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¿Para qué sirve el teatro?

Por Thomas Ostermeier

En las pretendidas democracias occidentales, la preservación del interés general obliga a cada Estado a cobrar
impuestos cuyo producto será destinado, por diversas instituciones, a fines que ellas consideran justos o
indispensables.Pido perdón por la chatura de este preámbulo, pero es importante recordar hasta qué punto la
noción de misión pública está inscrita en el núcleo mismo de nuestras sociedades para permitir a los individuos
y a los grupos sociales… ¿Qué cosa? ¿Ser felices? ¿Tener éxito? ¿Instruirse? ¿Abrirse a otras ideas, a otras
personas, a otros grupos?
La marcha triunfal del neoliberalismo, iniciada en Chicago en la década de 1970 y acelerada por el derrumbe del
“socialismo real” dio como resultados la desregulación de los mercados financieros, y también la privatización
de servicios e instituciones que hasta entonces pertenecían a la esfera pública. Ese cambio de paradigma
influyó en la pérdida de legitimidad del teatro en ese mismo período. Una gran parte de la izquierda de Europa
occidental, tradicionalmente escéptica con respecto a las instituciones, por no decir anti-estatista, se encuentra
así en la dolorosa obligación de tener que defender al Estado ante la ofensiva de los nuevos discípulos del
mercado.

Por mi parte, yo sueño con una sociedad liberada del yugo de la propiedad privada, donde los bienes y las
riquezas pertenezcan por partes iguales a cada uno de sus miembros.Lamentablemente estamos a mil leguas
de semejante utopía. Peor aún, la ideología de mercado proyecta una sospecha de totalitarismo sobre cualquier
reflexión en torno a este tema. Hasta el principio de una redistribución parcial de las riquezas, establecido por
la burguesía en ascenso en los siglos XVIII y XIX, actualmente está en peligro.

Poco después de de la creación del Reich,en 1870-1871, en el período llamado ” de los fundadores”, fue
inventado o al menos institucionalizado, es decir, confiando a la responsabilidad del poder público todo lo que
hoy en día está seriamente amenazado: los transportes públicos, las escuelas, las universidades, las
bibliotecas, los parques, etc. Por entonces la burguesía consideraba al Estado como la expresión de su poder
material y espiritual. Hoy en día lo considera solo como un obstáculo a su prosperidad. Los establecimientos
culturales con financiamiento público que otrora eran el orgullo de las elites, perdieron por las mismas razones
una buena parte de su legitimidad.

Desde 1992, en Alemania cerraron sus puertas o debieron fusionarse 18 teatros. A diferencia de lo que ocurre
en Francia, el financiamiento de la cultura está únicamente en manos de los länders y de las municipalidades.
Berlín, que se jacta sin embargo de ser un paraíso para los jóvenes artistas, tiene un presupuesto de cultura
que no supera el 2% de los gastos públicos. Si consideramos que la parte del teatro, incluyendo la ópera, solo
representan el 1,1% de esta partida (0,7% para el teatro únicamente), los debates sobre nuevas reducciones
presupuestarias resultan extravagantes. Las cifras no son mejores en Hamburgo, segunda ciudad del país:
2,1% para la cultura, 0,9% para el teatro y la opera. Una mirada a la situación francesa muestra que en 2013
los gastos públicos previstos para la cultura se redujeron en un 4,3% respecto del año precedente.

La burguesía tiró por la borda la idea fundadora de una representación de ella misma orientada por otra cosa
que no fuera la sed de ganancias, mientras parece ponerse de moda el escepticismo visceral a menudo
justificando-de las clases populares respecto de esos “templos burgueses”. Hace un año y medio, un chofer de
taxi de Ámsterdam, al saber que yo trabajaba en un teatro, me dijo con tono sarcástico: “Now it`s payback
time!” (“¡Llegó la hora de devolver el dinero”) . El nuevo gobierno acababa de lanzar una operación sin
precedentes de desertificación del paisaje cultural holandés.

Tal es el clima que se va extendiendo actualmente en Europa. el desmantelamiento de la cultura, perceptible en


diferente grado en todo el continente, aumentó también en Italia y sobre todo en Hungría, donde el anti-
intelectualismo de la clase dirigente, sumado a consignas abiertamente antisemitas y homofóbicas, llevó a
reemplazar al director del Teatro Nacional de Budapest por un mercenario del Fidesz, un partido de la derecha
Nacionalista.
Teatro Libre

A ese fenómeno se suma otro que desde hace unos quince años es como una gangrena para el teatro. Con el
pretexto de estimular a las organizaciones independientes, se busca enfrentar a los protagonistas de ese medio
uno contra otro. Los promotores del teatro libre, también llamado off, claman que podrían hacer un uso mejor
de las sumas destinadas a las instituciones públicas, lanzándolase así, seguramente sin quererlo. a una
apología de la tendencia vigente: les podemos ofrecer más arte por menos dinero. No resulta sorprendente que
esa retórica fraticida encuentre un creciente eco en los consejos municipales y en los responsables de cultura.
Pues el “teatro libre” presenta una doble ventaja: su atractivo nombre evoca juventud, la rebeldía y el
romanticismo; a las vez que se presta a financiamiento de una extraordinaria flexibilidad. En efecto, nada
impide a los responsables políticos anular sus subvenciones, o cambiar por otros artistas.

Esta flexibilidad coloca a cada proyecto ante la obligación de lograr un éxito inmediato, pues de lo contrario sus
autores pueden quedarse sin nada. A la vez, impide que las compañías y los directores puedan tener una
evolución artística llamados “libres” a menudo deben buscarse trabajos temporales, en detrimento de su labor
de investigación. De su lado, los oficios de escena (realizadores de decorados, artistas plásticos, profesionales
de maquillaje, pintores,etc.) corren riesgo de desaparecer.

Los artistas deben afrontar un colosal desafío: darle, año tras año, generación tras generación, un nuevo
sentido al teatro institucional. Muchos creadores no son conscientes de la suerte que tienen al disponer de
lugares subvencionados. Al igual que yo, la mayoría vivió en medio de una cultura de hostilidad a las
instituciones, y miran con desconfianza esas grandes escenas prestigiosas donde la vanidad burguesa se
exhibió tanto tiempo. Sin embargo, allí existen posibilidades de trabajo y medios de producción incomparables
para hacer oír otro relato de la sociedad.

Sin dudas, nosotros seguimos siendo los modernos bufones de una elite que acepta que nos burlemos de ella
para poder gozar del privilegio de mostrarse tolerante y capaz de reírse de si misma. Sin embargo, abandonar
esos lugares equivaldría a cortarse las alas y hacer más fácil la tarea de los que sueñan con ocupar nuestro
lugar. Desde 2008, en Estados unidos, numerosas empresas se retiraron del mecenazgo, que maneja todo en
cultura de ese país. Y eso le costó caro a los artistas.

Una doble crisis

Además del empeoramiento de las condiciones materiales, estamos viviendo una crisis tanto estética como de
contenidos. En los últimos años, la creación teatral adoptó las teorías no siempre luminosas sobre la
postdramaturgia y la “performance”. Extrañamente, las formas renovadoras aparecidas en la década de 1970 y
1980 continúan orientando el credo estético de muchos festivales, aunque en esa materia los imitadores están
lejos de equipararse con sus modelos. Los ingredientes de esa chata vanguardia que pretende ser ejemplo del
teatro moderno.

La poetología de ese teatro se apoya en la idea de que la acción dramática es de otra época; que el hombre no
puede entenderse como dueño de sus acciones; que hay tantas verdades subjetivas como espectadores en la
sala; que los acontecimientos representados en el escenario no expresan ninguna verdad válida para todos;
que nuestra experiencia fragmentada del mundo sólo encuentra traducción en un teatro también fragmentado,
donde los géneros se yuxtaponen: cuerpos, danza, fotos, vídeos, música, palabra… Esa fusión sensorial dice al
espectador que jamás podrá descifrar ese mundo caótico, y que, por lo tanto, no tiene sentido buscar vínculos
de causalidad o culpables.

Ese “realismo capitalista”, como su homólogo socialista, estetiza una ideología victoriosa, y es tan perentorio
como aquel. En un mundo dominado por la doctrina neoliberal, nada será tan grato a sus beneficiarios como
esos supuestos: nadie es responsable de nada, y la complejidad del mundo hace que sea ilusoria cualquier
tentativa de identificar sus mecanismos.

Evidentemente, no todos los representantes del teatro postdramático adhieren a esa visión. El trabajo de
ciertas figuras del teatro documental, como el grupo alemán Rimini Protokoll (1) o el dramaturgo suizo Milo Rau
(2), que a menudo roza el periodismo, resulta más esclarecedor que la mayoría de las piezas representadas
habitualmente, Su éxito ilustra de alguna forma la crisis del teatro tradicional. Al focalizarse en el repertorio
clásico, este se desconecta de la realidad. Poco preocupado por darle al público algún detalle siquiera de su vida
cotidiana, el estetismo clásico se cristalizó hace treinta años en una piadosa reverencia ante el pasado.

En el seno de ese círculo cerrado, o de esa espiral descendente, el pacto que vincula al teatro con el ambiente
político y social de su tiempo se evapora inexorablemente, y hasta la interpretación de los actores se resiente
por ello, pues estos buscan su emoción en los grandes del pasado antes que en su propia persona. A raíz de
ello, expertos de la vida cotidiana se muestran más inspirados para testimoniar sobre el estado del mundo que
los actores clásicos, que sin embargo están para eso.
Ese es el nudo de la crisis. Para hallar una salida, el teatro debería dar a los actores una formación inicial y
continua. Cuando era director en el Berliner Ensemble, Bertolt Brecht pedía a sus actores confrontarse a la
realidad, asistir a las audiencias en los tribunales, sumergirse en las fábricas, para poder expresar con
conocimiento de causa el comportamiento de sus contemporáneos. Eso mismo hago yo con los míos,
proponiéndoles que se inspiren de su propia biografía y de sus observaciones cotidianas.

¿De qué hablar?

¿Qué efectos produce en nuestros semejantes el temor a verse relegados socialmente? ¿Cómo influye la
obligación de tener éxito, sobre nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestros deseos? ¿En qué medida
nuestra vida privada se somete a las exigencias del óptimo rendimiento? ¿Cuántas aventuras se quiebran por la
condición social del asalariado flexible? ¿Por qué disponemos de un vocabulario muy refinado para analizar
nuestras relaciones conyugales, amorosas o sexuales, mientras que no encontramos palabras para expresar
nuestra derrota política (“sistema podrido”)? ¿Por qué nos deleitamos en exponer una psicología de bazar?¿por
qué no tratamos con la misma pasión los estragos sociales que se suceden desde hace veinte años, y que
pesan tanto sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes:horarios de trabajos elásticos; digitalización de la vida
cotidiana; disponibilidad para ser ubicado y contactado a toda hora;emails profesionales que llegan de
noche;identificación total con la empresa que nos emplea, como si uno estuviera casado con ella? Esas
realidades las vemos incrustadas hasta los huesos de las personas que encontramos. ¿Cómo explicar sino la ola
de artículos periodísticos sobre las enfermedades laborales, el stress, la depresión, el síndrome de agotamiento
profesional? La infiltración del pensamiento económico en los más íntimos vasos capilares de la sociedad
moderna, deforma nuestros cuerpos, desvirtúa nuestros afectos.

Es de eso que el teatro debería hablar. Es eso lo que podemos representar en el escenario, y con talento, si
nutrimos nuestra imaginación en las fuentes que nos alimentan en torno nuestro. El teatro ideal, a mi entender,
guarda la promesa secreta de abordar todos esos temas.

Por su financiamiento público, el teatro institucional aún está al margen de la lógica de la competencia, aún si
es cierto que las consideraciones de rentabilidad son cada vez mayores. Quizás la sociedad podría retomar un
poco de confianza en sí misma si se permite contar con unos bufones suficientemente osados para ponerle
enfrente un espejo, cuestionarla, burlarse de ella sin complejos.

Fuerza regeneradora

El teatro podría ser eso: un santuario habitado por una fuerza regeneradora, cuando las industrias dedicadas al
relato del mundo son víctima de una exigencia de rentabilidad proporcional a su falta de libertad: basta con
encender la televisión para convencerse de ello. La frustración generada por los medios cada vez menos
independientes, explica en parte por qué tanta gente, fundamentalmente jóvenes, se precipitan a la
Schaubühne convencidos de que allí encontrarán un lugar donde aun pueden actuar y pensar libremente. Un
sitio donde se pueden ver en el escenario las distorsiones corporales de los hombres víctimas de la flexibilidad.

Porque en el teatro todo se desarrolla en el acto: es imposible hacer varias tomas o modificar las cosas en el
montaje, como en el cine. Es aquí y ahora que el actor siente su papel, y que el espectador, en tanto que
experto de su propia percepción, decide si acepta jugar el juego. En nuestra existencia sobredigitalizada, donde
una pantalla de dos dimensiones tiene a raya lo real, la misión y el desafío del teatro se resumen a ese
momento raro en que una acción virtual convoca toda la realidad del mundo.

1.-Nombre que se designa a varios artistas cuyas puestas en escena experimental mezclan teatro y realidad

2.- Director de teatro y ensayista suizo que trabaja reconstituciones teatrales (reenactment) de situaciones
violentas: guerra de Rwanda, juicio del matrimonio Ceusescu en Rumania..

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