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CARLO GOLDONI
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El autor al lector 1
No me parece que los Autores antiguos, ni los modernos, se hayan divertido mucho
escribiendo una Comedia sobre el mismo tema. No conozco más que el Menteur y
la Suite du Menteur que Comedle en parte tradujo y en parte imitó del español
Lope de Vega. 2 Se me consienta, sin embargo, decir que La Suite du Menteur no
tiene nada que ver con la comedia que la precede. Es verdad que Damón, el
Mentiroso, y Clitón, su criado, son los mismos personajes tanto en la primera como
en la segunda comedia, que en la segunda se relatan algunas de las aventuras de
la primera, pero el argumento es bastante distinto y el carácter del propio Mentiroso
es otro, porque en la primera Damón miente por defecto y en la segunda miente
por generosidad y casi por una impensable necesidad. Por consiguiente, yo no he
pretendido imitar a nadie cuando empecé a escribir una segunda Comedia como
continuación de la primera, e incluso una tercera como continuación de las otras
dos. La primera vez que me ocurrió fue después del éxito de la Putta onorata,
Comedia Veneciana, a la cual siguió la Buona Moglie. Pamela y Pamela maritata
son dos Comedias que tienen la misma continuación. Animado por el éxito
alcanzado por dos Comedias consecutivas, he intentado escribir tres. Lo conseguí
felizmente con las Tres Persianas 3, de manera que el público esperaba y pedía la
cuarta, así que animado por el éxito, compuse con el mismo argumento las tres
Comedias que aquí presento, pero con una diferencia, que las otras las imaginé
una después de otra y a estas tres de una sola vez.
Alguien podría decir: ¿qué dificultad encierra el escribir tres Comedias con el mismo
tema? Las que ahora tú presentas al Público no son sino una sola Comedia, dividida
en nueve actos. Calixto y Melibea es una Comedia Española en quince actos 4; no
causa maravilla que tú hayas escrito una en nueve. A quien me dijese esto le
contestaría que Calixto y Melibea no podría representarse en una sola noche y no
podría dividirse en tres representaciones, puesto que la acción de esta Comedia,
irregular y escandalosa, no es susceptible de ser dividida. Cada una de mis tres
Comedias empieza en el momento mismo del encuentro y termina de manera que
si uno ve la segunda, y no ha visto la primera, se queda satisfecho habiendo visto
una Comedia inteligible que comienza y termina, y lo mismo puede decirse de la
tercera.
Bien es verdad que al final de la segunda, esta tercera es casi una promesa y he
dejado intencionadamente algo en suspenso para continuar el argumento en la
siguiente; pero con diez líneas más se hubiera podido terminar perfectamente la
acción en la segunda. He querido despejarme el camino para una tercera
Comedia, que sirviera de conclusión a las dos anteriores, para dar fe de la locura
1En la edición del Municipio de Venecia (Venecia MDCCCCXIV, tomo XIX, p. 259) se lee: «El presente prefacio fue impreso
al frente de esta Comedia, por vez primera, en el tomo XI de la edición Pasquali de Venecia, a comienzos del año 1773. No
existe carta de dedicatoria».
2Como es sabido, Le Menteur (1642) fue una imitación de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, mientras que La
Suite du Menteur (1643), lo fue de Amar sin saber a quién de Lope de Vega.
3 Estas tres comedias son: La sposa persiana (1753), Ircana in Jalfa (1755) y Ircana in Ispahan (1756).
4 Lógicamente se refiere a La Celestina, aunque la primera edición de 1499 tenía 16 actos y las siguientes 22.
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de los veraneos desmadrados. En esta Comedia aparecen todos los Personajes de
la primera y de la segunda, con excepción de Sabina, que se queda en
Montenero, sin ser del todo olvidada, porque la llegada de una carta nos hace
recordar su presencia.
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Personajes
Filippo
Giacinta
Leonardo
Vittoria
Guglielmo
Costanza
Rosina
Tognino
Fulgenzio
Ferdinando
Brígida
Paolino 5
Cecco
Criados
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Acto Primero
Escena Primera
CECCO. — Señor.
LEONARDO. — ¿Quién?
CECCO. — Un joven que trae una factura en la mano. Creo que se trata del mozo
de la droguería.
CECCO. — Se lo dije ayer y antes de ayer, como usted me ordenó; pero como viene
tres o cuatro veces al día, es mejor que le reciba y luego le despache usted como
guste.
LEONARDO. — Ve y dile que he dado órdenes a Paolino para que le liquide la cuenta.
Estoy esperando que regrese de Montenero y en cuanto vuelva, le pagará.
LEONARDO. — ¡Ay! Mis asuntos van siempre de mal en peor. Y este año, además, el
veraneo me ha costado más que otras veces.
LEONARDO. — Eso es una impertinencia. Dile que deje la cuenta y que enviaré a
alguien a la tienda a pagarla.
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LEONARDO. — Parece que éstos no tienen nada más que hacer; parece que les falta
el pan para comer. Siempre están con la escopeta cargada para herir el corazón
de los hombres honrados que no tienen con qué pagar.
CECCO. — Este también se ha ido poco contento, pero se ha ido. Aquí está la
cuenta. (Se la da a LEONARDO.)
LEONARDO. — Acércate a casa del señor Filippo a ver si por casualidad han
regresado.
LEONARDO. — Estoy muy impaciente. En primer lugar por el amor que siento por esa
ingrata, esa fiera de Giacinta y en segundo lugar porque, en las condiciones en
que me encuentro, la única forma de levantar cabeza sería su dote.
CECCO. — Señor…
LEONARDO. — Siempre líos, siempre citaciones, siempre pleitos. Pero, ¡cielo santo! si
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yo no tengo nada. Y quieren atormentarme, y quieren obligarme a lo que yo no
puedo hacer. Si estuviera en condiciones de poder pagarles, les pagaría.
CECCO. — Señor, al bajar las escaleras me encontré con el criado del señor Filippo,
que venía a dar parte a usted y a la señora Vittoria de que han regresado a Livorno.
LEONARDO. — Estoy impaciente por ver a Giacinta. A ver qué acogida me reserva en
Livorno, después de las cosas que han pasado en el campo, Guglielmo sigue
aplazando la escritura del compromiso con mi hermana. Estoy en un mar de
inquietud y, además, me afligen las deudas y me atormentan los acreedores.
CECCO. — Es imposible señor. Ya me lo han hecho otras veces. Esos son capaces de
quedarse aquí hasta la noche.
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LEONARDO. — ¿Tienes la llave de la puertecilla secreta?
LEONARDO. — Sí, que esperen hasta que el diablo se los lleve. (Sale.)
Escena Segunda
VITTORIA. — Eso me parece una tontería, una ordinariez. ¿Tiene visitas en la sala y se
va sin recibirlas y sin tan siquiera despedirse? Si son personas de respeto, las recibiré
yo.
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CECCO. — Del amo.
CECCO. — (Habla muy bien mi ama. Pero tampoco ella actúa como habla.)
CECCO. — Sí señora.
VITTORIA. — ¿Cuándo?
CECCO. — (¡Ya!, claro, nos entendemos. Los pobres operarios, cuando reclaman su
propia sangre, son todos unos bribones.) (Sale.)
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que yo sea la primera en cumplimentarla. Iré, pero iré a disgusto. Nunca he podido
sufrirla, pero ahora, después de las cosas que han surgido este verano, con sol
acordarme, se me resuelve la sangre. Guglielmo todavía no ha querido firmar la
escritura y se deja ver muy poco; tengo una turbación enorme.
VITTORIA. — Me alegra hablar con este viejo que nos ha echado a perder el placer
del campo en el mejor momento…
Escena Tercera
Fulgenzio y dicha.
FULGENZIO. — Yo, desde que os fuisteis de aquí, no he escrito una línea a vuestro
hermano, y vuestro tío está estupendamente de salud, así que a este respecto no
sé de lo que estáis hablando.
FULGENZIO. — ¿A quién?
VITTORIA. — A mi hermano.
VITTORIA. — ¿Cómo soñado, si hemos corrido a Livorno para llegar a tiempo antes
de que expirara nuestro tío?
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FULGENZIO. — ¿Y quién os ha dicho esa barbaridad?
VITTORIA. — ¿Y de quién?
FULGENZIO. — Sí, de él, que hasta ahora ha llevado una vida de las más alocadas y
desordenadas del mundo. Ya alguien me ha había dicho que sus asuntos
marchaban por mal camino; pero no creía que llegarían a tanto. Me arrepiento de
haberme inmiscuido en el asunto de su boda, de haberme hecho valedor, con mis
palabras, ante el señor Filippo, de un hombre que no merece a su hija.
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FULGENZIO. — ¿Y dónde está vuestro hermano?
Escena Cuarta
VITTORIA. — No se puede decir que no diga la verdad. Pero cuando toca oírlo, duele.
VITTORIA. — ¡Oh! El señor Ferdinando. Por él sabré alguna novedad. Pase, pase, estoy
aquí.
FERDINANDO. — Muy agradecido. Pero no creía tener que volver tan pronto.
VITTORIA. — Supongo que habéis llegado con el señor Filippo y la señora Giacinta.
FERDINANDO. — Sí, y hemos hecho un viaje tan agradable que si llega a durar dos
horas más, me viene la calentura.
FERDINANDO. — Porque la señora Giacinta no hacía más que suspirar. El señor Filippo
se durmió de Montenero a Livorno. La criada lloraba al ausente; y yo me he
aburrido soberanamente.
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FERDINANDO. — Le pasaba… le pasaban… ciertas locuras por la cabeza, tantas y
tantas que siento vergüenza por ella.
FERDINANDO. — De Tognino.
VITTORIA. — Ya estáis metido lo suficiente como para despertar mis sospechas, así
que es vuestra obligación desengañarme.
FERDINANDO. — Naturalmente.
FERDINANDO. — ¡Oh! No me ha pasado por la cabeza pensar que suspirara por él.
FERDINANDO. — ¡Quién sabe! ¿No podría, tal vez, suspirar por mí? (Riendo.)
6 Es una expresión legal que significa: iniciar acciones judiciales contra el padre para que pase al hijo una pensión alimenticia.
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VITTORIA. — Vaya, eso no, por vos no. ¿Suspira por otro acaso?
FERDINANDO. — No me parece haber hecho nada que merezca ser criticado. Mucho
peor sería si yo diera achares a dos chiquillas en edad de merecer, fingiendo amar
a una para ocultar mi pasión por la otra.
FERDINANDO. — Van por el aire y dejo que el aire se las lleve a donde las quiera llevar.
VITTORIA. — ¡Qué lengua viperina! ¿Es posible escuchar algo peor? Me ha puesto
7Como en otras ocasiones, aquí es también sinónimo de enamorada, aunque parece algo más ambigua si recordamos el
contexto de Le avventure.
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miles de moscas tras la oreja. Hace tiempo que tengo sospechas, dudas,
ansiedades. Este caballero acaba de alterarme. En casa las cosas marchan mal,
los negocios van mal, el corazón anda pésimamente. ¡Pobre de mí! Bien caro estoy
pagando el placer del veraneo. ¡Mucho mejor hubiera sido si ni siquiera hubiese
ido! (Sale.)
Escena Quinta
Giacinta y Brígida.
GIACINTA. — ¡Vaya dificultad tonta! ¿Es qué no sabe que cuando digo ése, quiero
decir Guglielmo?
GIACINTA. — ¿No tengo razón de hablar de él con desprecio, con hastío, con
villanía? ¿Podía portarse peor de como lo ha hecho? ¿Hundirme hasta este punto?
¿Enamorarme tan locamente? ¿Qué vida miserable he llevado por su culpa? ¿Qué
espasmos, qué miedos no me ha hecho experimentar? Ni siquiera he disfrutado de
una hora de sosiego. Empezó a insidiarme desde el primer día. ¡Ah! ¡Con qué arte
se ha insinuado en mi alma, en mi corazón! ¡Qué palabras artificiosas! ¡Qué miradas
lánguidas y traicioneras! ¡Qué estudiadas atenciones! Y ¡cómo sabía encontrar los
momentos para estar a mi lado a solas! Y ¡qué suaves palabras sabía emplear y
con qué gracia las decía! (Apasionadamente.)
GIACINTA. — No, te equivocas. Estoy sana, sanísima, como antes. Ahora todos mis
pensamientos los dedico a los preparativos de mi boda. En lo que le toca hacer a
mi padre, ya he pensado en lo que quiero que haga. En lo que respecta a mi
esposo, no quiero en absoluto que el señor Leonardo se lo consulte a su hermana.
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No quiero que se le dé la incumbencia de ocuparse de mi vestuario, en primer lugar
no le conviene, porque es doncella, y después porque tiene mal gusto. Se viste tan
mal que estoy segura de que para mí lo habría aún peor. Estos son todos los
pensamientos que me ocupan ahora. No tengo otra cosa en la cabeza que trajes,
adornos, joyas, puntillas de Flandes, encajes venecianos 8 , encajes de blonda,
zapatos, cofias, abanicos. Esto es lo que me interesa en este momento y no pienso
en otra cosa. (Esforzándose por aparentar frivolidad.)
GIACINTA. — Espero amarlo tiernamente un día. He oído decir que muchos que se
han casado por amor, muy pronto se han aburrido y arrepentido; mientras que otros
que lo hicieron por compromiso, por simple resignación y poco amor, con el tiempo
se han enamorado y se han llevado bien hasta la muerte.
BRÍGIDA. — Desde luego, señora, que usted no correrá el riesgo de aburrirse por
haberle amado demasiado desde el principio. Pido al cielo que la virtud del vínculo
actúe mejor en el porvenir.
GIACINTA. — Sí, así tiene que ser y así será. Tomo al señor Leonardo como un marido
que me ha sido destinado por el cielo y que mi padre me ha dado. Sé que debo
respetarlo y amarlo. En lo que al respeto se refiere, cumpliré con mi deber; en
cuanto al amor, haré lo que pueda.
GIACINTA. — s mucho decir que ese temerario de Guglielmo aún no haya intentado
verme.
GIACINTA. — ¿Por qué no habría de recibirlo? ¿Por qué debería demostrar que le
tengo miedo? ¿No he de ser dueña de mí misma? ¿No tengo bastante virtud para
verlo y tratarlo con indiferencia? He sido débil, es verdad, pero en tres días que no
le trato, he tenido tiempo de recapacitar y de fortalecer mi espíritu y mi corazón. Es
menester que me acostumbre a estar con él, al igual que con muchos otros. Va a
ser el marido de mi cuñada. Poco o mucho, algunas veces deberemos estar juntos.
8Las puntillas y los tejidos adamascados de Flandes (Bélgica), son de sobra conocidos por su extraordinaria calidad. En
cuanto a los encajes venecianos, se llamaban Ponti in aiere (Puntos de aire), por su ligereza y delicadeza.
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¿Qué diría la gente si yo rehuyera su presencia? No, no, quiero empezar a
acostumbrarme a tratar con él cuanto antes, como si jamás le hubiese amado o
conocido; y soy capaz de hacerlo, y tengo el valor de hacerlo, y verás tú misma
qué bien lo haré, con qué espíritu y con qué ánimo.
GIACINTA. — El señor Leonardo estaría loco. ¿Por qué no iba a querer que yo tratara
a su cuñado?
Escena Sexta
Criado y dichas.
CRIADO. — Señora, el señor Guglielmo está aquí y quisiera presentarle sus respetos.
GIACINTA. — (¡Ay de mí! ¿Qué querrá decir este fuego que repentinamente me
abrasa?)
GIACINTA. — (Lo que hace falta es valor. Superemos esta pasión indigna.) Que pase,
es muy dueño.
GIACINTA. — ¿Por qué ánimo? ¿Por qué me insinúas que tenga ánimo? ¿De qué
debería tener miedo? (Allí está. ¡Oh, cielos! Estoy temblando, la pasión me traiciona
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y me falta el valor.) Brígida, un repentino dolor de estómago me obliga a retirarme.
Atiende tú al señor Guglielmo y dile que me disculpe… (¡Ah! Me mataría con mis
propias manos.) (Sale.)
Escena Séptima
BRÍGIDA. — ¡Vaya virtud, vaya valor! ¡Ay, pobrecilla! Ella también es mujer, es de
carne y hueso como las demás.
BRÍGIDA. — Estaba, a decir verdad; pero su señor padre la mandó llamar. (Si le digo
que le duele el estómago, no lo va a creer, es una disculpa mezquina.)
GUGLIELMO. — Esperaré.
BRÍGIDA. — Bien, Señor, presentaré a mi señora sus cortesías y será como si las hubiese
recibido personalmente.
BRÍGIDA. — Querido señor mío, tome las cosas como le parezcan; yo no sé qué
decirle. (A ver si puedo romper esta amistad.)
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BRÍGIDA. — Debido a esta circunstancia, tendrá tiempo de verla y volverla a ver, y
de decirle todo lo que quiera.
GUGLIELMO. — ¿Cómo que no lo sabéis, si hace poco me dijisteis que mandó llamar
a la señora Giacinta?
Escena Octava
Leonardo y dichos.
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BRÍGIDA. — Ya voy, ya voy. (¡Esto sí que tiene gracia! Tengo el mismo interés que
tienen ellos.) (Sale.)
GUGLIELMO. — Es mi obligación.
GUGLIELMO. — Estupendo…
GUGLIELMO. — Sí, voy ahora mismo. Os ruego que me pongáis a los pies de la señora
Giacinta; decidle que he venido a presentarle mis respetos. (Conviene disimular.
No estaré contento si no le hablo aunque sea una sola vez.) (Sale.)
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Escena Novena
LEONARDO. — Bien. Decidle que lamento su mal, que adivino la causa, y que por mi
parte intentaré contribuir a que se cure. (Con irritación.)
BRÍGIDA. — (Tiene razón, a decir verdad tiene razón. Está ciega, y su gran virtud se
ha convertido en humo.) (Sale.)
Escena Décima
LEONARDO. — Sí, me merezco esto y aún me merezco algo peor. Debía haberme
dado cuenta antes de que ella no me tiene ni amor, ni estima, ni gratitud. Mis
atenciones caen en saco roto; mi esperanza es vana, y ¡ay de mí si me casara con
ella! ¿He de perderla entonces? ¿He de dejarla libre para que luego, para mi
infamia y deshonra de mi casa, se case con Guglielmo, y ese indigno se burle de
mí y del compromiso contraído con mi hermana? No, que no esperen esto, con
certeza. Sobre olvidarme de esa ingrata, pero no soportaré vilmente el insulto.
Encontraré la manera de vengarme. Me vengaré cueste lo que cueste. Aunque
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me cueste la perdición, el hundimiento. Estoy maltrecho, es verdad, pero aún tengo
lo suficiente como para poderme tomar una satisfacción. Quiero enseñarle al
mundo que tengo espíritu, que tengo sentido del honor. Sí, pérfida, sí, amigo traidor,
me vengaré, me la vais a pagar.
CRIADO. — Me pregunto si usted estaba. Le dije que sí. Me dio la carta y se marchó.
CRIADO. — (Está muy enfadado este señor. Pero también la señora está furibunda.
Se fueron al campo con alegría y han regresado con el diablo en el cuerpo.) (Sale.)
Escena Undécima
Leonardo solo.
LEONARDO. — ¡Pobre de mí! ¡Qué oigo! ¡Qué carta es ésta que me escribe Paolino!
¿Embargados mis bienes en el campo? ¿Embargados los muebles del palacete?
¿Incluso la ropa de mesa, la cubertería y la plata que pedí prestada? ¿El propio
Paolino arrestado por orden de la justicia? Esta es mi última ruina, mi reputación
está perdida. Montenero aún está lleno de gente. ¿Qué dirán de mí los
veraneantes? ¿Qué atropello se hará de mi nombre? ¿De qué me sirve que hasta
ahora yo haya hecho alardes con tanto esfuerzo y tanta brillantez, si ahora se
descubren mis miserias y mi ambición es condenada? ¡Ah! este golpe me aniquila,
me hace polvo. Giacinta, Guglielmo, también ellos se burlarán de mí. ¿Qué
venganza quiero tomarme con ellos? ¿Quién es mi peor enemigo sino yo mismo?
Yo soy el loco, el estulto, el enemigo de mí mismo. (Sale.)
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Acto Segundo
Escena Primera
Habitación de Leonardo.
Leonardo solo.
Escena Segunda
Fulgenzio y dicho.
FULGENZIO. — Servidor suyo. (En tono severo.) ¿Se ha divertido mucho en el campo?
FULGENZIO. — ¿Y qué os queda para veros arruinado más de lo que estáis? ¿Queréis
darme a mí gato por liebre? Me maravillo de vos. Me maravillo de que hayáis tenido
el atrevimiento de comprometer a un caballero honrado como yo en pedir para
vos a una doncella como esposa. Vos conocíais vuestra situación, y fue una
traición, una superchería en toda regla. Pero en lo que a mí me concierne, lo
remediaré: haré saber la verdad al señor Filippo; que luego haga él lo que quiera,
yo me lavaré las manos haciendo el propósito solemne de no inmiscuirme nunca
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más.
LEONARDO. — ¡Ah!, señor Fulgenzio, por el amor de Dios, no me hundáis aún más en
la desesperación. Ya que conocéis mi situación, tened compasión de mí. Me
encuentro en circunstancias tan lastimosas que no me queda ni un rincón en donde
refugiarme; me veo obligado a buscar la solución más desesperada. Sin hacienda,
sin crédito, sin amigos, sin ayuda, la vida no me sirve sino para vergüenza y pena.
Ayudadme, señor Fulgenzio, ayudadme; estoy al borde del precipicio, no permitáis
que mi casa termine en una tragedia, que mi persona se convierta en un
espectáculo.
FULGENZIO. — Si fueseis hijo mío, os rompería los huesos a palos. Este es el lenguaje de
vuestros iguales: estoy desesperado, quiero ahorcarme, quiero ahogarme. A mí
poco debería importarme, porque nada tengo que compartir con vos. Pero soy
hombre, me importa la humanidad, tengo compasión por los demás; merecéis que
os abandone, y sin embargo no tengo corazón para hacerlo.
LEONARDO. — ¡Ah! que el cielo os bendiga. Salváis a un hombre, salváis una familia
desolada. Libradme de la vergüenza, de la miseria, del acoso de los acreedores.
FULGENZIO. — ¿Pero qué os habéis creído? ¿Que yo quiera arruinarme para ayudaros
a vos? ¿Que yo quiera pagaros las deudas, para que vos contraigáis otras?
LEONARDO. — ¿En qué consisten, entonces, los ofrecimientos que me habéis hecho
hasta ahora?
FULGENZIO. — Consisten en interceder en vuestro favor, con mis buenos oficios, ante
vuestro tío Bernardino, que es quien tiene más posibilidades y mayores obligaciones
de ayudaros en vuestras desgracias. Y si os dedico tiempo, doy los pasos, digo las
palabras y doy consejos, hago mucho más de lo que me compete.
FULGENZIO. — Sea como sea, hay que dar este paso, hay que empezar por ahí para
seguir adelante. Si no os ayuda vuestro tío, ¿quién queréis que lo haga?
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LEONARDO. — Sí, voy, pero voy de muy mala gana. (En actitud de irse.)
Escena Tercera
LEONARDO. — Iría con mucho gusto, pero en este momento no puedo. Id vos. Luego
me diréis cómo está, cómo os ha recibido, qué dice de mí, en qué disposición está
con respecto a nuestros esponsales.
LEONARDO. — Señor Fulgenzio, media hora antes o media hora después, me parece
que da lo mismo.
VITTORIA. — Si ella me pregunta por vos, si se queja de que no mostráis interés por
verla, ¿qué queréis que le diga para disculparos?
LEONARDO. — (¿No podríamos aplazar la visita a mi tío para después del almuerzo?)
(A FULGENZIO.)
FULGENZIO. — (¿Acaso queréis ver otra vez vuestra casa llena de acreedores?)
FULGENZIO. — ¡Ya entiendo! Que tenga un buen día su señoría. (En actitud de irse.)
LEONARDO. — No, no os vayáis, iré con vos. (Mire a donde mire, no veo más que
escollos, tormentas, precipicios.) Id pues, y decidle a la señora Giacinta… no sé qué
decidir… decidle lo que os parezca. Vámonos. (A FULGENZIO.) Estoy fuera de mí; no sé
ni lo que quiero. Aumentan mis temores, mis angustias, mis crueles desesperaciones.
(Sale con FULGENZIO.)
Escena Cuarta
VITTORIA. — Es muy insolente ese viejo. Pero en las condiciones en las que nos
encontramos, conviene creer que mi hermano lo necesite y por tanto conviene
soportarlo. ¡Vaya, vaya, aquí viene el señor Guglielmo! Ya era hora de que se
dignara presentarse. Pero viene con él ese deslenguado de Ferdinando. Parece
que Guglielmo lo haga aposta. Parece que rehúse encontrarse conmigo a solas.
Esto es señal de poco amor. Y mis sospechas aumentan cada vez más.
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FERDINANDO. — Estoy aquí en compañía del amigo.
VITTORIA. — Pues, no, señor, aún no ha encontrado tiempo para hacer esta gran
cosa que se hace en un momento, y que debía hacerse a nuestro regreso a Livorno.
FERDINANDO. — Creo que la señora Vittoria ya sabía que se iba a hacer hoy la
escritura.
VITTORIA. — Sí, desde luego; ya que he de cumplir el ceremonial, que sea cuanto
antes.
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VITTORIA. — Quería que me acompañara mi hermano, pero sus negocios no se lo
han permitido.
FERDINANDO. — Dice bien; habla con prudencia. Vos id a requerir al notario. Yo tendré
el honor de acompañarla donde la señora Giacinta.
VITTORIA. — No estaría mal que a mi regreso, dentro de una hora más o menos, os
encontrara aquí con el notario. (A GUGLIELMO.)
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VITTORIA. — Señor Guglielmo, habladme con sinceridad.
VITTORIA. — No, querido señor Guglielmo, no toméis la cosa por su lado malo. Os pido
perdón si os he agraviado. Os amo con la mayor ternura del mundo. Voy a ser
vuestra esposa, y sólo de vos quiero depender. Iré con vos a visitar a la señora
Giacinta. Incluso dejaré de ir si lo queréis.
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GUGLIELMO. — Señora, un poco de resignación: os ruego que obedezcáis.
Escena Quinta
BERNARDINO. — Es muy dueño, es muy dueño. Que pase el señor Fulgenzio, es muy
dueño.
BERNARDINO. — Buenos días mi querido amigo. ¿Qué hacéis? ¿Estáis bien? Hace
tiempo que no os veo.
FULGENZIO. — Gracias al cielo estoy todo lo bien, que le está permitido a un hombre
maduro que empieza a sentir los achaques de la vejez.
BERNARDINO. — Haced como yo, no hagáis caso. Algún que otro mal tenemos que
padecer; pero quien no le hace caso, lo nota menos. Yo como cuando tengo
hambre, duermo cuando tengo sueño, me divierto cuando tengo ganas. Y no
hago caso, no hago caso. ¿Y a qué hay que hacer caso? ¡Ah, ah, ah, todo da lo
mismo! No hay que hacer caso. (Riendo.)
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FULGENZIO. — Amigo mío, he de hablaros del señor Leonardo, vuestro sobrino.
BERNARDINO. — ¿Que no ha tenido juicio? ¡Qué diantres! Me parece que tiene más
juicio que nosotros. Nosotros nos esforzamos por ir tirando; y él disfruta, despilfarra,
tripudia 9, vive alegremente: ¿y os parece a vos que no tiene juicio?
BERNARDINO. — ¿Hundido? ¿Acaso se ha caído del carrocín? ¿Quizás los seis caballos
del tiro se le fueron de la mano al cochero?
FULGENZIO. — Vos reís, pero la cosa no es para reír. Vuestro sobrino tiene tantas
deudas que no sabe hacia donde tirar.
BERNARDINO. — ¡Oh! mientras no haya algo peor, eso no es nada. Las deudas no le
harán suspirar a él, harán suspirar a sus acreedores.
BERNARDINO. — Nada, no es nada. Que vaya cada día a casa de aquellos que han
comido en la suya, y no le faltará de comer.
BERNARDINO. — Querido señor Fulgenzio, vos sabéis cuánta amistad y cuánta estima
siento por vos.
9 El tripudio era una danza de los antiguos romanos, en la que se batían rítmicamente por tres veces los pies en el suelo.
10 Los «galeones» con mayor exactitud eran ornamentos de las libreas y de los uniformes militares.
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manera. Sabed que el señor Leonardo tiene una buena ocasión para casarse.
BERNARDINO. — ¡Vaya, un hombre como él! Da una patada y el dinero brota por
todas partes.
BERNARDINO. — ¿Sí, eh? Cuando vos lo decís así será. (Fingiendo seriedad.)
BERNARDINO. — ¿Perdón? ¿De qué me quiere pedir perdón? ¿Qué me ha hecho para
pedirme perdón? ¡Ea, os burláis de mí: yo no merezco estas atenciones; conmigo
no se gastan esas ceremonias. Somos amigos, somos parientes. ¿El señor Leonardo?
¡Oh! Que me perdone el señor Leonardo, pero conmigo no tiene que hacer esas
ceremonias.
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BERNARDINO. — ¿Y dónde está el señor Leonardo?
FULGENZIO. — (Si le oye a él, es posible que haga algo. A mí ya me está aburriendo
mi papel.) (Sale.)
Escena Sexta
BERNARDINO. — ¡Oh! señor sobrino, mis respetos; ¿qué hace usted? ¿Está bien? ¿Qué
hace su señora hermana? ¿Qué hace mi queridísima sobrinita? ¿Se han divertido
mucho en el campo? ¿Han regresado con buena salud? ¿Se lo pasan bien? Claro
que sí, me alegro infinitamente.
LEONARDO. — Señor, no merezco ser recibido con todo el amor que demuestran
vuestras amables palabras; y por ende mucho me temo que con excesiva bondad
queréis encubrir los reproches que me son debidos.
BERNARDINO. — ¿Pero qué decís? ¡Qué gran talento tiene este joven! ¡Qué forma de
hablar! ¡qué bonito discurso! (A FULGENZIO.)
Muy acorde con la particular forma de abordar las cuestiones, el tío Bernardino utiliza aquí deliberadamente terminología
11
militar.
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BERNARDINO. — Cúbrase.
BERNARDINO. — ¡Oh! no haría tal cosa ni por todo el oro del mundo. (Con el gorro en la
mano.)
BERNARDINO. — Con licencia. (Se pone el gorro.) ¿Habéis sido muchos este año? ¿Habéis
tenido buenas diversiones?
LEONARDO. — Así debería ser, y ocho mil escudos de dote podrían aliviarme. Pero si
vos no me libráis de algunas deudas…
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LEONARDO. — Señor, si no remedio a mis desgracias…
BERNARDINO. — ¿Pasquale?
PASQUALE. — Señor.
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Escena Séptima
BRÍGIDA. — No, señora, no es necesario decir: diré, haré, así tiene que ser, así quiero
hacer. En determinados encuentros no somos dueñas de nosotras mismas.
12Parece que esta obra es una invención de Goldoni, que caricaturiza algunos de los temas científicos más de moda en el
Setecientos.
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duermo.
GIACINTA. — Dime de qué se trata, es posible que te pueda enseñar qué célula
tienes que abrir para desecharlo.
GIACINTA. — Pero, vamos, Brígida, ese pensamiento tuyo no es tan malo ni puede ser
tan molesto para que te esfuerces tanto en desecharlo. La idea no es descabellada
ni para ti ni para él. No veo obstáculos a tu boda; basta que tú, sin cerrar la célula
del amor, abras la de la esperanza.
BRÍGIDA. — A decir verdad, me parece que las dos están bien abiertas.
GIACINTA. — (¡Ay de mí!) Nada, nada, que pasen. Están en su casa. (El CRIADO sale.)
Escena Octava
GIACINTA. — Bien hallada, bien hallada. Señores. Pronto, unas sillas. (Con gran alegría.)
GIACINTA. — Gracias, gracias. Rápido, las sillas. Aquí, una silla aquí. (Coge una silla con
fuerza.)
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BRÍGIDA. — (Necesita sacudir la máquina.)
GIACINTA. — Por favor, señores, siéntense. ¿Qué novedades hay en Livorno? (Con
alegría.)
GIACINTA. — Aquí, aquí, el señor Ferdinando que lo sabe todo, que va a todas partes,
nos contará él las novedades de la ciudad.
FERDINANDO. — Señora, yo he llegado esta mañana con vos; ¿qué queréis que
pueda contaros? Si no sabe algo el señor Guglielmo.
GIACINTA. — ¡Ea! decidnos vos algo alegre. (A FERDINANDO, golpeándole el brazo con fuerza.)
GIACINTA. — Vos, vos, contad algo vos. (A FERDINANDO, golpeándole igual que antes.)
GIACINTA. — (¡Oh! ¡maldito seas!) ¡Pero qué gracioso este señor Ferdinando! Me
hace reír, me hace desternillar de risa, y cuando me río de corazón, me falta el
aliento.
VITTORIA. — ¿A qué se debe, señora Giacinta, que hoy estéis tan alegre?
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GIACINTA. — ¿Os lo habéis hecho este año?
GIACINTA. — Sí, os quiero acosar. Quiero tomar venganza por aquella pobre vieja de
mi tía, que vos habéis tanto maltratado.
GIACINTA. — Que ¿qué le habéis hecho? Lo peor que podíais hacerle. (Durante este
intercambio de frases, GIACINTA está mirando a GUGLIELMO.) Al daros cuenta de su debilidad,
os habéis aprovechado y la habéis enamorado perdidamente. Y un hombre de
honor no hace estas cosas; un hombre de bien no trata de enamorar a una persona
anciana, ni siquiera a una joven, cuando el amor no puede tener una finalidad
honesta; y cuando sabe que puede causar perjuicios a los intereses, o al buen
concepto de una mujer, sea viuda o doncella, tiene que desistir, abandonar, y no
seguir insidiándola, atormentándola con visitas, con molestias, con simulaciones.
Son cosas bárbaras, peligrosas, inhumanas.
GIACINTA. — Os hablo a vos, os hablo a vos. No hace falta que os volváis. Pretendo
hablar con vos. (A FERDINANDO.)
VITTORIA. — (Se ha sulfurado mucho la señora Giacinta. Por una parte tiene razón,
pero lo ha abroncado en demasía.)
FERDINANDO. — (No quiero exponerme a soportar algo peor.) Con el permiso de las
señoras. (Se levanta.)
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GIACINTA. — ¿A dónde vais?
GIACINTA. — ¡Venga! sentaos aquí. Bromeaba. (Le hace sentarse a la fuerza.) Pobre señor
Ferdinando, ¿os lo habéis tomado a mal?
GIACINTA. — ¡Oh!, ahí viene mi padre. Ahora la conversación será más correcta. Con
lo viejo que es, que el cielo le bendiga, mantendría alegre a medio mundo. Es cien
veces más alegre que yo. (Con alegría.)
VITTORIA. — (Pero hoy Giacinta demuestra una alegría admirable.) (En voz baja a
GUGLIELMO.)
GUGLIELMO. — (Sí, es cierto.) (En voz baja a VITTORIA.) (Pero creo que se está macerando
en el veneno. Mas, si sufro yo, que sufra algo ella también.) (Para sí mismo.)
Escena Novena
FILIPPO. — Si les apetece, están en su casa. Sería un placer para mí. Haremos cuenta
que estamos de veraneo.
VITTORIA. — Por mi parte, os doy las gracias. Hoy espero una visita y es menester que
esté en casa.
FILIPPO. — Aún no nos ha hecho el honor, y deseo verle. ¿Su tío está vivo, o muerto?
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VITTORIA. — Está vivo, está vivo; ha vuelto atrás, todavía no quiere morir.
FILIPPO. — ¡Oh, vaya! Y los médicos le habían dado por despachado. Me alegro,
¡pobre hombre! Decid al señor Leonardo que tenga la amabilidad de venir a
vernos, tenemos que hablar. Tenemos que concluir lo de la boda con mi hija.
GIACINTA. — (¿Pero qué tienen sus indignas palabras, que me hacen hasta sudar?)
(Saca el pañuelo y se seca.)
GIACINTA. — (¡Oh, que te parta un rayo!) Quiero ir enseguida a verlas. Tengo una
enorme curiosidad por saber. ¿Iréis también vos, Vittorina? (Levantándose.)
GIACINTA. — Sí, es verdad, iré después del almuerzo. Tengo que vestirme, tengo que
peinarme. Tengo que ir al tocador …
GIACINTA. — Vos tenéis el vicio de decir cien veces la misma cosa. ¿Creéis que todo
el mundo tiene la poca memoria que tenéis vos? (A Filippo con desdén.)
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GIACINTA. — Adiós.
FILIPPO. — Si vais al tocador daos prisa, que yo tengo hambre y quiero ir a comer.
(Sale.)
Escena Décima
GIACINTA. — Calla, por caridad. No empieces con tus chistes a provocar mis
sufrimientos.
BRÍGIDA. — Señora, tendría que deciros una cosa; pero no quisiera que os alterase
más.
BRÍGIDA. — Mientras bajaba la escalera la señora Vittoria del brazo del señor
Ferdinando…
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GIACINTA. — (Lo he dicho siempre. Guglielmo no la puede sufrir.)
GIACINTA. — (Por otra parte me habría venido muy bien saber qué piensa
actualmente.)
BRÍGIDA. — Me lo dijo.
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GIACINTA. — Gran desgracia es la mía, que tú tengas siempre que hacer lo peor. La
curiosidad me corroe. Pagaría todo lo que tengo en el mundo por poder ver la
carta que tú no quisiste coger.
BRÍGIDA. — ¡Eh! os conozco, señora, habláis así para averiguar si la cogí o no la cogí.
GIACINTA. — No, querida, te daría las gracias, te bendeciría, te haría un regalo que
te haría feliz.
BRÍGIDA. — Tomad.
GIACINTA. — ¡Oh, cielos! Me tiembla el corazón, me tiembla la mano. ¡Ay!, esta carta
podría ser mi ruina.
BRÍGIDA. — Si, señora, como usted mande. (¡Ya, claro! Mi regalo consiste en injurias,
reproches; ya me lo esperaba.) (Sale.)
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Escena Undécima
Giacinta sola.
«Cuando llegó vuestro futuro esposo, aquel que tendrá la felicidad de poseer
vuestra mano y vuestro corazón»… ¡Ah! no sé, el corazón, no lo sé. «También él, con
modales no menos ásperos e insultantes, me obligó a alejarme»… ¡Cómo! ¿En mi
casa? ¿Empieza a hacerse el amo? ¿Quiere mandar antes de tiempo? ¡Oh, esto sí
que no lo voy a tolerar! Pero, pobre Leonardo, ¿no tiene acaso motivos para
sospechar? Amándome como me ama, ¿no son comprensibles sus arrebatos?
Puesto que será mi marido, ¿acaso no va a ver con desagrado a quien le hace
sombra, le inquieta y le perturba? Sí, Leonardo tiene razón y Guglielmo está
equivocado. «No sé cuándo yo podré tener la suerte de volveros a ver». ¡Ojalá no
le volviese a ver nunca más! «Por ello he tenido la osadía de escribiros este humilde
papel por dos razones. La primera para que sepáis que yo no he faltado a mi
deuda»… No se puede decir que no es educado y cortés. «Y para aseguraros que
en lo que a mí concierne no sufriréis inquietud alguna y os prometo por mi honor
que, a costa incluso de morir, eludiré toda ocasión de importunaros». Esta virtuosa
resignación tiene un gran mérito que no me es indiferente. ¡Ah! si hubiese conocido
antes el valor de su corazón… Pero ya no hay remedio. Así lo exige mi decoro, mi
compromiso y mi destino adverso.
«La segunda razón que me mueve a importunaros con esta carta, no es debida a
mi mala disposición de ánimo, sino a un corazón sincero y leal. Se dice
públicamente, y se sabe de cierto, que el señor Leonardo se encuentra en tal
desconcierto y ruina que no podrá sufragar de ningún modo los gastos de un
matrimonio y por otra parte vuestro padre no querrá veros hundida.» ¡Oh, cielos!
¡qué golpe es este! ¡Qué desbarajuste! ¡Qué noticia inesperada!
«Seguid amando a quien debe ser vuestro esposo. Pero si no fuera así, si acaso, y
no por vuestra culpa, os encontrarais libre de obligaciones, permitidme que os diga
que yo soy todavía libre, que no he firmado aún la escritura y que no la suscribiré
hasta que no os vea casada. No me atrevo a deciros más. Tened compasión de mí
que soy, con el mayor respeto y la más sincera resignación, vuestro humilde
servidor»…¡Ah, sólo esto me faltaba para provocarme la mayor agitación del
mundo! ¿Puedo creerme esta carta? Seguro que él no se atrevería a inventar una
falsedad que puede verificarse fácilmente; y si Leonardo está arruinado ¿tengo yo
por ello la libertad de dejarlo? Eso depende de mi padre. Y si mi padre fuese tan
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débil como para sacrificarme, ¿estaría yo obligada a consentir mi ruina? No, no
estaría obligada. La razón me desligaría de semejante compromiso. Y una vez
disuelto el vínculo de tales esponsales, ¿podría dar libremente mi mano a
Guglielmo? ¿Qué dice el corazón? ¿La razón, qué dice? ¡Ay! la razón y el corazón
me hablan dos lenguajes distintos. Este me estimula a ilusionarme y aquella me
anima a las más justas , a las más virtuosas reflexiones. ¿Qué es lo que me ha
impedido hasta ahora rescindir un compromiso que no es indisoluble, y preferir a un
esposo tan poco amado, un objeto amable a mis ojos? Nada más que mi decoro,
el justo temor a ser criticada; cualquier triste aventura del infeliz Leonardo no me
resguardaría de mi debilidad.
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Acto Tercero
Escena Primera
FULGENZIO. — ¿Cuánto hace que fue a comer el señor Filippo? (Al CRIADO.)
CRIADO. — Hace un buen rato, señor. Han servido ya la fruta y poco puede tardar
en terminar. Si quiere que le avise…
FULGENZIO. — No, no, dejadle que termine de comer. Sé que la mesa es su pasión, y
le molesta muy mucho que le molesten. No le digáis nada por el momento; pero
en cuanto se levante avisadle de que estoy aquí.
LEONARDO. — ¡Plugue al cielo que el señor Filippo no conozca mis desórdenes y mis
desgracias!
LEONARDO. — Tuve este disgusto por vos, y lo he soportado por afecto hacia vos.
FULGENZIO. — Hagamos ahora este segundo intento con el señor Filippo. Yo tengo la
ilusión de conseguirlo. Pero, en caso contrario, no perdáis el ánimo, estad seguro
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de que no os dejaré sucumbir.
FULGENZIO. — Sí, sí, lo sé, otro fruto del veraneo. Si sale bien es un milagro. (¡Oh
libertad, libertad! ¡Oh, cómo se casan hoy las chicas!)
Escena Segunda
FULGENZIO. — ¡Vaya! soy total enemigo de los engorros, y ahora sin quererlo me
encuentro metido en uno. Me he metido hasta el cuello y quiero ver si consigo salir
con bien.
Se refiere a Ferdinando, al que llama Ganímedes, muchacho bellísimo al que amaba Zeus, cual lo raptó, llevándolo al
13
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FULGENZIO. — ¿Os habéis divertido en el campo?
FULGENZIO. — Sí, en el campo siempre hace falta alguien que anime la diversión.
FULGENZIO. — Lo conozco.
FILIPPO. — ¡Oh, qué obra maestra! ¡Oh, qué cabeza de chorlito! ¡Oh, qué carácter
delicioso! Cosas, cosas como para desternillarse.
FILIPPO. — ¡Oh!, ¿pero qué decís? ¿Que si os quiero escuchar? ¡Diantres! Mi querido
amigo Fulgenzio, os escucharía incluso si vinierais a media noche.
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matrimonio de vuestra hija?
FILIPPO. — No, aún no le he visto. Sé que ha estado aquí; pero yo no le vi. Está claro
que yo soy el último en todo, y seré el último también en esto.
FULGENZIO. — (Por lo que acabo de oír, parece que no sabe nada de los problemas
de Leonardo.)
FILIPPO. — En Montenero yo era siempre el último en todo. Hasta en el café, los mozos
servían a todo el mundo y a mí el último.
FULGENZIO. — Ahora, en el asunto que nos ocupa, vos tenéis que ser el primero.
FULGENZIO. — ¡Ya! Ya sé por qué tengo que ser el primero. Porque tengo que
desembolsar los ocho mil escudos de la dote.
FULGENZIO. — Decidme, en confianza, entre vos y yo: ¿esos ocho mil escudos los
tenéis preparados?
FULGENZIO. — ¿Sabíais vos que el cuatro por ciento sobre un capital de ocho mil
escudos, supone al cabo de un año trescientos veinte escudos de gravamen?
15 En el original, soldi moneda de ínfimo valor, de ahí que se traduzca por el común «perra gorda».
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FILIPPO. — Pero yo soy uno que hace y promete, porque me hacen hacer y prometer.
Cuando vinisteis a hablarme, ¿por qué no me hicisteis entonces las cuentas que me
hacéis actualmente? Disculpadme, pero creo que tengo motivos para quejarme
de vos. Si fuerais el buen amigo que presumís ser…
FULGENZIO. — Sí, soy buen amigo vuestro. Y un consejo mío os calmará y os permitirá
comparecer con honor. Quiero que caséis a vuestra hija sin soltar ni un «paolo» 16,
sin depender de nadie. Y con la seguridad de que ella estará bien, y de que nadie
podrá tocar su dote.
FILIPPO. — Si es así, os tendré como el hombre más notable, como la primera cabeza
del mundo.
FILIPPO. — Sí, tengo algo que me dejó un tío mío. Pero no sé exactamente qué es. Lo
lleva uno que era su administrador. En seis años no me ha enviado nada más que
dos cestas de macarrones.
FILIPPO. — Bien, estupendo, se los doy con mucho gusto. Que vayan a Génova; que
lo disfruten en paz, que renten lo que renten, no quiero ni pensarlo. Disponed vos,
confío en vos.
FILIPPO. — ¡Eh! decid: ¿no se podría obligar a Leonardo a mandarme alguna cesta
de macarrones?
FULGENZIO. — Claro que sí, os mandará toda la pasta que queráis, fruta confitada de
Génova, naranjas de Portugal.
16«Paolino», nombre que se le dio a la moneda de los Estados Pontificios y de la Toscana desde el pontificado de Paolo III
(1534-1549.) Equivalía a media lira.
17 Recordemos que la mujer de Goldoni, Nicoletta Connio, era genovesa y que el propio escritor ejerció un puesto
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fruta confitada. Hecho está.
FILIPPO. — Hechísimo.
FILIPPO. — Lo haré.
Escena Tercera
FULGENZIO. — La cosa, hasta ahora, marcha bien. Basta que esa cabezota de su hija
no nos haga desesperar.
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LEONARDO. — Señor Fulgenzio, me parece que hemos llegado a buen puerto.
LEONARDO. — Lo he oído todo. Ruego al cielo que Giacinta se conforme con esta
nueva determinación.
LEONARDO. — Pensaba en otra cosa, señor Fulgenzio. ¿Cómo voy a hacer con las
deudas de Livorno? ¿Tendré que irme a hurtadillas? ¿Tendré que quedar así de
mal?
LEONARDO. — ¡Oh, cielos! no tengo palabras suficientes para daros las gracias.
LEONARDO. — ¿Y por qué tendría que dar las gracias a ese ruin?
Escena Cuarta
Filippo y dichos.
FILIPPO. — Mi hija ha salido de casa, y me han dicho que ha ido a ver a la señora
Costanza.
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LEONARDO. — Sí, señor. Algo me ha dicho.
LEONARDO. — Mi hermana también tenía que ir a verla. Es posible que estén juntas.
Escena Quinta
Costanza y Rosina.
ROSINA. — Perdonadme, señora tía, al haber vuelto a Livorno después de ellas, les
tocaría a ellas antes que a nosotras hacernos la visita. 21
COSTANZA. — Eso es lo que yo no quisiera. Si vienen aquí, ¿cómo queréis que las
reciba? ¿No veis qué casa es ésta? No hay una habitación adecuada, todo viejo,
todo antiguo, todo en desorden.
ROSINA. — A decir verdad, hay una gran diferencia entre esta casucha y la bella
casita de campo.
ROSINA. — ¡Oh! el señor tío no piensa en estas cosas. El sólo trata con tenderos, y no
le importa nada las cortesías.
COSTANZA. — En verdad siento haber perdido la amistad del señor doctor. Hice este
sacrificio por amor vuestro. Os quiero bien, deseaba casaros, vos no tenéis dote y
yo no os la podía dar; y si no llega a presentarse este muchacho, me temo que
habríais esperado un buen cacho 22.
ROSINA. — Todo sea que Tognino no lo vaya diciendo a quien no lo quisiera saber.
21Rosina responde a las normas de Cortesía de la época. Quien volvía más tarde del veraneo gozaba de mayor prestigio
social y por tanto debía anunciarlo a sus conocidos y hacerles una visita.
22 A pesar de su lenguaje aparentemente pulido, Constanza introduce expresiones vulgares, en este caso «un pezzo».
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COSTANZA. — ¿Que se está vistiendo? ¿Y cómo se viste?
COSTANZA. — ¿Y qué se quiere poner, si no tiene más ropa que esa antigualla que
llevaba en Montenero?
Escena Sexta
Tognino con un vestido algo largo, con una peluca muy larga de tres nudos 23 y el
sombrero con pluma a la antigua; luego un Criado.
COSTANZA. — ¡Menuda facha! ¿no os dije que sería una caricatura? (A ROSINA.)
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COSTANZA. — ¿Y no tenéis vuestro vestido de siempre?
TOGNINO. — ¡Oh! estudiar, estudiaré cuando vos queráis. Basta que no me dejéis sin
comer, que me llevéis de paseo, que me dejéis jugar a la «bazzica».
COSTANZA. — ¡Callad!
ROSINA. — ¡Callad!
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COSTANZA. — No sabe lo que se dice. Y tú, no te metas donde no te llaman. (Al CRIADO.)
COSTANZA. — (Hay que tener paciencia, conviene recibirla.) Dile que está en su
casa… Oye: dile que me disculpe, que acabo de llegar de la villa, que la casa está
patas arriba. Oye: vete al colmado y trae café. ¡Eh! escucha: si mi marido vuelve a
casa, dile que no se le ocurra comparecer ante mí vestido como está en la tienda:
o se viste bien o se conforma con quedarse en su cuarto.
COSTANZA. — Marchaos, os digo, que si me hacéis subir la bilis, os echo de casa como
a un truhan.
ROSINA. — Vamos, vamos, querido, idos de aquí, que el café os lo llevaré yo.
Escena Séptima
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COSTANZA. — Ahí viene la señora Giacinta. (Me está bien empleado, merezco lo
peor.)
COSTANZA. — Siento infinitamente que me encuentre usted aquí con la casa toda
desordenada, en verdad me pongo colorada.
COSTANZA. — Hace poco que he venido a vivir aquí, y luego me fui al campo, y todas
las cosas están aún sin arreglar. Siéntese, por favor. Perdone si la silla no es
adecuada.
COSTANZA. — (¡Eh!, si es por esto, si ha venido a hacerme una visita no podía venir
desaliñada.)
ROSINA. — ¡Oh!, la pobre señora Sabina está muy dolida. Fui a verla antes de partir,
y me dio una carta para el señor Ferdinando.
GIACINTA. — (Busco todos los caminos para divertirme; pero tengo una espina en el
corazón que me atormenta.)
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ROSINA. — ¿Y la señora Vittoria?
GIACINTA. — ¿Es verdad que el señor Tognino ha venido a Livorno con ustedes?
GIACINTA. — Sí, sí, ha venido para ir a Pisa, y las malas lenguas decían que había
desposado a la señora Rosina.
GIACINTA. — ¿A qué se debe que ustedes también hayan regresado este año antes
que de costumbre?
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COSTANZA. — Ya lo traen, ya lo traen. Hágame este favor.
GIACINTA. — Por no rechazar su amabilidad. (Se sientan. Traen el café.) (Parece que lo
hacen adrede para atormentarme.)
ROSINA. — Con permiso. (Quiere llevar el café a TOGNINO; se lo da al CRIADO, y vuelve enseguida.)
Visitas, señora tía; tenemos otras visitas.
Escena Octava
COSTANZA. — Servidora.
ROSINA. — Servidora.
24El «Andriene» –en veneciano «andrié»– era una bata larga, impuesta como moda en 1704 por la actriz Therése Dancourt,
con ocasión de su interpretación de la Andrienne de M. Barón, inspirada libremente en la Andria de Terencio, de donde
proviene el nombre. Fue introducida en Italia por la nueva Duquesa de Módena Carlotta Anglae de Orleans en 1720.
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GIACINTA. — (Ojalá me hubiese roto una pierna antes de venir.)
GIACINTA. — Decid, señora Vittoria, ¿no estaba con vos el señor Ferdinando?
VITTORIA. — Sí, el señor Ferdinando vino a comer con nosotros. Al señor Guglielmo le
complace poco favorecerme, y yo, por no venir sola, aproveché la compañía del
señor Ferdinando.
GIACINTA. — ¿Y qué quiere decir que os dejara sola con el señor Guglielmo?
GIACINTA. — Me importa, porque estas señoras tienen para él una carta de la señora
Sabina.
ROSINA. — Sí, es cierto. Aquí está; se la tengo que entregar en sus propias manos.
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GIACINTA. — Es menester ver si la carta merece una respuesta.
GIACINTA. — Y todos saben que es una pasión que no merece ser secundada.
VITTORIA. — También yo escucharía con mucho gusto el contenido de esa carta. Ahí
viene, ahí viene el señor Ferdinando.
Escena Novena
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con la señora Rosina, sabed que yo la pretendo y que vos no la tendréis, y la
desposaré yo.
TOGNINO. — ¡Por las barbas del profeta! Quiere decir que la Rosina…
ROSINA. — Vos callad. Decidle al señor Ferdinando que vaya a casarse con la señora
Sabina. Aquí hay una carta suya para él.
FERDINANDO. — ¡Oh! ¡mi prenda querida! ¡La leeré con el mayor placer del mundo!
FERDINANDO. — Os prometo que no me dejaré ni tan siquiera una coma. (Abre la carta.)
CRIADO. — Señora, el señor Filippo, el señor Leonardo y el señor Fulgenzio, que ansían
saludarla. (A COSTANZA.)
COSTANZA. — Decidles que están en su casa, que pasen. Traed aquí unas sillas. (Al
CRIADO.)
VITTORIA. — Lamento esta interrupción ahora. Quisiera oír esa carta. Dádmela, no
podéis leerla sin nosotros. (Le quita la carta de las manos a FERDINANDO.)
Escena Décima
LEONARDO. — Disculpadme, señor. Nosotros estamos aquí para cumplir con nuestra
obligación para con la señora Costanza. No os faltará tiempo para hablar con la
señora Giacinta. (A Filippo.)
FILIPPO. — Pero es que yo, cuando tengo algo en la cabeza, soy impaciente. La
señora Costanza es buena y me lo permitirá.
COSTANZA. — Tienen que perdonarme, las habitaciones están aún sin hacer. Si lo
desean, pueden disponer de la sala.
FILIPPO. — Sí, sí, todo vale. Vamos, vamos. Con vuestro permiso. (¡Es que yo, cuando
se trata de darse prisa y bien!) (Sale.)
LEONARDO. — (Muy poco.) (A FULGENZIO.) (¡Ah! Guglielmo quiere ser mi ruina.) (Sale.)
FULGENZIO. — (Si fuera hija mía, debería actuar a mi manera o reventar.) (Sale.)
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Escena Decimoprimera
GUGLIELMO. — (Me parece estar a punto de oír mi sentencia. ¿Quién sabe aún si no
me será favorable?)
VITTORIA. — (Yo no sé cómo tendré que comportarme con este hombre. El es todo
flema, y yo soy toda fuego.)
VITTORIA. — Leedlo todo, y no nos hagáis la felonía de dejar sin leer alguna que otra
bonita frase sentimental.
FERDINANDO. — Con la mayor honradez del mundo. Escuchad: «Cruel»: (Todos ríen con
moderación.) «vos me habéis herido el corazón; vos sois el primero que ha tenido la
gloria de verme llorar por amor. Si supierais, si os pudiera decir todo, tal vez os haría
llorar de compasión. ¡Ah! la modestia no me permite decir más. Desde que os
marchasteis de aquí, no he comido, no he bebido, no he podido dormir. ¡Mísera de
mí! me he mirado al espejo y casi no me he reconocido. Se marchitan mis mejillas,
y el llanto irrefrenable me debilita la vista hasta tal punto que apenas veo el papel
sobre en cual os escribo. ¡Ah! Ferdinando, corazón mío, mi esperanza, hermosura
mía». (Todos ríen.) ¿Acaso reís porque me llama hermosura suya?
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VITTORIA. — Escuchemos la conclusión de la carta.
FERDINANDO. — Ya está, lo encontré. «Mi esperanza, hermosura mía, venid por piedad
a consolarme. ¡Ah!, sí, venid; si vos me amáis, no seré ingrata; y si no os basta el
corazón que os entregué, venid, querido, que os digo y prometo…» ¡Qué diablos!
Escribe aquí que no se entiende; cuando escribió estas dos líneas, seguro que le
temblaba mucho la mano. Ahora, ahora, empiezo a entender. «Venid, querido,
que os aseguro y prometo una donación, la donación, una amplia donación, os
prometo la donación» (otra vez), «os prometo la donación de todo lo mío. Vuestra
muy fiel amante y futura esposa Sabina Borgna»
VITTORIA. — ¡Bravo!
COSTANZA. — Me alegro.
25 En este caso la expresión es sinónimo de bruto. Los Sátiros eran divinidades de los bosques, mitad hombres y mitad machos
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ROSINA. — ¡Oh! ahí están. El congreso se acabó.
Escena Decimosegunda
LEONARDO. — En compañía.
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Confieso que dejar mi Patria, abandonar la persona a la que amo más que a mí
misma… hablo de vos, querido padre, padre mío dulcísimo; ¡ah! al abandonar a un
ser tan querido se me parte el corazón en el pecho, y es un milagro que yo no
sucumba. Pero mi estado lo requiere, mi virtud lo exige, el honor me lo aconseja.
Quien me escucha me entiende. Vos, esposo mío, me entendéis; vos, que en las
contingencias en que estamos, mejor destino no podíais desear. Partiré de una
patria que me es funesta, olvidaré mis delirios, mis afanes, mis debilidades… Sí,
olvidaré, quiero decir, la ambición, la vanidad, el fanatismo de mis soberbios
veraneos. Si hubiese seguido incautamente el camino emprendido, ¿quién sabe
en qué precipicio habría caído? Al cambiar de cielo, se ha de cambiar de sistema.
He aquí a mi esposo, he aquí a quien me destinaron los numes y a quien me
concedió mi padre. Cumpliré mi deber, que los demás cumplan con el suyo. Señor
Leonardo, mañana será la partida: vos tendréis que poner en orden vuestros
asuntos. A mí tampoco me faltarán las ocupaciones, los cuidados. Sin perder
mucho tiempo en una cosa que se puede hacer al instante, en presencia de mi
padre, de la dueña de esta casa, de todos estos señores, os concedo mi mano y
os pido la vuestra.
LEONARDO. — ¡Oh, cielos! ¿palidecéis? ¿tembláis? ¡Ah!, esto es señal de poco amor.
Si os unís a mí forzosamente…
GIACINTA. — No, no me caso con vos forzosamente. Nadie podría utilizar la violencia,
si yo misma no estuviese persuadida. Perdonad la debilidad del sexo, si no os
parece que la verecundia merezca alguna alabanza. No se puede pasar del
estado de libre al de casada sin orgasmo 26, sin una conmoción interior de espíritu y
pensamientos. Arrancar de golpe un afecto del pecho para introducir otro nuevo,
dejar al padre para seguir al esposo, no puede si no perturbar un corazón tierno, un
corazón sensible y debilitado. La razón me perturba. Mi virtud me socorre, aquí
tenéis mi mano: soy vuestra esposa. (Da la mano a LEONARDO.)
LEONARDO. — Sí, querida, yo soy vuestro, vos sois mía. (Da la mano a GIACINTA.)
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Última Escena
Tognino y dichos.
COSTANZA. — ¡Tonto!
LEONARDO. — Señor Guglielmo, antes de que yo parta, me haría ilusión que se hiciera
más definitivo vuestro compromiso con mi hermana.
GIACINTA. — ¿Para qué sirven las cartas? ¿Para qué sirven las escrituras? Para nada
más que enturbiar los ánimos e inquietar. Pluguiera al cielo que me hubiese casado
con el señor Leonardo el mismo día que me comprometí a ello por escrito. Muchas
confusiones que surgieron no hubieran sucedido. La señora Vittoria tiene su dote
depositada; que el señor Guglielmo recuerde sus deberes, le conceda la mano y
se case con ella.
VITTORIA. — ¿Por la estima que le tenéis a ella, y no por el amor que me tenéis a mí?
GIACINTA. — La señora Vittoria tiene razón, y me maravilla que seáis tan poco
complaciente…
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VITTORIA. — Tened al menos compasión de mí. (A GUGLIELMO, con ternura.)
TOGNINO. — Están hechas, ya las hemos celebrado. Sí, sí, quiero decirlo, estoy
casado.
Fin de la Comedia
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La «Trilogía della Villeggiatura» de Goldoni
La Trilogía del veraneo (El título es quizá el más honesto y exacto para dar una
imagen, aunque en parte divulgativa, del espectáculo que reúne las tres comedias
de Goldoni: Le smanie per la villeggiatura, Le avventure della villeggiatura, II ritorno
della villeggiatura) quiere ser simplemente un espectáculo goldoniano, que tiene
como característica una duración mayor que las otras representaciones
goldonianas que se han sucedido en este año. Es decir no quiere aparecer en
absoluto como un «atrevimiento» o «rareza» u ocurrencia «polémica», como algo
escogido para crear un cierto interés público en torno a la representación. Si acaso
las ambiciones del espectáculo son bastante más elevadas y de otra naturaleza.
Ciertamente nada «escandalosas».
Esta obra es en su conjunto poco conocida, pero tiene una alta calidad artística, y
esto puede servir como motivo de particular interés. Se trata, no diremos de una
«revalorización» sino de un sacar a la luz, lo mejor posible, una parte de la obra
goldoniana poco mostrada o no considerada, según nuestra opinión, en su justa
medida. Luego no sólo damos una obra de Goldoni, no sólo tratamos de darla bien,
sino que ofrecemos algo que puede ser útil para un «estudio» de la dramaturgia
goldoniana.
Desde este punto de vista una novedad, sí, pero no enorme ya que en las
investigaciones goldonianas las comedias son conocidas y valoradas. Si acaso
necesitaban salir a la luz.
Es cotidiana, madura (La penúltima comedia antes de partir a París tras un tiempo
de silencio) rica de humor, insólita, llena de una vida real escapada de un fabuloso
día del siglo XVIII, que cautiva. Es su tono el que parte de una comicidad motora,
rítmica, típica del Goldoni cómico, y que poco a poco degrada en lo patético, en
el dolor. Es su tema el que al mismo tiempo se vuelve real y simbólico, concreto y
trascendente, y es este dilatar de la acción cotidiana en la historia (un lugar de
veraneo, gente que vive, sufre, se divierte y ama y que al mismo tiempo, debajo,
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presenta el esquema de una sociedad en los umbrales de la Revolución Francesa
que se encamina hacia la catástrofe histórica, con su carga de humanidad, de
error, de bien, de mal, de incomprensión) el que nos maravilla. Es su alcanzada
madurez de anotaciones psicológicas, de fijar el trazo inconfundible de carácter y
sobre todo del estado de ánimo. Luego en definitiva la Trilogía resulta una comedia
de estado de ánimo y, sin querer anticiparse demasiado, de atmósfera, si un
vocablo semejante puede ser usado por Goldoni. Estados de ánimo sobre todo
amorosos.
No queremos naturalmente avanzar desde allí al alcance de todo esto, pero hay
en esto un morir del siglo, un declinar siempre más acentuado. Es claro que
propiamente por esto la trilogía revela un insospechado sentido de «modernidad».
Pero más que modernidad un cierto «posible encuentro» con otros mundos más
recientes. O mejor, más que encuentros, cierta analogía.
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forman un todo único, representado a distancia por razones diremos «técnicas».
B.- Cortes internos, en las escenas, con exclusivo intento dramático, como si el
problema duración no existiese. Es decir se ha cortado aquello que podía ser
cortado sin tocar la estructura del periodo y de las escenas, por necesidad de
representación y considerando las vacilaciones de la dramaturgia de Goldoni hoy
(es decir: repeticiones, afirmaciones demasiado explícitas, monólogos frecuentes,
apartes.) Se ha hecho una operación que se cumple siempre por obvias razones, y
no en mayor medida.
1954
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