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CUARTETO
(según Laclos)

Heiner Müller, 1980

Traducción del original alemán por Jorge Riechmann

PERSONAJES
MERTEUIL
VALMONT
Espaciotiempo: salón antes de la Revolución Francesa/bunker tras la tercera guerra
mundial.

MERTEUIL: Valmont. Creía extinta su pasión por mi. De dónde ahora tal reavivamiento
súbito. Y con ímpetu tan juvenil. Demasiado tarde, de todos modos. No
volverá usted a inflamar mi corazón. Ni una sola vez más. Nunca más. No se
lo digo sin pesar. Valmont. Hubo a pesar de todo minutos, acaso debiera decir
instantes, un minuto es una eternidad, durante los que fui feliz merced a su
compañía. Hablo de mí. Valmont. Qué sé yo de sus sensaciones. Y quizá
debiera hablar más bien de minutos durante los cuales podía utilizarlo a usted
–usted, vale decir sus habilidades en el trato con mi fisiología– para sentir
algo que se me aparece en el recuerdo como una sensación de felicidad No ha
olvidado usted cómo se procede con esta máquina. No retire la mano. No es
que sienta nada por usted. Es mi piel la que recuerda. O quizá a ella le es –
hablo de mi piel, Valmont– sencillamente indiferente a qué animal está fijado
el instrumento de su lujuria, mano o garra. Cuando cierro los ojos es usted
hermoso. Valmont. O corcovado si así lo quiero. El privilegio de los ciegos.
Les corresponde la mejor suerte en el amor. Les es ahorrada la comedia de las
circunstancias: ven lo que quieren. Lo ideal sería ciega y sordomuda. El amor
de las piedras: ¿Lo he asustado, Valmont? Qué fácil descorazonarlo a usted.
No conocía esta faceta suya. ¿Le ha infligido heridas el mundo femenil
después de mí? Lágrimas. ¿Tiene usted corazón, Valmont? Desde cuándo. ¿O
ha resultado su virilidad malparada en mi sucesión? Le huele el aliento a
soledad. ¿Le ha puesto la sucesora de mi sucesora de patitas en la calle? El
amante abandonado. No. No retire su tierna oferta, caballero. Compro.
Compro en cualquier caso. No hay que tener miedo a los sentimientos. Por
qué tendría que odiarlo a usted, no lo he amado. Frotémonos mutuamente los
pellejos. Ah la esclavitud de los cuerpos. El tormento de vivir y no ser Dios.
Tener una conciencia y ningún poder sobre la materia. No tan rápido.
Valmont. Así está bien. Sí sí sí sí. Qué bien interpretada estuvo esta comedia,
¿no? En qué me atañe el placer de mi cuerpo, no soy ninguna moza de
cuadra. Mi cerebro trabaja con normalidad. Permanezco completamente fría.
Valmont. Vida mía Muerte mía Amado mío. (Entra Valmont) Valmont. Llega
en el momento justo. Pero casi lamento su puntualidad. Abrevia un goce que
con gusto hubiese compartido con usted, de no radicar tal goce precisamente
en su no compartibilidad, usted me entiende
VALMONT: ¿La entiendo bien si supongo que está usted enamorada de nuevo, marquesa?
Ahora bien, yo también lo estoy, si quiere llamarlo así. Una vez más. Tendría
que sentirme acongojado si hubiese frustrado el asalto de un amante a su
linda persona. ¿Por qué ventana ha saltado? ¿Puedo permitirme esperar que se
haya roto la crisma al hacerlo?
MERTEUIL: Quite allá, Valmont. Y ahorre los piropos para la dama de su corazón,
dondequiera que pueda estar situado tal órgano. Deseo por su bien que la
nueva vaina esté bañada en oro. Debería usted conocerme mejor. Enamorada.
Creía que estábamos de acuerdo en que lo que llama usted amor pertenece a
la esfera de los lacayos. Cómo puede considerarme capaz de una sensación tal
vil. La más alta dicha es la dicha de los animales. Ya es bastante raro que
alguna vez nos caiga en el regazo. Me la hizo usted sentir de vez en cuando,
cuando todavía me placía emplearlo a usted para ello, Valmont, y espero que
usted tampoco se fuese con las manos del todo vacías. Quién es la afortunada
del momento. O hay que llamarle ya la infortunada.
VALMONT: Es la Tourvel. En cuanto a ése no compartible suyo
MERTEUIL: Celoso. Usted, Valmont. Qué retroceso. Lo comprendería si lo conociese
usted a él. Por lo demás estoy segura de que alguna vez se habrá topado con
él. Un hombre guapo. Que sin embargo no carece de parecido con usted.
También las aves de paso revolotean prendidas en la red de la costumbre,
aunque su vuelo se despliegue sobre continentes. Dése una vez la vuelta. La
ventaja que le lleva es su juventud. También en la cama, si quiere usted
saberlo. ¿Quiere usted saberlo? Un sueño, si le tomo por la realidad a usted,
Valmont, disculpe. Acaso dentro de diez años ya no les diferencie nada,
suponiendo que yo pudiese ahora transformarlo a usted en piedra con una
amorosa mirada de Medusa. O en un material más agradable. Una ocurrencia
productiva: el museo de nuestros amores. Tendríamos, Valmont, mansiones
llenas de las columnas estatuarias de nuestros deseos marchitos. Los sueños
muertos, ordenados alfabéticamente o en cronológica hilera, libres de los
azares de la carne, nunca más expuestos al horror de la transformación.
Nuestra memoria necesita tales muletas: una no se acuerda ni siquiera de las
distintas curvaturas de las pichas, por no decir nada de los rostros: niebla. La
Tourvel constituye una ofensa. No le he devuelto a usted su libertad para que
monte a esa vaca, Valmont. Podría comprender que se interesase por la
pequeña Volanges, un pimpollito recién salido de la disciplina del convento,
pero la Tourvel. Admito que es todo un señor pedazo de carne, mas
compartido con un cónyuge que le ha hincado bien el diente, un cónyuge fiel
según mis bien fundados temores y ello desde hace muchos años, qué va a
haber sobrado para usted, Valmont. Las heces. ¿De veras quiere andar
hurgando en ese turbio sobrante de cenizas? Me inspira lástima, Valmont, Si
al menos ella fuese una ramera con su oficio bien aprendido. A la Merreault
por ejemplo la compartiría yo con diez hombres, pero a la única dama de esta
sociedad que es lo bastante perversa como para complacerse en su
matrimonio, una tragasantos con rodillas enrojecidas por los bancos de iglesia
y dedos hinchados de retorcerse las manos ante su confesor. Apuesto a que
sueña con la inmaculada concepción cuando su amantísimo esposo se deja
caer sobre ella con la conyugal intención de hacerle un hijo, una vez al año.
Qué es la devastación de un paisaje comparada con esa esquilmación del
placer que produce la fidelidad de un esposo. De todos modos el conde
Gercourt especula con la virginidad de mi sobrina. Honorablemente por lo
demás: el contrato de compra ya está en el notario. Y quizá tema usted su
competencia, ya le arrebató a la Vressac, y entonces era usted dos años más
joven. Envejece, Valmont. Pensé que podría agradarle –dejando de lado la
cabalgata sobre la doncella– coronar al guapo animal Gercourt con la
inevitable cornamenta, antes de que tome posesión de su cargo de inspector
de montes y todos los furtivos de la capital asalten su bosque y se suscriban a
su ornamento craneano. Sea usted un buen perro, Valmont, y siga el rastro
mientras está fresco. Algo de juventud en la cama, cuando el espejo ya no la
refleja. Por qué levantar la pata junto a un cepillo de iglesia. ¿O acaso se
desvive usted por la sopa boba del matrimonio? ¿Vamos a dar ejemplo al
mundo casándonos, Valmont?
VALMONT: Cómo podría osar infligirle semejante ofensa ante los ojos del mundo,
marquesa. La sopa boba podría estar envenenada. Además prefiero escoger
yo mismo mis presas. O el árbol junto al que levanto la pata, como gusta
usted de decir. A usted hace tiempo que no la riega lluvia alguna, cuándo se
miró en el espejo por última vez, amiga del alma. Quisiera poderle prestar
todavía servicio como nube, pero el viento me arrastra a cielos nuevos. No
pongo en duda que haré florecer de nuevo al cepillo de iglesia. En lo que
atañe a la competencia: marquesa, conozco su memoria. No olvidará usted ni
en el infierno que el Presidente prefirió a la Tourvel antes que a usted. Estoy
listo para ser la amorosa herramienta de su venganza. Y del objeto de mi
adoración me prometo mejor caza que de su virginal sobrina, inexperta como
es en las artes de la consolidación. Qué habrá aprendido en el convento aparte
del ayuno y un poco de masturbación acepta a Dios practicada con el
crucifijo. Apuesto a que, tras el hielo de sus oraciones infantiles, arde
esperando la cuchillada que ponga fin a su inocencia. Se me meterá en el
cuchillo de monte antes de que tenga tiempo de envainarlo de nuevo. No se
rehurtará ni una vez: no conoce los escalofríos de la caza. Qué se me da de
una caza sin la voluptuosidad del acoso. Sin el sudor de miedo, el resuello
cortado, la mirada en blanco. El resto es digestión. Mis mejores fintas me
harán pasar por chiflado, como al actor el teatro vacío. Tendré que
aplaudirme a mí mismo. El tigre como comediante. Que la plebe se acople
penosamente entre la espada y la pared, su tiempo es oro, nos cuesta nuestro
dinero, nuestra sublime profesión consiste en matar el tiempo. Ocupa al
hombre entero: hay demasiado tiempo. Quién pudiese parar todos los relojes
del mundo: la eternidad como erección perpetua. El tiempo es la raja de la
creación, cabe en ella la humanidad entera. A la plebe se la ha rellenado la
Iglesia con Dios, nosotros sabemos que es negra y sin fondo. Cuando la plebe
se dé cuenta nos embutirá a nosotros detrás.
MERTEUIL: Los relojes del mundo. ¿Tiene usted dificultades, Valmont, para aquietar a su
mejor parte?
VALMONT: Cuando estoy con usted, marquesa. Aunque debo admitir que empiezo a
comprender por qué la fidelidad es la más salvaje de todas las lascivias.
Demasiado tarde para nuestra tierna relación, pero tengo la intención de
ejercitarme un poco en esta nueva experiencia. Odio los pasados. El cambio
los acumula. Considere el crecimiento de nuestras uñas, seguimos echando
brotes hasta en el féretro. Y figúrese que tuviésemos que vivir con la basura
de nuestros años. Pirámides de inmundicia hasta que la cinta de llegada se
rompe. O en los excrementos de nuestro cuerpo. Sólo la muerte es eterna, la
vida se repite hasta que el abismo bosteza. El diluvio un defecto de
alcantarillado. En lo que atañe al esposo amantísimo: está en el extranjero con
una misión secreta. Acaso logre –político como es– promover una guerra por
un quítame allá estas pajas. Buena ponzoña contra el aburrimiento de la
desolación. La vida se acelera cuando la muerte se torna espectáculo, la
belleza del mundo saja menos hondo el corazón –¿tenemos corazón.
marquesa?– en la contemplación de su aniquilamiento, ve uno el desfile de
culos jóvenes que cotidianamente nos confronta con nuestra caducidad, todos
no podemos poseerlos, ¿a que no?, pues sífilis para cada uno que se nos
escape, ante la hilera de las espadas y durante el relámpago del fogonazo con
cierta serenidad. ¿Piensa a veces en la muerte, marquesa? Qué le dice su
espejo. Siempre es el otro quien nos mira desde el espejo. A él lo buscamos
cuando hozamos entre los cuerpos ajenos, huyendo de nosotros. Puede ser
que no exista ni uno ni otro, sino sólo la nada que grazna en nuestra alma
pidiendo carroña. Cuándo expondrá a examen a su sobrina virginal,
marquesa.
MERTEUIL: Vuelve usted a su ser. Valmont. No hay varón a quien el pensamiento del
óbito de su preciosa carne no se la ponga tiesa, el miedo hace a los filósofos.
Bienvenido al pecado y olvide al cepillo de iglesia antes de que sucumba
usted a la devoción olvidando su vocación auténtica. Qué ha aprendido aparte
de maniobrar su carajo en una raja, la misma por la que fue usted expelido,
siempre con el mismo resultado de duración un poquito más larga o breve, y
siempre con esa manía de que el aplauso de la mucosa ajena se tributa a su
persona particular, de que los gritos de placer están dirigidos a su domicilio,
mientras que en realidad usted es únicamente un vehículo huero, indiferente y
por completo intercambiable, para el placer de la mujer que lo ha utilizado, el
bufón tonto de remate de la creación de ella. Bien sabe usted que cada varón
es un varón de menos para una mujer. También sabe lo siguiente, Valmont:
muy pronto le sobrevendrá el destino de no poder seguir siendo siquiera un
varón de menos. Con nosotros aún se dará el gusto el sepulturero.
VALMONT: Me aburre la bestialidad de nuestra conversación. Cada palabra abre una
herida, cada sonrisa descubre un colmillo. Deberíamos hacer que nuestros
papeles fuesen interpretados por tigres. Un obsequioso mordisco más, un
zarpazo más. El arte interpretativo de las bestias.
MERTEUIL: Chochea usted Valmont, se está volviendo sensible. La virtud es una
enfermedad infecciosa. Qué es eso de nuestra alma. Músculo o mucosa. Lo
que yo temo es la noche de los cuerpos. A cuatro días de viaje de Paris, en un
pudridero que pertenece a mi familia –esa cadena de vergas y vaginas
ensartadas tras un nombre casual– otorgado por un rey hediondo a un
bisabuelo sin lavar, vive algo que está a medias entre hombre y bestia. Espero
no verlo en esta vida ni en otra, si es que hay otra. La mera evocación de su
tufo me hace sudar por todos los poros. Mis espejos sudan su sangre. No
enturbia mi imagen, me río del tormento ajeno como todo animal dotado de
razón. Pero a veces sueño que sale de mi espejo sobre sus patas de bosta y por
completo sin rostro, pero las manos se las veo nítidamente, garras y uñas,
cuando me arranca la seda de los muslos y se arroja sobre mí como terrones
sobre el féretro y acaso sea su violencia la llave que abre mi corazón. Váyase,
Valmont. La virgen mañana por la noche en la ópera. (Sale Valmont)
Madame Tourvel. Mi corazón a sus pies. No se asuste, amada de mi alma.
Cómo puede usted creer que en este pecho aliente un pensamiento impúdico
después de tantas semanas de piadoso trato con usted. Admito que yo era otro
antes de que me fulminase el rayo de sus ojos. Valmont el rompecorazones.
ROMPO LOS CORAZONES DE LAS DAMAS MÁS ALTIVAS. No la
conocía a usted. madame. Me avergüenzo sólo de pensarlo. Qué porquería
ésta por la que he avanzado chapaleando. Qué arte del disimulo. Qué
depravación. Pecados que saltaban a la vista. Bastaba con atisbar a una mujer
hermosa, qué digo, bastaba el culo de una verdulera para transformarme en un
animal de rapiña. Yo era un abismo, madame. Dígnese echar una mirada
adentro, perdón, quería decir desde las alturas de su virtud. La veo sonrojarse.
Qué bien les sienta el rojo a sus mejillas, amor mío. La viste a usted. Pero de
dónde saca su fantasía los colores con los que le pinta mis vicios. Acaso del
sacramento del matrimonio, con el cual yo la creía a usted acorazada contra el
poder mundano de la seducción. Me siento tentado de desplegar con minucia
el abanico de mis pecados ante usted, ¿le agradaría mi catálogo?, para ver
durante más tiempo su elegante rubor. Al menos se puede deducir que fluye
sangre por sus venas. Sangre. La cruel suerte de no ser el primero. No me
haga pensar en ello. Y aunque se cortase usted las venas por mi, toda su
sangre no podría contrapesar la boda que otro me arrebato y para siempre. El
instante irrepetible. La mortal unicidad de aquel abrir y cerrar de ojos.
Etcétera. No me haga pensar en ello. No tema nada. Respeto el sagrado lazo
que la une con su esposo, y si él dejase de encontrar el camino hasta su lecho,
yo sería el primero que le ayudaría a encaramarse. El placer de él es mi
alegría desde que su virtud, amiga, me ha enseñado a odiar al libertino que yo
era y sé que su vientre está sellado. Apenas me atrevo a besarle la mano. Y si
me lo permito, no es mundana pasión la que me impulsa. No retire la mano,
madame. Un trago en el desierto. Hasta el amor de Dios necesitó un cuerpo.
Por qué si no hizo encarnar a su Hijo y le dio la cruz por novia. LA CARNE
TIENE SU PROPIO ESPÍRITU. ¿Quiere usted ser mi cruz? Por el
sacramento de su matrimonio no lo es usted para mí. Pero acaso tenga su
cuerpo una u otra entrada secreta que no caiga bajo el cruel veredicto,
olvidada o desdeñada por el amor del señor Presidente. Cómo puede usted
creer que tanta hermosura se subordine al único fin de la procreación y un
centro eternamente único. Acaso no es blasfemia reservar esta boca para la
inspiración y expiración del aliento y para la monotonía de la ingestión del
alimento, reservar el dorado centro de este trasero glorioso para el triste
menester de expeler mierda. ¿Puede mover esta lengua únicamente sílabas y
materia muerta? Qué despilfarro. Y al mismo tiempo qué avaricia. Vicios
gemelos. Sí, ofende usted a Dios cuando abandona la tarea de consumir sus
dones al diente del tiempo y la tierna fauna del camposanto. ¿Puede ser
menos que pecado mortal el no hacer lo que nos es dado pensar? Estrangular
los productos de nuestros agraciados cerebros antes de que puedan proferir el
primer tímido vagido. El instrumento de nuestros cuerpos, ¿acaso no nos es
otorgado para tañerlo hasta que el silencio haga saltar las cuerdas? El
pensamiento que no se convierte en hecho envenena alma. Vivir con el
pecado mortal de la elección y e! rechazo. Morir desaprovechado en parte. La
salvación de su alma eterna es lo que no se me quita de la cabeza, madame,
cada vez que pulso su cuerpo desgraciadamente perecedero. Lo abandonará
usted con facilidad cuando esté usado por completo. El cielo tacañea con la
materia y el infierno es muy preciso, castiga la indolencia y la dejadez, su
tortura eterna se aplica a las partes descuidadas. La más profunda caída
infernal es la caída desde la inocencia. (Entra Valmont)
VALMONT: Meditaré sobre ello, querido Valmont. Me conmueve verlo tan preocupado
por la salvación de mi alma. No dejaré de comunicar a mi esposo que el cielo
le ha destinado a usted para administrador de todas mis aberturas. Sin olvidar
la mención de la desinteresada fuente de donde manó la revelación. Veo que
comparte usted mi alegría anticipada por los viajes de exploración en el lecho
conyugal. Es usted un santo, Valmont. ¿O acaso me habré engañado respecto
a usted? ¿Acaso me ha engañado usted? ¿Juega un juego conmigo? ¿Qué
esconde esa mueca? ¿Una máscara o un rostro? Germina en mi corazón la
horrible sospecha de que usted disfraza una pasión harto mundana so la capa
del temor de Dios. ¿Acaso teme, Valmont, la cólera de una esposa ofendida?
MERTEUIL: Temer. Qué habría yo de temer de su cólera sino la reconstrucción de mi
virtud vacilante. Temer. Qué vale la conversión del pecador sin la puñalada
cotidiana del deseo, el aguijón del arrepentimiento, el bien del castigo.
Temer. Busco su cólera, madame. Como el yermo busca la lluvia, como el
ciego busca el relámpago que haga estallar la noche de sus ojos. No niegue su
mano castigadora a mi carne insubordinada contra mí. Cada golpe será una
caricia, cada arañazo un regalo del cielo, cada mordisco un monumento.
VALMONT: No soy ninguna pavitonta, Valmont, como a usted le da por creer. No le daré
el gusto de convertirme en herramienta de su placer contra natura. ¿Lágrimas,
mylord?
MERTEUIL: Cómo no, reina. Me mata cuando habla usted puñales. Derrame mi sangre si
eso puede aplacar su cólera. Pero no se mofe de mis mejores sentimientos.
Tal frivolidad no es propia de su hermosa alma. No debería usted remedar a
ese endriago de la Merteuil. Es usted un mal remedo, para honor suyo.
Perdone que humedezca su mano, es usted la única que puede detener el río
de mis lágrimas. Déjeme apoyarme en su regazo –ay, sigue usted
desconfiando de mí. Déme ocasión de disipar sus dudas. Una prueba de mi
firmeza. Descubra usted por ejemplo esos pechos cuya belleza no puede
ocultar la coraza del traje. Que me fulmine un rayo si me atrevo a levantar
siquiera la mirada. Por no hablar de la mano, que se me pudra si
VALMONT: Caiga, Valmont, caiga de una vez, ya le ha alcanzado el rayo. Y quíteme la
mano de encima, huele a podrido.
MERTEUIL: Es usted cruel.
VALMONT: ¿Yo?
MERTEUIL: Además tengo que confesarle algo. Comete usted un crimen defendiendo su
lecho conyugal.
VALMONT: Entonces muere usted por una buena causa y nos volveremos a ver ante el
tribunal divino.
MERTEUIL: No me oriento bien en la geografía del cielo. Me daría miedo no encontrarla
en los campos de los bienaventurados, muy poblados si hay que dar crédito a
la Iglesia. Pero no hablo de mí: se trata de la sangre de una virgen. La sobrina
del endriago, la pequeña Volanges. Me persigue. Ya sea en la iglesia. en el
salón o en el teatro, hasta con que me vislumbre a lo lejos y ya la tengo
meneando su culo virginal contra mi débil carne. Un recipiente de maldad,
tanto más peligroso por cuanto que es completamente inocente, una rosada
herramienta del infierno, una amenaza proveniente de la nada. Ay, la nada
dentro de mi. Crece y me engulle. Diariamente exige su sacrificio. Alguna
vez sucumbiré a la tentación. Seré el demonio que empuje a esa chiquilla a la
condenación si usted no me echa una mano, y alguna otra cosa más, como
ángel mío que me lleve sobre el abismo en alas del amor. Hágalo, realice este
sacrificio por el bien de su hermana inerme, aunque guarde contra mí un
corazón frío por temor a la llama que me abrasa. Al fin y al cabo pone usted
menos que una doncella en el asador. No tengo que recordarle cómo opina el
cielo acerca de eso. El infierno se lo agradecerá por triplicado si se empecina
en su lecho indiviso. Su frialdad, madame, arroja tres almas al fuego eterno, y
qué es un asesinato comparado con el crimen cometido incluso contra una
sola alma.
VALMONT: No sé si lo entiendo bien, vizconde. Porque no puede usted domeñar su
rijosidad o –como dijo– la nada creciente dentro de usted a la que tiene que
ofrecer sacrificios diariamente, ¿no será su filosófico vacío más bien la
necesidad cotidiana de su muy mundano conducto sexual?, y porque esa
doncella no ha aprendido a moverse con decencia, a saber en qué conventual
antro de vicios habrá crecido la perdida, me pide usted que yo haga de la
felicidad de mi matrimonio
MERTEUIL: Esa no es usted. Ese corazón frío no es el suyo. Usted salva o condena a tres
almas inmortales, amiga mía, otorgando o rehusando un cuerpo que de todas
maneras perecerá. Recapacite, deje hablar a lo mejor de sí misma. El placer
será múltiple: el fin santifica los medios, el aguijón del sacrificio
perfeccionará la felicidad de su matrimonio.
VALMONT: Usted sabe que yo me mataría antes que...
MERTEUIL: Y renunciar a la bienaventuranza. Me refiero la eterna.
VALMONT: Basta, Valmont.
MERTEUIL: Sí, basta. Perdone la terrible prueba a que tenía que someterla para averiguar
lo que sé: madame, es usted un ángel, y el precio que pago no es excesivo.
VALMONT: Qué precio, amigo mío.
MERTEUIL: La renuncia de por vida al cosquilleo de la lascivia, que colmó mi otra vida,
ah, cuán lejos la dejo detrás de mí, por carencia de un objeto digno de mi
adoración. Déjeme echarme a sus pies
VALMONT: El diablo en cualquier parte hace la cama. ¿Una nueva máscara, Valmont?
MERTEUIL: Examine la prueba de mi verdad. Con qué seria yo peligroso para usted, con
qué penetrar en la cripta de su virtud. El demonio ya no tiene parte en mí ni el
placer arma. ABANDONADO Y VACÍO EL MAR REPOSA. Si no da usted
crédito a sus ojos, convénzase con su tierna mano. Ponga la mano, Madame,
en el fláccido punto que hay entre mis muslos. No tema, soy todo alma. Su
mano, madame.
VALMONT: Es usted un santo, Valmont. Le permito besarme los pies.
MERTEUIL: Me hace usted feliz, madame. Y me vuelve a arrojar a mi abismo. Hoy por la
noche, en la ópera, estaré de nuevo expuesto a los encantos de la doncella de
marras que el diablo ha reclutado contra mi. ¿Debiera yo evitarla? La virtud
se corrompe sin trabajo asiduo frente a la espina de la tentación. ¿No me
despreciaría usted si eludiese yo el peligro? DEBE EL HOMBRE SALIR A
LA VIDA ENEMIGA. Todo arte precisa práctica. No me envíe desarmado a
la batalla. Tres almas van al fuego eterno si esta carne mía apenas domada
retoña de nuevo ante la verdura fresca. La presa tiene poder sobre el cazador,
dulces son los sustos de la ópera. Déjeme medir mis parcas fuerzas con su
desnuda hermosura, reina. amparada por el valladar del matrimonio, para que
pueda conservar su sagrada imagen delante de los ojos cuando tenga que
saltar a la sombría palestra ante las puntas de lanza que son esos pezones de
muchacha.
VALMONT: Me pregunto si podría usted resistir estos pechos, vizconde. Le veo flaquear.
¿A ver si nos hemos equivocado en cuanto al grado de su santidad?
¿Soportará usted la prueba más difícil? Aquí está. Soy mujer, Valmont.
¿Puede ver a una mujer sin ser usted varón?
MERTEUIL: Puedo, lady. En mí no se mueve ni un músculo, no tiembla ni un nervio,
como puede usted ver, ante su oferta. La desdeño de buen grado, alégrese
conmigo. Lágrimas. Llora usted con razón, reina. Lágrimas de alegría, lo sé.
Con razón está orgullosa de haber sido desdeñada de esta manera. Veo que
me ha comprendido. Cúbrase, amor mío. Una corriente de aire lasciva podría
acariciarla, gélida como mano de esposo. (Pausa)
VALMONT: Creo que podría acostumbrarme a ser mujer, marquesa.
MERTEUIL: Yo quisiera poder. (Pausa)
VALMONT: ¿Qué pasa? Sigamos representando.
MERTEUIL: ¿Estamos representando? ¿Qué sigue?
VALMONT: Reverenciada doncella, hermosa niña, sobrina encantadora. Ah, la visión de
su inocencia me hace olvidar mi sexo y me transforma en su tía, que tan
cálidamente me la ha recomendado. No es un pensamiento edificante. Me
moriré de aburrimiento dentro del triste pellejo de su tía. Conozco cada
rincón de su alma. Por no hablar de lo demás. Pero esta fatalidad que tengo
entre las piernas –rece usted conmigo para que no se le eche encima
rebelándose contra mi virtud y cierre el abismo de sus ojos antes de que nos
engulla– casi me hace desear el trueque. Sí, quisiera poder cambiar este mi
sexo, aquí en la tiniebla del peligro de perderme por completo en su belleza.
Una pérdida que sólo podría compensarse con la destrucción de la pintura en
el vértigo de la voluptuosidad, al que incita tan imperiosamente. Sólo el
placer quita la venda de los ojos de Eros y le otorga la mirada que penetra el
velo de la piel hasta la crudeza de la carne, ese indiferente alimento de las
tumbas. Dios tiene que haberlo querido, ¿no? Por qué si no el arma del rostro.
Quien crea quiere destrucción. Y hasta que no se pudre la carne, el alma no
encuentra salida. Si al menos fuese usted fea. Sólo la liberación a tiempo de
los atributos de la belleza protege contra el pecado original. Y no basta con
eso, todo o nada, a un esqueleto no puede pasarle nada, salvo que el viento
juegue con los huesos más allá del pecado. Olvidemos lo que nos separa,
antes de que nos una durante la duración de un espasmo, ¿lo hago bien,
marquesa?, todos somos trapecistas pendientes del cordón umbilical, y
permítame ofrecerle mi varonil protección contra las asechanzas del mundo
con las que el recato conventual no la ha familiarizado: el brazo de un padre.
Conozco bien, créame, a mi sombrío sexo, y se me parte el corazón al pensar
que un bruto cualquiera, un torpe novicio o un lacayo lascivo pudiese romper
el sello con que la naturaleza guarda el secreto de su virginal vientre de usted.
Antes prefiero pecar yo mismo que soportar esa injusticia que clama al cielo.
MERTEUIL: ¿Clama? Qué busca la mano paternal, monsieur, por las parles de mi cuerpo
que la madre superiora me prohibió tocar.
VALMONT: Cómo padre. Déjeme ser su sacerdote, quién es más padre que el sacerdote,
que abre la puerta del paraíso a todos los niños de Dios. La llave está en mi
mano, el poste indicador, la herramienta celestial, la espada de fuego. Se
impone la diligencia: antes de que la sobrina sea tía ha de quedar la lección
aprendida. De rodillas, pecadora. Sé los sueños que la visitan en el lecho.
Arrepiéntase y transformaré su penitencia en gracia. No tema por su
virginidad. La casa de Dios tiene muchos aposentos. Sólo tiene usted que
abrir estos labios asombrosos y enseguida vuela la paloma del Señor y
derrama el Espíritu Santo. Tiembla de disponibilidad, véalo. Qué es la vida
sin la muerte diaria. Hablan como los ángeles. La escuela del convento. El
lenguaje de la madre superiora. Los dones de Dios no debe el hombre
escupirlos. A quien da le será dado. Lo que cae hay que erigirlo. Cristo no
hubiese llegado al Gólgota sin el justo que le ayudó a llevar la cruz. Su mano,
madame. Esto es la resurrección. Dijo usted virginidad. Lo que llama
virginidad es una blasfemia. EL ama sólo a UNA virgen, el mundo ya tiene
bastante con un salvador. Créame, este cuerpo ávido de aprendizaje le ha sido
regalado para que vaya solita a la escuela, oculta a los ojos del mundo. NO
ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO. Si quiere usted saber dónde
mora Dios fíese del estremecimiento de estos muslos suyos, del temblor de
sus rodillas. Estaría bueno que una membranilla nos impidiese ser un sólo
cuerpo. CORTO ES EL DOLOR Y ETERNA LA ALEGRÍA. Quien trae la
luz no debe temer las tinieblas: el paraíso tiene tres entradas. Quien desdeña
la tercera desaira al triple arquitecto. HAY ESPACIO EN LA CHOZA MÁS
PEQUEÑA.
MERTEUIL: Es usted muy atento, señor. Le quedo obligada por haberme mostrado tan
penetrantemente, por poderme mostrar dónde vive Dios. Retendré en la
memoria todas Sus moradas y cuidaré de que no se interrumpa la corriente de
los visitantes y de que Sus huéspedes se sientan a gusto, mientras me quede
aliento para recibirlos.
VALMONT: Por qué no un poco más. El aliento no debiera ser la condición de la
hospitalidad ni la muerte un motivo de separación. Más de un huésped habrá
que tenga necesidades especiales, EL AMOR ES TAN FUERTE COMO LA
MUERTE. Y déjeme hacer algo más por usted, señorita, a quien ahora puedo
llamar señora. La mujer tiene al fin y al cabo un sólo amado. Ya oigo la
fanfarria y el estrépito con que los relojes del mundo tocan por su belleza
indefensa. El pensamiento de ver este cuerpo soberbio expuesto a las arrugas
que infligen los años, ver secarse esos labios, ver marchitarse esos pechos.
ver encogerse esa vulva bajo el arado del tiempo, me hiere tan profundamente
el ánimo que todavía quiero desempeñar la profesión de médico y ayudarla a
usted a entrar en la vida eterna. Quiero ser el partero de la muerte, nuestro
futuro común. Quiero ceñir con mis amorosas manos ese cuello suyo. Cómo
si no rezar por su juventud con alguna perspectiva de éxito. Quiero liberar su
sangre de la prisión de las venas, las entrañas de la constricción del cuerpo,
los huesos del abrazo estrangulador de la carne. Cómo si no asir con las
manos y ver con los ojos aquello que el envoltorio perecedero hurta a mi vista
y abrazo. Al ángel que dentro de usted mora quiero darle la libertad en la
soledad de las estrellas.
MERTEUIL: Aniquilación de la sobrina. (Pausa) ¿Nos devoramos mutuamente, Valmont,
para que la cosa acabe antes de que se vuelva por completo insípida?
VALMONT: Lamento tener que comunicarle que ya he comido marquesa. La Presidenta
cayó.
MERTEUIL: La eterna esposa.
VALMONT: Madame de Tourvel.
MERTEUIL: Es usted una puta, Valmont.
VALMONT: Aguardo mi castigo, reina.
MERTEUIL: ¿Acaso mi amor por la puta no se ha hecho merecedor de un buen castigo?
VALMONT: Soy una inmundicia. Quiero comer su mierda.
MERTEUIL: Inmundicia por inmundicia. Quiero que me escupa.
VALMONT: Quiero que haga usted aguas sobre mí.
MERTEUIL: Su mierda.
VALMONT: Recemos, mylady, para que el infierno no nos separe.
MERTEUIL: Y ahora vamos a hacer morir a la Presidenta, Valmont, por su traspiés baldío.
El sacrificio de la dama.
VALMONT: Me he echado a sus pies, Valmont, para que no sucumba más a la tentación.
Me ha bautizado usted con el perfume del albañal. Desde el cielo de mi
matrimonio me he arrojado al abismo de la concupiscencia por salvar a esa
doncella. Le había dicho a usted que me daría muerte si tampoco esta vez
resistía usted al mal que propaga. Le había advertido, Valmont. Todo lo que
aún puedo hacer por usted es incluirlo en mi oración postrera. Es usted mi
asesino, Valmont.
MERTEUIL: ¿Lo soy? Cuánto honor, madame. Yo no promulgué los mandamientos
obedeciendo los cuales quiere usted ajusticiarse. ¿No ha ganado placer
ninguno con su piadoso adulterio además del tierno remordimiento de
conciencia del que ahora goza? No es usted demasiado fría para el infierno, si
se me permite juzgar por nuestros juegos de cama. Así no miente ninguna
carne con menos de cuarenta. Y lo que la plebe llama suicidio constituye la
cima de la masturbación. ¿Me permite usted que me sirva de mi monóculo
para mejor poder contemplar el espectáculo; su último espectáculo, reina, con
temor y compasión? He hecho disponer espejos para que pueda usted morir
en plural. Y concédame el gusto de recibir de mis manos indignas esta su
última copa de vino.
VALMONT: Espero poder contribuir a su entretenimiento,. Valmont, con este mi último
espectáculo, ya que, tras mi demasiado tardía mirada al fondo cenagoso de su
alma, no cabe contar con un efecto moral. HOW TO GET RID OF THIS
MOST WICKED BODY. Me abriré las venas como un libro no leído.
Aprenderá usted a leerlo, Valmont, después de mí. Lo haré con unas tijeras
porque soy mujer. A cada profesión su propio humorismo. Con mi sangre
puede maquillarse una careta nueva. Buscaré un camino hasta mi corazón a
través de mi carne. El que usted no ha encontrado, Valmont, porque es varón,
con el pecho vacío, y dentro de usted sólo crece la nada. Su cuerpo es el
cuerpo de su muerte, Valmont. Una mujer tiene muchos cuerpos. Vosotros
tenéis que punzaros a vosotros mismos si queréis ver sangre. O uno a otro. La
envidia de la leche de nuestros pechos es lo que os vuelve matarifes. Si
pudiéseis parir. Lamento, Valmont, que a resultas de un decreto de la
naturaleza difícil de comprender le esté vedada esa experiencia, prohibido ese
jardín. Daría lo mejor de usted mismo si supiera lo que se pierde, y la
naturaleza se avendría a razones. Lo he amado, Valmont. Pero me hundiré
una aguja en el sexo antes de matarme, para estar segura de que en mí no
crecerá nada que usted haya plantado, Valmont. Es usted un monstruo y yo
voy a serlo. Verde e hinchada de venenos atravesaré sus sueños. Bailaré para
usted columpiándome colgada de la soga. Mi rostro será una máscara azul. La
lengua saldrá por entre los dientes. Con la cabeza dentro del horno sabré que
está usted detrás de mí sin otro pensamiento que el de cómo penetrarme, y yo,
yo lo desearé mientras el gas me hace estallar los pulmones. Es bueno ser
mujer, Valmont, y no un vencedor. Cuando cierro los ojos lo puedo ver a
usted pudriéndose. No le envidio la cloaca que en usted crece, Valmont.
¿Quiere saber más? Soy un diccionario de conversación agonizante, cada
palabra un borbotón de sangre. No necesita decirme, marquesa, que el vino
estaba envenenado. Quisiera poder contemplarla en su agonía como ahora a
mí. Por lo demás me sigo gustando. Esto aún se masturbará con los gusanos.
Ojalá mi representación no la haya aburrido. Eso sería de hecho
imperdonable.
MERTEUIL: Muerte de una puta. Por fin solos cáncer amado mío.

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