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¿UN DIOS COLONIZADOR?

: PARA COMPRENDER EL CARÁCTER REVELADO DE LA


ESCRITURA
La Biblia es clara en afirmar que la posesión de la tierra por parte del pueblo de Israel fue un
acto de conquista que implicaba el genocidio de los pobladores de Canaán. En efecto, de
acuerdo con la Biblia, dicha conquista supuso una orden de parte de Dios de tomar una tierra
que no pertenecía a Israel (Ex 34:11-15; Nm 33:50-56; Dt 6:10-15) y exterminar a los
cananeos (Ex 23:23,24,27-33; Dt 7:1-11; 20:16-18). La pregunta es cuál es la mejor manera
de valorar este tipo de pasajes de la Escritura, tomando en cuenta dos importantes
cuestionamientos. El primero de ellos tiene que ver con el uso colonizador de la Escritura, ya
que pasajes como los anteriormente citados han servido históricamente para justificar
proyectos colonizadores en el pasado (como por ejemplo, la conquista de América por parte
de España o el apartheid en sudáfrica), pero también en el presente (es el caso del respaldo
de gobiernos y creyentes que se precian de ser evangélicos al sionismo judío que orienta
guerras y matanzas contra la población palestina, o de creyentes que consideran que el Covid
es un juicio de Dios para la humanidad). El segundo cuestionamiento va más allá de las
formas de interpretación de la Biblia, ya que pone en duda el carácter revelado de la Biblia
misma: ¿de qué manera podemos confiar en los valores bíblicos si es que el Dios de la Biblia
parece estar en contra de los valores humanos más supremos?, ¿no es apresurado asumir
que la Biblia es un libro divinamente revelado cuando, a la luz de este tipo de pasajes,
deberíamos si quiera tener una duda razonable respecto del tipo de divinidad que esta nos
presenta?
Respecto del primer cuestionamiento, cabe decir que siempre es posible diferenciar entre el
texto y su interpretación. En ese sentido, es posible afirmar que un mismo texto puede generar
buenas o malas interpretaciones, dependiendo de los objetivos del intérprete y sus métodos
de interpretación. Así, por ejemplo, tratándose de la conquista de América, mientras Juan
Ginés de Sepúlveda pretendía justificar la colonización de los indígenas con la Biblia,
Bartolomé de las Casas hacía precisamente lo contrario; mientras en el contexto
estadounidense del siglo XIX se justificaba la esclavitud con la Biblia, había quienes
consideraban que esta era contraria a los valores del evangelio. Desde esta perspectiva, la
interpretación adecuada de la Escritura no será únicamente aquella que demuestre poseer los
mejores argumentos a la luz del estudio diacrónico y sincrónico del texto bíblico, sino aquella
que despliegue los mejores efectos prácticos que garanticen el bienestar del prójimo (en
coherencia con el más alto valor que la Biblia postula: el amor). 
Sin embargo, existen ocasiones en las que apelar a “una buena interpretación” no es
suficiente para superar la crítica al Dios de la Biblia. Esto nos lleva al segundo
cuestionamiento, sobre el carácter “revelado” de la Escritura. Como es evidente, toda
interpretación es posible a partir del texto, de modo que es el texto el que establece un límite a
la interpretación. Una interpretación que pretenda evadir lo que dice el texto, no sería legítima.
Pues bien, existen ocasiones en las que el texto es tan explícito en su oposición a lo humano
-al menos desde nuestra mentalidad contemporánea- que este difícilmente puede
interpretarse de otro modo. Tal es el caso de los pasajes bíblicos que hemos mencionado, los
cuales avalan la conquista y el asesinato de los cananitas por mandato divino. Puesto que es
el texto mismo el que presenta estas acciones como la voluntad divina, parece ser que solo
existen dos opciones interpretativas: por un lado, tendríamos la interpretación literal: que el
genocidio y la colonización cananita fueron, efectivamente, la voluntad de Dios; por otro lado,
tendríamos que aceptar que los redactores del texto bíblico emitieron juicios imperfectos o
erróneos sobre Dios, razón por la cual estamos ante un texto que si bien forma parte la
tradición judeo-cristiana, tiene poco o nada que enseñarnos moralmente (salvo como un
ejemplo respecto de la forma en que los antiguos interpretaban la voluntad de Dios). Ambas
opciones son posibles y tras ellas subyacen dos teologías completamente distintas en lo que
concierne al carácter revelado de la Escritura.
La primera opción es la del fundamentalismo teológico. Este paradigma teológico parte del
presupuesto de que la letra de la Biblia no tiene errores (doctrina de la “inerrancia”). Asimismo,
asume que la literalidad de la Biblia nos permite conocer con certeza y objetividad quién es
Dios y cuál es su voluntad. Así pues, es la letra de la Biblia el criterio fundamental para lo que
es correcto o incorrecto, sin importar que ello contradiga la realidad o la racionalidad. Así que
si el texto nos dice que la colonización y exterminio cananita fue conforme a la voluntad divina,
esta forma de interpretar la Biblia nos dirá que sí. Seguidamente, ante el cuestionamiento
contra un Dios que avala la colonización y el genocidio, el intérprete, desde esta perspectiva,
optará por dos estrategias. En primera instancia, buscará pasajes bíblicos que intenten dar
una justificación razonable de por qué Dios actuó de este modo. Así, por ejemplo, un pasaje
como Deuteronomio 9:4-5 bien podría ser utilizado como una explicación. Se dirá, a la luz de
este pasaje, que estas naciones eran malas y por eso Dios las destruyó, a manera de juicio
contra ellas. Sin embargo, ante la objeción de por qué un Dios de amor tendría que enjuiciar a
estas personas y llevarlas a la muerte, incluyendo además a niños inocentes (Dt 2:34), el
intérprete, en coherencia con su teología bíblica, recurrirá a otras nociones teológicas. Así,
afirmará, en segunda instancia, que Dios es soberano y que, por tanto, su voluntad está más
allá de los criterios humanos; que la mente humana no puede entender la mente de Dios; o
que todo intento por cuestionar la letra de la Biblia es, en realidad, un acto de rebeldía, propia
de la naturaleza humana que se resiste a hacer la voluntad de Dios (anulando así todo
cuestionamiento razonable a su manera de interpretar la Biblia). En ese sentido, la
hermenéutica fundamentalista no solo utiliza la Biblia misma: ella tiene a su disposición una
red de categorías teológico-conceptuales (soberanía de Dios, finitud humana, pecado
humano, etc.) que pretenden hacer coherente e invencible la objetividad y autoridad de la letra
de la Biblia. Por tanto, el criterio esencial para comprender la revelación para la teología
fundamentalista es la letra misma. 
Como es de suponerse, esta forma de interpretar la Biblia tiene dos inconvenientes. Por una
parte, no ofrece argumentos que puedan ser comprendidos por sus críticos (la mayoría de
ellos no creyentes), sino que, en lugar de ello, solo hace uso de un argumento de autoridad, al
apelar de manera última a la voluntad de un Dios en el que estos no creen (algo que solo
redundará en el rechazo a ese Dios). Por otra parte, el fundamentalismo bíblico demuestra ser
capaz de justificar cualquier creencia que aparezca en la Biblia (o se pueda deducir de ella),
incluso si esta es perjudicial para el género humano (es lo que históricamente ocurrió con la
justificación de esclavitud o la inferioridad de la mujer respecto del varón, creencias que
aparecen de manera explícita en el texto sagrado). 
Esto nos lleva valorar una segunda opción, aquella interpretación que proviene de una lectura
moderna de la Biblia. De acuerdo a este paradigma, la Biblia es un libro “revelado” por Dios,
pero, al haber sido escrito por personas, esta revelación está determinada por la mediación
humana, por su finitud. Precisamente para evitar las desventajas de la lectura fundamentalista
de la Biblia, es necesario tomarnos en serio el origen humano de la Escritura. Así pues, si la
Biblia está escrita del modo en que lo está, lo es porque ella refleja la manera en que los
antiguos (los redactores de la Biblia) experimentaron la divinidad. Tal experiencia fue la que
ellos pusieron por escrito. En ese sentido, lo que los antiguos interpretaron como divino estaba
profundamente influenciado por sus concepciones culturales, muchas de ellas completamente
distintas a las nuestras. De ahí que si la Biblia habla de un Dios que ordena conquistar una
tierra ajena y exterminar a sus moradores, lo es porque para sus antiguos redactores era
moralmente legítimo que ello ocurriera así. Las batallas entre los pueblos eran, en el fondo,
batallas entre los dioses (Yahvé contra Kemosh, contra Dagón, contra Rimón, contra Baal,
etc.), de modo que la victoria en batalla no solo permitía demostrar cuál era el dios más
poderoso, sino también los juicios del dios contra los vencidos. De igual manera, cabe
recordar que los relatos sobre la conquista de la tierra prometida tenían un propósito teológico
desde el punto de vista de sus redactores: garantizar la preservación cultural de Israel luego
del exilio, razón por la cual los textos reflejan el nacionalismo y el cuidado de Israel de no
mezclarse con ningún pueblo (una razón para justificar el exterminio de los cananeos en los
relatos bíblicos). 
Por tanto, el criterio esencial para comprender la revelación para la lectura moderna de la
Biblia es la experiencia humana, concretamente, la experiencia de lo trascendente. La Biblia,
en ese sentido, es el testimonio escrito de la experiencia religiosa de un pueblo en particular
(Israel); experiencia que, lejos de cristalizarse en un mensaje escrito sin errores, constituye
más bien un testimonio para nosotros hoy, una tradición, esto es, una pauta hermenéutica
para orientar nuestra experiencia de Dios hoy en día. En ese sentido, si bien la letra puede
contener errores, es el mensaje que existe tras esta experiencia lo que resulta autoritativo
para todo aquel que se precie de ser creyente. En consecuencia, se puede decir que la Biblia
es “revelada” porque ella, a la luz de sus testimonios escritos, habilita nuestra experiencia
religiosa hoy. Desde el paradigma moderno de la Biblia, la letra no es en sí misma objetiva,
ella actúa dialécticamente con quienes pretenden encontrar en ella una experiencia de Dios
que podemos considerar milenaria. La experiencia humana, como la Biblia misma, sigue, por
tanto, abierta al aprendizaje de Dios a lo largo de la Historia. 
Entonces, ¿cómo abordar e interpretar los pasajes bíblicos de la conquista israelita hoy en
día?, ¿qué enseñanzas podemos extraer de ella? La conquista de la tierra prometida refleja el
proyecto político y religioso de un pueblo oprimido. La toma de la tierra es parte de la promesa
divina de un Dios que desea el bienestar material de su pueblo. Si bien hoy podemos rechazar
los medios por los que Israel se valió para alcanzar ese objetivo y valorar las interpretaciones
bíblicas acerca de un Dios exterminador como lecturas imperfectas acerca de la divinidad,
nada obsta a que los relatos bíblicos sobre la toma de la tierra prometida puedan aplicarse
hoy en día como metáforas que animan todo proyecto de liberación y bienestar humano en la
lucha contra la adversidad y la injusticia.

¿DIOS LO HIZO?
“(…) para el narrador bíblico Dios es, por decirlo así, la causa primera que lo explica todo. Lo
que sucede, cómo sucede y cuándo sucede, es algo que Dios mismo determina –
aparentemente- sin intervención de nada más. Esta forma de ver las cosas es típica de la
visión antigua del mundo. (…) independientemente de la intervención que Dios haya podido
tener en el desarrollo de los acontecimientos (y sin negar esto), existen causas de tipo
económico, psicológico y político (llamadas tradicionalmente causas segundas), que explican
el desarrollo de los acontecimientos.
Los autores bíblicos saben de estos factores humanos, pero al narrar sus historias dejan estas
causas de lado y hablan como si no hubiese habido otra causa más que Dios mismo. Así, los
ancianos y el pueblo de Israel al verse derrotados por los filisteos dicen: “¿Por qué nos ha
derrotado hoy Yahvé delante de los filisteos?” 1 Sam 4,3. En caso contrario, de victoria, la
explicación era la misma. En su discurso de despedida al pueblo Josué le recuerda al pueblo
que: “Uno solo de vosotros perseguía a mil, porque Yahvé mismo, vuestro Dios, peleaba por
vosotros” (23,10).
Los pueblos del entorno de Israel compartían esta misma visión de mundo. En una inscripción
cuneiforme que celebra una victoria militar, al rey vencedor no le interesa que sus enemigos
hayan peleado con el sol de frente, a él solo le interesa afirmar: “el brillo del dios Assur, mi
señor, los aterró”. Es por ello que en el AT, incluso los enemigos de Israel eran capaces de
ver en los problemas mecánicos de sus carros de batalla, la mano del dios israelita: “Yahvé
sembró la confusión en el ejército egipcio. Enredó las ruedas de sus carros, que a duras
penas podían avanzar. Entonces los egipcios dijeron: Huyamos ante Israel, porque Yahvé
pelea por ellos contra Egipto” Ex 14,25s. 
Pero no sólo fenómenos militares sino todo tipo de hechos eran explicados por la acción
directa de Dios. El origen de las distintas lenguas se explica, según el libro de Génesis,
porque Dios decidió confundir el lenguaje de los pueblos “de modo que no se entendieran
entre sí” 11,7. Esto explica por qué los autores bíblicos son capaces de afirmar cosas que nos
sería imposible afirmar hoy. Amós, por ejemplo, pregunta: “¿Sobreviene una desgracia a una
ciudad sin que la haya provocado Yahvé?” 3,6. El profeta no ve problema alguno al afirmar
esto, porque para él Dios es la causa directa de todo, incluso de lo malo. Isaías resume esto
en términos categóricos: “Yo soy Yahvé, no hay ningún otro, yo modelo la luz y creo la
tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahvé, el que hago todo esto” Is 45,6-7.
Para estos autores, para quienes no había aún economía, ni política, ni psicología en razón de
su escaso desarrollo cultural, todo se explicaba recurriendo a Yahvé como causa primera.”
(J.E. Ramírez Kidd / Para comprender el A.T.)
Preguntas para la reflexión: 
- ¿Debemos seguir explicando hoy en día las cosas como lo hicieron los redactores bíblicos o,
por el contrario, deberíamos incorporar en nuestros juicios acerca de la realidad el saber
humano del que hoy disponemos?, ¿ambas opciones no prueban acaso que la fe puede, o
bien caer en la superstición, o bien ampararse en el saber?
- ¿Quienes dicen que el Covid (o cualquier tipo de mal en el mundo) “viene de Dios” no han
preferido acaso la primera opción?, ¿es esta la manera adecuada, como cristianos, de
interpretar la realidad hoy?

¿UNA FE DE "PROGRES" Y "CONSERVAS"? ¡SÍ!: REFUTANDO UNA FALSA


OPOSICIÓN
Es pacífico reconocer que en una sociedad como la nuestra conviven personas con posturas
políticas, morales o religiosas conservadoras o progresistas; posturas que, de vez en cuando,
suelen entrar en conflicto, encendiendo así el debate público. Esto es un rasgo común,
saludable y deseable en una sociedad democrática que se precia de escuchar las voces de
las minorías. Sin embargo, ¿podemos decir que ello es común y deseable en el ámbito de la
fe? Si echamos una ojeada al protestantismo peruano podremos advertir que la gran mayoría
de creyentes e iglesias son conservadoras y solo una minoría están del lado progresista. Esto
hace que el protestantismo peruano se caracterice por su conservadurismo y eso -salvo que
seas un progresista- no tiene nada de malo. Lo malo, en realidad, viene cuando damos un
paso más y constatamos que esa mayoría conservadora, incitada sobre todo por una gran
mayoría de líderes religiosos (o político-religiosos), considera que el progresismo evangélico
es un contrasentido, una traición a la fe, una cuasi-herejía o apostasía, una mancha que debe
ser erradicada con el fin de preservar y mantener impoluta la “sana doctrina”. Mi intención aquí
es cuestionar este status quo y sembrar la idea de que cualquier iglesia, si pretende ser
verdaderamente cristiana (¡y sobre todo reformada!), es aquella en la que creyentes
progresistas y conservadores conviven fraternalmente en una misma comunidad de fe. 
Pero, ¿qué es un conservador? Es alguien cuyas posturas políticas, religiosas y morales
coinciden con valores tradicionales, con creencias, ideas y prácticas que conformaron el orden
social de antaño y que, a su juicio, deben permanecer vigentes para mantener y beneficiar la
convivencia de la comunidad presente. En ese sentido, el protestantismo peruano (y
latinoamericano) es, como ya dijimos, abrumadoramente conservador: se opone al aborto, al
matrimonio homosexual, a la adopción de parejas por parte de parejas del mismo sexo, a la
enseñanza del enfoque de género, a la ilegalidad del castigo físico infantil, etc.; odia -o tiende
a menospreciar- la ideología de izquierda, el feminismo, el enfoque derechos humanos, las
humanidades (sobre todo los aportes de la filosofía y de las ciencias sociales) y la laicidad del
Estado. Su lectura de los tiempos tiende a ser pesimista y su actitud apologética. La
secularización es para él una desespiritualización, un ambiente cultural hostil a la religión. El
conservador afirma que vivimos en una sociedad en la que –citando al profeta Isaías- “a lo
malo llaman bueno y a lo bueno malo”, en la que “se han invertido los valores” y “se ha
perdido el sentido común”; una sociedad para la cual la fe es la verdadera y auténtica
solución, ya que el mal no es social, ni estructural, sino que proviene del pecado, del corazón
del hombre.
¿Y cómo es un progresista?, pues es precisamente lo contrario. Se trata de alguien cuyas
posturas políticas, religiosas y morales congenian con los nuevos vientos. El cambio, las
nuevas interpretaciones que provienen de las distintas disciplinas y saberes, no son
necesariamente incompatibles con su moral cristiana y, por lo tanto, admite la evolución de los
valores personales y sociales. En nuestro país el protestantismo progresista solo es el de
corte histórico (luteranos, anglicanos, metodistas, ¿presbiterianos?) y, aunque muchos
creyentes hayan abrazado el progresismo desde distintas confesiones, siguen siendo una muy
pequeña minoría: este está a favor del matrimonio homosexual, admite el aborto (o al menos
algunos de sus supuestos), acepta y promueve el enfoque de género, revindica los derechos
de las personas LGTBI y aprecia los aportes de la izquierda, del feminismo, de los derechos
humanos, de las humanidades, de las ciencias sociales y defiende la laicidad del Estado. Su
interpretación de los tiempos tiende a ser meliorista: el presente es una oportunidad para
hacer los cambios, para la lucha. La secularización, lejos de ser una desespiritualización, es
solo un contexto histórico, una oportunidad en el que la fe debe demostrar su utilidad. El
progresismo no congenia con la apologética, sino que recaba saberes para potenciar su
propia fe, aún cuando ello no necesariamente lo lleve a articular un discurso teológicamente
coherente. El progresista impulsa el involucramiento de los creyentes y de las iglesias para el
cambio social (critica el proselitismo religioso) pues considera que el mal no es solo una
cuestión individual, sino estructural.
Ahora bien, pensar que todos los conservadores o todos los progresistas se ajustan a mi
descripción sería un burdo estereotipo. No es necesariamente así. Se trata de tendencias. No
hay que olvidar que tener posturas progresistas o conservadoras dependerá mucho del
contexto social o religioso en el que se esté. Así que las diferencias no van por el lado de las
posturas que en determinados temas tiene cada uno. No. Yo reduciría la diferencia a dos
cuestiones: por un lado, una diferencia de temperamento, de aptitud para aceptar o rechazar
lo nuevo; por otro lado, una diferencia epistemológica, puesto que para uno la verdad de sus
creencias posee un carácter inmutable, mientras que para el otro, para el progresista, la
verdad de las creencias es susceptible de modificación sobre la base de la nueva evidencia
(sobre este último punto no pienso decir más, pues nos llevaría al complejo tema de la verdad
en religión que dejaré para otra oportunidad).
Por esta razón, no es para mí algo negativo afirmar que alguien es “conservador” o tildar a
alguien de “progresista” (yo mismo me identifico con esta última palabra). La etiqueta de
“progre” o “conserva” no debiera ser una mala palabra. Se trata, a fin de cuentas, de términos
que nos ofrecen una descripción de las posturas que asumen las personas y, en ese sentido,
me parecen útiles y dignas de ser conservadas. Ser conservador o progresista, si es que se
es creyente, no lo hace a uno mejor o peor. La fe admite pluralidad y diferencia. Identificar a
unos como buenos y a otros como malos, sin embargo, es una idea bastante extendida en el
sistema eclesiástico que nos gobierna. Se trata de un mal hábito que no hace más que dividir
la iglesia, que violenta la identidad cristiana de muchísimas personas, afecta el valor de la
unidad del cristianismo y empobrece la verdadera potencia de una fe llamada a mejorar un
mundo injusto y violento. Más aún, la debilidad de la institucionalidad evangélica que existe en
nuestro país, que se encarna en la imposibilidad de Conep y Unicep en representar a las
iglesias y hallar consensos, probablemente responda en gran medida a esta división implícita,
culturalmente evangélica, entre progresistas y conservadores, así como en los estereotipos
que se tienen unos hacia otros (con mayor culpa en el conservadurismo, por ser este el más
extendido).
¿Cuáles son estos estereotipos? Citaré solo los dos más comunes. El primero de ellos es
tildar al progresismo de LIBERAL. ¿Qué quiere decir un evangélico cuando tilda a otro
evangélico de liberal? Existen varias posibilidades. Puede significar que se trata de una
persona libertina, alguien que no refleja santidad en su conducta, lo cual es absurdo, pues
habemos muchos progresistas que nos tomamos la santidad en serio (así como muchos
conservadores que no lo hacen). Por liberal se puede aludir también a alguien que congenia
con el liberalismo, una corriente política y filosófica que influyó en la fundación de las
democracias actuales (respaldada por varios filósofos cristianos), pero esta acepción en el
mundo evangélico es rara (¿no les dije ya que la mayoría de conservadores no les gusta la
filosofía?). Hay otra acepción más extendida, propia de los círculos teológicos evangélicos:
“liberal” es aquella teología que ha racionalizado la Biblia y la religión, al punto que niega lo
sobrenatural y que reduce la religión a la moral. Sin embargo, no solo sería raro achacar a los
evangélicos progresistas una teología decimonónica en pleno siglo XXI. Acusar a los
progresistas de racionalistas o como gente que no cree en la autoridad de la Biblia
simplemente no se condice con la realidad. No hay algo así como un credo progresista o una
teología que englobe a los progresistas y quienes nos autoidentificamos con el progresismo
no hemos rechazado creencias como la inspiración de la Escritura y su privilegiada autoridad
en nuestra vida ni el carácter sobrenatural de creencias centrales como la resurrección o la
posibilidad de los milagros. Se trata de una falsa acusación. Algunos creen, además, que los
progresistas son cristianos incapaces de conciliar sus creencias bíblicas con las corrientes
culturales y seculares del momento, de modo que se hacen “progres” por su incapacidad de
defender su fe o porque les falta el valor para resistir las presiones de la sociedad
secularizada. Ciertamente, tal vez haya progresistas que crean así (como también hay
conservadores que creen de determinada manera solo porque siguen acríticamente a su líder
o por la presión que tienen en sus iglesias para no ser vetados o expulsados), pero no es
posible generalizar: muchos progresistas, quizá la mayoría, lo somos porque creemos que
existen adecuados fundamentos bíblicos y teológicos para creer lo que pensamos. Eso es
algo que uno puede darse cuenta a través del diálogo. Se trata de falsas acusaciones.
El otro estereotipo es hacia los conservadores, cosa que se da a veces en círculos
progresistas. El estereotipo es catalogar al conservador de FUNDAMENTALISTA. Pero el
fundamentalismo es distinto del conservadurismo. Un fundamentalista cree tener la verdad
absoluta y, por ende, considera que toda voz contraria debe estar en el error, no merece ser
escuchada y es una amenaza para la verdad cristiana. En ese sentido, el fundamentalista no
escatima en vetar cualquier postura progresista y evitar el diálogo con ella (lo que es lógico: si
uno tiene la verdad ¿para qué perder el tiempo en dialogar?). Es verdad que el
fundamentalismo y el conservadurismo tienen creencias muy similares, pero su talante es
completamente distinto: un conservador no se las da de dueño de la verdad, mucho menos
cuando escucha a un progresista de quien está dispuesto a aprender. Si hay algo en común
entre progresistas y conservadores es precisamente esto: ambos son capaces de escucharse,
de tenerse paciencia, de reconocer puntos de desacuerdo, pero también de acuerdo, de
apelar a las Escrituras para indagar quién tiene la mejor interpretación, de reconocerse
mutuamente como hermanos y como miembros legítimos del cuerpo de Cristo.
Y es que la diferencia entre “progres” y “conservas” no es esencial. Ambos depositan su fe en
las creencias esenciales de la fe cristiana: la autoridad de la Biblia, las cuatro solas de la
reforma, en el credo apostólico y el niceno, en fundamentos centrales como la trinidad, la
encarnación de Cristo y la resurrección de los muertos. Más allá de ciertas interpretaciones,
de las diferencias teológicas entre conservadores (identificados con el fundamentalismo
teológico) y progresistas, ¿podemos realmente decir que las diferencias entre ambos son
esenciales?, ¿dice acaso la Biblia que unos dejan de ser cristianos por tener opiniones
distintas sobre el enfoque de género?, ¿dice la Biblia que uno deja de ser cristiano si está de
acuerdo con el matrimonio gay, o si pertenece a un partido de izquierda, o si es feminista, o
filósofo, o es un activista de derechos humanos? No, no lo dice. El énfasis, evangélico, por el
contrario, es el de la unidad en medio de la diversidad, en cuestiones no esenciales (Romanos
14, Hech 15). ¿Quiénes entonces se han erigido en jueces para decir que el progresismo
niega el cristianismo?, ¿han sido los conservadores? No, no han sido ellos.
Han sido los líderes fundamentalistas los que, ya sea por convicción o por miedo (al superior),
se han encargado de expulsar, vetar, silenciar y estigmatizar a aquellos creyentes que tienen
ideas contrarias a la "sana doctrina". El problema es que esta "sana doctrina", lejos de ceñirse
a las doctrinas bíblicas y cristianas esenciales, quiere decir en muchísimos casos “lo que
piensa el líder”. La “sana doctrina”, pues, está compuesta por posturas que no quieren ser
puestas en cuestión, tales como: la sujeción al líder, el respaldo a la interpretación bíblica que
este defiende, el rechazo del enfoque de género o a cualquier otra postura social y política
que suene extraña o inconveniente. Por ello, la triste realidad es que el fundamentalismo ha
colonizado la iglesia evangélica. Ella ha divido el cuerpo de Cristo en dos bandos: en “buenos”
(los conservadores) y en “malos” (los progresistas). El estado de las cosas en las gran
mayoría de las iglesias evangélicas implica, pues, no la condena del progresismo, que es
capaz de defenderse con argumentos bíblicos y razonables, sino la intransigencia de muchos
líderes que ven la discrepancia como un pecado. Discrepancia en cuestiones sobre las cuales
la Biblia nunca hizo diferencias en lo que concierne a la autenticidad o legitimidad de la fe
personal.
Frente a esta interpretación que no hace justicia al amor y a la unidad cristiana, es mejor
seguir otra alternativa: defender la idea de que progresistas y conservadores forman parte de
una sola iglesia y son capaces de convivir y llegar a acuerdos con participación activa,
argumentación y tolerancia. Ciertamente siempre habrá momentos de discusión y polémica en
el que tanto progresistas y conservadores se convertirán en adversarios, pero nunca podrían
ni deberían verse como enemigos. Ello por la simple razón de que el verdadero enemigo no es
la discrepancia, sino la intolerancia encarnada en el fundamentalismo y las prácticas
institucionales que han sido implantadas por este.

ACERCA DEL RACISMO QUE LLEVAMOS DENTRO


Las impactantes imágenes de George Floyd, ciudadano negro asesinado por policías blancos,
han dado la vuelta al mundo y reavivado la crítica contra el racismo que aún pervive en la
sociedad estadounidense. La polémica sobre el racismo en países que se consideran
“desarrollados” bien puede ser una especie de recordatorio de lo grave y extendido del
problema en el mundo. Para quienes vivimos en América Latina, el tema no nos es ajeno,
pues vivimos en sociedades profundamente discriminadoras. Muchas personas, sin embargo,
no parecen ser conscientes de ello. Por esta razón, en las siguientes líneas echaré un vistazo
a la realidad del racismo: comprender qué es, de qué manera nos afecta y qué tan arraigado
puede estar en nosotros sin que lo sepamos. Ello implica, además, lanzar una crítica
constructiva al rol de las iglesias evangélicas, como tendré oportunidad de señalar. 
Hoy por hoy, el problema es complejo y difícil de combatir: aun cuando una persona sea
racista, difícilmente se reconocerá a sí misma como tal. De igual manera, algunos creen que el
racismo es un problema ya superado o que no resulta tan grave. También hay de los que
piensan que muchas de las cosas que se tildan de “racistas” son meras exageraciones de
ciertos grupos que “se ofenden por todo”. Por ello, comprender qué es el racismo puede
ayudarnos a adoptar las actitudes adecuadas. 
El racismo solía concebirse como un trato despectivo hacia seres humanos considerados
inferiores por naturaleza. Puesto que la ciencia ha rechazado que haya personas
genéticamente menos inteligentes o capaces que otras (no existen las “razas” humanas), se
cree que son pocas las personas capaces de creer algo así, por lo que habría pocas personas
racistas. No obstante, este es un pensamiento equivocado. El racismo de hoy no entra
exactamente dentro de este concepto. Es bueno precisar que cuando hablamos de racismo
hablamos más exactamente de actitudes que niegan la dignidad, las oportunidades y las
libertades a personas que pertenecen a un grupo étnico en particular. La etnicidad es el
concepto clave. Ella refiere a un conjunto de elementos (una herencia cultural común, un
lenguaje, tradiciones, un territorio, una religión, etc.) que en el pasado fueron simplificados
bajo la categoría “raza”, ya que se asociaron al color de la piel. Lo que está detrás del racismo
no es, pues, la biología, sino una construcción social que categoriza como inferiores a grupos
humanos distintos al que ciertas personas pertenecen: los “negros”, los “indígenas”, los
“cholos”, los “serranos”, etc. Todas estas son formas de categorizar a ciertos grupos étnicos
con miras a rechazarlos. 
Desde esta perspectiva, conviene comprender la función que cumple el racismo para las
personas que lo ejercen: permite cuestionar a quien representa ser una competencia (en el
empleo, en la educación, etc.), aparece como una suerte de mecanismo de defensa frente a
aquellos que no comparten nuestras prácticas, normas y valores (pensemos en el maltrato en
hospitales, escuelas y comisarías a personas andinas que solo hablan el quechua), y ofrece la
oportunidad de encontrar “chivos expiatorios” frente a problemáticas económicas, sociales y
políticas (como lo hizo el expresidente Alan García al decir que las poblaciones de la
amazonía eran como el “perro del hortelano” y “ciudadanos de segunda categoría” al defender
sus tierras ante una arbitraria concesión minera). 
Visto así, el racismo es más común de lo que creemos. ¿De qué manera este nos afecta? Dos
cosas importantes pueden mencionarse al respecto. La primera de ellas es la manera usual
con que la persona racista utiliza prejuicios y estereotipos asociados a los rasgos físicos de
las personas. El prejuicio es una actitud negativa conectada con las emociones, mientras que
el estereotipo es una etiqueta con que se cataloga a las personas sobre la base de una
información errónea. Así, por ejemplo, si un médico atiende a un paciente que viene de la
sierra que solo habla quechua, pero se molesta al no entenderle y se indispone hacia él -en
lugar de tratarlo amablemente como a cualquier otro paciente, buscando hacerse
comprender-, su trato está prejuiciado. De igual manera si en su mente aparece la idea de que
“la gente que viene de la sierra es ignorante”, está utilizando un burdo estereotipo. Así pues, la
base de la conducta racista opera previamente en la mente (estereotipos) y en las emociones
(prejuicios). Curiosamente, el uso de prejuicios y estereotipos hacia las personas es algo muy
común en nuestras sociedades. Más aún, los medios de comunicación, los programas de
televisión, la publicidad comercial, la cultura popular, las bromas cotidianas, entre otros,
promueven muchas veces los prejuicios y estereotipos haciéndolos pasar como normales,
tolerables y hasta graciosos. Saber que el trato discriminatorio se origina previamente en los
prejuicios y estereotipos ayuda a comprender por qué es bueno evitar cualquier tipo de alusión
a las características físicas de las personas, incluso cuando se trata de “bromas”. En ese
sentido, aprender a rechazar este tipo de actitudes o formas de expresión no es una cuestión
exagerada o propia de personas que “se ofenden por todo”, sino una manera coherente de
actuar una vez que hemos comprendido cómo operan los mecanismos que activan el racismo.
La segunda cosa que demuestra cómo el racismo nos afecta son los estudios que existen
sobre las conductas racistas. Es un error pensar que el racismo es una cuestión subjetiva que
opera “según la susceptibilidad de las personas”. No es así. Las conductas racistas son
objetivas, pueden ser medidas y estudiadas. Así, por ejemplo, en el Perú, el nivel de
alfabetización, el nivel educativo y el ingreso económico de las personas que se
autoidentifican como blancas siempre es mayor en comparación con aquellas que se
autoidentifican como “mestizas” o “indígenas” (Thorp y Paredes, 2011). Un estudio de la
Universidad del Pacífico demostró que la tasa de respuesta por parte de empresas para la
contratación de personal era mayor para las personas con apellido blanco que para las
personas con apellido quechua (Galarza y Yamada, 2012). Por tanto, hablamos de perjuicios
directos y reales como consecuencia del racismo.
¿Pero qué tan arraigado puede estar el racismo entre nosotros?, ¿no es acaso posible que en
nuestro interior los prejuicios y estereotipos racistas estén presentes? Cabe decir que ninguna
persona es racista por naturaleza. El racismo es algo que se aprende y los prejuicios y
estereotipos racistas se interiorizan a lo largo de la vida. De hecho, la cultura y las
instituciones políticas y sociales juegan un rol importante en el aprendizaje del racismo. Para
quienes vivimos en sociedades latinoamericanas es muy importante comprender nuestro
trasfondo histórico y cultural para entender cuán arraigado está el racismo en nosotros. El
racismo es una herencia colonial (Julio Cotler). Aunque he de referirme a la experiencia
peruana, es posible identificar un proceso similar en otros países latinoamericanos. 
La colonia estableció una división estructural entre dominadores blancos (españoles) y
dominados “indios”. Esta estructura no desaparecerá entrada la independencia: el mestizaje
será mayor, pero el poder político se centrará en una elite criolla (compuesta por blancos y
algunos mestizos) que someterá a la población autóctona y comerciará con esclavos
africanos. Así, la actividad económica se centrará, cada vez más, en la capital. El centralismo
de la capital, por tanto, jugará en contra de las poblaciones autóctonas de sierra y selva. La
política será la de la asimilación: civilizar a los habitantes de la sierra a través de la educación.
No obstante, el poder político y económico seguirá manteniéndose hasta muy entrada la
República en manos de los grandes terratenientes o gamonales que someterán al campesino
a una vida de servidumbre. El centralismo de la capital y la debilidad histórica de las
instituciones en el campo fomentará el fenómeno de las migraciones. Surgirá entonces la
categoría de lo “cholo”, como una nueva identidad del migrante que busca nuevas
oportunidades en la ciudad, pero que desea mantener sus vinculaciones con el mundo andino.
Las migraciones se agravarán más tarde con el fenómeno de la violencia política (1980-2000),
debiendo la población de la sierra migrar del campo a la ciudad, asentándose en la periferia
en condiciones de pobreza. Como podremos advertir, lo que resulta trasversal a esta historia
es el patrón colonial de dominación (“colonialidad del poder”, según Aníbal Quijano), que
parece nunca haberse desarraigado. “Indígenas”, “cholos” y “mestizos” han sido personas
históricamente sujetas a marginación y quienes, en oposición a las personas de la capital, han
sido considerados los “otros” que deben ser conquistados, esclavizados, civilizados o
asimilados. El racismo en el Perú está asociado, por tanto, a cierto etnocentrismo capitalino. 
Este breve y simplificado recuento de la historia nacional de la discriminación étnica (en la que
el color de la piel es solo un elemento), nos permite observar la existencia de un racismo
histórico e institucional. Siendo ello así, ¿somos tan ingenuos como para pensar que ninguno
de nosotros ha sido influido por él? Por esta razón, es necesario hablar del racismo como algo
que llevamos dentro: hemos sido socializados, hemos sido víctimas o victimarios de los
prejuicios y estereotipos que nuestras propias sociedades nos han heredado. Si apelamos a
nuestra experiencia cotidiana, en particular aquella propia de la capital (Lima), podemos
afirmar que hemos crecido en una sociedad en la que se ha normalizado el “cholo o el indio de
mierda”, la colocación de rejas, muros y sogas en espacios públicos para distinguir las
diversas clases sociales, el privilegio estético-mediático de aquellas personas que se
aproximan más al fenotipo blanco o caucásico (pese a que la gran mayoría de personas en el
Perú es mestiza), la existencia de discotecas que “se reservan el derecho de admisión”, la
caricaturización de la forma de hablar y de vestir de las personas de la sierra y la selva (algo
que no ocurre con los extranjeros, a menos que sean venezolanos), entre otras conductas
racistas. Por esta razón, el racismo que llevamos dentro no debería ser negado. Por el
contrario, hay que aprender a reconocerlo para erradicarlo. Toda lucha contra el racismo es,
en el fondo, una lucha contra nosotros mismos.
La lucha contra el racismo puede tener varios frentes, ya que existen diversas fuerzas
culturales que contribuyen al cambio. Una de ellas proviene de nuestra toma de conciencia
personal de no tolerar las actitudes racistas. Otra incumbe a la educación, especialmente en
enseñar a los niños y niñas qué es el racismo y por qué es malo (libros como “Papa, ¿qué es
el racismo?” son un buen ejemplo de ello), de ahí que incluir su enseñanza en la escuela sea
una cuestión insoslayable. Otra línea de acción es respaldando el actuar de las propias
comunidades campesinas, así como de los pueblos originarios de nuestro país, quienes
apenas tienen participación política en el congreso y cuya voz que es mediáticamente
ignorada. Finalmente, otra fuerza de cambio es la religión, pero ella merece una mención
aparte. 
La deuda histórica de las iglesias hacia las poblaciones discriminadas es grande: el
catolicismo en Latinoamérica y el protestantismo en Estados Unidos callaron y, en el peor de
los casos, respaldaron los contextos esclavistas, racistas y segregacionistas, muchas veces
con la Biblia en la mano (algo que debería llevarnos a rechazar todo tipo de interpretación
literal y fundamentalista de la Biblia en asuntos sociales y políticos). No obstante, la vida de fe
también tuvo expresiones proféticas: es el caso de la defensa de los indígenas por parte de
católicos como Francisco de Vitoria, Antonio de Montesino y Bartolomé De Las Casas, o de la
lucha contra el segregacionalismo racial por parte de figuras protestantes como Martin Luther
King Jr. Es precisamente estos tipos de expresiones religiosas las que deben ser rescatadas a
fin de involucrar, en el plano del discurso y de la acción, a más creyentes en la lucha contra la
discriminación y la desigualdad. La expansión del evangelicalismo en el Perú, como en otros
países latinoamericanos, ha supuesto un empoderamiento de las identidades marginadas
(Bastian), así como el reconocimiento de identidades excluídas (Lecaros). En ese sentido, la
religión evangélica-pentecostal opera como una fuerza cultural que permite la reconstrucción
de identidades que hayan en la fe nuevas formas de sentido en contextos pobres y violentos.
Pero estos aspectos positivos de la religión deben ser contrastados con los negativos: el
rechazo de la iglesia hacia el racismo sigue quedándose en un plano indirecto, pues no es
intencional. Es bastante criticable, desde el punto de vista de los valores del propio evangelio,
que las iglesias se hayan organizado públicamente para alzar su voz contra lo que consideran
“ideologías” que aparentemente ponen en jaque sus creencias, antes que haberlo hecho en
favor de las personas discriminadas. Es también cuestionable que las iglesias incurran en
cierto etnocentrismo al preferir autores, personalidades, ministerios y teologías
norteamericanas, dejando totalmente de lado los desarrollos teológicos que se han dado
desde y hacia las realidades latinoamericanas, tan abundantes en reflexión y compromiso
práctico contra el racismo y otros problemas sociales que aquejan a nuestro continente. Es
también cuestionable escuchar de situaciones de injusticia laboral u organizacional en ciertas
iglesias en las que la labor pastoral y misionera de los líderes eclesiales es mejor remunerada
y valorada en la capital, en comparación con aquellos líderes y misioneros que trabajan en las
partes más profundas del país. 
Frente a ello, las iglesias deberían tomarse en serio el hecho de que la idea de una
comunidad de iguales fue una cuestión central del movimiento iniciado por Jesús, una
comunidad en la que ya no había judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer (Gál 3:28).
El Reino de Dios, practicado por Jesús de Nazaret en palabras y obras, planteaba un nuevo
modelo de comunidad basado en la igualdad, la inversión piramidal del poder (basado en el
servicio a los demás) y la preferencia por predicar, enseñar y sanar a los más oprimidos y
excluídos (Mt 4:23). Por tanto, las semillas proféticas de la iglesia están allí esperando
germinar y prometen echar sus raíces hacia toda la sociedad con el anuncio de un evangelio
rico en acciones que denuncia todo tipo de racismo para con tod@s aquell@s que han sido
creados a imagen y semejanza de Dios.

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