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El retorno del veraneo

Comedia en tres actos y en prosa,

representada por primera vez en Venecia

en el otoño del año 1761.

CARLO GOLDONI

Traducción y notas de Luigia Perotto

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El autor al lector 1

No me parece que los Autores antiguos, ni los modernos, se hayan divertido mucho
escribiendo una Comedia sobre el mismo tema. No conozco más que el Menteur y
la Suite du Menteur que Comedle en parte tradujo y en parte imitó del español
Lope de Vega. 2 Se me consienta, sin embargo, decir que La Suite du Menteur no
tiene nada que ver con la comedia que la precede. Es verdad que Damón, el
Mentiroso, y Clitón, su criado, son los mismos personajes tanto en la primera como
en la segunda comedia, que en la segunda se relatan algunas de las aventuras de
la primera, pero el argumento es bastante distinto y el carácter del propio Mentiroso
es otro, porque en la primera Damón miente por defecto y en la segunda miente
por generosidad y casi por una impensable necesidad. Por consiguiente, yo no he
pretendido imitar a nadie cuando empecé a escribir una segunda Comedia como
continuación de la primera, e incluso una tercera como continuación de las otras
dos. La primera vez que me ocurrió fue después del éxito de la Putta onorata,
Comedia Veneciana, a la cual siguió la Buona Moglie. Pamela y Pamela maritata
son dos Comedias que tienen la misma continuación. Animado por el éxito
alcanzado por dos Comedias consecutivas, he intentado escribir tres. Lo conseguí
felizmente con las Tres Persianas 3, de manera que el público esperaba y pedía la
cuarta, así que animado por el éxito, compuse con el mismo argumento las tres
Comedias que aquí presento, pero con una diferencia, que las otras las imaginé
una después de otra y a estas tres de una sola vez.

Alguien podría decir: ¿qué dificultad encierra el escribir tres Comedias con el mismo
tema? Las que ahora tú presentas al Público no son sino una sola Comedia, dividida
en nueve actos. Calixto y Melibea es una Comedia Española en quince actos 4; no
causa maravilla que tú hayas escrito una en nueve. A quien me dijese esto le
contestaría que Calixto y Melibea no podría representarse en una sola noche y no
podría dividirse en tres representaciones, puesto que la acción de esta Comedia,
irregular y escandalosa, no es susceptible de ser dividida. Cada una de mis tres
Comedias empieza en el momento mismo del encuentro y termina de manera que
si uno ve la segunda, y no ha visto la primera, se queda satisfecho habiendo visto
una Comedia inteligible que comienza y termina, y lo mismo puede decirse de la
tercera.

Bien es verdad que al final de la segunda, esta tercera es casi una promesa y he
dejado intencionadamente algo en suspenso para continuar el argumento en la
siguiente; pero con diez líneas más se hubiera podido terminar perfectamente la
acción en la segunda. He querido despejarme el camino para una tercera
Comedia, que sirviera de conclusión a las dos anteriores, para dar fe de la locura

1En la edición del Municipio de Venecia (Venecia MDCCCCXIV, tomo XIX, p. 259) se lee: «El presente prefacio fue impreso
al frente de esta Comedia, por vez primera, en el tomo XI de la edición Pasquali de Venecia, a comienzos del año 1773. No
existe carta de dedicatoria».
2Como es sabido, Le Menteur (1642) fue una imitación de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, mientras que La
Suite du Menteur (1643), lo fue de Amar sin saber a quién de Lope de Vega.
3 Estas tres comedias son: La sposa persiana (1753), Ircana in Jalfa (1755) y Ircana in Ispahan (1756).
4 Lógicamente se refiere a La Celestina, aunque la primera edición de 1499 tenía 16 actos y las siguientes 22.

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de los veraneos desmadrados. En esta Comedia aparecen todos los Personajes de
la primera y de la segunda, con excepción de Sabina, que se queda en
Montenero, sin ser del todo olvidada, porque la llegada de una carta nos hace
recordar su presencia.

Esta continuación de los caracteres, de los intereses y de las pasiones no debería


parecer indiferente y de poca relevancia a quienes tienen alguna experiencia
acerca de este tipo de Composiciones teatrales. No me queda más que decir algo
sobre el personaje de Bernardina, nuevo en esta Comedia. Un personaje que
aparece en una sola escena, si no es un Criado, un Notario, un Mensajero, o algo
por el estilo, parece un personaje inútil o, cuanto menos, mal introducido.

El Lector se dará cuenta de que no es inútil y comprenderá fácilmente que a un


carácter odioso, como el de Bernardino, se le puede tolerar e incluso se puede
disfrutar con él en una Escena; pero se volvería aburrido e inaguantable si volviera
a aparecer una segunda vez.

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Personajes

Filippo

Giacinta

Leonardo

Vittoria

Guglielmo

Costanza

Rosina

Tognino

Bernardino, tío de Leonardo

Fulgenzio

Ferdinando

Brígida

Paolino 5

Cecco

Criados

Al igual que en la primera comedia, la Escena se representa parte en casa de


Filippo y parte en casa de Leonardo.

5 Paolino no aparece en esta segunda comedia.

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Acto Primero

Escena Primera

Habitación en casa de Leonardo.

Leonardo, luego Ceceo.

LEONARDO. — Hace tres días que he regresado a Livorno y a la señora Giacinta y al


señor Filippo ni se les ve. Me habían prometido que si yo no regresaba enseguida a
Montenero, ellos volverían inmediatamente, y no vienen, y no me escriben, y yo les
he escrito y no me contestan. Mi carta la habrán recibido ayer. Hoy debería tener
contestación. Pero la hora ha pasado; ya tendría que haberla recibido. Si me
escriben, es probable que vengan.

CECCO. — Señor.

LEONARDO. — ¿Qué pasa!

CECCO. — Preguntan por usted.

LEONARDO. — ¿Quién?

CECCO. — Un joven que trae una factura en la mano. Creo que se trata del mozo
de la droguería.

LEONARDO. — ¿Por qué no le dices que no estoy?

CECCO. — Se lo dije ayer y antes de ayer, como usted me ordenó; pero como viene
tres o cuatro veces al día, es mejor que le reciba y luego le despache usted como
guste.

LEONARDO. — Ve y dile que he dado órdenes a Paolino para que le liquide la cuenta.
Estoy esperando que regrese de Montenero y en cuanto vuelva, le pagará.

LEONARDO. — ¡Ay! Mis asuntos van siempre de mal en peor. Y este año, además, el
veraneo me ha costado más que otras veces.

CECCO. — Señor, está aquí el de la cera.

LEONARDO. — Pero, animal, ¿por qué no le has dicho que no estoy?

CECCO. — Le he dicho, como de costumbre: veré si está, no sé si está; y él me ha


dicho: si no está, tengo órdenes de esperarlo hasta que regrese.

LEONARDO. — Eso es una impertinencia. Dile que deje la cuenta y que enviaré a
alguien a la tienda a pagarla.

CECCO. — Muy bien, se lo diré. (Sale.)

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LEONARDO. — Parece que éstos no tienen nada más que hacer; parece que les falta
el pan para comer. Siempre están con la escopeta cargada para herir el corazón
de los hombres honrados que no tienen con qué pagar.

CECCO. — Este también se ha ido poco contento, pero se ha ido. Aquí está la
cuenta. (Se la da a LEONARDO.)

LEONARDO. — Malditas sean las cuentas. (La hace pedazos.)

CECCO. — (Cuenta rasgada, deuda liquidada.)

LEONARDO. — Acércate a casa del señor Filippo a ver si por casualidad han
regresado.

CECCO. — Será servido. (Sale.)

LEONARDO. — Estoy muy impaciente. En primer lugar por el amor que siento por esa
ingrata, esa fiera de Giacinta y en segundo lugar porque, en las condiciones en
que me encuentro, la única forma de levantar cabeza sería su dote.

CECCO. — Señor…

LEONARDO. — Espabila, ¿por qué no vas a donde te he mandado?

CECCO. — Hay otra novedad, señor.

LEONARDO. — ¿De qué se trata?

CECCO. — Mire. Una citación.

LEONARDO. — Yo no sé nada de citaciones. No acepto las citaciones: que se las


lleven a mi procurador.

CECCO. — El procurador no está en la ciudad.

LEONARDO. — ¿Y a dónde ha ido?

CECCO. — Se ha ido de veraneo.

LEONARDO. — ¡Caramba! ¿También mi procurador de veraneo? ¡También él


abandona sus propios intereses y los de sus clientes por la diversión! Yo le pago, le
doy un salario, dejo de pagar a todos los demás para pagarle a él, confiando en
que se me asesore, que me defienda; y cuando lo necesito, ¡no está, no le
encuentro, se ha ido de veraneo! ¿Una citación? ¿Dónde está el ujier que la ha
traído?

CECCO. — ¡Oh! El ujier se ha ido. Me la entregó a mí; apuntó en su libreta mi nombre


y acto seguido se fue.

LEONARDO. — Siempre líos, siempre citaciones, siempre pleitos. Pero, ¡cielo santo! si

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yo no tengo nada. Y quieren atormentarme, y quieren obligarme a lo que yo no
puedo hacer. Si estuviera en condiciones de poder pagarles, les pagaría.

CECCO. — Señor, al bajar las escaleras me encontré con el criado del señor Filippo,
que venía a dar parte a usted y a la señora Vittoria de que han regresado a Livorno.

LEONARDO. — Hazle pasar.

CECCO. — Se ha marchado inmediatamente. Me ha enseñado una lista de treinta


y siete casas a las que, antes del mediodía, tiene que comunicar su regreso.

LEONARDO. — Tráeme el sombrero y la espada.

CECCO. — Sí señor. (Sale.)

LEONARDO. — Estoy impaciente por ver a Giacinta. A ver qué acogida me reserva en
Livorno, después de las cosas que han pasado en el campo, Guglielmo sigue
aplazando la escritura del compromiso con mi hermana. Estoy en un mar de
inquietud y, además, me afligen las deudas y me atormentan los acreedores.

CECCO. — Está servido. (Le da la espada y el sombrero.)

LEONARDO. — Mira si hay alguien en la sala, o en las escaleras, o abajo.

LEONARDO. — Siempre tengo miedo de encontrar a alguien que me saque los


colores. Convendrá que para ir a casa del señor Filippo, siga el camino más largo
para no pasar delante de las tiendas de mis acreedores.

CECCO. — Señor, hay dos que le esperan.

LEONARDO. — ¿Que me esperan? ¿Saben que estoy en casa?

CECCO. — Lo saben porque el tonto de Berto les ha dicho que estaba.

LEONARDO. — ¿Y quiénes son esos dos?

CECCO. — El sastre y el zapatero.

LEONARDO. — Despídelos; haz que se vayan.

CECCO. — ¿Y qué quiere que les diga?

LEONARDO. — Diles todo lo que quieras.

CECCO. — ¿No podría darles algo a cuenta?

LEONARDO. — Te he dicho que los eches.

CECCO. — Es imposible señor. Ya me lo han hecho otras veces. Esos son capaces de
quedarse aquí hasta la noche.

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LEONARDO. — ¿Tienes la llave de la puertecilla secreta?

CECCO. — Está en la puerta, señor.

LEONARDO. — Bien, saldré por allí.

CECCO. — Cuidado que la escalera es oscura y resbaladiza.

LEONARDO. — No importa, me iré por allí.

CECCO. — Estará llena de telarañas, se ensuciará el traje.

LEONARDO. — Será un mal menor; no me importa. (A punto de marcharse.)

CECCO. — ¿Y quiere que se queden allí esperando?

LEONARDO. — Sí, que esperen hasta que el diablo se los lleve. (Sale.)

Escena Segunda

Ceceo, luego Vittoria.

CECCO. — Aquí están los deliciosos frutos del agradable veraneo.

VITTORIA. — ¿Dónde está mi hermano?

CECCO. — No está, se ha marchado. (En voz baja.)

VITTORIA. — ¿Por qué dices que se ha marchado en voz tan baja?

CECCO. — Para que no oigan ciertas personas que están en la sala.

VITTORIA. — Si están en la sala le habrán visto marcharse.

CECCO. — No señora, se ha ido por la puerta secreta.

VITTORIA. — Eso me parece una tontería, una ordinariez. ¿Tiene visitas en la sala y se
va sin recibirlas y sin tan siquiera despedirse? Si son personas de respeto, las recibiré
yo.

CECCO. — ¿Quiere recibirlas la señora?

VITTORIA. — ¡Sí! ¿Quiénes son?

CECCO. — El sastre y el zapatero.

VITTORIA. — ¿De quién?

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CECCO. — Del amo.

VITTORIA. — ¿Y qué quieren?

CECCO. — Sólo que se les liquide su cuentas.

VITTORIA. — ¿Y por qué nos les ha pagado mi hermano?

CECCO. — Creo que en este momento no está en condiciones de hacerlo.

VITTORIA. — (¡Pobres de nosotros!) Mucho cuidado, no se lo digas a nadie; haz lo


posible para que no se sepa. Procura con buenas palabras que esa gente se vaya,
para que no puedan quejarse y no hagan perder la reputación de la casa. Mi
hermano no quiere entender que cuando se tienen deudas, hay que pagar o rezar.

CECCO. — (Habla muy bien mi ama. Pero tampoco ella actúa como habla.)

VITTORIA. — ¿Y a dónde ha ido el señor Leonardo?

CECCO. — A ver a la señora Giacinta.

VITTORIA. — ¿Ha vuelto?

CECCO. — Sí señora.

VITTORIA. — ¿Cuándo?

CECCO. — Esta mañana.

VITTORIA. — ¿Y a mí no me ha mandado decir nada? (Con desdén.)

CECCO. — Sí señora, ha enviado a un criado con un recado para el amo y para


usted.

VITTORIA. — ¿Y por qué no me lo has dicho?

CECCO. — Perdóneme. Estoy algo trastornado. Si supiera la de líos que ha habido


esta mañana.

VITTORIA. — Me parecía imposible que no hubiese cumplido con su obligación de


avisarme.

CECCO. — Oigo estrépito en la sala. Con su permiso.

VITTORIA. — Echad a esos bribones.

CECCO. — (¡Ya!, claro, nos entendemos. Los pobres operarios, cuando reclaman su
propia sangre, son todos unos bribones.) (Sale.)

VITTORIA. — Convendrá que vaya a visitarla. Al ser la última en regresar, convendrá

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que yo sea la primera en cumplimentarla. Iré, pero iré a disgusto. Nunca he podido
sufrirla, pero ahora, después de las cosas que han surgido este verano, con sol
acordarme, se me resuelve la sangre. Guglielmo todavía no ha querido firmar la
escritura y se deja ver muy poco; tengo una turbación enorme.

CECCO. — Señora, ha venido el señor Fulgenzio. Ha preguntado por el amo; le he


dicho que no está y él quiere esperarlo. Si usted quisiera recibirlo…

VITTORIA. — Sí, sí, que pase. ¿Se han ido esos?

CECCO. — Están hablando con el señor Fulgenzio. (Sale.)

VITTORIA. — Me alegra hablar con este viejo que nos ha echado a perder el placer
del campo en el mejor momento…

Escena Tercera

Fulgenzio y dicha.

FULGENZIO. — (¡Pobre casa! ¡En qué condiciones estás!)

VITTORIA. — Bravo, bravo, señor Fulgenzio.

FULGENZIO. — A sus pies, señora Vittoria.

VITTORIA. — ¿Cómo se le ocurrió a su señoría escribir a mi hermano que nuestro tío


estaba a punto de morir, para hacernos regresar a Livorno de prisa y corriendo?

FULGENZIO. — Yo, desde que os fuisteis de aquí, no he escrito una línea a vuestro
hermano, y vuestro tío está estupendamente de salud, así que a este respecto no
sé de lo que estáis hablando.

VITTORIA. — Pero yo vi la carta.

FULGENZIO. — ¿Qué carta habéis visto?

VITTORIA. — La que usted escribió.

FULGENZIO. — ¿A quién?

VITTORIA. — A mi hermano.

FULGENZIO. — Señora, empiezo a pensar que lo habéis soñado.

VITTORIA. — ¿Cómo soñado, si hemos corrido a Livorno para llegar a tiempo antes
de que expirara nuestro tío?

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FULGENZIO. — ¿Y quién os ha dicho esa barbaridad?

VITTORIA. — Vuestra carta.

FULGENZIO. — ¡Diantres! Vos me acabaréis sacando de quicio. Os digo que no la


escribí, no podía escribir aquello y no lo he escrito. (Con indignación.)

VITTORIA. — Pero, entonces, ¿qué es todo esto?

FULGENZIO. — ¿Qué va a ser? Os lo diré yo: cábalas, invenciones, ideas ingeniosas.

VITTORIA. — ¿Y de quién?

FULGENZIO. — De vuestro hermano.

VITTORIA. — ¿Cómo de mi hermano?

FULGENZIO. — Sí, de él, que hasta ahora ha llevado una vida de las más alocadas y
desordenadas del mundo. Ya alguien me ha había dicho que sus asuntos
marchaban por mal camino; pero no creía que llegarían a tanto. Me arrepiento de
haberme inmiscuido en el asunto de su boda, de haberme hecho valedor, con mis
palabras, ante el señor Filippo, de un hombre que no merece a su hija.

VITTORIA. — Señor Fulgenzio, es usted un caballero, le agradezco el panegírico que


ha hecho y sus buenas intenciones para desgraciar a mi hermano.

FULGENZIO. — El mismo se ha desgraciado. Yo me siento inclinado a hacer el bien,


pero siempre y cuando el bien de uno no sea causa de daño y deshonra para otro.

VITTORIA. — Si de veras os sentís inclinado a hacer el bien, deberíais por lo menos


librar nuestra casa de esos insolentes que por unas pocas monedas hacen peligrar
nuestra reputación.

FULGENZIO. — Hasta aquí lo he podido hacer y lo hice. Gracias a mí se han marchado.


No les he asegurado nada, porque no estoy tan loco, pero con buenas palabras
he conseguido que se marcharan y suspendieran la resolución que tenían intención
de tomar. Pero, señora mía, si no se les puede pagar, por lo menos no los insultéis,
no les llaméis insolentes. Cuando vuestro hermano los ha necesitado, ¿los ha
insultado, los ha maltratado, o, más bien, con melindres, palabras dulces, buenos
modales, intentó halagarlos, adularlos, para ser atendido y atendido bien? Y ahora
que vienen por quinta, sexta o séptima vez a pedir lo que se les debe y malgastan
su tiempo para ser pagados a regañadientes, ¿el hermano se esconde y la
hermana los insulta? Es una injusticia, una ingratitud, una tiranía.

VITTORIA. — A mí no me sirven vuestros sermones.

FULGENZIO. — Sí, lo sé muy bien. Es como predicar a los sordos.

VITTORIA. — Echádselos a mi hermano, que los necesita más que yo.

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FULGENZIO. — ¿Y dónde está vuestro hermano?

VITTORIA. — Ha ido a ver a la señora Giacinta.

FULGENZIO. — ¿También ellos han vuelto? Me alegra…

VITTORIA. — Tened cuidado de no ir allí a organizar una trifulca fuera de lugar.

FULGENZIO. — Haré todo lo que creo que deba hacer.

VITTORIA. — Que no se os ocurra disolver un contrato de matrimonio, que esas cosas


no se pueden hacer.

FULGENZIO. — ¡Vaya! Señora mía… disculpadme… ¿Sabéis qué es lo que no se debe


hacer? Gastar más de lo que se puede; contraer deudas para divertirse, y luego
maltratar y vilipendiar a los acreedores. (Sale.)

Escena Cuarta

Vittoria, luego Ferdinando.

VITTORIA. — No se puede decir que no diga la verdad. Pero cuando toca oírlo, duele.

FERDINANDO. — ¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien? (Desde dentro.)

VITTORIA. — ¡Oh! El señor Ferdinando. Por él sabré alguna novedad. Pase, pase, estoy
aquí.

FERDINANDO. — Mis respetos, señora Vittoria.

VITTORIA. — Servidora. Sea bienvenido.

FERDINANDO. — Muy agradecido. Pero no creía tener que volver tan pronto.

VITTORIA. — Supongo que habéis llegado con el señor Filippo y la señora Giacinta.

FERDINANDO. — Sí, y hemos hecho un viaje tan agradable que si llega a durar dos
horas más, me viene la calentura.

VITTORIA. — ¿Y por qué?

FERDINANDO. — Porque la señora Giacinta no hacía más que suspirar. El señor Filippo
se durmió de Montenero a Livorno. La criada lloraba al ausente; y yo me he
aburrido soberanamente.

VITTORIA. — ¿Y qué le pasaba a la señora Giacinta que suspiraba?

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FERDINANDO. — Le pasaba… le pasaban… ciertas locuras por la cabeza, tantas y
tantas que siento vergüenza por ella.

VITTORIA. — ¿Pero cuáles son esas locuras?

FERDINANDO. — Hablemos de otra cosa. ¿Sabéis la última novedad?

VITTORIA. — ¿De quién?

FERDINANDO. — De Tognino.

VITTORIA. — ¿Del hijo del señor doctor?

FERDINANDO. — Sí; su padre ha vuelto. Se ha enterado de que su hijo quería casarse


con aquella muchacha. Le ha echado de casa y él no sabía a dónde ir a comer y
dormir. La señora Costanza, que no quería que la boda de su sobrina le costara
dinero, se ha hecho de rogar antes de recibirlo. Finalmente no lo pudo evitar. Lo ha
puesto a dormir con el criado, le da de comer; pero no hay mucho donde hincar
el diente y el chico tiene buen saque. Hoy decían que querían venir a Livorno y
llevarse consigo a Tognino y demandar al padre por los alimentos 6; hacer que se
case con la muchacha y que se doctore en la Universidad de los estultos.

VITTORIA. — Es una historieta muy graciosa pero no me interesa demasiado. Quisiera


que me contaseis algo acerca de la melancolía de la señora Giacinta.

FERDINANDO. — Perdonadme, pero yo no quiero meterme en los asuntos ajenos.

VITTORIA. — Ya estáis metido lo suficiente como para despertar mis sospechas, así
que es vuestra obligación desengañarme.

FERDINANDO. — ¿Y de qué podéis sospechar?

VITTORIA. — De lo que he sospechado incluso antes de partir de Montenero.

VITTORIA. — Si ella suspira, algo habrá que le disgusta.

FERDINANDO. — Naturalmente.

VITTORIA. — No creo que suspire por mi hermano.

FERDINANDO. — ¡Oh! No me ha pasado por la cabeza pensar que suspirara por él.

VITTORIA. — ¿Y por quién, entonces?

FERDINANDO. — ¡Quién sabe! ¿No podría, tal vez, suspirar por mí? (Riendo.)

6 Es una expresión legal que significa: iniciar acciones judiciales contra el padre para que pase al hijo una pensión alimenticia.

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VITTORIA. — Vaya, eso no, por vos no. ¿Suspira por otro acaso?

FERDINANDO. — A propósito. He perdido a mi amante7. La señora Sabina ya no me


quiere. Después de hablarle de la donación, se ha enojado, se ha disgustado
ferozmente y ni siquiera ha querido volverme a ver; y hay más, ya veréis si no es
para reírse: por miedo a tener que venir conmigo, ni siquiera quiso regresar a
Livorno. Se quedó en Montenero y creo que ahora siente vergüenza por sus
chiquilladas y ya no quiere venir a la ciudad, para no ser puesta en la picota por
todo el mundo.

VITTORIA. — Y vos tenéis el mérito de haber hecho tan buena obra.

FERDINANDO. — Mi intención era divertirme y hacer divertida la tertulia.

VITTORIA. — Daos importancia, razones tenéis para hacerlo. (Irónica.)

FERDINANDO. — No me parece haber hecho nada que merezca ser criticado. Mucho
peor sería si yo diera achares a dos chiquillas en edad de merecer, fingiendo amar
a una para ocultar mi pasión por la otra.

VITTORIA. — ¿Y a dónde quieren ir a parar estas palabras vuestras?

FERDINANDO. — Van por el aire y dejo que el aire se las lleve a donde las quiera llevar.

VITTORIA. — Vuestras palabras son horribles, venenosas; palabras que me traspasan


el corazón.

FERDINANDO. — Y vos, ¿qué pintáis? Yo no las dije para vos.

VITTORIA. — ¿Y por quién suspiraba la señora Giacinta?

FERDINANDO. — Preguntádselo a ella.

VITTORIA. — ¿Y quién da achares a dos chiquillas?

FERDINANDO. — Preguntádselo a él.

VITTORIA. — ¿Y quién es él?

FERDINANDO. — El señor él en caso oblicuo, es el señor él en caso directo. Nominativo


hic, él, genitivo huius, de él. Señora Vittoria, me parece de mal humor esta mañana.
Encantado de saludarla. Voy al Café, donde me esperan los curiosos de saber las
aventuras de Montenero. Tengo para hablar dos semanas. Voy a divertir a todo
Livorno. Voy a hacer reír a medio mundo. (Sale.)

VITTORIA. — ¡Qué lengua viperina! ¿Es posible escuchar algo peor? Me ha puesto

7Como en otras ocasiones, aquí es también sinónimo de enamorada, aunque parece algo más ambigua si recordamos el
contexto de Le avventure.

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miles de moscas tras la oreja. Hace tiempo que tengo sospechas, dudas,
ansiedades. Este caballero acaba de alterarme. En casa las cosas marchan mal,
los negocios van mal, el corazón anda pésimamente. ¡Pobre de mí! Bien caro estoy
pagando el placer del veraneo. ¡Mucho mejor hubiera sido si ni siquiera hubiese
ido! (Sale.)

Escena Quinta

Habitación en casa de Filippo.

Giacinta y Brígida.

BRÍGIDA. — Vamos, señora, vamos, no piense tanto. Diviértase, póngase alegre.


Tenga en cuenta que la melancolía juega malas pasadas.

GIACINTA. — A mí no me parece estar melancólica actualmente, al contrario, estoy


contenta, tanto que no me cambiaría por una reina. Ahora que no veo a ése, me
parece haber renacido. Estoy tan bien que nunca he estado mejor.

BRÍGIDA. — Perdone, no quisiera equivocarme; por ése, ¿a quién se refiere usted?

GIACINTA. — ¡Vaya dificultad tonta! ¿Es qué no sabe que cuando digo ése, quiero
decir Guglielmo?

BRÍGIDA. — (Temblaba al pensar que llamara ése a su novio.)

GIACINTA. — ¿No tengo razón de hablar de él con desprecio, con hastío, con
villanía? ¿Podía portarse peor de como lo ha hecho? ¿Hundirme hasta este punto?
¿Enamorarme tan locamente? ¿Qué vida miserable he llevado por su culpa? ¿Qué
espasmos, qué miedos no me ha hecho experimentar? Ni siquiera he disfrutado de
una hora de sosiego. Empezó a insidiarme desde el primer día. ¡Ah! ¡Con qué arte
se ha insinuado en mi alma, en mi corazón! ¡Qué palabras artificiosas! ¡Qué miradas
lánguidas y traicioneras! ¡Qué estudiadas atenciones! Y ¡cómo sabía encontrar los
momentos para estar a mi lado a solas! Y ¡qué suaves palabras sabía emplear y
con qué gracia las decía! (Apasionadamente.)

BRÍGIDA. — (¡Vaya, ya no piensa en él, me hago cargo!) (Irónica.)

GIACINTA. — Basta, gracias a Dios me he librado de él. Me parece haber estado


enferma y estar perfectamente curada.

BRÍGIDA. — Perdone, pero me parece que aún está convaleciente.

GIACINTA. — No, te equivocas. Estoy sana, sanísima, como antes. Ahora todos mis
pensamientos los dedico a los preparativos de mi boda. En lo que le toca hacer a
mi padre, ya he pensado en lo que quiero que haga. En lo que respecta a mi
esposo, no quiero en absoluto que el señor Leonardo se lo consulte a su hermana.

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No quiero que se le dé la incumbencia de ocuparse de mi vestuario, en primer lugar
no le conviene, porque es doncella, y después porque tiene mal gusto. Se viste tan
mal que estoy segura de que para mí lo habría aún peor. Estos son todos los
pensamientos que me ocupan ahora. No tengo otra cosa en la cabeza que trajes,
adornos, joyas, puntillas de Flandes, encajes venecianos 8 , encajes de blonda,
zapatos, cofias, abanicos. Esto es lo que me interesa en este momento y no pienso
en otra cosa. (Esforzándose por aparentar frivolidad.)

BRÍGIDA. — Y entre tantos pensamientos, ¿no tiene cabida en su mente algo de


amor, un poco de afecto hacia su esposo?

GIACINTA. — Espero amarlo tiernamente un día. He oído decir que muchos que se
han casado por amor, muy pronto se han aburrido y arrepentido; mientras que otros
que lo hicieron por compromiso, por simple resignación y poco amor, con el tiempo
se han enamorado y se han llevado bien hasta la muerte.

BRÍGIDA. — Desde luego, señora, que usted no correrá el riesgo de aburrirse por
haberle amado demasiado desde el principio. Pido al cielo que la virtud del vínculo
actúe mejor en el porvenir.

GIACINTA. — Sí, así tiene que ser y así será. Tomo al señor Leonardo como un marido
que me ha sido destinado por el cielo y que mi padre me ha dado. Sé que debo
respetarlo y amarlo. En lo que al respeto se refiere, cumpliré con mi deber; en
cuanto al amor, haré lo que pueda.

BRÍGIDA. — Perdone, si usted se propone quererlo y respetarlo, no hará ni más ni


menos que lo que él desea.

GIACINTA. — Sí, pero el respeto ha de ser recíproco. Si yo le respeto a él, él deberá


respetarme a mí. No debe tratarme por lo tanto con villanía ni considerarme su
esclava.

BRÍGIDA. — (¡Ya! Claro, quiere respetar a su marido pero querrá hacerlo a su


manera.)

GIACINTA. — s mucho decir que ese temerario de Guglielmo aún no haya intentado
verme.

BRÍGIDA. — Si viniera, me imagino que no quería recibirlo.

GIACINTA. — ¿Por qué no habría de recibirlo? ¿Por qué debería demostrar que le
tengo miedo? ¿No he de ser dueña de mí misma? ¿No tengo bastante virtud para
verlo y tratarlo con indiferencia? He sido débil, es verdad, pero en tres días que no
le trato, he tenido tiempo de recapacitar y de fortalecer mi espíritu y mi corazón. Es
menester que me acostumbre a estar con él, al igual que con muchos otros. Va a
ser el marido de mi cuñada. Poco o mucho, algunas veces deberemos estar juntos.

8Las puntillas y los tejidos adamascados de Flandes (Bélgica), son de sobra conocidos por su extraordinaria calidad. En
cuanto a los encajes venecianos, se llamaban Ponti in aiere (Puntos de aire), por su ligereza y delicadeza.

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¿Qué diría la gente si yo rehuyera su presencia? No, no, quiero empezar a
acostumbrarme a tratar con él cuanto antes, como si jamás le hubiese amado o
conocido; y soy capaz de hacerlo, y tengo el valor de hacerlo, y verás tú misma
qué bien lo haré, con qué espíritu y con qué ánimo.

BRÍGIDA. — ¿Y si el señor Leonardo no quisiera que usted lo tratase?

GIACINTA. — El señor Leonardo estaría loco. ¿Por qué no iba a querer que yo tratara
a su cuñado?

BRÍGIDA. — ¿No sabe usted lo sutiles que son los celos?

GIACINTA. — El señor Leonardo sabe que no quiero celos.

BRÍGIDA. — De todos modos, hablando entre nosotros, ha tenido motivos para


tenerlos.

GIACINTA. — Lo pasado, pasado está. Ha tenido la satisfacción de que Guglielmo


haya dado palabra de casarse con su hermana, y se casará con ella, y eso debe
bastarle. Finalmente Guglielmo es un joven honesto y educado, y yo una mujer de
honor; y sería una temeridad pensar de otro modo.

BRÍGIDA. — (Puede decir lo que quiera, yo nunca me convenceré de que la herida


se ha cerrado.)

Escena Sexta

Criado y dichas.

CRIADO. — Señora, el señor Guglielmo está aquí y quisiera presentarle sus respetos.

BRÍGIDA. — (Vamos a ver su valor.)

GIACINTA. — (¡Ay de mí! ¿Qué querrá decir este fuego que repentinamente me
abrasa?)

BRÍGIDA. — (¡Oh! ¡Qué colorada se pone la pobrecita!)

GIACINTA. — (Lo que hace falta es valor. Superemos esta pasión indigna.) Que pase,
es muy dueño.

(El CRIADO sale.)

BRÍGIDA. — Animo, señora.

GIACINTA. — ¿Por qué ánimo? ¿Por qué me insinúas que tenga ánimo? ¿De qué
debería tener miedo? (Allí está. ¡Oh, cielos! Estoy temblando, la pasión me traiciona

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y me falta el valor.) Brígida, un repentino dolor de estómago me obliga a retirarme.
Atiende tú al señor Guglielmo y dile que me disculpe… (¡Ah! Me mataría con mis
propias manos.) (Sale.)

Escena Séptima

Brígida, luego Guglielmo.

BRÍGIDA. — ¡Vaya virtud, vaya valor! ¡Ay, pobrecilla! Ella también es mujer, es de
carne y hueso como las demás.

GUGLIELMO. — ¿Dónde está la señora Giacinta?

BRÍGIDA. — Perdone, señor, me ha ordenado presentarle sus disculpas.

GUGLIELMO. — El criado me acaba de decir que estaba aquí.

BRÍGIDA. — Estaba, a decir verdad; pero su señor padre la mandó llamar. (Si le digo
que le duele el estómago, no lo va a creer, es una disculpa mezquina.)

GUGLIELMO. — Esperaré.

BRÍGIDA. — Perdone. ¿Qué quiere de ella?

GUGLIELMO. — ¿He de rendiros cuentas a vos? Quiero cumplir con mi obligación,


saludarla, alegrarme de su regreso. Eso es lo que quiero; y eso satisface vuestra
curiosidad.

BRÍGIDA. — Bien, Señor, presentaré a mi señora sus cortesías y será como si las hubiese
recibido personalmente.

GUGLIELMO. — ¿No me está permitido verla?

BRÍGIDA. — No faltarán ocasiones. Aún está cansada del viaje.

GUGLIELMO. — Esto es un insulto que se me hace. Soy un hombre de honor y no creo


merecerlo.

BRÍGIDA. — Querido señor mío, tome las cosas como le parezcan; yo no sé qué
decirle. (A ver si puedo romper esta amistad.)

GUGLIELMO. — Decid a la señora Giacinta que soy el esposo de la señora Vittoria.

BRÍGIDA. — Creo que ella lo sabe sin que yo se lo diga.

GUGLIELMO. — A no ser por esta circunstancia, no hubiera venido a molestarla.

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BRÍGIDA. — Debido a esta circunstancia, tendrá tiempo de verla y volverla a ver, y
de decirle todo lo que quiera.

GUGLIELMO. — ¿Entonces vos no queréis decirle nada?

BRÍGIDA. — Nada en absoluto, con su permiso.

GUGLIELMO. — ¿Está en casa el señor Filippo?

BRÍGIDA. — No lo sé, señor.

GUGLIELMO. — ¿Cómo que no lo sabéis, si hace poco me dijisteis que mandó llamar
a la señora Giacinta?

BRÍGIDA. — Y si le he dicho que ha llamado a la señora Giacinta, ¿por qué me


preguntáis si está?

GUGLIELMO. — A decir verdad, sois muy curiosa.

BRÍGIDA. — Disculpe… yo también tengo algo en la cabeza… (Tiene razón por un


lado; me dejo, llevar demasiado por el celo.)

Escena Octava

Leonardo y dichos.

LEONARDO. — (¡Cómo! ¿Guglielmo aquí? Y Giacinta acaba de llegar.)

BRÍGIDA. — (Aquí está el señor Leonardo. Y ese condenado de Guglielmo no ha


querido marcharse.)

LEONARDO. — ¿Dónde está la señora Giacinta? (A BRÍGIDA.)

BRÍGIDA. — Está con su padre. (A LEONARDO.)

GUGLIELMO. — Amigo. (Saludando a LEONARDO.)

LEONARDO. — Servidor suyo. (A GUGLIELMO, bruscamente.) Preguntadle si me permite


cumplimentarla. (A BRÍGIDA.)

BRÍGIDA. — Sí señor, lo haré. Perdone, ¿Paolino, aún no ha regresado?

LEONARDO. — No, aún no ha regresado.

BRÍGIDA. — Disculpe. ¿Cuándo regresará?

LEONARDO. — ¿Queréis ir, o no queréis ir?

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BRÍGIDA. — Ya voy, ya voy. (¡Esto sí que tiene gracia! Tengo el mismo interés que
tienen ellos.) (Sale.)

LEONARDO. — Os habéis apresurado en venir a cumplimentar a la señora Giacinta.

GUGLIELMO. — Es mi obligación.

LEONARDO. — No tenéis las mismas atenciones ni la misma cortesía con vuestra


esposa.

GUGLIELMO. — Decidme, por favor, en qué he faltado.

LEONARDO. — No me hagáis hablar.

GUGLIELMO. — Si no habláis, será imposible que os entienda.

LEONARDO. — ¿Habéis visto a la señora Giacinta?

GUGLIELMO. — No señor. Quería cumplimentarla, pero aún no me ha sido permitido.


A vos no se os negará el paso; os suplico pues que intercedáis, para que yo también
pueda cumplir con mi deber.

LEONARDO. — Señor Guglielmo, ¿cuándo pensáis celebrar las nupcias con mi


hermana?

GUGLIELMO. — Mi querido amigo, yo no creo que un matrimonio entre dos personas


civilizadas deba formalizarse sin las debidas conveniencias.

LEONARDO. — ¿Y por qué, mientras tanto, aplazáis la escritura del compromiso


nupcial?

GUGLIELMO. — Eso puede hacerse en el momento que os plazca.

LEONARDO. — Hagámoslo hoy.

GUGLIELMO. — Estupendo…

LEONARDO. — Tened la amabilidad de ir al notario para informarle.

GUGLIELMO. — Está bien. Iré a avisarle.

LEONARDO. — Pero id enseguida, si queréis encontrarlo en casa.

GUGLIELMO. — Sí, voy ahora mismo. Os ruego que me pongáis a los pies de la señora
Giacinta; decidle que he venido a presentarle mis respetos. (Conviene disimular.
No estaré contento si no le hablo aunque sea una sola vez.) (Sale.)

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Escena Novena

Leonardo, luego Brígida.

LEONARDO. — Este tiene un carácter que todavía no consigo comprender. Me da


motivos para sospechar y luego hace que me arrepienta de mis sospechas. La
premura que tiene por ver a Giacinta me parece excesiva; pero si fuese culpable
de una pasión indigna, no se atrevería a hablar conmigo como lo hace ni se
mostraría dispuesto a acelerar el contrato con mi hermana.

BRÍGIDA. — Señor, mi ama le saluda, le agradece sus atenciones y le suplica que la


perdone si esta mañana no puede recibir sus cortesías porque no se encuentra
bien, y necesita descansar.

LEONARDO. — ¿Está en la cama la señora Giacinta?

BRÍGIDA. — En realidad no está en la cama, pero está recostada en el canapé. Le


duele la cabeza y le molesta oír hablar.

LEONARDO. — ¿Y no me es permitido verla, cumplimentarla y oír de ella misma sus


molestias?

BRÍGIDA. — Esto me ha dicho y esto le digo.

LEONARDO. — Bien. Decidle que lamento su mal, que adivino la causa, y que por mi
parte intentaré contribuir a que se cure. (Con irritación.)

BRÍGIDA. — Señor, no piense…

LEONARDO. — Id y decidle lo que os he dicho. (Como antes.)

BRÍGIDA. — (Tiene razón, a decir verdad tiene razón. Está ciega, y su gran virtud se
ha convertido en humo.) (Sale.)

Escena Décima

Leonardo, luego el Criado.

LEONARDO. — Sí, me merezco esto y aún me merezco algo peor. Debía haberme
dado cuenta antes de que ella no me tiene ni amor, ni estima, ni gratitud. Mis
atenciones caen en saco roto; mi esperanza es vana, y ¡ay de mí si me casara con
ella! ¿He de perderla entonces? ¿He de dejarla libre para que luego, para mi
infamia y deshonra de mi casa, se case con Guglielmo, y ese indigno se burle de
mí y del compromiso contraído con mi hermana? No, que no esperen esto, con
certeza. Sobre olvidarme de esa ingrata, pero no soportaré vilmente el insulto.
Encontraré la manera de vengarme. Me vengaré cueste lo que cueste. Aunque

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me cueste la perdición, el hundimiento. Estoy maltrecho, es verdad, pero aún tengo
lo suficiente como para poderme tomar una satisfacción. Quiero enseñarle al
mundo que tengo espíritu, que tengo sentido del honor. Sí, pérfida, sí, amigo traidor,
me vengaré, me la vais a pagar.

CRIADO. — Señor, un criado suyo ha traído esta carta.

LEONARDO. — ¿Y dónde está?

CRIADO. — Me pregunto si usted estaba. Le dije que sí. Me dio la carta y se marchó.

LEONARDO. — Bien, bien. Nada más. (Lee la carta despacio.)

CRIADO. — (Está muy enfadado este señor. Pero también la señora está furibunda.
Se fueron al campo con alegría y han regresado con el diablo en el cuerpo.) (Sale.)

Escena Undécima

Leonardo solo.

LEONARDO. — ¡Pobre de mí! ¡Qué oigo! ¡Qué carta es ésta que me escribe Paolino!
¿Embargados mis bienes en el campo? ¿Embargados los muebles del palacete?
¿Incluso la ropa de mesa, la cubertería y la plata que pedí prestada? ¿El propio
Paolino arrestado por orden de la justicia? Esta es mi última ruina, mi reputación
está perdida. Montenero aún está lleno de gente. ¿Qué dirán de mí los
veraneantes? ¿Qué atropello se hará de mi nombre? ¿De qué me sirve que hasta
ahora yo haya hecho alardes con tanto esfuerzo y tanta brillantez, si ahora se
descubren mis miserias y mi ambición es condenada? ¡Ah! este golpe me aniquila,
me hace polvo. Giacinta, Guglielmo, también ellos se burlarán de mí. ¿Qué
venganza quiero tomarme con ellos? ¿Quién es mi peor enemigo sino yo mismo?
Yo soy el loco, el estulto, el enemigo de mí mismo. (Sale.)

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Acto Segundo

Escena Primera

Habitación de Leonardo.

Leonardo solo.

LEONARDO. — No sé qué hacer. Pienso, y mis tristes pensamientos en vez de sugerirme


el remedio, me empujan hacia la desesperación. Ya no sé cómo sobrevivir el
Livorno, y no tengo el modo ni el valor de alejarme. ¿Qué dirá de mí la señora
Giacinta? ¿Cómo voy a pretender del señor Filippo ni a su hija ni los ocho mil
escudos de su dote en el estado miserable en que me encuentro ahora? ¡Pobre de
mí! Y entre todas mis desgracias, no cesa de atormentarme el amor. ¡Oh, cielos! Ahí
viene el señor Fulgenzio. Con solo verlo me ruborizo; me acuerdo de sus
amonestaciones, de sus consejos, y reconozco no haberlas tenido en cuenta.

Escena Segunda

Fulgenzio y dicho.

FULGENZIO. — (Aquí está el loco, el pródigo, el exaltado.)

LEONARDO. — Mis respetos al queridísimo señor Fulgenzio.

FULGENZIO. — Servidor suyo. (En tono severo.) ¿Se ha divertido mucho en el campo?

LEONARDO. — Querido señor, no me habléis más del campo. He concebido un odio


tan fuerte que no iría ya a veranear ni por todo el oro del mundo.

FULGENZIO. — Sí, el propósito es bueno. Lo malo es que lo habéis hecho demasiado


tarde.

LEONARDO. — Es mejor tarde que nunca.

FULGENZIO. — Basta que se llegue a tiempo, y que el propósito no nazca de la


impotencia, sino de la voluntad de actuar bien. (En tono acalorado.)

LEONARDO. — No creo encontrarme en tal precipicio…

FULGENZIO. — ¿Y qué os queda para veros arruinado más de lo que estáis? ¿Queréis
darme a mí gato por liebre? Me maravillo de vos. Me maravillo de que hayáis tenido
el atrevimiento de comprometer a un caballero honrado como yo en pedir para
vos a una doncella como esposa. Vos conocíais vuestra situación, y fue una
traición, una superchería en toda regla. Pero en lo que a mí me concierne, lo
remediaré: haré saber la verdad al señor Filippo; que luego haga él lo que quiera,
yo me lavaré las manos haciendo el propósito solemne de no inmiscuirme nunca
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más.

LEONARDO. — ¡Ah!, señor Fulgenzio, por el amor de Dios, no me hundáis aún más en
la desesperación. Ya que conocéis mi situación, tened compasión de mí. Me
encuentro en circunstancias tan lastimosas que no me queda ni un rincón en donde
refugiarme; me veo obligado a buscar la solución más desesperada. Sin hacienda,
sin crédito, sin amigos, sin ayuda, la vida no me sirve sino para vergüenza y pena.
Ayudadme, señor Fulgenzio, ayudadme; estoy al borde del precipicio, no permitáis
que mi casa termine en una tragedia, que mi persona se convierta en un
espectáculo.

FULGENZIO. — Si fueseis hijo mío, os rompería los huesos a palos. Este es el lenguaje de
vuestros iguales: estoy desesperado, quiero ahorcarme, quiero ahogarme. A mí
poco debería importarme, porque nada tengo que compartir con vos. Pero soy
hombre, me importa la humanidad, tengo compasión por los demás; merecéis que
os abandone, y sin embargo no tengo corazón para hacerlo.

LEONARDO. — ¡Ah! que el cielo os bendiga. Salváis a un hombre, salváis una familia
desolada. Libradme de la vergüenza, de la miseria, del acoso de los acreedores.

FULGENZIO. — ¿Pero qué os habéis creído? ¿Que yo quiera arruinarme para ayudaros
a vos? ¿Que yo quiera pagaros las deudas, para que vos contraigáis otras?

LEONARDO. — No, señor Fulgenzio, no me endeudaré más.

FULGENZIO. — No me creo ni una coma.

LEONARDO. — ¿En qué consisten, entonces, los ofrecimientos que me habéis hecho
hasta ahora?

FULGENZIO. — Consisten en interceder en vuestro favor, con mis buenos oficios, ante
vuestro tío Bernardino, que es quien tiene más posibilidades y mayores obligaciones
de ayudaros en vuestras desgracias. Y si os dedico tiempo, doy los pasos, digo las
palabras y doy consejos, hago mucho más de lo que me compete.

LEONARDO. — Señor, estoy en vuestras manos; pero con mi tío Bernardino no


conseguiremos nada.

FULGENZIO. — ¿Y por qué no conseguiremos nada?

LEONARDO. — Porque es sórdido, avaro, y no daría un real ni a quien le colgase; y


además tiene unos modales tan insultantes que no se pueden tolerar.

FULGENZIO. — Sea como sea, hay que dar este paso, hay que empezar por ahí para
seguir adelante. Si no os ayuda vuestro tío, ¿quién queréis que lo haga?

LEONARDO. — Es verdad, no lo puedo negar; todo lo que decís es gran verdad.

FULGENZIO. — Entonces venid conmigo.

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LEONARDO. — Sí, voy, pero voy de muy mala gana. (En actitud de irse.)

Escena Tercera

Vittoria en traje de gala y dichos.

VITTORIA. — Una palabra, señor Leonardo.

LEONARDO. — Hablad pronto, que no tengo tiempo de entretenerme.

VITTORIA. — Quería preguntaros si queríais venir conmigo a ver a la señora Giacinta.

LEONARDO. — Iría con mucho gusto, pero en este momento no puedo. Id vos. Luego
me diréis cómo está, cómo os ha recibido, qué dice de mí, en qué disposición está
con respecto a nuestros esponsales.

VITTORIA. — ¿Vos aún no la habéis visto?

LEONARDO. — No, aún no he podido verla.

FULGENZIO. — (Apresuraos, señor Leonardo.)

LEONARDO. — Ya voy. (A FULGENZIO.)

VITTORIA. — Querido hermano, si empezáis a disminuir vuestras atenciones con ella


os queda poco que esperar, ya sabéis cómo es.

LEONARDO. — Señor Fulgenzio, media hora antes o media hora después, me parece
que da lo mismo.

FULGENZIO. — (Vuestro tío come temprano, y después de comer acostumbra a ir a


dormir.) (A LEONARDO.)

LEONARDO. — (Entonces no perdamos tiempo.) (A FULGENZIO.)

VITTORIA. — Si ella me pregunta por vos, si se queja de que no mostráis interés por
verla, ¿qué queréis que le diga para disculparos?

LEONARDO. — (¿No podríamos aplazar la visita a mi tío para después del almuerzo?)
(A FULGENZIO.)

FULGENZIO. — (¿Acaso queréis ver otra vez vuestra casa llena de acreedores?)

LEONARDO. — (¡Diantres! Sería para mí causa de renovada desesperación.)

FULGENZIO. — (Vámonos. Libraos de estos afanes del corazón.)

VITTORIA. — Me asombra, señor hermano, que después de lo que pasó en la villa,


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deis muestra de tanta frialdad en un asunto que os debería interesar
extremadamente.

LEONARDO. — (Es cierto; no habla mal Vittoria. La indiferencia es peligrosa. Giacinta


no me profesa un amor excesivo, y todo podría servirle de pretexto.)

FULGENZIO. — (O venís u os dejo plantado.) (A LEONARDO.)

LEONARDO. — (Un momento, por caridad.) (A FULGENZIO.)

VITTORIA. — (¡Eh! Acordaos de aquella visita que la señora Giacinta hizo a la


administradora en Montenero.) (A LEONARDO.)

LEONARDO. — (¡Oh, malicioso reproche que me traspasa!) Señor Fulgenzio, ¿no


podríais ir vos a ver a mi tío Bernardino, hablarle, hacerle comprender…

FULGENZIO. — ¡Ya entiendo! Que tenga un buen día su señoría. (En actitud de irse.)

LEONARDO. — No, no os vayáis, iré con vos. (Mire a donde mire, no veo más que
escollos, tormentas, precipicios.) Id pues, y decidle a la señora Giacinta… no sé qué
decidir… decidle lo que os parezca. Vámonos. (A FULGENZIO.) Estoy fuera de mí; no sé
ni lo que quiero. Aumentan mis temores, mis angustias, mis crueles desesperaciones.
(Sale con FULGENZIO.)

Escena Cuarta

Vittoria, luego Guglielmo y Ferdinando.

VITTORIA. — Es muy insolente ese viejo. Pero en las condiciones en las que nos
encontramos, conviene creer que mi hermano lo necesite y por tanto conviene
soportarlo. ¡Vaya, vaya, aquí viene el señor Guglielmo! Ya era hora de que se
dignara presentarse. Pero viene con él ese deslenguado de Ferdinando. Parece
que Guglielmo lo haga aposta. Parece que rehúse encontrarse conmigo a solas.
Esto es señal de poco amor. Y mis sospechas aumentan cada vez más.

FERDINANDO. — (Pero, querido amigo, tengo mis negocios: no puedo entretenerme


mucho tiempo.) (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — (Disculpadme. La visita será corta. Necesito hablaros.) (A FERDINANDO.)


(Ya que he de venir a disgusto, la compañía de un tercero me vendrá bien.) (Para
sí.)

VITTORIA. — (Tienen grandes secretos esos dos señores.)

FERDINANDO. — A vuestros pies, señora Vittoria.

VITTORIA. — Señor, ¿a qué se debe el honor de su visita y de sus cumplidos? (A


FERDINANDO.)

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FERDINANDO. — Estoy aquí en compañía del amigo.

VITTORIA. — ¿Tiene miedo de venir solo, señor Guglielmo?

GUGLIELMO. — Perdonadme señora. Mientras no tenga el honor de ser vuestro


esposo, me parece que vuestro decoro exige este respeto.

FERDINANDO. — Pero, señores míos, ¿cuándo se van a celebrar vuestros esponsales?

VITTORIA. — Cuando le parezca al gentilísimo señor Guglielmo.

GUGLIELMO. — Señora, sabéis mejor que yo que un matrimonio no se puede celebrar


en un abrir y cerrar de ojos.

FERDINANDO. — ¿Ya habéis hecho la escritura?

VITTORIA. — Pues, no, señor, aún no ha encontrado tiempo para hacer esta gran
cosa que se hace en un momento, y que debía hacerse a nuestro regreso a Livorno.

GUGLIELMO. — Todavía no he conseguido disponer del notario.

FERDINANDO. — Pero, ¿qué necesidad hay de un notario? Estas escrituras se hacen


también privadamente. Yo me había ofrecido en Montenero y si queréis, se puede
hacer aquí.

VITTORIA. — Si el señor Guglielmo está conforme.

GUGLIELMO. — En realidad, el señor Leonardo me encargó que buscara a un notario.


Ya le he visto y hemos convenido que esta tarde vendrá aquí. No me gusta que se
le haga una faena, y que de la mañana a la noche surja la extrema necesidad de
adelantarlo todo.

VITTORIA. — Bueno, bueno, si se ha de hacer esta noche…

FERDINANDO. — Creo que la señora Vittoria ya sabía que se iba a hacer hoy la
escritura.

VITTORIA. — ¿Y por qué creéis que lo sabía?

FERDINANDO. — Porque os habéis vestido de boda.

VITTORIA. — No, os equivocáis. Me he vestido decentemente para visitar a la señora


Giacinta.

GUGLIELMO. — ¿Queréis ir ahora a ver a la señora Giacinta?

VITTORIA. — Sí, desde luego; ya que he de cumplir el ceremonial, que sea cuanto
antes.

GUGLIELMO. — ¿Vais sola?

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VITTORIA. — Quería que me acompañara mi hermano, pero sus negocios no se lo
han permitido.

GUGLIELMO. — Si lo deseáis, os acompañaré yo.

VITTORIA. — ¡Oh!, señor Guglielmo, le agradezco la amabilidad que me demuestra;


es la primera vez que le veo tan gentil conmigo. No, no señor, no quiero causarle
ninguna molestia. (Irónicamente.)

FERDINANDO. — (Ahora comienza a divertirme la visita.)

GUGLIELMO. — Perdonadme señora. Yo creo que ir juntos es beneficioso. También yo


me veo en la obligación de cumplir con mi deber con el señor Filippo y la señora
Giacinta; y si me uno a vos, no deberíais sentiros molesta.

VITTORIA. — Recuerdo vuestra sabia reflexión. Mientras no seáis mi esposo, no es


conveniente que nos vean juntos.

FERDINANDO. — Dice bien; habla con prudencia. Vos id a requerir al notario. Yo tendré
el honor de acompañarla donde la señora Giacinta.

VITTORIA. — No estaría mal que a mi regreso, dentro de una hora más o menos, os
encontrara aquí con el notario. (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — ¿Y queréis ir con el señor Ferdinando?

VITTORIA. — Sí, iré con él para no ir sola.

GUGLIELMO. — ¿Con él os agrada y conmigo os desagrada?

FERDINANDO. — Yo me presto para complacer a los dos.

VITTORIA. — Con él nadie me puede, criticar. (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — Sí señora, entiendo. Mi mal carácter os aburre. El señor Ferdinando es


gracioso y brillante. Empezáis muy pronto a hacerme comprender que voy a ser un
marido poco feliz. Hablemos claro, señora: si no soy de vuestro agrado, aún tenéis
la libertad de decidir.

VITTORIA. — Si no os amase no me inquietaría vuestra frialdad, y no os apremiaría


para concluir el contrato.

GUGLIELMO. — ¿Decís que me amáis y en mi cara preferís a otro?

FERDINANDO. — ¡Eh!, amigo, ¿acaso estáis celoso?

VITTORIA. — Nunca creeré que tenéis tales pensamientos en la cabeza. (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — Yo no pienso cosas raras; y creo lo que veo.

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VITTORIA. — Señor Guglielmo, habladme con sinceridad.

GUGLIELMO. — No puedo hablaros de manera mejor de lo que hago. Os digo que


esta es una descortesía que me hacéis y que no creo merecer.

VITTORIA. — (Entonces me ama más de lo que suponía.)

FERDINANDO. — Señores, si soy una molestia, me marcho inmediatamente.

GUGLIELMO. — No, no, quedaos y acompañad a la señora Vittoria.

VITTORIA. — No, querido señor Guglielmo, no toméis la cosa por su lado malo. Os pido
perdón si os he agraviado. Os amo con la mayor ternura del mundo. Voy a ser
vuestra esposa, y sólo de vos quiero depender. Iré con vos a visitar a la señora
Giacinta. Incluso dejaré de ir si lo queréis.

GUGLIELMO. — Nuestras obligaciones nos empujan también a cumplir con el decoro.

VITTORIA. — Vamos pues ahora mismo. Perdone, señor Ferdinando, si rehúso su


ofrecimiento.

FERDINANDO. — Es usted muy dueña. A mí me es indiferente.

GUGLIELMO. — El señor Ferdinando irá con nosotros.

VITTORIA. — Pero no es necesario…

GUGLIELMO. — Sí señora, es necesario por aquella máxima de honradez y decoro que


yo sugerí y vos aprobasteis.

FERDINANDO. — Así que yo voy a servir de comodín.

VITTORIA. — ¡Ah! señor Guglielmo, si es verdad que me amáis…

GUGLIELMO. — Vámonos, antes de que se acerque la hora del almuerzo.

VITTORIA. — Yo estoy lista, cuando queráis.

GUGLIELMO. — Amigo, ¿queréis dar el brazo a la señora Vittoria? (A FERDINANDO.)

FERDINANDO. — ¿Queréis que yo le dé el brazo? (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — Sí, hacednos el honor.

VITTORIA. — ¿Y por qué no lo hacéis vos? (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — Conozco lo que conviene hacer, señora. Me conformo con no ser


injuriado.

VITTORIA. — Pero yo ciertamente…

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GUGLIELMO. — Señora, un poco de resignación: os ruego que obedezcáis.

VITTORIA. — Obedezco. (Empiezo a estar un poco más contenta.) (Da la mano a


FERDINANDO.)

FERDINANDO. — (A decir verdad, me están poniendo en evidencia… Basta; me


consuela pensar que en el banquete de boda habrá un cubierto para mí.) (Sale con
VITTORIA.)

GUGLIELMO. — (Cuánto he tenido que fingir y fatigarme, para tener la oportunidad


de volver a ver a Giacinta.) (Sale.)

Escena Quinta

Habitación en casa de Bernardina.

Bernardino en traje de casa a la antigua, y Pasquale, su criado; luego Fulgenzio.

BERNARDINO. — ¿Quién me requiere? ¿Quién pregunta por mí? (A Pasquale.)

PASQUALE. — Es el señor Fulgenzio que desea saludarle.

BERNARDINO. — Es muy dueño, es muy dueño. Que pase el señor Fulgenzio, es muy
dueño.

FULGENZIO. — Mis respetos al señor Bernardino.

BERNARDINO. — Buenos días mi querido amigo. ¿Qué hacéis? ¿Estáis bien? Hace
tiempo que no os veo.

FULGENZIO. — Gracias al cielo estoy todo lo bien, que le está permitido a un hombre
maduro que empieza a sentir los achaques de la vejez.

BERNARDINO. — Haced como yo, no hagáis caso. Algún que otro mal tenemos que
padecer; pero quien no le hace caso, lo nota menos. Yo como cuando tengo
hambre, duermo cuando tengo sueño, me divierto cuando tengo ganas. Y no
hago caso, no hago caso. ¿Y a qué hay que hacer caso? ¡Ah, ah, ah, todo da lo
mismo! No hay que hacer caso. (Riendo.)

FULGENZIO. — Que el cielo os bendiga: tenéis un carácter espléndido. Dichosos los


que saben tomarse las cosas como vos.

BERNARDINO. — Todo da lo mismo, todo da lo mismo. No hay que preocuparse.


(Riendo.)

FULGENZIO. — He venido a molestaros por un asunto de no escaso interés.

BERNARDINO. — Querido señor Fulgenzio, aquí me tenéis, sois mi dueño.

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FULGENZIO. — Amigo mío, he de hablaros del señor Leonardo, vuestro sobrino.

BERNARDINO. — ¿Del señor marquesito? ¿Qué hace el señor marquesito? ¿Cómo se


porta el señor marquesito?

FULGENZIO. — A decir verdad, no ha tenido mucho juicio.

BERNARDINO. — ¿Que no ha tenido juicio? ¡Qué diantres! Me parece que tiene más
juicio que nosotros. Nosotros nos esforzamos por ir tirando; y él disfruta, despilfarra,
tripudia 9, vive alegremente: ¿y os parece a vos que no tiene juicio?

FULGENZIO. — Comprendo que lo decís con ironía y que en el fondo lo detestáis y le


condenáis.

BERNARDINO. — ¡Oh! yo no me atrevo a juzgar la conducta del Ilustrísimo señor


marquesito Leonardo. Le tengo demasiado respeto por su talento y sus elegantes
trajes galoneados 10. (Irónico.)

FULGENZIO. — Querido amigo, por favor, hablemos con seriedad.

BERNARDINO. — Sí, por supuesto, hablemos con seriedad.

FULGENZIO. — Vuestro sobrino está hundido.

BERNARDINO. — ¿Hundido? ¿Acaso se ha caído del carrocín? ¿Quizás los seis caballos
del tiro se le fueron de la mano al cochero?

FULGENZIO. — Vos reís, pero la cosa no es para reír. Vuestro sobrino tiene tantas
deudas que no sabe hacia donde tirar.

BERNARDINO. — ¡Oh! mientras no haya algo peor, eso no es nada. Las deudas no le
harán suspirar a él, harán suspirar a sus acreedores.

FULGENZIO. — ¿Y si no tiene dinero ni crédito, cómo podrá vivir?

BERNARDINO. — Nada, no es nada. Que vaya cada día a casa de aquellos que han
comido en la suya, y no le faltará de comer.

FULGENZIO. — Seguís con la misma tónica y parece que os burláis de mí.

BERNARDINO. — Querido señor Fulgenzio, vos sabéis cuánta amistad y cuánta estima
siento por vos.

FULGENZIO. — Si es así, escuchad lo que os voy a decir y contestadme de la mejor

9 El tripudio era una danza de los antiguos romanos, en la que se batían rítmicamente por tres veces los pies en el suelo.
10 Los «galeones» con mayor exactitud eran ornamentos de las libreas y de los uniformes militares.

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manera. Sabed que el señor Leonardo tiene una buena ocasión para casarse.

BERNARDINO. — Me consuela y me alegro de ello.

FULGENZIO. — Y va a tener ocho mil escudos de dote.

BERNARDINO. — Me consuela y me alegro de ello.

FULGENZIO. — Pero si no remedia sus desgracias, no tendrá ni la muchacha ni la dote.

BERNARDINO. — ¡Vaya, un hombre como él! Da una patada y el dinero brota por
todas partes.

FULGENZIO. — (Voy a perder la paciencia. Me lo había dicho el señor Leonardo.) Os


digo que vuestro sobrino está arruinado. (En tono enfadado.)

BERNARDINO. — ¿Sí, eh? Cuando vos lo decís así será. (Fingiendo seriedad.)

FULGENZIO. — Pero podría recuperarse fácilmente.

BERNARDINO. — Estupendo, se recuperará.

FULGENZIO. — Para ello os necesita a vos.

BERNARDINO. — ¡Oh, eso sí que no puede ser!

FULGENZIO. — Y se encomienda a vos.

BERNARDINO. — ¡Oh, el señor marquesito! Es imposible.

FULGENZIO. — Os digo que es así, se encomienda a vuestra bondad, a vuestro amor.


Y si no temiera que lo recibiríais mal, le haría venir en persona para hacer un acto
de sumisión y pediros perdón.

BERNARDINO. — ¿Perdón? ¿De qué me quiere pedir perdón? ¿Qué me ha hecho para
pedirme perdón? ¡Ea, os burláis de mí: yo no merezco estas atenciones; conmigo
no se gastan esas ceremonias. Somos amigos, somos parientes. ¿El señor Leonardo?
¡Oh! Que me perdone el señor Leonardo, pero conmigo no tiene que hacer esas
ceremonias.

FULGENZIO. — Si viene, ¿le acogeréis con afecto?

BERNARDINO. — ¿Y por qué no habría de acogerle con afecto?

FULGENZIO. — Entonces, si me lo permitís, le haré venir.

BERNARDINO. — Es muy dueño de hacerlo, cuando quiera, es muy dueño.

FULGENZIO. — Si es así lo llamo ahora mismo y lo hago venir.

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BERNARDINO. — ¿Y dónde está el señor Leonardo?

FULGENZIO. — Está esperando en la sala.

BERNARDINO. — ¿En la sala esperando? (Algo sorprendido.)

FULGENZIO. — Le haré venir, si os parece bien.

BERNARDINO. — Sí, sois dueño de hacerlo pasar.

FULGENZIO. — (Si le oye a él, es posible que haga algo. A mí ya me está aburriendo
mi papel.) (Sale.)

Escena Sexta

Bernardina, luego Fulgenzio y Leonardo, luego Pasquale.

BERNARDINO. — ¡Ah, ah, el bueno del viejo! se lo ha traído consigo. Él ha atacado la


brecha, y luego lanza la reserva para reforzar el asalto 11.

FULGENZIO. — Aquí está el señor Leonardo.

LEONARDO. — Disculpadme, señor tío…

BERNARDINO. — ¡Oh! señor sobrino, mis respetos; ¿qué hace usted? ¿Está bien? ¿Qué
hace su señora hermana? ¿Qué hace mi queridísima sobrinita? ¿Se han divertido
mucho en el campo? ¿Han regresado con buena salud? ¿Se lo pasan bien? Claro
que sí, me alegro infinitamente.

LEONARDO. — Señor, no merezco ser recibido con todo el amor que demuestran
vuestras amables palabras; y por ende mucho me temo que con excesiva bondad
queréis encubrir los reproches que me son debidos.

BERNARDINO. — ¿Pero qué decís? ¡Qué gran talento tiene este joven! ¡Qué forma de
hablar! ¡qué bonito discurso! (A FULGENZIO.)

FULGENZIO. — Dejemos los razonamientos inútiles. Ya sabéis lo que os he dicho.


Necesita absolutamente de vuestra bondad y por ello se encomienda
ardientemente a vos.

BERNARDINO. — Si puedo… en lo que pueda… si pudiera…

LEONARDO. —¡Ah! señor tío… (Con el sombrero en la mano.)

Muy acorde con la particular forma de abordar las cuestiones, el tío Bernardino utiliza aquí deliberadamente terminología
11

militar.

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BERNARDINO. — Cúbrase.

LEONARDO. — Desgraciadamente mi mala conducta…

BERNARDINO. — Póngase el sombrero en la cabeza.

LEONARDO. — Me ha llevado a un punto extremo.

BERNARDINO. — Por favor. (Pone el sombrero en la cabeza de LEONARDO.)

LEONARDO. — Y si vos no me socorréis…

BERNARDINO. — ¿Qué hora tenemos? (A FULGENZIO.)

FULGENZIO. — Escuchadle, os lo ruego. (A BERNARDINO.)

LEONARDO. — Escuchadme, señor tío queridísimo… (Se quita el sombrero.)

BERNARDINO. — Su humilde servidor. (Se quita el gorro.)

LEONARDO. — No me deis la espalda.

BERNARDINO. — ¡Oh! no haría tal cosa ni por todo el oro del mundo. (Con el gorro en la
mano.)

LEONARDO. — Mi única debilidad ha sido el veraneo demasiado espléndido (Con el


sombrero en la mano.)

BERNARDINO. — Con licencia. (Se pone el gorro.) ¿Habéis sido muchos este año? ¿Habéis
tenido buenas diversiones?

LEONARDO. — Todas locuras, señor; lo confieso, me doy cuenta y me arrepiento de


todo corazón.

BERNARDINO. — ¿Es verdad que queréis desposaros?

LEONARDO. — Así debería ser, y ocho mil escudos de dote podrían aliviarme. Pero si
vos no me libráis de algunas deudas…

BERNARDINO. — Sí, ocho mil escudos son un buen dinero.

FULGENZIO. — La novia es hija del señor Filippo Ganganelli.

BERNARDINO. — Muy bien, le conozco, es un caballerazo y un buen veraneante;


hombre alegre, de buen humor. El parentesco es óptimo. Me alegro infinitamente.

LEONARDO. — Pero si no remedio al menos una parte de mis desgracias…

BERNARDINO. — Os ruego que saludéis al señor Filippo de mi parte.

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LEONARDO. — Señor, si no remedio a mis desgracias…

BERNARDINO. — Y decidle que también me congratulo con él.

LEONARDO. — Señor, si no me hacéis caso…

BERNARDINO. — Sí, señor, he sabido que sois el novio, y me alegro.

LEONARDO. — ¿Y no queréis ayudarme?…

BERNARDINO. — ¿Cómo se llama la novia?

LEONARDO. — ¿Y tenéis corazón para abandonarme?

BERNARDINO. — ¡Oh, qué consuelo para mí saber que mi sobrino se casa!

LEONARDO. — Le agradezco su afectuoso consuelo y no dude que no vendré a


incomodarle nunca más.

BERNARDINO. — Su humilde servidor.

LEONARDO. — (¿No os lo había dicho? Estoy furioso; no lo puedo soportar.) (A FULGENZIO


y sale.)

BERNARDINO. — Mis respetos al señor sobrino.

FULGENZIO. — Servidor. (A Bernardina con desdén.)

BERNARDINO. — Buenos días, mi querido señor Fulgenzio.

FULGENZIO. — De haberlo sabido, no hubiera venido a incomodaros.

BERNARDINO. — Sois dueño de hacerlo de día, de noche, a todas horas.

FULGENZIO. — Sois peor que un perro.

BERNARDINO. — Bravo, bravo. Viva el señor Fulgenzio.

FULGENZIO. — (Lo mataría con mis propias manos.) (Sale.)

BERNARDINO. — ¿Pasquale?

PASQUALE. — Señor.

BERNARDINO. — Sirve la mesa. (Sale.)

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Escena Séptima

Habitación en casa de Filippo.

Giacinta y Brígida, luego el Criado.

BRÍGIDA. — No, señora, no es necesario decir: diré, haré, así tiene que ser, así quiero
hacer. En determinados encuentros no somos dueñas de nosotras mismas.

GIACINTA. — Entonces, ¿en otro encuentro no me volverá a pasar lo que me ha


pasado?

BRÍGIDA. — Ruego al Cielo que así sea, pero lo dudo.

GIACINTA. — Y yo estoy segurísima.

BRÍGIDA. — ¿Y de dónde puede usted sacar esa certeza?

GIACINTA. — Escucha: conviene decir que el cielo me quiere ayudar. En el estado


de agitación en que me encontraba, para intentar divertirme, cogí un libro. Lo cogí
al azar, pero no pude hacerlo más a propósito; se titulaba «Remedios para las
enfermedades del espíritu» 12 . Entre otras cosas aprendí ésta: «Cuando a uno le
atormenta un pensamiento molesto, ha de procurar introducir en su mente un
pensamiento contrario». Dice que nuestro cerebro está repleto de una infinidad de
células, en donde están encerrados y dispuestos distintos pensamientos. Que la
voluntad puede abrir y cerrar estas células a su antojo, y que la razón enseña a la
voluntad a cerrar ésta y a abrir aquella. Por ejemplo, en mi cerebro se abre la
celdita que me hace pensar en Guglielmo, recurro a la razón y la razón guía mi
voluntad para que abra los cajoncitos que contienen los pensamientos del deber,
la honradez, la buena fama; o bien, si éstos no se pueden encontrar pronto, basta
con detenerse en los de las cosas más insignificantes, como son los vestidos, las
manufacturas, los juegos de naipes, las loterías, las conversaciones, las mesas, los
paseos o cosas por el estilo; y si la razón se resiste, y si la voluntad no está lista,
sacudir la máquina, moverse violentamente, morderse los labios, reír con
vehemencia hasta que la fantasía se aclare, se cierra la célula del mal
pensamiento y se abre la que indica la razón y la voluntad nos presenta.

BRÍGIDA. — Lamento no saber leer, quisiera rogarle que me permitiera también a mí


leer un poco de este libro.

GIACINTA. — ¿Es que tú también tienes pensamientos que te molestan?

BRÍGIDA. — Tengo uno, señora, que no me abandona nunca ni siquiera cuando

12Parece que esta obra es una invención de Goldoni, que caricaturiza algunos de los temas científicos más de moda en el
Setecientos.

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duermo.

GIACINTA. — Dime de qué se trata, es posible que te pueda enseñar qué célula
tienes que abrir para desecharlo.

BRÍGIDA. — Para confesarle la verdad, señora, estoy enamoradísima de Paolino que


me ha dado esperanzas de casarse conmigo; y ahora está en Montenero por
asuntos de su amo y no sé cuándo pueda regresar.

GIACINTA. — Pero, vamos, Brígida, ese pensamiento tuyo no es tan malo ni puede ser
tan molesto para que te esfuerces tanto en desecharlo. La idea no es descabellada
ni para ti ni para él. No veo obstáculos a tu boda; basta que tú, sin cerrar la célula
del amor, abras la de la esperanza.

BRÍGIDA. — A decir verdad, me parece que las dos están bien abiertas.

CRIADO. — Señora, vienen a saludarla la señora Vittoria, el señor Ferdinando y el


señor Guglielmo.

GIACINTA. — (¡Ay de mí!) Nada, nada, que pasen. Están en su casa. (El CRIADO sale.)

BRÍGIDA. — Ya se presenta el caso, señora ama.

GIACINTA. — Sí, me alegra tener la oportunidad.

BRÍGIDA. — Acuérdese de la lección.

GIACINTA. — La he puesto en práctica inmediatamente. Apenas empezaba a


molestarme un mal pensamiento, lo he desechado enseguida pensando en el
señor Ferdinando, que es una persona divertida y que me hará reír muchísimo.

Escena Octava

Vittoria, Guglielmo, Ferdinando, y dichas.

VITTORIA. — Bien venida, mi querida Giacinta.

GIACINTA. — Bien hallada, bien hallada. Señores. Pronto, unas sillas. (Con gran alegría.)

FERDINANDO. — ¿Está bien, señora Giacinta?

GIACINTA. — Bien, estupendamente. Nunca he estado mejor.

GUGLIELMO. — Me alegra ver que está bien.

GIACINTA. — Gracias, gracias. Rápido, las sillas. Aquí, una silla aquí. (Coge una silla con
fuerza.)

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BRÍGIDA. — (Necesita sacudir la máquina.)

GIACINTA. — Por favor, señores, siéntense. ¿Qué novedades hay en Livorno? (Con
alegría.)

VITTORIA. — Yo no he oído decir nada de particular.

GIACINTA. — Aquí, aquí, el señor Ferdinando que lo sabe todo, que va a todas partes,
nos contará él las novedades de la ciudad.

FERDINANDO. — Señora, yo he llegado esta mañana con vos; ¿qué queréis que
pueda contaros? Si no sabe algo el señor Guglielmo.

GUGLIELMO. — Hay una novedad, pero aquí no la puedo decir.

GIACINTA. — ¡Ea! decidnos vos algo alegre. (A FERDINANDO, golpeándole el brazo con fuerza.)

FERDINANDO. — Pero si yo no sé qué decir.

VITTORIA. — Si no todo, oigamos al menos algo de lo que quería decir el señor


Guglielmo.

GIACINTA. — Vos, vos, contad algo vos. (A FERDINANDO, golpeándole igual que antes.)

BRÍGIDA. — (Ahora sacude la máquina del señor Ferdinando.)

FERDINANDO. — Señora, vos queréis romperme este brazo.

GIACINTA. — ¡Pobrecito, qué delicadito! ¿Os he hecho daño?

GUGLIELMO. — Un poco de piedad, señora, un poco de piedad.

GIACINTA. — (¡Oh! ¡maldito seas!) ¡Pero qué gracioso este señor Ferdinando! Me
hace reír, me hace desternillar de risa, y cuando me río de corazón, me falta el
aliento.

VITTORIA. — ¿A qué se debe, señora Giacinta, que hoy estéis tan alegre?

GIACINTA. — Ni siquiera yo lo sé. Tengo un alborozo, una alegría en mi corazón, que


jamás he experimentado algo parecido.

FERDINANDO. — Tiene que haber un porqué.

GUGLIELMO. — Probablemente será porque se aproximan sus bodas.

GIACINTA. — (¡Ojalá se le secara la lengua!) Lleváis un vestido muy bonito, Vittorina.

VITTORIA. — ¡Bueno! un vestidillo pasable.

FERDINANDO. — También a ella se le empiezan a notar señales de boda.

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GIACINTA. — ¿Os lo habéis hecho este año?

VITTORIA. — En realidad es del año pasado.

GIACINTA. — De todos modos está a la moda.

VITTORIA. — Sí, lo hice retocar un poco.

GIACINTA. — ¿Os lo hizo monsieur de la Réjouissance?

VITTORIA. — Sí, el mismo que me hizo el mariage.

FERDINANDO. — A propósito de mariage, señoras mías, ¿cuándo se harán las bodas?

GIACINTA. — (Propinando un fuerte empujón a FERDINANDO.) Qué vicio tenéis de interrumpir


siempre cuando se habla.

FERDINANDO. — Esta mañana no hacéis más que acosarme.

GIACINTA. — Sí, os quiero acosar. Quiero tomar venganza por aquella pobre vieja de
mi tía, que vos habéis tanto maltratado.

FERDINANDO. — ¿Y qué le he hecho yo a la señora Sabina?

GIACINTA. — Que ¿qué le habéis hecho? Lo peor que podíais hacerle. (Durante este
intercambio de frases, GIACINTA está mirando a GUGLIELMO.) Al daros cuenta de su debilidad,
os habéis aprovechado y la habéis enamorado perdidamente. Y un hombre de
honor no hace estas cosas; un hombre de bien no trata de enamorar a una persona
anciana, ni siquiera a una joven, cuando el amor no puede tener una finalidad
honesta; y cuando sabe que puede causar perjuicios a los intereses, o al buen
concepto de una mujer, sea viuda o doncella, tiene que desistir, abandonar, y no
seguir insidiándola, atormentándola con visitas, con molestias, con simulaciones.
Son cosas bárbaras, peligrosas, inhumanas.

(FERDINANDO se vuelve a mirar a GUGLIELMO.)

GIACINTA. — Os hablo a vos, os hablo a vos. No hace falta que os volváis. Pretendo
hablar con vos. (A FERDINANDO.)

FERDINANDO. — (La burla es excesiva. Sus bromas se vuelven impertinencias.)

VITTORIA. — (Se ha sulfurado mucho la señora Giacinta. Por una parte tiene razón,
pero lo ha abroncado en demasía.)

GUGLIELMO. — (¡Pobre Ferdinando! No entiende dónde quieren herir sus palabras.


Está pagando el pato por mi culpa.)

FERDINANDO. — (No quiero exponerme a soportar algo peor.) Con el permiso de las
señoras. (Se levanta.)

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GIACINTA. — ¿A dónde vais?

FERDINANDO. — No quiero incomodarla más.

GIACINTA. — ¡Eh!, vamos, no hagáis escenas, quedaos aquí. (Alegre.)

VITTORIA. — Pobre hombre, le habéis maltratado bastante.

GIACINTA. — ¡Venga! sentaos aquí. Bromeaba. (Le hace sentarse a la fuerza.) Pobre señor
Ferdinando, ¿os lo habéis tomado a mal?

FERDINANDO. — Señora, las bromas cuando son hirientes…

GIACINTA. — ¡Oh!, ahí viene mi padre. Ahora la conversación será más correcta. Con
lo viejo que es, que el cielo le bendiga, mantendría alegre a medio mundo. Es cien
veces más alegre que yo. (Con alegría.)

VITTORIA. — (Pero hoy Giacinta demuestra una alegría admirable.) (En voz baja a
GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — (Sí, es cierto.) (En voz baja a VITTORIA.) (Pero creo que se está macerando
en el veneno. Mas, si sufro yo, que sufra algo ella también.) (Para sí mismo.)

Escena Novena

Filippo y dichos, luego el Criado.

FILIPPO. — Señores, servidor de ustedes.

VITTORIA. — Bienvenido, señor Filippo.

FILIPPO. — ¿Han venido a comer con nosotros?

VITTORIA. — ¡Oh!, no señor. Yo he venido a cumplir con mi deber.

GIACINTA. — (Podía evitar venir con ése.)

FILIPPO. — Si les apetece, están en su casa. Sería un placer para mí. Haremos cuenta
que estamos de veraneo.

VITTORIA. — Por mi parte, os doy las gracias. Hoy espero una visita y es menester que
esté en casa.

FILIPPO. — ¿Y qué es del señor Leonardo? (A VITTORIA.)

VITTORIA. — Está bien. ¿Aún no le habéis visto?

FILIPPO. — Aún no nos ha hecho el honor, y deseo verle. ¿Su tío está vivo, o muerto?
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VITTORIA. — Está vivo, está vivo; ha vuelto atrás, todavía no quiere morir.

FILIPPO. — ¡Oh, vaya! Y los médicos le habían dado por despachado. Me alegro,
¡pobre hombre! Decid al señor Leonardo que tenga la amabilidad de venir a
vernos, tenemos que hablar. Tenemos que concluir lo de la boda con mi hija.

GIACINTA. — (Ya está, parece que no se puede hablar, si no se habla de bodas.)

VITTORIA. — Se lo diré, señor, y creo que está muy bien dispuesto.

GUGLIELMO. — Es poco solícito el señor Leonardo. Ofende al mérito de la señora


Giacinta.

GIACINTA. — (¿Pero qué tienen sus indignas palabras, que me hacen hasta sudar?)
(Saca el pañuelo y se seca.)

CRIADO. — Señores, la señora Costanza manda saludarles y comunicarles que


acaba de regresar a Livorno con su sobrina. (Sale.)

GIACINTA. — ¡Oh, qué bien! me alegra enormemente. Habrá venido también el


doctorcillo. Oiremos las novedades acerca de este bonito matrimonio. Quiero
disfrutar de ese amable Tognino, de veras. (Con forzada alegría.)

FERDINANDO. — ¡Grandiosos matrimonios! ¡Grandiosas bodas! He aquí a la señora


Rosina, a la señora Vittoria, a la señora Giacinta.

GIACINTA. — (¡Oh, que te parta un rayo!) Quiero ir enseguida a verlas. Tengo una
enorme curiosidad por saber. ¿Iréis también vos, Vittorina? (Levantándose.)

VITTORIA. — Iré. Pero no a esta hora.

FILIPPO. — Es la hora del almuerzo. ¿Qué necesidad hay de ir ahora?

GIACINTA. — Sí, es verdad, iré después del almuerzo. Tengo que vestirme, tengo que
peinarme. Tengo que ir al tocador …

VITTORIA. — Señora Giacinta, no queremos molestaros más. (Se levanta.)

GIACINTA. — Adiós, Vittorina.

VITTORIA. — Servidora, señor Filippo.

FILIPPO. — Es un honor saludarla. Acuérdese de decirle al señor Leonardo…

GIACINTA. — Vos tenéis el vicio de decir cien veces la misma cosa. ¿Creéis que todo
el mundo tiene la poca memoria que tenéis vos? (A Filippo con desdén.)

FILIPPO. — Vamos, vamos, señora, no me coma (A GIACINTA.)

VITTORIA. — Hasta luego. (Saliendo.)

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GIACINTA. — Adiós.

GUGLIELMO. — Servidor suyo, señores. (Saluda a Filippo y a GIACINTA.)

FILIPPO. — Mis respetos al señor Guglielmo.

GUGLIELMO. — A sus pies, señora Giacinta (Saliendo.)

GIACINTA. — Servidora, servidora. (A GUGLIELMO.) Nos divertiremos con el señorito


doctorcillo. (A FERDINANDO.)

FERDINANDO. — Muchísimo. Servidor suyo. (Saliendo.)

FILIPPO. — Señor. (A FERDINANDO.)

GIACINTA. — Señor. (A FERDINANDO; salen los tres.)

FILIPPO. — Si vais al tocador daos prisa, que yo tengo hambre y quiero ir a comer.
(Sale.)

Escena Décima

Giacinta, después Brígida.

GIACINTA. — Estoy fuera de mí. No sé en qué mundo vivo.

BRÍGIDA. — Señora ama, ¿cómo va la máquina?

GIACINTA. — Calla, por caridad. No empieces con tus chistes a provocar mis
sufrimientos.

BRÍGIDA. — Señora, tendría que deciros una cosa; pero no quisiera que os alterase
más.

GIACINTA. —¿Y qué me querrías decir?

BRÍGIDA. — Si no os calmáis, no os la digo.

GIACINTA. — Vamos, ten compasión de mí, me lo merezco. Háblame, te escucharé


sin alterarme.

BRÍGIDA. — Mientras bajaba la escalera la señora Vittoria del brazo del señor
Ferdinando…

GIACINTA. — ¿No le daba el brazo Guglielmo? ¿Le daba el brazo Ferdinando?

BRÍGIDA. — Sí, señora, el señor Ferdinando le daba el brazo.

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GIACINTA. — (Lo he dicho siempre. Guglielmo no la puede sufrir.)

BRÍGIDA. — Pues cuando bajaban, el señor Guglielmo se quedó atrás. Me llamó en


voz baja…

GIACINTA. — ¿Y qué te ha dicho ese temerario?

BRÍGIDA. — Si os vais a enfadar, no digo nada más.

GIACINTA. — No, no estoy enfadada. Te escucho tranquilamente. ¿Qué te ha dicho?

BRÍGIDA. — Tenía una carta en la mano…

GIACINTA. — Una carta ¿para quién?

BRÍGIDA. — Para vos.

GIACINTA. — ¿Una carta para mí? ¿Has tenido la imprudencia de cogerla?

BRÍGIDA. — No señora, no señora; no la cogí. (Si le digo que la he cogido, me saca


los ojos.)

GIACINTA. — ¿Una carta a mí? ¿Qué habrá tenido el atrevimiento de escribirme?

BRÍGIDA. — (No la quería; quiso dármela a la fuerza.)

GIACINTA. — (Por otra parte me habría venido muy bien saber qué piensa
actualmente.)

BRÍGIDA. — (La echaré al fuego.)

GIACINTA. — ¿Te ha dicho algo, al quererte dar la carta?

BRÍGIDA. — Nada en absoluto, señora.

GIACINTA. — ¿Cómo has supuesto que te quería dar una carta?

BRÍGIDA. — Me llamó. Y vi que tenía la carta en la mano.

GIACINTA. — ¿Y cómo supiste que aquella carta era para mí?

BRÍGIDA. — Me lo dijo.

GIACINTA. — Entonces te habló.

BRÍGIDA. — Dos palabras se dicen presto.

GIACINTA. — ¿Y por qué has rehusado coger la carta?

BRÍGIDA. — Porque es un impertinente que no quiere dejar de importunaros.

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GIACINTA. — Gran desgracia es la mía, que tú tengas siempre que hacer lo peor. La
curiosidad me corroe. Pagaría todo lo que tengo en el mundo por poder ver la
carta que tú no quisiste coger.

BRÍGIDA. — Pero yo, señora…

GIACINTA. — Tú quieres ser siempre la suficiente, la política, la doctora.

BRÍGIDA. — ¡Eh! os conozco, señora, habláis así para averiguar si la cogí o no la cogí.

GIACINTA. — Brígida, ¿cogiste la carta? (Dulcemente.)

BRÍGIDA. — ¿Y si la hubiese cogido, me daríais de palos?

GIACINTA. — No, querida, te daría las gracias, te bendeciría, te haría un regalo que
te haría feliz.

BRÍGIDA. — (No sé si me puedo fiar.)

GIACINTA. — Brígida, ¿la cogiste? (Dulcemente.)

BRÍGIDA. — Si he de decir la verdad, en la duda de que pudiera dársela a otra


persona, me pareció mejor cogerla.

GIACINTA. — ¡Ah! Dámela. No me hagas morir.

BRÍGIDA. — Aquí está. ¿Hice mal en cogerla?

GIACINTA. — No, bendita seas. Déjamela ver.

BRÍGIDA. — Tomad.

GIACINTA. — ¡Oh, cielos! Me tiembla el corazón, me tiembla la mano. ¡Ay!, esta carta
podría ser mi ruina.

BRÍGIDA. — Haced lo que os digo, señora, quemadla, no la leáis.

GIACINTA. — Vete. Déjame sola.

BRÍGIDA. — ¡Oh, no, disculpadme, no os voy a dejar sola!

GIACINTA. — Vete te he dicho, no me inquietes. (Indignada.)

BRÍGIDA. — Si, señora, como usted mande. (¡Ya, claro! Mi regalo consiste en injurias,
reproches; ya me lo esperaba.) (Sale.)

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Escena Undécima

Giacinta sola.

GIACINTA. — No le basta con atormentarme con sus visitas, también quiere


provocarme con cartas. Que diga todo lo que quiera, da lo mismo. Ya tengo mi
máxima. Le contestaré de forma que le sacaré los colores, que desistirá y se
desesperará. Si se ha olvidado de lo que tuve el valor de decirle en el bosquecillo
de Montenero, escribiéndole, podré recordárselo. Veamos qué ha tenido el
atrevimiento de escribirme (Abre la carta y se sienta.) «Madamisela. He venido esta
mañana para saludaros. No me ha sido permitido. Vuestra camarera me ha tratado
asaz villanamente»… Erigida a veces es una muchacha atrevidísima, petulante.
¿Por qué trata mal a las personas? Si yo no quería recibir al señor Guglielmo, no
tenía por ello que tomarse la libertad de contestarle con impertinencia.

«Cuando llegó vuestro futuro esposo, aquel que tendrá la felicidad de poseer
vuestra mano y vuestro corazón»… ¡Ah! no sé, el corazón, no lo sé. «También él, con
modales no menos ásperos e insultantes, me obligó a alejarme»… ¡Cómo! ¿En mi
casa? ¿Empieza a hacerse el amo? ¿Quiere mandar antes de tiempo? ¡Oh, esto sí
que no lo voy a tolerar! Pero, pobre Leonardo, ¿no tiene acaso motivos para
sospechar? Amándome como me ama, ¿no son comprensibles sus arrebatos?
Puesto que será mi marido, ¿acaso no va a ver con desagrado a quien le hace
sombra, le inquieta y le perturba? Sí, Leonardo tiene razón y Guglielmo está
equivocado. «No sé cuándo yo podré tener la suerte de volveros a ver». ¡Ojalá no
le volviese a ver nunca más! «Por ello he tenido la osadía de escribiros este humilde
papel por dos razones. La primera para que sepáis que yo no he faltado a mi
deuda»… No se puede decir que no es educado y cortés. «Y para aseguraros que
en lo que a mí concierne no sufriréis inquietud alguna y os prometo por mi honor
que, a costa incluso de morir, eludiré toda ocasión de importunaros». Esta virtuosa
resignación tiene un gran mérito que no me es indiferente. ¡Ah! si hubiese conocido
antes el valor de su corazón… Pero ya no hay remedio. Así lo exige mi decoro, mi
compromiso y mi destino adverso.

«La segunda razón que me mueve a importunaros con esta carta, no es debida a
mi mala disposición de ánimo, sino a un corazón sincero y leal. Se dice
públicamente, y se sabe de cierto, que el señor Leonardo se encuentra en tal
desconcierto y ruina que no podrá sufragar de ningún modo los gastos de un
matrimonio y por otra parte vuestro padre no querrá veros hundida.» ¡Oh, cielos!
¡qué golpe es este! ¡Qué desbarajuste! ¡Qué noticia inesperada!

«Seguid amando a quien debe ser vuestro esposo. Pero si no fuera así, si acaso, y
no por vuestra culpa, os encontrarais libre de obligaciones, permitidme que os diga
que yo soy todavía libre, que no he firmado aún la escritura y que no la suscribiré
hasta que no os vea casada. No me atrevo a deciros más. Tened compasión de mí
que soy, con el mayor respeto y la más sincera resignación, vuestro humilde
servidor»…¡Ah, sólo esto me faltaba para provocarme la mayor agitación del
mundo! ¿Puedo creerme esta carta? Seguro que él no se atrevería a inventar una
falsedad que puede verificarse fácilmente; y si Leonardo está arruinado ¿tengo yo
por ello la libertad de dejarlo? Eso depende de mi padre. Y si mi padre fuese tan
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débil como para sacrificarme, ¿estaría yo obligada a consentir mi ruina? No, no
estaría obligada. La razón me desligaría de semejante compromiso. Y una vez
disuelto el vínculo de tales esponsales, ¿podría dar libremente mi mano a
Guglielmo? ¿Qué dice el corazón? ¿La razón, qué dice? ¡Ay! la razón y el corazón
me hablan dos lenguajes distintos. Este me estimula a ilusionarme y aquella me
anima a las más justas , a las más virtuosas reflexiones. ¿Qué es lo que me ha
impedido hasta ahora rescindir un compromiso que no es indisoluble, y preferir a un
esposo tan poco amado, un objeto amable a mis ojos? Nada más que mi decoro,
el justo temor a ser criticada; cualquier triste aventura del infeliz Leonardo no me
resguardaría de mi debilidad.

El haber yo misma arreglado los esponsales entre Vittoria y Guglielmo, me prohíbe


tajantemente ser el origen de su disolución. Guglielmo, con esta carta, viene a
tentar mi virtud. Hay que resistir a toda costa. He de dejar a Leonardo si él no me
merece; pero no puedo raptar el consorte a su hermana. Hay que penar, hay que
morir. Pero hay que vencer y triunfar. (Sale.)

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Acto Tercero

Escena Primera

Habitación en casa de Filippo.

Fulgenzio, Leonardo, y un Criado.

FULGENZIO. — ¿Cuánto hace que fue a comer el señor Filippo? (Al CRIADO.)

CRIADO. — Hace un buen rato, señor. Han servido ya la fruta y poco puede tardar
en terminar. Si quiere que le avise…

FULGENZIO. — No, no, dejadle que termine de comer. Sé que la mesa es su pasión, y
le molesta muy mucho que le molesten. No le digáis nada por el momento; pero
en cuanto se levante avisadle de que estoy aquí.

CRIADO. — Será servido. (Sale.)

LEONARDO. — ¡Plugue al cielo que el señor Filippo no conozca mis desórdenes y mis
desgracias!

FULGENZIO. — Hace pocas horas que ha regresado a la ciudad. No ha salido de casa,


es probable que no sepa nada.

LEONARDO. — Estoy tan lleno de rubor y confusión, que no me atrevo a comparecer


ante nadie. Ese ruin de mi tío ha terminado de humillarme y mortificarme.

FULGENZIO. — Que le venga un cáncer al muy tacaño.

LEONARDO. — ¿Acaso no os lo había dicho, señor Fulgenzio? ¿No os previne de. lo


que se podía esperar de un corazón tan deshumanizado?

FULGENZIO. — Jamás lo hubiese creído. Paciencia si hubiera dicho: no tengo nada,


no puedo dar, no quiero saber nada de nada. Me ha dolido la manera impropia
con que nos ha tratado; ese continuo desprecio, esa desfachatez desairada.

LEONARDO. — Tuve este disgusto por vos, y lo he soportado por afecto hacia vos.

FULGENZIO. — No sé qué decir. Lo lamento infinitamente; pero de todos modos este


intento había que hacerlo, y me alegra haberlo hecho. Si ha ido mal, paciencia.
Yo no os abandonaré. Siempre me he interesado por vuestras cosas. He asumido el
compromiso de ayudaros y os ayudaré. Estad tranquilo, serenaos, que os ayudaré.

LEONARDO. — Sí, claro, el cielo no abandona a nadie. Es una providencia para mí


vuestro tierno corazón, vuestra generosa bondad.

FULGENZIO. — Hagamos ahora este segundo intento con el señor Filippo. Yo tengo la
ilusión de conseguirlo. Pero, en caso contrario, no perdáis el ánimo, estad seguro

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de que no os dejaré sucumbir.

LEONARDO. — Vuestro proyecto no puede estar mejor concebido, y el carácter jovial


del señor Filippo hace que podamos albergar la ilusión de un éxito afortunado.
Preveo más difícil persuadir a Giacinta a dejar Livorno y venir conmigo lejos de su
ciudad.

FULGENZIO. — Si no existen mayores inconvenientes para celebrar vuestros


esponsales, ella, por amor o por fuerza, estará obligada a ir con vos.

LEONARDO. — Es cierto, pero desearía que viniese amorosamente; y dudo mucho de


su resistencia.

FULGENZIO. — Efectivamente la señora Giacinta es algo caprichosa y obstinadilla. Me


di cuenta de ello cuando quiso a la fuerza que ese Ganímedes 13 viajara con ella.
Decidme, ¿cómo os ha ido en el campo?

LEONARDO. — No sé qué deciros. Tuve inquietudes y no pocos disgustos. Luego,


finalmente, el señor Guglielmo dio su palabra de casarse con mi hermana.

FULGENZIO. — Sí, sí, lo sé, otro fruto del veraneo. Si sale bien es un milagro. (¡Oh
libertad, libertad! ¡Oh, cómo se casan hoy las chicas!)

LEONARDO. — Ahí viene el señor Filippo.

FULGENZIO. — Retiraos, si queréis, dejad que yo introduzca el discurso.

LEONARDO. — Espero el resultado con la máxima impaciencia. (Sale.)

Escena Segunda

Fulgenzio, luego Filippo.

FULGENZIO. — ¡Vaya! soy total enemigo de los engorros, y ahora sin quererlo me
encuentro metido en uno. Me he metido hasta el cuello y quiero ver si consigo salir
con bien.

FILIPPO. — ¡Oh, oh! aquí está mi querido señor Fulgenzio.

FULGENZIO. — Bien venido, señor Filippo.

FILIPPO. — ¡Bien hallado mi querido amigo!

Se refiere a Ferdinando, al que llama Ganímedes, muchacho bellísimo al que amaba Zeus, cual lo raptó, llevándolo al
13

Olimpo, convirtiéndole en Copero de los Dioses.

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FULGENZIO. — ¿Os habéis divertido en el campo?

FILIPPO. — Muchísimo; hemos estado en excelente compañía. Hemos comido bien:


ternera riquísima, capones estupendos, tordos, papahígos, estarnas, perdices. He
dado una comilona, os lo aseguro, muy pero que muy solemnes.

FULGENZIO. — Me alegro de que hayáis disfrutado. Y ahora que habéis regresado…

FILIPPO. — Ese loco de Ferdinando nos ha hecho reír a más no poder.

FULGENZIO. — Sí, en el campo siempre hace falta alguien que anime la diversión.

FILIPPO. — Se le metió en la cabeza desesperar a esa pobre boba de mi hermana.


Escuchad si no es un maldito que…

FULGENZIO. — Me lo contaréis más despacio; permitidme que ahora os diga…

FILIPPO. — No, no, escuchad, si queréis reír…

FULGENZIO. — Ahora no tengo ganas de reír. Necesito hablaros.

FILIPPO. — Aquí me tenéis, hablad pues libremente.

FULGENZIO. — Ahora, señor Filippo, que habéis regresado a la ciudad…

FILIPPO. — ¿Conocéis vos al médico de Montenero?

FULGENZIO. — Lo conozco.

FILIPPO. — Y a su hijo, ¿lo conocéis?

FULGENZIO. — No, jamás lo he visto.

FILIPPO. — ¡Oh, qué obra maestra! ¡Oh, qué cabeza de chorlito! ¡Oh, qué carácter
delicioso! Cosas, cosas como para desternillarse.

FULGENZIO. — No faltará el tiempo. Escucharé con mucho gusto…

FILIPPO. — Y me tocó a mí jugar a la «bazzica» 14 con ese tontorrón.

FULGENZIO. — Amigo mío, si no me queréis escuchar decídmelo con toda libertad.


Me iré.

FILIPPO. — ¡Oh!, ¿pero qué decís? ¿Que si os quiero escuchar? ¡Diantres! Mi querido
amigo Fulgenzio, os escucharía incluso si vinierais a media noche.

FULGENZIO. — Al grano. Ahora que habéis regresado a Livorno ¿pensáis concluir el

14 Juego de cartas. Ver nota 31 de Las Aventuras del Veraneo.

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matrimonio de vuestra hija?

FILIPPO. — Lo he pensado, y lo pensaré.

FULGENZIO. — ¿Habéis visto al señor Leonardo?

FILIPPO. — No, aún no le he visto. Sé que ha estado aquí; pero yo no le vi. Está claro
que yo soy el último en todo, y seré el último también en esto.

FULGENZIO. — (Por lo que acabo de oír, parece que no sabe nada de los problemas
de Leonardo.)

FILIPPO. — En Montenero yo era siempre el último en todo. Hasta en el café, los mozos
servían a todo el mundo y a mí el último.

FULGENZIO. — Ahora, en el asunto que nos ocupa, vos tenéis que ser el primero.

FULGENZIO. — ¡Ya! Ya sé por qué tengo que ser el primero. Porque tengo que
desembolsar los ocho mil escudos de la dote.

FULGENZIO. — Decidme, en confianza, entre vos y yo: ¿esos ocho mil escudos los
tenéis preparados?

FILIPPO. — Para deciros muy sinceramente la verdad, en este momento no podría


darle ni siquiera ocho mil perras gordas 15.

FULGENZIO. — ¿Entonces qué pensáis hacer?

FILIPPO. — No sabría. Tengo propiedades, tengo capitales; ¿vos creéis que se


pueden recuperar?

FULGENZIO. — Sí, con intereses se podrían recuperar.

FILIPPO. — Entonces será necesario que los recupere con intereses.

FULGENZIO. — Y que paguéis al menos el cuatro por ciento.

FILIPPO. — Habrá que pagar el cuatro por ciento.

FULGENZIO. — ¿Sabíais vos que el cuatro por ciento sobre un capital de ocho mil
escudos, supone al cabo de un año trescientos veinte escudos de gravamen?

FILIPPO. — ¡Friolera! ¿trescientos veinte escudos menos?

FULGENZIO. — Pero es que este matrimonio ha de celebrarse. La escritura está hecha.


Y vos habéis prometido la dote.

15 En el original, soldi moneda de ínfimo valor, de ahí que se traduzca por el común «perra gorda».

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FILIPPO. — Pero yo soy uno que hace y promete, porque me hacen hacer y prometer.
Cuando vinisteis a hablarme, ¿por qué no me hicisteis entonces las cuentas que me
hacéis actualmente? Disculpadme, pero creo que tengo motivos para quejarme
de vos. Si fuerais el buen amigo que presumís ser…

FULGENZIO. — Sí, soy buen amigo vuestro. Y un consejo mío os calmará y os permitirá
comparecer con honor. Quiero que caséis a vuestra hija sin soltar ni un «paolo» 16,
sin depender de nadie. Y con la seguridad de que ella estará bien, y de que nadie
podrá tocar su dote.

FILIPPO. — Si es así, os tendré como el hombre más notable, como la primera cabeza
del mundo.

FULGENZIO. — Pero, decidme, ¿no tenéis propiedades en Génova?

FILIPPO. — Sí, tengo algo que me dejó un tío mío. Pero no sé exactamente qué es. Lo
lleva uno que era su administrador. En seis años no me ha enviado nada más que
dos cestas de macarrones.

FULGENZIO. — Yo estuve en Génova17 en vida de vuestro tío y después de su muerte,


y sé lo que hay y lo que no hay. El administrador se lo come todo, y puesto que por
vuestra incuria no sacáis provecho alguno, haced como os digo: asignadle a
vuestra hija, como dote, los bienes que tenéis en Génova. Yo procuraré que el señor
Leonardo los acepte y se conforme. Irá a vivir a Génova con su esposa, manejará
aquellos bienes uxorio nomine 18 no los podrá consumir o desperdiciar, porque
estarán hipotecados a la dote; hablando claramente, a vos no os rentan nada y a
él, con un poco de cuidado, pueden rendirle el doble de lo que le rentarían los
ocho mil escudos en Livorno. ¿Qué os parece?

FILIPPO. — Bien, estupendo, se los doy con mucho gusto. Que vayan a Génova; que
lo disfruten en paz, que renten lo que renten, no quiero ni pensarlo. Disponed vos,
confío en vos.

FULGENZIO. — No necesito nada más. Dejadlo en mis manos.

FILIPPO. — ¡Eh! decid: ¿no se podría obligar a Leonardo a mandarme alguna cesta
de macarrones?

FULGENZIO. — Claro que sí, os mandará toda la pasta que queráis, fruta confitada de
Génova, naranjas de Portugal.

FILIPPO. — Bueno, las naranjas no me gustan demasiado, pero sí que me gusta la

16«Paolino», nombre que se le dio a la moneda de los Estados Pontificios y de la Toscana desde el pontificado de Paolo III
(1534-1549.) Equivalía a media lira.
17 Recordemos que la mujer de Goldoni, Nicoletta Connio, era genovesa y que el propio escritor ejerció un puesto

diplomático como Cónsul de la República de Génova en Venecia.


18 Por cuenta de la mujer.

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fruta confitada. Hecho está.

FULGENZIO. — Pues entonces, hecho está.

FILIPPO. — Hechísimo.

FULGENZIO. — Y, vuestra hija, ¿estará contenta?

FILIPPO. — ¡Ahí está el quid! 19

FILIPPO. — ¿Pero vos no tenéis intención de que haga vuestra voluntad?

FILIPPO. — No tengo esa costumbre.

FULGENZIO. — Esta vez debéis hacerlo.

FILIPPO. — Lo haré.

FULGENZIO. — Se trata del todo por el todo.

FILIPPO. — Lo haré, os digo que lo haré.

FULGENZIO. — ¿Cuándo le hablaréis?

FILIPPO. — Ahora mismo. Voy inmediatamente: esperadme con la respuesta. (A punto


de salir.) ¿No sería mejor que la hiciese venir aquí y que le hablarais vos?

FULGENZIO. — ¿Por qué no le queréis hablar vos?

FILIPPO. — Yo le hablaré luego.

FULGENZIO. — Bueno, id, y hacedla venir si queréis.

FILIPPO. — Voy inmediatamente. (¡Dichoso de mí, si va a ser así! Si me quedo solo, si


no menguo las entradas, quiero disfrutar como un rey.) 20 (Sale.)

Escena Tercera

Fulgenzio, luego Leonardo.

FULGENZIO. — La cosa, hasta ahora, marcha bien. Basta que esa cabezota de su hija
no nos haga desesperar.

19 En el original: «Questo è il diavolo», que aquí tiene el sentido de «ese es el problema».


20 En el original: «Paladino», Paladín: referente a los «Condes palatinos» que constituían la guardia personal de Carlomagno.

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LEONARDO. — Señor Fulgenzio, me parece que hemos llegado a buen puerto.

FULGENZIO. — ¿Habéis oído?

LEONARDO. — Lo he oído todo. Ruego al cielo que Giacinta se conforme con esta
nueva determinación.

FULGENZIO. — Ahora lo sabremos. En fin, si el padre no es un babuino, la hija deberá


resignarse.

LEONARDO. — Pensaba en otra cosa, señor Fulgenzio. ¿Cómo voy a hacer con las
deudas de Livorno? ¿Tendré que irme a hurtadillas? ¿Tendré que quedar así de
mal?

FULGENZIO. — También he pensado en esto. Establecido el nuevo trato con el señor


Filippo, vos me daréis un poder. Pondréis vuestros bienes en mis manos, y yo me
convertiré en vuestro garante: pagaré a los acreedores, y con el tiempo os
devolveré vuestras pertenencias libres, limpias y bien guardadas.

LEONARDO. — ¡Oh, cielos! no tengo palabras suficientes para daros las gracias.

FULGENZIO. — Dadle las gracias a vuestro tío Bernardino.

LEONARDO. — ¿Y por qué tendría que dar las gracias a ese ruin?

FULGENZIO. — Porque yo siempre he deseado haceros bien; pero por su culpa me he


comprometido hasta tal punto que sacrificaría lo mío si hiciera falta.

LEONARDO. — Es cierto, pero no lo haríais si no fueseis una persona de buen corazón.

Escena Cuarta

Filippo y dichos.

FILIPPO. — ¿Sabéis la novedad?… ¡Oh!, servidor, señor Leonardo.

LEONARDO. — Mis respetos, señor Filippo.

FULGENZIO. — ¿Y qué hay de nuevo? (A Filippo.)

FILIPPO. — Mi hija ha salido de casa, y me han dicho que ha ido a ver a la señora
Costanza.

LEONARDO. — ¡Vaya, lo lamento infinitamente.

FILIPPO. — ¿Os ha dicho algo el señor Fulgenzio? (A LEONARDO.)

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LEONARDO. — Sí, señor. Algo me ha dicho.

FILIPPO. — Y bien, ¿estáis contento? (A LEONARDO.)

LEONARDO. — Estoy contentísimo.

FILIPPO. — Gracias a Dios estaremos todos contentos.

LEONARDO. — ¿Y la señora Giacinta?

FILIPPO. — Vamos a verla a casa de la señora Costanza.

FULGENZIO. — Podemos esperar a que vuelva.

LEONARDO. — Mi hermana también tenía que ir a verla. Es posible que estén juntas.

FILIPPO. — No estaría mal que fuésemos también nosotros.

LEONARDO. — Es cierto. Le debemos una visita a la señora Costanza.

FILIPPO. — Y aprovecharemos la oportunidad para hablar con Giacinta.

FULGENZIO. — Pero en casa ajena no se puede hablar libremente.

FILIPPO. — Si no podemos hablar, haré que regrese.

LEONARDO. — ¿Qué decís, señor Fulgenzio?

FULGENZIO. — Yo digo que una hora antes o una hora después…

FILIPPO. — Y yo digo que tenemos que ir inmediatamente. (Con desdén.)

LEONARDO. — Vamos, no le irritemos. (Sale.)

FULGENZIO. — ¡Qué obstinado sois, señor Filippo! (Sale.)

FILIPPO. — ¡Soy un hombre! Sé lo que hago, sé lo que digo. En cuanto a política y


mando no lo cedo a nadie en este mundo. (Sale.)

Escena Quinta

Habitación en casa de Costanza.

Costanza y Rosina.

COSTANZA. — Rosina, arreglaos, que vamos a hacer esas visitas.

ROSINA. — ¿Y a dónde tenemos que ir tan pronto? Acabamos de llegar.


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COSTANZA. — Quiero que vayamos a casa de la señora Giacinta y de la señora
Vittoria.

ROSINA. — Perdonadme, señora tía, al haber vuelto a Livorno después de ellas, les
tocaría a ellas antes que a nosotras hacernos la visita. 21

COSTANZA. — Eso es lo que yo no quisiera. Si vienen aquí, ¿cómo queréis que las
reciba? ¿No veis qué casa es ésta? No hay una habitación adecuada, todo viejo,
todo antiguo, todo en desorden.

ROSINA. — A decir verdad, hay una gran diferencia entre esta casucha y la bella
casita de campo.

COSTANZA. — La diferencia está en que aquella la decoré yo a mi gusto y ésta está


decorada según el gusto paleto de mi marido.

ROSINA. — ¡Oh! el señor tío no piensa en estas cosas. El sólo trata con tenderos, y no
le importa nada las cortesías.

COSTANZA. — Y yo eso no lo puedo aguantar; de ahora en adelante quiero estar en


el campo diez meses al año. Allí por lo menos me respetan.

ROSINA. — El señor doctor no os galanteará más.

COSTANZA. — En verdad siento haber perdido la amistad del señor doctor. Hice este
sacrificio por amor vuestro. Os quiero bien, deseaba casaros, vos no tenéis dote y
yo no os la podía dar; y si no llega a presentarse este muchacho, me temo que
habríais esperado un buen cacho 22.

ROSINA. — Estoy casada, es cierto, pero este matrimonio hasta ahora me da


poquísima satisfacción. No tengo un anillito, no tengo un trajecillo de boda, no
tengo nada con que alardear; ¿qué queréis que diga la gente?

COSTANZA. — Con el tiempo tendréis lo que necesitéis. Por el momento no es


necesario decir que os ha desposado. Las cosas se han hecho en secreto, y nadie
debe saberlo. Cuando el señor doctor se vea en la obligación de pagar los
alimentos al hijo, entonces se hará público el matrimonio.

ROSINA. — Todo sea que Tognino no lo vaya diciendo a quien no lo quisiera saber.

COSTANZA. — Basta con advertírselo. ¿Dónde está Tognino que no se le ve?

ROSINA. — Se está vistiendo.

21Rosina responde a las normas de Cortesía de la época. Quien volvía más tarde del veraneo gozaba de mayor prestigio
social y por tanto debía anunciarlo a sus conocidos y hacerles una visita.
22 A pesar de su lenguaje aparentemente pulido, Constanza introduce expresiones vulgares, en este caso «un pezzo».

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COSTANZA. — ¿Que se está vistiendo? ¿Y cómo se viste?

ROSINA. — Me dijo que al estar en la ciudad, se quiere vestir adecuadamente.

COSTANZA. — ¿Y qué se quiere poner, si no tiene más ropa que esa antigualla que
llevaba en Montenero?

ROSINA. — Me dijo que se trajo un vestido de su padre.

COSTANZA. — Su padre mide una cuarta más que él.

ROSINA. — ¡Eh! Tognino no es de estatura tan baja.

COSTANZA. — Es menester que vaya enseguida a Pisa, y que se ponga a estudiar.

ROSINA. — ¿Tiene que ir a Pisa inmediatamente?

COSTANZA. — ¿Queréis que pierda el tiempo?

ROSINA. — No, pero ¡tan pronto!

COSTANZA. — ¿Cuánto querríais que esperara?

ROSINA. — Un mes, por lo menos.

COSTANZA. — Basta, poco más, poco menos.

ROSINA. — Ahí viene, ahí viene, ya está vestido.

Escena Sexta

Tognino con un vestido algo largo, con una peluca muy larga de tres nudos 23 y el
sombrero con pluma a la antigua; luego un Criado.

TOGNINO. — ¡Oh!, aquí estoy. ¿Voy bien?

COSTANZA. — ¡Menuda facha! ¿no os dije que sería una caricatura? (A ROSINA.)

ROSINA. — Cierto, le va un poco largo, pero no está mal.

COSTANZA. — ¡Venga! id a quitaros ese traje. Parece que vayáis en bata.

TOGNINO. — ¿Queréis que vaya por la ciudad con la casaca de viaje?

23 En el siglo XVIII la peluca formaba parte del vestuario.

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COSTANZA. — ¿Y no tenéis vuestro vestido de siempre?

TOGNINO. — No, señora.

COSTANZA. — ¿Y qué habéis hecho con él?

TOGNINO. — Se lo di al criado para que me ayudara a llevarme éste de mi padre.

COSTANZA. — ¡Desde luego habéis hecho un buen cambio!

TOGNINO. — Es bonito, lleva galones. Es un poquito largo, pero no importa. ¡Vaya!


¿No me sienta bien? ¡Ah!, ¿qué decís, Rosina? ¡Ah!

ROSINA. — Haría falta que os lo hicieseis arreglar de cintura.

TOGNINO. — ¿Me lo haréis arreglar, señora tía? (A COSTANZA.)

COSTANZA. — Chitón maleducado. No me llaméis tía; por ahora no ha de saberse


que ha habido matrimonio entre vosotros. No se lo digáis a nadie, juicio y no os
delatéis.

TOGNINO. — ¡Oh! Yo no hablo.

ROSINA. — Y será necesario que penséis en sentar la cabeza.

TOGNINO. — ¿Qué quiere decir sentar la cabeza?

ROSINA. — Ser juicioso, estudiar, aprender bien la profesión de médico.

TOGNINO. — ¡Oh! estudiar, estudiaré cuando vos queráis. Basta que no me dejéis sin
comer, que me llevéis de paseo, que me dejéis jugar a la «bazzica».

COSTANZA. — ¡Ah, pobre necio!

TOGNINO. — ¿Qué es eso de necio?

COSTANZA. — Si no tenéis cerebro…

TOGNINO. — Yo no quiero que me estrapuñen…

CRIADO. — Señora… (A COSTANZA.)

TOGNINO. — Estoy casado, y no quiero ser estrapuñado.

COSTANZA. — ¡Callad!

ROSINA. — ¡Callad!

CRIADO. — ¿Está casado el señor Tognino?

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COSTANZA. — No sabe lo que se dice. Y tú, no te metas donde no te llaman. (Al CRIADO.)

CRIADO. — Perdone, la señora Giacinta está aquí al lado, ha venido a saludarla.

COSTANZA. — (¡Pobre de mí!) ¡La señora Giacinta! (A ROSINA.)

ROSINA. — ¿Qué queréis hacer? Conviene recibirla. (A COSTANZA.)

COSTANZA. — ¿Sabe que estamos en casa? (Al CRIADO.)

CRIADO. — Seguramente lo sabe. Mandó al criado, y el criado lo sabe.

COSTANZA. — (Hay que tener paciencia, conviene recibirla.) Dile que está en su
casa… Oye: dile que me disculpe, que acabo de llegar de la villa, que la casa está
patas arriba. Oye: vete al colmado y trae café. ¡Eh! escucha: si mi marido vuelve a
casa, dile que no se le ocurra comparecer ante mí vestido como está en la tienda:
o se viste bien o se conforma con quedarse en su cuarto.

CRIADO. — (¡Oh, cuanta maldita soberbia!) (Sale.)

COSTANZA. — Y vos, marchaos de aquí. No os dejéis ver hecho un adefesio. (A TOGNINO.)

TOGNINO. — Claro, me echáis para que no tome café; y yo quiero quedarme.

COSTANZA. — Marchaos, os digo, que si me hacéis subir la bilis, os echo de casa como
a un truhan.

TOGNINO. — Estoy casado.

COSTANZA. — Rosina, no aguanto más.

ROSINA. — Vamos, vamos, querido, idos de aquí, que el café os lo llevaré yo.

TOGNINO. — Estoy casado, y estoy casado. (Sale.)

Escena Séptima

Costanza, Rosina, luego Giacinta.

COSTANZA. — Escuchadme, si sigue así, yo no lo aguanto más. (A ROSINA.)

ROSINA. — Sed indulgente, aún es un chico.

COSTANZA. — ¡Eh! sí, disculpadlo.

ROSINA. — Pero, señora, si es mi marido, es natural que yo le disculpe. A fin de


cuentas me lo habéis dado vos, y yo lo tomé por consejo vuestro.

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COSTANZA. — Ahí viene la señora Giacinta. (Me está bien empleado, merezco lo
peor.)

ROSINA. — Si no sabe más, es inútil reprenderlo.

GIACINTA. — Servidora, señora Costanza.

COSTANZA. — Su humilde servidora.

ROSINA. — Su humilde servidora.

GIACINTA. — Mis respetos a la señora Rosina.

COSTANZA. — ¿Por qué se ha molestado la señora Giacinta?

GIACINTA. — Al contrario, he venido a cumplir con mi deber.

COSTANZA. — Siento infinitamente que me encuentre usted aquí con la casa toda
desordenada, en verdad me pongo colorada.

GIACINTA. — ¡Oh! está estupendamente. Conmigo no tiene que gastar cumplidos.

COSTANZA. — Hace poco que he venido a vivir aquí, y luego me fui al campo, y todas
las cosas están aún sin arreglar. Siéntese, por favor. Perdone si la silla no es
adecuada.

GIACINTA. — Todo lo contrario, es adecuadísima. (Tanto lujo en el campo, y aquí vive


en una pocilga.) (Para sí misma.)

ROSINA. — (¿Qué decís, eh? Se ha puesto requete-elegante.) (A COSTANZA.)

COSTANZA. — (¡Eh!, si es por esto, si ha venido a hacerme una visita no podía venir
desaliñada.)

GIACINTA. — ¿Qué noticias me traen de mi tía?

ROSINA. — ¡Oh!, la pobre señora Sabina está muy dolida. Fui a verla antes de partir,
y me dio una carta para el señor Ferdinando.

GIACINTA. — ¡Oh, cuán a gusto escucharía lo que le escribe.

ROSINA. — Creo que el señor Ferdinando no tendrá dificultades en mostrarla.

GIACINTA. — (Busco todos los caminos para divertirme; pero tengo una espina en el
corazón que me atormenta.)

COSTANZA. — Señora Giacinta, ¿cómo está el señor Leonardo?

GIACINTA. — Está bien.

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ROSINA. — ¿Y la señora Vittoria?

GIACINTA. — Muy bien.

COSTANZA. — ¿Y el señor Guglielmo?…

GIACINTA. — ¿Es verdad que el señor Tognino ha venido a Livorno con ustedes?

COSTANZA. — Sí, señora, ha venido por unos días.

ROSINA. — Porque tiene que trasladarse a Pisa.

COSTANZA. — Para estudiar.

ROSINA. — Para doctorarse.

GIACINTA. — Sí, sí, ha venido para ir a Pisa, y las malas lenguas decían que había
desposado a la señora Rosina.

ROSINA. — ¿Las malas lenguas decían?

GIACINTA. — Yo siempre dije que usted nunca haría tamaña bestialidad.

ROSINA. — ¿Sería verdaderamente una bestialidad?

COSTANZA. — Por favor, diga, ¿su boda se celebrará pronto?

GIACINTA. — Aún no lo sé. Yo dependeré de mi padre.

ROSINA. — ¿Y la de la señora Vittoria con el señor Guglielmo?

GIACINTA. — ¿A qué se debe que ustedes también hayan regresado este año antes
que de costumbre?

COSTANZA. — Ya no quedaba nadie en el campo. El señor Leonardo y la señora


Vittoria han desbaratado la diversión.

ROSINA. — ¿Pero cuándo se casa la señora Vittoria? (A GIACINTA.)

GIACINTA. — No lo sé, señora, pregúnteselo a ella.

ROSINA. — Por lo que veo, también el matrimonio de la señora Vittoria le debe


parecer otra bestialidad. (A GIACINTA.)

GIACINTA. — Con vuestro permiso. No quiero molestar más. (Se levanta.)

COSTANZA. — Por favor, espere, que tomaremos café.

GIACINTA. — No, se lo agradezco.

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COSTANZA. — Ya lo traen, ya lo traen. Hágame este favor.

GIACINTA. — Por no rechazar su amabilidad. (Se sientan. Traen el café.) (Parece que lo
hacen adrede para atormentarme.)

COSTANZA. — Sírvase. (Ofrece el café a GIACINTA.)

ROSINA. — Con permiso. (Quiere llevar el café a TOGNINO; se lo da al CRIADO, y vuelve enseguida.)
Visitas, señora tía; tenemos otras visitas.

COSTANZA. — ¿Quién ha venido?

ROSINA. — La señora Vittoria, el señor Ferdinando y el señor Guglielmo.

GIACINTA. — (¡Ay, pobre de mí!)

ROSINA. — Mire, mire que ha derramado el café encima del «andriene» 24

GIACINTA. — (Maldito sea quien me ha obligado a quedarme.) (Se limpia.)

ROSINA. — ¿Quiere agua fría?

GIACINTA. — No, no se moleste, no importa. (Con irritación.)

ROSINA. — Ahí vienen, ahí vienen.

Escena Octava

Vittoria, Guglielmo y dichas.

VITTORIA. — Servidora, bien halladas.

COSTANZA. — Servidora.

ROSINA. — Servidora.

VITTORIA. — ¿Vos también estáis aquí, señora Giacinta?

GIACINTA. — También yo he venido a cumplir con mi obligación.

ROSINA. — A hacerme la merced.

24El «Andriene» –en veneciano «andrié»– era una bata larga, impuesta como moda en 1704 por la actriz Therése Dancourt,
con ocasión de su interpretación de la Andrienne de M. Barón, inspirada libremente en la Andria de Terencio, de donde
proviene el nombre. Fue introducida en Italia por la nueva Duquesa de Módena Carlotta Anglae de Orleans en 1720.

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GIACINTA. — (Ojalá me hubiese roto una pierna antes de venir.)

COSTANZA. — Por favor. Ya he presentado mis excusas a la señora Giacinta; aún no


he podido amueblar la casa; por favor siéntense dónde puedan.

GUGLIELMO. — Perdone, señora Costanza, si también yo he venido a molestarla. La


señora Vittoria me encontró casualmente en la calle y me obligó a acompañarla.

GIACINTA. — (Lo comprendo, ¡pérfido! lo comprendo.)

ROSINA. — Todo lo contrario, me ha hecho ilusión; y estoy muy agradecida a la


señora Vittoria.

GIACINTA. — Decid, señora Vittoria, ¿no estaba con vos el señor Ferdinando?

VITTORIA. — Sí, el señor Ferdinando vino a comer con nosotros. Al señor Guglielmo le
complace poco favorecerme, y yo, por no venir sola, aproveché la compañía del
señor Ferdinando.

GIACINTA. — ¿Y qué quiere decir que os dejara sola con el señor Guglielmo?

GUGLIELMO. — El vino hasta la puerta de esta habitación.

VITTORIA. — Ella habla conmigo ¿y queréis contestar vos? (A GUGLIELMO.) ¿Y qué le


importa a la señora Giacinta que el señor Ferdinando haya venido o no?

GIACINTA. — Me importa, porque estas señoras tienen para él una carta de la señora
Sabina.

ROSINA. — Sí, es cierto. Aquí está; se la tengo que entregar en sus propias manos.

COSTANZA. — También yo, desde aquí, le vi en la sala: no sé dónde se habrá metido.

ROSINA. — Estará en la casa; estará en alguna habitación. Yo desde luego no le voy


a buscar.

COSTANZA. — (No quisiera que se entretuviese haciendo hablar a ese memo de


Tognino.)

GUGLIELMO. — ¿Entonces la señora Sabina le escribe una carta al señor Ferdinando?

ROSINA. — Sí señor, y me la entregó a mí.

GUGLIELMO. — Es justo que el señor Ferdinando le responda.

ROSINA. — Contestará, si tiene voluntad de hacerlo.

GUGLIELMO. — Las conveniencias dictan que se conteste cuando se recibe una


carta. (Mirando a GIACINTA.)

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GIACINTA. — Es menester ver si la carta merece una respuesta.

GUGLIELMO. — Cualquier carta obliga a las personas civilizadas a contestar; máxime


cuando la carta es honesta, escrita con sinceridad y con amor.

GIACINTA. — El amor no es lícito en todos, y la honradez a veces se confunde con el


interés.

VITTORIA. — A tenor de lo que oigo, el señor Guglielmo y la señora Giacinta están


bien enterados del contenido de esa carta.

GUGLIELMO. — Todo el mundo conoce la pasión de la señora Sabina.

GIACINTA. — Y todos saben que es una pasión que no merece ser secundada.

VITTORIA. — También yo escucharía con mucho gusto el contenido de esa carta. Ahí
viene, ahí viene el señor Ferdinando.

Escena Novena

Ferdinando, Tognino y dichos; luego el Criado.

FERDINANDO. — Venid aquí, alhaja, azucarillo, mi encantador Tognino.

VITTORIA. — (¡Oh, vaya!)

COSTANZA. — (¡Lo había dicho!)

ROSINA. — (¡Menudo impertinente es ese señor Ferdinando!)

TOGNINO. — Señores. Servidor de ustedes.

COSTANZA. — Marchaos de aquí. (A TOGNINO.)

FERDINANDO. — Dejadle, señora, y respetadle, que está casado.

COSTANZA. — ¿Quién os ha dicho que está casado?

FERDINANDO. — Me lo ha dicho él.

COSTANZA. — No es verdad en absoluto. (A FERDINANDO.)

FERDINANDO. — ¿Qué no es verdad en absoluto? (A TOGNINO.)

TOGNINO. — No es verdad en absoluto. (A FERDINANDO, mortificado.)

FERDINANDO. — ¡Oh! Bien, entonces, si no es verdad, me alegro. Si no estáis casado

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con la señora Rosina, sabed que yo la pretendo y que vos no la tendréis, y la
desposaré yo.

TOGNINO. — ¡Cu, cu! (Hace el canto del cuco, burlándose de él.)

FERDINANDO. — ¿Cu, cu? ¿Qué quiere decir ese cu, cu?

TOGNINO. — ¡Por las barbas del profeta! Quiere decir que la Rosina…

ROSINA. — Vos callad. Decidle al señor Ferdinando que vaya a casarse con la señora
Sabina. Aquí hay una carta suya para él.

FERDINANDO. — ¿Una carta de mi querida Sabina?

ROSINA. — Así es señor, me la entregó esta mañana.

FERDINANDO. — ¡Oh! ¡mi prenda querida! ¡La leeré con el mayor placer del mundo!

VITTORIA. — Queremos oír también nosotros.

COSTANZA. — Sí, es cierto, también nosotros.

GUGLIELMO. — Acordaos de que a las cartas se responde. (A FERDINANDO.)

GIACINTA. — Cuando merecen tener respuesta. (A FERDINANDO.)

FERDINANDO. — Desde luego, se supone.

VITTORIA. — Leed en voz alta, que todo el mundo oiga.

FERDINANDO. — Os prometo que no me dejaré ni tan siquiera una coma. (Abre la carta.)

CRIADO. — Señora, el señor Filippo, el señor Leonardo y el señor Fulgenzio, que ansían
saludarla. (A COSTANZA.)

COSTANZA. — Decidles que están en su casa, que pasen. Traed aquí unas sillas. (Al
CRIADO.)

CRIADO. — (Si las hubiera; pero no hay las suficientes.) (Sale.)

VITTORIA. — Lamento esta interrupción ahora. Quisiera oír esa carta. Dádmela, no
podéis leerla sin nosotros. (Le quita la carta de las manos a FERDINANDO.)

Escena Décima

Filippo, Leonardo, Fulgenzio y dichos.

FILIPPO. — Servidor de ustedes señores. (Todos se levantan.)


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TOGNINO. — ¡Oh! señor Filippo.

FILIPPO. — ¡Vaya, figurín!

TOGNINO. — ¿Quiere jugar a la «bazzica»?

FILIPPO. — ¡Eh! no incordiéis. Giacinta, con licencia de la dueña de esta casa,


necesitaría deciros una palabrita.

COSTANZA. — Sois dueño de hacer lo que queráis.

LEONARDO. — Disculpadme, señor. Nosotros estamos aquí para cumplir con nuestra
obligación para con la señora Costanza. No os faltará tiempo para hablar con la
señora Giacinta. (A Filippo.)

FILIPPO. — Pero es que yo, cuando tengo algo en la cabeza, soy impaciente. La
señora Costanza es buena y me lo permitirá.

COSTANZA. — Os lo vuelvo a decir, señor, sois dueño de hacer lo que queráis.

GIACINTA. — (¿Qué querrá decirme mi padre? Estoy llena de curiosidad.)

FILIPPO. — Si pudiésemos disponer de una habitación, le digo dos palabras, y luego


volvemos aquí a disfrutar de su amable compañía. (A COSTANZA.)

GIACINTA. — Si nos hiciera este favor… (A COSTANZA.)

COSTANZA. — Tienen que perdonarme, las habitaciones están aún sin hacer. Si lo
desean, pueden disponer de la sala.

FILIPPO. — Sí, sí, todo vale. Vamos, vamos. Con vuestro permiso. (¡Es que yo, cuando
se trata de darse prisa y bien!) (Sale.)

GIACINTA. — Con licencia. Ahora vuelvo. (Me tiembla el corazón.) (Sale.)

FULGENZIO. — (¡Oh! ¿Qué esperáis?) (A LEONARDO.)

LEONARDO. — (Muy poco.) (A FULGENZIO.) (¡Ah! Guglielmo quiere ser mi ruina.) (Sale.)

FULGENZIO. — (Si fuera hija mía, debería actuar a mi manera o reventar.) (Sale.)

TOGNINO. — (Quiero ir a la cocina a escuchar lo que dicen.) (Sale.)

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Escena Decimoprimera

Vittoria, Guglielmo, Costanza, Rosina y Ferdinando.

GUGLIELMO. — (Me parece estar a punto de oír mi sentencia. ¿Quién sabe aún si no
me será favorable?)

FERDINANDO. — Quién sabe cuánto durará ese coloquio; y yo me muero de ganas


de leer esta carta.

VITTORIA. — Vamos, si queréis leerla, leedla. La escucharemos nosotros, y no faltará


la ocasión de que la escuche también la señora Giacinta.

COSTANZA. — Si he de confesar la verdad, también yo la oiré con agrado.

ROSINA. — ¡Pobre mujer! Cuando me la dio, lloraba.

FERDINANDO. — ¡Diantres! parece escrita en árabe.

VITTORIA. — Señor Guglielmo, ¿dormís?

GUGLIELMO. — No señora, no duermo.

VITTORIA. — (Yo no sé cómo tendré que comportarme con este hombre. El es todo
flema, y yo soy toda fuego.)

FERDINANDO. — Ahora empiezo a encontrar el hilo.

VITTORIA. — Leedlo todo, y no nos hagáis la felonía de dejar sin leer alguna que otra
bonita frase sentimental.

FERDINANDO. — Con la mayor honradez del mundo. Escuchad: «Cruel»: (Todos ríen con
moderación.) «vos me habéis herido el corazón; vos sois el primero que ha tenido la
gloria de verme llorar por amor. Si supierais, si os pudiera decir todo, tal vez os haría
llorar de compasión. ¡Ah! la modestia no me permite decir más. Desde que os
marchasteis de aquí, no he comido, no he bebido, no he podido dormir. ¡Mísera de
mí! me he mirado al espejo y casi no me he reconocido. Se marchitan mis mejillas,
y el llanto irrefrenable me debilita la vista hasta tal punto que apenas veo el papel
sobre en cual os escribo. ¡Ah! Ferdinando, corazón mío, mi esperanza, hermosura
mía». (Todos ríen.) ¿Acaso reís porque me llama hermosura suya?

VITTORIA. — Ve poco la pobrecilla.

ROSINA. — Tiene los ojos legañosos.

COSTANZA. — Tiene la lagrimilla fácil.

FERDINANDO. — Bien, bien. Ella conoce el mérito, y eso basta.

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VITTORIA. — Escuchemos la conclusión de la carta.

FERDINANDO. — Mereceríais que no leyera más.

VITTORIA. — ¡Venga, vamos! queremos oír.

FERDINANDO. — ¿Dónde estoy? ¿Dónde me había parado?

VITTORIA. — ¿Dormís, señor Guglielmo?

GUGLIELMO. — No, señora.

FERDINANDO. — Ya está, lo encontré. «Mi esperanza, hermosura mía, venid por piedad
a consolarme. ¡Ah!, sí, venid; si vos me amáis, no seré ingrata; y si no os basta el
corazón que os entregué, venid, querido, que os digo y prometo…» ¡Qué diablos!
Escribe aquí que no se entiende; cuando escribió estas dos líneas, seguro que le
temblaba mucho la mano. Ahora, ahora, empiezo a entender. «Venid, querido,
que os aseguro y prometo una donación, la donación, una amplia donación, os
prometo la donación» (otra vez), «os prometo la donación de todo lo mío. Vuestra
muy fiel amante y futura esposa Sabina Borgna»

VITTORIA. — ¡Bravo!

COSTANZA. — Me alegro.

ROSINA. — Que vivan las hermosuras del señor Ferdinando.

VITTORIA. — Así pues, ¿qué pensáis hacer?

FERDINANDO. — Una resolución heroica. Tomo inmediatamente el coche de posta y


voy a consolar, a socorrer a mi adorada Sabina. Me declaro humilde servidor de
los señores. (Sale.)

VITTORIA. — Va a consolarse con la donación.

COSTANZA. — ¡Pobre vieja loca!

VITTORIA. — Señor Guglielmo, ¿dormís?

GUGLIELMO. — No, señora.

VITTORIA. — ¿No os reís de estas cosas?

GUGLIELMO. — No tengo ganas de reírme.

VITTORIA. — (¡Oh, qué sátiro!) 25

25 En este caso la expresión es sinónimo de bruto. Los Sátiros eran divinidades de los bosques, mitad hombres y mitad machos

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ROSINA. — ¡Oh! ahí están. El congreso se acabó.

GUGLIELMO. — (Estoy ansioso de saber.) (Se levanta.)

VITTORIA. — Parece que ahora os despertáis. (A GUGLIELMO.)

GUGLIELMO. — Creedme, nunca he dormido. (Todos se levantan.)

Escena Decimosegunda

Giacinta, Filippo, Fulgenzio, Leonardo y dichos.

FILIPPO. — Ya estamos aquí, perdonadnos, señora Costanza.

COSTANZA. — Es usted dueño, señor Filippo.

VITTORIA. — ¿Qué novedades hay, señor hermano? (Con tono caricaturesco.)

LEONARDO. — Buenísimas, señora hermana; mañana al alba partiré para Génova.

VITTORIA. — ¿Para Génova?

LEONARDO. — Sí, señora.

VITTORIA. — ¿Solo, o en compañía?

LEONARDO. — En compañía.

VITTORIA. — ¿Con quién, si es lícito?…

LEONARDO. — Con la señora Giacinta.

VITTORIA. — Me imagino que antes os casaréis.

LEONARDO. — Sin duda alguna.

VITTORIA. — ¿Y nosotros, señor Guglielmo?

GUGLIELMO. — ¿Va a Génova, la señora Giacinta?

GIACINTA. — Sí, señor, voy a Génova: gracias al cielo, a mi padre y al amantísimo


señor Fulgenzio. Os asombrará a todos que yo vaya a Génova, a todos os
maravillará que en un instante yo me haya dejado arrastrar a tan violenta decisión.

cabríos, de comportamientos bestiales y siempre en celo.

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Confieso que dejar mi Patria, abandonar la persona a la que amo más que a mí
misma… hablo de vos, querido padre, padre mío dulcísimo; ¡ah! al abandonar a un
ser tan querido se me parte el corazón en el pecho, y es un milagro que yo no
sucumba. Pero mi estado lo requiere, mi virtud lo exige, el honor me lo aconseja.
Quien me escucha me entiende. Vos, esposo mío, me entendéis; vos, que en las
contingencias en que estamos, mejor destino no podíais desear. Partiré de una
patria que me es funesta, olvidaré mis delirios, mis afanes, mis debilidades… Sí,
olvidaré, quiero decir, la ambición, la vanidad, el fanatismo de mis soberbios
veraneos. Si hubiese seguido incautamente el camino emprendido, ¿quién sabe
en qué precipicio habría caído? Al cambiar de cielo, se ha de cambiar de sistema.
He aquí a mi esposo, he aquí a quien me destinaron los numes y a quien me
concedió mi padre. Cumpliré mi deber, que los demás cumplan con el suyo. Señor
Leonardo, mañana será la partida: vos tendréis que poner en orden vuestros
asuntos. A mí tampoco me faltarán las ocupaciones, los cuidados. Sin perder
mucho tiempo en una cosa que se puede hacer al instante, en presencia de mi
padre, de la dueña de esta casa, de todos estos señores, os concedo mi mano y
os pido la vuestra.

FILIPPO. — ¡Ah! ¿Qué decís? Me hace llorar de ternura. (A FULGENZIO.)

LEONARDO. — Sí, adorada Giacinta, si vuestro progenitor da su consentimiento…

FILIPPO. — Contentísimo, contentísimo.

LEONARDO. — Aquí tenéis la mano acompañada del corazón.

GIACINTA. — Sí, yo también… (¡Ay de mí, se me oscurece la vista; no puedo tenerme


en pie.)

LEONARDO. — ¡Oh, cielos! ¿palidecéis? ¿tembláis? ¡Ah!, esto es señal de poco amor.
Si os unís a mí forzosamente…

GIACINTA. — No, no me caso con vos forzosamente. Nadie podría utilizar la violencia,
si yo misma no estuviese persuadida. Perdonad la debilidad del sexo, si no os
parece que la verecundia merezca alguna alabanza. No se puede pasar del
estado de libre al de casada sin orgasmo 26, sin una conmoción interior de espíritu y
pensamientos. Arrancar de golpe un afecto del pecho para introducir otro nuevo,
dejar al padre para seguir al esposo, no puede si no perturbar un corazón tierno, un
corazón sensible y debilitado. La razón me perturba. Mi virtud me socorre, aquí
tenéis mi mano: soy vuestra esposa. (Da la mano a LEONARDO.)

LEONARDO. — Sí, querida, yo soy vuestro, vos sois mía. (Da la mano a GIACINTA.)

26 En este caso como expresión de estar en situación de desasosiego y de ansiedad.

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Última Escena

Tognino y dichos.

TOGNINO. — Bodas, bodas, viva: se han celebrado las bodas. (Saltando.)

COSTANZA. — ¡Tonto!

ROSINA. — ¡Pero, vamos! Siempre le mortificáis. (A COSTANZA.)

LEONARDO. — Señor Guglielmo, antes de que yo parta, me haría ilusión que se hiciera
más definitivo vuestro compromiso con mi hermana.

VITTORIA. — Yo espero que la carta se suscriba esta tarde.

GIACINTA. — ¿Para qué sirven las cartas? ¿Para qué sirven las escrituras? Para nada
más que enturbiar los ánimos e inquietar. Pluguiera al cielo que me hubiese casado
con el señor Leonardo el mismo día que me comprometí a ello por escrito. Muchas
confusiones que surgieron no hubieran sucedido. La señora Vittoria tiene su dote
depositada; que el señor Guglielmo recuerde sus deberes, le conceda la mano y
se case con ella.

VITTORIA. — ¿Dormís, señor Guglielmo?

GUGLIELMO. — No duermo, señora mía, no duermo. Estoy lo bastante despierto como


para entender lo que dicen los demás, y tener conciencia de mis deberes. Soy un
hombre de honor; si no fuera así, no habría empeñado mi palabra. La señora
Giacinta merece elogio y merecen elogio sus consejos, siempre admiré su virtud, y
como última muestra de mi estima, aquí me tenéis señora Vittoria, aquí me tenéis
dispuesto a ofreceros la mano.

VITTORIA. — ¿Por la estima que le tenéis a ella, y no por el amor que me tenéis a mí?

GIACINTA. — La señora Vittoria tiene razón, y me maravilla que seáis tan poco
complaciente…

GUGLIELMO. — No os inquietéis, por favor; soy más razonable de lo que pensáis.


Señora Vittoria, podéis estar segura de que tenéis en mí a un conocedor de vuestro
mérito, un esposo fiel, un consorte respetuoso.

VITTORIA. — Todo, menos a un amante.

LEONARDO. — Acabemos ya con estas deformaciones vuestras. O le dais la mano u


os encerraré en un convento.

VITTORIA. — Me hace reír el señor hermano. Señor Guglielmo, no forzada, como


parecéis serlo vos, sino con la mejor disposición del corazón, os doy la mano.

GUGLIELMO. — Y os acepto como esposa.

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VITTORIA. — Tened al menos compasión de mí. (A GUGLIELMO, con ternura.)

GUGLIELMO. — (Yo merezco más compasión que ella.)

TOGNINO. — Bodas, bodas, otras bodas. (Saltando.)

FILIPPO. — Sí, bodas, bodas. ¿Y cuándo se harán las vuestras? (A TOGNINO.)

TOGNINO. — Están hechas, ya las hemos celebrado. Sí, sí, quiero decirlo, estoy
casado.

COSTANZA. — Tonto, imprudente, sin juicio. (A TOGNINO.)

ROSINA. — Sí, sí, no se puede ocultar más, se ha de saber y me alegro de que él lo


haya dicho.

GIACINTA. — Comprendo a la señora Costanza, que deseaba ocultar un matrimonio


que puede ser criticado, y quiera el cielo que un día estos dos esposos no tengan
motivo de quejarse de la oportunidad que les brindó un veraneo demasiado libre.
No digo más; yo sé lo que he disfrutado y cuán cara me cuesta la diversión. Gracias
al cielo estoy casada, parto para Génova, y parto con el ánimo resuelto a no
acordarme más que de mi deber. Deseo a mi cuñada aquella paz y tranquilidad
que deseo para mí misma. Suplico a mi amado padre que me quiera siempre,
aunque esté lejos; y si no fuera excesiva temeridad, le rogaría que cuidara algo
mejor sus negocios, veraneara con cordura y gastara con parsimonia. Doy las
gracias al señor Fulgenzio por lo bien que ha obrado; os aseguro, señor, que no me
olvidaré de ello mientras viva. Cumplo con mi deber para con la señora de esta
casa; les deseo todo el bien posible a sus nietos. Presento mis respetos al señor
Guglielmo. (Patética.) Parto hacia Génova con mi querido esposo. (Decidida.) Antes
de partir, permítaseme dirigirme respetuosamente a quien me escucha y me honra.
Habéis visto los Desvaríos por el veraneo, habéis disfrutado con las Aventuras de los
veraneantes, apiadaos del Regreso del campo; y si se os presentase la ocasión de
reír de la mala conducta ajena, consolaos con vosotros mismos por vuestra
prudencia, vuestra moderación, y si no tenéis quejas de nosotros, dadnos una
cortés señal de agradecimiento.

Fin de la Comedia

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La «Trilogía della Villeggiatura» de Goldoni

Por Giorgio Strehler

Traducción: Manuel Lagos

La Trilogía del veraneo (El título es quizá el más honesto y exacto para dar una
imagen, aunque en parte divulgativa, del espectáculo que reúne las tres comedias
de Goldoni: Le smanie per la villeggiatura, Le avventure della villeggiatura, II ritorno
della villeggiatura) quiere ser simplemente un espectáculo goldoniano, que tiene
como característica una duración mayor que las otras representaciones
goldonianas que se han sucedido en este año. Es decir no quiere aparecer en
absoluto como un «atrevimiento» o «rareza» u ocurrencia «polémica», como algo
escogido para crear un cierto interés público en torno a la representación. Si acaso
las ambiciones del espectáculo son bastante más elevadas y de otra naturaleza.
Ciertamente nada «escandalosas».

Inútil buscar el «porqué» se ha elegido este espectáculo a preferencia de otros,


como por ejemplo Le baruffe chiozzotte, La casa nuova, I rusteghi. Motivos de
«necesidad», motivos de «disposición» artística, motivos de «identificación», de
repertorio, etc., que se relacionan entre sí.

Esta obra es en su conjunto poco conocida, pero tiene una alta calidad artística, y
esto puede servir como motivo de particular interés. Se trata, no diremos de una
«revalorización» sino de un sacar a la luz, lo mejor posible, una parte de la obra
goldoniana poco mostrada o no considerada, según nuestra opinión, en su justa
medida. Luego no sólo damos una obra de Goldoni, no sólo tratamos de darla bien,
sino que ofrecemos algo que puede ser útil para un «estudio» de la dramaturgia
goldoniana.

Al lado de esta situación y por encima, aparece la importancia estética de la


Trilogía, goldoniana, que sobre el resto de su producción ha sido destacada por
eminentes críticos, Maddalena antes, Ortolani después, entre otros. El hecho es que
conocemos Le smanie porque la comedia puede encontrarse fácilmente, y si casi
ignoramos Le avventure y sobre todo II ritorno es porque son consecuenciales. y se
resienten en más momentos de una escritura ampliada por razones de duración y
porque aparecen como el segundo y el tercer acto de un todo.

Desde este punto de vista una novedad, sí, pero no enorme ya que en las
investigaciones goldonianas las comedias son conocidas y valoradas. Si acaso
necesitaban salir a la luz.

Es cotidiana, madura (La penúltima comedia antes de partir a París tras un tiempo
de silencio) rica de humor, insólita, llena de una vida real escapada de un fabuloso
día del siglo XVIII, que cautiva. Es su tono el que parte de una comicidad motora,
rítmica, típica del Goldoni cómico, y que poco a poco degrada en lo patético, en
el dolor. Es su tema el que al mismo tiempo se vuelve real y simbólico, concreto y
trascendente, y es este dilatar de la acción cotidiana en la historia (un lugar de
veraneo, gente que vive, sufre, se divierte y ama y que al mismo tiempo, debajo,

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presenta el esquema de una sociedad en los umbrales de la Revolución Francesa
que se encamina hacia la catástrofe histórica, con su carga de humanidad, de
error, de bien, de mal, de incomprensión) el que nos maravilla. Es su alcanzada
madurez de anotaciones psicológicas, de fijar el trazo inconfundible de carácter y
sobre todo del estado de ánimo. Luego en definitiva la Trilogía resulta una comedia
de estado de ánimo y, sin querer anticiparse demasiado, de atmósfera, si un
vocablo semejante puede ser usado por Goldoni. Estados de ánimo sobre todo
amorosos.

La Trilogía es una comedia de amor. Y de un amor «confuso». Los personajes, que


confunden todo: al vivir así, como al amar así, parece decirnos Goldoni. Goldoni se
había acercado más veces (no muchas la verdad.) a la comedia de amor, la
Pamela nubile y Gli Innamorati, no había trasladado situaciones de amor en otras
comedias. Ciertamente podemos decir que la relación amorosa es el punto de
apoyo de toda la comedia goldoniana, hay siempre una intriga amorosa. Pero esto
no tiene nada que ver con la comedia de amor. Los apuntes amorosos, además,
tienen siempre un significado particular en Goldoni y salvo algunos acentos (Como
aquella Bettina, La putta onorata, la misma Moglie saggia, con aquella difusa
humanidad popular, aquella dulce desesperación, delicadísimo toque) son cínicos,
diremos indiferentes, formales. No hay pálpito verdadero «dentro». En cambio, el
drama es de amor, de lleno, sin reticencias, hay abandono sentimental, encuentro
de sentimientos acalorados, y el todo se diluye en la «bondad» goldoniana, en su
«sabiduría» y en la bondad del desenlace del nudo dramático que podría
«preludiar» a la tragedia (y ya en Le Baruffe nosotros sentíamos soplar un tono de
tragedia posible, en la furia de Titta Nane, que nunca se libera pero que da un
sabor así moderno, intenso a la obra.) pero que se diluye en una profunda
melancolía, de insignificancia que muere en silencio, que se presenta dulcemente,
que admite el mal de las cosas, de la vida (a veces en forma de conveniencia,
reputación, honor pero también como piedad por los demás, pena de hacer el
mal a quien no tiene culpa y cosas así por el estilo, incapacidad de conversar, de
hablarse, de romper.)

No queremos naturalmente avanzar desde allí al alcance de todo esto, pero hay
en esto un morir del siglo, un declinar siempre más acentuado. Es claro que
propiamente por esto la trilogía revela un insospechado sentido de «modernidad».
Pero más que modernidad un cierto «posible encuentro» con otros mundos más
recientes. O mejor, más que encuentros, cierta analogía.

También esto nos ha interesado.

De todos modos, todo lo que os estamos diciendo es parte de un preludio estético


que es mejor dejar a la obra. Aunque era necesario decirlo porque, tratándose de
una reducción y encontrando después en el acento de la comedia un tono
bastante moderno e insólito, viene dado espontáneamente el pensar en una
operación «quirúrgica» bastante más acentuada que la real.

Las tres comedias fueron representadas en tardes sucesivas, a poca distancia la


una de la otra, en el otoño del 1761. Los prolegómenos de la actriz Bresciani en la
primera representación de Le smanie explicaron el hecho de que las tres comedias

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forman un todo único, representado a distancia por razones diremos «técnicas».

Es absolutamente lógico e histórico y ligado a la voluntad goldoniana recitarlas


juntas, en un solo espectáculo.

El problema es sólo por lo tanto de duración, no de legitimidad. Ahora bien, la


duración de una comedia goldoniana gira sobre una hora y treinta, una hora y
cuarenta minutos, sin intervalos y con algunos minutos para cambios de escena. En
el XIX era común representar en una sola tarde dos comedias de Goldoni. Tenemos
ejemplos clarísimos, manifestaciones y noticias. Nosotros mismos, representando
Shakespeare, representamos textos de una duración notable, también tres horas
de espectáculo. Ha sido cuidado nuestro, asegurarnos que la Trilogía podía
soportar la reducción de aproximadamente una comedia sobre tres. En tal caso
era posible representarla. Tal reducción ha traído consigo simplemente algunas de
sus grandes líneas:

A.- Supresión de cualquier escena decadente artísticamente en modo inequívoco


y no imprescindible para la comprensión, para la rítmica goldoniana.

B.- Cortes internos, en las escenas, con exclusivo intento dramático, como si el
problema duración no existiese. Es decir se ha cortado aquello que podía ser
cortado sin tocar la estructura del periodo y de las escenas, por necesidad de
representación y considerando las vacilaciones de la dramaturgia de Goldoni hoy
(es decir: repeticiones, afirmaciones demasiado explícitas, monólogos frecuentes,
apartes.) Se ha hecho una operación que se cumple siempre por obvias razones, y
no en mayor medida.

C.- Unificación de diversos lugares en un sitio global, por razones de parsimonia


técnica y de unidad.

Y esto es todo. Aquí y allí se ha retocado el vocabulario demasiado «arcaico» sin,


por otra parte, modificar el léxico goldoniano.

El resto del texto permanece absolutamente inmutado. Insistimos porque no se trata


de un experimento «a cuerpo gentil», ni de una bizarría. Se trata de la
representación de las tres comedias de Goldoni, así como son, posiblemente en el
estilo y en el gusto que requieren, con apenas reducir y moderar, para poder ser
representadas sobre un escenario contemporáneo. Nada más.

Lo que nos interesa es el resultado del espectáculo. El contacto entre público y


obra, pero obtenido con la máxima objetividad. Las bromas interpretativas con los
clásicos no nos gustan.

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