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LA SOBERANÍA DIVINA

Sermón predicado por Charles Spurgeon


No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 62

VIII. LA SOBERANÍA DIVINA


«¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?» (Mateo 20:15).

El padre de familia dice: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” Y esta mañana, el
Dios de cielos y tierra os hace la misma pregunta: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo
mío?” No hay un atributo de Dios más consolador para sus hijos que la doctrina de la soberanía
divina. Bajo las más adversas circunstancias, en los más graves contratiempos, ellos creen que esa
soberanía ha ordenado sus aflicciones, que las gobierna y que las santifica. No hay otra cosa por
la que los hijos de Dios deban contender más firmemente que por el dominio de su Señor sobre
toda la creación, trono suyo -la realeza de Dios sobre las obras de sus manos-, y el derecho a
sentarse en ese trono. Por otra parte, tampoco hay doctrina más odiada por los mundanos, ni
verdad convertida en semejante pelota de fútbol, como la de la grande, maravillosa y certísima
soberanía del infinito Jehová. Los hombres permitirán a Dios estar en cualquier sitio menos en su
trono. Consentirán en hallarlo en el taller formando los mundos y haciendo las estrellas.
Accederán a que esté en su casa de caridad repartiendo limosnas y otorgando mercedes. Le
tolerarán mantener firme la tierra y sostener Sus pilares, o iluminar las lámparas del cielo, o
gobernar al inquieto océano; pero cuando Dios sube a su trono, sus criaturas rechinan los dientes.
Y cuando proclamamos un Dios entronizado y su derecho a hacer según le plazca con lo suyo, a
disponer de sus criaturas como le parezca sin consultar con ellas, entonces somos silbados y
despreciados, y los hombres cierran sus oídos a nuestras palabras, porque un Dios en su trono no
es el Dios que ellos aman. Les agradaría contemplarle en cualquier sitio menos en su solio con su
cetro en su mano y la corona en sus sienes. Pero es un Dios entronizado el que a nosotros nos
gusta predicar, en quien confiamos, de quien hemos cantado y de quien hablaremos en esta plática.
Sin embargo, haré hincapié solamente sobre una parte de la soberanía de Dios, y es la que toca a la
distribución de sus dádivas. En este aspecto creo que, no solamente tiene derecho a hacer lo que
quiera con lo suyo, sino que, en realidad, lo hace.
Antes de comenzar nuestro sermón, debemos reconocer como cierto que todas las bendiciones son
regalos de Dios, a los que no tenemos derecho por nuestros propios méritos; y creo que toda
persona que piense un poco debe reconocerlo así. Una vez admitido esto, nos ocuparemos en
demostrar que si hace lo que quiere con lo suyo es porque tiene derecho a quedárselo todo si le
place, a repartirlo si así lo prefiere, a dar a unos y a otros no, o bien a no dar a nadie o dar a todos,
según parezca bien a sus ojos. “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”
Dividiremos los dones de Dios en cinco clases: Temporales, salvadores, honoríficos, útiles y
consoladores. De todos ellos debemos decir: “¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”

I. Empezaremos, pues, con LOS DONES TEMPORALES. Es un hecho indiscutible que


Dios, en las cosas temporales, no ha repartido a todos por igual; no todas sus criaturas han
recibido la misma cantidad de ventura y posición en este mundo. Existe una desigualdad. Notadla
sobre todo en los hombres, porque de ellos nos ocuparemos principalmente. Unos nacen como
Saúl, que “del hombro arriba sobrepujaba a cualquiera del pueblo”; otros serán toda su vida como
un Zaqueo, hombre de corta estatura. Unos tienen un cuerpo musculoso y son físicamente
atractivos; otros son débiles y distan de tener una figura hermosa. Cuantos encontramos cuyos
ojos nunca han gozado de la luz del sol; cuyos oídos jamás han escuchado el encanto de la música
y cuyos labios en la vida han pronunciado palabras inteligibles o armoniosas. Id por el mundo y
hallaréis hombres superiores a vosotros en vigor, salud y figura; y otros inferiores en todas estas
mismas cosas. Algunos de los que están aquí son preferidos por su aspecto exterior al resto de sus
semejantes, mientras que otros son dejados a un lado y no tienen nada de que puedan gloriarse en
la carne. ¿Por qué ha dado Dios belleza a un hombre y a otro no? ¿A uno todos sus sentidos y a
otro sólo parte de ellos? ¿Por qué ha despertado en unos el sentido del entendimiento, mientras
que otros se ven obligados a tener una mente obtusa y terca? Digan lo que digan los hombres, no
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puede haber otra respuesta que esta: “Así, Padre, pues que así agradó en tus ojos”. Los antiguos
fariseos preguntaron: “Rabí, ¿quién pecó este o sus padres, para que naciese ciego?” Sabemos que
no fueron los pecados de los padres ni los del hijo la causa de que éste naciera ciego, como
tampoco es por eso por lo que otros han sufrido desgracias parecidas; sino porque Dios ha actuado
según la ha placido en el reparto de sus beneficios terrenales, diciendo de este modo al mundo:
“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?”
Notad, también, la desigualdad que existe en la distribución de los dones intelectuales. No todos
los hombres son como Sócrates; hay pocos como Platón; los hombres como Bacon aparecen muy
de tarde en tarde; no se da muy frecuentemente la ocasión de poder hablar con algún Isaac
Newton. Algunos tienen maravillosa inteligencia con la que pueden desentrañar grandes
misterios, sondear las profundidades de los océanos, medir la altura de las montañas, analizar los
rayos del sol y pesar los astros. Otros no tienen sino pocos alcances. Podéis educarlos y
educarlos, que nunca lograréis hacer de ellos grandes hombres. Es imposible mejorar, lo que no
tienen. Carecen de genio y vosotros no podéis impartírselo. Cualquiera puede ver que hay una
diferencia inherente en el hombre desde su mismo nacimiento. Algunos, con poca instrucción,
aventajan a aquellos que han sido concienzudamente preparados. Tomad dos muchachos,
educadlos en el mismo colegio, por el mismo maestro; los dos se aplicarán en sus estudios con la
misma diligencia, pero uno de ellos dejará rezagado a su compañero. ¿Por qué es esto? Porque
Dios hace sentir su soberanía tanto sobre la inteligencia como sobre el cuerpo. Él no nos ha hecho
a todos iguales; sino que ha dado variedad a sus dones. Un hombre es elocuente como Whitefield,
y otro tartamudea aunque sólo tenga que hablar tres palabras en su propia lengua. -Qué es lo que
establece estas marcadas diferencias entre hombre y hombre? Tenemos que responder que
debemos atribuirlo todo a la soberanía de Dios, quien hace lo que quiere con lo suyo.
Reparad de nuevo en las diferentes condiciones de los hombres en el mundo. De vez en cuando
han surgido preclaras inteligencias entre hombres cuyos miembros han arrastrado las cadenas de la
esclavitud y cuyas espaldas han sido ofrecidas al látigo; hombres de piel negra, pero de
entendimiento inmensamente superior al de sus brutales amos. También en Inglaterra es frecuente
encontrar a sabios que viven en la pobreza, y ricos no pocas veces ignorantes y vanos. Unos
vienen a este mundo para ser ataviados con la púrpura imperial, otros no llevaran más que sus
humildes ropas de campesino. Unos tienen un palacio para morar y colchón de plumas para
descansar, mientras otros no tienen sino un duro catre y nunca les cobijará más suntuoso techo que
el de paja de su cabaña. Si de nuevo preguntásemos la razón de todo esto, la respuesta seguiría
siendo la misma: “Así, Padre, pues que así agradó en tus ojos”. A vuestro paso por la vida podréis
observar de otras muchas maneras la manifestación de la soberanía de Dios. Da a algunos
hombres una salud recia durante toda su vida, de forma que apenas saben lo que es una
indisposición; mientras que otros se arrastran vacilantes por el mundo esperando encontrar la
tumba abierta a cada paso, viviendo miles de miles de muertes al temer constantemente a una.
Hay personas, como Moisés, que aun en los últimos días de una vida extraordinariamente larga
tienen una vista aguda y que, aunque tengan el cabello blanco, se mantienen firmes sobre sus pies,
como cuando eran jóvenes. Nuevamente preguntamos: ¿cuál es la causa de esta diferencia? Y
otra vez aparece la única respuesta adecuada: La soberanía de Jehová. Encontraréis también que,
mientras a unos se les quita la vida prematuramente -en la flor de su vida-, a otros les es dado
llegar más allá de los setenta; unos parten antes de haber cubierto la primera etapa de su exis-
tencia, mientras otros prolongan sus días hasta convertirse totalmente en un estorbo. Estimo que
necesariamente debemos atribuir la causa de todas estas diferencias de la vida a la soberanía de
Dios. Él es Rey y Soberano y, ¿no hará lo que quiera con lo suyo?

Vamos a dejar este extremo de la cuestión; pero antes de hacerlo, debemos recapacitar un poco
más sobre él. ¡Oh!, tú que has sido dotado de una noble figura, de un, cuerpo hermoso: no te
enorgullezcas de ello, porque tus dones proceden de Dios. No te gloríes, porque si lo haces,
desaparecerá en un momento toda tu apostura. Las flores no presumen de su belleza ni los pájaros
cantan su plumaje. Hijas, no os envanezcáis con vuestra hermosura; hijos, no os engriáis de
vuestra gallardía. Y vosotros, ¡oh! hombres, poderosos e inteligentes, recordad que todo cuanto
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tenéis os ha sido concedido por un Soberano Señor: Él creó, Él puede destruir. No hay mucha
diferencia entre la más preclara inteligencia y el idiota más desvalido: las mentes penetrantes
rayan en la locura. Vuestros cerebros pueden ser trastornados en cualquier momento, y en
adelante estar condenados a vivir en la demencia. No os jactéis de vuestro saber, porque aun el
más pequeño conocimiento que poseéis os ha sido dado. Por lo tanto, yo os digo, no os
enaltezcáis sobremanera, sino emplead para Su gloria los dones que Dios os ha dado, porque son
dádivas reales que no podéis rechazar. Si el Soberano Señor os ha dado un talento, y no más, no
lo guardéis en vuestra faltriquera, sino haced buen uso de él y quizá os será aumentado. Bendecid
a Dios porque tenéis más que algunos, y dadle gracias, también, porque os ha dado menos que a
otros, porque así no es tanto lo que tenéis que llevar sobre vuestros hombros; ya que cuanto más
ligera sea vuestra carga, menos gemiréis en vuestro caminar hacia la tierra mejor. Bendecid a
Dios, pues, si poseéis menos que vuestros semejantes, y ved su bondad tanto en el dar como en el
retener.

II. En todo cuanto hemos dicho hasta aquí, probablemente la mayoría esta de acuerdo con
nosotros; pero cuando entramos en el segundo punto, LAS DÁDIVAS SALVADORAS, gran
número de personas discrepan, porque no pueden aceptar nuestra doctrina. Cuando aplicamos esta
verdad con relación a la soberanía de Dios en la salvación del hombre, vemos como hay quien se
levanta para defender a sus semejantes, a quienes consideran perjudicados por la predestinación
divina. Pero nunca oí de alguno que se alzara para abogar por Satanás; y yo creo que si algunas
criaturas de Dios tuvieran derecho a quejarse de Su comportamiento, éstas serían los ángeles
caídos. Por su pecado fueron arrojados del cielo fulminantemente, y no leemos que nunca les
fuera enviado un mensaje de misericordia. Una vez echados fuera, su condenación fue sellada;
mientras que a los hombres se les dio una tregua, fue enviada redención a su mundo, y un gran
número de ellos fueron escogidos para vida eterna. ¿Por qué no contender con la soberanía tanto
en un caso como en otro? Afirmamos que Dios ha elegido un pueblo de entre los hombres, y se le
niega el derecho a obrar así. Y yo pregunto: ¿por qué no se discute igualmente el hecho de que
haya escogido a los hombres y no a los ángeles caídos, o su justicia por esa forma de proceder? Si
la salvación fuese asunto de derecho, los ángeles tendrían en verdad tanto como los hombres. ¿No
estaban situados en una dignidad superior?, ¿o es que pecaron más? Creemos que no. El pecado
de Adam fue tan intencionado y pleno que no podemos imaginar uno mayor. Si los ángeles
expulsados del cielo hubiesen sido restaurados, ¿no habrían prestado mayor servicio a su Hacedor
que el que nosotros podamos prestarle jamás? Sí se nos hubiera permitido juzgar en esta cuestión
hubiéramos liberado a los ángeles y no a los hombres. Así pues, admirad el amor y la soberanía
divinos, ya que mientras aquellos fueron hechos pedazos, Dios levantó un número de elegidos de
entre la raza humana para hacerles estar entre príncipes por los méritos de Jesucristo nuestro
Señor.
Notad de nuevo la soberanía divina en el hecho de que Dios escogió al pueblo israelita y dejó a
los gentiles en la oscuridad durante años. ¿Por qué fue Israel enseñado y salvado mientras Siria se
perdía en la idolatría? ¿Era una raza más pura en su origen y mejor en su condición que la otra?
¿No tuvieron los israelitas dioses falsos centenares de veces, que provocaron la ira y el
aborrecimiento del Dios verdadero? ¿Por qué fueron favorecidos más que todos sus semejantes?
¿Por qué el sol brilló sobre ellos, mientras a su alrededor las naciones eran dejadas en la
oscuridad, y miríadas eran sepultados en el infierno? ¿Por qué? La única respuesta que puede
darse es esta: Que Dios es soberano y “del que quiere tiene misericordia; y al que quiere,
endurece”.
Y también, ¿cómo es que Dios nos ha dado su Palabra a nosotros, mientras multitud de personas
están todavía sin ella? ¿Por qué nos podemos acercar al tabernáculo de Dios cada uno de
nosotros, domingo tras domingo, teniendo el privilegio de escuchar la voz de un ministro de Jesús,
mientras otras naciones no han sido bendecidas del mismo modo? ¿No podía Dios haber hecho
que la luz resplandeciera también en esos sitios de tinieblas? ¿No podía Él, si le hubiese placido,
haber enviado mensajeros raudos como la luz para que proclamasen su Evangelio por toda la

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tierra? Podía haberlo hecho si hubiera querido. Pero, puesto que sabemos que no ha sido así, nos
inclinamos con humildad, confesando su derecho de hacer lo que quiera con lo suyo.
Mas permitidme que traiga, una vez más, la doctrina a nuestros ámbitos. Observad cómo
manifiesta Dios su soberanía en el hecho de que de la misma congregación, donde todos han oído
al mismo predicador y escuchado idéntica verdad, es tomado el uno y dejado el otro. ¿Por qué
será que en una de mis oyentes, sentada en los últimos bancos de la capilla junto a su hermana, el
efecto de la predicación es diferente que en la otra que está a su lado? Ambas han sido criadas
sobre las mismas rodillas, mecidas en la misma cuna y educadas con igual esmero; las dos han
oído al mismo predicador y con idéntica atención; ¿por qué una será salvada y la otra dejada?
Lejos esté de nosotros el buscar excusas en favor del hombre que se condena, cuando no hay
ninguna. Igualmente, lejos esté de nosotros el restarle gloria a Dios, pues sabemos que es Él quien
hace la diferencia; por eso la hermana que se ha salvado no debe agradecérselo a sí misma, sino a
su Señor. Habrá también dos hombres dados al vicio de la bebida. Unas palabras de la
predicación traspasarán a uno de ellos de parte a parte, pero el otro permanecerá impasible, aunque
serán bajo todos los aspectos idénticamente iguales, tanto en temperamento como en educación.
¿Cuál es la razón? Tal vez digáis: porque uno ha aceptado el mensaje del Evangelio y el otro lo ha
rechazado. Pero debemos responder con la misma pregunta: ¿quién hace que uno acepte y el otro
rechace? Me figuro que diréis que el hombre mismo hizo la distinción; pero debéis admitir en
vuestra conciencia que es a Dios solo a quien pertenece este poder; a pesar de ello, aquellos a los
que no les agrada esta doctrina, están siempre en pugna contra nosotros y dicen: ¿Cómo puede
Dios hacer tal acepción entre los miembros de su familia? Imaginaos un padre que tuviese
determinado número de hijos, y que a uno diera todos sus beneficios, relegando a los otros a la
miseria: ¿no diríamos que era un padre duro y cruel? Admito que sí, pero no es el mismo caso,
porque no es con un padre con quien tenéis que tratar, sino con un juez. Decís que todos los
hombres son hijos de Dios, y yo os emplazo a probarlo con la Biblia. Nunca he leído en ella nada
parecido, y jamás me atrevería a decir: “Padre nuestro que estás en el cielo”, hasta que fuese
regenerado; no puedo gozarme de su paternidad hasta saber que soy uno con Él y coheredero con
Cristo; no osaría llamarle Padre mientras fuera una criatura sin regenerar. No existe aquí la misma
relación que entre padre e hijo -porque el hijo siempre tiene algún derecho sobre su padre- sino
entre rey y súbdito; y aun ni siquiera ésta, porque el súbdito tiene a veces algo, por pequeño que
sea, que reivindicar de su rey- Pero una criatura, una criatura pecadora, jamás puede tener
derechos sobre Dios; porque si así fuera, la salvación sería por obras y no por gracia. Si el hombre
pudiera merecerla, el salvarlo sería entonces el pago de una deuda, y no se le daría más que lo que
se le debía. Sostenemos que la gracia, para que sea tal, ha de hacer diferencias. Alguno dirá:
Pero, ¿no está escrito que “a cada uno le es dada medida de gracia para provecho” Bien, si os
gusta podéis repetir esa maravillosa cita hasta la saciedad, que seréis bien recibidos. Pero tened en
cuenta que esta no es una cita de las Escrituras, a menos que se halle en una edición arminiana. El
único pasaje parecido a este se refiere a los dones espirituales de los santos, y sólo de los santos.
Ya que, admitiendo vuestra suposición, si a cada uno le es dada medida de gracia para provecho,
es evidente que hay otros que la reciben con carácter especial para que, precisamente, les sea
provechosa. ¿Qué entendéis por gracia que puede usarse para provecho? Me es fácil comprender
los adelantos humanos para perfeccionar la utilización de la grasa, pero lo que no entiendo es una
gracia que sea perfeccionada para ser usada por los hombres.
La gracia no es una cosa que yo pueda usar, sino algo que me usa a mí; sin embargo la gente habla
de ella como pudiéndole manejar, y no como una influencia que tiene poder sobre ellos. No es
algo que yo pueda perfeccionar, sino que me perfecciona a mí, que me emplea y obra sobre mí.
Que los hombres hablen cuanto quieran sobre la gracia universal; absurdo por completo porque no
existe tal cosa ni puede existir. De lo que pueden hablar con propiedad es de bendiciones
universales, porque vemos que los dones naturales de Dios han sido esparcidos por doquier, en
mayor o menor profusión, y los hombres pueden aceptarlos o rechazarlos. Pero que no digan lo
mismo de la gracia, porque nadie puede cogerla para, por sí mismo, volverse de las tinieblas a la
luz. La luz no viene a la oscuridad y le dice: úsame, sino que la toma y la echa fuera. La vida no
acude al cadáver y le dice: válete de mi y torna a vivir, sino que con su propio poder lo resucita.
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El poder espiritual no se acerca a los huesos resecos para decirles: usadme y revestíos de carne,
sino que él los cubre, y acaba la obra. La gracia es, pues, algo que se nos da y que ejerce su
influjo sobre nosotros.

«Solamente el deseo soberano


De Dios, nos hace herederos de gracia;
Nacidos a la imagen de su hijo,
Restaurados de la caída raza.»

Y nosotros decimos a todos aquellos que rechinan sus dientes al oír esta verdad, que, tanto si lo
saben como si no, sus corazones están llenos de enemistad contra Dios; porque mientras no
lleguen al conocimiento de esta doctrina, hay algo que aun no han descubierto, y que les hace
oponerse a la idea de un Dios absoluto, libre, sin cadenas, inmutable y teniendo libre albedrío,
cosa que son tan dados a demostrar que las criaturas poseen. Estoy persuadido de que debemos
mantener la doctrina de la soberanía de Dios, si tenemos una mente sana. “De Jehová es la salud.”
Dad, pues, toda la gloria a su santo nombre, pues a Él le pertenece toda.

III. En tercer lugar, vamos a considerar las distinciones que Dios hace en su Iglesia al repartir
los DONES HONORIFICOS. Hay diferencia entre los propios hijos de Dios, cuando éstos son
tales. Fijaos en lo que quiero decir: Unos tienen, por ejemplo, el don honorífico del conocimiento
en mayor grado que otros. Tropiezo de vez en cuando con un hermano con el que podría hablar
durante meses, y aprender algo de él cada día. Posee una profunda experiencia -ha buscado en “lo
profundo de Dios”-, toda su vida ha sido un continuo estudio, dondequiera que ha estado. Parece
haber sacado sus pensamientos, no de los libros meramente, sino de la vida de los hombres, de
Dios, de su propio corazón; y conoce todas las vueltas y recodos de la experiencia cristiana: ha
comprendido la anchura, longura, profundidad y altura del amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento. Ha conseguido una clara idea e íntimo conocimiento del sistema de la gracia, y
puede vindicar la conducta del Señor para con su pueblo.

Os encontraréis con otro que ha pasado por multitud de tribulaciones, pero que no tiene un
conocimiento profundo de la experiencia cristiana; no aprendió ni un solo secreto en todas sus
calamidades. Surgía del barro de una charca para caer inmediatamente en otra, pero nunca se
detuvo a recoger alguna de las joyas depositadas en el cieno, ni trató jamás de descubrir las perlas
escondidas en sus aflicciones. Conoce muy poco de la altura y la profundidad del amor del
Salvador. Podéis charlar con ese hombre tanto como queráis, que no sacaréis de él nada de
provecho. Si me preguntáis por qué es esto, os responderé que hay una soberanía de Dios que da
el conocimiento a unos y a otros no. Paseando el otro día con un cristiano de edad avanzada, me
hablaba de cuánto provecho había sacado de mi ministerio. Nada hay que me haga humillar más
que el pensamiento de que un creyente anciano reciba instrucción en los caminos del Señor de un
neófito en la gracia. Pero yo espero, cuando llegue a viejo, si es que llego, ser también instruido
por algún recién nacido en la fe; porque Dios cierra muchas veces la boca de los mayores y abre la
de los niños. ¿Por qué somos maestros de centenares de personas que, en otros aspectos, están
mucho más capacitadas para instruirnos a nosotros? La única respuesta que podemos encontrar
reside en la soberanía de Dios, y debemos inclinarnos ante ella; porque, ¿no le es lícito a Él hacer
lo que quiera con lo suyo? En vez de tener envidia de aquellos que tienen el don del
conocimiento, procuremos tenerlo nosotros también, si nos es posible. En lugar de murmurar,
protestando por no tener más entendimiento, deberíamos recordar que ni el pie puede decirle a la
cabeza, ni la cabeza al pie, no te necesito; porque Dios nos ha dado los talentos como a Él le ha
placido.
No penséis, cuando hablamos de dones honoríficos, que éstos se reducen solamente al del
conocimiento; también el del servicio es un don honorífico. No hay nada más honroso para un
hombre que el cargo de diácono o ministro de la Palabra. Engrandecemos nuestro oficio, pero no
a nosotros mismos; porque estamos plenamente convencidos de que el desempeñar cualquier
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cometido en la iglesia es uno de los más grandes honores. Preferiría ser diácono antes que alcalde
de Londres. No hay honor más grande para mí que el de ser ministro de Cristo. Mi púlpito me es
más apetecible que el más alto trono, y mi congregación es un gran imperio, ante el cual los más
grandes reinos de la tierra quedan reducidos a algo sin importancia eterna. ¿Por qué Dios, por
medio del Espíritu Santo, llama con especial vocación a unos para que sean pastores, y no a otros?
Incluso hay personas mejor dotadas, pero no nos atreveríamos a darles el púlpito, porque no han
sido llamadas con esa vocación. Igual ocurre con el diaconado; hombres a los que consideramos
los más capacitados son excluidos, mientras otros son escogidos. Es la soberanía de Dios, que
también se hace patente en el nombramiento de los que han de ser utilizados en cualquier
cometido -al poner a David sobre el trono, al escoger a Moisés como caudillo de los hijos de Israel
por el desierto, y a Daniel para desenvolverse en las esferas palaciegas; al elegir a Pablo como mi-
nistro de los gentiles, y a Pedro como apóstol de la circuncisión-. Y los que no habéis recibido
ningún don honorífico, meditad humildemente en la verdad y razón de la pregunta del Señor:
“¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?” Otro de los dones honoríficos de Dios es el de
la expresión. La elocuencia ejerce mayor poder sobre los hombres que todos los demás dones
juntos, y si alguno quiere influir sobre las multitudes, deberá tocar sus corazones y encadenar sus
oídos. Hay quienes son como vasos llenos de conocimiento hasta los mismos bordes, pero sin
recursos para darlos a conocer a los demás; poseen todas las perlas del saber, pero no saben cómo
engarzarlas en el dorado anillo de la elocuencia; pueden cortar las más delicadas flores, pero no
son capaces de trenzarlas en dulce guirnalda para ofrecerla a los ojos de su amada. ¿Cómo puede
ocurrir esto? He aquí la misma e invariable respuesta: la soberanía de Dios también se manifiesta
en el reparto de los dones honoríficos. Aprended, hermanos, si tenéis algún don, a poner todo su
honor a los pies del Salvador, y a no murmurar, si no los tenéis; porque, recordad que Dios es
igualmente bondadoso tanto cuando retiene como cuando distribuye sus dádivas. Si hay entre
vosotros alguno que está encumbrado, que no se envanezca, ni desprecie al humilde, porque Dios
da a cada vaso su medida de gracia. Servidle según vuestra medida, y adorad al Rey del cielo que
hace según le place.

IV. Consideraremos en cuarto lugar los dones de utilidad. Muchas veces he hecho mal
censurando a otros hermanos pastores por no tener más fruto, y he dicho que podían haber sido tan
efectivos como yo si hubiesen mostrado mayor celo y diligencia; pero he llegado a comprender
que hay otros cuya efectividad no guarda relación, ni mucho menos, con su gran celo y constancia.
Por lo tanto, me retracto de mis censuras para afirmar que el don de la utilidad es otra mani-
festación de la soberanía de Dios. No reside en el hombre tal facultad, sino en Dios. Podemos
desplegar tanta actividad como queramos, pero sólo en Él está la virtud de hacernos útiles.
Izaremos todo nuestro velamen cuando el viento sople, pero no nos es dado el poder levantar ni la
más ligera brisa.
Vemos también la soberanía Divina en la diversidad de los dones ministeriales. Hay ministros
cuya predicación es como mesa servida con ricos y abundantes manjares, mentiras que otros no
tienen suficiente para dar de comer a un ratón; siempre que hablan es para censurar y no para
alimentar a los hijos de Dios. Hay otros que pueden ofrecer gran consuelo, pero son incapaces de
reprender a los que caen; no tienen la suficiente fuerza de espíritu para dar unos cuantos azotes
cariñosos que tantas veces son necesarios. Y, ¿cuál es la razón? La soberanía de Dios. Hay
algunos, también, que son la antítesis de lo anterior: manejan magníficamente el martillo, pero no
saben curar un corazón quebrantado, y si intentaran hacerlo, su efecto sería tan deplorable que os
imaginaríais a un elefante tratando de ensartar una aguja. Son buenos para reprender, pero inútiles
para aplicar aceite y vino a una conciencia abrasada. ¿Por qué? Porque Dios no les ha dado ese
don. Asimismo los hay que sólo predican teología experimental, y muy pocas veces sobre temas
doctrinales. Otros son todo doctrina y hablan poco de Cristo crucificado. ¿Por qué, de nuevo?
Dios no les ha dado el don de doctrina. Otros -como los de la escuela Hawker- sólo predican a
Jesús ¡bendito Jesús!-, y hay quienes se quejan porque no hablan de los problemas de la vida
cristiana, porque no entran en detalles sobre la corrupción que experimentan y aflige a los hijos de
Dios. Pero no les censuréis por eso. Habréis reparado como de la misma persona unas veces
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brotan chorros de agua de vida, y otras no podría estar más seco. Por esto, un domingo os
marcháis llenos y gozosos, y al siguiente vacíos e indiferentes. Debemos aprender a reconocer y a
admirar la mano poderosa de la soberanía de Dios obrando en todo ello. Predicando a una gran
muchedumbre, la semana pasada, ocurrió que, en cierto momento de la predicación, la emoción
nos embargó a todos y sentí como el poder de Dios estaba con nosotros. Una pobre criatura,
movida por el horror de la ira de Dios contra el pecado, clamaba a voz en grito sin poderse
reprimir. Aquellas mismas palabras podrán ser pronunciadas de nuevo, con el mismo deseo en el
corazón del predicador, y no producir ningún efecto. En las dos ocasiones, pues, debemos
atribuirlo a la soberanía divina. La mano de Dios está en todo. ¿Os habéis percatado de que la
generación actual es la más impía que haya pisado la tierra? Yo al menos así lo creo. Cuando en
tiempos de nuestros padres caía un fuerte aguacero, decían que era Dios quien lo mandaba; oraban
pidiendo la lluvia, o el sol, o la bondad de la cosecha; oraban por los almiares cuando se
incendiaban, y oraban cuando el hambre azotaba la tierra; nuestros antepasados decían: El Señor
lo ha querido. Pero ahora, nuestros filósofos tratan de explicarlo todo, atribuyendo cuantos
fenómenos ocurren a causas secundarias. Mas nosotros, hermanos, pensamos que el origen y
dirección de todas las cosas pertenecen al Señor y sólo al Señor.

V. Finalmente consideraremos que los DONES CONSOLADORES son de Dios. Cuán


reconfortantes son las dádivas que hacen que nos gocemos con las ordenanzas del culto y con un
ministerio provechoso. Pero, ¿cuántas iglesias hay que no lo tienen, y por qué nosotros sí?
Porque Dios ha hecho la diferencia. Algunos tenéis una fe firme y podéis sonreír ante la
adversidad; podéis cantar en todo tiempo, tanto en la tempestad como en la calma. Sin embargo,
hay otros con una fe tan flaca que están en peligro de derrumbarse al menor soplo de viento. Unos
nacen con un carácter melancólico y, aun en la calma, ven señales de borrasca; otros son de
temperamento más alegre y, aunque las nubes sean negras, en cada una de ellas ven una cinta de
plata, y son felices. Pero, ¿por qué es esto? Porque los dones consoladores vienen de Dios.
Podéis observar que nosotros mismos somos diferentes en determinados momentos de nuestra
vida. ¿Por qué ha habido épocas en que hemos podido tener un bendito contacto con el cielo, y nos
ha sido permitido el mirar más allá del velo? Y otras veces, sin embargo, ese delicioso placer
desaparece Repentinamente. ¿Murmuramos por ello? ¿No le es lícito a El hacer lo que quiere con
lo suyo? ¿No puede quitar lo que antes había dado? El consuelo que nosotros tenemos era suyo
antes que nuestro.

«Y aunque te lo llevaras
Yo jamás me quejaría;
Que antes que me lo dieras.
Sólo Tú lo poseías.»

No hay gozo del Espíritu, ni bendita esperanza, ni fe fuerte, ni deseo ardiente, ni comunión íntima
con Cristo que no sea una dádiva de Dios y que no provenga de Él. Cuando esté en tinieblas y
sufra contrariedades, alzaré mis ojos y diré: Él da canciones en la noche; y cuando tenga que
gozarme, diré: Mi monte permanecerá para siempre. El Señor es el soberano Jehová, y por tanto,
postrado a sus pies estoy, y si perezco pereceré allí.
Pero permitid que os diga, queridos hermanos, que esta doctrina de la soberanía divina, lejos de
hacer que os sentéis perezosamente, espero que, con la ayuda de Dios, os humille y os lleve a
exclamar: “Indigno soy de la más pequeña de todas tus mercedes, y reconozco que tienes derecho
a hacer conmigo lo que quieras. Si me aplastas como a un vil gusano, no serás afrentado; no tengo
derecho a pedirte que tengas compasión de mí; sólo te ruego que me mires según tu misericordia.
Señor, si quieres puedes perdonarme, y jamás diste tu gracia a alguien que la deseara más ardien-
temente. Lléname del pan del cielo, porque estoy vacío; vísteme de tus ropajes, porque estoy
desnudo; dame vida, porque estoy muerto”. Si elevas esta plegaria con toda tu alma y con toda tu
mente, aunque Jehová es soberano, extenderá su cetro y salvará, y vivirás para adorarle en la
hermosura de la santidad, amando y bendiciendo su bondadosa soberanía. “El que creyere”, es la
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 69
declaración de la Escritura, “y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere será condenado.”
El que creyere en Cristo únicamente y fuere bautizado con agua en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, será salvo; pero el que rechaza a Cristo y no cree en Él, será condenado. Éste es
el decreto soberano y la proclamación celestial; inclínate a él, reconócelo, obedécele, y Dios te
bendiga.

Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres

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