Está en la página 1de 2

REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXI, Nº 61. Lima-Hanover, 1er. Semestre de 2005, pp. 217-218

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE
GUILLERMO CABRERA INFANTE
(1929-2005)

Sergio R. Franco
Universidad de Pittsburgh

En los siguientes párrafos intentaré la difícil empresa de dar


una idea de la importancia de Guillermo Cabrera Infante –que ha
muerto en esa Londres “sólida, insólita” en que se refugió tras
romper con el proceso cubano. Esta tarea se torna más complicada
si se considera que sobre el autor cubano pesa, como sobre todo au-
tor canónico, un denso aparato retórico: el de la museificación, con
sus oropeles y su opacidad.
En el corazón mismo de la obra del autor de Vista del amanecer
en el trópico (1974) se aposenta lo lúdico, que en Cabrera Infante
deja de ser una práctica de contrapunteo a lo dramático para ad-
quirir la función de organizar la realidad en consonancia con un
humor escéptico y paródico, rasgos estos que lo alejaron del “bo-
om”. Así, la dimensión lúdica es el principio articulador de sus re-
narraciones de La Habana pre-revolucionaria –Tres tristes tigres
(1967), La Habana para un infante difunto (1979)–, de su explora-
ción de las posibilidades humorísticas de la lengua española
–Exorcismos de esti(l)o (1976)–, aspecto en el que no tiene rival en
el siglo veinte, y de sus ejercicios críticos, como ocurre en las confe-
rencias agrupadas bajo el título Arcadia todas las noches (1978).
Mencionar ese bello libro me lleva a una de las grandes pasio-
nes de Guillermo Cabrera Infante: el cine. Y aquí me permitiré
una evocación personal: vi en persona a Cabrera Infante entre el 4
y el 7 de noviembre de 1996, en Madrid, durante el ciclo de confe-
rencias que bajo el nombre de Semana del autor se le dedicó en la
Casa de América. A final de alguna de las sesiones, aunque no
precisamente de la cuarta, dedicada a explorar sus vínculos con el
cine, no pude menos que acercarme al escritor cubano para pre-
guntarle sobre cierta afirmación suya que yo había leído tiempo
atrás en alguna entrevista cuya publicación exacta me hurta ahora
la memoria –el cine como instrumento inapropiado para plantear
problemas metafísicos o trascendentes–, la cual parecía ir en con-
218 SERGIO R. FRANCO

tra de lo que se desprende de sus comentarios a Le journal d’un


curé de campagne (1951), de Robert Bresson, y La Strada (1954),
de Federico Fellini. Me contestó con amabilidad y concisión que, en
efecto, se trataba de grandes filmes, pero que él se sentía más pró-
ximo a cierta idea de cine que encarnaba en el mejor Hollywood
(Hawks, Hitchcock) o en sus réprobos (Welles). Esta anécdota
–para Cabrera Infante, sin duda, otra conversación inconsecuente
con algún curioso; un evento memorable, para mí– ahora que él ha
partido, cobra particular significación. No es solamente que Gui-
llermo Cabrera Infante comprendió antes que muchos, y mejor que
casi todos, la influencia decisiva que esta nueva tecnología del re-
lato iba a tener en la elaboración de los imaginarios colectivos (de
ahí la importancia que siempre le dio a la “fábrica de sueños”) sino
que instaló el llamado séptimo arte en su creación misma: ejerció
la crítica cinematográfica con talento y sensibilidad –las reseñas
que firmó como G. Caín y editó bajo el título de Un oficio del siglo
veinte (1963), así como el más reciente Cine o sardina (1997) me
exoneran de argumentar al respecto–, escribió guiones –Wonder-
wall, Vanishing Point– pero, sobre todo, construyó su obra cumbre,
Tres tristes tigres, sobre una matriz cinematográfica.
En efecto, ese libro laberíntico –su autor, hurtándolo a la “ley
del género”, negó que se tratara de una novela–, esa sensual re-
creación de la noche habanera y sus ritmos, su heteroglosia, sus
hierofantes, remite a la elaboración cinematográfica tanto en el
proceso de fragmentación, duplicación, traducción y montaje pa-
tente a lo largo de sus páginas, como en los roles de los protagonis-
tas, quienes simbolizan un equipo de filmación. La intermediali-
dad de la obra de Cabrera Infante, aún poco explorada y que se
reimpulsa, además, en el melodrama, la música y la oralidad, casa
bien con su propensión, mejor estudiada, a lo intertextual, al juego
de espejos y a la construcción de relatos autorreferenciales, rasgo
presente ya en su primer libro, Así en la paz como en la Guerra
(1960), a despecho de cierto influjo hemingwayano.
Tras distanciarse del régimen cubano, Cabrera Infante devino
símbolo de la disidencia, y así pasó a encarnar, con tenacidad y
talento, el “exilio cubano”. Es plausible entender parte de su obra
final –sobre todo La Habana para un infante difunto– como un in-
tento por recuperar su isla mediante la imaginación, la risa, la
memoria y la melancolía.

También podría gustarte