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Myers, J: “La cultura literaria del período Rivadaviano: saber ilustrado y

discurso republicano”

Introducción: ilustración y revolución

El “rivadavismo” tendría, por ello, dos significados primordiales: uno, el de


círculo político, identificado con algunas elementales propuestas
programáticas, con una gestión de gobierno y con una clientela prebendaria
(constituida sobre la base de la distribución de cargos en la administración
pública); y otro, de más amplio horizonte, consistente en un ideario compartido
por amplios sectores de las clases letradas, y en un programa de iniciativas
culturales de la cual participó na elite condensada en el interior de las clases.

El nexo entre ambos sentidos estuvo colocado en la figura del propio


Bernardino Rivadavia, y en el grupo reducido de sus más cercanos
colaboradores, como Julián Segundo de Agüero, Valentín Gómez, etc. El
“movimiento cultural rivadaviano” perduró hasta por lo menos 1829.

El partido rivadaviano se transformaría en el Congreso Constituyente en el


partido unitario, con una importante inflexión en los énfasis y en los contenidos
de su programa, cambio que bajo la égida del gobierno no militar del General
Juan Lavalle, se profundizaría, produciendo así una modificación sustancial en
sus miembros.

El espacio político y cultural conformado por esa doble identidad del


rivadavianismo fue aquel en que las discusiones teóricas, las prácticas literarias
y científicas, y su marco institucional, recibieron su elaboración. El ámbito
privilegiado del proyecto cultural rivadaviano fue el de la Provincia de Buenos
Aires, constituida en estado autónomo y organizada políticamente entre 1820 y
1821. Allí se proyectaría una polifacética obra del gobierno que buscaría
organizar una sociedad política focalizada en la figura conceptual del
ciudadano.

La doble faz del movimiento rivadaviano reflejaba a los dos ámbitos hacia los
que se dirigía su obra de reforma: el espacio de lo político y el espacio de lo
cultural.
El momento cultural de los años ’20 estuvo dominado por dos nociones:
revolución e ilustración. En cuanto a la segunda, había hecho pie en el mundo
español a partir de las reformas borbónicas. Sostenida sobre una concepción a
la vez progresista y racionalista de la ciencia, era una actitud que propendía a
representar un mundo escindido dicotómicamente entre la civilización de los
conocimientos científicos modernos y la ignorancia de las creencias,
supersticiones y prácticas tradicionales aún no sometidas al régimen
ameliorante de la crítica razonada.

En la década del ’20 el pensamiento de la Ilustración en su última etapa se


desplegaría en múltiples corrientes de gran variedad de contenido. En un
campo intelectual dominado aún por los debates instalados en el apogeo de la
Ilustración, comenzarían a discernirse múltiples “ismos” cuyas desemejanzas
no eran menos significativas que sus coincidencias.

Buenos Aires había hecho de la revolución una preocupación obsesiva en el


debate público de la década rivadaviana. En 1822, el diputado a la legislatura
provincial, Manuel Bonifacio Gllardo, había enunciado un concepto en el cual
toda la elite dirigente de la Provincia debió sentirse representada aunque
discrepara respecto a las formas más eficaces de propender a su concreción:
“no es la primera vez que hemos dicho, fin a la revolución, principio al órden”.
Las iniciativas institucionales promovidas por el gobierno del cual Rivadavia era
ministro tenderían, en sintonía con este pensamiento, a la instauración de un
orden a la vez estable y legítimo en el contexto de una sociedad organizada
sobre bases revolucionarias.

En este sentido, es muy significativa la adopción de un ideario esencialmente


republicano por parte de Rivadavia y de los hombres públicos que apoyaban su
gestión, apenas un año luego de la derrota de la propuesta constitucional
monárquica promovida por el movimiento directorial, al que muchos de ellos
pertenecieron. En un contexto social que había demostrado ser fuertemente
reacio a cualquier solución monárquica, la búsqueda de un orden intangible
debió necesariamente conducir por una vía republicana.

El viejo Cabildo fue abolido durante la crisis del ’20, y un nuevo poder
legislativo fue creado en su reemplazo. La legitimidad se fundó sobre un
sistema electoral de base muy amplia, apoyado en una ley que concedía
prácticamente el sufragio universal masculino. Estas medidas iban dirigidas
todas a fortalecer la legitimidad del nuevo orden, y así cercenar las
posibilidades de nuevas interrupciones extra-institucionales revolucionarias del
mismo.

Los dirigentes rivadavianos apostarían a una fuerza que ellos creían podía
ejercer un papel decisivo en la consolidación de un sistema estable de
gobierno, y ésta era la publicidad, la opinión pública. En aras de esa meta,
Rivadavia resucitaría la ley de prensa que el Triunvirato había promulgado en
1811.

Todas estas iniciativas buscaban cimentar un nuevo orden institucional en que


la opción por una forma republicana de gobierno no fuera un sinónimo de
anarquía y disolución. Una fuerte tendencia hacia una concepción holista de las
relaciones entre Estado y Sociedad, y entre política y cultura.

Una cultura literaria en el molde de la ideología republicana

Las producciones literarias podían ser consideradas legítimas únicamente en la


medida en que fueran capaces de representar y difundir valores de orden
cívico-moral.

En consecuencia, hablar de una cultura específicamente literaria no tendría


demasiado sentido, ya que lo literario tendía a disolverse en lo político y lo
social. La literatura, cuando se la observaba desde una perspectiva
republicana, aparecía destinada a servir los intereses así del nuevo orden:
cualquier otra tarea sería superflua cuando no frívola. Aparecería así, por
ejemplo, una poesía pública patrocinada por el propio Estado rivadaviano.

Como corolario de esta subordinación de lo estético a lo político, el lugar del


artista tendió insensiblemente a confundirse con aquel ocupado por el
publicista, por el “escritor público”. La producción del artista era representada
entonces como una fase más de la publicista en general, que se diferenciaba
de otras formas de discurso público únicamente por su utilización de recursos
estilísticos altamente codificados.
La literatura poseía una misión colectiva, social y pública; por ende las lecturas
de obras ante un auditorio, las funciones de teatro dirigidas no sólo a los
sectores cultos de la sociedad sino también a aquellos considerados
“populares” y la promoción de instancias colectivas de circulación de las obras
escritas, representaron la modalidad preferida en el período rivadaviano, en
contraposición a la lectura privada, íntima, privilegiada como forma de difusión
por los escritores románticos.

Una consecuencia fundamental para la literatura de la presencia fue la


enfatización de lo público por sobre lo privado: es decir, en el ámbito de
experiencia cuyo tratamiento literario era considerado legítimo de pleno
derecho sería el de los actos públicos, no el de aquellos que pertenecían al
mundo de la vida privada.

El neoclasicismo en la ciudad moderna: el proyecto estético de la escritura


rivadaviana.

Como su nombre lo indica, esa estética neoclásica derivaba del valor normativo
acordado a los “clásicos” greco-latinos y a los de la propia lengua, es decir a la
literatura española. La calidad estética de una de estas obras se mediría no por
su originalidad en sentido absoluto, sino por su capacidad de dar expresión
renovada a conceptos, tópicos y recursos y recursos estilísticos cuya
antigüedad reforzara su prestigio.

En sus versiones rioplatenses, la actitud literaria del neoclasicismo ofrecía


además de los siguientes rasgos distintivos, primero, una concepción de la
literatura que enfatizaba su función social, es decir, su condición de portadora
de los valores aceptados por la comunidad. Segundo, una concepción que le
asignaba a la literatura una tarea ejemplificadora, postulado que en estos años
se vería reforzado por la notable difusión de las premisas generales del
utilitarismo. Tercero, una preferencia por temas públicos antes que íntimos, y
por aquellos géneros juzgados más apropiados para la expresión de lo público.
Cuarto y último, una postulación ineludible del decoro como valor estético, y
una consecuente recusación de los excesos de lenguaje, de forma o estilo: el
arte debía ser presidido por la razón y no por la pasión.
La literatura sería interpretada también desde una perspectiva ilustrada. Era,
por ende, portadora de ilustración, y desde esta perspectiva, se le asignaría un
conjunto de tareas asociadas primordialmente con la difusión de las luces.
Desde esta óptica, también las bellas letras debían subordinarse a una tarea
extra-estética, no ya a la consolidación de las virtudes cívicas tan necesarias a
la perduración de la República, sino a la necesidad de combatir aquellos
elementos culturales juzgados arcaicos, pre-modernos, o tradicionales.

La tarea del escritor era, en el contexto del proceso iluminista, esencialmente


docente: la razón de los conocimientos científicos aprehendidos por ella,
debían difundirse entre los sectores iletrados de la población.

Literatura y sociabilidad: la práctica de las letras en el pensamiento rivadaviano

En éste período, se da la instauración de un patrón moderno de sociabilidad.


Es a la luz de estas nociones que debe interpretarse la creación de la Sociedad
Literaria de 1822.

El carácter de la asociación como formadora de hábitos, como productora de


vínculos y comportamientos sociales de una naturaleza que hasta el momento
se suponía no habría existido en el país.

Los publicistas del nuevo orden debían multiplicar aquello que más tarde
Tocqueville llamaría asociaciones intermedias, y de entre ellas, las
asociaciones literarias se discernían inmejorables para la consecución de
semejante finalidad.

De aquí se desprende el término sociabilidad literaria, que se debía


necesariamente instaurarse desde el Estado frente a una sociedad carente de
prácticas de sociabilidad y de instituciones, recaía sobre el Estado la tarea
exclusiva de modificar esa situación. El mismo Estado tenía la tarea de
establecerlos. Vista desde esta perspectiva, una vez más resultaba evidente
que la literatura no podía constituir una actividad autónoma, ya que si no lo era
en sus fines, tampoco podía serlo en sus orígenes.

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