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autorización.
ISBN: 979-864-352-386-4
Independently published
A mis papas. Los amo. Gracias.
“Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras que
no la ame.”
Oscar Wilde
Gael Avallone cree que un hombre puede ser feliz con cualquier
mujer mientras que no la ame.
Tamara Herrán le demostrará lo contrario.
Reservado, arrogante, manipulador y egocéntrico.
El encanto de Gael Avallone, no es su cuantiosa fortuna o su
facilidad de palabra; mucho menos lo es su sonrisa arrebatadora o
su mirada penetrante. El encanto de Gael Avallone, es el misterio
que emana.
¿Qué esconde? ¿Quién es realmente?...
Tamara Herrán, una ambiciosa estudiante de letras, está
dispuesta a averiguarlo.
Capítulo 1
Los músculos de mis piernas arden, las plantas de mis pies duelen y
mi garganta se siente seca. Es-toy agotada. Mi cuerpo entero pide
descanso, pero no me detengo. No dejo de caminar. No dejo de
moverme.
Al salir de casa de mis papás, lo primero que hice fue tomar un
autobús. No estaba muy segura de a dónde quería ir, pero todo
parece indicar que mi subconsciente me ha traicionado, ya que me
encuentro caminando rumbo a ese lugar que tanto detesto, pero que
tanta paz trae a mi sistema.
Los enormes arcos de la entrada del cementerio se alzan por
encima de mi cabeza y todo mi valor se va al caño en ese momento.
De pronto, quiero regresar sobre mis pasos y huir. Quiero ir a casa y
meterme en cama para dormir hasta no ser capaz de recordar el día
de hoy.
Con todo y eso, me obligo a seguir. Me obligo a continuar,
porque lo único que he hecho últimamente es huir de todo el mundo.
No puedo seguir haciéndolo más. No puedo seguir haciendo como
que nada pasa. Como que nada pasó.
Avanzo por el camino principal y me abrazo a mí misma
cuando una ráfaga de aire helado me golpea de frente. Las lápidas a
mí alrededor me ponen la carne de gallina, pero me obligo a caminar
sin poner mucha atención a los nombres que hay en las inscripciones
de estas.
Siempre que estoy en este lugar y los leo, comienzo a ponerle
un rostro a todas y cada una de ellas. Después, de manera
inconsciente, empiezo a imaginar qué clase de muerte tuvieron esas
personas en mi cabeza. Es enfermo, triste y deprimente, y odio
hacerlo; así que, para evitarme un mal rato, ya no las miro más. Ya
no leo lo que dicen las inscripciones talladas y las paso de largo para
dejar de torturarme a mí misma con historias que ni siquiera son
reales.
El sonido de mis pasos sobre el camino de grava es relajante.
Me desconectan un poco del mundo exterior y no me dejan hacer
otra cosa más que escuchar el golpeteo rítmico que hacen mis pies,
mientras mi vista se clava en la capilla que se encuentra casi al
fondo de la primera sección.
No me detengo. Por el contrario, mi ritmo aumenta cuando la
cuesta cambia hasta ser una caminata descendiente y ralentiza de
nuevo cuando giro en una familiar glorieta.
El nerviosismo y la pesadez aumentan conforme avanzo, y se
siente como si, poco a poco, el peso del mundo cayera sobre mis
hombros.
Mi mandíbula se aprieta con fuerza cuando me percato de lo
cerca que me encuentro de mi destino y me obligo a respirar
profundo para mantener el latir de mi corazón a un ritmo
acompasado. Mis manos se aprietan en puños, pero trato de
contener la ansiedad y el nerviosismo lo mejor que puedo.
Mis pasos vacilan cuando me encuentro a pocos metros de
distancia, pero no es hasta que avanzo un poco más, que me
detengo en seco.
Siempre hago esto. Siempre me detengo justo en este punto
del camino.
«¿Por qué diablos lo hago?».
Un nudo se instala en mi garganta con una lentitud que se me
antoja tortuosa y, aunque lucho contra él con todas mis fuerzas, no
puedo deshacerlo. Ni siquiera puedo aminorarlo.
Parpadeo un par de veces solo para comprobar que no hay
lágrimas en mi mirada y, de pronto, lo único que puedo hacer es
pensar en él. En su sonrisa, sus manos grandes sobre las mías, sus
brazos alrededor de mi cintura, el sabor de sus besos…
Cierro los ojos.
Una extraña opresión se apodera de mi pecho y una oleada de
tristeza me forma un nudo en el estómago. Luego, abro los ojos una
vez más y clavo la vista en la piedra que representa todo aquello que
perdí y que nunca podré recuperar. En todo eso que alguna vez di
por sentado que me duraría el resto de la vida y que ahora ha sido
reducido a un montón de… nada.
Un suspiro tembloroso escapa de mis labios al tiempo que,
uno a uno, los recuerdos se arremolinan en mi cabeza y comienzan a
paralizarme. Poco a poco, mi cuerpo empieza a ser doblegado por la
marea de imágenes que no dejan de dar vueltas una y otra vez en mi
cabeza, y me siento cada vez más lejos del presente. Cada vez más
víctima del destino y de todo lo que pasó.
«Basta —me digo a mí misma—. Es suficiente, Tamara. Basta
ya».
Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con lentitud.
Repito el proceso una vez y luego otra hasta que, lenta y
tortuosamente, la máscara de serenidad vuelve a posicionarse sobre
mi rostro.
El nudo en mi garganta desaparece a medida que los
recuerdos van siendo guardados uno a uno en una pequeña caja
sellada en mi memoria. El temblor de mis manos también lo hace al
cabo de unos instantes y, con él, se va el nudo que tengo en el
estómago.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda tomar el control
de mí misma, pero, cuando lo hago, me siento mucho mejor. Me
siento más como yo y menos como esa chiquilla dependiente que
alguna vez permití que existiera.
Mis ojos siguen fijos en el mismo punto, pero la lápida que
hace unos instantes amenazaba con desmoronarme, ahora solo es
una piedra anclada al suelo. Un espacio dedicado a alguien que ya
no está aquí.
Ahí no está Isaac.
Él se fue de aquí hace mucho tiempo. Lo único que hay en ese
lugar, a varios metros bajo tierra, es el cascarón de alguien que
alguna vez existió. Alguien cuya esencia dejó el mundo en el instante
en el que falleció.
Mi teléfono suena en el bolsillo trasero de mis vaqueros y me
saca de golpe de mis cavilaciones.
Me toma unos instantes decidir si vale la pena mirar el aparato,
pero, al final, luego de pensarlo un poco más, lo saco del bolsillo
trasero de mis vaqueros y le echo un vistazo la pantalla. Es mi papá
quien llama así que no respondo.
Me limito a desviar la llamada al buzón, antes de girar sobre
mis talones y echarme a andar hacia la salida del lugar.
Mientras camino, me digo a mí misma que, la próxima vez que
venga a este lugar, voy a llegar más lejos. Que, la próxima vez, será
aquella en la que tendré las bolas suficientes para plantarme delante
de esa tumba y pedir disculpas.
Sé, de antemano, que estoy mintiendo, pero la sola idea de
creer en mis propias palabras me reconforta. Me da la fuerza
suficiente para alejarme de aquí sin sentir que soy la persona más
mierda del planeta. Para no sentirme como una completa
malagradecida con Isaac y con todos aquellos a los que herí en el
pasado.
—El señor Bautista está esperándote en su oficina. —La voz de
Isabel, una de mis compañeras de trabajo, hace que toda la sangre
se me agolpe en los pies.
—Esas cosas no se dicen de esta manera, Isabel —la reprimo,
en lo que pretendo que sea una broma para quitarle la tensión al
ambiente, pero no lo consigo—. Ni siquiera me has dejado encender
la computadora.
La chica de cabello corto y rizado que tengo delante de mí se
encoge de hombros en señal de disculpa.
—Dijo que era urgente y que te dijera que pasaras a verlo en
cuanto llegaras.
Mis párpados se cierran y echo la cabeza hacia atrás mientras
trato de calmar el latir desbocado de mi corazón. Sé por qué está
llamándome. Que todo esto es gracias a Gael Avallone y al hecho de
que tengo más de dos semanas que no visito su oficina. Tampoco he
respondido ni una sola llamada del teléfono de su recepción. Mucho
menos he tenido la decencia de responder los insistentes mensajes
de voz que deja su secretaria en mi buzón.
No he tenido el valor suficiente para plantarme frente a ese
loco controlador para decirle que no voy a escribir más su biografía y
ese, estoy segura, es el motivo por el cual mi jefe quiere verme en su
oficina.
Aprieto la mandíbula y, luego de maldecirme internamente una
y otra vez, me dejo caer sobre la silla giratoria que se encuentra
frente a mi diminuto escritorio.
Entonces, coloco el vaso térmico de mi café sobre la madera y
una exhalación temblorosa me abandona.
—¿Lucía molesto? —pregunto, pero no estoy segura de
querer escuchar la respuesta.
—No parecía muy feliz. —El gesto preocupado que se dibuja
en sus facciones solo consigue ponerme un poco más nerviosa.
—Se acabó —digo, en el instante en el que noto su mueca
ansiosa—. Estoy frita. —Sacudo la cabeza en una negativa frustrada
—. ¿Irás a verme cuando trabaje como cajera en una tienda de
autoservicio? ¿Me llevarás café y me presumirás que has
conseguido un agente para que muera de la envidia? —digo, al
tiempo que me deshago de la mochila que cuelga de uno de mis
hombros.
—Deja el dramatismo. No creo que sea nada grave. El señor
Bautista siempre ha sido increíble contigo. —Mi compañera me
alienta—. Además, ¿qué podrías haber hecho para molestarlo al
grado de querer despedirte?, seguro solo trata de presionarte con
eso de la biografía que vas a escribir.
Una carcajada medio histérica se me escapa y niego con la
cabeza solo porque sé que estoy acabada. Me pongo de pie y tomo
una inspiración profunda, en un intento desesperado por calmar la
ansiedad que ha comenzado a correrme por las venas.
—Fue un placer haber trabajado contigo —digo, porque de
verdad creo que van a echarme—. Despídeme de Laura y dile que
espero que su bebé nazca sano y salvo.
Isabel rueda los ojos al cielo, pero su expresión no ha dejado
de ser un tanto preocupada.
—Anda. Ve. Verás que no es nada importante —dice y le
regalo un asentimiento vacilante, antes de echarme a andar en
dirección a la oficina de Román Bautista.
No puedo dejar de sentir como si estuviese a punto de
ahogarme. Tampoco puedo dejar de pensar en cuán fatal estuve en
el examen que tuve esta mañana y en la enorme montaña de tarea
que tengo que terminar para esta semana. Los finales están
acabando conmigo. No puedo concentrarme en nada, mi cabeza
está tan atiborrada de cosas en este momento, que solo puedo
pensar en ensayos, redacciones, exámenes y proyectos.
Gael Avallone no pudo haber elegido un peor momento para
hacer que me despidan. ¿Es que acaso no podía esperar un poco?
¿Tenía que acusarme con el señor Bautista de haberle dejado
botado en estas fechas? ¡Ese hombre es un desconsiderado!
Estar preocupada por el trabajo es lo último que necesito. Se
supone que este lugar es mi maldito lugar feliz. No puedo creer que
ahora esté al borde de un colapso nervioso solo porque un tipo con
aires de grandeza decidió que podía investigarme para luego
hacerse la víctima delante de jefe.
«Ese hijo de puta…», digo, para mis adentros y una punzada
de enojo comienza a invadirme.
Así, pues, mientras avanzo por el corredor, comienzo a
elaborar un discurso para defenderme de cualquier cosa que el
magnate pudiese haberle dicho al señor Bautista. Repito una y otra
vez los puntos que creo importantes mencionar, y me preparo para
utilizar el gesto más tranquilo y maduro posible para enfrentarme a
él.
Sé, de antemano, que estoy acabada. Que voy a ir a pelear
una batalla que ya tiene un ganador; sin embargo, no voy a dejar que
se me vea derrotada. Ante todo, voy a mostrarme completamente fiel
a mí misma.
La secretaria de Román Bautista me dedica una sonrisa
amable en el instante en el que me detengo delante de su escritorio,
y un retortijón de puro nerviosismo me estruja los intestinos.
—El señor Bautista te espera adentro —dice, sin esperar
siquiera a que la salude. El gesto cálido que me dedica me
tranquiliza un poco.
—Gracias, Gloria. —Me las arreglo para sonar fresca y
tranquila mientras hablo y, sin añadir nada más, me encamino hasta
la puerta.
Mi corazón late a toda velocidad, pero trato de que mis pasos
sean lentos y seguros cuando entro en la espaciosa estancia con
aire seguro y suficiente.
Estoy a punto de saludar con un enérgico y animado «Buenos
días», cuando lo veo.
Gael Avallone se encuentra ahí, sentado en uno de los sillones
de cuero de la estancia, con la vista clavada en mí y expresión
severa.
Mis ojos viajan a toda velocidad por la habitación y la tensión
se fuga de mi cuerpo cuando la visión de mi jefe, justo detrás de su
escritorio, me da de lleno.
—Toma asiento, Tamara —dice, en el tono neutral y tranquilo
que siempre utiliza, y así lo hago.
Acorto la distancia que me separa de las sillas que están
acomodadas frente al escritorio, y me siento en una de ellas con aire
seguro y arrogante. Mi barbilla no baja ni un milímetro en el proceso
y mi mirada jamás viaja hacia donde Gael Avallone se encuentra.
Con todo y eso, tengo la certeza de que está observándome.
Puedo sentir el peso de su mirada puesta en mi perfil, pero no
permito que eso me amedrente. No permito que eso me haga sentir
diminuta o vulnerable.
Se pone de pie.
El hombre que se atrevió a investigarme avanza por la
estancia como si fuese el dueño del lugar y lo inunda todo con su
abrumadora presencia, antes de sentarse en la silla a mi lado. El aire
despreocupado y aburrido con el que se mueve hace que quiera
estrellar mi puño en su rostro.
El señor Bautista se aclara la garganta y no me pasa
desapercibida la mueca incómoda que esboza al notar la postura de
Gael Avallone. No lo culpo ni un poco. El tipo emana una energía
densa y pesada.
Se siente como si su ego se encargase de llenar cada rincón
de la estancia y no hubiese poder humano que pudiera contenerlo.
Como si el tamaño de su arrogancia no cupiera en la habitación y se
desbordase por cada ranura que da al exterior.
—Iré al grano, Tamara. —El señor Bautista habla, al cabo de
unos instantes. Suena tranquilo, pero su postura es tensa. No estoy
muy segura si es debido a la presencia del magnate en su oficina, o
porque realmente está molesto conmigo—. El señor Avallone ha
venido porque dice que has faltado a cuatro de sus citas.
—Cinco —Gael corrige y reprimo el impulso que tengo de
dedicarle una mirada cargada de veneno.
—Cinco de sus citas —mi jefe repite a manera de corrección
hacia sus propias palabras. Después, sacude la cabeza, como si
tratase de espabilarse y recordar lo que iba a decir. Le toma unos
segundos recuperar el hilo de sus palabras—: Dice que, además, no
respondes al teléfono cuando trata de comunicarse contigo.
Silencio.
—¿Es eso cierto? —Mi jefe insiste, cuando nota mi renuencia
a hablar.
—Sí.
Mi voz suena serena y apacible.
Otro silencio lo inunda todo.
—¿Eres consciente de que la Editorial firmó un contrato con él
y que, de no cumplir con lo acordado, podrían demandarnos?
«Sí —digo, para mis adentros—. Definitivamente, mi jefe está
enojado».
Mi pulso se acelera, pero me las arreglo para lucir ligeramente
perdida. Confundida. Inocente.
—En ese contrato no se habla acerca de los términos y
condiciones de nuestras reuniones, ¿no es así? —Sueno afable,
cordial y un tanto cínica mientras hablo, pero no me importa en lo
absoluto—. No se supone que el señor Avallone pueda demandarnos
por faltar a un par de sesiones. Acordamos escribir un libro sobre él y
eso es todo. Los detalles del proceso de escritura no están
estipulados en ese contrato, así que no hay violación alguna del
mismo.
—Tamara…
—Corríjame si estoy mal, señor Bautista —lo interrumpo—,
pero, incluso, yo podría prescindir del privilegio de escribir ese libro y
nada malo ocurriría; siempre y cuando usted consiguiese a otra
persona dispuesta a escribirlo en el tiempo acordado, claro está.
—Sí, pero…
—Entonces, está más que claro, ¿no es así? —Esbozo una
sonrisa cargada de suficiencia—. El señor Avallone no va a
demandarnos. Yo aprovecho, por cierto, para declinar formalmente
este proyecto. No estoy interesada en escribir acerca de lo que un
hombre rico tiene qué decir sobre sí mismo. Creo que lo justo es que
se le dé la oportunidad a otra persona, señor Bautista. A alguien que
de verdad quiera poner todo su empeño en esta biografía.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan denso, que bien
podría materializarse en cualquier momento.
—Tamara, usted se comprometió con este proyecto —Román
Bautista me mira con incredulidad—. ¿Qué le ha pasado a su sentido
de la responsabilidad?
—Se fue por el caño cuando este hombre se atrevió a meter
las narices donde nadie le llamaba. —Señalo al magnate, sin
siquiera mirarlo, y esbozo una sonrisa descarada mientras hablo—.
No estoy interesada en trabajar con una persona que, no solo invadió
mi vida personal; sino que, además, me llamó joven e inexperta. Con
una persona que amenazó con dejarme sin empleo con una sola
llamada y que, además, se atrevió a decir que lo único que yo quería
era hacer dinero a sus expensas.
Me siento como una completa hija de puta al moldear la
realidad para mi beneficio, pero no me retracto. Ni siquiera me
inmuto cuando termino de hablar.
Ahora sí que puedo sentir los ojos de Gael Avallone clavados
en mí. Ahora sí puedo sentir toda su atención puesta en mí.
La mueca incrédula de mi jefe es cada vez más grande. La
impresión gravada en sus facciones es tanta, que nos mira de hito en
hito sin pronunciar palabra alguna.
—Entiendo a la perfección si desea que redacte mi carta de
renuncia en este preciso momento, señor Bautista. —Me las arreglo
para mantener firme mi sonrisa mientras hablo, pero un nudo ha
comenzado a formarse en mi garganta—. Lo último que quiero es
tener que ponerlo a elegir entre el proyecto o yo. Está claro que esto
está más allá de su poder, así que no dude ni un segundo en
pedirme que me marche si así lo requiere.
El hombre del otro lado del escritorio abre la boca para decir
algo, pero la cierra de golpe al no tener palabras suficientes. Vuelve
a intentarlo sin obtener el éxito deseado, así que se limita a aclararse
la garganta. Me da la impresión de que no sabe qué diablos hacer.
No lo culpo. Yo tampoco lo haría.
—¿Podría dejarnos un momento a solas, por favor, señor
Bautista? —La voz ronca del magnate lo inunda todo y un escalofrío
me recorre el cuerpo.
—Yo… —mi jefe comienza y, luego de eso, balbucea algo
ininteligible y niega con la cabeza.
—Serán solo unos minutos —Gael insiste y aprieto los puños
sobre mi regazo.
Mi jefe me mira con gesto interrogativo casi al instante. Sé que
trata de saber si estoy bien con la posibilidad de quedarme a solas
con el hombre que se encuentra a mi lado.
—No estoy interesada en responder cualquier pregunta que
pueda llegar a tener sobre nuestra última conversación, señor
Avallone.
Por primera vez, me obligo a encararlo.
Los ojos ambarinos del magnate me sostienen la mirada y mi
pulso se acelera otro poco.
—Tampoco estoy interesado en hablar acerca de sus
problemas personales, Tamara. Lo que tengo que hablar con usted
no tiene absolutamente nada que ver con eso.
—Diga lo que diga, he tomado mi decisión.
—Aun así, quiero hablar con usted.
Aprieto la mandíbula.
—De acuerdo —mascullo, al cabo de un largo momento y me
dirijo al señor Bautista antes de asentir, en un gesto que él toma
como su señal de salida.
El silencio se apodera de la estancia cuando mi jefe abandona
el lugar, pero Gael Avallone no hace nada por romperlo. Ni siquiera
se mueve de su sitio para encararme.
Yo tampoco me muevo de donde me encuentro. Lo único que
me atrevo a hacer, es clavar la mirada en un punto en la pared de
enfrente.
—¿Va a renunciar, Tamara? —La voz profunda del magnate
inunda mis oídos, al cabo de unos instantes.
—Sí.
—¿Habla en serio?
Una carcajada corta y amarga se me escapa.
—Por supuesto que sí. —Clavo mis ojos en él.
La decepción tiñe sus facciones.
—No me lo puedo creer —dice. No me pasa desapercibido el
atisbo de molestia que se filtra en su tono—. Creí que era otra clase
de persona, Tamara. Tenía expectativas altas sobre usted. Pensé
que era más valiente.
Sus palabras queman y escuecen mi pecho, y el monstruo
orgulloso que llevo dentro ruge debido a la provocación, pero me
obligo a encogerme de hombros en un gesto apático e indiferente.
—Lamento decepcionarlo —digo, aunque ha sabido darme en
un lugar doloroso—. No suelo ser lo que la gente espera. Vaya
acostumbrándose.
Gael niega con la cabeza.
—No me cabe en la cabeza que vaya a dejar ir un proyecto
como este solo porque cometí un error.
—No, señor Avallone, usted no cometió un error. —Mi voz
suena más severa que nunca—. Lo que usted hizo no es otra cosa
más que un abuso completo y total del poder que tiene.
Deliberadamente, me investigó, revisó mi historial médico e indagó
en documentos que, se supone, son privados. Debería estar
agradecido conmigo por no haber tomado cartas en el asunto y no
haberlo demandado ni a usted, ni al hospital donde me interné. ¡Dios!
¡Debería estar agradecido conmigo por no haber hecho un maldito
escándalo para desprestigiarlo!
—¿Qué coño tengo que hacer para que dejes de comportarte
como una niñata y tengas un poco de sensatez, Tamara? —Noto, de
inmediato, el momento en el que deja de hablarme de «usted» y, con
todo y el coraje que me invade, mi corazón da un vuelco.
—Sensatez le faltó a usted para darse cuenta de que
investigar a alguien está mal —escupo, ignorando la manera en la
que este hombre me descoloca—. Y para su información, señor,
tengo todo el maldito derecho de comportarme como se me dé mi
regalada gana.
Un suspiro lento y tortuoso se escapa de sus labios.
—Por un momento llegué a pensar que eras más madura que
las chicas de tu edad. No eres más que una chiquilla mimada que no
puede tomar un trabajo con la seriedad necesaria.
Sus palabras me golpean con tanta fuerza, que apenas puedo
mantener mi expresión en blanco.
De pronto, estoy de vuelta en casa de mis padres, sentada en
la mesa frente al esposo de mi hermana. De pronto, lo único que
puedo hacer, es pensar en que Gael Avallone me ha llamado
«chiquilla mimada» justo como Fabián hizo hace unas semanas.
—¿Qué le hace pensar que me conoce? —suelto, con
brusquedad, al tiempo que me pongo de pie—. ¿Qué le hace pensar
que sabe qué clase de persona soy? ¿Cree que mis motivos para
mandarlo a usted y a su biografía a la mierda son poca cosa? ¿Qué
sentiría si yo, teniendo los medios para hacerlo y sin su
consentimiento, claro está, porque esto no involucra para nada el
hecho de que usted tiene que hablarme de su vida para escribir su
condenada biografía —acoto—, lo investigara? ¿Qué pasaría si yo,
en contra de su voluntad, averiguase todo aquello que desea
mantener enterrado por el resto de sus días y lo trajera de vuelta a la
luz? —Hago una pequeña pausa—. ¿Cómo lo tomaría? —Niego con
la cabeza, con fiereza y determinación—. ¿Acaso cree que haber
compartido una hamburguesa conmigo o haber caminado un rato en
una calle vacía lo hace conocerme? —Una risotada amarga e
iracunda se me escapa—. Usted no sabe una mierda acerca de
quién soy en realidad. No se equivoque. —La mirada de Gael está
fija en mí, y luce asombrado y horrorizado en partes iguales—. No
venga aquí a decir que soy una chiquilla mimada que no puede
tomarse un trabajo con seriedad porque no me conoce. Ahora, si me
disculpa, me marcho. Tengo mejores cosas qué hacer que perder el
tiempo con usted.
No espero su respuesta. Sin perder un solo segundo, me
encamino hasta la salida lo más rápido que puedo sin lucir
desesperada o aterrorizada.
—¡Tamara! —La voz de Gael hace que me detenga en seco
justo a unos cuantos pasos de la puerta—. Tamara, discúlpame. De
verdad, jamás imaginé que me toparía con lo que encontré al
investigarte. Lo único que yo quería era… —se detiene en seco—.
Lo único que yo quería era saber quién diablos eras.
Me giro sobre mis talones para encararlo.
—¿Por qué? —suelto, pero no sé si quiero escuchar su
respuesta.
La vacilación se apodera de sus facciones.
—Porque jamás había conocido a una chica con tantos
cojones como tú, ¿vale? —dice, tras un breve silencio, y la
sinceridad que hay en el tono de su voz me saca de balance—. Lo
único que esperaba encontrar, era un historial de detenciones por
faltas a la moral o malas notas en el colegio debido a alguna especie
de mal comportamiento. Jamás creí que iba a toparme con que
estuviste en un sanatorio mental. Lo siento mucho. Siento haber
invadido tu vida privada de esta manera. No era mi intención.
Desvío la mirada.
Muy a mi pesar, sus palabras me ablandan un poco. El tono
preocupado de su voz hace mella en mí y el enojo disminuye debido
a eso, pero no bajo la guardia.
—Sus disculpas no van a hacer que vuelva a acceder a
escribir su biografía —digo, al cabo de unos segundos, y me cruzo
de brazos—. Las acepto, pero ya no estoy dispuesta a seguir
trabajando en su biografía, señor Avallone.
— ¿Por qué no?
Mis ojos se posan en él una vez más.
—Porque no quiero que usted me vea del mismo modo en el
que lo hace todo el que conoce esa parte de mi vida —me sincero
por primera vez en mucho tiempo—. No necesito esa expresión
lastimera que tiene pintada en la cara ahora mismo y tampoco
necesito un discurso motivacional acerca de lo bella que es la vida.
Créame cuando le digo que estoy ahorrándonos un mal rato a los
dos.
—Tamara, a mí me importa una mierda si intentaste matarte o
no —Gael suelta, con una tranquilidad que me saque de balance—.
Sí, me descolocó averiguarlo. Sí, estoy bastante intrigado por ello.
Sí, muero por saber qué fue lo que llevó a alguien como tú a intentar
hacer algo como eso… pero no me interesa darte un maldito
discurso. Tampoco estoy interesado en tenerte lástima. La lástima
que te tienes a ti misma te basta y te sobra.
—¿Qué? —La indignación y el coraje queman en mi torrente
sanguíneo.
—Lo que has oído, Tamara. —Me mira directo a los ojos—.
Quizás nadie te lo ha dicho en la cara, pero la única que siente
lástima por ti, eres tú. Lo que tú interpretas en los demás es solo un
reflejo de la autocompasión que te tienes.
—¿Quién demonios cree que es para venir a decirme estas
cosas? —escupo—. No necesito que venga aquí a psicoanalizarme.
—¿Te molesta que te diga la verdad?, pues acostúmbrate, que
es la única forma en la que sé expresarme, Tamara.
Otra risotada amarga se me escapa.
—Me molesta que espere que me eche a llorar en cualquier
momento. Me molesta que pretenda que caiga en su juego y acepte
escribir su dichoso libro. No va a suceder, Gael. —Es la primera vez
que le llamo por su nombre de pila en voz alta y, no me atrevo a
aposarlo, pero casi puedo jurar que ha habido un cambio en su
mirada. Luce salvaje. Descontrolado. Fuera del papel pretencioso
que siempre interpreta—. Nada de lo que diga va a cambiar mi
postura. Ya se lo dije. Deje de perder el tiempo y vaya a hacer eso
que hace la gente que es importante como usted.
La postura de ensayada tranquilidad que mantiene el hombre
frente a mí vacila en ese momento y el silencio lo inunda todo.
—¿Esta es su última palabra? —La rendición se filtra en su
voz cuando vuelve a hablar.
Asiento.
—Lo es.
Un suspiro pesaroso se escapa de los labios del magnate.
—De acuerdo. Lamento mucho los inconvenientes que le he
causado —dice. De nuevo, es todo negocios y formalidad—. Le pido
una disculpa nuevamente. Nunca fue mi intención que las cosas
entre nosotros terminaran de esta forma. Sigo pensando que es una
chica bastante agradable. Habría sido muy entretenido trabajar con
usted. Es una lástima que no pueda ser.
—Lo mismo digo —pronuncio, pero no lo digo en serio. Solo
trato de ser cortés.
—Ha sido un placer conocerla, Tamara Herrán.
—El placer ha sido mío, Gael Avallone.
Capítulo 7
Mi cita con Gael no ha ido, para nada, como creí que iría.
Para empezar, esta mañana me llamó para cambiar la hora a
la que pasaría a recogerme. Dijo que tendría una junta que le sería
imposible cancelar o posponer, pero que pasaría por mí a las ocho
de la noche para hacer algo de todos modos.
Luego de eso, no hice más que retorcerme en el mar de
nerviosismo y ansiedad que creé para mí en el transcurso del día.
Traté de distraerme empezando en forma con la escritura de
su biografía, pero no tuve el éxito esperado. Apenas si pude redactar
unos cuantos párrafos. Apenas si pude sentarme frente a la pantalla
del ordenador durante horas, con el documento en blanco, sin saber
muy bien por dónde empezar a trabajar.
Quiero atribuirle mi falta de inspiración al estado nervioso en el
que me he encontrado todo el día, pero en realidad sé que se trata
de algo más: mi falta de motivación para escribir esta biografía. Por
mucho que mis interacciones con Gael me parezcan interesantes y
emocionantes, sigo siéndole fiel a la idea de que no estoy hecha
para transcribir lo que un hombre tiene que decir sobre sí mismo.
No recuerdo la hora en la que me metí en la ducha. Tampoco
recuerdo cuándo dejé de cambiarme de ropa una y otra vez, solo
para decidirme a utilizar un suéter de punto color blanco y unos
pantalones entallados en color negro; sin embargo, cuando Gael
Avallone apareció por mi puerta —luciendo insoportablemente
atractivo con ese cabello perfectamente estilizado y esa mandíbula
angulosa recién afeitada— enfundado en un traje negro, corbata roja
y camisa blanca supe que iba muy mal vestida para la ocasión…
como siempre.
A pesar de eso, me las arreglé para bromear respecto a su
manera elegante de vestir. Me las arreglé para hacer como si no me
importase en lo absoluto el hecho de que él siempre luce como si
hubiese salido de una revista y yo lo hago como si hubiese salido de
un concierto que terminó en desastre.
No sé qué esperaba que ocurriera cuando me preguntó a
dónde quería que fuéramos y le respondí que, precisa y
exactamente, quería hacer lo que sugirió anoche que hiciéramos —ir
por una pizza y comerla dentro de su coche— pero, en definitiva, no
era esto.
No esperaba que, de buena gana, encaminara su flamante
coche hasta una sucursal de Domino’s Pizza, bajara de él —
enfundado en ese elegante traje negro— conmigo a su lado y se
adentrara en el establecimiento para ordenar una pizza familiar mitad
pepperoni, mitad salchicha italiana.
Mucho menos esperaba que, luego de haber recibido la
comida, se encaminara hasta el auto, me abriera la puerta del
copiloto y se sentara a mi lado a preguntarme si prefería comerla ahí
mismo, en el aparcamiento del restaurante, o si quería que
buscásemos otro lugar.
Debo admitir que me tomó varios minutos espabilar y hacer
como si no notase lo relajado de su comportamiento el día de hoy;
pero, una vez controlado el estupor, le dije que quería comer en el
parque que se encuentra justo a las afueras de la estación Juárez del
tren ligero; en parte porque lo encuentro agradable y en parte
porque, si las cosas se ponen de un ánimo extraño, puedo hacer mi
camino hasta la estación y volver a casa en menos de quince
minutos.
Ahora mismo, luego de veinte minutos de camino, nos
encontramos aquí, sentados dentro en el interior de su coche —
porque, justo cuando íbamos llegando, comenzó a llover—, con una
caja de pizza entre nosotros y un refresco de cola entre las manos.
—No sé qué es lo que esperas que haga con todo lo que acabas
de decirme —hablo, al cabo de unos segundos de silencio—, pero de
una vez te lo aclaro: si lo que pretendes es que corra a tus brazos y
acepte ser una aventura más en tu vida mientras vas y te pavoneas
con tu supuesta prometida en todos lados, tienes un concepto
bastante equivocado sobre mí. Yo no soy como las mujeres con las
que acostumbras a tratar. —Mi voz se quiebra, pero no quiero llorar.
De hecho, estoy muy lejos de hacerlo—. No soy como esas chicas
que aceptan el remedo de romance mediocre que estás dispuesto a
ofrecer solo porque están locas por ti —sacudo la cabeza en una
negativa frenética—. No soy una de ellas. Me niego a ser una de
ellas.
Su mirada se oscurece varios tonos.
—¿Qué te hace pensar que eres una de ellas? —dice y mi
corazón cae en picada—. Nunca lo has sido, Tamara. ¿Es que no lo
ves?
Esta vez, la negativa que le regalo, es ansiosa y desesperada.
—Tampoco puedes pretender que unas cuantas palabras
dulces me ablanden. —Sueno a la defensiva, pero no me importa. A
estas alturas lo único que quiero dejarle en claro, es que no puede
jugar conmigo de esta manera. Que no puede comportarse como un
imbécil un día, para ser dulce y atento al siguiente.
—No espero que lo que digo te ablande, Tam. —Gael da un
paso en mi dirección y luego otro—. Lo único que quería, era que
supieras la verdad. Lo único que quería era…
—Tampoco puedes esperar que haga como si… —Trato de
interrumpirlo, pero no logro terminar la oración porque él ya ha
acortado la distancia que nos separa y sus manos se han apoderado
de mis mejillas.
—Tamara Herrán, escúchame bien —dice en un tono que
pretende ser duro, pero que en realidad suena dulce. Tan dulce, que
mi corazón se salta un latido—: Sé que me odias. Que me comporté
como un gilipollas. Que la he cagado en grande y que estás en todo
el derecho de mandarme a la mierda por todo lo que te he hecho
pasar. Sé que no tengo cara para pedirte que no me eches de tu vida
todavía; pero, de todos modos, voy a ser un descarado y voy a
hacerlo. Voy a pedirte una oportunidad de demostrarte que no soy el
hijo de puta que crees que soy.
—Déjame ir —pido, pero no hago nada por apartarlo. Por
apartarme.
Los ojos de Gael recorren mi rostro con lentitud.
—Tam —murmura, al tiempo que ignora mi petición—, lo único
que quiero de ti, es la oportunidad de redimirme. Por favor, déjame
redimirme.
—No puedes hacerme esto —digo, en un susurro que se me
antoja suplicante—. No puedes ilusionarme, para luego dejarme caer
en picada. No puedes venir el día de hoy a decirme todo esto… a
hacerme creer que de verdad hay algo entre tú y yo… para luego
darme una patada en el trasero —parpadeo un par de veces para
alejar las lágrimas traicioneras que han empezado a acumularse en
mi mirada—. Gael, yo no estoy para esta clase de juegos.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas, Tam? —susurra
de vuelta—. ¿Qué tengo que hacer para que me des el beneficio de
la duda? —Sus pulgares trazan caricias suaves en mis mejillas—. No
voy a mentirte y decirte que sé qué es lo que siento por ti, porque, a
estas alturas, aún no lo descubro. Pero sí puedo decirte, que estoy
en toda la disposición de averiguarlo. Que estoy completamente
dispuesto a explorar cada rincón de esta sensación abrumadora que
me embarga cuando estoy contigo. —Hace una pequeña pausa—. Sí
puedo decirte, Tamara Herrán, que no voy a privarme del placer de
desvelar cada parte de ti. De la oportunidad de llenarme de esa
vitalidad tuya que tanto bien me hace.
Siento que el corazón me va a estallar… Y Quiero besarlo.
Quiero cerrar los ojos y olvidar toda la mierda por la que me
hizo pasar y, al mismo tiempo, quiero hacerle pagar. Hacerle sentir lo
que yo sentí cuando se comportó como un idiota conmigo.
—Gael…
—Tam, sé que no estoy en posición de pedirte nada, pero, por
favor, déjame demostrarte que no soy quien crees que soy. Déjame
demostrarte que soy más que la sombra de un hombre con dinero. —
Siento cómo su nariz roza la mía—. Y, por lo que más quieras,
déjame besarte. Déjame volver a besarte…
Niego con la cabeza, pero no me aparto. Al contrario, inclino la
cabeza, de modo que soy capaz de sentir su respiración sobre mis
labios y la forma en la que su nariz y la mía se tocan.
—Déjame demostrarte que no soy un imbécil. Que lo único
que quiero, es mandar a la mierda a todo el mundo y, por una vez en
la puta vida, hacer lo que me plazca.
Sé que voy a arrepentirme de esto. Sé que voy a lamentarlo
más delante y que voy a sentirme como una completa imbécil; pero,
ahora mismo, yo también quiero besarlo. Que me bese. Quiero
fundirme en él como la última vez y olvidarme de todo:
consecuencias, dudas, miedos y frustraciones. Acabar con la
quemazón que llevo en el pecho desde aquella primera vez que nos
besamos y quiero, por sobre todas las cosas, olvidar que él es Gael
Avallone: el hombre que lo tiene todo. El hombre al que no puedo
ofrecerle nada, porque nada le hace falta.
Sus labios rozan los míos con lentitud y yo, por instinto, me
aparto un poco.
Él espera, paciente y quieto por mi reacción y, cuando nota
que no me alejo del todo, vuelve a intentarlo. Esta vez, la presión de
sus labios contra los míos es consistente. Tanto, que mi boca se
entreabre un poco para recibir su beso como debe de ser.
Entonces, me besa en serio.
Su boca se mueve contra la mía, y el mundo a mi alrededor
empieza a disolverse. A deformarse hasta convertirse en un
escenario extraño y amorfo.
Su lengua encuentra la mía cuando mis manos se apoderan
de su camisa desabotonada y tiran de ella para acercarlo todavía
más a mí. En respuesta, él deja ir un lado de mi rostro para envolver
el brazo alrededor de mi cintura.
Un sonido involuntario escapa de mis labios cuando su
abdomen parcialmente desnudo se pega al mío, y un gruñido
abandona su boca cuando envuelvo mis brazos alrededor de su
cuello.
De pronto, me encuentro aferrándome a él con todas mis
fuerzas. Buscando su cercanía y el calor de su cuerpo.
Un sonido gutural escapa de su garganta cuando me hace
girar sobre mi eje sin dejar de besarme, y me hace avanzar en
reversa hasta que mi espalda golpea contra la isla de su cocina.
Un grito ahogado se me escapa, pero es más debido a la
impresión que a cualquier otra cosa y, sin darme oportunidad de
procesar lo que está pasando, y sin apartarse ni un poco, se apodera
de la parte trasera de mis muslos y eleva mi peso del suelo para
hacerme sentar sobre el material de la isla, pero no lo consigue. Lo
único que logra hacer, es estrellarme la espalda baja y la cadera,
contra el borde de granito de la mesa.
Un gemido adolorido escapa de mis labios casi al instante y
Gael se aparta de mí con brusquedad, solo para dejar escapar una
carcajada avergonzada. Su risa es tan contagiosa, que, con todo y
dolor, comienzo a reír también.
Una disculpa es murmurada por sus labios y hunde la cara en
el hueco que hay entre mi mandíbula y mi cuello.
Yo no puedo dejar de reír, así que, en lugar de responder a su
disculpa, hundo los dedos en las hebras alborotadas de su cabello.
—Juro que nunca soy así de torpe. Lo que pasa es que estoy
demasiado borracho —dice, en voz baja contra la piel de mi cuello, y
su aliento, aunado al movimiento de su boca, me eriza los vellos de
la nuca.
Yo, aunque ya no me siento tan alcoholizada como hace rato,
asiento en acuerdo.
—Yo también lo estoy.
Una negativa sacude la cabeza de Gael, antes de que se
aparte de mí un poco más para volver a intentar subirme a la isla.
Esta vez, consigue treparme al material helado antes de
asentarse entre mis piernas y volver a besarme con urgencia.
Son casi las seis de la tarde ya y estoy muy cerca ya del edificio
de Grupo Avallone. Apenas unas cuantas calles me separan de la
parada del autobús en la que debo bajarme, pero se siente como si
aún me faltase una eternidad para llegar.
Pasan alrededor de cinco minutos antes de que, finalmente,
tenga que levantarme de mi asiento para bajar del transporte público
y emprender mi usual caminata hacia las oficinas de Gael.
Al llegar al edificio, lo primero que hago es acercarme a la
recepción para anunciar mi llegada. Como siempre, la mujer del otro
lado del escritorio me indica que puedo subir al piso donde el
magnate tiene su oficina y, sin perder un solo minuto, me encamino
hasta el elevador.
Cuando bajo de él, lo primero que me recibe, es la enorme
estancia que se encuentra justo afuera de su oficina. Para ese
momento, mi corazón ya está latiendo como loco, y mis nervios se
han alterado al punto de no recordar una mierda del discurso mental
que había venido ensayando todo el camino.
Camila, la secretaria, me mira con gesto confundido, mientras
me encamino hacia su escritorio, pero eso no impide que me dedique
una sonrisa amable. Una que, por supuesto, no soy capaz de
responder.
—Señorita Herrán, qué gusto verla —dice y, de pronto, un
regusto amargo se apodera de mi boca. Una sensación incómoda se
cuela entre mis huesos y se afianza a ellos con fuerza.
Yo, a pesar del repelús que siento, me obligo a esbozar una
sonrisa forzada.
—Buenas tardes. —Mi voz suena distante, pero amable al
mismo tiempo—. Tengo una cita con Gael. —Me detengo en seco al
darme cuenta de que acabo de llamarlo por su nombre de pila, y me
aclaro la garganta antes de corregirme—: Con el señor Avallone,
dentro de unos minutos.
Un brillo extraño se apodera de la mirada de Camila y sé que
no le ha pasado desapercibido el pequeño desliz que acabo de tener.
—Me temo que es probable que el señor Avallone no pueda
recibirla, señorita Herrán. —No puedo pasar por alto el filo hostil que,
de pronto, se ha apoderado de su voz. Tampoco puedo pasar por
alto el hecho de que acaba de negarme la entrada a la oficina de
Gael.
—¿En serio? —Trato de sonar casual mientras hablo, pero yo
también sueno un poco hostil ahora—. Es curioso, porque él mismo
me ha llamado esta mañana para confirmar nuestra reunión.
Ella asiente, pero eso que se apoderó de su mirada y que
ahora no puedo dejar de identificar como enojo, no se marcha de su
rostro.
—Lo sé —dice—. Lo que ocurre, es que le ha surgido un
compromiso al que no puede faltar. Se va dentro de unos minutos.
Me sorprende que el señor Avallone no le haya avisado. Dijo que lo
haría.
En ese momento, la resolución cae sobre mí y se asienta
sobre mis hombros.
Él me llamó.
Un montón de veces.
Seguro iba a cancelar la cita y yo no quise contestarle por
miedo a tener una conversación seria por teléfono. Por miedo a que
tratase de obligarme a darle respuestas de un modo que se siente
incorrecto.
«Ella está mintiendo. Gael pudo haberte enviado un mensaje
de texto —susurra la voz insidiosa de mi cabeza—. Si realmente
quería cancelarte, pudo haberte enviado un mensaje».
—Oh… —digo, porque no sé qué otra cosa hacer. Porque, en
este momento, mi cerebro está maquinando mil y un escenarios en
los cuales, la mujer que tengo enfrente miente y trata de conseguir
que Gael y yo no nos veamos.
—De todos modos, le diré al señor Avallone que has venido.
—Camila habla y noto cómo ha dejado de hablarme de «usted».
Una punzada de coraje me atraviesa el pecho, pero ni siquiera
sé cuál es el motivo del sentimiento oscuro que ha comenzado a
apoderarse de mí.
«No va a decirle una mierda. Dudo mucho que esté diciendo la
verdad respecto al dichoso compromiso del que habla —la vocecilla
insiste y, de pronto, un centenar de emociones colisionan en mi
interior. Un centenar de sensaciones se apoderan de mí y amenazan
con colapsarme de adentro hacia afuera—. No puedes irte así como
así. Tienes que verlo y comprobar que lo que Camila dice es verdad.
Tienes que entrar a esa oficina y escuchar de boca de Gael todo lo
que esta mujer ha dicho».
—¿Te molesta si paso a avisarle que he venido? —digo, al
tiempo que señalo las puertas dobles de la oficina y empiezo a
avanzar en dirección a ellas.
—¡Señorita Herrán! ¡El señor Avallone no se encuentra allí
dentro! ¡Está en una videoconferencia con un accionista! ¡Está…! —
Camila habla, pero yo ya he empujado ambas puertas para abrirlas e
introducirme en la estancia. Yo ya he hecho mi camino dentro de la
espaciosa oficina solo para detenerme en seco en el instante en el
que los veo.
Mi corazón se salta un latido, mi pulso acelera su marcha y
golpea con violencia detrás de mis orejas, y me falta el aliento
durante unos instantes. Me falta la respiración durante unos
dolorosos segundos porque aquí, justo delante de mis ojos, sentados
en los sillones de piel que Gael tiene dentro de la oficina, se
encuentran seis personas que me miran con condescendencia,
arrogancia, fastidio y confusión.
De inmediato, soy capaz de reconocer a David Avallone. No
podría olvidar jamás ese cabello entrecano, ni esa mirada dura y
fuerte que comparte con Gael. Mucho menos podría olvidar ese
gesto de superioridad que parece estar tallado en su rostro.
Junto a él, se encuentran otros tres hombres. Uno que luce
igual de viejo que él y dos que parecen ser un poco más jóvenes; y,
justo frente a ellos, dos mujeres enfundadas en preciosos vestidos
me miran con gesto confundido.
—¡Dios mío! ¡Lo siento mucho, señor Avallone! —Camila urge,
en un tartamudeo, al tiempo que me toma por la muñeca para tirar de
mí en dirección a la salida—. De verdad, no sabe cuánto lamento
esto. Discúlpeme. Y-Yo…
David Avallone hace un gesto de mano e, inmediatamente,
Camila deja de hablar. Acto seguido, clava sus ojos en mí antes de
ponerse de pie.
—¿Se puede saber quién es usted y quién le dijo que podía
entrar a mi oficina sin anunciarse antes? —dice y la vergüenza —la
cual ya había comenzado a filtrarse en mis venas— incrementa de
forma considerable.
No dejo de notar el modo en el que llama «mi oficina» al
espacio en el que nos encontramos. David Avallone sigue
considerando este lugar como suyo, y no como el de Gael.
Mi corazón da un vuelco furioso y, por un doloroso momento,
no me atrevo a moverme. No me atrevo, siquiera, a respirar. Me
quedo quieta durante un largo rato, hasta que el silencio que se
apodera del lugar es denso e incómodo.
Una ceja es alzada con arrogancia en el rostro del hombre
delante de mí y noto, cuando miro de soslayo hacia la gente que lo
acompaña, como todos ellos esbozan gestos confundidos y
reprobatorios.
Algo dentro de mí parece activarse y, por acto reflejo, alzo el
mentón y enderezo un poco la espalda, para después ponerme esa
máscara de seguridad que había empezado a evitar usar en este
lugar.
Acto seguido, me deshago del agarre de Camila y avanzo en
dirección a donde David Avallone se encuentra para extender una
mano y estrechársela, antes de regalarle mi mejor sonrisa.
—Tamara Herrán —me presento, pero él no toma mi mano—.
Vengo de parte de la Editorial Edén. Soy la persona que está
trabajando en la biografía del señor Gael Avallone. Tenía una reunión
con él esta tarde, pero creo que se le ha pasado avisarme que
estaría ocupado.
Siento la mirada de todo el mundo puesta en mí y me siento
como una completa idiota. Como una completa imbécil porque estoy
aquí, de pie, en una habitación repleta de gente pretenciosa, con la
mano extendida y una sonrisa ridícula pintada en la cara.
David Avallone me recorre de pies a cabeza con la mirada,
como si estuviese evaluándome. Como si tratase de decidir si valgo
o no su tiempo y una punzada de irritación se mezcla con el
sentimiento de humillación que ha comenzado a recorrerme.
No me devuelve el gesto. Me deja aquí, con la mano en el aire,
el orgullo hecho trizas y un regusto amargo y denso en la punta de la
lengua.
Cierro el puño y me obligo a alzar el mentón un poco más
mientras aparto la mano.
Un puñado de palabrotas se arremolina en mi boca, pero
muerdo la parte interna de mi mejilla para no soltarlas. Me muerdo la
parte de mi lengua para no cometer una estupidez más grande que
la que cometí hace unos instantes, cuando se me ocurrió la
grandiosa idea de entrar aquí sin consentimiento de nadie.
—No tenía idea de que Gael iba a tener un libro biográfico. —
Una de las mujeres habla y poso mi atención en ella justo a tiempo
para verla esbozar una sonrisa socarrona.
—Parece ser que a nuestro hermanito se le está subiendo la
popularidad a la cabeza. —Uno de los hombres bufa y eso es todo lo
que necesito para saber que la mujer que acaba de hablar y él son
los hermanos de Gael.
Así pues, les echo otra ojeada para no olvidar sus rostros.
Ella luce más joven de lo que esperaba. Gael me había dicho
que le llevan bastantes años, pero, francamente, ella no se ve de
treinta y seis. Luce mucho más joven.
Diana Avallone es, sin dudas, una mujer hermosa: alta y
esbelta; de cabello oscuro que cae lacio hasta sus hombros; de piel
bronceada, como si acabase de volver de la playa, y mirada fuerte y
penetrante.
Todo eso en combinación con el precioso vestido azul marino
que lleva, le hacen lucir como una mujer elegante, guapa e
imponente por sobre todas las cosas.
Él, por otro lado, luce un poco más grande de edad y no se
parece a Gael en lo absoluto. De hecho, tampoco se parece a David.
Su aspecto es más descuidado y desgarbado y, definitivamente,
carece del porte y la elegancia que caracterizan tanto a Gael como a
su padre; sin embargo, a pesar de que no comparte facciones con
ninguno de los dos, Antonio Avallone es, de alguna manera, parecido
a Diana; quien, sin duda alguna, es una versión femenina, añejada y
delicada de Gael.
No obstante, es hasta este momento, en el que los miro a los
tres juntos —a David, Diana y Antonio—, que puedo darme cuenta
de esas características de Gael que son diferentes. Que puedo
darme cuenta de que los ojos ambarinos que el magnate tiene son
herencia de su madre; al igual que las ondas alborotadas en las que
se transforma su cabello cuando pasa las manos una y otra vez
sobre él. Es en ese instante, que puedo darme cuenta de que,
aunque físicamente son muy parecidos, Gael se diferencia de ellos
de una manera extraña. De una que aún no logro comprender.
—¿Vas a permitirle publicar una biografía de su vida, papá? —
La voz de Diana me saca de mis cavilaciones y poso mi atención en
ella, al tiempo que parpadeo un par de veces para espabilar.
—Va a ser muy interesante leer lo que Gael tiene qué decir
sobre su pasado, ¿no es así, papá? —Antonio insiste y siento como
todo mi cuerpo se tensa cuando la mirada de David Avallone se
clava en mí una vez más.
Un escalofrío me recorre la espina dorsal en el instante en el
que lo hace y me encuentro queriendo echarme a correr; pero, en su
lugar, enderezo un poco más la espalda y cuadro los hombros.
No voy a dejar que este hombre me amedrente. No voy a dejar
que nadie en este lugar me haga sentir cohibida.
Acto seguido, hace un gesto para indicarle a sus hijos —
quienes no han dejado de hablar entre cuchicheos sobre la biografía
de Gael— que guarden silencio. Ellos, inmediatamente, le obedecen.
—Como puede ver, señorita…. —David Avallone habla, con
ese acento golpeado suyo, y se queda en el aire, al tiempo que me
mira con el entrecejo fruncido, tratando de recordar mi nombre; como
si no se lo hubiese dicho hace menos de un minuto.
—Herrán —suelto, pero sueno arrogante. Soberbia.
—Herrán. —La manera en la que pronuncia mi apellido me
provoca querer estrellar mi mano en su rostro, porque lo ha dicho
con sorna. Como si se tratase de una palabra sucia. Indigna de sus
labios—. Señorita Herrán —repite y, de nuevo, la manera en la que
habla me hace querer rascarme el cuerpo debido a la incomodidad
que me causa—, Gael no se encuentra aquí y, en el momento que
termine con sus asuntos, nos iremos. —La fingida amabilidad de
David Avallone me escuece las entrañas—. Así que me temo que su
cita no podrá concretarse el día de hoy. Es una pena que haya
venido hasta aquí para nada.
Esbozo una sonrisa que no toca mis ojos.
—No se preocupe, señor Avallone. Lamento mucho el
inconveniente. Me retiro, entonces.
Me giro sobre mis talones y, justo cuando estoy a punto de
echarme a andar, la voz del padre de Gael inunda mis oídos una vez
más.
—¿Señorita Herrán? —dice y me congelo en mi lugar unos
segundos, antes de mirarlo por encima del hombro—. ¿Le puedo dar
un consejo?
Lo encaro y, sin responderle nada, lo miro a los ojos.
—La próxima vez, asegúrese de anunciar su llegada con la
secretaria. —Hace un gesto de cabeza hacia Camila—. En esta
ocasión, como la otra en la que nos vimos —sé que habla de aquella
vez en la que entré furiosa a la oficina de Gael. Sé que habla de
nuestro primer encuentro y mi pulso se salta un latido—, estamos
nosotros: gente de confianza; pero, si tiene la costumbre de entrar
sin anunciarse, podría causar bastantes inconvenientes para
nosotros en el futuro. Así que, si no quiere meterse en problemas, le
sugiero que, a partir de ahora, espere afuera, en la recepción, hasta
que se permita entrar.
Vergüenza, coraje y humillación se mezclan dentro de mí, pero
me las arreglo a mantener mi expresión en blanco cuando asiento y
murmuro una disculpa que no suena sincera en lo absoluto.
Acto seguido, el hombre me observa de pies a cabeza una vez
más, como si tratase de evaluarme y, luego de lucir satisfecho con lo
que ve, hace un gesto en dirección a la puerta de la oficina.
—Puede retirarse. —Habla con amabilidad, pero se siente
como si estuviese echándome a patadas.
Otro asentimiento es dado por mi cabeza y, acto seguido,
haciendo acopio de toda mi dignidad, me encamino hacia la salida de
la estancia.
No estoy muy segura de qué hacer o de qué decir una vez que
Alejandro se marcha, así que continúo jugueteando con los cojines
del sillón.
La mirada del magnate está fija en mí. Puedo sentirla
taladrándome la cabeza y, con todo y eso, me tomo mi tiempo
sacudiendo el polvo inexistente del sofá individual.
—No creí que hablabas en serio cuando dijiste que vivías con
él. —No me pasa desapercibido el tono amargo que tiñe la voz de
Gael.
Algo dentro de mí se regodea en respuesta a su comentario,
pero le regalo un encogimiento de hombros, aún sin mirarlo.
—No es la gran cosa —mascullo en respuesta, pero ya he
comenzado a luchar contra la sonrisa que amenaza con
abandonarme—. Compartimos los gastos de un apartamento y ya
está.
—Y estuviste a punto de besarlo en un antro hace casi dos
semanas —puntualiza.
—No estuve a punto de besarlo —digo, a regañadientes y en
voz baja, mientras me obligo a encararlo—. Además, no es como si
tuvieses algo qué reclamarme. Te recuerdo que en ese entonces me
habías dicho que yo era un error. Que ibas a casarte y que haberme
besado había sido una equivocación, ¿lo recuerdas?
De manera abrupta, la distancia que me separa de Gael es
acortada por sus largas zancadas y, antes de que pueda siquiera
reaccionar, se encuentra tan cerca que tengo que alzar la cara para
mirarlo a los ojos.
—¿Te gusta? —pregunta, en voz baja y un escalofrío me
recorre de pies a cabeza.
—Por supuesto que no —me las arreglo para sonar arrogante
cuando lo digo, aunque, en realidad, lo único que quiero es poner
distancia entre él y yo para así poder pensar claramente. Para poder
deshacerme de la sensación abrumadora que siempre me invade
cuando lo tengo así de cerca.
—Ah, ¿no? —Gael habla en un susurro ronco y profundo, al
tiempo que, con una mano retira algunos mechones sueltos de mi
cabello para colocarlos detrás de mi oreja.
Niego con la cabeza, aturdida.
—No… —Mi voz suena inestable ahora y la vergüenza y el
coraje me invaden en partes iguales.
—¿Y yo? —pregunta y, esta vez, la duda se filtra en su tono
despreocupado. El anhelo se cuela en la manera en la que pronuncia
las palabras—. ¿Yo… te gusto?
Mi corazón se salta un latido.
Mi boca se abre para hablar, pero las palabras no vienen a
ella; así que la cierro de golpe una vez más.
Él no dice nada. Se queda quieto, con esos ojos ambarinos
clavados sobre los míos, y esa fuerza que siempre irradia y que me
hace sentir intimidada a la espera de una respuesta.
—No. —El sonido de mi voz es tímido e inseguro, pero es lo
mejor que puedo darle. Es todo lo que puedo pronunciar ahora que la
revolución dentro de mí ha comenzado a avivarse.
La mirada de Gael se oscurece varios tonos.
—Mientes —replica, en voz baja, y mis entrañas se retuercen
con violencia al escuchar la intensidad con la que habla—. Sé que
mientes.
Trago duro.
—Si ya lo sabes —me las arreglo para arrancar las palabras
de mi boca—, ¿para qué lo preguntas?
Algo en su expresión cambia al instante y lo hace verse como
si fuera un niño pequeño. Lo hace lucir vulnerable. Temeroso,
incluso.
—Quiero escucharlo de tu boca, Tamara —dice, con un hilo de
voz—. Quiero escucharte decir que no me eres indiferente. Que no
soy el único aquí que siente algo, para así no sentirme patético por
estas horribles ganas que tengo de besarte.
—¿Y de qué sirve que lo diga? ¿De qué sirve que lo admita
si…? —Niego con la cabeza, incapaz de continuar, al tiempo que
trago varias veces para deshacer el nudo de emociones que se
forma en mi garganta.
—¿Qué, Tamara? —Me insta a continuar—. ¿De qué sirve que
lo admitas si, qué?
Me obligo a mirarlo.
—¿De qué sirve que lo admita si todo esto está destinado a
irse al carajo? ¿Si ambos sabemos que esto no va a funcionar? No
cuando hay tantas omisiones de por medio. No cuando venimos de
lugares tan diferentes —suelto, con toda la determinación que puedo
imprimir—. ¿De qué me sirve admitir que siento algo por ti, cuando
todo me grita en la cara que solo tratas de jugar conmigo?
Gael aprieta la mandíbula y un músculo salta en ella casi al
instante.
—Tam, no voy a mentirte y decirte que nunca he tonteado con
una mujer. —Habla—. No voy a ser un hipócrita de mierda y decirte
que jamás he sido un cabrón mujeriego, porque no es así. Porque lo
he sido. Porque, hasta hace unos meses, estaba dispuesto a hacer
desfilar a una decena de chicas aspirando a ser mis secretarias, solo
por el mero placer de divertirme. —Sus palabras me escuecen por
dentro y evocan el primer recuerdo que tengo sobre él. Ese en el que
se encuentra con los pantalones abajo, en una posición
comprometedora con Camila: su secretaria—. Y voy a ser un puto
cliché al decirte esto, pero: todo eso ha dejado de interesarme. Ha
dejado de parecerme atractivo, porque mi atención entera la ha
acaparado una muchachita talentosa y bocazas que se pavonea en
mi oficina. Y ni siquiera lo hace en lencería, ¡joder! ¡Lo hace en ropa
de vagabundo! ¿Puedes creerlo? Va por ahí, con esos aires de
grandeza que tanto me irritan, y todavía tiene el descaro de hacerme
enfadar hasta el punto en el que quiero echarla nueve de cada diez
veces que nos reunimos.
Muy a mi pesar, una pequeña sonrisa comienza a tirar de las
comisuras de mis labios. Él sacude la cabeza en una negativa, al
tiempo que ahueca mi rostro entre sus manos.
—Tamara Herrán, has puesto mi mundo de cabeza. Para bien.
Para mal. ¡Para sabrá Dios qué! —declara, y mi corazón se salta un
latido—. Y no quiero dejarte ir sin antes haberlo intentado. Sin antes
haber explorado esto que despiertas en mí y que me desestabiliza
hasta la locura.
—¿Y tu familia? ¿Y tu padre? ¿Grupo Avallone? ¿Tu
prometida? —Lo miro con aprensión.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que Eugenia Rivera no es
mi prometida? —Gael suena exasperado ahora—. ¿Qué tengo que
hacer para que me creas? ¿Para que te des cuenta de que digo la
verdad?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De creerte. De ser una aventura. De ilusionarme y sentir… y
que termines utilizándome.
—Tam, es que…
—Suelo aferrarme emocionalmente a las personas —lo
interrumpo—. Suelo sujetarme de quienes me rodean y termino
haciéndome mucho daño cuando las cosas se ponen difíciles. —
Sacudo la cabeza en una negativa—. Y sé que está mal. Que es
insano y que solo consigo lastimarme a mí misma… pero no puedo
dejar de hacerlo. No sé cómo detenerlo… —Hago una pausa para
recuperar el aliento—. Y no quiero aferrarme a ti. No quiero hacerme
daño sintiendo algo por ti, porque sé, Gael Avallone, que vas a
romperme el corazón tarde o temprano. Vas a darte cuenta de lo
diferentes que somos y de que esto no puede ser, y vas a romperme
el corazón.
Clavo mis ojos en los suyos.
La emoción que veo en su gesto hace que algo desconocido y
abrumador me invada en partes iguales.
—Mira tú… —dice, con la voz enronquecida por las emociones
—. Tanto decías que era yo quien le temía a los corazones rotos y
resultaste ser tú, chiquilla valiente, quien resultó tenerles pavor.
—Soy una hipócrita de mierda —susurro en acuerdo, al tiempo
que esbozo una sonrisa triste y temblorosa.
—¿Quién estará más loco aquí? —Gael musita, al cabo de lo
que se siente como una eternidad—. ¿Tú, que no quieres salir herida
o yo, que voy a más de cien kilómetros por hora directo hacia una
pared de concreto llamada David Avallone? ¿Tú, que tratas de
esconderte tras una fortaleza emocional o yo, que, con tal de
encontrar pertenecer a algún lugar en el mundo, está dispuesto a
derribarla? —Sus pulgares trazan caricias dulces en mis mejillas
mientras habla—. ¿Soy egoísta si digo que no quiero dejarte ir? ¿Si
digo que, a pesar de que sé que tengo que arreglar mi mierda
primero, quiero tener algo contigo?
Cierro los ojos.
—No va a funcionar —digo, pero realmente sueno anhelante.
Como si esperase que él me asegurara lo contrario. Quizás así lo
hago. Quizás, en realidad, eso espero: que me diga una y mil veces
que será lo opuesto y que estamos destinados a ser de alguna u otra
manera.
—¿Y qué si no funciona?... Yo de todos modos quiero
intentarlo —murmura—. Y no porque quiera hacerte daño, sino
porque hacía años que no me sentía así de bien. Así de… vivo.
—¿Y de eso se trata todo esto? ¿De sentirse bien? ¿De
sentirse vivo?
—Se trata, Tamara Herrán, de que dejemos de pensarlo tanto
y nos dejemos llevar. De que dejes tus miedos de lado y de
preocuparte por lo que se vendrá —dice—. De que dejes de hacerte
mil y una historias en la cabeza cada que haya un malentendido y
me preguntes qué ocurre. —Abro los ojos solo para darme cuenta de
la cercanía de su rostro—. Se trata de que vayamos un paso a la
vez. Todo se resuelve un paso a la vez. —Hace una pequeña pausa
—. No corramos cuando apenas hemos empezado a caminar.
—No quiero ser tu secreto. No quiero ser la otra.
—Yo tampoco tengo interés alguno en que lo seas, Tam. —
Gael susurra—. No vas a serlo. Y ya sé que lo dije antes, pero lo
repito por si no ha quedado claro: voy a arreglarlo todo.
—Pero…
—Te doy mi palabra —me interrumpe—. Hace unos meses te
aseguré que arreglaría la mierda que provoqué al dejar que se
publicaran las fotografías que nos tomaron en el McDonald’s,
¿recuerdas? —Esboza una sonrisa dulce que me atenaza el pecho
de manera dolorosa—. Ahora te pido que confíes en mí y me dejes
arreglar esto también.
Alivio, incertidumbre, miedo… ilusión. Todo se arremolina en
mi interior y es solo hasta ese momento, que me atrevo a descansar
la frente en su barbilla.
«No seas así de ingenua, Tamara», me reprime la vocecilla
insidiosa en mi cabeza, pero, de alguna manera, me las arreglo para
empujarla lejos. A ese lugar oscuro en el que guardo todo eso que
me hace daño.
—De acuerdo… —musito, finalmente, al cabo de unos largos
instantes, en un tono de voz apenas perceptible.
En respuesta, Gael envuelve sus brazos a mi alrededor y me
aprieta contra su cuerpo. Yo aprovecho para descansar el rostro en
el hueco entre su hombro y su cuello y, cuando la calidez de su
abrazo me anestesia el alma y los sentidos, susurra en voz baja:
—No voy a echarlo a perder, Tam. Lo prometo.
Capítulo 26
Ha pasado una semana desde la última vez que crucé palabra con
Natalia. Una semana en la que han pasado tantas cosas, que
apenas he tenido tiempo para procesarlas todas.
Para empezar, he regresado a clases. Y no es un regreso a
clases cualquiera: es el penúltimo último regreso a clases de mi vida.
Luego de este semestre, si todo sale como espero, estaré a nada de
graduarme y tener un título profesional para colgar en una pared que,
si todo sale acorde a lo planeado, nadie —a excepción del hombre
que se atreva a casarse conmigo— verá jamás.
Me he prometido a mí misma, que no voy a tontear como lo
hice en cursos pasados. Que voy a enfocar toda mi energía en
conseguir mejorar mi promedio —que en realidad no es malo— para
así graduarme sin tener que presentar una tesis.
Fernanda no ha dejado de decirme que debo dejar de
ilusionarme, que tendré que presentarla quiera o no, pero yo no
pierdo las esperanzas. Así me asignen un tutor para elaborarla; así
todo parezca indicar que no voy a poder evadirla, voy a intentarlo.
Siguiendo con la lista de cosas que esta semana han ido de
caóticas en peor, no he tenido oportunidad de ver a Gael. Ni siquiera
por asuntos de trabajo. Está a punto de cerrar un negocio muy
importante con una comercializadora internacional y sus horarios,
aunados a los míos —un poco más apretados por el regreso a clases
—, nos han impedido coincidir.
Pese a eso, no hay día que no sepa de él. Cada mañana
despierto con un mensaje suyo donde me da los buenos días, y cada
noche me voy a la cama luego de haber escuchado su voz, aunque
sea unos minutos.
En cuanto a la biografía se refiere, mis tiempos de escritura
han ido en mejora y la fluidez con la que he empezado a trabajar en
ella es tanta, que he alcanzado el punto en el que se siente como si
se escribiese sola.
No sé qué es lo que ha cambiado, pero ahora se siente fácil
sentarme a escribirla. Se siente sencillo encender el ordenador, abrir
el documento indicado y empezar a redactar algo respecto al hombre
al que últimamente no me puedo sacar de la cabeza.
Quiero pensar que es nuestra cercanía la que ha hecho un
cambio en mí. Que es el hecho de que ahora puedo comprenderlo un
poco más, lo que me hace poder escribir la historia de su vida sin
sentirme obligada a hacerlo.
He sido muy cuidadosa con ella. No he escrito absolutamente
nada respecto a los secretos que me confesó aquella noche en la
que me mostró sus tatuajes por primera vez. El tema de su pasado
—de su verdadero pasado— está fuera de mis límites.
Me niego a exponer siquiera un poco sobre él. De hecho, he
estado tan decidida a ayudarle a mantenerlo enterrado, que no he
dejado de manipular el texto para que todas las piezas de lo que me
ha contado embonen sin dejar cabida a dudas respecto a su vida en
general.
He, incluso, considerado la posibilidad de mandársela a Gael
para que la revise antes de mandársela al señor Bautista.
Fuera de eso, la escritura del proyecto ha fluido con tanta
naturalidad, que estoy segura de que, dentro de unos cuantos meses
más, estará terminado.
Aún me quedan cosas por preguntar y averiguar para poder
concluirla, pero, si todo sigue como ahora, la biografía de Gael
Avallone estará lista mucho antes del plazo estipulado.
—Ten mucho cuidado con lo que haces, Gael. —La voz de David
suena baja, entre dientes, como quien tratando de contenerse de
gritar—. Ten mucho cuidado con la manera en la que te expones esta
noche.
La postura del padre de Gael ha pasado de nerviosa a
amenazadora y, de manera instintiva, me escondo detrás del
imponente cuerpo del magnate. No puedo hacer otra cosa más que
esperar a que lo peor suceda ahora que hemos llamado tanto la
atención.
—El que debió haber tenido cuidado con lo que hacía, eras tú
—Gael escupe, pero ha bajado su tono, de modo que solo su padre y
yo podemos escucharlo—. No debiste involucrar a terceros en algo
que solo nos correspondía a nosotros.
—Gael, ahora no es tiempo para…
—¡Me importa una mierda si no es tiempo! —La voz de Gael
estalla con tanta violencia, que me encojo sobre mí misma porque
jamás lo había escuchado así de enojado—.¡Tú has decidido que
esto sea así! ¡Tú la metiste a ella en todo esto! ¡Ahora afronta las
consecuencias!
—¡¿Se puede saber qué coño estás haciendo?! —Alguien dice
en algún punto cercano y mis ojos viajan hacia la persona que se ha
acercado. Antonio Avallone aparece en mi campo de visión y se
interpone entre Gael y su padre, para luego mirarlos con gesto
horrorizado e iracundo—. ¡¿Estáis tratando de dejarnos en ridículo?!
La atención de Gael se posa en su hermano, pero no dice
nada. David tampoco pronuncia palabra alguna. Solo clava los ojos
en su hijo menor, y gesto contrariado e iracundo.
—Sea lo que sea que esté pasando, puede esperar —Antonio
escupe, en dirección a Gael, al cabo de unos minutos—.No puedes
dejarnos así delante de toda esta gente, Gael.
—¿Y a ti quién cojones te ha dicho que puedes meterte donde
no te llaman? —Gael espeta, luego de fijar su atención en su
hermano, y el gesto de este se contorsiona en una mueca furibunda.
—¡Estoy salvando tu maldita reputación, gilipollas! —Antonio
suelta, con brusquedad
—¡Hombre! ¡Qué considerado de tu parte!
—¡Basta ya! —David interviene y mira a sus dos hijos con
gesto airado—. Ahora no es tiempo para estas estupideces.
—Pues yo pienso que este es el momento perfecto para
aclararlo todo —Gael interviene—. Así que, de una vez te lo digo: si
no me dices ahora mismo qué coño está pasando y por qué has
involucrado a Tamara, acabo con tu maldita farsa.
La mandíbula de David se aprieta con fuerza y eso solo
consigue endurecerle el rostro.
Luce colérico ahora. Como si estuviese a punto de estallar.
Toma una inspiración profunda y deja escapar el aire con
lentitud antes de cerrar los ojos.
—Está bien —dice, al cabo de unos segundos—. Vamos a
hablarlo.
Gael asiente.
—Pero aquí no —David acota y noto como los hombros del
magnate se tensan.
—No pienso permitirte un solo segundo para inventarte alguna
excusa o justificación. Si no es ahora, no será nunca —Gael refuta y
la mirada de su padre se oscurece.
—Estás jugando con fuego —el señor Avallone advierte.
—Hace mucho que lo hago. —Gael esboza una sonrisa
amarga y mi estómago se estruja cuando noto la aspereza en su
tono.
Luego de eso, David deja escapar un suspiro largo y pesado.
—De acuerdo —dice, finalmente—. Vamos a un lugar más
privado y hablemos.
Gael asiente con brusquedad y David hace una seña en
dirección a uno de los meseros que rondan en el salón.
El chico se acerca a toda velocidad y se inclina hacia el señor
Avallone cuando este le indica a señas que lo haga. Palabras son
susurradas en el oído del mesero y, luego, este desaparece de mi
vista.
Al cabo de unos minutos, el mesero regresa y susurra algo en
dirección a David, quien hace una seña hacia Gael para indicarle que
lo siga.
Antonio, que aún no se ha marchado, hace ademán de
empezar a avanzar con ellos, pero su padre lo detiene con un gesto.
—Tú quédate aquí —pide —o más bien ordena— y, de
inmediato, Antonio se congela en su lugar.
El gesto descompuesto e indignado que esboza es tan propio
de su padre, que no puedo evitar compararlos y concluir que son la
misma persona, pero en distintas edades.
—Pero, papá…
—Antonio —la advertencia que destila David es tanta, que el
hombre en cuestión se queda quieto mientras su padre lo mira con
condescendencia—, por favor, quédate aquí.
Muy a su pesar, su hijo mayor asiente.
Luego de eso, Gael se gira sobre sus talones, me envuelve los
dedos alrededor del brazo y tira de mí con suavidad, de modo que
me coloca a su lado y empieza a caminar llevándome consigo.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —David sisea,
cuando se da cuenta de lo que hace su hijo menor, y este lo mira por
encima del hombro.
—Ella también tiene qué decirme qué está ocurriendo —Gael
espeta y el corazón se me cae hasta los pies.
Una protesta se construye en mis labios, pero muere en el
instante en el que, sin decir nada, el magnate coloca una mano en mi
espalda baja y empieza a avanzar empujándome suavemente.
Nos abrimos paso —siguiendo al mesero— por el amplio
pasillo que va desde salón hasta la recepción del hotel. Una vez ahí,
el joven nos guía hasta el otro lado de la estancia y nos lleva hasta
una habitación cuya entrada consiste en dos puertas inmensas.
La habitación que nos recibe en el instante en el que cruzamos
el umbral es enorme, pero me las arreglo para mantener la expresión
serena mientras paseo la vista por todo el espacio en penumbra.
Hay un montón de mesas y sillas apiñadas contra las paredes
del complejo. Eso le da la ilusión de ser aún más amplia de lo que en
realidad es.
Una vez ahí, el mozo enciende las luces del lugar y masculla
algo sobre estar allá afuera por si llegásemos a necesitar cualquier
cosa, para después desaparecer por la puerta por la que entramos.
Se hace el silencio.
David Avallone se encuentra de pie a pocos pasos de distancia
de donde me encuentro y tiene la vista clavada en su hijo menor.
Yo no me atrevo a mirar en dirección a Gael, pero puedo
percibir la tensión y la ira que irradia su cuerpo, aunque no estar
viéndole directamente.
—¿Y bien? —dice, al cabo de unos minutos de tortura
silenciosa.
—¿Por qué no le pides a ella que te lo cuente todo? —David
suena controlado y sereno cuando habla, pero la forma rígida en la
que hace un gesto en mi dirección me hace saber cuán nervioso se
encuentra.
—Porque quiero que me lo digas tú —Gael refuta.
Una sonrisa burlona y cruel se dibuja en los labios de David.
—Ella es la escritora. Seguro eso de inventarse chorradas le
sale mejor a ella que a mí —se burla y mi cuerpo se tensa en
respuesta.
—Tamara —la voz de Gael —furiosa y temblorosa debido a las
emociones contenidas— me eriza los vellos de la nuca—, ¿qué te ha
hecho esta basura de hombre?
—Sí, señorita Herrán. —El desafío que se filtra en el tono de
David no hace más que asegurarme algo: está amenazándome de
nuevo. Llegados a este punto, está bastante claro para mí que trata
de intimidarme para que no le cuente a Gael lo que ha estado
haciendo—. Cuéntele a mi hijo lo que esta basura de hombre que
soy le ha hecho.
Impotencia, miedo, incertidumbre… Todo se arremolina en mi
pecho y me hace difícil respirar.
—Está bien, Tam. —El tono dulce que el magnate utiliza me
sobrecoge por completo. Me llena el pecho de una sensación dulce y
dolorosa—. Puedes decirlo. No voy a permitir que te haga nada.
El nudo que empieza a formarse en mi garganta se aprieta
ante su declaración, y quiero creerle. Quiero creer que Gael de
verdad va a ser capaz de alejarme de la red que, cuidadosamente,
su padre ha tejido a mi alrededor.
«Ni siquiera es capaz de desafiarlo con el asunto de su
compromiso. ¿Crees que va a hacer algo para detenerlo? ¿Para
impedir que te trate como lo hace?», susurra la insidiosa voz en mi
cabeza, pero la empujo lo más lejos que puedo.
—Tam —Gael insiste y me obligo a encararlo—, por favor,
habla conmigo.
El hombre que pone mi mundo de cabeza está completamente
vuelto hacia mí. Su cuerpo está direccionado hacia donde yo me
encuentro, dándole la espalda a su padre, y sus ojos —suplicantes y
anhelantes— están fijos en los míos ahora.
Por un doloroso instante, se siente como si en esta habitación
solo nos encontráramos nosotros.
Aprieto los puños.
—Y-Yo…
Trago duro.
—Está bien —David interviene, justo cuando mi voz está
buscando su camino hacia afuera, y me detengo de golpe—. Si la
señorita Herrán no quiere hablar, lo haré yo.
La atención de Gael se posa en su padre.
Un brillo malicioso tiñe la mirada de David y genuino pánico
me atenaza las entrañas.
—Para ponértelo en palabras sencillas —dice, con aquel tono
condescendiente que, empiezo a creer, es permanente en su voz—:
Estoy al tanto de la aventura que mantenías con la señorita Herrán y
del poco respeto que le tenías a tu compromiso con Eugenia.
Los hombros de Gael se tensan y mi estómago cae en picada
ante todas las posibles reacciones que puede llegar tener.
—Yo, en el afán de hacer entrar en razón a la señorita aquí
presente, le pedí que se reuniera conmigo —David continúa—. Ya te
imaginarás la sorpresa que me llevé cuando se negó a alejarse de ti.
Cuando me pidió una compensación monetaria para dejarte
tranquilo.
Estoy a punto de protestar. Estoy a punto de replicar que eso
es una horrorosa mentira, cuando Gael escupe:
—Y pretendes que te crea, ¿verdad? —se burla, pero su voz
destila enojo y coraje—. Pretendes que te compre el papel de
caballero de blanca armadura, y que crea que no trataste de
chantajear a Tamara, así como chantajeas a todo el que te rodea.
—¡Te estoy diciendo la verdad! —David suelta y, por primera
vez desde que entramos a esta habitación, su tono se descompone
—. Esta muchachita es una vividora. Una aprovechada que lo único
que quiere es engatusarte para que le des todo lo que con tanto
trabajo has conseguido.
Una carcajada carente de humor abandona los labios del
magnate.
—¡¿Es que acaso crees que me chupo el dedo?! —Gael
estalla—. ¡De una puta vez dime con qué cojones le has amenazado!
¡Dime qué coño le has hecho o te juro que acabo con tu maldito circo
ahora mismo!
—¡Yo no le he hecho absolutamente nada! —David iguala su
tono—. ¡No estoy amenazándola! ¡Pregúntale! ¡Pregúntaselo a ella!
Gael se gira sobre sus talones para encararme y el gesto con
el que me recibe es tan desencajado como furibundo.
Por acto reflejo, doy un paso hacia atrás.
—Tamara, por favor, di algo —Gael suplica. Suena
desesperado. Al borde de la histeria—. Dime qué te ha hecho este
hijo de puta.
Sé qué es lo que realmente quieren decir sus palabras. En
realidad, lo que quiere preguntarme, es si lo que dice su padre es
cierto… Y duele. Duele mirar las preguntas implícitas en su mirada.
Duele mirar la angustia en su rostro.
Lágrimas inundan mis ojos y tengo que tragar un par de veces
para deshacerme del nudo que tengo en la garganta.
Sé que David espera que mienta. Que admita algo que nunca
ocurrió para que Gael se decepcione de mí. Y también sé que lo más
inteligente, es seguirle la corriente al hombre que ha amenazado con
destruir a mi familia hasta los cimientos… pero no puedo. No puedo
seguir así. No puedo seguir engañando a Gael de esta manera.
—Él arruinó el negocio de mi cuñado y el matrimonio de mi
hermana —digo, en un susurro tembloroso y apenas audible—. Dijo
que… —Trago, para eliminar el nudo de mi garganta—. Dijo que iba
a destruir a toda mi familia si no me alejaba de ti. Dijo que… —No
puedo continuar. No puedo decir nada más porque las lágrimas me
han alcanzado y el nudo en mi garganta no me permite emitir
ninguna clase de sonido.
Cierro los ojos y reprimo un gemido.
De pronto, no soy capaz de escuchar nada más que el sonido
de mi respiración dificultosa y los sollozos ahogados que se me
escapan. Entonces, cuando me atrevo a encarar al hombre que se
encuentra frente a mí, verdadero horror se asienta en mis huesos.
El gesto inexpresivo de Gael es tan aterrador como
preocupante. Tan frío como iracundo.
—Gael… —David habla, pero el magnate ya se ha girado
sobre sus talones y ha comenzado a acortar la distancia que los
separa.
Gael se apodera de las solapas del saco de su padre, y lo
empuja con fuerza contra una de las mesas cercanas a la entrada.
Un sonido horrorizado escapa de mis labios y un gemido
dolorido brota de la garganta de David.
—¡Gael! —medio grito, al tiempo que me acerco y trato de
apartarlos.
—¡Eres un desgraciado hijo de puta! —Gael espeta—¡¿Tan
pocos cojones tienes que involucras a terceros en tus putos juegos
de manipulación?! ¡¿Tan jodida es tu vida que tienes que arruinar la
de otros?! ¡¿No te basta con lo que le haces a tu propia familia?!
¡¿No es suficiente para ti, cabrón de mierda?!
—¡Gael, detente! —chillo, al tiempo que envuelvo mis manos
alrededor de uno de sus brazos.
—¡Ten mucho cuidado con lo que haces, Gael! ¡Atrévete a
ponerme un dedo encima y verás cómo te quito todo el apoyo que te
he dado! ¡Verás cómo todo por lo que has trabajado cae a pedazos
delante de tus ojos! —David refuta, pero suelta otro gemido de dolor
cuando su hijo lo aplasta con aún más brusquedad.
—A estas alturas, perder tu apoyo sería lo mejor que podría
pasarme —Gael responde, con la voz enronquecida por las
emociones.
—¡Gael, basta ya!
—Ten cuidado con lo que deseas —David sisea.
—No te tengo miedo —su hijo replica.
—Deberías hacerlo.
—¿Me estás amenazando? —Gael escupe.
—Estoy advirtiéndote.
—Hijo de puta —el magnate escupe con sorna, y alza un puño,
dispuesto a golpearlo.
—¡Gael! ¡No! —grito, pero él ya está listo para atestar contra el
rostro de su padre.
—¡Gael, detente ya! —Otra voz —una aguda, pero autoritaria
— llena mis oídos, y tengo que girarme sobre mi eje para
encontrarme de frente con la imagen una mujer que bien podría
doblarle la edad.
No me toma mucho tiempo reconocerla. Es la mujer que entró
al salón de eventos junto con la familia Avallone y, de inmediato, me
pregunto quién será: si la madre de Diana y Antonio, o la de Eugenia.
La mujer, sin ceremonia alguna, avanza a toda marcha en
dirección hacia donde nos encontramos.
—Basta ya, Gael. Sabes que no vale la pena. —La mujer
habla, pero Gael no se aparta ni un poco de su padre. Al contrario,
afianza su agarre con mayor intensidad.
—Gael, por favor… —suplico y noto cómo su mandíbula se
tensa.
—Atrévete a ponerme un dedo encima —David lo reta y, en
respuesta, su hijo lo empuja otro poco. La mesa cruje bajo el peso
impuesto, pero no da de sí.
—¡Gael, por el amor de Dios! ¡Para! —La mujer aprieta el
paso, de modo que termina instalada frente a Gael, justo a un lado
de la mesa contra la que somete a David. Su gesto alarmado y
preocupado no hace más que estrujarme el pecho, pero en realidad
no sé por qué lo hace. No sé por qué la angustia de esta mujer le
hace esto a mi sistema—. No vale la pena. Lo mejor que puedes
hacer es guardar la compostura.
Sostiene la cara de Gael entre sus manos y sacude la cabeza
en una negativa.
—Yo no te he criado de esta manera —dice y sus palabras
caen sobre mí como tractor demoledor, pero no es hasta ese
momento, que lo noto…
Los ojos ambarinos, el parecido en el color de cabello, el
semblante amable y ese «algo» que comparte la gente con sus
padres. Eso que no se puede describir a ciencia cierta, pero que ahí
está; latente en las facciones de cada persona. En las posturas de
cada uno de nosotros.
«Es su mamá».
En ese instante, un gruñido frustrado escapa de los labios del
magnate; pero, presa de un instinto aún más grande que el asesino
que ahora lo dominaba, se aparta de David.
El padre de Gael da un par de pasos lejos de su hijo y, una vez
que ha puesto distancia suficiente, comienza a alisarse las arrugas
del traje y a acomodarse las solapas del saco, el cuello de la camisa
y la corbata.
—Vas a pagar caro este altercado —espeta, en dirección a
Gael, para luego clavar su atención en mí—. En cuanto a ti —me
mira de pies a cabeza con repulsión—, lo mejor es que te vayas.
Lárgate de aquí antes de que olvide ser benevolente y acabe
contigo.
—Tamara no va a irse a ningún lado —Gael replica.
—Oh, claro que va a irse —David ríe—. Llamaré a seguridad si
no lo hace por las buenas.
—Si se va, yo me voy con ella —Gael responde.
David, recompuesto ahora, mira a su hijo de pies a cabeza.
—Si te marchas con ella, puedes olvidarte de nuestro
acuerdo… —David suelta, con aire sombrío y amargo—. Y de toda
mi ayuda.
En ese momento, el padre del magnate se encamina hacia la
salida del lugar sin dedicarnos un último vistazo.
Acto seguido, algo en la mirada de Gael —quien no ha dejado
de seguir a su padre con los ojos— cambia. Algo en él parece
encenderse y su semblante se torna diferente. Angustiado.
Eso es todo lo que necesito para saber que hay más de lo que
realmente sé de esta situación y que, ahora que conozco la manera
de actuar de David, debe ser algo importante. Algo con lo que, estoy
segura, está chantajeando a su hijo.
—Vámonos de aquí —Gael pronuncia, pero su rostro dice que
no quiere hacerlo.
—Gael —digo, con la voz enronquecida, al tiempo que poso mi
mano sobre uno de sus brazos para llamar su atención. Él, de
inmediato, me mira—. Quédate aquí.
Sé que estoy dejando que David Avallone gane una vez más.
Que, si me marcho, las cosas van a quedar inconclusas otra vez;
pero no puedo permitir que Gael tome una decisión de esta magnitud
en el estado de ánimo en el que se encuentra. Porque, si David está
amenazándolo con algo importante como estaba haciéndolo
conmigo, nunca voy a perdonármelo. Nunca voy a dejar de culparme
por el hecho de que me eligió a mí, por encima de algo que,
seguramente, es trascendental para él.
—No —el magnate refuta, tajante.
—Por favor —pido—, no compliques las cosas. Quédate aquí.
—Ya una vez puse mis intereses por encima de ti, Tamara. No
volverá a pasar.
—Tienes que ser prudente —suplico—. Por favor, quédate
aquí. Termina la noche como debes de hacerlo. Tú y yo podemos
hablar de esto luego.
—No, Tamara.
—La chica tiene razón, Gael —su madre interviene—. Sé
inteligente. No puedes tomar decisiones en el calor del momento. Y,
por mucho que yo no esté de acuerdo con este circo, lo mejor que
puedes hacer es acabar la noche y pensar cuidadosamente cómo
vas a actuar respecto a lo que sea que esté ocurriendo.
Gael se gira para encararme y la angustia que noto en su
mirada es tan abrumadora como el tropiezo que da mi corazón
cuando, con los nudillos, acaricia mi mejilla.
—¿Por qué no me lo dijiste? —dice, torturado.
—Tenía miedo. —Me sorprende lo vulnerable que sueno. Lo
aterrorizada y aliviada que me escucho.
—No habría permitido que te hiciera daño —asegura y
lágrimas nuevas se acumulan en mis ojos—. No hay nada qué
temerle a ese hijo de puta.
—No tenía miedo de él —digo, con un hilo de voz.
—¿Entonces? ¿A qué le temías?
—A decírtelo todo y que… —Me quedo sin aliento y tengo que
detenerme un segundo antes de continuar—: Y que decidieras
ponerte de su lado.
Genuino dolor atraviesa su rostro.
—Tamara, jamás me pondría de su lado.
—Te manipula a su antojo. —No pretendo que mis palabras
suenen como un reproche, pero lo hacen—. ¿Cómo creer que ibas a
ayudarme cuando haces todo lo que te pide?
La mirada de Gael se clava en mí casi al instante.
—¿Desde cuándo? —pregunta, y sé que habla sobre el
momento en el que su padre empezó a chantajearme.
—Desde hace tanto que no puedo recordar exactamente
cuándo empezó.
—Tamara, lo siento tanto… —Su voz se quiebra de tal modo
que, de no estar viéndolo a la cara, creería que está a punto de
echarse a llorar.
—No pasa nada —digo, y me sorprende escuchar cuán
temblorosa e inestable sueno.
Gael está a punto de responder. Sus labios se han abierto para
pronunciar algo, pero no llega a decir nada porque las puertas dobles
de la estancia se abren y uno de los meseros se adentra con aire
avergonzado.
—Disculpe, señor, pero me han mandado a buscarlo —dice el
chico—. Están a punto de abrir la pista de baile y su prometida lo
espera para bailar la primera canción.
Una punzada de dolor me atraviesa, pero me las arreglo para
lucir serena cuando poso mi atención en Gael una vez más.
—Anda. Ve —digo—. Yo iré a casa.
—No. —Gael niega con la cabeza—. Me rehúso a dejarte ir
una vez más.
—No estás dejándome ir —digo, al tiempo que esbozo la mejor
sonrisa que puedo—. Hablaremos de esto luego.
—Mañana —Gael pide.
—Mañana —le aseguro.
En respuesta, asiente.
—Le pediré a Almaraz que te lleve.
—No es necesario —insisto—. Pediré un Uber.
—Tam…
—Gael, estaré bien. Pediré un Uber e iré a casa —lo
interrumpo, antes de que pueda quejarse una vez más sobre mi toma
de decisiones.
—Estoy tan paranoico ahora mismo, que me aterra pensar que
mi padre puede estar planeando hacerte algo en el trayecto a tu casa
—Gael admite y, muy a mi pesar, esbozo una sonrisa un poco más
sincera. Llena de humor.
—Estaré bien —digo—. Te mandaré un mensaje en cuanto
llegue.
—Vas a acabar con mis nervios, Tamara —dice, con
frustración—. Por favor, llámame en el instante en el que pises tu
apartamento.
Asiento.
—Lo haré —aseguro y él toma una inspiración profunda antes
de posar su atención en su madre, quien nos mira a una distancia
prudente.
—¿Vamos? —pregunta en su dirección, pero ella niega.
—Ve tú —dice—. Yo acompañaré a la chica hasta que su
coche de servicio esté aquí. —Le guiña un ojo—. Me aseguraré de
que suba sana y salva.
Algo cálido se apodera de la mirada de Gael y una punzada de
algo dulce se apodera de mi pecho con su declaración.
—Gracias —Gael le dice a su madre y posa su atención en mí
para decir—: Nos vemos mañana, ¿verdad?
No me pasa desapercibido lo anhelante de su mirada y mi
pecho se calienta solo por ese motivo.
—Nos vemos mañana, Gael —digo y acorta la distancia que
nos separa para besarme en la mejilla.
Acto seguido, me deja ir y se echa a andar en dirección a la
salida del salón vacío.
Capítulo 38
Román Bautista
Publisher, CEO & Founder
EDÉN EDITORIAL
Román Bautista
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Román Bautista
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Estoy agotada.
He tenido un día horriblemente ajetreado, así que, en el
instante en el que pongo un pie en mi habitación, me lanzo sobre mi
cama y me quedo así, barriga abajo, con la cara enterrada en la
almohada.
Un suspiro largo brota de mis labios cuando la paz y el silencio
me llenan el cuerpo, y es solo hasta ese momento que me giro sobre
mi espalda para quedar cara arriba sobre el mullido colchón
individual.
El ritmo de mi nueva rutina está acabando conmigo y, al mismo
tiempo, estoy tan llena de ilusiones y expectativas, que no puedo
dejar de sonreír como idiota al pensar en la montaña de tarea que
me espera para esta noche.
Es mi primera semana de clases luego de mucho —muchísimo
— tiempo, y el ir y venir por todo el campus de la universidad, no ha
hecho más que aturdirme y exprimirme todas las fuerzas.
La última vez que pisé un aula de clases, fue hace un poco
más de siete meses; antes de que todo se fuera al caño con la
publicación del libro que no debí haber escrito en primer lugar.
Luego de haber abandonado el semestre escolar faltando unas
cuantas semanas antes de acabarlo —justo como mis padres
sugirieron—, y de haber resuelto —o algo por el estilo— el caos que
era mi vida, decidí internarme en un hospital psiquiátrico; donde pasé
alrededor de cuatro meses.
Cuatro meses que se me antojaron eternos y, al mismo tiempo,
insuficientes hasta cierto punto. Y no lo digo porque crea o sienta
que no sirvió de nada el haber estado en ese lugar; sino porque, en
la comodidad de las paredes de ese sitio, el mundo exterior se siente
como una jungla peligrosa. Algo para lo que nunca voy a sentirme
del todo preparada.
Tuve que armarme de valor para decidirme a enfrentar a la
realidad una vez más y, desde entonces, todo lo que he hecho se
siente como un logro.
Emocional y mentalmente estoy en un lugar más tranquilo y
estable. La compañía de mis padres, Natalia y Lucía —la pequeña
niña que tuvo como producto de su relación con Fabián—, me han
llenado los días de sonrisas y ligereza. Me han llenado la vida de
posibilidades, expectativas, energías y sueños renovados.
Gracias, Genesis, Majo, Tania, Mary, Nair, Monse, Nadia, Abi; por
siempre escucharme hablar horas y horas sobre los mundos que me
invento a diario en la cabeza. Así sean las tres de la madrugada, sé
que siempre están ahí para escucharme divagar y leer los
desastrosos primeros borradores que hago. Las adoro, pero ustedes
ya lo saben, ¿verdad?...
Los agradecimientos especiales son para Ana, Tati y Liz, por sus
ánimos, su cariño, su infinita ayuda y su amistad. Las atesoro y las
quiero con mi vida.