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VIRTUD, FELICIDAD Y RELIGIÓN

EN LA FILOSOFÍA MORAL DE KANT


INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS

Colección: Filosofía Moderna


FAVIOLA RIVERA CASTRO

VIRTUD, FELICIDAD Y RELIGIÓN


EN LA FILOSOFÍA MORAL DE KANT

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS
México 2014
B2799.V5
R58 Rivera Castro, Faviola, autora.
2014 Virtud, felicidad y religión en la filosofía moral de Kant / Faviola
Rivera Castro — Primera edición.
322 páginas — (Colección Filosofía Moderna)
ISBN 978–607–02–4788–0

1. Kant, Immanuel 1724–1804. 2. Virtud. 3. Felicidad. I. Título.


II. Serie

Cuidado de la edición: Leonardo Castillo Medina


Formación tipográfica: Eloísa Escalante González

Primera edición: 30 de julio de 2014


D.R. © 2014 Universidad Nacional Autónoma de México

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio


sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS


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Impreso y hecho en México
ISBN 978–607–02–4788–0
Para Fer
MÉTODO DE CITACIÓN DE LAS OBRAS DE KANT

Siguiendo el uso establecido, en las referencias a las obras de


Kant se citan primero el volumen y la página de Kants gesammelte
Schriften (Academia Alemana de Ciencias, Berlín) seguidos por
la página en la traducción castellana. En el caso de la primera
Crí­tica, los números corresponden a la paginación de la prime­-
ra (A) y segunda ediciones (B).

A Antropología en sentido pragmático (Anthropologie in prag­


matischer Hinsicht abgessat, 1798)
C 1 Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft; 1a. ed.,
1781; 2a. ed., 1787)
C 2 Crítica de la razón práctica (Kritik der praktischen Vernunft,
1788)
C 3 Crítica del discernimiento (Kritik der Urteilskraft, 1790)
F Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Grund­
legung zur Metaphysik der Sitten, 1785)
IHU Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (Idee
zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht,
1784)
LE Lecciones de ética (Eine Vorlesung Kants über Ethik, 1775–
1781)
MC La metafísica de las costumbres (Die Metaphysik der Sitten,
1797)
O ¿Cómo orientarse en el pensamiento? (Was heißt: sich im Den­
ken orientieren?, 1786)
PIHH “Probable inicio de la historia humana” (“Mutmaßli-
cher Anfang der Menschen Geschichte”, 1786)
8 citación de las obras de kant

PMDD Principios metafísicos de la doctrina del derecho (Metaphysi­


sche Anfangsgründe der Rechtslehre, 1797)
PMDV Principios metafísicos de la doctrina de la virtud (Metaphysi­
sche Anfangsgründe der Tugendlehre, 1797)
PP Sobre la paz perpetua (Zum ewigen Frieden, 1795)
R La religión dentro de los límites de la mera razón (Die Religion
innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, 1793)
SDMF “Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía”
(“Über ein vermeintes Recht, aus Menschenliebe zu lü-
gen”, 1797)
T “Sobre el fracaso de todas las tentativas filosóficas en la
teodicea” (“Über das Mißlingen aller philosophischen
Versuche in der Theodicee”, 1791)
TP “En torno al tópico ‘Tal vez eso sea correcto en teoría,
pero no sirve en la práctica’” (“Über den Gemein­
spruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber
nicht für die Praxis”, 1793)
INTRODUCCIÓN

Con frecuencia se piensa que la ética kantiana tiene muy poco


que ver con la aspiración a la felicidad. Los deberes morales,
según Kant, son categóricos, lo cual significa que no cabe subor­
dinarlos a ninguna otra consideración de utilidad o convenien­
cia. Debemos hacer lo que la moral exige independientemente
de las consecuencias. En caso de que haya algún conflicto con
la búsqueda de la felicidad, ésta debe dejarse de lado en aras de
cumplir con el deber moral. Tal conflicto es posible, ya que Kant
suscribe la concepción moderna de la felicidad como bie­nestar
o satisfacción de los deseos e inclinaciones. De acuerdo con esa
concepción, la moral y la felicidad son bienes heterogéneos, de
modo que es perfectamente concebible que una persona vir­
tuosa sea infeliz y que una persona feliz sea inmoral. El de­ber
mo­ral se funda en la autonomía de la razón, es universal e incondi­
cionado, mientras que las concepciones de la felicidad se basan
en sentimientos e inclinaciones particulares, son diversas y su
procuración está condicionada a su conformidad con la moral.
Si bien la oposición entre la moral y la felicidad resulta fami­
liar a los lectores de Kant, no deja de resultar inquietante. Los
seres humanos naturalmente nos interesamos en la satisfacción
de nuestros deseos, en la realización de los fines que nos propo­
nemos y, en general, en vivir de manera agradable. Si la moral
no incorpora esa aspiración natural y, más aún, exige su comple­
ta subordinación en cualquier circunstancia, se podría objetar
que, así concebida, la moral plantea exigencias que difícilmente
podemos satisfacer. Muestra de ello es la tendencia co­mún a jus­
tificar excepciones al cumplimiento de deberes perfectamente
10 introducción

ordinarios, como cumplir las promesas y los acuerdos, en aras


de satisfacer los deseos e intereses particulares. El problema
no es la mera transgresión del deber moral, lo cual también es
usual, sino la pretensión de justificar su subordinación a consi­
deraciones de conveniencia o utilidad. Kant lo reconoce explí­
citamente y se refiere a esta tendencia como una dialéctica na­
tural. A lo largo de su obra, señala que la aspiración natural a la
felicidad constituye el obstáculo principal para la práctica de
la autonomía.
Al mismo tiempo, sin embargo, concibe la moralidad como
“la dignidad de ser feliz”, lo cual significa que quien actúa mo­
ralmente merece ser feliz. Por lo común, los intérpretes dejan
de lado este aspecto de la filosofía moral kantiana porque pare­
ce “contaminar” o amenazar la práctica de la autonomía. Parece­
ría que se abre la puerta a la tentación de actuar moralmente
con miras a la obtención de felicidad. Si sabemos que la virtud
debe tener como consecuencia la felicidad, puede que no valo­
remos la virtud por sí misma. Aunque podría haberse equivoca­
do al respecto, está claro que Kant pensaba que ello no es así, ya
que a lo largo de su obra reitera esta relación de merecimiento.
De acuerdo con él, la aspiración a la felicidad es uno de los in­
tereses irrenunciables de la razón, por lo que debe encontrar
acomodo en una concepción racionalista de la moral. Puesto
que la razón exige la absoluta subordinación de esa aspiración al
deber moral, la postura de Kant es que al actuar moralmente se
gana el derecho a ser feliz.
La alternativa con la que Kant estaba muy familiarizado es
fundar la moral en la felicidad o en la utilidad. De acuerdo con
David Hume, en particular, la virtud se funda en la felicidad tan­
to propia como ajena y conduce a ella, ya que las virtudes son
cualidades que, desde un punto de vista general, juzgamos agra­
dables o útiles para nosotros mismos o para los demás. En la ac­
tualidad, la alternativa a la ética kantiana de la autonomía sigue
siendo el utilitarismo, según el cual la moral exige maximizar la
felicidad, satisfacción o utilidad del mayor número de personas.
En profundo desacuerdo con Hume y el eudaimonismo en ge­
neral, uno de los propósitos centrales de Kant es mostrar que la
moral no puede fundarse en la felicidad o en la utilidad. La ma­
nera en que lo expresa es que el principio de la felicidad o del
introducción 11

amor propio no puede servir de principio supremo de la moral.


Ello no significa, sin embargo, que el interés en la felicidad se
deje de lado en la ética de la autonomía.
El propósito central de este libro es examinar la relación en­
tre la moral y la felicidad en la ética de Kant. En específico, me
interesa examinar la posibilidad de que el carácter categórico
de la moral dependa de su congruencia con el interés en la feli­
cidad, la cual queda expresada en la relación de merecimiento.
Por “congruencia” quiero decir que se pueda afirmar el princi­
pio moral desde la perspectiva del interés en la felicidad, de
modo que, si ello no es posible, se ve socavada la autoridad del
principio. De acuerdo con esto, la justificación del carácter ca­
tegórico de la moral no puede estar completa a menos que se
muestre tal congruencia. Si esto último es imposible, se abre la
posibilidad de rechazar los mandatos del deber desde la pers­
pectiva de la felicidad. La relación de merecimiento implícita
en el deber moral, tendría el propósito de cerrar esta vía.
La justificación del principio moral, como Kant la concibe,
comprende dos aspectos: por un lado, mostrar que el principio
no se deriva de la experiencia, sino que tiene su origen a priori en
la razón, y, por el otro, mostrar que puede motivarnos a la acción.
Él insiste en que el principio tiene que ser a priori si ha de ser
categórico o incondicionado, ya que todo principio de acción
derivado de la experiencia sería hipotético respecto de tal expe­
riencia, es decir, estaría condicionado por ella. La prueba del
origen a priori del principio moral, sin embargo, no constitu­ye
su justificación completa, también es preciso mostrar que pue­de
motivarnos a la acción, ya que se trata de un principio práctico.
Kant ofrece argumentos, que se analizarán en este libro, encami­
nados a mostrar que somos capaces de dejar de lado el in­terés
en la propia satisfacción o conveniencia cuando la moral así lo
requiere. No obstante, al mismo tiempo reconoce que la aspi­
ración de alcanzar la felicidad es un interés irrenunciable. Por
ello, no debe ser tan sorprendente que el establecimiento del
poder motivacional de la moral categórica suponga la congruen­
cia de esta última con la aspiración a la felicidad. Si el interés en
la felicidad se deja de lado, aparece la amenaza de escepticismo
moral, la cual se plantea si resulta que el princi­pio moral no tie­
ne un origen a priori, pero también si resulta que no puede mo­
tivarnos a la acción.
12 introducción

Si concedemos que, de acuerdo con Kant, la moral conlleva


la dignidad de ser feliz, no debe resultar sorprendente que en
el “Canon” de la Crítica de la razón pura y en la “Dialéctica” de la
Crítica de la razón práctica sostenga que el bien completo no pue­
de ser sólo la virtud, sino que debe incluir también la felicidad
en proporción a la virtud. En general, los lectores se sorpren­
den de que, tras haber insistido en la heterogeneidad de ambos
bienes y en la total subordinación de la aspiración a la felicidad
personal a la práctica de la virtud, Kant los reúna en su doctrina
del bien supremo. Sin embargo, quienes se sorprenden han
perdido de vista que, a lo largo de su obra, él se ha referido a la
moral como la dignidad de ser feliz. Si tomamos eso en cuenta,
el propósito de la doctrina del bien supremo no puede ser reu­
nir la virtud y la felicidad proporcional a ella, porque ya se en­
contraban unidas a través de la relación de merecimiento. En
rea­lidad, el propósito de esta doctrina es explicar cómo se pue­
de concebir la posibilidad de que cada quien, en efecto, obten­
ga la felicidad que merece. Aunque esta doctrina ha recibido
ob­jeciones importantes, me interesa señalar que no lleva a cabo
la reunión conceptual de la virtud y la felicidad, sino que la pre­
supone. La doctrina del bien supremo completa la doctrina mo­
ral al explicar cómo es posible la felicidad proporcional a la
virtud. Se puede estar en desacuerdo con esta doctrina, pero
esto no elimina la relación de merecimiento entre la virtud y la
felicidad.
La doctrina del bien supremo ha sido muy impugnada porque
sostiene que la posibilidad de obtener la felicidad proporcional
a la virtud no puede demostrarse sino que sólo puede ser objeto
de cierto tipo de fe religiosa racional. La doctrina efectúa la tran­
sición de la moral a la religión dentro de los límites de la mera
razón. Por ello, con frecuencia se objeta que Kant reúne la vir­
tud y la felicidad proporcional a ella en el bien supremo con el
fin de llevar a cabo tal transición. Como acabo de señalar, esto
último no puede ser correcto, ya que el bien supremo presupone
la unión de ambas a través de la relación de merecimiento. No
obstante, aunque se acepte este presupuesto, todavía cabe im­
pugnar la doctrina del bien supremo y, con ella, la transición a
la religión racional. De acuerdo con esta doctrina, es necesario
pos­tular la existencia de un ser supremo garante de la distribu­
ción de la felicidad en proporción a la moralidad. Ello se debe
introducción 13

a que, como veremos, carecemos de las facultades necesarias


para asegurar la justa correspondencia entre la felicidad y la
virtud. La realización del bien supremo no está en nuestro po­
der ni siquiera si suponemos el mayor de los esfuerzos y la me­
jor de las intenciones de la humanidad en su conjunto. Kant
aclara que la existencia de tal ser supremo no se puede demos­
trar y que creer en ella no es un deber. No obstante, ofrece argu­
mentos encaminados a mostrar la racionalidad de la convicción
religiosa de que tal ser supremo existe. Además de que es­tos ar­
gumentos parecen estar dirigidos a quienes ya afirman una fe se­
mejante para asegurarles la racionalidad de su convicción, el pro­
blema principal es que el tipo de felicidad que cabría esperar a
manos de un ser supremo parece no tener nada que ver con la
satisfacción de las inclinaciones en el mundo en que vi­vimos,
aunque se trate sólo de las inclinaciones de una persona virtuosa
y, por ello, sean consistentes con la moral. Si se dice que sólo
cabe esperar tal recompensa en una vida futura, el problema se
agrava. Por ello, tampoco debe resultar sorprendente que mu­
chos lectores hagan caso omiso de la doctrina del bien supremo
y elijan quedarse con un imperativo categórico desvinculado
del interés en la felicidad y de la fe religiosa racional.
Paradójicamente, uno de los atractivos de la filosofía moral
kantiana en la actualidad es que funda la moral categórica en la
autonomía de la razón con independencia de cualquier supues­
to religioso. Por eso, cuando Kant afirma que la moral conduce
a la religión, los lectores interesados en la autonomía se quedan
perplejos. La reacción natural es suponer que la fe religiosa es
un elemento ajeno a la autonomía y que su introduc­ción se basa
en argumentos cuestionables. Se trata de un paso que con fre­
cuencia resulta sorprendente y provoca mucha hos­ti­­li­dad, sobre
todo si tomamos en consideración que la gran crí­­ti­­­ca ra­cionalis­
ta contra la teología tradicional se encuentra en la Crí­ti­­ca de la
ra­­zón pura. Tras haber probado la futilidad de los ar­­gu­men­­tos ra­
cionalistas a favor de la existencia de Dios, la in­mor­­­talidad del
alma y la realidad de la libertad, Kant parece rein­­troducir la reli­
gión por la puerta trasera. Tras haber emitido el famoso vere­
dicto de que no podemos tener conocimiento de que Dios exis­
te, de que el alma es inmortal y de que somos libres, pa­rece
claudicar al sostener que la fe religiosa es un componente de la
actitud moral.
14 introducción

Con pocas excepciones, esta transición a la religión racional


tampoco es bienvenida por los partidarios de las religiones ac­
tuales. Se trata de una religión muy racionalizada, que consiste,
sobre todo, en la práctica de la autonomía. Según Kant, la razón
permite el derecho de creer en un ser supremo, al tiempo que
cierra la puerta a la superstición, al fetichismo y al fanatismo.
Las creencias en poderes sobrenaturales que con frecuencia se
atribuyen a personas, objetos y prácticas se consideran irracio­
nales y perjudiciales para la autonomía. Ello incluye, por ejem­
plo, la creencia en supuestas autoridades intermediarias; las
creencias en los milagros; el supuesto de que es posible influir
al ser supremo a través de prácticas como los rezos, las peni­
tencias o los encierros; la atribución de poderes sobrenaturales a
imá­genes u objetos; la convicción de que prácticas individuales
o co­lectivas pueden complementar o hasta reemplazar la prácti­
ca de la autonomía. Este tipo de religión racional excluye todo
tipo de humillación de la propia persona por ser inconsistente
con el respeto hacia uno mismo, así como también a todo tipo
de supuestas “autoridades” morales por ser incompatibles con
la autonomía. Al centrarse en la práctica de la autonomía, la re­
ligión dentro de los límites de la mera razón termina por califi­
car de irracional y perjudicial a la gran mayoría de las prácticas
religiosas.
El punto que me interesa señalar, sin embargo, es que si se
re­chaza la alternativa de postular la existencia de un ser supre­
mo, no se ve de qué manera es posible el bien supremo, y esto,
según Kant, socava la validez de la ley moral. La razón es que tras
haber caracterizado la moral como la dignidad de ser feliz, es ne­
­ce­­sario mostrar cómo se puede concebir la posibilidad de que
cada quien obtenga la felicidad que merece; de otro modo, re­
sul­­ta que la moral exige la realización de algo imposible. La di­
fi­cultad en la teoría del bien supremo no es otra sino cómo ha­
cer congruen­te la moral categórica con la aspiración a la felicidad
a través del concepto de merecimiento. Sin la posibilidad de tal
congruencia, como mencioné, se presenta la amenaza de escep­
ti­­cismo sobre el carácter categórico de la moral.1 Si no se vis­

1
Frente a este escenario, los partidarios de la ética kantiana de la autonomía
se han inclinado por rechazar la relación de merecimiento entre la moral y la
introducción 15

lumbra una solución a este problema, la alternativa que se abre


es abandonar la concepción de la moral como la dignidad de
ser feliz, y esto puede llevar a cuestionar su carácter categórico.
El segundo propósito de este libro es servir de comentario
crítico a la filosofía moral de Kant. A lo largo de él examino la
manera en que Kant concibe la felicidad, sus argumentos para
establecer la necesidad racional de subordinarla absolutamente
a la moralidad, así como su propuesta para realizar ambas en la
doctrina del bien supremo. Con el fin de que el trabajo sea de
utilidad como comentario crítico, sigo el orden de exposición
de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres porque es el
que resulta más accesible y mejor conocido por los lectores de
Kant. De acuerdo con ese orden expositivo, explico sus argumen­
tos centrales en la Crítica de la razón práctica, así como elemen­tos
de La metafísica de la costumbres y de la Religión dentro de los límites de
la mera razón. La mayor parte del trabajo está dedicada a la expli­
cación y discusión de los conceptos centrales de moralidad y fe­
licidad. Examino la relación de merecimiento que los vincula en
el capítulo final, donde discuto la doctrina del bien supremo.
En el capítulo I explico la concepción de la filosofía moral en
la que se basa la manera de proceder en la Fundamentación, la
cual consiste en tomar como punto de partida conceptos mora­
les ordinarios, como el de “buena voluntad”. Aquí presento la
teoría del valor moral que encontramos en el primer capítulo
de esa obra. A diferencia de las explicaciones comunes en los es­
tu­dios al respecto, considero que es importante entender esa teo­
­ría a la luz de la tesis desarrollada en la segunda Crítica, según la
cual la primera formulación del principio moral no puede ser
material, sino formal. De otro modo resultaría difícil enten­-
der por qué Kant afirma que el valor moral no puede residir en
el propósito de la acción. Como veremos, esta tesis equi­vale a la

felicidad, aunque no necesariamente rechazan la necesidad de mostrar algún


tipo de congruencia entre ambas. Las interpretaciones políticas del reino de
los fines se encaminan hacia esta dirección en la medida en que pretenden ha­
cer posible su realización por medios exclusivamente humanos, aunque aban­
do­nan la tesis de la relación de merecimiento. Se supone que si todos actuaran
moralmente, se removería uno de los mayores obstáculos para la felicidad, aun­
que ésta no se podría asegurar plenamente.
16 introducción

afirmación de que el principio de la felicidad, por ser material,


no puede servir de principio supremo de la moral.
En el capítulo II me ocupo del principio de la felicidad. Pues­
to que Kant lo presenta en la Fundamentación como un tipo de
imperativo hipotético, me detengo en la explicación de ese tipo
de imperativos en contraste con los categóricos. También explico
cómo cambia la concepción del principio de la felicidad en la
segunda Crítica. Mientras que en la Fundamentación el principio
de la felicidad es un imperativo hipotético a cuya luz es imposi­
ble desafiar la autoridad suprema del categórico, el principio de
la felicidad se presenta en la segunda Crítica como un principio
que no es un imperativo y que constituye el único desafío a esa
autoridad.
Los tres capítulos siguientes están dedicados a las tres formu­
laciones del imperativo categórico que se encuentran en la Fun-
damentación. Siguiendo el orden de exposición de esa obra, en
el capítulo III me ocupo de la fórmula de la ley universal de la
na­turaleza. A diferencia de otras interpretaciones, considero
que la “fórmula de la ley universal de la naturaleza” es la prime­
ra fórmula que nos permite derivar deberes del imperativo. Dis­
cuto varias interpretaciones que se han propuesto de la prue­ba
de universalización, a saber, la lógica, la teleológica y la práctica.
Tras examinar las dificultades con cada una, desarrollo mi pro­
pia interpretación a la que denomino “lógica revisada”. Señalo
que la prueba de universalización no se debe entender en fun­
ción de la posibilidad de un acuerdo racional.
En el capítulo IV paso a la segunda fórmula del imperativo ca­
tegórico, la de la humanidad, según la cual debemos tratar a ésta
siempre como fin y nunca como mero medio. Explico por qué, si
bien la humanidad se debe tratar como fin, no es un fin que haya
que realizar o producir, sino de un objeto de res­peto que le im­
pone límites absolutos a nuestras acciones. En con­traste con una
interpretación que ha sido muy influyente en los estudios sobre
el tema, señalo que la razón por la cual debemos tratar a la hu­
manidad como un fin en sí mismo no es que sea la fuente del
valor, sino que, en tanto naturaleza racional, es la fuente de la ley
moral. Este punto, sin embargo, resulta claro sólo hasta la terce­
ra fórmula del imperativo, de la cual me ocupo en el capítulo V.
introducción 17

Según la fórmula del reino de los fines, debemos actuar se­


gún leyes universales para un mundo moral concebido como
un reino de los fines. Kant sostiene que esta tercera fórmula del
imperativo categórico constituye una síntesis de las dos ante­
riores y ofrezco mi interpretación de por qué ello es así. En esta
fórmula se introduce el concepto de autonomía, ya que, según
Kant, el imperativo sólo puede ser incondicionado si la razón
sola lo legisla. Así pues, la autonomía se concibe en términos
mo­­rales, es decir, como la idea de una conducta que se rige per­
fectamente según el principio que la razón se da a sí misma.
Ex­­plico cómo difiere esta concepción de la que es común en el
discurso liberal contemporáneo, en el cual la autonomía se en­
tiende como la capacidad de autodeterminación, es decir, como
la capacidad para elegir los propios fines. En la concepción kan­
tiana, en cambio, lejos de ser una mera capacidad, la autonomía
es un ideal de conducta: la buena voluntad es lo mismo que la
voluntad autónoma. Asimismo, explico que la idea del reino de
los fines se debe distinguir de las interpretaciones políticas, libe­
rales en específico, que se han hecho de ella. A diferencia de
este tipo de lecturas, considero que el reino de los fines es una
idea ética que, además, anticipa el bien supremo. En la parte
final del capítulo examino la postura de Kant en el ensayo “So­
bre un presunto derecho a mentir por filantropía”, y explico por
qué es la única posición correcta a la luz de su teoría moral.
En el capítulo VI abordo el difícil tema de la fundamentación
del principio moral. Una dificultad notoria para la interpre­ta­
ción de los argumentos que Kant ofrece es que en la segunda
Crítica parece cambiar radicalmente los que había desa­rrollado
en la Fundamentación. Mientras que en ésta plantea la necesidad
de ofrecer una “deducción” de la ley moral, en aquélla afirma que
tal deducción es imposible e innecesaria. El cambio fundamen­tal
consiste en que, mientras en la primera obra asumió que era
posible ofrecer una deducción del principio moral paralela a la
deducción de los conceptos puros del entendimiento, en la se­
gunda Crítica explica que eso no es posible ni necesario por las
diferencias entre el uso teórico y el práctico de la razón. Ello no
implica que abandone aquello que había logrado en la Fundamen-
tación, sino que realiza una revisión del tipo de argumento que
ha­bía ofrecido. De acuerdo con el uso práctico de la razón, Kant
18 introducción

sostiene en la segunda Crítica que la única ruta de acceso a la


libertad es a través de la ley moral, la cual es el fundamento del
imperativo categórico.
En el capítulo VII me ocupo de la teoría de la virtud. Aunque
en los estudios contemporáneos sobre filosofía moral es común
atribuir a Kant una indiferencia casi total hacia este concepto,
el problema en realidad es que, a diferencia de los partidarios
ac­tua­les de las éticas de la virtud, él niega la posibilidad de ar­
moni­zar las exigencias morales con los sentimientos que expe­
rimentamos. De acuerdo con su teoría moral, ésta nos plantea
exi­gencias que inevitablemente entran en conflicto con los sen­
timientos que se presentan de manera natural en sociedad, de
modo que el conflicto es intrínseco a la virtud. Asi­mis­mo expli­
co por qué es necesaria la transición del principio moral al prin­
cipio supremo de la virtud. De acuerdo con la teoría kantiana,
el principio moral es válido para todos los seres racionales. Sin
embargo, para que pueda orientar la conducta de se­res que,
como nosotros, están dotados de la facultad de receptividad cu­
yas formas son el tiempo y el espacio, el principio necesita for­
mularse de modo que capture esos aspectos. Si bien el principio
moral exige la perfección moral, sólo podemos aproximarnos a
ella a lo largo del tiempo. Desarrollo, por ello, la tesis de que en
su doctrina de la virtud Kant formula los deberes mo­rales en tér­
minos de máximas de fines morales a realizar o producir en el
tiempo.2 La virtud consiste, precisa­mente, en el progreso cons­
tante hacia la inalcanzable perfección moral.
Por último, en el capítulo VIII examino la relación entre la
moral y la felicidad. Como mencioné antes, Kant concibe la mo­
ralidad como la dignidad de ser feliz, pero a lo largo de sus es­
critos morales no explica claramente por qué. Cuando por fin se
ocupa del tema en la doctrina del bien supremo, no le interesa
justificar la relación de merecimiento, sino explicar cómo se
puede concebir que cada quien pueda obtener la felicidad que
merece. Aquí explico cuáles podrían ser las razones para tal re­
lación de merecimiento, así como los argumentos que conducen
a la postulación de la existencia de Dios y de la inmortalidad del

2
Como también explico en ese capítulo, la dimensión espacial cobra rele­
vancia en La doctrina del derecho, pero no me ocupo de ello en este libro.
introducción 19

alma. Kant sostiene que estas ideas no pueden ser objeto de co­
nocimiento, pero sí lo pueden ser de una fe racional. En la par­
te final del capítulo discuto algunas objeciones a la doctrina del
bien supremo y explico los límites que la razón y la moral, en
particular, le imponen a la única fe religiosa que, según Kant, es
posible dentro de los límites de la razón pura.
I

EL PRINCIPIO SUPREMO DE LA MORAL

1 . La buena voluntad


Kant inicia la Fundamentación de la metafísica de las costumbres con
la afirmación de que “en ningún lugar del mundo, pero tampo­
co siquiera fuera del mismo, es posible pensar nada que pudiese
ser tenido sin restricción por bueno, a no ser únicamente una
buena voluntad ” (F 4:393/117). De acuerdo con lo que expresa a
continuación, resulta claro que la buena voluntad no es otra
que la voluntad moralmente buena, y la contrasta con atributos
personales que pueden ser buenos o deseables, pero que no
tienen “un valor interior incondicionado” (F 4:394/117). Entre
estos últimos menciona los talentos del espíritu, como “el en­
tendimiento, el ingenio, la capacidad de juzgar”; las propieda­
des del temperamento, como “el buen ánimo, la decisión, la
perseverancia en las intenciones”; los dones de la fortuna, como
“el poder, la riqueza, la honra y aun la salud”, y también mencio­
na la felicidad misma entendida como “el entero bienestar y
satisfacción con el propio estado” (F 4:393/117). Luego asevera
que estos atri­­butos personales pueden llegar a ser malos y noci­
vos si la voluntad que los posee y hace uso de ellos no es buena;
aún más, la buena voluntad “parece constituir la indispensable
condición de la dignidad de ser feliz” (F 4:393/117).
En efecto, todos los atributos mencionados pueden ponerse
al servicio de fines malos. Kant pone como ejemplo la sangre
fría de alguien malvado, la cual lo hace mucho más peligroso
y despreciable de lo que sería sin ella. Lo mismo puede decirse
del entendimiento, la decisión y el poder. La riqueza, la honra y
la salud pueden, sin duda, emplearse para fines moralmente
22 virtud, felicidad y religión

malos. Por eso, Kant afirma que no pueden tener valor incondi­
cionado o ser buenos sin restricción. Pueden ser buenos, asegu­
ra, sólo con la condición de que la voluntad que hace uso de
ellos sea también buena. La buena voluntad o la voluntad mo­
ralmente buena es, de acuerdo con él, lo único en el mundo y
fuera de él que se puede tener como bueno en sentido absoluto
o incondicionado, es decir, como bueno sin restricción. Esto sig­
nifica que no puede haber condición alguna en la cual la volun­
tad moral pueda ser mala.
Kant deja muy en claro a qué se refiere. Sabemos que la vo­
luntad puede actuar moralmente bien y, sin embargo, producir
consecuencias indeseables. En tal caso, se podría pensar que esa
acción no fue buena, sino mala, y que, en consecuencia, la volun­
tad misma, en ese caso particular, tampoco sería buena, sino mala.
De acuerdo con esto, las malas consecuencias harían que la ac­
ción y la voluntad que la lleva a cabo fueran también malas o, por
lo menos, impedirían que ambas fueran buenas. Por ejemplo, si
una persona de buena voluntad se propone ayudar a un anciano
a bajar una escalera pero, sin advertirlo y sin propo­nérselo de
modo alguno, hace que se caiga y se muera, se podría pen­sar que
la acción de esa persona no es buena y, por consiguiente, que su
voluntad, en ese caso particular, tampoco lo es. Sin embargo,
Kant es contundente en contra de este tipo de postura al afirmar
que “la buena voluntad es buena no por lo que efectúe o reali­
ce, no por su aptitud para alcanzar algún fin propuesto, sino
únicamente por el querer, esto es, es buena en sí” (F 4:394/118).
Las malas consecuencias de las acciones de una voluntad que
actúa moralmente bien no le restan nada de su bondad. Él señala
que “la utilidad o esterilidad no pueden añadir ni quitar nada a
este valor” (F 4:394/118). Cuando una voluntad actúa según
principios moralmente buenos, no importa que no logre lo que
se propone, ni tampoco importa que el resultado sea muy dife­
rente del aspirado: aun así, afirma Kant, “brillaría entonces por
sí misma, igual que una joya, como algo que po­see en sí mismo
su pleno valor” (F 4:394/118). Esto no significa, en modo algu­
no, que la mera intención de hacer algo moralmente bueno sea
suficiente para que la voluntad lo sea también. Como él lo seña­
la, la voluntad es buena en sí misma siempre y cuando haga aco­
pio de todos los medios en su poder para lograr lo que se propo­
ne. La mera intención no es suficiente.
el principio supremo de la moral 23

Kant supone que el concepto de una voluntad buena en sí


misma, que no depende de las consecuencias que produzca o
deje de producir, forma parte del saber moral ordinario. No
obstante, también señala que esta idea del valor absoluto de una
voluntad “sin tener en cuenta utilidad alguna en la estimación
de la misma” (F 4:394/118) resulta extraña, y se podría tener la
sospecha de que “quizá sirva secretamente de fundamento me­
ramente a una fantasmagoría de altos vuelos” (F 4:394/119).
Por ello, la somete a examen, con el fin de determinar en qué
re­side su valor incondicionado. Antes de seguir con el análisis
que hace nuestro autor, es importante plantear por qué se inicia
la Fundamentación con la idea de la buena voluntad y, en par­
ticular, por qué se inicia con la idea del valor absoluto de ella. El
punto de partida de la obra, como se indica en el título de la
primera sección, es lo que Kant denomina “conocimiento racio­
nal moral ordinario”, por lo cual la buena voluntad y su valor
absoluto se consideran, desde esta perspectiva, conceptos mora­
les que nos resultan familiares. Aunque no podamos compren­
derlos del todo, se supone que se trata de conceptos implícitos
en nuestras convicciones y prácticas morales ordinarias. La pre­
gunta es por qué Kant asume tal familiaridad respecto del valor
absoluto de la buena voluntad. Parte de la respuesta la podemos
encontrar en el prefacio.
En el prefacio de la Fundamentación, Kant explica cuál es el
propósito de esa obra: “la búsqueda y establecimiento del prin-
cipio supremo de la moralidad ”, lo cual “ha de ser separado de toda
otra investigación moral” (F 4:392/115). Esta delimitación del
objetivo de la obra pone en claro que no se debe esperar encon­
trar en ella un tratado completo de los deberes morales, ni una
teoría de la virtud, ni una explicación de la relación entre la mo­
ral y la felicidad, ni tampoco una explicación del lugar de la
jus­ti­cia en esta teoría moral, ni muchos otros temas morales im­
portantes. Sin embargo, sí resulta pertinente preguntar por qué
Kant piensa que es importante buscar y establecer el principio
supremo de la moralidad. Tal principio, supremo de acuerdo
con él, tiene que ser a priori, es decir, su origen no puede ser
empírico, sino que debe provenir de la razón pura. Eso significa
que no se debe buscar su justificación en la experiencia moral.
Por ejemplo, sería un error suponer que el principio supremo
de la moral puede establecerse con base en una generalización
24 virtud, felicidad y religión

inductiva a partir de aquello que los seres humanos de hecho


queremos o consideramos bueno hacer. Sin embargo, cabe pre­
guntar ¿por qué supone Kant que el principio se debe establecer
o justificar a priori ? Responder esta pregunta nos permitirá em­
pezar a entender por qué se inicia la obra con la idea del valor
incondicionado de la buena voluntad.
Qué conceptos se consideren adecuados como puntos de
par­­­tida en la reflexión moral filosófica depende, en gran medi­
da, de cómo se conciba a la moral. En el prefacio de la Funda-
mentación Kant aclara que, en su concepción, llamamos “mora­
les” a los deberes y valores que consideramos absolutos. Él parte
de lo que considera “la idea ordinaria del deber y de las leyes
morales” y afirma: “todo el mundo tiene que confesar que una
ley, si es que ha de valer moralmente, esto es, como fundamento
de una obligación, tiene que llevar consigo necesidad absoluta”
(F 4:389/109). De acuerdo con esto, una ley moral y la obliga­
ción que establece tienen un valor absoluto. Eso significa que
no valen de manera condicionada ni con excepciones, sino in­
condicionadamente o, como nuestro autor lo expresa muchas
veces, categóricamente. El ejemplo que ofrece aquí es la obliga­
ción de no mentir, lo cual, desde esta perspectiva, es algo que no
debemos hacer nunca, en ninguna circunstancia. Aunque en
ocasiones podemos pensar que tenemos buenas razones para
mentir, la moral lo prohíbe categóricamente.1 Otro ejemplo re­
levante sería la idea de la dignidad humana, la cual, pensamos,
se debe respetar en cualquier circunstancia. Por ello, no se debe
subordinar a otros valores, como la utilidad o la conveniencia,
ni tampoco se debe instrumentalizar, como ocurre en la esclavi­
tud o en la servidumbre feudal.
Aunque Kant parte del supuesto de que la moral es categóri­
ca, ello no significa que no ofrezca argumentos para sostenerlo.
Todo lo contrario: la Fundamentación es una investigación en la
cual se somete a examen este supuesto con el fin de determinar
si no se trata de una mera “fantasmagoría de altos vuelos”. La
gran pregunta que recorre toda la obra es si nuestras conviccio­
nes centrales sobre la moral, a saber, que existe algo en el mundo
con valor absoluto y que, por lo tanto, las obligaciones morales
son categóricas, no serán meras ilusiones sin fundamen­to. La

1
Discuto este punto en el capítulo V, sección 5.
el principio supremo de la moral 25

obra constituye un examen crítico de la concepción categórica


de la moral; en él se determina y examina el contenido de los
conceptos centrales (en las primeras dos secciones de la obra);
para luego averiguar si pueden sostenerse mediante un examen
de la razón pura en su uso práctico (en la tercera sección). Desde
esta perspectiva, se comienza a entender por qué Kant inicia
con el concepto de la buena voluntad: porque la idea de algo con
valor absoluto es el concepto central de la concepción categórica
de la moral. Si se pretende someter a examen la convicción de
que la moral es categórica, es apropiado empezar por analizar
sus conceptos más importantes. Si no se puede sostener la idea
de que existe algo con valor absoluto, la concepción categórica de
la moral se viene abajo.
Sin embargo, Kant expresa que el propósito de su investi­
gación, como ya vimos, es la búsqueda y el establecimiento del
principio supremo de la moral. No dice que su propósito sea in­
vestigar qué posibilidad hay de establecer la existencia de algo
con valor absoluto. La pregunta que se plantea, entonces, tiene
que ver con la relación entre el valor incondicionado de la buena
voluntad y el principio supremo de la moral. Como lo mencio­
né antes, la buena voluntad es la voluntad moralmente buena, es
decir, la voluntad que actúa según sus obligaciones morales. Kant
supone que, al actuar moralmente, la buena voluntad se guía
por algún principio supremo. Lo anterior se sigue de que, en la
con­­cepción categórica de la moral, la acción moral consiste, ante
todo, en el cumplimiento de los deberes morales. Como lo ex­
plicará en la primera sección, el concepto de “deber” impli­ca el
de una ley o un principio que lo establece. Por ello, al ac­tuar
moralmente, es necesario que la voluntad se guíe por al­gu­na ley
o principio moral. El principio que guía las acciones de una vo­
luntad absolutamente buena será, precisamente, el principio
su­premo de la moral. De acuerdo con esto, Kant inicia la Funda-
mentación con el concepto de la buena voluntad con el fin de
determinar el principio que la guía en sus acciones, el cual será
el principio supremo de la moral.2

2
Sobre la estrategia de Kant en el primer capítulo de la Fundamentación,
véanse Ch. Korsgaard, “El análisis de Kant de la obligación”, y N. Potter, “The
Argument of Kant’s Groundwork, Chapter 1”.
26 virtud, felicidad y religión

Además de formular el principio supremo de la moral y de


determinar su contenido, el propósito de la Fundamentación es
in­dagar si la autoridad de tal principio se puede establecer o
jus­­tificar. Si resulta que esa justificación es imposible, tanto el
principio moral como la idea de una voluntad absolutamente
buena resultarán meras ilusiones. Kant entiende que esa jus­-
ti­ficación es una prueba de que ese principio se origina a priori
en la razón pura, y esto último se sigue, de acuerdo con Kant,
del carácter categórico de la moral. Un mandato categórico es
aquel que de­­bemos observar sin excepción en cualquier circuns­
tancia. Kant expresa que se trata de mandatos “necesarios” para
la voluntad o que llevan consigo “necesidad absoluta” (F 4:389
/109). Este ca­rácter necesario, por su parte, no puede fundarse
en la ex­perien­cia, como Hume ya había argumentado.3 Con
base en la ex­­periencia podemos establecer leyes generales so­
bre lo que su­cede de manera habitual y también, según Hume,
sobre cómo debemos actuar. Pero no podemos establecer, con
base en ella, la necesidad absoluta de las leyes sobre lo que suce­
de, ni tampoco deberes categóricos sobre qué debemos hacer.
Tal necesidad absoluta sólo puede establecerse a priori.
Por el carácter a priori del principio supremo de la moral,
Kant señala que su investigación conduce hacia la metafísica, la
cual es un conocimiento racional mediante conceptos y princi­
pios a priori. La indagación sobre la posibilidad de establecer el
principio moral conduce a la necesidad de examinar la facultad
de la razón pura en su uso práctico con el fin de determinar si
tal principio se origina en ella. Al llegar a este punto, es impor­
tante destacar que el interés en esa investigación metafísica no
es, en modo alguno, especulativo. El interés que orienta la re­
flexión filosófica sobre la moral no es meramente la ampliación
de nuestro conocimiento sobre los principios que subyacen a
nuestras convicciones y prácticas morales. Ese conocimiento es
un paso necesario, pero no es el fin que pone en marcha el es­
fuerzo reflexivo en cuestiones morales. Kant es muy claro al
seña­lar que el fin que lo mueve es práctico (F 4:389–390/111).

3
D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro I, parte III, sección 14:
“Sobre la idea de conexión necesaria”; Investigación sobre el entendimiento humano,
sección 7: “Sobre la idea de conexión necesaria”.
el principio supremo de la moral 27

El motivo por el cual nos interesa la reflexión moral es determi­


nar cómo debemos actuar y cómo podemos ser mejores perso­
nas. La importancia de buscar el principio supremo de la mo­ral
reside en que, si no tenemos claridad sobre él, de acuerdo con
Kant, “las costumbres mismas permanecen sometidas a todo
tipo de corrupción mientras falte ese hilo conductor y norma
suprema de su correcto enjuiciamiento” (F 4:390/111). Eso sig­
nifica que, aunque sepamos en gran medida qué debemos hacer,
en ausencia de un principio moral claro careceremos de una
guía apropiada para resolver los casos en que ten­gamos dudas
sobre qué debemos hacer. El señalamiento de “corrupción” in­
dica que, según Kant, la ausencia de ese principio puede condu­
cirnos a cuestionar el carácter absoluto de los deberes morales
y a justificar excepciones a ellos. Por su parte, la importancia de
justificar o establecer el principio moral reside en que, si no se
hace, nuestro compromiso con la moral puede ve­nirse abajo. Si
a alguien le muestran que sus convicciones morales carecen de
justificación, es muy probable que éstas se debiliten o desapa­
rezcan. El interés que guía la búsqueda y el establecimiento del
principio supremo de la moral es ayudarnos a mejorar nuestras
prácticas morales y a reafirmar nuestro compromiso con el ca­
rácter categórico de la moral.

2 . El saber moral ordinario y la filosofía


Podría pensarse que hay una tensión entre empezar con con­
ceptos morales del “sano entendimiento natural” y reconocer
que ese sano entendimiento puede corromperse en ausencia de
un principio moral claro que lo guíe en sus enjuiciamientos. Si
resulta que tal corrupción es posible, entonces, ¿por qué con­
fiar en el saber moral ordinario como punto de partida? Esta
pregunta nos conduce a plantearnos la relación entre la moral
y la reflexión filosófica.4 A diferencia de la Crítica de la razón pura,
donde Kant cuestiona y rechaza la manera en que se conciben
las ideas de la metafísica, tanto en la Fundamentación como en la
Crítica de la razón práctica le concede autoridad al saber moral
4
Una influyente postura neokantiana que toma las convicciones morales
ordinarias como punto de partida es la de J. Rawls, Teoría de la justicia, sec­cio-
nes 3, 4, 9 y 24.
28 virtud, felicidad y religión

ordinario. Las ideas de la metafísica son Dios, la libertad y la


inmortalidad (C 1 B7). En la primera Crítica Kant se da a la tarea
de mostrar que la manera en que se suelen concebir, esto es,
como objetos de un conocimiento especulati­vo mediante con­
ceptos y principios de la razón pura, está comple­tamen­te de­
sencaminada porque tal conocimiento es simplemente imposi­
ble. En varios pasajes observa que, en su uso especulativo, la
razón humana es inevitablemente dialéctica, por lo cual es ne­
cesario someterla a una disciplina constante para mantener­la a
salvo del error. En este punto, la filosofía se erige en la autori­
dad que puede y debe corregir las ilusiones dialécticas que sur­
gen en el uso especulativo de la razón.
En cambio, respecto del saber moral ordinario, Kant observa
que el sano entendimiento natural “no necesita tanto ser ense­
ñado como aclarado” (F 4:397/125). Al uso práctico de la ra­-
zón pura le concede más autoridad y capacidad de orientación
respecto de sus objetos. Él señala que “no hace falta ciencia ni
filosofía para saber qué se tiene que hacer para ser honrado y
bueno, e incluso sabio y virtuoso” (F 4:404/139).5 De acuerdo con
él, la razón pura práctica no es por sí misma dialéctica, lo cual
indica que nuestras convicciones morales son mucho más con­
fiables que nuestras pretendidas certezas especulativas sobre ob­
jetos que rebasan toda experiencia posible –como el supuesto co­
nocimiento de Dios–. Eso significa que podemos confiar en el
saber moral ordinario respecto del contenido de la moral, pero
también que la razón pura práctica no se necesita someter a crí­
tica, como sí la especulativa, ya que, como observa en el prefacio
de la segunda Crítica, “si la razón pura es realmente práctica, de­
mos­trará su propia realidad y la de sus conceptos mediante he­
chos y en vano será toda disputa en contra de la posibilidad de
que sea tal” (C 2 5:3/2). A diferencia de la especu­lativa, que se

5
En una nota al pie en el prefacio de la segunda Crítica, Kant observa: “Un
crítico, queriendo decir algo como censura de esta obra, ha acertado más de lo
que él mismo hubiera pensado al decir que en este escrito no se establece
ningún principio nuevo de la moralidad, sino sólo una nueva fórmula. ¿Pero
quien pretendería introducir un nuevo principio de toda moralidad y ser, por
decirlo así, el primero en descubrirla? Como si antes de él el mundo hubiese
ignorado en qué consiste el deber o hubiese estado en un error universal al
respecto” (C2 5:8/6).
el principio supremo de la moral 29

pier­de al tratar de conocer objetos que rebasan los límites del


co­nocimiento posible, la razón pura práctica produce sus propios
objetos (o se determina a producirlos), de modo que la realidad
de éstos no puede estar en cuestión (C 2 5:15/13). En este caso,
la tarea del filósofo consiste en mostrar que la razón pura puede
ser efectivamente práctica, es decir, que puede determinarse a
producir sus objetos con base en conceptos y principios a priori.
Si lo es, no precisa de una crítica que establezca sus límites.
El peligro para la moral no proviene, pues, de los conceptos
morales mismos, los cuales son todos a priori, sino de concep­-
tos empíricos a cuya luz tendemos a cuestionarlos. Kant observa
que, a diferencia de la especulación, “en la práctica la capaci­dad
de enjuiciamiento comienza a mostrarse bien ventajosa preci­sa­
mente cuando y sólo cuando el entendimiento ordinario exclu­
ye de las leyes prácticas todos los incentivos sensibles” (F 4:405
/139). Tan pronto como se consideran los incentivos sensibles
en la de­terminación de qué es justo y moralmente bueno, em­
pie­za la corrupción de las costumbres. En particular, Kant insiste
en que la aspiración –en principio legítima– a la felicidad pue­
de socavar irremediablemente el compromiso con la moral. El
concepto que podemos formarnos de la felicidad, a diferencia
de los conceptos morales, es empírico. Así, él señala que “el hom­
bre siente en sí mismo un poderoso contrapeso a todos los man­
datos del deber, que la razón le representa tan dignos de respe­
to, en sus necesidades e inclinaciones, cuya entera satisfacción
resume bajo el nombre de felicidad” (F 4:405/141). La corrup­
ción de las costumbres a que hace referencia se origina en la ten­
­dencia a cuestionar la autoridad categórica de la moral cuan­do
sus exigencias entran en conflicto con la búsqueda de la felici­
dad. La dialéctica de la razón práctica se origina por “una ten­
dencia a raciocinar en contra de esas severas leyes del deber y a
poner en duda su validez, al menos en su pureza y severidad, y
a hacerlas en lo posible más conformes a nuestros deseos e incli­
naciones” (F 4:405/141). Esta dialéctica se presenta, entonces,
en la relación entre la razón pura práctica y la razón práctica
empíricamente condicionada, es decir, entre las leyes del deber
y la bús­queda de la felicidad. Al igual que en la especulación, se
trata de una dialéctica natural en la que inevitablemente cae el
sano entendimiento; de allí la necesidad de la filosofía, por un
30 virtud, felicidad y religión

motivo práctico, para determinar con precisión las leyes del deber
moral y rescatar el sano entendimiento de sus perplejidades.
Si la corrupción de las costumbres no proviene de la manera
en que el saber moral ordinario concibe sus objetos, sino de la
tendencia a conceder prioridad a la aspiración a la felicidad so­
bre la moral, en la reflexión filosófica sobre la moral se puede
con­fiar en tomar como punto de partida los conceptos morales
que se encuentran en el sano entendimiento natural. En este
nivel, la filosofía no puede reclamar mayor autoridad que el sa­
ber moral ordinario. La labor de la primera se restringe a acla­
rarlo, pero nunca a corregirlo. Como la dialéctica de la razón
práctica no se origina en la consideración de sus objetos a priori,
la filosofía no puede tener, respecto de la razón práctica pura,
una labor correctiva, pero sí puede tenerla respecto de la razón
práctica empíricamente condicionada, cuyo concepto central
es la felicidad. Kant observa en la introducción de la segunda
Crítica que “la crítica de la razón práctica en general tiene, pues,
la obligación de quitar a la razón empíricamente condicionada
su pretensión de querer dar ella sola exclusivamente el funda­
mento determinante de la voluntad” (C 2 5:16/13). La labor co­
rrectiva de la filosofía en cuestiones prácticas tiene lugar en la
ma­nera en que concebimos la relación entre la moral y la felici­
dad. Como veremos, la postura de Kant no es, como muchas
ve­ces se ha supuesto, que la felicidad carezca de importancia.
Por el contrario, reconoce el lugar central que la aspiración a la
felicidad ocupa para los seres humanos y considera que tal aspi­
ración es irrenunciable. La tarea de la filosofía consiste en mos­
trar al sano entendimiento natural, en primer lugar, por qué
siempre se debe subordinar esta aspiración a las exigencias mo­
rales y, en segundo lugar, cómo se puede conciliar la moral y la
aspiración a la felicidad.

3 . El análisis del valor moral


Kant analiza el concepto de la buena voluntad a través del con­
cepto de deber. El objetivo de ese análisis es determinar el princi­
pio supremo de la moral, el cual guía la conducta de una volun­
tad moralmente buena. Él señala que se centrará en el concepto
de deber ya que “contiene el de una voluntad buena, si bien
el principio supremo de la moral 31

bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin


embargo, sin que, ni mucho menos, lo oculten y hagan irreco­
nocible, más bien lo hacen resaltar por contraste y aparecer tan­
to más claramente” (F 4:397/125). Un “obstáculo subjetivo” se
opone a uno “objetivo”. Este último sería un obstáculo en el mun­
do que interfiere con la realización de los propósitos de una vo­
luntad buena. Si una persona de buena voluntad se propone
ayudar a un anciano a bajar la escalera sin caerse, pero resulta
que, sin que ninguno de los dos se percate de ello, la escalera
está mojada y resbalosa, este elemento constituye un obstáculo
objetivo para la exitosa realización del propósito moral de ayu­
dar en este caso. Un obstáculo subjetivo, en cambio, es algo en
la disposición de la persona que interfiere con la realización de
su propósito. Para continuar con el mismo ejemplo, si resulta
que la persona de buena voluntad tiene pereza y preferiría no
tener que ayudar, su pereza sería un obstáculo subjetivo en la
realización de su propósito.
De acuerdo con la explicación de Kant, las acciones que ha­
cemos por deber son aquellas en las cuales experimentamos
obstáculos subjetivos, es decir, sentimientos o inclinaciones con­
trarias a la realización del propósito moral en cuestión. Cuando
señala que el concepto de deber implica el de buena voluntad
y, en este sentido, lo contiene, quiere decir que en todas las ac­
ciones hechas por deber está presente una buena voluntad,
pero de ahí no se sigue que la buena voluntad actúe siempre
por deber. Existe la posibilidad, que Kant no menciona, de que
la buena voluntad actúe moralmente sin experimentar ningún
obstáculo subjetivo. Se trataría de acciones que no se hacen por
inclinación ni tampoco por deber, sino que se hacen porque
son moralmente requeridas aunque sin experimentar obstácu­
los subjetivos. Si bien se trata de una posibilidad conceptual,
nunca se considera este tipo de acciones; más adelante veremos
por qué no les presta atención.6 Kant deja claro por qué elige
centrar su análisis en las acciones que se realizan por deber, a

6
Como veremos en el capítulo VII, Kant sostiene que el grado más elevado
de moral para los seres humanos es la “virtud”, a la cual se refiere como “la in­
tención moral en lucha” (C 2 5:84/82). De acuerdo con esto, la presencia de
obs­táculos subjetivos es inerradicable.
32 virtud, felicidad y religión

saber, porque en ellas el concepto de una buena voluntad resal­


ta “por contraste” y “aparece tanto más cla­ra­mente”.
En el análisis del concepto de deber, Kant menciona cuatro
tipos de acciones: contrarias al deber, conformes al deber por
un propósito interesado, conformes al deber por una inclinación
inmediata y hechas por deber.7 Su propósito, como sabemos, es
determinar el principio que guía la conducta de una voluntad
buena; para ello, contrasta estos tipos de acciones con el fin de
determinarlo. Como ya sabemos que, de estas cuatro, las accio­
nes de una buena voluntad son las que se hacen por deber, la
finalidad del análisis es determinar, por contraste, qué principio
las guía. Éste será, entonces, el principio supremo de la moral.
Este punto puede expresarse también de la manera si­guien­te:
como ya sabemos que las acciones moralmente buenas son las
que se hacen por deber, el contraste con los otros ti­pos de accio­
nes sirve para determinar en qué reside el contenido o valor
mo­­­ral de las primeras. Sabemos que tienen valor moral, pero así
como no tenemos claridad sobre el principio que las guía, tam­
poco sabemos qué rasgo de ellas da cuenta de su valor moral.
Aunque menciona cuatro tipos de acciones, Kant se centra
en el análisis de dos de ellas: las que se hacen por inclinación in­
mediata y las que se hacen por deber. Esto se debe a que, como
veremos, no es inusual que se suponga que ambas expresan una
buena voluntad. Su análisis tiene el propósito de mostrar por
qué, de esos dos tipos, sólo las acciones que se hacen por deber
tienen valor moral. En primer lugar deja de lado las acciones con­
trarias al deber porque, nos dice, “en ellas ni siquiera se plan­tea la
cuestión de si pudieran haber sucedido por deber ” (F 4:397/125).
En segundo lugar, deja de lado también las acciones que son
conformes al deber pero que se hacen por una inclinación me­
diata, aunque sí las ilustra con un ejemplo. Una acción confor­
me al deber es la que se adecua o conforma externamente a lo
que el deber exige. En el ejemplo de Kant es “conforme al de­
ber que el tendero no cobre más caro a un comprador inex­
perto, y, donde hay mucho tráfico, el comerciante prudente
tampoco lo hace, sino que mantiene un precio fijo universal

7
Sobre el análisis del concepto de deber, véanse Korsgaard, “El análisis de
Kant de la obligación”, y A. Wood, Kant’s Ethical Thought, capítulo 1.
el principio supremo de la moral 33

para todo el mundo, de manera que un niño le compra igual de


bien que cualquier otra persona” (F 4:397/125). En este caso, el
comerciante prudente actúa con honradez porque así lo exige
su propio provecho, y no tenemos que suponer que lo hace por
alguna inclinación directa de favorecer a sus compradores. La
acción se conforma externamente al deber, pero, internamente
tiene lugar no por deber ni por una inclinación inmediata, sino
por un propósito interesado (F 4:397/125).
Al decir que el comerciante prudente cobra lo justo no por
una inclinación inmediata, sino por un propósito interesado,
Kant quiere decir que el comerciante no desea o no se inclina a
realizar por sí mismo el acto moralmente correcto de tratar con
honradez a los compradores.8 El objeto directo de su inclina­
ción no es beneficiar a los compradores, sino su propio prove­
cho. Con miras a su propósito interesado, el acto de cobrar lo
justo le resulta al comerciante un medio apropiado. El resultado
es una acción que se conforma a lo que el deber exige, pero en
la que lo moralmente correcto no se realiza por sí mismo, sino
como medio para un propósito ulterior. Este tipo de acciones se
pueden considerar, sin controversia alguna, carentes de valor mo­
ral. Nadie diría que, además de conformarse externamente al
deber, también son moralmente buenas o valiosas. De acuerdo
con esto, una condición necesaria de una acción con mérito
moral es que lo moralmente correcto se haga por sí mismo y
no con miras a un propósito ulterior.
La controversia se plantea respecto de otro tipo de acciones,
las cuales son también conformes al deber pero en las que lo
moralmente correcto se lleva a cabo por una inclinación inme­
diata.9 En esos casos es más controvertido sostener que no tie­
nen valor moral precisamente porque el acto moralmente co­
rrecto se hace por sí mismo y no como medio para un propósito
interesado. Kant ofrece tres ejemplos, pero me ocuparé aquí
sólo de los dos primeros. El primero de ellos es el deber de con­

8
Sigo aquí a Korsgaard, Self-Constitution. Agency, Identity, and Integrity, sec­
ción 1.2, en la distinción entre “el acto externo” y “la acción”, la cual incluye
tanto el acto externo como los fundamentos por los cuales se realiza.
9
Una de las interpretaciones más influyentes es la de B. Herman, “On the
Value of Acting from the Motive of Duty”.
34 virtud, felicidad y religión

servar la propia vida, hacia lo cual, señala, todo el mundo tiene


una inclinación inmediata. Por ello, “el cuidado, frecuentemen­
te medroso, que la mayor parte de los hombres pone en ello no
tiene valor interior, ni la máxima del mismo tiene contenido
moral” (F 4:397–398/125). En cambio:
[Si] las contrariedades y una congoja sin esperanza han arrebata­
do enteramente el gusto por la vida, si el desdichado, de alma
fuerte, más indignado con su destino que apocado o abatido, de­
sea la muerte y sin embargo conserva su vida, sin amarla, no por
inclinación o miedo, sino por deber: entonces tiene su máxima un
contenido moral. (F 4:398/127)
Este ejemplo concuerda con la tesis de que las acciones que se
hacen por deber se hacen a pesar de obstáculos subjetivos. Cuan­
­do se pierde el gusto por la vida, se puede decir claramente que
la persona la conserva por deber. El ejemplo introduce la tesis
de que si la acción se hace por una inclinación inmediata no
puede tener valor o contenido moral. Aunque sabemos que sólo
las acciones que se hacen por deber contienen una voluntad
buena, no es obvio por qué las acciones conformes al deber pero
que se hacen por una inclinación inmediata no pueden tener
contenido moral.
El ejemplo hace uso del concepto de “máxima”, el cual Kant
define como “el principio subjetivo del querer”, y que contrasta
con “el principio objetivo” o “ley práctica” (F 4:400n/131n).
Una máxima es un principio con base en el cual una persona de
hecho actúa; algunos ejemplos serían “conservar la vida por
miedo a la muerte”, “ayudar a otros porque me gusta” y “ayudar
a otros porque es mi deber”. Si bien Kant nunca discute directa­
mente cómo se formulan las máximas, sus ejemplos en la prime­
ra sección de la Fundamentación y en la Doctrina de la virtud ilus­
tran que las máximas contienen los motivos o las razones por los
cuales llevamos a cabo ciertos tipos de actos.10 Esto significa que
las máximas no sólo contienen ciertos tipos de actos externos
que podemos realizar; por ejemplo, “conservar la vida” o “ayu­
dar a otros”, sino que también incluyen los motivos o las razones
por los cuales los llevamos a cabo: “conservar la vida por miedo a
10
Un detallado análisis del concepto de máxima se encuentra en O. O’Neill,
Acting on Principle. An Essay on Kantian Ethics, y “Consistency in Action”.
el principio supremo de la moral 35

la muerte”, o “ayudar a otros porque me gusta”. Esto último es ma­


nifiesto en los ejemplos que ofrece en las dos primeras seccio­
nes de la Fundamentación. En la Doctrina de la virtud se puede
apreciar que las máximas no sólo expresan los motivos o las ra­
zones por los que de hecho llevamos a cabo cierto tipo de actos,
sino que también pueden expresar los motivos o las razones por
los cuales debemos realizar ciertos tipos de actos, como “ayudar a
otros porque es mi deber”. A estas últimas las llama “máximas de
deber”, que son principios subjetivos en la medida en que el suje­
to las ha adoptado como guías de su conducta.11 Un principio
objetivo, en contraste, es un principio que la razón establece, el
cual funciona como mandato o norma para la formación de
máximas. En la medida en que existen principios objetivos de la
razón, contamos con normas que nos dicen cómo deben ser las
máximas con base en las cuales de hecho actuamos.12
En el ejemplo anterior es posible identificar tres máximas:
“conservar la vida por inclinación”, “conservar la vida por mie­
do” y “conservar la vida por deber”. Estas máximas consideran
la realización del mismo acto externo (conservar la vida), y se dis­
tinguen en los motivos o las razones por los cuales el acto se lle­va
a cabo o se piensa que se debe llevar a cabo. Como Kant sostie­
ne que sólo la tercera de ellas tiene contenido moral, este últi­
mo no puede residir sólo en el acto externo, sino que reside en
la máxima completa de acción. La pregunta importante es por
qué Kant sostiene que las primeras dos máximas no pueden te­
ner contenido moral, lo cual se sigue, según él, de que las incli­
naciones no pueden ser fuente de valor moral. Para responder
esta pregunta consideremos el siguiente ejemplo que ofrece:
Ser benéfico cuando se puede es un deber, y además hay algu­nas
almas tan predispuestas a la compasión que, incluso sin otro moti­
vo de la vanidad o de la propia conveniencia, encuentran un pla­
cer interior en difundir alegría a su alrededor y pueden recrearse
en la satisfacción de otros en tanto que es su obra [pero] yo afir­
mo que, en tal caso, una acción como ésa, por muy conforme al
deber, por muy amable que sea, no tiene sin embargo verdadero
valor moral. (F 4:398/127)

11
Desarrollo este punto en el capítulo VII, sección 2.
12
En la siguiente sección me ocupo de los principios objetivos.
36 virtud, felicidad y religión

De nuevo, contrasta esta acción que se realiza por una inclina­


ción directa con otra en la cual el mismo filántropo ha perdido
su inclinación natural a ayudar porque su ánimo ha sido “os­
curecido por las nubes de la propia congoja que apaga toda com­
pasión por el destino de los otros” (F 4:398/127). En este caso,
nos dice, si “se sacudiese esa mortal insensibilidad y realizase
la acción sin inclinación alguna, exclusivamente por deber, en­
tonces y sólo entonces tiene ésta su genuino valor moral”
(F 4:398/127).
En este ejemplo, el filántropo lleva a cabo el mismo acto exter­
no (ayudar a otros) en dos momentos de su vida; en el primero,
lo hace por una inclinación natural inmediata “a difundir ale­
gría a su alrededor”, en el segundo, el filántropo lleva a cabo el
mismo acto externo pero ya no por inclinación sino por deber.
Es importante observar que desde el primer momento el fi­
lántropo actúa de manera desinteresada. Kant dice explícita­
mente que actúa “sin otro motivo de la vanidad o de la propia
conveniencia”. El punto es importante porque con frecuencia se
ha objetado que la razón por la cual nuestro autor niega que
este tipo de acciones pueda tener valor moral es que actuar por
inclinación, en su concepción, es actuar de manera egoísta.
Esta lectura, sin embargo, es claramente errónea. Como vimos,
Kant sí considera el caso de alguien que actúa por inclinación y
de manera egoísta: el mercader prudente que conforma su con­
ducta al deber como un medio para lograr su propio provecho.
En el ejemplo del filántropo que actúa por inclinación, el pro­
blema no es que su acción sea egoísta. Si lo fuera, esta acción se
podría considerar, sin controversia, carente de contenido mo­
ral. El caso es controvertido precisamente porque el filántropo
no actúa de manera egoísta. Lejos de ello, lleva a cabo la acción
de ayudar por una inclinación inmediata a realizarla: ayuda por­
que le gusta o se inclina a hacerlo. Este tipo de acción satisface
el requisito necesario mencionado antes para que tenga valor
moral, a saber, que el acto moralmente correcto se lleve a cabo
por sí mismo y no como medio para otra cosa. A pesar de ello,
Kant objeta que este tipo de acción no puede tener valor moral
porque aquello que el deber exige se realiza por inclinación. Por
ello, afirma que se trata de una acción conforme al deber, pero
no hecha por deber.
el principio supremo de la moral 37

La razón que Kant ofrece es que la inclinación a ayudar “co­


rre pareja con otras inclinaciones, por ejemplo, con la inclina­
ción a la honra, la cual, cuando afortunadamente da en lo que
en realidad es de común utilidad y conforme al deber, y, por lo
tanto, digno de honra, merece alabanza y aliento, pero no alta
estima” (F 4:398/127). De acuerdo con esto, el problema con la
inclinación natural a ayudar al prójimo no es que sea egoísta, sino
que, al tratarse de una inclinación, no coincide necesariamente
con el deber. El pasaje sugiere que las inclinaciones pueden coin­
cidir con el deber pero pueden no hacerlo. Kant señala que cuan­
do “afortunadamente” son conforme al deber, las inclinaciones
merecen “alabanza y aliento, pero no alta estima” (F 4:398/127).13
No dice que sea necesariamente malo actuar por inclinación; su
punto es que es cuestión de suerte o fortuna que esta última
coin­cida con el deber.
Kant define “inclinación” como un deseo que se ha converti­
do en hábito (MC 6:212/15). En tanto que “deseo”, la inclina­
ción se origina en los sentimientos que experimentamos. Una
manera de leer estos pasajes es que, debido a que las inclina­
ciones se originan en nuestra constitución natural sensible, no
tienen por qué coincidir naturalmente con las exigencias del
deber, las cuales se originan en la razón pura. Si partimos del su­
puesto de que las inclinaciones y las obligaciones morales tie­
nen orígenes diferentes, no es difícil apreciar por qué Kant sos­
tiene que es una fortuna cuando las primeras coinciden con las
segundas. Al actuar por inclinación, es una suerte que la acción
del filántropo sea conforme al deber, pero pudo no haberlo
sido. Si su inclinación natural hubiera sido permanecer indife­
rente a la necesidad ajena, su acción por inclinación no hubiera
coincidido con el deber. Lo mismo se puede decir de quien con­
serva su vida por inclinación: es una suerte que ésta coincida
con el deber, pero pudo no haberlo hecho. Asimismo, cuando
alguien conser­va la vida por miedo, es afortunado que sus senti­
mientos naturales lo lleven a ello, pero podrían haberlo llevado
al acto contrario, terminar con su vida para evitar el sufrimiento
futuro.

13
Herman destaca este punto en “On the Value of Acting from the Motive
of Duty”.
38 virtud, felicidad y religión

Estas consideraciones indican que es necesaria otra condi­


ción para que una acción tenga valor moral, y es que la relación
entre el acto moralmente correcto y el motivo por el que se
hace no sea contingente, sino necesaria. En el caso del filántro­
po que actúa por inclinación, la relación entre su inclinación y
el acto de ayudar al prójimo es contingente porque coinciden
por fortuna. Según esto, no hay nada en las inclinaciones que
asegure una relación necesaria entre ellas y los deberes morales.
Lo mismo puede decirse de los sentimientos naturales, como el
miedo. Para que esa relación sea necesaria, el motivo para la ac­
ción tiene que ser tal que necesariamente coincida con el deber.
Este motivo no puede ser otro, según Kant, que el motivo del
deber. Cuando una acción se hace por deber, el motivo en la
acción y el deber moral coinciden necesariamente. Sólo en este
caso, sostiene él, la acción tiene valor moral.

4 . El valor moral y los sentimientos


Este último planteamiento de Kant provoca varias preguntas. La
primera es ¿por qué se supone que la relación entre las inclina­
ciones y los deberes morales tiene que ser contingente siem­-
pre? Podríamos pensar que se pueden cultivar las inclinaciones
de modo que coincidan siempre con el deber. En tal caso la re­
lación entre ambos podría llegar a ser necesaria y no una mera
cuestión de afortunada coincidencia como supone nuestro au­
tor. Para responder esta pregunta sería necesario adentrarnos
en la teoría kantiana sobre la naturaleza de los sentimientos y su
relación con la razón. En secciones posteriores consideraremos
más aspectos de esa teoría, pero por el momento, haré dos ob­
servaciones. En primer lugar, Kant no niega que podamos mo­
dificar nuestros sentimientos de modo que se conformen a los
deberes morales. Éste es un tema central en su teoría de la vir­
tud. Allí afirma que los sentimientos morales de amor y de res­
pe­to tienen que acompañar el camino del perfeccionamiento
moral (PMDV 6:401–403/257–258). Sin embargo, niega que se
pue­­­da alcanzar un nivel donde la relación entre los sentimien­
tos y los deberes morales sea necesaria, de modo que los primeros
coincidan necesariamente con los segundos. Esto no se debe a
que los sentimientos nos conduzcan a inclinaciones necesaria­
el principio supremo de la moral 39

mente malas o egoístas, como a menudo se supone, sino que las


exigencias del deber moral son muy elevadas.
Como veremos, el imperativo moral exige que tratemos a la
humanidad siempre como un fin y nunca como un mero medio;
esto implica, entre otras cosas, tratar a todos los seres humanos
en un plano de igualdad independientemente de sus caracterís­
ticas y atributos particulares. Con muy buena razón, Kant pen­
saba que esta exigencia moral es muy difícil de satisfacer en vista
de nuestra tendencia natural a compararnos con los demás en
busca de ser superiores en algún aspecto. Siguiendo a Rousseau,
sostiene que los seres humanos tendemos, en sociedad, a valo­
rar a los demás y a nosotros mismos de manera desigual con
base en características o atributos como la apariencia, el poder,
la riqueza, alguna habilidad, entre otros. De acuerdo con Kant,
los seres humanos tenemos que esforzarnos de manera constan­
te para cumplir con la elevada exigencia moral de valorarnos
re­cíprocamente como iguales, sin solazarnos nunca en la convic­
ción de que ninguna inclinación podrá desviarnos de ella. Por
ello, pensaba que es iluso suponer que es posible alcanzar un
nivel moral donde las inclinaciones y los sentimientos necesaria­
mente coincidan con el deber. Como podemos apreciar, antes de
poder determinar qué tan razonable es la postura de Kant so­bre
la relación entre ambos, debemos considerar qué exige el deber
moral. Sólo así será posible entender porqué pensaba él que el
des­fase entre éste y las inclinaciones resulta inevitable.
La segunda observación tiene que ver con la naturaleza de la
inclinación. Quienes objetan la postura de Kant según la cual­
la primera acción del filántropo no puede tener valor moral,
por lo general, suponen que las inclinaciones no son reacciones
ciegas sino que constituyen percepciones morales. Cuando se
piensa que la primera acción del filántropo es moralmente va­
liosa, se supone que la coincidencia entre la inclinación y el
deber no es casual, sino que el filántropo experimenta la inclina­
ción como una respuesta a la percepción de la necesidad ajena,
o bien que la propia inclinación constituye una forma de per­
cepción de tal necesidad. En esta concepción, la inclinación es
ella misma una respuesta moral y el hecho de que el filántropo
la experimente es muestra de su buena voluntad. Sin duda, ésta
es una manera posible de concebir las inclinaciones, pero no es
40 virtud, felicidad y religión

la de Kant. De acuerdo con él, las inclinaciones, al igual que


todos los deseos, se basan en sentimientos de placer y de desa­
grado, los cuales, afirma, “contienen lo meramente subjetivo en
relación con nuestra representación y ninguna referencia a un
objeto para su posible conocimiento”, y agrega que “no ex­
presan absolutamente nada del objeto, sino únicamente una
referencia al sujeto” (MC 6:212/15). De acuerdo con esto, Kant
niega explícitamente que los sentimientos y, en consecuencia,
las inclinaciones, puedan ser formas de percepción confiables
de los rasgos moralmente relevantes del mundo, de modo que
puedan indicarnos, por sí mismos, qué debemos hacer.
Ello no se debe, como señalé antes, a que en su concepción
los sentimientos y las inclinaciones naturales sean necesaria­
mente egoístas.14 El hecho de que las inclinaciones se basen en
sentimientos de agrado y de desagrado no implica que su obje­
to sea el provecho, el bienestar o el placer propio. Esto es claro
en el ejemplo del filántropo que ayuda por inclinación, la cual
se basa en el placer, pero cuyo objeto no es su propia felicidad
sino la ajena. Lo que el filántropo disfruta es hacer felices a los
demás. Es preciso distinguir, entonces, entre dos maneras en
que el placer y el desagrado se pueden relacionar con la inclina­
ción: como fundamento y como objeto. En tanto que fundamen­
tos, el placer y el desagrado se relacionan con todas nuestras
inclinaciones, pero de ahí no se sigue que el objeto de éstas sea
el propio placer o el propio desagrado. Al contrario, Kant, al
igual que los sentimentalistas británicos, pensaba que es posible
hacer algo por placer y desinteresadamente.15 De acuerdo con
esto, es posible procurar la felicidad ajena por sí misma porque
nos resulta placentero,16 pero a diferencia de ellos, pensaba
que este tipo de acciones no son virtuosas.
Esta manera de concebir los sentimientos de placer y de desa­
grado que están en la base de las inclinaciones forma parte de
una teoría de la sensibilidad, según la cual ésta es una facultad
de ser afectados, completamente pasiva y, por lo tanto, carece del
poder activo para organizar por conceptos el material que re­
14
Véase A. Reath, “Hedonism, Heteronomy and Kant’s Principle of Hap­
piness”.
15
Hume, Investigación sobre los principios de la moral, secciones 2, 5, 7 y 8.
16
Ibid., secciones 2, 5 y 8.
el principio supremo de la moral 41

cibe. Es bien sabido que Kant sostiene que las intuiciones sin
conceptos son ciegas (C 1 A51/B75). De acuerdo con esto, los
sentimientos de agrado y de desagrado, así como las inclinacio­
nes que se basan en ellos, no nos pueden decir nada sobre los
objetos que los causan, sino que sólo constituyen nuestras res­
puestas subjetivas a estos últimos. Una inclinación, por lo tanto,
no puede ser nunca una respuesta moral hacia algo en el mundo.
Sólo la razón, mediante sus conceptos y principios, puede deter­
minar cómo debemos responder moralmente a las situaciones en
que nos encontramos. Los sentimientos y las inclinaciones natu­
rales nos pueden llevar a realizar acciones contrarias al deber.
Podemos reaccionar con simpatía en una situación donde no de­
bemos ayudar, como cuando debemos dejar que otra persona
logre su objetivo y resuelva sus dificultades por sí misma, por más
deseos que tengamos de facilitarle las cosas.17 De allí el énfasis de
Kant en que es una coincidencia afortunada que las inclinacio­
nes se conformen al deber. No hay nada en ellas que asegure
esta coincidencia en todos los casos. Sólo la razón puede deter­
minar cómo debemos actuar en cada situación.
Kant pensaba también que es importante adquirir sentimien­
tos morales favorables a la conducta moral. Como mencioné,
éste es un tema central en su teoría de la virtud. Sin embargo,
los sentimientos de amor y de respeto que, según él, se pueden
producir con la práctica exitosa de la virtud, no son inclinaciones
naturales, sino que los produce, en parte, la razón pura. Se trata
de sentimientos que se pueden presentar en nosotros al actuar de
manera consistente y exitosa según las máximas del deber. Estos
sentimientos sirven de apoyo a la acción moral de varias mane­
ras; por ello, Kant afirma que es un deber cultivarlos: pueden
alertarnos de rasgos del mundo moralmente relevantes, pue­
den contribuir a facilitar la acción moral y pueden ser señales de
progreso en la adopción de máximas morales.18 No obstante,
es preciso observar que aun tratándose de sentimientos propia­
mente morales, Kant nunca afirma que puedan, por sí mismos,
guiarnos moralmente. Tampoco son fuentes de información con­

17
Herman, “On the Value of Acting from the Motive of Duty”.
18
Desarrollo estos puntos en el capítulo VII, secciones 3 y 4.
42 virtud, felicidad y religión

fiables sobre qué debemos hacer. De nuevo, sólo la razón puede


determinar cómo debemos actuar en cada situación.
Una segunda pregunta en torno al planteamiento de Kant
sobre el valor moral es si no sería mejor que las acciones moral­
mente buenas estuvieran acompañadas de sentimientos morales
apropiados. De acuerdo con lo que acabo de decir, la respuesta
es que sí. Pero la razón no es que tales sentimientos aumenta­
rían el valor moral de la acción, sino que facilitarían su realiza­
ción. En una variación del ejemplo del filántropo que actúa por
deber, Kant señala:

[S]i la naturaleza hubiese puesto en el corazón de éste o aquél


bien poca simpatía, si él (por lo demás, un hombre honrado) fue­
se frío de temperamento e indiferente a los dolores de otros […]
si la naturaleza no hubiese formado a un hombre semejante (el
cual, verdaderamente, no sería su peor producto) para ser preci­
samente un filántropo ¿acaso no encontraría aún en sí una fuente
para darse a sí mismo un valor mucho más alto que el que pueda
ser el de un temperamento bondadoso? (F 4:398/127)

Ese hombre honrado experimenta muy poca simpatía natural


frente al sufrimiento ajeno, pero ello no le resta mérito moral a
su acción de ayudar a otros movido por un sentido del deber.
Sin embargo, es muy posible que su indiferencia le impida per­
cibir las situaciones en las cuales otros necesitan ayuda y tal vez
sea un deber ofrecerla. Además, su frialdad puede hacer más
difícil que se vea motivado a ayudar que alguien que experimen­
te simpatía hacia la necesidad ajena. Por ello, en la Doctrina de la
virtud, Kant sostiene que es un deber indirecto esforzarse por
adquirir el sentimiento de la simpatía, ya que resulta útil para
“hacer aquello que la representación del deber por sí sola no
lograría” (PMDV 6:457/329). Con ello reconoce que una simpa­
tía débil o la ausencia de ella puede dificultar el cumplimiento
del deber.
Una tercera pregunta que se plantea con frecuencia respecto
de la relación entre el motivo del deber y el deber moral es por
qué Kant supone que el sentido del deber necesariamente con­
duce a actuar moralmente. ¿Acaso no podría alguien, movido
por un sentido del deber, llevar a cabo acciones moralmente
perversas? Pensemos en Eichmann, el oficial nazi, quien en el
el principio supremo de la moral 43

juicio en su contra sostuvo reiteradamente que había actuado


por un sentido del deber.19 En efecto, el motivo del deber no
garantiza por sí mismo que la acción sea moralmente buena. Por
ello, Kant da ejemplos de acciones, las cuales supone que ya sa-
bemos que constituyen deberes morales: conservar la vida y ayu­
dar al prójimo. Como ya sabemos que se trata de debe­res mo­
rales, la pregunta que se plantea es en qué reside el valor moral
de las acciones. Hasta ahora el análisis de Kant ha indi­ca­do dos
condiciones necesarias para que una acción tenga valor moral:
que lo moralmente correcto se haga por sí mismo y por el motivo
del deber. La tercera condición necesaria es que la acción en
cuestión sea, en efecto, un deber moral. Como vimos, Kant par­
te del supuesto de que el sano entendimiento natural sabe cuá­
les son los deberes morales; por ello, asume que ciertos ejem­
plos no serán controvertidos. Sin embargo, como también
vimos, sostiene que el sano entendimiento natural puede co­
rrom­perse. De allí que resulte muy apropiado, para fines prácti­
cos, determinar el principio supremo de la moral, el cual será
una norma segura para la determinación de nuestros deberes mo­
rales y ayudará a impedir la corrupción de las costumbres. Pre­
ci­sa­­mente porque el sano entendimiento natural se puede co­
rrom­per en la determinación de los deberes morales, resulta
necesario emprender la búsqueda y establecimiento del princi­
pio supremo de la moral. En consecuencia, es absurdo atribuir­
le a Kant la tesis de que el sentido del deber, por sí mismo, es su­
ficiente para determinar el contenido de los deberes morales. El
sentido del deber es el motivo por el cual debemos llevarlos a
cabo, pero el contenido lo determina la razón mediante el prin­
cipio supremo, cuya búsqueda y establecimiento es el propósito
central de la Fundamentación.

5 . El valor moral no reside en el propósito de la acción


En la conclusión del análisis de estos ejemplos, Kant establece
lo que denomina “la segunda proposición”, la cual dice:
[U]na acción por deber tiene su valor moral no en el propósito que
vaya a ser alcanzado por medio de ella, sino en la máxima según la

19
H. Arendt, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal.
44 virtud, felicidad y religión

que ha sido decidida; no depende, así pues, de la realidad del ob­


jeto de la acción, sino meramente del principio del querer según el
cual ha sucedido la acción sin tener en cuenta objeto alguno de la
facultad de desear. (F 4:399–400/130–131)
Kant introduce esta segunda proposición sin haber enunciado
la primera. A la luz de su análisis del concepto de buena volun­
tad, la primera proposición tendría que decir que sólo las accio­
nes de la buena voluntad tienen valor moral, o bien que sólo las
acciones hechas por deber tienen valor moral. En cualquier
caso, la segunda proposición señala que el valor moral no puede
residir en el propósito, sino que reside en la máxima completa
de acción. En los dos ejemplos que hemos considerado hasta
ahora, el propósito de la acción es el mismo cuando la acción es
conforme a deber y cuando se hace por deber. En el primer ejem­
plo, el propósito es conservar la vida, y está contenido en las má­
ximas “conservar la vida por miedo a la muerte” y “conservar la
vida por deber”. En el segundo ejemplo, el propósito es ayudar
al prójimo, y está contenido en las máximas “ayudar porque me
gusta” y “ayudar porque es mi deber”. Como el propósito puede
ser el mismo en una máxima conforme a deber y en otra que se
realiza por deber, pero sólo una de ellas tiene contenido moral,
se sigue que este último no puede residir en el propósito.20 En
el supuesto de que las únicas dos opciones sean el propósito y la
máxima completa, se sigue que el valor moral tiene que residir
en esta última. La pregunta importante es por qué.
En la explicación que sigue a la formulación de la segunda
proposición, Kant señala que, al no residir en el propósito, el
valor moral no depende “de la realidad del objeto de la acción,
sino meramente del principio del querer según el cual ha sucedido
la acción sin tener en cuenta objeto alguno de la facultad de
de­sear” (F 4:400/131). Esto es congruente con su afirmación al
inicio del capítulo de que la bondad de la buena voluntad no
depende de lo que efectúe o realice, sino que es buena sólo por
el querer; sin embargo, esta observación es ambigua entre dos
posibilidades muy diferentes: que el valor moral no dependa de

20
Ésta es la interpretación que ofrece Korsgaard, “El análisis de Kant de la
obligación”. Sin embargo, más adelante en esta sección explico por qué esta
lectura es inadecuada.
el principio supremo de la moral 45

la realidad del objeto de la acción o que no dependa de objeto


alguno de la facultad de desear. Que el valor moral no depende
de la realidad del objeto de la acción ha quedado claro desde el
inicio de la obra cuando Kant señala que “la buena voluntad no
es buena por lo que efectúe o realice” (F 4:394/119). Pero que
el valor moral no depende de objeto alguno de la facultad de
desear es una novedad en el curso del argumento. El propósito
es el objeto al cual se dirige la acción, es lo que se intenta hacer
realidad o efectuar; por ejemplo, conservar la vida o ayudar al
pró­jimo. ¿Quiere decir Kant que la acción moral no se dirige a
nin­gún objeto o que su valor moral no depende del objeto que se
persigue? Muchos lectores de Kant suponen que, de acuerdo
con él, la acción moral no se dirige a ningún objeto, sobre todo
después de haber leído la primera fórmula del imperativo cate­
górico en el segundo capítulo, la cual es “formal”. Pero esa lec­
tura no puede ser correcta. Por un lado, nuestro autor sostiene
que el valor moral depende de la máxima completa de acción,
la cual siempre contiene el objeto de la acción, es decir, el fin que
se persigue. Por el otro, en escritos posteriores Kant seña­la que
“toda acción contiene un fin” (MC 6:384–385/235–236), lo cual
incluye, desde luego, las acciones morales.21
Estas consideraciones sugieren que, si bien el propósito es un
componente necesario en una máxima moral, el valor moral
reside en otro componente. Kant señala en el mismo pasaje que
el valor moral “no puede residir en ningún otro lugar que en el
principio de la voluntad, sin tener en cuenta los fines que pue­
dan ser efectuados por esa acción” (F 4:400/131). De acuerdo
con esto, si bien toda acción contiene un fin, el valor moral no
puede residir en el objeto que se procura. La razón que se ofre­
ce es que:

21
Se podría pensar que una tercera razón es que la segunda fórmula del
imperativo categórico, como veremos, especifica el fin que constituye el con­
tenido de toda acción moral, lo cual sería indicativo, según esto, de que las
acciones morales se hacen con miras a algún fin o propósito. Sin embargo, esto
no es correcto porque el fin absoluto que, según Kant, contiene toda acción
moral no es un propósito que se deba realizar. Se trata de un fin en un sentido
diferente, un valor absoluto que establece un límite a todas nuestras acciones y
en contra del cual no se puede obrar nunca. Desarrollo estos puntos en el ca­
pítulo IV.
46 virtud, felicidad y religión

[L]a voluntad, en medio entre su principio a priori, que es formal,


y su resorte a posteriori, que es material, está, por así decir, entre
una bifurcación, y como sin embargo tiene que ser determinada
por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del
querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto
que le ha sido sustraído todo principio material. (F 4:400/131)
Este pasaje indica que el valor moral no puede residir en el pro­
pósito porque éste, al ser el fin u objeto de la acción, depende
de un incentivo a posteriori, que es material. Es importante aclarar
que “material” no es idéntico a “empírico” o “a posteriori”.22 Un
principio material es aquel que contiene algún objeto, el cual
puede ser a priori o a posteriori, de modo que los principios ma­
teriales pueden ser a priori o bien basarse en la experiencia.
Como el pasaje citado deja claro que el objeto es a posteriori, la
pregunta que se plantea es la siguiente: ¿por qué razón el valor
moral no puede residir en el propósito: o bien porque da lugar
a un principio material o bien porque es a posteriori ? Aunque
mu­chos lectores suelen suponer que la respuesta es que el valor
moral no puede residir en el propósito porque éste da lugar a un
principio material, esto no es correcto. Después de todo, la se­
gunda fórmula del imperativo es un principio material en la
medida en que especifica el fin o contenido del principio mo­
ral. La respuesta correcta es que el valor moral no puede residir
en el propósito porque éste se basa en un resorte o incentivo a
posteriori. Como sabemos, este tipo de incentivos no pueden ser
morales porque, de acuerdo con Kant, la moral es categórica y,
por ello, no puede fundarse en la experiencia. La pregunta que
se plantea es ¿por qué supone Kant que el propósito se basa
necesariamente en un incentivo a posteriori ?
Para responder a esta pregunta es necesario hacer una breve
referencia a la “Analítica” de la segunda Crítica,23 donde Kant
explica por qué, en ausencia de un principio práctico formal de
22
En el prefacio de la Fundamentación, Kant señala que el conocimiento
racional material o filosofía material es aquel que se ocupa de ciertos objetos,
los cuales son la naturaleza y la libertad (F 4:387/105)
23
En este punto mi análisis difiere del de Korsgaard (“El análisis de Kant de
la obligación”) porque ella no toma en consideración los elementos que en­
contramos en la “Analítica” de la segunda Crítica. De acuerdo con ella, el valor
moral no puede residir en el propósito porque éste es el mismo en las máximas
el principio supremo de la moral 47

la razón pura, la voluntad sólo puede determinarse por princi­


pios materiales, los cuales son todos empíricos. Estas dos opcio­
nes son exhaustivas según su teoría de las facultades: o bien el
incentivo de la voluntad proviene de la sensibilidad, en cuyo caso
es a posteriori y material, o bien proviene de la razón pura, en cuyo
caso es a priori y formal.24 Aunque Kant introduce principios
materiales a priori –todos aquellos que contienen fines mora­
les–, éstos necesariamente presuponen un principio formal a
priori de la razón. Esto se debe a que la razón, ante todo, estable­
ce leyes o principios, los cuales, en primera instancia, son for­
males, esto es, tienen la forma de la universalidad. Asimismo,
los objetos a priori de la razón práctica, como el reino de los fi­
nes o el bien supremo, sólo pueden determinarse con base en
un principio formal a priori. Por ello, aunque una acción moral
se lleve a cabo con base en un principio material (como la fór­
mula de la humanidad), su valor moral reside, a fin de cuentas,
en un prin­cipio formal.
En ausencia de un principio formal de la razón pura, la única
fuente que queda para la determinación de los objetos de la ac­
ción es la sensibilidad. En ese caso, los objetos se determinan
con base en sentimientos de agrado o desagrado, los cuales son
incentivos empíricos. Cuando un objeto se determina de este
modo, da lugar a principios materiales que son asimismo empí­
ricos. En la “Analítica”, Kant se propone dirimir la cuestión de
cuál es el principio supremo de la voluntad. De acuerdo con su
teoría de las facultades, las únicas dos opciones pueden ser un
principio material empírico, el cual es el principio de la felici­
dad, o bien un principio formal a priori de la razón, el cual es el
imperativo categórico. El primero surge de la sensibilidad y de
la razón empíricamente condicionada, mientras que el segundo
surge de la razón pura; además, el primero no puede servir de

de ayudar por inclinación y de ayudar por deber, a saber, ayudar. Como sólo
una de ellas tiene valor moral, se sigue que este último no puede residir en el
propósito. Como explico a continuación, considero que la postura de Kant es
más compleja.
24
Kant no presupone que exista tal principio formal. Al principio de la “Ana­
lítica” considera cuál tendría que ser el principio moral para después pro­ceder
a su “deducción” o fundamentación.
48 virtud, felicidad y religión

principio supremo porque es necesariamente empírico y, por


ello, no puede ser moral, esto es, incondicionado.
El mismo tipo de razonamiento está implícito de manera
críp­­tica en los pasajes citados en la Fundamentación. Kant presu­
pone las dos alternativas siguientes: o bien el fundamento de
determinación de la voluntad es un incentivo a posteriori, o bien
es un principio a priori. En el primer caso, la voluntad se deter­
mina por el objeto de la acción, es decir, el propósito, el cual
estaría determinado empíricamente. En cambio, si suponemos
que el fundamento es un principio a priori, la voluntad se deter­
mina por un principio formal, ya que, al menos en su pri­mera
formulación, el principio a priori es formal. Dadas estas alterna­
tivas, el valor moral no puede residir en el propósito, en el en­
tendido de que éste se determina con base en sentimientos de
placer y de desagrado, porque semejante fundamento de deter­
minación no puede dar lugar a ningún valor absoluto. Por lo
tanto, el valor moral reside en el principio de la voluntad, el
cual es a priori y formal, y sí puede dar lugar a un valor absoluto.
De acuerdo con esta lectura, la tesis de que el valor moral no
puede residir en el propósito se sigue de que las únicas dos al­
ternativas para la voluntad son determinarse por un principio
formal, o bien por uno material. En ausencia del primero, el
segundo sólo puede establecerse con base en los incentivos de
la sensibilidad, los cuales se dirigen hacia algún objeto agrada­
ble. A partir de estas alternativas, si la voluntad se determina por
el propósito, lo hace con base en los incentivos de la sensibili­
dad, en cuyo caso la acción no puede tener valor moral. Un
propósito empíricamente determinado no puede ser fuen­te de
valor moral, no porque sea insuficiente, sino porque es irrelevan­
te: semejante propósito no puede otorgar a la acción un valor
absoluto. Por ello, Kant señala que el valor moral reside en el
principio de la voluntad “sin tener en cuenta los fines que pue­
dan ser efectuados por esa acción”. Al dejar de lado los fines em­
píricos, se le “sustrae” a la voluntad todo principio material.25

25
Retomo la discusión sobre cómo entender las dos máximas del filántropo
(cuando actúa por inclinación y cuándo lo hace por deber) en el capítulo II,
sección 6.
el principio supremo de la moral 49

6 . El principio supremo de la moral


Tras el análisis del valor moral, Kant introduce la “tercera pro­
posición”: “el deber es la necesidad de una acción por respeto a
la ley” (F 4:400/131).26 Kant contrasta “respeto” con “inclina­
ción” y dice que “hacia el objeto como efecto de la acción” pue­
de tener­se inclinación pero nunca respeto porque no es “una
actividad de la voluntad” (F 4:400/131); además, hacia las incli­
naciones mismas tampoco puede tenerse respeto, sino sólo apro­
bación o amor. El objeto de respeto sólo puede ser aquello “que
está conectado con mi voluntad mera­men­­­te como fundamento,
pero nunca como efecto” (F  4:400/131). Tal fundamento, de
acuerdo con él, no puede ser otro que una ley, cuya represen­
tación sólo puede darse en un ser racional (F 4:401/133), no
puede residir en las inclinaciones ni en ningún otro lugar de la
naturaleza. Sólo la actividad de un ser racional que se represen­
ta la ley y se determina a actuar con base en ella puede dar lugar
al sentimiento de respeto.27 En una larga nota al pie, Kant seña­
la que el respeto “propiamente” es “la representación de un va­
lor que hace quebranto a mi amor propio” (F 4:401n/133n).
Sugiere que este sentimiento sólo se puede experimentar hacia
algún objeto de reverencia que tenga algún tipo de autoridad a
la que nos sometemos y por la que estamos dispuestos a sacrifi­
car la satisfacción de las inclinaciones. Se refiere al respeto como
“la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin la mediación de
otros influjos sobre mi sentido” (F 4:401n/133n).
Según explica Kant, la autoridad de la ley proviene de la acti­
vidad de la propia voluntad, ya que se trata de una ley que la
voluntad se impone a sí misma; no se trata de un poder ajeno,
sino que es la autoridad de la razón pura, la cual se ejerce cuan­
do nos gobernamos a nosotros mismos mediante sus dictados. El
sentimiento de respeto se experimenta hacia los mandatos de la
razón que nos imponemos a nosotros mismos, esto es, hacia
nuestra propia autonomía, por ello, no sería correcto afirmar,
como a veces se hace, que el sentimiento de respeto expresa un

26
Para discusiones sobre esta proposición, véanse Wood, Kant’s Ethical
Thought, capítulo 1, y Reath, “Kant’s Theory of Moral Sensibility: Respect for
the Moral Law and the Influence of Inclination”.
27
Explico el sentimiento de respeto en el capítulo VI, sección 6.
50 virtud, felicidad y religión

“fetichismo” de la ley. Cuando Kant habla de fetichismo, en el


libro IV de La religión dentro de los límites de la mera razón, deja
claro que éste se dirige hacia objetos que son productos huma­
nos, pero que se nos presentan como si tuvieran autoridad por sí
mismos independientemente de nosotros.28 La autoridad que
se le confiere a una imagen supuestamente sagrada es de este
tipo. A pesar de ser un producto humano, se la toma como un
fetiche, es decir, se le atribuyen poderes sobre nosotros que es­
capan a nuestro control. Es cierto que la subordinación a ciertas
leyes puede caer en el fetichismo, en el sentido en que Kant y
Marx lo entienden, pero uno de los propósitos de la filosofía crí­
tica es precisamente librarnos de él. No cualquier ley que se nos
presente como tal puede ser objeto de respeto, sino sólo aquella
que se origina en la autonomía de la razón. Esa ley no cobra
vida independiente de nosotros en la medida en que compren­
demos su origen y el uso legítimo que podemos hacer de ella.
Kant aclara que, si bien el respeto es un sentimiento, no es
oriundo de la sensibilidad, sino que se produce en nosotros
como efecto del mandato de la razón, es un sentimiento “auto-
producido a través de un concepto de la razón” (F 4:401n/133n).
De allí que no pueda hablarse del respeto como una inclinación
natural. Lejos de provenir de la naturaleza sensible, este senti­
miento presupone la actividad de la razón dándose leyes a sí mis­
ma y de­terminándose a actuar de acuerdo con ellas. Kant ex­
plica en detalle cómo puede la razón pura tener tal efecto en la
sensibilidad sólo hasta la segunda Crítica.29 No se trata de una
cuestión menor ya que, de acuerdo con él, a menos que la razón
pura pueda tener este efecto, es decir, producir en nosotros un
incen­tivo moral, la acción moral sería imposible. Tal incentivo
es precisamente el sentimiento de respeto hacia la ley, el cual es
un sentimiento favorable con el cual reaccionamos frente a la re­
presentación de la ley y de su autoridad sobre nosotros. Si la
razón pura resulta incapaz de producirlo, la motivación moral
se vuelve imposible. Más adelante veremos los argumentos de
Kant a favor de la capacidad motivacional de la razón pura prác­

28
Sobre este punto, véase el capítulo VIII, sección 4.
29
Véase el capítulo VI, sección 6.
el principio supremo de la moral 51

tica. La pregunta importante por ahora es de dónde sale la co­


nexión del deber con una ley.
Como vimos, las únicas alternativas que Kant presenta como
fundamentos de determinación de la voluntad son un incentivo
empírico y un principio a priori. Como ya sabemos que el valor
moral no puede residir en un incentivo empírico, entonces tie­
ne que proceder de un principio a priori; por ello, las acciones
por deber se llevan a cabo en obediencia a un principio a priori
o una ley, que se nos presenta como mandato. Como en tal caso
la voluntad no actúa en consideración del propósito de la ac­
ción, sino en virtud de la ley, Kant sostiene que lo hace por mero
respeto hacia ésta, de manera que actuar por deber no es otra
cosa que hacerlo por respeto a la ley o mandato que lo esta­ble­
ce. Otra manera de expresar el razonamiento que conduce del
deber a la ley es que el concepto de deber implica el de ley o de
mandato. Si hacemos algo por deber, lo hacemos porque supo­
nemos que existe alguna ley o mandato que así lo establece.
Como ya quedó dicho que el valor moral no reside en el propó­
sito, el incentivo de la voluntad que actúa por deber no puede
ser producir el objeto de su acción, sino obedecer la ley que
establece el deber, lo cual no es otra cosa, según Kant, que ac­
tuar por el mero respeto a la ley. La pregunta que se plantea,
desde luego, es ¿cuál puede ser esa ley?
Kant expresa la pregunta anterior de la manera siguiente:
“¿qué ley podrá ser esa cuya representación, incluso sin tener
en cuenta el efecto que se espera de ella, tiene que determinar
a la voluntad para que ésta pueda, en absoluto y sin restricción,
llamarse buena?” (F 4:401/133). Su respuesta es que, como se le
quitó a la voluntad todo objeto que pudiera servir como funda­
mento de determinación, la ley en cuestión no puede ser mate­
rial, no puede tratarse de una ley con algún contenido deter­
minado que nos diga qué objetos producir. Como vimos en la
sección anterior, en este punto del argumento el contenido de
una ley material sólo podría ser un objeto determinado por in­
centivos de la sensibilidad, de manera que tal ley no podría ser
categórica; por lo tanto, tiene que tratarse de una ley formal que
exija que la máxima de acción tenga la forma de la universali­
dad: la ley demanda que la máxima de la acción tenga la forma
de una ley universal. Para apreciar esto, vale la pena contrastarla
52 virtud, felicidad y religión

con una ley material, la cual exige que la máxima se adecue al


objeto que se exige producir. Por ejemplo, el mandato “Ama
al prójimo como a ti mismo” es material porque especifica que
debemos producir un objeto en el mundo: el amor al prójimo;
como se trata de un mandato, exige que actuemos según máxi­
mas en las cuales nos propongamos producir ese objeto. Una
ley formal, en cambio, no exige que nuestras máximas tengan
algún contenido particular, sino que tengan cierta forma, a sa­
ber, la forma de leyes universales. Kant expresa el punto dicien­
do que el principio formal exige “la mera conformidad a la ley
en general” (F 4:402/135).
La conclusión de este razonamiento es la formulación del
principio formal a priori que rige a la buena voluntad cuando ac­
túa por deber: “nunca debo proceder más que de modo que pue­
­da querer también que mi máxima se convierta en una ley universal ”
(F 4:402/135). Este principio no es otro que el principio supre­
mo de la moral, el cual, como ya sabemos, rige a la voluntad
absolutamente buena. De este modo, Kant cumple lo que dijo
que haría, determinar el principio supremo de la moral median­
te un análisis de los conceptos morales ordinarios. Empieza con
el concepto de una voluntad absolutamente buena, y lo anali­
za enfocándose en la situación en que la voluntad actúa bajo
obstáculos subjetivos, esto es, por deber. Concluye que, al actuar
por deber, la voluntad actúa por respeto a la ley: no se trata de
una ley en particular sino de la forma legal de la máxima. El
principio supremo según el cual actúa la buena voluntad exige
que lo haga según máximas que pueda querer como leyes uni­
versales, es decir, según máximas que tengan la forma de la
universalidad.30

30
Si bien Kant ofrece al final de esta primera sección una muy breve expli­
cación de qué significa que una máxima pueda tener la forma de una ley uni­
versal, en la siguiente sección plantea un tratamiento detenido del tema. Me
ocupo de ello en el capítulo III, sección 2.
II

EL PRINCIPIO DE LA FELICIDAD

En la segunda sección de la Fundamentación, Kant presenta una


teoría de la racionalidad práctica en la que explica los princi­
pios conforme a los cuales actúa un ser racional. Aquí procede
también mediante un análisis de conceptos con el fin de deter­
minar el contenido del imperativo categórico, pero el punto de
partida en esta ocasión son los conceptos de la filosofía moral
popular para transitar a la metafísica de las costumbres. En par­
ticular, parte del concepto de un ser racional en general, y de
allí desarrolla su teoría de los imperativos. En su palabras: “tene­
mos que perseguir y exponer claramente la facultad racional
práctica desde sus reglas de determinación universales hasta allí
donde surge de ella el concepto de deber” (F 4:412/155). En el
presente capítulo me ocupo del primer imperativo que presen­
ta, el hipotético, y lo examino en relación con lo que denomina
en la segunda Crítica “el principio de la felicidad”. Explicaré por
qué es insatisfactoria la concepción inicial del imperativo hipo­
tético de la prudencia en la Fundamentación y cómo lo modifica
Kant en la segunda Crítica para dar lugar al principio de la feli­
cidad o del amor propio.

1 . Los objetos de la razón práctica: lo bueno y lo malo


Kant define el ser racional como aquel que “posee la facultad de
obrar según la representación de las leyes, esto es, según princi­
pios, o una voluntad ” (F 4:412/155). Al igual que cualquier otra
cosa en la naturaleza, señala Kant, un ser racional opera según
leyes, excepto que en su caso, lo hace según su propia represen­
tación de las leyes. Esto significa que este ser, a diferencia del
54 virtud, felicidad y religión

resto de la naturaleza, se guía a sí mismo en sus acciones según


principios. Las leyes no operan a través de él, como en cual­
quier objeto o suceso del mundo, sino que él rige su propia con­
ducta de acuerdo con su propia representación de las leyes. En
este pasaje, Kant equipara la facultad racional práctica con la
vo­luntad, de modo que esta última no es otra cosa que razón
práctica. Sin embargo, al mismo tiempo sugiere una distinción
entre la razón y la voluntad, al señalar que la primera puede o
no determinar “indefectiblemente” la voluntad. Aunque esto re­
sulta extraño, pues la voluntad es razón práctica, podemos dis­
tinguir entre ambas si consideramos que la voluntad puede ver­
se afectada por incentivos de la sensibilidad que la pueden
desviar de los dic­tados de la razón pura.1
Cuando Kant dice que la razón determina indefectiblemente
la voluntad, hay que entender que se trata de una voluntad que
no se ve afectada por incentivos de la sensibilidad. En este caso,
“las acciones que son reconocidas como objetivamente necesa­
rias son también subjetivamente necesarias” (F 4:412/155). Una
acción “objetivamente necesaria” es aquella que, según la razón
pura, debe llevarse a cabo. Tal acción es también “subjetivamen­
te necesaria” cuando la reconoce como tal una voluntad que no
está sujeta a la influencia de incentivos que pueden desviarla de
los dictados de la razón pura, esto es, una voluntad santa. En
este caso, también es necesario que la acción se lleve a cabo sub­
jetivamente. Sin embargo, cuando la voluntad se halla sujeta a
la influencia de incentivos de la sensibilidad, como lo está la
humana, “las acciones que son reconocidas objetivamente como
necesarias son subjetivamente contingentes” (F 4:413/155). En
tal caso, la voluntad no se conforma necesariamente a los prin­
cipios de la razón pura, por lo cual éstos le resultan constricti­
vos, y resulta contingente que la voluntad lleve a cabo aquellas
acciones que la razón pura establece como necesarias.
Como facultad racional práctica, la voluntad es la capacidad de
elegir acciones conforme a la razón. Kant se refiere a ella como
“una facultad de elegir solamente aquello que la razón reconoce in­
dependientemente de la inclinación como prácticamente nece­
1
En la introducción de La metafísica de las costumbres Kant introduce el con­
cepto de “arbitrio” (Willkür) para referirse a la facultad racional de acción que
se puede ver afectada por la sensibilidad, mientras que la voluntad es ra­zón
práctica (MC 6:213–214/16–18).
el principio de la felicidad 55

sario, esto es, como bueno” (F 4:412/155). Aquello que la ra­zón


elige es lo que llamamos “bueno” o “acciones buenas”, y aque­llo
que la razón rechaza es lo que llamamos “malo” o “acciones ma­
las”. Kant suscribe una antigua tradición filosófica de acuerdo
con la cual sólo elegimos aquello que consideramos bueno en
algún sentido y rechazamos aquello que consideramos malo
(C 2 5:59/57). Como podemos apreciar, la suya es una teoría
ra­cionalista de la bondad de las acciones, de acuerdo con la
cual la bondad se determina con base en principios de la razón.
De este modo, “acción racional” y “acción buena” resultan ser lo
mismo. Como tales principios de la razón son universalmente
válidos, lo bueno y lo malo se determinan por “fundamentos
que son válidos para todo ser racional como tal” (F 4:413/157).
Si dejamos de lado la inclinación, la razón sola determina lo
bue­no y lo malo y serán exactamente lo mismo para todo ser
ra­cional. Esto no significa que todos los seres racionales consi­
deren buenas o malas exactamente las mismas co­sas todo el
tiempo, sino que lo bueno y lo malo “objetivamente”, es decir,
de acuerdo con principios de la razón, valen univer­salmente.
Como los principios racionales son universalmente vá­lidos, la
bondad o la maldad de un objeto o acción es universalmente
“comunicable” (C 2 5:58/57).
Kant contrasta lo “bueno” con lo “agradable”. Mientras que
lo bueno se establece con base en criterios objetivos de la razón, lo
agradable es “aquello que tiene influjo sobre la voluntad sólo por
medio de la sensación por causas meramente subjetivas, que
valen sólo para el sentido de éste o aquél, y no como principio
de la razón que vale para todo el mundo” (F 4:413/157). De
acuerdo con esto, decimos que algo es agradable con base en la
sensación; por ejemplo, decimos que un pastel de chocolate
nos agrada. Se trata de un juicio subjetivo, y cabe preguntar si la
acción de comerse el pastel es buena objetivamente. Para reali­
zar este tipo de juicio se necesitan principios objetivos de la razón,
así que no puede llevarse a cabo con base en la mera considera­
ción subjetiva de que el objeto agrade. Con base en principios
objetivos alguien podría decir, por ejemplo, que comerse el pas­
tel es malo para un diabético porque es contrario a su bienestar
a largo plazo, o bien podría decirse que comérselo sería moral­
mente malo porque el pastel pertenece a otra persona.
56 virtud, felicidad y religión

En la segunda Crítica, Kant desarrolla esta tesis y traza la dis­


tinción entre el principio objetivo de la razón y el concepto de
un objeto de la razón práctica. Los objetos de la razón prác­tica
son el bien y el mal, y sus conceptos se determinan con base en
los principios objetivos de la razón. En este punto establece la
fórmula “nihil appetimus, nisi sub ratione boni; nihil aversamur,
nisi sub ratione mali”,2 aunque aclara que contiene una ambi­
güedad, ya que lo bueno y lo malo pueden entenderse en dos
sentidos, a saber, en relación con la razón o con la sensación.3
Añade que en lengua alemana es posible trazar la distinción en­
tre Gut y Böse, por un lado, y Wohl y Übel, por el otro. Es preciso
aclarar que eso no es posible en español. Gut es lo bueno en re­
lación con la razón y Böse, lo malo desde esa misma pers­pectiva.
Wohl es lo bueno en relación con lo agradable de la sensación y
Übel lo malo. Decimos que algo es wohl o übel en relación con
nuestro estado de agrado o de desagrado. Desde esta perspecti­
va, podemos desear un objeto o sentir aversión hacia él. Pero
cuando decimos que algo es gut o böse, no nos referimos “al es­
tado sensible de la persona”, sino sólo a acciones, las cuales se
determinan con base en principios de la razón. Debido a que
estos principios son universales, comunes a todos los seres racio­
nales, afirma Kant que lo bueno (Gut) y lo malo (Böse) se juzgan
según conceptos que se pueden “comunicar universalmente”
(C 2 5:58/57). Más adelante agrega que “lo que debemos llamar
bueno (gut) debe ser en el juicio de todo hombre racional un
objeto de la facultad de desear, y el mal (das Böse) un objeto de
aversión a los ojos de todo el mundo y, por lo tanto, para ese juicio
se necesita, además del sentido, también razón” (C 2 5:60–61/59).
Como vimos líneas antes, los principios objetivos de la razón
resultan constrictivos para la voluntad humana, ya que ésta está
sujeta a la influencia de incentivos sensibles que la pueden des­
viar de las acciones que la razón señala como buenas, o bien la
pueden conducir a acciones que la razón determina que son
malas. Kant observa que “la representación de un principio ob­
jetivo en cuanto que es constrictivo para una voluntad se llama
2
“No apetecemos nada si no es en razón de un bien, ni rechazamos nada si
no es en razón de un mal.”
3
Segunda Crítica, capítulo segundo: “Del concepto de un objeto de la razón
pura práctica”.
el principio de la felicidad 57

mandato (de la razón), y la fórmula del mandato se llama impe­


rativo” (F 4:413/157). Los principios objetivos de la razón prác­
tica son, entonces, mandatos para la voluntad humana, cuyas
fórmulas son imperativos.4 A continuación señala que “todos los
imperativos mandan o hipotética o categóricamente” (F 4:414/159).
Un imperativo hipotético representa “la necesidad práctica de
una acción posible como medio para llegar a otra cosa que se
quie­re (o es posible que se quiera)” (F 4:414/159). Este tipo
de mandato determina que una acción es buena en cuanto medio
para otra cosa, y ordena hacerla con miras a la consecución del
fin que se tiene propuesto. Un imperativo categórico, en cam­
bio, “sería el que representase una acción como objetivamente
necesaria por sí misma, sin referencia a otro fin” (F 4:414/159).
Esto significa que el categórico determina que una acción es bue­
na en sí misma y ordena hacerla por sí misma, no como medio
para otra cosa.
De acuerdo con esos principios, una acción puede ser buena
o mala como medio para otra cosa o buena o mala en sí misma.5
Hay que notar que esta división deja de lado acciones que son
buenas o malas como fines sin que sean buenas o malas en sí mis­
mas (o intrínsecamente);6 por ejemplo, alguien puede propo­
nerse el fin de tocar bien el piano, sin miras a ninguna otra
cosa. Desde su perspectiva la acción le parece buena, aunque
no sea buena en sí misma y, por lo tanto, aunque no pueda de­
cirse que el fin de tocar bien el piano es algo bueno para todos
los seres racionales. O bien alguien puede decir que entrar en
el ejército sería bueno como medio para tener seguridad econó­
mica, aunque rechace esa opción por ser algo malo para él. Sin
embargo, ese rechazo no implica que entrar en el ejército sea
un fin malo absolutamente para todos los seres racionales. Fines
de este tipo, que consideramos buenos o malos desde la pers­
4
Sobre la teoría de los imperativos, véase A. Wood, Kant’s Ethical Thought,
capítulo 2.
5
Sobre esta doble distinción, véase Ch. Korsgaard, “Dos distinciones en la
bondad”.
6
Uno de los propósitos centrales de Korsgaard (“Dos distinciones en la
bondad”) es dar cuenta de este tipo de fines. Véase la discusión en H. Ginsborg,
“Korsgaard on Choosing Nonmoral Ends” y la réplica de Korsgaard en “Motiva­
tion, Metaphysics, and the Value of the Self: A Reply to Ginsborg, Guyer, and
Schneewind”.
58 virtud, felicidad y religión

pectiva de la felicidad o del bienestar a largo plazo, se dejan de


lado en la división de las acciones entre buenas como medio
(im­perativo hipotético) y buenas en sí mismas (imperativo cate­
górico).
Esta exclusión en la Fundamentación se debe a que Kant sub­
sume bajo el imperativo hipotético todas las acciones que son
buenas de manera relativa, es decir, en relación con algo más, a
saber, la constitución subjetiva de una persona, la cual in­cluye su
concepción de la felicidad. Como veremos a continuación, aquí
caracteriza el principio de la felicidad como un tipo de impera­
tivo hipotético, de modo que todas las acciones enca­mi­­nadas
hacia la propia felicidad resultan buenas como medios para al­
canzar esta última. No considera aquí que una acción pue­da ser
buena o mala como fin por ser un componente de la feli­cidad de
la persona, como en los ejemplos de tocar bien el piano o de ne­
garse a entrar en el ejército. Si bien ese tipo de fi­nes pueden y
deben evaluarse a la luz del imperativo categórico, éste sólo de­
termina si son buenos o malos por ser moralmente permisibles
o no permisibles. Este imperativo no puede definir si ese tipo de
fines pueden ser buenos o malos desde la perspectiva de la feli­
cidad de la persona. Ni el imperativo hipotético ni el categórico
sirven para evaluar si algo que no es ni bueno ni malo en sí
mismo puede ser bueno como fin, de manera relativa. Ambos
imperativos suponen que ese tipo de fines ya han sido elegidos.
El hipotético lo supone, ya que ordena los medios para lograr
cualquier fin que se tenga propuesto; y el categóri­co también lo
supone al evaluar los fines desde una perspectiva mo­ral –como
permisibles o prohibidos–. En la Fundamentación no hay nin­
gún principio práctico que sirva de guía en la elección de fines
bue­nos en relación con algo más, a saber, con la felicidad o el
bie­nestar a largo plazo. Si bien necesitamos el imperativo cate­
górico para evaluar su consistencia con la moral, no los elegi­
mos con base en él.
En la Fundamentación Kant deja la elección de ese tipo de fines
a las inclinaciones, pero eso es inadecuado ya que las inclinacio­
nes no eligen nada. Las inclinaciones son fuentes de incenti­vos
para la elección de fines; la elección, propiamente, la efectúa la
razón. En la segunda Crítica afirma que “se podría definir a la vo­
luntad como la facultad de los fines, puesto que los fines siem­
el principio de la felicidad 59

pre son fundamentos determinantes de la facul­tad de apetecer


según principios” (C 2 5:59/57). En la introducción de la Doctri­
na de la virtud, se señala que “un fin es un objeto del libre ar­
bitrio” y que toda acción “tiene un fin” (PMDV 6:385/235–236).
La libre elección de fines sólo puede llevarse a cabo a la luz de
un principio. En el caso de los fines que son buenos en relación
con algo más, el candidato natural es el principio de la felici-
dad o de la prudencia. El problema es que en la Fundamentación
Kant lo caracteriza como un imperativo hipotético. Una parte
de mi ob­jetivo en el presente capítulo es explicar cómo modifica
Kant en la segunda Crítica la concepción inicial del principio de
la felicidad que había propuesto en la Fundamentación y lo ela­
bora como un principio del amor propio, el cual, si bien sigue
siendo hipotético de acuerdo con las razones que explicaré más
adelante, posibilita la elección de fines buenos en relación con
algo más.

2 . Los imperativos hipotéticos y el concepto de la felicidad


Los imperativos son principios objetivos de la razón para la for­
mación de máximas, las cuales, como vimos en el capítulo I, sec­
ción 3, son principios subjetivos, es decir, constituyen la base
sobre la que una persona de hecho actúa. Los principios objeti­
vos son guías para la formación de máximas buenas que conten­
gan, por ello, acciones buenas. “Bueno” debe entenderse aquí
en el doble sentido racional que Kant distingue: bueno como
medio o bueno en sí mismo, de manera que una máxima puede
ser buena en cuanto máxima hipotética, o bien puede serlo en
cuanto máxima moral. Como en la Fundamentación considera pri­
mero el imperativo hipotético, haré lo mismo aquí y dejaré la con­
sideración del imperativo categórico para el capítulo siguiente.
Kant distingue entre dos tipos de imperativos hipotéticos se­
gún su propósito sea posible o sea real.7 Un propósito posible es el
que podemos suponer que alguien podría proponerse. Un pro­
pósito real es el que podemos afirmar que todos los seres hu­
manos se proponen. En el primer caso, cuando se supone que

7
Sobre los imperativos hipotéticos, véanse Korsgaard, “The Normativity of
Instrumental Reason”, y Wood, Kant’s Ethical Thought, capítulo 2.
60 virtud, felicidad y religión

el propósito es meramente posible, el imperativo es “problemá­


tico” (F 4:415/161). En el segundo caso, cuando podemos afir­
mar que el propósito es real, el imperativo es “asertórico”. Como
los fines posibles que una voluntad humana se puede proponer
son infinitos, Kant señala que los imperativos hipo­téticos son
asimismo infinitos en número. Por ejemplo, si sabemos que un
fin posible es hacer pan y que un medio apropiado para ello es
mezclar harina con levadura, un imperativo hipotético proble­
mático sería “quien quiera hacer pan debe mezclar harina con
levadura”. La acción de mezclar harina con levadura se conside­
ra buena hipotética o problemáticamente, esto es, en el supues­
to de que alguien se proponga el fin de hacer pan. Como este
imperativo considera el fin como algo posible y sólo señala qué
acción sería buena como medio para lograrlo, la bondad o la
racionalidad del fin mismo no se evalúa aquí. Este tipo de im­
perativos no pueden decirnos qué fines sería bueno o racional
proponernos. Por ello, Kant les llama también imperativos de
“habilidad” o “técnicos”. Lo que está en cuestión aquí es la ra­
cionalidad o bondad de ciertas acciones como medios. Él ofrece
el ejemplo de alguien que se propone matar a otra persona por
envenenamiento, en cuyo caso la acción de envenenar es ra­cio­
nal o buena como medio para el fin de matar a alguien con se­
guridad. Este tipo de imperativos no puede determinar si el fin
mismo es racional o bueno, y se plantea la cuestión de si la
maldad de un fin se transmite a los medios de modo que si el fin
es malo no puede ser racional tomar los medios. En estricto sen­
tido, lo que sucede es que si el fin es malo, nadie debe propo­
nérselo, en cuyo caso la cuestión de la racionalidad o la bondad
de los medios ni siquiera se debe plantear. No es posible ni ne­
cesario decir que los medios para un fin malo son, ellos mismos,
irracionales o malos. En cuanto medios apropiados para un fin,
la acción de tomarlos es instrumentalmente buena. Sin embar­
go, cuando el fin es malo, nadie debe proponérselo y, por lo
tanto, ni siquiera debe caber la pregunta sobre los medios apro­
piados.8

8
En este sentido, el imperativo hipotético presupone al categórico. Korsgaard
defiende este punto en “The Normativity of Instrumental Reason”.
el principio de la felicidad 61

El único fin que, según Kant, podemos afirmar con seguri­


dad que todos los seres humanos se proponen es la felicidad. Él
carac­teriza la felicidad de varias maneras en distintos lugares:
“el entero bienestar y satisfacción con el propio estado” (F 4:393
/117); “un máximo de bienestar en mi estado actual y en todo
estado futuro” (F 4:418/165); “el estado de un ser racional en el
mundo, al cual, en el conjunto de su existencia, todo le va según
su de­seo y voluntad ” (C 2 5:124/121); “la conciencia del agrado
de la vida, que acompaña permanentemente toda su existencia
[de un ser racional]” (C 2 5:22/20). A pesar de las diferencias
entre ellas, estas caracterizaciones tienen en común el hecho de
que Kant entiende por “felicidad” la satisfacción de las inclina­
ciones. A quien satisface sus inclinaciones tras haberlas ordenado
en un todo armónico, las cosas le van bien según su deseo y vo­
luntad, experimenta bienestar y satisfacción con su propio esta­
do, y tiene conciencia del agrado de la vida. La felicidad es un
fin que los seres humanos tenemos en virtud de que somos seres
susceptibles a la influencia de la sensibilidad y a que encontra­
mos satisfacción en el cumplimiento de nuestros deseos. No se­
ría correcto objetar aquí que hay seres humanos que no buscan
la felicidad ya que, digamos, marchan en pos del sufrimiento o
de la autodestrucción. De acuerdo con Kant, la felicidad consis­
te en la satisfacción de las inclinaciones, ordenadas en un todo
armónico, cualesquiera que éstas sean. Esa satisfacción siempre
es agradable para la persona, aunque lo que resulta agradable va­
ría de una persona a otra y puede llegar a ser incomprensible
para algunos que algo en particular pueda ser agradable para
otros. Por esa variación, es imposible articular un concepto uni­
versal de la felicidad que pueda ser válido para todos los seres
humanos. Por ello, no sería correcto objetar que no todo mun­
do busca la felicidad, ya que esa objeción presupone alguna con­
cepción por lo menos común o generalizable de la felicidad.
Una dificultad con el análisis de Kant es que señala que todos
los seres racionales finitos (sensibles) tienen el propósito de la
felicidad “por una necesidad natural” (F 4:416/161). Esto puede
significar que nos importa la felicidad porque tenemos inclina­
ciones, lo cual sí sucede por necesidad natural. Nadie se puede
proponer tener inclinaciones en general, sino que las experi­
mentamos por necesidad natural. Es posible que nos proponga­
62 virtud, felicidad y religión

mos la extirpación de algunas en particular y la adquisición de


otras y que muchas de ellas se presenten en nosotros por la so­
ciedad y la cultura, pero lo que no es posible por necesidad na­
tural es que alguien se proponga un fin. Como señalé antes, la
elección de un fin es, de acuerdo con Kant, un acto de la liber­
tad. Por ello, nos tiene que ofrecer una caracterización de la
fe­licidad como un fin que necesariamente nos proponemos a
la luz de algún principio racional. Sin embargo, tal caracteri­
zación no tiene lugar en la Fundamentación, ya que en ella con­
si­dera la felicidad como un fin ya dado sobre cuya base pueden
formularse los imperativos hipotético-asertóricos. Es hasta la se­
gunda Crí­tica cuando considera cómo es posible que un ser ra­
cional finito se proponga el fin de la felicidad con base en un
principio ra­cio­nal. Más adelante regresaré a este asunto (capí­
tulo II, sección 6), pero por ahora continuaré con la exposición
del principio de la felicidad como un imperativo hipotético.
Como los imperativos asertóricos asumen que la felicidad es
un fin ya dado en todo ser racional finito, la cuestión que se plan­
tea, al igual que en los imperativos de habilidad, concierne a la
bondad o racionalidad de los medios para obtenerlo. Kant se
refiere a “la habilidad en la elección de los medios para el ma­
yor bienestar propio” como “prudencia en el sentido más estricto”
(F 4:416/161). La “prudencia”, de acuerdo con él, puede enten­
derse en dos sentidos: como prudencia mundana o privada. La
primera “es la habilidad de un hombre para tener influjo sobre
otros al objeto de usarlos para sus propósitos” (F 4:416n/161n).
La prudencia privada “es el conocimiento consistente en reu­-
nir todos estos propósitos para el propio provecho duradero”
(F 4:416n/161n). Él observa que el valor de la primera depende
de la segunda, ya que si no se sabe ejercer el influjo sobre los de­
más para el logro de propósitos para el propio provecho dura­
dero, se será “diestro y astuto”, mas no prudente. La prudencia
en sentido estricto es, de acuerdo con esto, la privada.
Kant se refiere a los principios de la prudencia como “conse­
jos” y en ello contrastan con los hipotéticos, a los que se refiere
como “reglas”. Esta diferencia se debe al carácter indetermina­
do del concepto de felicidad. Nadie puede decir “de modo de­
terminado y acorde consigo mismo qué quiere y desea propia­
mente” (F 4:418/165). El problema aquí no es que la concepción
el principio de la felicidad 63

de la felicidad diverja de una persona a otra y que no pueda ha­


ber una que sea común a todos. El problema es que ni siquiera
una persona sola puede especificar con certeza qué quiere y en
qué consiste su felicidad. Observa Kant:
Si quiere riqueza, cuántas preocupaciones, envidia y asechanzas
no podría echarse encima con ello. Si quiere conocimiento y pe­
netración, eso podría quizá convertirse en una vista sólo tanto más
aguda para mostrarle tanto más horribles los males que ahora toda­
vía se ocultan para él y que sin embargo no se pueden evitar […]
Si quiere una larga vida, ¿quién le garantiza que no sería una larga
miseria? Si quiere por lo menos salud, con qué frecuencia los acha­
ques del cuerpo le han mantenido apartado de excesos en los que
la ilimitada salud le hubiese hecho caer, etcétera. (F 4:418/167)

En suma, nadie es capaz “de determinar según un principio con


plena certeza qué le hará verdaderamente feliz, porque para
ello sería preciso omnisciencia” (F 4:418/167). El problema se
plantea no sólo porque es imposible tener tal certeza, sino tam­
bién porque el concepto de felicidad no contiene una mera lis­
ta o agregado de las inclinaciones ordenadas jerárquicamente,
sino que contiene “un todo absoluto, un máximo de bienestar
en mi estado actual y en todo estado futuro” (F 4:418/165). Por
un lado, los elementos que componen el concepto de felicidad
son todos empíricos, ya que sólo por experiencia podemos de­
terminar qué nos agrada y qué no. Por el otro, el concepto de
felicidad va mucho más allá de la experiencia al pretender inte­
grar estos elementos empíricos en una totalidad absoluta. No es
casual que Kant se refiera al concepto de la felicidad como una
“idea”, aunque, estrictamente, no puede tratarse de una idea.
Las ideas son conceptos racionales que no se originan en la ex­
periencia y cuyos objetos tampoco pueden darse en ella. En el
terreno práctico son conceptos de perfección de la totalidad
absoluta de algo, como la idea de la amistad como un todo per­
fecto de amor y respeto. El concepto de felicidad es semejante
en el sentido de que aspiramos a formarnos una idea de ella como
un todo completo y absoluto de bienestar a lo largo de una vida
completa. Sin embargo, este concepto de la felicidad perfecta
es imposible ya que los elementos que lo componen son todos
empíricos. Las ideas, en cuanto conceptos de perfección, sólo
64 virtud, felicidad y religión

son posibles a partir de elementos a priori. Por ello, Kant obser­


va que la felicidad no puede ser un ideal de la razón sino de la
imaginación. El problema no es que la felicidad perfecta no
pueda darse en la experiencia, sino que su mero concepto es
imposible de articular sobre la base de información empírica.
Como es imposible formarse un concepto de la felicidad así
entendido, Kant indica que los principios de la prudencia son me­
ramente consejos sobre las acciones que pueden ser buenas como
medios para la consecución de la felicidad. Él observa que “para
ser feliz no se puede obrar según principios determinados, sino
sólo según consejos empíricos” formados a partir de lo que por
experiencia sabemos que conduce mejor al bienestar a largo
plazo (F 4:417/167); por ello los principios de la prudencia no
pueden mandar propiamente, sino sólo aconsejar. Así, a al­guien
se le aconseja, según los ejemplos que Kant ofrece, que guar­de
la dieta, que ahorre, que sea cortés y reservado, etc., ya que ello
conduce por lo regular al bienestar a largo plazo. En cambio,
los imperativos de la habilidad sí ordenan en la medida en que
sea posible fijar los medios adecuados para un fin determinado.

3 . La posibilidad de los imperativos de habilidad


Después de la división de los imperativos hipotéticos en proble­
máticos y asertóricos, Kant plantea la pregunta “¿cómo son po­
sibles todos estos imperativos?” (F 4:417/163), y aclara que esta
pregunta no tiene que ver con “cómo pueda pensarse el cumpli­
miento de la acción que el imperativo manda”, sino a “cómo
pueda pensarse meramente la constricción de la voluntad que
el imperativo expresa en el problema” (F 4:417/163–165). Esto
significa que la pregunta sobre la “posibilidad” de los imperati­
vos no concierne a cómo es posible que alguien pueda efectiva­
mente llevar a cabo la acción de tomar los medios para realizar
un fin. No se trata de una pregunta sobre las condiciones empí­
ricas en las cuales podría efectuarse el cumplimiento del man­
dato hipotético. La pregunta sobre la posibilidad de un princi­
pio práctico concierne a las razones por las cuales una voluntad
está constreñida a efectuar la acción que el imperativo ordena.
La cues­tión es por qué una voluntad está obligada a obedecer el
man­dato hipotético. Es importante aclarar que no se trata de una
el principio de la felicidad 65

pregunta de psicología empírica sobre las condiciones en las


cuales alguien puede verse constreñido a efectuar la acción de
tomar los medios. Lo que se busca no es una explicación de las
co­nexiones causales que pueden llevar a una voluntad particu­
lar a sentirse obligada a obedecer el mandato hipotético. La
pregunta que Kant plantea es por qué una voluntad en general
está, en efecto, obligada a tomar los medios para el fin que se
propone. La pregunta sobre la posibilidad concierne a “cómo
pueda pensarse meramente la constricción de la voluntad”, esto
es, en virtud de qué podemos decir que la voluntad está obliga­
da. La respuesta tiene que consistir en el establecimiento de la
obligación misma. Como la pregunta concierne a las razones en
las cuales se funda la obligación de obedecer los mandatos hi­
potéticos, la respuesta tiene que ser una explicación del carác­
ter normativo del imperativo, es decir, de su carácter vinculante
u obligatorio para una voluntad en general, de su autori­dad. Si
resulta que la voluntad está obligada a cumplir los man­­da­tos hi­
potéticos, entonces, en la medida en que estemos dotados de
voluntad, estaremos obligados a tomar los medios para los fi­­nes
que nos proponemos.9
Kant responde primero a esta pregunta respecto del impera­
tivo de la habilidad y observa que ello “no necesita seguramen­
te de estudio especial” (F 4:417/165). Escribe:
Quien quiere el fin, quiere también (en tanto que la razón tiene
influjo decisivo sobre sus acciones) el medio indispensablemen-
te necesario para él que está en su poder. Esta proposición es, en
lo que atañe al querer, analítica, pues en el querer un objeto como
mi efecto se piensa ya mi causalidad como causa que obra, esto
es, el uso de los medios, y el imperativo extrae el concepto de las
acciones necesarias para este fin del concepto de querer este fin.
(F 4:417/165)

De acuerdo con esta explicación, la voluntad está constreñida a


tomar los medios para los fines que se propone porque que­rer
un fin es lo mismo que querer los medios necesarios que están en
9
Korsgaard explica esta relación en “The Normativity of Instrumental
Reason”. P. Railton (“On the Hypothetical and Non-Hypothetical in Reasoning
about Belief and Action”) sostiene una postura que coincide con puntos cen­
trales de Korsgaard aunque desde una perspectiva diferente.
66 virtud, felicidad y religión

mi poder. Esto es lo que Kant quiere decir con la observación de


que esta proposición es analítica “en lo que atañe al querer”.
Una proposición analítica es aquella en que el predicado está
contenido en el sujeto de modo que es imposible afirmar uno
de ellos y negar el otro al mismo tiempo sin contradicción. La
proposición “un triángulo es una figura de tres ángulos” es ana­
lítica porque el predicado “figura de tres ángulos” está contenido
en el sujeto “triángulo”.10 Sería contradictorio afirmar el con­
cepto “triángulo” y negar que es una figura de tres ángulos, o
bien sería igualmente contradictorio afirmar el concepto “figu­
ra de tres ángulos” y negar que es un triángulo. Al afirmar que
la proposición “quien quiere el fin, quiere los medios indispen­
sablemente necesarios que están en su poder” es analítica, Kant
quiere decir que el concepto “querer los medios indispensable­
mente necesarios que están en su poder” está contenida en el
concepto “querer el fin”, de modo que sería contradictorio afir­
mar uno de ellos y negar el otro al mismo tiempo. Sería contra­
dictorio afirmar “quiero un fin” y negar que quiero los medios
indispensablemente necesarios que están en mi poder, o bien
sería igualmente contradictorio afirmar que quiero los medios
indispensablemente necesarios que están en mi poder pero que
no quiero el fin.
Kant observa que la proposición es analítica “en lo que ata­-
ñe al querer”. El término español “querer” traduce el alemán
“wollen”, el cual expresa el tipo de querer propio de la voluntad
(die Wille), un querer racional. Por ello, “querer un fin” significa
en este contexto “querer racionalmente” o “proponerse” un fin.
No se trata de “desear” un fin (begeheren, möchten) en el sentido
de experimentar un deseo con el cual no nos comprometemos,
como cuando decimos “Deseo tocar el piano pero no tengo tiem­
po para ello”, tampoco se trata de “desear un fin” (wünschen) en
el sentido de imaginar que sería bueno que se realizara pero sin
que sea el tipo de cosa que podríamos hacer realidad, como
cuan­­do decimos “deseo un mundo sin injusticia”. La frase “quie­
ro un fin”, en el sentido que Kant le otorga, expresa el compro­
miso de la persona con un objeto que se propone hacer realidad por
medios que están en su poder. Por ejemplo, si alguien dice “quiero

10
C 1, introducción (A6–14/B10–14).
el principio de la felicidad 67

aprender a tocar el piano”, quiere decir, en este contexto, que


se propone su realización, lo cual, a su vez, supone que los me­
dios indispensablemente necesarios para lograrlo están en su
poder. “Querer” aquí no significa meramente desear sino deter­
minarse a actuar en el mundo para producir ciertos efectos. Si
resulta que los medios no están en su poder, no puede decir que
se propone el fin de tocar el piano. En ese caso, o bien abando­
na el fin, o bien se propone conseguir los medios indispensable­
mente necesarios para llevarlo a cabo.
De acuerdo con esto, “querer” o “proponerse” un fin es lo mis­
mo que querer “los medios indispensablemente necesarios que
están en su poder”. La proposición es analítica respecto del
querer de la voluntad porque, como explica Kant, “representar­
me algo como un efecto posible de cierta manera por mí y re­
presentarme a mí como obrando de la misma manera en lo que
a él respecta es enteramente lo mismo” (F 4:417/165). Querer
o proponerse un fin significa representárselo como un efecto
po­sible a partir de las propias acciones, pero esto es lo mismo
que representarse a sí mismo como el agente que actúa para pro­
ducir tal efecto. Proponerse un fin es concebirse a sí mismo como
el agente causal que lo ha de producir, lo cual es lo mismo que
tomar los medios indispensablemente necesarios que están en
nuestro poder para producirlo.
Si la proposición es analítica respecto del querer, se sigue
que una voluntad no puede proponerse un fin y no querer los
medios necesarios que están en su poder sin contradecirse a sí
misma. Si así actuara, sería como si la voluntad se comprome­
tiera a producir un objeto por sus propios medios pero no hicie­
ra lo necesario para producirlo. La obligación de obedecer los
man­­datos hipotéticos de habilidad se funda en la relación de
iden­tidad entre “proponerse un fin” y “querer los medios necesa­
rios que están en mi poder”. En cuanto hipotético, el mandato
es con­dicional: no ordena una acción incondicionalmente, sino
que la ordena bajo la condición de que nos propongamos un
fin. Cuando se da esa condición, se sigue el imperativo de tomar
los medios que están en nuestro poder. La voluntad está cons­
treñida a efectuar la acción que el imperativo ordena (tomar los
medios) porque de otro modo incurriría en una contradicción
consigo misma. El mandato de tomar los medios es una obliga­
68 virtud, felicidad y religión

ción para la voluntad porque su propio acto de proponerse un


fin la compromete a llevar a cabo la acción de tomar los medios
necesarios que están en su poder.11
Al afirmar que la proposición en cuestión es analítica “en lo
que atañe al querer”, Kant indica que la analiticidad se predica
de una proposición práctica. En contraste, la proposición “un
trián­gulo es una figura de tres ángulos” no es práctica, sino teóri­
ca. Esta última no tiene nada que ver con la conducta de un ser
racional, sino que expresa la relación lógica de identidad entre
dos conceptos. Según esta proposición, es lógicamente imposible
que haya algo que sea un triángulo pero que no tenga tres án­
gulos. No obstante, alguien podría creer erróneamente que algo
es un triángulo y que no tiene tres ángulos, de modo que es­taría
incurriendo en una contradicción. Aunque la proposición “p y
no p” sea lógicamente contradictoria, no tendría nada de extra­
ño que alguien afirmara “p y no p”. En cambio, la propo­sición
práctica “quien quiere el fin, quiere los medios indispensable­
mente necesarios que están en su poder” no concier­ne a las rela­
ciones lógicas entre proposiciones, sino a la relación entre las
acciones de la voluntad. De acuerdo con su carácter analítico, el
acto de querer un fin es idéntico al de querer los medios. Por
ello, sería contradictorio querer una cosa sin querer la otra. No
obstante, alguien podría querer un fin y no querer los medios,
lo que sería análogo a creer proposiciones contradictorias. Si­
guiendo la analogía, se trataría de un error: puede que la perso­
na no sepa cuáles son los medios necesarios y, por ello, no los
“quiera”. En ambos casos, respecto de las creencias y de las ac­
ciones contradictorias, podemos suponer que si se le explica a
la persona el error, abandonará una de sus creencias contradic­
torias o dejará de actuar de manera inconsistente. Sin embargo,
esto no necesariamente es así: puede que debido a la influencia
de ciertos sentimientos, como el miedo o la angustia, alguien
mantenga creencias contradictorias o actúe de manera inconsis­
tente sin que se trate de un error. Por ejemplo, alguien que crea
que los seres humanos somos mortales pero que crea en su pro­

11
Korsgaard enfatiza este punto en “The Normativity of Instrumental
Reason”. De acuerdo con ella, la normatividad del imperativo hipotético no
re­side en su carácter analítico, sino en la autonomía de la voluntad.
el principio de la felicidad 69

pia inmortalidad puede persistir en esa inconsistencia por te­


rror a la muerte. De manera similar, alguien que se ha propues­
to bajar de peso, puede flaquear en su determinación frente a
la ten­tación de una comida apetitosa. En esos casos, ya no se
trata de un error respecto de las creencias correctas o los me­
dios adecua­dos, sino de irracionalidad teórica o práctica, según
sea el caso.
La proposición práctica que Kant considera analítica expresa
cómo actúa una voluntad en la cual “la razón tiene influjo deci­
sivo sobre sus acciones”, es decir, una voluntad perfectamente
racional. En un ser perfectamente racional no existen obstácu­
los subjetivos para la influencia de los principios objetivos. En él
no tienen lugar incentivos de la sensibilidad que lo puedan des­
viar de aquello que la razón indica. Por eso, no cabe la posibili­
dad de que este tipo de ser pueda querer acciones contradicto­
rias: es imposible que pueda querer el fin y no quiera los medios
necesarios que están en su poder. La proposición analítico-prác­
tica no es un imperativo para este ser, sino que describe su con­
ducta. Con base en esta descripción, podemos hacer prediccio­
nes sobre su conducta: si se propone un fin podemos decir con
certeza que tomará los medios necesarios que estén en su poder,
ya que sabemos que no cabe la posibilidad de que enfrente obs­
táculos subjetivos. La pregunta de interpretación que se plantea
es si el carácter analítico de la proposición vale sólo para los se­
res perfectamente racionales, o si vale para todo ser racional en
general. Si decimos que la relación de identidad entre querer el
fin y querer los medios vale sólo para un ser perfectamente ra­
cional, entonces la analiticidad no puede ser el fundamento de
la obligación del mandato hipotético, porque, por un lado, la
proposición analítico-práctica no puede ser un mandato para
un ser perfectamente racional, y, por el otro lado, para poder
ser un mandato para los seres humanos tendría que ser analíti­
ca en este caso también. Para que el argumento de Kant a favor
de la posibilidad de los imperativos de la habilidad funcione, tie­
ne que darse el caso de que la relación de identidad entre que­rer
el fin y querer los medios valga para todo ser racional en gene­
ral, incluso para los que lo somos de manera imperfecta. Si esto
no es así, no se ve en qué podría basarse la obligación de que
obedezcamos el mandato hipotético.
70 virtud, felicidad y religión

En su explicación de la posibilidad de los imperativos de ha­


bilidad, Kant procede en el supuesto de que los principios prác­
ticos que son objetivos para un ser perfectamente racional son
mandatos para los seres imperfectamente racionales. Según este
supuesto, si un ser perfectamente racional necesariamente quie­
re los medios necesarios en su poder para los fines que se propo­
ne, un ser imperfectamente racional debe querer lo mismo. La
proposición que describe la conducta de un ser racional perfec­
to se convierte en un imperativo para uno imperfecto. Sin em­
bargo, este supuesto, a su vez, da por descontado que la raciona­
lidad perfecta es un modelo que los seres racionales imperfectos
aceptan como propio. Tal vez Kant supone que los hu­manos as­
piramos a ser seres racionales perfectos ya que vemos nuestra
imperfección como un defecto. No obstante, cabe la pre­gunta
de por qué a los humanos nos ha de interesar tomar como mode­
lo de conducta la racionalidad perfecta. ¿Acaso no podría un
ser racional imperfecto afirmar su propia imperfección, supo­
niendo que lo sea, y rechazar el modelo de una racionalidad
perfecta? Para evitar esta objeción, Kant tendría que mostrar
que los principios objetivos de habilidad son imperativos para
los seres racionales imperfectos, no porque éstos deban tomar
como modelo la racionalidad perfecta, sino porque, desde su
propia perspectiva, querer un fin exige querer los medios nece­
sarios en su poder. Con los elementos que ofrece esto último no
resulta difícil de hacer.
Desde la perspectiva de un ser racional imperfecto, querer
un fin es lo mismo que proponérselo, esto es, representárselo
como un efecto posible a partir de las propias acciones. A su
vez, esto último es lo mismo que representarse a sí mismo como
el agente que actúa para producir tal efecto. Por ello, para un
ser racional imperfecto también es el caso que proponerse un fin
es concebirse a sí mismo como el agente causal que lo ha de
pro­ducir, lo cual es lo mismo que querer los medios indispensa­
blemente necesarios que están en su poder para producirlo. El
com­promiso con el fin es idéntico con el compromiso de que­
rer los medios indispensablemente necesarios que están en su
poder. En virtud de esa relación de identidad, el principio ana­
lítico- práctico es obligatorio para la voluntad humana: si quiere
el fin pero no quiere los medios se contradiría a sí misma por sus
el principio de la felicidad 71

propias acciones. No tenemos que atribuirle a la voluntad ningún


incentivo para evitar contradicciones. Su propia acción de pro­
ponerse un fin la compromete con querer los medios.12 A dife­
rencia de un ser racional perfecto, una voluntad humana está
sujeta a la influencia de incentivos de la sensibilidad que la pue­
den desviar de aquello que la razón indica como necesario. Esa
influencia abre la posibilidad de que la voluntad quiera cosas
contradictorias de manera análoga a cuando cree cosas contra­
dictorias no por falta de información verdadera sino por la in­
fluencia de incentivos sensibles que la desvían de las creencias
verdaderas que podría afirmar. Alguien puede creer que proba­
blemente el avión se caerá a pesar de que sabe que ello es muy
improbable. Asimismo, una voluntad puede querer un fin y no
querer los medios indispensablemente necesarios que están en
su poder por miedo o debilidad. Por ejemplo, alguien puede
pro­ponerse el fin de dejar de fumar porque sabe que está en alto
riesgo de cáncer y no se quiere enfermar, y aunque sabe que
uno de los medios indispensablemente necesarios en su poder
es no aceptar los cigarrillos que otras personas le ofrecen, pue­
de caer en la tentación de aceptarlos.
Cuando la voluntad quiere cosas contradictorias entre sí se
comporta de manera irracional. Esto es justamente lo que ex­
presa la proposición analítico-práctica: que es un principio ob­
jetivo para la voluntad querer los medios necesarios que están
en su poder cuando quiere un fin porque querer una cosa pero
no la otra es contradictorio. En esto se funda la objetividad del
principio; por ello, es un imperativo para la voluntad humana
que le sirve de norma para hacer juicios sobre racionalidad e
irracionalidad práctica. A la luz de este principio podemos de­
cir que somos racionales en un sentido instrumental cuando
tomamos los medios para los fines que nos proponemos y que,
en cambio, nos comportamos irracionalmente cuando quere­
mos un fin pero no queremos los medios a pesar de contar con
la información correcta respecto de cuáles son.
12
Como mencioné antes, esto significa, de acuerdo con la interpretación de
Korsgaard, que la autoridad del imperativo hipotético se basa, al igual que la del
categórico (que veremos en el capítulo VI), en la propia autonomía: el man­da­
to de tomar los medios se sigue del propio compromiso con la realización del
fin que nos proponemos.
72 virtud, felicidad y religión

4 . Irracionalidad práctico-instrumental


Una objeción importante que se plantea es que dada la relación
de identidad en la proposición analítico-práctica, si alguien no
quiere los medios necesarios en su poder, entonces no puede
decirse que quiera el fin. En ese caso, la irracionalidad práctica
desaparece porque ya no se querrían cosas contradictorias. Si
podemos describir de este modo todos los casos que parecen
ser de irracionalidad práctica instrumental, la posibilidad de
esta última parece desaparecer.
La pregunta que se plantea es qué determina que alguien
quiera o no quiera los medios necesarios en su poder, lo cual es
lo mismo que preguntar qué determina si alguien quiere o no
quiere un fin. Como Kant habla del “querer” de la voluntad, pa­
recería que querer un fin es sólo una acción “interior”, en con­
traste con el acto “exterior” de tomar los medios para producir
el fin en el mundo. Si proponerse un fin fuera sólo un acto in­
terior, lo que determinaría si alguien se propone un fin sería
sólo su compromiso interior con éste. De modo que si tal com­
promiso interior no ocurre, no puede decirse que se proponga
el fin. Si esto fuera así, los actos exteriores serían irrelevantes
para determinar cuándo alguien se propone un fin. En este caso,
lo que alguien haga exteriormente no podría servir de eviden­
cia para determinar si algo es su fin o no. Supongamos que al­
guien dice para sus adentros que se ha propuesto el fin de dar
el paso preferencial a los peatones cuando conduce su auto.
Supongamos que los medios necesarios para ello en su poder
son prestar atención si hay peatones presentes cuando condu­
ce, fijarse si hay indicadores de cruces peatonales y respetarlos,
conducir a una velocidad moderada para poder detenerse cuan­
do haya peatones presentes, entre otros. Supongamos que la
per­sona en cuestión nunca hace nada de eso a pesar de tener
múltiples oportunidades de hacerlo. En ese caso diremos que
no toma los medios necesarios en su poder para llevar a cabo el
fin mencionado. Sería muy raro que no consideremos esa falla
como evidencia para dudar de que efectivamente se haya pro­
puesto el fin de dar el paso preferencial a los peatones cuando
conduce su auto. Tal vez pensemos que nos quiere engañar o
que se engaña a sí mismo. Más aún, sería muy extraño que esa
el principio de la felicidad 73

misma persona siguiera afirmando que se ha comprometido fir­


memente con ese fin cuando falla sistemáticamente en tomar
los medios necesarios en su poder para llevarlo a cabo. Esto su­
giere que los actos exteriores, lo que hacemos o dejamos de
ha­cer, son relevantes en la determinación de los fines que nos
proponemos.
La relevancia de los actos exteriores para la determinación
de los interiores está presente en varios lugares en la filosofía
moral de Kant.13 Tanto “querer un fin” como “tener” o “adop­
tar” una máxima son actos interiores. Al principio de la Funda­
mentación, en particular, cuando se introduce el concepto de
una voluntad absolutamente buena, se observa que es buena
“por el querer”, aunque ello no significa “un mero deseo, o algo
así, sino como el acopio de todos los medios, en la medida en
que están en nuestro poder” (F 4:394/119). Según esto, la vo­
luntad no puede decir que sea buena por el mero acto interior
de “querer” máximas morales sin, al mismo tiempo, tomar todos
los medios en su poder para actuar externamente de acuerdo
con tales máximas. El que tengamos o no máximas morales “in­
ternamente” se determina, en parte y de manera importante,
por los actos exteriores que llevamos a cabo. Si tales actos exte­
riores no tienen lugar a pesar de que los medios necesarios es­
tán en poder de la voluntad, no puede decirse que tenga las
máximas morales correspondientes. Cuando los medios necesa­
rios no están en poder de la voluntad, tampoco puede decirse
que siga tales máximas, ya que una condición necesaria para que­
rer cualquier máxima, esto es, para proponérsela, es que los me­
dios necesarios estén en su poder. Exactamente lo mismo vale
para la determinación de los fines que una voluntad se propone.
Sin embargo, sería un error decir que los actos exteriores por
sí mismos determinan cuándo una voluntad quiere un fin o una
máxima, de modo que el acto interior de comprometerse con el
fin o con la máxima sea irrelevante. El hecho de que Kant hable
siempre de “querer” un fin o una máxima sugiere que, de acuer­
do con él, el acto interior es necesario para determinar si nos
he­mos comprometido con un fin o con una máxima. Si esto no

13
Retomaré este punto cuando discuta su teoría de la virtud en el ca­pí­tu-
lo VII.
74 virtud, felicidad y religión

fuera así, los actos exteriores serían suficientes y, con base en


ellos, podríamos decir que cuando alguien no toma los medios
necesarios que están en su poder, entonces no los “quiere”. De
acuerdo con la relación de identidad entre “querer los medios
necesarios en mi poder” y “querer el fin”, quien no quiere lo
primero tampoco quiere lo segundo, pero si decimos, con Kant,
que el acto interior también es necesario, se abren más posibili­
dades. En primer lugar, si alguien claramente toma los medios
necesarios en su poder para producir cierto estado de cosas,
pero insiste en que esto último no era su fin, queda abierto si es
sincero o no. Como los actos exteriores son necesarios pero no
suficientes para determinar cuándo alguien se propone un fin,
no podemos concluir sólo con base en ellos si se lo propone o no.
Es posible que la persona no se haya dado cuenta de que lo que
estaba haciendo era tomar los medios en su poder para hacer
real un objeto que, efectivamente, no era su fin. Puede tratarse
de una equivocación, como cuando alguien compra el boleto
para la función de cine de las cuatro de la tarde cuando su pro­
pósito era ir a la función de las ocho de la noche. Qué es apropia­
do decir en cada situación depende de múltiples detalles y, en
muchas de ellas, muy probablemente será difícil determinar si
el agente se propone un fin, tanto desde su propia pers­pectiva
como desde la de un observador. Esto último concuerda con la
insistencia de Kant de que muchas veces resulta difícil de­termi­
nar las máximas con base en las cuales de hecho actuamos.
En segundo lugar, el caso que más nos interesa aquí es cuan­
do alguien toma “a medias” los medios necesarios en su poder
para la consecución de un fin. Se trata del caso de alguien que
in­terna­mente se propone un fin, pero que por la influencia de
ciertos incentivos de la sensibilidad, se queda a medio camino
en sus actos externos de tomar los medios necesarios en su po­
der. El problema en ese caso no es sólo la insuficiencia del vere­
dicto que se emite desde la perspectiva de un observador de los
actos externos o del que se emite desde la perspectiva del propio
agen­te. El problema es que desde ambas perspectivas los fun­da­
mentos son insuficientes y contradictorios si se quiere determi­
nar si alguien se propone un fin o no. El caso nos interesa por­
que es el más claro de irracionalidad práctica. Cuando alguien
se propone interiormente un fin pero no hace nada exterior­
el principio de la felicidad 75

mente que se considere como tomar los medios necesarios en su


poder, con base en sus actos exteriores puede decirse que, en
rea­lidad, no quiere el fin y que su acto interior de proponerse
el fin no es más que un mero deseo o un autoengaño. Difícil­
mente puede hablarse aquí de irracionalidad práctica porque
para ello es necesario que la persona quiera el fin y no quiera
los medios necesarios en su poder. La irracionalidad práctica
instrumental sólo se puede presentar cuando las acciones se que­
dan a medias, por lo cual es necesario que el agente haga algo
que desde su propia perspectiva se pueda considerar como “to­
mar los medios” para el fin que considera. Si no hace absolu­
tamente nada, desde su propia perspectiva se puede decir a sí
mismo que en rea­lidad nunca ha estado comprometido con el
fin en cuestión.
Consideremos de nuevo el caso de alguien que se propone
de­jar de fumar en definitiva. Supongamos que los medios indis­
pensablemente necesarios en su poder son, entre otros, no com­
prar cigarros, no aceptar cuando otros se los ofrecen y alejarse
de los contextos en los cuales otras personas se encuentran fu­
mando. Supongamos que la persona en cuestión hace todo eso,
pero después de varias semanas de no fumar, le resulta difícil
continuar alejándose de los contextos en los cuales otras perso­
nas se encuentran fumando y, al cabo de los días, termina acepta­
do cigarros que otros le ofrecen. En ese caso, la persona se que­da
a medias en la realización de los actos exteriores que se con­
sideran como “tomar los medios necesarios en su poder para
llevar a cabo el fin de dejar de fumar en definitiva”. Con base en
esos actos exteriores no puede decirse que, de hecho, su acto
in­terior de querer los medios necesarios en su poder sea un
mero deseo o un autoengaño. La evidencia exterior no es defini­
­tiva. Debido a la relación de identidad entre “querer el fin” y
“querer los medios necesarios en su poder”, resulta que tampo­
co puede concluirse, con base en esta evidencia, que el fin de
de­jar de fu­mar en definitiva sea un mero deseo o un autoenga­
ño. En ese tipo de caso, los actos exteriores no pueden determi­
nar que la persona no quiere el fin. Por ello, si la persona insiste
en que se ha propuesto firmemente dejar de fumar en definiti­
va, pero que le resulta difícil sobreponerse a su adicción, su acto
interno decide la cuestión, en el supuesto de que la persona sea
76 virtud, felicidad y religión

sincera. En este tipo de caso, sí resulta que la persona se propone


un fin pero no quiere los medios necesarios en su poder, o al
me­nos los quiere “a medias”.
Es importante notar que la perspectiva que más nos importa
es la del agente. La función básica de los imperativos es guiar la
conducta propia, por lo que su empleo para evaluar la ajena re­
sulta problemático. El mandato de “tomar los medios” se plantea
para el agente que se compromete con un fin; el agente “debe”
tomar los medios mientras no rechace el fin en cuestión. Desde
esa perspectiva resulta secundario cómo evaluar la conducta
con base en ese mismo principio: si el agente es racional o irra­
cional o si lo que hace puede tomarse como evidencia de que
nunca se propuso el fin. El imperativo deja indeterminado cómo
se debe llevar a cabo esa evaluación. Por ello no debe resultar
sorprendente que no sepamos qué decir frente a alguien que
hace muy poco o casi nada respecto de la realización de un fin
que supuestamente se ha propuesto. Si consideramos que la
función de los imperativos es orientar la acción, resulta que esto
último no constituye una objeción importante.

5 . La posibilidad de los imperativos de prudencia


Kant observa que los imperativos de la prudencia serían tam­
bién analíticos “si fuera igualmente fácil dar un concepto deter­
minado de felicidad” (F 4:418/165). Como vimos antes, él sos­
tiene que es imposible fijar el contenido del concepto de fe­licidad
ya que, por un lado, sus elementos se derivan todos de la expe­
riencia y, por el otro, tendrían que combinarse en “un todo ab­
soluto, un máximo de bienestar en mi estado actual y en todo
es­tado futuro” (F 4:418/165). Como ello es imposible, afirma
que “el problema: ‘determinar con seguridad y universalidad qué
acción fomente la felicidad de un ser racional’ es totalmente
insoluble”; por ello, los imperativos de la prudencia “no pueden
mandar”, esto es, no pueden “exponer objetivamente ciertas ac­
ciones como necesarias prácticamente”. Como el concepto de fe­
­li­cidad es indeterminado, los medios necesarios para lograrlo
son asimismo inciertos. En consecuencia, de acuerdo con él, los
imperativos de la prudencia sólo pueden ser “consejos” de la ra­
­zón respecto de los medios que “en término medio” mejor fo­
mentan el bienestar a largo plazo. No obstante, la “posibilidad”
el principio de la felicidad 77

de esos imperativos se basa en las mismas consideraciones que


la de los de habilidad ya que ambos son hipotéticos y la única di­
ferencia entre ellos es que en unos el fin es real y en otros es me­
ramente posible. En ambos casos, la necesidad de querer los
medios se basa en el compromiso previo con el fin. Los impe­
rativos de la prudencia son también analíticos, aunque sus pres­
cripciones no son mandatos sino consejos.
Es importante observar que los imperativos de la prudencia
dan por sentado que ya se tiene el fin de la felicidad, aunque su
contenido sea indeterminado. No son imperativos que nos pue­
dan guiar en la elección de los fines más específicos que compo­
nen la concepción de la felicidad de una persona. Los imperati­
vos de la prudencia se limitan a prescribir los medios que “por
término medio” conducen al bienestar a largo plazo, concebido
vagamente. Aunque Kant tiene razón en que es imposible para
un ser racional, con base en la información empírica de que
dispone, determinar con certeza el contenido de la felicidad
concebida como un máximo de bienestar presente y futuro, tam­
bién es notable su desinterés en especificar el posible contenido
de ese concepto, más allá de unas breves observaciones sobre
los posibles “consejos de la prudencia”. Al despachar con celeri­
dad el tratamiento de este tema, pasa por alto que tales “con­se­
jos” pueden tomarse tanto en el sentido de medios para un fin in­
determinado, como en el de fines más específicos que se adop­tan
(o se deben adoptar) como componentes de la felicidad. Por ejem­
­plo, la salud puede concebirse como un medio para el bienes­tar
a largo plazo, pero también como un elemento componente del
bienestar. Aun concediendo que todos los seres racionales fini­
tos aspiramos a la felicidad, concebida como un máximo de
bienestar presente y futuro, es muy dudoso que todas nuestras
acciones encaminadas a la consecución de ese fin sean meros
medios. Un ser que aspira a ser feliz procurará a lo largo de su
vida precisar el contenido de su concepción de la felicidad. Una
parte de esa labor consiste en determinar y procurar los fines
más específicos que la componen. En cuanto fines, éstos se pro­
curan por sí mismos, como elementos que integran la concep­
ción de la felicidad de una persona, y no como meros medios.
Para desarrollar este punto es importante ceñirnos al con­cep­
­­­to de “bienestar” que Kant emplea, el cual no puede com­pren­
78 virtud, felicidad y religión

der elementos morales. Así, no puede decirse que la amistad,


por ejemplo, es un fin que buscamos como ingrediente de la
felicidad. La amistad es un objeto de aspiración moral, por lo
cual no puede ser parte del bienestar como él lo entiende. No
entraré aquí en la discusión de si esa manera de concebir el bie­
nestar o la felicidad a largo plazo es demasiado estrecha y poco
verosímil. Mi objetivo es señalar que aun en los términos del
concepto de felicidad que Kant emplea, es inadecuado reducir
todos los principios que la contienen a imperativos hipotéticos
que sólo prescriben los medios para su consecución. De acuer­
do con su concepto, el bienestar a largo plazo consiste en la satis­
facción de las inclinaciones organizadas en un todo armó­ni­co.
Por ello, los únicos fines que podemos considerar como posibles
componentes de la felicidad son los que nos proponemos con
base en los incentivos de las inclinaciones. No podemos incluir
aquí los fines que podemos adoptar por incentivos morales,
como la amistad, la justicia, la procuración de la felicidad ajena
y la búsqueda de la propia perfección natural y moral. De acuer­
do con el concepto que Kant emplea, la búsqueda de la felici­
dad tiene que ver con la satisfacción de las demandas de nuestra
parte sensible, la cual puede entrar en conflicto con las exigen­
cias de la moral. Uno de los objetivos centrales de la filosofía
moral de Kant, como lo anuncia desde la primera sección de la
Fundamentación y al principio de la segunda Crítica, es ofrecer
una solución a ese conflicto al mostrar cómo puede reconciliar­
se la aspiración a la felicidad con el deber moral. Por ello, es im­
portante no caracterizar la felicidad de un modo que incluya fi­
nes morales, ya que ello equivaldría a la disolución del conflicto
mediante una redefinición de los conceptos.
Aun en los términos en que Kant entiende la felicidad, es
muy cuestionable que todo lo que hacemos con miras a su con­
secución sea tomar los medios para ese fin. Mucho de lo que
hacemos al buscar la felicidad es determinar y realizar los múlti­
ples fines que consideramos ingredientes de ella y que nos pro­
ponemos por los incentivos de la inclinación. Una profesión, el
matrimonio, formar una familia, vivir solo, conocer el arte,
practicar un deporte, realizar una actividad artística, ser un buen
cocinero, viajar por el mundo, entre otros, son objetos que ele­
gimos con base en las inclinaciones como componentes de la
el principio de la felicidad 79

felicidad. Desde esa perspectiva, son objetos que elegimos por sí


mismos, como fines que especifican nuestra concepción de la
felicidad. En cambio, la postura de Kant en su caracterización
de los imperativos de la prudencia es que procuramos esos ob­
jetos como meros medios para ser felices. Una implicación de
esta postura es que, en la búsqueda de la felicidad, el único fin
que procuramos por sí mismo es la condición de bienestar en el
propio estado. Según esto, al buscar la felicidad lo único que
buscamos por sí mismo es la experiencia de bienestar a largo pla­
zo, de modo que todo lo que hacemos con miras a ello es un
mero medio. Si esto es así, el concepto de felicidad que Kant
emplea sería hedonista: en la búsqueda de la felicidad el único
fin que procuramos por sí mismo es la sensación de agrado en
el propio estado.14
Esa manera de concebir la felicidad se debe a la división de
to­dos los imperativos en hipotéticos y categóricos. Si la felicidad
propia no puede ser el fin en un imperativo categórico, enton­
ces tiene que serlo en uno hipotético. Como este último no
prescribe la adopción de fines sino sólo los medios para deter­
minado fin, el fin en los imperativos de la prudencia tiene que
ser la felicidad, de modo que todo lo que hacemos para procu­
rarla tiene que concebirse como mero medio. No obstante, esta
manera de concebir la felicidad es problemática incluso al inte­
rior de la Fundamentación. Si consideramos los ejemplos en la pri­
­mera sección desde esta perspectiva, resulta imposible trazar las
distinciones que Kant necesita. Si sólo la acción que se realiza por
deber se lleva a cabo con base en un imperativo categórico, todas
las demás se llevan a cabo con base en imperativos hipotéticos.
Si esto es así, se desvanece la distinción cualitativa entre la ac­
ción del mercader prudente y la del filántropo que actúa por in­
clinación. Ambos estarían actuando por imperativos hipoté­ticos
de prudencia y en lo único que se distinguirían sus acciones es
en los medios que eligen para la procuración de la felicidad
propia. El mercader prudente elige cobrar lo justo y el filántro­
po elige ayudar a otros, pero ambos lo hacen como medios para el
único fin que eligen por sí mismo, a saber, la felicidad propia

14
Se trata de una interpretación que ha sido muy criticada. Véase A. Reath,
“Hedonism, Heteronomy, and Kant’s Principle of Happiness”.
80 virtud, felicidad y religión

entendida como la experiencia de agrado en el propio estado.


Sin embargo, el análisis de Kant procede según el supuesto de
que la diferencia crucial entre ambos es que el mercader elige
cobrar lo justo como medio para su propio provecho, mientras
que el filántropo elige ayudar por sí mismo, sin miras a ningún
propósito ulterior. Este análisis presupone que es posible elegir
fines por sí mismos con base en incentivos que no son morales,
sino de la inclinación. Para que eso sea posible, o bien la división
entre imperativos hipotéticos o categóricos no es exhaustiva, o
bien es preciso caracterizar al imperativo hipotético de otra ma­
nera. Lo que hace falta es un principio a cuya luz sea posible
elegir, con base en las inclinaciones, fines que procuremos por
sí mismos.

6 . El principio del amor propio


En la segunda Crítica Kant modifica su presentación del princi­
pio de la felicidad. En la Fundamentación, como vimos, la felicidad
se presenta como el fin u objeto en los consejos de prudencia,
los cuales son un tipo de imperativos hipotéticos. Tales consejos
se limitan a prescribir los medios para un fin que se considera ya
dado. En la segunda Crítica, en cambio, la felicidad se presenta
como un fundamento para la elección de objetos o propósitos. Ya
no aparece como el objeto para el cual la razón prescribe que se
tomen los medios necesarios en nuestro poder, sino como una
base para elegir los objetos mismos. Ese cambio permite conce­
bir el principio del amor propio como aquel por el cual elegi­
mos objetos o propósitos porque nos placen o los rechazamos
porque nos displacen. De este modo, tales objetos no se eligen
como medios para la felicidad. El principio sigue siendo condi­
cionado pero no es un imperativo, ya que si elegimos los objetos
porque nos placen o los rechazamos porque nos displacen es
algo que hacemos naturalmente sin que la razón tenga que exi­
girlo. En cuanto principio para la elección de fines, el principio
del amor propio está en la base de los imperativos hipotéticos de
habilidad y puede entrar en colisión directa con el imperativo
categórico. Por ello, uno de los objetivos centrales de la segun­
da Crítica es mostrar que el principio del amor propio no puede
establecerse como un principio incondicionado en el mismo
el principio de la felicidad 81

nivel que el categórico, sino que siempre tiene que estar subor­
dinado a él. Veamos estos puntos con más detalle.15
Este importante cambio en el modo de presentación del prin­
­cipio de la felicidad exige trazar una distinción clara entre los
imperativos hipotéticos de prudencia y el principio del amor
propio, el cual, como mencioné, no es un imperativo. Los pri­
meros, aunque sean consejos, tienen la forma de imperativos en
los que la razón prescribe que se tomen los medios para un fin
dado, la felicidad. En la medida en que el fin está dado, puede
formularse el correspondiente imperativo hipotético con base
en el conocimiento de los medios necesarios para realizarlo. En
cambio, el principio del amor propio no aparece en la teoría de
los imperativos en la Fundamentación porque no puede ser un
imperativo. En la segunda Crítica Kant define la felicidad como
“la conciencia del agrado de la vida, que acompaña permanen­
temente toda su existencia [de un ser racional]” (C 2 5:22/20).
Así concebida, la felicidad ya no es un fin que hay que realizar,
sino el nombre que le damos a esta conciencia del agrado de la
vida, la cual, a su vez, es el fundamento por el que elegimos fi­
nes no morales. Kant escribe: “si bien el concepto de felicidad
se encuentra en todos los casos a la base de la relación práctica de
los objetos con la facultad de desear, es sólo el título general de los
fundamentos determinantes subjetivos y no determina nada en
específico” (C 2 5:25/23). Después de haberse presentado en la
Fundamentación como el fin o propósito común en todos los im­
perativos de prudencia, la felicidad se presenta ahora como un
fundamento para la elección de objetos, cuyo contenido, además,
queda por determinar.
Como por naturaleza nos vemos inclinados a procurar lo que
nos agrada y evitar lo que nos desagrada, no puede haber un
im­perativo de la razón que nos constriña a hacerlo. Kant obser­
va que “un mandato que ordenara a cada uno que debe tratar
de hacerse feliz sería un disparate, pues no se manda nunca a
nadie lo que por sí mismo ya quiere espontánea e indefectible­

15
Para una discusión del principio del amor propio, véanse Wood, “Self-
Love, Self-Benevolence, and Self-Conceit”, y Korsgaard, “Motivation, Metaphys­
ics, and the Value of the Self: A Reply to Ginsborg, Guyer, and Schneewind”,
pp. 52–55.
82 virtud, felicidad y religión

mente” (C 2 5:37/36). Lo que sí puede suceder, y de hecho suce­


de, es que elevemos a principio de acción la tendencia natural a
procurar lo agradable y evitar lo desagradable. Kant se refiere al
principio del amor propio como “el principio de hacer de la fe­
licidad el fundamento determinante del arbitrio” (C 2 5:22/20).
Como no puede ser un imperativo, tiene que ser una máxima ge­
­neral desde la cual elegimos máximas más particulares.
Debido a estas características del principio del amor propio,
en la “Analítica de los principios” de la segunda Crítica Kant pre­
senta la división de todos los principios como una distinción en­
tre máximas e imperativos. El tratamiento del tema es más com­
plicado que en la Fundamentación, porque en la segunda Crítica
esa división se entrecruza con la distinción entre principios ma­
teriales y formales. Un principio práctico material es aquel que
presupone “un objeto (materia) de la facultad de desear como fun­
­damento determinante de la voluntad” (C 2 5:21/19). Un prin­ci­
pio formal, en cambio, es aquel que no presupone tal objeto. Por
“materia” de la facultad de desear Kant entiende “un objeto
cuya realidad es deseada” (C 2 5:21/19). Si el objeto en cuestión
no ha sido determinado antes por un principio formal de la ra­
zón pura práctica, la única otra fuente para la determinación
del objeto de la facultad de desear es la sensibilidad, esto es, el
sentimiento de placer o de displacer que produce la representa­
ción del objeto. Por ello, los principios que presuponen un ob­
jeto de la facultad de desear son todos empíricos y “per­tenecen al
principio universal del amor propio, o sea, de la propia felicidad”
(C 2 5:22/20). Kant expresa este punto de la siguiente manera:
“cuando el objeto del deseo precede a la ley práctica y es la con­
dición por la cual hacemos de ella un principio, entonces […]
este principio es siempre empírico” (C 2 5:21/19). Cuan­do la de­
terminación del objeto precede al principio práctico, ésta sólo
pudo haber ocurrido con base en la representación del placer
en la realidad del objeto. Así pues, “este placer debió ser presu­
puesto como condición de la posibilidad de la determinación del
arbitrio” (C 2 5:21/19). Este tipo de placer es “prác­tico” porque
“la sensación de agrado que el sujeto espera de la realidad del
objeto determina la facultad de desear” (C 2 5:22/20). Como
sólo por experiencia podemos determinar qué nos place y qué
nos displace, se sigue que los principios que presuponen un ob­
el principio de la felicidad 83

je­to de la facultad de desear son todos empíricos, por lo cual


nunca pueden ser leyes, sino sólo máximas. Por ejemplo, supon­
gamos que la representación de la acción de bailar produce pla­
cer en una persona. Si ésta elige realizar ese objeto, di­remos con
Kant, que la representación placentera del objeto da lugar a una
determinación de la facultad de desear, esto es, a un principio de
acción. Tal principio es una máxima material y empírica que se
puede formular de esta manera: “bailar porque me gusta”.
Esta forma de concebir el principio de la felicidad o del amor
propio nos permite reconstruir la máxima del filántropo que
ayuda por inclinación de una manera más creíble y que permite
trazar las distinciones que le interesan a Kant.16 De acuerdo con
lo que acabo de explicar, toda elección de fines por fundamen­
tos sensibles da lugar a máximas materiales que caen bajo el
principio del amor propio. Es el caso de las máximas del merca­
der prudente y del filántropo que ayuda por inclinación. Am­
bos eli­gen su fin por fundamentos sensibles, pero mientras que
el fin del mercader es egoísta (su propio provecho), el fin del
filántropo es desinteresado (la felicidad ajena). Más aún, el fin
del mercader es ulterior y su acción de cobrar lo justo es un mero
medio para realizarlo, mientras que el filántropo lleva a cabo la
acción de ayudar por sí misma. Ambas acciones tienen en co­
mún que se llevan a cabo por el principio de la felicidad o del
amor propio, ya que se elige realizar ese fin porque le agrada al
agente. El primero busca el provecho propio, el otro busca la
felicidad ajena. En el caso del filántropo, el que elija su fin por
fundamentos sensibles no significa que lo haga como un medio
para la felicidad, sino que la felicidad o conciencia del agrado
de la vida es el fundamento por el cual lleva a cabo la acción. El
filántropo elige ayudar porque le place hacerlo. Ahora pode­
mos apreciar que, al elegir de este modo, el filántropo actúa
según el principio de la felicidad o del amor propio, pero ello
no significa que su acción debe entenderse en términos de un
imperativo de la prudencia.
El caso del mercader es diferente porque él sí actúa según un
imperativo de la prudencia. La elección del provecho propio
como propósito de la acción tiene lugar según el principio del

16
Véase el capítulo I, sección 5.
84 virtud, felicidad y religión

amor propio. Este propósito no se elige con miras a otra cosa,


sino por sí mismo, con base en la consideración de que su repre­
sentación es agradable. Con miras a ese fin, el mercader toma el
medio que considera necesario y que está en su poder, a saber,
cobrar lo justo. Su acción de cobrar lo justo como medio para
obtener su propio provecho se rige por un imperativo hipotéti­
co prudencial. En esto reside la diferencia crucial con la acción
del filántropo que ayuda por inclinación: si bien las acciones de
ambos caen bajo el principio del amor propio, sólo la del merca­
der cae, además, bajo un imperativo hipotético prudencial. El
filántropo, en cambio, lleva a cabo su acción de ayudar por sí
misma, sin miras a ningún otro propósito ulterior. El ejemplo
del mercader indica que la elección de fines por el principio del
amor propio da lugar, a su vez, a imperativos hipotéticos, los
cuales pueden ser técnicos o prudenciales. Esto es lo que Kant
sostiene en la segunda Crítica. En primer lugar, observa que “el
principio del amor propio puede contener también reglas uni­
versales de habilidad (de encontrar medios para fines), pero en­
tonces son meramente principios teóricos (por ejemplo, el que
quiera comer pan, deberá inventar un molino)” (C 2 5:25–26/24).
Al afirmar que son “teóricos”, él indica que se trata de los impe­
rativos técnicos de la Fundamentación, los cuales había contras­
tado con los “preceptos” de la razón (los prudenciales). En se­
gundo lugar, él agrega que “los preceptos prácticos que se fundan en
este principio [del amor propio] nunca pueden ser universales,
porque el fundamento determinante de la facultad de desear
está fundado en el sentimiento de placer y displacer, que nunca
se pueden admitir como aplicados universalmente a los mismos
objetos” (C 2 5:26/24).17 Tales preceptos son “sólo consejos para
el uso de nuestros deseos” (C 2 5:26/24).
Como podemos apreciar, las dos distinciones entre máximas
e imperativos, y principios materiales y formales se entrecru­­-
zan. El principio del amor propio, el cual es material y empíri­
co, no puede ser un imperativo sino que es una máxima. A su vez,
contiene o da lugar a imperativos hipotéticos, ya sea de la habili­-
dad o de la prudencia, los cuales son todos materiales y empíri­
cos. De acuerdo con esto, los principios materiales pueden ser o

17
Las cursivas son mías.
el principio de la felicidad 85

bien máximas o bien imperativos hipotéticos. Al fundarse en el


principio del amor propio, el fundamento de estos últimos es
em­pírico, pero el mandato hipotético de la razón práctica se esta­
blece a priori. Esto se debe a que, como ya vimos, Kant sostiene
que la relación entre querer el fin y querer los medios necesa­
rios en mi poder es analítica. No debe haber misterio en la po­
sibilidad de un mandato hipotético de la razón cuyo contenido
esté empíricamente fundado si consideramos que se trata de un
mandato condicionado: el imperativo de la razón tiene lugar
bajo la condición de que se quiera el fin, el cual pudo haber sido
elegido por fundamentos sensibles.
Lo que tienen en común los principios materiales, sean máxi­
mas o imperativos, es que todos son condicionados, porque se
basan en fundamentos sensibles. Si bien el principio de la felici­
dad o del amor propio no puede ser un imperativo, es un prin­
cipio condicionado: el principio presupone que lo agradable se
ha elegido como objeto de la facultad de desear. Asimismo, to­
das las máximas que caen bajo este principio son condicionadas:
todas se formulan bajo la condición de que algún objeto de la
fa­­­cultad de desear se haya elegido por ser agradable. Ésa es la ra­
zón fundamental por la que la máxima del filántropo que ayuda
por inclinación no puede tener valor moral: porque es condi­
cionada. La máxima de ayudar presupone, en ese caso, que el
objeto “ayudar” se ha elegido porque es agradable. Como Kant
señala desde la primera página de la Fundamentación, el valor
moral es incondicionado, por lo cual una máxima condiciona­
da carece de él. Esto no significa, como vimos, que el problema
con la máxima es que sea hipotética. “Condicionado” e “hipoté­
tico” pueden coincidir, pero no significan lo mismo. El fin en
una máxima puede ser condicionado, sin que ésta sea hipotéti­
ca. El problema con la máxima del filántropo que ayuda por
inclinación es que cae bajo el principio del amor propio, el cual
no puede ser incondicionado.
Es importante subrayar que el carácter condicionado del prin­
­cipio del amor propio se debe a que presupone que aquello que
es agradable se ha elegido como objeto de la facultad de desear.
De ahí se sigue, según Kant, que este principio no puede servir
de ley universal. Sin embargo, “incondicionado” no es lo mismo
que “universal”. Un mandato hipotético de la habilidad puede
86 virtud, felicidad y religión

ser universal, aunque sea condicionado. El mandato es univer­


sal­mente válido bajo la condición de que se quiera el fin en
cuestión. No obstante, cuando Kant habla del carácter “univer­
sal” de las leyes prácticas lo asocia con su carácter incon­di­­cio­­­
na­do, porque, de acuerdo con él, el sentimiento de placer y de
dis­pla­cer, el cual sólo puede fundar máximas e imperativos con­
­­di­­­cionados, no puede dar lugar a leyes universales. Sólo pue­de
co­­­­nocerse por experiencia cuáles son los objetos cuya re­presen­
­­­ta­ción estará acompañada de placer o displacer, y esa experiencia
varía no sólo de un sujeto a otro, sino en un mismo su­jeto en
dis­­­tintas circunstancias. El concepto de felicidad es por ello in­
de­­ter­minado. Como observa Kant: “aquello en lo cual ha de
po­ner cada uno su felicidad, depende de su sentimiento par­
ticular de placer y displacer, e incluso en uno y el mismo sujeto,
de la di­feren­cia de necesidades según los cambios de tal senti­
miento” (C 2 5:25/23–24). Eso significa que, con base en el sen­
timiento de placer y de displacer, no puede esperarse que los
seres humanos elijamos los mismos objetos, por lo cual tal sen­
timiento no puede fundar leyes universales del amor propio. El
carácter condicionado del principio conduce a que no pueda
ser universal porque la condición remite al sentimiento de agra­
do o desagrado. Además, Kant agrega:
[I]ncluso suponiendo que todos los seres racionales finitos pensa­
ran del mismo modo respecto de lo que deberían admitir como
ob­jetos de sus sentimientos de placer y dolor y también respec­-
to de los medios de los cuales deberían servirse para obtener los
primeros y alejarse de los segundos, aun así el principio del amor
pro­pio no podría de ninguna manera ser tomado por ellos como
una ley práctica; porque esta unanimidad sería tan sólo accidental.
(C 2 5:26/24)

¿Cuál es el problema con que la unanimidad sea accidental? El


problema parece ser que la unanimidad sería contingente, por
lo cual podría cambiar. En tal caso, la universalidad del prin­ci­
pio no puede afirmarse como algo definitivo, sino sólo provisio­
nalmente. De acuerdo con Kant, una universalidad estricta y
definitiva sólo puede establecerse a priori, en cuyo caso la univer­
salidad ya no depende de fundamentos subjetivos, sino que se­
ría objetiva. Por ello, aunque hubiera una completa, aunque
el principio de la felicidad 87

provisional, convergencia sobre algún objeto de la facultad de


desear entre todos los seres humanos con base en el sentimien­
to de placer o displacer, el principio del amor propio no podría
ser una ley práctica universal, sino que sería una máxima. A lo
sumo podría proporcionar reglas generales, mas no universa­
les (C 2 5:36/35).
En la “Analítica de los principios”, Kant subraya que, a pesar
de que “ser feliz es necesariamente el deseo de todo ser racio­
nal, pero finito”, la satisfacción a lo largo de toda la existencia
es “un problema que le ha planteado su propia naturaleza finita”
(C 2 5:25/23). Todos los seres humanos desean ser felices, pero
no sólo es imposible determinar con seguridad en qué reside la
satisfacción a lo largo de toda la existencia, sino que también es
imposible de lograr. Aunque la razón no puede exigirnos que
seamos felices, sí puede mandar que tomemos los medios nece­
sarios para hacer reales los objetos en que ponemos nuestra ex­
pectativa de felicidad. El cumplimiento del mandato no depende
sólo de que la voluntad se determine de acuerdo con la máxima
correspondiente echando mano de todos los medios disponi­
bles, sino que depende de “la fuerza y el poder físico de produ­
cir realmente el objeto deseado” (C 2 5:37/36). Sin embargo, no
hay garantía, desde luego, de que tal poder estará a nuestro al­
cance en todos los casos. Por ello observa que “cumplir el man­
dato empíricamente condicionado de la felicidad es posible sólo
raramente para alguno y sólo respecto a una única intención”
(C 2 5:36–37/36). Esto marca un contraste importante con el
man­­­dato moral, cuyo cumplimiento, según Kant, sí está en nues­
tro poder.
Se recordará que en el caso de la buena voluntad, ésta es bue­
na por la máxima conforme a la cual se determina a actuar. Para
cumplir el mandato moral es necesario que la voluntad tome
todos los medios necesarios en su poder, pero no lo es que efec­
tivamente logre el propósito en su máxima. La voluntad habrá
cumplido el mandato moral y será, por ello, buena, aunque sus
mejores esfuerzos resulten infructuosos porque los medios en
su poder no fueron suficientes para producir el efecto espera­
do. Kant señala que el imperativo categórico determina la
volun­tad independientemente de si ésta es suficiente o no para
el efecto (C 2 5:20/18). Un mandato hipotético, en cambio,
88 virtud, felicidad y religión

deter­mina la voluntad bajo la condición de que ésta pueda ser


suficiente para producir el efecto deseado. Por ello su cumpli­
mien­to depende de que los medios sean efectivamente suficien­
tes para producirlo (C 2 5:20/18). Resulta entonces que, si bien
es en extremo di­fícil ser moralmente buenos, nos es imposible
hacer real el propósito de la felicidad, entendida como un má­
ximo de bienestar en el estado presente y en todo estado fu­turo.
Al empujarnos inevitablemente a desear la felicidad, nuestra
propia naturaleza nos plantea un problema insoluble. Uno de
los problemas que Kant se propone resolver en la segunda Críti­
ca es, precisamente, cómo reconciliarnos con nuestra propia
naturaleza finita.18
Para concluir este capítulo, quiero observar que, como el
principio del amor propio es una máxima a cuya luz elegimos
fines con base en fundamentos sensibles, queda la posibilidad
de que pueda rivalizar con el imperativo categórico.19 Cuando
Kant presenta el contraste entre imperativos hipotéticos y cate­
góricos en la Fundamentación puede dar la impresión de que la
amenaza a la conducta moral proviene de los imperativos hipo­
téticos, pero esto no es así, ya que sólo un principio a cuya luz
podemos elegir fines no morales puede rivalizar con el categó­
rico, pues ambos son principios para la elección de fines. Mien­
tras que uno de ellos rige la elección con base en fundamentos
sensibles, el otro la exige con base en fundamentos racionales.
Uno de los propósitos centrales de la segunda Crítica es resolver
este conflicto y mostrar que el imperativo categórico debe te­-
ner prioridad absoluta porque es incondicionado mientras que
la máxima del amor propio es condicionada. Esta solución im­
plicará que debemos cumplir con las exigencias categóricas de
la moral independientemente de cuáles son las consecuencias
para nuestros deseos y expectativas de felicidad. No obstante, aun­
­que la moral exija subordinar absolutamente nuestro in­terés en
la felicidad propia, es imposible que un ser racional finito lo deje
de lado por las razones que hemos considerado aquí. Entonces,
Kant sostiene que es necesario mostrar también cómo es posi­

18
Discuto este problema en el capítulo VIII, sección 1.
19
Kant discute este problema en la primera parte de la Religión. Véase la dis­
cusión en D. Sussman, “Perversity of the Heart”.
el principio de la felicidad 89

ble la reconciliación entre las exigencias de la moral y la legítima


expectativa de felicidad. A menos que sea posible esa reconcilia­
ción, el compromiso con la moral puede verse amenazado ante
la importancia que la felicidad tiene para nosotros. Uno de los
propósitos centrales de la segunda Crítica es orientarnos sobre
cómo concebir esa posible reconciliación.20

20
Discuto estos temas en el capítulo VIII, secciones 1 y 2.
III

EL CONCEPTO DEL IMPERATIVO CATEGÓRICO


Y LA FÓRMULA DE LA LEY UNIVERSAL
DE LA NATURALEZA

Al final de la primera sección de la Fundamentación, Kant formu-


la el imperativo categórico como un principio que establece que
“nunca debo proceder más que de modo que pueda querer tam-
bién que mi máxima se convierta en ley universal” (F 4:402/135).
La exigencia de ese principio, como vimos en el capítulo I, sec-
ción 6, es que actuemos según máximas que tengan la forma de
leyes universales. El principio no exige que estas últimas se con-
formen a alguna ley superior, pues Kant dice de manera explíci-
ta que el imperativo ordena “sin poner como fundamento algu-
na ley determinada a ciertas acciones” (F 4:402/135). Lo que se
exige es la conformidad de las máximas a la ley en general, esto
es, que ellas mismas puedan ser leyes universales.
De acuerdo con la clasificación de los imperativos al princi-
pio de la segunda sección, el imperativo categórico exige ciertas
acciones de manera incondicionada, sin presuponer alguna otra
cosa que ya se quiera. Un mandato condicionado, como vi­mos,
exige que se lleve a cabo cierta acción bajo la condición de algu-
na otra cosa que ya se quiere. En específico, los imperativos hi-
potéticos señalan que ciertas acciones son buenas como medios
para la realización de un fin que ya se ha adoptado. En cambio, el
imperativo categórico señala que ciertas acciones son buenas en
sí mismas, independientemente de su relación con los fines que
de hecho queremos; el imperativo exige incondicionadamen­-
te que las llevemos a cabo. Las acciones que son ordenadas cate­
góricamente son los deberes morales. El imperativo prohíbe
92 virtud, felicidad y religión

aquellas acciones contrarias a los deberes morales por ser malas


en sí mismas.
En la segunda sección, Kant continúa con el análisis del im­
pe­rativo categórico y deja de lado la pregunta sobre su posibi­
lidad, cuya respuesta pospone hasta la tercera sección. Como
vimos, esta pregunta concierne a cómo es posible pensar la cons­
tricción de la voluntad que el imperativo expresa. Dicho de otro
modo, la pregunta plantea por qué o en virtud de qué estamos
sujetos a las obligaciones que el imperativo establece. En el resto
de la segunda sección él presenta las tres fórmulas del im­pe­­­ra­
tivo e ilustra con ejemplos cómo pueden derivarse de­be­res mo-
rales de ellas. En esta sección examino la primera fórmula. En
primer lugar, explico por qué Kant deja para la tercera sección
la pregunta sobre la posibilidad del imperativo categórico; en se­
gundo lugar, presento la fórmula de la ley universal de la na­tu­
raleza y considero brevemente algunas objeciones que se han
hecho a ésta; en tercer lugar, explico cómo, según Kant, es posi-
ble derivar deberes morales de esta fórmula; en cuarto lugar,
discuto varias interpretaciones que se han ofrecido de las con-
tradicciones en el pensamiento que Kant afirma en­con­trar me-
diante la prueba de universalización y presento la mía propia
(primeros dos ejemplos); por último, examino las con­tradic­cio­
nes en la voluntad (ejemplos tercero y cuarto) y ofrez­co una in­
terpretación alternativa a la usual sobre cómo entender el expe-
rimento de universalización.

1 . La pregunta sobre la posibilidad del imperativo categórico


Después de responder a la pregunta sobre la posibilidad del
imperativo hipotético, Kant observa que pospondrá su solución
respecto del categórico, ya que la posibilidad de éste tiene que
investigarse “enteramente a priori”, lo cual significa dar un paso
hacia la metafísica (F 4:419/169). La razón de ello, nos dice, es
que, en este caso, “la necesidad objetivamente representada no
se puede apoyar en una presuposición, como en los imperativos
hipotéticos” (F 4:419/169). Como vimos, la necesidad objetiva
de la acción que se exige como medio presupone el compromi-
so previo de la voluntad con un fin que quiere llevar a cabo. En
un imperativo categórico, en cambio, la necesidad objetiva de la
acción, es decir, su bondad, no puede establecerse con base en
el concepto del imperativo categórico 93

el supuesto de que la voluntad ya esté comprometida con algún


otro fin o acción. Ello es imposible porque este imperativo re-
presenta las acciones que exige como buenas incondicionada-
mente o de manera absoluta, esto es, en sí mismas y sin relación
con ninguna otra cosa.
Kant también observa que al investigar la posibilidad del im-
perativo categórico “no nos beneficiamos de la ventaja de que la
realidad del mismo estuviese dada en la experiencia, y así pues
la posibilidad fuese necesaria no para el establecimiento, sino
meramente para la explicación” (F 4:419–420/169). Esto sugie-
re que la constricción de la voluntad en la obediencia a los man-
datos hipotéticos se da en la experiencia, mientras que ése no es
el caso en los categóricos. En el establecimiento de la posibili-
dad del imperativo hipotético se tiene la ventaja de poder ape-
lar a que, de hecho, con frecuencia tomamos los medios para
los fines que nos proponemos. Podemos observar en nuestra
conducta y en la ajena que, aun en contra de nuestros deseos e
inclinaciones, nos constreñimos a tomar los medios para lograr
lo que queremos. Es una conducta común que tras proponerse
un fin alguien sienta que se debilita su propósito por la interfe-
rencia de deseos e inclinaciones contrarias, pero, luego de so-
breponerse a ellos, lleva a cabo su propósito. Un diabético decide
seguir al pie de la letra las indicaciones del médico para mejorar
su salud, pero sufre la tentación de comer algo que le hace daño;
sin embargo, hace acopio de sus fuerzas para sobreponerse y cum­
ple lo que se había propuesto. Por eso, dice Kant que la realidad
del imperativo hipotético se da en la experiencia, de modo que
lo único que hace falta es explicar cómo concebir este tipo de
constricción. Si alguien duda de la realidad de los mandatos hi­
po­téticos, siempre podemos apelar a la experiencia para señalar
que, de hecho, con frecuencia la gente se constriñe a sí misma
a tomar los medios para los fines que se propone. Así que sólo
hay que explicar cómo es posible que esto suceda.
En el caso del imperativo categórico, en cambio, carecemos
de ese apoyo en la experiencia. Kant dice explícitamente que
“aquí no nos beneficiamos de la ventaja de que la realidad del
mismo estuviese dada en la experiencia” (F 4:419–420/169). Por
“realidad” se entiende la realidad de la constricción de la volun-
tad a obedecer el mandato categórico por un incentivo moral.
94 virtud, felicidad y religión

Por lo tanto, aquí no se trata sólo de explicar cómo es posible esta


constricción en los mandatos categóricos, sino de establecer esa
po­sibilidad. En el pasaje que precede a esta observación, Kant
señala que la experiencia no sirve de apoyo para decidir si exis-
ten los mandatos categóricos. Podría ser el caso, nos dice, que
to­­­dos los ejemplos de lo que parecen casos de obediencia a man­
da­
­­­ tos categóricos sean ocultamente casos de obediencias a
man­da­­­­­tos hipotéticos. Aunque el imperativo categórico prohí-
ba en ab­so­luto cierta acción, es posible que toda la gente que se
abstenga de hacerla lo haga como medio para evitar algún mal
o para conseguir algún bien. El problema respecto de la “existen-
cia” del imperativo no consiste en que, de hecho, la gente lo
desconozca o no pueda formularlo. El problema tiene que ver
con el tipo de motivos con base en los cuales, de hecho, confor-
mamos nuestra conducta a este tipo de mandatos. El punto de
Kant es que la experiencia no puede servir de apoyo para mos-
trar que, de hecho, con frecuencia la gente obedece los manda-
tos categóricos por sí mismos, por el motivo del deber, sin refe-
rencia a ninguna otra consideración. Para ello tendría que ser
posible señalar casos en los cuales, a pesar de los deseos y las
inclinaciones que nos tientan a desviarnos del deber moral, de
hecho nos sobreponemos y cumplimos con él por sí mismo, por
el motivo del deber, y no como medio para satisfacer otros de-
seos e inclinaciones. La realidad de la motivación moral, según
sostiene Kant, no puede mostrarse en la experiencia. Ni en el
caso nuestro ni en el ajeno podemos estar plenamente seguros
de que el único incentivo por el cual hemos cumplido el deber
moral ha sido el respeto por la ley. Al principio de la segunda
sección, él afirma que “es absolutamente imposible señalar por
experiencia con completa certeza un solo caso en el que la máxi-
ma de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya
descansado exclusivamente en fundamentos morales y en la re-
presentación del propio deber” (F 4:407/145). Siempre que­da la
posibilidad de que algún incentivo proveniente del amor propio
nos haya llevado a conformarnos externamente al deber, aun-
que nos guste “adularnos con un motivo noble que nos arro­ga­
mos falsamente” (F 4:407/145). Agrega que “no podemos lle­gar
nunca por completo, aun con el examen más riguroso, detrás de
los incentivos secretos” (F 4:407/145).
el concepto del imperativo categórico 95

Como la realidad de la constricción moral no se puede dar


en la experiencia, se vuelve necesario establecer su posibilidad.
Esta tarea no es otra que establecer la posibilidad del imperati-
vo categórico: si éste es real, entonces es capaz de motivarnos a
obedecer sus mandatos por incentivos puramente morales.
Como señalé, Kant deja esta cuestión para la tercera sección y
dedica el resto de la segunda a continuar con el análisis del im-
perativo categórico. A partir del mero concepto de éste se pro-
pone desarrollar su contenido. Señala que va a probar primero
“si el mero concepto de un imperativo categórico no nos propor-
ciona también la fórmula del mismo, que contiene la única pro-
posición que puede ser un imperativo categórico” (F 4:420/171).

2 . El concepto del imperativo categórico y su primera fórmula


El concepto del imperativo se encuentra implícito en el concep-
to de una voluntad buena que actúa por deber, a saber, el de no
proceder “más que de modo que pueda querer también que mi
máxima se convierta en ley universal” (F 4:402/135). Kant obser­
va que este imperativo, “aparte de la ley, sólo contiene la nece­si­
dad de la máxima de ser conforme a esa ley, y la ley no contiene
ninguna condición a la que esté limitada” (F 4:420–421/171).
Por ello, “no queda sino la universalidad de una ley en general, a
la cual debe ser conforme la máxima de la acción, y únicamente
esa conformidad es lo que el imperativo representa propiamen-
te como necesario” (F 4:420–421/171). Los conceptos centrales
contenidos en este mandato son “máxima” y “ley”. Una máxi-
ma, como sabemos, es un principio subjetivo del querer, es de-
cir, un principio que un sujeto de hecho quiere y con base en el
cual actúa. Una ley, de acuerdo con Kant, por definición es uni-
versal. El imperativo no contiene más que la exigencia de que la
máxima se conforme a la ley que el imperativo ordena. La ley,
agrega Kant, “no contiene ninguna condición a la que esté limi-
tada”. Esto último se debe interpretar en el sentido de que la ley
particular. Por ello, “no queda sino la universalidad de una ley
en general”. Así, la exigencia del imperativo es que la máxima se
conforme a la universalidad de la ley en general. Esto significa
que el imperativo exige que la máxima misma sea una ley uni-
versal. Como las máximas son principios que de hecho quere-
96 virtud, felicidad y religión

mos, la exigencia del imperativo es que actuemos según má­


ximas que podamos querer que sean leyes universales. Kant
concluye esta parte del análisis expresando el imperativo como
sigue: “obra sólo según la máxima a través de la cual puedas
querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”
(F 4:421/173). El verbo modal “poder” en “poder querer” se in­
troduce porque, si bien ya queremos ciertas máximas, el impe-
rativo exige que actuemos sólo según aquellas que, al mismo
tiempo, podamos también querer que se conviertan en leyes
universales.
En un segundo paso, Kant presenta lo que podemos conside-
rar la primera fórmula del imperativo: “obra como si la máxima
de tu acción fuese a convertirse por tu voluntad en una ley uni-
versal de la naturaleza” (F 4:421/173).1 Esta formulación se si-
gue de que “naturaleza […] en el sentido más general (según la
forma) [es] la existencia de las cosas en tanto que está determi-
nada según leyes universales” (F 4:421/173). Además, señala
que “la universalidad de la ley según la cual suceden efectos cons­
tituye lo que se llama propiamente naturaleza” (F 4:421/173).
En la Crítica de la razón pura nos dice que “por naturaleza (en
sentido empírico) entendemos la interconexión de los fenóme-
nos según su coexistencia, según reglas necesarias, es decir, se-
gún leyes” (C 1 A216/B263). De acuerdo con la primera fór-
mula, representamos el mandato de actuar según máximas que
po­­damos querer como leyes universales como el mandato de ac­
tuar como si nuestras máximas fuesen a convertirse en leyes uni-
versales de la naturaleza.
Aunque con frecuencia los intérpretes no trazan la distinción,
es importante observar que la primera fórmula no es idénti­ca al
concepto del imperativo sino que introduce un elemen­to que

1
La discusión sobre la primera fórmula del imperativo es inmensa. Ch.
Korsgaard (“La fórmula de la ley universal de Kant”) no distingue entre el con­
cepto del imperativo y la primera fórmula que aquí caracterizo como “la fór­
mula de la ley universal de la naturaleza”. Véase la discusión en A. Wood, Kant’s
Ethical Thought, capítulo 3, y “The Supreme Principle of Morality”; O. O’Neill,
“Consistency in Action”; J. Rawls, “Themes in Kant’s Moral Philosophy”, y
“Kant II. El imperativo categórico: la primera formulación”; y B. Herman, “Mo­
ral Deliberation and the Derivation of Duties”.
el concepto del imperativo categórico 97

no contiene el concepto, a saber, la conexión sistemática entre


las leyes universales.2 En el mandato de actuar según leyes uni-
versales (al que aquí me he referido como el “concepto” del
imperativo), las leyes pueden tomarse individualmente, como
leyes para acciones consideradas de manera aislada. En cambio,
la primera fórmula introduce la idea de que las leyes universales
conforman un sistema. Al igual que las leyes de la naturaleza, las
que rigen la voluntad lo son para la producción de efectos, en
este caso, las acciones y sus consecuencias. Al determinarse a
actuar según máximas que puede querer como leyes universales
de la naturaleza, la voluntad se determina a la producción de
efectos que conforman un sistema regido por leyes universales.
Según la primera fórmula, entonces, las acciones no deben to-
marse aisladamente, sino que están interconectadas sistemática-
mente. Así como la naturaleza constituye un orden donde los
fenómenos están interconectados según leyes universales, así al
actuar moralmente, nos determinamos a la producción de un
or­den, diferente del natural, donde las acciones y sus consecuen­
cias tienen lugar según leyes universales.3 Se trata del mundo
moral que producimos juntos cuando actuamos por el impera-
tivo categórico. La primera fórmula introduce la idea de que al
actuar moralmente le damos al mundo que compartimos con
los demás la forma de una naturaleza, es decir, hacemos de él un
lugar donde las acciones humanas tienen lugar según leyes uni-
versales.
Antes de continuar, es importante mencionar algunas obje-
ciones que se han vuelto lugares comunes sobre la primera fór-
mula del imperativo. En primer lugar, una objeción natural es
que las leyes de la naturaleza no son normativas, mientras que los
principios morales sí lo son. Si concebimos una máxima como

2
Tomo esta idea de K. Flikschuh, “Kant’s Kingdom of Ends: Metaphysical
Not Political”.
3
Un grave problema, sin embargo, es que no tenemos la capacidad para
garantizar que todas las consecuencias de nuestras acciones tendrán lugar se­
gún las leyes universales con base en las cuales nos determinamos a actuar. La
razón de ello es que, en cuanto fenómenos, esas consecuencias también se ri­
gen por las leyes de la naturaleza, de las cuales no somos autores. La solución
de Kant a este problema conduce a la idea de fe moral y a la religión, que dis­
cuto en el capítulo VIII.
98 virtud, felicidad y religión

una ley de la naturaleza, la tenemos que pensar como una ley


por la cual suceden efectos según la causalidad natural. Si se
conciben como leyes de la naturaleza, los principios morales no
rigen la conducta de los seres racionales, sino que la determi-
nan necesariamente. La objeción, por lo tanto, es que la analo-
gía con las leyes naturales es inapropiada. Aquí es importante
observar que el concepto del imperativo categórico se articula
sobre una concepción del ser racional según la cual “sólo un ser
racional posee la facultad de obrar según la representación de las
leyes, esto es, según principios, o una voluntad” (F 4:412/155).
El mandato de actuar según leyes universales va de la mano con
la concepción de la voluntad racional como capaz de determi-
narse a sí misma a actuar por su propia representación de cier-
tas le­yes. De acuerdo con esto, las leyes en cuestión no determi-
nan la conducta del ser racional, sino que este último se deter­mina
a ac­tuar según su representación de las leyes. En efecto, Kant
caracteriza la voluntad como una causalidad que se determina
a sí misma (F 4:417/165 y 4:427/185). Se trata de una cau­­s­a­li­-
dad que produce efectos, los cuales son acciones y sus conse-
cuencias. Las leyes en cuestión establecen la conexión necesaria
entre la voluntad y sus efectos. Al concebir las máximas como
leyes universales de la naturaleza, se introduce la idea de que
las pensamos como leyes que conforman un sistema. Ya sabe-
mos que la voluntad se determina a sí misma; la concepción
de las má­ximas como leyes de la naturaleza tiene el propósito de
permitirnos su representación como leyes para la producción
de un mundo, ordenado sistemáticamente, de acciones y sus
consecuencias.
En segundo lugar, con frecuencia se supone que el concepto
del imperativo es idéntico a su primera fórmula, de modo que,
a menudo, los intérpretes se refieren a ella como la “fórmula de
la ley universal”. Ello, a su vez, presupone que la fórmula de la
ley universal de la naturaleza no introduce ningún elemento
nuevo, de modo que puede incluírsele en la “fórmula de la ley
universal”. Como acabo de explicar, la idea de leyes de la natu-
raleza introduce un elemento nuevo que el concepto del impera­
tivo no contiene. No obstante, de acuerdo con el supuesto, erró-
neo en mi opinión, de que podamos hablar de una “fórmula de
la ley universal”, a veces se objeta que esta última no es idéntica
el concepto del imperativo categórico 99

al imperativo categórico que Kant formula al final de la primera


sección de la Fundamentación.4 La “fórmula de la ley universal”
que encontramos en la segunda sección sólo dice que actuemos
según máximas que podamos querer como leyes universales,
pero no especifica que se trate de leyes que universalizan sobre
todos los seres racionales. De acuerdo con esa lectura, es posible
verificar si mi máxima puede ser una ley universal para mi con-
ducta futura sin por ello verificar si la pueden adoptar univer­
salmente todos los seres racionales. En cambio, al final de la
primera sección, es claro que Kant supone que universalizar
una máxima es verificar si puede ser una ley universal para to-
dos los seres racionales. La máxima en cuestión es la de hacer
una promesa con el propósito de no cumplirla con el fin de salir
de un apuro. Kant plantea la pregunta:
¿[E]staría quizá satisfecho si mi máxima (librarme de apuros por
medio de una promesa insincera) valiese como ley universal (tan-
to para mí como para otros), y podría quizá decirme: que todo el
mundo haga una promesa insincera si se encuentra en un apuro
del que no se puede librar de otro modo? (F 4:403/137)
El mero planteamiento de la pregunta deja claro que la cuestión
es si la máxima puede valer como ley universal para todos; sin
embargo, la objeción que acabo de mencionar sostiene que la
“fórmula de la ley universal” en la segunda sección no especifica
que el universo sobre el cual la máxima debe poder ser una ley
universal es el conjunto de todos los seres racionales. Según
esto, podemos distinguir entre, por un lado, el requisito de con-
sistencia de actuar según máximas que podamos querer como
leyes universales y, por el otro, la exigencia propiamente moral
de actuar según máximas que puedan ser universalmente adop-
tadas por todos.5 La diferencia crucial reside en que la exigen-
cia moral presupone que debemos tratar a los demás en un pla-
no de igualdad, como seres con un tipo de valor especial que los

4
En este sentido, con frecuencia se traza la distinción entre el imperativo ca­­
tegórico (que exige actuar según máximas que podamos querer como leyes uni­
versales) y la ley moral (que exige que tales leyes universalicen sobre los seres
racionales). Véase Korsgaard, Las fuentes de la normatividad, tercera conferen­cia,
2.4. Como se verá a continuación, no estoy de acuerdo con esta distinción.
5
O’Neill, “Consistency in Action”.
100 virtud, felicidad y religión

hace fuentes de exigencias legí­timas, mientras que el requisito


de consistencia no supo­ne tal cosa. De acuerdo con esto, para
que la “fórmula de la ley universal” contenga una exigencia mo-
ral propiamente, tiene que presuponer, necesariamente, la se-
gunda fórmula y, tal vez, la tercera también. Como veremos en
el siguiente capítulo, la segunda fórmula del imperativo exige
que tratemos a la humanidad, en la propia persona y en la de
los demás, como fin en sí mismo. La tercera fórmula, por su par­
te, exige que al legislar leyes universales nos concibamos como
legisladores para un posible reino de los fines. Se trata de una
objeción importante, por­que Kant insiste en que la primera fór-
mula del imperativo tie­ne que ser formal, mientras que la segun
da y la tercera son materiales, pues especifican el contenido del
imperativo: el valor en aras del cual debemos actuar y el objeto
moral al que este principio conduce.
Es verdad que cada una de las tres fórmulas del imperativo
(la de la ley universal de la naturaleza, la de la humanidad y la
del reino de los fines) hace referencia a las otras. Kant mismo
ob­serva que son equivalentes y que no son más que tres mane-
ras diferentes de formular un mismo mandato desde distintas
perspectivas (F 4:436/203). Por eso, resulta extraño suponer que
la formula de la ley universal no tenga contenido moral, mien-
tras que las fórmulas segunda y tercera sí lo tienen. El supuesto
detrás de esta objeción es que la exigencia de universalización
no es todavía la ley moral porque, para serlo, tendría que espe-
cificar que se trata de leyes universales para todos los seres racio-
nales, y no sólo para mi propia conducta presente y futura. Este
supuesto pasa por alto que, en la argumentación de Kant, el
agente que actúa según el imperativo categórico se concibe como
un ser racional en general. No se trata de una persona indivi-
dual con ciertas características particulares, sino del concepto
de racionalidad práctica. Por ello, las máximas que ese ser racio-
nal puede concebir como leyes universales de la naturaleza valen
para cualquier otro ser racional.6 No es necesario especificar que
se trata de leyes para todos los seres racionales, pues si desde la
6
Rawls procede de manera análoga en su propuesta de la “posición original”
(Teoría de la justicia, secciones 4, 24 y 25), en la que los participantes se conciben
de modo que carecen de características particulares. El razona­miento de cual­
quie­ra de ellos es válido para cualquier otro.
el concepto del imperativo categórico 101

perspectiva de un ser racional en general una máxima puede que­


rerse como ley universal de la naturaleza, asimismo cualquier
otro ser racional la puede querer. La fórmula de la ley universal
de la naturaleza contiene una exigencia moral, aunque no ex-
plicite que debemos considerar a todos los seres racionales en
un plano de igualdad. Esa exigencia moral consiste en que ac-
tuemos sólo según máximas que cualquier ser racional pue­da
querer como leyes universales que conforman un sistema.
Tampoco es necesario verificar si mis máximas pueden ser
acep­tadas por todos los seres racionales.7 A veces se supone, erró­
neamente, que el carácter universal de las máximas depende de
que puedan ser objeto de un acuerdo “ideal” o racional entre to­
dos los seres racionales. Sin embargo, el imperativo no deman-
da tal cosa. De acuerdo con la primera fórmula, verificar si una
máxima es universalizable consiste en determinar si podemos
quererla como una ley de la naturaleza. Si podemos quererla de
ese modo, puede ser una ley para la conducta de cualquier ser
racional. La fórmula no exige que verifiquemos si todos los
seres racionales pueden querer o aceptar una máxima como
ley universal, sino que la posible aceptación de cualquier ser
racional depende de que la máxima pueda quererse como una
ley universal de la naturaleza.8
Kant distingue dos pasos en la prueba de universalización, los
cuales se siguen de que, para poder querer que una máxima sea
una ley universal de la naturaleza, tenemos que poder concebir-
la como tal. Como primer paso, debemos verificar si podemos
concebir la máxima como una ley universal de la na­turaleza. La
verificación consiste en determinar si se presenta alguna “con-
tradicción en el pensamiento” al intentar concebir la máxima
de ese modo. Si tal contradicción se presenta, no podemos con­
7
Ésta es la interpretación que desarrolla Jürgen Habermas. Véanse “La éti­ca
del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación” y “Los usos prag­
máticos, éticos y morales de la razón práctica”.
8
En la segunda Crítica, Kant señala, en referencia al empirismo de Hume,
que “ni siquiera menciono aquí que la universalidad del asentimiento no de­
muestra la validez objetiva de un juicio (es decir, la validez del mismo como
conocimiento); aunque aquella universalidad tuviera lugar causalmente, no
podría, sin embargo, proporcionar una prueba del acuerdo con el objeto; más
bien sólo la validez objetiva constituye el fundamento de un consenso universal nece­
sario” (C 2 5:12–13/10, las cursivas son mías).
102 virtud, felicidad y religión

ce­bir la máxima como ley universal y, por lo tan­to, debemos con­


siderarla inmoral. Sin embargo, en caso de que sí podamos
con­ce­bir la máxima de ese modo, el segundo paso será verificar
si podemos querer que sea una ley universal de la naturaleza.
Aquí la prueba consiste en determinar si hay alguna “contradic-
ción en la voluntad” al intentar querer que la máxima sea una
ley universal. En caso de que haya tal contradicción, también
debemos considerar que la máxima es inmoral. Si la contradic­
ción no se presenta, la máxima es, por lo menos, moralmente
permisible. Como puede apreciarse, el primer tipo de contradic­
ción es más estricto que el segundo. En ambos casos, la prueba
consiste en verificar si habría una contradicción ya sea al pensar
la máxima como ley universal o bien al querer que se convierta
en tal. En la siguiente sección veremos con detenimiento en qué
consisten esos dos tipos de contradicciones.
Es importante observar que la prueba de universalización pre­
supone que ya sabemos que la moral exige que actuemos según
máximas que podamos querer como leyes universales. De acuer-
do con el supuesto de que ya sabemos que las máximas que no
pueden quererse como leyes universales son inmorales, la prue-
ba sirve para determinar qué máximas podemos querer que sí
lo sean. El propósito de la prueba no es convencernos de que
debemos rechazar todas las máximas que no sean universaliza-
bles. Se supone, por mor del argumento, que eso es algo que ya
sabemos y aceptamos. También es importante observar que, en
este paso de su argumento, Kant todavía no ha establecido por
qué debemos actuar según exige el imperativo categórico. No
ha mostrado por qué debemos querer la universalización de
nuestras máximas. Los argumentos encaminados a mostrar que
estamos sujetos a la autoridad del imperativo y que, por ello,
de­bemos actuar sólo según máximas que podamos querer que
sean leyes universales aparecen sólo hasta la tercera sección.
Durante la segunda, la cual nos concierne ahora, Kant continúa
desarrollando y examinando el contenido del imperativo bajo
el supues­to de que exista, es decir, de que sea, efectivamente, un
principio con autoridad para nosotros. Por ello, es importante
no perder de vista que en los ejemplos con que ilustra la fórmu-
la de la ley universal de la naturaleza, procede bajo el supuesto
de que ya estamos motivados a actuar moralmente, es decir, a
el concepto del imperativo categórico 103

actuar según máximas que podamos querer como leyes univer-


sales. El propósito de la prueba no es sacar a la luz las razones
por las cuales debemos actuar según ciertas máximas y evitar
actuar según otras, sino sólo determinar qué máximas podemos
querer como leyes universales de la naturaleza bajo el supuesto
de que ya queremos actuar sólo según este tipo de máximas.

3 . La contradicción en el pensamiento


Kant ilustra la primera fórmula del imperativo categórico con
cuatro ejemplos de deberes morales; su propósito es mostrar
que el imperativo es un principio que, efectivamente, sirve para
la derivación de tales deberes. Al igual que en la primera sec-
ción, elige ejemplos de acciones que, según supone, todos esta-
remos de acuerdo en que son deberes morales, como ayudar al
prójimo y no prometer en falso. Su propósito no es mostrar que
se trata, en efecto, de deberes, sino que éstos se derivan del im-
perativo categórico.
Kant ofrece dos tipos de ejemplos de acuerdo con los dos tipos
de contradicción que es posible encontrar al determinar si po­de­
mos querer que una máxima se convierta en una ley universal
de la naturaleza. En primer lugar, presenta ejemplos de deberes
que se siguen de una contradicción en el pensamiento, es decir,
cuando la máxima en cuestión no puede pensarse como una ley
universal de la naturaleza sin caer en contradicción. Nos dice
que los deberes que se siguen de este primer tipo de contradic-
ción son “perfectos” y ofrece dos ejemplos: el deber perfecto
hacia uno mismo de no suicidarse por amor propio y el deber
perfecto hacia los demás de no prometer en falso en aras del
propio provecho. En segundo lugar, presenta dos ejemplos de
deberes que se siguen de una contradicción en la voluntad, es de­
cir, cuando la máxima en cuestión no puede quererse como una
ley universal de la naturaleza sin caer en contradicción, aunque
pueda muy bien pensarse de ese modo. De acuerdo con él, los
deberes que se siguen de este segundo tipo de contradicción
son “imperfectos” e igualmente ofrece dos ejemplos: el deber
imperfecto hacia uno mismo de cultivar los propios talentos y
el deber imperfecto hacia los demás de ayudar a la consecución
de los fines ajenos.
104 virtud, felicidad y religión

En una nota al pie observa que reserva la división de los de-


beres para una futura Metafísica de las costumbres. Nos dice que la
división de los deberes en perfectos e imperfectos “figura aquí
sólo como arbitraria (para ordenar mis ejemplos)” (F 4:421
/173). No obstante, aclara que por “deber perfecto” entiende
“aquel que no permite ninguna excepción en provecho de la
in­clinación”. De acuerdo con esto, se puede suponer que un
deber imperfecto es aquel que sí admite ese tipo de excepción.
Como veremos en el capítulo VII, sección 2, en la Metafísica aquí
anunciada, Kant modificará esta caracterización de los deberes
perfectos e imperfectos, y la distinguirá de una segunda división
entre deberes estrictos y amplios.9 Por el momento es suficiente
con entender la división del siguiente modo. Un deber perfecto
exige la adopción o el rechazo de una máxima que es­­pe­cifica
un tipo particular de acción que se debe realizar u omi­tir en to­
dos los casos; por ejemplo, “cumplir las promesas” o “prometer
en falso por provecho propio”. Un deber imperfecto exige la
adopción de una máxima que especifica un fin que se debe lle-
var a cabo; por ejemplo, “ayudar al prójimo” o “cultivar los ta-
lentos”. Al exigir la rea­li­za­ción de un fin, un deber imperfecto
no exige que en todos los ca­­­sos que se nos presenten llevemos a
cabo las acciones que nos con­­ducen a ello, ya que puede haber
buenas razones para no efectuarlas en situaciones particulares.
El deber imperfecto deja abierto a quién ayudar o qué talentos
en particular cultivar, en qué medida, de qué manera y en qué
momento. En cambio, un deber per­fecto no permite ese mar-
gen de decisión. Podemos decir que un deber perfecto exige o
prohíbe una má­xima de acción, mientras que uno imperfecto
exige una máxima de fin. Una máxima de acción es aquella que
especifica un tipo particular de acción que se debe realizar u
omitir sin excepción en cada oca­sión que se presente; una máxi-
ma de fin es aquella que especifica un fin que se debe realizar a
lo largo del tiempo.
Kant presenta los ejemplos de modo que el protagonista en
cada caso se cuestiona si cierta máxima se permitiría moralmente.
Tras formular la máxima, el paso siguiente es verificar si se puede
querer que la máxima sea una ley universal de la naturaleza. Si la
9
En F. Rivera Castro, “Kantian Ethical Duties” ofrezco una interpretación
de esta taxonomía de deberes.
el concepto del imperativo categórico 105

máxima no puede ni siquiera pensarse como ley sin contradic-


ción, se sigue que es inmoral y, por lo tanto, se debe rechazar. Si
la máxima sí puede pensarse de ese modo, se sigue que es, por lo
menos, permitida moralmente, pero se plantea de nuevo si se
puede querer que se convierta en una ley universal de la natura-
leza. Si la respuesta es negativa, la máxima es inmoral. Si es posi-
tiva, se sigue que la máxima es, al menos, permitida moralmente.
En el primer ejemplo Kant presenta el caso siguiente: “uno
que, por una serie de males que han crecido hasta la desespe­­ran­
za, siente fastidio por la vida, está aún lo suficiente en po­sesión
de su razón para poder preguntarse a sí mismo si qui­­tar­­se la
vida no será acaso contrario al deber hacia sí mismo” (F 4:421–
422/173). El primer paso es formular la máxima: “tomo por
amor propio como principio acortarme la vida si ésta me amena­
za a largo plazo con más mal que agrado me promete” (F 4:421–
422/173). Una vez formulada la máxima respecto de cuya cua-
lidad moral el agente tiene dudas, el paso siguiente es verificar
si puede querer que se convierta en una ley universal de la na-
turaleza. Es importante observar que la máxima expresa un acto
exterior (quitarse o acortar la vida) que se debe realizar por una
razón o motivo (por amor propio: si la vida amenaza a largo
plazo con más mal que agrado). Lo que se somete a la prue­ba del
razonamiento moral no es el mero acto exterior, sino este últi-
mo en la descripción que especifica el motivo o la razón por los
cuales se pretende llevarlo a cabo. No es lo mismo quitarse la
vida para evitar la miseria futura que quitarse la vida para salvar
la de alguien más o hacerlo en defensa de una causa que se
considera justa. Aunque el acto externo sea similar en esos tres
casos, su descripción es diferente según las razones por las cua-
les alguien se proponga llevarlo a cabo. La evaluación mo­ral se
refiere al acto externo según una descripción en términos de las
razones o motivos para realizarlo. Esto último es pre­­­cisa­mente
lo que expresan las máximas.
Una pregunta importante es cómo determinar las máximas
de nuestras acciones para poder someterlas a la prueba de uni-
versalización. De acuerdo con Kant, muchas veces resulta difícil
especificar con seguridad las máximas según las cuales actua-
mos. En particular, enfatiza que es imposible afirmar con certe-
za que hemos actuado según una máxima moral, es decir, por
106 virtud, felicidad y religión

motivos puramente morales (F 4:407/143). Nunca podemos te­


ner la certeza de que una acción conforme al deber no estuvo
motivada por alguna consideración de amor propio. Sin embar-
go, de aquí no se sigue que no sea posible, en ocasiones en las
que no pretendemos ningún mérito moral, tener más claridad
sobre las máximas que nos guían. Alguien podría decir, por
ejemplo, que actúa según máximas como “Regresar a tiempo
los libros a la biblioteca para evitar pagar una multa” o “Salir tem­
prano por la mañana para evitar el tráfico”.
La dificultad en este tipo de máximas que no contienen nin-
gún mérito moral es que hay muchas maneras de describir una
secuencia de actos exteriores. Tal secuencia se puede incorpo-
rar en distintas máximas: “Regresar a tiempo los libros a la bi­
blio­te­ca para ahorrar dinero”, “Regresar a tiempo los libros a la
biblio­te­ca para no tener que pedir dinero prestado para pagar
la multa”, “Evitar la multa en la biblioteca con el fin de tener
di­­nero para el cine”, entre otras. Es posible que el agente no ten­
ga certeza sobre cuál es la mejor descripción de lo que se propo-
ne hacer y también es posible que algún observador pueda estar
en desacuerdo con la manera en que el agente describe su pro-
pia acción. Alguien puede decir que su máxima es “Salir tempra­
no por la mañana para evitar el tráfico”, pero un amigo le pue­de
corregir que su propósito verdadero es “Salir temprano por la
mañana para no desayunar con la esposa”. Es cierto que un mis-
mo acto se puede describir con máximas muy diferentes entre
sí, pero también lo es que Kant nunca lo discute como una difi­
cul­tad, porque la prueba de universalización se plantea respec-
to de aquellas máximas sobre cuya cualidad moral tenemos du-
das. La prueba de universalización no es un procedimiento para
verificar cualquier máxima, sino sólo aquellas respecto de las cua­
l­es dudamos si son moralmente correctas. Esta consideración
li­mi­ta mucho el tipo de máximas que pueden ser relevantes y
sir­ve de criterio para fijar la descripción apropiada. Si alguien
duda sobre si mentir para obtener un empleo es inmoral, la má­
xima tiene que formularse de modo que se incorporen estos
elementos: “mentir para obtener un empleo”, o “mentir para
promover el provecho propio”. El problema de la opacidad de
las máximas que guían nuestra conducta no es tan grave en este
contexto porque lo importante es verificar la cualidad moral
de una máxima respecto de la cual se está considerando actuar.
el concepto del imperativo categórico 107

Tras haber formulado la máxima, en el segundo paso se plan-


tea la pregunta de si la máxima en cuestión puede convertirse en
una ley de la naturaleza. Kant sostiene que ello es imposible
en el ejemplo del suicida porque “se ve pronto que una naturale­
za cuya ley fuese destruir la vida misma por la misma sensación
cuyo cometido es impulsar al fomento de la vida contradiría a
esa sensación misma y, así pues, no subsistiría como naturaleza”
(F 4:422/173–175). Este razonamiento presupone que el come-
tido o la función del amor propio es “impulsar al fomento de la
vida”. Como vimos en la sección 6 del capítulo II, en la segunda
Crítica Kant presenta el amor propio como una tendencia natu-
ral a procurar lo agradable y evitar lo desagradable. Es una ten-
dencia a tomar los fundamentos subjetivos por objetivos, es de-
cir, a considerar lo agradable como bueno. De acuerdo con este
ejemplo, esta tendencia natural a procurar lo agradable y evitar
lo desagradable desempeña, en la naturaleza, la función de fo-
mentar la vida. En un ser racional sujeto a la in­fluencia de la
sensibilidad, el impulso de vivir depende de que la vida sea agra-
dable. Este impulso puede cesar, como en el caso del suicida, si
la vida promete más males que agrado. De este modo, el amor
propio conduce en algunos casos a fomentar la vida y en otros a
terminar con ella, dependiendo del balance de agrado y dolor
esperados. Si bien éste puede considerarse un hecho natural, la
pregunta es si esta manera de actuar es moralmente lícita. La pre­
gunta que Kant plantea concierne al hecho de si podemos que-
rer que la máxima de quitarse la vida por amor propio cuando
ésta prometa más males que agrado sea por nuestra voluntad una
ley universal de la naturaleza. Se trata de una ley práctica para
determinar nuestra voluntad y ordenar nuestras acciones. La
pregunta, por lo tanto, es si podemos querer elevar el amor pro-
pio a una ley universal para regir nuestra conducta. Sería la ley
de actuar en función de lo que nos agrade y nos desagrade.
Según Kant, el amor propio no puede servir de ley universal
porque contendría una contradicción. De acuerdo con sus obser­
vaciones al final de la exposición de los cuatro ejemplos, la má­
xima de quitarse la vida por amor propio no puede ni siquiera
“pensarse” como una ley universal de la naturaleza debido a la
contradicción que contiene. Por ello “mucho menos se puede
querer además que se convirtiese en ella” (F 4:424/177). De ahí
108 virtud, felicidad y religión

se sigue que la máxima “quitarme la vida cuando ésta prometa


más males que agrado” es inmoral, por lo cual es un deber no
actuar de este modo. Como la contradicción en cuestión es “en
el pensamiento”, se trata de un deber perfecto hacia uno mis-
mo. La prohibición señala un acto particular que no debe reali-
zarse nunca por la razón señalada, independientemente de qué
otras consideraciones puedan parecer relevantes en una situación
particular. Cualesquiera que sean las circunstancias, no debe-
mos quitarnos la vida cuando ésta promete más males que agra-
do. Esta conclusión deja abierto si puede estar permitido quitar-
se la vida por otras consideraciones, como salvar la vida de otra
persona o defender una causa que se considera justa.
Este primer ejemplo es el más controvertido de los cuatro
que Kant ofrece, ya que no es claro por qué se genera la contra-
dicción; además, algunos autores sostienen que, en todo caso,
la supuesta contradicción se produce porque el razonamiento
supone premisas muy cuestionables. Se han postulado varias in-
terpretaciones sobre el tipo de contradicción en cuestión, de
modo que se trata de un asunto que ha generado mucha discu-
sión y sobre el cual existe un gran desacuerdo. Antes de exa­
minar las interpretaciones de la contradicción en este primer
ejem­plo, presentaré el segundo, ya que es más claro y menos
controvertido.
El segundo ejemplo que Kant presenta es el de alguien “que
se ve apremiado por la necesidad a tomar dinero en préstamo”
aunque sabe que “no podrá pagar, pero ve también que no se le
prestará nada si no promete solemnemente devolverlo en un
tiem­po determinado” (F 4:422/175). La máxima se formula del
siguiente modo: “cuando crea estar apurado de dinero, tomaré
dinero en préstamo y prometeré pagarlo, aunque sé que eso no
sucederá nunca” (F 4:422/175). Nuevamente él observa que esta
máxima se adopta por consideraciones de amor propio “o de la
propia conveniencia”. Es un hecho que el amor propio nos pue-
de llevar a prometer en falso, pero la pregunta es si este modo de
actuar es moralmente lícito. Elevar esta máxima a ley universal
sería tanto como elevar por nuestra voluntad el principio del
amor propio a una ley universal de la naturaleza. La respuesta
de Kant es que tampoco en este caso la máxima puede pensarse
como una ley universal de la naturaleza, y plantea la pregunta
el concepto del imperativo categórico 109

de “qué pasaría entonces si mi máxima se convirtiese en una ley


universal”. Él responde que tal ley también se contradiría a sí
misma:
[P]ues la universalidad de una ley que diga que cada uno, tan
pronto como crea estar necesitado, puede prometer lo que se le
ocurra con la intención de no cumplirlo, haría imposible la pro-
mesa y el fin mismo que con ella se pudiera tener, ya que nadie
creería que le ha sido prometido algo, sino que se reiría de toda
ma­nifestación semejante como de una simulación inútil. (F 4:422
/175)
La idea central aquí es que si la máxima fuera una ley univer­­-
sal de la naturaleza, todos sabrían que cuando se está en necesi­
dad de dinero, la gente promete en falso con el fin de obtenerlo,
por lo cual nadie creería este tipo de promesas. En consecuencia,
se vuelve imposible actuar según la máxima en cuestión; por lo
tanto, se vuelve imposible querer actuar conforme a ella. Si re-
sulta imposible pensar que la máxima se convierta en ley univer-
sal, resulta también imposible querer tal cosa; por lo tanto, la má­
xima es inmoral y es un deber no actuar conforme a ella. Se trata
también de un deber perfecto, aunque ahora el de­­ber es hacia
los demás. Al ser perfecto, la prohibición de prometer en falso
por amor propio o por conveniencia propia se sostiene sin ex-
cepciones y sin importar qué otras consideraciones podríamos
pensar que podrían justificar las promesas en falso por este tipo
de razón. No obstante, esto deja abierto si podría estar justi­fi­
cado prometer en falso por razones de otro tipo, como salvar la
vida de otra persona, salvar la vida propia o defender una causa
que se considere justa.

4 . Cómo interpretar la contradicción en el pensamiento


Como lo mencioné, en los estudios sobre el tema existe un im-
portante desacuerdo sobre cómo interpretar la contradicción
en el pensamiento.10 En el artículo “La fórmula de la ley univer-
sal de Kant”, Korsgaard presenta y discute las interpretaciones
que se han ofrecido y se refiere a ellas como interpretación “ló­

10
Discuto este tema en Rivera Castro, “Kant’s Formula of the Universal Law
of Nature Reconsidered: A Critique of the Practical Interpretation”.
110 virtud, felicidad y religión

gi­ca”, “práctica” y “teleológica”.11 De acuerdo con la interpreta-


ción lógi­ca de la contradicción, ésta se presenta porque la uni­
ver­sa­­li­zación hace imposible el tipo de acción contenido en la
má­xi­ma: si en el mundo posible en el que la máxima es una ley
uni­versal se sabe que nadie cumple este tipo de promesas y, por
lo tanto, nadie cree en ellas, la acción misma de prometer para
ob­tener dinero prestado se vuelve imposible o inconcebible. La
acción en cuestión presupone la práctica social de ese tipo de
promesas, de modo que, si la práctica desaparece por la uni­
versa­liza­ción de la máxima, la acción contenida en esta última
se vuelve im­posi­ble también. La interpretación práctica que
Korsgaard pro­­mue­ve es muy similar, excepto que, de acuerdo
con ella, el pro­­­ble­ma no es que la acción se vuelva inconcebible
tras la universalización, sino que se vuelve ineficaz para obtener
el pro­pósito en la máxima. Como ella señala, la universalización
hace imposible realizar, mediante una promesa falsa, el propó-
sito en la má­xima, es decir, obtener dinero prestado, por lo cual
es contradictorio querer la máxima y su universalización al mis-
mo tiempo.12
Estas dos interpretaciones de la contradicción son similares
en varios puntos. En primer lugar, comparten el supuesto de
que la contradicción en cuestión tiene lugar entre la máxima y
su universalización, es decir, niegan que la concepción de la
máxima como una ley universal sea en sí misma contradictoria.
En segundo lugar, comparten el supuesto de que “universalizar”
significa hacer el experimento mental de que todos comparten
la máxima en cuestión. De acuerdo con esto, que una má­xima
pueda valer como una ley universal de la naturaleza significa
que se puede compartir universalmente; por ello me referiré a
este supuesto como la “concepción de la universalidad como
compartibilidad”. La prueba de universalización, según estas in-
terpretaciones, consiste en verificar la consistencia de que todos
los seres racionales comparten la misma máxima. La contradic-
ción resulta cuando es imposible actuar conforme a ella cuando
se comparte universalmente. La falla reside en un problema de
coordinación: las máximas que no se pueden universalizar son
aquellas que no se pueden compartir universalmente. En tercer

11
Korsgaard, “La fórmula de la ley universal de Kant”.
12
Ibid., pp. 198–199.
el concepto del imperativo categórico 111

lugar, como veremos, ambas interpretaciones funcionan mejor


cuando la posibilidad o la efectividad de actuar según la máxima
en cuestión suponen cierta práctica social que quedaría des­
truida por la universalización. Korsgaard se refiere a este tipo
de ac­ciones como “convencionales”.13 Estas interpretaciones no
fun­cionan para dar cuenta de los ejemplos en los cuales la posi-
bilidad o la efectividad de actuar según la máxima en cuestión
no suponen ninguna práctica social. Éste es el caso, precisamen­
te, del ejemplo de la acción de quitarse la vida por amor pro­pio.
Korsgaard se refiere a esta última como una “acción natural”
para expresar el hecho de que no presupone ninguna práctica
social, y reconoce que la interpretación práctica de la contradic-
ción no funciona para dar cuenta de este caso.14 En cuarto lu-
gar, como veremos, ambas interpretaciones pueden resultar
apropiadas para dar cuenta del tipo de inconsistencia que da
lugar a un deber perfecto hacia los demás, pero no funcionan en
el caso de las contradicciones en el pensamiento que dan lugar
a deberes perfectos hacia uno mismo, como el de no quitarse la
vida por amor propio.
La tercera interpretación de la contradicción que Korsgaard
considera es la “teleológica”, de la cual distingue dos versiones:
la “simple” y la de H.J. Paton.15 Aquí me ocuparé sólo de la ver-
sión simple, ya que las objeciones contra ésta que veremos a
con­ti­nuación también se aplican a la versión de Paton.16 De
acuer­do con la versión simple, la contradicción tiene lugar por-
que la má­xima universalizada contradice algún propósito na­
tural. En el ejemplo del suicidio, Kant afirma que el propósito
natural del amor propio es “impulsar al fomento de la vida” y
que, por ello, la máxima de quitarse la vida por amor propio no
puede ser una ley universal: porque contradice el propósito na-
tural del amor propio. Korsgaard presenta tres objeciones cen-

13
Ibid., pp. 185–187.
14
Ibid., pp. 206–211.
15
H.J. Paton, The Categorical Imperative. A Study in Kant’s Moral Philosophy,
capítulo XV.
16
Además, la versión de Paton se basa en supuestos muy controvertidos
sobre la naturaleza de la racionalidad práctica, los cuales han sido ampliamente
rechazados en los estudios sobre el tema. Para un panorama de esas objeciones,
véase P. Guyer (comp.), Kant’s Groundwork for the Metaphysics of Morals. A
Rea­der’s Guide, capítulo 5.
112 virtud, felicidad y religión

trales contra esa interpretación de la contradicción. La primera


es que supone la cuestionable atribución de propósitos natura-
les a “tipos de acción y también a órganos, instintos y otras dis-
posiciones or­gánicas”.17 Aunque Kant suponga que el propósito
natural del amor propio sea “impulsar el fomento de la vida”, es
una premisa demasiado controvertida como para respaldar la
prue­ba de universalización. La segunda objeción es que, si se
concibe así, la prueba no hace uso de la universalización: la ley
universal de quitarse la vida por amor propio contradice el su-
puesto propósito natural de este último tanto como la máxima
misma. No hace falta hacer ningún experimento de universali­
za­ción para determinar si la máxima de quitarse la vida por
amor propio con­­tra­dice un propósito natural.18 La tercera ob­
jeción es que el razo­namiento por el cual se genera la contradic-
ción no resulta convincente desde el punto de vista del suicida:
Korsgaard obser­va que de nada sirve decir que la máxima con-
tradice el propó­si­to natural del amor propio porque es justamen­
te este propó­sito natural lo que el suicida está rechazando con
su acción.19
A pesar de la gran influencia que ha ejercido este texto de
Korsgaard, me parece que no se trata de objeciones definitivas
a la interpretación teleológica simple. La primera objeción no
se dirige a la interpretación de la contradicción, la cual es fiel al
texto de Kant, sino al razonamiento que ofrece éste. La objeción
no es que la interpretación carezca de base textual en el ejem­
plo del suicidio, sino que vuelve poco verosímil la prueba de uni­
versalización. El problema que aquí se plantea es cómo resol­ver
la tensión entre lo que Kant dice en el texto y lo que los lectores
consideramos que podría ser la mejor interpretación de la con-
tradicción según consideraciones filosóficas. El problema que
Korsgaard señala en la interpretación teleológica simple no es
que sea mala como interpretación del texto sino que no es filo-
sóficamente convincente. La autora es explícita al decir que las
tres interpretaciones tienen cierta base textual, así que su defen­
sa de la interpretación práctica se basa en consideraciones filo-
sóficas.20 Ella ofrece una lectura que, aunque no es fiel al texto
17
Korsgaard, “La fórmula de la ley universal de Kant”, p. 192.
18
Ibid., p. 190.
19
Ibid., pp. 194–195.
20
Ibid., p. 179.
el concepto del imperativo categórico 113

en todos los casos, sí resulta filosóficamente fértil: articula la in­


terpretación práctica tomando el ejemplo de las promesas como
caso paradigmático, para luego extenderla a los de­más ejem-
plos, a pesar de que ello carezca de base textual en el ejemplo
del suicidio. Sin embargo, podría decirse que sería mejor contar
con una interpretación de la contradicción que funcione para
los dos ejemplos de deberes perfectos aunque no sea la que más
nos convenza filosóficamente. La interpretación teleológica sim-
ple satisface esta condición, aunque más adelante pro­pondré
una alternativa que considero más verosímil.
La segunda objeción de Korsgaard tampoco es definitiva ya
que supone la concepción de la universalidad como compartibi-
lidad, es decir, supone que “universalizar” una máxima significa
hacer el experimento mental de verificar qué pasaría si la má­xi­
ma se compartiera universalmente. El problema es que en el
ejem­­plo del suicidio Kant no entiende la universalización de
este modo. Según su razonamiento en este caso, la máxima
de quitarse la vida por amor propio no puede pensarse sin con-
tradicción independientemente de qué hagan los demás. Kors-
gaard comete la equivocación de asumir la concepción de la
universalidad como compartibilidad para todos los casos por-
que, como acabo de señalar, toma el ejemplo de las promesas
como caso paradigmático. Es razonable suponer que en el caso
de máximas que contienen acciones que se dirigen a los demás,
la univer­salización puede entenderse de este modo, pero no lo
es cuando las acciones se dirigen hacia uno mismo. Por ello, es
preciso buscar otra manera de entender la prueba de universa-
lización que funcione para todos los casos.
Por último, la tercera objeción que presenta Korsgaard a la
interpretación teleológica simple de la contradicción, sin ser de­
fi­nitiva, resalta un punto importante. La objeción asume un
ele­­­­mento crucial en la interpretación de Kant que ella ha desa­
rro­lla­do, a saber, que los razonamientos morales tienen que di­
ri­girse al agente al que pretenden convencer desde su propio
punto de vista.21 Por ello, tales argumentos deben partir de pre-
misas que el agente acepta. En el ejemplo de las promesas, el

21
Ésta es una tesis central de Korsgaard, Las fuentes de la normatividad, con­
ferencia 1–2.2.
114 virtud, felicidad y religión

argumento en contra del carácter universalizable de la máxima


procede a partir de la premisa de que el agente quiere obtener
dinero prestado mediante una promesa falsa. Se trata de algo
con lo cual el agente está comprometido. A continuación se le
muestra que si su máxima fuera una ley universal, no podría
lograr su propósito de ese modo porque nadie creería su prome­
sa falsa. De acuerdo con Korsgaard, el problema en el ejemplo
del suicidio es que el argumento en contra de la universalizabi-
lidad de la máxima no procede a partir de algo que el agente
quiere: por el contrario, el punto de partida es la afirmación de
Kant de que el propósito natural del amor propio es “impulsar
al fomento de la vida”, algo que al suicida parece no intere­­-
sar­le.22 Por ello, el pro­­blema con asignar propósitos naturales
sería que “puede que no tengan nada que ver con lo que el
agente quie­­re, con lo que de­bería querer racionalmente, o in-
cluso con lo que cualquier ser humano quiere”.23
La dificultad con esta objeción es que en realidad no se diri-
ge contra la interpretación teleológica simple de la contradic-
ción, sino contra el razonamiento que Kant ofrece, ya que él
mismo le asigna un propósito natural al amor propio. De acuer-
do con él, la máxima del suicida no se puede universalizar sin
contradicción porque contradice un propósito natural. De este
modo, regresamos a la cuestión que planteé respecto de la prime­
ra objeción que Korsgaard presenta contra esta interpretación,
a saber, cómo resolver la tensión entre el objetivo de ofrecer una
lectura fiel del texto y ofrecer una lectura filosóficamente con-
vincente. Es claro que desde el punto de vista de Korsgaard, el
razonamiento de Kant en el ejemplo del suicidio no es filosófi-
camente convincente, pero ello no constituye una objeción con-
tra una interpretación de éste que aspira a tener base textual.
En suma, las tres interpretaciones de la contradicción en el
pensamiento son vulnerables a objeciones importantes. Las in-
terpretaciones lógica y práctica no funcionan para el ejemplo
del suicidio por dos razones. La primera es que quitarse la vida
por amor propio es una acción natural, por lo que no se vuelve
inconcebible (interpretación lógica) o ineficaz (interpretación

22
Korsgaard, “La fórmula de la ley universal de Kant”, pp. 194–197.
23
Ibid., p. 197.
el concepto del imperativo categórico 115

práctica) si la máxima se convierte en ley universal, es decir,


compartida por todos. El suicida puede concebir su acción per-
fectamente y obtener el propósito de quitarse la vida aunque
todo mundo actúe según esa misma máxima. La segunda razón,
como se puede apreciar, es que se entiende la universalización
en términos de lo que he denominado “universalidad como
compartibilidad”. El problema es que, en el caso del suicidio, la
supuesta imposibilidad de pensar la máxima sin contradicción
no tiene nada que ver con lo que los demás harían. Aunque el
suicida fuera la única persona en el mundo que considerara qui­
tarse la vida por amor propio, Kant sostiene que su máxima no
sería universalizable sin contradicción. Por último, la interpreta­
ción teleológica tiene el problema de que necesariamente pre-
supone la asignación de propósitos naturales aun en los casos
en los cuales no parece ser necesaria, como en el ejemplo de las
promesas. Tal y como Kant lo presenta en la Fundamentación, la
imposibilidad de pensar la máxima de prometer en falso para
obtener dinero prestado por conveniencia propia no depende
de la asignación de un propósito natural a la acción de prometer.
En lo que resta de esta sección ofreceré una interpretación
alternativa de la contradicción en el pensamiento.24 Para ser exi­
tosa, esta alternativa debe servir para los dos ejemplos, es decir,
para máximas que contienen acciones naturales y para aquellas
que presuponen prácticas sociales (acciones convencionales);
debe ofrecer una concepción de la universalización que funcio-
ne para la derivación de deberes hacia uno mismo (ejemplo del
suicidio) y hacia los demás (ejemplo de las promesas); además,
debe permitir la asignación de propósitos naturales sin reque-
rirlos necesariamente.
El rasgo central de esta interpretación alternativa, a la que
de­nominaré “interpretación lógica revisada”, es que en ella se
toma en serio la tesis de Kant de que al universalizar una máxi-
ma debemos pensarla como una ley universal de la naturaleza.
Siguiendo esta idea central, el experimento de universalización
no puede consistir en verificar qué pasaría si todos adoptaran
mi máxima, sino en verificar si puedo querer mi máxima como

24
Desarrollo esta interpretación en Rivera Castro, “Kant’s Formula of the Uni­
versal Law of Nature Reconsidered: A Critique of the Practical Interpretation”.
116 virtud, felicidad y religión

una ley de acuerdo con la cual ciertos efectos se siguen necesa-


riamente de ciertas causas. Como mencioné al principio de este
capítulo, en la Fundamentación, Kant observa que “la universali-
dad de la ley según la cual suceden efectos constituye lo que se
llama propiamente naturaleza en el sentido más general (según
la forma), esto es, la existencia de las cosas en tanto que está
determinada según leyes universales” (F 4:421/173). De acuer-
do con esto, la prueba de universalización consiste en verificar
si puedo querer que mi máxima sea una ley universal según la
cual tienen lugar ciertos efectos. Esto no debe interpretarse
como la exigencia de verificar si la máxima puede ser una ley de
la naturaleza de acuerdo con la cual la misma causa (digamos, el
amor propio) produce el mismo efecto (digamos, terminar con
la propia vida al anticipar mayor miseria que agrado).25 Como
tam­bién mencioné, las leyes en cuestión son leyes para la volun-
tad, a la cual Kant caracteriza como una causalidad que se deter-
mina a sí misma. La causa en cuestión es la voluntad, los efectos
son sus acciones y sus consecuencias, y las leyes especifican la
conexión necesaria entre la causa y sus efectos. Podemos decir
que al pensar una máxima como una ley universal para la vo­
luntad consideramos que especifica un fundamento (digamos,
el amor propio) con base en el cual la voluntad necesariamente
se determina a sí misma a la producción de ciertos efectos (di-
gamos, terminar con la propia vida al anticipar mayor miseria
que agrado). Llamaré a esta manera de concebir a la universali-
zación como “universalidad como necesidad” porque la ley es-
pecifica los fundamentos con base en los cuales la voluntad se
determina necesariamente a actuar.
En el ejemplo del suicidio, la máxima en cuestión puede for-
mularse como “quitarse la vida cuando ésta promete más males
que agrado” o bien “quitarse la vida por amor propio”. Kant
pregunta si “este principio del amor propio puede convertirse
en una ley universal de la naturaleza” (F 4:422/173). Lo que se

25
Paton (The Categorical Imperative. A Study in Kant’s Moral Philosophy, p. 148)
hace esta lectura cuando afirma respecto de la fór­mula de la ley universal de la
naturaleza que “es esencial para tal ley que no deba tener excepciones: la misma
causa debe producir los mismos efectos siempre” (la traducción es mía). Wood
(Kant’s Ethical Thought, pp. 84–85) parece afirmar la misma pos­tura en su lec­
tura del ejemplo del suicidio.
el concepto del imperativo categórico 117

universaliza, estrictamente, es la máxima más general de actuar


por amor propio.26 Kant señala que tal máxima o principio más
general no puede pensarse como una ley universal de la natura-
leza. En la segunda Crítica presenta el amor propio como el
principio de elegir de acuerdo con el placer o displacer que se
espera de la realidad de un objeto (C 2 5:22/20). De acuer­do con
el ejemplo del suicidio, la tendencia a elegir con base en el pla-
cer o displacer esperado desempeña la función natural de im-
pulsar el fomento de la vida. Se presume que en un ser racional
sujeto a la influencia de la sensibilidad el impulso a la vida de-
pende de que ésta sea agradable. Este impulso puede cesar
cuando, como en el ejemplo, la vida promete más males que agra­
do. Dependiendo del balance de placer y desagrado, el amor
propio puede fomentar la vida o bien su terminación. Aunque
esto último sea un hecho natural acerca de nosotros, la pregun-
ta es si actuar por el principio del amor propio puede convertir-
se en una ley para la voluntad. Sería el principio de determinarse
a la acción necesariamente según el placer o desagrado espera-
dos. Con el fin de responder a esta pregunta, la prueba de uni-
versalidad nos exige verificar si podemos querer que el amor
propio sea el fundamento necesario para la realización de cier-
tas acciones.
Según la concepción de la universalidad como necesidad, la
razón por la cual no podemos pensar el principio del amor pro-
pio como una ley universal de la naturaleza es que no lo pode-
mos pensar como el fundamento por el cual la gente necesaria-
mente termina con su vida al anticipar más miseria que agrado.
Según Kant, la razón es que el propósito natural del amor pro-
pio es promover el fomento de la vida. Podría pensarse, como
lo hace Allen Wood, que la máxima en cuestión no puede ser
una ley de la naturaleza porque sería autocontradictoria en el
sentido de que la misma causa produciría efectos contradicto-
rios. En su lectura del ejemplo del suicidio según la primera
fórmula escribe lo siguiente: “sería autocontradictorio que hu-
biera un sistema de la naturaleza en el cual el mismo sentimien-
to con esta función debiera, bajo ciertas circunstancias, produ-
cir el término de la vida conforme a una ley de la naturaleza”.27
26
O’Neill, “Consistency in Action”.
27
Wood, Kant’s Ethical Thought, p. 85. La traducción es mía.
118 virtud, felicidad y religión

Esta lectura no puede ser correcta porque ya sabemos que el


amor propio puede conducir al fomento o al término de la vida
dependiendo del balance de placer y desagrado. El problema, en
realidad, es que el agente no puede pensar una ley según la cual
el amor propio conduce necesariamente a terminar con la vida
propia cuando el futuro luce miserable.
A pesar de las interpretaciones lógica y práctica, el problema
aquí no es que la acción o el propósito en la máxima (terminar
con la vida propia) sería inconcebible o inalcanzable. El proble-
ma, en cambio, es que el suicida no puede pensar su máxima
como una ley de la naturaleza porque ello contradice algo que
tiene que considerar, a saber, que la función natural del amor
propio es promover el fomento de la vida. Korsgaard objetaría
que esto es absurdo ya que el agente niega con su máxima que
le importe esa supuesta función natural del amor propio. Sin
em­bargo, para que el ejemplo funcione, Kant necesita que el
agente afirme esa supuesta función natural. La premisa sobre la
función natural del amor propio desempeña el papel de expre-
sar lo que el agente acepta o debe aceptar. Si Kant no nos con-
vence, entonces el ejemplo no funciona para obtener el resultado
que él quiere, pero esto no constituye un argumento en con­tra
de ninguna interpretación en particular, y ciertamente no ex-
cluye la lectura que estoy proponiendo, la cual captura la razón
por la cual la máxima no puede pensarse como una ley universal.
De acuerdo con mi lectura, la contradicción reside en pensar
la máxima como una ley universal de la naturaleza según el su-
puesto de que la función natural del amor propio es impulsar el
fomento de la vida. Puede decirse que la contradicción es lógica
ya que tiene lugar entre una premisa que el agente acepta o debe
aceptar (sobre la función natural del amor propio) y la nega­ción
de ella al universalizar la máxima. Sin embargo, mi lectura se
aleja de la interpretación lógica estándar. En primer lugar, a di­fe­
­ren­­cia de esta última, mi lectura no sostiene que la acción en la
má­xima se volvería inconcebible, lo cual no tiene sentido. En
segundo lugar, mi lectura entiende la universalización a partir
de la concepción de la universalidad como necesidad, según la
cual, al universalizar una máxima verificamos si podemos querer
cierto fundamento como necesario para la realización de cier­­tas
accio­nes (o efectos). Como vimos, la interpretación lógica es-
el concepto del imperativo categórico 119

tándar y la práctica emplean la concepción de la universalidad


como compartibilidad, la cual resulta absurda en este primer
ejemplo. Es verdad que cuando una máxima puede pensarse
como una ley de la naturaleza también es compartible como un
principio que todos adoptan y conforme al cual actúan. Sin em-
bargo, la diferencia reside en que concebir la universalidad
como necesidad no exige determinar directamente qué pasaría
si todo mundo adoptara mi máxima. Según esta concepción, la
compartibilidad de una máxima se determina indirectamente
al verificar si puede pensarse como una ley de la naturaleza.
Al igual que la interpretación práctica, la interpretación lógi-
ca revisada que propongo consigue dirigirse al agente, aunque
de manera diferente. En una contradicción lógica, el razona-
miento no empieza a partir de un propósito que el agente se pro-
pone lograr pero que se frustra, como sostiene la interpretación
práctica. En lugar de ello, el razonamiento empieza de una pre­
misa que el agente acepta o debe aceptar con el fin de mostrarle
que, a la luz de esa premisa, no puede pensar su máxima como
una ley universal de la naturaleza. De acuerdo con el supuesto
de que el agente acepte o deba aceptar la premisa de que la fun­
ción natural del amor propio es impulsar el fomento de la vida,
no puede pensar una ley según la cual la gente termina con su
vida necesariamente cuando anticipa mayor miseria que agra-
do. Eso significa que el amor propio no puede pensarse como
un fundamento universal para la acción en general: porque hay
casos en los cuales el pensamiento del amor propio como fun-
damento necesario para la acción resulta contradictorio; no sig-
nifica que el amor propio no pueda ser un fundamento necesa-
rio de ciertas acciones, pero sí significa que no puede serlo de
la acción en general, ya que hay casos en los cuales es imposible
pensarlo.
Consideremos ahora el ejemplo de la promesa falsa en el
cual Kant se refiere a la máxima como el “principio del amor
propio o de la propia conveniencia” (F 4:422/175). Esta formu-
lación sugiere que debemos esperar el mismo razonamiento
que en el ejemplo anterior: aunque sea un hecho natural sobre
nosotros que el amor propio pueda llevarnos a prometer en fal­
so, la pregunta es si esta manera de actuar es moralmente per-
misible o, lo que es lo mismo, si podemos querer el principio de
120 virtud, felicidad y religión

prometer en falso por amor propio como una ley universal de la


naturaleza. Según la concepción de la universalidad como nece-
sidad, la pregunta es si podemos querer el amor propio como el
fundamento con base en el cual necesariamente prometemos
en falso cuando resulta conveniente.
Kant señala que la máxima de prometer en falso por amor
propio con el fin de obtener dinero no puede pensarse como
una ley de la naturaleza porque, si lo fuera, este tipo de prome-
sa no sería creíble. Si la máxima fuera ley, todo mundo, cuando
le resultara conveniente, necesariamente prometería en falso, lo
cual, nos dice, tendría la consecuencia de que nadie creería ese
tipo de promesas. Si todo mundo sabe que en caso de necesidad
la gente promete en falso por amor propio, los demás se reirían
de mi promesa “como de una simulación inútil”. El razona-
miento de Kant supone que al hacer una promesa asumimos
que las demás personas la creerán. En la medida en que ese su-
puesto está contenido en la máxima, el agente está comprometi-
do con él. Como ese supuesto se socava con la universalización,
el agente no puede pensar su máxima como una ley uni­versal.28
La contradicción reside entre un supuesto en la máxima y la
imposibilidad de aquél cuando ésta se convierte en ley.
A diferencia del ejemplo del suicida, Kant introduce implí­
citamente el factor de que la máxima elevada a ley universal
será compartida porque se trata de una ley práctica para regir la
conducta interpersonal. Este elemento es irrelevante cuando se
evalúan moralmente máximas que formulamos para regir la con­
duc­ta propia al margen de cómo afecta a los demás (aunque tam-
bién se puede volver necesario evaluar moralmente cómo afec­ta
a los demás). Cuando nos ceñimos a la evaluación de la con­ducta
propia, la pregunta relevante es si podemos querer sin contradic-
ción que nuestras máximas se conviertan en leyes uni­versales. La
tesis de Kant es que, en lo que respecta a la conducta propia, el
amor propio no puede convertirse en una ley uni­versal, pero
cuando evaluamos máximas por las que nos relacionamos con
otras personas, la pregunta sobre la posible universalidad sin con­
28
Wood (Kant’s Ethical Thought, p. 88) afirma que la máxima no puede ser
una ley de la naturaleza porque la misma causa produciría efectos contra­
dictorios. Como ya indiqué, ésta no es la razón por la cual el agente no puede
pensar su máxima como una ley universal de la naturaleza.
el concepto del imperativo categórico 121

tradicción de la máxima tiene que considerar que, al elevarse a ley


universal, la máxima es, por ello, compartida por todos. Ya no se
trata sólo de una ley para guiar la conducta propia, sino de una
ley según la cual todo mundo guía su conducta hacia los de­más.
De otro modo no podría servir de ley para regir las relaciones
interpersonales.
A diferencia de la interpretación teleológica, la lógica revisa-
da no necesita apelar a ningún propósito natural con el fin de
derivar la contradicción. Al igual que en el ejemplo anterior, la
interpretación lógica revisada ubica la contradicción entre un
supuesto o premisa con el cual el agente está comprometido (la
credibilidad de su promesa) y la negación de ella con la univer-
salización. En esto se distingue de la interpretación práctica, se­
gún la cual la contradicción tiene lugar porque la obtención del
propósito del agente en la máxima (obtener dinero) se frustra
con la universalización. Es cierto que en el ejemplo de la prome­
sa falsa la universalización también frustra la posibilidad de rea-
lizar el propósito del agente en la máxima. Ello no sucede en el
ejemplo del suicidio, en el cual el propósito de quitarse la vida
no se frustra con la universalización. De allí que la interpreta-
ción práctica resulte verosímil en el ejemplo de la promesa fal-
sa, mas no en el del suicidio. No obstante, esta verosimilitud se
debe a una ambigüedad que pocas veces se menciona en los es­
tudios sobre el tema, y es que el ejemplo de la promesa falsa da
lugar tanto a una contradicción en el pensamiento como a una
en la voluntad.29
Como veremos en la siguiente sección, una contradicción en
la voluntad se presenta cuando un propósito con el cual el agen-
te está comprometido se frustra tras la universalización de su
má­xima. Como Korsgaard lo señala, el propósito de obtener
dinero se frustra cuando la máxima se convierte en ley universal
porque la acción de prometer en falso ya no sirve como medio
para obtenerlo. Este tipo de contradicción, sin embargo, es prác­
tica, y se da en la voluntad del agente: éste no puede querer la
realización de su propósito y la universalización de la máxima al

29
J. Timmermann (Kant’s Groundwork of the Metaphysics of Morals. A Com­
mentary, p. 83) también menciona esta dificultad, mientras que Wood (Kant’s
Ethical Thought, p. 88) la considera pero la desecha.
122 virtud, felicidad y religión

mismo tiempo porque los medios necesarios para esa realiza-


ción se socavan con la universalización. Aunque esto es correc-
to, la contradicción que a Kant le interesa se presenta en el pen­
samiento de la máxima como ley universal, no en la voluntad del
agente: el agente no puede pensar su máxima de prometer en
falso por amor propio como una ley de la naturaleza porque
asume que todos creerán su promesa, pero de acuerdo con esa
ley el supuesto se socava. El pensamiento de la máxima como ley
es contradictorio porque asume y niega al mismo tiempo la cre-
dibilidad de las promesas. Aunque el ejemplo también puede
leerse desde el punto de vista de una contradicción en la volun-
tad, debemos preferir aquella interpretación que captura el tipo
más fuerte de contradicción que Kant señala.

5 . La contradicción en la voluntad


Mientras que las contradicciones en el pensamiento tienen lu-
gar al intentar pensar la máxima como una ley universal de la
naturaleza, las de la voluntad tienen lugar entre dos cosas que
la voluntad quiere y que son inconsistentes entre sí. Como men-
cioné, Kant afirma que este segundo tipo de contradicción da
lugar a deberes imperfectos, los cuales exigen adoptar ciertos
fines que se deben realizar a lo largo de una vida completa.
En el tercer ejemplo, encontramos a un personaje que “en-
cuentra en sí un talento que por medio de algún cultivo podría
hacerle un hombre útil en todo tipo de respectos. Pero se ve en
circunstancias cómodas, y prefiere ir tras el placer a esforzarse
en la ampliación y mejora de sus felices disposiciones naturales”
(F 4:423/175). Kant no formula la máxima explícitamente, pero
podría expresarse del modo siguiente: “cuando me encuentre
en circunstancias cómodas, me dedicaré al placer en lugar de
mejorar mis talentos naturales”, o bien de manera más concisa:
“dejaré de cultivar mis talentos por pereza” o “no cultivaré mis
talentos por amor propio”. En este caso, al hacer el experimen-
to mental de pensar esa máxima como una ley universal de la
naturaleza, observaremos que: “una naturaleza puede subsistir
todavía según una ley universal semejante” (F 4:423/175). Esto
significa que la máxima en cuestión puede pensarse sin contra-
dicción como una ley universal de la naturaleza. No obstante,
el concepto del imperativo categórico 123

Kant objeta que aunque pueda pensarse la máxima de este modo,


no es posible querer que se convierta en ley. La razón que ofrece
es que “como ser racional quiere necesariamente que se desarro­
llen en él todas las facultades, porque le están dadas y le son
útiles para todo tipo de posibles propósitos” (F  4:423/177).
Afirma que si bien es posible pensar la máxima como una ley
universal, es imposible querer que lo sea “porque una voluntad
semejante se contradiría a sí misma” (F 4:424/175). A diferen-
cia de los dos ejemplos anteriores, la contradicción no tiene lu-
gar en el pensamiento de la máxima como ley universal, sino en
la voluntad.
El razonamiento de Kant presupone que hay ciertas cosas
que toda voluntad racional necesariamente quiere. En particu-
lar, nos dice, un ser racional quiere “que se desarrollen en él to-
das las facultades, porque le están dadas y le son útiles para todo
tipo de posibles propósitos”. Parece partir aquí del hecho in-
controvertible de que los seres racionales quieren la realización
de sus propósitos. Supone también que las facultades que po-
seemos son útiles para la realización de “todo tipo de posibles
propósitos”, lo cual tampoco resulta controvertido. Concluye
que, por lo tanto, necesariamente queremos el desarrollo de
nuestras facultades. Un ser que desarrolle sus facultades conta-
rá con más y mejores recursos para realizar todo tipo de propó-
sitos posibles. Para la verosimilitud de este razonamiento es im-
portante que no especifica de qué facultades se trata: puede
tratarse de facultades mentales como el entendimiento o la ima-
ginación, de cualquier habilidad física o de talentos específicos
para cantar, tocar un instrumento musical, escribir, etc. El pun-
to importante es que si necesariamente queremos el desarrollo
de nuestras facultades porque nos son útiles para algo que ne­
cesariamente queremos, a saber, la realización de nuestros pro-
pósitos, se sigue que no podemos querer una ley universal de no
desarrollar las propias facultades aunque tal ley pueda pensarse
sin contradicción. Una voluntad que quiera la realización de sus
propósitos y quiera, al mismo tiempo, una ley universal de no
cultivar sus facultades por pereza, se contradiría a sí misma.30

30
Korsgaard, “La fórmula de la ley universal de Kant”, pp. 204–205.
124 virtud, felicidad y religión

Si no puede quererse que la máxima de no desarrollar las


propias facultades para continuar con una vida cómoda se con-
vierta en una ley universal de la naturaleza, se sigue que es inmo­
ral actuar según esa máxima. Para Kant, el deber de desarrollar
las propias facultades es imperfecto o amplio (F 4:424/179).
Esto significa que el deber exige la realización de un fin, como
desarrollar los propios talentos, pero deja pendiente determi-
nar cuál es la mejor manera de llevarlo a cabo. Un deber imper-
fecto no exige la realización u omisión de cierto tipo de actos
específicos y sin excepción, sino que le permite al agente deci-
dir qué facultades desarrollar, en qué medida, en qué momento
y de qué manera. En el caso de un deber amplio, el agente de-
termina de qué manera delimitarlo, sobre todo cuando puede
entrar en colisión con otros deberes morales, sean perfectos o
imperfectos. Como los deberes perfectos exigen la realización u
omisión de ciertos tipos de acciones sin excepción, Kant sostie-
ne que deben tener prioridad sobre los imperfectos. Si, en cir-
cunstancias particulares, el deber de desarrollar los propios talen­
tos se opone a un deber perfecto como cumplir una promesa,
entonces el primero debe limitarse en aras del cumplimiento
del segundo. Asimismo, los deberes imperfectos deben delimi-
tarse recíprocamente. En la Fundamentación, Kant también su-
giere que el cumplimiento de los deberes imperfectos puede li­­
mitarse ha­cien­do excepciones a favor de la inclinación (F 4:421n
/173n). De acuerdo con esto, podríamos hacer una excepción,
por así decirlo, a la actividad de desarrollar nuestros propios
talentos en aras de satisfacer alguna inclinación. Sin embargo,
como veremos en el capítulo VII, sección 2, en escritos posterio-
res Kant abandonará esa manera de caracterizar el carácter im-
perfecto o amplio de tales deberes y sostendrá que su realización
sólo puede limitarse por la consideración de otros deberes.
En el cuarto ejemplo Kant presenta a un personaje:
a quien le va bien, pero sin embargo ve que otros (a quienes él
bien podría ayudar) tienen que luchar con grandes trabajos: ¿qué
me importa? ¡sea cada cual tan feliz como el cielo quiera o él pue-
da hacerse a sí mismo, no le privaré de nada, e incluso ni siquiera
le envidiaré, sólo que no tengo ganas de contribuir con nada a su
bienestar o a su socorro en la necesidad! (F 4:423/177)
el concepto del imperativo categórico 125

En este caso, tampoco formula Kant la máxima explícitamente,


la cual podría expresarse así: “cuando me vaya bien y no tenga
ganas de hacerlo, no contribuiré con nada al bienestar ajeno” o
“no ayudaré a los demás por desinterés” o “no ayudaré a los de-
más por amor propio”. Al igual que en el caso de los talentos,
Kant admite que esta máxima sí podría pensarse sin contradic-
ción como una ley universal de la naturaleza. Asimismo, seña­la
que, aunque la máxima pueda pensarse sin contradicción como
una ley, es imposible querer que valga de tal modo. La razón es
que “una voluntad que decidiese esto se contradiría a sí misma,
ya que pueden ocurrir algunos casos en los que necesita del
amor y compasión de otros, y en los que, por esa ley de la natu-
raleza surgida de su propia voluntad, se sustraería a sí mismo
toda esperanza del socorro que desea” (F 4:423/177).
Al igual que en el ejemplo de los talentos, ese razonamiento
presupone que hay algo que toda voluntad racional necesaria-
mente quiere, a saber, el amor y la compasión ajenos. Aunque
él no lo aclara, es importante explicar que por “amor y compa-
sión ajenos” se entiende aquí la contribución o ayuda de otros al
bie­nestar propio. No se trata de los meros sentimientos de amor
y de compasión, sino de lo que Kant llama “amor práctico”, es
de­­­cir, la actividad de ayudar a los demás (PMDV 6:449–450
/318–319). Su razonamiento parece suponer que somos seres
con necesidades cuya satisfacción nos interesa. También parece
suponer que la ayuda de los demás resulta muy útil para la satis-
facción de al­gunas necesidades propias. Es importante que no
se especifica de qué tipo de ayuda se trata: puede ser ayuda para
satisfacer una necesidad vital y urgente o para conseguir fines
importantes pero no urgentes. Su conclusión es que no pode-
mos querer como ley universal no ayudar por desinterés en las
necesidades ajenas, porque tal ley nos privaría de algo que ne-
cesariamente queremos, a saber, la ayuda ajena para la satisfac-
ción de necesidades propias. Una ley así da lugar a una contra-
dicción en la voluntad.
Al igual que el ejemplo de prometer en falso para obtener
di­nero prestado, la máxima en cuestión concierne a cómo rela-
cionarnos con los demás. A diferencia del ejemplo de las pro-
mesas, la contradicción no depende de que todos conozcan la
ley aunque sí depende de lo que no harían los demás en un
126 virtud, felicidad y religión

mundo posible en que la máxima fuera ley universal. De acuer­


do con esa ley universal de no ayudar por desinterés, nadie reci-
biría ayuda ajena aunque, estrictamente, ello no de­pende de
que se conozca la ley. La razón por la que nadie ayudaría en tal
mundo posible no es que, como unos no ayudan, los demás tam-
poco lo harían. No recibir ayuda depende, desde luego, de lo
que no hagan los demás, pero esto último no depende, a su vez,
de que se conozca la ley. No podemos querer una ley univer­sal
semejante sin privarnos de algo que necesariamente que­remos,
a saber, la ayuda ajena. La contradicción no se presen­ta por un
problema de coordinación con los demás, sino que se debe a que
la consideración de la máxima como una ley contradice algo
que necesariamente queremos.
Si resulta que la máxima de no ayudar por desinterés no pue-
de quererse como una ley universal de la naturaleza, es inmoral
actuar de ese modo. Como la contradicción surge en la volun-
tad del agente, el deber de ayudar a los demás es imperfecto.
Esto significa que exige la adopción del fin de ayudar, aunque a
cada quien le corresponde determinar a quién, cuándo, en qué
medida y de qué manera. El deber imperfecto no exige que con-
tribuyamos al bienestar ajeno siempre que la ocasión se pre­
sente. Debido a la amplitud del deber, podemos decidir cuándo
y cómo delimitarlo en relación con el cumplimiento de otros
deberes.
La pregunta ahora es cómo interpretar en qué consiste una
contradicción en la voluntad. Como veremos a continuación, la
mejor interpretación es la práctica que Korsgaard propone por-
que, como indiqué, toda contradicción práctica tiene lugar en
la voluntad. Ni la interpretación lógica estándar ni la lógica re-
visada que he propuesto tienen sentido cuando se trata de con-
tradicciones que se presentan a partir de algo que la voluntad
quiere, y no de ciertas premisas que acepta o debe aceptar. An-
tes de considerar la interpretación práctica, sin embargo, es pre­
ciso examinar por qué afirma Kant que las máximas de no culti-
var los talentos y de no ayudar a otros por amor propio sí pueden
pensarse como leyes universales de la naturaleza.
Ni la interpretación lógica estándar ni la práctica pueden ex-
plicar satisfactoriamente por qué no se presenta una contradic-
ción en el pen­samiento en esos casos. Supongamos que el agente
el concepto del imperativo categórico 127

se pregun­ta si podría actuar según sus máximas de no desarro-


llar sus talentos y de no ayudar a otros por comodidad o desin-
terés cuando todo mundo hace lo mismo. Como la respuesta es
afirmativa, se sigue que las máximas pueden pensarse como le-
yes universales. El problema, sin embargo, es que el ejemplo del
suicidio tendría que leerse de la misma manera. Supongamos que
el agente se pregunta si podría actuar según su máxima de qui­
tarse la vida si el futuro promete más miseria que agrado cuan-
do todo mundo hace lo mismo. Como la respuesta es afirmativa,
se tiene que concluir que la máxima puede pensarse como ley
universal. Puesto que Kant afirma que la máxima del suicida no
puede pensarse de tal modo, algo no funciona con esas inter-
pretaciones. El problema, como vimos, es que esas interpreta-
ciones no pueden excluir máximas que no presuponen prácti-
cas sociales. Cultivar los propios talentos y ayudar a otros son
acciones naturales en este sentido, ya que su posibilidad no de-
pende de lo que hagan los demás. Por ello, estas acciones son
concebibles o eficaces con independencia de si sus máximas
son morales o inmorales. Aunque la interpretación lógica están-
dar y la práctica permiten obtener el resultado que Kant señala
(que las máximas se pueden pensar sin contradicción), lo hacen
por una mala razón, a saber, que no excluyen como inmora­les
las má­xi­mas que no presuponen prácticas sociales.
En cambio, la interpretación lógica revisada que propongo
explica adecuadamente por qué esas máximas sí pueden pen-
sarse sin contradicción. Pensar la máxima de no cultivar los ta-
lentos por amor propio como una ley universal de la naturaleza
equivale a pensarla como una ley de acuerdo con la cual la vo-
luntad necesariamente ignora el cultivo de los talentos si lo en-
cuentra agradable. Ningún supuesto o compromiso del agente
se vería socavado por la universalización. El mismo razonamiento
resulta adecuado en el ejemplo de no ayudar al prójimo por amor
propio, ya que esta máxima puede pensarse como una ley univer­
sal de la naturaleza sin contradicción. Según una ley así, la gen-
te necesariamente deja de ayudar a otros por desinterés o amor
propio. Como en el ejemplo anterior, ningún supuesto o compro-
miso del agente se vería socavado con la universalización.
Consideremos ahora por qué Kant afirma que no podemos
querer sin contradicción que esas máximas sean leyes universa-
128 virtud, felicidad y religión

les. Como mencioné, la mejor interpretación de las contradiccio-


nes en la voluntad es la práctica, ya que este tipo de contradicción
siempre tiene lugar en la voluntad. Según Kant, como vimos, un
agente no puede querer que sus capacidades no se desarrollen
porque son medios necesarios para la realización de todo tipo de
propósitos. Lo mismo vale para “el amor y la sim­patía ajenos”,
los cuales son medios necesarios para el logro de cierto tipo de
propósitos, a saber, la satisfacción de necesidades propias. Por
ello, un agente no puede no querer la ayuda ajena. Kant supone
que una voluntad racional está comprometida con la realiza-
ción de sus propios propósitos. También supone que los talen­
tos desarrollados y la ayuda ajena son medios necesarios para la
realización de todo tipo de propósitos. Puesto que, de acuerdo
con el imperativo hipotético, quien quiere el fin quie­re los me-
dios, el agente está comprometido con querer el de­­sarrollo de sus
talentos y la ayuda ajena cuando la necesite. Como Korsgaard
explica, si el agente quiere el fin pero no quiere los medios, in-
curre en una contradicción práctica.31 Un agente que quiera la
realización de sus propósitos en general y, al mismo tiempo,
quiera la ley de no desarrollar sus talentos, se contra­diría a sí
mismo. El propósito “esencial” de la voluntad que se ve­ría frustra-
do sería “su efectividad en general en la procuración de sus fi-
nes”.32 De manera similar, un agente no puede querer una ley
según la cual la gente no ayuda a otros que lo necesitan. Si qui-
siera una ley así, dejaría de querer un medio necesario para sus
propósitos, por lo que incurriría en una contradicción práctica.
A pesar de su verosimilitud, existe un problema con la inter-
pretación práctica de las contradicciones en la voluntad, y es
que no hace uso de su propia concepción de universalidad en el
ejemplo de los talentos ya que la efectividad general de la volun-
tad se vería frustrada independientemente de si todos actúan
según la misma máxima o no. Aunque el agente fuera la única
persona en el mundo que actuara según la máxima en cuestión,
socavaría los medios necesarios para su propósito esencial de ser
capaz de realizar todo tipo de propósitos. La frus­tración de
dicho propósito no tiene nada que ver con lo que los demás ha­
gan o dejen de hacer.

31
Ibid., pp. 199–202.
32
Ibid., p. 205.
el concepto del imperativo categórico 129

Esta dificultad puede resolverse si, en lugar de la concepción


de la universalidad como compartibilidad implícita en la inter-
pretación práctica, empleamos la concepción de la universali-
dad como necesidad. De acuerdo con esta segunda concepción,
como acabamos de ver, pensar la máxima de no cultivar los ta-
lentos por amor propio como una ley universal de la naturaleza
equivale a pensarla como una ley de acuerdo con la cual la vo-
luntad necesariamente ignora el cultivo de los talentos porque
le resulta cómodo o agradable. Aunque esta máxima puede pen­
sarse sin contradicción, no puede quererse porque, si la máxi-
ma fuera ley, el agente frustraría la realización de su propósito
esencial de ser capaz de realizar todo tipo de propósitos, ya que
necesariamente ignoraría el cultivo de sus talentos por amor
propio. Lo mismo puede decirse de la máxima de no ayudar a
los demás por desinterés. Según la concepción de la universali-
dad como necesidad, se trataría de una ley según la cual la gente
necesariamente deja de ayudar a otros por amor propio. Aun-
que puede pensarse sin contradicción, tal ley no puede querer-
se porque frustra el acceso a la ayuda ajena, la cual es un medio
necesario para la satisfacción de necesidades propias.
Para concluir este capítulo, quiero observar que, de acuerdo
con Korsgaard, una ventaja de la interpretación práctica es que
emplea el mismo tipo de razonamiento en las contradicciones
en el pensamiento y en las que tienen lugar en la voluntad. En
ambos casos emplea el mismo sentido de contradicción que Kant
identifica en su análisis del imperativo hipotético, de modo que
la contradicción se presenta porque un propósito del agente se
vería frustrado.33 La diferencia entre ambos tipos de contradic-
ción reside en que en las que se presentan en el pensamiento el
propósito frustrado es el que está contenido en la máxima (p. ej.,
obtener dinero prestado mediante una promesa), mientras que
en las que se presentan en la voluntad, el propósito frustrado es
uno que el agente necesariamente quiere pero que no está con-
tenido en su máxima (p. ej., el cultivo de sus talentos).34 Aunque
esta diferencia permite trazar una distinción entre ambos tipos
de contradicción, no captura la tesis de Kant de que las primeras

33
Ibid., p. 212.
34
Ibid., p. 205.
130 virtud, felicidad y religión

tienen lugar en el pensamiento. Según la interpretación prácti-


ca, en ambos casos se trata de contradicciones en la voluntad en
las que la voluntad frustra, al universalizar su máxima, la realiza-
ción de uno de sus propósitos. Esto sugiere que Korsgaard con-
sidera las contradicciones en la voluntad paradigmáticas, es de-
cir, como modelo para interpretar aquellas que tie­nen lugar en
el pensamiento. De allí que la interpretación práctica no pueda
dar cuenta del ejemplo del suicidio y que su éxito en el ejemplo
de las promesas se deba, como vimos, a que este último puede
reconstruirse en función de una contradicción en el pensamien­
to o en la voluntad. Por ello, considero que emplear el mismo
tipo de razonamiento en todos los casos, lejos de ser una ventaja,
en realidad se trata de una desventaja, pues no permite es­ta­ble­
cer una distinción entre las dos contradicciones que permita
hablar de dos tipos distintos.
IV

LA FÓRMULA DE LA HUMANIDAD

Kant expresa la segunda fórmula del imperativo categórico de


la siguiente manera: “obra de tal modo que uses a la humani­-
dad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro
siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio”
(F 4:429/189). De acuerdo con Kant, esta segunda fórmula re-
presenta el principio moral según la materia o contenido de éste,
a saber, el fin de la humanidad (F 4:436/203). Como veremos,
resulta más fácil apreciar qué máximas son compatibles con la
moralidad y cuáles son deberes morales con base en esa formu-
lación del mandato categórico que con el experimento mental
de la universalización. En el presente capítulo examino, en pri-
mer lugar, cómo tiene lugar el tránsito de la primera fórmula a
la segunda; en segundo lugar, señalo cuáles son las característi-
cas del fin que puede ser el contenido de un imperativo categó-
rico; en tercer lugar, explico la distinción entre tratar algo como
fin, como medio y como mero medio; en cuarto lugar, discuto
la influyente interpretación de Christine Korsgaard sobre la teo-
ría del valor y la bondad de Kant; por último, examino los ejem-
plos con los cuales Kant ilustra en qué consiste tratar a la huma-
nidad como mero medio o bien no tratarla plenamente como
fin en sí mismo (secciones 5 y 6).

1 . Fines e incentivos


En la transición a la fórmula de la humanidad, Kant introduce
nuevos elementos a su concepción de la voluntad racional. Al
principio del segundo capítulo caracterizó la voluntad como la
facultad de obrar según su propia representación de leyes, esto
132 virtud, felicidad y religión

es, por principios (F 4:412/155). Como mencioné en el capítulo


anterior (sección 2) el mandato de actuar según leyes universa-
les va de la mano con una concepción de que la voluntad racio-
nal es capaz de determinarse a sí misma a la acción por la repre-
sentación de ciertas leyes (F 4:427/185). El elemento que se
añade en esta fase de la argumentación es que la voluntad racio-
nal se determina a actuar con base en la representación de un
fin. Kant afirma que “lo que le sirve a la voluntad de fundamen-
to objetivo de su autodeterminación es el fin” (F 4:427/185). De
acuerdo con esto, en todas sus acciones la voluntad actúa con mi­
ras a ciertos fines, los cuales constituyen el fundamento con base
en el cual se determina a actuar. En la medida en que el impe-
rativo categórico exige ciertas acciones de manera incondicio-
nada, el fin, que es el contenido de este imperativo, tiene que
ser asimismo incondicionado.
Es importante observar en este punto que la transición a la
segunda fórmula del imperativo tiene lugar desde el concepto
de este último, es decir, la exigencia de actuar según máximas
que podamos querer como leyes universales y no, como podría
pen­­sarse, a partir de la primera fórmula. Esta última, como vi-
mos, exige que concibamos las leyes como leyes de la naturaleza
e introduce, por ello, la idea de que estas últimas son leyes para
la producción de efectos interconectados sistemáticamente.
Mien­tras que la primera fórmula introduce el elemento de co-
nexión sistemática entre las acciones que tienen lugar según
leyes universales, la segunda agrega que tales leyes lo son para
una causa­lidad que opera con base en fines. La segunda fórmu-
la va de la mano con la concepción de la voluntad como una
fa­cultad de determinarse a sí misma por la representación de
ciertos fines.
El “fundamento objetivo” de autodeterminación (el fin) con-
trasta con el fundamento “subjetivo”, el cual es un “incentivo”
(Triebfeder) (F 4:427/185).1 De acuerdo con la teoría de la acción
de Kant, para que sea posible una acción cualquiera es ne­ce­
sario que la voluntad experimente un incentivo para realizarla.
1
Sobre la psicología moral de Kant, véanse Ch. Korsgaard, “Motivation,
Met­a­physics, and the Value of the Self: A Reply to Ginsborg, Guyer, and Schnee­
wind”, y “From Duty and for the Sake of the Noble: Kant and Aristotle on
Morally Good Action”, y A. Wood, Kant’s Ethical Thought, capítulo 8.
la fórmula de la humanidad 133

Este último es un sentimiento con el que reaccionamos frente a


la representación de un posible curso de acción. Por ejemplo, si
me gusta jugar tenis, la representación de la posibilidad de pa-
sar la mañana del domingo jugando tenis puede producir en mí
un sentimiento favorable hacia la acción, es decir, un incentivo
para realizarla. Al tratarse de un sentimiento, el incentivo es
siempre subjetivo: es una reacción de la sensibilidad del sujeto,
que por sí misma no indica si un posible curso de acción es, en
efecto, bueno. Como vimos en el capítulo II, sección 1, “bueno”
es un concepto racional que, a su vez, depende de principios.
Tanto el imperativo hipotético como el categórico son princi-
pios para determinar qué acciones son buenas, ya sea como
medios para otra cosa, o bien en sí mismas. En la concepción de
Kant, los sentimientos por sí solos no pueden decirnos qué ac-
ciones son buenas o malas, sino que sólo expresan qué nos re-
sulta agradable o desagradable. Pasar la mañana jugando tenis
no sería bueno si antes el médico me hubiera prohibido hacer
ejercicio por un tiempo y yo me hubiera propuesto recuperar la
salud. Esta acción sería contraria a tomar los medios necesarios
para el fin de recuperar la salud.
Una tesis central de la teoría de la acción de Kant es que los
incentivos que experimentamos pasivamente no nos determi-
nan a la acción.2 La representación de la posibilidad de comer-
se un helado de chocolate puede producir un incentivo en una
persona diabética para quien, sin embargo, tal acción, aunque
agradable, sería mala. Aunque el diabético experimente un in-
centivo poderoso para comerse el helado de chocolate, puede
decidir no hacerlo. En la vida diaria hacemos caso omiso de va-
rios incentivos que experimentamos, ya que si cedemos a ellos
no podríamos realizar los fines que nos proponemos: nos levan-
tamos temprano aunque preferiríamos seguir durmiendo, vamos
a trabajar aunque disfrutaríamos más ir de paseo, somos ama-
bles con una persona impertinente y cumplimos todo tipo de
pequeñas obligaciones cotidianas a pesar de experimentar toda
clase de incentivos contrarios a ellas. Si, por el contrario, la con-
2
Esta tesis es equivalente a la afirmación de que somos libres en sentido
negativo, es decir, en el sentido de que la voluntad no está determinada por
“causas ajenas”, como Kant expresa al principio de la tercera sección de la
Fundamentación. Sobre este sentido de libertad, véase Korsgaard, “La mo­ralidad
como libertad”. Discuto estos puntos en el capítulo VI, sección 1.
134 virtud, felicidad y religión

ducta humana estuviera determinada por los incentivos que ex-


perimentamos, no seríamos capaces de llevar a cabo ningún fin.
La noción misma de proponerse un fin se volvería imposible ya
que no nos determinaríamos a la acción sino que estaríamos
de­terminados por los incentivos que nuestra naturaleza sensi-
ble nos presenta. La acción humana tal y como la conocemos,
es decir, orientada hacia ciertos fines que somos capaces de lle-
var a cabo a pesar de múltiples tentaciones de desviarnos de
ellos, sería imposible. La acción humana se caracteriza por cierta
coherencia que sería imposible si fuéramos incapaces de auto­
determinación.
Aunque un incentivo sea una reacción subjetiva que no nos
determina, constituye una condición necesaria para la acción, de
modo que si no se experimenta, la motivación para la acción
resulta imposible. Eso es claro en lo que Kant dice sobre el senti­
miento de respeto, el cual es el incentivo moral.3 La ley moral
tiene que ser capaz de producir en nosotros un sentimiento fa-
vorable hacia las acciones morales, es decir, un incentivo, pues
de otro modo la motivación moral sería imposible. Eso no signi-
fica que el incentivo “determine” la acción, sino que, con base en
él, la razón se determina a actuar por deber. Estrictamente, la
voluntad sólo puede determinarse a actuar a partir de los incen-
tivos que la sensibilidad le presenta, eligiendo algunos y descar-
tando otros a la luz de sus conceptos y principios. A partir de lo
que dice Kant sobre el sentimiento de respeto, se sigue que las
inclinaciones no son la única fuente de incentivos, sino que
también puede serlo la razón. La inclinación a jugar tenis, por
ejemplo, puede producir en mí el incentivo de pasar la mañana
del domingo jugando tenis, al tiempo que mi determinación de
recuperar la salud puede producir el incentivo de tomar los
medios para ello. Mientras que el primer incentivo está direc­
tamente causado por el gusto o la inclinación a jugar tenis, el
segun­do procede de un principio de la razón (el imperativo
hipotético) con la condición de que recuperar la salud sea el fin
que me he propuesto. Ante estos incentivos, uno mismo decide

3
Segunda Crítica, primera parte, capítulo tercero: “De los incentivos de la
razón pura práctica”. Explico y discuto este sentimiento en el capítulo VI, sec­
ción 6.
la fórmula de la humanidad 135

cuál satisfacer: si se satisface el primero se estará actuando con


base en el principio del amor propio, es decir, satisfacer las in-
clinaciones propias; si se satisface el segundo, se estará actuando
según el imperativo hipotético. Además de estas posibilidades,
Kant sostiene que si el imperativo categórico ha de ser posible,
también tiene que serlo que la razón produzca por sí sola un
incentivo para la acción moral, el cual, nos dice, es el sentimien-
to de respeto por la ley moral.
A diferencia de los incentivos, los cuales son reacciones sen-
sibles del lado pasivo de nuestra naturaleza, los fines son objetos
de elecciones libres que nos proponemos desde nuestra parte
activa. En la introducción a la Doctrina de la virtud Kant escribe:
“puesto que nadie puede tener un fin sin proponerse a sí mismo
como fin el objeto de su arbitrio, tener un fin para las propias
acciones es un acto de la libertad del sujeto agente y no un efecto
de la naturaleza” (PMDV 6:386/236). Mientras que un incentivo
es algo que experimentamos pasivamente (nos sucede), un fin es
el objeto de una elección libre (nos lo proponemos). Con fre-
cuencia se supone que esta distinción implica que no podemos
ser responsables de nuestros incentivos, sino sólo de los fines que
nos proponemos. La idea central es que como no se nos puede
atribuir la autoría de los incentivos (ya que nos suceden), no
po­demos ser responsables de ellos, mientras que sí lo somos de
los fines y de las acciones que llevamos a cabo en su consecución
porque somos sus autores. Kant mismo señala en La religión den-
tro de los límites de la mera razón que no somos responsables de la
existencia de las inclinaciones naturales porque no somos sus
autores (R 6:35/44). Aunque es cierto que no se nos puede atri-
buir la autoría de los incentivos ya que no podemos producirlos
en nosotros directamente, también lo es que sí podemos produ-
cir algunos de ellos indirectamente. Como veremos en el capí­
tu­lo VII, sección 3, existen ciertos sentimientos morales que,
según Kant, debemos tratar de adquirir mediante la práctica, ya
que sirven de apoyo a la determinación moral. En la medida
en que la moral los exija, sí se nos puede atribuir la omisión o el
cumplimiento de tales exigencias.
El punto importante por ahora es que la elección de un fin y
su consecución es algo que hacemos activamente, por la razón.
Como vimos en el capítulo III, sección 3, Kant sostiene que pro-
136 virtud, felicidad y religión

ponerse un fin es lo mismo que proponerse los medios para


realizarlo (en la medida en que estén en poder del agente) si la
razón tiene un influjo decisivo. De acuerdo con esto, proponer-
se un fin implica hacer algo en el mundo para volverlo realidad.
Ello no significa, como vimos, que el agente haga todo lo nece-
sario hasta lograr su fin, pues puede ser que la razón no tenga
un influjo decisivo, pero sí significa que la elección de un fin no
puede consistir en un mero acto interno de desear que algo sea
el caso. Tomar los medios, así sea de manera incompleta, es par­
te de lo que significa “proponerse un fin”. Al hacerlo, el agente
se determina a sí mismo con base en un principio racional que
exige tomar los medios. Supongamos que un diabético se ha pro­
puesto el fin de “mantener la salud”. Entre los medios necesa-
rios se encuentra evitar comer azúcar. Podemos suponer que el
diabético se ha propuesto el fin en cuestión por algún incentivo
de la inclinación, digamos, el terror a la muerte, en lugar de
hacerlo por un incentivo moral: el deber consigo mismo de pre-
servar la salud. Aunque el incentivo para elegir el fin provenga
de su sensibilidad, su determinación de tomar los medios nece-
sarios proviene de la razón: cuando le ofrecen un trozo de pas-
tel de chocolate, deja de lado el incentivo de comérselo y se
man­tiene firme en su compromiso con la realización del fin. Su
voluntad no se ve impelida a este tipo de acción por los incen­
tivos sensibles que experimenta, sino por su propia capacidad
de autodeterminación: aunque haya adoptado el fin por la in-
fluencia de la inclinación, el deber de tomar los medios surge
de ella misma, de la capacidad de su voluntad para determinar-
se a sí misma a actuar. El principio según el cual la voluntad debe
tomar los medios para el fin que se ha propuesto proviene de su
propia naturaleza racional. Como vimos, Kant sostiene que pro-
ponerse un fin es lo mismo que verse a uno mismo como la
causa que lo ha de producir, lo cual es equivalente a tomar los
medios. Por ello, la voluntad se contradiría a sí misma si se pro-
pusiera un fin pero se negara a tomar los medios necesarios en
su poder para realizarlo, es decir, sería irracional. Lo racional es
conducirse de manera congruente con sus propias determina-
ciones: mientras mantenga su compromiso con un fin cualquie-
ra, debe someterse a la autoridad de su razón y actuar en con­
secuencia. Este sometimiento, sin embargo, no es otra cosa que
la fórmula de la humanidad 137

autodeterminación. Al regirse por el mandato que proviene de


su propia naturaleza racional, la voluntad se rige a sí misma in­­de­
pendientemente de los incentivos de la sensibilidad que pueden
desviarla del mandato hipotético que surge de su propio com­
promiso con el fin. Al mantenerse firme en este compromiso, la
voluntad se autodetermina.
Sin embargo, en el caso de un mandato hipotético la autode-
terminación de la voluntad no tiene lugar por la mera razón.
Aunque la conformidad con el mandato hipotético tiene lugar
con independencia de los incentivos de la sensibilidad, la activi-
dad de la voluntad está condicionada empíricamente en la me-
dida en que la elección misma del fin depende de este tipo de
in­centivos. En cambio, la posibilidad del imperativo categórico
presupone un tipo de autodeterminación que no esté influida
por los incentivos de la sensibilidad en la elección del fin. Como
lo mencioné, en la transición a la fórmula de la humanidad, Kant
se propone averiguar, precisamente, la posibilidad de que la vo-
luntad por sí sola determine la conducta (F 4:427/185). La pre-
gunta que plantea es qué tiene que ser el caso si ha de ser posi-
ble que la voluntad se determine por la mera razón. De acuerdo
con lo dicho antes, si el imperativo categórico es posible y si el
fun­damento objetivo de autodeterminación de la voluntad es
el fin, tiene que haber fines cuya elección dependa de la razón
sola sin ningún influjo sensible. Sólo en ese caso puede tener
lugar una determinación de la voluntad por la razón sola: la ra­
zón se autodetermina a la acción por la representación de un
fin, el cual, a su vez, no se elige con base en incentivos de la sen­
si­bilidad sino por la razón práctica misma.

2 . El fin objetivo


En el proceso de introducir el fin que puede ser el contenido
del imperativo categórico, Kant distingue entre dos tipos de fi-
nes: los subjetivos y el fin objetivo.4 Los fines subjetivos son aque­
llos que un ser racional se propone con base en los incentivos

4
Véase la discusión de Wood, Kant’s Ethical Thought, capítulo 4 y “Humanity
as an End in Itself”; J. Rawls, “Kant III. El imperativo categórico: la segunda
formulación”; O. O’Neill, “Universal Laws and Ends-in-Themselves”, y Th. Hill,
Autonomy and Self-Respect.
138 virtud, felicidad y religión

que su propia naturaleza sensible le presenta. Se trata de fi­-


nes que “un ser racional se propone a discreción como efectos
de su acción”, por lo cual pueden ser “sólo el fundamento de
imperativos hipotéticos” (F 4:427–428/185). Él observa que to-
dos estos fines son relativos, “pues sola y meramente su relación
con una facultad de desear del sujeto de un tipo especial les da
el valor” (F 4:427/185). De acuerdo con esas observaciones, los
fines que nos proponemos con base en los incentivos de la sen-
sibilidad tienen dos características centrales: son fines que reali-
zamos en el mundo como efectos de nuestras acciones y su valor
es relativo porque lo tienen en la medida en que se valoran des-
de la perspectiva del sujeto que se los propone. Kant llama “sub-
jetivos” a los fines que nos proponemos con base en lo que nos
gusta o agrada y que, por lo tanto, tienen valor relativo. Se trata
de fines que de hecho nos proponemos.
En cambio, el único fin objetivo es aquel que establece la ra­­
zón sola con independencia de todos los incentivos de la sensi-
bilidad. Tal fin objetivo “tiene que valer por igual para todos los
se­res racionales” ya que depende “de motivos que valen para
todo ser racional” (F 4:427/185). A diferencia de los incentivos
de la sensibilidad, los cuales varían de un sujeto a otro según lo
que le cause placer o desagrado, los “motivos” son consideracio-
nes racionales que valen universalmente.5 Un motivo en la teoría
de la acción de Kant no es una reacción sensible y subjetiva
frente a la representación de un curso posible de acción, sino
que es la consideración racional por la cual un agente se determi­
na a actuar. A diferencia de un incentivo, un motivo presupone
necesariamente un principio de acción. Frente a la multiplici-
dad de incentivos que experimentamos, la voluntad se deter­
mina a actuar con base en algunos de ellos a la luz de principios
de la razón práctica. Sin embargo, no sería correcto decir que,
a diferencia de los motivos, los incentivos nunca presuponen
principios racionales, ya que por lo menos el incentivo moral
presupone la autoridad de la ley moral. Aunque Kant está ha­
blan­­do aquí de incentivos que se originan en la sensibilidad,

5
Para una interpretación contemporánea de inspiración kantiana sobre la
distinción entre incentivos y razones, véase Korsgaard, Las fuentes de la nor­mati­
vidad, conferencia 3.
la fórmula de la humanidad 139

tam­bién existen incentivos que presuponen principios raciona-


les. Más aún, los incentivos que experimentamos pueden de-
pender de los principios con base en los cuales habitualmente
actuamos. Una persona que por lo común le otorga prioridad al
principio del amor propio puede ser más propensa a experi-
mentar incentivos de su inclinación contrarios al deber que al-
guien habituado a otorgarle prioridad al imperativo categórico.
La virtud consiste, precisamente, en la práctica de acciones mo-
rales, la cual, a su vez, contribuye a producir ciertos incentivos y
a eliminar aquellos contrarios a la moral.6
La diferencia entre incentivo y motivo reside en que el prime­
ro es un sentimiento, mientras que el segundo es una con­si­­de­ra­
ción racional. Por lo tanto, en el análisis del concepto de “deber”,
Kant se propone averiguar qué principio guía a una vo­luntad
que actúa por el motivo del deber. El motivo es la razón por la
cual actúa un sujeto y es resultado de la consideración de múlti-
ples incentivos a la luz de diversos principios de acción. Al jerar-
quizar los principios, se ordenan también los incentivos y se de-
terminan ciertas consideraciones como razones para la acción.
Al verse motivado a actuar, un sujeto se autodetermina con base
en su razón. Por ello, en la teoría kantiana de la acción, a veces
resulta difícil distinguir entre los motivos por los cuales actúa
alguien y los fines que se propone. No obstante, se trata de ele-
mentos diferentes en la acción: el motivo es el fundamento ra-
cional con base en el cual se actúa, mientras que el fin es el ob-
jeto al cual se dirige la acción. En el ejemplo del filántropo en
la primera sección de la Fundamentación, cuando aquél actúa
por inclinación, su motivo es que ayudar a otros le produce pla-
cer, aunque el objeto o propósito de su acción es ayudar. Como
vimos, en esta variación del ejemplo, el filántropo ayuda porque
le gusta; “ayudar” es su fin, mientras que la razón por la cual
actúa es que le place hacerlo. En cambio, cuando ayuda por
deber, su fin es “ayudar”, mientras que su razón o motivo es que
es un deber. El motivo es la consideración racional por la cual
cierto fin se considera bueno y se lleva a cabo. En el primer caso
la consideración racional proviene del principio del amor pro-
pio y en el se­gundo proviene del imperativo categórico. Cuando

6
Desarrollo este punto en el capítulo VII, sección 3.
140 virtud, felicidad y religión

Kant afirma que el fin objetivo “depende de motivos que valen


para todo ser racional” se refiere a que depende de considera-
ciones racionales que valen universalmente. Es importante ob-
servar que, según esta concepción, los motivos para la acción se
expresan en máximas. Lo que resulta de jerarquizar los princi-
pios y ordenar los incentivos de acuerdo con ellos son máximas
de acción, las cuales contienen ciertos fines que se realizan por
ciertos motivos.
Para constituir el fundamento de un imperativo categórico,
el fin objetivo debe tener tres características centrales. En primer
lugar, no puede ser un fin que nos podamos proponer como
efecto de nuestras acciones. Los fines subjetivos que nos propo-
nemos realizar mediante nuestras acciones constituyen el fun-
damento de imperativos hipotéticos. Por ello, el fin objetivo no
puede ser algo que vayamos a producir, algo cuya existencia de-
penda de nosotros, sino que tiene que ser un fin que ya exista
de manera independiente. Kant escribe:
[C]omo en la idea de una voluntad absolutamente buena, sin con­
di­­­ción restrictiva (de la consecución de este o aquel fin), se tie­­-
­ne que abstraer por completo de todo fin que realizar (como de
aquel que ha­ría a toda voluntad sólo relativamente buena), tene-
mos que el fin tendrá que ser pensado aquí no como un fin que
realizar, sino como un fin independiente, y por tanto de modo sólo
negativo, esto es, como algo contra lo cual no se tiene que obrar
nunca. (F 4:437/205)
En segundo lugar, el fin objetivo tiene que ser algo cuya propia
naturaleza lo distinga como fin en sí mismo, de otro modo no
podría ser el fundamento de mandatos categóricos. Sólo algo
cuya naturaleza lo distingue del resto de las cosas como fin en sí
mismo puede establecer el límite absoluto a nuestras acciones
para no tratarlo nunca como mero medio. En tercer lugar, en la
medida en que se trate de un fin en sí mismo, su valor es absolu­
to. Si su propia naturaleza lo distingue como fin en sí mismo, su
valor no puede ser relativo ya que no depende de que lo valore-
mos desde nuestra propia constitución subjetiva. Por el contra-
rio, tiene que ser un fin que tenga valor en sí mismo, de manera
intrínseca y que debamos, por lo tanto, tratar como tal en nues-
tras acciones. Según Kant, esto último significa que tal fin debe
ser puesto por la razón sola.
la fórmula de la humanidad 141

Es importante observar en este punto lo que Kant no dice, a


saber, que aquello cuya naturaleza propia lo distingue como fin
en sí mismo tiene un tipo de valor independiente de la razón y
que esta última debe reconocer. Al interior de la filosofía críti-
ca, una afirmación así sería expresión de un racionalismo dog-
mático. Si el valor absoluto existiera con independencia de la
ra­zón, nuestra relación con él tendría que ser cognitiva y no
práctica: para que nos pudiera guiar en la acción, primero ten-
dríamos que establecer nuestro conocimiento sobre él. Sin em-
bargo, Kant niega que podamos tener conocimiento de lo abso-
luto ya que es algo que no puede ser objeto de una experiencia
posible; él sostiene que el conocimiento sólo puede serlo de
objetos que puedan darse en el tiempo y en el espacio. Por ello,
si existe algo con valor absoluto, nuestra relación con tal objeto
sólo puede ser práctica, es decir, tiene que ser un objeto que la
razón pura práctica exija o necesite postular. En cualquier caso,
tiene que ser un objeto que se origine por la actividad de la ra-
zón práctica. Kant afirma:
[E]l hombre y, en general, todo ser racional, existe como fin en sí
mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o
aque­lla voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus
acciones, tanto en las dirigidas a sí mis­mo como también en las
di­rigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin. (F 4:428/
187)
Él sostiene que el ser racional es lo único cuya propia naturaleza
lo distingue como fin en sí mismo. La razón de ello es que:
[A]sí se representa el hombre necesariamente su propia existen-
cia, y en esa medida es por tanto un principio subjetivo de acciones
humanas. Pero así se representa también cualquier otro ser ra­
cional su existencia según precisamente el mismo fundamento
racional que vale también para mí: es por tanto a la vez un princi-
pio objetivo, del cual, como de un fundamento práctico supre­-
mo, tienen que poder ser derivadas todas las leyes de la voluntad.
(F 4:429/189)
En una nota a pie agrega que “establezco esta proposición como
postulado. En la última sección se encontrarán los fundamen-
tos para ella” (F 4:429n/189n). Esta observación indica clara-
mente que aquí no se ofrece todavía el argumento de por qué
142 virtud, felicidad y religión

la naturaleza racional es un fin objetivo. Kant sólo ha señalado


que el ser racional es tal fin, pero no nos ha dicho por qué. Por
las características que ya sabemos que son propias del fin objeti-
vo, también sabemos que se trata de un fin independiente, que
ya existe, y cuyo valor no depende de su relación con nuestra
constitución subjetiva, sino que tiene valor en sí mismo, pero
Kant no explica en estos pasajes por qué la naturaleza del ser
racional lo distingue como fin en sí mismo.
Como veremos en el siguiente capítulo, Kant afirma en su ex­
posición de la tercera fórmula del imperativo categórico, la fór-
mula del reino de los fines, que el fin en sí mismo es aquel que
es legislador en un reino de los fines (F 4:435/201).7 De acuerdo
con esto, el ser racional se distingue del resto de la naturaleza
por su capacidad para legislar leyes. Se trata de una característi-
ca que le es propia y en virtud de la cual se distingue como fin
en sí mismo. Sin embargo, Kant no establece sino hasta la terce-
ra sección de la Fundamentación que el ser racional tiene la capa-
cidad para ser, efectivamente, un legislador para un reino de los
fines. El argumento en la tercera fórmula del imperativo será
también condicional: si existe un imperativo categórico, el ser
racional se concibe como legislador de máximas universales y,
en virtud de esta característica, se distingue del resto de la natu-
raleza como fin en sí mismo, pero hasta la tercera sección se es­
ta­­blece que efectivamente es legislador y, por lo tanto, que exis-
te un imperativo categórico.8
La idea de que algo que ya existe puede ser un fin puede re-
sultar enigmática. El concepto mismo de fin parece implicar
que se trata de algo que vamos a realizar en el mundo, esto es,
algo que todavía no existe pero que podemos producir como
efecto de nuestras acciones. Aunque Kant no lo explica, pode-
mos entender este concepto de un fin que ya existe como algo en
aras de lo cual se actúa, como aquello a lo cual se dirige la ac­ción.
7
Desarrollo estos puntos en el capítulo V, sección 3.
8
De acuerdo con su influyente interpretación de la fórmula de la humani­
dad, Korsgaard sostiene en “La fórmula de la humanidad de Kant” que el valor
absoluto de la naturaleza racional reside en su capacidad para proponerse
fines en general. Sin embargo, como acabamos de ver, esta lectura no se adecua
al texto de Kant. Véanse las críticas de D. Sussman, “The Authority of Humanity”
y J. Timmermann, “Value without Regress: Kant’s ‘Formula of Humanity’ Re­
visited”.
la fórmula de la humanidad 143

Si pensamos los fines no como objetos que producimos me­diante


nuestras acciones, sino como aquello que valoramos en la ac-
ción, deja de ser enigmático que algo que ya existe pueda con-
siderarse como fin. Por ejemplo, si pensamos que un bosque es
valioso, la estimación de ese valor puede constituir el funda-
mento objetivo para la determinación de la acción; podemos
determinarnos a actuar de modo que respetemos ese valor o lo
protejamos. Podemos abstenernos de tirar basura allí, de cortar
o lastimar los árboles; podemos procurar que esté bien abasteci-
do de agua e intervenir en caso de que los árboles padezcan al-
gún mal. El valor del bosque le impone límites a nuestras accio-
nes. En ese caso, lo consideramos como algo que constituye un
fin para nosotros en virtud de su valor, aunque sea un fin que ya
existe y cuya existencia no depende de nuestras acciones en par-
ticular. Sin embargo, el bosque no puede ser un fin en sí mismo
porque su naturaleza no lo distingue como tal. Un ejemplo más
apropiado sería la consideración que tenemos hacia otra perso-
na en virtud del amor o de la estima. Al respetarla y procurar su
bienestar, la persona misma es el fin que guía nuestras acciones.
No la respetamos ni procuramos su bienestar con miras a algo
más, sino por ella misma: ella misma es lo valioso en aras de lo
cual actuamos. La persona misma es un fin que ya existe y cuya
naturaleza, según Kant, la distingue como fin en sí mismo.
Al final de su discusión de la tercera fórmula del imperativo,
Kant señala que el fin que constituye la materia del imperati­-
vo categórico lo es en un sentido negativo, es decir, “como algo
contra lo cual no se tiene que obrar nunca” (F 4:437/205). Se
trata de un fin, que si bien no es algo por realizar, le impone lí-
mites absolutos a los fines relativos que me puedo proponer:
todos aquellos fines relativos cuya realización es inconsistente
con el valor absoluto de la humanidad resultan inmorales.

3 . Valorar algo como fin, valorarlo como medio o como mero medio
En varios pasajes de la Fundamentación Kant opone el valor abso-
luto a la posibilidad de tratar algo como mero medio, y sostiene
que si algo es fin en sí mismo no se puede tratar nunca de esa
manera. Este contraste entre el valor absoluto y valorar algo
como mero medio se corresponde con la distinción entre el
imperativo categórico y el hipotético, pero, al igual que ésta,
144 virtud, felicidad y religión

deja de lado la posibilidad de valorar como fin algo que tenga


valor relativo. Esto no significa, desde luego, que Kant pierda de
vista los fines con valor relativo ya que, como acabamos de ver,
los caracteriza por contraste con el fin objetivo y se refiere a
ellos como “subjetivos”. Pero sí significa, como vimos en el capí-
tulo II, sección 1, que la elección de este tipo de fines no puede
estar guiada por el imperativo hipotético (el cual ya presupone
que los fines están dados), ni por el categórico (que sólo con­
tiene fines objetivos). Si bien el imperativo categórico permite
de­terminar si ciertos fines son permisibles por ser consistentes
con la moralidad, no puede servir de guía para elegirlos. El con-
traste entre los dos tipos de imperativos da la pauta para distin-
guir las dos maneras en que podemos valorar algo: como mero
medio o como fin en sí mismo. Sin embargo, se trata de un con­
traste que deja de lado el hecho de que, en mucho de lo que
hacemos, valoramos por sí mismos fines u objetos que tienen
valor relativo.
Kant contrasta el tipo de valor que le atribuye a la humani-
dad con el que tienen los objetos de las inclinaciones, las incli-
naciones mismas y los seres irracionales. Luego afirma que “to-
dos los objetos de las inclinaciones tienen solamente un valor
condicionado, pues si no hubiese inclinaciones y necesidades
fundadas en ellas, su objeto no tendría valor” (F 4:428/187). Los
objetos de las inclinaciones tienen valor relativo o condiciona-
do porque su valor depende de que los valoremos a partir de las
inclinaciones que tenemos; de otro modo, carecerían de valor.
Asimismo, afirma que las inclinaciones carecen de valor absolu-
to debido a que, al ser fuentes de las necesidades, son ellas mis-
mas indeseables (F 4:428/187). En este punto, es importante
observar que Kant corrigió esta postura en La religión dentro de los
límites de la mera razón al señalar que, consideradas en sí mismas,
las inclinaciones son buenas, es decir, no son reprobables “y
querer extirparlas no solamente es vano, sino que sería dañino
y censurable” (R 6:58/64). En sentido estricto, si no tuviéramos
inclinaciones no se plantearía la necesidad de ordenar la multi-
plicidad de incentivos de acuerdo con los principios de la ra-
zón, ya que la gran mayoría de los incentivos que experimen­
tamos y todos aquellos que necesitamos ordenar provienen de
las inclinaciones.
la fórmula de la humanidad 145

También de manera controvertida, Kant afirma que los seres


irracionales tienen “solamente un valor relativo, como medios,
y por ello se llaman cosas” (F 4:428/187). De acuerdo con esto,
el ser racional tendría la prerrogativa de utilizar todos los seres
irracionales como meros medios para sus propios fines sin tener
que tratarlos, al mismo tiempo, como fines. Esta postura se ins-
cribe en una visión judeocristiana de acuerdo con la cual la crea­
ción está a disposición de los hombres para que la usen.9 No
obstante, en la Doctrina de la virtud modificó esta postura al esta-
blecerle límites a la manera en que los seres humanos podemos
tratar al resto de la naturaleza. Luego, señala que la propensión
a la destrucción de lo bello en la naturaleza es contraria al de-
ber del hombre hacia sí mismo “porque debilita o destruye en
el hombre aquel sentimiento que […] predispone a amar algo
también sin un propósito de utilidad (por ejemplo, las bellas
cristalizaciones, la indescriptible belleza del reino vegetal)”
(PMDV 6:443/309). Él observa que este sentimiento es favora-
ble a la moralidad y, por ello, se debe cultivar. El deber en cues-
tión no puede ser hacia la naturaleza ya que, de acuerdo con su
teoría, sólo podemos tener deberes hacia la humanidad. No
obstante, sus observaciones indican que apreciar lo bello en la
naturaleza como algo que debemos cuidar y proteger sin nin-
gún propósito ulterior de utilidad es favorable al desarrollo de
la disposición moral de tratar a la humanidad como fin en sí mis­
mo.10 Eso no significa que la naturaleza tenga valor en sí misma,
por lo cual sí se puede usar como medio para los fines humanos
pero, al parecer, ello está bien siempre y cuando se haga de modo
consistente con el aprecio de su belleza.
Respecto de los animales, Kant señala de manera semejante
que el trato violento y cruel “se opone mucho más íntimamen­-
te al deber del hombre hacia sí mismo, porque con ello se em-
bota en el hombre la compasión por su sufrimiento debilitán-
dose así y destruyéndose paulatinamente una predisposición
natural muy útil a la moralidad en relación con los demás hom-
bres” (PMDV 6:443/309–310). De nuevo, no se trata de un deber
hacia los animales, sino hacia nosotros mismos, a saber, no en-
9
Kant afirma algo semejante en “Probable inicio de la historia humana”.
10
Véase la discusión de P. Guyer, Kant and the Experience of Freedom: Essays on
Aesthetics and Morality, capítulo 9.
146 virtud, felicidad y religión

torpecer el desarrollo de la disposición moral, la cual se ve favo-


recida con los sentimientos de compasión hacia los animales.
Kant parece suponer que el desarrollo de este tipo de sentimien­
tos hacia los animales apoya el desarrollo de ellos hacia otras
personas. Si bien es igualmente permisible utilizarlos como me-
dios para los fines humanos, ello debe ser consistente con los lími-
tes que exige la actitud de valorarlos por sí mismos. Así, observa:
[S]i bien el hombre tiene derecho a matarlos [sc. a los animales]
con rapidez (sin sufrimiento) o también a que trabajen intensa-
mente, aunque no más allá de sus fuerzas (lo mismo que tienen
que admitir los hombres), son, por el contrario, abominables los
experimentos físicos acompañados de torturas, que tienen por fin
únicamente la especulación, cuando el fin pudiera alcanzarse
también sin ellos. (PMDV 6:443/309–310)
Estas observaciones respecto del trato que debemos dar a lo
bello en la naturaleza y a los animales indican que es preciso
dis­tinguir entre tratar algo como fin, tratarlo como medio y tra-
tarlo como mero medio. Al tratar algo como fin, lo conside­
ramos por sí mismo, sin relación con algún propósito ulterior.
Al tratarlo como medio lo consideramos con miras a un fin ulte­
rior, pero observando ciertas restricciones, como no destruir la
na­turaleza de manera arbitraria ni someter a los animales a un
trato cruel. En cambio, al tratar algo como mero medio lo usa-
mos sin observar ninguna restricción estética o moral: lo po­
nemos al ser­vicio de alguna otra cosa sin observar ninguna li­
mitación en el trato que debemos darle o lo destruimos en vano
como si no tu­viera ningún valor. Por ejemplo, al alimentar y
cui­dar a mi pe­­­­rro para que esté bien, lo trato como fin, pero, si
también lo cui­do para que me alerte en caso de que haya ladro-
nes, lo trato como un medio para mi protección y seguridad.
Pero si por la noche lo dejo en el campo fuera de mi casa para
que me alerte en caso de peligro a sabiendas de que lo expongo
a que lo ataquen, lo trato como mero medio.
Respecto de la humanidad, Kant sostiene que debemos valo-
rarla no sólo por sí misma, como fin, sino que es un fin en sí
misma, y así se representa el hombre “necesariamente” su pro-
pia existencia. Cuando afirma que valorar nuestra propia natu-
raleza racional como fin en sí misma es un principio subjetivo
de la acción, no sólo quiere decir que nos valoramos a nosotros
la fórmula de la humanidad 147

mismos como fines en lo que hacemos, sino que también nos


atribuimos un tipo de valor según el cual no se nos debe tratar
nunca como meros medios. En casi todo lo que hacemos a dia-
rio nos tratamos a nosotros mismos como fines: al evitar exponer­
nos a situaciones peligrosas, al procurar nuestro propio bienes­tar
o al interesarnos en la consecución de los fines que nos impor-
tan. Hacemos todo eso sin ningún fin ulterior, sino sólo porque
nos consideramos importantes o valiosos. Asimismo esperamos
que los demás nos traten como fines, al esperar que nos ayuden
en la consecución de nuestros propios fines y se relacionen con
nosotros con respeto y consideración. Al mismo tiempo permi-
timos servir de medios para algo más, como cuando ofrecemos
un servicio, transmitimos un mensaje o cumplimos el encargo
de un amigo. Kant sostiene que también nos atribuimos valor
incon­dicionado, lo cual significa, en parte, que estamos dispues­
tos a servir de medios siempre y cuando no se nos trate como
“meros” medios: ofrecemos un servicio a cambio de un pago
justo, transmitimos un mensaje o cumplimos el encargo siem-
pre y cuando ello no sea peligroso o degradante (salvo casos ex­
cepcionales cuya justificación no es obvia). Considerarse subje-
tivamente un fin en sí mismo significa no sólo verse como fin
sino también atribuirse valor incondicionado, lo cual establece
límites absolutos a las acciones de los demás y a las propias tam-
bién. En ello se fundan el respeto que exigimos de los demás de
manera incondicionada, así como también la exigencia (y no
sólo la expectativa) de que los demás nos ayuden en la consecu-
ción de los fines consistentes con la moral.
Al decir que el anterior es un principio subjetivo, Kant señala
que, de hecho, nos consideramos como fines con va­­lor absolu-
to. Lo anterior no significa que lo hagamos conscien­temente, ni
que siempre sepamos qué acciones en particular exige o pro­hí­
be el atribuirnos ese tipo de valor, ni tampoco que nunca sucum­
bamos a la tentación de tratarnos a nosotros mismos como me-
ros medios o que nunca permitamos que los demás nos traten
así, pero sí significa que en mucho de lo que hacemos está im-
plícita la valoración de nosotros mismos como fines en sí mis-
mos. Sin embargo, del hecho de que se trate de un “principio”
sub­jeti­vo, como Kant lo llama, no se sigue, desde luego, que sea
ob­je­tivo. Podemos estar equivocados al respecto y puede resul-
148 virtud, felicidad y religión

tar que la moral no sea más que una quimera. Como señalé an­
tes, el establecimiento de la objetividad del principio es una ta-
rea que Kant reserva para la tercera sección de la Fundamentación,
así que retomaré este punto hasta el capítulo VI.

4 . Valor absoluto y bondad incondicionada


Como veíamos en la sección anterior, el contraste entre tratar
algo como medio y tratarlo como fin en sí mismo deja fuera la
posibilidad de tratar como fin algo que tiene valor relativo. Con
el fin de dar cuenta de este último tipo de valoración, Korsgaard
ha desarrollado la teoría kantiana del valor introduciendo algu-
nas revisiones importantes.11 En primer lugar, propone distin-
guir entre la manera en que podemos valorar algo y el tipo de
valor que tiene. De acuerdo con la manera en que valoramos los
objetos, podemos valorarlos como medios o como fines; en el
primer caso, lo hacemos en función de otra cosa que queremos
y, en el segundo, lo hacemos por sí mismo, sin miras a algo más.
Por otra parte, de acuerdo con el tipo de valor que los objetos
tienen, éste puede ser relativo o absoluto. Kant sugiere que un
objeto tiene valor relativo cuando este último depende de su re­
lación con un sujeto, de modo que si el acto de valoración no
tiene lugar, tampoco puede decirse del objeto que sea valioso.
El valor relativo de los objetos, de acuerdo con esto, depende de
los sentimientos de agrado o desagrado con que reaccionamos
frente a ellos: es un tipo de valor extrínseco que los objetos re-
ciben de la actividad valorativa humana y que se origina en ella.
En cambio, los objetos tienen un valor absoluto cuando lo po-
seen en sí mismos o intrínsecamente, al margen de cómo reac-
cionamos frente a ellos con base en nuestros sentimientos de
agrado o desagrado. A diferencia del valor relativo, el absoluto
no se otorga a los objetos con base en la actividad valorativa,
sino que es un tipo de valor que ciertos objetos tienen y que hay
que reconocer. Siguiendo a Kant de nuevo, Korsgaard sostie-
ne que sólo la humanidad tiene valor en sí mismo.
En segundo lugar, Korsgaard señala cómo se entrecruzan es-
tas dos distinciones, de modo que podemos valorar como fin
por sí mismo algo que tiene valor relativo. Por ejemplo, tocar
11
Korsgaard, “Dos distinciones en la bondad”.
la fórmula de la humanidad 149

bien el piano es algo que alguien puede valorar por sí mismo,


sin miras a algo más. Sin embargo, no se trata de una actividad
con valor absoluto, ya que no hay algo en la naturaleza de tocar
el piano que lo distinga como fin en sí mismo. Es un objeto que se
puede valorar como fin aunque tenga valor relativo. Asimismo,
podemos valorar como medio cualquier objeto sin importar si
tiene valor relativo o absoluto. Sin embargo, en la línea de Kant,
Korsgaard señala que no debemos valorar nunca como mero
medio aquello que tiene valor absoluto porque lo estaríamos
tratando de manera inconsistente con el tipo de valor que po-
see. De acuerdo con esto, sólo nos está permitido valorar como
mero medio lo que tiene valor relativo, aunque también pode-
mos valorarlo por sí mismo, como fin. Por eso, no sería necesa-
riamente inapropiado tocar el piano como mero medio, diga-
mos, para ganar dinero, obtener un empleo o causar una buena
impresión en alguien.
En tercer lugar, como a Korsgaard le interesa el problema de
la objetividad de los valores, emplea esa doble distinción para
proponer una teoría kantiana del valor como una alternativa
que puede dar cuenta satisfactoriamente de las condiciones en
las cuales algo puede ser objetivamente bueno. De acuerdo con
su propuesta, algo es subjetivamente bueno cuando le parece
bueno a alguien, pero lo puede ser objetivamente cuando se
satisfacen ciertas condiciones necesarias. Es importante obser-
var que esta propuesta introduce una revisión importante del
texto kantiano en la Fundamentación. Allí se afirma que hay un
solo fin objetivo el cual tiene valor absoluto, a saber, la humani-
dad y, en general, la naturaleza racional. Todos los demás fines
son subjetivos y tienen, por ello, valor relativo. Como el interés de
Korsgaard se dirige a dar cuenta de la objetividad de la bondad
de los objetos que no son fines en sí mismos, extiende los con-
ceptos kantianos para afirmar que algo con valor relativo puede
ser objetivamente bueno. De este modo, traza una distinción,
que no encontramos en el texto de Kant, entre el valor absoluto
y el fin objetivo.
De acuerdo con ella, algo es objetivamente bueno si es incon-
dicionadamente bueno o si lo es de manera condicionada y la
condición necesaria de su bondad se satisface.12 Como sabemos,
12
Ibid., pp. 473–474.
150 virtud, felicidad y religión

Kant comienza la Fundamentación con la afirmación de que lo


único bueno sin restricción o incondicionadamente es la buena
voluntad. Como vimos en el capítulo II, sección 1, algo es bueno
de manera incondicionada cuando lo es siempre, en cualquier
circunstancia y sin presuponer ninguna condición. Sólo algo
que sea bueno en sí mismo, de manera absoluta o intrínseca
puede ser bueno de esa manera. En cambio, algo es bueno con-
dicionadamente cuando su bondad depende de ciertas condi-
ciones. Un ejemplo central para Kant es la felicidad, de la cual
afirma que es buena de manera condicionada: aquella que se da
en una buena voluntad es buena, mientras que la de un villano
no lo es. La felicidad sólo puede ser buena bajo la condición de
que la voluntad que la disfruta sea ella misma buena. De acuer-
do con la postura de Korsgaard, la felicidad no es buena en sí
misma sino sólo relativamente, pero lo es objetivamente cuando
la condición de su bondad se satisface.
En su reconstrucción, ella combina lo que Kant dice sobre el
valor con lo que dice sobre la bondad, de modo que trata ambos
conceptos como equivalentes.13 Así, en su interpretación, el va-
lor extrínseco resulta ser lo mismo que la bondad condicionada
y el valor absoluto lo mismo que la bondad incondicionada. Esta
equivalencia tiene por lo menos dos implicaciones complicadas
como interpretación del texto de Kant. En primer lugar, impli-
ca que la humanidad, al tener valor absoluto, es buena de ma-
nera incondicionada, lo cual no puede ser correcto. Sólo la bue-
na voluntad es incondicionadamente buena, mientras que la
humanidad, al ser una mera capacidad racional práctica, no pue­
de ser ni buena ni mala. Si bien Korsgaard nunca afirma que la
humanidad sea buena, sino que tiene valor incondicionado, lo
primero se sigue inevitablemente al tratar como equivalentes
los conceptos de valor y bondad. En segundo lugar, la equivalen­
cia implica que existe una sola fuente de valor (o de bondad).
En efecto, Korsgaard sostiene que la única fuente de valor es la
capacidad racional práctica, pero, como veremos, esto tampoco
puede ser correcto.14 Kant, por su parte, emplea los conceptos
de valor y de lo bueno de manera diferente, lo cual sugiere que

13
Ibid.
14
Korsgaard, “La fórmula de la humanidad de Kant”, pp. 249–250 y 257–262.
la fórmula de la humanidad 151

se trata de conceptos distintos. La diferencia es importante,


pues de otro modo no podríamos distinguir entre el valor abso-
luto de la humanidad y la bondad incondicionada de la buena
voluntad.
Como hemos visto, en su teoría del valor Kant distingue en-
tre los fines con valor relativo y el fin con valor absoluto. Él
afirma que los primeros son subjetivos porque descansan en in-
centivos de la sensibilidad, mientras que el segundo es objetivo
porque su naturaleza lo distingue como fin en sí mismo. Como
ya mencioné, en su discusión de la tercera fórmula del impera-
tivo, Kant sostiene que la humanidad se distingue como fin en
sí mismo por su capacidad para legislar leyes universales. Esta
distinción entre el valor relativo y el valor absoluto o en sí mis-
mo se basa, como Korsgaard sostiene, en el origen del valor:
el va­lor relativo de un fin subjetivo es extrínseco, mientras que el
va­lor ab­­soluto de un fin objetivo es intrínseco. Sin embargo, a di­
feren­cia de lo que ella señala, este origen no tiene nada que ver
con el im­perativo categórico y la buena voluntad. No es el caso
que el valor relativo de los fines subjetivos sea extrínseco porque
está condicionado a su conformidad con el imperativo categóri-
co y, por lo tanto, con la buena voluntad. Tampoco es el caso
que el valor absoluto del fin objetivo sea intrínseco porque es
incondicionadamente bueno. Según lo que Kant dice, el valor
de los fines subjetivos es relativo porque proviene de los incen-
tivos de la sensibilidad, y, así, señala que “los fines que un ser
racional se propone a discreción como efectos de su acción (fines
materiales) son en su totalidad relativos, pues sola y meramente
su relación con la facultad de desear del sujeto de un tipo espe-
cial les da el valor” (F 4:427/185). En cambio, el valor del fin
objetivo es absoluto, según Kant, por su capacidad para la legis-
lación, lo cual significa que es un fin puesto por la razón sola.15
Este valor no depende de los incentivos sensibles de éste o aquel
sujeto, sino que la naturaleza racional lo tiene en sí misma en
virtud de su capacidad para la legislación.
Como podemos apreciar, la distinción entre valor relativo y
absoluto, si bien se corresponde con la distinción entre valor
extrínseco e intrínseco, en el texto de Kant se refiere específica-

15
Sussman enfatiza este punto en “The Authority of Humanity”.
152 virtud, felicidad y religión

mente al origen del valor, el cual puede ser la constitución par-


ticular de la facultad de desear de un sujeto o bien la razón sola.
De ahí se siguen dos consecuencias importantes. En primer lu-
gar, la distinción entre valor relativo y absoluto es independien-
te del imperativo categórico y es anterior a él. Algo tiene valor
relativo porque un sujeto experimenta un incentivo sensible
hacia él al margen de lo que diga el imperativo categórico, mien­
tras que el valor absoluto de la humanidad es, según Kant, el
fundamento del imperativo categórico. En segundo lugar, no
existe una sola fuente del valor, sino dos, a saber, la sensibilidad
y la facultad racional práctica. Aunque, en estricto sentido, la
facultad racional práctica no es fuente de valor, sino que ella mis­
ma, por su capacidad para la legislación de leyes universales, es
portadora de valor absoluto.
En contraste, la distinción entre bondad condicionada e in-
condicionada sí depende del imperativo categórico. Recordemos
que, según Kant, “bueno” es un concepto racional que depen­de
de principios de la razón, a saber, el imperativo hipoté­tico y el
categórico. Como hemos visto, de acuerdo con él, una acción
puede ser buena o mala como medio o en sí misma, lo cual sólo
se puede determinar con base en los principios de la razón
práctica. De acuerdo con el texto de Kant, esta distinción entre
ser bueno como medio o bueno en sí mismo se corresponde
con la distinción entre bondad condicionada e incondicionada.
La bondad de algo como medio está condicionada al compro-
miso con un fin particular, mientras que la bondad en sí misma
de una acción es incondicionada. No obstante, Kant también
emplea la distinción entre bondad condicionada e incondicio-
nada para señalar que aquello cuya bondad depende de su con-
formidad con el imperativo categórico es bueno de manera
condicionada (como la felicidad), mientras que aquello que
este imperativo exige (como los fines morales) es bueno de ma-
nera incondicionada.
Mientras que el valor absoluto de la humanidad es indepen-
diente del imperativo categórico y es anterior a él, la bondad
incondicionada de la buena voluntad lo presupone. La humani-
dad es la facultad racional práctica en cuanto legisladora del
imperativo (como veremos en el siguiente capítulo), mientras
que la buena voluntad es esta misma facultad rigiéndose de ma-
la fórmula de la humanidad 153

nera perfecta por el imperativo. La humanidad, por así decir-


lo, es anterior al estándar supremo de la bondad y la maldad.
Por ello, la humanidad no puede ser ni buena ni mala: ella mis-
ma es el origen del estándar supremo según el cual podemos
determinar lo bueno y lo malo. En cambio, la voluntad sí puede
ser buena o mala dependiendo de si se rige perfecta o imperfec-
tamente por el imperativo categórico. Asimismo, las acciones y
las máximas en que se expresan también pueden ser buenas
o malas en sí mismas dependiendo de si el imperativo categóri-
co las exige o las prohíbe. Según esto, mientras que existen dos
orígenes del valor, existe una sola fuente de los criterios de bon-
dad y maldad, y ésta es la facultad racional práctica.
Sin embargo, las distinciones en cuestión no toman en consi-
deración la bondad condicionada de aquellos fines y acciones
que no buscamos como medios para algo más, sino por sí mis-
mos. Como hemos visto, la distinción entre ser bueno como me-
dio y ser bueno en sí mismo deja de lado los objetos que nos
proponemos por sí mismos pero que tienen valor relativo. To-
car el piano, estudiar filosofía o formar una familia son fines
que nos podemos proponer por sí mismos, aunque su valor es
re­lativo. El interés de Korsgaard en “Dos distinciones en la bon-
dad” se dirige precisamente a dar cuenta de este tipo de caso.
De acuerdo con ella, se trata de fines con valor relativo o extrín-
seco, cuya bondad es, por lo tanto, condicionada. Si, a diferen-
cia de ella, mantenemos separados los conceptos de valor y de
lo bueno, podemos decir que un fin con valor relativo puede ser
bueno de manera condicionada si es consistente con el impe­
rativo categórico y, por lo tanto, con una voluntad buena. Por
ejemplo, la felicidad puede ser buena de esa manera, aunque
también puede ser mala si resulta ser inconsistente con ambos,
pero no podemos decir que el fin con valor absoluto (la huma-
nidad) sea incondicionadamente bueno.
Una dificultad con la reconstrucción de Korsgaard es que, al
tratar como equivalentes los conceptos de valor y de bondad,
resulta que si un fin con valor relativo no es bueno (por su in-
consistencia con el imperativo categórico), por ejemplo, mentir
por provecho propio, entonces pierde todo valor. Sin embargo,
esto no puede ser correcto. Un fin con valor relativo puede ser
malo, pero no por ello deja de tener valor para el sujeto que se
154 virtud, felicidad y religión

lo propone: es un fin subjetivamente valioso en relación con


cierta constitución, pero es objetivamente malo según el están-
dar supremo de la bondad establecido por la razón. Mentir por
provecho propio tiene valor relativo para el sujeto que se lo pro-
pone, aunque, al mismo tiempo, sea objetivamente malo porque
es inmoral.
En conclusión, podemos decir que mientras la distinción en-
tre el valor relativo y el absoluto depende de si el valor se origi-
na en la sensibilidad o en la facultad racional práctica, la distin-
ción entre bondad condicionada e incondicionada se basa en
los principios de la razón. A diferencia de lo que Korsgaard se-
ñala, no existe un solo origen del valor, sino dos: la sensibilidad
y la razón.16 Lo que confiere valor relativo a un fin no es que sea
objeto de elección de la facultad racional práctica, sino su rela-
ción con los incentivos de la sensibilidad. Por eso, Kant afirma
que los fines que se basan en ese tipo de incentivos son todos
subjetivos. Como mencioné, la facultad racional práctica no es,
estrictamente, la fuente del valor absoluto, sino que ella misma es
portadora de este tipo de valor por su capacidad para la legisla-
ción. En cambio, esta facultad sí es la única fuente de bondad
en la medida en que es la fuente de la ley, es decir, del estándar
supremo con base en el cual determinamos la bondad o la mal-
dad de los objetos de la voluntad.

5 . Ejemplos en que se trata a la humanidad como mero medio


Kant ilustra la derivación de deberes a partir de la segunda fór-
mula del imperativo con los mismos ejemplos que introduce en
la fórmula de la ley universal de la naturaleza. La pregunta rele-
vante en todos los casos es si la máxima en cuestión es con­sis­ten­
te con el mandato de tratar a la humanidad siempre como fin y
nunca como mero medio. Como vimos al principio de este capí-
tulo, por “humanidad” se entiende la capacidad racional de ele-
gir o de proponernos fines libremente. Cuando en la máxima
propuesta se trata esa capacidad como mero medio, la prohibi-
ción de actuar de tal manera será un deber perfecto,17 pero aun
16
No obstante, Kant escribe que “nada tiene otro valor que el que la ley le
determina” (F 4:436/201).
17
Sobre el concepto de tratar a otro como mero medio, véase la discusión
en O’Neill, “Between Consenting Adults”.
la fórmula de la humanidad 155

cuando no se le trate como mero medio, todavía cabe la pre­gunta


de si se le trata plenamente como fin en sí mismo. Cuando este
último no es el caso, la prohibición de actuar según la máxima
en consideración dará lugar a un deber imperfecto. En esta sec-
ción consideraré los dos primeros ejemplos, de los cuales resul-
tan, como sabemos, deberes perfectos.
En el primer ejemplo, Kant plantea si “quien está dando vuel-
tas a la idea del suicidio se preguntará si su acción puede com-
padecerse con la idea de la humanidad como fin en sí mismo”
(F 4:429/189). Aunque no formula la máxima completa explíci-
tamente, sí dice que se trata de los mismos ejemplos, así que la
máxima en cuestión es la de quitarse la vida para evitar su­fri­­
mientos futuros. Su respuesta es que “si, para escapar a un es­ta­do
penoso, se destruye a sí mismo, se sirve de una persona me­ra­
mente como un medio para la conservación de un estado so­por­
table hasta el final de la vida” (F 4:429/189). Por eso el sui­cidio
es inmoral.18 Puede resultar extraño que al destruirse a sí misma
una persona se utilice como mero medio. Podría pensarse que,
en este caso, la persona no se usa como medio, sino que se aniqui-
la a sí misma. La formulación misma de Kant invita a este tipo
de reacción ya que observa que la persona se destruye a sí mis­
ma “para la conservación de un estado soportable hasta el fi­nal
de la vida”. Se podría decir que la autodestrucción no es un
me­dio para conservar un estado soportable sino que consiste en
ponerle término a la vida. No obstante, no es difícil apreciar por
qué, en ese tipo de acción, la persona se trata a sí misma como
una cosa que se puede usar como mero medio. Ante algo con
valor absoluto no puede ser apropiado destruirlo en aras de un
fin con valor relativo, como evitar el sufrimiento. Sólo algo de lo
que pueda disponerse puede ser tratado, con toda propiedad,
como medio y, tal vez, hasta se pueda destruirlo. Al destruirse a
sí mismo, el suicida trata a la humanidad en su persona como
algo de lo cual puede disponer según sus inclinaciones y, de este
modo, como algo que puede usar apropiadamen­te como mero
medio. Kant observa que “el hombre no es una cosa, y por tanto
no es algo que pueda ser usado meramente como medio”, y con-

18
Para una discusión contemporánea de este tema, véase Hill, “Self-Regard­
ing Suicide: A Modified Kantian View”.
156 virtud, felicidad y religión

cluye que “no puedo disponer del hombre en mi persona para


mutilarlo, corromperlo o matarlo” (F 4:429/189).
Al igual que en el caso de la primera fórmula, la discusión de
Kant en este ejemplo sólo considera la pregunta de si es permi-
sible quitarse la vida por amor propio. Ello plantea la pregun­ta
de si sería permisible quitarse la vida por otro tipo de ra­zones,
como salvar una vida ajena, o bien arriesgar la propia con el fin
de conservarla, lo cual Kant sostiene que es un deber (F 4:397–
398/125–126). En seguida de la observación citada al final del
párrafo anterior, Kant indica que una “determinación más pre-
cisa de este principio” debe permitir la posibilidad moral de “la
amputación de los miembros para conservarme” o de exponer
la propia vida al peligro para conservarla (F 4:429/189). En la
Doctrina de la virtud, nos dice que el primer deber del hombre
ha­cia sí mismo en cuanto ser animal es la autoconservación en
su naturaleza animal (PMDV 6:421/280). Lo contrario de este
deber es la destrucción arbitraria o premeditada de la propia na­
­turaleza animal, la cual puede ser total (suicidio) o parcial (mu­
­tilación). Esta última, agrega, puede ser material o formal: es
material cuando alguien se priva a sí mismo de ciertas par­tes;
es formal cuando alguien “se priva (para siempre o por algún
tiem­po) de la capacidad del uso físico (y, con ello, también in-
directamente del uso moral) de sus fuerzas” (PMDV  6:421/281).
Por “suicidio” total se entiende la acción de quitarse la vida por
amor propio, cualquiera que sea la razón específica, y éste es
siem­­pre inmoral. Nos dice que amputarse ciertos miembros para
lucrar con ellos se considera suicidio parcial y, por ello, es inmo-
ral (PMDV 6:423/283). La pregunta que se plantea es si quitarse
la vida o amputarse ciertos miembros por otro tipo de razones
debe considerarse también un suicidio. Dice explícitamente que
la amputación de “un órgano necrosado o que amenaza ne­cro­
sis” no puede considerarse “como un delito contra la propia per­
­sona” (PMDV 6:423/283). La amputación es permisible en ese
caso porque se lleva a cabo con el propósito de preservar la vida.
También se plantea, sin responder, si debe considerarse suicidio
“el sacrificio por la salvación del género humano en ge­ne­­ral
como un acto heroico” o bien quitarse la vida anticipándose “a
la condena a muerte injusta de un superior” (PMDV 6:423/283).
Asimismo se pregunta, también sin responder, si “un hombre
la fórmula de la humanidad 157

que sentía ya hidrofobia, como efecto de la mordedura de un


perro rabioso” se suicidó para no dañar a otros (PMDV 6:423–
424/284). En todos esos casos, deja sin responder la pregunta
sobre la cualidad moral de esas acciones.
En el segundo ejemplo Kant plantea si
el que está pensando en hacer una promesa mentirosa hacia otros
comprenderá enseguida que se quiere servir de otro hombre me-
ramente como medio, sin que éste contenga a la vez el fin en sí. Pues
aquel a quien yo quiero usar para mis propósitos a través de una
promesa semejante le es imposible estar de acuerdo con mi mane-
ra de proceder hacia él, y contener así él mismo el fin de esa ac-
ción. (F 4:429/189)

Recordemos que por “humanidad” se entiende la capacidad ra-


cional de elegir fines libremente. Ésta es la capacidad que,
según Kant, usamos como mero medio en la persona de los de-
más cuando prometemos en falso. En este ejemplo, una perso-
na (llamémosla Juan) le pide dinero prestado a otra (Carlos) y
le promete que se lo pagará, aunque sabe que no podrá hacerlo
nunca. El fin que Juan se propone es obtener una suma de di-
nero sin tener que regresarlo nunca. El fin al que Carlos cree
contribuir es prestarle una suma de dinero a Juan en el enten-
dido de que lo recibirá de regreso en el futuro. Sin embargo,
por la mentira, el fin al que Carlos de hecho contribuye no es el
que él elige, sino entregar a Juan una suma de dinero que nun-
ca le será devuelta. Como se trata de una mentira, Carlos no
tiene la libertad de determinar por sí mismo el fin al que de
hecho contribuye, sino que Juan decide por él. El problema re­
si­de en que la acción de prometer en falso necesariamente su-
pone tratar la capacidad racional práctica de otra persona como
algo que puede usarse o manipularse como mero medio para la
obtención de fines propios. Juan utiliza la capacidad de Carlos
de proponerse fines para lograr que este último, sin saberlo,
contribuya a un fin que no ha elegido. El problema no es que
Carlos no pudiera consentir el fin que Juan se propone. Puede
ser el caso que si Carlos supiera que Juan no está en condiciones
de comprometerse con el pago del préstamo, le regalaría la
suma de dinero con toda generosidad o lo ayudaría a conseguir-
la de otra manera. El problema es que Carlos no puede otorgar
158 virtud, felicidad y religión

su consentimiento porque no tiene la oportunidad de enterarse


de cuál es el propósito que Juan se propone.
Podría pensarse que, al igual que en el ejemplo anterior, el
argumento a favor de la prohibición de prometer en falso con
el fin de procurar un fin que nos proponemos por amor propio
deja la posibilidad de que sea permisible prometer en falso con
miras a la procuración de un fin que nos propongamos por al-
guna razón moral. Si bien es verdad que el razonamiento de Kant
en el ejemplo anterior sólo establece la prohibición de prome-
ter en falso por amor propio, también lo es que, de acuerdo con
él, cualquier tipo de mentira, por la razón que sea, es inmoral. La
razón que ofrece en la Doctrina de la virtud no es que, al mentir, se
trate la humanidad de otro como mero medio, sino que men­tir
es contrario al deber hacia uno mismo. Así, señala que “la mayor
violación del deber del hombre para consigo mismo, con­siderado
únicamente como ser moral (la humanidad en su persona), es
lo contrario a la veracidad: la mentira” (PMDV 6:429/290–291).
La razón que ofrece es que, al mentir, se aniquila la dignidad
propia y se rebaja el valor propio por debajo del que tienen las
cosas (las cuales sí se pueden tratar como meros medios). Ello
se debe a que comunicar a otro pensamientos en los que uno mis­
mo no cree “es un fin opuesto a la finalidad natural de su fa­cul­
tad de comunicar sus pensamientos, por tanto, es una renuncia
a su personalidad y una simple apariencia engañosa de hombre,
no el hombre mismo” (PMDV 6:429/291–292). Kant llega al ex-
tremo de afirmar que la mentira “no precisa perjudicar a otros
para que se le considere reprobable” (PMDV 6:430/292). Si per-
judicara a alguien, sería una violación al derecho de otros, lo
cual es objeto del derecho, no de la ética. Aun una mentira moti-
vada por “la ligereza o la bondad” y que persiga un fin “real­mente
bueno” es reprobable por “el modo de perseguirlo” y es “un de-
lito del hombre contra su propia persona y una bajeza que tiene
que hacerle despreciable a sus propios ojos” (PMDV 6:430/292).
A pesar del carácter tan estricto de la prohibición, Kant se pre-
gunta, sin contestar, si las mentiras dichas por cortesía también
son reprobables, como cuando se escribe “su más humilde ser-
vidor” al pie de una carta, o cuando a la pregunta de un autor
“¿qué le parece mi obra?” se le responde con una falsedad
(PMDV 6:431/294). Entre los ejemplos podemos incluir aquellos
la fórmula de la humanidad 159

casos cuando respondemos a la pregunta “¿cómo te va?” que es­


tamos bien aunque en realidad nos vaya muy mal, o cuando le
decimos a alguien que se ve muy bien para darle ánimos.
Es importante observar que, de acuerdo con Kant, el mayor
problema con la mentira es la falta que se comete contra uno
mismo. En la Doctrina de la virtud pone el ejemplo de un criado
que, siguiendo las órdenes del dueño de la casa, miente a un
guar­dia diciendo que el dueño no está en casa mientras que este
último aprovecha para cometer un crimen (PMDV 6:431/294).
Al margen de las nefastas consecuencias del acto, el mayor pro-
blema es que el criado viola un deber hacia sí mismo, al tiempo
que la acción de mentir por la razón que sea constituye una
falta moral hacia los demás. El razonamiento en el segundo
ejemplo de la Fundamentación sugiere que el respeto a la huma-
nidad del otro como fin en sí mismo exige que se le deje libre-
mente elegir los fines a cuya consecución contribuye. De acuer-
do con esto, cualquier acción mediante la cual impedimos que
otros elijan sus fines libremente resulta inmoral. Podría pensar-
se que en aquellos casos en que se engaña a alguien para darle
una sorpresa que se supone agradable –prepararle una fiesta,
por ejemplo– la mentira no debe considerarse inmoral porque
se tienen buenas razones para suponer que la persona en cues-
tión otorgaría su consentimiento si supiera la verdad. No obstan­
te, el razonamiento de Kant en el ejemplo sugiere que la perso-
na a quien se le miente no puede otorgar su consentimiento
porque no tiene la oportunidad de hacerlo, independientemen­
te de si lo otorgaría o no si supiera la verdad. Esto indica que, de
acuerdo con él, mentir constitu­ye siempre una falta moral tanto
en contra de uno mismo como de los demás.

6 . Ejemplos en que no se trata a la humanidad


plenamente como fin en sí mismo
Los siguientes dos ejemplos ilustran deberes imperfectos hacia
uno mismo y hacia los demás. Como vimos, un deber imperfec-
to exige adoptar una máxima de fin, pero sin especificar qué
tanto debe hacerse con miras a la realización del fin, ni tampo-
co en qué ocasiones ni de qué manera. El problema que ilustran
estos ejemplos es que en las máximas en cuestión, aunque no se
160 virtud, felicidad y religión

trate a la humanidad como mero medio, tampoco se la trata


plenamente como fin en sí mismo. En un caso Kant seña­la que
no se le “fomenta” y en el otro que la representación de la huma-
nidad como fin en sí no hace “todo su efecto”. Como la hu­
manidad es la capacidad racional de proponernos fines, po­de­
mos fomentar su buen ejercicio en nosotros mismos, así como
también en la persona de los demás. Ya que es una capacidad, la
humanidad es algo que se puede desarrollar o cultivar, aunque
los deberes correspondientes serán siempre imperfectos.
En el tercer ejemplo, Kant afirma que “en lo que respecta al
deber contingente (meritorio) hacia sí mismo, no basta que la
acción no contradiga a la humanidad en nuestra persona como
fin en sí misma, tiene también que concordar con ella” (F 4:430
/191). Como vimos en el capítulo III, sección 5, en el ejemplo
encontramos a un personaje que “encuentra en sí un talento
que por medio de algún cultivo podría hacerle un hombre útil
en todo tipo de respectos. Pero se ve en circunstancias cómodas,
y prefiere ir tras el placer a esforzarse en la ampliación y me­jo­ra
de sus felices disposiciones naturales” (F 4:423/175). Aunque
Kant no formula la máxima explícitamente, podría expresarse
del modo siguiente: “cuando me encuentre en circunstancias
có­mo­das, me dedicaré al placer en lugar de mejorar mis talen-
tos naturales”, o bien, de manera más concisa “dejaré de cultivar
mis talentos por pereza”. Él reconoce que al proceder de este
modo no se trata a la humanidad como mero medio: no se la ins­
trumentaliza ni se la trata como una cosa de la cual pueda dispo­
nerse arbitrariamente; sin embargo, objeta que “en la huma­nidad
hay disposiciones para una mayor perfección que pertenecen al
fin de la naturaleza en lo que respecta a la humanidad en nues-
tro sujeto: descuidarlas bien podría compadecerse con la conser-
vación de la humanidad como fin en sí misma, pero no con el
fomento de este fin” (F 4:430/191).
La diferencia más notoria entre el razonamiento que Kant
ofrece aquí y el que encontramos en la prueba de universaliza-
ción es la siguiente. Como vimos, el argumento encaminado a
mostrar que la máxima no puede quererse como una ley univer-
sal es instrumental: se dice que no podemos querer una ley de
no cultivar los talentos por pereza porque los talentos cultivados
son un medio necesario para algo que toda voluntad necesaria-
la fórmula de la humanidad 161

mente quiere, a saber, la realización de los fines que se propone.


Este razonamiento apela al imperativo hipotético, de acuerdo
con el cual, quien quiere el fin quiere los medios. En cambio, el
razonamiento aquí es perfeccionista: en la humanidad encon­
tramos disposiciones que podemos cultivar o perfeccionar; como
la naturaleza nos ha dotado de ellas, debemos inferir que parte
del fin de la naturaleza en nosotros es que las desarrollemos.
Kant se refiere a este punto cuando en La doctrina de la virtud
señala que el deber de perfeccionarse “no sólo se lo aconseja la
razón práctico-técnica para sus diferentes propósitos (de la ha-
bilidad), sino que se lo ordena absolutamente la razón práctico-
moral y convierte este fin en un deber suyo, para que sea digno
de la humanidad que habita en él” (PMDV 6:387/238). En cuan­
­to capacidad racional de proponernos fines, la humanidad es la
facultad racional práctica, y esta capacidad es la que debemos
perfeccionar.
Aunque en la Fundamentación Kant no hace explícito a qué
disposiciones se refiere, en La doctrina de la virtud señala que el
deber de perfeccionarse:
no puede ser más que el cultivo de sus facultades (o de las disposi-
ciones naturales), entre las cuales el entendimiento, como facul-
tad de los conceptos, por tanto, también de aquellos que concier-
nen al deber, es la facultad suprema, pero también el cultivo de la
voluntad (el modo moral de pensar) de cumplir todos los deberes
en general. (PMDV 6:386–387/238)
Distingue entonces entre la “perfección natural” y la “moral”. La
primera es “el cultivo de todas las facultades en general para fo­
men­tar los fines propuestos por la razón (PMDV 6:391/244–245).
Sobre ello dice que “es para el hombre un deber progresar cada
vez más desde la incultura de la naturaleza, desde la animalidad
(quoad actum) hacia la humanidad, que es la única por la que es
capaz de proponerse fines: suplir su ignorancia por instrucción
y corregir sus errores” (PMDV 6:387/238). Además, agrega que
es un deber “cultivar las disposiciones incultas de su naturale­-
za, como aquello a través de lo cual el animal se eleva a hom-
bre” (PMDV 6:392/245). Entre las disposiciones naturales men-
ciona las facultades del espíritu (“aquellas cuyo ejercicio sólo
es po­sible por la razón” y cuyo uso “no se extrae de la experien-
162 virtud, felicidad y religión

cia”), las del alma (“se guían por el hilo conductor de la ex­
perien­­cia”: la memoria, la imaginación, etc.) y las del cuerpo
(PMDV 6:445/312–313).
Respecto de la “perfección moral” señala que es un deber
“pro­­gresar en el cultivo de su voluntad hasta llegar a la más pura
intención virtuosa, al momento en que la ley se convierta a la
vez en móvil de aquellas de sus acciones conformes al deber, y
obe­decerla por deber, en lo cual consiste la perfección práctico-
moral interna” (PMDV 6:387/238–239). Enfatiza que la perfec-
ción mo­ral consiste, subjetivamente, “en la pureza en la intención
de cum­plir el deber”, es decir, cuando “las acciones no se reali-
zan sólo conforme al deber, sino también por deber” (PMDV
6:446/314).
El argumento en la Fundamentación tiene la gran debilidad de
que depende de la premisa según la cual la naturaleza tiene
ciertos fines respecto de nosotros, los cuales podemos determi-
nar al considerar las facultades con que nos ha dotado. En pri-
mer lugar, es muy controvertido atribuirle fines a la naturaleza
y, en segundo lugar, de ningún modo es obvio cómo podríamos
determinar cuáles son. Aunque en escritos posteriores no aban-
dona esas premisas teleológicas, en La doctrina de la virtud habla
del “fin de la propia existencia” sin atribuir fines a la naturaleza.
Ahí señala que el hombre “se debe a sí mismo”, en cuanto ser
racional, “no dejar desaprovechadas y –por así decirlo– oxida-
das la disposición natural y las facultades de las que su razón
pue­­de hacer uso algún día” (PMDV 6:444/311–312).
En el cuarto ejemplo, como se recordará, Kant presenta a un
personaje:
a quien le va bien, pero sin embargo ve que otros (a quienes él
bien podría ayudar) tienen que luchar con grandes trabajos: ¿qué
me importa? ¡Sea cada cual tan feliz como el cielo quiera o él pue-
da hacerse a sí mismo, no le privaré de nada, e incluso ni siquiera
le envidiaré, sólo que no tengo ganas de contribuir con nada a su
bienestar o a su socorro en la necesidad! (F 4:423/177)
En este caso, tampoco formula la máxima explícitamente, la
cual podría expresarse como sigue: “cuando me vaya bien no
contribuiré con nada al bienestar ajeno si no tengo ganas de
hacerlo”, o “no ayudaré a los demás porque no me interesa”.
Kant afirma:
la fórmula de la humanidad 163

[L]a humanidad podría ciertamente subsistir si nadie contribuye-


se con nada a la felicidad del otro, pero a la vez no sustrajese nada
de ella a propósito, sólo que esto es únicamente una concordancia
negativa y no positiva con la humanidad como fin en sí misma, si todo
el mundo no tratase también, en lo que pudiese, de fomentar los
fines de otros. Pues los fines del sujeto que es fin en sí mismo tie-
nen que ser también, en lo posible, mis fines, si es que aquella re-
presentación ha de hacer en mí todo su efecto. (F 4:430/191)
La idea central de este pasaje es que tratar a la humanidad como
fin en sí mismo no puede consistir meramente en abstenerse de
ciertas acciones y actitudes respecto de los demás, sino que tam-
bién exige contribuir a la realización de los fines que los demás
se proponen, siempre y cuando no sean inmorales. Al parecer,
la razón es que, como la humanidad es la capacidad ra­cional de
pro­­ponerse fines, contribuir a su buen ejercicio forma parte
de tratarla como fin en sí mismo. En La doctrina de la virtud Kant
ex­plica que el deber de beneficencia se fundamenta en lo si-
guiente:
[P]uesto que nuestro amor a nosotros mismos no puede separarse
de la necesidad de ser amados también por otros (ayudados en
caso de necesidad), nos convertimos a nosotros mismos en un fin
para otros, y puesto que esta máxima no puede obligar sino única-
mente por su cualificación para convertirse en ley universal, por
consiguiente, por una voluntad de convertir a otros también en
fines para nosotros, la felicidad ajena es un fin que es a la vez un
deber. (PMDV 6:393/247)
Si bien en este razonamiento se echa mano de la idea de la uni-
versalización, también es relevante para la fórmula de la huma-
nidad porque explica que inevitablemente, al proponernos fi­
nes, nos concebimos como seres que plantean exigencias a los
demás.
Para concluir, quisiera señalar una diferencia importante en-
tre la humanidad considerada como fin y los fines morales que,
según Kant, debemos proponernos. Mientras que, como vimos,
el fin objetivo no es algo que vayamos a producir como efecto de
nuestras acciones, los fines morales sí son propósitos que de­be­
mos realizar. Decir que la humanidad es un fin en sí mismo es
una manera de expresar el tipo de valor que tiene y que debe-
mos respetar en nuestras acciones. En cambio, los fines morales
164 virtud, felicidad y religión

de promover la perfección propia y la felicidad ajena son tareas


que se realizan a lo largo de una vida completa. Si bien se fun-
dan en el valor absoluto de la humanidad y son, por ello, incon-
dicionadamente buenos, son fines en un sentido distinto, a sa-
ber, en el sentido usual de algo que hay que producir o realizar
en nuestras acciones.
V

LA FÓRMULA DEL REINO DE LOS FINES

Kant sostiene que la tercera fórmula del imperativo categóri­-


co, la fórmula del reino de los fines, resulta de una síntesis de
las dos anteriores. Mientras que las primeras dos fórmulas se si-
guen de agregar al concepto del imperativo los conceptos de na­
turaleza y de fin objetivo respectivamente, la tercera se sigue de
to­dos estos elementos juntos. De la combinación de las prime-
ras dos fórmulas “se sigue el tercer principio práctico de la vo-
luntad, como condición suprema de la concordancia de la mis-
ma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo
ser ra­cional como una voluntad universalmente legisladora” (F  4:431
/193).1 Para entender la transición es necesario considerar las
exigencias de las dos fórmulas anteriores y ver cómo éstas dan
lugar a la ter­cera. También es necesario considerar cómo se con­
cibe la vo­­luntad en las dos primeras fórmulas para comprender
la transición a su concepción como legisladora de leyes univer-
sales para un reino de los fines.
Como hemos visto, cada fórmula del imperativo va acompaña­
da de la concepción de la voluntad que le corresponde. La pri-
mera fórmula exige que actuemos según máximas que poda-
mos querer como leyes universales de la naturaleza. De manera
correspondiente, la voluntad se concibe como un tipo de cau­­sa­
li­dad capaz de actuar según su propia representación de leyes
uni­versales. La transición a la segunda fórmula tiene lugar
por­­­que, de acuerdo con Kant, toda acción contiene un fin, de
modo que si el imperativo categórico ordena o prohíbe ciertas

1
Las cursivas son del original.
166 virtud, felicidad y religión

acciones incondicionalmente, éstas deben contener un fin obje-


tivo. Como vimos, él sostiene que tal fin debe ser puesto por la
razón sola y que no puede ser otro sino la naturaleza racional.
De esta última nos dice que es el fundamento de las leyes de la
voluntad, aunque todavía no ha explicado por qué la naturaleza
racional se distingue como fin en sí mismo. De manera corres-
pondiente, la voluntad se concibe como capaz de determinar-
se a sí misma a actuar y se coloca a sí misma como el fin objeti-
vo. De ahí se sigue, según Kant, la tercera fórmula del im­perativo
se­­gún la cual la voluntad se concibe como legis­ladora de leyes
uni­versales para un reino de los fines. Según las dos fórmulas
an­te­riores, la voluntad se determina a actuar según leyes uni­
versales y se concibe a sí misma como el fin objetivo que es el
funda­men­to de tales leyes. De ahí se sigue que tales leyes univer-
sales tienen su origen en la voluntad de todo ser racional; esto
significa que la voluntad se concibe como legisladora de leyes
universales.
En la primera sección de este capítulo veremos cómo tiene
lugar la transición a la tercera fórmula del imperativo; en la se-
gunda sección examinaré la idea de “reino de los fines”, el cual
es un mundo moral posible por la legislación de los seres racio-
nales; en la tercera sección consideraré de nuevo las caracterís-
ticas que distinguen a la humanidad como fin en sí mismo; en
la cuarta sección me detendré brevemente en una comparación
entre las tres fórmulas; por último, en la quinta sección exami-
naré la postura de Kant en el controvertido ensayo “Sobre un
presunto derecho a mentir por filantropía” desde la perspectiva
de las exigencias que plantean las ideas de autonomía y reino de
los fines.

1 . La autonomía como autolegislación


La tercera fórmula del imperativo introduce la tesis de que la
voluntad está sometida a la ley sólo en la medida en que es su
au­tora.2 Según Kant, aquí se expresa “el desprendimiento de
todo interés en el querer por deber, como la señal específica que
2
Sobre la tercera fórmula del imperativo, véanse A. Wood, Kant’s Ethical
Thought, capítulo 5, y K. Flikschuh, “Kant’s Kingdom of Ends: Metaphysical Not
Political”.
la fórmula del reino de los fines 167

distin­gue al imperativo categórico del hipotético” (F 4:431–432


/193). De acuerdo con esto, la voluntad no puede estar vincula-
da con el imperativo categórico por medio de un interés, pues,
si lo es­tuviera, el imperativo no sería categórico.
Por “interés” Kant entiende “la dependencia de una voluntad
determinable contingentemente respecto de principios de la
razón” (F 4:413n/157n). Por contraste, nos dice que la inclina-
ción “es la dependencia de la facultad de desear respecto de las
sensaciones” (F 4:413n/157n). Lo que caracteriza al interés, se-
gún esto, a diferencia de la inclinación, es que presupone prin-
cipios de la razón en una voluntad que no se conforma a ellos
de manera necesaria. Por ejemplo, debido a que nadar me pro-
duce sensaciones agradables, puedo tener una inclinación a
nadar, la cual, a su vez, es fuente de incentivos para actuar; en
cambio, si resulta que el médico me recomienda nadar para
disminuir un dolor en los músculos de la espalda, puedo tener
un interés en llevar a cabo esa actividad como un medio para
disminuir el dolor. La diferencia entre la inclinación a nadar y
el interés en ello reside en que la primera se basa en sensacio-
nes y el segundo se presenta por el imperativo hipotético. Lo que
tienen en común, sin embargo, es que ambos se definen como
maneras en que la voluntad es “dependiente” de algo. El con­
cepto de “interés” expresa la relación de una voluntad con los
objetos que se propone cuando su determinación según princi-
pios de la razón no es necesaria, sino contingente. Un ser que
careciera de razón y sólo experimentara inclinaciones, no podría
tener interés en nada, ya que un interés siempre es racional.
Pero tampoco un ser racional perfecto (una “voluntad divina”)
puede tener interés en los objetos de su voluntad, ya que su
conformidad con los principios de la razón es necesaria. El con-
cepto de “interés” presupone la posible desviación de la volun-
tad de las acciones que exigen los principios de la razón.
De acuerdo con la distinción entre imperativos hipotéticos y
categóricos, Kant señala dos formas en que puede presentarse
un interés en una voluntad finita. Distingue entre el “interés
pa­tológico” en el objeto de la acción y el “interés práctico” en la
ac­ción (F 4:413n/157n). En el primer caso, el interés de la vo-
luntad se presenta por principios de la razón subordinados a la
inclinación. Kant dice que este tipo de interés “muestra la de­
168 virtud, felicidad y religión

pendencia de la voluntad […] respecto de los principios de la


[razón] para utilidad de la inclinación” (F 4:413n/157n). En
este caso, “la razón solamente indica la regla práctica de cómo
superar las necesidades de la inclinación” (F 4:413n/157n). Lo
llama interés “patológico” porque, aunque presuponga princi-
pios de la razón, en última instancia se origina debido a la in-
fluencia de los incentivos de la inclinación. El interés práctico,
en cambio, se presenta sólo por principios de la razón indepen-
dientemente de la influencia de la inclinación. Nos dice que este
tipo de interés “muestra sólo dependencia de la voluntad res-
pecto de principios de la razón en sí misma” (F 4:413n/157n).
Kant señala que en el primer caso nos interesa el objeto de la
ac­ción, mientras que en el segundo lo que nos interesa es la ac­
ción misma. Esto significa que, cuando se trata de un interés
patológico, la acción se lleva a cabo como medio para la produc-
ción del objeto que nos interesa, por ejemplo, disminuir el do-
lor de los múscu­los de la espalda. Cuando esto sucede, de acuer-
do con Kant, se “obra por interés” o con miras a un objeto que
nos interesa. En cambio, cuando se trata de un interés práctico,
la acción se lleva a cabo por sí misma, sin miras a ningún fin
ulterior; como no hay ninguna influencia de la inclinación, el
interés en la acción sólo puede provenir de la exigencia de un
principio incondicionado de la razón. En este caso se “toma
un in­terés” en la acción misma; por ejemplo, cuando se ayuda
por deber. La distin­ción re­levante tiene lugar entre actuar mo-
vido por interés en un objeto de la inclinación y actuar toman-
do un interés en la acción por sí misma sin ningún incentivo de
la sensación.
De acuerdo con estas definiciones, cuando la voluntad se
rige por el imperativo categórico, toma un interés en ciertas
acciones, pero no obra por un interés patológico. La distinción
aquí se refiere al tipo de relación de la voluntad con sus objetos
a través de los principios de la razón. Sin embargo, en su discu-
sión de la fórmula de la autonomía, Kant plantea la cuestión
sobre la relación entre la voluntad y los principios mismos. Afir-
ma que, en el caso del imperativo categórico, tal relación no
puede estar mediada por ningún interés. La autoridad que este
imperativo tiene sobre la voluntad no puede fundarse en un in­
terés. Kant escribe:
la fórmula del reino de los fines 169

Si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda volun-
tad de un ser racional), sólo puede mandar hacer todo por la má­
xima de la propia voluntad como una voluntad tal que a la vez se
pudiese tener por objeto a sí misma como universalmente legisla-
dora, pues sólo entonces el principio práctico y el imperativo al
que ella obedece es incondicionado, porque no puede tener inte-
rés alguno como fundamento. (F 4:432/195)
Como acabamos de ver, el concepto “interés” comprende la de-
pendencia de la voluntad respecto de principios de la razón.
Así, una voluntad “interesada” es “dependiente” de algún prin-
cipio por medio del cual surge su interés. Kant observa que si la
voluntad se vinculara con el imperativo categórico por medio
de un interés “necesitaría ella misma todavía otra ley que res-
tringiese el interés de su amor propio a la condición de una va-
lidez como ley universal” (F 4:432/195). Ya sabemos que este
imperativo exige actuar según máximas que podamos querer
como leyes universales. La pregunta que se plantea es cómo se
vincula la voluntad con este imperativo, es decir, en virtud de
qué este último tiene autoridad sobre la primera. Si el vínculo
se establece por la mediación de un interés en conformar la con­
ducta al imperativo, se necesita otra ley para que tal interés se
presente. Se podría pensar, por ejemplo, que tomamos un inte-
rés en actuar según el imperativo porque Dios lo ordena o por-
que así lo establecen las leyes inscritas en el orden de las cosas.
Si ello fuera así, el imperativo no podría ser categórico o incon-
dicionado porque su autoridad sobre nosotros dependería de la
autoridad de los mandatos divinos o de las leyes inscritas en el
orden de las cosas.
Para que el imperativo sea categórico es necesario que su au-
toridad sobre la voluntad no dependa de la mediación de nin-
gún interés. De acuerdo con Kant, para que esto sea posible,
tiene que ser el caso que la voluntad sea ella misma la autora de
la ley. De este modo, su relación con el imperativo no está me-
diada por ninguna otra ley. Cualquier principio que provenga
de alguna fuente independiente de la voluntad no puede ser
categórico porque la voluntad podría quedar sometida a él sólo
en el supuesto de algún interés y, por lo tanto, de alguna otra
ley. Así, él afirma que “una voluntad que es ella misma la legis­
ladora más alta no puede en tanto que lo es depender de interés
170 virtud, felicidad y religión

alguno” (F 4:432/195). Esto supone que la voluntad tiene au­­to­


ridad sobre sí misma. Si el imperativo se originara en alguna
otra fuente, la autoridad de esta última tendría que establecerse
primero para que la voluntad pudiera estar sujeta a ella. Este
paso intermedio volvería al imperativo un mandato condiciona-
do: sería vinculante bajo la condición de que tal fuente tuviera
autoridad sobre la voluntad. Sin embargo, esto no significa que
la autoridad de la voluntad sobre sí misma se dé meramente por
supuesta y no se tenga que establecer. Por el contrario, la tarea
de la tercera sección, en gran medida, es establecerla. Si esto se
logra, el imperativo será incondicionado. En cambio, aunque lo­
gre establecerse la autoridad de alguna otra fuente legisladora
sobre nosotros, sus mandatos siempre serán condicionados por-
que estarán mediados por un interés.
La discusión de Kant sobre la relación de la voluntad con el
imperativo categórico plantea la cuestión sobre cómo concebir-
la respecto del hipotético.3 Al enfatizar que el imperativo categó­
rico es el único que no se funda en un interés, se implica que el
hipotético sí se funda de ese modo. Pero si esto es así, te­ne­mos
que concluir que la autoridad del imperativo hipotético de­pen­de
de la mediación de alguna otra ley en la cual se funda tal interés.
Dicho de otro modo, el imperativo hipotético es condicionado.
La razón de ello, al parecer, es que la auto­ridad del imperativo
hipotético sobre la voluntad depende de que ésta se proponga
algún fin. El imperativo de tomar los medios sólo se plantea bajo
la condición de que la voluntad se proponga un fin. Por ello,
Kant nunca distingue entre el carácter condicionado de los man­
datos que plantea este imperativo y el carácter condicionado de
ese principio mismo. No distingue en­tre el tipo de exigencias que
el imperativo plantea y el tipo de relación entre éste y la volun-
tad. El imperativo es condicionado precisamente porque sus exi­
gencias lo son.
Kant pensaba que su descubrimiento de que la autoridad del
imperativo moral se funda en la autolegislación de la voluntad
3
Véase la discusión en Ch. Korsgaard, “The Normativity of Instrumental
Reason”. A diferencia de Kant, ella sostiene que la autoridad de ambos impe­
rativos se funda en la autonomía de la voluntad. En Self-Constitution. Agency,
Identity and Integrity, desarrolla la postura según la cual ambos imperativos son
estándares internos o constitutivos de la voluntad.
la fórmula del reino de los fines 171

constituía una gran innovación en filosofía moral. De manera


sucinta, afirma que todos los esfuerzos anteriores por encontrar
el principio moral tenían que fallar, porque “a nadie se le ocurrió
que [el hombre] está sometido solamente a su legislación pro-
pia y sin embargo universal, y que está atado solamente a obrar
en conformidad con su propia voluntad que es, sin embargo,
según el fin natural, universalmente legisladora” (F 4:432/195).
Él denomina al principio según el cual la voluntad del ser ra­
cional es legisladora de leyes universales el principio “de la au­
to­nomía de la voluntad” y lo contrapone a los principios de la
“heteronomía”. Por “autonomía” entiende “la constitución de
la voluntad por la cual ésta es una ley para ella misma (inde­pen­
dientemente de toda constitución de los objetos del querer)”
(F 4:440/211). La heteronomía, en cambio, es la constitución
de la voluntad por la cual ésta se rige según las leyes que se fun-
dan en los objetos que se quieren. De acuerdo con esto, sólo los
morales son principios de la autonomía, mientras que todos
los imperativos hipotéticos son principios de la heteronomía de
la voluntad. Según Kant, entonces, la voluntad es autónoma
sólo cuando actúa moralmente.
En este punto, podemos regresar a la primera sección de la
Fun­damentación, donde Kant señala que el valor moral no puede
residir en el propósito.4 La razón que ofrece, como se recorda-
rá, es que el principio que guía la buena voluntad no puede pre­
su­po­ner un propósito que se busca obtener porque, si así fuera,
tal principio no podría ser incondicionado. Se trataría de un
prin­ci­pio hipotético, el cual especifica qué debemos hacer para
obtener un propósito que se quiere. Por ello, desde su pers­pec­
tiva, el principio moral que guía la buena voluntad no presupo-
ne ningún propósito, sino que es formal. Tal principio exige
que, inde­pendientemente de los objetos que procuramos en la
acción, las máximas que nos guían deben tener la forma de leyes
univer­sa­les. La voluntad es autónoma sólo cuando se guía por
esa exigen­cia. No puede haber, de acuerdo con esto, autonomía
en la acción instrumental. De allí que “autonomía” no sig­nifi­
que meramente, como a veces se supone, “guiarse por prin­ci­pios
propios”. Además de ello, la autonomía significa guiar­se por

4
Véase el capítulo I, sección 5.
172 virtud, felicidad y religión

principios cuya autoridad normativa consiste en que podemos


quererlos como leyes universales. Tales principios no se formu-
lan con miras a la obtención de algún objeto que nos interese.
Como se puede apreciar, la “autonomía” no es una mera ca-
pacidad de autodeterminación. En los estudios contemporá-
neos sobre el tema con frecuencia se entiende a la autonomía
como la capacidad de las personas para proponerse sus propios
fines y tomar sus propias decisiones, sean éstas las que sean.5
Esta manera usual de entender la autonomía en la actualidad
procede del discurso político liberal de acuerdo con el cual el
poder político debe respetar la capacidad de autodetermina-
ción de sus ciudadanos siempre y cuando su ejercicio se man-
tenga dentro de los límites de la justicia.6 De acuerdo con esto,
el Estado debe respetar la pluralidad de concepciones del bien
que los individuos afirman, trátese de concepciones religiosas,
artísticas, científicas, humanísticas o personales de cualquier tipo.
Sin embargo, no es obvio que se deba entender así la autono-
mía al interior del discurso ético. Es cierto que el discurso ético
correspondiente con el discurso político liberal actual supone
que las personas tienen capacidad de autodeterminación, pero
de allí no se sigue que la ética no pueda (o no deba) articular
ideales de conducta autónoma que especifiquen cuál debe ser
el contenido de la autodeterminación. El poder político debe
res­petar la capacidad de autodeterminación de las per­sonas,
pero de allí no se sigue que la ética no pueda especificar la ma-
nera correcta de ejercer esa capacidad.
En la teoría kantiana, la autonomía es la idea moral de una
voluntad que se da leyes universales a sí misma y, como sa­bemos,
una voluntad autónoma es aquella que se rige por el imperativo
categórico. La autonomía kantiana ofrece una concepción del
contenido que debe tener el ejercicio de la autodeterminación
desde un punto de vista ético. De acuerdo con esto, es posible
articular criterios de corrección para el ejercicio de la capa­cidad
de autodeterminación: el criterio supremo, desde lue­go, es el
imperativo categórico. Por ello, la voluntad autónoma y la vo-
5
W. Kymlicka, Contemporary Political Philosophy. An Introduction, pp. 232–236,
y M. Platts, Sobre usos y abusos de la moral. Ética, sida, sociedad, capítulo 2.
6
La excepción es John Rawls, para quien la autonomía es un ideal de conducta
de los ciudadanos. Véase El liberalismo político, conferencia II, sección 6.
la fórmula del reino de los fines 173

luntad moralmente buena son lo mismo.7 Según Kant, la única


manera correcta de ejercer la capacidad para la autodetermina-
ción es actuar según máximas que podamos querer como leyes
universales.

2 . El reino de los fines


Kant observa que el principio de la autonomía de la voluntad
conduce al concepto de “un reino de los fines”. Por “reino –afir­
ma– entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales
por leyes comunes” (F 4:434/197). Se trata de un reino de los
fines porque es el enlace sistemático de los seres racionales,
como fines en sí mismos, y de los fines que ellos se proponen con
base en esas leyes. Kant nos dice:
[S]i se abstrae de las diferencias personales de los seres raciona­-
les, e igualmente de todo con­tenido de sus fines privados, podrá
ser pensado un conjunto de todos los fines (tanto de los seres
racionales, como fines en sí, como también de los fines propios
que cada cual pueda ponerse a sí mismo) en conexión sistemática.
(F 4:434/197)
Los fines que los seres racionales se proponen a sí mismos con
base en leyes comunes, si se hace abstracción de todo contenido
privado, no son otros que los fines morales que el imperativo
exige, a saber, promover la propia perfección moral y natural,
así como la felicidad ajena.8
Ahora podemos apreciar por qué Kant afirma que la tercera
fórmula se sigue de las dos anteriores. La idea de “enlace siste-
mático” remite a la primera fórmula, de acuerdo con la cual de­
bemos actuar según máximas que podamos querer como leyes
universales de la naturaleza. Como ya vimos (capítulo III, sec-
ción 2), el concepto de naturaleza introduce la idea de que las

7
En este punto difiero de Barbara Herman (“A Cosmopolitan Kingdom of
Ends”, p. 193), quien identifica la autonomía con la voluntad racional.
8
En la primera Crítica, llama “mundo moral” al mundo “en la medida en
que sea conforme a todas las leyes morales […]. Así entendido, se lo piensa
solamente como un mundo inteligible, porque allí se hace abstracción de to­
das las condiciones (fines) de la moralidad y aun de todos los obstáculos [que
se oponen] a la moralidad en él (debilidad o corrupción de la naturaleza hu­
mana” (C 1 A808/B836).
174 virtud, felicidad y religión

leyes de la voluntad conforman un sistema en el cual los efec­


tos que producimos al determinarnos con base en ellas
(las acciones y sus consecuencias) también se encuentran enla-
zados. Como el ser racional que legisla tales leyes se concibe
como un ser racional en general, sus leyes son válidas para cual-
quier otro ser ra­cional. De allí que si en lugar de uno solo, pen-
samos en una pluralidad de seres racionales, las leyes que los
ri­­gen serán las mis­mas que cualquiera de ellos legisle. Esto es
con­gruente con la afirmación de Kant de que en el reino de
los fines se hace abstracción de todos los fines privados. Se trata
no sólo del enlace sistemático de las leyes de un solo ser racional,
sino del que tiene lugar entre una pluralidad de se­res raciona-
les que se rigen por esas mismas leyes, así como de los fines que
se proponen con base en tales leyes. La segunda fórmula del im-
perativo, la de la humanidad, está implícita en el hecho de que
los seres racionales se conciben a sí mismos y a los demás como
fines en sí mismos, es decir, como seres con valor incondicio­
nado, por lo que no pueden nunca ser tratados como meros
medios. Esto significa que se conciben no sólo como legislado­-
res de las le­yes, sino también como el valor absoluto contenido
en ellas.
La pregunta que se plantea es qué agrega la tercera fórmula
del imperativo a la combinación de las dos anteriores. Kant pre-
senta la autonomía de la voluntad como un principio que condu­
­ce al concepto de un reino de los fines. Para ser más específi­cos,
la pregunta es qué agrega este último concepto además de com-
binar las ideas de autonomía, enlace sistemático de los seres
ra­cionales por leyes comunes y la consideración de los seres ra-
cionales como fines en sí mismos.
El reino de los fines es la idea de un mundo moral posible por
la legislación y las acciones de los seres racionales si todos fue-
ran autónomos. No es un mundo que ya exista, pero que sí
puede ser real si todos se conciben a sí mismos como legislado-
res de leyes universales. Cuando Kant se refiere a este reino
como mun­dus intelligibilis (F 4:438/207) quiere decir que se tra-
ta de un mundo que nos resulta inteligible porque es racional:
es un mundo regido por las leyes de la razón. No hay nada en él
contrario a lo que la razón exige que deba ser. En este sentido,
es una idea, es decir, una construcción de la razón con base en
la fórmula del reino de los fines 175

sus propios conceptos y principios, pero de allí no se sigue que


no tenga nada que ver con el mundo real en que vivimos. Por el
contrario, como se trata de una idea, el reino de los fines cons-
tituye un arquetipo para el mundo en que vivimos: es una guía
para la acción de los seres racionales aquí y ahora.
Al decir que el reino de los fines es el “enlace sistemático” de
los seres racionales, Kant indica que es un todo de relaciones en-
tre ellos. Esa idea especifica cómo deben ser las relaciones entre
los seres racionales según las ideas de la razón y, en esa medida,
es una guía para la acción de todos los días: nos orienta especi-
ficando el sentido en el cual debemos transformar el mundo de
relaciones en el que estamos inmersos. Nos dice que debemos
tratar a los demás siempre como fines en sí mismos, lo cual es
idéntico a actuar sólo según máximas que podamos querer como
leyes universales. La única manera de aproximarnos en nuestras
prácticas a la idea de un enlace sistemático de todos los seres
racionales, según Kant, es concebirnos siempre como legislado-
res autónomos para un posible reino de los fines y actuar en
consecuencia. El mundo inteligible es un mundo moral que los
seres racionales pueden crear por la legislación que se origina
en sus voluntades. La moralidad, entonces, es un entramado de
relaciones de los seres racionales según leyes comunes. En la
Doctrina de la virtud se describe la relación del siguiente modo:
“toda relación práctico-moral con los hombres es una relación
de éstos en la representación de la razón pura, es decir, de las
acciones libres según máximas que se hacen aptas para formar
parte de una legislación universal y que, por tanto, no pueden
ser egoístas” (PMDV 6:451/320).
Kant observa que “un reino de los fines, así pues, sólo es po-
sible según la analogía con un reino de la naturaleza” (F 4:438
/207). La analogía se basa en que, en ambos casos, encontra-
mos un enlace sistemático según las leyes, ya sea de seres racio-
nales y sus acciones (reino de los fines) o de fenómenos (natura­
leza). La diferencia es que, en el primer caso, los seres racionales
actúan por su propia representación de las leyes, mientras que,
en el segundo, las leyes “constriñen exteriormente” a los obje-
tos (F 4:438/207). Es importante observar que Kant no dice que
las leyes de ambos reinos sean de distinto tipo. En los dos casos,
se trata de leyes de la causalidad eficiente, esto es, de leyes por las
176 virtud, felicidad y religión

cuales una causa se conecta de manera necesaria con ciertos efec­


tos. La diferencia reside en que en un caso, como veremos en el
siguiente capítulo (VI, sección 1), las leyes rigen una causalidad
que opera necesaria y libremente, mientras que en el segundo,
las causas operantes están a su vez determinadas por otras que les
preceden. Una causa libre (la voluntad racional) no está deter-
minada por causas precedentes.
La analogía con el reino de la naturaleza subraya que el mun-
do moral posible es un enlace sistemático de los seres racionales
según leyes universales. Kant sostiene que las le­yes de ese mun-
do moral no son inconsistentes con las leyes de la naturaleza, de
modo que ambos pueden coexistir. Esto significa que el enla­­
ce sistemático de los seres racionales es posible en el mundo
que de hecho habitamos, el cual está regido por las leyes de la
causalidad natural. De acuerdo con esto, el reino de la naturale-
za no es el único cuya realidad es posible. La ac­tividad de los
seres humanos produce un mundo de relaciones en­tre ellos que
no es menos real que el natural y con el que pue­de coexistir.
No obstante la posibilidad del reino de los fines por la activi-
dad de los seres racionales, en la Fundamentación Kant mencio-
na dos dificultades que se presentan a pesar del más completo
compromiso individual con la autonomía.9 En primer lugar, ob-
serva que “el ser racional no puede contar con que, aun cuando
él mismo siguiese puntualmente esta máxima, por eso cualquier
otro sería fiel precisamente a la misma” (F 4:438/207). No obs-
tante, agrega, la ley moral “permanece en todo su vigor, porque
manda categóricamente” (F 4:439/209). Como el principio de
la autonomía es un mandato categórico, es necesario para los
seres ra­­cio­nales concebirse a sí mismos como legisladores de le­
yes uni­ver­sales para un reino de los fines. Los seres racionales
debe­mos actuar de esa manera independientemente de lo que
hagan los de­­más. Sin embargo, el reino de los fines sólo es po­
sible si to­dos los seres racionales –la humanidad completa– ac-
túan según el imperativo categórico. En la medida en que el
rei­­no de los fines es la idea de una relación moral entre los seres
racio­nales, su realización no puede tener lugar mediante es-

9
Consideraré con más detalle estas dos dificultades en el capítulo VIII,
sección 4.
la fórmula del reino de los fines 177

fuerzos individuales. Cada quien debe actuar sin la menor ga-


rantía de que sus buenos actos contribuirán efectivamente a la
rea­lización de esa idea, ya que depende de lo que hagan los de-
más. Sabemos que de­bemos hacer la parte que nos toca a sabien-
das de que depende­mos de lo que hagan los demás, pero con
independencia de lo que hagan (C 1 A809–811/B837–838).
La realización del reino de los fines plantea un problema de
acción colectiva de muy difícil solución. Kant no presenta esa
dificultad como una objeción a esta idea moral porque, al me-
nos en principio, su realización está en nuestro poder: no de-
pende de esfuerzos individuales, pero si cada quien hiciera su
parte, el reino de los fines sería posible por esfuerzos humanos.
Como la participación personal es una condición necesaria, de-
bemos actuar de manera autónoma al margen de lo que hagan
los demás; es decir, debemos concebirnos como legisladores para
un reino de los fines aunque las personas que nos rodean actúen
inmoralmente.10 Los mandatos morales son categóricos, de modo
que no pueden estar condicionados a lo que hagan los demás.
Como veremos en este capítulo (sección 5), esta concepción ex­
plica la postura de Kant en el controvertido ensayo “Sobre un
presunto derecho a mentir por filantropía”.
La segunda dificultad para la realización del reino de los fi-
nes es todavía mayor. Kant hace una observación que no desa-
rrolla pero que no debe resultar sorprendente si recordamos
que al principio de la Fundamentación señaló que la buena vo-
luntad “parece constituir la indispensable condición aun de la
dignidad de ser feliz” (F 4:393/117). Además de que no pode-
mos contar con que los demás actuarán de manera autónoma si
nosotros lo hacemos, tampoco puede el ser racional contar “con
que el reino de la naturaleza y la ordenación con arreglo a fines
del mismo concuerden con él, como un miembro adecuado
para un reino de los fines posible por él mismo, esto es, favorez-
can su expectativa de felicidad” (F 4:438–439/207–209). Ya
sabe­mos que el imperativo categórico exige que actuemos de
manera autónoma independientemente de las consecuencias
para nuestro deseo de felicidad. También sabemos que la con-

10
En La religión dentro de los límites de la mera razón se señala que cada persona
debe actuar como si todo dependiera de ella sola (R 6:101/101).
178 virtud, felicidad y religión

ducta moral nos hace dignos de ser felices. Por ello, si en el rei­
no de los fines cada quien hace la parte que le corresponde,
cabe abrigar la expectativa de felicidad.
Sin embargo, esa expectativa plantea un problema importan-
te, ya que la felicidad depende no sólo de las acciones propias y
de las ajenas, sino también, de las leyes de la naturaleza. Sabe-
mos que la conducta moral propia no conduce necesariamen-
te a la felicidad, pues la moralidad puede exigir el sacrificio del
interés personal, como cuando cumplimos una promesa a pe-
sar de que ello signifique renunciar a algún bien. También puede
ser que los demás nos fallen y no nos apoyen en la realización
de nuestros fines, con lo cual nuestra felicidad puede verse afec-
tada. Sin embargo, este tipo de dificultades no están presentes
en el reino de los fines, ya que como todos actúan moralmente,
la felicidad propia se concibe de manera consistente con la mo-
ralidad, además de que todos contribuyen en lo posible a la fe-
licidad ajena. Por un lado, la expectativa de felicidad en el reino
de los fines es congruente con la moral; por el otro, en el reino de
los fines todos los seres racionales han adop­tado el fin moral
de promover la felicidad de los demás. No obstante, aun supo-
niendo la más perfecta conducta moral de todos, la expectativa
de felicidad no se cumpliría porque no depende sólo de las ac-
ciones humanas. Esta expectativa depen­de también de las leyes
de la naturaleza: a pesar de la más perfecta conducta moral de
la humanidad en su conjunto, la naturaleza sigue su curso cau-
sándonos los sufrimientos de los accidentes, las enfermedades y
la muerte. En cierto sentido, puede decirse que es “indiferente”
a nuestra aspiración de felicidad. Por ello, el imperativo moral
no puede prometer que la más perfecta conducta moral de to-
dos los seres racionales conducirá a la felicidad de cada uno.
La pregunta que se plantea, entonces, es ¿por qué el impera-
tivo tendría que poder prometer tal cosa?, es decir, la pregunta
es por qué Kant considera que la incongruencia entre la más
perfecta conducta moral de todos los seres racionales y el cum-
plimiento de la expectativa de felicidad de cada uno de ellos es
una dificultad para la realización del reino de los fines. La co­
nexión entre la moralidad y la felicidad que subyace a estas ob-
servaciones y que Kant no hace explícita en estos pasajes de la
Fundamentación es que resulta legítimo esperar la felicidad como
la fórmula del reino de los fines 179

una recompensa a la buena conducta moral, así como también es


adecuado esperar el sufrimiento como un castigo a la mala con-
ducta moral. El punto es explícito en la segunda Crítica, y lo
discutiré en el capítulo VIII, sección 5. El problema es que no
podemos asegurar el cumplimiento de esta conexión.
Como hemos visto, el reino de los fines se concibe en analo-
gía con la naturaleza, es decir, como un enlace sistemático de
los seres racionales según leyes comunes. Tales leyes se conci-
ben asimismo en analogía con las de la naturaleza, esto es, como
leyes con base en las cuales nos determinamos a la producción
de efectos, los cuales son nuestras acciones y sus consecuencias.
El problema, como vimos en el capítulo III, sección 2, es que las
consecuencias de nuestras acciones, en cuanto fenómenos, se
rigen también por las leyes de la naturaleza, por lo cual escapan
a nuestro control. Aunque el ser racional se proponga contri-
buir a un reino de los fines regido por leyes que emanan de su
voluntad, no puede asegurar que las consecuencias de sus accio-
nes tendrán lugar según las leyes morales. De acuerdo con Kant,
las acciones cuya descripción está contenida en las máximas co-
rrespondientes no están sujetas a las contingencias del mundo
natural, de allí que sí tengamos que rendir cuentas de ellas. Las
consecuencias, en cambio, pueden ser contrarias a la mejor de
las intenciones morales, como cuando me propongo ayudar a un
anciano a cruzar la calle, pero pasa un auto con exceso de velo-
cidad y lo atropella.
Kant parece haber pensado que esa incertidumbre generali-
zada respecto de las consecuencias de nuestras acciones no plan­
tea un problema moral: de acuerdo con él, debemos actuar de
manera autónoma independientemente de las consecuencias.
Tampoco la incertidumbre respecto de la conducta ajena tiene
por qué hacernos dudar sobre qué debemos hacer. También en
ese caso debemos actuar según el imperativo categórico inde-
pendientemente de qué hagan los demás. A diferencia de esos
dos casos, la incertidumbre respecto de la posible congruencia
entre la conducta moral y la legítima expectativa de felicidad sí
plantea un problema moral. Si pensamos, como supone Kant,
que la buena conducta moral se debe recompensar con la felici-
dad como consecuencia, al tiempo que reconocemos nuestra
incapacidad para asegurar eso, la buena conducta moral tiene
180 virtud, felicidad y religión

que realizarse a pesar de la incertidumbre respecto de qué suce-


derá con nuestra legítima expectativa de felicidad. El compro-
miso con la moralidad y el reino de los fines tendrá que ser po-
sible a pesar de que el curso del mundo evidencie una vez y otra
que no existe tal congruencia y que la felicidad no resulta de la
buena conducta moral como su legítima consecuencia en in-
contables situaciones. En este punto, sí se plantea un problema
moral, pues ante tal evidencia el compromiso con la moral y el
reino de los fines se pueden debilitar. Ante este tipo particular
de incertidumbre, se hace necesaria la fe moral, es decir, la con-
vicción de que a pesar de toda la evidencia en contra, el reino
de los fines no es imposible.11
La solución que Kant proporciona para este problema en la
Fundamentación es el nuevo elemento que la fórmula del reino
de los fines agrega a la combinación de las dos fórmulas y que
conduce a la fe moral. Esta solución consiste en la distinción en­
tre dos tipos de participantes en el reino de los fines: los miem-
bros y la cabeza de este reino (F 4:433/197). Miembro es aquel
que es legislador “pero también está sometido él mismo a esas
leyes”, mientras que cabeza es un “legislador que no está some-
tido a la voluntad de otro” (F 4:433/197). La cabeza del reino
de los fines sólo puede ser “un ser completamente independien­
te, sin necesidades ni limitación de su facultad adecuada a la
voluntad”, es decir, Dios (F 4:434/197–199). Como se trata de
un ser sin limitaciones a su voluntad, puede desempeñar la fun-
ción de hacer concordar las leyes morales con las naturales, de
modo que la conducta moral vaya acompañada de felicidad
como recompensa. Esto se sugiere en su obser­vación de que si
el reino de los fines “recibiese realidad verda­dera” y no se que-
dase en una mera idea, se pensaría en relación con el reino de
la naturaleza como “unidos bajo una sola cabeza” (F 4:439/209).
Esta posibilidad ofrece el beneficio de un fuerte incentivo para
la idea del reino de los fines: para poder concebirse a sí mismo
como miembro legislador de este reino, es necesario suponer
que éste es posible. Si resulta que es imposible, pueden sobre­
11
Flikschuh (“Kant’s Kingdom of Ends: Metaphysical Not Political”) enfa­
tiza este punto en su respuesta a Herman (“A Cosmopolitan Kingdom of
Ends”), quien insiste en la pregunta de qué agrega la tercera fórmula a las dos
ante­rio­res. Sobre la fe moral, véase el capítulo VIII, sección 4.
la fórmula del reino de los fines 181

venir el desánimo y el escepticismo. Por ello, Kant sostiene que es


necesario pensar como cabeza del reino a un legislador que
pueda asegurar la concordancia entre las leyes morales y las de
la naturaleza, es decir, que pueda asegurar el cumplimiento de la
expectativa de felicidad de todos los miembros.
El nuevo elemento, la cabeza del reino de los fines, a cargo
de armonizar las leyes morales y las naturales para asegurar el
cumplimiento de la expectativa de felicidad de los miembros
vincula la moral de la autonomía con lo que Kant considera la
fe religiosa racional.12 De acuerdo con él, las dos fórmulas ante-
riores conducen a la idea de un enlace de los seres racionales
según leyes comunes. Sin embargo, no se trata sólo de una co-
munidad de seres autónomos, sino de seres que se conciben a sí
mismos como miembros de un reino de los fines: una per­sona
autónoma se rige por las leyes que establece con base en su ra-
zón; un miembro del reino de los fines, además de ello, se con-
cibe como subordinado a la cabeza del reino. Al margen de las
objeciones que pudieran hacerse al giro religioso que ad­quie­re
la moral de la autonomía, la idea del reino de los fi­nes pone de
manifiesto que para actuar de manera autónoma es necesa­­rio
poder representarnos el objeto completo al cual contribuyen
nuestras acciones (el enlace sistemático de los seres racionales
según leyes comunes), así como tener la convicción de que tal
ob­jeto no es imposible, a esto se le denomina fe moral. Para ac­
tuar de manera autónoma frente a múltiples obstáculos en con-
tra, como las acciones inmorales de los demás y la indiferencia
de la naturaleza a nuestra intención moral y expectativa de feli-
cidad, resulta indispensable tener la convicción de que nuestras
acciones no son en vano y de que en efecto contribuyen a la
creación de una comunidad de seres racionales según leyes co-
munes. La peor amenaza para la moral, desde esta perspectiva,
no es el es­cepticismo respecto de su posible justificación, sino el
desánimo y el cinismo. Actuar autónomamente de manera con-
sistente sin perder la convicción en la posibilidad del objeto de
nuestros esfuerzos (el mundo moral al que contribuimos) resul-
ta muy difícil para seres que tienen interés en el éxito de sus
propósitos morales y en el cumplimiento de su expectativa de

12
Discuto este punto en el capítulo VIII, sección 4.
182 virtud, felicidad y religión

felicidad. De allí que la fórmula del reino de los fi­nes introduz-


ca como garantía para la fe la idea de una cabeza del reino de
los fines.13
Sin embargo, se presenta la dificultad de que la concepción
de uno mismo como miembro del reino de los fines y, por ello,
subordinado a la cabeza de éste, puede poner en peligro la pu-
reza de la motivación moral. En efecto, en el contexto de su dis­
cusión sobre la relación entre la moral y la religión en el “Canon”
de la primera Crítica, Kant sostiene que la idea de Dios es nece-
saria para la motivación moral. Aquí observa que las leyes mora-
les no podrían ser mandatos “si no llevaran consigo promesas
y amenazas”, lo cual sería imposible “si no residieran en un ente
necesario, [entendido] como el bien supremo, que es el único
que puede hacer posible tal unidad funcional” (C 1 A811–812
/B839–340). Más adelante agrega que “por consiguiente, sin un
Dios y sin un mundo que ahora no es visible para nosotros, pero
que esperamos, las magníficas ideas de la moralidad son, por
cierto, objetos de elogio y admiración, pero no motores del pro-
pósito y de la ejecución” (C 1 A813/B841). En la medida en que
Kant sostiene, en la Fundamentación, que la pureza de la motiva-
ción moral reside sólo en el respeto a la ley sin ninguna consi-
deración de las posibles consecuencias, la idea de Dios como un
motor (o incentivo) para la acción moral cancela la pureza de
esta última.
No obstante, Kant no dice en la Fundamentación que la idea
de Dios sea necesaria para la motivación moral. Más aún, en
la “Dia­­léctica” de la segunda Crítica lo niega explícitamente
(C 2 5:109–110/107; 129/125). La pregunta que se plantea es
¿qué función desempeña la idea de la cabeza del reino de los
fines en la Fundamentación? Hacerse cargo de lo que nosotros no
podemos, a saber, las consecuencias de nuestras acciones; en
particular, se encarga de hacer concordar las leyes morales con
las naturales de modo que pueda cumplirse la legítima expecta-
tiva de felicidad de cada uno. Aunque con frecuencia se piensa
que tal función cancela la pureza de la intención moral porque,

13
De manera paralela, Kant ofrece una concepción finalista de la naturaleza
como “garantía” de la posibilidad de la paz perpetua en Sobre la paz perpetua,
sección segunda, suplemento primero.
la fórmula del reino de los fines 183

entonces, supuestamente obedeceríamos los mandatos mora­-


les en aras de asegurar la felicidad futura, esto no es así, sino
todo lo contra­rio: precisamente porque la cabeza del reino de
los fines se hace cargo de que tal expectativa pueda cumplirse, los
miembros del reino de los fines pueden desentenderse de ella y
actuar moralmente sólo por respeto a la ley sin importar las con­
secuencias.14
Como podemos apreciar, el reino de los fines se concibe
como un mundo moral posible por la legislación y la acción de
los seres humanos, así como por la legislación y la intervención
divinas. Es una idea moral que conduce a la religión, como Kant
sostiene en la segunda Crítica. Por eso, es importante guardarse
de hacer lecturas políticas de esta idea.15 Algunos intérpretes
han concebido el reino de los fines en analogía con una repú-
blica democrática en la cual los ciudadanos colegislan las leyes
que los rigen. Si bien eso puede ser muy fructífero para teorías
de inspiración kantiana, no es la manera correcta de interpretar
el reino de los fines tal y como lo encontramos en la Fundamen-
tación. Como hemos visto, los seres racionales pertenecen al rei-
no de los fines en virtud de su autonomía o legislación de leyes
universales. No es el caso que los seres racionales legislen en
conjunto las leyes que los rigen. Por el contrario, cada miembro
legisla de manera autónoma las leyes morales, además de que
Kant ob­serva que el mandato de actuar de acuerdo con la idea
del reino de los fines se sostiene aunque los demás no hagan la
parte que les corresponde. No se trata, pues, de un ideal políti-
co democrático de legislación colectiva, sino de una comunidad
ética en la cual cada miembro legisla de manera autónoma las
leyes morales. Lejos de anticipar la filosofía política y del dere-
cho de Kant, el reino de los fines, como veremos en el capítulo
VIII, anticipa la idea del “bien supremo” que encontramos en la
“Dialéctica” de la segunda Crítica.

14
Retomo esta discusión en el capítulo VIII, sección 5.
15
A. Reath, “Legislating for a Realm of Ends: The Social Dimension of Au­ton­
omy”. Para una crítica hacia este tipo de postura, véase Flikschuh, “Kant’s
Kingdom of Ends: Metaphysical Not Political”.
184 virtud, felicidad y religión

3 . La dignidad de la naturaleza racional


En el capítulo anterior quedaron pendientes dos preguntas so-
bre la humanidad. La primera se refiere a las características que
la distinguen como fin en sí mismo y en virtud de las cuales el
principio de tratar a la humanidad siempre como fin y nunca
como mero medio es un principio subjetivo de la acción. La
segunda es por qué ese mismo principio es también objetivo.
En esta sección responderé sólo la primera pregunta, ya que la
respuesta a la segunda se encuentra hasta la tercera sección de
la Fundamentación.
Como vimos, según Kant, “el hombre, y en general todo ser
racional, existe como fin en sí mismo” (F 4:428/187). Más adelan­
te observa que “la naturaleza racional existe como fin en sí misma”
(F 4:429/187); además, considera a la humanidad y a la natura-
leza racional de manera indistinta. La pregunta, entonces, con-
cierne a las ca­racterísticas que distinguen la naturaleza racional.
En la discusión sobre la fórmula de la autonomía, él señala que
“la natu­ra­­le­za racional se separa de las restantes porque se pone
un fin a ella misma”, el cual “sería la materia de toda buena vo-
luntad” (F 4:437/205). El fin en cuestión sería la materia del
imperativo categórico; ya sabemos que no puede ser un fin que
haya que realizar, porque en tal caso el imperativo sería hipoté-
tico. Tie­ne que ser un fin independiente, cuya existencia no
dependa de nuestras acciones, sino que exista ya. Kant afirma
que “este fin no puede ser otra cosa que el sujeto mismo de to-
dos los fines posibles, porque es a la vez el sujeto de una po­sible
voluntad ab­­solutamente buena, pues ésta no puede ser pos­
puesta, sin con­tradicción, a ningún otro objeto” (F 4:437/205).
Al decir que el fin en sí mismo tiene que ser el sujeto de todos
los fines, Kant indica que una voluntad buena se tiene a sí mis-
ma como fin. La pregunta es por qué.
Kant retoma la distinción entre valor relativo y absoluto de
una manera diferente en este contexto. En el reino de los fines
“todo tiene un precio o una dignidad ” (F 4:434/199). “Precio” es
un tipo de valor que tienen las cosas cuando éste se puede com-
parar y, por lo tanto, éstas se pueden sustituir con un “equivalen­
te”. Por ejemplo, podemos decir que cuatro sillas valen lo que una
mesa. En cambio, la dignidad es un tipo de valor que “no ad­mite
la fórmula del reino de los fines 185

nada equivalente”, por ello, está “por encima de todo precio”


(F 4:434/199). De acuerdo con esto, la dignidad es un valor abso-
luto que no admite comparaciones. Kant lo atribuye a la morali-
dad y a la humanidad (F 4:435/201). Sostiene que “aque­llo que
constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin
en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un
precio, sino un valor interior, esto es dignidad ” (F 4:435/199–201).
Luego, agrega: “la moralidad es la condición únicamente bajo
la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque sólo
por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los
fines” (F 4:435/201). Por “moralidad” entiende la “actitud (Ge­sin­
nung) moral”, la cual consiste en determinar las acciones por el
imperativo categórico, pero también se refiere a la virtud y a la
legislación moral. Nos dice que lo que “autoriza” que la ac­titud
moral o la virtud tengan “tan altas pretensiones” es “la par­tici­
pación que proporciona al ser racional en la legislación universal,
y de este modo le hace apto para ser miembro de un posible
reino de los fines, al cual ya estaba destinado por su propia na-
turaleza, como fin en sí mismo y precisamente por eso como
le­gislador en el reino de los fines” (F 4:435/201).
De acuerdo con los pasajes citados, la característica que dis-
tingue a la humanidad y, en general, a toda naturaleza racional
como fin en sí mismo es la aptitud para legislar las leyes univer-
sales para un posible reino de los fines.16 Sólo la naturaleza ra-
cional, según Kant, tiene esta capacidad para darse a sí misma
sus propias leyes y poder ser, por ello, autónoma. Lo que “eleva”
a los seres racionales sobre el resto de la naturaleza no es su
mera racionalidad, como suele suponerse, sino la posibilidad
que tienen de dictar leyes diferentes de las de la naturaleza y de
crear, conforme a ellas, un mundo propio de relaciones entre
ellos.17 Por ello, Kant observa que la autonomía es “el funda-
16
David Sussman enfatiza este punto en “The Authority of Humanity”. De
acuerdo con esto, lo que distingue a la humanidad como fin en sí mismo, no
es la capacidad de proponerse fines en general (los cuales son fines que vamos
a producir mediante nuestras acciones), como sostiene Korsgaard (“La fórmula
de la ley universal de Kant”). Lo que la distingue como fin en sí mismo es su
capacidad para legislar leyes universales.
17
Como veremos en el capítulo VI, sección 2, esta posibilidad supone la li­
bertad del ser racional; la racionalidad por sí misma no es suficiente.
186 virtud, felicidad y religión

mento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda natu-


raleza racional” (F 4:436/203). La “sublimidad” de la naturale­-
za racional reside en que puede apartarse de “la ley natural de
sus ne­cesidades” (F 4:439/209) y de regirse por sus propias leyes.
En específico, es capaz de apartarse de sus inclinaciones naturales
si la moralidad así lo exige. De manera más general, Kant tam-
bién sostiene que, por la influencia de la razón, los instintos
naturales del animal humano se transforman y dan lugar al sur-
gimiento de deseos, inclinaciones y pasiones específicamente
humanas.
En el ensayo “Probable inicio de la historia humana”, Kant
destaca tres disposiciones naturales que se transforman por la in­
fluencia de la razón: el instinto de nutrición, el sexual y la capa-
cidad para vivir en el presente. Llega a una conjetura sobre
cómo pudo haberse desarrollado la razón tomando como texto
guía la historia del Génesis. Nos dice que podemos imaginar al
ser humano siguiendo los dictados del instinto, pero “ensegui-
da la razón comenzó a despertarse dentro de él” al hacer compa-
raciones entre los objetos (PIHH 8:111/60).18 El primer ejem-
plo que ofrece trata de los medios para alimentarse debido a la
prohibición en la historia del Génesis de comer del fruto del
árbol del bien y del mal. Si consideramos el instinto como la voz
de Dios, podemos imaginar que al comparar distintos frutos de
aspecto similar, los humanos hicieron el primer ensayo de una
elección libre y se aventuraron a probar aquel fruto que los ale-
jaba del instinto. Kant escribe:
El motivo para renegar de los impulsos naturales pudo ser una
insignificancia, pero el éxito de este primer intento, es decir, el to­
mar conciencia de su razón como una facultad que puede sobre-
pasar los límites donde se detienen todos los animales fue algo
muy importante y decisivo para el modus vivendi del hombre.
(PIHH 8:111–112/61)
Gracias al primer ensayo de una elección libre, afirma, “se le
abrieron los ojos al hombre” y “descubrió dentro de sí una capa-
cidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no

18
Ésta es una idea que Kant toma de J.-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y
los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.
la fórmula del reino de los fines 187

estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los anima-
les” (PIHH 8:112/61–62).
El segundo instinto que considera es el sexual, el cual tam-
bién se transforma gracias al influjo de la razón: mientras que
en los animales “depende únicamente de un estímulo fugaz y
por lo general periódico”, los humanos acrecientan el deseo
me­diante la imaginación y la postergación de la satisfacción
(PIHH 8:112/62). Paulatinamente, nos dice, se pasó del mero
deseo animal al amor. El tercer ejemplo concierne a la influen-
cia de la razón en la pérdida de la capacidad de gozar el mo-
mento presente. La capacidad de anticipar el futuro constitu-
ye “una fuen­te inagotable de preocupaciones y aflicciones que
sus­ci­ta el futuro incierto, cuitas de las que se hayan exentos
todos los animales”, y el temor a la muerte es la peor de todas
(PIHH 8:113/63–64). Kant presenta la influencia de la razón
en la transformación de los instintos naturales como un proble-
ma para el ser racional que va acompañado de angustia sobre
cómo ejercer su capacidad para elegir libremente:
Se encontró, por decirlo así, al borde de un abismo, pues entre los
objetos particulares de sus deseos –que hasta entonces le había
consignado el instinto– se abría ante él una nueva infinitud de
deseos cuya elección le sumía en la más absoluta perplejidad; sin
embargo, una vez que había saboreado el estado de la libertad, ya
le fue imposible regresar al de la servidumbre (bajo el dominio
del instinto). (PIHH 8:112/62)

Tras señalar estos rasgos que distinguen al ser humano del resto
de los animales y que se deben a la influencia de la razón, Kant
concluye que, por ellos, aquél se eleva “por encima de la so­
ciedad con los animales”, descubre que constituye “el fin de la
naturaleza” y adquiere la pretensión de ser un fin en sí mismo
(PIHH 8:114/64). El punto que me interesa destacar con esta
digresión es que, cuando Kant habla de la capacidad de la natu-
raleza racional de elevarse por encima de la necesidad natural,
se refiere en específico a las necesidades naturales humanas y
no a las leyes de la naturaleza en general. El ser humano no está
atado a los dictados de sus instintos, sino que los transforma y
se aleja de ellos por la influencia de su razón. En ello se distin-
gue y se “eleva”, según Kant, sobre el resto de los animales. Lo
188 virtud, felicidad y religión

que confiere dignidad al ser racional, sin embargo, no es esa


mera capacidad de alejarse del instinto, sino que, gracias a ella,
tiene la posibilidad de legislar las leyes según las cuales debe re­
lacionarse con los demás, así como con su propia naturaleza
animal y racional. En su discusión de la fórmula de la humani-
dad, Kant ya había seña­lado que, en virtud de esa capacidad que
los distingue como se­res en sí mismos, los seres racionales se
de­nominan “personas” (F 4:435/201). “Persona”, entonces, es
un concepto moral que se refiere a aquellos seres cuya capaci-
dad para la moralidad les otorga dignidad.
La pregunta que se plantea es si las personas tienen dignidad
en la medida en que se conducen como legisladoras para un
reino de los fines, es decir, en cuanto autónomas, o bien si se les
atribuye ese valor por su mera capacidad para la legislación, in-
dependientemente de cómo la ejerzan. Si es lo primero, enton-
ces sólo la buena voluntad tiene dignidad; si es lo segundo, la
tiene la humanidad en general. Kant dice explícitamente que
“la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de
la misma, es lo único que tiene dignidad” (F 4:435/201). Más
adelante observa: “la dignidad de la humanidad consiste preci­
samente en esta capacidad de ser universalmente legisladora”
(F  4:440/211). De acuerdo con estos pasajes, la respuesta es que
ambas, la buena voluntad y la humanidad, tienen dignidad. Esto
significa que debemos respetar como fin en sí mismo, como
algo con valor absoluto o dignidad, a la humanidad dondequie-
ra que la encontremos, sin importar el grado de virtud o vicio
que percibamos en ella. Aun al malvado más perverso debemos
tratarlo como un ser con dignidad debido a su capacidad para
la moralidad. La obligatoriedad de los deberes morales no cesa
ni se debilita frente a alguien así. En la sección final de este ca-
pítulo discutiré el punto con mayor detalle.
Para concluir esta sección, falta considerar la afirmación de
Kant de que la idea de la naturaleza racional como fin en sí mis­
ma es un principio subjetivo de la acción. Él sostiene que: “así
se representa el hombre necesariamente su propia existencia”
(F 4:429/187). Ya sabemos que la representación de la natura­
leza racional como fin en sí mismo se basa en la consideración
de su capacidad para la legislación de leyes universales. Sin em-
bargo, aquí se presentan al menos dos posibilidades de inter-
la fórmula del reino de los fines 189

pretación. De acuerdo con la primera, la tesis de Kant es que la


naturaleza racional necesariamente se concibe a sí misma como
legisladora. De acuerdo con la segunda interpretación, su tesis
es que la naturaleza racional se representa necesariamente su
propia existencia como algo que tiene valor absoluto. El proble-
ma con la primera interpretación es que, de acuerdo con ella,
ne­cesariamente nos concebimos como legisladores de leyes uni-
versales, lo cual es, a todas luces, inverosímil. Kant mismo consi-
deraba la autonomía moral como su gran descubrimiento. En
cambio, la segunda interpretación encuentra apoyo en el ensa-
yo “Probable inicio de la historia humana”, según el cual, como
vimos, la concepción del valor absoluto de la naturaleza racio-
nal se introduce por comparación con los animales y con el res-
to de la naturaleza. La concepción como fin en sí mismo se fun­
­da en la apreciación de que, a diferencia de los animales, los se­res
humanos tenemos la capacidad de distanciarnos de los ins­tintos
naturales y de elegir nuestra propia manera de vivir. Kant sos-
tiene que, como consecuencia de este descubrimiento, el ser
huma­no “tomó conciencia de un privilegio que concedía a su
natu­ra­leza dominio sobre los animales, a los que ya no conside-
ró como compañeros en la creación, sino como medios e ins­
tru­men­tos para la consecución de sus propósitos arbitrarios”
(PIHH 8:114/64). Esta concepción implica, “aunque oscura-
mente”, la conciencia de que “no le era lícito tratar así a hombre
alguno”, sino que se colocó “en pie de igualdad con todos los seres
ra­cionales, cual­quiera que sea su rango […] en lo tocante a la
pretensión de ser un fin en sí mismo, de ser valorado como tal por
los demás y no ser utilizado meramente como medio para otros
fines” (PIHH 8:114/64).
Esta segunda interpretación de la tesis según la cual la idea
de la naturaleza racional como fin en sí mismo es un principio
subjetivo de la acción es compatible con que esta concepción
sea “oscura”, de modo que la naturaleza racional no tenga clari-
dad de por qué se concibe a sí misma como absolutamente va-
liosa. Parte de la contribución de Kant en su discusión sobre
la fórmula de la autonomía es precisamente aclarar en virtud de
qué el ser racional se concibe a sí mismo de este modo: se con-
cibe así en virtud de su capacidad para la autonomía. Su digni-
dad re­side, precisamente, en que “no obedece a ninguna otra
190 virtud, felicidad y religión

ley que a la que da a la vez él mismo” (F 4:434/199). Esta inter-


pretación tiene la ventaja de ser acorde con el planteamiento
general de la Fundamentación, el cual consiste en partir de con-
ceptos mo­rales ordinarios con el fin de averiguar, en un primer
paso, qué se encuentra implícito en ellos y, en un segundo paso,
si pueden fundamentarse. Kant estaría partiendo del concepto
ordinario del propio valor que subjetivamente nos atribuimos
en nuestras acciones, esto es, la dignidad, para averiguar, en un
primer paso, qué está implícito en ello y, en un segundo paso, si
puede fundamentarse. Hasta el final del segundo capítulo sólo
nos ha explicado el contenido implícito en esta valoración de
uno mismo como un ser con dignidad. De acuerdo con él, la
naturaleza racional tiene dignidad por su capacidad para la le-
gislación. La pregunta sobre la objetividad del principio de tra-
tar a la humanidad siempre como fin en sí mismo recibe res-
puesta hasta la tercera sección del libro.
Podemos estar de acuerdo o no con Kant respecto de la tesis
según la cual la idea de la dignidad propia está contenida en la
manera en que nos concebimos a nosotros mismos. En particu-
lar, se podrá estar en desacuerdo con la distinción tan tajante
que establece entre las personas y el resto de los animales, así
como con la supuesta autoridad de las primeras sobre los segun-
dos para tratarlos como meros medios. Sin embargo, es impor-
tante no perder de vista tres cosas. La primera es que la preten-
sión de ser considerado en un plano de igualdad respecto de
todas las personas ha sido, ciertamente, un descubrimiento, al
cual Kant se refiere como “emancipación” (PIHH 8:114/65). Se
trata de un descubrimiento muy enraizado en la conciencia
moral contemporánea, al que no debemos tratar con desdén, ni
si­­quiera para criticarlo. En segundo lugar, este descubrimiento
im­­plica que hay algo en virtud de lo cual las personas tenemos
la pretensión de ser consideradas en un plano de igualdad. Ese
“algo” puede ser la imposibilidad de justificar la desigualdad
mo­ral natural,19 pero también puede ser la idea de la dignidad,
en­tendida como un valor intrínseco que las personas nos atri-

19
Como sostiene Thomas Hobbes en la cuarta ley de la naturaleza en Levia­
tán (capítulo XV) y como también sugiere Rousseau en las primeras páginas
del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.
la fórmula del reino de los fines 191

buimos. En tercer lugar, si nos inclinamos por la idea de un va-


lor ab­­soluto, como la dignidad, que todas las personas tenemos
y en virtud del cual se nos debe tratar en un plano de igualdad,
se plantea la pregunta por su justificación. Kant nos ofrece una
interpretación de la característica en virtud de la cual la huma-
nidad tiene dignidad, a saber, su capacidad para la legislación.
Tal vez podemos estar en desacuerdo con su propuesta, pero
di­fícilmente podemos estarlo con el propósito que la anima.

4 . La comparación entre las tres fórmulas


Kant sostiene que las tres fórmulas del imperativo categórico son
“tres maneras de representar el principio de la moralidad”, cada
una de las cuales se une con las otras dos. Nos dice que las má­
ximas tienen, por el imperativo categórico, una forma y una
ma­teria, y reciben una determinación completa (F 4:436/203).
La forma es la universalidad, es decir, que “las máximas tienen
que ser elegidas como si fuesen a valer como leyes universales
de la naturaleza” (F 4:436/203). La materia es el fin, el cual es el
ser racional como fin en sí mismo y que “tiene que servir para
toda máxima de condición restrictiva de todos los fines mera-
mente relativos y arbitrarios” (F 4:436/203). La determinación
completa consiste en que “todas las máximas de legislación pro-
pia deben concordar para un posible reino de los fines, como
un reino de la naturaleza” (F 4:436/203).
La diferencia entre las tres fórmulas es “más bien subjetiva-
mente que objetivamente práctica, a saber, acercar una idea de
la razón a la intuición (según cierta analogía), y así al sentimien-
to” (F 4:436/203). Una idea de la razón es el concepto de un
objeto que no puede darse en una experiencia posible; como
no puede darse en la intuición, cuyas formas son el tiempo y el
espacio, es imposible de representar. La dignidad, la buena vo-
luntad y el imperativo categórico son ideas. En el caso de los
mandatos, como se supone que pueden motivarnos a actuar,
tiene que ser posible que afecten la receptividad humana. De
acuerdo con la observación de Kant, las fórmulas difieren al
expresar el mandato moral de maneras más o menos accesibles
a tal receptividad. Él señala que “si se quiere proporcionar a la ley
moral acceso, tenemos que es muy útil conducir una y la misma
192 virtud, felicidad y religión

acción a través de los tres citados conceptos y acercar­la así a la


intuición, en la medida en que ello se puede hacer” (F 4:436
/203). La primera fórmula nos permite representarnos el man-
dato moral como algo que da lugar a un orden sistemá­tico de
acciones de acuerdo con ciertas leyes. La segunda señala el fin
en aras del cual actuamos cuando lo hacemos moralmente, el
cual, si bien no es un fin por producir o realizar en nuestras ac­
ciones, nos permite representar el valor absoluto que orienta la
conducta moral. La tercera fórmula nos permite representar el
mundo moral a cuya realización contribuimos cuando actua-
mos moralmente; en este mundo, como vimos, la conducta mo-
ral tendría la felicidad como consecuencia gracias a la colabora-
ción divina.
Al igual que en el resto de sus escritos morales, Kant le otorga
un lugar especial a la fórmula del imperativo como una ley uni-
versal (F 4:436–437/203). Como vimos, es la primera que pre-
senta, lo cual no se debe a una mera cuestión de exposición,
sino a que es la primera manera en que resulta posible formular
el imperativo.20 De acuerdo con Kant, si ha de ser incondiciona-
do, el imperativo tiene que ser formal. Las otras dos fórmulas
presuponen a la primera y no pueden introducirse de manera
independiente.21 Tal vez por ello observa que en el enjuiciamien­
to moral es mejor emplear la fórmula de la ley universal. No
obstante, también observa que las dos primeras formulaciones
del imperativo categórico son equivalentes, ya que la exigen­
cia de “restringir mi máxima en el uso de los medios para todo
fin a la condición de su validez universal como ley para todo su­
jeto” es lo mismo que decir que el sujeto de todos los fines “tie-
ne que ser puesto como fundamento de todas las máximas de las
acciones nunca meramente como medio, sino como suprema
condición restrictiva en el uso de todos los medios, esto es, siem-
pre a la vez como fin” (F 4:437–438/205–207). La tercera fór-
mula agrega algo que no está contenido en la combinación de
las dos anteriores, supuestamente equivalentes, a saber, una ga-

20
Véanse los capítulos I, sección 5, y III, sección 2.
21
Por ello, la propuesta de Allen Wood de otorgar primacía a la segunda
fór­mula es insostenible. Véanse Wood, Kant’s Ethical Thought, capítulo 4, y “The
Final Form of Kant’s Practical Philosophy”.
la fórmula del reino de los fines 193

rantía de que la expectativa de felicidad quedará satisfecha en


el mundo moral al que contribuimos al actuar moralmente.
Por último, Kant observa que “podemos terminar allí de don-
de al principio partimos, a saber, en el concepto de una vo­
luntad incondicionadamente buena” (F 4:437/205). El propósi-
to, como vimos, ha sido examinar este concepto para ver qué
contiene y así determinar cuál es el principio supremo de la
mo­ral. A lo largo del segundo capítulo de la Fundamentación,
Kant ha examinado el concepto de voluntad y el de bondad in-
condicionada. Nos ha dicho que una voluntad opera según su
representación de leyes, se determina objetivamente a actuar
según fines y la podemos concebir como una voluntad capaz de
legislar las leyes a las que está sujeta. La voluntad es buena cuan-
do actúa según leyes universales pues “ésta es la única condición
bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en conflicto
consigo mis­ma” (F  4:437/205), y se tiene a sí misma y a todo ser
racional como objeto, en el sentido de que el contenido o mate­
ria de sus leyes universales es la naturaleza racional considerada
como fin en sí misma. La naturaleza racional no es un objeto
que haya que realizar o producir, sino un fin independiente:
“algo contra lo cual no se tiene que obrar nunca” (F 4:437/205).
Al actuar se­gún estos principios, la voluntad es buena en cuanto
voluntad: es bue­na en cuanto facultad de actuar según leyes uni­
versales y de determinarse a actuar según fines. El imperativo
categóri­co le indica cómo llevar a cabo de buena manera las
funcio­nes que le son propias. El estándar de “bondad” no se le
impo­ne externamente a la voluntad, sino que surge de su pro-
pia natu­raleza.22

5 . “Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía”


De acuerdo con la tercera fórmula del imperativo, “todo ser ra-
cional tiene que obrar como si fuera por sus máximas siem­-
pre un miembro legislador en el reino universal de los fines”
(F 4:438/207). Como el imperativo es categórico, el mandato se
sostiene incondicionadamente, con independencia de la situa-
ción en que nos encontremos.
22
Korsgaard enfatiza este punto en “Self-Constitution in the Ethics of Plato
and Kant”.
194 virtud, felicidad y religión

Una ilustración de esa incondicionalidad se encuentra en el


breve ensayo “Sobre un presunto derecho a mentir por filantro-
pía”, en el que Kant sostiene que no se debe mentir ni aun para
intentar salvar a alguien de un asesino potencial.23 El ensayo tiene
la complicación de que discute, como el título indica, el presunto
derecho a mentir por filantropía. Un “derecho”, de acuerdo con
Kant, es una autorización para usar la coacción (PMDD 6:232/41),
de modo que la discusión no procede en términos éticos, los
cuales no pueden justificar nunca el uso recíproco de la coac-
ción. No obstante, afirma claramente que el deber de no mentir
es incondicional y que no se cancela ni aun en el caso de que un
asesino potencial nos pregunte sobre el paradero de su posible
víctima. El propósito de esta última sección es explicar por qué
la postura de Kant no es inaceptable, como suele pensarse, sino
que nos confronta con el hecho de que dependemos de los de-
más para la posibilidad del reino de los fines.
El ensayo discute una objeción de Benjamin Constant según
la cual Kant sostiene que el deber de decir la verdad es incondi-
cional. Constant objeta que tal deber haría imposible cualquier
sociedad y afirma que, como el concepto de deber es insepara-
ble del de derecho, cuando no hay derechos no hay deberes
tampoco. Constant afirma que decir la verdad es un deber pero
sólo hacia quien tiene el derecho a ella; como nadie tiene el
derecho a una verdad que dañe a otro, se sigue, según este argu­
mento, que no puede haber un deber de decirla a alguien que
busca dañar a otro (SDMF 8:425/189–190). Kant responde, pri-
mero, que no puede haber un “derecho a la verdad”, sino que,
en todo caso, tendría que tratarse de un “derecho a la veraci-
dad”, es decir, a lo que se considera subjetivamente verdadero.
Un derecho a la verdad supone que las personas pueden exigir-
la y ofrecerla, lo cual implica que depende de la voluntad de las
per­sonas que una proposición sea verdadera o falsa, lo cual es
absurdo (SDMF 8:426/190).
En un segundo paso, Kant subdivide la pregunta sobre el su-
puesto derecho a la veracidad en dos cuestiones. La primera
pregunta es si alguien, cuando no puede evadir el tener que dar

23
Véase la discusión en Korsgaard, “El derecho a mentir: Kant y el pro­ble­
ma del mal”.
la fórmula del reino de los fines 195

una respuesta, tiene la autorización (el derecho) a no ser veraz.


La segunda pregunta es si está obligado a no ser veraz, cuando
se le constriñe injustamente a responder, con el fin de prevenir
un daño a sí mismo o a otra persona (SDMF 8:426/190). Su
respuesta a la primera pregunta es que al mentir no actuamos
injustamente (unrechtlich) contra quien nos fuerza injustamente
a hacer una afirmación, de modo que no se trata de una men­
tira en sentido jurídico. Aunque Kant no lo dice de manera ex-
plícita, de ahí se sigue que sí tenemos la autorización para no
ser veraces cuando alguien nos fuerza injustamente a hacer una
afirmación. No obstante, en respuesta a la segunda pregunta,
enfatiza que la veracidad en las afirmaciones que no podemos
evitar es un deber de los seres humanos hacia todo mundo: al
mentir, aunque no cometamos una injusticia contra alguien en
particular, actuamos injustamente contra la humanidad en ge-
neral porque contribuimos a que nadie crea nuestras afirma­
ciones, con lo cual los derechos que se basan en contratos que-
dan reducidos a nada (SDMF 8:426/190).
Es importante observar que las respuestas de Kant se cir­
cunscriben al ámbito del derecho, de allí que diga que al men­-
tir con­tri­buimos a socavar su fuente misma, en específico, la de
todos los derechos que se basan en contratos. No obstante, se
puede extender su discusión a la ética, para lo que es preciso
notar que, de acuerdo con él, ser veraz es un deber hacia uno mis­
mo (PMDV 6:429–431/290–294).24 Nos dice que “la mayor viola-
ción del deber del hombre para consigo mismo, considerado
únicamente como ser moral (la humanidad en su persona), es lo
contrario de la veracidad: la mentira” (PMDV 6:429/290–291),
lo cual es independiente de si la mentira daña a otros o a uno
mis­mo. La mentira, señala, “es rechazo y –por así decirlo– des-
trucción de la propia dignidad del hombre” y hace que el hom-
bre tenga menos valor que si fuera una cosa (PMDV 6:429/291).
La razón de su estricta condena a la mentira es que mentir es
“opuesto a la finalidad natural de su facultad de comunicar sus
pensamientos y, por tanto, es una renuncia a su personalidad”
(PMDV 6:429/292). En este punto es preciso recordar la prime-

24
Para una variación neokantiana contemporánea sobre este tema, véase la
discusión en Korsgaard, “Dos argumentos en contra de la mentira”.
196 virtud, felicidad y religión

ra fórmula del imperativo, de acuerdo con la cual debemos ac-


tuar según máximas que podamos querer como leyes univer­
sales de la naturaleza. Según las razones de Kant en contra de la
acción de mentir, una máxima de mentir para un fin cualquiera
no puede ni siquiera pensarse como ley universal porque con­
tra­­diría el fin natural de la facultad de comunicar los propios
pen­samientos, el cual es, al parecer, precisamente comunicar
los propios pensamientos. Como, según este argumento, la má­
xima no puede pensarse como ley universal de la naturaleza, es
un deber perfecto no actuar de acuerdo con ella. En el enten­di­
do de que no se trata de un deber hacia los demás, ellos no pue-
den exigir veracidad. En el caso de los deberes hacia uno mis­
mo, su cumplimiento nos lo debemos sólo a nosotros mismos,
de modo que otras personas podrán criticarnos si nos aleja-
mos del deber pero no pueden exigir su cumplimiento.
Consideremos ahora el ejemplo de Constant desde un punto
de vista ético. Se supone que alguien toca a la puerta pidiendo
ayuda para esconderse de una persona que lo busca para ase­
sinarlo. El dueño de la casa lo deja pasar, pero entonces llega el
asesino potencial y pregunta por el paradero de su posible vícti-
ma. Desde una perspectiva ética, la pregunta no es si el dueño
de la casa tiene el derecho a mentir, sino si tiene el deber de ha-
cerlo para proteger a la víctima. Podría pensarse que, como ayu-
dar a los demás es un deber ético, puede tener prioridad sobre
el deber de no mentir debido a lo dramático del caso. Sin em-
bargo, en el contexto de la teoría ética de Kant esta posibilidad
está clausurada porque, como acabamos de ver, la acción de men­
tir es “la mayor violación del deber del hombre para consigo
mismo”. Se trata de un deber perfecto, mientras que el deber
de ayudar a otros es imperfecto y, según Kant, los deberes del
primer tipo tienen prioridad sobre los del segundo.25 La razón
de ello es que al faltar a un deber perfecto se trata a la humani-
dad como mero medio, mientras que al faltar a uno imperfecto
no se la trata como medio sino que no se la trata plenamente
como fin en sí mismo. Es importante observar que, al mentir,
el dueño de la casa trataría su propia humanidad –y no sólo la
del asesino potencial– como mero medio. Además, como vimos,

25
Véase el capítulo III, sección 5.
la fórmula del reino de los fines 197

al tratarse de un deber imperfecto, el agente puede determinar


en qué ocasiones es apropiado ayudar; a la luz de la prioridad
de un deber perfecto, puede adecuadamente llegar a la conclu-
sión de que no sería apropiado ayudar en esa ocasión.
Recordemos ahora que, de acuerdo con la tercera fórmula
del imperativo, siempre debemos actuar como si por nuestras
máximas fuéramos miembros legisladores de un reino de los
fines. Como se trata de un deber incondicionado, lo dramático
del caso no puede servir de razón para justificar una excepción,
ni mucho menos para afirmar que se plantea el deber contra-
rio, es decir, mentir. Sin embargo, si nos ponemos en el lugar de
la víctima esperaremos que el dueño de la casa mienta para sal-
varnos por más que de ese modo trate como mero medio a la
hu­manidad en su persona y en la del asesino potencial. Si el
dueño de la casa es una persona genuinamente preocupada por
proteger la vida de quien le pidió auxilio, seguramente mentirá,
pero no debemos perder de vista que, al hacerlo, actuaría inmo-
ralmente. Mentir es inmoral y ello no cambia en ninguna condi-
ción. Sin embargo, ello no significa que no existan condiciones
en las cuales podamos vernos empujados a actuar inmoralmen-
te para evitar contribuir a los fines malvados de otras personas.
El ejemplo y la discusión de Kant ponen de manifiesto lo difícil
que resulta actuar moralmente cuando los demás no lo hacen.26
Además de que las acciones inmorales son en sí mismas malas,
tienen el agravante de generar condiciones en las cuales la mo-
ral se torna difícil de manera colectiva. Éste es el punto que, sin
proponérselo, evidencia el ejemplo de Constant y que todos aque­
llos que han vivido bajo regímenes políticos malvados han pa-
decido de manera extrema. Sería un despropósito afirmar que,
en circunstancias semejantes, los deberes morales se suspenden
o su contenido cambia.27 Los deberes morales siguen sien­­do los
mis­mos, pero las condiciones para cumplirlos son terriblemen-
te adversas. De allí la experiencia de desgarramiento interno de
quienes se encuentran en tales situaciones y se ven empujados a
26
Korsgaard enfatiza este punto en “El derecho a mentir: Kant y el problema
del mal”.
27
David Hume sostiene una postura semejante en Investigación sobre los prin­
cipios de la moral, capítulo III: “De la justicia”.
198 virtud, felicidad y religión

matar en defensa propia o de otros, o bien a evitar ayudar a las


personas para salvar su vida o la de alguien más, o bien a hacer
la guerra para subvertir instituciones perversas.
La idea moral del reino de los fines pone de manifiesto que
la vida moral no es algo que se pueda lograr de manera aislada.
Como vimos, se trata de un mundo de relaciones entre los seres
racionales de acuerdo con leyes comunes, de modo que en su
realización dependemos de lo que hagan los demás. La moral
es, por lo tanto, una empresa cooperativa, por más que la idea
de autonomía sugiera la de independencia individual.28 La au-
tonomía no consiste en la autolegislación individual al margen
de los demás, sino en la legislación para un reino de los fines.
Para actuar según las leyes de la autonomía de la voluntad, nece­
sitamos la cooperación de quienes nos rodean, pues no podemos
relacionarnos moralmente con seres que se rehúsan a ello. Sin
embargo, de allí no se sigue que estemos autorizados a esperar
a que los demás cooperen para hacerlo nosotros mismos. Como
en cualquier empresa cooperativa, la colaboración de cada par-
ticipante es indispensable y cada quien debe hacer la parte que
le corresponde. Así como la buena voluntad de algunos contri­
bu­ye a crear condiciones para las buenas acciones de los demás,
la mala voluntad de otros genera el efecto opuesto. De allí que la
tercera fórmula del imperativo exija que actuemos siempre como
miembros legisladores para un reino de los fines. Si dejamos de
hacerlo, fallamos moralmente, por más que la falla se deba al
propósito de evitar colaborar con los fines malvados de otros.
Además del aspecto “cooperativo” que caracteriza a la empre-
sa moral, la discusión de Kant subraya también un elemento cru­
cial profundamente individual. Él observa que, desde un punto
de vista jurídico, una mentira bienintencionada puede convertir­
se por accidente en algo punible: “el que miente, por bondadosa
que pueda ser su intención en ello, ha de responder y pagar
incluso ante un tribunal civil por las consecuencias de esto, por
imprevistas que puedan ser”, pero “si te has atenido estrictamen­
te a la verdad, la justicia pública no puede hacerte nada, sea cual
fuera la imprevista consecuencia de ello” (SDMF 8:427/191).

28
Se puede leer Del contrato social de Rousseau desde esta perspectiva.
la fórmula del reino de los fines 199

Kant invita al lector a suponer varios escenarios posibles. En el


primero de ellos el dueño de la casa en el ejemplo responde
ho­nestamente mientras que la víctima se escapa sin que lo des-
cubran, de modo que el asesino potencial no logra encontrarla.
En el segundo, el dueño responde con una mentira y el asesino
potencial encuentra a la víctima y la mata mientras que ésta tra­
ta de escapar de la casa. En el tercero, el dueño de la casa dice
la verdad, pero poco después los vecinos llegan y atrapan al ase-
sino potencial mientras registra la casa. El punto que le interesa
destacar es que si el dueño responde honestamente, no tendrá
que responder por las consecuencias, sean las que sean, pero si
responde con mentiras, tendrá que hacerlo por más imprevisi-
bles que resulten las consecuencias.
De nuevo, se puede considerar este aspecto desde el punto
de vista ético, desde el cual el agente es responsable ante sí mis­
mo y, como veremos en el capítulo VIII, sección 2, también lo es
ante la “cabeza” del reino de los fines. Como el deber de no men-
tir es in­condicional, las consecuencias de este tipo de acción no
pue­den ser imputables al agente, mientras que sí lo son cuando
se des­vía del mandato moral. De acuerdo con esto, la decisión
de mentir para intentar salvar la vida de la víctima potencial
implica no sólo tratar a la humanidad como mero medio en la
propia persona y en la del asesino potencial, sino también asu-
mir la responsabilidad por las consecuencias que se sigan de la
falta moral, independientemente de qué tan imprevisibles sean.
Si la víctima consigue escapar, el dueño de la casa habrá tenido
suerte de que su falta no haya ocasionado consecuencias indesea­
­bles, pero si el asesino potencial atrapa a la víctima, esta con­
secuencia sí es imputable al dueño de la casa. Lo que está en
juego aquí no es sólo la dificultad de relacionarnos moralmente
con personas que procuran fines malvados, sino la de mantener
la propia integridad moral en tales circunstancias. Si el dueño
de la casa decide mentir para proteger a la víctima, asume el
riesgo de que el curso del mundo le sea desfavorable y tenga que
asumir la responsabilidad por secuencias de sucesos que esca-
pan a su control. En cambio, si se apega al deber moral, no se lo
po­drá responsabilizar, independientemente de cuál sea el curso
del mun­­do, con lo cual asegura su propia salvación moral. En
un mun­do tan imprevisible que escapa a nuestro control, Kant
200 virtud, felicidad y religión

presenta el imperativo categórico como guía infalible para de-


terminar qué debemos hacer para mantener nuestra propia in-
tegridad moral.
La idea de que el dueño de la casa puede verse motivado a
responder honestamente por respeto a la ley –y asegurar así su
propia salvación moral dejando de lado la suerte que pueda
correr la víctima que le ha pedido auxilio– puede ser verosímil
si suponemos que el juez que ha de evaluar las responsabilida-
des del caso es más poderoso que la propia conciencia. No sería
irrazonable que la víctima le pidiera al dueño de la casa que
mintiera para salvarle la vida y que corriera el riesgo moral de
asumir las consecuencias de una mentira bienintencionada si el
único juez fuera la propia conciencia. Puede resultar tentador
suponer que las buenas consecuencias, de tener lugar, mi­tiga­
rán la gravedad de la falta. Pero si el juez es una corte civil, el
caso es diferente porque el riesgo comprende además cometer
un delito y recibir un castigo. Desde el punto de vista ético, el
caso también es diferente si resulta que el juez no es sólo la pro-
pia conciencia, sino también la cabeza del reino de los fines,
quien habrá de distribuir la felicidad en proporción a la virtud.
Si el dueño de la casa tiene que asumir la responsabilidad por
su deshonestidad y las consecuencias que se sigan de ella, no
sólo frente a sí mismo, sino también frente a un juez su­premo
omnipotente, el riesgo se vuelve muy elevado.
Ahora podemos empezar a vislumbrar por qué sostiene Kant
que el compromiso con la moral necesita apoyarse en la fe reli-
giosa: la idea de una moral categórica que se debe observar sin
excepciones independientemente de las consecuencias no pue-
de descansar sólo en la idea de la autonomía o autolegislación.
Si nosotros hacemos las leyes, ¿por qué no podríamos también
nosotros determinar en qué casos apartarnos de nuestros pro-
pios mandatos con el fin de evitar consecuencias inaceptables y
enfrentar cualquier otra consecuencia que pudiera seguirse?
¿Qué motivación puede llevar al dueño de la casa a observar es­
trictamente un mandato categórico y dejar a su suerte a la vícti-
ma potencial que le pide ayuda? Evitar el posible castigo de una
corte civil puede ser, ciertamente, una motivación verosímil,
aunque también podemos imaginar que el dueño de la casa po-
dría decidir enfrentar tal riesgo con el fin de salvar la vida de la
la fórmula del reino de los fines 201

víctima potencial. La motivación para colocar la obediencia a


la ley por encima de la posible pérdida de una vida ajena, al
margen de consideraciones jurídicas, no puede ser el mero res-
peto por la ley en una ética de la autonomía. Como mencioné,
resulta verosímil que una persona autónoma decida hacer una
excepción a su propia ley en un caso extremo y enfrentar las
consecuencias de su acción inmoral.
Sin embargo, si resulta que el reino de los fines tiene una
cabeza que juzga las transgresiones morales con el fin de asegu-
rar la distribución de la felicidad en proporción a la virtud (como
veremos en el capítulo VIII, sección 4), ya no se trata sólo de ac­
tuar autónomamente, sino de actuar como miembro del reino
de los fines concebido así. Una persona autónoma se rige por
las leyes que establece con base en su razón; un miembro del
reino de los fines, además, tiene el compromiso de mantener su
integridad moral a los ojos de la cabeza del reino. Desde esta
perspectiva, cobra sentido la motivación de obedecer estricta­
men­te los mandatos morales que emanan de la propia razón
in­­­­de­pendientemente de las consecuencias que se produzcan.
Como la posi­ble realidad del reino de los fines no está sólo en
nuestras manos, sino también en la cabeza del reino, tiene sen-
tido apegarse estrictamente a los mandatos del deber por respe-
to a la ley moral y dejar las consecuencias en manos del ser su-
premo, quien es el único capaz de hacer concordar las leyes
morales con las naturales para asegurar el cumplimento de la le­
gítima expec­tativa de felicidad de los miembros. Como explica-
ré en el capítulo VIII, sección 5, la posibilidad de la motivación
para guiar la vida propia por mandatos categóricos, indepen-
dientemente de las consecuencias, cobra sentido en el supues-
to de un ser supremo.
Para finalizar, haré una breve observación sobre la in­clinación
a criticar el “rigorismo” kantiano y a suponer que, en un caso
como el del ejemplo de Constant, se justifica una ex­cepción al
deber, o bien, todavía peor, que una acción inmoral como men­tir
se transforma en un deber. Quiero hacer notar que esta inclina-
ción conduce al abandono de la ética kantiana y nos lleva a un
territorio completamente diferente. Si decimos que el contex­-
to puede justificar una excepción al deber, se sigue que los de-
beres morales no son categóricos sino que dependen de las ca­
202 virtud, felicidad y religión

racte­rísticas de cada caso. Tal vez quiera decirse que, en cier­tas


circunstancias, los deberes morales se “suspenden” o algo así.29
Desde la perspectiva de Kant, esto significa que los de­beres mo-
rales no existen ya que, de acuerdo con él, llamamos “morales”
sólo a los deberes categóricos o incondicionados. Si esto es así,
o bien la moral no existe, o bien los deberes “morales” resultan
hipotéticos, es decir, valen sólo en ciertas condiciones. Si, toda-
vía peor, se sostiene que el dueño de la casa en el ejem­plo tiene
el deber de mentir, se sigue que los deberes no se es­tablecen por
principios sino que se determinan contextualmente. En ese
caso, el deber se identifica con lo que resulta con­veniente hacer
o dejar de hacer en cada caso y de acuerdo con ciertos fines. En
el ejemplo en cuestión, el fin sería proteger a la víctima, para lo
cual se debe mentir al asesino potencial. Este tipo de razona-
miento es propio de las éticas utilitaristas, según las cuales lo que
debemos hacer es promover cierto fin, digamos, la felicidad, el
placer o la satisfacción, y el deber en cada caso se de­ter­mina se-
gún lo que mejor promueva ese fin. Si razonamos de este modo,
nos colocamos de lleno en el territorio de las éticas consecuen-
cialistas o utilitaristas, con la consabida consecuencia de que la
dignidad humana deja de ser un objeto de respeto incondicio-
nado para volverse parte del cálculo de consecuencias. Si pensa-
mos que la dignidad y la autonomía son conceptos morales no
negociables, se sigue, por los razonamientos que Kant nos con-
duce, que la excepción al deber moral constituye siempre una
falta. Apreciar las dificultades que conlleva el compromiso con la
moral categórica es mucho más interesante y fructífero que tra-
tar de volverlo algo fácil y llevadero justificando excepciones y
ajustando el contenido de los supuestos deberes morales según
convenga en cada caso.

29
Ésta es la postura de Hume en Investigación sobre los principios de la moral,
capítulo III: “De la justicia”.
VI

LA FUNDAMENTACIÓN DE LA MORAL

Hasta este punto, la estrategia de las dos primeras seccio­nes de


la Fundamentación ha sido condicional: analizar el contenido del
principio supremo de la moral en el supuesto de que exista.
El propósito de la tercera sección es establecer su existencia, es
decir, fundamentarlo. La tarea es mostrar que debemos actuar
según máximas que podamos querer como leyes universales,
que la humanidad es un fin en sí mismo y que debemos conce­
birnos como legisladores de leyes universales para un reino de
los fines. Kant titula esta tercera sección “Tránsito de la metafí­
sica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura”, lo
cual indica que la justificación del principio moral requiere una
crítica de la razón pura práctica, es decir, un examen de los alcan­
ces y límites de esta facultad. El objetivo es establecer que el prin­
cipio supremo de la moral tiene su origen en la razón pura prác­
tica y que ésta es capaz de motivar la acción.
Una de las complicaciones más notorias de la justificación del
imperativo categórico es que Kant presenta en dos obras –en la
Fundamentación y en la segunda Crítica– dos argumentos distin­
tos que parecen incompatibles entre sí. El objetivo en la Funda-
mentación es ofrecer una “deducción” de la ley moral. Una deduc­
ción es un argumento que establece la legitimidad del uso de
un concepto que tiene origen a priori en la razón o en el enten­
dimiento puro.1 En el caso de los conceptos puros del entendi­
miento, su deducción muestra que son legítimos porque efec­

1
D. Henrich, “Kant’s Notion of a Deduction and the Methodological Back­
ground of the First Critique”.
204 virtud, felicidad y religión

tivamente se aplican a objetos de una experiencia posible. En el


caso del imperativo categórico, en cambio, la deducción tiene
que mostrar que el principio es legítimo porque es capaz de
determinar la voluntad a la acción, esto es, motivarla. En la se­
gunda Crítica, sin embargo, Kant sostiene que la mencionada
deducción de la ley moral es imposible y que la crí­tica de la ra­
zón pura práctica no es necesaria. Como veremos, la deducción
en la Fundamentación tiene lugar mediante el concepto de liber­
tad. Sin embargo, en la segunda Crítica sostiene que la única
base que tenemos para atribuirnos libertad desde un punto de
vista práctico es la ley moral misma. Según esto, te­nemos dere­
cho a concebirnos como libres sólo en la medida en que la ley
moral tiene autoridad sobre nosotros, de modo que la libertad
no puede establecerse con independencia de la ley moral y, por
lo tanto, la deducción de ésta a través del concepto de libertad es
imposible. Respecto de la crítica de la razón pura prác­tica, en la
segunda Crítica sostiene que no es necesaria ya que “si la razón
pura es realmente práctica, demostrará su propia realidad y la de
sus conceptos mediante hechos y en vano será toda disputa en
contra de la posibilidad de que sea tal” (C 2 5:3/2). A diferencia
del caso de la razón teórica, lo que se necesita someter a crítica
es el uso empíricamente condicionado de la razón práctica, con
el fin de limitar las pretensiones del amor propio de servir como
principio incondicionado.2
Es importante tener presente qué se propone establecer el
argumento a favor de la realidad del imperativo categórico.
El objetivo es mostrar que el imperativo es capaz de determinar
la voluntad a la acción, es decir, que puede motivarla a actuar.
Esto no significa que si puede motivarla, la voluntad necesaria­
mente actuará moralmente. Como sabemos, la ley moral es un
imperativo porque la conformidad de la voluntad a él es contin­
gente; aunque pueda verse motivada a actuar moralmente, no
se sigue que hará necesariamente lo que el imperativo exige.
Como el imperativo ordena de manera incondicionada, es decir,
independientemente de cualquier otra cosa que se quiera, la
posibilidad de la motivación moral tiene que mostrarse comple­
tamente a priori. Por la misma razón, el argumento no puede
apoyarse en ejemplos de la experiencia; para mostrar la posibi­
2
Véase el capítulo I, sección 5 de este volumen.
la fundamentación de la moral 205

lidad de la motivación moral no sería adecuado señalar casos en


los que alguien se ha visto motivado a actuar moralmen­te. Kant
insiste en que nunca podemos estar seguros de que nin­gún in­
centivo sensible ha estado presente en una acción que parece
ser moralmente buena (F 4:407/143–144).
En las primeras cuatro secciones a continuación veremos el
argumento que Kant ofrece en la Fundamentación: en la prime­ra
veremos el primer paso del argumento en el cual Kant mues­-
­tra que libertad y autonomía se implican mutuamente; en la se­
gunda me ocupo de su intento de mostrar la realidad de la liber­
tad desde un punto de vista práctico; en la tercera examino el
pro­blema del círculo que Kant detecta en su argumentación; en
la cuarta considero la solución a este problema. En las secciones
cin­co y seis considero el argumento de la segunda Crítica a favor
del imperativo categórico. En la séptima y última sección pre­
sento y discuto su postura respecto de la posibilidad del incenti­
vo moral, el cual, sostiene, es el sentimiento de respeto por la ley
moral.

1 . Libertad y autonomía


Como hemos visto, el análisis del contenido del imperativo en
la segunda sección va de la mano con una explicación de cómo
se concibe la voluntad en relación con cada una de las formula­
ciones de este principio. Si el imperativo es posible, la voluntad
se concibe como la facultad de obrar por la representación de
leyes, de determinarse a actuar por fines y de ser capaz para la au­
tonomía. Por ello, el argumento a favor de la realidad del impe­
rativo tiene que mostrar que tenemos razones suficientes para
concebir la voluntad de esa manera. Así se habrá mostrado que
el imperativo es real, esto es, que tiene autoridad sobre la volun­
tad porque ella se lo da a sí misma. Así como la tercera fórmu­la
constituye una síntesis de las dos anteriores, la concepción de
la voluntad como capaz para la autonomía comprende las otras
dos maneras de concebirla: una voluntad autónoma obra por la
representación de leyes que se da a sí misma y en las que trata a
la humanidad como fin en sí mismo. En consecuencia, Kant tie­
ne que mostrar que la voluntad es capaz de darse leyes a sí mis­
ma para establecer la autoridad del imperativo en sus tres for­
mulaciones.
206 virtud, felicidad y religión

Kant presenta en dos pasos el argumento que explica la posi­


bilidad de la autonomía de la voluntad: primero, muestra que
una voluntad libre es autónoma, de modo que la autonomía y la
libertad de la voluntad resultan conceptos idénticos. En el se­
gundo paso, se propone mostrar que tenemos razones suficien­
tes para atribuir libertad a la voluntad.3 La conclusión del ar­
gumento es que si tenemos razones suficientes para atribuir
libertad a la voluntad, se sigue que ésta es autónoma. Los razo­
namientos al principio de la tercera sección son explicativos y
pueden leerse como una continuación de la discusión sobre la
autonomía que encontramos en la segunda. Consideremos el pri­
mer paso de la explicación, el cual inicia con el concepto de
voluntad:
La voluntad es un tipo de causalidad de los seres vivos en tanto que
son racionales, y la libertad sería la propiedad de esta causalidad de
poder ser eficiente independientemente de causas ajenas que la
determinen, del mismo modo que la necesidad natural es la propie­
dad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determi­
nados a la actividad por el influjo de causas ajenas. (F 4:446/223)
Kant observa que esta explicación de la libertad es “negativa”
porque se limita a especificar aquello respecto de lo cual la vo­
luntad es independiente. Una explicación “positiva”, en cam­
bio, especifica cómo se determina una voluntad independiente
en este sentido.
Una voluntad libre en sentido negativo es aquella que puede
ser causa eficiente de acciones sin que la determinen “causas aje­
nas”.4 Una “causa ajena” es cualquier elemento no oriundo de
la voluntad misma que podría determinarla a la acción si no
fuera libre. Como la voluntad es razón práctica, la cual es la fa­
cultad de los principios a priori y de las ideas, éstos son los únicos
elementos que tienen su origen en ella. Los otros elementos que
pueden figurar en la determinación de la acción son “ajenos”, a
3
Una discusión muy útil sobre el concepto de libertad se encuentra en H.
Allison, Kant’s Theory of Freedom, parte I. Sobre la justificación del imperativo
categórico en la Fundamentación, véanse O. O’Neill, “Reason and Autonomy in
Grundlegung III”, y Th. Hill, “Kant’s Argument for the Rationality of Moral
Conduct”.
4
Una interpretación muy influyente sobre este primer sentido de libertad
se encuentra en Ch. Korsgaard, “La moralidad como libertad”.
la fundamentación de la moral 207

saber, los instintos, las inclinaciones y los incentivos que se fun­


dan en ellas, así como los deseos, las pasiones y los sentimientos
en general. En una voluntad libre, estos elementos no operan
causalmente ya que, por definición, si la voluntad es libre puede
ser eficiente sin que estos elementos sean causas que la determi­
nen. Una voluntad no libre sería aquella a la que los instintos y
las inclinaciones, por ejemplo, la determinan a la acción. En este
caso, los instintos y las inclinaciones serían causas de las accio­
nes, y la voluntad sería un eslabón causal entre ambos. Kant sos­
tiene que la acción de los animales no humanos no es libre, sino
que está determinada de este modo (MC 6:213–214/17–18).
Kant observa que, aunque esta explicación negativa de la li­
bertad es “infructuosa para comprender su esencia”, de ella “flu­
ye un concepto positivo de la misma, que es tanto más rico en
contenido y fructífero” (F 4:446/223). Este concepto positivo
presupone al negativo y, como ya mencioné, especifica la mane­
ra en que la voluntad se determina.5 Con el fin de ofrecer tal es­
pecificación, él explica el concepto de voluntad. Ya ha dicho que
la voluntad “es un tipo de causalidad de los seres vivos en tanto
que son racionales”. La voluntad es una causa eficiente de las
acciones y sus consecuencias en el mundo. Él explica que “el
con­­cepto de una causalidad lleva consigo el de leyes según las
cuales por algo que llamamos causa tiene que ser puesta otra
cosa, a saber, la consecuencia” (F 4:446/223). De acuerdo con
esta explicación, el concepto de causalidad conlleva el de necesi-
dad de la conexión entre lo que llamamos causa y lo que llama­
mos consecuencia; a su vez, la necesidad de que algo suceda o
que deba suceder se establece por una ley.6 Dos sucesos pueden
ser sucesivos en el tiempo y contiguos en el espacio sin que por
ello estén conectados causalmente. Por ejemplo, si cada vez que
salgo de casa por la mañana mi vecino saca a pasear a su perro,
los dos eventos son sucesivos en el tiempo y contiguos en el espa­
cio, pero de allí no se sigue que el primero sea causa del se­
gundo. Para que los dos eventos estén conectados causalmente
5
Sobre el concepto positivo de libertad, véase Allison, Kant’s Theory of Free-
dom, capítulo 5; en el capítulo 6 desarrolla su conocida “tesis de la reciprocidad”
entre la libertad y la autonomía.
6
Véase D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro I, parte III, sección 16:
“De la idea de conexión necesaria”.
208 virtud, felicidad y religión

tiene que ser el caso que la conexión entre ellos sea necesaria, lo
cual, de acuerdo con Kant, implica que existe una ley que así
lo establece. Como la voluntad es un tipo de causalidad, está
necesariamente conectada con los efectos que produce, a saber,
sus acciones; esa conexión, a su vez, tiene lugar con base en al­
guna ley. La pregunta que se plantea es cuál puede ser aquella
ley que se origina en una voluntad libre y que establece una
conexión necesaria entre ésta y sus acciones.
Kant presenta la respuesta en forma de pregunta: “¿Qué po­
dría ser entonces la libertad de la voluntad sino autonomía, esto
es, la propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma?”
(F 4:447/223). Como la voluntad es libre de modo negativo, cual­
quiera que sea su determinación positiva tiene que originarse en
ella misma. Según esto, la voluntad tiene que darse la ley a sí
mis­ma. Como la propiedad de la voluntad de ser una ley para
sí misma es lo mismo que la autonomía, resulta que una volun­
tad libre de modo positivo es idéntica a una voluntad que se rige
según la ley moral, puesto que esta última exige a la voluntad
darse leyes a sí misma. Por ello afirma que “si se presupone la li­
bertad de la voluntad, la moralidad, junto con su principio, se
si­­gue de la libertad por mero análisis de su concepto” (F 4:447
/225). De acuerdo con esto, el concepto positivo de libertad no
es otro que el imperativo categórico.7
Aunque se esperaría que la ley de la voluntad fuera un princi­
pio con un contenido particular, el razonamiento de Kant in­
dica que la ley más fundamental de la voluntad libre es formal.
Como vimos en el capítulo I, sección 6, la primera formulación
del principio moral tiene que ser formal, pues de otro modo no
podría ser incondicionado. En la “Analítica” de la segunda Crí-
tica Kant argumenta que o bien el fundamento de determinación
de la voluntad es un incentivo a posteriori, o bien es un prin­ci­pio
a priori. Si suponemos que el fundamento es un incentivo a pos-
teriori, entonces la voluntad se determina por el objeto de la ac­
ción, el cual estaría determinado empíricamente. En cambio, si
suponemos que el fundamento es un principio a priori, enton­
ces la voluntad se determina por un principio formal porque no
hay ningún objeto como fundamento de determinación; por

7
Véase la explicación de Korsgaard, “La moralidad como libertad”.
la fundamentación de la moral 209

ello, al menos en su primera formulación, el principio a priori es


formal.8 Como aquí se supone que la voluntad es independien­
te de causas ajenas que la determinen, se sigue que no puede
determinarse con base en algún objeto. La ley con base en la
cual se determina es el principio formal de darse leyes a sí mis­
ma. Esta ley, sin embargo, no es otra que el principio de la auto­
nomía de la voluntad, el cual es la tercera fórmula del imperati­
vo categórico y que comprende a las otras dos. Por lo tanto, Kant
concluye que una voluntad libre es una voluntad autónoma,
es de­cir, legisladora de leyes universales, lo cual es lo mismo que
decir que se rige por el imperativo categórico.

2 . Actuar bajo la idea de la libertad


El segundo paso en la explicación de la posibilidad de la auto­
nomía es mostrar que tenemos razones suficientes para atribuir
libertad a la voluntad.9 Este segundo paso se inicia con la obser­
vación de que “no basta que adscribamos libertad a nuestra vo­
luntad, por la razón que sea, si no tenemos una razón suficiente
para atribuirla también a todos los seres racionales” (F 4:447
/225). Esto último se debe a que “como la moralidad sirve de ley
para nosotros meramente como seres racionales, tiene que valer
también para todos los seres racionales” (F 4:447/225). La tarea
ahora es mostrar que la libertad es una propiedad de la volun­
tad de todos los seres racionales. Como Kant ya caracterizó la
vo­luntad como un tipo de causalidad, se sigue que una voluntad
libre es una causalidad que no está determinada por causas an­
tecedentes. A continuación él afirma lo siguiente:
Yo digo así pues: todo ser que no puede obrar de otro modo que
bajo la idea de la libertad es precisamente por eso realmente libre en
sentido práctico, esto es, valen para el mismo todas las leyes que
es­tán inseparablemente enlazadas con la libertad del mismo modo
que si su voluntad fuese declarada libre válidamente también en sí
misma y en la filosofía teórica. (F 4:448/227)

8
Desarrollo este punto en la sección 5 de este capítulo.
9
Una pregunta importante es si la libertad que hay que atribuir a la voluntad
es la negativa o la positiva. Korsgaard (“La moralidad como libertad”) favorece
la primera op­ción, mientras que D. Sussman (“From Deduction to Deed: Kant’s
Grounding of the Moral Law”) favorece la segunda.
210 virtud, felicidad y religión

En una nota al pie Kant agrega: “las leyes que atarían a un ser
que fuese realmente libre valen, con todo, para un ser que no
puede obrar de otro modo que bajo la idea de su propia liber­
tad” (F 4:448n/227n). La distinción central aquí es entre “ser
realmente libre” en general y “actuar bajo la idea de la libertad”,
lo cual es equivalente a “ser libre en sentido práctico”. Un ser
realmente libre “en sí mismo” o en general, sería aquel que no
está sujeto a la ley de la causalidad natural. Ésta es la concep­
ción de la libertad “trascendental”, cuya realidad no se puede
demostrar por medio de la filosofía teórica. Un ser libre en sen­
tido trascendental es una causalidad libre que produce efectos
sin estar determinado por ninguna causa precedente. En la segun­
da Crítica se dice que la libertad trascendental “ha de ser conce­
bida como independencia de todo elemento empírico, y por lo
tanto, de la naturaleza en general” (C 2 97/94). Una de las con­
clusiones principales de la Crítica de la razón pura es la imposibi­
lidad de demostrar la realidad de la libertad.10 La idea central es
que todo conocimiento posible sólo puede serlo de objetos que
puedan darse en el tiempo y en el espacio; como la liber­tad no
es un objeto que pueda darse de este modo, se sigue que su co­
no­ci­mien­to es imposible. No obstante, otra conclusión igual de
importante es que tampoco puede demostrarse la imposibili­
dad de la libertad, por lo cual, como sostiene Kant, queda abier­
ta la posibilidad de que la razón especulativa pueda pensar la
idea de la libertad mediante conceptos y principios a priori aun­
que sin determinarla.
Dada la imposibilidad de demostrar la realidad de la libertad
trascendental desde la filosofía teórica, si se ha de atribuir la li­
bertad como una propiedad de la voluntad de un ser racional
en general es necesario hacerlo desde otra perspectiva, a saber,
el punto de vista práctico. Aunque no pueda demostrarse la rea­
li­dad de la libertad, se puede pensar su posibilidad como la pro­
pie­­dad de un ser racional que se determina a la acción por su
razón. Según el pasaje que acabo de citar, se puede hacer tal
atribución en la medida en que el ser racional no pueda sino
obrar bajo la idea de la libertad. Las preguntas que se plantean
son, en primer lugar, qué quiere decir “obrar bajo la idea de la

10
Véase Allison, Kant’s Theory of Freedom, parte I.
la fundamentación de la moral 211

libertad” y a qué tipo de seres o en qué condiciones se les puede


atribuir tal característica. La respuesta de Kant es que la libertad
puede atribuirse sólo a los seres racionales dotados de voluntad:
Pues bien, yo afirmo: que a todo ser racional que tiene una volun­
tad debemos concederle necesariamente también la idea de la li­
bertad, únicamente bajo la cual obra. Pues en un ser semejante
pensamos una razón que es práctica, esto es, que tiene causalidad
en lo que respecta a sus objetos. (F 4:448/227)
De acuerdo con este pasaje, si pensamos que el ser racional está
dotado de voluntad, entonces debemos atribuirle la propiedad
de la libertad. Como vimos, Kant definió la voluntad como un
“un tipo de causalidad de los seres vivos en tanto que son ra­cio­
nales”. Según esto, un ser racional está dotado de voluntad cuan­
­do es capaz de producir efectos de manera necesaria (acciones
y sus consecuencias) con base en su razón. Al mismo tiempo, el
pasaje sugiere que es posible concebir seres racionales que no
estén dotados de voluntad. Se trataría de seres cuya facultad
racional se emplea sólo para fines cognitivos, pero que son in­
capaces de determinarse a sí mismos a la acción con base en su
ra­zón.11 En este tipo de seres, la razón no es práctica, pues no
determina por sí misma a la acción, sino que se emplea de ma­
nera instrumental al servicio de deseos o apetitos que se origi­
nan en la naturaleza sensible de tales seres. En la primera sec­
ción de la Fundamentación Kant presenta esta posibilidad cuan­
do observa que si la felicidad fuese el fin de la naturaleza en un
ser racional, sería mejor que la razón no fuese práctica, sino que
la procuración de la felicidad estuviese a cargo del instinto
(F 4:395/121). En un ser así la razón “hubiese tenido que servir­
le sólo para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de
su naturaleza, para admirarla, alegrarse de ella y estar agradeci­
da por ella a la causa benéfica” (F 4:395/121). Sin embargo, el
hecho de que la razón sea práctica, indica, de acuerdo con él,
que el fin de la naturaleza en un ser racional no puede ser la

11
Esta concepción de racionalidad corresponde a la que Hume defiende
cuando sostiene que la razón se ocupa de la verdad y de la falsedad, pero no
puede motivarnos a la acción (Tratado de la naturaleza humana, libro II, parte III,
sección 3: “De los motivos que influyen a la voluntad”; libro III, parte I, sección 1:
“Las distinciones morales no se derivan de la razón”).
212 virtud, felicidad y religión

procuración de la felicidad, ya que para ello sería mucho más


adecuado el instinto.
El paso crucial es que, si un ser racional tiene voluntad, le
debemos atribuir la propiedad de la libertad. La razón que Kant
ofrece es que al atribuirle una voluntad, pensamos que su razón
es práctica, esto es, que es causa de efectos de manera necesaria
en conformidad con ciertas leyes. Esto último significa que la
razón se determina a sí misma en la producción de efectos:
Ahora bien, es imposible pensar una razón que con su propia con­
ciencia recibiese de otro lugar una dirección en lo que respecta a
sus juicios, pues entonces el sujeto adscribiría la determinación de
la capacidad de juzgar no a su razón, sino a un impulso. Tiene que
considerarse a sí misma como autora de sus principios indepen­
dientemente de influjos ajenos, y por consiguiente tiene que ser
considerada por ella misma como razón libre en cuanto razón práctica,
o en cuanto voluntad de un ser racional; esto es, la voluntad de
éste puede ser una voluntad propia sólo bajo la idea de la libertad,
y así pues tiene que ser atribuida en sentido práctico a todos los
seres racionales. (F 4:448/227. Las cursivas son mías.)
De acuerdo con este pasaje, la razón necesariamente se concibe
como autora de los principios con base en los cuales lleva a cabo
sus juicios. Un sujeto racional adscribe la determinación de su
facultad de juzgar a su razón y no a un impulso, de modo que se
concibe a sí mismo como el que determina la dirección de sus
juicios. Si no fuera así, los juicios no se le podrían atribuir a él
como suyos. Por ello, Kant observa que, si la razón, en cuanto
facultad de juzgar, se concibe como independiente de influjos
ajenos, “tiene que considerarse a sí misma como autora de sus
principios”. Sin embargo, del hecho de que tenga que concebir­
se como autora de sus principios, en cuanto facultad de juzgar,
no se sigue que tenga que concebirse también como libre. Si así
fuera, entonces la libertad formaría parte del concepto de un
ser racional en general y no sería una propiedad que nos atri­
buimos desde el punto de vista práctico. Los pasajes citados su­
gieren que, por el contrario, la libertad es una propiedad que le
atribuimos al ser racional sólo desde el punto de vista práctico,
es decir, en la medida en que concebimos que está dotado de vo­
luntad. Según esto, en cuanto causa de objetos que se determina
a sí misma, la voluntad no puede sino actuar bajo la idea de la li­
bertad, esto es, bajo la concepción de sí misma como causa libre.
la fundamentación de la moral 213

Quiero enfatizar que aunque en los estudios al respecto se


suele sostener que “concebirse a uno mismo como autor” de al­
guna manera implica “concebirse a uno mismo como libre”, en
estos pasajes Kant no hace esa inferencia.12 Por el contrario, su
punto central al respecto es que se puede atribuir la propie­dad
de la libertad al ser racional sólo en virtud de su razón práctica,
es decir, en la medida en que se determina a la acción por su ra­
zón. Esto indica que, de acuerdo con él, la libertad es una idea
que necesitamos para fines prácticos y, en específico, morales.
En efecto, en la postura que él desarrolla en la segunda Crítica
sostiene que la única ruta de acceso a la libertad es a través de la
ley moral.13 La actividad de la razón, en cuanto facultad de juz­
gar, no “revela”, por así decirlo, nuestra libertad; esta actividad no
exige conceptualmente la idea de la libertad. Aunque el texto
no es explícito al respecto, la razón puede ser que el contenido
del juicio puede provenir de la experiencia. El sentido de liber­
tad que Kant pretende atribuir a la voluntad es el positivo (la
au­tonomía), el cual es independiente de todas las cau­sas del
mun­do sensible. Aunque puede objetarse que las ideas de “au­
toría” y de “independencia de influjos ajenos” sugieren, por lo
menos, la idea de libertad negativa, es preciso recordar que
Kant no establece una separación tajante entre los dos sentidos
de libertad. Por el contrario, explícitamente afirma que el sen­
tido negativo (independencia de influjos ajenos) conduce al
positivo (autonomía). Esto significa que al hablar de la idea de
la libertad, se refiere al sentido positivo, el cual presupone el ne­
gativo. De acuerdo con esto, “actuar bajo la idea de la libertad”
significa concebirse a uno mismo como ser autónomo y no me­
ramente como autor de la acción.14
Aquí se plantea el siguiente problema: si equiparamos liber­
tad con autonomía, se sigue que la conducta inmoral no puede
ser libre. La solución a este problema depende de separar los
dos sen­­tidos de libertad, de modo que resulte posible actuar li­
bremente, en sentido negativo, sin por ello hacerlo de manera
autónoma. Así se abre la posibilidad de que la voluntad se deter­
12
Korsgaard (“La moralidad como libertad”) sí hace esa inferencia.
13
Desarrollo este punto en la sección 5 de este capítulo.
14
En la segunda Crítica se señala que “la libertad práctica se podría definir
también mediante la independencia de la voluntad de toda otra ley que no sea
la ley moral” (C 2 5:94/91).
214 virtud, felicidad y religión

mine a sí misma a la acción con base en principios distintos del


imperativo moral, como el principio del amor propio, y que
tie­nen contenido empírico (incentivos de la sensibilidad). Al tra­
zar la distinción entre los dos sentidos de libertad, la voluntad
puede no ser autónoma y, no obstante, actuar libremente en un
sentido meramente negativo. Dicho de otro modo, la voluntad
puede concebirse como autora de sus acciones (independiente
de causas ajenas que la determinen), sin que por ello sea autó­
noma. Si bien esto último es correcto, lo que me interesa enfati­
zar es que la expresión “actuar bajo la idea de la libertad” se re­
fiere al sentido positivo de libertad, a la autonomía. De allí que
no sea correcto identificar autoría con libertad en estos pasajes.
Kant dice explícitamen­te que atribuimos libertad o autonomía
al ser racional sólo en la medida en que lo concebimos dotado
de voluntad, esto es, en un sentido práctico. Ello implica que no
se puede atribuir autonomía al ser racional sólo por ser autor de
sus juicios.
Aunque con frecuencia se piensa que esos pasajes están enca­
minados a establecer la realidad de la libertad desde el punto
de vista práctico, es importante no perder de vista que Kant em­
plea las expresiones “yo digo” y “yo afirmo” antes de enunciar
las tesis centrales. Esto sugiere que esas tesis no están todavía de­
bidamente justificadas. Una posibilidad es que los razonamien­
tos de Kant en ese contexto sean condicionales: si un ser no
puede obrar sino bajo la idea de la libertad, entonces es realmen­
te libre en sentido práctico; y si a un ser racional se le atribuye
voluntad, entonces a ésta debe atribuírsele también la propie­
dad de la libertad. En efecto, Kant parece presentar esas tesis a
modo de postulados cuya justificación está todavía pendiente.
Esto último es precisamente lo que expresan los pasajes inmedia­
tamente posteriores donde observa que no ha podido demos­
trarse la realidad de la libertad, sino que ha tenido que presupo­
nerla “si queremos pensar un ser como racional y dotado de
conciencia de su causalidad en lo que respecta a las acciones,
esto es, de una voluntad” (F 4:448/227). En suma, hasta este mo­
mento no ha ofrecido un argumento para justificar la atribu­
ción de una voluntad libre al ser racional, por lo cual la realidad
de la libertad no se ha establecido, sino que, al parecer, se ha pre­
supuesto en esa atribución. En consecuencia, tampoco se ha es­
tablecido la realidad del imperativo categórico.
la fundamentación de la moral 215

3 . El problema del círculo


Kant observa que, hasta este momento, se ha avanzado en el aná­
lisis de los conceptos, pero no se ha progresado en la funda­
menta­ción del imperativo categórico (F 4:449/229). En conse­
cuencia:
[N]o podríamos dar respuesta satisfactoria a quien nos pregunta­
se por qué la validez universal de nuestra máxima, como ley, tiene
que ser la condición restrictiva de nuestras acciones, y en qué fun­
damos el valor que atribuimos a esta manera de obrar, valor que
suponemos tan grande que no puede ha­ber en lugar alguno un
interés más alto. (F 4:449/229)
Luego señala que si bien podemos, en efecto, tomar interés en
“una constitución personal” que nos haga dignos de felicidad,
este in­te­rés es “el efecto de la ya presupuesta importancia de las
leyes mo­rales” (F 4:450/231). Hasta este momento, insiste, “no
po­demos comprender” cómo pueda ser posible separarnos de
todo in­terés empírico, esto es, “considerarnos libres en el obrar”,
ni, “por tanto, con base en qué obliga la ley moral ” (F 4:450/231).
Hasta ahora se ha mostrado que si se presupone la libertad,
se sigue la moralidad. También se mostró que la libertad tiene
que presuponerse si se concibe al ser racional como dotado de
voluntad. Sin embargo, el problema al que apuntan los pasajes
citados es que la autoridad del imperativo categórico tiene que
establecerse desde la perspectiva de un ser interesado en su pro­
pia felicidad, y no meramente desde el punto de vista de un ser
racional.15 La objeción que puede plantearse al argumento que
va de la voluntad libre a la autonomía es que no se ha mostrado
que somos capaces de dejar de lado el interés en la felicidad en
aras del deber moral. Peor aún, podría objetarse que, en reali­
dad, lo que nos mueve a la acción son los incentivos de la sensi­
bilidad, y que estos razonamientos sobre la libertad y la autono­
mía pueden valer, en todo caso, para un ser desprovisto de esos
incentivos. A la luz de este tipo de objeción, resulta que no es
suficiente con mostrar, por mero análisis de los conceptos, que
una voluntad racional necesariamente debe concebirse como una
voluntad libre y, por lo tanto, autónoma; es preciso ir más allá
15
Sussman (“From Deduction to Deed: Kant’s Grounding of the Moral
Law”) subraya este punto.
216 virtud, felicidad y religión

de lo que implican los conceptos y mostrar cómo puede la ley


moral obligar a un ser racional interesado en su propia felici­
dad. En otras palabras, no es suficiente atribuirle voluntad al ser
racional para mostrar que debe concebirse como libre; es nece­
sario atribuirle también una voluntad afectada por las inclinacio­
nes sensibles e interesada en su satisfacción. Lo que falta mos­
trar es la posibilidad a priori de que el principio moral obligue a
un ser racional sujeto a la influencia de los incentivos de la sen­
sibilidad.16 Kant escribe:
Parece, así pues, como si solamente presupusiéramos en la idea de
la libertad propiamente la ley moral, a saber, el principio mismo
de la autonomía de la voluntad, y no pudiésemos demostrar por sí
misma su realidad y necesidad objetiva. (F 4:449/229)
Y más adelante agrega:
Aquí se muestra, hay que confesarlo abiertamente, una especie de
círculo, del cual, según parece, no se puede salir. Nos admitimos
como libres en el orden de las causas eficientes para pensarnos bajo
leyes morales en el orden de los fines, y después nos pensamos como
sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de
la voluntad, pues la libertad y la legislación propia de la voluntad
son ambas autonomía, y por tanto conceptos intercambiables, pero
precisamente por eso uno de ellos no puede ser usado para expli­
car el otro e indicar su fundamento. (F 4:450/231)
El problema al que apuntan estos pasajes es que la atribución de
libertad a la voluntad se ha hecho presuponiendo el interés en
la ley moral. Como vimos, Kant ha dicho que la atribución de li­
bertad es necesaria si concebimos al ser racional como dotado
de vo­luntad, es decir, desde el punto de vista práctico. Pero aho­
ra ob­serva que, como la libertad es lo mismo que la autonomía,
la atribución de libertad a la voluntad implica que la voluntad
está motivada a ser autónoma, es decir, presupone el reconoci­
miento de la autoridad de la ley moral sobre cualquier incentivo
de la sensibilidad. Sin embargo, esta autoridad es precisamen­te

16
Así como del origen a priori de los conceptos puros del entendimiento no
se sigue que, en efecto, se apliquen objetos (C 1, “De la deducción de los con­
ceptos puros del entendimiento”, §13), del origen a priori de la ley moral tam­
poco se sigue que, en efecto, puede motivar a una voluntad afectada por incen­
tivos sensibles.
la fundamentación de la moral 217

lo que hay que establecer. Esto parece indicar que cualquier


intento de establecer la autoridad de la ley moral a partir de la
idea de la libertad será circular.17 No obstante, como veremos, él
pro­po­ne una manera de salir del círculo.18
Otra manera de expresar ese mismo punto es que los razona­
mientos hasta este momento en el tercer capítulo han sido ana­
líticos, mientras que Kant ha enfatizado a lo largo de toda la
Fundamentación que, a diferencia del hipotético, el imperativo
categórico es una proposición sintética. Como el concepto de
voluntad racional implica el de libertad y éste el de autonomía, la
libertad no puede ser el tercer término que hace del imperativo
categórico una proposición sintética, como a veces se supone.19
Kant dice explícitamente que el concepto positivo de liber­tad
“proporciona” el tercer elemento y nos “remite” a él (F 4:447/225).
La atribución de libertad a la voluntad es necesaria si ha de ser
posible la determinación de la voluntad por el imperativo mo­
ral, pero no es suficiente para establecer la autoridad del im­pe­
rativo desde el punto de vista de un ser interesado en su propia
felicidad. No obstante, la libertad, según Kant, proporciona el
tercer elemento capaz de efectuar la síntesis entre el concepto
de voluntad y el imperativo categórico.
¿Qué quiere decir que el imperativo categórico sea una pro­
posición sintética? Como se trata de un mandato, lo que se esta­
ble­ce ya sea analítica o sintéticamente es la autoridad de éste
sobre la voluntad. Como vimos en el capítulo II, sección 3, en el
caso de los mandatos hipotéticos, la constricción de la voluntad
se si­gue analíticamente, según Kant, cuando esta última se pro­
po­­ne un fin. El mandato condicionado es posible porque la
moti­vación de la voluntad se establece a priori de manera analí­
17
Ésta será justamente la conclusión de Kant en la segunda Crítica. Desa­
rrollo este punto en la sección 5 de este capítulo.
18
Una explicación clara del círculo, aunque no tanto de su solución, se
ofrece en Allison, Kant’s Theory of Freedom, capítulo 12. Sobre la solución al
círculo, véanse tam­bién Sussman, “From Deduction to Deed: Kant’s Grounding
of the Moral Law”, y Henrich, “The Deduction of the Moral Law: The Rea­sons for
the Obscurity of the Final Section of Kant’s Groundwork of the Metaphysics of
Morals”.
19
Allison (Kant’s Theory of Freedom, capítulo 12) menciona este punto; en
cambio, Kors­gaard (“La moralidad como libertad”) supone que la libertad es
el mencionado tercer término.
218 virtud, felicidad y religión

tica: en el supuesto de que la voluntad quiere un fin, se sigue


que debe to­mar los medios. En cambio, en la motivación moral,
la constricción de la voluntad tiene lugar de manera incondicio­
nada, es decir, sin suponer como condición algún objeto que se
quiera, la voluntad puede verse motivada a actuar según leyes
univer­sales. En ese caso, según sostiene Kant, la posibilidad de
la motivación moral puede pensarse a priori sólo de manera sin­
tética, es decir, por la mediación de un tercer elemento que en­
lace a priori el concepto de voluntad con el deber de actuar se­
gún leyes universales.
La pregunta es cuál puede ser ese elemento. Kant ofrece una
pista cuando sugiere una analogía entre el carácter sintético del
imperativo con las proposiciones sintéticas a priori en la filosofía
teórica, donde “a las intuiciones del mundo de los sentidos se
añaden conceptos del entendimiento” (F 4:454/239). En la
filo­so­fía teórica, la posibilidad de los juicios sintéticos a priori
de­pen­de de combinar a priori elementos racionales y sensibles,
como cuando se establece un concepto geométrico con base en
la representación del objeto en la intuición a priori. De manera
similar, el carácter sintético del imperativo moral depende de la
posibilidad de combinar a priori elementos racionales y sensi­
bles. Los conceptos racionales son los de ser racional en gene­
ral y el imperativo categórico, pues si concebimos que el primero
está dotado de voluntad libre, entonces ya habremos supuesto
la autonomía. El elemento sensible no puede ser la intuición
pura, como en la filosofía teórica, sino la influencia de los incen­
tivos de la sensibilidad en la acción.

4 . La solución al círculo: la distinción entre el fenómeno y la cosa en sí


La manera en que Kant propone salir del círculo apela a la ne­
cesidad de incluir ambos elementos: el racional y el sensible.
Nos dice que todavía queda una salida, “a saber, investigar si cuan­
do nos pensamos, por libertad, como causas eficientes a priori, no
adoptamos otro punto de vista que cuando nos representamos
a nosotros mismos según nuestras acciones como efectos que
vemos ante nuestros ojos” (F 4:450/231). La distinción en cues­
tión es entre la cosa en sí y el fenómeno, la cual, sostiene, la
traza naturalmente el entendimiento ordinario sin requerir de
la fundamentación de la moral 219

nin­guna reflexión sutil. Kant afirma que es natural pensar que


“las representaciones que vienen sin nuestro albedrío (como las
de los sentidos) no nos dan a conocer los objetos de otro modo
que como nos afectan, a la vez que permanece desconocido para
nosotros lo que ellos puedan ser en sí mismos” (F 4:451/233).
Resulta por lo menos sorprendente que se refiera así a una
distinción que constituye la tesis central de la doctrina del idea­
lismo trascendental y que, según sostiene en la primera Crítica,
permite deshacer la amenaza escéptica que se plantea contra la
razón pura especulativa cuando cae en ilusiones y en contra­
dicciones al pretender conocer a priori los objetos que le con­
ciernen, a saber, Dios, la libertad y la inmortalidad.20 Una de las
tesis cen­trales de esa obra es que, puesto que somos seres dota­
dos de sensibilidad, sólo podemos conocer los objetos como se
nos dan en la intuición sensible, cuyas formas son el tiempo y el
espacio; sólo podemos conocer el objeto como aparece, es de­
cir, el fenómeno. Este planteamiento da lugar al pen­samiento
de cómo son los objetos en sí mismos, al margen de nues­tra fa­
cultad de representarlos espacio-temporalmente.21 La limitación
del conocimiento a los fenómenos tiene la conse­cuen­cia de que
resulta imposible conocer objetos que no se nos puedan dar en
la intuición porque no es posible representarlos espacio-tempo­
ralmente. Entre tales objetos se encuentran los de la metafísica
tradicional: Dios, la libertad y la inmortalidad.
En la segunda parte de la “Lógica trascendental” de la primera
Crítica Kant muestra cómo la razón especulativa cae en aporías
y contradicciones al pretender conocer esos objetos median­te
conceptos y principios a priori. Por ello se plantea la amenaza
es­céptica respecto del uso puro de la razón teórica, el cual,
nos dice, es completamente dialéctico. La solución que propone
es dis­tinguir entre el fenómeno y la cosa en sí: si bien no pode­
mos co­­nocer los objetos de la metafísica, sí podemos pensarlos

20
C 1, “La antinomia de la razón pura”, en especial, las secciones dedicadas
a la “solución” del conflicto de la razón consigo misma.
21
Que sólo podamos conocer los objetos como se nos dan en la intuición
sensible no significa, de acuerdo con Kant, que todo nuestro conocimiento se
origine en la experiencia (C 1 B1). Otra tesis central es la defensa de la po­sibi­
lidad del conocimiento sintético a priori, el cual tiene lugar gracias a la re­pre­
sen­tación a priori de objetos en la intuición sensible (C 1, introducción).
220 virtud, felicidad y religión

como noúmenos o cosas en sí mismas. Ese pensamiento es posi­


ble me­diante conceptos y principios de la razón pura. Kant sos­
tiene que si bien el pensamiento de los objetos como cosas en sí
mismas resulta problemático para la razón especulativa, por lo
cual no puede determinarlos positivamente, queda la posibili­
dad de que, en su uso práctico, la razón pura pueda llevar a
cabo esa determinación.22 Uno de los cometidos de la solución
al círculo es, precisamente, determinar positivamente el pensa­
miento de la cosa en sí.
En la tercera sección de la Fundamentación Kant señala que la
distinción entre el fenómeno y la cosa en sí da lugar, a su vez, a
la distinción entre “un mundo de los sentidos y el mundo del
entendimiento”. El primero puede variar “según la diferencia
de la sensibilidad en los diversos espectadores del mundo”, mien­
­tras que el segundo, que sirve de fundamento al primero, “per­
manece siempre el mismo” (F 4:451/233).23 Aquí está implícito
que, de acuerdo con Kant, las leyes de la razón son las mismas
para todos los seres racionales; lo que nos distingue de otros
seres racionales son las características propias de nuestra facul­
tad de receptividad, a saber, que las formas de la intuición sen­
sible son el tiempo y el espacio. Es importante subrayar que más
adelante él aclara que el concepto de un mundo del entendi­
miento es sólo un punto de vista que la razón adopta (F 4:458
/247). Por ello, sería un error suponer que al hablar de dos
mundos Kant se refiere literalmente a dos mundos en los que
habitamos o podemos habitar. Se trata de dos perspectivas desde
las cuales podemos concebirnos y que podemos adoptar respec­
to de nosotros mismos.24
Kant afirma que el mundo de los sentidos está sujeto a las le­
yes naturales, mientras que el inteligible lo está a las leyes de la
razón. Nos concebimos como parte del primero en lo que res­
pec­ta “a la mera percepción y receptividad de las sensa­ciones”,
es de­cir, como fenómenos sujetos a las leyes naturales (F 4:451–
452/233–235). Nos concebimos como miembros del mundo in­
22
Sobre estos puntos, véase la segunda Crítica, “Del derecho de la razón pura,
en el uso práctico, a una extensión que no le es posible en el uso especulativo
por sí”.
23
Kant se refiere al mundo inteligible como “el conjunto total de los seres
racionales como cosas en sí mismas” (F 4:458/247 y 4:462/255).
24
Korsgaard, “La moralidad como libertad”.
la fundamentación de la moral 221

teligible en lo que respecta a lo que hay en nosotros de “activi­


dad pura”, es decir, como noúmenos sujetos a las leyes de la razón
(F 4:451–452/233–235). Según esto, en la medida en que so­
mos seres dotados de receptividad, nos concebimos como miem­
­bros del mundo sensible y, por ello, como fenómenos. Al igual
que cualquier otra cosa en la naturaleza, el conocimiento de
nosotros mismos sólo puede serlo en cuanto fenómenos y, por
ello, sujetos a las leyes de la naturaleza. Según esta concepción,
todo lo que hacemos está determinado y, al menos en principio,
podría predecirlo un observador que contara con información
suficiente.25
Por otro lado, también nos concebimos como miembros del
mundo inteligible y, en esta medida, como inteligencias sujetas
a las leyes de la razón. Según Kant, estamos autorizados a conce­
birnos de ese modo gracias a la actividad de la razón. A diferen­
cia del entendimiento, el cual depende de los contenidos que
suministra la sensibilidad para poder operar, “la razón exhibe,
bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura que
por ella va mucho más allá de todo lo que la sensibilidad puede
darle” (F 4:452/235). Aunque los conceptos puros del en­ten­
dimiento tienen su origen en el entendimiento puro, su uso le­
gítimo está restringido a su aplicación al material que suminis­
tra la intuición sensible. En cambio, las ideas de la razón no se
originan en la experiencia, ni tampoco se aplican a objetos que
puedan darse en una experiencia posible. Kant observa que la
razón “muestra su más noble quehacer” al distinguir el mundo
de los sentidos y el del entendimiento “y al señalar así sus barre­
ras al entendimiento mismo” (F 4:452/235). De acuerdo con esto,
la capacidad que descubrimos en nosotros de pensar objetos
independientemente de cualquier contenido que pueda prove­
nir de la sensibilidad, nos autoriza a concebirnos desde un punto
de vista en el cual somos independientes de las leyes de la natu­
raleza que rigen a los fenómenos. Como sabemos, “la indepen­
dencia de las causas determinantes del mundo de los sentidos
[…] es la libertad” (F 4:452/235); por ello, al concebirnos des­
de esta perspectiva, tenemos que pensar la causalidad de la vo­
luntad como independiente de la influencia de la sensibilidad,

25
C 1 A549–550/B577–578.
222 virtud, felicidad y religión

es decir, “bajo la idea de la libertad” (F 4:452/235). Como la li­


bertad es lo mismo que la autonomía, se sigue que, en la medida
en que nos concebimos como inteligencias, nos concebimos
como seres autónomos, es decir, independientes de la causalidad
natural. En cambio, en la medida en que consideramos nuestras
acciones como efectos que vemos ante nuestros ojos, las con­
sideramos como fenómenos, es decir, sujetas a la ley de la causa­
lidad natural.
La distinción entre los dos puntos de vista constituye la so­
lución al círculo porque permite establecer la relación que se
busca entre la concepción del ser racional como un ser libre y
su concepción como un ser sujeto a la influencia de los incenti­
vos de la sensibilidad. Kant señala que el pensamiento de noso­
tros como seres obligados exige adoptar ambas perspectivas al
mis­­mo tiempo, ya que al estar obligados estamos sujetos tanto a
la au­toridad de la razón como a la influencia de la sensibilidad
(F 4:453/237). Nos dice que si nos concibiéramos sólo como
miem­bros del mundo inteligible “todas mis acciones serían así
pues perfectamente conformes al principio de la autonomía de
la voluntad pura”, y si nos concibiéramos sólo desde la perspec­
tiva sensible, estas acciones “tendrían que ser tomadas entera­
mente en conformidad con la ley natural de los apetitos e incli­
na­­­ciones” (F 4:453/237).26 Ninguna de las dos perspectivas, por
sí misma, nos permite concebirnos como seres obligados, ya que
en la primera no hay obstáculos subjetivos con­tra las leyes de la
razón, y en la segunda la libertad es imposible. La solución al
círculo consiste en concebirnos desde ambas perspectivas al mis-
mo tiempo, lo cual hace posible el pen­samiento de nosotros mis­
mos como seres obligados por el imperativo moral.
Un elemento central en esta solución es que, al pensarnos
desde las dos perspectivas, le otorgamos prioridad normativa a

26
En la segunda Crítica observa que “si nos fuera posible tener en el modo
de pensar de un hombre, que se revela por sus acciones tanto internas como
externas, una comprensión tan profunda que todos los incentivos de estas ac­
ciones, hasta el más pequeño, nos fuera conocido, y al mismo tiempo todas las
circunstancias externas que operan sobre estos incentivos, se podría calcu­-
lar, con la misma seguridad que un eclipse solar o lunar, la conducta de un
hombre en el porvenir, y sin embargo afirmar, al mismo tiempo que el hombre
es libre” (C 2 5:99/96). Véase la discusión en A. Wood, “Kant’s Compatibilism”.
la fundamentación de la moral 223

la perspectiva inteligible sobre la sensible. La autoridad del im­


perativo depende de que estas dos perspectivas se relacionen de
modo que la primera tenga prioridad sobre la segunda. Kant
“establece” esto último al afirmar que el punto de vista inteligi­
ble “contiene el fundamento del mundo de los sentidos y por
tanto también de las leyes del mismo” (F 4:453–454/237–239). De
ahí se sigue que el mundo inteligible “es inmediatamente legis­
lador en lo que respecta a mi voluntad (que pertenece por entero
al mundo del entendimiento)”, y como también formo parte del
mundo de los sentidos, debo ver tales leyes como imperativos y las
acciones conforme a ellas como deberes (F 4:453–454/237–239).
El punto aquí es que las exigencias del imperativo categórico
son deberes para nosotros en la medida en que nos concebi­mos
desde ambas perspectivas y reconocemos que la inteligible tiene
prioridad normativa sobre la sensible.
De este modo queda establecida la posibilidad de los deberes
categóricos, es decir, la posibilidad de pensar a priori la constric­
ción de la voluntad sin presuponer como condición alguna otra
cosa que ésta quiera. La mera concepción de sí misma desde
ambos puntos de vista hace posible la obligación incondiciona­
da. Asimismo queda establecida la posibilidad del imperativo
categórico como una proposición sintética a priori:
[E]ste “deber” categórico representa una proposición sintética a prio-
ri, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles se
añade aún la idea de precisamente esta voluntad, pero pertenecien­
te al mundo del entendimiento […] la cual contiene la condición
su­prema de la primera según la razón. (F 4:454/239)
El deber categórico se establece de manera sintética porque no
se sigue analíticamente del concepto de voluntad, sino de la
com­binación de la concepción de uno mismo como miembro
del mundo inteligible y, al mismo tiempo, como afectado por
incentivos sensibles. De acuerdo con esto, el tercer término que
une el concepto de voluntad y el deber de actuar según leyes uni­
versales es la doble concepción de uno mismo como miembro
del mundo inteligible y del sensible. De manera análoga a la
primera Crítica, la doctrina del idealismo trascendental constitu­
ye la solución al círculo en la fundamentación de la moral. Un
corolario de esa solución es que al concebirnos como cosas en
sí mismas, es decir, sólo según conceptos de la razón, nos conce­
224 virtud, felicidad y religión

bimos como seres autónomos, como seres que legislan leyes uni­
versales con base en su razón. De este modo, el concepto de cosa
en sí recibe una determinación positiva en la filosofía práctica.
Según Kant, lo que se ha logrado es una “deducción” del prin­
cipio moral porque el argumento establece la legitimidad del uso
de un principio a priori. Se muestra que el imperativo moral, que
se origina en la razón pura, no es un mero fantasma de la ima­
ginación sino que tiene realidad objetiva, es decir, que tiene
autoridad sobre seres dotados de receptividad que son, por ello,
objetos de experiencia. La deducción tiene lugar a través de la
idea de la libertad porque “la idea de la libertad hace de mí un
miembro de un mundo inteligible” (F 4:454/239). La voluntad
afectada por incentivos sensibles está sujeta a la autoridad del
imperativo categórico en la medida en que, en cuanto voluntad
racional, se concibe como libre y, por ello, como miembro, al mis­
mo tiempo, del mundo inteligible.
Nos dice que “el uso práctico de la razón humana ordinaria
con­firma la corrección de esta deducción” (F 4:454/239):
No hay nadie, ni siquiera el peor malvado, que, con sólo que esté
por lo demás acostumbrado a usar la razón, no desee, si se le pre­
sentan ejemplos de la honestidad en los propósitos, de la constan­
cia en el seguimiento de buenas máximas, de la compasión y la
benevolencia universal […] ser también él así. Pero no puede lle­
var a cabo eso en sí fácilmente, sólo a causa de sus inclinaciones y
apetitos, y, sin embargo, a la vez desea verse libre de esas inclina­
ciones, enfadosas para él mismo. Demuestra de este modo que
con una voluntad libre de los impulsos de la sensibilidad se trasla­
da con el pensamiento a un orden de cosas enteramente distinto
del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, dado que de
aquel deseo no puede esperar un placer de los apetitos […] sino
sólo un mayor valor interior de su persona. Esta persona mejor
cree él serla cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro
del mundo del entendimiento, a lo que involuntariamente le cons­
­triñe la idea de la libertad. (F 4:454–455/239–241)
La deducción del principio moral queda confirmada en la me­
dida en que la experiencia moral muestra que, de hecho, le
otorgamos prioridad normativa a la concepción de nosotros
mismos desde el punto de vista inteligible sobre la que adopta­
mos desde el sensible. Según Kant, al vernos motivados a actuar
la fundamentación de la moral 225

moralmente dejando de lado cualquier interés que podamos


tener en la satisfacción de los apetitos e inclinaciones, nos situa­
mos en la perspectiva del mundo del entendimiento.
Para concluir, quisiera enfatizar que, en contra de lo que se
pien­­sa con frecuencia, Kant no sostiene que al actuar moralmen­
te nos concebimos sólo como miembros del mundo inteligible y
que, en contraparte, al actuar inmoralmente tenemos que con­
cebirnos sólo como miembros del mundo sensible. Si di­jera
algo así, se seguiría que sólo las acciones morales serían un efec­
to de la libertad, mientras que las inmorales lo serían de la ley
de la necesidad natural. Quienes atribuyen esta postura a Kant
tam­bién objetan que, de acuerdo con ella, no podríamos ser res­
ponsables de nuestras acciones inmorales. Es importante obser­
var que si ésta fuera la postura de Kant, la obligación misma se­
ría imposible ya que, como él señala, al pensarnos como seres
obligados, nos consideramos según la perspectiva inteligible y
la sen­sible al mismo tiempo. Asimismo, una acción no puede pen­
sarse como inmoral a menos que nos concibamos de ese mis­mo
modo. Como la distinción entre los dos puntos de vista, junto
con la tesis de la prioridad del inteligible sobre el sensible, se
introduce con el fin de hacer posible la obligación, resultaría
muy sor­prendente que Kant sostuviera una postura como la que
a ve­ces se le achaca. El pensamiento de uno mismo como un ser
obli­gado es imposible si se adopta sólo una perspectiva. Éste es
precisamente el problema del círculo, a saber, que, aunque la
autono­mía se siga de la libertad, ello no es suficiente para esta­
blecer la obligatoriedad de la ley moral para seres dotados de
sensibilidad. Para que esto último sea posible, es necesario que
el ser racional se conciba, al mismo tiempo, como inteligencia y
como ser sensible. Para que una acción cualquiera pueda conce­
birse como inmoral, es necesario presuponer la obligatoriedad
del principio moral, lo cual exige adoptar ambas perspectivas.
Desde la sola perspectiva sensible, las acciones se conciben de­
terminadas por la ley de la causalidad natural, pero es imposible
pensarlas como morales o inmorales.

5 . El argumento de la Crítica de la razón práctica


La diferencia más notable con el argumento de la Fundamenta-
ción es que en la segunda Crítica Kant afirma explícitamente que
226 virtud, felicidad y religión

la deducción de la ley moral es imposible.27 En sus palabras: “la


realidad objetiva de la ley moral no puede ser demostrada me­
diante ninguna deducción, no obstante todo esfuerzo de la razón
teórica, especulativa o ayudada empíricamente” (C 2 5:47/46).
En lugar de la deducción, sostiene lo siguiente:
La analítica muestra que la razón pura puede ser práctica, i.e.,
puede determinarse por sí misma, independientemente de todo
elemento empírico de la voluntad –y lo muestra, a decir verdad,
por un hecho en el cual la razón pura se revela en nosotros siendo
realmente práctica, a saber, la autonomía en el principio moral
mediante el cual determina la voluntad a la acción. (C 2 5:42/41)
Kant se refiere a este hecho del modo siguiente:
La conciencia de esta ley fundamental se puede llamar un hecho
[Faktum] de la razón porque no se le puede deducir de datos prece­
dentes de la razón, e.g., de la conciencia de la libertad (porque esta
conciencia no nos es dada anteriormente), sino porque ella se nos
impone a sí misma como proposición sintética a priori, la cual no
está fundada en ninguna intuición, ni pura ni empírica […] Para
no caer en falsa interpretación de considerar esta ley como dada, se
debe notar bien que ella no es un hecho empírico, sino que es el
único hecho de la razón pura por el cual la razón se nos ma­nifiesta
como originariamente legisladora (sic volo, sic jubeo). (C 2 5:31/30)
Más adelante agrega:
[L]a ley moral es dada, por así decir, como un hecho de la razón
pura del cual somos conscientes a priori y que es apodícticamen­-
te cierto, aun suponiendo que no se pueda encontrar en la expe­
riencia un solo ejemplo de que se haya observado exactamente.
(C 2 5:48/46)
A diferencia de la Fundamentación, una de las características de
los argumentos en la segunda Crítica es que proceden mediante
una comparación entre los usos teórico y práctico de la razón
pura. En la Fundamentación, como vimos, las tareas centrales son,
en primer lugar, identificar el principio supremo de la moral a
27
Sobre las razones para este cambio, véase Sussman, “From Deduction to
Deed: Kant’s Grounding of the Moral Law”; J. Timmermann, “Reversal or Re­
treat? Kant’s Deductions of Freedom and Morality”; Allison, Kant’s Theory of Free­
dom, capítulo 13; Henrich, “The Deduction of the Moral Law: The Reasons for
the Obscurity of the Final Section of Kant’s Groundwork of the Metaphysics of Mor­­
als”, y L.W. Beck, A Commentary on Kant’s Critique of Practical Reason, capítulo X.
la fundamentación de la moral 227

partir del conocimiento moral ordinario y, en segundo lugar,


establecer la autoridad de ese principio mostrando que se origi­
na en la razón pura práctica y que tiene autoridad para un ser
con sensibilidad. La estructura de la segunda Crítica es parcial­
mente similar: aquí también Kant expone primero el contenido
del principio moral en la “Analítica” y después se ocupa de su
posible justificación. En ambos casos examina el contenido del
principio moral en la parte analítica de la obra por contraste
con el principio del amor propio. El propósito es mostrar, a la
luz de sus respectivos contenidos, que el amor propio no puede
ser el principio supremo de la moral. La diferencia crucial en­tre
las dos obras se plantea en la parte “sintética”, es decir, cuan­do se
trata del establecimiento de la autoridad de la ley moral. En la
Fun­­damentación, el argumento que Kant ofrece es análogo en su
estructura general al que encontramos en la deducción de los
con­ceptos puros del entendimiento: primero se muestra que
tie­nen origen a priori y después que se aplican legítimamente a
los objetos que les corresponden. En la segunda Crítica, en cam­
bio, enfatiza las asimetrías entre la deducción de los conceptos
puros del entendimiento, por un lado, y la del principio moral,
por el otro. Esto sugiere que la mencionada imposibilidad de
ofrecer una deducción de la ley moral en la segunda obra se
debe a ciertas características del uso práctico de la razón que no
se ha­bían tomado en cuenta suficientemente en la primera. De
acuer­do con esto, la razón del viraje en la estrategia de justifica­
ción del principio moral en la segunda obra es que el camino
seguido en la primera no atiende a esas asimetrías.
En efecto, en la Fundamentación Kant busca establecer la legi­
timidad del principio moral mediante una crítica de la razón
pura práctica, lo cual indica un claro paralelismo con la crítica
de la razón especulativa. En cambio, al principio de la introduc­
ción de la segunda Crítica explica que, a diferencia de la razón
pura especulativa, el uso práctico de la razón pura no necesita
una crítica porque, nos dice, “si la razón pura es realmente
práctica, demostrará su propia realidad y la de sus conceptos
mediante hechos y en vano será toda disputa en contra de la po­
sibilidad de que sea tal” (C 2 5:3/2). La crítica de la razón pura
muestra que en su uso teórico la razón pura se vuelve dialéctica
228 virtud, felicidad y religión

al pretender conocer objetos que no pueden darse en ninguna


experiencia posible. El uso legítimo de la razón teórica se ve li­
mitado por la condición de que el objeto de conocimiento se
pueda dar en la intuición sensible, ya sea a priori o a posteriori. A
la luz de la imposibilidad de que el objeto pue­da darse, hay un
sentido en que el uso puro de la razón teórica (su uso especula­
tivo) es imposible o ilusorio. En el caso del uso práctico de la
razón pura, de manera similar, es preciso establecer su posibili­
dad, es decir, que la razón pura puede determinar a priori a la
voluntad y que, por lo tanto, la autoridad del principio moral
no es ilusoria. A diferencia de la razón especulativa, sin embargo,
la legitimidad del uso puro de la razón práctica no depende de
que su objeto pueda darse en la intuición sensible. Ello se debe
a que en su uso práctico la razón pura no busca conocer objetos
sino determinar a la voluntad a la acción. De ahí se sigue que la
“realidad” de su objeto, a saber, la determinación a priori de la vo­
luntad tenga que establecerse de alguna otra manera.
De acuerdo con el pasaje que acabo de citar, Kant sostiene
que si se muestra que la razón pura puede determinar a priori a la
voluntad, no se podrá dudar de su legitimidad porque “demos­
trará su propia realidad y la de sus conceptos mediante hechos”
(C 2 5:3/2).28 Esto significa que si se puede concebir a priori que
la razón se determina a sí misma a la acción por un prin­cipio a
priori, no hace falta dar un segundo paso que establezca la reali­
dad de esta determinación a partir de algún otro dato de la ra­
zón pura, en específico, a partir de la realidad de la libertad.
Dicho de otro modo, no hace falta ninguna deducción que es­
tablezca la legitimidad del principio moral, es decir, su autori­
dad para la voluntad humana. A diferencia de la razón especu­
lativa, el uso puro de la razón práctica produce la realidad de
sus propios objetos, por lo cual se autentifica o se legitima a sí
mismo, de modo que no hace falta ninguna crítica de ella. En el
caso de la razón práctica, lo que se necesita someter a crítica es
28
Sobre la doctrina del “hecho de la razón”, véase también Sussman, “From
Deduction to Deed: Kant’s Grounding of the Moral Law”; Allison, Kant’s Theory
of Free­dom, capítulo 13; Henrich, “The Deduction of the Moral Law: The
Reasons for the Obscurity of the Final Section of Kant’s Groundwork of the Meta­
physics of Morals”, y Beck, A Commentary on Kant’s Critique of Practical Reason,
capítulo X.
la fundamentación de la moral 229

su uso empíricamente condicionado, con el fin de limitar las


pretensiones del amor propio de servir como principio incon­
dicionado.29
Kant presenta la imposibilidad de una deducción de la ley
moral en contraste con la deducción de los conceptos puros del
entendimiento en la filosofía teórica.30 Nos dice que “son dos pro­
blemas muy distintos el de saber cómo, por una parte, la razón
puede conocer objetos a priori, y cómo, por otra parte, puede ser
inmediatamente un fundamento determinante de la voluntad”
(C 2 5:44–45/43). En el primer caso, el problema que se plantea
se refiere a la posibilidad de intuiciones a priori, sin las cuales
ningún objeto puede darse (C 2 5:45/43–44). En el segun­­do
caso, en cambio, el problema es cómo puede determinar la ra­
zón a la voluntad; si lo hace “sólo mediante representaciones
em­píricas como fundamentos determinantes” o si lo hace por
una ley a priori “de un orden natural que no puede ser conocido
empíricamente” (C 2 5:45/44). El punto crucial de la asimetría
es que la manera en que los conceptos de la razón pura práctica
son “reales” difiere de aquella en que los conceptos de la razón
especulativa aspiran a serlo. Estos últimos serían “reales” si se re­
firieran a objetos que pueden darse en la intuición sensible;
como ello es imposible, se demuestra que son conceptos vacíos.
En cambio, la realidad de los conceptos de la razón pura prácti­
ca no depende de intuición alguna, ya que si la razón pura es
práctica entonces es “el fundamento de la existencia de los ob­
jetos mismos” (C 2 5:46/45).
La asimetría se basa en las diferentes funciones que desem­
peñan los conceptos en cada caso. En el primero, su función es
referirse a algo dado (o que puede ser dado); en el segundo, su
fun­ción es determinar la acción. Kant observa que los concep­
tos prácticos a priori “no necesitan esperar las intuiciones para
tener significado, y eso se debe a la importante razón de que
ellos mismos producen la realidad de aquello a lo que se re­­fie­
ren (la inten­ción de la voluntad), lo cual no sucede de nigún
modo con los conceptos teóricos” (C 2 5:66/64). Que la razón
29
Véase el capítulo I, sección 5.
30
Timmermann (“Reversal or Retreat? Kant’s Deductions of Freedom and
Morality”) discute este punto.
230 virtud, felicidad y religión

pura práctica produzca la realidad de sus propios objetos no


sig­nifica, desde luego, que la voluntad cuente siempre con los
medios ne­cesarios para producir el objeto que se propone. La
adversidad del mundo o la falta de cooperación de otras perso­
nas pueden ser obstáculos que impidan la producción efectiva
del objeto de la voluntad. Sin embargo, Kant aclara que la pre­
gunta de la crítica no es si la voluntad es suficiente para produ­
cir su objeto, sino si puede verse motivada por la razón pura
para determinarse a producirlo.
Estas asimetrías entre los dos usos de la razón pura tienen
implicaciones para las maneras en que se puede concebir la po­
sible legitimidad de los conceptos y principios a priori en cada
caso. Kant observa que en la deducción del principio moral, es
decir, “en la justificación del valor objetivo y universal de este
principio […] no se puede proceder tan bien como con los prin­
cipios del intelecto puro teórico” (C 2 5:45/47), porque estos
úl­timos se refieren a objetos que pueden darse en la experien­
cia, es decir, a los fenómenos. Como el fenómeno se puede pre­
suponer como algo dado (o que puede darse), si se muestra que
los principios del intelecto puro teórico son condición necesa­
ria para su posibilidad, se establece al mismo tiempo la legitimi­
dad de tales principios. En cambio, en la filosofía práctica, no
puede presuponerse que el objeto sea algo “dado” a la razón “de
cualquier otro modo”, ya que la razón es la causa misma del ob­
je­to (C 2 5:46/45). De acuerdo con esto, la deducción de la ley
mo­ral es imposible e innecesaria. La deducción es imposible
porque el objeto no es algo dado a la razón de alguna otra fuen­
te, de modo que no cabe establecer la realidad del principio
mo­ral mostrando que es constitutivo de objetos dados. No obs­
tante, la deducción tampoco es necesaria debido a esa misma
consideración, a saber, que la razón pura práctica misma produ­
ce la realidad de su objeto. Según esto, si se muestra que la razón
pura puede determinar a priori a la voluntad, habrá mostrado su
propia realidad y la de sus principios de la única manera en que
la razón práctica puede hacerlo: por su propia actividad. El he­
cho de la razón, entonces, es aquella actividad de la razón pura
en la cual ésta muestra que puede determinar a priori a la volun­
tad, aunque “no se pueda encontrar en la experiencia un sólo
ejemplo de que se haya observado exactamente” (C 2 5:47/46).
la fundamentación de la moral 231

Que algo se pueda dar a priori es algo con lo cual los lectores
de Kant están familiarizados. De acuerdo con él, nos podemos
representar objetos a priori en la intuición sensible: no los obte­
nemos de la experiencia, sino que se trata de objetos de una
experiencia posible. Como la sensibilidad es una facultad pasi­
va, tales objetos nos son dados. En el caso de la ley moral resulta
ex­traño decir que pueda ser “dada”, ya que es un principio de
la razón pura y, por ello, no puede darse en la intuición sensi­
ble. Decir que la ley moral es “dada” por la razón pura a sí mis­
ma es una expresión metafórica, ya que la razón es una facultad
activa por la cual nada nos es dado pasivamente. No obstante, si
esta ley es “dada” a priori, la conciencia que tenemos del hecho
de la razón no se deriva de ejemplos de la experiencia. Esto
significa que tal conciencia no consiste en la experiencia de sen­
tirse motivado a actuar moralmente. En este caso, la autori­dad
de la ley moral se establecería mediante el ejemplo del propio
caso de experiencia de motivación moral. La tesis de Kant, en
cam­bio, parece ser que podemos representarnos a priori la po­
sibilidad de que la ley moral determine la voluntad; en la con­
ciencia de ello consiste el hecho de la razón.
Hacia el final de la “Analítica” Kant observa que “podemos
tener conciencia de las leyes prácticas puras así como somos cons­
­­cientes de los principios teóricos puros: prestando atención a
la necesidad con que la razón nos los prescribe y a la abstrac­
ción de todas las condiciones empíricas que la razón nos indica”
(C 2 5:30/28). A continuación ilustra esta afirmación pregun­
tando si un hombre podría vencer su amor a la vida si su prínci­
pe, mediante amenazas de muerte, le exige que dé un falso tes­
timonio contra una persona honesta. Kant responde: “quizá él
no se atreverá a asegurar si lo vencería o no; pero de que ello es
posible, lo tiene que admitir sin dificultad. Así pues, él juzga
que puede hacer algo porque es consciente de que debe hacer­
lo” (C 2 5:30/29). La conciencia de la ley moral en el hecho de
la razón no consiste en que seamos conscientes de vernos moti­
vados a actuar moralmente, sino de que podamos vernos motiva­
dos por una exigencia incondicionada de la razón incluso a ven­
cer nuestro amor a la vida. En este hecho, Kant afirma, “la razón
se manifiesta como originariamente legisladora” (C 2 5:31/30).
Como el uso práctico de la razón pura se autentifica a sí mis­
mo, según Kant, se sigue que la autoridad de la ley moral no
232 virtud, felicidad y religión

depende de que se demuestre antes la realidad de la libertad.


Esta formulación es otra manera de expresar que no hace falta
ninguna deducción. A diferencia de la Fundamentación, ahora
sostiene que el hecho de la razón nos “revela” nuestra libertad.
Tras establecer, al igual que en la obra anterior, que la ley moral
y la libertad se implican recíprocamente (C 2 5:29/28), plantea
la pregunta acerca de “dónde empieza nuestro conocimiento de lo
incondicionado práctico, si en la libertad o en la ley práctica”.
Él responde lo siguiente:
En la libertad no puede empezar; en efecto, no podemos tener
con­ciencia inmediatamente de ella porque su primer concepto es
negativo ni deducirla de la experiencia, porque la experiencia so­
lamente nos da a conocer la ley de los fenómenos, y por lo tanto,
el mecanismo de la naturaleza, el cual es totalmente opuesto a la
li­bertad. Por consiguiente la ley moral, de la cual tenemos concien­
cia inmediatamente (tan luego que formulamos la máxima de la
vo­­luntad), es la que se nos presenta primeramente. (C 2 5:29–30/28)
De acuerdo con esto, el único acceso que podemos tener a la
libertad es a través de la ley moral. Kant observa que la experien­
cia confirma este orden de los conceptos. Para ilustrar el pun­to,
hace un contraste entre dos ejemplos, uno de los cuales ya men­
cioné antes. Primero se pregunta si un hombre que considera
su inclinación al placer totalmente irresistible “cuando se le pre­
senta el objeto amado y la ocasión propicia” no la vencería “si se
levanta una horca frente a la casa donde se encuentra esta oca­
sión para colgarlo apenas haya gozado el placer” (C 2 5:30/29).
Su respuesta es que “no se tiene que buscar mucho lo que res­
pondería”. A continuación ofrece el ejemplo de un hombre cuyo
príncipe, mediante amenazas de muerte, le exige que dé un fal­
so testimonio contra una persona honesta. Él se pregunta si este
hombre podría vencer su amor a la vida y responde, como ya
vimos, que “quizá él no se atreverá a asegurar si lo vencería o no;
pero de que ello es posible, lo tiene que admitir sin dificultad.
Así pues, él juzga que puede hacer algo porque es consciente de
que debe hacerlo y reconoce en sí mismo la libertad que, sin la
ley moral, le habría permanecido desconocida” (C 2 5:30/29).
El propósito del contraste entre ambos ejemplos es señalar
que las acciones que llevamos a cabo por inclinación no revelan
la fundamentación de la moral 233

la realidad de la libertad porque podemos concebir la posibili­


dad de vernos motivados a renunciar a lo que nos agrada por el
interés de evitar un dolor mayor. En este tipo de acciones resul­
ta natural concebirnos como actores sujetos a los sentimientos
que experimentamos. En cambio, no podemos concebir la posi­
bilidad de vernos motivados a actuar moralmente a pesar de las
mayores amenazas a nuestro propio bienestar a menos que nos
con­cibamos como independientes de los influjos de los sentimien­
­­tos que experimentamos (como el terror a la muerte). Como ya
sabemos, la independencia frente a los influjos de la sensibili­
dad es la libertad, la cual, según Kant, nos la podemos atribuir
gracias a la conciencia de la autoridad de la ley moral.
Para entender este último punto es preciso recordar que en la
“Analítica” Kant ya había mostrado que si la voluntad no se deter­
mina por la representación de un objeto cuya rea­lidad se desea,
el único otro fundamento de determinación posible es la forma
universal de la máxima.31 Es crucial que el interés que el hom­
bre del ejemplo puede tomar en no dar un falso testimonio no
pueda considerarse dependiente de un objeto cuya realidad se
de­­­­sea porque le agrada. En la “Analítica” se sos­tiene que to­-
dos los principios prácticos se dividen en materiales y formales.
Los materiales son aquellos que “presuponen un objeto (mate­
ria) de la facultad de desear como fundamento determinante
de la voluntad” (C 2 5:21/19). Cuando el deseo de hacer realidad
el objeto es la base para la formulación de un prin­cipio prácti­
co, este último será siempre empírico. La razón de ello es que si
el deseo por el objeto precede al principio práctico, ese deseo
procede de una fuente diferente de la razón misma: en ese caso,
la razón formula el principio con base en una materia que le
viene dada de otro lado. De acuerdo con Kant, el sentimiento
de placer y displacer es la única otra fuente por la cual puede de­
searse la realidad de un objeto. Debido a que sólo por experien­
cia podemos saber qué nos place y qué nos displace, cuando tal
deseo antecede al principio práctico, este último es necesaria­
mente empírico. Nos dice que todos los “principios prácticos
materiales” pertenecen al principio de la felicidad, el cual defi­
ne como “el principio de hacer de la felicidad el fundamento

31
Véase el capítulo I, sección 5.
234 virtud, felicidad y religión

determinante del arbitrio” (C 2 5:22/20). A la felicidad, a su vez,


la caracteriza como “la conciencia del agrado de la vida, que
acompaña permanentemente toda su existencia [de un ser ra­
cional]” (C 2 5:22/20).
En cambio, cuando el principio práctico no se formula con
base en una materia de la facultad de desear, se concibe según la
forma de él mismo. En este caso, el fundamento determinante
no proviene de los sentimientos de agrado y desagrado, sino de la
razón. Cuando esta última es el fundamento determinante, le
impone la forma de la universalidad al material que proviene de
la sensibilidad. Si el fundamento determinante de la voluntad
es la forma de la máxima, el principio práctico se concibe solo
según su forma, es decir, como una ley universal. En tal caso, al
pensar sus principios subjetivos prácticos como leyes universa­
les, el ser racional “debe admitir que la mera forma de éstos,
según la cual se hacen apropiados para una legislación universal, por
sí sola los hace leyes prácticas” (C 2 5:27/25). En el ejemplo del
falso testimonio, no puede concebirse que el fundamento de
determinación de la voluntad del hombre sea un objeto de pla­
cer o displacer cuando se ve motivado a no ceder a las amenazas
de su príncipe y arriesga la vida. Según el supuesto de que desde
la perspectiva del amor propio no puede haber un de­sagrado
mayor que el terror a una muerte segura, no puede ha­­ber nin­
gún fundamento sensible con base en el cual se pueda concebir
la determinación de no dar un falso testimonio a pesar de las
amenazas a la propia vida. En ese caso, la voluntad se determina
según la forma de la máxima, es decir, por la consideración de
que la máxima de dar un falso testimonio por amor pro­pio no
puede valer como ley universal.
En la “Analítica” Kant también muestra que cuando la mera
forma legislativa de la máxima es el fundamento determinante
suficiente de una voluntad, esta última se debe pensar como
“to­talmente independiente” de la ley natural de los fenómenos,
es decir, como libre en sentido trascendental (C 2 5:29/27). La
razón de esto es que la forma de la ley no es un objeto de los
sentidos y “no puede ser representa­da más que por la razón”
(C 2 5:28/27). Como la forma de la ley no pertenece a los fenó­
menos, “se distingue de todos los fun­damen­tos de­­terminantes
de los eventos naturales según la ley de la cau­salidad”, es decir,
la fundamentación de la moral 235

no está sujeta a esta ley (C 2 5:28/27). Por ello, cuando se piensa
que el fundamento determinante de la voluntad es la forma de
la máxima que la hace apta para una legislación universal, la
voluntad debe concebirse independiente de la ley natural de los
fenómenos, es decir, libre.32 En conclusión, el ejem­plo del falso
testimonio ilustra que nos atribuimos la propiedad de la libertad
cuando nos concebimos sujetos a la autori­dad de la ley moral.
Esta última nos “revela” nuestra libertad, por lo cual resulta im­
posible establecer la autoridad de la segunda a partir de la pri­
mera. De acuerdo con Kant, esto sig­nifica que en lugar de la
“vanamente buscada” deducción del prin­ci­pio mo­ral a partir
de la libertad, encontramos que el primero sir­ve de principio
para la deducción de la facultad de la libertad (C 2 5:47/46).

6 . La libertad y el mundo inteligible


Como la libertad y la ley moral se implican mutuamente, resulta
extraño decir que un concepto puede servir para establecer la
rea­lidad del otro. Tal vez sería más apropiado decir que la con­
ciencia de la autoridad de la ley moral es idéntica a la con­cien­­cia
de nuestra propia libertad. Kant sugiere esta posibilidad cuan­­do
señala que el hecho de la razón es idéntico a la con­ciencia de la
libertad de la voluntad (C 2 5:42/41). En cualquier caso, al ser­
vir de “principio de la deducción” de la libertad, la ley mo­ral
ad­quiere una “especie de crédito”, ya que “la razón teórica es­
taba obligada a admitir al menos la posibilidad de la li­bertad”
(C 2 5:48/46).
El resultado de los argumentos en la tercera antinomia de la
razón pura en la primera Crítica es que, desde el punto de vista
es­pecu­lativo, tiene que admitirse la posibilidad de la libertad.33
Esto último se debe a que, por un lado, la razón pura necesita el
concepto de una causa primera para poder pensar lo incon­
dicionado y, por el otro, a que no se puede demostrar la impo­
sibilidad de una causa libre. Sin embargo, el pensamiento de la
libertad resulta problemático para la razón pura especulativa, ya

32
De ahí no se sigue, como ya vimos, que la determinación de la voluntad
en ese caso carezca de una materia o contenido (un fin). Sobre este asunto,
véa­se el capítulo IV, sección 2, de este volumen y también C 2 5:34/33.
33
Allison, Kant’s Theory of Freedom, parte I.
236 virtud, felicidad y religión

que sólo puede concebirla como un noúmeno, es decir, como el


concepto de un objeto que no puede darse en ninguna experien­
cia posible. Este pensamiento resulta un problema para la razón
especulativa porque no puede determinarlo positivamente, es
decir, no puede concebir cómo opera una causalidad se­me­
jante. Según Kant, la ley moral adquiere una especie de crédito
porque determina positivamente el concepto de una causali­-
dad por libertad: especifica la ley conforme a la cual opera esta
última, a saber, la ley moral. De este modo, la ley moral satisface
una necesidad de la razón especulativa lo cual, nos dice, es com­
pletamente suficiente “en lugar de toda justificación a priori”
(C 2 5:48/46).
De acuerdo con esto, la ley moral es la ley de una “naturaleza
suprasensible”, es decir, de un orden que no puede darse en la
ex­periencia y que sólo la razón pura puede pensar. Al concebir­
nos bajo la autoridad del principio moral, pensamos, al mismo
tiempo, que este orden racional es un modelo “cuya copia debe
existir en el mundo sensible, pero al mismo tiempo sin romper
las leyes de éste” (C 2 5:45/42). La ley moral, como afirma Kant,
“determina nuestra voluntad a dar al mundo sensible la forma
de un todo de seres racionales” (C 2 5:45/42). La idea de la ra­
zón de una naturaleza suprasensible recibe realidad objetiva
práctica como fundamento determinante de la voluntad.
El crédito que se otorga a la ley moral se debe a que, al determi­
nar positivamente el concepto de una causalidad por libertad,
le da realidad objetiva práctica a la razón pura misma, “la cual,
en sus ideas, si quería proceder especulativamente, se hacía
siempre trascendente” (C 2 5:48/46–47). Podría decirse que la
ley moral constituye el paso final en la respuesta de Kant al reto
escéptico planteado en la primera Crítica. Ese reto consiste en
que, a menos que se resuelvan las contradicciones en que cae la
razón pura en su uso especulativo, se podrá dudar de la le­giti­
midad de éste. Kant sostiene que la doctrina del idealismo tras­
cendental (la distinción entre fenómeno y cosa en sí) constituye
la salida de tales contradicciones y, por lo tanto, la respuesta al
escepticismo respecto del uso puro de la razón. Sin embargo, la
razón pura especulativa no puede determinar positivamente
el concepto de una cosa en sí o de un objeto suprasensible. La
ley moral completa la respuesta al reto escéptico al determinar
la fundamentación de la moral 237

positivamente el concepto de un objeto que no puede darse en


la intuición sensible (el noúmeno).

7 . El incentivo moral


Ya que la autoridad de la ley moral ha quedado establecida, es
preciso mostrar de manera más específica cómo puede motivar­
nos a la acción. Como Kant considera que no se nos puede mo­
tivar a actuar a menos que la representación de un curso de ac­
ción produzca en nosotros un incentivo, tiene que ser el caso que
la razón pura práctica sea fuente de incentivos, pues de no ser así
jamás podríamos vernos motivados a llevar a cabo acciones mo­
rales. El imperativo moral puede tener influencia en la volun­
tad humana en la medida en que puede producir incentivos en
nosotros. Un incentivo, como hemos visto, es un sentimiento
en virtud del cual nos representamos una acción posible como
algo por realizar. El único incentivo que la razón pura práctica
produce es el sentimiento de respeto por la ley. Se trata del efec­
to subjetivo que la representación del deber tiene en nosotros;
es el efecto que la representación de la ley moral tiene en nues­
tros sentimientos. Así pues, no todos los sentimien­tos a que so­
mos pro­pensos son parte de nuestra constitución natural, ya que
la razón pura produce por lo menos uno de ellos.
En la segunda Crítica Kant explica el respeto por la ley de la
si­guiente manera. De acuerdo con él, los seres humanos tene­
mos una tendencia natural a preocuparnos por la satisfacción
de nuestras inclinaciones, a la que llama “egoísmo” (Selbstsucht).
Se trata de una tendencia natural a preocuparnos por nuestra
felicidad, ya que por esta última él entiende la satisfacción de
todas las inclinaciones juntas reunidas “en un sistema tolera­-
ble” (C 2 5:73/71). Este egoísmo tiene dos vertientes: puede ser
o bien amor de sí mismo (Selbstliebe) –amor propio (Eigenliebe– o
bien complacencia en sí mismo (Wohlgefallen). La primera ver­
tiente, afirma Kant, es una “benevolencia excesiva consigo mis­
mo”, que puede ser controlada por la moralidad. El amor de sí
mismo no es malo de por sí; es una tendencia que forma parte
de nuestro instinto de preservación, pues consiste en preocupar­
nos por satisfacer nuestras inclinaciones naturales. Alguien que
carece de amor propio no puede tener ningún incentivo para la
238 virtud, felicidad y religión

acción, pues carecería de la tendencia a preocuparse por la sa­


tisfacción de sus deseos e inclinaciones, incluso los deseos de
beber agua y de alimentarse. La segunda vertiente, en cambio,
es una corrupción de la primera; Kant se refiere a ella como
presunción (Eigendünkel ) o arrogancia (Arrogantia). Se trata de
una tendencia a valorar la satisfacción de las inclinaciones por
encima de la moralidad. Mientras que el amor propio es una
tendencia natural a preocuparse por la satisfacción de las incli­
naciones y puede ser racional (vernünftige) en la medida en que
está limitada por la moralidad, la arrogancia no es una tenden­
cia natural, sino que presupone la moralidad y es el resultado
de una corrupción. Alguien con una tendencia a la arrogancia
le otorga prioridad a la satisfacción de sus inclinaciones por en­
cima de las exigencias de la moralidad, lo cual significa, en par­
te, que le otorga prioridad a la satisfacción de sus inclinaciones
sobre la consideración que les debe a las demás personas.
Kant sostiene que la moralidad tiene un influjo negativo so­
bre el sentimiento. Como ya vimos, las inclinaciones y las aver­
siones descansan en sentimientos de placer y de dolor. Cuando la
moralidad le impone límites al amor propio, frustra la satisfac­
ción de las inclinaciones contrarias a ella, lo cual produce un
sentimiento de insatisfacción. Más importante todavía es la hu­
millación, según Kant, a que la representación de la ley moral
somete a la arrogancia cuando el sujeto compara con la morali­
dad “la tendencia sensible de su naturaleza” (C 2 5:74/72). Este
sentimiento de insatisfacción y de humillación da lugar a un sen­
timiento de respeto por la ley moral. Ese sentimiento de respeto
se describe como una especie de liberación de un obstáculo a la
ley moral, lo cual, nos dice “es tenido en cuenta como equivalen­
te a una positiva acción de la causalidad” (C 2 5:75/73). El senti­
miento de respeto es el resultado de una combinación, por un
lado, del sentimiento de dolor que se produce con la frustra­
ción de las inclinaciones y la humillación de la arrogancia y, por
el otro, del sentimiento de placer que se origina al remover los
obstáculos a la ley moral. Es importante notar que el sentimien­
to de respeto por la ley no puede ser anterior a la ley moral, ya
que la frustración de las inclinaciones y la humillación de la
arrogancia la presuponen. Este sentimiento de respeto, el cual
es nuestra reacción subjetiva frente a la representación de la ley
la fundamentación de la moral 239

moral, se dirige hacia la ley moral, pero no como algo indepen­


diente y externo a nosotros: como esta ley es producto de nues­
tra propia legislación, el objeto del sentimiento de respeto so­
mos nosotros mismos, como legisladores de la ley moral.34 Kant
escribe: “esta voluntad posible para nosotros en la idea es el
auténtico objeto de respeto, y la dignidad de la humanidad con­
siste precisamente en esta capacidad de ser universalmente le­
gisladora, aunque con la condición de estar ella misma a la vez
sometida precisamente a esta legislación” (F 4:440/211).
La propensión a tener sentimientos favorables a la moralidad
es un hecho psicológico acerca de nosotros que no admite ex­
plicación, según Kant. Su tesis no es que frente a la representa­
ción de la ley moral debamos reaccionar con un sentimiento de
respeto; únicamente sostiene que es un hecho que así reaccio­
namos. Desde luego, podría haber sido el caso que en lugar de
provocar un sentimiento de respeto por la ley moral, la morali­
dad produjera un sentimiento de odio o aversión. Él considera
esta posibilidad, pero la descarta ya que, desde su punto de vis­
ta, estamos constituidos psicológicamente de tal manera que reac­
cionamos de manera favorable hacia la moralidad. Sobre este
punto escribe lo siguiente en la “Doctrina del método” de la se­
gunda Crítica:
Pero no a todos deberá parecer tan claro, e incluso a primera vista
podrá parecer completamente inverosímil que, incluso subjetiva­
mente, esa representación de la virtud pura pueda tener más fuer-
za sobre el espíritu humano y proporcionarle un incentivo mucho
más potente para realizar esa legalidad de las acciones y producir
decisiones más firmes que prefieran la ley por puro respeto hacia
ella sobre cualquier otra consideración, que todos los espejismos
engañosos del placer y que todo lo que pertenece, en general, a la
felicidad o a las amenazas de dolores y males. Pero así ocurre real­
mente, y si la naturaleza humana no estuviese constituida de esta mane-
ra ningún modo de representarse la ley, mediante circunloquios y
recomendaciones indirectas, podría producir la moralidad de las
intenciones. (C 2 5:151–152/144, las cursivas son mías.)
Kant sostiene en este pasaje que si la moralidad no produjera
un incentivo en nosotros (si reaccionáramos con sentimientos
34
Sobre el sentimiento de respeto, véase D. Velleman, “Love as a Moral
Emotion”.
240 virtud, felicidad y religión

de aversión hacia ella), la disposición moral se volvería imposi­


ble y necesitaríamos de incentivos no morales para conformar
externamente nuestra conducta a las exigencias de la morali­
dad. Pero esto no sucede, de acuerdo con él, porque estamos
naturalmente predispuestos a reaccionar favorablemente a la re­
presentación del deber moral.
VII

ÉTICA Y VIRTUD

Con mucha frecuencia los lectores de la filosofía moral de Kant


suponen que el ideal de conducta moral contenido en el impe­
rativo categórico consiste en la firme determinación de verificar
cada una de nuestras máximas para determinar qué acciones
específicas se requieren, permiten o prohíben en cada ocasión.1
De acuerdo con esta lectura, la ética kantiana exige la realiza­
ción u omisión de acciones particulares, mas no exige el desarro­
llo o cultivo de un carácter moral. En todo caso, el carácter moral
consistiría en la firme determinación de verificar cada máxima
según se presente la ocasión y actuar según los resultados de la
aplicación del principio moral en alguna de sus formulaciones.
A la luz de ese tipo de lectura, se ha vuelto un lugar común
objetar que Kant ofrece una concepción muy poco atractiva del
ideal de conducta moral. En una concepción más interesante,
el ideal de carácter moral se concibe como un conjunto de dis­
posiciones para actuar y reaccionar moralmente; no se trata
sólo de llevar a cabo actos específicos, ni mucho menos de ve­
rificar cada máxima individualmente, sino de tener la sensibili­
dad para percibir los rasgos moralmente relevantes del mundo
y de actuar en consecuencia.2 Desde esa otra concepción, el cul­
tivo de un carácter moral consiste en el desarrollo de tales dis­
posiciones, el cual tiene lugar con la guía de principios y re­
quiere necesariamente la adquisición de sentimientos morales.
1
R. Crisp, “Modern Moral Philosophy and the Virtues”, y J. Schneewind,
“The Misfortunes of Virtue”.
2
J. McDowell, “Virtue and Reason”, y J. Annas, The Morality of Happiness,
capítulo II.
242 virtud, felicidad y religión

Cuando la sensibilidad se ha transformado con éxito según la


guía de principios morales mediante la práctica, la sensibilidad
moral dirige la conducta del agente sin tener que verificar las
máximas en cada ocasión. Según la objeción generalizada, una
ética que concibe el ideal de conducta moral en esos términos
coloca el énfasis en el desarrollo del carácter, mientras que la
kantiana lo hace en la realización u omisión de actos particula­
res. De acuerdo con la manera en que ha procedido el debate,
la del primer tipo es una ética de la virtud porque las virtudes
son las disposiciones que constituyen el carácter, mientras que la
kantiana sería una ética de principios, los cuales se aplican para
determinar qué se debe hacer en cada ocasión.3
Una respuesta natural a este tipo de objeciones es que la mera
existencia de la Doctrina de la virtud debería alertar a quienes su­
po­nen que la ética kantiana se centra en la realización u omisión
de acciones particulares. Aunque, ciertamente, se trata de una
ética centrada en principios morales, la función de ellos, como
veremos en este capítulo, es servir de guía en la adquisición de
un carácter moral. Para ello es preciso ir más allá de la Fundamen­
tación y de la segunda Crítica y considerar la Doctrina de la virtud
y la Religión. Sin embargo, mi propósito en este capítulo no es
desechar el tipo de críticas que acabo de caracterizar brevemen­
te con el argumento de que sus partidarios han llevado a cabo
una lectura muy parcial e incompleta de la filosofía moral de
Kant. Si bien hay algo de verdad en esto último, también es cier­
to que la concepción kantiana de la virtud no puede resultar satis­
factoria para los defensores de la ética de la virtud. El propósito
central de este capítulo es examinar la teoría de la vir­tud de
Kant sin afirmar que la suya es una ética de la virtud.
Lo verdaderamente interesante en este debate no es si la éti­
ca kantiana se centra en las acciones, en los principios o en el
carácter, o si los críticos no han tomado en consideración las
obras en que Kant desarrolla su teoría de la virtud. Lo interesan­
te reside en las distintas concepciones de la virtud que el de­
bate deja al descubierto. Los partidarios de la ética de la vir­

3
M. Baron, Ph. Pettit y M. Slote, Three Methods of Ethics: A Debate. El supuesto
de que existe una oposición entre deber y virtud se encuentra también en O.
Guariglia, “¿Moral del deber o moral de la virtud?”
ética y virtud 243

tud defienden un ideal de carácter moral en el cual la sensi­b­i-


lidad moral exitosamente transformada guía la conducta de la
persona virtuosa. Quienes se ubican de ese lado del debate di­
fieren entre sí respecto del lugar que otorgan a los principios
morales: algunos sostienen que los principios morales guían el
desarrollo del carácter moral, mientras que otros caracterizan
las virtudes a partir de ciertos sentimientos apropiados.4 No obs­
tante, todos coinciden en defender un ideal de carácter moral
que se distingue por la ausencia de conflictos entre la sensibili­
dad y lo que la per­sona virtuosa considera que debe hacer, sea a
la luz de principios morales o de una concepción de las virtudes.
De acuerdo con esto, la persona virtuosa experimenta los senti­
mientos apropiados en cada situación y actúa en consecuencia.
Esta concepción de la virtud, por lo tanto, supone que los sen­
timientos pueden ser guías confiables para la acción. Ello pue­
de deberse a una teoría de la sensibilidad según la cual ésta
puede transformarse exitosamente con la guía de la razón, o
bien a una teoría de los sentimientos según la cual ellos mismos
pueden ser virtuosos y guiarnos en la acción sin la necesidad de
emplear principios morales.
Por contraste, la teoría kantiana de la virtud sostiene que el
conflicto entre la sensibilidad de la persona virtuosa y las exi­
gencias contenidas en los principios morales es imposible de eli­
mi­nar.5 En el ideal, la persona virtuosa se encuentra siempre en
lucha contra los sentimientos que la inclinan a privilegiar las
demandas del amor propio por encima de las del deber moral.
En la segunda Crítica Kant caracteriza a la virtud como “la inten­
ción moral en lucha” (C 2 5:84/82); en la Doctrina de la virtud dice
que “la virtud es la fuerza de la máxima del hombre en el cum­­
plimiento de su deber” (PMDV 6:394/248); y en la Religión se­­­
ñala que la virtud es una “palabra que (tanto en griego como en
latín) significa denuedo y valentía y, por lo tanto, supone un ene­
­migo” (R 6:57/63). La razón de ello no se encuentra, como suele
pensarse, en una pobre concepción de los sentimientos como
meras reacciones ciegas. Es cierto que, a diferencia de los parti­
4
Annas (The Morality of Happiness, capítulo II) se inclina por la primera op­
ción, mientras que McDowell (“Virtue and Reason”) se inclina por la segunda.
5
Para una crítica de esta postura, véase Schneewind, “The Misfortunes of
Virtue”.
244 virtud, felicidad y religión

darios de la ética de la virtud, Kant no suscribe la tesis de que los


sentimientos se pueden transformar plenamente con base en la
razón, ni mucho menos la tesis de que pueden guiarnos moral­
mente por sí mismos, sin la necesidad de principios morales. No
obstante, la razón por la cual la virtud implica necesariamente
el conflicto es la relación inevitablemente conflictiva entre las exi­
gencias morales, por un lado, y el tipo de sentimientos que se
presentan naturalmente en la interacción humana, por el otro.
En contraste con los partidarios de una ética de la virtud, Kant
ofrece una concepción muy exigente de la moral en combinación
con un diagnóstico pesimista respecto de los sentimientos que
por naturaleza experimentamos socialmente. Aunque no sostie­
ne que las inclinaciones naturales sean malas en sí mismas, sí
afirma que tenemos una tendencia a experimentar sentimien­
tos contrarios a las exigencias morales. Por ello, aunque ofrece
una teoría de la virtud, no se trata de una ética de la virtud.
El capítulo está organizado del modo siguiente. En la prime­
ra sección veremos que el imperativo categórico es un principio
para la adquisición de un carácter moral. Para ello examinaré la
transición del establecimiento del imperativo en la Fundamenta­
ción y en la segunda Crítica a la teoría de la virtud. En la segunda
sección me ocuparé de la teoría kantiana sobre los sentimientos.
Aquí veremos por qué, de acuerdo con ella, los sentimientos no
pueden servir de guías confiables para la acción. En la tercera
sección me ocuparé de su teoría de los deberes éticos.

1 . Del imperativo categórico al principio supremo de la virtud


En su teoría de la virtud, Kant presenta y discute lo que parece
ser la lista completa de deberes éticos que deben guiar nuestra
conducta. Las dos categorías de deberes que comprenden a to­
dos los demás son la felicidad ajena y la propia perfección mo­
ral. Una característica importante es que en la derivación de los
deberes éticos no emplea ninguna de las fórmulas del imperativo,
sino lo que denomina “el principio supremo de la virtud”, el cual
dice: “obra según una máxima de fines tales que proponérselos
pueda ser para cada uno una ley universal” (PMDD 6:395/249).
La opinión compartida de los intérpretes más influyentes es que
este principio es una versión de la fórmula de la humanidad del
ética y virtud 245

imperativo categórico, ya que exige obrar según máximas de


fines.6 El problema de interpretación que ello plantea, sin em­
bargo, es por qué Kant no emplea la primera fórmula, de la cual
afirma reiteradamente que es la más apropiada para verificar la
cualidad moral de las máximas.7 Algunos intérpretes observan
que el hecho de que en su teoría de la virtud emplee una ver­
sión de la segunda fórmula del imperativo muestra que esta úl­
tima tiene cierto tipo de prioridad sobre la primera, al menos
en el te­rreno de la ética.8 Sin embargo, esto último no puede ser
correc­to porque, como hemos visto, la segunda fórmula necesa­
riamente presupone la primera.9 Más aún, cuando Kant introdu­
ce el principio supremo de la virtud, deja claro que la ética debe
prescribir un fin moral porque, de otro modo, no podría con­
trarrestar la influencia de los fines a los que nos conducen los
incentivos de la inclinación opuestos a la moral (PMDV 6:380–
381/230). Ello indica que la ética se concibe como una doctrina
de fines debido a ciertas “limitaciones” de nuestra naturaleza.
Por contraste, los argumentos que conducen a la segunda fór­
mula del imperativo no sugieren, en modo alguno, que el fin en
sí mismo se introduzca debido a ciertas limitaciones de nuestra
natura­leza; por el contrario, tales argumentos se proponen mos­
trar que la consideración de la naturaleza racional como fin en
sí mismo es un deber para todo ser racional.
En esta sección me propongo mostrar que las dificultades in­
terpretativas desaparecen si abandonamos la idea de que el prin­
­cipio supremo de la virtud es una versión de la segunda fór­mula
del imperativo. En mi opinión, se trata de principios que se en­
cuentran en distintos niveles de especificidad: mientras que la
fór­mula de la humanidad es la segunda fórmula del principio
moral, el cual es válido para todos los seres racionales, el princi­
pio supremo de la virtud constituye una especificación del prin­
cipio moral (en cualquiera de sus formulaciones) que resulta al
tomar en consideración ciertos rasgos universales de la natura­
leza humana. En esta medida, el principio supremo de la virtud
6
A. Wood, “The Final Form of Kant’s Practical Philosophy”, sección 4 y con­
clusión.
7
F 4:436–437/203, y C 2, “De la típica de la facultad de juzgar práctica”.
8
Wood, “The Final Form of Kant’s Practical Philosophy”.
9
Véanse los capítulos I, sección 5, y VI, sección 5.
246 virtud, felicidad y religión

está dirigido sólo a seres racionales que comparten cierta “limi­


ta­­ción”: que pueden aproxi­mar­­se a la perfección moral sólo
mediante un progreso constante a lo largo del tiempo guiado
por la representación de fines morales que se deben realizar. De
acuerdo con mi lectura, la diferencia crucial entre la segunda
fórmula del imperativo y el principio supremo de la virtud,
como veremos, es que el fin en sí mismo no es un fin que haya
que rea­lizar, mientras que los fines morales sí lo son. Por ello, el
primer principio puede estar dirigido a todos los seres racio­
nales, mien­tras que el segundo está específicamente dirigido a
seres racionales cuyas acciones tienen lugar en el tiempo. Para
entender cabalmente esta diferencia, es preciso comprender la
transición del imperativo categórico al principio supremo de
la virtud.
Como hemos visto a lo largo de este libro, Kant establece la
ley moral como un principio para todos los seres racionales. Este
principio da lugar a un ideal de conducta perfectamente regida
por él mismo, en el que el agente siempre y sin excepción actúa
de manera autónoma según máximas que pueda querer como
leyes universales para un reino de los fines y, en virtud de ello,
trata a la humanidad como fin en sí mismo. Sin embargo, es
impor­tante no perder de vista que para los seres racionales fini­
tos esa ley es un imperativo debido a los incentivos que nos in­
clinan en una dirección contraria. La presencia de este tipo de
incentivos motiva la pregunta de cómo puede un ser racional,
sujeto a la influencia de la inclinación, aproximarse al ideal de
perfección moral. Debido a este tipo de incentivos, no puede ser
el caso que la perfección moral pueda alcanzarse sólo gracias a
una “re­volución” en el modo de pensar (Denkensart), como ex­
presa Kant (R 6:47–48/56–57), porque los incentivos contrarios
a las exigencias morales se presentan a menudo y la autentici­
dad de la revolución misma depende de qué se haga frente a
ellos. La firme determinación de guiar la conducta propia se­
gún el imperativo categórico sólo puede establecerse en la prác­
tica, la cual está inevitablemente marcada por el conflicto entre
ciertos incentivos de la sensibilidad y las exi­gencias morales. Por
ello, la revolución también tiene que tener lugar en “el modo
del sentido” (Sinnesart) (R 6:47–48/56–57).
ética y virtud 247

En un pasaje en la Religión Kant observa lo siguiente:


Pero si el hombre está corrompido en cuanto al fundamento de su
máxima, ¿cómo es posible que lleve a cabo por sus propias fuerzas
esta revolución y se haga por sí mismo un hombre bueno? Y, sin
embargo, el deber ordena ser un hombre bueno, y el deber no
nos ordena nada que no nos sea factible. Esto no puede conciliar­
se de otro modo que así: la revolución ha de ser necesaria, y por
ello es posible para el hombre, por lo que se refiere al modo de
pensar, en tanto que la reforma paulatina lo es por lo que se refie­
re al modo del sentido (que opone obstáculos a él). Esto es: cuan­
do el hombre invierte el fundamento supremo de sus máximas,
por el cual era un hombre malo, mediante una única decisión in­
mutable (y con ello viste un hombre nuevo), en esa medida es,
según el principio y el modo de pensar, un sujeto susceptible del
bien, pero sólo en un continuo obrar y devenir es un hombre bueno; esto
es: puede esperar que con una pureza semejante del principio que
ha adoptado como máxima suprema de su albedrío y con la firme­
za de ese principio se encuentre en el camino bueno (aunque estre­
­cho) de un constante progresar de lo malo a lo mejor. (R 6:47–48
/56–57)10
Este pasaje tiene lugar en el contexto de la doctrina del mal ra­
dical; por ello, Kant inicia con la afirmación de la corrupción
moral del hombre y se pregunta cómo puede convertirse en bue­
no por sus propios medios (sin la gracia divina). Una revolu­
ción en el modo de pensar que conlleve la adopción del princi­
pio moral como principio supremo de la voluntad haría al
hombre moralmente perfecto. Debido a nuestra naturaleza fi­
nita, sin embargo, esa revolución lo hace sólo “un sujeto suscep­
tible del bien”, y puede convertirse en un hombre efectivamente
bueno “en un continuo obrar y devenir”. De acuerdo con esto,
la decisión de adoptar máximas éticas equivale a una revolu­ción
en el modo de pensar, pero esa decisión sólo nos hace “sus­cep­
tibles del bien”; la adopción propiamente se establece con base
en lo que se hace después. Por ello, quien resuelve adoptar má­
xi­­­mas éticas pero no actúa en consecuencia no se ha com­prome­
ti­do genuinamente. La práctica de acciones morales no desempe­
ña la función de afianzar máximas éticas previamen­te adop­tadas,
sino que su adopción tiene lugar en la práctica misma.

10
Las primeras cursivas son mías.
248 virtud, felicidad y religión

Kant llama “virtud” al esfuerzo constante por otorgar prima­


cía a las exigencias morales sobre las del amor propio cuando
ambas entran en conflicto. Nos dice que “la moralidad humana,
en su máximo grado, no puede ser ciertamente sino virtud”
(PMDV 6:383/234), es decir, un esforzado progreso constante
hacia la perfección moral. Como el imperativo categórico esta­
blece el ideal de perfección moral, mas no el de progreso, resul­
ta verosímil suponer que los principios metafísicos de la doctri­
na de la virtud constituyen una reformulación del primero de
modo que el mandato contenido en él sea precisamente progre­
sar moralmente. Estos principios metafísicos constituyen una
es­pecificación del principio moral que es resultado de tomar
en consideración ciertos rasgos propios de la naturaleza huma­
na que, si bien son universales, los tenemos debido a nuestra
parte pasiva o receptiva. En efecto, en la introducción a La me­
tafísica de las costumbres Kant observa lo siguiente:
Ahora bien, del mismo modo que en una metafísica de la natura­
leza tiene que haber también principios para aplicar los principios
supremos universales de una naturaleza en general a los objetos de
la experiencia, no pueden faltar tampoco en una metafísica de las
costumbres, y tendremos que tomar frecuentemente como ob­je­to
la naturaleza peculiar del hombre, cognoscible sólo por experien­
cia, para mostrar en ella las consecuencias de los principios mora­
les universales, sin disminuir por ello, sin embargo, la pureza de los
últimos, ni poner en duda su origen a priori. Esto signifi­ca que una
metafísica de las costumbres no puede fundamentarse en la antro­
pología, pero sin embargo puede aplicarse a ella. (MC 6:216–
217/21)
Aunque el texto de Kant no es explícito al respecto, se puede
suponer que los principios metafísicos a que se refiere son los
de la doctrina de la virtud y los de la doctrina del derecho. De
acuerdo con esto, tales principios se formulan con base en el prin­
cipio supremo de la moral y son, por lo tanto, a priori, aunque
toman “como objeto la naturaleza peculiar del hombre, cognos­
cible sólo por experiencia”. En estos pasajes, tampoco deja cla­
ro a qué aspectos de “la naturaleza peculiar del hombre” se re­
fiere. Sin embargo, también se puede suponer que se trata de
aquellos rasgos que nos caracterizan en virtud de nuestra parte
pasiva o receptiva. Como se trata de principios universales, tie­
ética y virtud 249

ne que tratarse de rasgos que, si bien son cognoscibles empíri­


camente, son asimismo universales. Como sabemos, las formas
universales bajo las cuales podemos vernos afectados por obje­
tos son el tiempo y el espacio. Por ello, si el imperativo categóri­
co ha de formularse de modo que esté dirigido a nosotros, seres
dotados de receptividad, tiene que tomar en consideración que
su adopción como guía de la conducta sólo puede tener lugar
en el tiempo y en el espacio.
Aunque Kant no lo dice explícitamente, se puede sostener
que el principio supremo de la virtud toma en consideración que
nuestras acciones tienen lugar en el tiempo y que el principio
universal del derecho se centra, sobre todo, en la dimensión es­
pacial.11 El primero dice “obra según una máxima de fines tales
que proponérselos pueda ser para cada uno una ley univer­sal”
(PMDD 6:395/249). Un fin que hay que realizar o producir sólo
puede promoverse o realizarse a lo largo del tiempo. Por su par­
te, el principio universal del derecho dice: “obra externamen­te
de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con
la libertad de cada uno según una ley universal” (PMDD 6:231
/40). La idea de que el uso del libre arbitrio de al­guien pueda
entrar en conflicto con el mismo uso que realice alguien más
remite al hecho de que los seres humanos interactuamos, lo
cual tiene lugar en el espacio. El principio universal del dere­
cho nos dice cómo debemos usar el libre arbitrio de modo que
pueda coexistir con el mismo uso que realicen otros conforme
a leyes universales. El que tal coexistencia deba ser con­forme a
leyes se sigue de la autoridad ya establecida del principio supre­
mo de la moral.
Como vimos en capítulos anteriores, cada formulación del im­
perativo categórico se corresponde con ciertas maneras de con­
­cebir la voluntad: en la primera fórmula, la voluntad se concibe
como la facultad de actuar por la representación de leyes uni­
versales; en la segunda se concibe como la facultad de deter­
minarse por fundamentos objetivos, es decir, fines; en la tercera
se concibe como capaz de darse leyes a sí misma. De manera si­
mi­lar, la transición del imperativo categórico a los principios me­
ta­fí­si­cos de la virtud y del derecho comprende también un cam­

11
Desarrollo el punto sobre la dimension espacial en F. Rivera Castro, “So­
cial Equality and Peace as the Highest Political Good”.
250 virtud, felicidad y religión

bio en la concepción de la facultad racional de acción. Este


cam­­bio obedece a la misma razón, a saber, que ahora se toman
en consideración rasgos universales de la naturaleza humana
propios de un ser dotado de la facultad de receptividad. En La
metafísica de las costumbres ya no se habla de la voluntad racional,
sino del “libre arbitrio”, la capacidad propiamente humana de
elección.
En la introducción de la Metafísica se define la facultad de de­
sear (Begehrungsvermögen) como “la facultad de ser, por medio
de sus representaciones, causa de los objetos de estas represen­
taciones” y se denomina “vida” a “la facultad de un ser de actuar
según sus representaciones” (M C 6:211/13). La facultad de
desear es la capacidad general de acción que comparten todos
los seres ca­paces de causar o producir objetos por medio de re­
presen­ta­ciones de éstos, entre los que se encuentran los anima­
les. Kant observa que el deseo y la aversión están siempre uni­
dos con el placer y el displacer, aunque éstos no siempre causan
el deseo, sino que pueden ser sus efectos (como en la acción mo­
ral) (MC 6:211/13). Cuando esta capacidad se ejerce de acuer­
do con conceptos y “en la medida en que el fundamento de su
determinación para la acción se encuentra en ella misma, y no
en el objeto” le llama la “facultad de hacer u omitir a su albedrío”
(Vermögen, nach Belieben zu tun oder zu lassen) (MC 6:211/13). El
arbitrio (Willkür) es esta última capacidad cuando “está unida a
la conciencia de ser capaz de producir el objeto mediante la ac­
ción”; de otro modo es un mero deseo (Wünsch). El arbitrio, a
su vez, puede ser libre o no libre. El arbitrio libre es el propia­
mente humano, “puede ser determinado por la razón pura” y “es
afectado ciertamente por los impulsos, pero no es determinado”
(MC 6:213/16–17). El arbitrio no libre, en cambio es “el que sólo
es determinable por la inclinación” y se refiere a él como “arbi­
trio animal” (MC 6:213/16–17). La libertad de arbitrio “es la in­
dependencia de su determinación por impulsos sensibles; éste es
el concepto negativo de la misma” (MC  6:213–214/17).12
De acuerdo con la distinción entre voluntad y libre arbitrio,
la primera es propiamente la razón práctica, mientras que el se­
gundo es la facultad de elección. La primera no es una facultad

12
Sobre el concepto de arbitrio, véase la discusión en H. Allison, Kant’s
Theory of Freedom, capítulo 7.
ética y virtud 251

de elección de objetos, sino que establece los principios con


base en los cuales puede determinar al libre arbitrio. Más adelan­
te Kant observa que “las leyes proceden de la voluntad; las má­
ximas, del arbitrio” (MC 6:226/33). Mientras que la razón prácti­
ca es “pura” por sí, el libre arbitrio no lo es, sino que puede
llegar a serlo por “un hábito racional adquirido” (MC 6:213/17).
La men­ción del “hábito racional” en este contexto indica que el
libre arbitrio es una facultad cuya determinación por principios
de la razón pura sólo puede establecerse en la práctica.
En la introducción de La doctrina de la virtud, Kant señala que
la materia (o contenido) del arbitrio es el “fin”. Un fin “es un
objeto del arbitrio (de un ser racional) por cuya representación
éste se determina a una acción encaminada a producir este obje­
to” (PMDV 6:381/230). Esto no significa que se trate de una ca­
racterística del arbitrio humano por contraste con la razón pura
práctica, ya que, de acuerdo con él, la razón pura práctica “es
una facultad de los fines en general”.13 Al parecer, sin embargo,
aunque la razón pura práctica prescriba fines, la facultad de
determinarse a la acción por la representación de un fin es el
libre arbitrio. En cualquier caso, como la materia del arbitrio es
el fin, la reformulación del imperativo categórico, en cuanto
principio dirigido al arbitrio humano, debe hacerse de modo
que prescriba o prohíba la adopción de ciertos fines. Así, nos
dice que en la metafísica de las costumbres la relación de un fin
con un deber puede pensarse de dos maneras: “o bien partien­
do del fin, se trata de descubrir la máxima de las acciones que
son conformes al deber, o a la inversa, partiendo de ésta, se trata
de descubrir el fin que es a la vez deber” (PMDV 6:382/232).
Como vimos en los capítulos I, sección 6 y VI, sección 5, la ética
no puede tomar el primer camino porque en ese caso los fines

13
El pasaje completo dice: [la razón pura práctica] “es una facultad de los
fines en general y, por lo tanto, ser indiferente con respecto a ellos, es decir, no
interesarse en ellos, es una contradicción: porque entonces ella tampoco
deter­minaría las máximas con respecto a las acciones (en cuanto que estas
últimas contienen siempre un fin) y, por tanto, no sería una razón práctica”
(PMDV 6:395/250). En la segunda Crítica, señala que “se podría definir la
voluntad como la facultad de los fines, puesto que los fines siempre son fun­
damentos determinantes de la facultad de desear según principios” (C 2 5: 58–
59/57).
252 virtud, felicidad y religión

estarían determinados empíricamente. En cambio, la doctrina


del derecho, como afirma Kant, sí toma ese camino y deja inde­
terminados los fines que cada quien se propone libremente; aun­
que, al mismo tiempo, establece límites a los fines que cada quien
puede procurar, según si la máxima correspondiente puede ser
consistente con una legislación universal para el ejercicio de la
capacidad externa de acción. Que el derecho debe dejar inde­
terminados los fines que cada quien puede proponerse es una
idea ampliamente compartida en la filosofía política de corte
liberal. Por su parte, la ética parte del concepto de deber para
determinar los fines que nos debemos proponer. Nos dice que
“en la ética el concepto de deber conducirá a fines y las máximas,
relacionadas con los fines que nosotros debemos proponernos,
tienen que fundamentarse atendiendo a principios morales”
(PMDV 6:382/233).
La consecuencia que me interesa subrayar es que los princi­
pios metafísicos de la doctrina de la virtud tienen que prescribir
fines morales al libre arbitrio, es decir, fines que son deberes.
Ello se debe a que el libre arbitrio es la capacidad de acción pro­
piamente humana, la cual se determina a la acción por la repre­
sentación de fines. Kant observa que toda acción tiene un fin
(PMDV 6:385/235–236) y que “no es posible ninguna acción li­
bre sin que el agente con ello se proponga a la vez un fin (como
materia del arbitrio)” (PMDV 6:389/241). Aquí es importante
observar que se trata de fines que hay que realizar o producir.
Kant dice explícitamente que “un fin es un objeto del arbitrio
(de un ser racional), por cuya representación éste se determina
a una acción encaminada a producir ese objeto” (PMDV  6:381
/230). Aunque, como vimos en el capítulo IV, sección 2,14 en la
Fun­damentación sostiene que todos los fines que hay que producir
son el contenido de imperativos hipotéticos (mientras que sólo
un fin en sí mismo puede serlo del categórico), es preciso dis­
tinguir entre los fines que nos proponemos por incentivos de la
inclinación y los que se siguen del deber moral. Todos los fines
que se basan en incentivos de la inclinación, según Kant, dan
lugar a imperativos hipotéticos. En cambio, los fines éticos pre­
suponen la autoridad del imperativo categórico, el cual, como

14
Véase también el capítulo II, sección 1.
ética y virtud 253

sabemos, contiene la exigencia de actuar según máximas que


podamos querer como leyes universales para un reino de los fi­
nes, que tratemos a la humanidad siempre como fin y nunca
como mero medio, y que actuemos según leyes que nos demos
a nosotros mismos de manera autónoma. El deber moral, según
Kant, “conducirá a fines”, los cuales, ciertamente, son fines que
hay que producir, pero prescritos por el imperativo categórico.
En esta medida, son asimismo el contenido de imperativos hi­
potéticos, que, a su vez, están subordinados al categórico.
Como podemos apreciar, el principio supremo de la virtud
no puede ser una versión de la segunda fórmula del imperativo
porque el primero prescribe fines que hay que realizar, mien­
tras que el contenido de la segunda es el fin en sí mismo. La
relación entre ambos es que el principio supremo de la virtud
presupone la fórmula de la humanidad, de la misma manera en
que presupone las otras dos, ya que se trata de tres formulacio­
nes de un mismo principio. Por ello, el hecho de que la ética sea
una doctrina de los fines no puede considerarse como eviden­
cia de que la segunda fórmula tiene algún tipo de prioridad
sobre las otras dos: los fines éticos son fines que hay que produ­
cir y presuponen la autoridad del imperativo moral.15 La ética
va más allá de la condición formal de universalidad de la ley y
ofrece un objeto o materia del libre arbitrio, el cual es un fin de
la razón pura que es a la vez un deber (PMDV 6:380/230). En
cambio, el fin en sí mismo no es un deber, sino que es la fuente
o el origen de los deberes.
En su explicación de por qué el principio supremo de la vir­
tud establece fines que son deberes, Kant ofrece la razón si­
guiente:
[Y]a que las inclinaciones sensibles nos conducen a fines (como
materia del arbitrio), que pueden oponerse al deber, la razón legis­
ladora no puede defender su influencia sino a su vez median­te un
fin moral contrapuesto, que tiene, por tanto, que estar dado a prio­
ri, con independencia de las inclinaciones. (PMDV 6:380–381/230)
15
Por eso, Kant afirma que el principio supremo de la virtud es sintético,
mientras que el principio universal del derecho es analítico (PMDV 6:396/250–
251). Por eso mismo, estoy en desacuerdo con la postura de Wood (“The Final
Form of Kant’s Practical Philosophy”) según la cual la segunda fórmula debe
tener prioridad sobre la primera.
254 virtud, felicidad y religión

En este fragmento es claro que la necesidad de introducir fines


morales se debe a “limitaciones” de nuestra propia naturaleza,
a saber, que las inclinaciones nos conducen a fines que pueden
oponerse al deber y cuya influencia no puede contrarrestarse
sino mediante un fin moral. Una pregunta importante al res­
pecto es por qué la mera representación de la ley no es suficien­
te para contrarrestar la influencia de la inclinación. La postura
de Kant parece ser que no es posible (o por lo menos es muy
difícil) porque la necesidad misma de actuar según la represen­
tación de fines que hay que realizar es también una limitación
de nuestra naturaleza. Aunque la ley exija incondicionadamen­
te, si resulta que sólo podemos determinarnos a la acción según
la representación de fines que hay que realizar, la ley misma, si es
que ha de estar dirigida a nosotros, debe reformularse en térmi­
nos de fines que hay que realizar. El que sólo podamos deter­
minarnos de ese modo se sigue de ras­gos que nos caracterizan
en virtud de nuestra parte pasiva o receptiva: que nuestras ac­
ciones tienen lugar en el tiempo y que estamos sujetos a la in­
fluencia de la inclinación. Debido a ello necesariamente nos
representamos los mandatos morales como algo que hay que
lograr en el tiempo, es decir, como fines por rea­lizar. Esto últi­
mo, a su vez, se relaciona con que, debido a la influencia de la
inclinación, el compromiso con el principio moral se establece
en un esfuerzo constante, a lo largo del tiempo, por subordinar
los incentivos del amor propio al deber moral; se concibe como
algo que hay que lograr en el tiempo.
Por esas mismas consideraciones, es inevitable que tratemos
de representarnos el fin último al cual conduciría la observan­
cia de la ley moral por todos los seres racionales. Ese fin último,
como veremos en la sección 1 del capítulo siguiente, es el bien
su­­premo. En el contexto de una breve discusión sobre el bien su­­
premo en el prefacio de la primera edición de la Religión, Kant
observa que la necesidad de actuar de acuerdo con la represen­
tación de fines es una limitación de nuestra naturaleza:16
16
Esto sugiere que Dios, en cuanto ser racional perfecto y sin limitaciones,
no puede proponerse realizar ningún fin. Sin embargo, en “En torno al tópico
‘Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica’” Kant afirma
de la divinidad que “aun cuando subjetivamente no tenga necesidad de ningu­na
cosa externa, sin embargo no cabe pensar que se recluya dentro de sí mis­ma,
ética y virtud 255

Pero es una de las limitaciones inevitables del hombre y de su facultad


racional práctica (quizá también de la de otros seres del mundo)
buscar en todas sus acciones el resultado de ellas, para encontrar
en éste algo que pudiera servirle de fin y que pudiera también
demostrar la pureza de su mira, fin que es ciertamente lo último
en la ejecución (nexu effectivo), pero lo primero en la representa­
ción y en la mira (nexu finali). (R 6:7n/200)17
En la cita Kant señala que, si bien la moralidad no necesita la
representación de un fin y que sus leyes son vinculantes sólo por
su forma universal (R 6:3–4/19–20), tiene que hacer referencia
a fines, ya que de otro modo no es posible la determinación a la
acción en el hombre. Luego afirma que “sin ninguna relación
con un fin no puede tener lugar en el hombre ninguna deter­mi­
­na­ción de su voluntad” (R 6:4/20). Esto significa que, en cuan­
to seres racionales, tendríamos que poder determinarnos a la
acción moral sólo por la representación de la forma universal
de las máximas, pero debido a las limitaciones de nuestra natu­
raleza, necesitamos la representación de un fin como fundamen­
to objetivo de determinación. La razón de esto último, como se
se­­ñaló antes, es que los seres humanos actuamos con miras a
algo que nos proponemos hacer realidad. Que se trata de una
li­mi­tación es también explícito cuando Kant observa que “la pro­
piedad natural del hombre de tener que pensar para todas las
ac­ciones además de la ley un fin […] hace de él un objeto de
ex­perien­cia” (R 6:7n/200). De acuerdo con esto, no podemos
actuar sólo por respeto a la ley sin saber cuál es el fin que ha de
resultar de nuestros esfuerzos. Por ello, la ética es una doctrina
de fines.
En esta sección hemos visto que el principio supremo de la vir­
tud es una especificación del imperativo categórico en sus tres
formulaciones de manera que éste pueda guiar la conducta de
un ser racional dotado de una sensibilidad cuyas formas univer­
sales son el tiempo y el espacio. Este principio supremo especi­
fica cómo puede ese tipo de ser racional adoptar el imperativo

sino que está determinada a producir fuera de sí el bien supremo, incluso por
ser consciente de su total suficiencia” (TP 8:280/12). El bien supremo es el fin
último de la moralidad.
17
Las dos primeras cursivas son mías.
256 virtud, felicidad y religión

categórico en un esfuerzo constante a lo largo del tiempo: pro­


poniéndose la adopción de máximas de fines morales. Si no se
toma en cuen­ta la dimensión temporal, parecería que, al menos
en principio, sería posible adoptar el imperativo categórico como
principio su­premo de la conducta sólo mediante una “revolución
en el modo de pensar”. Sin embargo, debido a la influencia de
los incentivos de la inclinación, resulta que la adopción del im­
perativo ne­­ce­­sariamente tiene lugar, para nosotros, en un es­
fuerzo constan­te por subordinar los incentivos del amor propio
al incentivo mo­ral en casos de conflicto. Este esfuerzo sólo pue­
de tener lugar a lo largo del tiempo, de modo que sólo podemos
aspirar a progresar en la adquisición de un carácter moral sin
poder alcanzar nunca la perfección. El principio supremo de la
virtud captura esta dimensión temporal, pues prescribe la adop­
ción de fines morales que hay que realizar a lo largo del tiempo:
la felicidad ajena y la propia perfección son fines que debemos
rea­lizar o producir. Ésta es precisamente la razón por la cual el
prin­cipio supremo de la virtud no puede considerarse una ver­
sión de la segunda fórmula del imperativo: porque los fines éti­
cos son fines que hay que realizar o producir, mientras que el fin
en sí mismo no lo es. Como vimos en el capítulo IV, sección 2, el
fin en sí mismo es fin en un sentido muy par­ticular, a saber,
como algo que tiene valor absoluto y, por ello, ­es una con­­dición
restrictiva de todas nuestras acciones. Los fines éticos, en cam­
bio, no son fines en sí mismos (sólo la naturaleza racional lo es,
según Kant), sino fines que debemos promover y producir a lo
largo del tiempo.

2 . Los deberes de virtud


El principio supremo de la virtud exige que actuemos según máxi­
mas de fines tal que proponérselos pueda ser para cada quien una
ley universal (PMDV 6:395/249). Inmediatamente después Kant
señala que, de acuerdo con este principio, “el hombre es fin tanto
para sí mismo como para los demás, y no basta con que no esté
autorizado a usarse a sí mismo como medio ni a usar a los demás
[…] sino que es en sí mismo un deber del hombre proponerse
como fin al hombre en general” (PMDV 6:395/249–250). Esta ob­
servación sugiere, como mencioné antes, que el principio su­
ética y virtud 257

premo de la virtud va más allá del imperativo categórico. En la


segunda fórmula, como se recordará, Kant observa que el fin en
sí mismo no se piensa como un fin que haya que realizar “sino
como un fin independiente, y por tanto de modo sólo negativo,
esto es, como algo contra lo cual no se tiene que obrar nunca”
(F 4:437/201). En cambio, el principio supremo de la virtud va
más allá de esta condición limitativa de la conducta y exige “pro­
ponerse como fin al hombre en general”. ¿Qué puede querer
decir esto último? Ciertamente, no puede querer decir que deba­
mos proponernos al hombre como un fin que hayamos de rea­
lizar. Por lo que Kant dice a continuación parece querer decir
que debemos tratar a la humanidad como algo que hay que fo­
mentar o desarrollar. La humanidad es la capacidad racional de
proponerse fines y, como cualquier otra capacidad, puede fomen­
tarse o desarrollarse. De acuerdo con esto, los deberes de virtud
exigen fomentar o desarrollar la humanidad en nosotros mis­
mos y en los demás.
Kant señala que los dos fines morales son la perfección de
uno mismo y la felicidad de los demás, los cuales son fines que
debemos realizar o producir. El primero es el deber de pro­mo­
ver la perfección natural y la moral en nosotros mismos, es de­
cir, cultivar nuestras capacidades naturales para fomentar nues­
tros propios fines y cultivar nuestra propia disposición moral
(PMDV 6:391–392/244–246). El segundo debe entenderse como
un deber de beneficencia, es decir, de ayudar a los demás en la
realización de los fines que se proponen (PMDV  6:393/247).
Las razones que ofrece Kant en La doctrina de la virtud de por qué
éstos son los fines morales son las siguientes. Sobre la propia
perfección nos dice:
La capacidad de proponerse en general algún fin es lo caracterís­
tico de la humanidad (a diferencia de la animalidad). Por tanto,
con el fin de la humanidad en nuestra propia persona está unida
también la voluntad racional y, por consiguiente, el deber de ha­
cerse digno de la humanidad por medio de la cultura en general,
el deber de procurarse o de fomentar la capacidad de realizar todos
los fines posibles, en cuanto ésta sólo se encuentra en el hombre;
es decir, un deber de cultivar las disposiciones incultas de su natu­
raleza, como aquello a través de lo cual el animal se eleva a hom­
bre: por consiguiente, un deber en sí mismo. (PMDV  6:392/245)
258 virtud, felicidad y religión

A diferencia del argumento que Kant ofrece en la primera fórmu­


la del imperativo en la Fundamentación, ahora señala explícita­
mente que ese deber “no sólo se lo aconseja [al hombre] la razón
práctico-técnica para sus diferentes propósitos (de la habilidad),
sino que se lo ordena absolutamente la razón práctico-moral y
con­vierte este fin en un deber suyo” (PMDV 6:393/247).18 Este
se­gun­do argumento es congruente con el que ofrece en la segun­
da fórmula en la Fundamentación, aunque ahí era poco claro por
qué, si la humanidad se concebía como un fin en sentido nega­
tivo (como una condición restrictiva de nuestras acciones), tam­
bién debía fomentarse su ejercicio. Respecto de la felicidad aje­
na Kant escribe lo siguiente:
Puesto que nuestro amor a nosotros mismos no puede separarse
de la necesidad de ser amados también por otros (ayudados en
caso de necesidad), nos convertimos a nosotros mismos en fin
para otros, y puesto que esta máxima no puede obligar sino única­
mente por su cualificación para convertirse en ley universal, por
consiguiente, por una voluntad de convertir a otros también en fi­
nes para nosotros, la felicidad ajena es un fin que es a la vez un
deber. (PMDV 6:393/247)
A diferencia del deber anterior, éste no es un deber perfeccio­
nista. El razonamiento en este caso, en cambio, parte del hecho
de que, en cuanto seres dotados de sensibilidad, estamos sujetos
a la influencia de las inclinaciones y, por lo tanto, naturalmente
nos interesamos en satisfacerlas. Kant supone que el amor pro­
pio es inseparable de la necesidad, también natural, de ser ama­
dos por otros y, en consecuencia, de hacer de nosotros mismos
un fin para los demás. Así como las exigencias del amor propio
no pueden ser legítimas a menos que concuerden con una le­
gislación universal, la aspiración de ser un fin para otros está
sujeta a la misma condición. Sin embargo, de allí no tiene por
qué seguirse que se trate de un deber. La premisa implícita es que
tenemos una tendencia a suponer que los demás tienen el de­
ber de ayudarnos: decir que “nos convertimos a nosotros mis­
mos en fin para otros” significa que no sólo aspiramos a la ayuda
ajena sino que la exigimos. Para que tal fin (promover la feli­

18
Véase el capítulo IV, sección 6.
ética y virtud 259

cidad ajena) sea un deber, tiene que ser el caso que la máxima
de acción pueda ser una ley universal en el sentido de que sea
imposible querer que la máxima opuesta se convierta en ley.
Kant explica que los deberes de virtud son de obligación
“am­­plia”, por oposición a la obligación “estricta” (PMDV 6:390
/242).19 Cuando un deber es de “obligación amplia” exige la
adop­­ción de una máxima, mas no la realización de ciertas accio­
nes específicas. Este tipo de deber “deja un margen (latitudo) al
arbitrio libre para el cumplimiento (la observancia), es decir, que
no puede indicar con precisión cómo y cuánto se debe obrar con
la acción con vistas al fin que es a la vez un deber” (PMDV  6:393
/247). Desde luego que el deber exige la realización de múlti­
ples acciones; el punto es que se deja al agente decidir en qué
ocasiones ayudar a los demás, cuánto y de qué manera. Los de­
beres estrictos, en cambio, no permiten tal margen, sino que exi­
gen la realización u omisión de ciertas acciones sin excepción
(como “cumplir las promesas”). En el caso de la máxima de fo­
mentar la propia perfección, la amplitud del deber significa que
éste no especifica qué talentos se deben cultivar ni en qué medi­
da ni de qué manera. Kant aclara que ello no significa que haya
un permiso de introducir excepciones, sino que se trata de “li­
mitar una máxima por otra” (PMDV 6:390/242). Que el deber
sea amplio no quiere decir que esté permitido dejar de cultivar
los talentos ocasionalmente en aras de la satisfacción de las in­
clinaciones, sino que se deja al agente la libertad de determinar
cómo cumplirlo en relación con otros deberes y otras máximas
de acción. El fin de la propia perfección comprende, ante todo,
las máximas de promover la propia perfección natural y moral,
así como la autoconservación y el respeto hacia uno mismo. El
contenido específico de estas máximas dependerá de las carac­
terísticas personales y de las circunstancias particulares en que
nos encontremos.

19
Kant también se refiere a los deberes amplios como “imperfectos” y a los
es­trictos como “perfectos”. Si resulta que ambas distinciones son equivalen­
tes, es ocioso emplear nombres diferentes para lo mismo, además de que pue­
de causar confusión. Ofrezco una interpretación de ambas distinciones (am­
plio/estricto y perfecto/imperfecto) y de la relación entre ellas en F. Rivera
Castro, “Kantian Ethical Duties”.
260 virtud, felicidad y religión

En el caso de la máxima de contribuir a la felicidad ajena, la


amplitud del deber significa que no se especifica a quién ayu­
dar, cuándo, de qué manera ni en qué medida. Igualmente, el
punto no es que esté permitido dejar de ayudar a algunos por
inclinación, sino que se deja al agente la libertad de determinar
qué hacer con miras al cumplimiento del deber. El fin de la fe­li­
cidad de los demás comprende, sobre todo, las má­xi­mas de res­
pe­­­­tar a los demás y de contribuir a la realización de sus fines,
siem­pre y cuando éstos no sean inmorales. El contenido de las
máximas más específicas depende también de las circunstan­­-
cias en que nos encontremos; en particular, depende de los fi­
nes que tengan las personas que nos rodean y de qué vale como
respeto en una situación determinada. Es importante observar
que el paternalismo queda excluido, ya que debemos promover
la felicidad de los demás tal y como ellos la conciben. Kant nos
dice que la felicidad ajena comprende el bienestar moral de
los de­más, es decir, “no hacer nada que, teniendo en cuenta la
naturaleza del hombre, pueda inducirle a hacer algo por lo que
su conciencia moral pueda atormentarle más tarde” (PMDV
6:394/248).
Kant sostiene que ni la felicidad propia ni la perfección mo­
ral de los demás pueden ser deberes morales. La felicidad propia
no puede serlo, de acuerdo con él, porque los seres humanos
tenemos una tendencia natural a querer nuestra felicidad; por
lo tanto, sería absurdo exigirla como deber. La felicidad de los
demás sí puede ser, en cambio, normativa para nosotros, por­
que se trata de algo que no necesariamente queremos. No obs­
tante, en algunos lugares Kant sugiere que promover la felici­
dad propia, o algunos aspectos de ella, es algo que debemos
hacer. En la Fundamentación afirma que la felicidad es un deber
indirecto “pues el que no está contento con su estado, el que se
ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus
necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de in­
fringir sus deberes” (F 4:399/25). Un “deber indirecto” no es, es­
trictamente, un deber moral, sino un medio necesario para la
realización de los deberes morales. Como los deberes morales
son incondicionales, es imperativo para nosotros tomar los me­
dios necesarios para cumplirlos. En lo que parece ser un cam­
bio de posición, en La doctrina de la virtud se nos dice que es
ética y virtud 261

con­trario al deber (directo) hacia sí mismo “privarse del disfru­


te de la vida”, esto es, dejar insatisfecha “la verdadera necesidad
propia” cuando se cuenta con los medios para satisfacerla. En la
sección sobre los deberes hacia los demás se agrega que “llevar
una vida regalada, en la medida en que es necesario para en­
contrar satisfacción en ella (cuidar del propio cuerpo, aunque
sin llegar a la molicie) forma parte de los deberes hacia sí mis­
mo”, y que la beneficencia no debe llevarse “al punto de acabar
necesitando nosotros mismos de la beneficencia de otro”.20 En
suma, parece ser que, después de todo, tenemos un deber mo­
ral hacia nosotros mismos de cuidar del cuerpo y de no privar­
nos del disfrute de la vida, en la medida en que contemos con
los medios necesarios para ello. Si bien esto es muy diferente
del deber de fomentar la felicidad propia entendida como la
satisfacción de las inclinaciones, sí equivale a procurar ciertos
aspectos que contribuyen a la felicidad propia.
La perfección moral de los demás tampoco puede ser un de­
ber moral porque ésta consiste en la “pureza en la intención de
cumplir el deber” (PMDV 6:446/314). La perfección moral con­
siste en la adopción de máximas éticas, las cuales son máximas
de fines y, de acuerdo con Kant, un fin es el objeto de una elec­
ción libre: “nadie puede tener un fin sin proponerse a sí mismo
como fin el objeto de su elección” (PMDV  6:384–385/235–236).
Por ello, nadie puede hacer que otro se proponga un fin sin que
la persona lo adopte por sí misma. En palabras de Kant:
Es una contradicción que me proponga como fin la perfección de
otro y que me considere obligado a fomentarla. Porque la perfec­
ción de otro hombre como persona consiste precisamente en que
él mismo sea capaz de proponerse su fin según su propio concepto
de deber, y es contradictorio exigir (proponerme como deber)
que yo deba hacer algo que no puede hacer ningún otro más que
él mismo. (PMDV 6:386/237)
Al parecer, Kant supone que, como es imposible lograr que otra
persona adopte máximas éticas, no podemos tener un deber de
fomentar que los demás las adopten. El razonamiento no es
con­vincente ya que, aunque sepamos que no podemos lograr que
otra persona adopte, en efecto, ciertos fines morales, podemos
20
PMDV 6:432–433, 452 y 454/228, 322 y 324.
262 virtud, felicidad y religión

proponernos fomentar que los adopte; por ejemplo, mediante


la educación, la cual comprende el ejemplo y el convencimien­
to razonado.
Se podría pensar que un argumento más adecuado en contra
del deber de fomentar la perfección moral de los demás se ha­
bría basado en consideraciones antipaternalistas. Podríamos de­
cir que el respeto que le debemos a los demás comprende el res­
peto hacia su libertad de elegir los principios que rigen su vida,
entre los cuales pueden encontrarse máximas contrarias a las
máximas éticas; el deber de fomentar en los demás la adopción
de máximas éticas sería inconsistente con el respeto que les de­
bemos y, por lo tanto, no podría ser un deber.21 Después de
todo, aunque las máximas éticas sean prescripciones de la razón
pura práctica, su elección o rechazo es un asunto personal que
los demás deben respetar. Desde ese punto de vista, promover
en los demás la adopción de máximas éticas no podría ser un
deber no porque no podamos lograrlo, sino porque intentarlo
equivaldría a dejar de respetar la autonomía de los demás.22 No
obstante, este razonamiento tampoco es convincente, ya que
tratar de convencer a alguien mediante argumentos de la supe­
rioridad de ciertas máximas de vida sobre otras, o sobre las bon­
dades de ciertas actitudes hacia sí mismo y hacia los demás, no
es de ninguna manera inconsistente con el respeto debido a su
autonomía.

21
Considero que el fomento de la perfección natural y moral de los niños
es un asunto aparte, ya que no se trata de seres autónomos.
22
Esto no significa que debamos permanecer completamente vulnerables
frente a las acciones inmorales de los demás, por ejemplo, que no debamos in­
tervenir para limitar la libertad de acción de una persona cuyas acciones cons­
tituyen ataques a la integridad física de los demás. Sin embargo, este tipo de
intervención cae dentro de la esfera de la justicia: el establecimiento de límites
a la libertad de acción de las personas con el fin de hacer posible el ejercicio de
la libertad de acción de todos debe hacerse de acuerdo con leyes que pro­cedan
de un poder coactivo con autoridad, esto es, del poder político. En la esfera de
la ética, el uso de la coacción es injustificable y, estrictamente, es imposible ya
que no es factible lograr mediante la coacción que alguien adopte máximas éti­
cas. Este punto concuerda con la lectura de la ética kantiana que estoy pro­po­­
nien­do, a saber, que vivir de acuerdo con las máximas éticas es una elección
per­sonal acerca de cómo se debe vivir.
ética y virtud 263

3 . El carácter moral y los sentimientos morales


En la introducción de este capítulo mencioné que con frecuen­
cia se objeta que la ética kantiana se centra en la prescripción
de actos particulares en lugar de hacerlo en el desarrollo de un
carácter moral. Como hemos visto, la ética kantiana no prescri­
be actos particulares sino la adopción de máximas de fines mo­
rales. En esta sección me propongo mostrar por qué la adop­
ción exitosa de tales máximas constituye, al mismo tiempo, la
adquisición de un carácter moral.
La adopción de los fines éticos se asemeja a la adopción de
muchos otros fines cuya realización tiene lugar a largo plazo y
en los que la autenticidad de la determinación de realizarlos se
esta­blece con base en lo que hacemos.23 El propósito de llegar a
ser li­cen­ciado en sociología sólo puede lograrse a largo plazo; el
que alguien se haya comprometido o no con ese pro­pósito de­
penderá de lo que se haga tomando en consideración los obs­
táculos que se enfrenten. El propósito de este ejemplo no es se­
ñalar que, desde la perspectiva de algún observador, se necesita
evaluar la conducta efectiva para poder determinar si el agen­te
se ha comprometido o no con su propósito. El punto es que,
desde la perspectiva del agente, no basta con que alguien diga
que se ha propuesto ser licenciado en sociología para conven­
cerse a sí mismo de su propia determinación: la autenti­­cidad de
esta última, depende, para el agente mismo, de que efectiva­
mente tome los medios necesarios a su disposición para lograr
lo que se propone. La adopción de máximas de fines mo­rales es
similar en el sentido de que no basta con que alguien se diga a
sí mismo que se ha determinado a procurar su propia perfec­
ción y la felicidad ajena: la autenticidad de la determinación
depende, desde la perspectiva del agente, de que efectivamente
tome los medios necesarios a su alcance para lograr lo que se
propone; en particular, depende de que aproveche las ocasio­
nes para desarrollar sus talentos y capacidades, así como las
opor­tunidades para ayudar a otros en la consecución de sus
pro­pios fines.

23
Véase el capítulo II, sección 4. Desarrollo estos puntos en Rivera Cas­tro,
Virtud y justicia en Kant, capítulo 2.
264 virtud, felicidad y religión

A diferencia de muchos de los fines que nos proponemos, la


consecución de los fines morales no puede llevarse a término.
Mientras que alguien puede decirse a sí mismo que por fin ha
logrado ser licenciado en sociología, nadie nunca puede con­
gratularse de que por fin ha logrado realizar el fin de perfeccio­
narse a sí mismo y de hacer felices a los demás. En el segundo
caso, no se trata de metas que haya que alcanzar, sino de formas
de actuar cuya realidad depende de que no dejen de llevarse a
cabo. En ese sentido, la adopción de los fines morales se aseme­
ja a la adopción de fines en los cuales alguien se compromete a
ser cierto tipo de persona. Quien se compromete con el propó­
sito de ser un buen padre no puede decirse a sí mismo que por
fin ha logrado su propósito; ciertamente puede decir que hasta
ahora ha sido un buen o mal padre, pero el que lo siga siendo
dependerá de lo que haga en el futuro. El punto aquí es que se
trata de un fin cuya realización no puede llevarse a término por­
que, quien lo realiza se compromete a ser cierto tipo de perso­
na. Realizar este tipo de fines consiste en desarrollar ciertos ras­
gos de carácter: aquellos propios de un buen padre. El mismo
caso se da con los fines morales, ya que realizarlos consiste en
desarrollar ciertos rasgos de carácter, a saber, aquellos propios de
una persona moralmente buena. Según Kant, estos rasgos con­
sisten en tener la disposición para cultivar los propios talentos y
capacidades, así como ayudar a otros en la consecución de sus
propios fines. La persona moralmente buena es alguien que de
manera constante está construyendo y manteniendo esta identi­
dad: alguien se hace a sí mismo una persona moralmente buena
al actuar de manera constante de acuerdo con las máximas éticas.
De acuerdo con lo anterior, la adopción exitosa de los fines
cuya realización consiste en ser cierto tipo de persona transfor­
ma el carácter de la persona que se los propone, es decir, trasforma
el conjunto de disposiciones que tiene para actuar, así como los
sentimientos con que reacciona frente a cierto tipo de situacio­
nes.24 Kant sostiene que, de ser exitosa, la práctica constante de
las acciones que exigen las máximas éticas transforma las actitu­
des y los sentimientos con que reaccionamos frente a situaciones

24
Ésta es una tesis central en N. Sherman, Making a Necessity of Virtue. Aristotle
and Kant on Virtue.
ética y virtud 265

moralmente relevantes. Alguien que sinceramente resuelve ac­


tuar según la máxima de hacer el bien y que tiene éxito en su
proyecto ayudará a los demás en lo que pueda y aprenderá a
reaccionar de cierta manera frente a las necesidades de los de­
más: al percibir que otros necesitan ayuda sentirá el deseo de
ayudar y lo hará con gusto; si sus esfuerzos tienen el éxito desea­
do, la persona sentirá satisfacción de haber ayudado.
Por lo común, se piensa que los sentimientos morales no de­­
s­em­peñan ningún papel en la ética kantiana porque carecen de
valor moral. De acuerdo con Kant, su expresión no añade nada
al mérito moral de una acción, ni tampoco su ausencia lo dis­mi­
nuye. Esto es claro en el ejemplo del filántropo que ayuda por
deber aunque la miseria ajena no lo conmueve (F 398/127). Lo
que le otorga valor moral a la acción es su máxima, y no los sen­
timientos y actitudes que expresa. Más aún, en una variación del
mismo ejemplo, Kant sostiene que aun las acciones de ayuda de
un hombre que “fuese frío de temperamento e indiferente a los
dolores de otros” y desprovisto de cuanto es necesario para ser
un filántropo (F 398/127) tienen valor moral si su máxima es
hacerlas por deber. No obstante, los sentimientos morales des­
empeñan un papel central en la práctica de la virtud como ma­
nifestaciones del progreso en la adopción de máximas éticas y
como medios necesarios para la realización de acciones mo­
rales. Si bien los sentimientos morales carecen ellos mismos de
va­­lor moral, ello no significa que no sean componentes necesa­
rios de la virtud.
En la psicología moral kantiana, los sentimientos morales son
meras reacciones psicológicas a la representación de conceptos
morales, a la realización de acciones morales y a la percepción
de situaciones con rasgos moralmente relevantes.25 Los senti­
mientos, según Kant, son reacciones completamente subjetivas;
no son reacciones frente a la percepción de rasgos objetivos de
los objetos, de las personas o de las situaciones. Como se trata
25
En la sección sobre el sentimiento moral Kant señala que “no es conve­
niente llamar a este sentimiento sentido moral; porque con el término ‘sentido’
se entiende por lo común una facultad teorética perceptiva, referida a un
objeto; por el contrario, el sentimiento moral (como el placer y el desagrado
en general) es algo meramente subjetivo, que no suministra conocimiento”
(PMDV 6:400/255).
266 virtud, felicidad y religión

de reacciones subjetivas, los sentimientos no pueden ser ni apro­


piados ni inapropiados; para serlo tendrían que estar sujetos a
algún estándar normativo, pero Kant rechaza esta posibilidad.
No obstante, también sostiene que la predisposición psicológica
a experimentar ciertos sentimientos morales es condición nece­
saria para la realización de acciones morales y que aquéllos des­
empeñan un papel central en la práctica de la virtud. Si bien es
verdad que, de acuerdo con él, resultaría inadecuado reprobar
moralmente la expresión o carencia de sentimientos morales, su
presencia o ausencia es signo de una disposición virtuosa o vi­
ciosa. De alguien que reacciona con alegría frente al sufrimien­
to ajeno no podemos decir que su sentimiento sea inmoral, aun­
que, como veremos, sí sería adecuado decir que es señal de falta
de virtud.
En la introducción de la Doctrina de la virtud sostiene que “hay
ciertas predisposiciones morales que, si no se poseen, tampoco
puede haber un deber de adquirirlas” (PMDV 6:399/253). Se
trata del sentimiento moral, la conciencia moral, el amor al pró­
jimo y el respeto hacia uno mismo. El respeto hacia uno mismo
no es otro que el respeto por la ley moral; la conciencia moral no
es propiamente un sentimiento sino una reacción subjetiva al
juzgar si se ha actuado conforme a deber o no, lo cual resulta en
absolución o condena; el sentimiento moral es “la receptividad
para el placer o el desagrado, que surge simplemente de la con­
ciencia de la coincidencia o la discrepancia entre nuestra ac­
ción y la ley del deber” (PMDV 6:399/254); del amor al prójimo
me ocuparé a continuación.
En la introducción de la Doctrina de la virtud Kant escribe lo
siguiente:
Hacer el bien es un deber. Quien lo practica a menudo y tiene éxito
en su propósito benefactor llega al final a amar efectivamente a
aquél a quien ha hecho el bien. Por tanto, cuando se dice: debes
amar a tu prójimo como a ti mismo, no significa: debes amar inme­
diatamente (primero) y mediante este amor hacer el bien (des­
pués), sino: ¡haz el bien a tu prójimo y esta beneficencia provocará
en ti el amor a los hombres (como hábito de la inclinación a la
beneficencia)! (PMDV 6:402/258)
Kant supone que una especie de armonía entre las exigencias
de la moralidad y nuestros sentimientos es posible. Así como la
ética y virtud 267

representación de la ley moral produce en nosotros un senti­


miento de respeto, los sentimientos de amor y respeto acompa­
ñan la práctica de los deberes hacia los demás (PMDV 6:448
/317). Su tesis no es que podemos proponernos el fin de amar
y respetar a los demás, ya que piensa que no tenemos ese tipo de
control sobre nuestros sentimientos, sino que los sentimientos
de amor y respeto son un efecto de la práctica constante de ac­
ciones morales. En la medida en que se trata de sentimientos
producidos por la práctica de acciones morales, no son natura­
les, sino que son efectos de la moralidad en nosotros. El amor
moral hacia los demás es un sentimiento que se extiende a la
humanidad en general, ya que es expresión del reconocimiento
del valor intrínseco de la personas; por ello, resulta un tanto
extraño llamarlo “amor”.26
Estas características del amor moral muestran que es un sen­
timiento muy diferente del amor natural, ya que este último
tiene como objeto personas específicas o grupos de personas a
quienes se ama en virtud de atributos personales o de historias
compartidas. Kant piensa que es imposible que los seres huma­
nos tengamos una inclinación natural al amor moral. Tendría
que ser un sentimiento de amor que se extendiera hacia la hu­
manidad en general independientemente de las características
de las personas y de nuestras relaciones con ellas.27 Algunos crí­
ticos piensan que la moralidad kantiana ve con malos ojos las
acciones motivadas por el amor natural y que, de acuerdo con
Kant, es contrario a la moralidad que el sentimiento de amor
hacia otras personas sea lo que nos motive a promover su felici­
dad.28 Su tesis, sin embargo, es que no está bien que nos intere­
semos en promover la felicidad de los demás únicamente en la
medida en que los amemos. Alguien que toma el amor natural
como su único incentivo para ayudar a los demás hace de ese
sentimiento una condición para considerar a los demás como
posibles beneficiarios de su ayuda, mientras que la moralidad
26
Véase Wood, “Self-Love, Self-Benevolence, and Self-Conceit”.
27
En la siguiente sección veremos por qué piensa Kant que la sociabilidad
natural de los seres humanos nos inclina más a la competencia que al amor
moral.
28
Bernard Williams (“Personas, carácter y moralidad”) critica la moralidad
de la imparcialidad (en la que incluye la kantiana).
268 virtud, felicidad y religión

exige que promovamos la felicidad de los demás porque tienen


valor incondicional independientemente de si los amamos o no.
Hacer del amor natural el único incentivo para ayudar a los de­
más sería tanto como declarar, por así decirlo, que los demás
pueden ser posibles beneficiarios de nuestra ayuda solamente si
cumplen la condición de que los amemos o nos caigan bien.29
El punto aquí no es que debamos ayudar a todos los seres hu­
manos por igual, lo cual es imposible, sino que no debemos
excluir a nadie, en principio, del círculo de los posibles benefi­
ciarios de nuestra ayuda con base en nuestras inclinaciones na­
turales; esto es, no debemos tomar nuestros sentimientos natu­
rales como condición para considerar a los demás como per­so­nas
dignas de consideración moral. Este tipo de actitud es equiva­
lente a otras maneras de condicionar nuestro reconocimiento
de los demás como personas dignas de consideración moral,
por ejemplo, que sean católicos, que sean mexicanos o que no
sean ateos. Estas características particulares de las personas son,
de acuerdo con Kant, irrelevantes desde el punto de vista moral;
la moralidad exige que reconozcamos el valor intrínseco de to­
das las personas y que las tratemos de acuerdo con ese recono­
cimiento.
Lo anterior no significa, sin embargo, que las preferencias y
las distinciones basadas en el amor natural sean contrarias a la
moralidad. La moralidad exige que no excluyamos a nadie en
principio del círculo de los posibles beneficiarios de nuestras ac­
ciones, pero no nos dice a quién ayudar ni cómo ni qué tanto.
Como vimos en la sección anterior, el deber de la beneficencia
es amplio, lo cual significa que su cumplimiento no se le debe a
nadie en particular y que hay un permiso “de limitar una máxi­
ma del deber por otra (por ejemplo, el amor universal al pró­
jimo por el amor paternal)”.30 Eso quiere decir que no es contra­
rio a la moralidad promover con más dedicación la felicidad de
las personas cercanas a nosotros y a quienes amamos que la feli­
cidad de personas desconocidas. La moralidad nos permite, por
ejemplo, que les otorguemos prioridad a las personas que com­
29
Thomas Scanlon (Lo que nos debemos unos a otros. ¿Qué significa ser moral?, ca­
pítulo IV, sección 5) desarrolla este punto en relación con la amistad.
30
PMDV 6:390/242. Para un tratamiento detallado de las categorías de
deber en la moralidad kantiana, véase Rivera Castro, “Kantian Ethical Duties”.
ética y virtud 269

parten nuestros valores, pero sería contrario a la moralidad


pensar que la felicidad de quienes no satisfacen esa condición
no tiene por qué importarnos. Como la moralidad no nos ofrece
ningún criterio para decidir a quién ayudar, cómo y qué tanto,
permite que elijamos el criterio conforme al cual hacerlo, y los
criterios usuales son el amor y las relaciones personales.
Aunque Kant no dice que debamos ayudar a los demás con el
fin de producir el sentimiento de amor en nosotros, sí dice que
debemos realizar cierto tipo de acciones con el fin de producir
en nosotros el sentimiento de la simpatía:
[E]s un deber indirecto […] cultivar los sentimientos compasivos
naturales (estéticos) y utilizarlos como otros tantos medios para la
participación que nace de principios morales y del sentimiento
correspondiente. Así pues, es un deber no eludir los lugares don­
de se encuentran los pobres a quienes falta lo necesario, sino bus­
carlos; no huir de las salas de los enfermos o de las cárceles para
deudores etc., para evitar esa dolorosa simpatía irreprimible: por­
que éste es sin duda uno de los impulsos que la naturaleza ha
puesto en nosotros para hacer aquello que la representación del
deber por sí sola no lograría. (PMDV 6:457/329)

Como mencioné antes, un “deber indirecto” no es en sí mismo


un deber, sino que es un medio o una condición necesaria para
el cumplimiento de algún deber. Adquirir el sentimiento de la
simpatía hacia las necesidades y el sufrimiento de los demás no
es en sí mismo un deber, pero es una condición para el cumpli­
miento del deber de hacer el bien. Kant sugiere esto último
cuando señala, al final del pasaje citado antes, que la simpatía es
un impulso “que la naturaleza ha puesto en nosotros para hacer
aquello que la representación del deber por sí sola no lograría”.
Eso no puede significar que la representación del deber por sí
sola no lograría motivarnos a acciones de beneficencia ya que,
de acuerdo con la tesis de la libertad de la voluntad, somos ca­
paces de vernos motivados a actuar moralmente con indepen­
dencia de las inclinaciones naturales que tengamos.
Al parecer, la simpatía es una condición para el cumplimien­
to del deber de beneficencia porque, si carecemos de la capaci­
dad de simpatizar con las necesidades y el sufrimiento de los
demás, seremos incapaces de percibir las situaciones en que se­
270 virtud, felicidad y religión

rían apropiadas acciones de ayuda. La simpatía nos hace sensi­


bles a las necesidades de los demás, lo cual es una condición
necesaria para poder siquiera percatarnos de que otros necesi­
tan ayuda.31 Sin embargo, la simpatía no opera como guía para la
acción porque los sentimientos, de acuerdo con Kant, son com­
pletamente subjetivos. Según esto, es imposible educar nues­tra
ca­pacidad para la simpatía de tal modo que sólo la experimente­
mos en las situaciones apropiadas. Experimentar un sentimien­
to de placer en la representación de un objeto no es indicativo
de que el objeto sea bueno; de manera similar, experimentar un
sentimiento de simpatía hacia otra persona no es una manera
de per­cibir que debemos ayudarla. Es posible ex­perimentar ese
sentimiento en ocasiones en las cuales no debemos ayudar, por
ejemplo, al percibir la angustia de un ladrón que ha sido atrapa­
do por la policía. Como la simpatía no puede servir como guía
para la acción, sólo puede desempeñar el papel de identificar
las situaciones en que otros necesitan ayuda, y es necesario de­
terminar si en una situación particular debemos ayudar o no.32
La simpatía desempeña un papel meramente instrumental en
la práctica de la beneficencia y carece de valor moral.
En la introducción de este capítulo señalé que uno de mis
propósitos sería mostrar que Kant ofrece una teoría de la virtud,
mas no una ética de la virtud. Como hemos visto, la virtud, en
su concepción, es inseparable del concepto de deber. Él la defi­
ne como “la intención moral en lucha” y no como la “posesión de
una pureza perfecta de las intenciones de la voluntad” (C 2 5:84
/82), lo cual indica claramente que la virtud implica esfuerzo
frente a ciertos obstáculos. La ética es una doctrina de la virtud
porque los fines que contiene son deberes. Kant afirma que
“sólo un fin que es a la vez deber puede llamarse deber de virtud ”
(PMDV 6:383/233). En su teoría de la virtud, nos dice qué fines
son deberes de virtud y cómo podemos llegar a ser virtuosos, y
esto es mediante la práctica. En las éticas de la virtud contempo­
ráneas, en cambio, se sostiene que la virtud se opone al deber
31
Sobre este punto, véase Baron, Kantian Ethics Almost without Apol­ogy, sec­
ción 6.
32
B. Herman desarrolla este punto en “On the Value of Acting from the
Motive of Duty”.
ética y virtud 271

porque, supuestamente, la persona virtuosa no experimenta lo


que debe hacer como un deber, sino que lo hace naturalmen­
te.33 Más aún, en las éticas de la virtud, por lo común, no se ofre­
­cen normas que especifiquen qué debemos hacer, sino que se
sostiene que el estándar de lo correcto es la persona virtuosa:
una acción virtuosa es aquella que lleva a cabo una persona vir­
tuosa.34 Vale la pena notar que Kant no estaría en desacuerdo
con esto último, excepto que, de acuerdo con él, sí es posible
determinar el estándar según el cual actúa la persona virtuosa y
por el cual ella misma y sus acciones lo son, a saber, el principio
supremo de la moral.
Desde la perspectiva de la ética de la virtud, se suele objetar
a la postura de Kant que la virtud consiste, precisamente, en la
ausencia de conflicto. Mientras que Kant sostiene que la virtud
necesariamente implica la presencia de un “enemigo” contra el
cual se lucha, los partidarios contemporáneos de la ética de la
virtud sostienen que la persona virtuosa se caracteriza por una
armonía entre los sentimientos que experimenta y aquello que
considera que debe hacer en cada situación. Según esto último,
la persona virtuosa reacciona siempre con los sentimientos apro­
piados, de modo que no hay espacio para el conflicto interno.
Para dirimir esta disputa, se tiene que determinar, ante todo, si
los sentimientos son, como Kant supone, meras reacciones sub­
jetivas imposibles de “educar” mediante la razón de modo que
puedan constituir guías confiables para la acción, o bien si, como
sostienen los partidarios de la ética de la virtud, los sentimientos
constituyen ellos mismos percepciones de los rasgos moralmen­
te relevantes del mundo, que se pueden “educar” o refinar de
modo tal que puedan ser guías confiables para la acción. La re­
solución de esta cuestión le corresponde a la psicología moral
más que a la teoría moral propiamente, la cual se ocupa de de­
terminar el contenido y justificación de la moral. Aquí la dejaré
de lado.
Aunque Kant sostiene que los sentimientos son reacciones
subjetivas y no constituyen percepciones de algo objetivo, tam­

33
Annas, The Morality of Happiness, capítulo II.
34
McDowell, “Virtue and Reason”.
272 virtud, felicidad y religión

bién afirma que la carencia de sentimientos morales es un signo


de falta de virtud. En la segunda parte de la Doctrina de la vir­tud,
la “Doctrina ética del método”, afirma que “lo que no se hace
con placer, sino sólo como un servicio compulsivo, carece de
valor interno para aquel que obedece su deber con ello, y no se
lo ama, sino que se evita en lo posible la ocasión de practicarlo”
(PMDV  6:484/362). El pasaje sugiere que el éxito en la adopción
de máximas éticas se manifiesta en el placer que se experimenta
en la realización de acciones morales. Por lo tanto, debemos
considerar que la manifestación de ciertas actitudes y senti­
mientos es indicativa de la presencia o ausencia de un genuino
compromiso con la adopción de fines éticos. Como vimos, los
sentimientos que acompañan la adopción del fin de promover
la felicidad de los demás son el amor y el respeto. Si bien es
posible llevar a cabo acciones moralmente buenas hacia los de­
más sin experimentar el sentimiento de amor, su ausencia es
señal de escaso progreso en la adopción del fin de promover la
felicidad de los demás, esto es, es indicación de falta de virtud.
Para concluir quisiera observar que el pasaje famoso en que
Kant señala que las máximas morales no pueden estar basadas
en el hábito, no es inconsistente con lo dicho hasta aquí. El pa­
saje dice lo siguiente:
Pero la virtud tampoco puede interpretarse ni apreciarse sola­
mente como una habilidad […] ni como un hábito de realizar ac­
ciones moralmente buenas, adquirido por ejercicio durante largo
tiempo. Porque si éste no resulta de principios reflexionados, fir­
mes y cada vez más acrisolados, entonces, como ocurre con cual­
quier otro mecanismo de la razón práctico-técnica, no está dis­
puesto en cualquier circunstancia ni asegurado suficientemente
contra los cambios que pueden provocar nuevas seducciones.
(PMDV 6:383–384/234)
El punto aquí es sólo que la práctica de la virtud debe estar guia­
da por principios y que no puede ser una mera cuestión de re­
petir ciertas acciones mecánicamente. La práctica de la virtud
exige la reflexión sobre qué exigen los principios morales en
cada situación, así como también sobre la sinceridad de la pro­
pia determinación de regirse por ellos.
ética y virtud 273

4 . Virtud y conflicto


Como señalé en la introducción de este capítulo, Kant sostiene
que el conflicto entre la sensibilidad de la persona virtuosa y las
exigencias contenidas en los principios morales es imposible de
eliminar. La persona virtuosa se encuentra siempre en lucha
contra los sentimientos que la inclinan a privilegiar las deman­
das del amor propio por encima del deber moral. Para enten­
der por qué ello es así tenemos que considerar qué exigen las
má­ximas éticas, por un lado, y qué sentimientos se producen
naturalmente en la interacción social, por el otro. Las exigen­
cias éticas entran directamente en colisión con algunos de estos
sentimientos, por lo cual el ideal moral es de un esfuerzo moral
constante.
Como hemos visto, la moralidad exige que consideremos a
todos los humanos como seres iguales en valor y que actuemos
de acuerdo con ese reconocimiento. Sin embargo, Kant tam­
bién sostiene que tenemos una inclinación natural a estimar nues­
tro propio valor y el de los demás de manera equivocada. En
lugar de vernos a nosotros mismos y a los demás como seres con
valor intrínseco en virtud de nuestra humanidad común, tende­
mos a estimar nuestro valor y el de los demás comparando los
logros o atributos personales de cada persona. Tendemos a pen­
sar que la gente tiene más o menos valor según lo que ha logra­
do realizar y según sus atributos personales. Como sabemos que
nosotros también somos evaluados de esta manera por los de­
más, el sentido de nuestro propio valor depende de las evaluacio­
nes que, pensamos, los demás hacen de nosotros.35 Estimamos
nuestro propio valor a través de la mirada de los demás:
Las disposiciones para la humanidad pueden ser referidas al título
general de amor a sí mismo ciertamente físico, pero que compara
(para lo cual se requiere razón); a saber: juzgarse dichoso o desdi­
chado sólo en comparación con otros. De este amor a sí mismo pro­
cede la inclinación a procurarse un valor en la opinión de los otros; y
originalmente, es cierto, sólo el valor de la igualdad: no conceder a
nadie superioridad sobre uno mismo, junto con un constante recelo

35
El locus classicus de este diagnóstico se encuentra en el segundo Discurso
de Rousseau. Véase Wood, “Unsociable Sociability: The Anthropological Basis
of Kantian Ethics”.
274 virtud, felicidad y religión

de que otros podrían pretenderla, de donde surge poco a poco un


apetito injusto de adquirirla para sí sobre otros. (R 6:27/35–36)
La tendencia a procurar que los demás reconozcan el valor supe­
rior de uno mismo es una corrupción del amor propio.36 El de­
seo original, según Kant, es por el reconocimiento de la igual­
dad, al cual también se refiere como “celo del honor”; se trata de
la “preo­cupación de no ceder nada de la propia dignidad hu­­
mana al comparase con los demás”.37 El celo del honor nos lleva
a preocuparnos por el reconocimiento de los demás y a temer
que nos sea negado. Desde este punto de vista, aquel que busca
el reconocimiento de su superioridad sobre los demás está im­
pulsado por una falta de seguridad sobre su propio valor intrín­
seco, pues teme que se le considere inferior; busca superiori­dad
sobre los demás porque de esa manera puede asegurarse de su
propio valor: se estima a sí mismo dependiendo de cómo lo
vean los demás. Respecto del celo del honor, Kant escribe lo si­
guiente en la Antropología:
Es menester, en efecto, para resolverse a algo que el deber manda
ejecutar, aun a riesgo de sufrir la burla de los demás, incluso un
alto grado de valor, porque el celo del honor es el constante com­
pañero de la virtud, y el que es suficientemente dueño de sí frente
a la violencia, raras veces se siente, empero, capaz de arrostrar la
mofa, cuando se le niega con una risa irónica aquella pretensión
de ser honorable. (A 7:257/193)
La corrupción del deseo natural de igualdad es una consecuen­
cia necesaria de la vida en sociedad, según Kant. Como pode­mos
apreciar, la determinación y el valor que exige la práctica de la
virtud no se dirige contra las inclinaciones que tenemos en vir­
tud de nuestra naturaleza animal, sino contra las inclinaciones
que provienen de nuestra naturaleza social.38 En la superación de
36
Véase Wood, “Self-Love, Self-Benevolence, and Self-Conceit”.
37
PMDV 6:465/339. Adela Cortina traduce Ehrliebe como “pundonor”, pero
José Gaos en la Antropología lo traduce como “celo del honor”.
38
Sobre las inclinaciones que adquirimos en sociedad se podría decir que
no son naturales, ya que presuponen el uso de la razón para hacer compa­ra­cio­
nes. Sin embargo, Kant se refiere a las inclinaciones en general como naturales
sin tomar en consideración si la razón tuvo algo que ver en su ge­neración. En la
Religión llega a afirmar de ellas que “nosotros no tenemos que responder de su
existencia (ni podemos; porque, en cuanto que son congénitas, no nos tienen
ética y virtud 275

la propensión natural a la corrupción del amor propio cobra


especial relevancia aprender a relacionarnos con los demás de
la manera moralmente correcta. Kant concibe la virtud como
una lucha constante contra lo que él llama “los vicios de la cul­
tura” porque, de acuerdo con su concepción de la naturaleza
humana, la consideración de los demás como fines en sí mismos
no es algo natural en nosotros (R 6:27/36). Lo que es natural
para los seres humanos en sociedad es estimar su propio valor
comparándose entre sí, así como la preocupación de que les sea
reconocido un valor superior. La concepción de nosotros mis­
mos como “una persona entre las demás”, como expresa Thomas
Nagel, no es nuestro punto de partida en la sociedad, sino que
el deseo de igualdad se convierte en un deseo de superioridad.39
La virtud es la lucha constante para verse a uno mismo y a los
demás como seres con un valor intrínseco independiente de sus
atributos y logros personales. La práctica de la virtud precisa de
valor porque exige de nosotros humildad, que, según Kant, es
muy difícil de conceder; se trata de la humildad que, como sos­
tiene él, sentimos al comparar nuestra naturaleza sensible con la
ley moral, la concesión de que no tenemos ni más ni menos valor
intrínseco que los demás, que todos somos iguales moralmente.

a nosotros por autores)” (R 6:34–35/44); esto no puede ser estrictamente verda­


dero, ya que no podemos negar responsabilidad por la existencia de inclina­
ciones que hemos adquirido mediante el uso de nuestra razón, pues el hecho
de haberlas adquirido parece ser nuestra obra. Podríamos restringir la cate­
goría de “inclinaciones naturales” a aquellas en cuya gene­ración la razón no
tuvo nada que ver. Desde ese punto de vista, muy pocas de las inclinaciones que
tenemos serían naturales (congénitas, no generadas me­diante el uso de la
razón), como por ejemplo las inclinaciones que provienen del temperamento.
Allen Wood (“Unsociable Sociability: The Anthropological Basis of Kantian
Ethics”, pp. 343–344) ha propuesto que también podría decirse que todo aque­
llo en nosotros que no es completamente libre es natural. La moralidad, según
Kant, es el ejercicio perfecto de la libertad mientras que las inclinaciones so­
ciales son el producto de un ejercicio defi­ciente de la liber­tad: implican el uso
de la razón, pero las hemos adquirido me­diante un mal uso. Sólo las elec­ciones
morales son completamente libres. Aunque las inclinaciones adquiridas me­
dian­te la práctica de hacer compa­raciones implican el ejercicio de la libertad,
son naturales porque tal ejercicio está lejos de ser perfecto.
39
Th. Nagel, “Solipsism, Dissociation, and the Impersonal Standpoint”.
276 virtud, felicidad y religión

La explicación de la corrupción del amor propio en la socie­


dad es la respuesta a la pregunta de por qué tenemos la propen­
sión a subordinar el incentivo moral a los incentivos del amor
propio. La pregunta de por qué hacemos de la satisfacción del
amor propio algo incondicional es equivalente a la pregunta de
por qué no nos concebimos a nosotros y a los demás como seres
que tienen valor intrínseco que no admite comparaciones. Cuan­
do concebimos las exigencias de nuestro amor propio como
algo incondicional, declaramos, por así decirlo, que la satisfac­
ción de nuestras inclinaciones es más importante que las exi­
gencias que el valor de la humanidad nos plantea. Por ejemplo,
en la máxima de dejar de cumplir una promesa cuando ello re­
sulte ventajoso, se subordina el valor de la humanidad de aquel
a quien se hizo la promesa al valor del provecho propio. La
respuesta de Kant a la pregunta de por qué tiene lugar en noso­
tros este tipo de corrupción es que es en extremo difícil para
nosotros no vernos tentados a estimar el valor de las personas
con base en la comparación de atributos contingentes; en socie­
dad tendemos a no concebirnos a nosotros y a los demás como
seres que tienen valor intrínseco. El amor propio se corrompe
porque tendemos a comparar y calcular el valor de las personas.
Por ello, la práctica de la virtud es necesariamente conflictiva:
porque las exigencias morales entran en colisión directa con al­
gu­nos de los sentimientos que adquirimos naturalmente en so­
ciedad. De allí que si bien Kant nos ofrece una teoría de la vir­
tud, ésta no puede considerarse una ética de la virtud.
VIII

DE LA MORAL A LA RELIGIÓN

La moral, de acuerdo con Kant, conduce “inevitablemente” a la


religión ya que, según veremos, el compromiso con la primera
necesita apoyarse en cierto tipo de fe religiosa racional (R 6:6/22).
La religión, a su vez, se funda necesariamente en la moral si es
que ha de mantenerse dentro de los límites de la razón; no pue­
de basarse ni en el conocimiento especulativo ni en la revela­
ción porque en ambos casos se rebasan los límites del ejercicio
legítimo de la razón. Es bien sabido que, en la Crítica de la razón
pura, Kant sostiene que es imposible demostrar la realidad de
los objetos de la metafísica, a saber, la existencia de Dios, la in­
mortalidad del alma y la realidad de la libertad. No obstante,
también rechaza la idea de que, por lo tanto, la fe religiosa ten­
ga que ser necesariamente irracional. De acuerdo con él, la fe
religiosa puede ser racional, pero la única religión posible den­
tro de los límites de la razón se funda en la moral de la auto­
nomía. Kant caracteriza la religión como “el reconocimiento de
todos nues­tros deberes como mandatos divinos” (R 6:153–154/
150). Esto significa que la religión dentro de los límites de la
razón no puede ser más que un modo de concebir las exigen­
cias de la moral de la autonomía: como algo sagrado; por ello, el
contenido de los mandatos divinos no es otro que el de los man­
datos morales.
La filosofía de la religión de Kant se desarrolla al interior de
la tradición de pensamiento y práctica religiosa específicamen­te
cristianas. Su postura se articula en relación con el conjunto
de preguntas propias de esa tradición, como la salvación, la gra­
cia, el bien supremo, el reino de Dios, la libertad humana, la in­
mor­talidad, el pecado y el origen del mal. Se trata de preguntas
278 virtud, felicidad y religión

que se habían planteado desde San Agustín, en el siglo iv, y que


con­ti­nuaban siendo el objeto de fuertes disputas en el xviii.1 Al
exami­nar la posibilidad de la metafísica, Kant se propone averi­
guar, en parte, la legitimidad de las convicciones centrales del
cristianismo dentro de los límites de la razón pura.2 Entre estas
convic­ciones se encuentran la de que el mundo está ordenado
hacia el bien y la justicia por haber sido creado por un Dios sabio
y bueno, que el alma humana es inmortal y que somos libres.
Son convicciones cuya verdad, de acuerdo con él, es imposible
de demostrar mediante la razón especulativa. No obstante, al
fundar la religión en la moral, estas mismas convicciones queda­
rán legitimadas desde un punto de vista moral. Al mismo tiem­
po, sin embargo, la moral de la autonomía se establece como el
criterio con base en el cual se lleva a cabo la crí­ti­ca de la religión
para distinguir la fe religiosa racional de la su­perstición y del
fanatismo. No debe resultar sorprendente que la única “religión
verdadera” no será otra que el cristianismo en su versión protes­
tante, pero depurado de acuerdo con las exigencias del raciona­
lismo crítico y de la moral de la autonomía.
Antes de examinar los argumentos específicos de Kant a fa­
vor de la transición de la moral a la religión veremos brevemen­
te que la posibilidad de la religión dentro de los límites de la
razón es una de las preocupaciones centrales del proyecto críti­
co en la primera Crítica. En la primera sección veremos que la
motivación para el punto de vista práctico es satisfacer la aspira­
ción “más esencial” de la metafísica; en la segunda sección me
ocupo de la concepción de la felicidad que puede ser componen­
te del bien supremo; en la tercera sección presento la antino­
mia de la razón pura práctica que Kant introduce en la “Dialéc­
tica” de la segunda Crítica, así como la solución a ella; en la
cuarta sección examino los argumentos según los cuales la mo­
ral de la autonomía conduce a la fe religiosa racional; en la
quinta sección considero algunas objeciones a la doctrina del
bien supremo; y, por último, en la sexta sección presento la crí­
tica de Kant a las convicciones y prácticas religiosas desde la mo­
ral de la autonomía.
1
Véase F.C. Beiser, “Moral Faith and the Highest Good”.
2
Prólogo a la primera edición (A XII), prólogo a la segunda edición
(B XVIII–XIX).
de la moral a la religión 279

1 . La posibilidad de la metafísica y la necesidad


del punto de vista práctico
En el prólogo a la segunda edición de la primera Crítica, el pun­
to de vista práctico se presenta como la solución a un problema.
Como señala Kant, el propósito de la obra es investigar la posi­
bi­li­dad de la metafísica, la cual es un sistema de conocimiento a
priori de la razón (C 1 B XIV), y cuyos problemas centrales son
Dios, la libertad y la inmortalidad. La pregunta central es si la
metafísica es posible como ciencia y para ello él investiga la po­
sibilidad del conocimiento a priori. Con miras a este fin, lleva a
cabo un examen de los alcances y límites de la razón humana en
su uso independiente de la experiencia. Si sabemos hasta dónde
puede la razón humana conocer a priori, sabremos si la aspira­­
ción de la metafísica de conocer sus objetos puede satisfacerse.
Como sabemos, el veredicto de la crítica de la razón pura res­
pecto de la posibilidad del conocimiento a priori es parcialmen­
te negativo. El resultado del examen de la facultad racional es
que el conocimiento de objetos a priori sólo es posible si éstos
pueden darse en una experiencia posible. En contra de una larga
tradición de pensamiento racionalista, Kant sostiene que los se­
res humanos sólo podemos conocer los objetos como nos son
dados en la intuición sensible, cuyas formas son el tiempo y el es­
pacio. Aunque la intuición pueda ser a priori, el objeto sólo pue­-
de representarse en esas formas. De ahí se sigue que la metafísi­
ca sí es po­sible, parcialmente, como conocimiento a priori de
objetos que nos pueden ser dados en el tiempo y en el espacio.
Kant se refiere a ella como la “primera parte” de la metafísica
(C 1 B XIX). Sin embargo, los objetos que no se pueden dar de
este modo (como Dios, la libertad y la inmortalidad) no son
accesibles al conocimiento humano. Esto significa que la segun­
da y más importante parte de la metafísica, aquella que sirve a
su interés más esencial, a saber, aquella que aspira a conocer ob­
jetos que trascienden los límites de toda experiencia posible, es
imposible (C 1 B XIX).
No obstante, Kant no concluye a partir de este veredicto suyo
que, por lo tanto, la segunda parte de la metafísica es absoluta­
mente imposible.3 De acuerdo con él, la metafísica es natural
3
En adelante, me referiré a la segunda parte como “la metafísica”.
280 virtud, felicidad y religión

a la razón humana ya que se ocupa de asuntos que afectan “al


interés humano universal” (C 1 B XXXIII). Nos dice que la espe­
ranza de una vida futura tiene su fuente en “la disposición que
todo ser humano nota en su naturaleza, [disposición] que hace
que no pueda contentarse nunca con lo temporal” (C 1 B XXXII).
La libertad, por su parte, es un presupuesto necesario de la mo­
ral (C 1 B XXIX) y la conciencia de la primera se produce por “la
mera exposición clara de los deberes, en contraposición a to­das
las pretensiones de las inclinaciones” (C 1 B XXXIII). En lo que
toca a Dios, “el magnífico orden, la belleza y la providencia que se
presentan por todas partes en la naturaleza, por sí solos [han
debido producir] la fe en un sabio y grande Creador del mundo”
(C 1 B XXXIII). Estos motivos, nos dice, “han debido producir
por sí solos la convicción extendida en el público, en la medida
en que ella se basa en fundamentos racionales” (C 1 B XXXIII).
Debido a que la metafísica se ocupa de objetos que conciernen
al “interés de la humanidad”, la tarea del filósofo no puede ser
eliminarla tras el veredicto negativo del examen de la facultad
racional. Proceder de tal modo sería tanto como pretender co­
rregir los intereses de la humanidad, algo que, como Kant pen­
saba, no les corresponde a los filósofos. En lugar de adoptar una
actitud escéptica ante la metafísica, la tarea filosófica tiene que
ser la de encontrar otra manera de concebir las aspiraciones y
tareas de esta última. Aquí es donde el punto de vista práctico
se presenta como una solución.
La propuesta de Kant es que el propósito de la metafísica
no debe concebirse en términos especulativos, sino prácticos.
Esto sig­nifica que la tarea que le corresponde no es demostrar
en un sistema de conocimiento a priori que Dios existe, que el
alma es inmortal y que somos libres, sino establecer la realidad
de estas ideas desde el punto de vista de la acción y de la moral.
En el pró­lo­go de la segunda edición, distingue dos maneras en
que el co­no­cimiento racional a priori puede relacionarse con su
objeto: puede determinar el objeto que le es dado de otra parte
(la sensibilidad) así como el concepto de éste, en cuyo caso se
trata de un conocimiento racional teórico, o bien puede determi­
narlo para hacerlo “efectivamente real”, en cuyo caso el conoci­
miento racional es práctico (C 1 B IX–X). En el segundo caso el
objeto no le es dado a la razón desde otra fuente, sino que la
de la moral a la religión 281

razón sola lo determina por sus conceptos y principios para ha­


cerlo real. En este caso, la realidad del objeto no depende de que
éste se dé en la sen­sibilidad, sino de que la razón se determine
a producirlo. Este uso práctico de la razón pura que Kant anun­
cia en el prólo­go constituye la solución al problema de cómo
con­ce­bir la meta­física, debido a que en él la razón “inevitable­
mente se en­san­­­cha por encima de los límites de la sensibilidad”
sin caer en las con­­tra­dicciones que la plagan en su uso especula­
tivo (C 1 B XXV). De acuerdo con esto, la aspiración esencial de
la metafísica de trascender los límites de la experiencia posible se
puede satisfacer si concebimos sus objetos como ideas necesa­
rias para la moral.
En el capítulo VI examinamos los argumentos de Kant a favor
de la realidad de la libertad desde un punto de vista prác­tico.
En lo que resta del presente examinaremos los argumen­­­tos en­
caminados a establecer fe racional en la existencia de Dios
y en la inmortalidad del alma desde este mismo punto de vista.

2 . La felicidad en el bien supremo


La transición de la moral a la religión tiene lugar a través de la
idea del “bien supremo”, la idea de un mundo moral en el que
la felicidad está distribuida “en exacta proporción con la mora­
lidad” (C 2 5:110/108). En la “Dialéctica” de la segunda Crítica
Kant presenta al bien supremo como el “objeto” de la razón prác­
tica pura, al que nos conduce la ley moral (C 2 5:108/106). Aun­
que, como nos dice, el bien más elevado es la virtud, ésta no
puede ser “el bien completo y perfecto en tanto que objeto de
la facultad de desear de los seres racionales finitos, pues para
este bien se requiere además la felicidad ” (C 2 5:110/108). Esto
último es así “no sólo a los ojos inte­re­sados de la persona que se
toma a sí misma como fin, sino tam­­bién ante el juicio de una
razón imparcial que considera la virtud en general en el mundo
como un fin en sí” (C 2 5:110/108).
La inclusión de la felicidad en la idea del bien supremo
usualmente resulta sorprendente a los lectores por la insistencia
de Kant en delimitar claramente las exigencias de la moral res­
pecto del interés en la felicidad. Si ha insistido tanto en separar­
los, podríamos preguntar, ¿por qué los reúne de nuevo?4 Este
4
Véase J. Gómez Caffarena, El teísmo moral de Kant, capítulo 3.
282 virtud, felicidad y religión

tipo de sorpresa pasa por alto que, de acuerdo con su concep­


ción, la moralidad conlleva el merecimiento de ser feliz. Lo que
agrega la doctrina del bien supremo no es la reunión de los
conceptos de felicidad y de virtud, los cuales ya se encuentran
reunidos en su concepción de la virtud como “merecer ser feliz”
(C 2 5:110/108), sino una explicación de cómo se puede conce­
bir la obtención de la felicidad que cada quien merece.5 Así,
se­ñala que “tener necesidad de felicidad, ser digno de ella y sin
embargo no ser partícipe de ella, ciertamente no concuerda
con el querer perfecto de un ser racional” (C 2 5:110/108). En
la primera Crítica observa que “la sola moralidad, y con ella, el
solo merecimiento de ser feliz, está también lejos de ser el comple­
to bien” (C 1 A814/B842). Para que el bien esté completo es ne­­­
cesario además que “aquel que no se ha comportado de manera
indigna de la felicidad debe poder tener la esperanza de llegar
a ser partícipe de ella” (C 1 A814/B842). El propósito de la doc­
trina del bien supremo es hacer comprensible cómo es posible
esto último. Antes de pasar a ello en la siguiente sección, exami­
nemos brevemente el lugar que le otorga Kant a la aspiración a
la felicidad en su concepción de la razón.
En la primera Crítica presenta la aspiración a la felicidad
como uno de los intereses de la razón. En el “Canon” señala que
“todo interés de mi razón (tanto el especulativo, como el prácti­
co) se reúne en las tres preguntas siguientes”: ¿Qué puedo saber?
¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? (C 1 A804
/B832). La primera pregunta es especulativa y de ella se ocupa
en la pri­mera Crítica; la segunda es práctica, cuya respuesta es
“haz aquello por lo cual te tornes digno de ser feliz”; la tercera,
nos dice, es “práctica y teórica a la vez”, ya que “todo esperar se
dirige a la felicidad” (C 1 A805/B833). En este libro hemos visto
la respuesta a la segunda pregunta, la cual deja pendiente cómo

5
Con frecuencia, los lectores de Kant rechazan esta concepción del bien
supremo en la cual la felicidad se combina con la moralidad y les parece que el
bien supremo debe limitarse a la virtud. Véanse L.W. Beck, A Commentary on
Kant’s Critique of Practical Reason, capítulo XIII, y J. Rawls, “Kant X. La unidad
de la razón”. Algunos teóricos señalan que la inclusión de la felicidad en el bien
supremo es un paso infundado que Kant da con el fin de sostener que la moral
conduce necesariamente a la religión. Véase O. O’Neill, “Kant on Reason and
Religion”.
de la moral a la religión 283

ha de ser posible lograr la felicidad que merece cada uno. La


tercera pregunta es en parte práctica porque la plantea del modo
siguiente: “si hago lo que debo, ¿qué puedo entonces esperar?
(C 1 A805/B833). La pregunta es también teórica porque la rea­
lidad de la felicidad que cada quien merece depende de que el
mundo funcione de modo que la virtud se recompense, por lo
que la respuesta tiene que incluir cierto saber respecto de tal
funcionamiento. Ya que Kant presenta la aspiración a la felici­
dad como uno de los intereses de la razón, supone que los seres
racionales “de este mundo” no podemos dejarla de lado por
más que la moral lo exija de manera incondicionada en casos
particulares. En la segunda Crítica observa que “ser feliz es nece­
sariamente el deseo de todo ser racional, pero finito, y por ello
un fundamento determinante inevitable de su facultad de de­
sear” (C 2 5:25/23). En la Religión se refiere a la felicidad como
“el fin subjetivo último de los seres racionales pertenecientes al
mundo” (R 6:6n/200). De acuerdo con esto, el interés de la ra­
zón en la felicidad es irrenunciable.
Como la aspiración a la felicidad es un interés racional, la fi­
losofía práctica tiene que ofrecer respuestas a las preguntas que
este interés plantea, tales como ¿en qué consiste la felicidad?,
¿está a nuestro alcance? y, en caso de ser así, ¿qué debemos hacer
para lograrla? Como hemos visto, en su respuesta a la primera
de estas preguntas, Kant sostiene que la felicidad consiste en la
satisfacción de las inclinaciones y que no podemos formarnos un
concepto determinado de ella. La felicidad depende de qué nos
agrade y qué nos desagrade, lo cual sólo puede determinarse
por experiencia con base en los sentimientos de placer y de dis­
placer. En la Fundamentación Kant señala que nadie pue­de decir
“de modo determinado y acorde consigo mismo qué quiere y
desea propiamente” (F 4:418/165). En la segunda Crítica señala
que aunque la felicidad sea necesariamente el deseo de todo ser
racional finito, “la satisfacción con toda su existencia no es una
posesión originaria y una bienaventuranza […] sino más bien
un problema que le ha planteado su propia naturaleza finita”
(C 2 5:25/23). El problema no es sólo que la concepción de la
felicidad diverja de una persona a otra, sino que ni siquiera
una persona sola puede especificar con certeza en qué con­sis­te
su fe­ licidad porque para ello “sería preciso omnisciencia”
284 virtud, felicidad y religión

(F 4:418/167): “aquello en lo cual ha de poner cada uno su feli­


cidad depende de su sentimien­to particular de placer y displa­
cer, e incluso en uno y el mis­mo sujeto, de la diferencia de nece­
sidades según los cambios de tal sentimiento” (C 2 5:25/23–24).
Como aquello que agrada o de­sa­grada varía mucho en los dis­
tintos momentos de la vida de una sola persona y, todavía más,
entre las personas, resulta imposible determinar el contenido
de la felicidad para una sola persona y, mucho menos, de mane­
ra que valga universalmente.
Su respuesta a la segunda pregunta respecto de si la felicidad
está a nuestro alcance es negativa. Mientras que, nos dice, “cum­
plir el mandato categórico de la moralidad está siempre en el
po­der de todos; cumplir el precepto empíricamente condiciona­
do de la felicidad es posible sólo raramente para algunos y sólo
respecto de una única intención” (C 2 5:36–37/36). La razón de
esta asimetría es que, en el primer caso, el cumplimiento del
mandato depende “de la máxima, la cual debe ser verdadera y
pura”, mientras que el logro de la felicidad depende también “de
la fuerza y del poder físico de producir realmente el objeto de­
seado” (C 2 5:37/36). Si bien el cumplimiento del mandato mo­
ral implica tomar los medios que estén a nuestro alcance, como
señala al principio de la Fundamentación (F 5:394/119), no depen­
de de que se tenga éxito en el logro del propósito. Como hemos
visto, Kant insiste en que la buena voluntad no depende de las
consecuencias, lo cual significa que no pierde mérito alguno si,
a pesar de su mejor esfuerzo, no logra sacar adelante su propó­
sito debido a causas que escapan a su control. En cambio, en el
caso de la felicidad, lo que se busca es producir ciertos objetos o
estados de cosas, lo cual no está enteramente a nuestro alcance.
Si se entiende la felicidad, como a veces Kant lo hace, como “un
máximo de bienestar” en todo estado presente y en todo estado
futuro, difícilmente puede decirse que esté en nuestro poder.
Además de que no podemos formarnos un concepto determi­
nado de un máximo de bienestar, los medios para lograrlo de­
penden de relaciones causales que escapan a nuestro control.
La tercera pregunta, respecto de qué debemos hacer para ser
felices, puede entenderse en dos sentidos. En un primer senti­
do, es una pregunta pragmática que concierne a la especifica­
ción de los medios que deben tomarse para alcanzarla. Debido
de la moral a la religión 285

a que es imposible determinar de manera universal el conte­ni­


do de la felicidad, no puede haber leyes universales respecto de
qué se deba hacer para ser feliz, sino sólo consejos respecto
de lo que usualmente hay que hacer y a los que Kant se refiere
como “consejos de la prudencia” (F 4:417/167 y C 2 5:26/24).6
Entendida en este primer sentido, la respuesta a la pregunta
respecto de qué debemos hacer para ser felices no puede reci­
bir una respuesta satisfactoria desde el punto de vista de la ra­
zón, esta última no puede ofrecer leyes universales para el logro
de la felicidad.
El segundo sentido en que puede entenderse la tercera pre­
gunta es moral y concierne a qué debemos hacer para merecer la
felicidad. Como hemos visto, Kant insiste a lo largo de sus escri­
tos morales que la moralidad nos hace dignos de ser felices. En
la primera Crítica observa “que cada cual tiene motivo para es­
perar la felicidad en la misma medida en que se ha hecho digno
de ella por su comportamiento” (A809/B837). En la Fundamen-
tación señala que “la buena voluntad parece constituir la indis­
pen­­sable condición aun de la dignidad de ser feliz” (F 4:393
/118). En la segunda Crítica nos dice que “tener necesidad de
felici­dad, ser digno de ella y sin embargo no ser partícipe de ella,
cier­ta­mente no concuerda con el querer perfecto de un ser ra­
cional” (C 2 5:110/108). Entendida en este segundo sentido, la
razón sí puede ofrecer una respuesta satisfactoria a la pregunta
en consideración, pues sí puede especificar las leyes universales
para merecer la felicidad, las cuales son leyes morales. Aunque
la ob­ten­ción de nuestra felicidad no esté en nuestro poder, si
nos hace­mos merecedores de ella, la razón tiene que exigir su
posibilidad.
Una premisa crucial en esta segunda versión de la tercera pre­
­gunta es la imposibilidad de lograr la felicidad si la bus­ca­mos
di­­rectamente. Si fuera posible lograr la felicidad por nues­tros
pro­pios medios, nuestra aspiración a ella plantearía un desafío
todavía mayor para el compromiso con la moral. Si nos pudiéra­
mos formar un concepto determinado de la felicidad y los me­
dios para lograrla estuvieran a nuestro alcance, se volvería muy
difícil mostrar que podemos vernos motivados a actuar según

6
Véase el capítulo II, sección 5.
286 virtud, felicidad y religión

mandatos categóricos que exigen la subordinación absoluta de


la aspiración a la felicidad. Como resulta que la búsqueda direc­
ta de la felicidad plantea un problema insoluble, puede resultar
verosímil, al menos en principio, la alternativa de aspirar a ella
indirectamente haciéndonos dignos de ella.
Más adelante discutiré por qué Kant supone como evidente la
relación de merecimiento entre la moralidad y la felicidad (ca­
pí­tulo VIII, sección 5). Por ahora es preciso observar que la con­
cepción de felicidad que, según Kant, se puede merecer es, ella
misma, moral. Como se trata de la felicidad de una persona vir­­
tuosa, es consistente con leyes universales. Aunque sostiene que
la procuración de la felicidad propia no es un deber,7 también
señala explícitamente que ésta queda comprendida en una le­
gislación universal:
Pero, dado que todos los demás no serían sin mí todos y, por consi­
guiente, la máxima no tendría la universalidad de una ley […], la
ley del deber de benevolencia me incluirá a mí también como
objeto suyo en el mandato de la razón práctica; no como si por
ello estuviera obligado a amarme a mí mismo […] sino que la razón
legisladora, que incluye en su idea de la humanidad en general a la
especie entera […], siguiendo el principio de igualdad me incluye
también a mí, como legislador universal, en el deber de benevolen­
cia recíproca […] y te permite ser benevolente contigo mismo, con
tal de que tú también quieras bien a los demás. (PMDV 6:451/320)
Más aún, entre los deberes hacia uno mismo se encuentra el
“llevar una vida regalada, en la medida en que es necesario para
encontrar satisfacción en ella (cuidar del propio cuerpo, aun­
que sin llegar a la molicie)” (PMDV 6:452/322). Desde la pers­
pectiva moral, no sólo puede estar permitido procurar la felici­
dad propia, sino que también es un deber hacerlo en la medida
en que ello forma parte del cuidado de uno mismo.8
Desde esta perspectiva, la felicidad ya no puede entenderse
como la mera satisfacción de las inclinaciones, ni tampoco mera­
mente como un máximo de bienestar en todo estado presente y
7
Véase el capítulo VII, sección 2.
8
PMDV 6:432–433/295–296. En la Fundamentación (4:399/72) se observa
que asegurar la felicidad propia es un deber indirecto pues, “al verse apremiado
por múltiples preocupaciones en medio de necesidades insatisfechas”, se pue­
de ser víctima de la tentación de transgredir los deberes.
de la moral a la religión 287

futuro. Se trata ahora de la satisfacción de las inclinaciones y de


la procuración de un máximo de bienestar de manera consisten­
te con el deber moral. De este modo se limita significativamente
el tipo de felicidad que podemos merecer. Aunque Kant no lo
discute explícitamente, la razón tendría dos funciones en esta
concepción moral de la felicidad. Por un lado, desempeña la
función pragmática de ordenar las inclinaciones de modo que
formen un todo coherente y la satisfacción de algunas no entor­
pezca la de otras. En esta función, le corresponde articular, en la
medida de lo posible, la idea de un “máximo de bienestar en el
estado presente y en todo estado futuro”. Por el otro lado, la ra­
zón desempeña la función moral de verificar que tal máximo de
bienestar sea consistente con el deber moral. La concepción de la
felicidad que cabe merecer, entonces, no está en conflicto con
la moral.
Se podría objetar que si dos personas virtuosas se proponen
fines no inmorales aunque incompatibles entre sí, se abre la po­
sibilidad de un conflicto. Sin embargo, no se trata de un conflic­
to entre la felicidad bajo leyes universales y el deber moral, sino
entre los fines de dos personas virtuosas. Éste es el tipo de con­
flicto cuya resolución compete al derecho, no a la ética. Según
Kant, la necesidad de las leyes del derecho no se presenta por la
falta de virtud de las personas, ya que, aun suponiendo que to­
dos fueran virtuosos, queda la posibilidad de un conflicto como
el mencionado (PMDD 6:312/140–141).9 En todo caso, el pro­
blema que le interesa en la transición de la moral a la religión
no es cómo resolver el posible conflicto entre la moral y la feli­
cidad, el cual ya ha quedado resuelto con la concepción de la
mo­ralidad como la dignidad de ser feliz. Si Kant no puede estable­
cer la posibilidad de que, en efecto, las personas virtuosas lo­gren
la felicidad que merecen, el conflicto se presentará de nue­vo.
Aunque la felicidad moral que cabe merecer sea muy diferente
de aquella a la que, de hecho, aspiramos (dado que no somos
virtuosos), no es en modo alguno claro cómo podría asegurarse
la posibilidad de su realización.

9
Discuto este punto en F. Rivera Castro, “Social Equality and Peace as the
Highest Political Good”.
288 virtud, felicidad y religión

3 . La virtud como causa de la felicidad


Kant aborda la pregunta de cómo se puede concebir la posibili­
dad de que cada quien obtenga la felicidad que merece plantean­
do una “antinomia” de la razón pura. Los lectores familiarizados
con la primera Crítica saben que una antinomia de la razón pura
se presenta cuando, en la búsqueda de explicaciones últimas y
completas, la razón se contradice a sí misma al ofrecer argu­
mentos a favor de proposiciones que son contradictorias entre
sí. El conflicto resulta inevitable porque, de acuerdo con la con­
cepción de la razón que Kant desarrolla en la primera Crítica, lo
característico de la razón, a diferencia del entendimiento, es que
busca lo incondicionado, la totalidad de condiciones para un
condicionado dado (C 1 B XX). En el uso especulativo, lo condi­
cionado que pone en marcha a la razón es un fenómeno o even­
to cualquiera, para el cual busca las causas o condiciones hasta
lograr una explicación completa. Al proceder de este modo, la
razón pura en su uso especulativo necesariamente rebasa los lí­
mites de la experiencia posible y hace afirmaciones sobre aque­
llo que no puede conocer.
A primera vista, resulta sorprendente que en su uso práctico,
la razón caiga en un predicamento similar ya que, como hemos
visto, el imperativo categórico es un principio incondicionado.
En el uso práctico, lo condicionado es cualquier fin o acción que
nos propongamos con base en alguna inclinación, para lo cual
la razón busca las condiciones que puedan justificarlo hasta lo­
grar una justificación completa. Como vimos, sólo aquellas má­
ximas que son consistentes con el imperativo categórico pueden
ser absolutamente buenas; el resto son malas. Sólo aquella vo­
luntad que actúa según este imperativo es absolutamente bue­
na; la que no lo hace es mala.10 Dada una máxima cualquie­ra, el
imperativo es el criterio último para determinar su bondad
10
A diferencia de la bondad, la maldad, según Kant, admite grados
(R 6:29–30/38–39). Puede tratarse de “fragilidad”, “impureza” o “perversidad”.
La “fragilidad” es un primer grado de corrupción y consiste en una debilidad
en el cumplimiento del deber al ceder ante el influjo de inclinaciones que se
le oponen. El segundo grado corresponde a la “impureza”, la cual resulta
cuando se procura que el cumplimiento del deber sea también favorable a la
felicidad propia. El tercer grado de corrupción es la “perversidad” y se da cuan­
do buscamos sólo la coincidencia externa de las acciones con el deber dejando
de la moral a la religión 289

o maldad. Ya que la razón pura práctica alcanza, por así decir, lo


incondicionado, sorprende que Kant sostenga que también tie­
ne su dialéctica y su antinomia. No obstante, él sostiene que ello
es así porque lo incondicionado puede entenderse en dos sen­
tidos: como lo “más elevado” o lo “perfecto”. Lo primero es
“aquella condición que en sí misma es incondicionada”; lo
segundo “es aquel todo que no es una parte de un todo más
grande de la misma especie” (C 2 5:110/108). De acuer­do con
el im­­­pe­ra­tivo categórico, la virtud es el bien más elevado, es la
con­­di­ción incondicionada “de todo lo que nos puede parecer
desea­ble”. Sin embargo, la virtud no es “el bien completo y per­
fecto” para seres racionales finitos, ya que para ello “se requiere
además la felicidad ” (C 2 5:110/108).11 Él señala que la razón
pura práctica:
busca para lo prácticamente condicionado (lo que se funda sobre
inclinaciones y necesidades naturales) también lo incondicio­
nado, y ciertamente no sólo como fundamento determinante de
la voluntad, aun cuando éste ha sido dado (en la ley moral), sino
que lo busca también como la totalidad incondicionada del obje­-
to de la razón práctica pura, bajo el nombre del bien supremo.
(C 2 5:109/105–106)
Como Kant sostiene que la moralidad nos hace dignos de ser
felices, no debería sorprender que el bien completo o supremo
incluya la virtud y la felicidad que cada uno merece. En el bien
supremo, el cual es el objeto completo y perfecto de la razón
pura práctica, la virtud es el bien más elevado (la “condición que
es en sí misma incondicionada”) y la felicidad es el bien condi­
cionado, ya que no es absolutamente buena (C 2 5:110–111/108).
Como vimos en el capítulo VII, en su teoría de la virtud explica
cómo podemos llegar a ser virtuosos. La pregunta que ahora se
plantea es cómo concebir la posibilidad de la felicidad que cada
uno merece por su virtud.

de lado la importancia de la motivación moral. Véase la discusión en Sussman,


“Perversity of the Heart”.
11
En la primera Crítica se señala que en el mundo moral puede pensarse
“como necesario tal sistema de la felicidad proporcionalmente enlazada con la
moralidad; porque la libertad, por las leyes morales en parte impulsada y en parte
restringida, [es] ella misma la causa de la universal felicidad” (C 1 A809/B837).
290 virtud, felicidad y religión

Esta pregunta conduce a la razón pura práctica al terreno de


la especulación, ya que la posibilidad de la felicidad depende no
sólo de las acciones humanas, sino también de las leyes de la
na­­turaleza. Como vimos en la sección 2 de este capítulo, la ter­
cera pregunta que Kant plantea en el “Canon”, “Si hago lo que
debo ¿qué me está permitido esperar?”, es a la vez práctica y
teó­­rica. Como también vimos, dada esa dependencia respecto
de las leyes de la naturaleza, la felicidad es algo que escapa a
nuestro control, aun suponiendo que pudiéramos formarnos
un con­cepto determinado de ella, algo que Kant niega enfática­
mente. Con el fin de responder a la pregunta sobre cómo con­
cebir la posibilidad de la felicidad que merecen los virtuosos, la
razón pura combina el uso práctico con el especulativo. Este
último, al rebasar los límites de la experiencia posible con el
propósito de establecer la posibilidad del bien supremo, arras­
trará, por así decir, al uso práctico a una antinomia en la cual la
razón pura se contradirá a sí misma al ofrecer argumentos a fa­
vor de proposiciones que son contradictorias entre sí.12 Así como
en el uso especulativo la solución al conflicto de la razón consigo
misma la ofrece la doctrina del idealismo trascendental (la dis­
tinción entre fenómeno y cosa en sí), lo mismo debemos esperar
en el conflicto de la razón consigo misma en su uso práctico.
De acuerdo con Kant, sólo hay dos maneras en que se puede
concebir la posibilidad de la felicidad proporcional a la virtud:
o bien ambas son idénticas, de modo que la búsqueda de una
implica la de la otra, o bien una es causa de la otra. En el primer
caso, la conexión entre virtud y felicidad sería analítica; en el
segundo caso sería causal y, por ello, sintética. Kant descarta la
primera posibilidad porque la felicidad es un bien condiciona­
do y la bondad de la virtud es incondicionada. Mientras que la
relación entre lo condicionado y sus condiciones es analítica,
ya que se implican mutuamente, la relación de lo condiciona­­-
do con lo incondicionado es sintética, de modo que se necesita
12
Hay autores que han cuestionado este paralelismo y han sostenido que la
correspondiente antinomia no se presenta en el uso práctico de la razón, al
menos no cómo Kant la plantea. Véanse Beck, A Commentary on Kant’s Critique
of Practical Reason, capítulo XIII, y A. Wood, Kant’s Moral Religion. Para una
de­fensa de la credibilidad de la postura de Kant veáse E. Watkins, “The Anti­n­
omy of Practical Reason: Reason, the Uncondi­tioned and the Highest Good”.
de la moral a la religión 291

una justificación para este paso. Kant enfatiza que la felicidad y


la virtud son conceptos heterogéneos, de modo que uno no pue­
de contener al otro. La relación entre ambos tiene que ser sin­
tética, lo cual, significa, de acuerdo con él, que están conecta­
dos por la ley de la causalidad (C 2 5:111/108). Según esto, una
tiene que ser causa eficiente de la otra.
En la antinomia de la razón pura especulativa, el conflicto de
la razón consigo misma se expresa en términos de una tesis y una
antítesis que resultan contradictorias entre sí. En la antinomia
de la razón pura práctica, encontramos dos proposiciones que
se oponen entre sí: “el deseo de felicidad es causa de máximas de
virtud” y “las máximas de virtud son causa eficiente de la felici­
dad” (C 2 5:113/111). Kant sostiene que la primera proposición
es absolutamente imposible porque, como ya lo mostró en la
“Ana­lítica”, “las máximas que ponen el fundamento determinan­
te de la voluntad en el deseo de la propia felicidad, no son mo­
rales y no pueden fundamentar ninguna virtud” (C 2 5:113/111).
Pero tam­bién sostiene que la segunda proposición (que las má­
xi­mas de virtud son causa de felicidad) es asimismo imposible
“por­que toda conexión práctica de causas con efectos en el mun­
do, como consecuencia de la determinación de la voluntad, no
obedece a las intenciones morales de la voluntad sino al cono­
ci­mien­to de las leyes naturales y al poder físico de emplearlas
para los propios fines” (C 2 5:113/111). El problema al que remi­
te esta observación es que la posibilidad de la felicidad depende
de las leyes de la naturaleza, las cuales no están bajo nuestro
control.
El conflicto de la razón pura consigo misma resulta porque,
por un lado, exige el bien supremo y, por el otro, tiene que ad­
mitir su imposibilidad. A favor de la posibilidad ofrece argu­
mentos morales, mientras que a favor de la imposibilidad ofrece
argumentos de orden teórico. La solución a la antinomia, al
igual que en el uso especulativo, apela a la doctrina del idealis­
mo trascendental, es decir, a la distinción entre fenómeno y cosa
en sí. Kant nos recuerda que la tercera antinomia de la razón
especulativa “quedó resuelta al demostrar que no se trataba de
una genuina contradicción” puesto que:
uno y el mismo agente como fenómeno (incluso ante su propio
sentido interno) tiene una causalidad en el mundo sensible que es
292 virtud, felicidad y religión

siempre conforme al mecanismo natural; pero respecto al mismo


evento, en cuanto que la persona agente se considera al mis­-
mo tiempo como noúmeno (como pura inteligencia, en su existen­
cia no determinable según el tiempo), puede contener un funda­
mento determinante de aquella causalidad según leyes naturales,
el cual esté libre de toda ley natural. (C 2 5:114/111–112)
Kant emplea esta distinción entre fenómeno y noúmeno para la
solución de la presente antinomia. Nos dice que la primera pro­
posición (que el deseo de felicidad es causa de máximas de vir­
tud) es absolutamente falsa, mientras que la segunda (que las
máximas de virtud son causa eficiente de felicidad) no lo es abso­
lutamente, sino de modo condicionado. La segunda proposición
sería falsa “si admito la existencia en el mundo sensible como el
único modo de existencia del ser racional” (C 2 5:114/112).
Pero dado el “derecho de concebir mi existencia también como
noúmeno en un mundo inteligible”, la virtud puede ser causa
de la felicidad en el mundo sensible gracias a la mediación de
un autor inteligible de la naturaleza. Si concebimos la conexión
causal entre las máximas de la virtud y de la felicidad sólo desde
la perspectiva del mundo sensible, las primeras no pueden ser
causa de la segunda ya que, como afirma Kant, la obtención de
la felicidad depende de causas naturales que escapan a nuestro
control. Pero si asumimos, desde la perspectiva inteligible, a un
autor de la naturaleza, tal conexión es posible.13

4 . De la moral a la religión


Así como Kant nos dice que la razón especulativa tiene “el des­
tino singular” de plantearse preguntas que no puede evitar ni
tampoco responder, podríamos decir que la razón práctica tiene
el destino particular de plantearse exigencias que tampoco puede
satisfacer. El bien supremo, como vimos, es la idea de un mun­
do moral en el cual la felicidad está distribuida en proporción a
la virtud. Sin embargo, como Kant reconoce explícitamen­te, su

13
Esta solución de la antinomia implica que en su planteamiento se había
supuesto el realismo trascendental, el cual toma a los fenómenos como cosas
en sí. Watkins (“The Antinomy of Practical Reason: Reason, the Unconditioned
and the Highest Good”) enfatiza este punto.
de la moral a la religión 293

realización no está en nuestras manos. En primer lugar, nos


dice que “la plena conformidad de las intenciones con la ley moral
es la condición más elevada del bien supremo”, pero, agre­ga, tal
conformidad “es la santidad, una perfección de la cual no es ca­
paz ningún ser racional perteneciente al mundo sensible en nin­
gún momento de su existencia” (F 4:122/118–119). Como vi­­
mos en el capítulo VII, sección 1, la virtud es el grado máximo
de moralidad que puede alcanzar un ser sujeto a la influencia de
la inclinación y consiste en el progreso constante en la realiza­
ción de las máximas de fines morales. No obstan­te, Kant sostie­
ne que la ley moral presenta “la disposición moral en toda su
perfección como un ideal de santidad inalcanzable por criatura
alguna, y que, sin embargo, constituye el prototipo hacia el cual
debemos procurar acercarnos y semejarnos en un progreso sin
interrupción pero infinito” (C 2 5:83/81). De acuerdo con esto,
la idea del bien supremo exige la santidad, aunque lo má­ximo
que podemos lograr sea la virtud, es decir, el progreso constante
hacia la santidad.
En segundo lugar, la distribución de la felicidad en propor­
ción a la virtud tampoco está en nuestras manos. No tenemos
el poder de asegurar la justa distribución de la felicidad en pro­
porción a la virtud.14 Para realizar esta distribución tendríamos
que poder discernir los motivos de las personas, lo cual está com­
pletamente fuera de nuestro alcance. Como Kant insiste a lo
largo de sus escritos morales, el grado de virtud, propio o ajeno,
es inaccesible para nosotros. Aunque sabemos según qué máxi­
mas debemos actuar, es muy difícil determinar cuándo actuamos
según máximas moralmente buenas, ya sea nosotros o los de­
más. Si bien la conducta externa es observable, los motivos nos
resultan opacos. Nunca podemos estar seguros, ni en el caso
propio ni en el ajeno, si una conducta aparentemente moral no
ha sido motivada por el interés en la felicidad. Además, para
poder asegurar la justa distribución de la felicidad en propor­
14
Ch. Korsgaard (“Religious Faith, Teleological History, and the Concept of
Agency. Comments on Onora O’Neill’s Tanner Lectures”) señala que el problema
del determinismo que más preocupaba a Kant era el de las consecuencias fu­
turas de nuestras acciones y no, como suele pensarse, el de las causas que an­te­
ceden a la conducta. Véase también de ella Self-Constitution. Agency, Identity and
Integrity, 5.2.3.
294 virtud, felicidad y religión

ción a la virtud, tendríamos que ser capaces de producir la felici­


dad como efecto de nuestras acciones, algo que Kant insiste que
no está en nuestras manos. La conexión entre nuestra intención
moral y el resultado buscado depende de una multitud de cau­
sas que escapan a nuestro control y que puede frustrar nuestros
esfuerzos. La felicidad y la infelicidad dependen de conexiones
causales que llevan a los accidentes de la fortuna, las enferme­
dades, los desastres naturales y la muerte. Para distribuir la feli­
cidad en proporción a la virtud es necesario poder asegurar la
congruencia de las leyes morales con las leyes de la causalidad
natural según la idea del bien supremo. Esto último es algo que
está fuera de nuestro alcance porque no somos los autores de la
naturaleza.15 No obstante, Kant sostiene que la imposibilidad de
realizar el bien supremo no puede ofrecerse como una razón
para rechazar esta idea moral: “la ley moral me ordena hacer el
bien supremo posible en el mundo el objeto úl­timo de toda mi
conducta” (C 2 5:129/125). Como también in­­sis­te en que la ra­
zón pura práctica no nos exige nada que no po­­­da­mos deter­mi­
narnos a hacer, el bien supremo tiene que ser posible. El pro­
blema es que aun suponiendo la mejor de las intenciones y el
mayor de los esfuerzos de cada persona, tal bien es imposible de
realizar mediante esfuerzos humanos.
A la luz de la imposibilidad de realizar el bien supremo me­
diante esfuerzos humanos junto con la necesidad racional de su
posibilidad, Kant concluye que la moral conduce a la religión;
en particular, conduce a la necesidad de creer en la inmortali­
dad del alma y en la existencia de Dios. De acuerdo con la re­
solución de la antinomia de la razón práctica, como vimos, es
posible concebir la virtud como causa de la felicidad propor­cio­
nal a ella si suponemos que la sensible no es la única forma de
existencia del ser racional, sino que, al mismo tiempo, podemos
concebirnos como noúmenos y, en esta medida, como miem­

15
En el “Canon” Kant dice que si bien la razón “posee causalidad respecto
de la libertad en general, no la posee en relación con la naturaleza entera”
(A807/B835). En la “Dialéctica” de la segunda Crítica expresa esta misma idea:
“el ser racional que obra en el mundo no es al mismo tiempo la causa del
mundo y de la naturaleza misma […] y, por lo que toca a su felicidad, no puede
con sus propias fuerzas hacerla coincidir totalmente con sus propios principios
prácticos” (C 2 5:124–125/121).
de la moral a la religión 295

bros del mundo inteligible. Kant sostiene que a menos que se


suponga una existencia que continúe hasta lo infinito, el pro­
greso infinito en la búsqueda de la plena conformidad de la
voluntad con la ley moral es imposible; y a menos que se supon­
ga la existencia de una inteligencia que sea autora tanto de las
leyes morales como de las naturales para poder asegurar su con­
gruencia, la distribución de la felicidad en proporción a la vir­
tud resulta también imposible. En la “Dialéctica” de la segunda
Crítica sostiene que, por ello, la razón pura práctica tiene que
postular la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, conce­
bido como el “autor” de la naturaleza, esto es, como la causa “de
toda la naturaleza, distinta de la naturaleza y que contiene el
principio de esta conexión, i.e., de la concordancia exac­ta de la
felicidad con la moralidad” (C 2 5:125/121). Sólo Dios puede
cerrar el abismo que se abre entre el reino de la naturaleza y el
de la libertad desde la perspectiva del interés de la razón en la
realización del bien supremo.
Llegados a este punto puede apreciarse la enorme importan­
cia que tiene para Kant que la ley moral sea la misma para todos
los seres racionales. A menos que podamos concebir al ser su­
premo como una inteligencia que se rige por las mismas leyes
que nosotros, la congruencia entre la moralidad y la felicidad se
vuelve imposible. Es crucial que podamos concebirlo de modo
que sea verosímil pensar que nos habrá de juzgar según las mis­
mas leyes con que nos juzgamos a nosotros mismos. Por ello, la
ley moral tiene que ser la ley de una naturaleza suprasensible y
no sólo la ley para seres finitos que conciben su existencia es­
pacio-temporalmente. Se trata de una ley para un reino de los
fines que incluye a todos los seres racionales. Aquí cobra todo
su significado la postura de Kant, según la cual, lo que distingue
entre sí a los seres racionales es la sensibilidad de la que algu­-
nos están dotados, mientras que “el mundo del entendimien­
to”, del que todos participan, “permanece siempre el mismo”
(F 4:451/233).
De acuerdo con los límites de la razón especulativa estable­
cidos en la primera Crítica, no podemos establecer la inmortali­
dad del alma y la existencia de Dios, por lo que la razón práctica
considera estas ideas como “postulados”. Un “postulado” de la
razón pura práctica es “una proposición teórica, pero que como
296 virtud, felicidad y religión

tal no puede ser demostrada, en cuanto depende inseparable­


mente de una ley práctica que tiene un valor incondicionado a
priori ” (C 2 5:122/119). Las afirmaciones de que el alma es inmor­
­tal y de que Dios existe son, en primer lugar, proposiciones teó­
ricas que no se pueden demostrar, lo cual, como ya mencioné, es
una de las conclusiones más importantes de la primera Crítica.
Sin embargo, como también se argumenta en la “Dialéctica” de
esta obra, ese tipo de proposiciones sobre objetos suprasensi­
bles (que no se pueden dar en el tiempo y en el espacio) tampo­
co se pueden refutar mediante la razón teórica, por lo cual re­
sultan problemáticas para esta última.
En segundo lugar, además de que las proposiciones “el alma
es inmortal” y “Dios existe” son teóricas, la razón pura práctica
las necesita en aras de su interés de determinar a la voluntad “en
relación con el fin último y completo” (C 2 5:120/117). No son
afirmaciones arbitrarias, sino que “dependen inseparablemen­
te” de la ley moral: se trata de proposiciones que se introducen
porque, de otro modo, el objeto completo al que conduce la ley
moral resulta imposible. En la “Dialéctica” de la segunda Crítica,
Kant afirma que la razón especulativa debe acep­tar tales proposi­
ciones “aunque sean trascendentes para ella” y “como una pro­
piedad ajena que le es transmitida”, porque el uso práctico de la
razón tiene primacía sobre el especulativo (C 2 5:120/117). Tal
primacía significa “la prerrogativa del in­terés de una en cuanto
que a dicho interés (que no puede ser pos­puesto a ningún otro)
está subordinado el interés de las otras” (C 2 5:119/116). El inte­
rés de la razón en su uso práctico es “la determinación de la vo­
luntad en relación con el fin último y completo”; el interés en su
uso especulativo, nos dice, es “el conocimiento del objeto hasta los
principios a priori más elevados” (C 2 5:120/116–117). Si fuera el
caso que la razón práctica “no pudiera admitir ni pensar como
dado nada más de lo que la ra­zón especulativa por sí misma y por
su propio conocimiento puede presentarle”, esta últi­ma tendría
el primado (C 2 5:120/117). Pero como la razón práctica tiene
principios originarios a priori con los cuales están conectadas
ciertas proposiciones teóricas que la razón especulativa no pue­
de conocer ni refutar, entonces la primera tiene el primado.
Por ello, la razón especulativa debe admitir las proposiciones
teóricas que la razón práctica necesita como postulados.
de la moral a la religión 297

Kant sostiene que la necesidad moral de admitir la inmortali­


dad del alma y la existencia de Dios es subjetiva mas no un deber
“puesto que no puede ser un deber admitir la existencia de una
cosa” (C 2 5:125/122). La actitud apropiada hacia estos objetos
es de fe racional.16 La fe es una actitud que se puede adoptar
frente a un objeto cuya realidad no se puede demostrar ni refu­
tar mediante la especulación y que se postula en aras del interés
moral. Tal actitud es racional en la medida en que se adopta
para satisfacer una necesidad de la razón pura práctica, en este
caso, la posibilidad del bien supremo. Es importante subrayar
que la fe es una actitud adoptada desde una perspectiva prácti­-
ca. No se trata, pues, de una actitud cognitiva en la cual nos falte
se­­gu­ridad por la ausencia de información completa, como cuan­­
do alguien dice “creo que la epidemia está creciendo”. Éste es un
ejemplo de lo que Kant denomina “opinión” (C 1 A822/B850).
La fe se basa en la combinación de la imposibilidad de la certe­
za (ausencia de fundamentos objetivamente suficientes) con la
convicción (fundamentos subjetivamente suficientes). La im­
posibilidad de la certeza se debe a que aquello sobre lo cual se
pue­de tener fe es algo imposible de demostrar o de refutar me­
diante la especulación (como la inmortalidad del alma y la
existen­cia de Dios) porque no puede darse en una experien­
cia posible. El derecho a la convicción, a su vez, se basa en que
la necesidad de postular el objeto procede de un deber incon­
dicionado: ya que la ley moral exige el bien supremo, las condi­
ciones indispensables que lo hacen posible tienen que ser posi­
bles también.
La postura de Kant no es que se deba tener fe en la inmortali­
dad del alma y en la existencia de Dios, sino que se tiene derecho
a tener fe dentro de los límites de la razón. Al postular la inmor­
talidad del alma se tiene fe en que se podrá progresar infini­­ta­
mente hacia el bien; Kant sostiene:
[Q]uien es consciente de haberse mantenido gran parte de su vida
hasta el fin de la misma en el progreso hacia lo mejor, movido por
fundamen­tos morales auténticos, puede tener la consoladora es­

16
“¿Qué es orientarse en el pensamiento?”, sección tercera del “Canon”, de
la primera Crítica, y sección 91 de la tercera Crítica. Véase Gómez Caffarena, El
teísmo moral de Kant, capítulo 3.
298 virtud, felicidad y religión

peranza, aun cuando no la certeza, de que perseverará con estos


principios en una existencia que se prolongue más allá de esta vida.
(C 2 5:124n/120n)
Una complicación importante es que la fe­licidad que se pue­
de esperar desde esta perspectiva no puede ser la misma que le
interesa a un ser dotado de sensibilidad, es decir, la satisfacción
de las inclinaciones consistentes con el deber mo­ral. Kant ob­
serva que en un progreso infinito “puede haber la perspectiva
de un porvenir bienaventurado; ya que ésta es la expresión de la
cual se sirve para designar un bienestar completo, independiente
de todas las causas contingentes del mundo” (C 2 5:123n/120n).
Al postular que Dios es el autor del mundo se tiene fe en que
el bien supremo es posible, es decir, que a pesar de las aparien­
cias (de los fenómenos), se puede tener fe en que en el mundo
han de imperar la bondad y la justicia en la distribución de la fe­
licidad. Se tiene fe en que Dios, en cuanto autor de las leyes na­­
turales, las diseñó de tal manera que resultan congruentes con
nuestras intenciones morales de modo que la felicidad se distri­
buye en proporción a la virtud. Como Kant señala en varios lu­
gares, el fin último de Dios en la creación del mundo, en el cual
convergen la ley moral y las leyes naturales, es el bien su­premo
(C 2 5:126/130; C 3 sección 86, 5:442–445/649–657).17 De acuer­
do con esto, se puede tener fe en que, gracias a la intervención
divina, el mundo puede ser un lugar racional, es decir, un lugar
regido por los principios de la razón, los cuales exigen la realiza­
ción del bien supremo. Aquí cobra toda su importancia la dis­
tinción entre el fenómeno y la cosa en sí: el mundo, tal y como
nos es dado en el tiempo y en el espacio, no parece en modo
alguno estar orientado hacia el bien último; no obstante, el
mundo, como es en sí mismo, es decir, según lo podemos pen­
sar median­te conceptos de la razón, es un lugar ordenado racio­
nalmente y, por ello, moralmente.18 La fe racional es fe en la
17
Desde este punto de vista, tenemos que concebir la naturaleza no sólo
como el reino de la causalidad eficiente, sino también como un orden que ope­
ra con arreglo a ciertos fines.
18
En el “Canon” de la primera Crítica se señala que “como, por medio de la
razón, debemos representarnos a nosotros como necesariamente pertenecien­tes
a ese mundo [inteligible], aunque los sentidos no nos representen nada más
que un mundo de fenómenos, [resulta] que deberemos suponer que aquél es
de la moral a la religión 299

posibilidad del orden moral del mundo tal como es en sí mis­


mo, según lo podemos pensar mediante conceptos de la razón.19
La fe racional no es, como podría pensarse, una especie de
premio de consolación frente a la imposibilidad de demostrar
que, aunque no podamos percibirlo mediante los sentidos, el
mundo está orientado hacia el bien supremo. Al contrario, Kant
sostiene que este tipo de conocimiento, si fuera posible, tendría
consecuencias desastrosas para la moral. Si se pudiera demostrar
que el mundo no está ordenado hacia el bien supremo, el com­
promiso con la moral se vendría abajo porque veríamos que su
fin último y completo es absolutamente imposible. Este conoci­
miento, si fuera posible, conduciría al escepticismo moral. Pero
si pudiéramos demostrar que el fin último de la creación es el
bien supremo, la moral se volvería imposible porque actuaría­
mos por temor al castigo y por el deseo de recompensa. Como
señala Kant al final de la “Dialéctica” de la segunda Crítica, si se
pudiera demostrar la existencia de Dios, los mandatos morales
se volverían externos y actuaríamos motivados por el interés en
asegurar la mayor felicidad posible. En este caso, ya no sería po­
sible actuar por respeto desinteresado a la ley moral, de modo
que “no existiría el valor moral de las acciones, del cual úni­ca­
mente depende el valor de la persona incluso en el mundo a los
ojos de la sabiduría suprema” (C 2 5:147/141). En suma, si se
pudiera demostrar la existencia de Dios, se volverían imposibles
la moral, la religión y la fe. Llegados a este punto podemos com­
prender la famosa observación en el prólogo a la segunda edición
de la primera Crítica de que el autor tuvo que limitar el co­noci­
miento para dejar sitio a la fe (C 1 B XXX). No sólo es im­posible
demostrar la existencia de Dios, sino que desde la perspectiva de
la moral y de la religión, es indispensable que no pueda demos­
trarse, ya que la fe precisa de la incertidumbre.20

una consecuencia de nuestra conducta en el mundo sensible; y como éste no nos


ofrece tal conexión, [deberemos suponerlo] como un mundo que para no­so­
tros es futuro” (C 1 A811/B839).
19
D. Henrich (Aesthetic Judgment and the Moral Image of the World ) subraya la
unidad de todo el proyecto crítico de Kant en la articulación de una “imagen
moral del mundo”.
20
Así pues, Kant concluye la “Dialéctica” de la segunda Crítica con la afir­-­
ma­ción de que “la sabiduría impenetrable, por la cual existimos, no es menos
300 virtud, felicidad y religión

El hecho de que la moral conduzca a la religión muestra, se­


gún Kant, que el origen de las ideas de Dios y de la inmortalidad
es moral.21 Se trata de ideas que no pertenecen originariamen­­te
a la razón especulativa, sino a la moral. La existencia de Dios
no se postula por el interés de lograr una explicación comple­
ta del mundo, sino para satisfacer el interés moral en la realiza­
ción del bien supremo.22 Sólo desde esta perspectiva es posible
ar­ticu­lar “un concepto exactamente determinado de este ser original ”
(C 2 5:139/134), algo que la razón especulativa no puede hacer:
podemos decir que Dios tiene que poseer la perfección supre­
ma, que tiene que ser el sabio creador del mundo, omnipotente
para impartir justicia, el bondadoso autor de las leyes morales y
de la justicia conforme a ellas, omnisciente “para conocer mi
conducta hasta la más íntima de mis intenciones en todos los
ca­sos posibles en todo el porvenir”, así como también omnipre­
sente y eterno (C 2 5:139–140/134–135). Estos atributos, nos dice,
no son conclusiones de la especulación, sino derechos que se nos
pueden conceder en aras del interés moral (C 2 5:139/134). El
postulado de la inmortalidad del alma, por su parte, “es de la
mayor utilidad” porque, sin ella, nos representaríamos a la ley
moral con indulgencia, o bien podríamos caer en el fanatismo.
Si no creyéramos en la posibilidad de un progreso infinito hacia
la perfección moral, o bien nos daríamos por vencidos frente a
una exigencia que no podemos cumplir, o bien nos engañaría­
mos a nosotros mismos con la fantasía de lograr la santidad en
esta vida. En ambos casos, observa Kant, se impide “el esfuerzo
constante de la observancia exacta y completa de una ley ra­
cional severa, no indulgente, y sin embargo no ideal sino real”
(C 2 5:122/119).
Como podemos apreciar, las ideas morales de Dios y de la in­
mortalidad del alma no son meros apéndices prescindibles en
dig­na de veneración por aquello que nos ha negado que por aquello que nos
ha concedido” (C 2 5:148/142).
21
C 1 A818/B846; C 2 5:138/133.
22
No puedo entrar aquí en los argumentos de Kant encaminados a mostrar
que el interés especulativo o cognitivo en realidad no conduce a la idea de
Dios. Es un punto en el que está de acuerdo con D. Hume, Diálogos sobre la re­
ligión natural. Véanse C 1 “Dialéctica trascendental”, capítulo III: “El ideal de la
razón pura” y “Canon” (A826–831/B854–859); C 2 5:138–141/133–136; C 3 sec­
cio­nes 85–91.
de la moral a la religión 301

la ética de la autonomía. Por el contrario, de acuerdo con el plan­


­tea­­­miento de Kant, las primeras son necesarias para la po­s­i­-
­bi­­li­dad de la segunda. La razón de ello es que la práctica de la
au­tono­mía enfrenta desafíos y peligros que Kant considera se­
ria­­­mente y que, de acuerdo con él, quedan respondidos con
estas ideas.23 El mayor desafío lo plantea el interés en la felici­
dad propia, el cual, según Kant, no se puede soslayar, sino que
se tie­ne que acomodar al interior de la moral. Su propuesta es
entender la moral misma como la dignidad de ser feliz, es de­
cir, concebir la felicidad –de la cual no podemos formarnos un
con­cepto determinado ni tampoco podemos lograr por nues­
tros propios esfuerzos– como una recompensa a la práctica de
la autonomía. Concebida de este modo, la expectativa de felici­
dad moral conduce a la idea moral de Dios como el garante de
ella. Un segundo desafío se plantea con la posibilidad de la de­
sespe­ración o del fanatismo frente a las dificultades que con­
lleva la práctica de la autonomía. Esta última exige que siempre
y sin excepción consideremos a todas las personas en un plano
de igualdad, tanto en nuestros actos externos como en nuestras
actitudes; que nunca medie el engaño, la manipulación ni la
coac­ción en la relación que mantenemos con los demás, y que
tampoco adoptemos actitudes de arrogancia o desprecio hacia
otros. La práctica de la autonomía, asimismo, exige el perfeccio­
namiento de las propias capacidades naturales y morales, lo cual
incluye el conocimiento de sí mismo. Frente a semejantes exi­
gencias, es posible darse por vencido de antemano y dejarse lle­
var por el interés en la felicidad, o bien es posible convencerse
a sí mismo de la pureza moral de los motivos propios sin consi­
derar que ningún ser finito es capaz de lograr la perfección mo­
ral ni aun suponiendo el mayor de los esfuerzos. Kant pensaba
que la creencia en la inmortalidad del alma era necesaria para
calmar las angustias a que conduce la ética de la autonomía.

23
En la segunda Crítica se observa que la persuasión respecto de la propia
perfección moral es peligrosa (C 2 5:33/32). Más adelante, en el capítulo “De
los incentivos de la razón pura práctica” se nos previene del “fanatismo moral”,
el cual consiste en “vanagloriarse” de actuar virtuosamente por “una espontánea
bondad de espíritu que no necesita ni de espuela ni de freno”, que hace su­per­
fluos el mandato y el respeto por la ley (C 2 5:84–85/82).
302 virtud, felicidad y religión

5 . La moralidad como la dignidad de ser feliz:


algunos cuestionamientos
Como hemos visto, la relación entre la moral y la felicidad en
la idea del bien supremo es de “merecimiento”, ya que, según
Kant, la moral nos hace dignos de ser felices. Aunque él caracte­
riza la moralidad como la dignidad de ser feliz a lo largo de sus
es­cri­tos morales, con frecuencia, los lectores se sorprenden fren­
te a la inclusión de la felicidad en la idea del bien supremo. Al­
gunos objetan que, de este modo, se socava la posibilidad de la
autonomía ya que se abre la posibilidad de que el deber moral
no se cumpla por sí mismo sino en aras de lograr la felicidad.
Para examinar la verosimilitud de este cuestionamiento, consi­
deremos primero por qué establece Kant esta relación de mere­
cimiento entre la moralidad y la felicidad.
En la discusión sobre el bien supremo en el “Canon” de la pri­
mera Crítica se observa que las leyes morales no podrían ser man­
datos “si ellas no conectaran a priori con su regla consecuencias
proporcionales, y por tanto, si no llevaran consigo promesas y ame­
nazas”. Inmediatamente después Kant agrega que tales leyes “tam­
poco podrían hacer esto, si no residieran en un ente necesario,
[entendido] como el bien supremo, que es el único que puede
hacer posible tal unidad funcional” (C 1 A811–812/B839–840).
Según esto, la ley moral implica las ideas de recompensa y de
castigo, pues de otro modo no podría considerarse un man­
dato. En un segundo paso, Kant señala que si las promesas y las
ame­nazas no han de ser vacías, un ente necesario debe hacer­-
las valer. Agrega que “sin un Dios y sin un mundo que ahora no
es vi­sible para nosotros, pero que esperamos, las magníficas
ideas de la moralidad son, por cierto, objetos de elogio y de ad­
miración, pero no motores del propósito y de la ejecución, por­
que no colman todo el fin que es natural a todo ser racional”
(C 1 A812–813/B840–841). Esta manera de concebir que Dios y
el bien supremo son necesarios para la motivación moral es cla­
ramente inconsistente con la autonomía, y Kant la modificó en
escritos posteriores.
En su discusión en la segunda Crítica, queda claro que aun­
que el bien supremo sea el objeto completo de la razón pura
práctica, “sólo la ley moral debe ser considerada como el funda­
de la moral a la religión 303

mento que la determina a proponerse como objeto aquel bien


supremo y su realización o prosecución” (C 2 5:109–110/107).24
Explícitamente señala que “considerar todo castigo y todo pre­
mio como el mecanismo que, en manos de una potencia supe­
rior, serviría solamente para poner en acción a los seres racionales
para la consecución de su intención final (la felicidad), es un me­
canismo de la voluntad que suprime toda libertad” (C 2 5:37/37).
La amenaza de castigo y la promesa de premio no es un meca­
nismo por el cual los mandatos morales se hacen efectivos; su
efectividad depende de nuestra capacidad para gobernarnos a
nosotros mismos. No obstante el cambio respecto de la postura
presentada en la primera Crítica, Kant mantiene su tesis de que
ser “merecedor de castigo” es algo que “acompaña a la trasgre­
sión de una ley moral” (C 2 5:37/37). Esto indica que el concep­
to de castigo está contenido en la ley moral, en virtud de que se
trata de un mandato, aunque la motivación se mantenga dentro
de los límites de la autonomía, es decir, castigo y autonomía no
son necesariamente incompatibles.
Lo esencial del concepto de castigo, como afirma Kant, es
que en él debe haber justicia. De acuerdo con esto, la ley moral
implica los conceptos de castigo y de justicia en la medida en
que se trata de un mandato. Luego agrega: “Así pues, el castigo
es un mal físico que, aunque no estuviera ligado con el mal mo­
ral como consecuencia natural, debería estarlo como consecuen­
cia según los principios de una legislación moral” (C 2 5:37/37).25
Kant explica que el castigo, en cuanto “mal físico”, no puede ser
otro que “perder la felicidad (al menos en parte)” (C 2 5:37/37),
de modo que el premio tendría que concebirse como una ga­

24
Más adelante insiste en que “el principio cristiano de la moral no es teoló­
gico (por consiguiente, heteronomía), sino autonomía de la razón pura prác­
tica por sí misma, porque no hace del conocimiento de Dios y de su voluntad
el fundamento de estas leyes sino sólo de alcanzar el bien supremo, bajo la con­
dición de la observancia de estas mismas leyes” (C 2 5:129/125).
25
La idea de que el mal natural es un castigo por el mal moral está implícita
en la conmoción con que reaccionaron los intelectuales europeos ante el terre­
moto de Lisboa en 1755, el cual parecía poner en evidencia la ausencia de
jus­ticia divina pues, ¿qué habían hecho los habitantes de Lisboa para merecer
se­mejante castigo? Véase la discusión en S. Neiman, “Metaphysics, Philosophy:
Rousseau and the Problem of Evil”.
304 virtud, felicidad y religión

nancia en felicidad. Al interior de su filosofía, resulta natural


concebir las recompensas y los castigos a partir de la aspiración
a la felicidad ya que, de acuerdo con él, todos los intereses prác­
ticos se reducen al de actuar moralmente y al de procurar la
felicidad. Como podemos apreciar, la relación de merecimiento
entre la moralidad y la felicidad se debe a una idea de justicia
implícita en la ley moral.
Es importante no perder de vista que el castigo no se introdu­
ce para hacer efectivos los mandatos morales. Por ello, no se pue­
de suponer que, de acuerdo con Kant, los agentes tendrían que
saber que serán efectivamente castigados por sus transgresiones.
Si ello fuera así, desaparecería la posibilidad de la autonomía.
Por el contrario, su postura parece ser que la relación entre la
transgresión de la ley y el castigo es conceptual, de modo que
resultan inseparables. Kant pensaba que, de hecho, a los agentes
morales les resultan inseparables. En la Religión, Kant señala:

La hipótesis consistente en considerar todos los males en el mun­


do en general como castigos por transgresiones cometidas no puede
ser aceptada como imaginada bien sea por causa de una teodicea
bien sea como invención por causa de la religión sacerdotal (del
culto) (pues es demasiado común para haber sido ideada de un
modo tan artificioso), sino que probablemente reside muy cerca
de la razón humana, la cual está inclinada a enlazar el curso de la
naturaleza a las leyes de la moralidad y por ello produce muy na­
turalmente el pensamiento de que debemos buscar primero ha­
cernos seres humanos mejores, antes de que podamos pretender
ser liberados de los males de la vida o compensarlos mediante un
bien de mayor peso. (R 6:74n/214)

Y en un pasaje de la tercera Crítica observa:

En cuanto los hombres comenzaron a meditar sobre lo justo y lo


injusto, en un tiempo donde todavía miraban con indiferencia
la fi­nalidad de la naturaleza y la utilizaban sin pensar en otra cosa
que no fuera el curso habitual de la naturaleza, hubo de compa­re­
cer inevitablemente el juicio de que el desenlace nunca podría ser
el mismo si un hombre se había comportado sincera o falsamente,
equitativa o violentamente, aun cuando hasta el final de su vida no
se hubiera encontrado dicha alguna para sus virtudes o nin­gún
castigo para sus crímenes, cuando menos aparentemente. Es
de la moral a la religión 305

como si percibieran dentro de sí una voz que dijera: “esto tendría


que discurrir de otra manera”; por tanto, también habría de ha­
llar­s­e latente la representación, si bien oscura, de algo hacia lo
que se sentían obligados a tender, algo con lo cual ese desenlace
no estaba para nada en consonancia, algo con lo cual, cuando
conside­raban el curso del mundo como único orden de las cosas,
no sabían a su vez conciliar con aquella finalidad interna de su
ánimo. (C 3 5:458/449)
Si resulta que el cumplimiento y la transgresión de la ley moral
son inseparables de las nociones de recompensa y castigo, la
idea de un mundo moral o reino de los fines no puede ser sólo
la idea de un todo de los seres racionales que actúan según la
ley moral. Este mundo moral tiene que incluir también la felici­
dad de tales seres en proporción a su virtud, tal y como Kant lo
sugiere en la Fundamentación. Si la moral va necesariamente de
la mano con la justicia contenida en la noción de castigo, el mun­
do moral según ideas de la razón tiene que ser un lugar en el que
reinan tanto la bondad como la justicia.26 Por ello, tiene sentido
que repetidamente caracterice la moralidad como “la dignidad
de ser feliz”. Desde esta perspectiva, se entiende la insistencia de
Kant de que, si resulta que el bien supremo es imposible, tam­
bién lo es la ley moral. Si resulta que la ley moral nos exige un
objeto imposible, no podemos vernos motivados a determinar­
nos a actuar en conformidad con ella.27 Esto no significa que la
postulación de la existencia de Dios sea necesaria para la motiva­
ción moral, sino que esta idea es necesaria para hacer compren­
sible la posibilidad del objeto completo de la razón pura prácti­
ca, lo cual, a su vez, es una condición necesaria de la motivación
moral. La idea de Dios no se introduce para ofrecer la recom­
pensa de felicidad como un incentivo “extra” para la acción mo­
ral. Como lo mencioné, la doctrina del bien supremo no intro­
duce la relación de merecimiento sino que la presupone; el
propósito de esta doctrina es mostrar cómo es posible que cada
quien obtenga la felicidad que merece.

26
Este punto puede apreciarse más claramente en el ensayo de Kant “Sobre
el fracaso de todas las tentativas filosóficas en la teodicea”.
27
Wood (“Rational Theology, Moral Faith, and Religion”) enfatiza este
punto.
306 virtud, felicidad y religión

Me interesa enfatizar que está fuera de lugar objetar que la


idea de Dios amenace la pureza de la motivación moral. La idea
de Dios, por sí misma, no constituye una amenaza a la autono­
mía ya que, como vimos, es imposible tener certeza de su existen­
cia. Resultaría absurdo proponerse actuar moralmente en aras
de lograr la felicidad ya que, además de que ello sería contradic­
torio (la felicidad la merecen sólo quienes observan el deber
moral por respeto a la ley), no podemos saber si la potencia ca­
paz de hacer concordar las leyes morales y las naturales existe o
no. Frente a esta incertidumbre, sólo queda aferrarse a las cer­
te­zas de que la ley moral es un mandato absoluto, que la procura­
ción de la felicidad plantea un problema insoluble para nosotros,
y que al actuar moralmente nos hacemos dignos de felicidad
aunque el mundo de apariencias que nos es dado exhiba una
total falta de correspondencia entre ésta y la virtud, es decir, sólo
que­da aferrarse a la autonomía. En lugar de amenazar la pureza
de la intención moral, la convicción de que sólo una potencia
superior puede hacerse cargo de armonizar las leyes morales y
las naturales de modo que la felicidad se distribuya en propor­
ción a la virtud, facilita la posibilidad de actuar moralmente por
el solo respeto a la ley sin importar las consecuencias.
¿Qué podría decir un ateo comprometido con la ley moral
frente a la tesis de Kant de que la moral conduce a la religión?
La práctica de la autonomía, podría decir, transcurre sin garan­
tías de que el mundo se orienta hacia el bien último y es una
ilusión buscarlas, pero ello no es obstáculo para actuar como
debemos independientemente de los resultados.28 Kant conside­
ra esta objeción en un pasaje de la tercera Crítica:
Supongamos un hombre íntegro (como por ejemplo Spinoza) fir­
memente persuadido de que no hay Dios (dado que con respecto
al objeto de la moralidad desemboca en una consecuencia idénti­
ca) ni tampoco vida futura; ¿cómo enjuiciará este hombre su pro­
pia e interior determinación de fines por parte de la ley moral, a
la que venera con sus hechos? Por la observancia de dicha ley él
no reclama provecho alguno para sí ni en este ni en otro mundo;
antes bien, sólo quiere instituir el bien desinteresadamente, algo
para lo cual aquella sacrosanta ley da rumbo a todas sus fuerzas.
28
I. Cabrera Villoro (“¿La religión complementa la moral kantiana?”)
discute esta alternativa tras sugerir que “una moral centrada en el concepto de
obligación y carente de supuestos religiosos no es absurda”.
de la moral a la religión 307

Pero su esfuerzo es limitado; y por parte de la naturaleza puede


aguardar, ciertamente, una casual adhesión de vez en cuando,
mas no le cabe aguardar una concordancia, que se verifique con­
forme a leyes y según reglas estables […] para con el fin que, sin
embargo, se siente obligado e impelido a realizar. El engaño, la
violencia y la envidia andarán siempre a su alrededor, aun cuando
él mismo sea honrado, pacífico y benévolo; y los hombres hones­
tos que encuentra aparte de él mismo, al margen de su dignidad
para ser felices, se verán, sin embargo, sometidos por la natura­
leza, que no repara en esa dignidad, a todos los males de la mise­
ria, de las enfermedades y de una muerte prematura igual que los
de­más animales sobre la tierra, y así permanecerán por siempre
hasta que una vasta tumba los entrelace a todos en su conjunto
(sin importar que sean honestos o deshonestos) y devuelva a quie­
nes creían ser el fin final de la creación al abismo del informe caos
de la materia de donde fueron sacados. (C 3 5:452–453/442–443)
La reflexión de Kant apunta a que la idea de Dios es necesaria
para que no se quebrante el compromiso del hombre íntegro
con la ley moral. Si aceptamos que la moralidad nos hace dig­
nos de felicidad, resulta muy difícil mantener la integridad mo­
ral frente al espectáculo que ofrece el mundo en que vivimos,
en el cual, hasta donde podemos apreciar, la correspondencia
apropiada entre virtud y felicidad se destaca por su ausencia en
la gran mayoría de los casos. Resulta difícil mantener el com­
promiso con la moral, entendida como la dignidad de ser feliz,
en un mundo que sistemáticamente la contradice. El hombre
íntegro del ejemplo actúa por motivos puramente morales, pero
su determinación puede debilitarse si no tiene ningún funda­
mento para creer que sus esfuerzos, de alguna manera, contri­
buyen a la realización del objeto completo de la moral. Kant
observa que postulamos la existencia de Dios “para por lo me­
nos no correr el peligro de considerar como completamente
vano en sus efectos aquel esfuerzo [hacia el bien supremo] y de­
jar por ello que se agote” (C 3 5:446/436). De acuerdo con esto,
la fe en Dios no es un motivo extra para la moral, sino que sería
necesaria para no caer en el escepticismo respecto de la posibi­
lidad de que cada quien, de alguna manera, recibirá la felicidad
que merece.
En la Religión Kant enfatiza que no podemos ser indiferentes
a las consecuencias que, según pensamos, la conducta humana
308 virtud, felicidad y religión

debe tener en el mundo. En el prólogo a la primera edición señala


que la razón no es indiferente a lo que habrá de resultar de
nuestra conducta (R 6:5/20–21).29 Luego afirma que “a la ra­zón
no puede serle indiferente de qué modo cabe responder a la
cuestión de qué saldrá de este nuestro obrar bien, y hacia qué –incluso
si es algo que no está plenamente en nuestro poder– podríamos
dirigir nuestro hacer y dejar de hacer para al menos concordar
con ello” (R 6:5/20–21). Para entender este último punto es pre­
ciso recordar que, como vimos en el capítulo VII, sección 1, Kant
sostiene que el arbitrio humano no puede actuar sin la repre­
sentación de un fin como resultado al que se diri­ge. Por ello, en
la Religión insiste en que el arbitrio no puede bastarse sin saber
hacia dónde tiene que obrar, es decir, sin un ob­je­to determinado
objetiva o subjetivamente (R 6:4–5/20). Él ob­ser­va que “aunque
la moral por causa de ella misma no necesita de nin­guna repre­
sentación de fin que hubiese de preceder a la de­ter­minación de
la voluntad” (R 6:4/20), de todos modos es necesaria la relación
con un fin último por “nuestra natural necesidad de pensar al­
gún fin último que pueda ser justificado por la razón para todo
nuestro hacer y dejar de hacer tomado en su todo” (R 6:5/21).
La ley moral nos exige actuar según máximas que podamos
querer como leyes universales sin importar el resultado o las con­
secuencias, pero de allí no se sigue que no nos importe si nues­
tra determinación moral produce en el mundo los efectos que,
según pensamos, debe producir (R 6:4–6/20–23). De acuerdo
con la idea de justicia contenida en la ley moral, las consecuen­
cias o efectos que la determinación moral debe tener en el mun­
do es que se recompense la virtud y se castigue el vicio. Aunque
la persona virtuosa hace lo que debe por sí mismo y sin atención
a las consecuencias, también le importa que el mundo moral al
cual contribuye con sus acciones no sea injusto.30

29
En una nota al pie se agrega que “es una de las limitaciones inevitables de
los seres humanos y de su facultad racional práctica […] buscar en todas las
acciones el resultado de ellas, para encontrar en éste algo que pudiera servirle
de fin y que pudiera también demostrar la pureza de su mira, fin que es cier­
tamente lo último en la ejecución (nexu effectivo), pero lo primero en la repre­
sentación y en la mira (nexu finali)” (R 6:7/200–201).
30
En la Religión Kant afirma que contribuir al bien supremo es un deber del
género humano para consigo mismo (R 6:97/98). D. Sussman (“Something to
Love: Kant and the Faith of Reason”) sostiene que la idea de correspondencia
de la moral a la religión 309

Puesto que la necesidad de postular la existencia de Dios se


debe a que la moralidad se concibe como la dignidad de ser feliz,
el hombre íntegro y ateo podría objetar que la amenaza a la
autonomía reside en esa relación de merecimiento. Podría de­
cir que la moral debe limitarse a la exigencia de actuar según
máximas que podamos querer como leyes universales sin agre­
gar que, al actuar así, nos hacemos merecedores de felicidad. De
acuerdo con esto, la moral de la autonomía debe separarse de la
idea de castigos y recompensas, excepto aquellos que forman par­
te de su práctica, como el contento con uno mismo tras la rea­li­
zación del deber. Más aún, la idea de que el bien mo­ral debe
recompensarse con el bien físico, podría decir, acusa una inacep­
table concepción animista del mundo.
Las implicaciones de esta objeción son importantes. No sólo
implica que la autonomía debe concebirse de manera comple­
tamente independiente del interés en la felicidad, sino también
que debemos reconciliarnos con una concepción naturalista del
mundo por ser la única aceptable. Las consideraré en este orden.
¿Qué pasaría si dijéramos que la doctrina de la moral no tie­
ne por qué incorporar el interés en la felicidad? Como la felici­
dad nos importa mucho y el interés en ella es irrenunciable, se
abre la posibilidad de que rechacemos la ley moral desde la
pers­­pec­tiva de la felicidad. Ello sugiere que la afirmación del
ca­­rácter ca­tegórico de la moral (en equilibrio reflexivo, por así
de­cir) depende necesariamente de que demos una respuesta
satisfactoria a la pregunta de cómo hacer congruentes el interés
entre virtud y felicidad no forma parte del bien supremo en la Religión. Sin
embargo, eso no es consistente con el texto de Kant cuando afirma lo siguiente:
“Suponed a un hombre que venera la ley moral y a quien se le ocurre (cosa que
difícilmente puede evitar) pensar qué mundo él, guiado por la razón práctica,
crearía si ello estuviese en su poder, y ciertamente de modo que él mismo se
situase en ese mundo como miembro; no sólo elegiría precisamente del modo
que aquella idea del bien supremo comporta, si le fuese dejada solamente la
elección […] ese hombre lo querrá así aunque él mismo con arreglo a esa idea
se vea en peligro de perder mucho en felicidad para su persona, pues cabe que
él no pudiese adecuarse a las exigencias que la razón pone por condición”
(R 6:5/21). Aclaro que corregí la traducción para evitar un posible malentendi­
do. La versión de Felipe Martínez dice: “pues cabe que él no pudiese adecuarse
a las exigencias de la felicidad, exigencias que la razón pone por condición”. El
original en alemán no dice nada respecto de “exigencias de la felicidad” sino
de exigencias que la razón pone como condición para la felicidad.
310 virtud, felicidad y religión

moral con el interés en la felicidad. Sin la creencia en la posible


congruencia entre la conducta moral y la felicidad, se presenta
la amenaza de escepticismo para la razón práctica, a saber, que
no podamos vernos motivados a actuar moralmente.31 Desde la
perspectiva del interés en la felicidad, la conducta del hombre
íntegro puede resultar absurda.32 Por ello, Kant insiste en que si
el bien supremo es imposible, la ley moral se viene abajo: pode­
mos aceptar el carácter categórico de la moral siempre y cuan­
do ésta pueda acomodar satisfactoriamente nuestro interés en la
felicidad. Aunque la propuesta de Kant sobre cómo hacer con­
gruentes todos los intereses de la razón nos pueda parecer insa­
tisfactoria, el problema que intenta resolver no ha dejado de
acompañarnos.
La segunda implicación de la postura que cuestiona la rela­
ción de merecimiento entre el bien moral y el bien físico es que
debemos reconciliarnos con una concepción naturalista del
mundo por ser la única aceptable. De acuerdo con esto, debe­
mos abandonar, por infundada, la pretensión de que existe al­
guna manera legítima de concebir el mundo tal que resulte po­
sible la correspondencia apropiada entre el bien moral y el bien
físico. La implicación es que debemos rechazar la propuesta de
Kant de concebir el mundo desde dos puntos de vista, el inteli­
gible y el sensible, ya que sólo el segundo es ve­rosímil. Como
vimos, la distinción entre los dos puntos de vista se introduce en
la segunda Crítica en aras de la posibilidad del bien supremo. La
motivación para la perspectiva inteligible es hacer comprensi­
ble la posibilidad de que cada quien obtenga la felicidad que
merece. Si se abandona esta relación de merecimiento, se pier­
de también la motivación para concebirnos a nosotros mismos
como miembros de un mundo inteligible en el cual todo tiene
lu­gar según ideas de la razón práctica y en el cual se puede con­
ce­­­bir que una potencia superior armonice las leyes morales con
las de la naturaleza.
Lo que esta objeción deja al descubierto es la insatisfacción
de tener que postular existencias suprasensibles para la prácti­­
31
La amenaza de escepticismo para la razón especulativa se plantea cuando
se descubre su incapacidad para conocer aquello que, por su propia naturaleza,
constituye el objeto último de su interés especulativo, a saber, lo incondicionado.
32
Henrich, Aesthetic Judgment and the Moral Image of the World, p. 12.
de la moral a la religión 311

ca de la autonomía aquí y ahora. Un ateo consecuente no sólo


tie­ne que rechazar la necesidad de la fe en una potencia suprema,
sino también, debido a ello, la concepción de la moral como la
dignidad de ser feliz, la necesidad de introducir el punto de
vista inteligible y, en suma, el aparato teórico que nos permite
concebirnos, dentro de los límites de la razón pura, como seres
inteligibles. El problema es que, de acuerdo con Kant, la posibi­
lidad de la moral categórica y, con ella, de la autonomía moral,
depende justamente de esos elementos.

6 . La crítica de la religión


Como vimos, la religión no puede basarse en un pretendido
conocimiento de lo suprasensible, el cual es imposible. De acuer­
do con Kant, quienes siguen este camino y buscan fundar la re­
ligión en la revelación o en algún otro supuesto contacto con lo
suprasensible se ven conducidos a la superstición y el fanatismo.
Al fundar la religión en la moral, Kant lleva a cabo lo que conside­
ra la única defensa posible de la primera dentro de los lími­tes de
la razón. La moral de la autonomía resulta ser el criterio apro­
piado para establecer el contenido, el propósito y la prác­tica de
la religión. De acuerdo con esto, los mandatos divinos no pue­
den contradecir los deberes morales y el propósito de la religión
no puede ser otro que la práctica de la virtud. Asimismo, las
prácticas eclesiásticas tienen que ser consistentes con el prin­
cipio de la autonomía moral de las personas, con su igual auto­
ridad en cuestiones morales y de religión, y con el libre ejer­cicio
de la razón.
En lo que respecta al contenido de la religión, Kant sostiene
que los mandatos divinos no pueden ser otros que los deberes
morales. Por ello, los mandatos divinos no pueden concebirse
“como sanciones, es decir, órdenes arbitrarias y en sí mismas
con­tingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esen­
ciales de toda voluntad libre en sí misma” (C 2 5:129/125). Por
ejemplo, nos dice:
[S]i es representado como ordenado por Dios en una aparición
inmediata suya algo que se opone directamente a la moralidad,
no puede ello –pese a toda la apariencia de un milagro divino–
ser en verdad tal (por ejemplo: si a un padre se le ordenase matar
312 virtud, felicidad y religión

a su hijo, siendo éste totalmente inocente en cuanto el padre sabe).


(R 6:87/89)
Suponer lo contra­rio, esto es, que los mandatos divinos son la
fuente de los deberes morales, es llevar a cabo una inversión en
el orden de los conceptos que ya ha quedado deslegitimada. El
contenido de los mandatos divinos, por lo tanto, no puede esta­
blecerse mediante la mera apelación a la revelación, la tradición
o la supuesta autoridad de alguna persona en particular. Que
algo pueda reconocerse o no como mandato divino depende de
su consistencia con los deberes que proceden de la autonomía
moral de las personas. Como vimos, la moral exige que tratemos
a la humanidad siempre como fin, nunca como mero medio. La
religión no puede exigir como deber algo que se oponga al res­
peto que debemos a la dignidad propia y a la de los demás.
Así como el mandato moral supremo es vivir de acuerdo con
máximas morales, el propósito de la religión no puede ser otro
que concebir ese mandato como algo sagrado. Kant observa que
“nada honra más a Dios que lo más apreciable en el mundo, el
respeto a su mandato, la observancia del santo deber que su ley
nos impone” (C 2 5:127/132). El propósito de la religión, en­
tonces, es agradar a Dios mediante la conducta moral. Él insiste
en que “todo lo que, aparte de la buena conducta de la vida, se
figura el hombre poder hacer para hacerse agradable a Dios es
mera ilusión religiosa y falso servicio de Dios” (R 6:170–171/166).
Desde este punto de vista, la concepción de la religión que re­
sulta es de salvación. Como vimos, la aspiración a la felicidad
sólo puede tener lugar con la condición de la conducta moral.
Sin embargo, Kant sostiene que dentro de los límites de una
vida humana resulta imposible adoptar plenamente el imperati­
vo categórico como el principio supremo para la adopción de
máximas. El grado moral más elevado para los seres humanos es
la virtud, esto es, el progreso constante en la adopción de máxi­
mas morales. Ello significa que los seres humanos no pueden
aspirar a agradar a Dios mediante el logro de la perfección mo­
ral. A lo más que pueden aspirar es al esfuerzo y progreso cons­
tantes en esta dirección a lo largo de una vida completa a sa­
biendas de que la perfección es inalcanzable. Desde la óptica de
la religión, Kant presenta esta inevitable condición de imperfec­
ción moral de los seres humanos como una falta (un pecado)
de la moral a la religión 313

que no puede borrarse por medios humanos.33 Sólo a los ojos


de la divinidad, concebida como un ser omnisciente, bueno y
justo, el esfuerzo constante a lo largo de una vida completa po­
dría contar como equivalente a la perfección moral misma. El
tramo que siempre falta para llegar a esta última, aun en la vida
del ser humano más virtuoso, sólo puede ser cerrado por la gra­
cia de Dios (R 6:73–78/75–79). Kant afirma que “no hay en ab­so­
luto salvación (Heil ) para los seres humanos si no es en el ínti­mo
acogimiento de genuinos principios morales en su intención”
(R 6:83/85). Por lo tanto, se puede aspirar a la salvación, al me­
recimiento de la felicidad, sólo por la gracia divina con la con­
dición del esfuerzo propio por ser moralmente bueno a lo largo
de una vida completa.
Desde este punto de vista, Kant distingue entre la religión
moral y la de “petición de favor” o “mero culto” (R 6:51/60). La
pri­mera es la religión de “la buena conducta de vida” para poder
abrigar la esperanza de que seremos compensados por Dios en
lo que no logremos por nosotros mismos (R 6:51–52/60–61).
Luego afirma que la cristiana es la única de este tipo “entre to­
das las religiones públicas que ha habido” (R 6:52/61). Pero se
trata de un cristianismo protestante y racionalista, ya que Kant
es implacable contra el catolicismo y el protestantismo irracio­
nalista que aspira al contacto con lo suprasensible. El segundo
tipo de religión, la de petición de favor o mero culto, es aquella
que hace a un lado la necesidad del esfuerzo propio como la
única manera de agradar a Dios y, en cambio, supone que el per­
dón puede obtenerse con sólo rogarlo. Peor aún, este tipo de
religión también supone que podemos llegar a ser moralmente
mejores por la gracia divina y sin mediar ningún esfuerzo de no­
sotros mismos (R 6:51/60). Desde un punto de vista moral, la
objeción central de Kant a la religión de mero culto es que se
propone agradar a Dios mediante actos que no tienen ningún
valor moral por sí mismos (como los rezos, los encierros, las pe­
ni­tencias y las peregrinaciones) y que cualquier ser humano
malvado puede llevar a cabo (R 6:116/117). Por ello, señala que
puede acusarse a este tipo de religión de “superstición del servicio
de Dios”, esto es, de reconciliar una vida de conducta punible

33
No puedo entrar aquí en los detalles de la teoría de Kant sobre el pecado
y el origen del mal que presenta en los dos primeros libros de la Religión.
314 virtud, felicidad y religión

con la religión (R 6:118–119/121). Si el perdón se puede obte­


ner con sólo pedirlo, también un criminal puede lograrlo. A
cam­­bio de él, el ser humano se humilla frente al poder divino y
actúa sólo por temor. De allí el señalamiento de Kant de que
este tipo de religión es servil y mercenaria ya que reduce al ser
humano a la actitud de solicitar favores, lo cual es contrario a la
dignidad humana (R 6:115/117). Él condena, por ser contrario
a la dignidad, “arrodillarse o postrarse, aunque sea para mani­
festar de este modo sensiblemente la veneración por los objetos
celestes” (PMDV 6:436–437/301).
A pesar del aparente tono individualista de esta concepción
moral de la religión, Kant sostiene que la posibilidad del pro­
greso moral individual depende del establecimiento de una co­
munidad ética. Hay dos razones para ello. La primera es que,
siguiendo a Rousseau, afirma que el origen del mal es social.34
De acuerdo con esto, las tentaciones que nos llevan a transgre­
dir la ley moral no se le presentan al individuo aislado, sino sólo
en la medida en que vive en sociedad y se compara con los demás
tratando de que lo reconozcan como superior en algún aspecto
(R 6:93–94/93–94). Por ello, el progreso moral individual de­
pende de que todos progresen al mismo tiempo. La segunda
ra­zón es que la parte del bien supremo que puede realizarse
(así sea parcialmente) por esfuerzos humanos es la unidad de
los seres racionales según las leyes morales, y no meramente la
virtud individual. Esa unidad sólo puede lograrse mediante un
esfuerzo colectivo (R 6:97–98/97–98). Kant se refiere a ese bien
supremo como “una unión de los seres humanos bajo meras leyes
de la virtud” (R 6:94/95). Esta comunidad ética es la idea de la
Iglesia –o la Iglesia “invisible”, esto es, la concepción de la Iglesia
como debe ser, la cual sirve de arquetipo para las Iglesias existen­
tes– a las Iglesias “visibles” (R 6:101/101). De acuerdo con esta
idea moral, la Iglesia debe ser universal, pura (debe ser una unión
por incentivos morales), libre (no debe ser jerárquica) y basarse
en principios inmutables de la razón (R 6:101–102/102–103).
Para poder ser universal, la Iglesia debe basarse en la fe religiosa
pura, la cual se puede comunicar a todos. No debe fun­darse en
una fe histórica “eclesiástica” basada en hechos cuya credibi­-

34
J.-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres.
de la moral a la religión 315

li­dad nunca puede alcanzar la universalidad (R 6:102–103/103).


Sin embargo, Kant reconoce que el vehículo de la fe religiosa de
la Igle­sia universal es la fe histórica (de las Iglesias existentes), la
cual es “intrínsecamente contingente y diversa” (R 6:105/106).
El que se necesite un vehículo se debe a una “debilidad de la
na­turaleza humana” que consiste en no convencerse fácilmente
de que todo lo que se requiere para agradar a Dios es “la aplica­
ción constante de una conducta moralmente buena” y pensar
que la obligación consiste en algún servicio que debe prestárse­
le (R 6:103/104). Así, aunque hay una sola religión moral verda­
dera, hay varios tipos de fe (R 6:107–108/109). Pero en cuanto
vehículo, la fe histórica es un medio que habrá de desecharse
en el futuro.
A la luz de la idea moral de la Iglesia, Kant lleva a cabo una
crítica de los varios tipos de fe histórica. No todas las Iglesias
existentes son igualmente apropiadas en cuanto vehículos para
la religión moral verdadera. Su crítica se dirige contra la fe que
tiene la forma de una religión de mero culto –en oposición a la
religión verdadera de una conducta de vida buena– a la cual
acusa de incurrir en “fetichismo”. Esto último conlleva dos crí­
ticas relacionadas pero distinguibles. Por un lado, Kant observa
que el servicio de Dios se transforma en mero fetichismo cuan­
do se le otorga precedencia a la observancia de leyes estatutarias
(R 6:178/173). El problema aquí consiste en llevar a cabo un
tipo de inversión en la que la “fe estatutaria”, la cual es sólo el
medio para la religión verdadera, se convierte en la condición
absoluta para agradar a Dios. Lo que es sólo un medio se con­
vierte en el fin, y el fin mismo se pierde de vista. El problema al
que Kant apunta no es sólo el engaño, sino las consecuencias
morales que se siguen de esta inversión: “insensiblemente, el
habituarse a la hipocresía mina la probidad y lealtad de los súb­
ditos; los incita al servicio aparente en los deberes civiles y, como
todos los principios erróneamente adoptados, produce justo lo
contrario de lo que se tenía como mira” (R 6:180/177).
En la segunda Crítica, Kant caracteriza el fetichismo como “la
ilusión de poseer un arte de lograr un efecto sobrenatural por
medios totalmente naturales” (R 6:177/173). El efecto sobre­na­
tural es complacer a Dios y el medio natural es cualquier acción
que no sea en sí misma moral, como los rezos, los rituales,
los encierros, las penitencias, las peregrinaciones, entre otras
316 virtud, felicidad y religión

(R 6:178 /174). Las dos críticas de fetichismo están relaciona­


das porque cuando se pierde de vista que el propósito verdade­
ro de la religión no es agradar a Dios por el mero culto sino
me­­­­dian­te la conducta moral, se cae en la tendencia de buscar
influir en la divinidad por medios no morales. Entonces se abre
la puerta a la superstición, el entusiasmo, las pretensiones de
iluminación y la creencia en los milagros.35 En todos estos casos
se pretende acceder a lo suprasensible por medios sensibles, lo
cual no es más que una “fe ilusoria” (R 6:194/190). La conse­
cuencia es una ac­titud servil que se manifiesta en la pasividad
total del individuo frente al poder de Dios.36 La contraparte de
este servilismo es la pretensión de autoridad del clero, quien se
erige en “guardián e intérprete de la voluntad del legislador
invisi­ble” con el objetivo de gobernar sobre las mentes de las
personas (R 6:180/176).37
Con la acusación de fetichismo, Kant inaugura un tipo de crí­
tica que se volverá común en décadas posteriores. Esta crítica
se­ñala una ilusión en la cual se le atribuye a un objeto o práctica
ciertos poderes de los que carece por completo. Al atribuirle a
algo natural, como una imagen o un ritual, el poder de ejercer
influencia sobrenatural, se le “fetichiza”. El problema no es el
mero engaño, sino que el fetiche reemplaza un contenido origi­
nal que resulta oscurecido y, más aún, llega a adquirir poder
sobre el ser humano que lo creó. En su crítica a la fe histórica
del mero culto, la objeción de Kant no es sólo que sea un en­­-
ga­ño, sino que impide ver el origen verdadero de la religión y lo
sub­­vierte. En el siglo xix esta forma de crítica se generalizará
para desenmascarar la fetichización de objetos que son el re-
­sul­ta­do de relaciones sociales y a los que se les atribuyen po­
deres de do­­minio sobre los sujetos mismos. En la crítica de Kant
a la religión encontramos un antecedente de la crítica de las
ideologías.

35
La religión dentro de los límites de la mera razón, parte IV.
36
De acuerdo con Kant tales individuos “nunca ponen confianza en sí mis­
mos, buscan en constante inquietud una asistencia sobrenatural y suponen
incluso poseer en ese desprecio de sí (que no es humildad) un medio de obte­
ner favor, cuya expresión externa (en el pietismo o la gazmoñería) anuncia un
ánimo servil ” (R 6:184n/234).
37
Kant se refiere a la distinción entre laicos y clérigos como “degradante”
(R 6:122/124).
BIBLIOGRAFÍA

1 . Obras de Kant


Antropología en sentido pragmático, trad. José Gaos, Alianza, Madrid,
1991.
¿Cómo orientarse en el pensamiento?, trad. Carlos Correas, Leviatán, Bue-
nos Aires, 1983.
Crítica de la razón práctica, trad. Dulce María Granja Castro, Universidad
Au­tónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa,
Mé­xico, 2001.
Crítica de la razón pura, trad. Mario Caimi, Fondo de Cultura Económi-
ca/Uni­versidad Nacional Autónoma de México/Uni­­­ver­sidad Autó-
noma Me­tropolitana, México, 2009.
Crítica del discernimiento, trad. Roberto Rodríguez Aramayo y Salvador
Mas, Mínimo Tránsito/Antonio Machado, Madrid, 2003.
“En torno al tópico: ‘Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve
para la práctica’”, Teoría y práctica, 2a. ed., trad. Fran­cisco Pérez Ló­
pez y Roberto Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 3–60.
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. José Mardomingo,
Ariel, Barcelona, 1996.
Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filo­
sofía de la historia, 2a. ed., trad. Concha Roldán y Roberto Rodríguez
Aramayo, Tecnos, Madrid, 1994.
La metafísica de las costumbres, trad. Adela Cortina y Jesús Conill, Tecnos,
Madrid, 1989.
La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. Felipe Martínez Mar-
zoa, Alianza, Madrid, 1981.
Lecciones de ética, trad. Roberto Rodríguez Aramayo y Concha Roldán,
Crítica, Barcelona, 1988.
“Probable inicio de la historia humana”, Ideas para una historia universal
en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, pp. 57–77.
318 bibliografía

“Sobre el fracaso de todas las tentativas filosóficas en la teodicea”, trad.


Juan Villoro, en Isabel Cabrera (comp.), Voces en el silencio. Job: texto
y comentarios, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapa-
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Sobre la paz perpetua, 6a. ed., trad. Joaquín Abellán, Tecnos, Madrid,
1998.
“Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía”, Ensayos sobre la
paz, el progreso y el ideal cosmopolita, 2a. ed., trad. Juan Miguel Pala-
cios, Francisco Pérez y Roberto Rodríguez, Cátedra, Madrid, 2009,
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2 . Bibliografía secundaria


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Prac­tical Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, 1996.
——, Kant’s Theory of Freedom, Cambridge University Press, Cambridge,
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Annas, Julia, The Morality of Happiness, Oxford University Press, Nueva
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Arendt, Hannah, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del
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Índice

Método de citación de las obras de Kant . . . . . . . . . . . . . . . 7


Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
I . El principio supremo de la moral . . . . . . . . . . . . . . . . 21
1 . La buena voluntad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
2 . El saber moral ordinario y la filosofía . . . . . . . . . . 27
3 . El análisis del valor moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
4 . El valor moral y los sentimientos. . . . . . . . . . . . . . . 38
5 . El valor moral no reside en el propósito
de la acción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
6 . El principio supremo de la moral . . . . . . . . . . . . . . 49
II . El principio de la felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
1 . Los objetos de la razón práctica:
lo bueno y lo malo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
2 . Los imperativos hipotéticos y el concepto
de la felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
3 . La posibilidad de los imperativos de habilidad . . . 64
4 . Irracionalidad práctico-instrumental . . . . . . . . . . . 72
5 . La posibilidad de los imperativos de prudencia . . . 76
6 . El principio del amor propio . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
III . El concepto del imperativo categórico
y la fórmula de la ley universal de la naturaleza . . . . 91
1 . La pregunta sobre la posibilidad
del imperativo categórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
2 . El concepto del imperativo categórico
y su primera fórmula . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
326 índice

3 . La contradicción en el pensamiento . . . . . . . . . . . 103


4 . Cómo interpretar la contradicción
en el pensamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
5 . La contradicción en la voluntad . . . . . . . . . . . . . . . 122
IV . La fórmula de la humanidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
1 . Fines e incentivos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
2 . El fin objetivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
3 . Valorar algo como fin, valorarlo como medio
o como mero medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
4 . Valor absoluto y bondad incondicionada . . . . . . . . 148
5 . Ejemplos en que se trata a la humanidad
como mero medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
6. Ejemplos en que no se trata a la humanidad
plenamente como fin en sí mismo . . . . . . . . . . . . . 159
V . La fórmula del reino de los fines . . . . . . . . . . . . . . . . 165
1 . La autonomía como autolegislación . . . . . . . . . . . 166
2 . El reino de los fines . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
3 . La dignidad de la naturaleza racional . . . . . . . . . . 184
4 . La comparación entre las tres fórmulas . . . . . . . . . 191
5 . “Sobre un presunto derecho a mentir
por filantropía” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
VI .
La fundamentación de la moral . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

1 . Libertad y autonomía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205
2 . Actuar bajo la idea de la libertad . . . . . . . . . . . . . . 209
3 . El problema del círculo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215
4. La solución al círculo: la distinción
entre el fenómeno y la cosa en sí . . . . . . . . . . . . . . 218
5 . El argumento de la Crítica de la razón práctica . . . . 225
6 . La libertad y el mundo inteligible . . . . . . . . . . . . . 235
7 . El incentivo moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237
VII . Ética y virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
1 . Del imperativo categórico al principio
supremo de la virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 244
2 . Los deberes de virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 256
3 . El carácter moral y los sentimientos morales . . . . . 263
4 . Virtud y conflicto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273
índice 327

VIII . De la moral a la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277


1 . La posibilidad de la metafísica y la necesidad
del punto de vista práctico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
2 . La felicidad en el bien supremo . . . . . . . . . . . . . . . 281
3 . La virtud como causa de la felicidad . . . . . . . . . . . 288
4 . De la moral a la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 292
5 . La moralidad como la dignidad de ser feliz:
algunos cuestionamientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 302
6 . La crítica de la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
1. Obras de Kant . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
2. Bibliografía secundaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 318
Virtud, felicidad y religión en la filosofía moral de
Kant, editado por el Instituto de Investigaciones
Filosóficas de la unam, se terminó de imprimir el
30 de julio de 2014 en los talleres de Navegantes
de la Comunicación Gráfica, S.A. de C.V. (Pascual
Ortiz Rubio 40, colonia San Simón Ticumac, de-
legación Benito Juárez, México, D.F., C.P. 03660).
Para su impresión, realizada en offset, se utilizó
papel cultural de 90 g; en su composición y for-
mación, realizadas en computadora con el pro-
grama InDesign, se usaron tipos New Baskerville.
El tiraje consta de 500 ejemplares.

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