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La Quinta Columna

Drama en Tres Actos

Ernest Hemingway

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Personajes

Dorothy Bridges

Robert Preston

Gerente

Philip Rawlings

Electricista

Civil

Anita

Camarada 1

Camarada 2

Petra (camarera)

Wilkinson

Antonio

2 Guardias de asalto

Max

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Primer Acto

Escena Primera

Son las siete y media de la tarde. Un corredor en el primer piso del Hotel Florida, en
Madrid. Sobre la puerta de la habitación 109 hay un gran letrero blanco, escrito a
mano, con la leyenda: «Gente trabajando. Se ruega no molestar.» Dos muchachas
y dos soldados con el uniforme de la Brigada Internacional pasan a lo largo del
corredor. Una de las muchachas se detiene y observa el letrero.

PRIMER SOLDADO. — Vamos. No disponemos de toda la noche.

MUCHACHA. — ¿Qué es lo que dice?

(La otra pareja se ha alejado a través del corredor.)

SOLDADO. — ¿Qué importa lo que dice?

MUCHACHA. — No, léemelo. Sé bueno conmigo. Léemelo en inglés.

SOLDADO. — De modo que esto es lo que conseguí… Una literata. Al diablo con todo
esto. No pienso leértelo.

MUCHACHA. — No eres un buen tipo.

SOLDADO. — Nadie ha dicho que lo sea. (Él se aparta y la mira vacilante.) ¿Tengo aspecto
de buen tipo? ¿Tienes idea de dónde acabo de llegar?

MUCHACHA. — No me importa de dónde vengas. Todos vosotros venís de algún lugar


espantoso y todos volveréis allí. Lo único que te pedí fue que me leyeras el letrero.
Hazlo, entonces, si no tienes inconveniente.

SOLDADO. — Te lo leeré; dice: «Gente trabajando. Se ruega no molestar.»

(La MUCHACHA estalla en una carcajada seca, aguda, dura.)

MUCHACHA. — También yo trataré de conseguir un cartel como ése.

Telón

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Escena Segunda

El telón se levanta de inmediato para la Escena Segunda. Interior de la habitación


109. Hay una cama y al lado una mesita de noche con la luz encendida, dos sillas
enfundadas con cretona, un alto ropero con espejo y una máquina de escribir
sobre otra mesa. Junto a la máquina de escribir se ve una gramola portátil. Hay una
estufa eléctrica encendida que resplandece, y en una de las sillas, de espaldas a
la lámpara que está sobre la mesa, junto al fonógrafo, se ve sentada a una
hermosa y alta muchacha rubia. Detrás de ella dos amplias ventanas con las
cortinas abiertas. Hay en la pared un mapa de Madrid que un hombre mira, de píe;
tiene alrededor de treinta y cinco años, y va vestido con una chaqueta de cuero,
pantalones de pana y botas muy embarradas. Sin levantar la vista del libro, la
muchacha, que se llama Dorothy Bridges, dice, con una entonación
apreciablemente culta:

DOROTHY. — Querido, hay algo que realmente podrías hacer: limpiarte las botas
antes de entrar aquí. (El hombre, cuyo nombre es ROBERT PRESTON, continúa observando el
mapa.) Y además, querido, no le pongas el dedo encima porque se ensucia. (PRESTON
sigue mirando el mapa.) Querido, ¿has visto a Philip?

PRESTON. — ¿A qué Philip?

DOROTHY. — A nuestro Philip.

PRESTON. — (Todavía mirando el mapa.) Nuestro Philip estaba en Chicote, con esa mora
que mordió a Rodgers; lo vi cuando caminaba por la Gran Vía.

DOROTHY. — ¿Estaba haciendo alguna barbaridad?

PRESTON. — (Todavía mirando el mapa.) No, por el momento.

DOROTHY. — No obstante, las hará. Está tan lleno de vitalidad y de buenas


intenciones…

PRESTON. — Las intenciones se están volviendo cada vez peores en Chicote.

DOROTHY. — Tus bromas suelen ser tan tontas, querido. Me gustaría que Philip viniera.
Estoy aburrida.

PRESTON. — Trata de no ser una aburrida putita de Vassar 1.

DOROTHY. — Te ruego que suprimas los epítetos. No los puedo tolerar precisamente
ahora. Y, por otra parte, no soy una típica estudiante de Vassar. Jamás llegué a
entender nada de lo que me enseñaron allí.

PRESTON. — ¿Y entiendes algo de lo que está pasando aquí?

1 Colegio de EE. UU., frecuentado por las jóvenes de clase alta.

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DOROTHY. — No, querido. Entiendo algo de lo que se relaciona con la Ciudad
Universitaria, pero no demasiado. La Casa de Campo es para mí un verdadero
rompecabezas. Y lo mismo Usera… y Carabanchel. Me resultan espantosas.

PRESTON. — ¡Dios! A veces me doy cuenta de por qué te quiero.

DOROTHY. — También yo me doy cuenta de por qué te quiero. Y no creo que


realmente sea muy sensato. Es más bien una especie de hábito nocivo en el que
me he encerrado. Y Philip es mucho más divertido y vivaz.

PRESTON. — De acuerdo, es mucho más vivaz. ¿Sabes qué estaba haciendo anoche
antes de que cerraran Chicote? Tenía una escupidera con la que bendecía a toda
la gente que había alrededor. Es decir, la usaba para salpicarlos. Era como para
apostar más de diez contra uno a que lo liquidaban.

DOROTHY. — Pero nunca le pasa nada. Me gustaría que hubiera venido.

PRESTON. — Vendrá. Estará aquí en cuanto cierren Chicote.

(Se oye un golpe en la puerta.)

DOROTHY. — Es Philip, querido. Es Philip. (Se abre la puerta y entra el GERENTE DEL HOTEL. Es un
hombrecito regordete y oscuro, que colecciona sellos y habla un inglés atroz.) Oh, es el gerente.

GERENTE. — ¿Cómo le va, míster Preston? ¿Muy bien? ¿Y usted, señorita?


Precisamente venía a ver si tienen alguna cosita de cualquier clase que no les
apetezca comer. ¿Está todo bien? ¿Se sienten cómodos?

DOROTHY. — Todo está a las mil maravillas, ahora que tenemos la estufa arreglada.

GERENTE. — Con una estufa hay siempre problemas. La electricidad es algo que
todavía no dominan los operarios. Además, el Electricista se emborracha hasta la
estupidez.

PRESTON. — Ese Electricista no parecía precisamente muy listo.

GERENTE. — Es listo. Pero le pierde la bebida. Siempre la bebida. Así no puede


concentrarse en la electricidad.

PRESTON. — Entonces, ¿por qué siguen con él?

GERENTE. — Es el Electricista del comité. Francamente, es un desastre. Ahora está en


la 113, bebiendo con míster Philip.

DOROTHY. — (Alegremente.) Entonces Philip ya está en casa.

GERENTE. — Está más que en casa.

PRESTON. — ¿Qué quiere decir con eso?

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GERENTE. — Es difícil decirlo delante de una dama.

DOROTHY. — Llámale, querido.

PRESTON. — No pienso hacerlo.

DOROTHY. — Entonces lo haré yo. (Descuelga el teléfono que hay en una pared y dice.)
Ciento trece. Hola, ¿Philip? Ven a vernos. Por favor. Sí. Muy bien. (Vuelve a colgar el
teléfono.) Va a venir.

GERENTE. — Sería mucho mejor que no viniera.

PRESTON. — ¿Hasta ese punto está mal?

GERENTE. — Es peor. Es algo increíble.

DOROTHY. — Philip es maravilloso. Aunque le da por andar con gente horrible. Lo que
no entiendo es por qué lo hace.

GERENTE. — Volveré en otra oportunidad. Si ustedes tuvieran, por casualidad, algo


que no les guste comer, sería siempre muy bien recibido en mi casa. Mi familia está
constantemente hambrienta y es incapaz de entender la escasez de comida.
Gracias y hasta otra vez. Adiós. (Sale en el momento en que llega MÍSTER PHILIP, a un tris de
tropezar con él en el pasillo. Detrás de la puerta se le oye decir.) Buenas tardes, míster Philip.

(Una voz profunda dice muy jovialmente.)

PHILIP. — Salud, camarada Filatelista. ¿Ha conseguido últimamente algunos sellos


valiosos? (Con voz calma.)

GERENTE. — No, míster Philip. Últimamente viene gente de países muy insípidos. Hay
una plaga de sellos americanos de cinco centavos y franceses de tres francos y
medio. Hace falta que vengan los camaradas de Nueva Zelanda y reciban correo
aéreo.

PHILIP. — Oh, ya vendrán. Justamente ahora estamos en una época inactiva. Los
cañoneos arruinaron la temporada turística. Habrá un montón de delegaciones
cuando todo vuelva a tranquilizarse. (En voz baja y sin ironía.) ¿Qué es lo que le
preocupa?

GERENTE. — Siempre hay algo, aunque tenga poca importancia.

PHILIP. — No se preocupe. Eso está completamente listo.

GERENTE. — De todos modos estoy un poco preocupado.

PHILIP. — Tómelo con calma.

GERENTE. — Usted sea prudente, MÍSTER Philip.

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(Aparece en la puerta MÍSTER PHILIP, CORPULENTO, muy cordial, calzado con botas de goma.)

PHILIP. — Salud, bastardo camarada Preston. Salud, camarada Hastío Bridges. ¿Qué
tal lo pasan, camaradas? Permítanme que les presente a un camarada eléctrico.
Adelante, camarada Marconi. No se quede ahí afuera.

(Un ELECTRICISTA muy pequeño y totalmente ebrio, vestido con un mono azul manchado, insignias y
una boina azul, aparece en la puerta.)

ELECTRICISTA. — Salud, camaradas.

DOROTHY. — Sí, salud.

PHILIP. — Y traigo conmigo una camarada mora. Se podría decir la camarada mora.
Una camarada mora es algo casi único. Es terriblemente tímida. Adelante, Anita.

(Entra una PROSTITUTA MORA, oriunda de Ceuta. Tiene una tez muy oscura, pero está bien
proporcionada, de cabello rizado, aspecto rudo y en absoluto tímida.)

ANITA. — (A la defensiva.) Salud, camaradas.

PHILIP. — Esta es la camarada que mordió hace poco a Vernon Rodgers. Tuvo que
guardar cama tres semanas. Ojo con morder, ¿eh?

DOROTHY. — Querido, Felipe, ¿no podría ponerle un bozal a la camarada mientras


esté aquí?

ANITA. — Esto es un insulto.

PHILIP. — La camarada mora aprendió inglés en Gibraltar. Hermoso lugar, Gibraltar.


Allí tuve una vez una experiencia muy insólita.

PRESTON. — Sería preferible no oírla.

PHILIP. — Eres realmente melancólico, Preston. En ese aspecto todavía no estás a


tono con la línea del Partido. Toda esa actitud cariacontecida se acabó ya. Ahora
estamos prácticamente en un período de jubilación.

PRESTON. — Yo no me atrevería a hablar sobre cosas de las que nada sabes.

PHILIP. — Bien, es que no veo motivo alguno para estar melancólico. ¿Qué tal si les
ofreces a estos camaradas algún refresco?

ANITA. — (A DOROTHY.) Qué sitio tan bonito.

DOROTHY. — Me alegro de que te guste.

ANITA. — ¿Cómo hacen para evitar que les desalojen?

DOROTHY. — Bueno, simplemente me quedo aquí.

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ANITA. — ¿Cómo hacen para comer?

DOROTHY. — No siempre demasiado bien, pero traemos comida en lata desde París
por medio de la valija diplomática.

ANITA. — ¿Ustedes qué…, valija diplomática?

DOROTHY. — Cosas en lata, como Civet de liebre, Foie gras. Conseguimos un Poulet
de Bresse realmente delicioso. En el Bureau.

ANITA. — ¿Me tomas el pelo?

DOROTHY. — No, por cierto que no. Quiero decir que ésas son las cosas que
comemos.

ANITA. — Yo tomo caldo. (Mira fijamente a DOROTHY con agresividad.) ¿Qué pasa? ¿No te
gusta mi aspecto? ¿Te crees mejor que yo?

DOROTHY. — Claro que no. Probablemente yo sea mucho peor. Preston te puede
decir que soy infinitamente peor. Pero no tenemos por qué entrar en
comparaciones, ¿para qué? Sobre todo en época de guerra, con las cosas que
pasan, y cuando estamos todos luchando por la misma causa.

ANITA. — Te saco los ojos si piensas eso.

DOROTHY. — (Suplicante, aunque con voz lánguida.) Philip, por favor, conversa con tus
amigos y trata de alegrarlos.

PHILIP. — Escúchame, Anita.

ANITA. — Sí.

PHILIP. — Anita, Dorothy es una mujer encantadora…

ANITA. — En estas cosas no hay encanto que valga.

ELECTRICISTA. — (Poniéndose de pie.) Camaradas, me voy 2.

DOROTHY. — ¿Qué es lo que dice?

PRESTON. — Dice que se va.

PHILIP. — No le crean. Siempre dice lo mismo. (Al ELECTRICISTA.) Camarada, debes


quedarte.

ELECTRICISTA. — Camaradas, entonces me quedo 3.

2 En castellano en el original.
3 En castellano en el original.

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DOROTHY. — ¿Qué?

PRESTON. — Dice que se quedará.

PHILIP. — Así es como debe ser, viejo. No serías capaz de irte de repente y
abandonarnos. ¿Harías eso, Marconi? No. Un camarada Electricista puede ser
imprescindible hasta el último momento.

PRESTON. — Yo siempre creí que eran los zapateros remendones los que se quedaban
hasta el final.

DOROTHY. — Querido, si haces otras bromas como ésa te dejo, te lo aseguro.

ANITA. — Escuchen. No hacen más que charlar. ¿Qué hacemos aquí? (A PHILIP.)
¿Vienen o no conmigo?

PHILIP. — Dices las cosas tan categóricamente, Anita.

ANITA. — Quiero una respuesta.

PHILIP. — Bien, Anita, en tal caso tengo que ser negativo.

ANITA. — ¿Qué quieres decir? ¿Me vas a fotografiar?

PRESTON. — ¿Ven la conexión? ¿Cámara, sacar foto, negativo? Encantadora, ¿no


es cierto? Es tan primitiva.

ANITA. — ¿Qué es eso de sacar una foto? ¿Crees que soy una espía?

PHILIP. — No, Anita. Trata de ser razonable. Lo que quise decir es que ya no seguía
más contigo. No por el momento. Significa que, por ahora, esto está más o menos
liquidado.

ANITA. — ¿Cómo? ¿No quieres más tratos conmigo?

PHILIP. — No, preciosa.

ANITA. — ¿Es con ella? (Gira la cabeza hacia DOROTHY.)

PHILIP. — Posiblemente no.

DOROTHY. — Habría necesidad de discutirlo un poco más.

ANITA. — Bien. Le arrancaré los ojos. (Se dirige hacia DOROTHY.)

ELECTRICISTA. — Camaradas, tengo que trabajar 4.

4 En castellano en el original.

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DOROTHY. — ¿Qué dice?

PRESTON. — Dice que tiene que ir a trabajar.

PHILIP. — Oh, no le hagan caso. A veces se le meten en la cabeza ideas estrafalarias.


Y ésta es una idea fija que tiene.

ELECTRICISTA. — Camaradas, soy analfabeto 5.

PRESTON. — Quiere decir que no sabe leer ni escribir.

PHILIP. — Comprendo, camarada, comprendo; pero es evidente que si nosotros no


hubiéramos ido al colegio andaríamos todos en los mismos apuros. No vale la pena
pensar en eso, camarada.

ANITA. — (A DOROTHY.) Está bien supongo; sí, muy bien. Basta de bronca. Animo. Chin-
chin. Sí, de acuerdo. Sólo una cosa.

DOROTHY. — ¿Cuál, Anita?

ANITA. — Hay que sacar el letrero.

DOROTHY. — ¿Qué letrero?

ANITA. — El letrero de la puerta de entrada. No queda bien eso de «Gente


trabajando. Se ruega no molestar.»

DOROTHY. — Desde la época del colegio siempre he tenido un letrero igual en la


puerta de mi cuarto y jamás se le dio importancia. Anua: ¿Lo sacas?

PHILIP. — Claro que lo va a sacar, ¿no, Dorothy?

DOROTHY. — Por cierto, lo sacaré.

ANITA. — Además nunca trabajas.

DOROTHY. — No, querida; aunque siempre me lo propongo. Y pienso terminar ese


artículo para Cosmopolitan en cuanto comprenda las cosas siquiera una pizca
mejor.

(Desde la calle, llega a través de la ventana una explosión, seguida de un silbido penetrante y un
nuevo estallido. Se oye el derrumbe de trozos de ladrillo y hierro, y el crujido de vidrios que caen.)

PHILIP. — Están bombardeando nuevamente. (Lo dice con gran calma y sobriedad.)

PRESTON. — Son los canallas. (Lo dice con encono y algo nervioso.)

5 En castellano en el original.

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PHILIP. — Sería mejor que abrieras las ventanas, mi querida Bridges. El vidrio ya
escasea y se acerca el invierno.

ANITA. — ¿Vas a sacar el letrero?

(DOROTHY va hacia la puerta, quita el letrero y, con una lima para las uñas, saca las chinchetas. Se
lo entrega a ANITA.)

DOROTHY. — Quédate con él, también con las chinchetas.

(DOROTHY apaga la luz eléctrica y abre ambas ventanas. Se oye un sonido como de banjo
gigantesco y una creciente acometida semejante a un tren elevado o un subterráneo que se
acerca vertiginosamente. Después, un tercer estallido violento, seguido esta, vez por un chaparrón
de vidrios.)

ANITA. — Eres buena camarada.

DOROTHY. — No, no lo soy, pero me gustaría serlo.

ANITA. — Eres muy amable conmigo.

(Están juntas, de pie, bajo la luz que llega desde el pasillo a través de la puerta abierta.)

PHILIP. — Al tenerlas abiertas se salvaron de la sacudida. Se puede oír cómo los


proyectiles salen de la batería. Oíd el próximo. Presión: Detesto estos malditos
cañoneos nocturnos.

DOROTHY. — ¿Cuánto duró el anterior?

PHILIP. — Algo más de una hora.

ANITA. — ¿Dorothy, no sería mejor bajar al sótano? (Se oye otro sonido de banjo —hay un
momento de calma— y después una gran acometida que se precipita, esta vez mucho más cerca.
Al producirse la explosión, el cuarto se llena de humo y de polvo de ladrillo.) Presión: ¡Al diablo
con esto! Yo me voy abajo.

PHILIP. — Este cuarto está en un ángulo excelente. En serio, te lo aseguro. Podría


mostrártelo desde la calle.

DOROTHY. — Creo que me quedaré aquí. Da lo mismo esperar en un lugar u otro.

ELECTRICISTA. — ¡Camaradas, no hay luz! 6

(Dice esto en voz alta y casi profética, poniéndose repentinamente de pie y abriendo los brazos.)

PHILIP. — Dice que ya no hay más luz. Parece que últimamente a nuestro amigo le
ha dado por tomarse las cosas un poco a la tremenda. Como un eléctrico coro
griego. O un coro griego eléctrico.

6 En castellano en el original.

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PRESTON. — Yo voy a irme de aquí.

DOROTHY. — Entonces, querido, ¿podrías llevarte contigo a Anita y al Electricista?

PRESTON. — Bien, vamos.

(Salen en el momento en que cae otro proyectil. La explosión es esta vez realmente considerable.)

DOROTHY. — (Mientras escuchan el estallido de ladrillos y vidrios que sigue a la explosión.) Philip,
¿es este ángulo verdaderamente seguro?

PHILIP. — Se está tan bien aquí como en cualquier otra parte. En serio. Seguro no es
la palabra más indicada; pero difícilmente la seguridad sea algo que siga
preocupando a la gente.

DOROTHY. — Contigo yo me siento segura.

PHILIP. — Cuidado con lo que dices. Esa es una frase tremenda.

DOROTHY. — Es que no puedo evitarla.

PHILIP. — Trata de hacer un gran esfuerzo; como corresponde a una buena chica.

(PHILIP se dirige hacia el fonógrafo y pone la Mazurca en c menor, Opus 33, N.º 4, de Chopin.
Escuchan la música bajo la escasa luz que proviene de la estufa eléctrica.)

PHILIP. — Parece muy débil y muy pasada de moda pero es muy hermosa.

(En seguida se oye el grave repiqueteo de banjo de los cañones, que disparan desde la colina de
Garabitos. Un proyectil zumba estruendosamente y explota en la calle, cerca de la ventana,
súbitamente iluminada por un deslumbrante fogonazo.)

DOROTHY. — ¡Ay, querido, querido, querido!

PHILIP. — (Sosteniéndola.) ¿No podrías emplear algún otro término? Ya te he oído


decírselo a tanta gente.

(Se oye el ruido de una ambulancia. Poco después, al volver la calma, sigue escuchándose en el
fonógrafo la Mazurca, mientras…)

Cae el telón

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Escena Tercera

Habitaciones 109 y 110 del Hotel Florida. La luz del sol penetra a través de las
ventanas abiertas. Entre ambos cuartos hay una puerta abierta, sobre cuyo marco
han clavado con tachuelas un gran póster de guerra, de modo tal que al abrir la
puerta, el vano queda cubierto por el póster. No obstante, se la puede abrir. En ese
momento se encuentra abierta, y el póster parece una amplia pantalla de papel
entre los dos cuartos. Desde el suelo hasta el borde inferior del póster, queda un
espacio de aproximadamente sesenta centímetros de altura. En su cama de la
habitación 109 está Dorothy Bridges, dormida, en tanto que en la 110, Philip
Rawlings, sentado sobre la suya, mira a través de la ventana. Llega desde la calle
la voz de un vendedor de diarios: ¡«El Sol», «Libertad», el «ABC» de hoy! Se oye
la bocina de un automóvil que pasa y, poco después el lejano repiqueteo de las
ametralladoras. Philip se acerca al teléfono.

PHILIP. — Por favor, ¿puede hacerme llegar los diarios de la mañana? Sí, todos.
(Recorre con la vista el cuarto, mira a través de la ventana después observa el póster de guerra
que, en el brillante resplandor de la mañana soleada, se transparente sobre el vano de la puerta.)
No. (Sacude la cabeza.) Esto no me gusta. Demasiado temprano por la mañana.
(Golpean a la puerta.) Adelante. (Golpean nuevamente.) ¡Pase, pase!

(Al abrirse la puerta, aparece el GERENTE con los diarios en la mano.)

GERENTE. — Buenos días, míster Philip. Muchas gracias. Anoche fue terrible, ¿verdad?

PHILIP. — Sí, pasan cosas terribles todas las noches. Aterradoras. (Con gesto de fastidio.)
Veamos los diarios.

GERENTE. — Me llegan malas noticias de Asturias. Allí casi está todo perdido.

PHILIP. — (Mirando los diarios.) Pero no aquí todavía.

GERENTE. — No, pero yo sé que usted sabe.

PHILIP. — Por cierto. Ahora me pregunto ¿desde cuándo estoy en este cuarto?

GERENTE. — ¿No lo recuerda, míster Philip? ¿No se acuerda de anoche?

PHILIP. — No. No podría decir que sí. Dígame algo, a ver si lo recuerdo.

GERENTE. — (En un tono realmente horrorizado.) Pero ¿verdaderamente no se acuerda?

PHILIP. — (Alegremente.) Absolutamente nada. Un pequeño bombardeo al empezar


la tarde. Estaba en Chicote. Sí. Llevé a Anita para que se divirtiera un rato allí.
¿Supongo que no habrá habido dificultades con ella?

GERENTE. — (Sacudiendo la cabeza.) No, no. Con Anita no. Míster Philip, ¿recuerda algo
acerca de míster Preston?

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PHILIP. — No. ¿Qué intenciones tenía el pobre tristón? Espero que no se trate de
suicidio.

GERENTE. — ¿Usted no recuerda haberlo arrojado a la calle?

PHILIP. — ¿Desde aquí? (Mira desde su cama a través de la ventana.) ¿Lo encontró abajo?

GERENTE. — No, le vi en la entrada, al volver del Ministerio de entregar el parte.

PHILIP. — ¿Está lastimado?

GERENTE. — No, sólo siente algunos dolores.

PHILIP. — ¿Por qué no intervino? ¿Cómo permití esta clase de cosas en un hotel
decente?

GERENTE. — Después puede usted tomar su cuarto

(Tristemente y en tono de reprobación.) Mister Philip, míster Philip.

PHILIP. — (Muy alegre, aunque ligeramente contrariado.) De todos modos es un día muy
hermoso, ¿no?

GERENTE. — Oh, sí, es un día soberbio. Un día perfecto para ir al campo.-

PHILIP. — ¿Y qué hizo Preston? Siempre está muy bien colocado. Aunque tan
melancólico. Habrá entablado una verdadera lucha.

GERENTE. — Ahora está en otra habitación.

PHILIP. — ¿Dónde?

GERENTE. — En la 113. Su antigua habitación.

PHILIP. — ¿Y yo estoy en otra?

GERENTE. — Sí, míster Philip.

PHILIP. — ¿Y qué es esa cosa horrible? (Mira hacia el póster transparente que separa ambas
habitaciones.)

GERENTE. — Es un póster patriótico muy hermoso

Tiene mucho sentimiento. Sólo se ve desde allí

PHILIP. — ¿Y qué es lo que cubre? ¿Hacia dónde comunica?

GERENTE. — A la habitación de la dama, míster Philip, Ahora tendrá una suite


apropiada para una pareja de recién casados. Veré que todo esté en orden.

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Llámeme para cuanto necesite en cualquier momento. Le deseo toda clase de
felicidades.

PHILIP. — ¿La puerta se cierra de este lado?

GERENTE. — Sí, míster Philip.

PHILIP. — Entonces ciérrela, salga y haga que manden un poco de café.

GERENTE. — Sí, míster Philip. No se ponga de mal humor en un día tan hermoso como
éste (…) Y, por favor, no olvide la situación alimenticia de Madrid. Cualquier cosa
que les sobre le iría muy bien a mi familia. No importa que sea poco. Hay
demasiada escasez y ellos siempre están pidiendo. Son siete, míster Philip, y hasta
tengo que permitirme el lujo de mantener una suegra. ¡Y qué suegra! Todo se lo
come, todo le sienta bien a ella. También tengo un chico de diecisiete años que
llegó a ser campeón de natación (…) Y come de una manera! No podría creerlo,
míster Philip. Es también un campeón de la comida. Debería verlo. Y le hablo sólo
de dos de los siete.

PHILIP. — Veré qué puedo conseguir. Tendré que conseguirlo desde mi habitación.
Si se produce cualquier llamada haga que me la pasen aquí.

GERENTE. — Gracias, míster Philip. Usted tiene un corazón grande como la calle. Hay
afuera dos camaradas que desean verle.

PHILIP. — Dígales que pasen.

(Durante todo este tiempo DOROTHY BRIDGES, en el cuarto de al lado, ha dormido profundamente. No
se despertó al principio de la conversación entre PHILIP y el GERENTE, sino que sólo se movió levemente
en la cama. Ahora que la puerta está cerrada y con llave nada puede oírse de una habitación a
la otra.)

(Entran DOS CAMARADAS, con uniforme de la Brigada Internacional.)

PRIMER CAMARADA. — Muy bien. Él se fue.

PHILIP. — ¿Qué quieres decir con eso de que se fue?

PRIMER CAMARADA. — Que se fue, eso es todo.

PHILIP. — (Muy apresuradamente.) Pero ¿cómo?

PRIMER CAMARADA. — Lo mismo pregunto.

PHILIP. — Será mejor que esto no quede así. (Se vuelve hacia el SEGUNDO CAMARADA y le habla
secamente.) ¿Qué es lo que pasó?

SEGUNDO CAMARADA. — Que se fue.

PHILIP. — ¿Y en qué lugar estabas?

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SEGUNDO CAMARADA. — Entre el ascensor y las escaleras.

PHILIP. — (Dirigiéndose al PRIMER CAMARADA.) ¿Y tú?

PRIMER CAMARADA. — Afuera, en la puerta, toda la noche.

PHILIP. — ¿Y en qué momento abandonaron esos puestos?

PRIMER CAMARADA. — En ninguno.

PHILIP. — Mejor que lo piensen nuevamente. Ustedes saben lo que están


arriesgando, ¿no?

PRIMER CAMARADA. — Lo siento mucho, pero el hecho es que se fue y eso es todo lo
que puedo decir.

PHILIP. — Ah, no, eso no es todo, muchacho. (Descuelga el auricular del teléfono y marca
un número.) Noventa y siete cero, cero, cero 7 . Sí, ¿Antonio? Sí, por favor. ¿No ha
llegado todavía? No. Que envíen gente para arrestar a dos hombres en la
habitación 113 del Hotel Florida, por favor. Sí, por favor. Eso es. (Cuelga el auricular del
teléfono.)

PRIMER CAMARADA. — Y lo que hicimos en todo momento.

PHILIP. — Tómense el tiempo que necesiten. Les va a hacer falta un cuento muy
convincente, sin duda.

PRIMER CAMARADA. — No existe cuento alguno con excepción de lo que acabamos


de decir.

PHILIP. — Tómense el tiempo necesario. No se precipiten. Siéntense y piénsenlo de


nuevo. Tengan en cuenta que él estaba aquí, en este hotel. De donde no podía
salir sin que ustedes lo vieran. (Lee los diarios. Los CAMARADAS permanecen de pie,
malhumorados. PHILIP les habla sin mirarlos.) Tomen asiento. Pónganse cómodos.

SEGUNDO CAMARADA. — Camarada, nosotros…

PHILIP. — (Sin mirarlo.) No emplees esa palabra. (Ambos CAMARADAS se miran el uno al otro.)

PRIMER CAMARADA. — Camarada.

PHILIP. — (Mientras hace a un lado un diario y toma otro.) Les dije que no usaran esa palabra.
No suena bien en boca de ustedes.

PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario, queremos decir que…

PHILIP. — Pueden ahorrárselo.

7 En castellano en el original.

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PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario, tiene que escucharme.

PHILIP. — Te escucharé más tarde. No te preocupes, muchacho. Les voy a escuchar.


Cuando entraron aquí hablaban en un tono muy arrogante.

PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario, por favor, escúcheme. Yo quisiera


explicarle.

PHILIP. — Ustedes dejaron escapar un hombre que yo quería aquí, un hombre que
yo necesitaba. Ustedes dejaron escapar un hombre que va a matar.

PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario, por favor…

PHILIP. — «Por favor». Esa es una palabra cómica en boca de un soldado.

PRIMER CAMARADA. — No soy soldado de profesión.

PHILIP. — Cuando te pones el uniforme eres un soldado.

PRIMER CAMARADA. — Yo vine a luchar por un ideal

PHILIP. — Eso suena tremendamente bonito. Ahora permíteme que te diga algo.
Dices que viniste a luchar por un ideal y te asustas en medio de un ataque. No te
gusta el ruido o algo por el estilo, y matan a la gente —y no te gusta contemplar
eso— y sientes miedo de morir y entonces te hieres en la mano o en el pie a riesgo
de que te suceda lo peor, porque no puedes tolerar todo esto. Bien, serás fusilado
por este motivo y tu ideal no va a servirte de salvación, hermano.

PRIMER CAMARADA. — Pero yo he combatido bien. Nunca me herí


premeditadamente.

PHILIP. — No he dicho que lo hicieras. Sólo trataba de explicarme con un ejemplo.


Pero parece que no he sido bastante claro. Estoy pensando, entiéndelo, en lo que
va a hacer el nombre que han dejado escapar, y en cómo haré para poder
encerrarlo nuevamente en un lindo lugar como aquél, antes de que mate a
alguien. Como podrás ver, ese tipo me hacía mucha falta y lo necesitaba vivo. Y
ustedes lo han dejado escapar.

PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario, si no cree en lo que digo…

PHILIP. — No, no te creo y, además, no soy comisario. Soy un policía. Nada creo de
lo que oigo y muy poco de lo que veo. ¿Qué quiere decir eso de que te crea? Oye:
la suerte no está de tu lado. He tratado de averiguar si lo hiciste a propósito. No voy
más allá de eso. (Se sirve un trago.) Y si ustedes fueran listos tampoco irían más lejos. Y
si no lo hicieron a propósito el resultado es exactamente el mismo. El deber exige
una sola cosa. Que se cumpla. Y las órdenes también exigen una sola cosa: que se
las obedezca. Si tuviera más tiempo podría explicarles que la disciplina es
amabilidad, pero ahora no puedo explicarles demasiado bien esa clase de cosas.

PRIMER CAMARADA. — Por favor, camarada comisario…

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PHILIP. — Vuelve a emplear una vez más esa palabra y me enfurecerás.

PRIMER CAMARADA. — Camarada comisario.

PHILIP. — Cállate. No me gustan los buenos modales, ¿entiendes? Tengo que


emplearlos con tanta frecuencia que me cansan. Y me aburren. Ahora voy a
hablar contigo en presencia de mi jefe. Y suprime eso de comisario. Soy un policía.
Lo que ahora me dices carece del menor sentido. Como puedes ver, soy una bestia
en todo esto. Si no lo hicieron a propósito es algo que no me preocupa. Solamente
tengo que saber, ¿comprenden? Les diré lo que tengo que saber: si no lo hicieron
a propósito compartiré la responsabilidad con ustedes, (Golpean a la puerta.)
¡Adelante!

(Se abre la puerta y aparecen DOS GUARDIAS DE ASALTO en uniforme azul, gorras chatas y portando
fusiles.)

PRIMER GUARDIA. — A sus órdenes, mi comandante.

PHILIP. — Llévense a estos dos hombres a la sección de seguridad. Yo iré un poco


más tarde a conversar con ellos.

PRIMER GUARDIA. — A sus órdenes.

(El SEGUNDO CAMARADA se encamina hacia la puerta. El GUARDIA DE ASALTO le registra de arriba abajo
para ver si está armado.)

PHILIP. — Los dos están armados. Quítenles las armas y llévenselos. (A los DOS CAMARADAS.)
Buena suerte. (Lo dice sarcásticamente.) Espero que salgan bien de esto. (Salen los cuatro
y se les oye descender hacia el hall. En el cuarto de al lado, DOROTHY BRIDGES se mueve, se despierta,
bosteza, y estirándose, alcanza el timbre que pende junto a la cama. Se oye el sonido de la
campanilla; también lo oye PHILIP, a cuya puerta golpean.) Adelante. (Aparece el GERENTE, muy
turbado.)

GERENTE. — Han arrestado a los dos camaradas.

PHILIP. — Son camaradas muy malos. Por lo menos uno de ellos. El otro puede ser
que haya actuado muy correctamente.

GERENTE. — Pasan muchas cosas a su alrededor en estos momentos, míster Philip. Se


lo digo como amigo. Trate de mantener las cosas más en calma. No es bueno que
sucedan tantas cosas.

PHILIP. — No, supongo que no. Y además es un día hermoso, ¿no es cierto? ¿O no
es cierto?

GERENTE. — Sólo le digo lo que tendría que hacer. Un día como hoy tendría que irse
de excursión al campo.

(En el cuarto de al lado, DOROTHY BRIDGES se ha puesto una bata y zapatillas. Entra al baño y, cuando
reaparece, se la ve cepillándose el cabello, que es muy hermoso. Se sienta en la cama, frente a la
estufa eléctrica, cepillándolo. Parece muy joven sin maquillaje. Vuelve a tocar el timbre y una

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CAMARERA abre la puerta. Es una mujer menuda, de unos sesenta años, vestida con blusa azul y
delantal.)

CAMARERA. — (PETRA.) ¿Se puede?

DOROTHY. — Buenos días, Petra.

PETRA. — Buenos días, señorita.

(DOROTHY se mete en cama y PETRA le acerca la bandeja del desayuno.)

DOROTHY. — Petra, ¿no hay huevos?

PETRA. — No, señorita.

DOROTHY. — ¿Está mejor su madre, Petra?

PETRA. — No, señorita.

DOROTHY. — ¿Ha tomado su desayuno, Petra?

PETRA. — No, señorita.

DOROTHY. — Sírvase ahora mismo un poco de café. Dese prisa en traer una taza.

PETRA. — Lo haré cuando usted haya terminado, señorita. ¿Fue por aquí muy malo
el bombardeo de anoche?

DOROTHY. — Oh, fue encantador.

PETRA. — Usted dice cosas tan horribles, señorita.

DOROTHY. — No, Petra, es que fue encantador.

PETRA. — En mi barrio del Progreso, murieron seis en un solo piso. Esta mañana
estaban sacándolos afuera y todos los vidrios habían caído a la calle. No habrá
más vidrio en este invierno.

DOROTHY. — Aquí ninguno murió.

PETRA. — ¿Puedo servirle ya el desayuno al señor?

DOROTHY. — El señor no estará más aquí.

PETRA. — ¿Se ha marchado al frente?

DOROTHY. — Oh, no. No ha ido en ningún momento. Solamente escribe sobre el


frente. Hay otro señor aquí.

PETRA. — (Tristemente.) ¿Quién, señorita?

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DOROTHY. — (Alegremente.) Míster Philip.

PETRA. — Ay, señorita, qué terrible. (Sale llorando.)

DOROTHY. — (Llamándola de inmediato.) ¡Petra, Petra!

PETRA. — (Resignadamente.) Sí, señorita.

DOROTHY. — (Alegremente.) Vea si míster Philip está ya levantado.

PETRA. — Sí, señorita.

(PETRA se dirige a la puerta de PHILIP la golpea.)

PHILIP. — Pase.

PETRA. — La señorita me pide que averigüe si usted está levantado.

PHILIP. — No.

PETRA. — (En la otra puerta.) Dice el señor que no se ha levantado.

DOROTHY. — Por favor, Petra, dígale que venga y se sirva un poco de desayuno.

PETRA. — (En la otra puerta.) La señorita pide que vaya a servirse algo de desayuno,
aunque es muy poco lo que queda.

PHILIP. — Dígale a la señorita que nunca tomo desayuno.

PETRA. — (En la otra puerta.) Dice que nunca toma desayuno, Pero yo sé que toma más
desayunos que tres personas juntas.

DOROTHY. — Petra, él es tan difícil. Dígale solamente que no sea estúpido y que por
favor venga aquí.

PETRA. — (En la otra puerta.) Ella dice que vaya.

PHILIP. — Qué palabrería, qué palabrería. (Se pone un botín y zapatillas.) Estas son más
bien pequeñas. Deben ser de Preston. No obstante, tiene una linda «robe». Tendría
que ofrecerle comprársela. (Recoge los diarios, golpea a la puerta al tiempo que la abre y
pasa al otro, cuarto.)

DOROTHY. — Pasa. Oh, al fin estás aquí.

PHILIP. — ¿No es todo esto más bien muy poco común?

DOROTHY. — Eres estúpido, querido Philip. ¿Dónde has estado?

PHILIP. — En un cuarto muy extraño.

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DOROTHY. — ¿Y cómo entraste allí?

PHILIP. — No tengo la menor idea.

DOROTHY. — ¿No puedes recordar nada?

PHILIP. — Me acuerdo de algo desagradable, como si hubiera sacado a alguien de


aquí a golpes.

DOROTHY. — Ese era Preston.

PHILIP. — ¿En serio?

DOROTHY. — Sí, muy en serio.

PHILIP. — Tenemos que hacerlo regresar. No debería haber sido rudo hasta tal punto.

DOROTHY. — Ah, no, Philip, no. Se ha ido para no volver.

PHILIP. — «Para no volver.» ¡Qué frase espantosa!

DOROTHY. — (Con firmeza.) Se ha ido de una vez por todas.

PHILIP. — Peor frase aún. Resulta horroroso.

DOROTHY. — ¿Qué es lo horroroso, querido?

PHILIP. — Una especie de súper-horrores, sabes. Ahora puedes verlos. Ahora no.
Míralos dar vuelta a la esquina.

DOROTHY. — ¿No los habías sentido antes?

PHILIP. — Claro que sí. He experimentado todo. Lo peor que recuerdo es una fila de
marinos. Solían entrar repentinamente en mi cuarto.

DOROTHY. — Philip, siéntate aquí. (PHILIP se sienta sobre la cama muy cautelosamente.) Philip
tienes que prometerme algo. No debes seguir bebiendo a lo loco, sin tener objetivo
alguno en tu vida y sin hacer algo que tenga pies y cabeza. Supongo que no
querrás convertirte en un playboy de Madrid, ¿no es cierto?

PHILIP. — ¿Un playboy de Madrid?

DOROTHY. — Sí. Que ronda por Chicote. Y el Miami Y las embajadas y el Ministerio y
el aparta mentó de Vernon Rodgers y esa espantosa Anita. Aunque lo peor son las
embajadas. Philip, ¿no eres así?, ¿verdad que no?

PHILIP. — ¿Qué más tienes que decir?

DOROTHY. — Todo. Podrías ocuparte de algo serio y decente. Podrías hacer algo
valioso, reposado y bueno. ¿Sabes qué te va a pasar si insistes en arrastrarte de bar

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en bar, en compañía de toda esa gente espantosa? Te pegarán un tiro La otra
noche mataron a un hombre en Chicote. Fue terrible.

PHILIP. — ¿Algún conocido nuestro?

DOROTHY. — No. Nada más que un pobre tipo que andaba mojando a todo el
mundo con un pulverizador de flit. Era totalmente inofensivo. Pero alguien se sintió
ofendido y le pegó un tiro. Lo vi y era muy deprimente. Le dispararon
repentinamente y cayó tendido de espaldas. Su cara estaba muy gris y había
estado tan alegre sólo un momento antes… Hicieron que todos permanecieran allí
durante dos horas, y la policía olfateó el revólver de cada uno y prohibió que se
sirvieran más bebidas. No lo cubrieron, y todos tuvimos que presentar nuestros
documentos ante un hombre sentado frente a una mesa, justamente ubicada al
lado de donde él yacía, y era muy deprimente, Philip. Tenía los calcetines tan sucios
y las suelas de sus zapatos estaban completamente gastadas y ni siquiera tenía
camiseta.

PHILIP. — ¡Pobre tipo! Lo que pasa es que la inmundicia que ahora beben es veneno
puro. Deja medio loca a la gente.

DOROTHY. — Pero, Philip, no debes ser de ese modo. Ni tienes que andar rondando
de sitio en sitio con riesgo de que alguien te pegue un tiro. Podrías hacer algo con
sentido político o algo militar y hacerlo bien.

PHILIP. — No me tientes. No me vuelvas ambicioso. (Hace una pausa.) No abras nuevas


perspectivas.

DOROTHY. — Es que fue una cosa horrible lo que hiciste la otra noche con la
salivadera… Tratando de provocar líos en Chicote. Sencillamente buscando
provocarlos, como todo el mundo dijo.

PHILIP. — ¿Y a quién provocaba yo?

DOROTHY. — No lo sé. ¿Y qué interesa a quién fuera? No tendrías que provocar a


nadie.

PHILIP. — No, supongo que no. Probablemente sucede de pronto sin que uno lo
quiera.

DOROTHY. — No hables de manera tan pesimista, querido, precisamente ahora que


comenzamos nuestra vida juntos.

PHILIP. — ¿Nuestra qué…?

DOROTHY. — Nuestra vida juntos. ¿No te gustaría tener una vida larga, feliz y
reposada en algún lugar como Saint-Tropez y hacer largas caminatas, ir a nadar,
tener chicos y ser completamente felices? Lo digo en serio. ¿No quieres que todo
esto se acabe; me refiero a la guerra y la revolución?

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PHILIP. — ¿Y leeremos el Continental Daily Mail mientras tomamos el desayuno con
brioches y mermelada de frutillas frescas?

DOROTHY. — Querido, nos desayunaremos con œufs au jambon y podrás leer el


Morning Post si lo prefieres. Y todo el mundo dirá Monsieur-Dame.

PHILIP. — El Morning Post ha dejado precisamente de publicarse.

DOROTHY. — Ay, Philip, eres tan deprimente, Pretendía que tuviéramos una vida así
de feliz. ¿Y no te gustan los chicos? Podrían jugar en los jardines del Luxemburgo,
echar a rodar aros y hacer navegar barquitos.

PHILIP. — Si lo podemos ver sobre un mapa; te diría que casi hasta junto a un globo.
«Chicos»; el varón se llamará Derek, el peor nombre que conozco. Podrás decirle:
«Derek, allí queda el Wangpoo. Ahora mira hacia dónde se dirige mi dedo y te
mostraré el lugar en que está papá.» Y Derek dirá: «Bueno, mamita. ¿He visto alguna
vez a papá?»

DOROTHY. — Oh, no. No será así. Viviremos en algún lugar que sea hermoso y podrás
escribir.

PHILIP. — ¿Sobre qué?

DOROTHY. — Sobre lo que quieras. Novelas y artículos, y quizá un libro sobre esta
guerra.

PHILIP. — Será un libro precioso. Podría tener…, bueno… digamos, ilustraciones.

DOROTHY. — O podrías estudiar y escribir un libro sobre política. Alguien me comentó


que los libros sobre política se venden siempre.

PHILIP. — (Mientras toca el timbre.) Me imagino que sí.

DOROTHY. — Podrías estudiar y escribir un libro sobre dialéctica. Para un nuevo libro
sobre dialéctica siempre hay mercado.

PHILIP. — ¿De veras?

DOROTHY. — Querido Philip, lo primero que deberías hacer es comenzar ahora mismo
a hacer algo que valga la pena y terminar de una vez por todas con estas actitudes
de playboy.

PHILIP. — Lo leí en un libro, pero en verdad nunca lo entendí del todo. ¿Es cierto que
lo primero que hace una mujer norteamericana es tratar de conseguir que el
hombre en que está interesada renuncie a algo? ¿Digamos, beber alcohol, fumar
cigarrillos Virginia, usar botines, salir a cazar o cualquier otra tontería?

DOROTHY. — No, Philip. Lo que ocurre es que eres un problema muy serio para
cualquier mujer.

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PHILIP. — Así lo espero.

DOROTHY. — Y yo no pretendo que renuncies a nada. Lo que quisiera es que te hagas


cargo de algo.

PHILIP. — Bien. (La besa.) Lo haré. Ahora desayunemos poco. Tengo que regresar y
hacer algunas llamadas por teléfono.

DOROTHY. — Philip, no te vayas.

PHILIP. — Volveré en un instante, querida. Y voy a ser tan serio…

DOROTHY. — ¿Te das cuenta de lo que has dicho?

PHILIP. — Por supuesto.

DOROTHY. — (Con mucha alegría.) Dijiste “Querida”.

PHILIP. — Sabía que era una palabra infecciosa, pero jamás me enteré de que fuera
contagiosa. Perdóname, amor.

DOROTHY. — Amor es también una bonita palabra.

PHILIP. — Entonces, adiós… para siempre… dulce.

DOROTHY. — Dulce… ¡ay!, querido.

PHILIP. — Adiós, cámara da.

DOROTHY. — Camarada. Y pensar que antes me dijiste querida.

PHILIP. — Camarada es toda una palabra. Creo que no debería andar


manoseándola. La retiro.

DOROTHY. — (Extasiada.) PHILIP. — te estás volviendo político.

PHILIP. — ¡Dios, bien lo sabes! Sea lo que sea ¡sálvanos!

DOROTHY. — No blasfemes. Trae una tremenda mala suerte.

PHILIP. — (Con prisa y algo torvo.) Adiós, querida amor dulce.

DOROTHY. — Pero no me llames camarada.

PHILIP. — (Al salir.) No. Como verás me estoy volviendo político. (Pasa al cuarto de al lado.)

DOROTHY. — (Llama a PETRA. Se recuesta cómodamente sobre los almohadones y le habla.) ¡Ay!,
Petra, es tan atractivo, tan vital y tan alegre, Pero no hace nada. Se supone que
envía informes a algún estúpido diario de Londres, pero en la Censura comentan
que prácticamente jamás lo hace. Resulta tan refrescante después de oír hablar

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todo el tiempo a Preston de su mujer y sus chicos. Pues que vuelva de una vez por
todas a su mujer y sus chicos si está tan preocupado por ellos. Apostaría a que no
es capaz. Estos hombres con mujer y chicos, en plena guerra… Los utilizan como
pretexto para abrir una brecha en cualquiera y acostarse con ella, e
inmediatamente después se lo echan en cara a golpes. No sé cómo aguanté tanto
tiempo a Preston. Y es tan tristón. Siempre esperando que la ciudad y todo se
derrumbe, mientras mira el mapa. Mirar constantemente el mapa es uno de los
hábitos más irritantes que un hombre puede adquirir. ¿No es cierto, Petra?

PETRA. — Yo no entiendo, señorita.

DOROTHY. — ¡Ay!, Petra, quisiera saber qué está haciendo en este instante.

PETRA. — Nada bueno.

DOROTHY. — No hable de esa manera, Petra. Usted es una derrotista.

PETRA. — No, señorita, yo no me meto en política. Solamente trabajo.

DOROTHY. — Bueno, ahora puede retirarse porque creo que voy a seguir durmiendo
un ratito más. Tengo tanto sueño y me siento tan bien esta mañana.

PETRA. — Que descanse usted bien, señorita. (Al salir, cierra la puerta.)

(En el cuarto de al lado, PHILIP contesta el teléfono.)

PHILIP. — Sí, de acuerdo. Hágalo subir. (Golpean a la puerta y entra un CAMARADA vestido con
el uniforme de la Brigada Internacional. Saluda vivazmente. Es un joven y apuesto moreno de unos
veintitrés años.) Salud, camarada, adelante.

CAMARADA. — Me dijeron en la Brigada que viniera aquí. Tenía que presentarme en


la habitación ciento trece.

PHILIP. — He cambiado de cuarto. ¿Tienes una copia de la orden?

CAMARADA. — Fue una orden verbal.

(PHILIP toma el teléfono y pide un número.)

PHILIP. — Ochenta-dos cero uno cinco. Hola, ¿Haddock? No, con Haddock. Habla
Hake. Sí. Hake. Bien. ¿Haddock? (Gira en dirección al CAMARADA.) ¿Cuál es tu nombre,
camarada?

CAMARADA. — Wilkinson.

PHILIP. — Hola, Haddock. ¿Enviaron ustedes al camarada Wilkinson a las pescaderías


Booth? Ah, bien. Muchas gracias. Salud. (Cuelga el teléfono, retira la mano y se dirige al
CAMARADA.) Me alegro de verte, camarada. Bueno, ¿de qué se trata?

CAMARADA. — Estoy bajo sus órdenes.

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PHILIP. — Ah… (Parece muy disgustado con respecto a algo.) ¿Qué edad tienes,
camarada?

CAMARADA. — Veinte.

PHILIP. — ¿Te has divertido mucho?

CAMARADA. — No estoy metido en esto por diversión.

PHILIP. — No, claro que no. Era solamente una pregunta. (Hace una pausa. Después,
dejando de lado su disgusto, habla de manera marcadamente militar.) Bien, hay una sola cosa
que debo decirte. En esta función particular tienes que estar armado para reforzar
tu autoridad. Pero no debes hacer uso de tus armas bajo pretexto alguno. ¿Has
entendido esto bien claro?

CAMARADA. — ¿Ni siquiera en defensa propia?

PHILIP. — Bajo ningún pretexto.

CAMARADA. — Comprendo. ¿Y qué órdenes debo cumplir?

PHILIP. — Vete abajo y sal a dar una vuelta. Después, regresa a este lugar, toma una
habitación y firma en el libro de registro. Cuando ya tengas la habitación,
preséntate y hazme saber cuál es, y yo te diré lo que debes hacer. Hoy tendrás que
pasar la mayor parte del día en tu habitación. (Hace una pausa.) Ve a darte un buen
paseo. Podrías beber un vaso de cerveza. Hoy hay cerveza en Aguilar.

CAMARADA. — Yo no bebo, camarada.

PHILIP. — Muy bien. Excelente. Nosotros, los de la vieja generación, tenemos algunas
viciosas manchas de leprosos que difícilmente puedan ser erradicadas a estas
alturas. Pero eres todo un ejemplo para nosotros. Puedes irte ahora.

CAMARADA. — Bien, camarada. (Saluda y sale.)

PHILIP. — (Después de su partida.) Qué cosa tan lamentable. Sí, qué lamentable. (Suena
el teléfono.) ¿Sí? Es él que habla. Bueno. No. Lo siento. Más tarde. (Cuelga el teléfono…
Vuelve a sonar.) Hola. Sí. Lo siento enormemente. ¡Qué lástima! Lo haré. Sí, más tarde.
(Vuelve a colgar. El teléfono suena nuevamente.) Hola. Oh, lo siento mucho, realmente lo
siento. ¿Qué tal te parecería un poco más tarde? ¿No? ¡Qué buen tipo! Ven por
aquí y todo quedará arreglado. (Golpean a la puerta.) Adelante. (Entra PRESTON. Tiene una
ceja vendada y su aspecto no es muy bueno.) Lo siento mucho, sabes.

PRESTON. — ¿Y con eso qué hacemos? Te comportaste asquerosamente.

PHILIP. — De acuerdo. ¿Y ahora qué puedo hacer? (Con voz inexpresiva.) Ya dije que lo
sentía.

PRESTON. — Bien, ahora podrías quitarte mi batín y las zapatillas.

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PHILIP. — (Quitándoselas.) Bueno. (Se las alcanza.) (Con pena.) No venderás el batín, ¿no es
cierto? Es una buena tela.

PRESTON. — No. Y ahora vete de mi cuarto.

PHILIP. — ¿Tendremos que empezar de nuevo con lo mismo?

PRESTON. — Si no sales, llamaré y haré que te echen.

PHILIP. — En ese caso, será mejor que llames.

(PRESTON llama. PHILIP entra al cuarto de baño. Se oye un chapoteo de agua. Golpean a la puerta y
entra el GERENTE.)

GERENTE. — ¿Algo no va bien?

PRESTON. — Quiero que llame a la policía para que saquen a este hombre de mi
cuarto.

GERENTE. — Míster Preston, ya he ordenado a la camarera que lleve ahora mismo


todas sus cosas arriba. Usted debe estar cómodo en la 114. ¿Sabe lo que sucede
cuando se llama a la policía en un hotel? ¿Qué es lo primero que dice la policía?
¿Á quién pertenece el tarro de leche y el picadillo de carnes? ¿Quién acumula
café en este hotel? ¿Qué significa todo este azúcar en el armario? ¿Quién
consiguió tres botellas de whisky? ¿Qué sucede aquí? Nunca meta a la policía en
asuntos privados, míster Preston, se lo ruego.

PHILIP. — (Desde el cuarto de baño.) ¿A quién pertenecen estas tres pastillas de jabón?

GERENTE. — ¿Ve, míster Preston? En un asunto privado la autoridad pública siempre


da una interpretación equivocada. Tener estas cosas está fuera de la ley. Todas las
formas de acumulación están severamente castigadas. Es una equivocación de la
policía.

PHILIP. — (Desde el cuarto de baño.) ¿Quién consiguió introducir aquí tres frascos de
agua de colonia?

GERENTE. — ¿Ve, míster Preston? Con toda mi mejor voluntad no podría introducir
aquí a la policía.

PRESTON. — Oh, bien, váyanse al… diablo, entonces, ustedes dos. Después ordene
que lleven todas las cosas al uno catorce. Eres un grosero inmundo, Rawlings.
Recuerda que te lo dije, ¿eh?

PHILIP. — (Desde el cuarto de baño.) ¿A quién pertenecen estos cuatro tubos de crema
de afeitar Mennen?

GERENTE. — Míster Preston. ¡Cuatro tubos! Míster Pres…ton.

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PRESTON. — Usted no hace más que mendigar comida. Y ya le he dado bastante.
Haga empaquetar las cosas y que las cambien de habitación.

GERENTE. — Muy bien, míster Preston, pero déjeme decirle una cosa. Cuando, contra
mi voluntad, me atrevo a pedirle un poco de comida, lo único que deseo es que
me cedan las sobras…

PHILIP. — (Desde el cuarto de baño, ahogándose de risa) ¿Qué es eso?

GERENTE. — Digo a mister Preston que sólo deseo lo que les sobra, teniendo en
cuenta que somos siete en la familia. Mire, míster Preston, está ese lujo de mi suegra,
a la que ahora sólo le queda un diente en su cabeza y le basta para comerlo todo.
Cuando pierda ese diente tendré que comprarle una dentadura completa, con
todas sus piezas superiores e inferiores, con las que podrá comer cosas mayores:
bistec, chuletas y eso que usted llama solomillo. Todas las noches le pregunto por el
diente y si lo pierde no sé qué será de nosotros. Con todos los dientes arriba y abajo,
no habría suficientes caballos del ejército en Madrid para ella. Usted no ha visto
nada igual, míster Preston. Un verdadero lujo. ¿No podría usted prescindir de alguna
latita, no importa de lo que sea?

PRESTON. — Sáquele algo a Rawlings. Él es su amigo.

PHILIP. — (Al salir del cuarto de baño.) Conmigo el camarada filatélico excederá una lata
de carne vacuna.

GERENTE. — Oh, míster Philip. Usted tiene un corazón más grande que el hotel.

PRESTON. — Y el doble de sucio. (Se retira.)

PHILIP. — Es una persona muy mordaz.

GERENTE. — Usted le quita la señorita. Le vuelve furioso. Le llena de, como dicen
ustedes, «celosidad».

PHILIP. — Eso es lo que pasa. Está simplemente atascado de celosidad. Yo traté de


quitársela en parte a golpes anoche. Sin resultado.

GERENTE. — Escuche, míster Philip. Dígame una cosa. ¿Cuánto va a durar la guerra?

PHILIP. — Me temo que un largo tiempo.

GERENTE. — Míster Philip, no me gusta oírle eso. Hace ahora un año. No es gracioso,
¿sabe usted?

PHILIP. — No se preocupe por eso. Trate solamente de subsistir.

GERENTE. — Tenga cuidado y subsista usted también. Tenga más cuidado, míster
Philip. Yo lo sé. No piense que no lo sé.

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PHILIP. — No es mucho lo que sabe. Y sepa lo que sepa, mantenga la boca bien
cerrada, ¿eh? De ese modo trabajamos bien juntos.

GERENTE. — Pero tenga cuidado, míster Philip.

PHILIP. — Estoy subsistiendo muy bien. ¿Quiere servirse algo?

(Vierte whisky y agua en un vaso.)

GERENTE. — Jamás pruebo el alcohol. Pero escuche, míster Philip. Tenga más
cuidado. Las cosas están muy mal en la 105 y en la 107.

PHILIP. — Gracias. Estoy enterado de eso. Solamente perdí lo que tenía en la 107.
Dejaron que se escapara.

GERENTE. — En la 114 sólo hay un tonto.

PHILIP. — Completamente.

GERENTE. — Anoche trató de meterse en la 113 por usted, pretendiendo que era
equivocación. Yo lo sé.

PHILIP. — Es por eso que yo no estaba allí. Tenía a alguien vigilando al tonto.

GERENTE. — Míster Philip, tenga mucho cuidado. ¿Quiere que coloque el cerrojo Yale
en la puerta? ¿El cerrojo grande? ¿El de clase mucho más fuerte?

PHILIP. — No. El cerrojo grande no mejoraría las cosas. Estos asuntos no se arreglan
con cerrojos grandes.

GERENTE. — ¿Desea usted algo especial, míster Philip? ¿Algo que esté a mi alcance?

PHILIP. — No; nada especial. Gracias por echar a ese tonto periodista de Valencia
que quería una habitación aquí. Ya tenemos aquí suficientes tontos, incluyendo a
usted y a mí.

GERENTE. — Pero lo dejaré entrar más tarde si usted quiere. Le dije que no había
habitación, y que cuando la haya se lo haría saber. Si las cosas se calman puedo
dejarlo entrar más tarde. Tenga cuidado de usted, míster Philip. Por favor, usted
sabe.

PHILIP. — Lo estoy pasando bastante bien. Salvo que de vez en cuando siento una
especie de depresión mental.

(Durante este tiempo, DOROTHY BRIDGES se ha levantado, ha ido al cuarto de baño, se ha vestido y
ha vuelto a su habitación. Se sienta ante la máquina de escribir, después se levanta y pone un disco
en el fonógrafo. Es la balada en la bemol menor, Op. 47 de Chopin. PHILIP oye la música.)

PHILIP. — (Al GERENTE.) ¿Me disculpa un momento, por favor? ¿Va usted a trasladar las
cosas de él? Si viene alguien a buscarme dígale que espere, ¿podría hacerlo?

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GERENTE. — Le diré a la camarera que haga el traslado. (PHILIP se dirige hacia la puerta de
DOROTHY y llama.)

DOROTHY. — Adelante, Philip.

PHILIP. — ¿Te molestaría que tomara un trago aquí durante un rato?

DOROTHY. — No. Por favor, al contrario.

PHILIP. — Quisiera pedirte que hicieras dos cosas.

(El disco se ha detenido. En el otro cuarto puede advertirse que el GERENTE ha salido, ha entrado la
CAMARERA y está apilando todas las cosas de PRESTON sobre la cama.)

DOROTHY. — ¿Cuáles son, Philip?

PHILIP. — La primera es que te mudes de hotel, y la otra que regreses a Estados


Unidos.

DOROTHY. — Pues, no faltaba más, descarado, imprudente. Si hasta eres peor que
Preston.

PHILIP. — Ambas cosas las digo en serio. Este hotel no es el lugar que ahora te
corresponde. Lo digo de verdad.

DOROTHY. — Ahora precisamente que estaba empezando a sentirme tan feliz a tu


lado. No seas bobo, Philip. Por favor, querido, no seas bobo.

(A la entrada del cuarto vecino se ve al joven CAMARADA WILKINSON, con uniforme de la Brigada
Internacional, junto a la puerta abierta.)

WILKINSON. — (A la CAMARERA.) ¿El camarada Rawlings?

PETRA. — Pase y tome asiento. Dijo que lo esperaran.

(WILKINSON se sienta en una silla, de espaldas a la puerta. En el otro cuatro, DOROTHY vuelve a poner
el disco en el fonógrafo. PHILIP levanta la aguja, y el disco sigue girando incesantemente sobre él
plato.)

DOROTHY. — Dijiste que querías un trago. Aquí lo tienes.

PHILIP. — No, no lo quiero.

DOROTHY. — ¿Qué pasa, querido?

PHILIP. — Sabes que me he vuelto serio. Tienes que irte de aquí.

DOROTHY. — No tengo miedo a los bombardeos, bien lo sabes.

PHILIP. — No se trata de los bombardeos.

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DOROTHY. — Entonces, ¿de qué se trata, querido? ¿No te gusto? Me gustaría hacerte
muy feliz aquí.

PHILIP. — ¿Qué puedo hacer para que te vayas?

DOROTHY. — Nada. No me iré.

PHILIP. — Haré que te trasladen al Victoria.

DOROTHY. — No lo harás.

PHILIP. — Me gustaría que se pudiera hablar contigo.

DOROTHY. — ¿Y por qué no puedes?

PHILIP. — Nunca he podido hablar con nadie.

DOROTHY. — Pero, querido, eso es solamente una inhibición. Podrías ir a un analista y


ponerlo todo en orden. Es algo fácil y muy fascinante.

PHILIP. — Eres incurable, aunque hermosa. Sencillamente haré que te saquen de


aquí, (Vuelve a colocar la aguja sobre el disco y da cuerda al fonógrafo.)

DOROTHY. — Si parezco triste, lo siento.

(Mientras el disco suena, se advierte que alguien se ha detenido ante la puerta del cuarto donde
la CAMARERA trabaja y e l muchacho permanece sentado. Lleva puestos un impermeable y una
boina, y está reclinado sobre el marco de la puerta para afinar su puntería. Con una pistola Máuser
de cañón largo dispara en la nuca del muchacho. La CAMARERA grita: ¡Ay! y se echa a llorar sobre
su delantal. Al oír el disparo, PHILIP empuja a DOROTHY hacia la cama y se dirige a la puerta
empuñando una pistola en su mano derecha. Abre la puerta, mira en ambas direcciones
poniéndose a resguardo, después va hacia el recodo del pasillo y vuelve a entrar al cuarto. Al verlo
con la pistola, la CAMARERA vuelve a gritar.)

PHILIP. —
No sea tonta. (Va hacia la silla donde yace el cuerpo, le alza la cabeza y la deja caer.)
Los canallas. Los inmundos canallas. (DOROTHY le ha seguido hasta la puerta. La empuja,
haciéndola salir.) Vete de aquí.

DOROTHY. — Philip, ¿qué pasa?

PHILIP. — No lo mires. Ese hombre está muerto. Alguien le mató.

DOROTHY. — ¿Quién le mató?

PHILIP. — Tal vez él mismo se mató. Nada de esto te concierne. Vete de aquí. ¿Es la
primera vez que has visto un hombre muerto? ¿Acaso no eres una corresponsal de
guerra o algo por el estilo? Vete de aquí y escribe un artículo. Nada de esto te
concierne. (Dirigiéndose a la CAMARERA.) Apresúrese y saque de aquí todas esas latas y
botellas. (Empieza a arrojar cosas desde los estantes del armario hacia la cama.) Todas las latas
de leche. Toda la carne picada. Todo el azúcar. Todo el salmón en lata, Toda el agua

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de colonia. Todo el exceso de jabones. Quítelos de aquí. Vamos a llamar a la
policía.

Telón

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Segundo Acto

Escena Primera

Una habitación en los cuarteles de Seguridad. Hay una mesa sencilla, sin nada
encima salvo una lámpara con pantalla verde. Todas las ventanas tienen las
persianas cerradas. Detrás de la mesa está sentado un hombre bajo, de rostro
ascético, labios muy finos y nariz de halcón. Sus cejas son muy delgadas. Philip está
sentado en una silla junto a la mesa. El hombre con cara de halcón sostiene un lápiz
entre los dedos. Frente a la mesa, un hombre está sentado en una silla. Llora con
sollozos estremecedores y profundos. Antonio (el de cara de halcón), lo observa
con marcado interés. Se trata del primer camarada, que se vio en la escena
tercera del primer acto. Es calvo, no lleva americana y los tirantes, que sostienen
los desplanchados pantalones de la Brigada Internacional, cuelgan a ambos lados.
Al alzarse el telón, Philip se pone de pie y mira al primer camarada.

PHILIP. — (Con voz cansada.) Quisiera hacerte una pregunta más.

PRIMER CAMARADA. — No me interrogue. Por favor, no me interrogue. No quiero que


me haga más preguntas.

PHILIP. — ¿Estabas dormido?

PRIMER CAMARADA. — (Sofocado.) Sí.

PHILIP. — (Con voz muy cansada y débil.) ¿Sabes el castigo que eso merece?

PRIMER CAMARADA. — Sí.

PHILIP. — ¿Por qué no dijiste esto desde un principio para evitar tanta molestia? No
te hubiera hecho matar por eso. Ahora estoy contrariado contigo. ¿Piensas que
uno hace matar a los demás por diversión?

PRIMER CAMARADA. — Debería habérselo dicho. Estaba asustado.

PHILIP. — Sí. Deberías habérmelo dicho.

PRIMER CAMARADA. — Es verdad, camarada comisario.

PHILIP. — (Dirigiéndose a ANTONIO, con frialdad.) ¿Cree usted que estaba dormido?

ANTONIO. — ¿Cómo puedo saberlo? ¿Quiere que yo» le interrogue?

PHILIP. — No, mi coronel, no. Queremos información.-No buscamos una confesión.


(Dirigiéndose al PRIMER CAMARADA.) Escúchame, ¿en qué soñaste cuando te echaste a
dormir?

PRIMER CAMARADA. — (Trata de recordar mientras solloza, duda, después dice.) No me


acuerdo.

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PHILIP. — Trata de acordarte. Tómate el tiempo necesario. Comprenderás que lo
único que quiero es estar seguro. No intentes mentir. Me daré cuenta si lo haces.

PRIMER CAMARADA. — Ahora me acuerdo. Estaba junto a la pared y tenía el fusil entre
las piernas cuando me recliné, y me acuerdo. (Se sofoca.) En el sueño yo… yo pensé
que estaba con mi chica y que ella me estaba haciendo algo… digamos…
gracioso. No sé de qué se trataba. Todo ocurría en sueños. (Se sofoca.)

PHILIP. — (Dirigiéndose a ANTONIO.) ¿Ahora está satisfecho?

ANTONIO. — No lo entiendo del todo.

PHILIP. — Bien, supongo que nadie lo entiende verdaderamente del todo, pero me
ha convencido. (Dirigiéndose al primer CAMARADA.) ¿Cómo se llama tu chica?

PRIMER CAMARADA. — Alma.

PHILIP. — Muy bien. Cuando le escribas dile que te trajo muchísima suerte. (Dirigiéndose
a ANTONIO.) En lo que a mí respecta, mi opinión es que puede liberarlo. Lee el Worker.
Conoce a Joe North. Tiene una chica que se llama Alma. Sus antecedentes en la
Brigada son buenos; se echó a dormir y dejó escapar a un ciudadano que mató a
un muchacho llamado Wilkinson por culpa mía. Lo que habría que hacer es darle
grandes cantidades de café fuerte para mantenerlo despierto y evitar que tenga
el fusil entre las piernas. Escuche, camarada, discúlpeme que le hable con dureza
en cuanto al cumplimiento de mi deber.

ANTONIO. — Quisiera hacer unas cuantas preguntas.

PHILIP. — Escuche, mi coronel. Si yo no hubiera sido eficaz en lo que hago, usted no


me habría dejado que lo siguiera haciendo durante tanto tiempo. Este muchacho
es correcto. Por cierto que ninguno de nosotras somos exactamente lo que usted
llamaría correcto. Pero este muchacho sin duda lo es. Sólo se quedó dormido y,
como usted comprenderá, yo no soy juez. Yo solamente estoy a su servicio, y al de
la causa, y al de la República y a esto y a aquello. Y en Estados Unidos tuvimos
hace algún tiempo un presidente llamado Lincoln que, nadie lo ignora, conmutó
muchas sentencias de muerte a centinelas que se habían dormido. Por eso pienso
que, si usted está de acuerdo, en este caso deberíamos conmutarle la pena.
Pertenece al Batallón Lincoln… y ése es un batallón evidentemente muy bueno. Es
un batallón tan bueno y ha hecho tanto que si le contara todo se le partiría el
corazón. Y si yo estuviera allí me sentiría decente y orgulloso en vez de estar como
ahora por hacer lo que hago. Pero no soy capaz, ¿sabe? Soy una especie de
policía de segunda clase que aspira a convertirse en periodista de tercera… Pero,
escucha, camarada Alma… (Gira la cabeza en dirección al prisionero.) Si alguna vez
vuelves a quedarte dormido estando de servicio, mientras estés a mis órdenes, yo
mismo te mataré, ¿entiendes? ¿Me has oído bien? Y cuéntaselo a Alma cuando le
escribas.

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ANTONIO. — (Toca el timbre y entran DOS GUARDIAS DE ASALTO.) Sáquenlo de aquí. Hablas de un
modo muy confuso, Philip. Pero todavía no has malgastado toda la confianza que
se te tiene.

PRIMER CAMARADA. — Gracias, camarada comisario.

PHILIP. — Oh, no se dice gracias en plena guerra. Estamos en guerra. Y no


corresponde dar las gracias. Pues… de nada. Y cuando le escribas a Alma dile que
te trajo muchísima suerte. (El PRIMER CAMARADA sale con los GUARDIAS DE ASALTO.)

ANTONIO.
— Ahora bien, este hombre salió de la habitación 107 y mató a un
muchacho por un error de usted. ¿Y quién es este hombre?

PHILIP. — No sé. A lo mejor es Santa Claus. Tiene un número. Los A están numerados
de uno a diez, los B están numerados de uno a diez y los C están numerados de
uno a diez, y matan gente, colocan explosivos y hacen todas esas cosas con las
que usted está bastante familiarizado. Y trabajan sin descanso y en verdad no son
demasiado eficaces. Pero matan un montón de gente que no deberían matar. El
problema es que lo han hecho tan bien en el estilo del viejo A. B. C. cubano que,
a menos que usted les busque otra tarea que puedan desempeñar, eso no tiene
gran importancia. Es lo mismo que cortarse los forúnculos de la cabeza en vez de
escuchar una audición de las Levaduras Fleischman. Por favor, corrí-jame si me
vuelvo confuso.

ANTONIO. — ¿Y por qué no fue más fuerte con este hombre?

PHILIP. — Porque no me conviene hacer demasiado ruido y asustar a otros que


necesitamos mucho más: Este no es más que un asesino.

ANTONIO. — Sí. Hay un montón de fascistas metidos en una ciudad de un millón de


personas, y trabajan adentro. Aquellos que tienen el coraje de hacerlo. Aquí
debemos de tener unos veinte mil activos.

PHILIP. — Más. El doble de eso. Pero cuando los apresas no les sacas palabra. Salvo
los políticos.

ANTONIO. — Los políticos. Sí, los políticos. Yo he visto a un político sobre el piso, en ese
rincón de la habitación, incapaz de levantarse cuando había llegado el tiempo de
irse. He visto a un político atravesar esta habitación de rodillas, rodear mis piernas
con sus brazos y besarme los pies. Observé cómo me lamía las botas, cuando todo
lo que tenía que hacer era algo tan sencillo como morirse. He visto a muchos, pero
nunca he visto morir bien a un político.

PHILIP. — A mí no me gusta verlos morir. Puede ser que esté bien, si a usted le gusta.
Pero a mí no me gusta. A veces no comprendo cómo puede resistirlo. Escúcheme,
¿quién muere bien?

ANTONIO. — Usted lo sabe. No se haga el ingenuo.

PHILIP. — Sí, supongo que lo sé.

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ANTONIO. — Yo podría morir perfectamente bien. A nadie le pido que haga lo que
es imposible.

PHILIP. — Usted es un especialista. Mire, Tonico, ¿quién muere bien? Vamos, dígalo.
Vamos. Le hará bien hablar sobre su oficio. Hable de eso. Total, después lo olvida.
Sencillo, ¿eh? Cuénteme algo sobre los primeros días del movimiento.

ANTONIO. — (Más bien orgulloso.) ¿Quiere enterarse? ¿Se refiere a personas concretas?

PHILIP. — No. Conozco un par de personas concretas. Me refiero más bien a clases
de gente.

ANTONIO. — Los fascistas, los verdaderos fascistas, los jóvenes, mueren muy bien. A
veces con muchísima dignidad. Están equivocados, pero tienen mucha dignidad.
También los soldados, la mayoría muy bien. En cuanto a los sacerdotes, toda la vida
he estado en contra de ellos. La Iglesia nos combate. Nosotros combatimos a la
Iglesia. Hace muchos años que soy socialista. Somos el partido revolucionario más
antiguo de España. Pero, para morir… (Sacude la mano con ese triple movimiento rápida
de la muñeca que, para los españoles, representa el máximo gesto de admiración.) ¿Para morir?
¿Los sacerdotes? Impresionantes. Claro está que hablo de simples sacerdotes. No
me refiero a obispos.

PHILIP. — Y… Antonio. A veces se deben de haber cometido errores, ¿no?


Probablemente cuando había que trabajar muy de prisa. O, digamos, simplemente
errores, todos cometemos errores. Ayer yo cometí uno pequeño. Dígame, Antonio,
¿nunca ha habido errores?

ANTONIO. — Oh, sí, por cierto. Errores. Claro está que sí. Errores. Sí. Sí. Errores muy
lamentables. Fueron unos pocos.

PHILIP. — ¿Y cómo murieron los equivocados?

ANTONIO. — (Con orgullo.) Todos muy bien.

PHILIP. — Ah… (Suena como el quejido que podría hacer un boxeador cuando recibe un fuerte
impacto en el cuerpo.) Y esta tarea en la que estamos ahora embarcados. ¿Sabe cuál
es el nombre estúpido que le han puesto? Contraespionaje. ¿Nunca le rompe los
nervios?

ANTONIO. — (Llanamente.) No.

PHILIP. — A mí me tiene con los nervios rotos desde hace ya mucho tiempo.

ANTONIO. — Pero usted lo ha estado haciendo apenas durante un rato.

PHILIP. — En este país, durante doce inmundos meses. Y antes de eso, en Cuba. ¿Ha
estado alguna vez en Cuba?

ANTONIO. — Sí.

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PHILIP. — Allí fue donde quedé envuelto en todo esto.

ANTONIO. — ¿Y cómo lo envolvieron?

PHILIP. — Bueno…, a alguna gente que debería haber estado mejor enterada le dio
por confiar en mí. Y pienso que justamente por no haber estado mejor enterada
empezó a considerarme digno de confianza. Digamos, no demasiado digno de
confianza, sino más bien moderadamente. Y después van confiando un poco más
y uno hace todo como se debe. Al tiempo, usted sabe, uno empieza a creer en lo
que hace. Finalmente pienso que a uno acaba por gustarle. Tengo cierta impresión
de que no me explico muy bien.

ANTONIO. — Usted es un buen muchacho. Trabaja bien. Todo el mundo le tiene


mucha confianza.

PHILIP. — Demasiada, por desgracia. Y además estoy cansado, y en este momento


preocupado. ¿Sabe lo que quisiera hacer? Me gustaría dejar de matar más hijos
de puta para siempre, no me importa quiénes sean ni por qué; por el resto de mi
vida. Me gustaría no tener que volver a mentir más. Me gustaría saber quién está a
mi lado cuando me despierto. Me gustaría poder despertarme cada mañana en
el mismo lugar durante toda una semana. Me gustaría casarme con una
muchacha de apellido Bridges, que usted no conoce. Pero no se preocupe de que
diga su nombre porque me gusta nombrarla. Y me gustaría casarme con ella
porque tiene las piernas más largas, suaves y rectas del mundo, y no tengo que
prestarle atención cuando habla si lo que dice no tiene mucho sentido. Aunque
me gustaría saber qué aspecto van a tener los chicos.

ANTONIO. — ¿Es ella la rubia alta que sale con el corresponsal?

PHILIP. — No hable así de ella. No es ninguna rubia alta que salga con corresponsal
alguno. Es mi muchacha. Y si yo hablo demasiado o le quito mucho de su valioso
tiempo, en tal caso, hágame callar. Usted sabe que soy un tipo muy extraordinario.
Puedo hablar tanto en inglés como en norteamericano. Nací en un país y me crié
en el otro. De eso es de lo que vivo.

ANTONIO. — (Apaciblemente.) Lo sé. Usted está cansado, Philip.

PHILIP. — Bien, ahora estoy hablando en norteamericano. Con Bridges es igual. Salvo
que no estoy seguro de que ella pueda hablar en norteamericano. Estudió inglés
en el colegio y con el estilo, vulgar o literario de un lord, pero sé que usted
comprende bien lo que es gracioso. En verdad me gusta oírla hablar. No me
importa lo que diga. Ahora me siento descansado, como verá. No he bebido
desde el desayuno y me siento mucho más ebrio que cuando lo estoy, y ése es un
mal signo. ¿Está de acuerdo con que algún operativo suyo descanse, mi coronel?

ANTONIO. — Tendría que ir a acostarse. Está demasiado cansado, Philip, y tiene


mucho trabajo por delante.

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PHILIP. — Así es. Estoy demasiado cansado y me queda mucho trabajo por hacer.
Estoy aguardando encontrarme con un camarada en Chicote. Se llama Max. No
exagero, tengo muchísimo trabajo que hacer. Max, a quien creo que usted
conoce, sin duda es un tipo tan distinguido que no tiene seudónimo, en tanto que
el mío es Rawlings, exactamente el mismo que al comenzar. Lo que puede
demostrarle que no he progresado demasiado en esta carrera. ¿Qué estaba
diciendo?

ANTONIO. — Hablaba de Max.

PHILIP. — Max. Eso es, hablaba de Max. Bien, ahora se ha retrasado un día.
Últimamente ha estado navegando, digamos circulando para evitar confusiones,
alrededor de dos semanas, detrás de las líneas fascistas. Es su especialidad. Eso es
lo que dice y no miente. Yo sí miento. Pero no justamente ahora. De todos modos
estoy muy cansado y también disgustado con mi trabajo y nervioso como un tipo
cualquiera porque me siento preocupado y yo no soy de los que se preocupan
fácilmente.

ANTONIO. — Continúe. No sea temperamental.

PHILIP. — Él dice, es decir, Max dice (y vaya si me gustaría saber dónde está ahora)
que ha conseguido un buen emplazamiento, digamos, un puesto de observación.
Basta con fijarse cómo caen para saber que es el lugar equivocado. Justamente
ése. Bueno, él dice que allí van el comandante alemán de la plaza de artillería que
bombardea la ciudad y un hermoso político. Una pieza de museo, por así decir.
También va por allí. Y Max piensa. Y yo creo que es un loco. Pero él piensa mejor. Yo
pienso más rápido, pero él piensa mejor. Que podemos embolsarnos esos
ciudadanos. Ahora escúcheme muy atentamente, mi coronel, y corríjame al
instante. A mi juicio suena demasiado romántico. Pero Max dice —y él es alemán y
muy práctico— y es capaz de irse tras las líneas fascistas tan pronto como usted iría
a afeitarse o algo semejante; bueno, él dice que es perfectamente posible. De
manera que yo reflexioné. Y soy una especie de ebrio ahora que hace tanto que
lo bebo. Dice que más bien tendríamos que suspender los otros proyectos en que
hemos estado trabajando, aunque fuera temporariamente, y tratáramos de
capturar y entregarle a usted estas dos personas. Yo no creó que el alemán le
resulte a usted de una gran utilidad práctica, pero sin duda tiene muy alto valor de
canje, y este tipo de proyectos de algún modo atrae a Mas. Atribúyalo a
nacionalismo, digo. Pero si conseguimos este otro ciudadano, usted tendrá algo en
su poder, mi coronel. Porque es una pieza muy, muy importante. Precisamente,
importante. Como usted sabe, él está fuera de la ciudad. Pero también conoce
quién está dentro. Y después, basta con que usted consiga «ablandarlo» para
enterarse de quién está dentro de la ciudad. Porque todos están en comunicación
con él. Hablo demasiado, ¿no?

ANTONIO. — Philip.

PHILIP. — Sí, mi coronel.

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ANTONIO. — Philip, ahora Váyase a Chicote a emborracharse como un buen
muchacho, haga su trabajo, y venga o llame cuando tenga noticias.

PHILIP. — ¿Y en qué hablo, mi coronel, en norteamericano o en inglés?

ANTONIO. — En lo que más le guste. No hable tonterías. Pero ahora Váyase, por favor,
porque somos buenos amigos y yo le aprecio mucho, pero estoy atareado.
Escuche, ¿es verdad lo del puesto de observación?

PHILIP. — Sí.

ANTONIO. — ¡Qué cosa!

PHILIP. — Muy fantástico, no obstante. Tremendamente, tremendamente fantástico,


mi coronel.

ANTONIO. — Vaya, por favor, y empiece.

PHILIP. — ¿Y da lo mismo que hable inglés o norteamericano?

ANTONIO. — ¿A qué viene todo eso? Váyase.

PHILIP. — Entonces hablaré en inglés. Me resulta mucho más fácil poder mentir en
inglés, es lamentable.

ANTONIO. — Váyase. Váyase. Váyase. Váyase. Váyase.

PHILIP. — Sí, mi coronel. Le agradezco esta charla instructiva. Ahora me iré a


Chicote. Salud, mi coronel. (Saluda, mira su reloj y sale.)

ANTONIO. — (Lo mira salir, desde su escritorio. Después toca el timbre. Entran DOS GUARDIAS DE ASALTO.
Saludan.) Ahora tráiganme en seguida a ese hombre que hace un rato llevaron
afuera. Quiero hablar un momento personalmente con él.

Telón

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Escena Segunda

Una mesa en un rincón del bar de Chicote. Es la primera mesa a la derecha de la


puerta de entrada. La ventana y la puerta están protegidas con bolsas de arena
hasta las tres cuartas partes de su altura. Philip está sentado a la mesa junto a Anita.
Se acerca un camarero.

PHILIP. — ¿Queda algo en el barril de whisky?

CAMARERO. — En este momento nada del legítimo, salvo gin.

PHILIP. — ¿Buen gin?

CAMARERO. — El amarillo de Booth. El mejor.

PHILIP. — Con bitter.

ANITA. — ¿Ya no estás enamorado?

PHILIP. — No.

ANITA. — Cometes un gran error con esa rubia grande.

PHILIP. — ¿Qué rubia grande?

ANITA. — Esa enorme rubia. Alta como una torre. Grande como un caballo.

PHILIP. — Rubia como una pradera de trigo.

ANITA. — Cometes un error. Mujer grande. Error grande.

PHILIP. — ¿Qué te hace pensar que sea tan grande?

ANITA. — ¿Grande? Es grande como un tanque. Espera que tenga un bebé.


¿Grande? Es un camión Studebaker.

PHILIP. — Esa es una palabra hermosa. Studebaker, tal como la dices.

ANITA. — Sí. Me gusta mejor que cualquier palabra inglesa que yo conozco.
Studebaker. Es hermosa. ¿Por qué no la amas?

PHILIP. — No lo sé, Anita. Las cosas cambian, ¿sabes? (Mira su reloj.)

ANITA. — Te gustaba mucho. Es exactamente igual.

PHILIP. — Lo sé.

ANITA. — Siempre te ha gustado. Sólo es una prueba.

PHILIP. — Lo sé.

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ANITA. — Cuando uno tiene algo bueno no quiere irse. Es un gran problema una
mujer grande. Lo sé. Yo lo he sido mucho tiempo.

PHILIP. — Eres una linda chica, Anita.

ANITA. — ¿Ellos me critican porque recuerdan que mordí a míster Vernon esa vez?

PHILIP. — No. Por cierto que no.

ANITA. — Te digo que no volveré a hacer eso.

PHILIP. — Oh, si nadie se acuerda de eso.

ANITA. — ¿Sabes por qué lo hice? Todos saben que yo mordí, pero nunca nadie me
preguntó por qué.

PHILIP. — ¿Y por qué fue?

ANITA. — El trató de sacarme trescientas pesetas de la media. ¿Qué debía hacer?


¿Decir: «Sí, adelante. Muy bien. Sírvase»? No, le mordí.

PHILIP. — Muy bien hecho.

ANITA. — ¿Lo crees en serio?

PHILIP. — Sí.

ANITA. — Oh, querido, muy bien. Escucha, ahora no quiero que cometas un error
con esa rubia grande.

PHILIP. — Sabes, Anita, tengo miedo de hacerlo. Tengo miedo de que ése sea el
único problema. Quiero cometer un error enteramente colosal. (Llama al CAMARERO,
mira su reloj. Al CAMARERO.) ¿Qué hora tiene?

CAMARERO. — (Mira el reloj que hay sobre el bar y después el de PHILIP.) La misma que usted.

ANITA. — Muy bien, haz algo colosal.

PHILIP. — ¿No estás celosa?

ANITA. — No. Sólo siento odio. Anoche traté de que me gustara. Dije que todos eran
camaradas. Llega un gran bombardeo. Todos podían morir. Todos debemos ser
camaradas. Enterrar las hachas de guerra. No ser egoísta. No pensar en uno mismo.
Amar al enemigo como a uno mismo. Todo eso.

PHILIP. — Estuviste fenomenal.

ANITA. — Esa clase de cosas no pasan de una noche. Odio a esta mujer desde que
me desperté esta mañana.

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PHILIP. — Sabes que no debes.

ANITA. — ¿Qué quiere de ti? Ella toma un hombre igual que levanta una flor. No te
ama. Solamente quiere llevarte a su cuarto. Tú le gustas porque también eres
grande. Escucha. Tú me gustarías, aunque fueras un enano.

PHILIP. — No, Anita. Ten cuidado.

ANITA. — Escucha bien. Me gustarías aunque estuvieras enfermo, aunque fueras


seco y feo o jorobado.

PHILIP. — Los jorobados tienen suerte.

ANITA. — Me gustarías, aunque fueras un jorobado sin suerte; aunque no tuvieras


dinero. Si lo quieres te lo consigo.

PHILIP. — Esa es la única cosa que no he intentado en este oficio.

ANITA. — Yo no bromeo. Soy seria. Philip, déjala y vuelve donde sabes que estarás
bien.

PHILIP. — Temo que no puedo, Anita.

ANITA. — Inténtalo solamente. No hay cambio alguno. Si te gustaba antes, puedo


gustarte después. Siempre pasa así cuando un hombre lo es de verdad.

PHILIP. — Pero ves que cambié. No es que quiera hacerlo.

ANITA. — Tú no cambias. Sí que eres bueno. Ahora te conozco desde hace mucho
tiempo. Tú no eres un tipo que cambie.

PHILIP. — Todos los hombres cambian.

ANITA. — No es cierto. Se cansan, quieren irse, dan vueltas, se enojan, dan malos
tratos… Pero no cambian. Solamente comienzan distintos hábitos.

PHILIP. — Comprendo eso. Sí, está bien. Pero ocurre que es algo así como haberse
encontrado con alguien de los suyos, y eso a uno lo trastorna.

ANITA. — No es uno de los tuyos, no es como tú. Es gente de distinta clase.

PHILIP. — No, es la misma clase de gente.

ANITA. — Escucha. Esa rubia grande ya te ha vuelto loco. No puedes pensar bien
todavía. No se parece en nada a ti. Sería como comparar la sangre con la pintura.
Parecen lo mismo. Pero coloca la pintura en el cuerpo, en lugar de la sangre. ¿Qué
obtienes? La mujer norteamericana.

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PHILIP. — Eres injusta con ella, Anita. De acuerdo que es perezosa y malcriada y más
bien estúpida y enormemente posesiva. Pero, no obstante, es muy hermosa, muy
amistosa y encantadora, y más bien inocente… y sin duda muy valiente.

ANITA. — Muy bien. ¿Es hermosa? ¿Qué te dará una mujer hermosa cuando tú no le
des nada más? Te conozco. ¿Es amistosa? Muy bien, en cualquier momento
puede dejar de serlo.

¿Encantadora? Sí, actúa como la serpiente que encanta a los conejos. ¿Inocente?
No me hagas reír. Es inocente hasta que demuestre lo contrario. ¿Valiente? No me
hagas reír de nuevo, que me duele la barriga. ¿Valiente? Bueno, pues me río. ¡Ja,
ja, ja!

¿Acaso lo que haces en esta guerra no te deja ver lo que es realmente valentía?
¿Valiente? Por aquí… (…). Así es que me voy.

PHILIP. — Eres terriblemente dura con ella.

ANITA. — ¿Dura con ella? Quiero arrojar una granada de mano en la cama donde
ella está ahora durmiendo. Te digo la verdad. Anoche probé todo eso. Todo ese
sacrificio. Toda esa resignación. Lo sabes. Ahora tengo un buen sentimiento
saludable. Y odio. (Ella se va.)

PHILIP.— (Al CAMARERO.) ¿No anduvo por aquí un camarada de la Brigada


Internacional preguntando por mí? ¿De nombre Max? Un camarada con la cara
algo partida en este sitio. (Pone su mano entre la boca y la quijada.) ¿Un camarada con
los dientes delanteros caídos? ¿Con las encías ennegrecidas donde las quemaron
con hierro al rojo vivo? ¿Y con una cicatriz aquí? (Recorre con el dedo el ángulo inferior
de su quijada.) ¿No vio un camarada así?

CAMARERO. — No ha estado por aquí.

PHILIP. — Si ese camarada viene, ¿podría decirle que vaya al hotel?

CAMARERO. — ¿Qué hotel?

PHILIP. — El sabrá cuál hotel. (Se dispone a salir y mira hacia atrás.) Dígale que salí a
buscarlo.

Telón

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Escena Tercera

El mismo decorado que en la escena tercera del primer acto: las habitaciones
adyacentes 109 y 110 del Hotel Florida. Está oscuro afuera y las cortinas están
corridas. Nadie hay en la habitación 110, totalmente a oscuras. La habitación 109
está intensamente iluminada por la lámpara de lectura sobre la mesa, a la vez que
por la luz principal del techo y otra lámpara de lectura sujeta a la cabecera de la
cama. También están encendidas la estufa y la pava eléctrica. Dorothy Bridges,
que viste una tricota de cuello alto, una falda de tweed, medias de lana y botas
de montar, prepara algo en una cacerola de mango largo que hay sobre la cocina
eléctrica. Un cañoneo distante se oye a través de las ventanas con las cortinas
cerradas. Dorothy toca el timbre. No hay respuesta. Vuelve a llamar.

DOROTHY. — ¡Maldito sea ese electricista! (Se dirige hacia la puerta y la abre.) ¡Petra, Petra!

(Se oye llegar a la CAMARERA desde el hall. Se detiene en la puerta.)

PETRA. — ¿Sí, señorita?

DOROTHY. — Petra, ¿dónde está el electricista?

PETRA. — ¿No está usted enterada?

DOROTHY. — No. Lo único que tiene que hacer es venir y arreglar este timbre.

PETRA. — No puede venir, señorita, porque está muerto.

DOROTHY. — ¿Qué está diciendo?

PETRA. — Le dispararon anoche cuando salió durante el bombardeo.

DOROTHY. — ¿Salió durante el bombardeo?

PETRA. — Sí, señorita. Había bebido un poco, y salió hacia su casa.

DOROTHY. — ¡Pobre hombrecito!

PETRA. — Sí, señorita, fue una desgracia.

DOROTHY. — ¿Cómo lo mataron, Petra?

PETRA. — Dicen que alguien le disparó desde una ventana. No sé. Eso es lo que me
dijeron.

DOROTHY. — ¿Quién le disparó desde una ventana?

PETRA. — Ay, siempre disparan desde las ventanas durante los bombardeos
nocturnos. La gente de la quinta columna. La gente que nos combate desde el
interior de la ciudad.

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DOROTHY. — Pero ¿por qué habrían de balearlo a él? Si el pobre no era más que un
operario.

PETRA. — Por su ropa se podía reconocer que sólo era un obrero.

DOROTHY. — Por supuesto, Petra.

PETRA. — Por eso mismo le dispararon. Son nuestros enemigos. Incluso míos. Se
alegrarían si me mataran. Pensarían que hay un obrero de menos.

DOROTHY. — ¡Pero… es que es horrible!

PETRA. — Sí, señorita.

DOROTHY. — Es que es terrible. ¿Quiere decir que matan gente a la que ni siquiera
conocen?

PETRA. — Oh, sí. Son nuestros enemigos.

DOROTHY. — ¡Son gente terrible!

PETRA. — ¡Sí, señorita!

DOROTHY. — ¿Y cómo podremos conseguir un Electricista?

PETRA. — Mañana podremos conseguir otro. Pero ahora todos deben de haber
cerrado. Tal vez usted no debiera encender tantas luces, señorita, y quizá entonces
el fusible no se quemase. Use solamente la que necesite para ver. (DOROTHY apaga
todas las luces, salvo la de leer en cama.)

DOROTHY. —Ahora ni siquiera alcanzo a ver cómo cocinar este plato. A lo mejor esto
es una ventaja. En la lata no decía si había que cocinarlo o no. Probablemente
será espantoso.

PETRA. — ¿Qué está cocinando, señorita?

DOROTHY. — No lo sé, Petra. La lata no tenía etiqueta.

PETRA. — (Husmeando en la olla.) Parece conejo.

DOROTHY. — Lo que parece conejo es gato. Aunque no creo que se molesten en


poner un gato dentro de una lata y despacharlo desde París, ¿no le parece? Claro
está que pueden haberlo envasado en Barcelona y despachado a París, y después
haberlo mandado aquí. ¿Cree que es gato, Petra?

PETRA. — Si lo prepararon en Barcelona no se puede saber qué es.

DOROTHY. — Ay, estoy harta de todo este asunto. Siga usted adelante y cocínelo,
Petra.

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PETRA. — Sí, señorita. ¿Qué debo agregarle?

DOROTHY. — (Toma un libro y se dirige hacia la luz de la cabecera.) Póngale cualquier cosa.
Abra una lata cualquiera.

PETRA. — ¿Es para míster Philip?

DOROTHY. — Si es que viene.

PETRA. — A míster Philip no le gusta cualquier cosa. Sería mejor tener más cuidado
con míster Philip. Una vez arrojó una bandeja con todo el desayuno al suelo.

DOROTHY. — ¿Por qué, Petra?

PETRA. — Era por algo que leyó en el diario.

DOROTHY. — Probablemente se tratara de Eden. Detesta a Eden.

PETRA. — De todos modos fue una cosa muy violenta. Le dije que no tenía razón. No
hay derecho, le dije.

DOROTHY. — ¿Y él qué hizo?

PETRA. — Me ayudó a levantar todo y después me dio una palmada aquí mientras
estaba agachada. No me gusta verlo en ese cuarto vecino, señorita. Tiene una
cultura distinta de la suya.

DOROTHY. — Yo le amo, Petra.

PETRA. — ¡Señorita! Por favor no haga semejante cosa. Usted no ha tenido que hacer
su cuarto y su cama durante siete meses como yo. Señorita, él es malo. No digo
que no sea un buen hombre. Pero es malo.

DOROTHY. — ¿Quiere significar que es perverso?

PETRA. — No. Perverso no. Perverso es sucio. Y él es muy limpio. Se baña en todo
momento, hasta con agua fría. Aun en los días más fríos se lava los pies. Pero él no
es bueno, señorita. Y no la va a hacer feliz.

DOROTHY. — Pero, Petra, jamás nadie me ha hecho tan feliz como él.

PETRA. — Eso nada importa, señorita.

DOROTHY. — ¿Qué quieres decir con eso de nada?

PETRA. — ¡Aquí cualquiera puede hacer lo mismo!

DOROTHY. — Este no es más que un país de fanfarrones. ¿Tendré que escuchar todo
lo que se refiere a los conquistadores y cosas por el estilo?

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PETRA. — Yo sólo quise decir que aquí había maldad, Quizá también tenga eso un
hombre bueno, sí, un hombre verdaderamente bueno como el que se casó
conmigo puede que lo tenga. Pero todos los hombres malos tienen eso.

DOROTHY. — Usted quiere decir que ellos siempre hablan de lo que tienen.

PETRA. — No, señorita.

DOROTHY. — (Intrigada.) ¿Usted quiere decir que ellos verdaderamente…?

PETRA. — (Tristemente.) Sí, señorita.

DOROTHY. — No creo una palabra al respecto. ¿Y usted piensa que míster Philip es
realmente un hombre malo?

PETRA. — (Sinceramente.) Espantoso.

DOROTHY. — Oh, quisiera saber dónde está.

(Un ruido de pesadas botas se acerca a través del corredor. PHILIP y TRES CAMARADAS con uniforme de
la Brigada Internacional entran en la habitación 110, y PHILIP enciende la luz. PHILIP tiene la cabeza
descubierta, está mojado y con el cabello despeinado. Uno de los CAMARADAS es MAX, el de la cara
cortada. Está cubierto de barro y, al entrar en la habitación se sienta al revés en la silla que hay ante
la mesa, apoyando los brazos y la barbilla sobre el respaldo de la silla. Su cara es sorprendente. Uno
de los CAMARADAS lleva un rifle automático corto colgado de su hombro. El otro porta una larga
pistola Parabellum con cubierta de madera, atada a una pierna.)

PHILIP.
— Quiero que ustedes clausuren estos dos cuartos que dan al corredor.
Cualquiera que tenga que verme ustedes lo hacen entrar. ¿Cuántos camaradas
tienen abajo?

CAMARADA CON RIFLE. — Veinticinco.

PHILIP. — Aquí están las llaves de la habitación 108 y de la


111. (Se las entrega a cada
uno.) Tengan las puertas abiertas y permanezcan dentro, de modo que puedan
vigilar el corredor. No, mejor que cada uno consiga una silla y se sienten en el
interior desde donde puedan vigilar. Bien. Pueden retirarse… ¡camaradas! (Saludan
y salen. PHILIP se dirige hacia el CAMARADA con la cara cortada. Le pone la mano sobre el hombro.
El público ha advertido durante un buen rato que está dormido, pero PHILIP no lo sabe.)

PHILIP. — Max. (MAX se despierta, mira a PHILIP y sonríe.) ¿Estuvo muy mal, Max?

(MAX lo vuelve a mirar y a sonreír, y mueve la cabeza.)

MAX. — Nicht zu schwer 8.

PHILIP. — ¿Y él cuándo viene?

MAX. — En las noches de gran bombardeo.

8 No demasiado duro

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PHILIP. — ¿Y adonde?

MAX. — Al techo de una casa en lo alto del camino a Extremadura. Tiene una
pequeña torre.

PHILIP. — Yo pensaba que él venía a Garabitas.

MAX. — Yo también.

PHILIP. — ¿Y cuándo habrá de nuevo un gran bombardeo?

MAX. — Esta noche.

PHILIP. — ¿A qué hora?

MAX. — Viertel nach zwölf 9.

PHILIP. — ¿Estás seguro?

MAX. — Tendrías que ver los proyectiles. Todo a la vista. Los soldados son también
muy chapuceros. Si yo no tuviera esta cara podría haberme quedado y manejado
un cañón. A lo mejor hasta me hubieran puesto entre su personal.

PHILIP. — ¿Dónde cambiaste de uniforme? Yo salí a buscarte por un par de lugares.

MAX. — En una de las casas de Carabanchel. Se puede recoger un centenar en


ese tramo que nadie controla. Creo que ciento cuatro. Entre nuestras líneas y las
de ellos. Allí todo estaba muy bien. Todos los soldados son jóvenes. El problema
consistía en si algún oficial me veía la cara. Un oficial sabría de dónde provienen
estas caras.

PHILIP. — ¿Y ahora?

MAX. — Pienso que hay que ir esta noche. ¿Para qué esperar?

PHILIP. — ¿Y cómo está?

MAX. — Embarrado.

PHILIP. — ¿Cuántos necesitas?

MAX. — Tú y yo. O el que ordenes que me acompañe.

PHILIP. — Yo.

MAX. — ¡Bien! ¿Qué tal estaría ahora darse un baño?

9 Doce y cuarto

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PHILIP. — ¡Excelente! Puedes hacerlo.

MAX. — Y dormiré un rato.

PHILIP. — ¿A qué hora saldríamos?

MAX. — Alrededor de las nueve y media.

PHILIP. — Duerme un poco entonces.

MAX. — ¿Tú me llamas?

(Entra en el cuarto de baño. PHILIP sale de la habitación, cierra la puerta y golpea en la habitación
109.)

DOROTHY. — (Desde la cama.) ¡Adelante!

PHILIP. — Hola, querida.

DOROTHY. — Hola.

PHILIP. — ¿Estás cocinando?

DOROTHY. — Estaba, pero me aburrí. ¿Tienes hambre?

PHILIP. — Estoy famélico.

DOROTHY. — Está ahí en la olla. Corre la pava y se calentará.

PHILIP. — ¿Qué es lo que te pasa, Bridges?

DOROTHY. — ¿Dónde has estado?

PHILIP. — Anduve por la ciudad.

DOROTHY. — ¿Haciendo qué?

PHILIP. — Dando vueltas.

DOROTHY. — Me dejaste sola todo el día. Desde que mataron allí a ese pobre
hombre, por la mañana, me dejaste sola. He esperado aquí todo el día. Nadie vino
a verme en ningún momento, salvo Preston y estaba tan desagradable que tuve
que pedirle que se fuera. ¿Dónde estuviste?

PHILIP. — Por ahí, dando vueltas.

DOROTHY. — ¿En Chicote?

PHILIP. — Sí.

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DOROTHY. — ¿Y viste a esa horrible mora?

PHILIP. — Ah, sí, Anita. Me dio saludos para ti.

DOROTHY. — ¡Es insoportable! Puedes guardarte los saludos. (PHILIP se ha servido una
cucharada de la olla y la prueba.)

PHILIP. — Me pregunto qué es esto.

DOROTHY. — No lo sé.

PHILIP. — Lo cierto es que está muy bueno. ¿Tú lo cocinaste?

DOROTHY. — (Esquivamente.) Sí. ¿Te gusta?

PHILIP. — Yo no sabía que supieras cocinar.

DOROTHY. — (Tímidamente.) ¿En serio, Philip?

PHILIP. — ¡Sí que está bueno! Pero ¿de dónde sacaste la idea de ponerle arenque
ahumado?

DOROTHY. — ¡Ah, maldita Petra! De modo que fue ésa la otra lata que abrió.

(Golpean a la puerta. Es el GERENTE, sostenido firmemente de un brazo por el CAMARADA CON RIFLE.)

CAMARADA CON RIFLE. — Este camarada dijo que quería verlo.

PHILIP. — Gracias, camarada. Déjalo pasar.

(El CAMARADA del rifle suelta al GERENTE y saluda.)

GERENTE. — No era nada, míster Philip. Al pasar por el vestíbulo mi olfato, sobre-
agudizado por el hambre, detectó el olor y me detuve. El camarada me cogió en
seguida. Pero todo está perfectamente bien, míster Philip. No pasa absolutamente
nada. No se inquiete.

PHILIP. — Llegó justo en el momento oportuno. Tengo algo para usted. Tome esto.

(Le alcanza la cacerola, el plato, el tenedor y el cucharón con ambas manos.)

GERENTE. — No, míster Philip. No puedo.

PHILIP. — Camarada Filatelista, ¡usted debe!

GERENTE. — No, míster Philip. (Tomando todas las cosas.) No puedo. Usted me conmueve
hasta las lágrimas. Yo nunca podría. ¡Es demasiado!

PHILIP. — ¡Camarada, ni una palabra más!

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GERENTE. — Usted me conmueve. Desde el fondo de mi corazón se lo agradezco,
míster Philip. (Sale, llevando el plato en una mano, y la olla en la otra.)

DOROTHY. — Lo siento, Philip.

PHILIP. — Sí no tienes inconveniente, beberé un poco de whisky con agua. Después


podrías abrir una lata de carne vacuna y echarme encima rebanadas de cebollas.

DOROTHY. — Pero, querido Philip, no puedo soportar el olor a cebolla!

PHILIP. — Hay probabilidades de que no nos moleste esta noche.

DOROTHY. — ¿Es decir que no vas a estar aquí?

PHILIP. — Tengo que salir.

DOROTHY. — ¿Por qué?

PHILIP. — Con los muchachos.

DOROTHY. — Sé lo que eso significa.

PHILIP. — ¿Lo sabes?

DOROTHY. — Sí. Lo sé demasiado bien.

PHILIP. — Es horrible, ¿no?

DOROTHY. — ¡Es detestable! La forma en que gastas tu tiempo y tu vida es detestable


y estúpida.

PHILIP. — Y yo tan joven y prometedor.

DOROTHY. — Es sucio de tu parte que salgas esta noche cuando podríamos


quedarnos y pasar una noche como la que pasamos ayer.

PHILIP. — Es la bestia que hay en mí.

DOROTHY. — Pero, Philip, podrías quedarte. Aquí puedes beber o hacer lo que
quieras. Estaré contenta y pondré el fonógrafo. También beberé, aun cuando
después pueda darme jaqueca. Invitaremos a mucha gente si quieres que haya
un montón de gente. Puede haber ruido, estar lleno de humo y todo lo que te guste.
¡No es necesario que salgas, Philip!

PHILIP. — ¡Ven aquí y bésame!

(La toma en sus brazos.)

DOROTHY. — Y no comas cebollas, Philip, Si no las comes estaré más segura de ti.

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PHILIP. — De acuerdo. No comeré cebollas. ¿Tienes un poco de salsa de tomate?

(Golpean a la puerta. Es nuevamente el CAMARADA CON RIFLE y el GERENTE.)

CAMARADA CON RIFLE. — ¡Este camarada está aquí de nuevo!

PHILIP. — Gracias, camarada. Hazlo entrar.

(El CAMARADA CON RIFLE saluda y sale.)

GERENTE. —Yo venir decirle usted muy bien poder hacer una broma, míster Philip. Es
un sentido del humor O. K. (Tristemente.) Es una comida ahora para no tomarla en
broma. Tampoco es para desperdiciar, tal vez, si lo piensa nuevamente. Pero está
muy bien. Yo tomo la broma.

PHILIP. — Tome un par de estas latas.

(Saca dos latas de picadillo de carne del armario y se las entrega.)

DOROTHY. — ¿De quién es esa carne?

PHILIP. — Ah, supongo que es la tuya.

GERENTE. — Gracias, míster Philip. Es una buena broma. Ja, ja, y quizá muy costosa.
Pero gracias, míster Philip. También se lo agradezco a usted, señorita. (Sale.)

PHILIP.
— Mira, Bridges. (La rodea con sus brazos.) No te preocupes si esta noche estoy
medio estúpido.

DOROTHY. — Lo único que quiero es que te quedes, querido. Me gustaría que


tuviéramos una especie de vida de hogar. Se está bien aquí. Yo podría arreglar tu
cuarto y volverlo atractivo.

PHILIP. — Está algo desordenado esta mañana.

DOROTHY. — Te lo arreglaría de modo que te gustara habitarlo. Podrías tener una silla
cómoda y una biblioteca, y buena luz para leer, y cuadros. Podría arreglarlo
realmente bien. Por favor, quédate aquí esta noche y comprueba lo lindo que es.

PHILIP. — Mañana por la noche, por favor.

DOROTHY. — ¿Por qué no esta noche, querido?

PHILIP. — No, ésta es una de esas noches intranquilas en que uno siente que debe
salir y dar vueltas por ahí y ver gente. Y, por otra parte, tengo una cita.

DOROTHY. — ¿A qué hora?

PHILIP. — A las doce y cuarto.

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DOROTHY. — Entonces vuelve después.

PHILIP. — De acuerdo.

DOROTHY. — Ven en cualquier momento.

PHILIP. — ¿En serio…?

DOROTHY. — Sí, por favor.

(La abraza, le acaricia el pelo, le echa atrás la cabeza y la besa. Abajo hay ruido de gritos y
canciones. Después se oye a los CAMARADAS entonar El Partidario. Lo cantan hasta el final.)

DOROTHY. — Esa es una canción hermosa.

PHILIP. — Nunca sabrás lo bonita que es esa canción. (Los CAMARADAS cantan Bandera
Roja.) ¿Conoces ésta? (Se sienta junto a ella sobre la cama.)

DOROTHY. — Sí.

PHILIP. — La mejor gente que conocí murió por esa canción.

(En el cuarto de al lado puede verse, dormido, al CAMARADA DE LA CARA CORTADA. Mientras hablaban,
él terminó de bañarse, secó su ropa, le quitó el barro y se recostó en la cama. La luz brilla sobre su
cara, mientras duerme.)

DOROTHY. — (Junto a PHILIP, sobre la cama.) ¡Philip, Philip, por favor, Philip!

PHILIP. — Debo decirte que no tengo muchas ganas de hacer el amor esta noche.

DOROTHY. — (Decepcionada.) Está bien. ¡Es encantador! Si lo único que yo quería era
que te quedaras aquí. Quédate y hagamos un poco de vida de hogar.

PHILIP. — Sabes que tengo que salir. En serio.

(Abajo, los CAMARADAS cantan la canción del Komintern.)

DOROTHY. — Esa es la que siempre tocan en los funerales.

PHILIP. — También la cantan en otros momentos.

DOROTHY. — ¡Por favor, no te vayas, Philip!

PHILIP. — (Abrazándola.) Adiós.

DOROTHY. — No. ¡Por favor, no te vayas!

PHILIP. — (Levantándose.) Mira, abre ambas ventanas antes de acostarte, ¿lo harás?
No querrás que se rompa algún vidrio si hay un bombardeo alrededor de
medianoche.

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DOROTHY. — No te vayas, Philip. ¡Por favor, no te vayas!

PHILIP. — ¡Salud, camarada! (No saluda. Se dirige al cuarto de al lado. Abajo, los CAMARADAS
cantan nuevamente El Partidario. En la habitación 110, PHILIP ve a MAX durmiendo, y después se
acerca para despertarlo.) ¡Max!

(MAX se despierta al instante, mira alrededor, parpadea ante la luz y, después sonríe.)

MAX. — ¿Es la hora?

PHILIP. — Sí. ¿Quieres un trago?

MAX. — (Levantándose de la cama, sonriendo y tomando sus botas que han estado secándose
frente a la estufa eléctrica.) Encantado. (PHILIP sirve dos whiskys y acerca la botella de agua.) No
lo arruines con agua.

PHILIP. — ¡Salud!

MAX. — ¡Salud!

PHILIP. — Vayamos.

Telón

(Abajo, los CAMARADAS cantan “La Internacional”. Mientras el telón cae, DOROTHY BRIDGES está tendida
en la cama en la habitación 109, con sus brazos alrededor de la almohada. Sus hombros se agitan
al llorar.)

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Escena Cuarta

El mismo decorado de la escena tercera, pero ahora son las cuatro y media de la
madrugada. Ambos cuartos están a oscuras y Dorothy Bridges duerme sobre su
cama. Max y Philip se acercan a través del corredor. Philip da vuelta a la llave de
la puerta 110 y enciende la luz Se miran el uno al otro. Max mueve la cabeza.
Ambos están tan cubiertos de barro que resultan casi irreconocibles.

PHILIP. — Bueno, otra vez será.

MAX. — Lo siento mucho.

PHILIP. — No es culpa tuya. ¿Quieres darte un baño primero?

MAX. — (Con la cabeza sobre los brazos.) Anda y báñate. Yo estoy demasiado cansado.

(PHILIP entra en el cuarto de baño. Sale enseguida.)

PHILIP. — No hay agua caliente. El único motivo por el que vivimos en esta maldita
trampa mortal es el agua caliente, ¡y ahora falta!

MAX. — (Muy dormido.) Estoy muy triste por haber fracasado. Estaba seguro de que
vendrían. Pero no vinieron.

PHILIP. — Quítate la ropa y duerme un rato. Eres un maravilloso oficial de


exploradores y lo sabes. Nadie podía haber hecho lo que hiciste…, no es culpa
tuya si suspendieron el bombardeo.

MAX. — (Completamente exhausto.) Tengo demasiado sueño. Tengo tanto sueño que
me siento mal.

PHILIP. — Vamos, te ayudaré a acostarte.

(Le quita las botas y le ayuda a desvestirse. PHILIP le recuesta en la cama.)

MAX. — La cama es buena. (Abraza la almohada y estira las piernas.) Duermo sobre mi
cara, y entonces nadie se asusta a la mañana.

PHILIP. — (Desde el cuarto de baño.) Puedes disponer de toda la cama. Yo me acostaré


en otro cuarto.

(PHILIP entra en el cuarto de baño y se le oye chapotear. Después reaparece en pijama y batín, abre
la puerta que comunica ambos cuartos, pasa por debajo del póster, se dirige hacia la cama y se
mete en ella.)

DOROTHY. — (En la oscuridad.) ¿Es tarde, querido?

PHILIP. — Alrededor de las cinco.

DOROTHY. — (Muy dormida.) ¿Dónde has estado?

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PHILIP. — De visita.

DOROTHY. — (Que aún sigue realmente dormida.) ¿Fuiste a la cita?

PHILIP. — (Girando hacia un lado de la cama hasta quedar espalda a espalda con ella.) El
hombre no apareció.

DOROTHY. — (Muy dormida, pero ansiosa de dar noticias.) No hubo bombardeo alguno,
querido.

PHILIP. — ¡Qué bien!

DOROTHY. — Buenas noches, querido.

PHILIP. — ¡Buenas noches! (Se oye el repiqueteo de una ametralladora a través de la ventana
abierta, durante un largo rato. Están muy quietos en cama, después PHILIP dice.) Bridges, ¿estás
dormida?

DOROTHY. — (Realmente dormida.) No, querido.

PHILIP. — Quiero decirte algo.

DOROTHY. — (Soñolienta.) Sí, queridísimo.

PHILIP. — Quiero decirte dos cosas. Siento espanto y te amo.

DOROTHY. — Ay, pobre Philip.

PHILIP. — Nunca le cuento a nadie cuando siento espanto y nunca le digo a nadie
que le quiero. Pero te amo, ¿sabes? ¿Me escuchas? ¿Me sientes? ¿Me oyes
decirlo?

DOROTHY. — Yo te quiero todo el tiempo. Y eso me hace sentir muy bien. Es como
una tormenta de nieve si la nieve no fuera fría y no se derritiera.

PHILIP. — Yo no te quiero durante el día. A nada quiero durante el día. Escucha,


quiero decir algo más. ¿Te gustaría casarte conmigo o quedarte a mi lado todo el
tiempo o donde sea que vaya, y ser mi chica? ¿Me has oído? Ves, lo dije.

DOROTHY. — Me gustaría casarme contigo, querido.

PHILIP. — Ajá. Digo cosas graciosas de noche, ¿no?

DOROTHY. — Me gustaría que nos casáramos y trabajáramos intensamente y que


pasáramos una buena vida. Sabes que no soy tan tonta como parezco, de lo
contrario no estaría aquí. Y todo porque no sé cocinar. En circunstancias normales
se puede contratar a alguien-Oh, yo te amo con tus grandes hombros y el andar a
lo gorila y la cara graciosa.

PHILIP. — Tendré una cara mucho más graciosa una vez que termine con todo esto.

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DOROTHY. — ¿Se te ha pasado un poco el espanto, querido? ¿Quieres decirme
algo sobre eso?

PHILIP. — Al diablo con el espanto. Hace ya tanto que lo tengo que lo añoraría si me
faltara. Te diré una cosa más. (Lo dice muy lentamente.) Me gustaría que nos
casáramos y que nos fuéramos, y salir de todo esto. ¿Lo he dicho exactamente así?
¿Me has oído decirlo?

DOROTHY. — Bien, querido, lo haremos.

PHILIP. — No, no lo haremos. Hasta tendido en la oscuridad sé que no lo haremos.


Pero me gusta decirlo. Oh, te amo. Maldita sea, maldita sea, te amo. Y tienes el
cuerpo más encantador del mundo. Y, también, te adoro. ¿Me escuchaste
decirlo?

DOROTHY. — Sí, mi amor, aunque no es cierto con respecto a mi cuerpo. Mi cuerpo


no es nada del otro mundo, pero me gusta que lo digas. Y háblame del espanto y
quizá así desaparezca.

PHILIP. — No, cada uno tiene el suyo, y no es bueno andar divulgándolo.

DOROTHY. — ¿Podríamos tratar de dormir, mi hermoso grandote? Mi tormenta de


nieve.

PHILIP. — Ya está casi amaneciendo y nuevamente me estoy volviendo sensato.

DOROTHY. — Por favor, trata de dormir.

PHILIP. — Escucha, Bridges, mientras digo algo más. Ya clarea.

DOROTHY. — (Con voz cautivante.) Sí, querido.

PHILIP. — Si quieres que duerma, Bridges, golpéame en la cabeza con un martillo.

Telón

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Tercer Acto

Escena Primera

Cinco días después. Por la tarde, en las mismas habitaciones del Hotel Florida, 109
y 110.

El decorado es igual al de la tercera escena del segundo acto, salvo que entre
ambos cuartos está abierta la puerta. La parte interior del póster asoma en el
cuarto de Philip; hay un florero lleno de crisantemos sobre la mesita de noche, junto
a la cama. Desde la parte derecha de la cama, una biblioteca cubre la pared, y
las sillas tienen fundas de cretona. De la misma cretona son las cortinas de las
ventanas y la cama tiene una funda sobre la colcha blanca. Toda la ropa cuelga
prolijamente de las perchas, y tres pares de botas, bien cepilladas y lustradas son
llevadas al armario por Petra. En la habitación de al lado, la 109, Dorothy se prueba
una estola de zorros plateados delante del espejo.

DOROTHY. — ¡Venga, Petra, por favor!

PETRA. — (Enderezando su viejo cuerpo pequeño, después de guardar las botas.) ¡Sí, señorita!

(PETRA da la vuelta e ingresa por la puerta de entrada a la habitación 109, golpeando mientras la
abre.)

PETRA. — (Con las manos juntas.) ¡Oh, señorita, es hermosa!

DOROTHY. — (Mirando hacia el espejo por encima de su hombro.) ¡No está bien, Petra! ¡No sé
qué es lo que han hecho, pero no está bien!

PETRA. — ¡Le queda muy bien, señorita!

DOROTHY. — No, hay algo que está mal en la parte superior del cuello. Y yo no hablo
suficientemente bien en español como para poder explicarle a ese tonto de
peletero. Es un tonto.

(Alguien se acerca desde el hall. Es PHILIP, Abre la puerta de la habitación 110 y mira alrededor. Se
quita su chaqueta de cuero y la tira en la cama, después arroja la boina hacia el perchero que hay
en un rincón. Cae al suelo. Se sienta en una de las sillas con funda de cretona y se quita las botas.
Las deja erguidas, chorreando en medio del piso, y se dirige a la cama. Saca su chaqueta de la
cama y la lanza hacia una silla, sobre la que queda de cualquier forma. Después se tiende en la
cama, quita los almohadones bajo la colcha, los apila para apoyar la cabeza y enciende la
lámpara de lectura. Se inclina, abre la puerta doble de la mesita de noche, junto a la cama, extrae
una botella de whisky, vierte una medida en el vaso que estaba cuidadosamente colocado boca
abajo sobre el botellón y le echa un poco de agua. Con el vaso en la mano izquierda, toma un libro
de la estantería. Permanece un momento quieto, después encoge los hombros y se retuerce con
incomodidad. Finalmente, saca una pistola debajo de su cinto y la coloca a su lado sobre la colcha.
Alza las rodillas, bebe el primer trago y comienza a leer.)

DOROTHY. — (Desde el cuarto de al lado.) ¡Philip, querido PHILIP!

PHILIP. — Sí.

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DOROTHY. — Ven aquí, por favor.

PHILIP. — No, querida.

DOROTHY. — Quiero mostrarte una cosa.

PHILIP. — (Leyendo.) Tráela aquí.

DOROTHY. — Muy bien, querido.

(Mira por última vez su estola en el espejo. Ella luce muy hermosa, y no se advierte defecto alguno
en el cuello. Viene hacia la puerta llevando la estola con sumo orgullo, y da un giro, con tanta
gracia y elegancia como una modelo.)

PHILIP. — ¿De dónde sacaste eso?

DOROTHY. — La compré, querido.

PHILIP. — ¿Con qué?

DOROTHY. — Con pesetas.

PHILIP. — (Fríamente.) Muy bonita.

DOROTHY. — ¿No te gusta?

PHILIP. — (Mirando todavía la estola.) Muy bonita.

DOROTHY. — ¿Qué pasa, Philip?

PHILIP. — Nada.

DOROTHY. — ¿No te gusta que me ponga nada que me quede bien?

PHILIP. — Eso corre solamente por tu cuenta.

DOROTHY. — Pero, querido. Es tan barata. Los zorros sólo cuestan mil doscientas
pesetas cada uno.

PHILIP. — Eso es lo que un hombre de las brigadas cobra en ciento veinte días. Es
decir, cuatro meses. Creo que no he conocido a nadie que haya estado afuera
durante cuatro meses sin ser herido… o muerto.

DOROTHY. — Pero, Philip, esto nada tiene que ver con las brigadas. Compré pesetas
a razón de cincuenta por dólar en París.

PHILIP. — (Fríamente.) ¿En serio?

DOROTHY. — Sí, querido. ¿Y por qué no habría de comprar zorros sí quiero hacerlo?
Alguien tiene que comprarlos. Están allí para ser vendidos, y salen a menos de
veintidós dólares por piel.

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PHILIP. — Maravilloso, ¿no? ¿Cuántos zorros hay allí?

DOROTHY. — Alrededor de doce. Oh, Philip, no te enojes.

PHILIP. — Estás haciendo todo muy bien aprovechándote de la guerra, ¿no? ¿Cómo
hiciste para entrar de contrabando tus pesetas?

DOROTHY. — En un pote de Mum.

PHILIP. — Mum, ah, sí, Mum. Mum es la palabra. ¿Y el Mum les quitó el olor?

DOROTHY. — Philip, ¡estás actuando de un modo espantosamente moral!

PHILIP. — Pienso que soy espantosamente moral, desde el punto de vista


económico. Creo que ni siquiera el Mum, o ¿cuál es esa otra cosa hermosa que
usan las señoras, es Amolin?, podría quitar la mancha de esas pesetas de la bolsa
negra.

DOROTHY. — Si vas a ser desagradable al respecto, te dejaré.

PHILIP. — ¡Enhorabuena!

(DOROTHY comienza a salir del cuarto, pero al llegar a la puerta se vuelve, implorante.)

DOROTHY. — No seas desagradable. Más bien sé razonable y siéntete contento de


que yo tenga una estola tan hermosa. ¿Sabes qué estaba haciendo cuando
entraste? Estaba pensando en lo que podríamos hacer en este preciso momento
del día, en París.

PHILIP. — ¿París?

DOROTHY. — Ahora debe de estar oscureciendo, y me encuentro contigo en el bar


del Ritz, y estoy luciendo esta estola. Estoy sentada allí esperándote. Llegas luciendo
un sobretodo cruzado de centinela, muy bien cortado, un sombrero hongo y
portando un bastón.

PHILIP. — Has estado leyendo esa revista norteamericana, Esquire. Pero se diría que
no eres de las que la lee. Parecería más que eres de las que miran las ilustraciones.

DOROTHY. — Tú pides un whisky con Perrier, y yo un cocktail de champaña.

PHILIP. — No me gusta.

DOROTHY. — ¿Qué?

PHILIP. — El cuento. Si es inevitable que tengas sueños diurnos, trata de mantenerme


al margen de ellos, ¿eh?

DOROTHY. — Sólo estaba jugando, querido.

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PHILIP. — Bien, yo no juego más.

DOROTHY. — Pero lo hiciste, querido. Y nos divertimos mucho jugando.

PHILIP. — Desde ahora exclúyeme.

DOROTHY. — Pero ¿no somos amigos?

PHILIP. — Oh, sí, se hace toda clase de amigos en la guerra.

DOROTHY. — Por favor, basta, querido. ¿No somos amantes?

PHILIP. — ¿Ah, eso? Ah, por cierto. Sin duda. ¿Por qué no?

DOROTHY. — Pero ¿es que no vamos a irnos y a vivir juntos y pasar un tiempo hermoso
y ser felices? ¿Del modo en que siempre lo dices por las noches?

PHILIP. — No. Ni en cien años. Nunca creas en lo que digo por la noche. Por la noche
miento como el demonio.

DOROTHY. — Pero ¿por qué no podemos hacer lo que dices por la noche que
haremos?

PHILIP. — Porque estoy metido en algo de lo que no se puede salir, ni vivir juntos, ni
pasar un tiempo hermoso, ni ser felices.

DOROTHY. — Pero ¿por qué no?

PHILIP. — Principalmente, porque he descubierto que estás demasiado ocupada. Y,


en segundo lugar, porque no parece muy importante comparado con una
cantidad de cosas.

DOROTHY. — ¡Pero tú nunca estás ocupado!

PHILIP. — (Se da cuenta de que está hablando demasiado, pero prosigue.) No. Pero una vez
que esto termine tomaré un curso de disciplina para liberarme de cualquier hábito
anárquico que pueda haber adquirido. Probablemente me envíen de vuelta a
trabajar con adiestradores o algo parecido.

DOROTHY. — No comprendo.

PHILIP. — Y porque no comprendes y nunca podrías comprender es el motivo por el


cual no nos iremos, ni viviremos juntos, ni pasaremos un tiempo hermoso, ni nada.

DOROTHY. — Oh, es peor aún que la Calavera y el Esqueleto.

PHILIP. — ¿Qué diablos es eso de la Calavera y el Esqueleto?

DOROTHY. — Es una sociedad secreta a la que pertenecía un hombre en una época


en la que yo era Jo bastante sensata como para no casarme. Es algo muy superior,

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y tremendamente bueno y digno, y te incorporan y te dicen todo de lo que trata,
justo antes del casamiento, y cuando me contaron todo decidí no casarme.

PHILIP. — Ese es un precedente inmejorable.

DOROTHY. — Pero ¿no podemos irnos ahora, ya que estamos el uno con el otro,
quiero decir, acaso no vamos a seguir juntos para siempre y estar bien y disfrutar lo
que tenemos y no amargarnos?

PHILIP. — Si te gusta…

DOROTHY. — Me gustaría.

(Ella ha vuelto desde la puerta y está de pie junto a la cama mientras hablan. PHILIP levanta la mirada
hacia ella, la toma en sus brazos, la alza contra sí y la acuesta, con zorros plateados y todo.)

PHILIP. — Se las siente muy lindas y suaves.

DOROTHY. — No huelen mal, ¿verdad?

PHILIP. — (Con la cara sobre el hombro de ella entre los zorros.) No, no huelen mal y quedas
encantadora con las pieles. Y te amo y no me importa un pito. Te amo. Y son sólo
las cinco y media de la tarde.

DOROTHY. — Y mientras podamos hacerlo lo hacemos, ¿no?

PHILIP. — (Desvergonzadamente.) Se los siente realmente maravillosos. Me alegro de que


los hayas comprado.

(La abraza muy estrechamente.)

DOROTHY. — ¿Podemos hacerlo ahora en este ratito que tenemos?

PHILIP. — Sí. Lo haremos.

(Golpean a la puerta y el picaporte gira al entrar MAX. PHILIP se levanta de la cama. DOROTHY
permanece sentada.)

MAX. — ¿Molesto? ¿Sí?

PHILIP. — No. Para nada. Max, ésta es una camarada norteamericana. Camarada
Bridges. Camarada Max.

MAX. — Salud, camarada. (Se dirige hacia la cama sobre la que DOROTHY aún está sentada y
le acerca la mano. DOROTHY se la estrecha y mira hacia un lado.) ¿Estás ocupado? ¿Sí?

PHILIP. — No. En absoluto. ¿Quieres un trago, Max?

MAX. — No, gracias.

PHILIP. — ¿Hay novedades?

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MAX. — Algunas.

PHILIP. — ¿No quieres un trago?

MAX. — No, muchas gracias.

DOROTHY. — Me iré. No quisiera molestaros.

PHILIP. — No hace falta que te vayas.

DOROTHY. — ¿Vendrás más tarde?

PHILIP. — Claro que sí.

(Mientras sale, MAX dice muy cortésmente.)

MAX. — Salud, camarada.

DOROTHY. — Salud.

(Ella cierra la puerta que hay entre ambos cuartos antes de salir por la puerta de entrada.)

MAX. — (Al quedarse solos.) ¿Es una camarada?

PHILIP. — No.

MAX. — La presentaste como tal.

PHILIP. — Es solamente un modo de hablar. A todo el mundo se le dice camarada


en Madrid, Se supone que todos trabajan por la misma causa.

MAX. — No me parece un modo apropiado de hablar.

PHILIP. — No, supongo que no. Recuerdo que en una oportunidad me dije algo
semejante.

MAX. — Esta chica, ¿cómo es que la llamas? ¿Britches?

PHILIP. — Bridges.

MAX. — ¿Te representa algo serio?

PHILIP. — ¿Serio?

MAX. — Sí, sabes lo que quiero decir.

PHILIP. — No diría tal cosa. Más bien la llamaría cómica. En cierto sentido.

MAX. — ¿Pasas mucho tiempo con ella?

PHILIP. — Algún tiempo.

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MAX. — ¿Qué tiempo le dedicas?

PHILIP. — Mi tiempo.

MAX. — ¿Nunca el tiempo del Partido?

PHILIP. — Mi tiempo es el tiempo del Partido.

MAX. — Eso es lo que quiero decir. Me alegro de que lo entiendas tan fácilmente.

PHILIP. — Bueno, yo entiendo muy fácilmente.

MAX. — No te enojes con algo que no nos concierne ni a ti ni a mí.

PHILIP. — No estoy enojado. Pero eso no quiere decir que sea un monje.

MAX. — Camarada, Philip. Nunca te has parecido demasiado a un monje.

PHILIP. — ¿No?

MAX. — Ni nadie piensa que lo seas… jamás.

PHILIP. — No.

MAX. — Lo único que importa es que algo interfiera tu trabajo. Esta chica… ¿de
dónde viene? ¿Cuáles son sus antecedentes?

PHILIP. — Pregúntaselo.

MAX. — Supongo que, entonces, tendré que hacerlo.

PHILIP. — ¿No he hecho mi trabajo correctamente? ¿Se ha quejado alguien?

MAX. — No hasta el momento.

PHILIP. — ¿Y quién se queja ahora?

MAX. — Yo me quejo ahora.

PHILIP. — ¿Sí?

MAX. — Sí. Yo tendría que haberte encontrado en Chicote. Si no fuiste allí deberías
haberme dejado un mensaje. Yo voy a Chicote a la hora señalada. No te
encuentro allí. No sé qué pensar. Vengo aquí y te encuentro con toda una
colección de zorros plateados en tus brazos.

PHILIP. — ¿Y tú nunca necesitas algo de eso?

MAX. — Oh, sí. Lo quiero todo el tiempo.

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PHILIP. — ¿Y qué es lo que haces?

MAX. — A veces, cuando tengo tiempo y no estoy demasiado cansado, me


encuentro con alguien que me da alguna pequeña cosa mientras mira para otra
parte.

PHILIP. — ¿Y lo necesitas todo el tiempo?

MAX. — Me gusta mucho. No soy un santo.

PHILIP. — Hay santos.

MAX. — Sí. Y otros que no lo son. Lo que pasa es que siempre estoy muy ocupado.
Ahora hablaremos de otra cosa. Esta noche salimos de nuevo.

PHILIP. — De acuerdo.

MAX. — ¿Quieres venir?

PHILIP. — Mira, estoy de acuerdo contigo con lo de la chica; pero no me insultes. No


te sientas superior en cuanto al trabajo.

MAX. — ¿No hay problemas con la chica?

PHILIP. — ¡En absoluto! Quizá ella no me convenga y yo pierda el tiempo como dices,
pero ella es .enteramente recta.

MAX. — ¿Estás seguro? Debes tener en cuenta que nunca he visto tantos zorros.

PHILIP. — ¡Ella será una tonta rematada y todo lo que quieras, pero es tan recta
como yo!

MAX. — ¿Todavía eres recto?

PHILIP. — Así lo creo. ¿Es evidente cuando no lo eres?

MAX. — Oh, sí.

PHILIP. — ¿Qué aspecto tengo entonces?

(Está de pie y se mira desdeñosamente en el vidrio. MAX lo mira y sonríe muy lentamente. Inclina la
cabeza.)

MAX. — Me pareces absolutamente recto.

PHILIP. — ¿Quieres seguir adelante e interrogarla acerca de sus antecedentes y todo


lo demás?

MAX. — No.

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PHILIP. — Tiene los mismos antecedentes de todas las chicas norteamericanas que
vienen a Europa con cierta cantidad de dinero. Son todas iguales. Universidad,
dinero en la familia, ahora más o menos que antes, generalmente ahora menos,
hombres, enredos, abortos, ambiciones, y finalmente se casan y se tranquilizan o
no se casan ni se tranquilizan. Abren boutiquest o trabajan en boutiques, algunas
escriben, otras tocan instrumentos, otras hacen teatro, otras cine. Creo que
pertenecen a aleo llamado la Liga de las Jóvenes, donde trabajan las vírgenes.
Todo para el bien público. Esta escribe. Bastante bien además, cuando no se siente
demasiado perezosa. Pregúntale todo lo que quieras si te parece. Aunque te diré
que es bastante pesado.

MAX. — No estoy interesado.

PHILIP. — Pensé que lo estabas.

MAX. — No. Lo pienso nuevamente y lo dejo todo en tus manos.

PHILIP. — ¿Qué es todo lo que me dejas?

MAX. — Todo lo relativo a la chica. Para que te ocupes como debes.

PHILIP. — Yo no tendría tanta confianza en mí.

MAX. — Tengo confianza en ti.

PHILIP. — (Amargamente.) Yo no tendría tanta. A veces estoy harto. De todo este


maldito asunto. Y lo detesto.

MAX. — Por cierto.

PHILIP. — Sí. Ahora me librarás de ello. El otro día asesiné a ese joven Wilkinson. Todo
por descuido. No me digas que no fue por mi culpa.

MAX. — Ahora estás diciendo tonterías. Aunque en verdad no fuiste todo lo


precavido que deberías haber sido.

PHILIP. — Fue culpa mía que lo mataran. Lo dejé ahí en el cuarto en una silla con la
puerta abierta. No era allí donde pensaba utilizarlo.

MAX. — No lo dejaste allí a propósito. No tienes que pensar más en el asunto, ahora
que ya pasó.

PHILIP. — No… salvo que fue una trampa mortal debido a mi descuido.

MAX. — De todos modos quizá lo hubieran matado después.

PHILIP. — Ah, sí, por cierto. Y eso lo vuelve maravilloso, ¿no? Así es realmente
espléndido. Creo que ni siquiera pensé en ello, tampoco.

MAX. — Te he visto antes con un ánimo semejante. Sé que volverás a estar bien.

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PHILIP. — Sí. Pero ¿sabes cómo estaré cuando esté bien? Me habré tomado una
docena de tragos y estaré con alguna puta. Va a ser muy divertido. Esa es la idea
que tienes sobre mi forma de estar bien.

MAX. — No.

PHILIP. — Estoy harto de todo. ¿Sabes dónde me gustaría estar? En algún lugar como
Saint-Tropez, en la Riviera, despertándome por la mañana sin estar metido en una
guerra inmunda, y con un café con verdadera leche… y brioches con dulce de
frutilla fresco, y œufs au jambon, todo servido en bandeja.

MAX. — ¿Y la chica?

PHILIP. — Sí, y la chica también. Tienes toda la razón, con la chica. Con zorros
plateados y todo.

MAX. — Te dije que no te convenía.

PHILIP. — O acaso sí. Estoy en esto desde hace tanto tiempo que estoy harto. Harto
de todo esto.

MAX. — Lo haces para que todos puedan tomar un buen desayuno como ése. Lo
haces para que nadie tenga hambre. Lo haces para que los hombres no tengan
que temer a la enfermedad o a la vejez; para que puedan vivir y trabajar
dignamente, no como esclavos.

PHILIP. — Sí, sin duda. Ya lo sé.

MAX. — Sabes por qué lo haces. Y si tienes un pequeño défaillance puedo


comprenderlo.

PHILIP. — Este fue más bien un défaillance enorme, y me duró mucho tiempo. Desde
que vi a la chica. No se sabe qué es lo que te hacen.

(Se acerca, sibilante, un proyectil y el ruido de su explosión en la calle. Se oye el llanto de un chico;
primero con sollozos altos, después breves, agudos, débiles. Se oye a la gente correr por la calle. Se
acerca otro proyectil. PHILIP ha abierto las ventanas de par en par. Después del estallido, vuelve a
oírse a la gente corriendo.)

MAX. — Lo haces para que eso termine para siempre.

PHILIP. — ¡Los puercos! Lo calcularon para el momento en que la gente saliera del
cine.

(Se acerca otro proyectil, estalla, y se oye gruñir a un perro por la calle.)

MAX. — ¿Has oído? Lo haces por todos los hombres. Lo haces por los niños. Y a veces
hasta lo haces por los perros. Ve y quédate un rato con la chica. Te necesita ahora.

PHILIP. — No. Que se arregle sola. Tiene sus zorros plateados. Al diablo con todo.

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MAX. — No. Ve ahora. Ella te necesita ahora. (Se acerca otro proyectil, se oye un largo
latigazo y una explosión en la calle. Esta vez no se escuchan corridas ni ruido alguno.) Voy a
descansar un rato aquí. Ve con ella ahora.

PHILIP. — Muy bien. De acuerdo. Como quieras. Haré lo que quieras.

(Se dirige hacia la puerta y la abre al tiempo que se acerca otro sonido precipitante, como un
latigazo, y se oye otro estallido; esta vez más allá del hotel.) Max; No es más que un pequeño
bombardeo. El grande será esta noche.

(PHILIP abre la puerta del otro cuarto. A través de la puerta se oye hablar a PHILIP, con voz débil.)

PHILIP. — Hola, Bridges, ¿cómo estás?

Telón

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Escena Segunda

Interior de un puesto de observación de artillería en una casa bombardeada en lo


alto del camino de Extremadura.

Está situado en la torre de lo que ha sido una casa muy pretenciosa, y a la cual se
accede por una escalerilla que reemplaza a la escalera circular de hierro que ha
sido destrozada y cuelga, rota y retorcida. Se ve la escalerilla junto a la torre y, en
lo alto, la parte posterior del puesto de observación que mira hacia Madrid. Es de
noche, y las bolsas que protegen las ventanas han sido quitadas, por lo que a través
de ellas sólo se ve oscuridad, ya que están apagadas todas las luces de Madrid.
Sobre las paredes hay mapas militares en gran escala donde las posiciones están
señaladas con alfileres de colores y cintas, y sobre una mesa sencilla hay un
teléfono de campaña. Se ve un telémetro alemán de un solo tubo, de tamaño
sumamente largo, frente a una estrecha abertura en la pared hacia la derecha de
la mesa, con una silla al lado. En la otra abertura, un telémetro de doble tubo, de
tamaño común, colocado sobre una silla. En la parte derecha del cuarto hay otra
mesa con un teléfono. Al pie de la escalerilla está un centinela con bayoneta
calada, y a lo alto de la misma, en la habitación —donde hay suficiente altura para
que pueda permanecer de pie con su rifle y bayoneta— se ve otro centinela. Al
levantarse el telón, aparece la escena tal como ha sido descrita, con los dos
centinelas en sus puestos. Dos observadores se inclinan sobre la amplia mesa.
Cuando el telón se ha levantado, se ven las luces de un coche que se reflejan
brillantemente sobre la escalerilla en la base de la torre. Se acercan cada vez más
y prácticamente ciegan al centinela.

CENTINELA. — ¡Apaguen esas luces!

(Las luces brillan, iluminando al CENTINELA con un destello enceguecedor.)

CENTINELA. — (Mostrando su rifle, corriendo el cerrojo hacia atrás, y empujándolo hacia adelante
con un ruido.) ¡Apaguen esas luces!

(Lo dice muy lenta, clara y peligrosamente, y es obvio que hará fuego. Se apagan las luces y tres
hombres, dos de ellos en uniforme de OFICIALes, uno alto y fornido, el otro más bien delgado y vestido
elegantemente, con botas de montar que brillan por la luz de la linterna que lleva el hombre fornido,
y un CIVIL, cruzan el escenario desde la izquierda donde han dejado el automóvil fuera de la escena;
y se aproximan a la escalerilla.)

CENTINELA. — (Diciendo la primera mitad de la contraseña.) La victoria…

OFICIAL DELEGADO. — (De modo abrupto y desdeñoso.) Para los que la merezcan.

CENTINELA. — Pasen.

OFICIAL DELEGADO. — (Dirigiéndose al CIVIL.) Suba por aquí.

CIVIL. — He estado aquí antes.

(Los tres suben por la escalerilla. En lo alto de ésta, el CENTINELA, al ver la insignia en la gorra del OFICIAL
alto y fornido, presenta armas. Los señaleros permanecen sentados junto a los teléfonos. El OFICIAL

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GRANDEse dirige hacia la mesa seguido por el CIVIL y por el OFICIAL de botas brillantes que,
obviamente, es su ASISTENTE.)

OFICIAL ROBUSTO. — ¿Qué pasa con estos observadores?

ASISTENTE. — (A los OBSERVADORES.) ¡Vamos! ¡Firmes allí! ¿Qué les pasa a ustedes? (Los
OBSERVADORES permanecen firmes, más bien cansadamente.) ¡Descanso! (Los OBSERVADORES se
sientan. El OFICIAL estudia el mapa. El CIVIL mira a través del telémetro, por él que nada se ve en la
oscuridad.)

CIVIL. — ¿El bombardeo es para medianoche?

ASISTENTE. — ¿A qué hora tendrá lugar, señor? (Dirigiéndose al OFICIAL CORPULENTO.)

OFICIAL. — (Hablando con acento alemán.) ¡Hablas demasiado!

ASISTENTE. — Lo siento, señor. ¿Le importaría echar una mirada a esto?

(Le acerca un fajo de órdenes escritas a máquina y sujetas con un clip. El OFICIAL las toma y las mira.
Las devuelve.)

OFICIAL. — (Con voz pesada.) Me son familiares. Yo mismo las escribí.

ASISTENTE. — Muy bien, señor. Yo pensé que quizá usted quisiera verificarlas.

OFICIAL. — ¡Las he verificado!

(Suena uno de los teléfonos. El OBSERVADOR sentado junto a la mesa toma el auricular y escucha.)
OBSERVADOR. — Sí. No. Sí. Muy bien. (Hace un gesto con la cabeza al OFICIAL.) Para usted,
señor. (El OFICIAL toma el teléfono.)

OFICIAL. —Hola. Sí. Eso está bien. ¿Usted es idiota? ¿No? Como fue ordenado. Con
salvas quiere decir con salvas. (Cuelga el auricular y mira su reloj. Dirigiéndose al ASISTENTE.)
¿Qué hora es?

ASISTENTE. — Las doce menos uno, señor.

OFICIAL. — Aquí tengo que tratar con tontos. No puede decirse que alguien tenga
mando cuando no hay disciplina. Observadores que permanecen sentados a la
mesa cuando entra un general. Brigadas de artillería que piden explicaciones sobre
las órdenes. ¿Qué hora ha dicho que era?

ASISTENTE. — (Mirando su reloj.) Las doce menos treinta segundos, señor.

OBSERVADOR. — ¡La brigada llamó seis veces, señor!

OFICIAL. — (Encendiendo un cigarro.) ¿Qué hora?

ASISTENTE. — Menos quince, señor.

OFICIAL. — ¿Menos quince qué?

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ASISTENTE. — Doce menos quince segundos, señor.

(Casi en seguida se oyen los cañones. Su sonido es muy distinto al de los proyectiles que se
aproximan. Hay un agudo bum, bum, bum, bum, que se agrieta, tal como haría un timbal si se lo
golpeara agriamente ante un micrófono, y después juish, juisk, juish, juish, cku, chu, chu, chu, chu…
chu… cuando los proyectiles salen, seguidos por una explosión distante. Otra batería más próxima
y ruidosa comienza a hacer fuego y después todas disparan a lo largo del frente con rápidos golpes
de mortero, y el aire se llena con el ruido que hacen los proyectiles que salen. A través de la ventana
abierta se ve ahora él perfil de Madrid iluminado por los fogonazos. El OFICIAL está de pie junto al
telémetro alemán. El CIVIL junto al de doble tubo. El ASISTENTE mira por encima del hombro del CIVIL.)

CIVIL. — ¡Dios, qué hermosa vista!

ASISTENTE. — Esta noche mataremos un montón. Los puercos marxistas. Esto los
sorprenderá en sus escondites.

CIVIL. — Es maravilloso poder verlo.

GENERAL. — ¿Es satisfactorio? (No mueve sus ojos del telémetro.)

CIVIL. — Es hermoso. ¿Cuánto durará?

GENERAL. — Le daremos una hora. Después suspenderemos durante diez minutos.


Después quince minutos más.

CIVIL. — Ningún proyectil estallará en el barrio de Salamanca, ¿no? Allí es donde en


general está nuestra gente.

GENERAL. — Algunos caerán allí.

CIVIL. — Pero ¿por qué?

GENERAL. — Por error de las baterías españolas.

CIVIL. — ¿Por qué de baterías españolas?

GENERAL. — Las baterías españolas no son tan buenas como las nuestras.

(El CIVIL no contesta y el fuego continúa, aunque las baterías no disparan con la velocidad con que
empezaron. Se acerca, sibilante, un sonido después un rugido, y un proyectil cae cerca del puesto
de observación.)

GENERAL. — Ahora replican un poco.

(No hay ahora luces en el puesto de observación salvo la de los fogonazos de cañón y la luz del
cigarrillo del CENTINELA que fuma al pie de la escalerilla. Se puede ver cómo el resplandor del cigarrillo
describe un medio arco en la oscuridad, y hay un ruido que el público oye claramente al tiempo
que el CENTINELA cae. Llega otro proyectil. Con el mismo tipo de grito precipitante, y al explotar
puede verse con el resplandor a dos hombres que trepan por la escalerilla.)

GENERAL. — (Hablando desde el telémetro.) Consígame comunicación con Garabitas.

(El OBSERVADOR llama. Después insiste en la llamada.)

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OBSERVADOR. — Lo siento, señor. No hay telégrafo.

GENERAL. — (Dirigiéndose al otro OBSERVADOR.) Comuníqueme con la división.

OBSERVADOR. — Mi línea no funciona, señor.

GENERAL. — ¡Que alguien revise la línea!

OBSERVADOR. — Sí, señor.

(Se yergue en la oscuridad.)

GENERAL. — ¿Por qué está fumando ese hombre? ¿Qué clase de ejército del coro
de Carmen es éste?

(Puede verse como el cigarrillo describe una larga parábola desde la boca del CENTINELA apostado
en lo alto de la escalerilla hacia el suelo, como si lo hubiera arrojado al aire, y se oye el ruido seco
de un cuerpo que cae. Un resplandor ilumina a los tres hombres junto a los telémetros y a los dos
OBSERVADORES.)

PHILIP. — (Desde la puerta abierta en lo alto de la escalerilla. En voz baja y muy calma.) ¡Levanten
las manos y no intenten nada heroico, o les volaré las cabezas! (Porta un corto rifle
automatice que colgaba de su hombro cuando trepaba por la escalerilla.) ¡Me refiero a ustedes
cinco! ¡Quédese quieto allí porquería! (MAX tiene una granada de mano en su diestra y la
linterna en la otra.)

MAX. — Si hacen un solo ruido o se mueven estarán todos muertos. ¿Han oído?

PHILIP. — ¿Cuál te interesa?

MAX. — Sólo el gordo y su vecino. Átame al resto. ¿Tienes también buena tela
adhesiva?

PHILIP. — Da.

MAX. — Ya lo ven. Todos somos rusos. ¡Todo el mundo es ruso en Madrid! Apúrate,
Kovarich, y ciérrales bien las bocas, porque tengo que arrojar esto antes de que
nos vayamos. ¡Ven que ya le he quitado la chaveta!

(Poco antes de que caiga el telón, mientras PHILIP avanza hacia ellos con el rifle automático corto,
pueden verse los rostros blancos de los hombres a la luz de la linterna. Las baterías aún disparan.
Desde abajo y más allá de la casa se oye una voz que dice: «¡Apaguen esa luz!»)

MAX. — De acuerdo soldado, ¡en un minuto!

Telón

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Escena Tercera

Al levantarse el telón se ve la misma habitación de los cuarteles de Seguridad que


apareció en la escena primera del segundo acto. Antonio, del Comisariato de
Vigilancia, está sentado detrás de la mesa. Philip y Max, embarrados y mal vestidos,
están sentados en dos sillas. Philip todavía lleva colgado a sus espaldas el rifle
automático. El civil del puesto de observación, sin boina y con el impermeable
rasgado en su espalda, y una manga colgando desprendida, está de pie ante la
mesa con un guardia de asalto a cada lado.

ANTONIO. — (A ambos guardias de asalto.) ¡Pueden retirarse! (Saludan y salen hacia la derecha,
arrastrando sus rifles.) (Dirigiéndose a PHILIP.) ¿Qué se hizo del otro?

PHILIP. — Lo perdimos cuando llegábamos.

MAX. — Era demasiado pesado y no iba a hablar.

ANTONIO. — Hubiera sido una captura maravillosa.

PHILIP. — No se pueden hacer estas cosas tal como ocurre en el cine.

ANTONIO. — Con todo, ¡si lo hubiéramos tenido!

PHILIP. — Le dibujaré un pequeño mapa y usted podrá ordenar que salgan a


buscarlo y lo encuentren.

ANTONIO. — ¿Sí?

MAX. — Él era un soldado y jamás hubiera hablado. Me hubiera gustado estar


presente en su interrogatorio, pero eso no tiene sentido.

PHILIP. — Cuando hayamos terminado con esto le dibujaré un pequeño mapa y


usted podrá ordenar que salgan a buscarlo. Nadie lo habrá movido de allí. Lo
dejamos en un sitio determinado.

CIVIL. — (Con voz histérica.) Ustedes lo asesinaron.

PHILIP. — (Desdeñosamente.) Cállese, ¿quiere?

MAX. — Le aseguro que él jamás hubiera hablado. Conozco a esa clase de


hombres.

PHILIP. — Vea usted, nosotros no esperábamos encontrar dos de estos deportistas a


la vez. Y el otro espécimen tenía un tamaño desmesurado y finalmente no iba a
hablar. Hizo una especie de huelga sentado. Y no sé si usted alguna vez ha tratado
de acercarse de noche desde allí. Son un par de puntos muy extraños. Por lo que
usted puede darse cuenta de que nosotros realmente carecíamos de alternativas
al respecto.

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CIVIL. — (Histéricamente.) ¡Entonces lo mataron! Yo vi cómo lo hicieron.

PHILIP. — Cállese, ¿quiere? Nadie le ha pedido su opinión.

MAX. — ¿Nos necesita ahora?

ANTONIO. — No.

MAX. — Creo que me gustaría irme. Esto no me gusta mucho. Deja demasiados
recuerdos.

PHILIP. — ¿Me necesita a mí?

ANTONIO. — No.

PHILIP. — No tiene por qué preocuparse. Usted conseguirá todo… las listas, los
lugares, todo. Este sujeto ha estado bien al tanto.

ANTONIO. — Sí.

PHILIP. — Usted no debe preocuparse porque hable. Es del tipo conversador.

ANTONIO. — Es un político. Sí. Yo he hablado con muchos políticos.

CIVIL. — (Histéricamente.) ¡Nunca me harán hablar! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

(MAX y PHILIP se miran el uno al otro… PHILIP hace muecas.)

PHILIP. — (Con mucha calma.) Está hablando ahora. ¿No se ha dado cuenta?

CIVIL. — ¡No! ¡No!

MAX. — Si todo está bien me retiraré. (Se pone de pie.)

PHILIP. — Creo que yo también me iré.

ANTONIO. — ¿No quiere quedarse a escucharlo?

MAX. — No, por favor.

ANTONIO. — Será muy interesante.

PHILIP. — Es que estamos cansados.

ANTONIO. — Será muy interesante.

PHILIP. — Estaré por aquí mañana.

ANTONIO. — Me gustaría mucho que se quedaran.

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MAX. — Por favor. Si no es muy importante…

CIVIL. — ¿Qué es lo que me van a hacer?

ANTONIO. — Nada. Sólo que deberá contestar algunas preguntas.

CIVIL. — Nunca hablaré.

ANTONIO. — ¡Oh, sí, lo hará!

MAX. — Por favor. Por favor. ¡Ahora me voy!

Telón

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Escena Cuarta

La misma decoración que en la escena tercera del primer acto, pero a la hora del
crepúsculo. Al levantarse el telón, se ven ambas habitaciones. El cuarto de Dorothy
Bridges está a oscuras. El de Philip está iluminado, con las cortinas corridas. Philip
está echado cara abajo sobre la cama. Anita está sentada sobre una silla junto a
la cama.

ANITA. — ¡Philip!

PHILIP. — (Sin darse vuelta ni mirar hacia ella.) ¿Qué pasa?

ANITA. — Por favor, Philip.

PHILIP. — ¿Por favor, qué diablos?

ANITA. — ¿Dónde está el whisky?

PHILIP. — Debajo de la cama.

ANITA. — Gracias. (Ella mira bajo la cama. Después se arrastra un poco bajo la misma.) No lo
encuentro.

PHILIP. — Fíjate entonces en el armario. Alguien ha andado por aquí limpiando de


nuevo.

ANITA. — (Va hacia el armario y lo abre. Mira cuidadosamente en su interior.) Todo son botellas
vacías.

PHILIP. — Eres una pequeña descubridora. Ven aquí.

ANITA. — Yo quiero encontrar un whisky.

PHILIP. — Fíjate en la mesita de noche.

(ANITA se dirige hacia la mesita de noche junto a la cama y abre la puerta… saca una botella de
whisky. Busca un vaso en el cuarto de baño, y se sirve un whisky agregándole agua de la garrafa
que hay junto a la cama.)

ANITA. — Philip, Bebe esto. Te sentirás mejor.

(PHILIP se sienta y la mira.)

PHILIP. — Hola, Belleza Negra. ¿Cómo entraste aquí?

ANITA. — Con la llave maestra.

PHILIP. — Bien.

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ANITA. — No te veía y estaba sumamente preocupada. Vine aquí porque ellos
dijeron que estabas dentro. Llamé a la puerta y no obtuve respuesta. Por eso entré
con la llave maestra.

PHILIP. — ¿Y lo hicieron?

ANITA. — Dije que me buscabas.

PHILIP. — ¿Y era así?

ANITA. — No.

PHILIP. — Con todo fuiste precavida al venir.

ANITA. — Philip, ¿todavía con esa rubia grande?

PHILIP. — No sé. Estoy más bien confundido sobre ese punto. Las cosas se están
volviendo algo complicadas. Todas las noches le pido que se case conmigo, y
todas las mañanas le digo que no quise decir eso. Creo que las cosas no pueden
seguir así. No. No pueden seguir así.

(ANITA se sienta junto a él, le palmea la cabeza y le alisa el pelo.)

ANITA. — Te sientes muy mal. Lo sé.

PHILIP. — ¿Quieres que te diga un secreto?

ANITA. — Sí.

PHILIP. — Jamás me sentí peor.

ANITA. — Es un problema. Puedes decir cómo capturaste a toda la gente de la


Quinta Columna.

PHILIP. — Yo no los capturé. Sólo capturé un hombre. Además, era un tipo


desagradable. (Golpean a la puerta. Es el GERENTE.)

GERENTE. — Disculpe…

PHILIP. — Manténgase aparte. Hay señoras presentes.

GERENTE. — Solamente quería entrar para ver si todo está en orden y controlar lo que
hacía la señorita en caso de su ausencia o incapacidad. También deseaba
felicitarle calurosamente por su proeza de contraespionaje. He leído la prensa de
la tarde. ¡Arrestados trescientos miembros de la Quinta Columna!

PHILIP. — ¿Eso dice el diario?

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GERENTE. — Con detalles de los comprometidos en fusilamientos y de los que han
planificado asesinatos…, saboteadores, confidentes del enemigo, toda clase de
delicias.

PHILIP. — ¿De delicias?

GERENTE. — Es una palabra francesa, se deletrea d-e-1-i-t-s, significa ofensas.

PHILIP. — ¿Y todo eso dice el diario?

GERENTE. — Absolutamente todo, míster Philip.

PHILIP. — ¿Y yo dónde aparezco?

GERENTE. — Oh, todo el mundo sabe que usted estaba comprometido en la


prosecución de tales investigaciones.

PHILIP. — ¿Y cómo hacen para saberlo?

GERENTE. — (En tono de reproche.) Estamos en Madrid, míster Philip. Aquí todo el mundo
está enterado de las cosas antes de que ocurran. Luego, cuando ya han pasado,
a veces se discute quién lo hizo realmente. Pero antes de que suceda, todo el
mundo sabe claramente quién lo ha hecho. Me felicito por adelantarme a los
reproches de los insatisfechos que preguntan: «¡Aja! ¿Sólo 300? ¿Dónde están los
otros?»

PHILIP. — No sea tan melancólico. Con todo, creo que ahora tendré que irme.

GERENTE. — Ya he pensado en eso, míster Philip, y vengo aquí para proponerle algo
que espero le parecerá excelente. Si usted se va, será inútil que se lleve el equipaje
lleno de conservas.

(Golpean a la puerta. Es MAX.)

MAX. — Salud, camaradas.

TODOS. — Salud.

PHILIP. — (Al GERENTE.) Retírese ahora, camarada Filatelista. Podemos hablar de eso
más tarde.

MAX. — (A PHILIP.) Wie Gehts?

PHILIP. — Bien. No demasiado bien.

ANITA. — De acuerdo. ¿Puedo bañarme?

PHILIP. — Más que de acuerdo, querida. Pero, deja la puerta cerrada, ¿eh?

ANITA. — (Desde el cuarto de baño.) Es agua caliente.

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PHILIP. — Esa es una buena señal. Cierra la puerta, por favor.

(ANITA cierra la puerta. MAX pasa junto a la canta y se sienta en una silla. PHILIP está sentado sobre la
cama con las piernas colgando.)

PHILIP. — ¿Necesitas algo?

MAX. — No, camarada. ¿Estuviste allí?

PHILIP. — Oh, sí. Tuve que estar en todo. En cada detalle. En todo. Necesitaban saber
algo y volvieron a llamarme.

MAX. — ¿Cómo se portó él?

PHILIP. — Cobardemente. Pero sólo se hacía claro de vez en cuando.

MAX. — ¿Y después?

PHILIP. — Oh, después al final largó todo tan rápido que ninguna estenógrafa
hubiera podido seguirlo. Sabes que tengo un estómago fuerte, ¿no?

MAX. — (Pasando eso por alto.) Leí en el diario acerca de los arrestos. ¿Por qué publican
tales cosas?

PHILIP. — No lo sé, muchacho. ¿Por qué lo hacen?

MAX. — Es bueno para la moral. Pero también es muy bueno para que tomen a
todos. Trajeron., el… ah…

PHILIP. — Ah, sí. ¿Quieres decir el cadáver? Fueron a buscarlo adonde lo dejamos, y
Antonio lo sentó en una silla junto al rincón y yo le puse un cigarrillo en la boca y se
Jo encendí, y todo resultaba muy divertido. Salvo que el cigarrillo no podía quedar
encendido, por supuesto.

MAX. — Me alegra mucho no haber tenido que quedarme.

PHILIP. — Yo me quedé. Y después me fui. Y después volví. Después me fui y me


hicieron volver nuevamente. He estado allí hasta hace una hora y ya no doy más.
Por hoy. He terminado mi trabajo del día. Mañana haré algo distinto. Mañana haré
algo distinto.

MAX. — Hicimos un trabajo muy bueno.

PHILIP. — Todo lo bueno que pudimos. Fue muy brillante y espectacular, y


probablemente la red tenía muchos agujeros y una gran parte de la redada se
escapó. Pero pueden organizarse de nuevo. No obstante, tienes que enviarme a
algún otro lugar. Para nada más puedo servir aquí. Hay demasiada gente que sabe
lo que hago. No porque yo hable. Lo que pasa es que así sucede.

MAX. — Hay muchos lugares donde enviar. Pero todavía tienes algo que hacer aquí.

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PHILIP. — Lo sé. Pero despáchame a otro sitio tan pronto como puedas, ¿eh? Se me
están rompiendo los nervios.

MAX. — ¿Y qué pasa con la chica del otro cuarto?

PHILIP. — Oh, creo que voy a cortar con ella.

MAX. — No es eso lo que pregunto.

PHILIP. — No, pero lo harías ahora o después. No hay por qué tratarme como a un
nene. Nos hemos comprometido a cincuenta años de guerras no declaradas y yo
he firmado un contrato por ese plazo. No me acuerdo exactamente cuándo fue,
pero estuve muy de acuerdo en firmarlo.

MAX. — Así lo hicimos todos. No se trata de firmar. No hay necesidad de hablar con
amargura.

PHILIP. — No tengo amargura. Sólo se trata de que no quiero trampearme. Ni dejar


que las cosas que no deberían dominarme me dominen. Este asunto estaba
saliendo muy bien. Bueno, yo sé cómo curarlo.

MAX. — ¿Cómo?

PHILIP. — Te enseñaré cómo.

MAX. — Recuerda, Philip, que yo soy un hombre cariñoso.

PHILIP. — Oh, por cierto. Yo también lo soy. A veces deberías verme actuar.

(Mientras hablan puede verse como la puerta de la habitación 109 se abre y entra DOROTHY BRIDGES.
Enciende las luces, se quita su ropa de calle y se pone la estola de zorros plateados. De pie, hace
un giro ante el espejo. Luce muy hermosa esta noche. Se dirige hacia el fonógrafo y pone la
mazurca de Chopin, y se sienta con un libro en una silla junto a la lámpara de lectura.)

PHILIP. — Allí está. Ha llegado al… cómo podría decirse… al hogar.

MAX. — Philip, camarada, no es necesario que lo hagas. Te digo que, en verdad,


no veo que ella interfiera tu trabajo en modo alguno.

PHILIP. — No, pero yo sí. Y tú también lo verías pronto.

MAX. — Como siempre, lo dejo por tu cuenta. Pero no te olvides de ser amable.
Para nosotros, a quienes nos han hecho cosas horribles, la amabilidad en
cualquiera de sus formas tiene gran importancia.

PHILIP. — También yo soy muy amable, lo sabes. ¡Ah, soy muy amable!
¡Tremendamente!

MAX. — No, no creo que lo seas. Me gustaría que lo fueras.

PHILIP. — Por favor, quédate aquí, ¿eh?

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(PHILIP sale y golpea a la puerta de la habitación 109. La abre, tras golpear, y entra.)

DOROTHY. — Hola, querido.

PHILIP. — Hola. ¿Cómo lo has pasado?

DOROTHY. — Estoy muy bien y muy feliz de que estés aquí. ¿Dónde has estado?
Anoche no viniste para nada. Oh, estoy tan contenta de que estés aquí.

PHILIP. — ¿Quieres beber un trago?

DOROTHY. — Sí, querido.

(Ella le prepara un whisky con agua. En la otra habitación, MAX está sentado en una silla mirando la
estufa eléctrica.)

DOROTHY. — ¿Dónde estabas, Philip?

PHILIP. — Por ahí. Viendo cómo andaba todo.

DOROTHY. — ¿Y cómo andaba todo?

PHILIP. — Algunas cosas muy bien, como sabes. Otras, no tanto. Supongo que así se
equilibran.

DOROTHY. — ¿Y hoy no tienes que salir?

PHILIP. — No lo sé.

DOROTHY. — ¿Qué pasa, querido Philip?

PHILIP. — No pasa nada.

DOROTHY. — Philip, vayámonos de aquí. Yo no tengo por qué estar aquí. He


mandado tres artículos. Podríamos ir a aquel lugar cerca de Saint-Tropez y todavía
no habrían empezado las lluvias y allí, sin gente, estaría muy hermoso. Después
podríamos ir a esquiar.

PHILIP. — (Muy amargamente.) Sí, y después a Egipto y hacer muy dichosamente el


amor en todos los hoteles, con mil desayunos servidos en bandeja en las mil lindas
mañanas de los próximos tres años, o en las noventa de los próximos tres meses, o
durante el tiempo que te lleve a ti cansarte de mí o a mí de ti. Y todo lo que
haríamos nos divertiría. Nos quedaríamos en el Crillón, o en el Ritz, y en el otoño,
cuando los árboles no tuvieran hojas en el Bois e hiciera un trío cortante, iríamos a
las carreras en Auteuil y sentiríamos calor junto a esos grandes braseros en el prado,
y los veríamos saltar el foso con agua y acercarse al pinzón real y al viejo muro de
piedra. Así es. Y entraríamos un momento al bar a tomar un cocktail de
champaña y después volveríamos a cenar en La Rue, y los fines de semana iríamos
a cazar faisanes en Sologne. Sí, sí, así sería. Y volaríamos a Nairobi y al viejo

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Mathaiga Club, y en el verano un poco de pesca de salmón. Sí, sí, así sería. Y todas
las noches juntos en la cama. ¿No es así?

DOROTHY. — ¡Ay, querido, piensa cómo sería! ¿Tienes tanto dinero?

PHILIP. — Lo tenía. Hasta que me metí en este asunto.

DOROTHY. — ¿Y haríamos todo eso y además Saint-Moritz?

PHILIP. — ¿Saint-Moritz? No seas vulgar. Querrás decir Kitzbühel. En Saint-Moritz te


encuentras con gente como Michael Arlen.

DOROTHY. — Pero no es necesario que lo encuentres, querido. Podrías evitarlo. ¿Y


haríamos realmente todo eso?

PHILIP. — ¿Te gustaría hacerlo?

DOROTHY. — ¡Oh, querido!

PHILIP. — ¿Te gustaría también ir a Hungría, durante algún otoño? Se puede alquilar
allí una finca muy barata y pagaría con lo que uno caza. Y en las regiones del
Danubio se ven grandes vuelos de gansos. ¿Y has estado alguna vez en Lamu,
donde hay una larga playa blanca y viento en las palmeras a la noche? O si no
Malindi donde se puede hacer surf en la costa, y el monzón del noroeste siempre
fresco, y sin pijama ni sábanas de noche. Te gustaría Malindi.

DOROTHY. — Sé que sí, Philip.

PHILIP. — ¿Y has ido alguna vez al Sans Souci en La Habana algún sábado a la noche
a bailar en El Patio bajo las palmeras reales? Son grises y se yerguen como columnas
y te puedes quedar así toda la noche y jugar a los dados o a la ruleta, y salir hacia
Jaimanitas a tomar el desayuno cuando amanece. Y todo el mundo se conoce y
es muy alegre y agradable.

DOROTHY. — ¿Podemos ir allí?

PHILIP. — No.

DOROTHY. — ¿Por qué no, Philip?

PHILIP. — No iremos a ninguna parte.

DOROTHY. — ¿Por qué no, querido?

PHILIP. — Puedes ir allí si quieres. Te trazaré un itinerario.

DOROTHY. — Pero ¿por qué no podemos ir juntos?

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PHILIP. — Tú puedes ir. Pero yo ya he estado en todos esos lugares y los he dejado
atrás. Y ahora donde voy, voy solo, o con otros que vayan por la misma razón que
yo.

DOROTHY. — ¿Y yo no puedo ir allí?

PHILIP. — No.

DOROTHY. — ¿Y por qué no puedo ir adonde sea? Podría darme cuenta de que no
tengo miedo.

PHILIP. — Una razón es que no sabes dónde queda. Y otra que yo no te llevaría.

DOROTHY. — ¿Por qué no?

PHILIP. — Porque realmente eres inútil. Eres inculta, inútil, eres tonta y holgazana.

DOROTHY. — Admito el resto. Pero no soy inútil.

PHILIP. — ¿Cómo que no eres inútil?

DOROTHY. — Lo sabes… o deberías saberlo. (Ella llora.)

PHILIP. — Ah, sí. Eso.

DOROTHY. — ¿Eso es lo único que te importa?

PHILIP. — Ese es un artículo por el que no se debería pagar un precio tan alto.

DOROTHY. — ¿De modo que soy un artículo?

PHILIP. — Sí, un artículo muy atractivo. El más hermoso que he tenido.

DOROTHY. — Bien. Me alegra oírtelo decir. Y me alegra que sea de día. Ahora vete
de aquí. Vanidoso, borracho vanidoso. Inflado y ridículo, con aires de bravucón. Tú
eres un artículo, tú. ¿Alguna vez se te ocurrió pensar que tú también eres un
artículo? ¿Un artículo por el cual no se debería pagar un precio tan alto?

PHILIP. — (Riéndose.) No. Pero entiendo el sentido en que lo dices.

DOROTHY. — Bien, lo eres. Un artículo enteramente vicioso. Nunca en casa. Fuera


todas las noches. Sucio, embarrado, desordenado. Eres un artículo horrible. Sólo me
gustaba cómo estaba envasado. Eso era todo. Me alegro de que te vayas.

PHILIP. — ¿En serio?

DOROTHY. — Sí, en serio. Tú y tu artículo. Pero no tenías por qué mencionar todos esos
lugares si nunca íbamos a ir allí.

PHILIP. — Estoy muy arrepentido. Eso no fue amable de mi parte.

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DOROTHY. — No seas amable tampoco. Eres espantoso cuando te pones amable.
Sólo a la gente amable le queda bien serlo. Resultas horrible cuando eres amable.
Y no tenías por qué haberlos mencionado durante el día.

PHILIP. — Lo lamento.

DOROTHY. — Oh, no lo lamentes. Nunca estás peor que cuando lo lamentas. No


puedo soportarte lamentándote. Más bien vete.

PHILIP. — Adiós.

(La rodea con los brazos para abrazarla.)

DOROTHY. — Tampoco me beses. Me besas y en seguida te vas de cabeza al artículo.


(PHILIP la abraza estrechamente y la besa.) Ay, Philip, Philip, Philip.

PHILIP. — Adiós.

DOROTHY. — ¿Tú…, tú…, tú no quieres el artículo?

PHILIP. — No está a mi alcance. (DOROTHY se zafa de él.)

DOROTHY. — Entonces, vete.

PHILIP. — Adiós.

DOROTHY. — Oh, vete.

(PHILIP sale y entra en su cuarto. MAX está aún sentado en la silla. En la otra habitación DOROTHY llama
con el timbre a la CAMARERA.)

MAX. — ¿Y?

(PHILIP está allí de pie mirando la estufa eléctrica. MAX mira también la estufa. En el otro cuarto, PETRA
se acerca a la puerta.)

PETRA. — Sí, señorita.

(DOROTHY está sentada sobre la cama. Tiene la cabeza erguida pero algunas lágrimas le corren por
las mejillas. PETRA se dirige hacia ella.)

PETRA. — ¿Qué pasa, señorita?

DOROTHY. — Ay, Petra, él es tan malo como usted dijo. Es malo, malo, malo. Y como
una tonta rematada yo pensé que íbamos a ser felices. Pero es malo.

PETRA. — Sí, señorita.

DOROTHY. — Pero, ay, Petra, lo malo es que le amo.

(PETRA se queda allí de pie junto a la cama con DOROTHY. En la habitación 110 PHILIP está de pie frente
a la mesita de noche. Se sirve un whisky al que le agrega agua.)

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PHILIP. — Anita.

ANITA. — (Desde el interior del cuarto de baño.) Sí, Philip.

PHILIP. — Anita, ven en cuanto hayas terminado de bañarte.

MAX. — Yo me voy.

PHILIP. — No. Quédate por aquí.

MAX. — No. No. No. Por favor, yo me voy.

PHILIP. — (Con voz seca y débil.) ¿Estaba caliente el agua, Anita?

ANITA. — (Desde el interior del cuarto de baño.) Ha sido un baño delicioso.

MAX. — Yo me voy. Por favor, por favor, por favor, yo me voy.

Telón

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