como la emancipación burguesa de una «modernización»
tardía en sociedades consideradas como retrasadas históricas de la periferia capitalista.

Esta constelación, cuya herencia hoy nos oprime, no se debe de manera alguna a una
predeterminación ontológica, sino que ella misma es el resultado de una historia
originalmente abierta y controvertida. Pero después que el sistema productor de
mercancías se impuso brutalmente y se convirtió en la forma universal de conciencia,
sucedió lo que Marx dijera, en términos generales, del proceso social: una vez instalado
históricamente un sistema, no se puede volver atrás: éste tiene que recorrer, por decirlo
así, su ciclo vital, hasta que se agote y alcance sus límites internos. Tales límites son
alcanzados cuando el desarrollo de las fuerzas productivas lleva a un punto en el cual
éstas se vuelven incompatibles con las relaciones de producción. La envoltura
petrificada de las formas sociales objetivadas se rompe entonces brutalmente con
erupciones catastróficas, y puede ser atravesada para que se alcancen formas renovadas
y superiores de sociabilidad, compatibles con las nuevas fuerzas productivas.

Ha de criticarse en este esquema del «materialismo histórico» el hecho de que


generalice con precipitación, de forma suprahistórica, lo que probablemente sólo es
válido para la historia específica del capitalismo. Como sin embargo seguimos dando
vueltas dentro de ésta, no podemos simplemente descartar el esquema de Marx. De
hecho, él no es en modo alguno «objetivista», como los propios críticos de izquierda
siempre supusieron, sino que sólo cuenta con las efectivas objetivaciones del fetichismo,
que al mismo tiempo son reconocidas como fundamentalmente superables. Si esa
misma superación presenta aún un momento de condicionamiento histórico, éste es el

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momento necesario de un movimiento del capitalismo al no-capitalismo, del fetichismo
al no-fetichismo. Una superación inmediata del condicionamiento sería una
contradicción en sí. El marxismo del movimiento obrero permaneció dentro de los
horizontes de la sociedad burguesa no porque haya reconocido el momento de
condicionamiento, sino porque su avance fue incapaz de sobrepasar la forma fetichista
del valor.

El esquema de Marx sobre el papel de las fuerzas productivas fue movilizado por el
marxismo histórico sólo en relación con la historia interna del sistema productor de
mercancías, pero no en lo que se refiere a la superación de ese propio sistema. En
realidad, la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción sólo
conduce a la crisis absoluta en el final de la historia sistémica de desarrollo y en el
umbral de la superación. Pero desde el inicio ella fue también el motor interno del
desarrollo capitalista, que llevó a crisis relativas («crisis de afirmación») y superó las
formaciones históricas obsoletas del sistema productor de mercancías, sin llegar a tocar
su propia forma básica. Sólo en esta versión «débil» el marxismo fue capaz de
comprender el concepto de transformación de Marx, toda vez que estaba preso de la
historia aún inconclusa del desarrollo de la modernidad. Por eso el socialismo tomó
posesión del legado del liberalismo, así como este tomara posesión del legado del
absolutismo. Reforma protestante o calvinista y centralización absolutista, Revolución
Francesa o Americana, revolución rusa de octubre o movimientos nacionales y
anticolonialistas de liberación forman una red única en la historia de afirmación de la
socialización por la forma de la mercancía, en la cual todo momento de emancipación
de la respectiva situación anterior representaba una nueva etapa de represión e
interdicción.

El socialismo de Estado del Este y el nacionalismo libertador del Sur se encuentran hoy
tan fundamentalmente desacreditados como paradigma de emancipación social que sólo
idiotas históricos pueden aferrarse a los conceptos «débiles» de transformación
procedentes de ellos. Si comprendemos el colapso de estos paradigmas, de acuerdo con
su clasificación histórica, no como «victoria» del capitalismo occidental, sino como el
inicio de una crisis absoluta del sistema productor de mercancías, en cuyo final se
rompen todas las cadenas históricas evolutivas de la forma del valor, entonces entra en
escena la versión «fuerte» del esquema de transformación de Marx. En el plano de las
fuerzas productivas, es sin duda la microelectrónica, como tecnología universal de
racionalización y de comunicación, la que conduce al umbral de un tipo de
transformación ya no más inmanente al sistema. En la misma medida en que la
revolución microelectrónica se vuelve la fuerza productiva de la crisis para el sistema
productor de mercancías, también puede volverse una fuerza productiva de la
emancipación social en relación a las formas fetichistas del valor.

Con esto ya se afirma una diferencia fundamental respecto a los movimientos


alternativos de los años 70 y 80. Pues las antiguas nociones de una «forma de vida y
producción diferente» estaban vinculadas en gran parte a una «crítica reaccionaria de las
fuerzas productivas». La microelectrónica, los ordenadores y los potenciales de
automatización en la producción industrial eran excomulgados. Esta crítica a las fuerzas
productivas no podía ni quería vincular la cuestión de la emancipación social a la
superación del «trabajo abstracto», sino, por el contrario, al retorno a un nivel histórico
inferior. Con ello, el movimiento alternativo se mantuvo prisionero del sistema de los
«empleos»: tomó el partido del «trabajo» (que debía ser perfeccionado de manera

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supuestamente alternativa y socialmente satisfactoria) contra las fuerzas productivas
originadas por el capitalismo. De esta forma, se volvió compatible incluso con
ideologías conservadoras y culturalmente pesimistas, que desde finales del siglo XVIII -
en la figura, por ejemplo, del romanticismo literario, político y socioeconómico-
intentaban hacer girar hacia atrás la rueda de la historia (aunque el romanticismo no se
agote en este simple impulso). En la mayoría de los casos, algún estadio anterior de
desarrollo dentro de la historia de afirmación del capitalismo era fantasmagóricamente
transfigurado y transformado en una utopía «negra», reaccionaria. El movimiento
alternativo no era idéntico al conservadurismo político y cultural, pero, en la medida en
que quería resolver la cuestión de la emancipación social en términos retrógrados,
contra las fuerzas productivas, se convirtió en la puerta de entrada de las ideas
políticamente conservadoras en los «nuevos movimientos sociales». En el Partido Verde,
lo que quedó del debate de principios de la década del 80 fue casi exclusivamente el flirt
de la coalición política de un conciliábulo «conservador en lo que se refiere al valor»
con el CDU [Unión Demócrata-Cristiana], el partido del gobierno.

En oposición a ello, se ha de retornar, en este punto, al movimiento radical de oposición


propuesto por Marx, esto es, al sentido de la transformación «fuerte», a la toma de
partido por las fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones de
producción del capital. Pero esto no puede ser una prolongación del antiguo marxismo y
su fetichización de las fuerzas productivas -prolongación ésta irreflexiva y dotada de
una simple crítica superficial del valor. Esto se aplica tanto al concepto de fuerzas
productivas como a la cuestión de su relevancia en una forma embrionaria
transformadora de las relaciones sociales no fundamentadas en la forma de la mercancía.
Se ha de tratar, por tanto, de un retorno «superador» del concepto de transformación en
Marx, no de una simple repetición.

Es precisamente este problema el que la mayoría de los representantes de lo que quedó


de la Teoría Crítica y del marxismo «ortodoxo» no quieren ni pueden comprender. Se
consideran capaces de rebatir la crítica de la fuerza productiva por parte del movimiento
alternativo con una simple repetición de los fundamentos marxistas sobre la relación
entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Así, ignoran un momento decisivo,
que constituyó siempre el punto débil del marxismo: el hecho de que la crítica a la
ciencia natural, a la técnica y al industrialismo no es únicamente reaccionaria e
irracional, sino que también -y no sin razón- advierte sobre el carácter destructivo y
represivo del desarrollo capitalista de las fuerzas productivas (cfr. el artículo
«Weltgesellschaft ohne Geld» [Sociedad mundial sin dinero], de Norbert Trenkle, en
Krisis, nº 18). El marxismo quería absolver de la represión al aspecto científico y
tecnológico de la modernización y hacer de ella, la represión, un producto exclusivo de
la propiedad y del lucro capitalistas (a los que sólo podía concebir, igualmente, de una
forma sociológicamente reducida). Ciencia natural, técnica e industria debían ser
asimiladas al «socialismo», sin ninguna modificación.

Sin embargo, esto corresponde a la versión «débil» de una simple transformación de la


historia interna, en la cual cabe involuntariamente al marxismo /socialismo -como en el
caso de su primo keynesiano aún más débil, en una determinada época- la tarea de
representar a las fuerzas productivas (fordistas) más progresivas del momento dentro de
una nuevo impulso de desarrollo del sistema productor de mercancías. Así, el lado
destructivo y represivo del valor de uso capitalista en la producción y en el consumo era
tan incapaz de ser incluido en la crítica como la forma fetichista básica del valor. De ahí

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resulta necesariamente una doble correlación: una crítica limitada a la historia interna de
los estadios de desarrollo vueltos obsoletos del sistema productor de mercancías aún no
agotado y una afirmación ciega de la última y más novedosa figura técnico-material del
capital componen una unidad tan indisoluble como, a la inversa, una crítica radical de la
forma básica del valor y la crítica correspondiente de la estructura técnica y del valor de
uso capitalistas. Como el marxismo no entendió y no podía criticar la «abstracción real»
del valor, era fatal que se le escapase también la íntima correlación lógica e histórica
entre la forma de la mercancía liberada y las abstracciones científicas. De este modo, un
aspecto de la crítica al capitalismo permaneció oscurecido (inclusive en el propio Marx),
lo que permitió su adopción irracional por el romanticismo reaccionario, que acompañó
como una sombra el avance de la modernización bajo la forma de la mercancía.

A partir de los años 70, cuando se hizo cada vez más claro que la crisis de la etapa
fordista de desarrollo implicaba también una crisis ecológica, y cuando la devastadora
destrucción de los fundamentos naturales en los Estados del socialismo real llegó al
público, el movimiento alternativo de los verdes, sucesor de la revuelta de 1968, abdicó
en buena parte del marxismo y echó mano del motivo anti-industrial y de la crítica de la
ciencia. Se puede calificar la entonces ascendente crítica ecológica al enfático concepto
de las fuerzas productivas, en el sentido de la lógica hegeliana de la superación, como
pura y simple negación. Esta negación era doblemente insuficiente: a la par que sus
momentos destructivos y represivos en la historia de la modernización, el desarrollo de
las fuerzas productivas era negado en general, o sea que se tiraba a la criatura con el
agua del baño. En consecuencia, esa crítica de las fuerzas productivas tampoco llegó a
una crítica de la forma del valor y su fetichismo, sino tan sólo a ideas diversas de la
producción pequeño-burguesa de mercancías, para después regresar, en la «política
económica verde», a los modelos keynesianos. El marxismo del movimiento obrero y su
déficit ecológico no fueron de tal modo superados, sino únicamente reprimidos
ideológicamente.

En la propia medida en que la crisis absoluta del sistema productor de mercancías y, por
tanto, la transformación «fuerte» entran en el campo de visión, se torna necesaria, en la
cuestión de las fuerzas productivas, la segunda negación, «negación de la negación»,
que, como se sabe, no reconduce al punto de partida originario, sino que, más bien,
supera los antagonismos no mediados. Se trata, en consecuencia, de tomar partido por
las fuerzas microelectrónicas contra las relaciones de producción capitalistas, pero, al
mismo tiempo, de superar el destructivo valor de uso de la estructura de producción y
consumo capitalistas. Esa crítica superadora tiene que distinguir entre esencia y
apariencia de la revolución microelectrónica. La esencia de estas nuevas fuerzas
productivas es un potencial, o sea, una posibilidad que el capitalismo no produjo en
beneficio propio, sino para su abstracto fin en sí mismo de la valorización. La realidad
aparente de ese potencial no puede dejar de ser afectada por tal hecho. De acuerdo con
su configuración material, la apariencia concreta de las fuerzas productivas
microelectrónicas es también capitalista, y debe ser superada juntamente con su forma
social.

Esta negación de la negación es tanto más necesaria cuanto que, irónicamente, la


izquierda posmoderna -como reacción no mediada a la simple negación insuficiente del
marxismo- parece retomar hoy el tosco fetichismo del antiguo movimiento obrero ante
la crítica a la fuerza productiva del movimiento alternativo verde. Sin ninguna clase de
reflexión sobre el conjunto (global o estructural) de las condiciones de reproducción en

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el ámbito social y ecológico, la «última palabra» de la técnica de consumo capitalista se
convierte en un «must» [algo esencial o imprescindible], sin que se perciban siquiera los
dolorosos límites de la imbecilidad y de la amenaza pública.

La propia inversión fetichista entre relación social y material, que también se manifiesta
en el aspecto del valor de uso capitalista, es aclamada como visión positiva del futuro.
Tal hecho se burla de toda pretensión emancipatoria. No por azar esta tendencia
posmoderna va acompañada por la indiferencia con relación a las formas de mediación
tácitamente supuestas del dinero, cuya superación no constituye un tema serio. El
antiguo marxismo del movimiento obrero, la crítica alternativa de las fuerzas
productivas a cargo del Partido Verde y la izquierda posmoderna representan sólo
variantes de la misma incapacidad (y de la misma mala voluntad) de superar el sistema
productor de mercancías. Contra esto, se ha de defender una superación de la forma del
valor fetichista, que incluye en la negación superadora tanto la forma aparente de
mediación del dinero como la forma fenoménica del valor de uso capitalista,
aprovechando los potenciales de la revolución microelectrónica justamente por el hecho
de escoger de manera crítica los artefactos capitalistas, en lugar de someterse, sin
ninguna crítica, a la lógica represiva de su valor de uso.

Esta discusión se agrava en la cuestión de la forma embrionaria. Con el temor de recaer


en un nivel inferior de las fuerzas productivas capitalistas, el propio marxismo crítico y
parte de la izquierda posmoderna insisten en una revolución inmediata de la sociedad
como un todo, aunque critiquen, por otro lado (al menos en parte), el estatismo y el
politicismo. Aquí se pone de manifiesto cierta oscuridad e incoherencia, pues el rechazo
de una forma embrionaria de reproducción socioeconómica más allá del valor está
ligado, forzosamente, a una concepción estatista de la revolución hecha «desde arriba»,
o sea, a partir de un punto central arquimediano.

La referencia a consejos como órganos de representación social también es insuficiente,


ya que los consejos, al fin de cuentas, tienen que representar algo, es decir, componerse
de elementos. La miseria de los movimientos históricos de los consejos consistió,
precisamente, en el hecho de poder representar sólo las formas capitalistas del «trabajo»
(empresas o emprendimientos que establecen la mediación entre la casa y el mercado),
pero no formas embrionarias de una reproducción independiente de la socialización por
la abstracción real del valor. Justamente por eso, la forma de organización de los
consejos recayó en la forma burguesa del partido político de orientación estatal, y por
ella fue dirigida y absorbida.

La miseria, claro está, tenía algo que ver con el carácter de las fuerzas productivas en el
punto culminante del desarrollo capitalista. En cierto modo, el antiguo marxismo del
movimiento obrero podía alegar, a favor de su concepto estatal y centralista de
transformación, la propia situación de las fuerzas productivas: desde los tiempos de la
máquina de vapor y del ferrocarril hasta el florecimiento de las industrias fordistas, los
agregados de los potenciales técnico-científicos sólo eran representables, de hecho, en
una medida social relativamente grande. Esto se aplicaba, literalmente, a las máquinas, a
los edificios y a las técnicas de suministro de energía. El individuo era pequeño frente a
una maquinaria monstruosa. Y «grande» era sinónimo de progreso. De ello resultó
también, por decirlo así, cierta megalomanía pueril: empresas y naciones competían por
construir la mayor turbina del mundo, el mayor predio del mundo, el mayor petrolero o
el mayor barco de guerra del mundo.

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Como consecuencia, también era grande la medida de organización para poder realizar
y movilizar tales fuerzas productivas. Esto ya constituía un factor en la generación
espontánea del capitalismo. En realidad, la forma embrionaria más antigua de la
modernidad, en lo que se refiere a las fuerzas productivas, fue una fuerza destructiva: la
innovación en las armas de fuego. Los poderosos cañones de los inicios de la era
moderna y las fortificaciones megalómanas vinculados a éstos ya no podían ser
representados en la forma descentralizada y autóctona de las antiguas sociedades
agrarias, sino que exigían la movilización de la industria de armamentos, de los ejércitos
permanentes, de la economía monetaria y de la centralización social.

Las formas embrionarias del modo de producción capitalista sólo pudieron desarrollarse
sobre esta base. Y todos los partidarios de los impulsos ulteriores de desarrollo del
sistema productor de mercancías, inclusive el socialismo y sus partidos, permanecieron
prisioneros de la idea de una forma de socialización hipercentralizada y estructurada en
forma de pirámide. No solamente las dictaduras de la «modernización tardía», sino
también las democracias occidentales más desarrolladas son «Estados-sol»
negativamente utópicos y, bajo todos los aspectos, constructores de pirámides. Los
aparatos burocráticos y los mercados de grandeza nacional o continental corresponden a
fuerzas productivas o destructivas cuyos agregados sólo pueden ser puestos en
movimiento por los enormes «ejércitos del trabajo» y de la guerra.

La revolución microelectrónica, en relación a ello, no sólo lleva al absurdo la sustancia


viva del capital, el «trabajo» abstracto, sino que también rebaja la centralización social
promovida por los Estados y mercados a una forma arcaica e inconveniente de
organización, volviendo ridícula la megalomanía de la modernidad. En la propia medida
en que el capitalismo es empujado tecnológicamente a una carrera por la
miniaturización a través de las fuerzas productivas creadas por él mismo, se desintegra
no sólo su sustancia, sino también su forma externa. Si, hace unas pocas décadas, los
antiguos ordenadores llenaban salones enteros y exigían la fuerza del capital de grandes
empresas, hoy los aparatos portátiles poseen potencialidades mucho mayores y hasta
pueden ser adquiridos por individuos corrientes.

La socialización no está en la grandeza, sino, a la inversa, en la pequeñez de la


tecnología. Los potenciales más desarrollados de máquinas operadoras, tecnologías de
control y medios de comunicación son movilizados en pequeña escala y ya no necesitan
de ningún «ejército del trabajo» o de centralización social. La reproducción puede
volver a una forma descentralizada, pero no a las formas de reproducción
descentralizada y comparativamente aisladas entre sí de la sociedad agraria, que sólo
estaban ligadas superficialmente por estructuras de dominación; en estadios superiores
de desarrollo, ella tendrá que que evolucionar hacia una estructura descentralizada,
ligada en red comunicativa. A propósito, esto no vale sólo para la microelectrónica, sino
también, al menos en perspectiva, para la sustitución de la energía fósil por la energía
solar. Si los sistemas energéticos de los combustibles fósiles exigen grandes tecnologías
y formas organizativas centralizadas, la técnica solar, a su vez, es tan descentralizada y
utilizable en pequeña escala como la microelectrónica. Tal vez los representantes del
capital se asusten ante el desarrollo forzado de la energía solar porque presienten que,
con ello, el capitalismo y sus formas centralizadas de dominación pueden desaparecer.

El vínculo entre electrónica y energía solar abre la posibilidad de que el hombre pueda
escapar (parcialmente, paso a paso) al capitalismo y romper su pretensión totalitaria,

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cosa que, en el pasado, sólo era posible con la migración hacia regiones inexploradas
por éste (en la época de los pioneros en los Estados Unidos, por ejemplo, ello se daba
con el éxodo rumbo al lejano oeste, que era también, muchas veces, una huida de las
exigencias capitalistas, lo que hoy suena desagradable, y por eso es silenciado). Sólo
que esta posibilidad de huida, hoy de manera totalmente nueva y diferente, fue
acarreada por el desarrollo de las propias fuerzas productivas. El espacio de huida ya no
es más externo, territorial, sino interno y social. Y tampoco se trata de un retorno de la
socialización al estado primitivo, como pretendiera el movimiento alternativo de finales
de los años 70 y comienzos de los 80 -movimiento éste que criticaba las fuerzas
productivas y era, en el peor de los sentidos, «romántico». Por el contrario, en los poros
y sobre las ruinas de la socialización capitalista cada vez más arcaica pueden florecer las
formas embrionarias de una reproducción no dictada ya por la forma de la mercancía,
que entran en discusión e intercambio con el capital, afirman su derecho a la existencia
y, finalmente, superan, del todo, la reproducción capitalista.

El análisis de la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción bajo los


supuestos de la microelectrónica deja claro también que ya no existe la necesidad de una
palanca central, con apoyo inmediato en la sociedad como un todo, para la
transformación «fuerte». Este pensamiento es tributario aún de la antigua concepción
del mundo de las fuerzas productivas modernas premicroelectrónicas. Hoy, el carácter
de la sociedad en su conjunto aparece, más bien, como mediado en perspectiva, como
forma de movimiento, y no como acto central de la revolución. Del mismo modo que
los pioneros norteamericanos escaparon temporalmente del capitalismo, a pesar de que
llevasen con ellos herramientas (aunque primarias) producidas por el capitalismo, así
también se puede hoy, en un estadio muy superior de desarrollo, escapar de las
exigencias capitalistas en medio del territorio capitalista, utilizando la microelectrónica
y la energía solar en beneficio de las formas de reproducción no-capitalista.

Pero esto significa, también, que una forma embrionaria de reproducción social más allá
del valor no empezará con la producción, sino con la utilización de chips. De hecho, la
producción del elemento básico de la microelectrónica requiere un importe de capital
mayor que el que requerían las antiguas fuerzas productivas fordistas, aunque no sus
«ejércitos de trabajo». Los costos se concentran sobre todo en la complejidad de las
condiciones de producción de chips, que hoy llegan incluso a obligar a las empresas
internacionales a firmar «alianzas estratégicas» para el desarrollo de la generación
futura.

Al menos en parte, Alemania Oriental se hundió en la ruina por pretender, a toda costa,
desarrollar y producir su propio chip, lo que consume muchos recursos, en vez de
comprarlos a precios más módicos en el mercado mundial. Pero ese error de cálculo no
fue casual. Se remonta a la arraigada conciencia del socialismo centralizado de que los
sujetos metafísicos «partido y clase» deben ejercer, desde el inicio, el control absoluto
sobre toda la producción, siendo decisiva, para eso, la industria de base en especial. Por
eso la atención socialista se concentró, al principio, en las empresas de carbón, hierro y
acero, a cuyos empleados se calificó de «núcleo de la clase». Ese razonamiento fue
traspuesto a las fuerzas productivas microelectrónicas. Un movimiento de superación de
la forma del valor pondrá en jaque al sistema de reproducción desde una perspectiva
completamente inversa. Las industrias y la producción de base de la propia
microelectrónica no serán la piedra de toque, sino el arco de bóveda de la

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transformación. No se trata de un control centralista, sino de la constitución y del
desarrollo de espacios sociales de emancipación.

Algo enteramente distinto se da con la cuestión de la utilización de la microelectrónica


para fines emancipatorios. Si la tecnología de producción tiene que permanecer, por
ahora, en manos del capital, su utilización, a su vez, no necesita corresponder a patrones
dictados por el capitalismo. Aquí reside, justamente, el primer punto de partida de una
crítica a la estructura capitalista del valor de uso. Las formas aparentes de utilización de
las fuerzas productivas microelectrónicas están dirigidas absolutamente a fines
capitalistas de producción y consumo, en los cuales se manifiesta el fin en sí mismo del
valor y la reificación fetichista de la mercancía.

Mientras la izquierda posmoderna vea con buenos ojos el comunismo reificado y, en sus
efectos, altamente destructivo, será desviada hacia el campo de acción capitalista e
insertada en los mecanismos sociopsicológicos del estatus consumista y en luchas
autoafirmativas de competencia. La afirmación de que el potencial crítico de esta
sociedad debe ser revocado justamente (o única y exclusivamente) por el hecho de que
el capitalismo ya no es capaz de satisfacer las necesidades que él mismo ha producido,
es muy simplista. En tanto la estructura de las necesidades resulte de la estructura del
valor de uso específicamente capitalista, ella será parte integrante de la abstracción
fetichista del valor y, por tanto, de la tutela de los hombres por las formas sociales sin
sujeto. Por eso, la apelación a esas necesidades, para las cuales ya no se producirá una
renta monetaria suficiente, no llevará jamás a un movimiento emancipatorio. La
contradicción entre el capitalismo y los potenciales que él mismo ha producido reside en
un plano completamente diferente y no se deja movilizar de manera tan simple.

Los potenciales de utilización de una forma emancipatoria embrionaria no se encuentran


en los jueguitos Nintendo. Además, los propios especialistas discuten si la transición de
los discos de vinilo hacia el CD, por ejemplo, representó un avance en el plano del valor
de uso (en lo que se refiere a la calidad de sonido). Este desarrollo sólo tenía como
objetivo alcanzar nuevos niveles de producción, a fin de mantener la máquina del
trabajo en movimiento. Éste es solamente uno entre varios ejemplos del hecho de que el
fin en sí mismo de la valorización hace ya mucho que tomó en cuenta la estructura del
consumo. En oposición a ello, un movimiento social contra el sistema productor de
mercancías tendrá que dirigir los propios potenciales microelectrónicos hacia fines
emancipatorios de reproducción. Si los aparatos microelectrónicos consisten cada vez
más en módulos que se sustraen a las iniciativas transformadoras de los usuarios o
incluso a la simple reparación, esta tendencia no sólo obedece a razones económicas
(«obsolescencia planificada»), sino al intento de control social: el trato de las personas
con los productos no puede ser neutro; éstas tienen que seguir, como idiotas fetichistas
del consumo y del trabajo, la estructura predeterminada del valor de uso capitalista.

Por eso, la propia utilización emancipatoria de la microelectrónica tendrá que ser


reformulada y experimentada, o sea, se ha de desarrollar una combinación de hardware
y software propios, determinados por objetivos a ser previamente definidos. Para ello es
preciso, sin duda, el conocimiento correspondiente y la participación de las personas
capaces de lidiar con los potenciales de la microelectrónica. Por fin, es necesaria
también una ampliación consciente de ese conocimiento, como, por ejemplo, en la
forma de una «formación politécnica» en microelectrónica y energía solar, que tanto
puede ser organizada por cuenta propia como formulada en exigencias al sistema de

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enseñanza. Las antiguas ideas socialistas, por tanto, son plenamente reconstruibles en
formas análogas y adaptadas a las nuevas tareas. El objetivo de la emancipación no
puede ser el idiota cien por cien automatizado, sino la persona autorreflexiva, que regula
conscientemente su contexto vital y no está dominada por cosas muertas. Este objetivo
tiene que figurar en las formas embrionarias de reproducción, pues, de lo contrario, ellas
no merecerían tal nombre.

3. La superación de la propiedad privada de los medios de producción

La noción modificada o «superada» de las fuerzas productivas y de su vínculo con las


relaciones de producción sólo es, obviamente, la condición para dar solución al
verdadero problema: la superación de la forma del valor fetichista en las relaciones
sociales. En este punto también es preciso, en primer lugar, abrirse camino entre la
concepción reducida, inmanente al sistema, del marxismo del movimiento obrero y del
movimiento alternativo o de las cooperativas. Como en la cuestión de las fuerzas
productivas, encontramos asimismo aquí un apego especular y complementario a las
estructuras fetichistas. Tanto el marxismo politicista como el movimiento alternativo
reducen su objetivo a una crítica y superación de la propiedad privada de los medios de
producción, aunque de modos diferentes. Sin embargo, cuando se habla de la institución
«propiedad privada», está claro que se trata de un momento del sistema productor de
mercancías, a saber, de su forma jurídica. Con esto ya queda claro que ese momento no
puede ser superado aisladamente, sin superar los otros momentos de la forma del valor e
incluso ésta misma en cuanto tal. El intento de eliminar la propiedad privada de los
medios de producción y mantener, al mismo tiempo, las formas de mediación de
mercancía y dinero, sólo puede conducir a paradojas sociales.

El hecho de que la propiedad privada pueda ser pensada como factor de tal manera
aislado y de que le sea imputada la responsabilidad por todos los males capitalistas
reposa en un equívoco típico e ingenuo de la Ilustración: la propiedad privada es
declarada, erróneamente, como simple «fuerza subjetiva» a disposición de los
poseedores y de los «dominadores» -la apariencia de soberanía y el supuesto arbitrio por
parte del personaje que se encuentra al mando es aceptada como un dogma. Esto suele
ser acompañado por la noción igualmente ingenua y afirmativa de la riqueza capitalista,
que estaría sólo «distribuida de modo desigual e injusto». Algunos elementos de este
concepto reducido de «propiedad privada» se encuentran también en Marx y Engels,
aunque sea el propio Marx el que proporcione, al mismo tiempo, el instrumental para la
crítica de esa concepción.

En realidad, la institución de la propiedad privada está lejos de resolverse en una


«fuerza subjetiva». Semejante noción sólo ve el cálculo subjetivo de los poseedores de
los medios de producción, y no su determinación formal objetivada que se impone a los
supuestos «poderosos» como principio de coacción externo y penaliza en un instante
cualquier desvío de las leyes de forma y movimiento del valor. Los males del
capitalismo, por tanto, no deben ser imputados a las decisiones subjetivas de sus agentes
funcionales, sino a la propia forma de reproducción y mediación fetichista y sin sujeto.
Forzosamente, esa experiencia fue y es hecha por aquellos que ocupan empresas, en el
intento de tomar en sus propias manos un emprendimiento al borde del abismo
económico. En la década del 80, cuando empezó la crisis de la industria de la
construcción naval alemana, una publicación del viejo marxismo deslumbraba con el
título: «¡Imagínenlo solamente, el astillero nos pertenece!». ¿Y que se ganaría con esto-

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Absolutamente nada, pues las leyes de competencia del mercado continuarían en
vigencia: los empleados tendrían que explotarse a sí mismos, echar mano a la
demagogia obrerista, a la racionalización, etc., o si no, con toda la belleza que
acompaña a la propiedad colectiva, decretar su propia quiebra.

Ambas formas de propiedad, la propiedad cooperativa y la propiedad estatal, que


figuran, en la concepción reducida y en buena parte ligada a la producción mercantil,
como superación de la propiedad privada, se dejan engañar por aquel equívoco ilustrado
del «poder subjetivo». En verdad, sin embargo, cualquier forma de propiedad que
repose sobre la «valorización del valor» y cuya producción, por lo tanto, sólo pueda ser
socialmente mediada por las relaciones de mercado, ya es por definición propiedad
privada. La división funcional ampliamente diseminada y profundamente escalonada de
la reproducción social que no se manifiesta de entrada por la comunicación y vínculos
comunes, sino sólo a posteriori por el intercambio de productos, forma la matriz de una
socialización fetichista basada en el valor, o sea, en la cualidad metafísica aparente de
los productos, y no en la comunicación directa entre las personas. Esa matriz impone a
priori la categoría de propiedad privada a las unidades de producción implicadas.

La matriz del valor sólo remotamente tiene algo que ver con las relaciones mercancía-
dinero precapitalistas. De hecho, en las antiguas sociedades agrarias (por no hablar de
las sociedades de recolección y de caza), la matriz de socialización no era el valor como
cualidad metafísica de los productos, sino un contexto de formas de subsistencia que
sólo conocían el intercambio de mercancías marginalmente o en la forma de «nicho»
(Marx); esto significa que sólo los excedentes o relativamente pocos productos
específicos entraban en las relaciones de mercado. Una división funcional en el mercado
más amplia y rica en escala no es necesariamente, con todo, un resultado del desarrollo
de las fuerzas productivas, sino más bien una consecuencia lógica del capitalismo, que
hace del valor su fin social en sí mismo. Al contrario de lo que afirma la teoría
económica, la división funcional ampliada por el desarrollo de las fuerzas productivas
no conduce, necesariamente, a la totalización de las relaciones dinero-mercancía. Esta
visión confunde un dato histórico con un dato lógico. Es el capitalismo, como
autorreferencia del valor a sí mismo (como máquina de valorización), el que hace que el
desarrollo de las fuerzas productivas parezca idéntico a la universalización del mercado.
Un mercado universal y total sólo puede nacer como esfera de realización de la
producción abstracta de plusvalía. Para la conciencia burguesa, esto es idéntico a
fuerzas productivas desarrolladas, pues estas últimas siempre se ofrecen a ella en la
forma de la matriz del valor.

Propiedad estatal y propiedad cooperativa permanecen, de acuerdo con su concepto, en


el interior de esta determinación de la forma fetichista. El Estado es la universalidad
abstracta jurídica y, por tanto, política de una sociedad de productores de mercancías,
así como el dinero es su universalidad abstracta económica. Tal universalidad o
conjunto de miembros sociales es abstracta en razón de no estar mediada por una
comunicación concreta sobre relaciones sensibles y materiales concretas de la
reproducción común, sino por la abstracción del valor. Si el Estado se vuelve
propietario de empresas productoras de mercancías, el polo jurídico-político usurpará el
polo económico de la universalidad abstracta, lo que es explicable por ciertas
constelaciones históricas en el desarrollo del sistema productor de mercancías, aunque
sea disfuncional a largo plazo, ya que la sustitución del mecanismo de competencia

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económica por directivas políticas acarrea una enorme pérdida debido a la fricción con
la producción del valor o de la plusvalía.

Al mismo tiempo, el carácter de propiedad privada se adhiere doblemente a la propiedad


estatal. En primer lugar, el aparato estatal se presenta a los productores -toda vez que no
representa a su propia colectividad concreta, sino a una universalidad abstracta que les
es externa como individuos- bajo la máscara de una paradójica «esfera privada
universal» (como ejecutor universal de la «valorización del valor») y obliga con esto a
que, en relación con él, aquéllos se presenten igualmente en la forma de esfera privada,
de manera que se comporten como propietarios privados de su medio de producción
«fuerza de trabajo». Como ciudadanos, estos últimos no se hallan concretamente más
implicados en la determinación de los medios de producción en la propiedad estatal que
los peones de las caballerizas, en su calidad de cristianos, en la propiedad feudal de la
Iglesia católica durante la Edad Media.

En segundo lugar, el aparato estatal, a medida que usurpa las funciones empresariales,
se escinde necesariamente en posiciones económicas contrarias dentro de la esfera
privada, ya que, al fin y al cabo, las empresas estatales son mediadas también por
relaciones de mercado y dinero. Con ello, la forma del valor se venga de la pretensión
totalizante del Estado. Dentro del círculo social de una planificación del Estado
consonante con las categorías del valor, toman posición intereses opuestos de las
unidades aisladas de producción, que sólo pueden apropiarse de la riqueza social bajo la
forma monetaria y, por tanto, de modo privado. En cuanto a esto, las crédulas
declaraciones que descienden del cielo político poseen escasa importancia. Un
fenómeno análogo, además, vuelve a ocurrir en el interior de las empresas capitalistas,
en la forma del proyecto ultra-neoliberal llamado «profit-center»: ya no es la empresa
como un todo la que debe ser portadora de la «creación del valor», sino, directamente,
las secciones aisladas, que se comportan también entre sí como productores privados, en
cierto modo como «empresas dentro de la empresa». A largo plazo, desde el punto de
vista de la empresa como un todo, este proyecto sólo puede llevar a desdoblamientos
paradójicos y disfuncionales.

Considerada como un todo, la propiedad estatal es sólo una forma paradójica de la


propiedad privada. Esto en nada es alterado cuando esa propiedad estatal no es
administrada por el Estado burgués, sino por un «Estado de los trabajadores», liderado
por los sujetos metafísicos de la «clase trabajadora» y del «partido (político) de los
trabajadores». Pues las relaciones estructurales que resultan de la propiedad estatal
siguen siendo las mismas, independientemente de sus depositarios sociales. En este
sentido, el discutidísimo análisis del socialismo de Estado hecho por Charles Bettelheim
en los años 70 es insuficiente y continúa prisionero del horizonte conceptual del
marxismo del movimiento obrero. Bettelheim concibió los elementos de la esfera
privada de modo sociológicamente reducido, como mera estratagema subjetiva de cierto
grupo sociológico -los dirigentes empresariales- en el uso de su «fuerza». No percibió
que la forma de la propiedad privada, independientemente de las declaraciones
sociológicas de buena voluntad, es inherente a todo modo de producción fundado en el
valor. No importa el sujeto histórico constituido por el respectivo sistema productor de
mercancías: este sistema siempre produce una especie análoga de élites funcionales,
correspondientes a las formas de una «valorización del valor». En tal sentido, todo
Estado es, por definición, un Estado burgués, así como toda nación, en su esencia, es
una nación burguesa, todo dinero, como forma universal de mediación, es un dinero

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burgués, y toda producción de mercancías, como forma universal de reproducción social,
es una producción burguesa de mercancías. El atributo, en rigor, es superfluo; sólo tiene
relevancia para una conciencia que únicamente logra pensar en el interior de las
categorías burguesas y pretende resolver las contradicciones del modo de producción
capitalista en el terreno de esas categorías burguesas reales. El problema, con todo,
reside en las relaciones estructurales, del modo como éstas son dictadas por la forma
social fetichista del valor, y no en los intereses sociológicos secundarios (relacionados a
priori con esa estructura) de los grupos, categorías o clases sociológicos, cuya propia
existencia es un producto histórico de la forma del valor.

La propiedad cooperativa no sale mejor parada que la propiedad estatal, en la medida en


que se trata de una empresa productora de mercancías en la forma de cooperativa. El
portador de esta propiedad no es, de hecho, una universalidad jurídico-política abstracta
de la sociedad, sino un sujeto colectivo particular. Como esa colectividad representa una
unidad abarcable con la vista, la idea de cooperativa estuvo siempre vinculada a la
forma embrionaria de una reproducción liberada del capitalismo. El propio movimiento
alternativo de comienzos de los años 80 propagaba una «producción relevante» en
«estructuras igualitarias sin jefes» como elemento de un modo de vida alternativo y
emancipatorio. Pero, desde su inicio, el carácter alternativo se limitó al espacio social
interno de un emprendimiento productor de mercancías. La mediación social, por el
contrario, desembocaba «obviamente» en el mercado, en el cual los productos de la
cooperativa o de la empresa alternativa debían ser vendidos.

Con esto, naturalmente, la forma de la mercancía no es superada. Las empresas


alternativas siguen formando parte de la economía universal de mercado, que sólo
puede existir como esfera de realización del capital. Por eso, siguen formando parte de
la reproducción capitalista y se someten a las leyes coercitivas de la competencia. Como
«ganadores de dinero», los miembros de semejantes empresas continúan manteniéndose
sometidos, a pesar de la voluntad contraria, a la forma económica del interés privado.
La universalidad económica abstracta del dinero tiene que imponerse, en última
instancia, como determinante de su modo de vida y de producción. Por esta razón, las
empresas cooperativas o alternativas, o bien naufragaron o bien se mantuvieron sobre la
superficie a fuerza de la «autoexplotación», para al fin transformarse, con el pretexto de
la «profesionalización», en fabriquillas pequeño-burguesas dentro de la más estricta
normalidad, con jefe, presión productiva, etc., que suspiran por créditos bancarios.

Así, queda claro que toda mediación social a través de la forma del valor económica
acarrea necesariamente la correspondiente forma jurídica de la propiedad privada en
cualquiera de sus figuras. Eso es particularmente válido cuando el celo reformista y
emancipatorio osa acercarse, en apariencia, a la propia forma de mediación, pero, en vez
de su superación, sólo se propone inventar un sustituto cualquiera para el valor. Esto se
vuelve absolutamente nítido en los «embustes monetarios» -así calificados por Marx- de,
por ejemplo, un Proudhon o una secta económica como la representada por los
seguidores de Silvio Gesell. Como su crítica a la forma de mediación capitalista se
limita al aspecto del capital que rinde intereses, lo único que pretenden es introducir un
«dinero libre de intereses» como compensación directa a las unidades de producción,
sin percibir como tal el problema de la forma del valor abstracta. Tal crítica reducida de
la forma de mediación capitalista queda incluso por detrás de la crítica que el antiguo
marxismo hace a la propiedad privada: como la solución les parece, exclusivamente, el
«dinero honesto», para Proudhon, Gesell y sus secuaces la propiedad privada de los

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medios de producción es particularmente sagrada. Lo que tienen en mente ya no es, en
modo alguno, la emancipación social, sino una sociedad de pequeños burgueses y la
reducción de la socialización por la forma de la mercancía a un capitalismo de
microempresas, con toda la obtusidad represiva del fetichismo del trabajo y de la
producción.

Aún más obtusos e igualmente incapaces de perseguir una intención emancipatoria y


crítica de la sociedad son los «anillos de trueque» que están nuevamente de moda (y que,
en conjunto, son compatibles con el ideario geselliano). Si el socialismo de las
cooperativas todavía tenía en vista al menos la cooperación emancipatoria de un espacio
interno social y éste se reducía, en los gesellianos, a un capitalismo pequeño-burgués de
microempresas, los anillos de trueque, a su vez, presuponen individuos abstractos
totalmente asocializados, que intercambian servicios entre sí, sin ingresar siquiera en la
actividad cooperativa de producción. La relación socioeconómica se limita a la
organización de una forma alternativa de mediación de las compensaciones productivas,
que discurre paralelamente al mercado oficial. Tampoco aquí es superada la propiedad
privada, sino tan sólo restringida a la capacidad individual de promover trueques de una
producción cualquiera (cuidar niños, tejer alfombras, etc.) con otros individuos; la
reproducción de los «débiles en producción», como deficientes o enfermos, no es tenida
absolutamente en cuenta. Tal anillo de trueque no representa una alternativa al modo de
producción capitalista. Sólo ofrece un expediente, en el trato con cosas secundarias, a
individuos que han entregado completamente su capacidad productiva de cooperación al
capital y al Estado. En este sentido, los anillos de trueque no son la promesa de una
emancipación social, sino apenas la última forma decadente de los antiguos principios
fracasados en el interior de la forma del valor, hoy irremediablemente disuelta en
átomos sociales.

De estas reflexiones críticas resulta, necesariamente, una segunda característica esencial,


que distingue las formas embrionarias de una nueva emancipación social del antiguo
movimiento alternativo: la nueva crítica al socialismo de Estado no sólo tendrá que
tomar partido por las fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones
capitalistas de producción, en vez de negar estas fuerzas productivas en beneficio de un
nivel más bajo de «trabajo abstracto» sin superar; por la misma razón, no podrá
organizarse en la forma de cooperativas productoras de mercancías ni, mucho menos,
podrá desembocar en las formas sucedáneas del intercambio mercantil y de la
«compensación productiva» («embustes monetarios», anillos de trueque). Más bien, la
tarea consiste en perseverar en la superación de la propiedad privada de los medios de
producción, aunque ya no desde aquella perspectiva ingenua e ilustrada de un «poder a
disposición» de un determinado grupo sociológico y, por tanto, tampoco como
paradójica propiedad estatal, sino como desvinculación de un espacio social de
cooperación emancipatoria respecto al intercambio mercantil, a la relación monetaria y
a la compensación productiva abstracta. En una palabra: se trata de desarrollar
elementos y formas embrionarias de una «economía natural microelectrónica» que
escape fundamentalmente al principio de socialización del valor y ya no pueda ser
asimilada por éste.

A primera vista, la expresión «economía natural microelectrónica» suena paradójica,


pues la conciencia moderna determinada por la forma del valor se acostumbró a traducir
«economía natural» por «relaciones sociales agrarias atrasadas» y la considera
incompatible con las fuerzas productivas industriales avanzadas. Sin embargo, se trata

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más bien de una expresión neutra que sólo indica que determinadas actividades
reproductivas no asumen la forma de la producción mercantil y que, por tanto, no
forman parte de las relaciones monetarias. En las sociedades precapitalistas, la
reproducción económica natural estaba ligada a otras formas de fetichismo social, no
determinadas por el valor. No se trata, por supuesto, de retomar tales formas, sino de
superar el fetichismo en general con ayuda de la microelectrónica, utilizada con fines
emancipatorios. En este contexto, «economía natural» indica solamente que la
reproducción no asume la forma del valor y que los medios de producción serán tratados
de acuerdo con el carácter material y sensible de los productos y en vista del placer
humano, esto es, que no se someterán más a la abstracción fetichista de la forma del
valor.

El sabor anticuado del concepto de «economía natural» deriva también de que, en gran
parte, es utilizado como sinónimo de «economía de subsistencia» y ésta, a su vez, es
entendida como «reducción a la pura supervivencia». A ello se suma la observación de
que, en la historia rica en crisis de la modernización, los proyectos de economía natural
o de subsistencia fueron casi siempre, de hecho, ciegos resultados de grandes crisis
económicas o militares, sin una perspectiva social propia desarrollada con conciencia, y,
por tanto, sólo podían manifestarse como simples medidas de urgencia o «técnicas de
supervivencia», cuya condición consistía, justamente, en la ruina del nivel de
socialización y en el retorno forzado de las personas a métodos primitivos de
producción para la supervivencia. La cooperación, en tales casos, difícilmente va más
allá de los contextos familiares y está cubierta por formas de «intercambio natural» que,
obviamente, no representan una perspectiva más allá de la forma del valor, ya que están
condicionadas simplemente por la falta de una moneda aceptable o por la ausencia
general de medio circulante.

Como se sabe, este fue el caso de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial,
cuando se usó la «moneda de los cigarros» y floreció, en los zaguanes de los edificios,
una «cultura doméstica de conejos» (durante mi infancia, todavía pude presenciar
cuando mi abuelo atrapó a uno de esos animales criados en el cobertizo, que mi padre
mató a martillazos y colgó de la puerta de la cocina para arrancarle la piel). Y no es
diferente lo que sucede hoy en varias regiones económicamente arruinadas del mundo,
cuando, por ejemplo, en los villorrios de los alrededores de Moscú tienen que
alimentarse de su pequeña huerta, cuando las familias en Kazajastán se dan por
contentas con poseer una vaca o cuando los cerdos son engordados en las bañeras de las
casas de La Habana. Una «economía de subsistencia» semejante no parece admitir sino
la esperanza de que, lo más pronto posible, la economía de mercado recupere su
movimiento. En el pasado, esto fue, efectivamente, lo que ocurrió, y las rupturas de la
socialización se alternaron con nuevos impulsos de desarrollo del sistema productor de
mercancías, mientras que, para las regiones de crisis contemporáneas, es más que
dudoso que algún día lleguen a ponerse en pie sobre el terreno de la economía de
mercado.

Los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y la izquierda posmoderna, que se


apartan del problema de la superación de la forma del valor y rechazan su concreción,
sofocan de buen grado todo debate sobre una forma de socialización emancipatoria, al
suponer que ésta sólo es capaz de acabar en la producción pequeño-burguesa de
mercancías o en una primitiva economía de subsistencia, cuya praxis consistiría en criar
una vaca en el garaje o un cerdo en la bañera. Esta polémica ciega, que al mismo tiempo

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rechaza toda crítica a la estructura capitalista del valor de uso, sólo revela el temor
pequeño-burgués frente a la crisis y, simultáneamente, la incapacidad y la mala voluntad
de replantear la cuestión de una superación de la propiedad privada de los medios de
producción, más allá del marxismo del movimiento obrero y de sus ilusiones estatales.
El mismo problema que ya se impusiera en la cuestión de las fuerzas productivas y su
concepto, se impone, con tanta más evidencia, en la cuestión de la superación de las
formas mediadoras burguesas, definidas por el valor.

_________________

* Realos, «realistas» y fundis, «fundamentalistas», sectores en que se dividió el Partido


Verde alemán (Die Grünen). Rudolfph Baro o los ya citados Trempert y Ebermann
pertenecían al sector «fundi». [Nota del traductor español]

4. La desvinculación en relación con la producción de mercancías

¿Cómo es posible, entonces, una «economía natural microelectrónica» como forma


embrionaria? La dificultad consiste en que la forma capitalista de la división funcional
de la sociedad, como en el caso de la estructura capitalista del valor de uso, no puede ser
asimilada sin alteraciones en una reproducción emancipatoria. El personal de una
empresa que, por ejemplo, produce barcos, no puede emanciparse, tal como es, de la
forma del valor social. Como no consume los barcos y no puede satisfacer las propias
necesidades con los medios de producción de su empresa, y como, al mismo tiempo, la
producción específica de su empresa está incorporada a un sistema de división del
trabajo capitalista, permanece dependiente de la producción de mercancías, con todas
las consecuencias sociales ya expuestas.

Esto en nada es alterado por el hecho de que un movimiento conjunto de la sociedad,


con base en todas las empresas, quiera, por ejemplo, a partir de una crisis de la
reproducción capitalista, superar inmediatamente, para toda la sociedad, la forma de la
mercancía. Los «consejos» de todas las empresas capitalistas no representarían
solamente al conjunto de la estructura capitalista del valor de uso, sino también a todo
un sistema de divisiones funcionales cada vez más plasmado por la abstracción del valor,
desde la industria armamentista hasta las empresas de transporte. Una gran parte de esas
empresas, debido a insensatez o a amenaza pública, tendrían que ser inmediatamente
desactivadas, y las restantes tendrían que ser completamente remodeladas e insertadas
en nuevas relaciones sociales.

A esto se suma el hecho de que, en un sistema productor de mercancías, no existe


prácticamente un conocimiento social de la red conjunta de reproducción en el plano
material y sensible. El conjunto de los agregados sociales se manifiesta únicamente en
la forma de grandezas abstractas líquidas en términos monetarios (flujo de renta, de
gasto, etc.), de la manera como son representadas por el «cálculo político-económico
total», en tanto que las empresas aisladas, en el aspecto material, sólo conocen a sus
propios proveedores y clientes, pero no todo el proceso material ligado en red, del que
son una parte. Hay, por tanto, un grotesco desconocimiento por parte de la sociedad
capitalista y de sus miembros del agregado material de su propio contexto de vida, que
es tan extraño como un continente inexplorado. Por eso, cuando algunos periodistas

21
reconstruyeron la fantástica peregrinación por Europa de un prosaico pote de yogur y el
consiguiente gasto insensato de recursos, las investigaciones llevaron a un resultado
sorprendente. Este es apenas un ejemplo que se hizo famoso; el mismo problema se
repite en todas las cosas producidas, desde la turbina a gas hasta el alfiler.

Un sistema social representativo compuesto por «consejos» de empresa no sólo tendría


que luchar contra las furias de los intereses empresariales particulares o sus sucedáneos
sino también contra una estructura de reproducción moldeada por las abstracciones del
valor -estructura ésta que, por sí sola, tiende a mediaciones señaladas por la forma de la
mercancía o, si no, parece exigir de nuevo una meta-instancia política, que interviene
«desde arriba», de una manera ora más, ora menos estatizante, con todos los peligros de
una autonomización de esa instancia. A su vez, una organización territorial alternativa
de los «consejos» (al revés que la empresarial), con base en áreas habitacionales,
tampoco resolvería el problema, ya que, en ese plano, sólo se encontrarían retazos de un
contexto de producción incomprendido. El antiguo movimiento obrero, en efecto, osciló
entre la forma de organización empresarial y territorial, y sucedió por regla general que
los sindicatos fueron organizados sobre una base empresarial y los partidos sobre una
base territorial. Esto se correspondía perfectamente con el apego a la economía de
producción mercantil, por una parte, y a la esfera complementaria de la política, por otra.

La organización de un movimiento emancipatorio, por tanto, no puede partir sólo de las


estructuras de la división capitalista del trabajo (empresas), ni sólo de una base
territorial (áreas habitacionales), sino que, más bien, tiene que contener en sí la forma
embrionaria (anti)económica de una reproducción alternativa. Tal forma embrionaria de
«economía natural microelectrónica», que supera la propiedad privada de los medios de
producción, no es representable en puntos aislados de la estructura de reproducción (al
principio sólo existentes en la forma capitalista), sino únicamente en los puntos finales -
donde la producción se convierte en consumo. Pues sólo en estos puntos es posible la
constitución de un espacio social de cooperación cuyas actividades no reconduzcan al
mercado, sino que sean consumidas preferentemente, en sus resultados, por los propios
miembros.

La escisión económica (incluso la de los propios individuos) en intereses del productor


e intereses del consumidor es una característica básica del sistema productor de
mercancías y de su corolario, la propiedad privada de los medios de producción; la
identidad social y comunicativa de los productores y los consumidores es, así, condición
sine qua non de una superación de la forma del valor. Desde luego, esa identidad no es
posible inmediatamente para el conjunto de la sociedad, sino mediada por instituciones
de comunicación social directa: la «inmediatez» se refiere aquí al propio medio, al
lenguaje y a las «discusiones sobre» todos los asuntos de la reproducción -al contrario
que en un medio indirecto, abstracto, fetichista, sin sujeto y sin lenguaje, como el
representado por el valor. Este tipo totalmente nuevo de mediación, sin embargo, debe
ser primero él mismo mediado, ejercitado, probado, ampliado y refinado, y por eso
necesita de las formas embrionarias que tienen su inicio allí donde la relación entre la
producción y el consumo se torna palpable, sin instancias intermedias. Este es un
problema insoslayable para todo movimiento social emancipatorio, independientemente
de la dimensión o el estadio de la crisis de reproducción capitalista en la que opere.

Históricamente, el mercado fue impulsado siempre por las materias primas y por los
productos intermedios, englobando permanentemente nuevas relaciones reproductivas -

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y ello no sólo hasta llegar a los productos finales, que integran directamente el consumo,
sino también hasta la mediación del propio consumo, en la forma de servicios,
afectando inclusive la esfera íntima. El totalitarismo económico inherente al capital
obligó a que se dominase sin supuestos la reproducción humana y que no se dejase ya el
menor espacio que estuviese al margen del proceso de valorización (al margen de la
redistribución estatal burocrática, por ejemplo), salvo las actividades en sí no valoradas
o sólo parcialmente valoradas a las que damos el nombre de trabajo doméstico, crianza
de los hijos, etc. En el límite histórico hoy emergente de la forma del valor, se extingue
la fuerza integradora del sistema económico totalitario, pues la revolución
microelectrónica, de las maneras más diversas, convierte en disfuncionales y superfluas
a un número cada vez mayor de personas. Al mismo tiempo, el sistema no quiere y no
puede abandonar su pretensión totalitaria, e intenta mantener en pie la coercibilidad de
su forma aun cuando los recursos humanos y materiales ya no pueden ser distribuidos
de manera satisfactoria.

Respecto de un movimiento emancipatorio que tenga conciencia de la necesidad de


recrear, a partir de las formas embrionarias, la identidad social entre producción y
consumo en un estadio superior de desarrollo, se deriva que tiene que arrancar al
mercado su presa histórica, en una secuencia exactamente contraria, comenzando por
los servicios y los productos finales que entran directamente en el consumo, con el fin
de, a partir de esos productos finales, desarrollar y remodelar de forma emancipatoria
toda la reproducción, hasta llegar a las materias primas y superar el sistema productor
de mercancías. En sintonía con esto, es preciso, ante todo, hacer uso del potencial
emancipatorio de la microelectrónica, y no pretender iniciar la producción de chips. En
los términos básicos del esquema de reproducción de Marx, este proceso puede ser
reducido al siguiente denominador económico común: para desvincular el terreno social
de las actividades cooperativas con relación a la forma de la mercancía y no permitir
que se retorne de nuevo al mercado, no se debe empezar por la sección I (producción de
medios de producción), sino por la sección II (producción de medios de consumo) y por
los servicios.

Esta perspectiva se distingue radicalmente tanto de una idea de pequeñas comunidades


autárquicas como de todas las concepciones de la llamada economía dual. La autarquía
socioeconómica no sería una forma embrionaria social, sino una forma autosuficiente,
en el sentido peyorativo del término, que no quiere ni puede mantener el nivel de
socialización y de las fuerzas productivas; volvería a un estadio incluso inferior al del
modelo pequeño-burgués de producción mercantil y se revelaría, por lo demás, ilusoria,
puesto que siempre existe alguna herramienta o algún componente de la producción que
una pequeña comunidad es incapaz de producir por sí misma. La misma idea de
autarquía, sea en escala regional, «étnica» o nacional, sólo trasladaría el momento de
aislamiento a un contexto mayor y, así, ni siquiera conduciría al fin de la producción de
mercancías, sino tan sólo a la delimitación mezquina (además de racista y patriótica) del
sistema de relaciones correspondiente.

Si se pudiese convertir en realidad, una reproducción autárquica constituiría una


«comunidad coercitiva», que oprime al individuo según el modelo de las sectas
religiosas, como ya indica la idea de «comunas espirituales» autárquicas de Rudolph
Bahro, disidente de la antigua Alemania Oriental. La autarquía no debe ser confundida
con el anhelo de autonomía social. Autonomía no significa hacer todo por cuenta propia
y constreñir la reproducción a un obtuso ethos comunitario. Autonomía significa

23
justamente lo contrario, o sea, que las relaciones económicas no se sometan más a una
relación coercitiva externa, irracional y fetichista, sino que reposen sobre una
comunicación libre y consciente, que ofrezca a la obstinación del individuo la capacidad
de manifestarse o recogerse en sí mismo. Por tanto, cabe ocupar un terreno social de la
autonomía en esta acepción, que sólo puede existir si no se aísla regresivamente y traba
múltiples y amplias relaciones, capaces de romper y superar (y no cimentar) las
relaciones nacionales, religiosas y «étnicas», que se transformaron en modelos de
exclusión en la historia de la modernización.

Por otro lado, las concepciones de la economía dual son incompatibles con las formas
embrionarias de la «economía natural microelectrónica», pues éstas no promueven un
intercambio estático con las formas del sistema productor de mercancías y no pueden
«complementarlo» en una coexistencia pacífica. Las ideas de economía dual no
conducen, seriamente, a la desvinculación en relación con la forma de la mercancía. En
André Gorz, por ejemplo, uno de los más importantes teóricos de la economía dual, las
actividades «autónomas» se mantienen, en última instancia, como un simple pasatiempo,
puesto que deben ser subvencionadas por una «renta básica», que será obtenida de las
fuentes del mercado, en la forma no superada del dinero. Gorz considera toda la
reproducción industrial como irremediablemente «heterónoma», ya que tal característica
estaría fundada en el potencial tecnológico. No toma como objeto de reflexión el
problema de la forma del valor fetichista ni la diferencia entre esencia y apariencia
capitalista de las fuerzas productivas microelectrónicas.

Del mismo modo, tampoco Gorz ni otros representantes de la demanda de un «ingreso


monetario básico» reflexionan acerca de que éste sólo sería posible mediante un aparato
de redistribución en el interior de una economía nacional. Al contrario de lo que piensa
equivocadamente Gorz, no puede tratarse de una mera participación de todos en el
progreso técnico-material de la productividad, pues ello supondría una reproducción
social de intercambio económico más allá de la forma del valor. En un sistema
productor de mercancías, por el contrario, cualquier ganancia en productividad tiene que
pasar primero por las mediaciones de la forma del valor y por sus restricciones. Esto
significa que no es posible una distribución de los productos según la productividad,
sino solamente una distribución de dinero de acuerdo con el éxito en el mercado y, por
tanto, con la realización exitosa de plusvalía. Para el sistema de coordenadas nacionales
del «ingreso básico», esto significa, a su vez, que en la lucha competitiva en el mercado
mundial, aquél está obligado a tener éxito, a fin de recaudar fondos suficientes para la
distribución monetaria. La noción de «renta básica» contiene implícitamente, por tanto,
una reserva nacionalista y racista: ella no es más que un derivado social-nacionalista del
keynesianismo de izquierda.

En la práctica, el «ingreso básico», no importa en qué forma, sería siempre para el


individuo un volumen muy pequeño para la vida y muy grande para la muerte, o sea que
incitaría a las personas, en última instancia, al «trabajo abstracto» y las engancharía al
yugo del mercado. Es por ello por lo que los propios liberales flirtean con esta
concepción, pues todos ellos, a través de descuentos compensatorios de la renta salarial,
quieren podar derechos sociales adquiridos (jubilación, seguro de desempleo) e imponer
una dieta monetaria racionada a los asalariados que les obligue a aceptar, incluso en
edad avanzada, «trabajos» francamente miserables.

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Sobre todo, las nociones de economía dual no tienen absolutamente en cuenta la crisis
del sistema productor de mercancías. De manera bastante crédula, presuponen la
supervivencia eterna de la economía de mercado que permanece, desgraciadamente,
«heterónoma», y sólo en razón de ello pueden sugerir, para los diversos sectores de la
autonomía, un modo inofensivo de complemento del sistema de mercado, que equilibra
a largo plazo una estructura «dual» de reproducción. Sin embargo, el asunto cambia
completamente de aspecto cuando no sólo la intención de los sectores que deben ganar
autonomía apunta a una crítica y superación radicales del sistema productor de
mercancías, en lugar de a una simple coexistencia pacífica, sino que también la
dinámica del proceso de crisis echa por tierra cualquier tentativa de pacificación
reformista. Como el propio debate es ya un resultado de la crisis, las controversias
sociales y económicas no tolerarán más un apego duradero a las categorías reales de la
forma del valor.

De hecho, ningún paso hacia a los sectores autónomos de la reproducción,


desvinculados de la forma-valor, puede suavizar la crisis, sino solamente agravarla.
Algunos años atrás, en un debate del periódico Junge Welt, el economista de izquierda
Kurt Hübner, redactor de la revista Prokla, argumentó que mi propuesta de
desvinculación de determinados sectores con relación a la producción de mercancías
operaría, en la crisis, «a favor de los ciclos». Nada más correcto. Todo lo que las
personas hacen de manera cooperativa, más allá de la producción del mercado, es
arrebatado al mercado. Ello significa «pérdida» acelerada de ventas, empleos y poder de
compra. Por tanto, en lo que se refiere a la dinámica de crisis, la desvinculación sería
necesariamente una «autorreferencia positiva» y fortalecedora.

Y, como en los primeros estadios de la desvinculación el objetivo sería la producción de


bienes de consumo y sobre todo la prestación de servicios (en un plano cooperativo y
no-familiar), sería también un golpe de lleno a las esperanzas de una renovación de la
economía de mercado por medio de la famosa «sociedad de prestación de servicios».
Además, esto se refiere igualmente a la noción de Gorz, que tampoco pensó en tal
consecuencia. La opción de la «sociedad de prestación de servicios» es, de cualquier
manera, una ilusión, pues una parte considerable del sector terciario no es, en sí,
productivo en términos de capital, y sólo puede ser representada comercialmente en
forma secundaria y derivada (bancos, seguros, comercio, etc.) o tiene que ser impulsada
en la forma de consumo estatal (infraestructura, educación, etc.). Aun así, la eficacia
fortalecedora dentro de la dinámica de la crisis podría ser censurada en el proyecto de
desvinculación como un tipo de «puñalada» a la economía de mercado. Wolfgang
Schaüble, líder del CDU [Unión Demócrata Cristiana] en el parlamento y un
protagonista fanático de soluciones conservadoras para la consolidación de la economía
de mercado total, protestó con toda seriedad, en su libro Und der Zukunft Zugewandt [Y
el futuro cambió] (1994), contra el movimiento «hágalo usted mismo», diciendo que
éste quitaría terreno y posibilidades a la economía de mercado y favorecería una
«economía de sombras».

Aquí se utiliza negativamente lo que el ensayista norteamericano Alvin Toffler todavía


viera, en 1980, como tendencia positiva del desarrollo. Toffler creó entonces el
concepto de «prosumidor», la mezcla de un productor «hágalo usted mismo» con un
consumidor de mercancías. En un primer momento, de hecho, el propio movimiento de
desvinculación desplazará hacia fuera del sistema productor de mercancías una parte del
«consumo productivo», con el auxilio de los bienes producidos y adquiridos por el

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mercado. Toffler, sin duda, ve sólo aquí a los «prosumidores» individuales como a una
especie de centauro de las relaciones económicas, el cual, una vez más, debe representar
únicamente un complemento de la economía de mercado (pensada en su pleno
funcionamiento). Sin embargo, en condiciones de crisis y como un movimiento
antimercadológico de formas cooperativas de reproducción, esa desvinculación con
relación al mercado podría adquirir una fuerza social explosiva. Contra objeciones como
las de Hübner o Schäuble, debe decirse que no tenemos, de todos modos, la intención de
asumir responsabilidades por el sistema de mercado y sus «empleos». Como nuestra
vocación es la superación de este sistema, no debemos romper en lágrimas cuando cada
paso de la desvinculación fuerza, al mismo tiempo, la crisis de reproducción dictada por
la forma de la mercancía.

Sin duda, es necesario aclarar exactamente qué esferas van a la cabeza cuando se trata
de esa nueva forma de transformación. La definición teórica de que esta desvinculación
tiene que empezar por el final de la transición entre producción y consumo ofrece sólo
un concepto general que, a su vez, debe ser concretado. De la sección II forma parte
también, por ejemplo, la producción de televisores, y entre las empresas de prestación
de servicios se encuentran asimismo los bancos. Está claro que la desvinculación no
puede tener inicio exactamente en esas esferas. Más bien, el objetivo inicial son los
sectores al alcance inmediato de las iniciativas sociales. La producción de bienes y
servicios no debe estar implicada profundamente en la división capitalista del trabajo.
Además, tiene que mantener contacto con la vida cotidiana y provocar una sensible
reestructuración del día a día. Sólo en la medida en que se gane suficiente terreno
socioeconómico y experiencia, desarrollándose un know-how propio, podrá ampliarse el
campo de la reproducción autónoma.

Las iniciativas para sectores desvinculados de la reproducción pueden muy bien ser
llamadas cooperativas, sólo que no se trataría, justamente, de empresas productoras de
mercancías, sino de esferas autónomas, con una identidad social entre producción y
consumo. Existe al menos un ejemplo de semejante proyecto, abandonado por el
antiguo movimiento obrero: las cooperativas de consumo. Hay que observar -y esto
muestra, a su vez, la ignorancia de los marxistas «ortodoxos» y de la izquierda
posmoderna- que la simple mención de tal palabra hace que se les caigan al suelo las
anteojeras. No se trata aquí del intento de crear de la nada, precipitadamente, una nueva
sociedad de consumo. Ellas son solamente una entre muchas posibilidades: una ocasión
para probar, en la práctica, la reproducción autónoma. Al principio, se trata apenas de
fundar críticamente, en un ejemplo como éste, la historia de la cuestión de la
desvinculación e iluminar su problemática socioeconómica. Enfocar el tema, desde el
comienzo, como inferior, es completamente disparatado.

En términos económicos, las cooperativas de consumo, que fueron fundadas por el


reformista social y «socialista utópico» Robert Owen, son, originariamente, un paso
efectivo hacia la desvinculación en relación con la forma de la mercancía. De hecho, la
intención era eliminar todo un sector del sistema de mercado para sus integrantes, a
saber, el comercio individual. En su lugar, surgiría la organización autárquica de las
compras en el comercio al por mayor. Así, un momento de reproducción dictado por la
forma de la mercancía es sustituido por un momento de autoorganización no mercantil.
Para los activistas del movimiento obrero, que organizaron estas cooperativas de
consumo, se trataba, sin duda, de un efecto secundario poco notado, pues su horizonte
histórico no estaba determinado, mínimamente siquiera, por la idea de una superación

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de la producción de mercancías. Sólo les interesaba la reducción de los costos de las
transacciones para los trabajadores y su independencia en relación con prácticas nada
excepcionalmente usurarias de los comerciantes y, sobre todo, con el llamado «sistema
combinado» (coacción para que los trabajadores hiciesen sus compras a precios
exorbitantes, en las tiendas de los respectivos empleadores, siendo, por así decir,
doblemente explotados al recibir, en los hechos, un «salario en especie» empeorado).

Con todo, lo relevante en esa intención de las cooperativas de consumo es que no se


trataba de un «principio», de un altruismo abstracto o algo por el estilo, sino de
objetivos sumamente prácticos de «reducción de los costos» personales y de mejora de
lo cotidiano. Este motivo será también decisivo para un futuro movimiento de
desvinculación. La estrategia de «reducción empresarial de los costos» puede ser
perfectamente derrotada por una estrategia emancipatoria de «reducción de los costos»
para la administración doméstica que, de tal modo, conquista una parcela de
independencia al «trabajo abstracto». La fuerza de la cooperación autónoma, que se
diluyó completamente en el mercado y en el Estado, debe ser, precisamente,
redescubierta en el plano de la reproducción diaria y enriquecida con el potencial de las
fuerzas productivas microelectrónicas. El gasto de tiempo con la participación en
autoorganizaciones cooperativas es, con certeza, menor que la ganancia por medio de la
«reducción personal de costos»: basta pensar en el volumen de tiempo y recursos que la
administración doméstica pulverizada en individuos desperdicia en una enormidad de
cosas prosaicas, y esto en beneficio exclusivo de los respectivos «mercados».

La cooperativa de consumo es obviamente, para algo semejante, un ejemplo bastante


limitado, que aún no establece una actividad autónoma como tal y que permanece
vinculada históricamente a la existencia del mercado. Sin embargo, este proyecto podría
ser posiblemente ampliado. El hecho de haber fracasado no dependió ni del nivel de las
fuerzas productivas o del escaso fondo de tiempo de los trabajadores, ni de la falta de
compromiso. Hacia el cambio de siglo [del XIX al XX], más de un millón de personas
estaban organizadas en cooperativas de consumo, y parecía que este momento de la
reproducción podía convertirse en parte integrante de lo cotidiano y del movimiento
obrero. Pero esta criatura no era mirada con simpatía por los líderes politicistas, y las
personas, tal vez, tampoco veían con malos ojos que el comercio individual promoviese
una campaña en su contra y consiguiese, al fin, transformar por ley las propias
cooperativas de consumo en empresas comerciales de venta al por menor, dentro de la
más estricta normalidad. Así, se vació la verdadera intención. Las asociaciones de
consumo se convirtieron en conglomerados capitalistas, con su cortejo de maleficios, y
el interés social desapareció, sobre todo porque el «milagro económico» tras la Segunda
Guerra Mundial parecía volver superfluo el problema. La historia social y teórica de esa
tentativa, en el contexto de una crítica al sistema productor de mercancías, aún no ha
sido escrita.

En una nueva iniciativa de las cooperativas de consumo, las condiciones serían,


aparentemente, bastante distintas para cada país. Al menos en Alemania, se trata de un
problema de legalidad, puesto que aquí nadie recibe un billete de metro o tiene la
posibilidad de comprar directamente al por mayor, si no se identifica como
«revendedor». En algunas regiones existen redes alternativas de compra que, en general,
promueven el contacto directo entre los productores agrarios ecológicos y los
pobladores. Pero estas tentativas se limitan normalmente al «bien de lujo» de productos
frescos de origen ecológico, o sufren tanto de reducido alcance organizador como de

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escasa mediación con un amplio movimiento de crítica social. En un campo de
relaciones más vasto, sin embargo, este proyecto podría ser perfectamente reconstruido
y volverse, socialmente, pletórico en conflictos.

Un segundo ejemplo son las cooperativas de construcción habitacional. En esta esfera


existe también una larga historia, que al menos se cruza con el antiguo movimiento
obrero y tiene también relaciones con las demás iniciativas de reforma social. No fue
irrelevante, por ejemplo, el movimiento «ciudad-jardín» que nació en Inglaterra. Aquí,
mientras tanto, el criterio de desvinculación con relación a la producción de mercancías
es significativo en términos económicos: se trata de construir y mantener las casas
utilizadas por los propios integrantes (identidad de productores y consumidores). Claro
que también es necesario comprar productos de firmas de construcción, pero, en
comparación con la construcción comercial, es posible una parcela elevada de actividad
comunitaria. Esta parcela podría crecer, en caso de que la construcción (a semejanza de
la esfera microelectrónica) fuera acompañada por el saber «politécnico» (know-how de
arquitectura, manejo de materiales de construcción, instalación, etc.).

Lo importante es que el producto no reingrese en el mercado como mercancía, o sea,


que la cooperación no represente una cooperativa productora de mercancías. Esa es la
gran diferencia con la construcción comercial, que produce casas en cuanto mercancías
y alquila o vende su utilización. La construcción de viviendas, escritorios, oficinas,
centros de comunicación, etc., se vuelve de este modo un campo de rentas de capital.
Como los inversores de capital no quieren utilizar para sí mismos los edificios, no les
basta recuperar el dinero gastado con la construcción y el mantenimiento. Exigen,
además, la obtención de determinada ganancia, que tendrá que competir con las
ganancias de otras inversiones de capital y que debe estar contenida en los alquileres, en
las tasas, etc. Los usuarios de los edificios, por tanto, tienen que pagar esas ganancias
más allá de los costos de producción y mantenimiento, y, con ello, gastar «trabajo
abstracto» en otros campos capitalistas. El régimen capitalista fuerza, al máximo posible,
que toda la esfera de la construcción sea un campo exclusivo de inversión de capital. De
este modo, no es por casualidad que las cooperativas autoorganizadas y
autoadministradas no sean favorecidas en términos jurídicos y tributarios, y que, por el
contrario, en la medida de lo posible, se las obstaculice y se vuelvan poco atractivas -el
paralelo con las asociaciones de consumo es evidente. Aquí también cabe investigar
críticamente la historia de las primeras iniciativas a partir de la perspectiva de la crítica
del valor.

Las asociaciones de consumo y las cooperativas de construcción habitacional no agotan


las iniciativas fracasadas de desvinculación. El problema, con todo, es que esas
actividades sólo llevaban una vida oscura, al margen del programa estatal y politicista
del antiguo movimiento obrero, y no implicaban una reflexión sobre el concepto de
desvinculación ni una perspectiva de superación del sistema productor de mercancías.
Por eso permanecieron limitadas (por así decir, «sin concepto») a campos aislados de la
praxis. A esto vino a sumarse el control de la burocracia partidaria y, más tarde, de la
burocracia socialista, que tenía por finalidad impedir cualquier iniciativa de
autoorganización y autoadministración, así como cualquier comunicación «horizontal»
autónoma de las unidades básicas de organización entre sí. El gasto no superado de
«trabajo abstracto» bajo el régimen estatal tendía automáticamente a canalizar, al
máximo posible, todo el fondo de tiempo para la reproducción social y a dejar que la
comunicación corriese jerárquicamente, de arriba abajo. Como se sabe, fue por eso que

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la distinción entre uno y otro sistema, inclusive en sus propios libros didácticos, se
definía como «economía central planificada» y «economía de libre mercado», y no a
partir de la cuestión de si regía o no la producción de mercancías. La identidad social
entre producción y consumo no figuraba entre las metas «socialistas» (o figuraba
solamente distorsionada, como seudoidentidad en la universalidad abstracta del aparato
estatal), y, de tal modo, la propia cuestión de la desvinculación no podía ser nombrada
ni reconocida en las respectivas iniciativas.

De esta manera (y en alianza impía con la postura defensiva del régimen capitalista), lo
que fracasó no fueron sólo las iniciativas de desvinculación de las cooperativas de
consumo y de construcción; además, el correspondiente potencial de «sociocultura» del
antiguo movimiento obrero permaneció inexplorado desde una perspectiva
transformadora. Claro está que no se trataba de retornar, por ejemplo, a la «cultura de
lavandería y comedor público» del antiguo barrio proletario. Esas formas
socioculturales nacieron de la pura necesidad y estaban ligadas al nivel de las fuerzas
productivas de entonces. Sin embargo, se debe recordar que las nuevas fuerzas
productivas fordistas, que sólo se pusieron en pie en Europa después de la Segunda
Guerra Mundial, sofocaron completamente las iniciativas socioculturales con los
procesos de comercialización e individualización abstracta. Incluso las antiguas
lavanderías colectivas no fueron modernizadas -por el contrario, la presión de la oferta
capitalista fue capaz de ajustar la producción fordista de máquinas domésticas a la
estructura de los núcleos familiares. De ello resultó un aumento del trabajo abstracto y
del volumen del mercado. Pero la ganancia de tiempo disponible para los individuos,
con el uso socialmente pulverizado y la exigencia de especialización individual, era
mucho menor, en verdad, de lo que estaba presente en el potencial de desarrollo de las
fuerzas productivas.

Lo mismo vale para otros elementos de la sociocultura fracasada de los movimientos


obreros. Las instituciones del movimiento obrero administraban innumerables
estructuras logísticas, como establecimientos de enseñanza, centros de reunión, oficinas,
etc. Sin duda, tampoco a esos establecimientos se les reconoció un valor propio desde
una perspectiva histórica. Aquí, el potencial de la desvinculación socioeconómica no
entraba en el campo de visión, como en el caso de lo que sucedía con las cooperativas.
En lugar de ello, tales iniciativas eran consideradas, exclusivamente, como simples
expedientes para el objetivo político-estatal, de manera que no podían adoptar un
desarrollo propio. Muchas veces, fueron sumadas al patrimonio del partido o al de uno
de sus miembros, y se las gestionó comercialmente, con el fin de obtener recursos para
el «fondo de guerra» de la propaganda política. Al menos durante cierto tiempo, el
propio movimiento del 68 abandonó dichos establecimientos, que en parte degeneraron
en microempresas burguesas. Muchos serían puestos en tela de juicio, en el contexto de
un movimiento de desvinculación y superación.

Esto incluye también aquel complejo económico bajo la denominación de «prestación


de servicios» que fue gestionado en la forma de los antiguos «comedores públicos», de
los salones de reunión, de los centros de comunicación, etc. Establecimientos de este
tipo fueron siempre un momento importante en todo movimiento social, pues las
personas precisan lugares donde encontrarse, discutir, comer y beber en conjunto. En la
historia cultural, existen ejemplos famosos de este tipo. Piénsese, por ejemplo, en los
«clubes callejeros» jacobinos de la Revolución Francesa, en los célebres «salones» de
los románticos, en la cultura literaria de los cafés o en los «clubes» ingleses. Aunque

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poco conocido, no deja de ser irónico el hecho de que en los comienzos del movimiento
obrero socialdemócrata en Alemania los hosteleros desempeñaran un papel relevante.
Del mismo modo, el movimiento alternativo y el del 68 dieron un nuevo aliento a tales
establecimientos. El fenómeno reapareció, en Alemania Occidental, en los amplios
movimientos de la juventud de los años 70, con su exigencia de casas autogestionadas.
El resto de los centros de comunicación que surgieron en la época (de los cuales el
Komm, de Nuremberg, se hizo conocido) fue después eliminado por la administración
municipal, en virtud de los costos y del cálculo político conservador.

Las necesidades cotidianas a las que se vinculaban tales establecimientos pasan,


entonces, a ser diferenciadas casi íntegramente dentro de las formas capitalistas. La base,
en ese sentido, está constituida por la pulverización en microunidades domésticas,
estructurada por una oferta de máquinas fordistas para la cocina. Al mismo tiempo, la
industria mobiliaria capitalista logró crear, bajo la norma fordista, una absurda
competición de prestigio en relación con los accesorios de cocina, a la cual ésta se
doblega estúpidamente en la forma de «trabajo abstracto». No se pone en cuestión el
carácter deseable de las pequeñas cocinas usadas ocasionalmente, por ejemplo, para
preparar una cena de dos a la luz de las velas. El incalculable derroche de tiempo y
recursos que puede ser impuesto diariamente -y sin protestas- a las masas socialmente
atomizadas, a través del proceso de valorización dictado por la estructura del valor de
uso, debe ser calificado como un producto maduro de la máquina de sueños capitalista.

Como complemento, por una parte se impone la empresa proverbialmente miserable de


las cantinas y comedores de las grandes firmas y de los establecimientos de la
burocracia estatal, organizada según los puntos de vista de la racionalidad económico-
empresarial, donde la comida ocupa siempre el último lugar. Por otro, la gastronomía
comercial ganó terreno: desde las cadenas de fast food basadas en salarios bajos,
pasando por las empresas familiares con relaciones internas cercanas a la esclavitud y
condiciones de higiene muchas veces dudosas, hasta los establecimientos posmodernos
fundados y administrados por baby-yuppies salvajemente profesionales, con corte de
pelo a lo Hitler, en los cuales las ínfimas porciones se caracterizan por saciar, como
máximo, a un pajarillo. Para los «nuevos pobres», quedan los donativos de
organizaciones caritativas -que entretanto se comercializaron- o las acciones de párrocos
socialmente infernales, que reúnen para los desamparados las sobras abyectas de las
comilonas de lujo. En comparación con esto, el secuestro armado de un rehén debe ser
llamado acción emancipatoria. Y los locales de reunión se encuentran sólidamente en
poder de asociaciones alemanas conservadoras y de aparatos municipales de
administración.

Si ya no existe un solo local para la discusión crítica de la sociedad, y es imposible


comer entre amigos sin echar los bofes fuera, surge la cuestión de la plausibilidad, en
este sector, de «clubes» autoorganizados como elementos de una economía
desvinculada, en los cuales las personas tendrían acceso a la prensa internacional (y,
quizás, a una biblioteca), harían uso de anfiteatros para reuniones y podrían comer y
beber. En los países anglosajones, incluso en los Estados Unidos, eso fue, durante
mucho tiempo, un momento casi obvio de la vida social, aunque se haya deshecho con
el avance del desarrollo capitalista y nunca haya alcanzado estratos, zonas o barrios
enteros. Lo esencial es no fundar, para un público cualquiera, un objeto comercial

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dirigido al lucro, sino que las personas preparen tal establecimiento para sí mismas, para
las propias necesidades. En términos económicos, esto significaría que cada miembro
pagaría, de acuerdo con sus posibilidades, una contribución única y/o periódica, con lo
que se haría provisión entonces de todo aquello que sea preciso, sin que la propia
empresa retorne al mercado -según el modelo, por ejemplo, de las guarderías
autoorganizadas, que constituyen otro ejemplo (y uno de los pocos que nos legó el
movimiento del 68). Es indiferente que para las actividades necesarias, algunos de los
miembros sean en parte mantenidos financieramente; lo que importa es que el todo no
se transforme en una empresa orientada al mercado. Y, obviamente, un establecimiento
de esta clase -al revés que una «empresa» sometida a una racionalidad económico-
empresarial- no necesitaría ser mezquina y podría, inclusive, aceptar a personas
acomodadas.

Claro que todo esto no es posible sólo con un puñado de personas. En términos
puramente socioeconómicos, en la Alemania de hoy no impensable que cien personas,
por ejemplo, reúnan 10.000 marcos cada una como punto de partida, lo que ya sería un
abultado millón. También es fácilmente admisible que esos cien desembolsen 100
marcos por mes para una empresa en funcionamiento (lo que son otros 10.000 marcos)
y ya no tuviesen que comprar en el mercado los servicios correspondientes. Pero la
izquierda está tan reducida y tan desmembrada en infinitas ramificaciones que se
combaten entre sí o, en la mejor de las hipótesis, se ignoran, que parece casi imposible,
incluso en ciudades grandes, reunir cien personas (con familia) para un objetivo
semejante -esto por no hablar de los capitalistas normalizados. Con espanto, se debe
reconocer que el capitalismo consiguió, aun en las cosas más simples, levantar barreras
sociopsicológicas casi infranqueables entre los individuos atomizados -barreras éstas
que, en la actualidad, sólo las sectas religiosas, para fines más o menos oscuros, son
capaces de romper.

Los ejemplos dados hasta ahora, que todavía pueden ser ampliados, se entrecruzan en
parte, sin duda, con las concepciones de André Gorz, y éstas, a su vez, con las ideas del
«comunitarismo» anglosajón. No se puede formular la necesaria crítica a tales
iniciativas desde el punto de vista, por ejemplo, del antiguo movimiento obrero, como
ocurre eventualmente por parte de los ortodoxos encarnizados, y, con ello, negar
abstractamente los momentos positivos en Gorz y en el propio «comunitarismo». Pero
como ya se mencionó en lo relativo a una crítica de la economía dual, la idea de
desvinculación crítica del valor se halla en un contexto de crítica social completamente
diferente del de Gorz o de la teoría comunitaria, a pesar de las semejanzas. Esto no se
refiere solamente a la cuestión básica de una crítica nueva y radical, en lugar de un
solícito «complemento» al sistema capitalista. Antes bien, son las esferas autónomas,
más allá del mercado y del Estado, las que deben ser el punto de partida de un
movimiento de superación que englobe, en última instancia, toda la reproducción, y no
el punto de llegada de una «autoayuda» meramente marginal.

El «despliegue» socioeconómico de todo sistema de reproducción puede ser imaginado,


en un primer momento (aunque en un ámbito restringido), como el proceso en el que,
por ejemplo, muchas de estas iniciativas conjuntas incorporan a su contexto no-
mercantil un sector que hasta entonces representaba un suministro del mercado. Para dar
un ejemplo simple: varias cooperativas de construcción podrían administrar, en
conjunto, un arenal, una cantera o una fábrica de cerámica según las necesidades. O aun,

31
para dar otro ejemplo que excluye toda restricción patriótica, las diversas cooperativas
podrían encargar su café y sus muebles a una cooperativa interesada de América Latina.

El problema económico básico consiste en que las actividades esbozadas no estén


ligadas mediante el intercambio de mercancías y la relación monetaria, sino que se cree
realmente una identidad mediada entre productores y consumidores, en una vasta escala.
No se trata de una especialización de tipo económico-empresarial, sino de una división
politécnica de funciones, capaz de alternar las personas -y esto en términos regionales y
continentales, pues no hay por qué no producir, durante algún tiempo, café en América
Latina o pastorear cabras en otra ciudad (lo que sólo funciona, sin duda, cuando el
know-how básico se halla difundido como saber y cuando, al menos en ciertas técnicas,
la precisión y la «aptitud» reposan más en las máquinas programadas que en el
adiestramiento personal). Por lo demás, no se trata de un intercambio de equivalentes
abstractos, en una simple forma natural, sino de una pura división técnico-material de
funciones, en la cual sólo importa que, dentro de un contexto funcional, las cosas
necesarias sean producidas en la cantidad y en la calidad necesarias. Esto puede ser
pensado, por un lado, como la división de funciones en el interior de una fábrica, sólo
que en forma ampliada; aquí resuena, sin embargo, la idea marxista de la «fábrica» del
conjunto de la sociedad, aferrada aún, por otra parte, a aquel concepto de «ejércitos del
trabajo», que no trasciende todavía el sistema del «trabajo abstracto». De la misma
manera que la relación externa entre las unidades de reproducción sólo fue pensada
como el intercambio natural de equivalentes abstractos, así también la relación interna
sólo se pensó como la forma natural de la racionalidad empresarial. Sin embargo, cabría
reagrupar las divisiones funcionales en un contexto de identidad entre producción y
consumo -contexto éste orientado exclusivamente a la necesidad de los integrantes. Eso
sólo será posible, con certeza, si ya existiera un sistema amplio y escalonado de
reproducción no-mercantil. Durante la época de transición, se puede imaginar que
determinadas producciones serán abastecidas en parte dentro de un contexto autónomo,
en una forma no-mercantil, y en parte también dentro del mercado. Otras formas son
asimismo pensables. De hecho, en este plano termina la posibilidad de definiciones
puramente teóricas y comienza, aunque más allá del rechazo de concreción del antiguo
marxismo, la esfera en la que sólo es posible la práctica social del «learning by doing»
[aprender haciendo], acompañada de un encuadramiento teórico interdisciplinar de
economista, técnicos y organizadores críticos de la sociedad.

Se debe resaltar, una vez más, que los ejemplos citados también pueden ser practicados
aisladamente (y hoy, eso es laudable sobre todo en los puntos que implican una logística
elemental para la propia crítica social teórica), pero que al principio no se puede
alcanzar un efecto social por medio de la progresiva universalización de ejemplos
prácticos aislados. Esta sería la idea antigua y, en el mal sentido, utópica. En realidad, el
objetivo tiene que ser elaborar un tipo de programa o esbozo de una respuesta a la
inevitable pregunta de un nuevo movimiento social: ¿qué hacer- Y eso a pesar, o
justamente a causa, de la actual calma social bajo el cielo plomizo del neoliberalismo.

Como es sabido, los movimientos sociales no pueden ser sacados de la galera por los
teóricos; en realidad, se desarrollan espontáneamente, aunque no, por supuesto, sin
cierto impulso inicial o sin la actividad voluntaria de ciertas personas. Sin embargo, no
se puede determinar dónde, por quiénes y de qué manera tales movimientos tendrán
comienzo. Lo esencial, mientras tanto, es que las ideas para una praxis revolucionaria
sólo pueden ganar contorno social a través de un movimiento social. Sólo cuando

32
muchas personas, al mismo tiempo y en muchos lugares, empiezan a «huir del modelo»,
puesto que ya no quieren ni pueden vivir como vivieron hasta ahora, nace la posibilidad
teórica de una praxis social.

Por otro lado, sin embargo, la concreción teórica de la cuestión de la superación no está
vinculada directamente a la existencia de un movimiento de masas. Si partimos
precisamente del hecho de que en el futuro ninguna de las cuestiones de la
transformación será formulada ya bajo los supuestos de una sociedad capitalista del
bienestar y de los ganadores del mercado mundial, sino por medio de graves sacudidas
económicas, sociales y (pos)políticas, entonces se vuelve más urgente aún que se
concrete teóricamente el problema de una superación del sistema productor de
mercancías y se desarrolle un debate sobre el asunto. En este sentido, la objeción
levantada por los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y de las izquierdas
posmodernas de que la crítica radical del valor, con el concepto de «desvinculación» y
sus implicaciones, se dedicaría súbitamente a una «praxis» inferior y obtusa, no es sólo
insensata -pues considera erróneamente la temática de la cuestión de la superación en su
falsa inmediatez-, sino también groseramente negligente, ya que implica una postura
que no cuenta con las conmociones sociales y, en el mejor de los casos, degrada la
crítica del valor a un hobby posmoderno e infraacadémico.

La crisis histórica que se extiende por el mundo y sus consecuencias sociales


destructivas nos impone también, desde un punto de vista abarcador, la cuestión de una
garantía de las necesidades básicas para todos. Y, de hecho, todos los ejemplos citados,
desde las asociaciones de consumo, pasando por las cooperativas de construcción hasta
los clubes, los centros de reunión o las guarderías, se refieren a necesidades básicas
materiales, sociales o culturales. Se podrían sumar aun sectores como los de la
producción de alimentos, ropa, muebles y electrodomésticos, de bienes culturales, de
suministro de energía (solar), parte de la infraestructura, enseñanza técnica, servicios
sociales, etc. Es ridículo imputar a esta problemática una opción reduccionista por la
«subsistencia», en el sentido de una disminución del nivel de necesidad. Al contrario, el
objetivo es precisamente no sólo afirmar contra la crisis del sistema capitalista un nivel
elevado de necesidades por medio de sectores autónomos, sino también superar las
restricciones insensatas del mercado, que exigen un enorme despilfarro de tiempo y
placer a través de la individualización económica abstracta.

En otro plano, ha de preguntarse qué son, en verdad, la riqueza y el lujo. Junto con el
«trabajo abstracto» y su fruto histórico, la estructura capitalista del valor de uso, se debe
criticar también el concepto de riqueza y lujo capitalistas. Sólo la idea de que la opción
por las necesidades básicas podría ser una opción por la pobreza de necesidades ya es
reveladora. Inconscientemente, se concede así que las propias necesidades básicas en el
capitalismo se volvieron, de hecho, pobres. El lujo capitalista, en la cultura de masas (y
más que nunca en la variante posmoderna), se refiere sobre todo a cosas secundarias. La
posesión orgullosa de un celular o una semana de vacaciones en el Caribe (una ofensa
cultural no solamente para el Caribe, sino para cualquier paisaje de este mundo), con lo
que las personas creen estar, en términos consumistas, en el ápice de las fuerzas
productivas, sólo disimulan el hecho de que la ampliación de la riqueza secundaria fue
seguida, históricamente, por una ampliación complementaria de la pobreza primaria.

En la modernización capitalista, el tiempo disponible de ocio disminuyó drásticamente


para la mayoría de las personas (inclusive para el propio management). Además, cosas

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simples como alimentos frescos de huerta, muebles de madera maciza, etc., no se
volvieron, relativamente, más baratos, sino cada vez más caros, hasta convertirse hoy en
bienes de lujo. Sobre todo, la frontera espacial para los individuos se achicó cada vez
más. Si no tomamos como medida la propia pobreza en masa producida por la
modernización capitalista, queda de todos modos como evidente que el espacio vital y
habitacional se ha vuelto cada vez menor para la mayoría. Lo de «caja de correo para
trabajadores», una expresión alemana-oriental, puede ser generalizado a la construcción,
la arquitectura, el planeamiento de las ciudades y la política de colonización interna de
todo el sistema productor de mercancías, que transformó el espacio y el tiempo en
mercancías. Ante esto, cabría plantear, contra las restricciones de la forma del valor y
sin rechazar las fuerzas productivas modernas como tales, una riqueza de las
necesidades básicas -o, incluso, un lujo de tiempo y espacio. Esto comprende, también,
cierta indiferencia respecto a las innovaciones siempre nuevas e independizadas en el
plano de las cosas, cuyo consumo ya no guarda ninguna relación con su utilidad. El
celular, por ejemplo, y la posibilidad de hablar al mismo tiempo con dos o tres personas
por teléfono no representa un avance tan significativo en relación con el invento básico
y centenario del teléfono (de manera semejante al CD en relación con el disco de vinilo),
hasta el punto de justificar el gasto delirante de tiempo y recursos para la producción y
el suministro correspondientes.

La perspectiva de sectores autónomos de la desvinculación en cuanto a la producción de


mercancías recibe todavía otra objeción: la duda acerca de su «eficiencia económica». A
primera vista, parece que las formas de reproducción así autónomas jamás serán capaces
de sustituir el monstruoso grado de división capitalista del trabajo y la elevada
intensidad de capital, sin recaer, de inmediato, en un nivel primitivo de «eficiencia».
Este argumento no sólo no toma en cuenta el carácter peculiar de las fuerzas productivas
microelectrónicas, que ha hecho utilizable un alto potencial de productividad en
pequeña escala, sino que además se mantiene encerrado dentro de las categorías de la
racionalidad empresarial.

Bajo la presión de la competencia en el mercado, el gasto de capital no está determinado,


esencialmente, por las exigencias sensibles y materiales, sino por la coerción de las
tasas medias de ganancia, lo que representa una abstracción social. El hecho de que la
producción de manzanas y tomates, que crecen casi en todas partes, «valga la pena» en
términos capitalistas en caso de que alcance, en el mercado, un volumen gigantesco que
derrocha insensatamente transporte y energía, es culpa única y exclusivamente de la
medida de valorización abstracta. Cuando se trata de «eficiencia» empresarial, lo que se
indica implícitamente es siempre esa medida, que, por sí sola, no es idéntica a los
métodos racionales de la producción técnica y material. Sería necesario, por tanto,
distinguir entre la utilización de técnicas de economía del trabajo o formas de
organización, por un lado, y el concepto de «eficiencia» dictado por la valorización, por
otro. La técnica de economía del trabajo es sólo un momento parcial de la racionalidad
empresarial destructiva, y, además, bajo su dictado, no conduce, por ejemplo, a la
mejora en el trabajo, sino a la simple «falta de trabajo», al desempleo.

En el concepto de «eficiencia» empresarial se debe criticar aun otro aspecto,


completamente indeseable en las formas de reproducción autónoma. Se trata de la
llamada «capacidad máxima». Ese momento, bajo las condiciones capitalistas, se
manifiesta de una manera especialmente absurda, desfigurada: por un lado, la capacidad
queda inactiva cuando la empresa no logra atraer para sí un poder de compra suficiente;

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por otro, para encargos del mercado, la producción tiene que ocupar las 24 horas del día,
sin tener en cuenta las necesidades o el bienestar de los «empleados». Bajo la presión de
la competencia, hoy los administradores exigen una «ampliación de los horarios de
funcionamiento de las máquinas», incluso del trabajo nocturno y dominical. En una
cooperación que incluya la identidad entre productores y consumidores, esto no puede
ser considerado como «eficiencia», sino solamente como el fruto de un cerebro enfermo.

Desde que las personas comenzaron, por ejemplo, a levantar casas de piedra, el material
fue extraído de las canteras que, de lo contrario, permanecían inactivas. Lo mismo
puede valer para un contexto de cooperativas autónomas, y también para oficinas y
medios de producción. A la inversa, una cantera en cuanto empresa capitalista -en su
condición de robot empresarial económicamente atomizado- partirá el máximo posible
de piedra y será particularmente «exitosa» si toda la región fuese transformada, en poco
tiempo, en un paisaje lunar. A su vez, durante una «crisis económica» (sólo el concepto
ya indica el carácter irracional de la forma de reproducción), cuando la extracción de
piedras deja de ser «rentable» en términos empresariales, la empresa es «cerrada», y se
le pone un cartel con las palabras «Prohibida la entrada», aunque la población tenga que
vivir en tiendas o en cavernas.

Es necesario, por tanto, establecer una diferencia fundamental entre la racionalidad


absurda de las empresas y una ponderación de la relación costo-beneficio en lo referente
al tiempo, a los recursos, etc., en una producción para las necesidades concretas. Los
criterios empresariales internalizados, que se manifiestan en una falsa obviedad, tienen
que ser conscientemente superados y desenmascarados en su absurdo (ésa es, por así
decir, una tarea propiamente analítica o hasta «propagandística»). Si comparamos el
gasto personal de los miembros de una cooperativa con las ofertas del mercado y el
correspondiente gasto necesario de «trabajo abstracto», la reproducción autónoma, en
muchos casos, será perfectamente «capaz de competencia» en términos sociales.
Lógicamente, eso no se aplica a todas las esferas, y con toda evidencia no a la
producción de materias primas. Fue absurdo, por ejemplo, que en la campaña china del
llamado «gran salto hacia adelante», bajo Mao Tsé-tung, se fundiese el acero en hornos
de huertas o jardines. No se trataba, entretanto, de una iniciativa de los participantes
para satisfacer las propias necesidades previamente discutidas, sino de una campaña
estatal (naturalmente fracasada) «desde arriba», con vistas al crecimiento de la grandeza
abstracta de la «producción de acero», una de las categorías de la economía política.

La alternativa socioeconómica debe guardar una relación plausible con los gastos. Pero
la "autoexplotación» de las primeras empresas alternativas no se dio por una simple
incapacidad técnica o de organización, sino, realmente, por la producción orientada al
mercado y por la implicación en la forma capitalista de la división del trabajo. En una
identidad inmediata o institucionalmene mediada entre productores y consumidores, por
el contrario, la cuestión del gasto de tiempo se puede manejar flexiblemente. Si, en un
contexto autónomo, la persona gasta diez horas para producir algo que, con el «trabajo
abstracto» mediado por la forma de la mercancía, se obtiene en diez minutos, la
disparidad sería naturalmente muy grande como para que esta esfera fuese la primera en
ser restaurada. Aquí, la desvinculación de la forma de la mercancía sólo podría ser
alcanzada con un grado mucho más alto de interrelación. Completamente diferente es el
caso de una disparidad, digamos, de una o dos horas. Pues la cantidad abstracta de
tiempo, que ya constituye un producto del capitalismo (cfr. el artículo de Gaston
Valdivia en este número de Krisis, «Tiempo y dinero, dinero y tiempo. De la

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producción del tiempo a su desconstrucción por la economía de mercado»), no puede
ser de modo alguno el único criterio. Es una experiencia palpable que una hora de
«trabajo abstracto» puede ser experimentada como una eternidad en comparación con
dos horas de actividad en un contexto social satisfactorio.

El cálculo de tiempo desvinculado de la producción de mercancías es enriquecido con


criterios que no existen absolutamente en la racionalidad empresarial. La reducción del
tiempo a cantidades abstractas es consecuencia del «trabajo abstracto», que se halla
separado de todos los otros momentos de la vida. La superación de la forma del valor
significa superar la separación entre «trabajo» y «tiempo libre» y, por tanto, el «trabajo»
como tal. Obviamente, esto no quiere decir que durante la operación de una máquina
compleja se pueda tomar café o jugar al ajedrez. Sería ridículo pensar el problema en
estos términos. Algo distinto, sin embargo, es que el espacio social de la producción ya
no esté separado bajo el signo de la racionalidad empresarial, que sea posible «darse
tiempo», que el tiempo y el espacio de la actividad productiva esté atravesado por
criterios sociales, culturales y estéticos, por el placer, la contemplación, la reflexión, etc.
-y esto con la inclusión de la arquitectura y de la relación entre las esferas de la
producción y de la vivienda

En varios otros aspectos, aún, el cálculo de recursos de una reproducción autónoma


tiene que diferenciarse de la racionalidad empresarial. Si, por ejemplo, la producción de
frutas y legumbres para el mercado sólo se muestra, como todo lo indica,
inigualablemente barata porque los productos son cultivados según normas de
acondicionamiento, expuestos a radiación atómica y almacenados durante meses en frío
bajo gases, llegando así a rozar la insipidez, o porque toda una región natural es
contaminada y los ríos lo son al punto de que no es recomendable bañarse en ellos, o
aun porque asalariados miserables tienen que exponerse, sin protección, a pesticidas y
herbicidas como si se tratara de ataques con gas de combate... entonces no es aceptable
de ninguna manera adoptar la imposición de ese cálculo capitalista. Y esto vale también
para el resto de las cosas. Una desvinculación relativa a la producción de mercancías
significa descender inexorablemente hasta las raíces, a partir de la autorreflexión, para
determinar todas las condiciones materiales y sociales de la vida, desvinculando así el
cálculo necesario del gasto de tiempo y recursos del cálculo capitalista del tiempo
abstracto. En el aspecto general, ello traerá una gran ganancia de tiempo disponible y,
en el particular, grandes modificaciones del cálculo, tan pronto se hagan a un lado las
lentes deformantes de la economía empresarial.

Existen razones más que suficientes para que sean posibles y necesarias una
antieconomía desvinculada de la producción de mercancías y la constitución de sectores
autónomos, y para que aquélla, la antieconomía, deba empezar en los puntos de llegada
de la transición de la producción al consumo y también en el plano de las necesidades
básicas. Lo esencial, en primer lugar, es que a eso esté vinculada, a través de la
superación de lo cotidiano socialmente desgarrado y de la «reducción de costos»
personal, una ganancia de tiempo disponible y de satisfacción para los individuos; en
segundo lugar, que pueda ser ganado un momento de autonomía e independencia de las
imposiciones del capitalismo; y, en tercer lugar, que se desarrollen un know-how y una
experiencia para una superación abarcadora del sistema productor de mercancías en
toda la sociedad. Esta desvinculación es calificada como antieconómica, pues el
concepto de economía, en la historia de la modernización, fue establecido por las
formas jerárquicas de la socialización capitalista.

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Sería un error, sin embargo, imaginar el proceso en general desde una perspectiva
evolucionista. Esta será, probablemente, la crítica del lector marxista o posmodernista
de mala voluntad, para quien «la dirección como un todo no es conforme». Este lector
se complace en el olvido, especialmente con relación a argumentos indeseables, y así
probablemente ya habrá olvidado que el problema no se sitúa en el contexto de una
quimera cualquiera, sino en el de una existente crisis mundial del sistema productor de
mercancías, que lo alcanzará también a él, si es que no lo ha hecho ya. Del mismo modo
que la desvinculación, como praxis social, es imposible a través de la progresiva
generalización de ejemplos aislados, sino sólo mediante un movimiento social, tampoco
podrá arrastrarse evolutivamente, con total tranquilidad, de sector en sector, a través del
sistema de reproducción social. El hecho de que la dirección del «despliegue» sea
contraria al programa del marxismo del movimiento obrero, o sea, que no vaya desde
las industrias de materias primas hasta la producción de bienes de consumo, sino a la
inversa, nada dice sobre la velocidad histórica del proceso.

Aquí se funda también una diferencia esencial en la cuestión de la «forma embrionaria»


entre la transformación protocapitalista y una poscapitalista. La dinámica de la crisis
capitalista reduce dramáticamente el horizonte temporal de la transición. Ante nosotros,
no se extienden siglos de un desarrollo evolutivo que, en un futuro distante, alcanza un
ápice «político-revolucionario», sino, realmente, una transición que durará, como
máximo, a través de un terremoto de la sociedad mundial, algunas décadas, en las cuales
se decidirá todo, sin que el giro total pueda asumir, sin embargo, la forma de una
«revolución política». La «forma embrionaria» de la moderna producción de mercancías
tiene, por tanto, un valor completamente diferente de la «forma embrionaria» de la
moderna producción de mercancías, en la época de la prehistoria de la burguesía. Ella es
un fermento necesario para romper la estupidez empresarial y estabilizar, en términos
reproductivos, un movimiento social de superación -aunque no sea un «embrión» en el
sentido de la metáfora biológica.

Por eso, una teoría y análisis de la desvinculación tiene que ser, al mismo tiempo, no
sólo una teoría y análisis de la crisis, sino que además debe estar acompañada de un
debate planificador de toda la sociedad. La teoría de la planificación puede anteponerse
al movimiento de desvinculación, pues éste, probablemente, se verá obligado a
organizar la transformación no en pequeños pasos, sino en grandes arrancadas.
Teóricamente, esta transformación se debe desdoblar tanto en la perspectiva de la
identidad inmediata como en la de la identidad mediada -por un lado, el problema de la
desvinculación directa de las necesidades básicas y, por otro, el problema del
escalonamiento social de la reproducción no-mercantil. Para ello, es necesario elaborar
un debate histórico sobre la planificación, y de ello estamos aún muy distantes. Sólo la
unidad entre teoría de la crisis, teoría de la desvinculación y teoría de la planificación
puede desarrollar una coherente imagen conceptual antieconómica. Y no es por azar, sin
duda, que hoy los antiguos marxistas, los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa»
y la izquierda posmoderna no vean ningún interés precisamente en estos tres aspectos
teóricos, y prefieran reprimirlos o hacerlos a un lado.

5. Movimiento en red y subversión cibernética

Sería mucha ingenuidad presumir que un nuevo movimiento social, bajo los supuestos
de la crisis, se iniciase de inmediato con una crítica radical del sistema productor de
mercancías. Más bien es probable que tal perspectiva sólo pueda ser mediada por un

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debate público y por discusiones conceptuales en el propio medio de los conflictos y
luchas sociales. Si embargo, no se debe partir de cero. En las sociedades en crisis, hay
diversas iniciativas de una «economía barata» que, no obstante, aún está en pañales.
Éstas difícilmente hacen justicia a una reproducción «más allá del mercado y del
Estado», ya que en la mayoría de los casos reposan sobre subvenciones estatales
(comunales) o desarrollan simples fases del mercado y del Estado.

Con todo, es de notar que tales nexos cooperativos, observables en todo el mundo, se
han convertido ya en objeto de la literatura sociológica y son conocidos bajo el concepto
de «tercer sector» (cfr. el minucioso artículo de Volker Hildebrandt en este número de
Krisis, «El tercer sector. Maneras de salir de la sociedad del trabajo»). Lo interesante de
esto es que se ha creado, involuntariamente, un concepto opuesto al de «sector
terciario», hasta ahora un atributo del mercado. Si el «sector terciario», en la teoría
económica, expresa todas las esferas de «servicios» que no forman parte de la sección I
ni de la seción II, aunque sean integrantes de la reproducción capitalista, el «tercer
sector», a su vez, indica la actividad de iniciativas que no son comerciales ni estatales, y
a las cuales se dio la sigla de ONGs (organizaciones no-gubernamentales) u ONLs
(organizaciones no-lucrativas).

Sería totalmente erróneo considerar a este «tercer sector», en su configuración actual,


como la forma embrionaria de una reproducción emancipatoria y no-mercantil. En
general, las actuales formas de organización y conciencia de esta esfera están muy lejos
de ello, aparte de que no ha adoptado, en la mayoría de los casos, el carácter de un gran
movimiento social. Con todo, es sumamente sospechoso el hecho de que los
representantes del marxismo «ortodoxo» o de la Teoría Crítica, así como de las
izquierdas posmodernas, no critiquen activamente la iniciativa del «tercer sector», sino
de forma defensiva y pasiva: ellos no quieren comprometerse, como si se tratase de un
tipo de monstruosidad de la teoría. Detrás de esta postura ilegítima, está el marxismo no
elaborado y reprimido del movimiento obrero, cuyas categorías se hacen aún presentes.
Y, en tales condiciones, se prefiere perseverar en el gesto altivo y olímpico del sabio,
sin mancharse con los conceptos de una realidad modificada.

Sin embargo, para una nueva teoría emancipatoria es necesario intervenir críticamente
en el debate sobre el «tercer sector», radicalizarlo y unirlo a la perspectiva de una
superación del sistema productor de mercancías. De esto consta no sólo la discusión con
las concepciones neo-pequeño-burguesas o neorreformistas y su mediación con la teoría
de la crisis, sino también la reflexión histórica y la superación crítica del marxismo del
movimiento obrero, junto a sus anticuadas categorías sobre la transformación. En lugar
de insistir en usar, de manera irreflexiva e ignorante, los conceptos ciegos e imprecisos
de «socialismo», «revolución mundial», «eliminación de la propiedad privada de los
medios de producción», etc., como si nada hubiese ocurrido, castigando con ellos los
oídos de los activistas (por lo general no socializados bajo el signo del marxismo) de las
iniciativas nuevas aunque aún no cristalizadas, sería mejor, en la redefinición de una
«sociedad de transición» con contenidos y formas fundamentalmente alterados, dar
respuestas a lo que el movimiento obrero, dentro de un horizonte de comprensión
histórica reducido, fue a su modo incapaz de responder.

No podemos olvidar cuán difícil fue la mediación del «marxismo», como teoría critica,
con todas las demás formas del movimiento social radical de los asalariados en la
antigua constelación histórica (hoy ya acabada) desde mediados del siglo XIX. Y

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tampoco podemos olvidar cuán fructífero, en ese contexto, fue el debate sobre las
«transiciones», sobre las «aproximación» a la revolución social. No es por casualidad
que lo que queda de la «ortodoxia» y de la izquierda posmoderna no haya levantado el
problema de la mediación entre la crítica radical y las iniciativas socioeconómicas, al
principio poco radicales, ni haya siquiera pensado en la cuestión de una «transición»
bajo las nuevas condiciones históricas. Una y otra ya no pueden alegar seriamente las
antiguas concreciones, pero tampoco quieren desarrollar otras nuevas, pues ello llevaría
a que rompieran con su paradigma teórico. Por eso, operan solamente con el estuche
vacío de las palabras del pasado, que son empleadas con cierta vergüenza y sólo en raras
ocasiones, como la vajilla familiar ya pasada de moda que se extrae de la paz de un
arcón.

Por el contrario, el debate sobre una nueva teoría de la transformación social, que
desarrolle el paradigma de una desvinculación con relación a la producción de
mercancías, tendrá que encontrar sus propias mediaciones sociales. Esto incluye
también una nueva relación con los conflictos sociales inmanentes al sistema, que, en el
período de crisis y transición, tendrán una larga supervivencia. Está claro que las
exigencias socioestatales y de salario mínimo, que en todas partes guardan un carácter
defensivo en épocas de crisis, ya no podrán, a diferencia de la antigua constelación, ser
el motor decisivo de la transformación, precisamente porque la trascendencia del
sistema ya no conduce a un nuevo grado de desarrollo del sistema productor de
mercancías, sino que más bien rompe con la propia forma de la mercancía. Las luchas
por reivindicaciones sobre la base del «trabajo abstracto», por tanto, sólo pueden ser
modelos de cierto «espacio de salida». Eso no significa, sin embargo, que no sean
relevantes. Una de las debilidades del actual movimiento alternativo y de las iniciativas
del «tercer sector» es que son incapaces de vincularse a las luchas en el interior del
trabajo asalariado; por lo general, «ponen a un lado» simplemente ese contexto,
descuidando los problemas sociales de la mayoría, y se enclaustran en su propia
estupidez microeconómica.

Un movimiento social que anhele una desvinculación en cuanto a la producción de


mercancías percibe el asunto de una manera completamente diferente. De hecho,
desvinculación significa que, por una parte, en un período de transición, la mayoría de
los integrantes de este movimiento operan aún, de alguna manera, en el terreno del
trabajo asalariado y del Estado social, pero que, por otra, escapan a la relación
capitalista en esferas parciales, a través de formas autónomas de reproducción. A
diferencia de las concepciones de la economía dual, esta no es una relación estática, sino
dinámica, que apunta a la plena superación de la producción de mercancías. Lo cual
puede ejercer un efecto totalmente insospechado sobre las luchas sociales inmanentes al
sistema, a saber, su radicalización -y ello precisamente porque éstas son simples
modelos históricos en proceso de «agotamiento».

El antiguo radicalismo de izquierda, incapaz de pensar algo más allá de la forma del
valor, imaginó poder inflamar las luchas por salarios y condiciones de trabajo a través
de un aumento simplemente cuantitativo, hasta la «revolución». Ese cálculo, sin
embargo, fue hecho sin el conocimiento de los interesados. En realidad, los asalariados,
que se mantenían cautivos de las formas del fetichismo (fetiche de la mercancía, fetiche
del dinero, fetiche del salario) y buscaban su bienestar sólo dentro de estas formas,
tenían plena conciencia, por supuesto, de que estarían obligados a respetar las
modalidades y los límites del sistema del que eran parte y del que obtenían las

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gratificaciones en la única forma que les parecía posible. Por eso, después del inicio, los
sindicatos no fundamentaron sus exigencias en que éstas eran deseables o necesarias
para la vida, sino en que eran inmanentes al sistema y compatibles con las leyes de la
forma del valor. Bajo las condiciones de la crisis y de la competencia exasperada en el
mercado mundial, esto conduce necesariamente al compromiso de los asalariados y sus
sindicatos con la «situación» y con la supervivencia del sistema.

En alta mar, cuando no se tiene otro barco, todos estarán dispuestos, aun bajo las
condiciones más adversas, a someterse al destino y harán cualquier cosa para que el
barco permanezca intacto. Pero si se encuentra ya disponible otro barco, hacia el cual,
de una manera u otra, todos quieren trasladarse, entonces es posible, con total
tranquilidad, prender fuego al antiguo y colgar al enloquecido capitán Ahab del palo
mayor. En la medida en que otra reproducción sólo existe en la imaginación y aquélla, a
su vez, permanece limitada a la propia normalidad de la antigua forma, será imposible
una radicalidad en el interior de la forma. Irónicamente, la lucha social basada en el
trabajo asalariado y en el Estado social sólo puede ser agudizada cuando el objetivo ya
no es el salario en dinero. Únicamente cuando sectores de una reproducción autónoma
sean palpables, será posible impulsar una batalla social inmanente al sistema de un
modo totalmente incondicionado y nihilista con relación al destino de la famosa
economía de mercado.

La relación entre una desvinculación socioeconómica referente a la producción de


mercancías y los conflictos sociales inmanentes al sistema no se agota, sin embargo, en
esa mera agudización negativa, sino que contiene también un momento positivo de la
propia desvinculación. En este sentido, existe en el interior de este nuevo paradigma
cierto contacto entre inmanencia y trascendencia al sistema, aunque con un objetivo
modificado. Esto se aplica, sobre todo, a la creación de un fondo de tiempo para la
actividad en sectores desvinculados y autónomos de la reproducción. Aquí vale el lema:
tiempo no es dinero, sino emancipación del dinero. La antigua lucha del movimiento
obrero por la reducción de la jornada de trabajo sólo puede ser retomada para un
objetivo nuevo nuevo y distinto; en el sentido sindical de hoy, bajo la presión de la
crisis y del debate «situacionista», hace mucho que aquélla se encuentra superada y
difícilmente sea propagada con seriedad.

Si la meta ya no es la obtención de «empleos» en la economía de mercado, sino la


creación de un fondo de tiempo para las formas autónomas de reproducción, entonces,
bajo esa meta, pueden ser reunidas perspectivas totalmente distintas de los conflictos,
como el problema de la reducción universal de la jornada de trabajo y la desaparición de
las horas extras, por un lado, y la exigencia de un trabajo parcial conveniente e
íntegramente remunerado o la lucha contra los recortes en el seguro de desempleo y en
la previsión social, por otro. Asalariados, precarios, desempleados y beneficiarios de la
asistencia social podrían unirse en la lucha común por un fondo de tiempo autónomo y
alternativo, que anule la relativa contradicción de intereses en el interior de la forma del
valor. Para que eso sea posible, claro está, el nuevo paradigma debe ser elaborado
socialmente y estar presente tanto en el debate sindical como en los movimientos de
defensa propia y de los desempleados.

La lucha por un fondo de tiempo social autónomo se corresponde con una exigencia de
recursos materiales y «naturales». Uno de los aspectos de la desvinculación es, con
certeza, la adquisición colectiva y autofinanciada de medios de producción, en el

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sentido más amplio: antes de que el antiguo marxista comience a suspirar, tendrá que
recordar que el patriarca Karl Marx consideraba posible la «compra total» del capital
inglés por la «clase trabajadora» inglesa asociada. Lo que es pensable en gran escala,
también es posible en escala reducida. Sin embargo, este procedimiento, obviamente, no
basta para nosotros. Además, es preciso exigir del Estado y del capital recursos directos
como tierras, edificios y medios de producción para la utilización libre y autónoma,
sobre todo cuando hoy, en medio de la crisis, recursos de todo tipo permanecen
inactivos. El movimiento de los centros de juventud y de ocupación de casas en
Alemania Occidental, como también el movimiento de ocupación de tierras en
innumerables partes del Tercer Mundo, ya afirmaron embrionariamente tales exigencias,
a partir de motivos completamente diversos. No es de sorprender que, hasta ahora,
dichos movimientos no hayan actuado en la perspectiva de una superación del sistema
productor de mercancías. Pero esto puede cambiar, a medida que esa perspectiva sea
trabajada y las opciones de la economía de mercado se revelen, al mismo tiempo, como
ilusiones.

Con esto, vemos que podría haber un camino para ligar en red -sea por el contenido, sea
por la organización- las exigencias o los conflictos inmanentes al sistema y un
movimiento de desvinculación o de superación. Esta será, en correspondencia con el
estadio de desarrollo de las fuerzas productivas microelectrónicas, la forma de
organización futura de la crítica radical de la sociedad: en vez del dualismo entre
«partido y sindicato», con un principio correspondiente de organización estático,
jerárquico y autoritario, a imagen de la relación mantenida con el Estado y el mercado,
surgirá la forma flexible (y además difícilmente sujetable o «cohibible») de un
movimiento ligado en red de diversas iniciativas, en diversos planos.

Ello se refiere tanto al contenido como al carácter «pluridimensional» de las


organizaciones de base. Lo esencial es que las iniciativas de un movimiento de
desvinculación no se dejen restringir unilateralmente. A una amplia orientación
antieconómica tiene que sumarse la respectiva orientación antipolítica. La definición
conceptual de política, en la izquierda, deja que desear. En el fondo, aquélla engloba la
actividad en general de crítica de la sociedad, desde la difusión de contenidos teóricos
hasta la acción antisfascista. En el estricto sentido conceptual, sin embargo, «política»
no es nada más que la actividad relacionada positivamente con el Estado, análoga a
«economía» como una actividad positivamente relacionada con el sistema productor de
mercancías del capital. Así, la antipolítica sería una actividad de crítica autónoma de la
sociedad, que ya no tiene por objetivo positivo al Estado como forma estructural, en el
sentido de una «toma del poder», así como la antieconomía, en cuanto rudimento de una
forma social distinta de reproducción, ya no actúa positivamente en el interior de las
categorías de la forma de la mercancía.

Para eso, todos los planos de la crítica tienen que ser colmados, aunque con otros
objetivos y contenidos. Un movimiento de desvinculación no puede limitarse a la
problemática antieconómica de la reproducción (aquello que, en la terminología antigua,
habría sido la «lucha económica»). Antipolítica significa observar y adoptar, en
términos prácticos, todos los fenómenos sociales: desde el desarrollo cultural hasta el
racismo, desde la producción burguesa hasta la crisis de los Estados nacionales y de las
instituciones internacionales. Y, en un plano básico, la relación entre los sexos es un
hecho «antipolítico». El blanco de estas intervenciones ya no consiste en «traducir» los
intereses mercantiles y monetarios al sistema político, sino en demostrar en todos los

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planos que el sistema productor de mercancías de la modernidad, a la par que sus
instituciones políticas, llegó históricamente a su fin y que es capaz de arruinar la vida
humana, debiendo, por tanto, ser sustituido.

Un aspecto importante es la «investigación práctica», o levantamiento crítico de toda la


reproducción material y sensible de la sociedad (incluso donde no se puede desarrollar,
en el presente, un sector autónomo), a fin de comprobar la insensatez e insalubridad del
sistema. Se trata, así, siguiendo el lema irónico: «los ciudadanos observan su propia
reproducción», de descifrar todo el nexo de vasos mundialmente comunicantes en el
plano material y de criticarlo radicalmente, de descubrir los «secretos empresariales» de
empresas y autarquías, de investigar el terreno del flujo de recursos aún desconocido por
la sociedad (en la misma línea de la reconstrucción de aquel periplo grotesco de un pote
de yogur, por ejemplo), de enfocar la red de transporte, energía, información,
canalización, desagües, etc., y presentarla críticamente -en una palabra: de ejercer la
antipolítica como un tipo de «política socioecológica de desenmascaramiento», sin
medias tintas.

Para esto, se puede echar mano del material ya existente de iniciativas sociales y
económicas. Con todo, ha de quedar claro que el procedimiento aquí esbozado aún no se
aplicó en gran escala o de modo sistemático -y ello simplemente porque la reproducción
material y su ligazón irracional por medio del sistema productor de mercancías no
puede ser, lógicamente, un objeto de la economía ni de la política en la sociedad
burguesa. Y mientras los movimientos sociales y ecológicos sigan actuando en términos
económicos y políticos, en la antigua acepción de la palabra (o incluso con la
perspectiva ilusoria y regresiva de una «economía de mercado socioecológica» y de una
«reconstrucción ecológica» de la sociedad industrial capitalista), serán incapaces de
llegar a una política abarcadora y sistemática de superación y desenmascaramiento
socioecológico, y ni siquiera desarrollarán un concepto correlativo. A pesar de que el
material reunido por esos movimientos e iniciativas se oponga, por su contenido, a las
categorías de la economía y de la política, sólo podrá ser entendido y absorbido
sistemáticamente en éste su carácter en la medida en que el paradigma de la crítica del
valor y de la desvinculación se convierta en un hecho «antipolítico».

En la estela de este nuevo procedimiento, tal vez sea posible aprovechar, de una forma
alterada, ciertas ideas de los obreristas y sobre todo de los situacionistas. El concepto
obrerista de «investigación» se restringe, sociologísticamente, a un tipo de «sociología
práctica» (como el tema de la «composición de clase» y de sus mutaciones), y por ello,
tendría que ser reformulado como una «crítica práctica del valor». El tema situacionista
de una investigación del terreno socioeconómico de ciudades, regiones y «campos» de
reproducción sociocultural apunta en ese sentido. Se puede pensar en «campos» como el
de la producción de alimentos y su historia capitalista, el sistema de movilidad
(«producción de automóviles»), la arquitectura, la construcción de viviendas y ciudades,
etc. Sería estimulante y quizás hasta divertido investigar sistemáticamente la estructura
material de la reproducción y del valor de uso de la relación capitalista, desvelándola
críticamente. Este procedimiento podría estar acompañado por las campañas contra la
ideología y la cultura del «trabajo», que predominan en las sociedades occidentales
desde el protestantismo y que hoy se extienden a todo el mundo. La crítica y el análisis
teóricos de la forma del valor, del «trabajo abstracto» y de la crisis podría, con ello,
encerrar un vasto campo de actividades antipolíticas, que acompañaría y prepararía el
proceso socioeconómico de la desvinculación.

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De estos contenidos resultan también las otras estructuras organizadoras de un
«movimiento en red». Ligazón en red puede significar que diversas iniciativas de la
esfera teórica y del análisis, de la desvinculación práctica y socioeconómica, de la lucha
por exigencias inmanentes al sistema, de la acción e investigación antipolíticas, etc.,
crean una estructura de comunicación y una logística comunes. La ligazón en red puede
consistir también, sin embargo, en el hecho de que cierta iniciativa u organización de
base no se limite a un proyecto unidimensional, sino que más bien tenga siempre algo
diferente en vista. De esto poseemos un notable ejemplo estructural. En muchos países
del Tercer Mundo es común que unidades del ejército o de la policía desarrollen, al
mismo tiempo, actividades económicas, sea por falta de dinero para el sustento, sea
como empresa para el mercado. De esta estructura se puede deducir algo semejante para
un movimiento antieconómico y antipolítico de superación: los empleados de una
empresa productora de mercancías pueden organizar también un sector de reproducción
autónoma (desde guarderías hasta la producción de alimentos); una cooperativa de
construcción o una asociación de consumo pueden promover una campaña antirracista;
una iniciativa de contenido teórico puede esbozar un proyecto de desvinculación; una
cooperativa de producción autónoma de alimentos puede rodar una película contra el
«trabajo» o colaborar en un proyecto antipolítico de investigación; y los organizadores
de una guardería autónoma pueden incluso activar una empresa subversiva de
encomiendas.

Semejante movimiento pluridimensional en red dará origen también, en cierto punto de


su desarrollo, a instituciones concentradas, desde el plano local hasta el transnacional,
como por ejemplo en la forma de «consejos». Estos consejos serían organizados en el
plano territorial, pero ya no como expresión política y abstracta de voluntad, sino como
órgano de representación y comprensión de una contra-sociedad práctica, que no
represente, al mismo tiempo, un terreno superficial y delimitado de «exclusión», sino
que, en su condición de contra-sistema flexible, figure como una piedra en el camino del
capitalismo. Tal movimiento en red, como forma embrionaria y de desarrollo de una
sociedad, será identificado y simbolizado por las instituciones capitalistas, y él mismo,
en su postura de negación del sistema productor de mercancías, se identificará como tal.
Esa «identidad negativa», sin embargo, no instala un nuevo «principio» fetichista, y, en
esa medida, puede extinguirse y volverse histórica, siendo sólo «sociedad» cuando el
capitalismo sea superado.

Como movimiento de negación, es también una red social que, en su intención, tiene
que ser sobre todo transnacional. Se puede comparar semejante estructura, por ejemplo,
con la red (informal) de ultramar de los emigrantes chinos o con las redes
transnacionales de sectas religiosas, sólo que el contenido sería completamente distinto
y emancipatorio. Cualquier miembro de ese movimiento en red tendría que poder
moverse por todo el mundo, en beneficio de ese impulso de negación, y siempre «estar
en casa» donde esa red se ramificase. El teórico de la administración John Naisbitt
(Hong-Kong) considera las redes análogas de los chinos de ultramar como el modelo de
organización del siglo XXI, que vendrá a sustituir al Estado nacional. En el contexto del
sistema productor de mercancías, que Naisbitt ni siquiera en sueños desea abandonar,
esa forma de organización, no obstante, fracasará o asumirá rasgos bárbaros. En el
sentido de un movimiento de desvinculación y superación, sin embargo, se puede hablar,
efectivamente, de un modelo de organización semejante del futuro.

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¿Y la cuestión del poder? El marxismo del movimiento obrero estaba, por naturaleza,
fijado a este tema, ya que, en su visión, éste vendría a sustituir la superación de la
producción de mercancías. Si existe algo que un movimiento crítico del valor puede
aprovechar de las ideas posmodernas, ello sólo puede ser el rechazo de la cuestión del
poder en el sentido antiguo y positivo -como estrategia de la llamada toma del poder. El
poder es una forma fenoménica del fetichismo. En este sentido, se debe criticar a la
propia Hannah Arendt, que ontologizó el concepto de poder y lo presentó como un
simple momento de la sociabilidad, ya que ella nunca se adentró en un análisis y crítica
de la forma del fetiche. No es por azar que teóricos liberales y marxistas,
indistintamente, fracasen en esta cuestión.

El poder existe, obviamente, porque el fetichismo todavía existe y estructura la crisis


histórica. Sin embargo, el objetivo emancipatorio ya no puede ser conquistar el poder,
sino tan sólo desapoderar el poder, que coincide con la superación de la forma de la
mercancía. Por supuesto, sería ingenuo suponer que el poder dejará desapoderarse sin
conflictos. El capitalismo no saldrá de escena sin aviso previo, como su derivado, el
socialismo de Estado. Por eso, una relación negativa con el poder no significa un
rechazo a ejercer presión para alcanzar los objetivos propios. Un pacifismo abstracto es
tan descabellado como una amenaza de intervención militar. La violencia está siempre
al acecho en la constitución fetichista, y, en la crisis, más que nunca. No me refiero
solamente a la violencia estatal, sino también a la violencia de bandas criminales y de
los productos de la fragmentación del Estado, como, por ejemplo, los salvajes aparatos
de «seguridad», que ya no respetan ni a los ciudadanos honestos y exigen una especie
de tarifa de pillaje. Pero sería erróneo concentrar el problema de la desapoderación del
poder a través de la camisa de fuerza de la cuestión de la violencia.

El embate de un movimiento social (y justamente de esto se trata) contra las


instituciones dominantes comienza y transcurre, en general, por debajo del umbral de la
violencia. Este embate comenzará por tanto en un estadio bastante precoz y en una
dimensión local. Aunque la crisis pueda acarrear todos los compromisos posibles con el
aparato, considerados, en su momento, como impensables, esto no debe considerarse
crédulamente como una regla. Más bien, lo contrario suele ser el caso. Cuando fui
invitado, tiempo atrás, a dar una conferencia sobre el tema «crisis de la sociedad del
trabajo» para un grupo de miembros críticos del SPD [Partido Social Demócrata
alemán], observé que todos movían negativamente la cabeza respecto a la idea de
desvinculación y de reproducción autónoma como una consecuencia posible. Pero,
sorprendentemente, no porque los buenos sujetos considerasen esa perspectiva como
utópica e irrealizable en términos prácticos. ¡El argumento, casi unánime, consistía en
que esto jamás sería permitido por una administración comunal! Su principal interés, de
hecho, era permitir sólo actividades que pudiesen tributar y ser gravadas con tasas, que
aportasen más «empleos» en la economía de mercado, etc. Y pueden estar seguros de
que una asociación local de miembros del SPD conoce el asunto como la palma de la
mano. Un movimiento de desvinculación y de superación impulsará, desde el comienzo,
una lucha por la supervivencia contra la tendencia «espontánea» de la burocracia
capitalista (contra, precisamente, la encarnizada «mafia-gondolera» socialdemócrata y
su séquito en los aparatos de la administración), que es incapaz de abrir,
voluntariamente, un espacio social «extraterritorial».

Es preciso, en consecuencia, ejercer la presión social y hacer que el poder se ponga de


rodillas. En el antiguo movimiento obrero, el principal medio de presión no era la

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«lucha armada», sino, como es sabido, la huelga. Ilegal en su origen, el «arma de la
huelga» se convirtió, al poco tiempo, en un expediente legal y, por fin, ritualizado del
debate social inmanente al sistema. La huelga tampoco desaparecerá en el contexto de
un nuevo período de transformación, aunque hoy ya haya perdido relevancia. Las
fuerzas productivas microelectrónicas contribuyeron a suavizar el efecto del arma de la
huelga. «Si tu fuerte brazo lo quiere así / Todos los engranajes tendrán fin» -ese antiguo
lema del movimiento obrero ya no vale. En las huelgas, en muchos casos, la producción
racionalizada es mantenida casi sin problemas mediante los servicios de urgencia; a
veces, durante ellas son descubiertos incluso nuevos potenciales de racionalización.

Como un movimiento crítico del valor o de desvinculación y superación ya no puede,


por las razones citadas, centrarse en la empresa o simplemente emular, en términos de
organización, la estructura capitalista de reproducción, tendrá que inventar otro medio
de presión de lucha social. Éste surge, casi por sí mismo, de la estructura en red y del
trato con las fuerzas productivas microelectrónicas, que, de hecho, juntamente con la
ecología, fueron las primeras en definir el concepto de red. Un movimiento social de
emancipación no se moverá en estructuras cibernéticas, pues el contexto de una red
social sólo puede ser construido sobre la comunicación consciente y la decisión libre,
pero no sobre un código inconsciente. Sin embargo, con el nuevo pensamiento de las
nuevas fuerzas productivas, el propio capitalismo, especialmente en su configuración
microelectrónica, puede ser concebido y atacado como un código cibernético fetichista.
El medio social de lucha del futuro será, por tanto, la subversión cibernética, que puede
imponer las exigencias legítimas incluso sin el respaldo de la legalidad oficial (en cierto
modo, de forma análoga a la historia de la huelga).

Subversión cibernética significa, simplemente, paralizar el sistema nervioso de la


reproducción capitalista (transporte y tráfico, energía, información) a través de
«interrupciones». En vez de la huelga, la interrupción, que es posible en todas partes. El
bloqueo de entroncamientos viarios por activistas de sindicatos o camioneros franceses,
el bloqueo de las líneas férreas de los transportes Castor por opositores a la energía
atómica o el colapso del tráfico en Belgrado, conscientemente provocado por acciones
de oposición, demuestran que este tipo de interrupción hace escuela. Esto vale con
mayor razón aún para las vías de acceso de la energía y, sobre todo, de la información.
Un movimiento que investigue y descubra la interconexión material de la estructura
capitalista de reproducción puede, con rapidez, adquirir y universalizar el know-how, a
fin de paralizar, a voluntad, el sistema nervioso capitalista.

Con certeza, es imposible anticipar teóricamente un movimiento social de emancipación.


Pero es posible y necesario concretar teórica y analíticamente las cuestiones de una
superación de la forma del valor y ampliar el debate público sobre el asunto. El foco
teórico de la crítica del valor tiene que desarrollar la teoría crítica del fetichismo y de la
forma del valor, pero éste, el foco, con relación a la cuestión de la superación, no está
obligado a un silencio irreductible en la pura abstracción, ni tampoco necesita aguardar
al movimiento social de masas, como los cristianos escatológicos aguardan el Juicio
Final. La cuestión de la mediación se impone desde el principio, y una iniciativa teórica
de la crítica del valor puede generar su propia «praxis teórica» según los criterios de la
desvinculación, al contrario que la empresa académica burguesa. Las posibilidades aún
inexploradas que yacen aquí deben ser reflexionadas y promovidas en la práctica.

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