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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR.

FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

Cecilio Baez

Ensayo sobre

EL Dr. FRANCIA
Y la Dictadura en Sudamérica

Edición digital a cargo de

Biblioteca Virtual del Paraguay


2005

Basada en
Segunda edición revisada y aumentada
CROMOS / Mediterráneo
Asunción, Paraguay

DATOS DE LA SEGUNDA EDICIÓN EN PAPEL


Sección: HISTORIA
© Amadeo Báez Allende
Editado por: Cromos S.R.L. / Mediterráneo

Primera edición, 1910


Talleres Nacionales de H. Graus

Segunda edición, Agosto de 1985


Controlado por: Raúl Amaral
Cubierta: Gerardo López Salvioni
Imprenta Cromos

NOTA DE LOS EDITORES DE LA SEGUNDA EDICIÓN

La obra del Dr. Cecilio Báez, salvo aportes parciales, no ha sido todavía motivo de
estudio. En esto incide, desde luego, la extensión bibliográfica que la acompaña y que
comprende casi sesenta años de la vida del autor.

Por otra parte, la mayoría de sus obras son desconocidas por el público lector y sólo
suelen estar al alcance de los especialistas en bibliotecas públicas o privadas. Desde su

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muerte, hace más de cuatro décadas, una especie de molesto silencio rodea su trabajo y
su propia figura, no obstante lo mucho que hizo por el progreso cultural del país.

Se hace necesario, entonces, poner en manos del lector común uno de sus libros
más importantes, el que podría decirse que mayor sentido de actualidad contiene. El
Doctor Francia y la Dictadura en Sud – América, publicado en 1910, y cuyo tema guarda
relación con la evolución de la historiografía del Río de la Plata.

Varias de las ideas incluidas en este volumen pueden ser consideradas como
iniciadoras del revisionismo histórico en nuestro país y precursoras en el ámbito
rioplatense. Esta es una de las sorpresas que encierran sus páginas, a las que se les ha
agregado “la prueba fundamental”, que consiste en demostrar que ya en 1888 sé
insinuaba una corriente que hoy tiene prestigiosos cultores. Ese asombro crecerá al
advertirse en Alón una manifestación previa, expuesta hace exactamente un siglo en su
articulo. “Un héroe olvidado”.

Esta edición mantiene escrupuloso respeto a los lineamientos establecidos para la


primera.

LOS EDITORES se complacen en dejar expresado su agradecimiento al Dr.


Amadeo Báez Allende, hijo de don Cecilio por las facilidades que brindara para la
concreción de este propósito, entre las que se destacan numerosos datos – en particular
de índole familiar – que aparecen en la cronología.

Asimismo queda reconocida a la generosa y patriótica contribución del Dr. Justo


José Prieto, sin la cual no hubiera sido posible documentar los inicios del revisionismo
histórico nacional en los cuales el nombre de Cecilio Báez brilla con caracteres propios y
definidos.

ESTA EDICIÓN

Transcribe íntegramente el volumen: Ensayo/ sobre el Doctor Francia/ y / la


Dictadura en Sud – América/ por / Cecilio Báez/ Asunción / Talleres Nacionales de H.
Kraus/ 1910/ VII 198 p. + Índice.

Ejemplar fotocopiado y ofrecido, de su biblioteca privada, por el Dr. Amadeo Báez


Allende.

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Los complementos correspondientes a introducción, índice de autores, cronología y


bibliografía, a cargo del profesor Raúl Amaral, se editarán por separado, aunque
integrando el total del presente volumen.

CROMOS / MEDITERRÁNEO

ENSAYO

SOBRE EL DOCTOR FRANCIA Y LA DICTADURA EN SUD-AMÉRICA

PRÓLOGO

Bossuet, en su oración fúnebre sobre Enriqueta María de Francia, reina de


Inglaterra, refiriéndose a Cromwell, había dicho: “había allí un hombre de increíble
profundidad de ánimo, hipócrita refinado tanto como hábil político, capaz de toda empresa
y de todo disimulo, igualmente activo en la paz y en la guerra, que nada dejaba al azar en
tanto pudiese contar con la previsión y el consejo; y por lo demás tan vigilante y pronto a
todo, que jamás desatendió las ocasiones que se le presentaron de secundar a la fortuna;
en fin, uno de esos hombres inquietos y audaces que parecen nacidos para trastornar el
mundo”.

Víctor Hugo, en el prólogo de su drama Cromwell, añade acerca del mismo


personaje: “Oliverio Cromwell pertenece al número de los personajes históricos que,
siendo muy célebres, son poco conocidos. La mayor parte de los historiadores han dejado
incompleta esta gran figura. Parece que no osaron reunir todos los rasgos del colosal
prototipo de la reforma religiosa y de la revolución política de Inglaterra. Casi todos se han
limitado a reproducir con mayores dimensiones el sencillo y siniestro perfil que de él trazó
Bossuet, bajo su punto de vista monárquico y católico. El autor de este libro daba crédito
a tal biografía. Pero leyendo la crónica y hojeando al acaso las memorias inglesas del
siglo diez y siete, empezó a notar que se desarrollaba ante sus ojos un Cromwell
enteramente nuevo. No era únicamente Cromwell militar y político de Bossuet; era un ser
complejo, heterogéneo, múltiple, compuesto de elem entos contradictorios, bueno y malo,

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lleno de genio y de pequeñez; austero y sombrío en sus costumbres, pero con cuatro
bufones a su lado; que escribía malos versos; sobrio, sencillo y frugal; soldado grosero y
político sutil; hábil en las argucias teológicas; orador enojoso, difuso y oscuro, pero que
sabía hablar al alma a los que quería seducir; hipócrita y fanático; visionario dominado por
fantasmas desde su niñez; que creía en los astrólogos y los proscribía; excesivamente
desconfiado, siempre amenazador y rara vez sanguinario; rígido observador de las
prescripciones puritanas; brusco y desdeñoso con sus familiares, acariciando a los
sectarios que temía, engañando sus remordimientos con sutilezas; grotesco y sublime; en
una palabra, siendo uno de esos hombres cuadrados por la base, como les llamaba
Napoleón en su lenguaje exacto como el álgebra y colorido como la poesía... Después de
pintar al hombre de guerra y al hombre de Estado, faltaba dibujar al teólogo, al pedante, al
mal poeta, al visionario, al bufón, al padre, al marido, al hombre Proteo, en una palabra, al
Cromwell doble: homo et vir... Regicida, quiso sustituir a Carlos l. El Protector al principio
se hace rogar; y la augusta tarea comienza por las peticiones que le dirigen las
comunidades, las ciudades y los condados, a los que sigue un “bill” del Parlamento.
Cromwell, que es el autor anónimo de esta farsa, aparece descontento, y después de
avanzar la mano hacia el cetro, la retira, y se le ve aproximarse oblicuamente hacia el
trono del que ha tenido valor de barrer la dinastía. Al fin se decide bruscamente.... se
encarga la corona a un platero.... la rehúsa al fin después de haber pronunciado un
discurso que duro tres horas, unte el concurso reunido para la coronación en la gran sala
de Westminster... El autor pinta los fanatismos, las supersticiones, las enfermedades de
las religiones en ciertas épocas y describe el partido puritano, fanático, sombrío y
desinteresado, amontonando debajo y al rededor de Cromwell la corte, el pueblo y el
mundo de que él fue el principal motor”.

Demos de mano al poeta, autor del drama en cuestión, y saquemos a cuento al


historiador de Cromwell.

Nos referimos a Thomas Carlyle.

Para este filósofo la explicación de la historia debe buscarse en las almas de los
grandes hombres que tejieron su complicada trama. Al efecto, el historiador debe leer sus
pensamientos y sus ideas, y conocer sus gustos e inclinaciones, hábitos y pasiones, ya en
sus palabras y discursos, ya en sus acciones y conducta. Entendida así la historia, ésta
viene a ser, no una simple narración de hechos, sino un estudio de psicología. Carlyle

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estudia de este modo a su héroe, compilando y comentando sus carta y alocuciones


diversas.

Es conocida generalmente su manera de pensar sobre este tema. Para él la historia


universal es la historia de los grandes hombres, los cuales son héroes por el espíritu de
sacrificio que aplicaron a la realización de los grandes hechos, por su sinceridad en llevar
a ejecución lo que pensaron, sintieron y quisieron. Los hombres nada pueden hacer sin
grandes pasiones, o sin grandes emociones. Todas las revoluciones políticas son el
resultado de estados del alma de los individuos extraordinarios. El sentimiento heroico les
mueve a ello. De ahí que el carácter de todo héroe es atenerse a la realidad, apoyarse
sobre las cosas, no sobre sus apariencias. El héroe concibe algo real y positivo, lo
proclama y lo realiza

Este método de escribir la historia ha sido fecundo en resultados; él nos hace


penetrar en las almas y corazones de los héroes, y comprender mejor el espíritu de las
edades pasadas. La simple descripción de las batallas y de los hechos políticos no
suministra un conocimiento de ese género.

El doctor Francia es generalmente conocido como tirano y como hombre enfermo;


se le ha instruido su proceso político, e incluido entre los alienados; pero hasta la fecha
nadie que sepamos nosotros ha intentado averiguar cuáles fueron sus sentimientos
íntimos, sus aspiraciones e ideales patrióticos, las grandes emociones de su alma, su
carácter y los móviles de su política en relación al Río de la Plata.

El doctor Francia, como los demás prohombres de la revolución americana, fue su


más ardiente partidario y además un convencido republicano. Por su espíritu circularon
las mismas corrientes de ideas que animaron a los otros, y agitaron su corazón los
mismos temores y dudas que generalmente se abrigaba acerca del éxito de la gran
contienda.

El doctor Francia deriva sus ideas políticas del Contrato Social de Rousseau; y
gracias a haber sido discípulo del filósofo ginebrino, llegó a ser el autor de la revolución
paraguaya y el fundador de la República. De la lectura de sus escritos se desprende con
efecto, que él profesaba esta doctrina; que la sociedad civil es el producto de un contrato
por el cual los hombres han renunciado a su independencia natural para adquirir en
cambio la seguridad; que toda organización política descansa sobre el dogma de la
soberanía popular, directamente ejercida por la multitud, como en las democracias de

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Grecia y Roma; que la libre voluntad es la fuerza creadora del orden social; que por
derecho natural todos los hombres son libres e iguales y tienen derecho a buscar y
procurar su felicidad mediante un gobierno libremente establecido.

Los escritores del Río de la Plata, que han falsificado toda la historia sudamericana,
han esbozado su política desde el punto de vista argentino, es decir, con un criterio
partidista y manifiestamente apasionado. Pretendemos nosotros completar ese estudio
fragmentario acerca del famoso dictador del Paraguay, quien, como Artigas, ha hecho
política independiente y concitándose todas las cóleras de los unitarios y monarquistas de
la revolución argentina. Además, queremos demostrar que la dictadura ya individual, ya
colectiva, nació con la revolución de la independencia, no siendo la dictadura paraguaya
un caso esporádico o un hecho aislado, si bien que reviste caracteres particulares Todas
las juntas y gobiernos revolucionarios fueron dictatoriales y todos fusilaban y expulsaban
del territorio a los sospechosos de españolismo y confiscaban sus bienes, lo mismo en el
Paraguay que en Buenos Aires, en Chile, como en el Perú bajo los gobiernos de
O’Higgins y San Martín.

Tal es la razón de este Ensayo, que escribimos con sinceridad y buena fe. Nuestra
época se caracteriza por los estudios históricos que propenden a hacernos conocer mejor
el pasado y restablecer la verdad desfigurada por el espíritu de partido y la vanidad
nacional, o la rivalidad entre los mismos países que concurrieron a la guerra de la
independencia

***

DISCURSO PRELIMINAR

Todos los sucesos humanos confirman el antiguo apotegma, siempre nuevo, de que
el mundo es regido por la inteligencia y la libertad. Con efecto; ahondando en la historia
del pensamiento humano, fácil nos es descubrir, desde sus remotos orígenes, que la
causa permanente de toda evolución política y social es el libre examen, el cual no es otra
cosa que la reflexión aplicada a la investigación de la verdad. Mas como la inteligencia
escrutadora es patrimonio de los genios, ha nacido de aquí la teoría de los hombres

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providenciales, conductores del carro de la humanidad en la sucesión de los tiempos.


Quiere esto decir que las ideas directoras antes se forjan, como el rayo, en las alturas del
pensamiento, para descender luego a los llanos de la conciencia popular, donde tienen
que fulgurar como verdades y actuar como móviles de la voluntad. No de otra guisa
difunde sobre la tierra su luz el sol, que primero ilumina las cumbres y después la vasta
extensión de los valles y los mares.

Es también un hecho averiguado que antes que hubiera teorías metafísicas, hubo
sistemas teológicos, del propio modo que la adoración de la naturaleza precedió al culto
de las divinidades antropomórficas, y que estas fueron seguidas del teísmo racionalista,
derivándose las concepciones religiosas las unas de las otras, como los términos de una
serie. La razón de ello consiste en que la vida sensitiva es anterior a la vida del espíritu.

Siendo la religión una de las manifestaciones del sentimiento, se encuentra a las


veces en oposición y conflicto con la ciencia o el pensamiento filosófico. La causa de esta
contradicción la hallamos en que la una es expresión de nociones intuitivas, en tanto que
la otra es un sistema de conocimientos racionales, ya inducidos de los hechos
observados, ya deducidos de verdades axiomáticas. Duran y subsiste n las creencias
religiosas mientras la inteligencia no descubre su falsedad, y, pone de resalto verdades
que discuerden con ellas, verdades que toman entonces el nombre de herejías y que,
después de pugnas más o menos prolongadas, acaban siempre por vencerlas y
derruirlas. De suerte que, como lo dijo el apóstol Pablo, son necesarias las herejías para
provocar el progreso evolutivo de la sociedad, la cual de otro modo quedaría sin
movimiento y vida.

En los tiempos históricos mejor conocidos, aparecen los pueblos arios, como los
agentes de las más grandes revoluciones sociales y religiosas, porque son también los
pueblos más reflexivos. Así, el panteísmo oriental, al ser introducido en el mundo griego,
sufrió grandes transformaciones, en virtud del genio individualista de los helenos, quienes,
a las formas simbólicas de aquél, sustituyeron las ficciones poéticas de su mitología. La
religión oriental era abstracta y misteriosa, melancólica y fría, como obra de la
especulación; en tanto que el politeísmo griego, como obra de la imaginación, era una
risueña apoteosis de la vida humana. El cambio consistió, pues, en la transformación de
las divinidades simbólicas, que personificaban las fuerzas elementales de la naturaleza,
en mitos representativos de sus atributos, trocándose el naturalismo en antropomorfismo,

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o lo que es lo mismo, humanizándose los dioses de la naturaleza.

No menos notable fue la mudanza verificada en el orden civil. Como todo gran
sistema religioso entraña siempre un gran sistema político y otro social, el panteísmo
oriental trae consigo el dogma del derecho divino, o sea, el despotismo sacerdotal, la
jerarquía de las castas, el monopolio de la ciencia, el quietismo y el uso exclusivo de una
lengua y de una escritura hierática, ininteligibles para el vulgo. La sociedad gobernada por
el régimen teocrático viene a ser el reflejo de sus dioses inmóviles y dormidos: razón por
la cual, para los orientales, el mejor gobierno es el que asegura el reposo y la estagnación
de la vida, como en realidad son estadizas e inmutables las sociedades fundadas sobre
esas bases religiosas.

En Grecia, por el contrario, todo es movedizo como el mar, gracias al genio


individualista de sus habitantes, enérgico y activo a la vez, y a las particularidades de la
riente naturaleza del país. Como forma de transición, pudo al principio existir en ella la
monarquía, nunca la teocracia, ni el régimen de las embrutecedoras castas de la India y
del Egipto. De ese carácter voluble de los helenos y de la multiplicidad de sus dioses
locales, surgieron otras tantas democracias o pequeñas repúblicas, turbulentas y
progresivas, que elaboraron la más brillante civilización que nos ha legado la antigüedad.
No hubo en Grecia lengua y escritura sagradas. Los jeroglíficos fueron sustituidos por
signos inteligibles, los símbolos por mitos, las complicadas lenguas sintéticas por el habla
más analítica y armoniosa del mundo, lo grandioso y mudo por lo bello y expresivo, y los
informes templos gigantescos, construidos de ingentes piedras, o tallados en la roca,
silenciosos y obscuros como tumbas, por elegantísimos edificios alzados sobre gráciles
columnas coronadas de volutas que semejan hojas de acanto y de laurel, en las cumbres
de los montes para recibir la luz del cielo, o en medio de un bosquecillo rumoroso donde
cantan los ruiseñores, o a la orilla de un río o de una fuente en cuyas ondas las náyades
juguetean.

Todo era poético en aquella tierra encantada y los griegos, cuando la ocuparon, se
encontraban en la aurora de la vida. Activos e industriosos, pastores y agricultores,
comerciantes y marinos, acumularon muchas riquezas con las cuales hicieron alegre y
amable la existencia. Dotados de gusto exquisito y delicado y excitados sus sentidos por
toda clase de atractivos, se exaltaron sus facultades intelectuales y emotivas, y
produjeron las obras estéticas más admirables por su belleza, desde la muda arquitectura

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tan llena de bajos relieves alegóricos, hasta la más expresiva y espiritual de todas, la
divina poesía. Sus más grandes hombres fueron poetas, como Orfeo, Museo, Homero,
Hesíodo, Esquilo, Sófocles y Eurípides, mirados con razón como los institutores de la
Grecia. Más todavía: su amor a todo lo que es noble y elevado, a todo lo que engrandece
el corazón y enaltece al espíritu; en una palabra, su amor a la ciencia, su admiración por
la gloria, y su entusiasmo por la patria y la libertad, les inclinaron también al cultivo de
filosofía y de las letras, a las lides del derecho y a las conquistas de la civilización,
saliendo de su seno sabios profundos, oradores elocuentes, poetas inspirados,
historiadores disertos, insignes estadistas, hábiles políticos y guerreros famosos, todos los
cuales han dejado recuerdo imperecedero en la historia.

Homero fue no sólo el padre de la poesía, sino también un revolucionario que


transformó las divinidades órficas primitivas en seres semejantes a los mortales; sugirió
nuevas creencias y renovó la sociedad. Los dioses de la Ilíada, en efecto, son
presentados como verdaderas personas, dotadas de las mismas facultades, pasiones y
sentimientos del hombre; y el Olimpo, como una República o corte de príncipes y damas
de mundo, donde los inmortales se combaten y deleitan, y pasan el día bebiendo el
néctar, el licor de la eterna juventud. A las veces Homero los hace bajar de su celestial
morada para tomar parte, bien en las faenas ordinarias de la vida, bien en las luchas
sangrientas de la guerra. Y como las artes se modelaron conforme a las imágenes y los
caracteres descriptos en aquel poema, tan lleno de primaveral frescura, como de
ingenuidad y sencillez, Homero es considerado como el creador de aquella admirable
civilización.

Hesíodo es otro gran novador, fatal al politeísmo, pero útil a la evolución social. Al
explicar en su teogonía la generación de los dioses, depositó en ella el germen del
progreso. Según este gran teólogo del paganismo, la ley del mundo es el cambio, la
sucesión, o más bien, el desenvolvimiento progresivo, el cual constituye la misma historia
del mundo desde su origen en adelante, y por consiguiente la de los poderes idénticos a
él que lo gobiernan, y la serie natural de las evoluciones cósmicas, representada por la
serie tradicional de las revoluciones divinas, se verifica a manera de progresiva transición,
pasando de lo indeterminado a lo determinado, de lo absoluto a lo relativo, de lo infinito a
lo finito. Esta grande idea filosófica, que debía de informar más tarde al proceso lógico de
Hegel y las teorías evolucionistas contemporáneas, condujo a la incredulidad e hizo decir

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a Esquilo por boca de Prometeo, que Júpiter tendrá un sucesor y que todas las demás
divinidades pasarán por las vicisitudes humanas, del nacimiento y la muerte.

Notable fue este cambio operado en las ideas, desde los tiempos primitivos de
Grecia hasta la época a que nos referimos, pues en tanto los himnos órfeos proclamaban
inmortal al padre de los dioses, los poetas posteriores le sujetaban a las leyes del destino.

Tal es la naturaleza del espíritu humano, que por poco que reflexione acerca de las
relaciones de las cosas, una nueva verdad descubre, verifica los errores admitidos como
conocimientos ciertos y repudia las creencias tenidas como dignas de fe.

Arruinado el politeísmo por virtud de esta extraña doctrina de la palingenesia, eco


lejano del panteísmo oriental, surge Sócrates con una nueva doctrina, la del teísmo
racionalista, que juzgado como herejía y contrario a la religión establecida, le procuró una
condena capital, que él sufrió con calma imperturbable, dialogando con sus discípulos
hasta el último instante acerca de los más altos problemas que interesan al espíritu
humano.

No es del caso discurrir aquí con los pensadores modernos si la enseñanza del
filósofo ateniense provenía o no de las doctrinas esotéricas de los misterios de Eleusis
relativos a la unidad de Dios, a la inmortalidad del alma y a la expiación de las faltas,
porque no hacemos examen crítico de ningún sistema, sino un estudio meramente
expositivo. Basta, pues, a nuestro objeto inclinar que la filosofía socrática fue una protesta
de la razón independiente contra las viejas teogonías. Y que ella suscitó una gran
revolución en las ideas, que ha influido y sigue influyendo en los destinos de la civilización
europea.

La cultura helénica ejerció una grande influencia en la sociedad romana, como ello
se descubre en sus instituciones religiosas, en las artes y en la literatura filosófica,
representada particularmente por las obras de Cicerón y Ovidio, de Lucrecio y Virgilio.
Roma no desempeñó ninguna misión religiosa. La vocación del pueblo-rey fue
esencialmente guerrera, jurídica y política, pero Grecia y Roma se completan, porque
ambas prepararon y realizaron la unidad del mundo antiguo, primero por la cultura del
espíritu, luego por la legislación política y administrativa del imperio. Los ejércitos del
conquistador macedonio esparcieron por todo el Oriente los elementos de aquella
civilización superior, y las armas romanas los importaron en Occidente para fundirlos con
los suyos propios.

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Grecia había engendrado a la larga todos los sistemas filosóficos hoy conocidos. Y
así como en Alejandría se verificaba el sincretismo general de todos los elementos de la
civilización greco-oriental en Roma se daba carta de ciudadanía a las divinidades de
todos los países. En esta época de general decadencia, las creencias se habían
evaporado de las almas, como los dioses habían huido de los templos. Los oráculos
también habían enmudecido, y sólo hablaban los retóricos y los sofistas de las escuelas
del Museo, cuando en un rincón apartado de la Palestina apareció un hombre llamado
Jesús, que venía a predicar una buena nueva al pueblo que lo habitaba. Esta gente era el
pueblo hebreo, libertado de la esclavitud de los Faraones por Moisés, hombre sabio,
instruido en los misterios de la hierología egipciaca, historiador, poeta, moralista,
legislador civil y religioso, y autor del Pentateuco, o los cinco libros de la ley, en que se
contiene, principalmente, la historia de la creación, a la vez que la historia y la legislación
civil y religiosa de su pueblo, siendo considerado como uno de aquellos hombres
colosales por su genio que de cuando en cuando aparecen en la sobrefaz de la tierra.
Pues a pesar de los preceptos del decálogo y de las enseñanzas de los profetas, los
hebreos permanecieron siendo un pueblo seco de corazón como los arenales del
desierto, estrecho de espíritu como el horizonte de su país, implacable en sus venganzas
como el Dios del Sinaí, sensual y materialista, e inclinado a la idolatría, no obstante haber
sido educado en el monoteísmo. Practicaban una religión enteramente mecánica y
formalista, como la católica actual, en que la fe viva era sustituida por la regla muerta del
rito, y que lo único vivo que les enseñaba era el odio al extranjero y a las novedades
religiosas. De suerte que ellos no pudieron comprender al hombre salido de la secta de
los esenios que les dijo el famoso sermón de la montaña, discurso el más sublime que se
haya oído hasta entonces, hablándoles de amor y fraternidad, de perdón y tolerancia, de
resignación y mansedumbre, de fe y de esperanza en la bondad y misericordia del padre
celestial. Y como esta enseñanza era contraria a las ideas recibidas, confabuláronse para
perderlo, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, a quienes ella perjudicaba.
Acusáronle de dos crímenes capitales, uno cometido contra la religión establecida y otro
contra la autoridad del César imperante en el mundo romano. Reo es de muerte, dijeron
los fariseos, y gran golpe de gentes del pueblo azuzadas y enlabiadas por ellos, pidieron a
gritos la crucifixión del Justo. Y le mandaron dar la muerte, a él que traía la vida, en lo alto
de una picota, juntamente con dos facinerosos, como diciendo al pueblo: “ecce homo, he
ahí al impostor, el destructor de la ley”.

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Y a la manera del árbol del incienso que descarga sus aromas cuando es herido por
el hacha del leñador, cuenta la tradición que Jesús, al sentir que una pica acerada abría
mortal llaga en el vaso de su cuerpo, exhaló todo el perfume de su alma pura en la
palabra ¡perdón!, que fue de las últimas que modularon sus labios. Y esta palabra resonó
después en los corazones, purificándolos de la roña moral que los había contaminado.

Fue muerto, pues, el redentor moral de los hombres, porque vino a consolar a los
tristes y a comunicar el calor de un amor desconocido á los corazones ateridos por el frío
del egoísmo; porque predicó la fraternidad y la tolerancia, porque amó la justicia y
abominó la iniquidad.

Después de Jesús la buena nueva fue predicada por el escaso número de discípulos
que pudo formar el maestro, pero sin salir de los muros de Jerusalén. Los cristianos
judaizantes, dirigidos por Santiago y Pedro, enseñaban que el evangelio debía de
vaciarse en la ley antigua y que, conforme al espíritu de ésta, no debía de comunicarse a
los gentiles; pero no pensaba del mismo modo Pablo, porque la tradición mosaica era
contraria al espíritu amplio y universal de la nueva religión. Y no frisando con ellos por su
inveterada xenofobia, acusó a los judíos de ser los enemigos del género humano, y
lanzóse a evangelizar a todas las naciones, mereciendo ser llamado por ello el “apóstol de
las gentes”.

Dotado estaba Pablo de todas las dotes requeridas en los grandes reformadores.
Poseía el don de lenguas para comunicarse con todas las razas y con todos los pueblos;
una alma abierta a todas las ideas; una gran elocuencia para mover las pasiones y
persuadir a los hombres; un entendimiento capaz de abarcar todos los conocimientos; una
convicción profunda de la bondad del nuevo credo religioso; una firme voluntad y una
energía ext raordinaria para arrostrar todas las tormentas de la vida y salir triunfante en los
encrespamientos de las conciencias heridas por las nuevas revelaciones. Y Pablo salió
ovante en todas partes, porque pudo convertir al cristianismo todo el mundo romano,
menos los pueblos orientales, cuya complexión mental no puede avenirse ni congeniarse
con la pura religión del Verbo y del espíritu.

Repudiada la nueva religión por la raza semita, la adoptó primero el mundo greco-
latino, y la abrazaron después los bárbaros eslavos, teutones y escandinavos, los cuales,
desprendidos de la gran raza ariana que en tiempos longincuos habitara la religión alpina
del Hindukush, habían inmigrado en Europa, en época igualmente lejana, diversificándose

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de sus hermanos los ítalos y los helenos. Habiendo irruido a los países del mediodía en
los primeros siglos de nuestra era, volvieron todos estos pueblos a juntarse, reconocerse
y reconciliarse, no ya por el culto material de los devas o espíritu de luz, a quienes
dirigieran sus primeras plegarias en la mesa de Pamir, sino por el culto espiritual del dios
desconocido que comenzaba a adorarse en los altares del cristianismo.

Organizada la nueva fe como sistema religioso, y a pesar de venir combatida, como


nave en proceloso océano, por los vientos de todas las contradicciones, propendió a
petrificarse por causa de sus dogmas inmutables, y aspiró a la dominación universal por
medio de la teocracia; pero los pueblos de Europa son cambiadizos y progresivos de
suyo, y provocaron desde el principio grandes cismas y depositaron en el seno de la
iglesia naciente los gérmenes de las disidencias futuras y la levadura de todas las
revoluciones.

Si los emperadores de Alemania avasallaron la autoridad del pontificado romano, los


libre-pensadores desacreditaron por el razonamiento las doctrinas reveladas. Así el
célebre Abelardo llegó a proclamar la superioridad de la razón a la fe, de la ciencia a la
teología. Atacado de esta suerte el catolicismo en sus mismos fundamentos, apercibidos
a defenderlo Tomás de Aquino, el cual construyó una obra colosal que fuera el refugio y la
fortaleza de la fe. La Suma de teología de este gran autor es, en efecto, el primer ensayo
de un sistema teológico completo, una vasta enciclopedia en que se propone conciliar la
ciencia de la fe con las ciencias profanas, la sabiduría de los santos padres con la
sabiduría de Aristóteles y Platón, de Maimónides y Averroes; obra de inmensa erudición,
en fin, en que se tratan todas las cuestiones de la Escolástica, desde las más abstrusas
que se refieren a la ontología y la psicología, hasta las más prácticas que conciernen a la
moral y la política; desde las más fundamentales que tocan al ser absoluto, hasta las más
formales que atañen a las leyes del pensamiento.

Dante Alighieri, poeta y teólogo como Esquilo, compuso de su parte el grandioso


poema alegórico de la Divina Comedia, inspirada en la concepción cosmogónica de
Moisés y en el espíritu del catolicismo. La pretensión de todo sistema religioso es abarcar
la vida universal, como lo quieren el panteísmo oriental y el catolicismo romano. Y como
una gran epopeya viene a ser el trasunto de toda una civilización y la historia de una
edad, de una gran raza o de un gran pueblo, la Divina Comedia comprende y describe el
cielo y la tierra, Dios y el hombre, los ángeles y los demonios, los vivos y los muertos, la

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leyenda y el dogma, la ciencia y el arte. Y como a las personas morales que describe
imprime las pasiones y atributos humanos – igual que Homero a los dioses del paganismo
– Dante vino a ser el creador de una nueva mitología y como tal creador, ejerció grande
influencia en los pintores, quienes al punto abandonaron la rigidez bizantina y la beatitud
mística de sus personajes, comunicando a sus obras expresiones más reales y profundas.

Puede decirse que el doctor angélico y el poeta florentino iniciaron en Italia el


renacimiento pagano, el uno porque pactaba con la ciencia antigua, y el otro porque
humanizaba las figuras simbólicas del catolicismo, y naturalizaba la lengua vulgar en la
alta literatura. El renacimiento no fue más que el mero despertar del genio de la
antigüedad. Así como los pueblos de la raza aria, separados en el tiempo y en el espacio,
volvieron a hermanarse, después de muchos siglos, por el vínculo moral del cristianismo;
los artistas del renacimiento se reconocieron en los artistas de la antigüedad por el
sentimiento de la eterna belleza, que han sabido expresar, unos y otros, en sus hermosas
creaciones artísticas. En el renacimiento se ha operado la conjunción del espíritu pagano
y del espíritu cristiano, del genio helénico y del genio latino, en torno de ese mar
mediterráneo, que es el testigo mudo de las más grandes batallas de la humanidad y del
nacimiento de las más brillantes civilizaciones.

Bajo otro punto de vista, la Divina Comedia es la expresión del dolor, de la ira y de
las venganzas celestes, como reflejo de la intolerancia católica y de las cóleras
apocalípticas. En la puerta del Infierno inscribe esta pavorosa leyenda: “Por aquí se va al
eterno dolor, donde viven los condenados. La justicia ha sido a
l guía de mi sublime
creador, yo soy la obra del poder divino, de la soberana sabiduría y del primer amor.
Antes de mí, nada eterno fue creado; y mi reino perdurará para siempre. ¡Oh vosotros que
por aquí entráis, abandonad toda esperanza!”.

Este lenguaje no pertenece al verdadero cristianismo, sí a la ortodoxia romana.


Jesús no entendió por justicia y por amor divino la condenación eterna. Jesús abrió a
todos los hombres las puertas de la esperanza y de la rehabilitación, y significó por justicia
la expiación de las faltas, y por amor divino la redención universal en el pensamiento de la
soberana sabiduría, según la Apologética de Orígenes; en contraposición a la doctrina de
San Agustín, que considera viciada la naturaleza del hombre y lo condena al sufrimiento
eterno.

El cisne de la epopeya católica sigue las ideas espeluznantes del doctor de la gracia.

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Mas, para explicarse este eclipse de su entendimiento, debe tenerse en cuenta que si
como teólogo era intolerante, como gibelino era implacable en sus odios a los florentinos,
que le habían desterrado de su patria. Para ellos reclamó las penas del infierno donde los
tiene colocados, y para Florencia una severa punición por mano de los emperadores
alemanes, que habían encadenado la libertad de Italia.

Entre tanto, las ideas racionalistas brotaban de todas las universidades y conventos,
y se comunicaban a los hombres de acción y de pensamiento, que eran los llamados a
provocar la renovación de la sociedad. Las turbulentas repúblicas italianas, a la vez que el
emporio de todas las riquezas, eran el hervidero de todas las pasiones y el campo de
batalla de todos los ejércitos europeos. Herederas del genio greco-latino, vivían inquietas
y agitadas como las antiguas democracias, animadas por el amor de lo bello, de la patria
y de la libertad y suscitaban agitadores políticos, como Arnaldo de Brescia, que reclamaba
la independencia del poder civil en frente del pontificado, y reformadores religiosos, como
Savonarola, que atacaba los abusos y los vicios de la iglesia.

Por otra parte, Felipe el Hermoso quebrantó el prestigio del pontificado, moral y
materialmente. Cautivó primero a los papas en Avignon, y luego, para sacarle toda su
fuerza, hizo abolir y destruir la poderosa orden de los caballeros templarios, que era una
de sus milicias más formidables. Finalmente, provocó el cisma de Occidente, que acabó
por arruinar el crédito y el poder de la monarquía pontificia.

En Inglaterra Wiclef predicó ideas reformistas y lanzó protestas contra la falsificación


y paganización del cristianismo, el cual se había hecho perseguidor desde que el famoso
San Agustín había preconizado la necesidad de adoptar medidas coercitivas contra los
herejes o libre-pensadores.

Juan Huss y Gerónimo de Praga recogieron las mismas ideas y las aventaron entre
los pueblos eslavos, llamados a perpetuar en el seno de la iglesia cristiana el cisma
griego.

Mas no por eso amainaba el pontificado romano, que proseguía impertérrito su


política de intolerancia, y de resistencia a toda innovación en la relajada disciplina de la
iglesia.

No menos grande fue el golpe que le asestaron los concilios reformistas de


Constanza y de Basilea. El primero declaró por boca de Gerson que el concilio, o la

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reunión de los fieles y sus pastores, era superior a la autoridad del papa, declaración por
la cual se afirmaba la democracia religiosa, como más tarde preconizaran los congresos o
asambleas políticas que el pueblo es superior al rey, afirmando la soberanía de la
multitud. Y el segundo encareció la necesidad de reformar la iglesia en sus miembros y en
sus costumbres, como dirán más tarde los estados generales que la sociedad requiere
radicales reformas en sus gastados organismos.

Puede decirse entonces que, desde el siglo décimo tercero en que apareció
Abelardo, veníase minando lentamente las bases de la sociedad medieval para renovarla.

Cuatro hombres extraordinarios inauguran el mundo moderno: Guttenberg y Colón,


Copérnico y Lutero.

Gracias al descubrimiento de la imprenta, divulgáronse los saberes de los antiguos,


y el genio de la humanidad entonces pudo interrogar al pasado e inquirir sus remotos
orígenes que se hallaban envueltos en las mentiras de la fábula.

Colón y Copérnico indagan los arcanos de la naturaleza, y llega el uno a


convencerse de la forma globular de la tierra, y el otro de que nuestro mundo se mueve al
rededor del sol, el cual viene a ser el centro del sistema planetario. Ambas afirmaciones,
enunciadas en lo antiguo como simples conjeturas, eran demostradas entonces como
verdades por la experiencia y el cálculo matemático. Colón, firme en su creencia y
resuelto a discurrir por dilatados mares en busca de lo desconocido, comunicó su
proyecto a varios príncipes de quienes esperaba vendrían en su ayuda para emprender la
ardua y penosa navegación. Rechazado de los más por visionario y loco, tuvo la suerte de
que una mujer de genio le comprendiera, y de aquí que Cristóbal Colón y doña Isabel 1ª
de Castilla se pusieran de acuerdo para cambiar los destinos del mundo.

Lanzado el audaz navegante en viaje de exploración por los ignotos mares, y


confirmada la sospecha de la esfericidad de nuestro planeta por el hallazgo de las Indias
Occidentales, las ciencias dieron al punto un salto considerable, y surgió España como
potencia de primer orden, trayendo desasosegada a Europa por dos siglos de guerras y
de convulsiones políticas. Sucediéronse, en efecto, una serie de prodigiosos
descubrimientos que vinieron a disipar las tinieblas de las edades pretéritas, es decir, los
errores de las viejas cosmogonías. Rompiéronse las esferas de cristal en que los antiguos
habían aposentado los mundos estelares y arruinóse para siempre la teoría geocéntrica
de los predecesores del astrónomo de Thorn. Y así como el nauta ligurino había, por el

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poder de su genio, tomado posesión de tierras y mares no explorados hasta entonces;


Kepler y Galileo, Huygens y Newton, sometieron también a su dominio los espacios
siderales, con la ayuda del telescopio, revelando a la humanidad maravillada los misterios
del universo, en tanto que Descartes y Leibnitz escrutaban en los senos de la conciencia
los secretos del pensamiento y los móviles ocultos de la humana voluntad. No pararon
aquí las conquistas de la inteligencia. Con la electricidad y el vapor de agua el hombre se
hizo obedecer por la naturaleza, emancipóse de sus cadenas y advino un ser
independiente y libre.

Mas, para llegar a este resultado, era necesario que primero estallara la gran crisis
religiosa de la centuria décima sexta, la cual era de todos deseada y venía preparada por
todos los sucesos de los siglos precedentes, sucesos políticos, sociales, literarios,
científicos y artísticos, tanto como los errores y la política del pontificado, y la relajación
general del clero católico.

Erasmo de Rotterdam, humanista y polígrafo, hombre de genio universal, allana el


terreno al reformador; con la ironía y el sarcasmo asesta rudo golpe a las supersticiones,
y facilita su tarea a Voltaire; con la crítica destruye los dogmas, y anuncia la exégesis de
la escuela de Tubinga; y con el ridículo persigue a los pedantes, y prepara el
advenimiento de Moliére. Por eso Erasmo es justamente considerado como el precursor
del oscuro monje sajón que debía iniciar tan grande y extraordinaria revolución como la
que llevó a cabo, con trascendencia a la ciencia, a la literatura, a las artes, a la política, a
la religión y a la sociedad; pues fueron de ella consecuencia la creación de las Repúblicas
en Europa y en América, y los grandes hechos ligados a las monarquías absolutas. En
todas partes hubo tentativas de reforma antes de Martín Lutero; pero en todas partes
fracasaron, no por falta de oportunidad como algunos historiadores creen, sino por falta
de ambiente. Y este ambiente no podía encontrarse sino en el seno de la mística y
pensadora Alemania, en medio de aquel pueblo esencialmente individualista y eterno
enemigo de Roma, por su complexión moral contrario a las grandes unidades políticas y
religiosas y eminentemente batallador como los antiguos persas y los escandinavos
adoradores de Thor, su espantable dios de la guerra.

De la misma manera podemos decir que si una gran revolución religiosa solo pudo
tener éxito en Alemania, porque posee una vocación religiosa que le comunica el fuego
del entusiasmo; una gran revolución política no podía prosperar sino en Francia, porque

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sólo el francés posee aquel sentimiento de humanitarismo capaz de encender sus


pasiones y de lanzarle a la guerra por el ideal de la justicia universal.

En cuanto a la significación moral de la reforma luterana, ella fue un arranque de


libertad del espíritu humano, una insurrección de la inteligencia contra el absolutismo civil
y el absolutismo teocrático. A ella se debe la emancipación completa del espíritu, o sea, la
libertad de conciencia, la libertad de escribir y la libre indagación de la verdad científica.

Con la revolución luterana concluye el período religioso de la historia. De entonces


en adelante las naciones no perseguirán ya ideales religiosos, como en la época de las
cruzadas, sino intereses políticos y dinásticos mediante las monarquías absolutas. Pero
las monarquías absolutas y las instituciones feudales serán a su turno derribadas por la
Revolución Francesa, cuyas ondulaciones llegarán a nuestro continente como
trepidaciones de un lejano terremoto, y con fuerza suficiente para producir nuevos
cataclismos políticos, hasta que la augusta libertad venga a ser la única reina y señora del
mundo.

Como el sentimiento religioso no se ha intimado nunca en el alma de la nación


francesa, libre pensadora de suyo, ésta no ha producido un gran poema religioso,
semejante a la Divina Comedia de Dante, al Paraíso Perdido de Milton, a los Autos de
Calderón, o a la Mesiada de Klopstock; pero por lo mismo que el espíritu francés es
reflexivo y analítico, como el genio de los antiguos helenos, dio de si desde temprano una
literatura fresca y lozana, muy llena de pensamientos ingeniosos, vaciados en
expresiones espontáneas y pintorescas, como lo fueron la literatura occitánica, y los
romances heroicos o caballerescos; y con el Renacimiento, renovó la tragedia clásica,
ajustada a los moldes de la razón, del buen sentido y del buen gusto; creó la filosofía del
progreso, e incubó en su seno todas las ideas revolucionarias de la edad media y de los
tiempos modernos, desde el principio del libre arbitrio absoluto, preconizado por el
armoricano Pelagio, que llevaba en su mente la idea de la independencia de sus
antepasados los galos, hasta la doctrina de los universales y sus contrarias, que
envuelven las más altas cuestiones metafísicas; desde la doctrina de la soberanía de los
concilios de Gerson, hasta el galicanismo de Bossuet; desde la duda metódica de
Descartes que prepara el advenimiento de la crítica kantiana, hasta la ironía escéptica de
Voltaire; desde el materialismo de La Mettrie y del barón d’Holbach, hasta el
transformismo de Lamarck; desde el prirronismo de Bayle, hasta el ateísmo de Diderot;

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desde las teorías más avanzadas de los fisiócratas, hasta el socialismo de Babouef, y
desde las doctrinas jurídicas de Montesquieu hasta las paradojas de Rousseau. En una
palabra, Francia hizo la Enciclopedia, y ésta la Revolución.

Con efecto: Montesquieu al escribir El Espíritu de las leyes, que es su obra maestra,
revelóse un pensador original, sagaz y profundo. Al señalar en él la relatividad de todas
las instituciones políticas y sociales, de las leyes, de las costumbres, de la moralidad
misma, y mostrar cómo las razas, los hábitos, los climas diversos, habían creado
organizaciones políticas diferentes, según las condiciones diversas de las épocas y de los
países, formulaba la teoría de la evolución y fundaba la sociología y la filosofía de la
historia. Al enseñar la importancia que tienen en la vida de las naciones la riqueza, el
comercio, los cambios, anunciaba el advenimiento de la economía política en la historia.
Al estudiar las instituciones antiguas y modernas y demostrar que en la constitución
inglesa se hallaba mejor garantida la libertad individual, echaba los cimientos de la ciencia
de la legislación. Finalmente, al poner de manifiesto la necesidad de una reforma general
en el gobierno, en la administración, en el orden judicial, en la repartición de los impuestos
y en la condición política, civil y religiosa de los individuos, establecía las bases y los
dogmas del derecho moderno.

Voltaire fue el apóstol de la tolerancia, de la humanidad y de la justicia. Fue el


defensor abnegado de los oprimidos, y el ariete demoledor de los errores y creencias
supersticiosas de su tiempo. Contribuyó eficazmente a la emancipación de las
conciencias y al triunfo de los principios igualitarios y democráticos que prepararon la
Revolución.

Hugo Grocio fue el primero quien, en su obra Del derecho de la guerra y de la paz,
sugirió la idea del pacto y del estado natural. Hobbes se apoderó de ella para convertirla
en la teoría del contrato social y justificar el despotismo. Locke, por el contrario, con el fin
de corregir esa paradoja, admitió la ficción jurídica del contrato, pero afirmando al mismo
tiempo que el poder público estaba limitado por los derechos individuales, que son
anteriores y superiores al Estado.

Estas ideas estaban destinadas a subvertir en las conciencias todas las antiguas
nociones acerca de la autoridad y de la sociedad bajo la pluma de un gran escritor, que
era filósofo y pedagogo a la vez como Locke, y que, con el prestigio de su deslumbrador
estilo, seducía a todos los espíritus ansiosos de nuevos ideales. Amante de la justicia y

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alma romántica por excelencia, dio con sus escritos nuevos rumbos a la literatura y a la
sociedad en que vivía. Fácilmente se comprende que quiero referirme al famoso autor del
Contrato Social y del Emilio.

Teorizando acerca del supuesto jurídico del pacto, afirmaba Rousseau que la
sociedad civil era el producto de un contrato por el cual los hombres habían renunciado a
su independencia natural para adquirir en cambio la seguridad; es decir, que toda
organización política descansaba sobre el dogma de la soberanía popular, directamente
ejercida por la multitud, como en las democracias de Grecia y Roma. De donde él deducía
que la libre voluntad era la fuerza creadora del orden social. Según el fondo de su
pensamiento, el hombre ha nacido libre, pero en todas partes se halla encadenado por los
lazos que le ha armado el despotismo. Todas sus facultades se encuentran trabadas por
un poder que él no ha creado, por una voluntad extraña que amordaza su pensamiento y
embarga todo su ser. Por derecho natural todos los hombres son iguales, pero por la
arbitrariedad de una minoría gobernante, se han establecido tantas odiosas diferencias,
que unos pocos gozan de honores y privilegios, en tanto que los más viven abrumados de
pesadas cargas y sujetos a las más negras injusticias. Siendo libres e iguales los hombres
en el estado de naturaleza, la sociedad no ha podido, pues, constituirse originariamente
sino por su libre consentimiento. A este derecho primitivo se sobrepuso más tarde la
fuerza, que es la que impera con absoluto imperio sobre todas las conciencias y sobre
todos los cuerpos. Mas la fuerza puede ser obedecida por prudencia, jamás por deber;
porque el pueblo conserva siempre el derecho de sacudir el yugo que le oprime. Este
derecho, que sirve de base a todos los demás, no viene, sin embargo, de la naturaleza ,
sino de una convención. Es que siendo iguales por la naturaleza todos los hombres,
ninguno tiene autoridad sobre los demás; y así la única base de la autoridad y del orden
social es la convención. La libertad y la igualdad son, pues, los mayores bienes del
hombre; y como el hombre aspira naturalmente a su felicidad, a ésta deben quedar
subordinadas todas las leyes que dicte la sociedad. Para conseguir este fin primordial, los
hombres tienen necesidad de unirse, de ayudarse y de protegerse. De suerte que todo el
problema social se reduce a encontrar una forma de asociación capaz de defender y
proteger, con toda la fuerza común, las personas y los bienes de los asociados, pero de
modo que cada uno de éstos, uniéndose a todos, sólo obedezca a si mismo y quede tan
libre como antes.

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En este orden de ideas, el Estado dejaba de ser una creación de derecho divino
para venir a parar en un agregado social meramente voluntario, y desaparecía la
antinomia establecida entre la libertad y la autoridad, entre el individuo y el Estado,
resolviéndose en el concepto kantiano de que la sociedad no es más que una reunión
atomística de individuos, y de que el gobierno no consiste sino en un mandato ejercido
por algunos para garantir la coexistencia de las libertades de los asociados, tal como lo
proclamaron después los economistas de la escuela de Adam Smith.

En pos de los nombrados escritores surgieron nuevos publicistas, que uniendo su


voz a la de aquéllos, demostraron la necesidad de la reforma, unos en el orden judicial,
como Beccaria y Bentham, otros en el orden económico y social, como Adam Smith y los
fisiócratas, que atacaron francamente los privilegios y las desigualdades sociales, y
proclamaron la libertad del comercio y del trabajo.

Estas doctrinas ilustraron tanto a los príncipes como a los pueblos; pero mientras, el
Espíritu de las leyes condujo a los primeros a la reforma, el Contrato Social llevó a los
segundos a la Revolución, así en el viejo como en el nuevo mundo, donde las colonias
inglesas, siguiendo el ejemplo dado por la madre Patria en los años de 1640 y 1688,
enarbolaron en 1776 la bandera de la insurrección para resistir, en nombre del derecho, a
la injusticia de sus opresores.

Tras la insurrección americana, que se hizo en nombre de los derechos de un


pueblo. estalló la gran Revolución Francesa, que se llevó a cabo en nombre de la
humanidad, de la justicia, y de la libertad. Fue ella la que derribó las bastillas de la tiranía,
suprimió los privilegios y la diferencia de clases y promulgó el decálogo de los derechos
del hombre como protesta contra todas las injusticias históricas, y afirmóse, con la
soberanía de la razón, la soberanía de la voluntad popular en el gobierno de la sociedad.

*****

II

ESPAÑA Y AMÉRICA

Naciones hay que, por sus particulares condiciones geográficas parecen destinadas

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a desempeñar grandes misiones históricas, a empujar el carro de la civilización por


senderos desconocidos y a inaugurar una era de progresos infinitos en la vida de la
humanidad. Grecia y Roma, dominadoras del mar mediterráneo en los tiempos antiguos,
crearon las artes y las letras clásicas, estudiaron el universo material y el mundo moral
para explicarnos sus misterios y sus arcanos en las ciencias naturales y en las disciplinas
filosóficas que nos legaron, para revelarnos los principios de la ética y las leyes de la
sociedad, y llevaron al remoto oriente y a los países comarcanos esos elementos de
cultura que sirvieron para la educación del género humano. Pero la tierra conocida era
estrecha para la expansión de los pueblos nuevos, los cuales necesitaban un teatro más
vasto que el continente viejo, espacios más dilatados para el desarrollo de su actividad y
dar satisfacción a sus aspiraciones infinitas de bienestar y progreso. Impelidos por estas
ansias de un porvenir mejor, que ellos referían a la conquista de los lugares consagrados
por la pasión del Cristo, se diseminaron en vano por la Siria y el litoral africano, porque en
estas regiones desoladas encontraron solo la miseria y la muerte, y el triste
convencimiento de que el ideal de la perfección evangélica era una creencia falaz como
los espejismos de los desiertos líbicos. A las cruzadas religiosas suceden entonces las
caravanas mercantiles, que siguen las huellas de Marco Polo, y los viajes marítimos de
los animosos catalanes primero y de los portugueses después, los cuales costean el
continente negro y llegan a reconocer el Cabo de las Tormentas, en busca de un paso
que les muestre la ruta de las Indias Orientales. En los relatos del gran viajero veneciano
entrevé Cristóbal Coló n la posibilidad de llegar a los mismos países por el camino de
Occidente, y concibe entonces el atrevido proyecto de emprender la más maravillosa
odisea que jamás vieron los siglos.

En el momento histórico en que el visionario ligurino acariciaba en su mente ese


designio singular, fruto de sus convicciones científicas, ninguna nación, fuera de España,
se encontraba en condiciones de suministrarle los medios para llevarlo a cabo. No lo
estaba Francia, porque, extenuada por la guerra de cien años, hallábase en guerra con
Inglaterra y Austria, y amenazada de una invasión por las tropas de Fernando el Católico,
y carecía de marina así mercante como de guerra. Tampoco lo estaba Inglaterra, que, tras
el desastroso conflicto centenario, se hallaba desgarrada por la guerra de las Dos Rosas,
la cual le había privado de un millón de súbditos, y no poseía todavía ni industrias ni
naves con que emprender expediciones ultramarinas. Portugal no había aun llegado a ser
potencia marítima, y la que lo era, la famosa república de Venecia, tenía necesidad de

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defender su comercio y sus posesiones coloniales contra el turco que acababa de plantar
la media luna sobre el templo cristiano de Santa Sofía . De suerte que a esos males
particulares venía a añadirse la común amenaza de los soldados del Profeta, que, desde
la toma de Constantinopla, hostigaban sin tregua a Hungría, Polonia y Alemania por tierra,
en tanto que sus formidables escuadras infestaban todo el litoral mediterráneo. España,
sólo España, al terminar el siglo décimo quinto, poseía flota, ejércitos y recursos
suficientes para contrarrestar el poder otomano que se había adueñado en Europa de
Bizancio, la madre del universo, como la llamaban, de la Acaya, la Morea, el Epiro, la
Acarnania, la Servia, la Valaquia, la Bosnia y el Negroponto; y en el Asia, de la Anatolia, el
imperio de Trebizonda y las colonias y factorías genovesas del Asia Menor y las orillas del
Mar Negro: conquistas que fueron aseguradas después con la toma de la Moldavia por
Bayaceto. De suerte que mientras el Austria y la Francia se hallaban empeñadas
entonces en cruda guerra por el ducado de Bretaña y estaban a punto de entregar a los
turcos la Alemania y la Italia, sólo España oponía sus famosos tercios a los jenízaros de
Mohamed y de Soliman, en unión con los valientes Húngaros y los temibles marinos de la
reina del Adriático. Así, España, que acababa de salvar a Europa de la dominación
africana en su guerra de ocho siglos, contribuía también con poderosos elementos de
combate a preservarla contra las hordas mongólicas y tártaras, que, venidas del Oriente
con el estandarte de Maho ma, amenazaban ahogar la civilización clásica en el Occidente
sustituyendo la media luna a la cruz cristiana sobre las cúpulas de San Marcos de
Venecia y del Vaticano en Roma.

No son éstos los únicos ni los más importantes servicios prestados por la nación
española a la civilización europea y a la humanidad entera. Quedábale reservada una
empresa más alta que las conquistas guerreras y las revoluciones políticas y religiosas de
la época. Iba a corresponderle la insigne gloria de acometer el proyecto del marino
genovés, que importaba el descubrimiento de un nuevo mundo. Por su posición
geográfica, por las abundantes riquezas de su suelo y por el carácter batallador de sus
hijos, España estaba llamada a ser una gran potencia marítima y el brazo armado de los
intereses de la civilización europea. Ninguna comarca mejor dotada que ella por la
naturaleza para ser el centro de una gran cultura y el emporio comercial del mundo. Por
un lado dominaba al mediterráneo con su flota que le hacia señora del Oriente, y por otra
miraba al gran océano que le invitaba a ser la reina de los mares con sus naves
mercantes. La variedad de su clima permitíale entretener las producciones de las zonas

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templadas y de las tropicales juntas. Sus riquezas minerales eran tantas que desde
remotos tiempos atrajeron a los comerciantes fenicios, griegos y cartagineses a fijarse en
ella; era tan hermoso el país , en fin, encantadoras sus vegas y sus huertas, abundantes
los frutos de sus vergeles y viñedos, cortado como se halla por ríos numerosos y por
montañas inaccesibles, que los antiguos lo miraban como el jardín de las Hespérides, y lo
envidiaban todos los pueblos situados alrededor del mar interior. Durante los primeros
siglos del cristianismo alcanzó un alto grado de prosperidad, como lo atestiguan sus
antiguos monumentos, los puentes, acueductos, caminos, baños, templos, anfiteatros,
estatuas y otros vestigios de la civilización romana. Naturales de ella fueron famosos
emperadores como Trajano, Adriano y Teodosio, e insignes sabios y escritores como
Columela, Marcial, Lucano, los dos Séneca, Quintiliano y otros que prolongaron por
algunos siglos el brillo de las letras latinas. Y en el período que corresponde a la
dominación árabe, brilló por el esplendor de las artes, las ciencias, las letras, la
agricultura, las manufacturas y todos los ramos del saber y del trabajo. Mas los reinos
árabes decayeron en todas partes igual que en la península ibérica, donde eran
combatidos por los cristianos y vinieron de vencida hasta 1492 en que la media luna fue
arrancada para siempre de las torres muslímicas de Granada, después de una lucha ocho
veces secular.

Descendientes de pueblos belicosos los españoles, conservaron este rasgo peculiar


de su raza, y nunca fueron completamente avasallados por los romanos. Idólatras de su
independencia, resistieron siempre la dominación extranjera. Los fenicios sólo pudieron
fundar en la península Tartesio y Cádiz: los cartagineses apenas pudieran sujetar la mitad
de ella, y los romanos encontraron perpetua oposición en el Norte, en Aragón y en
Cataluña, de tal suerte que sólo la Cantabria obligó a Augusto a abrir el templo de Jano y
a acudir personalmente a España para dirigir la guerra y conservar el prestigio de las
armas romanas y la estabilidad de su vasto imperio. Tan tenaz fue la resistencia de
aquellos valientes montañeses que el César poderoso, desesperado de vencerlos, hizo
venir a las costas de Cantabria su escuadra estacionada en las de Inglaterra, y los
acometió por el Ebro y los Pirineos, sin lograr someterlos; pues a esto prefirieron repetir el
sacrificio de Sagunto y de Numancia, y se dejaron inmolar con sus mujeres y sus hijos,
entonando himnos patrióticos y vivando a su libertad e independencia. Y tras Augusto,
bajó de las Galias su general Agripa para proseguir aquella guerra interminable que tenía
que durar siglos y más siglos, ya con los bárbaros del Norte, ya con las huestes agarenas

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que invadieron la península a principios del siglo octavo de nuestra era. Pelayo inicia la
guerra de la reconquista contra los moros en Covadonga; Cataluña y Navarra responden
a este grito de independencia, y siguen luego su ejemplo Castilla, Aragón, Galicia y las
demás provincias para ahogar entre sus robustos brazos a la morisma invasora. Falta la
unidad de acción a los españoles, y se prolonga la guerra; pero restablecida la unidad
nacional con el matrimonio de Fernando e Isabel, surge España como potencia de primer
orden para realizar la más g rande y gloriosa de sus misiones históricas.

Escritores extranjeros, envidiosos de la gloria que le cupo a España por el hallazgo


del Nuevo Mundo, dan en decir que si Cristóbal Colón no lo hubiera descubierto, otro
marino hubiera arribado más tarde a sus playas. Argumentando de esta guisa
añadiríamos que si Bartolomé Díaz no hubiese reconocido el Cabo de las Tormentas en
1486, otro después de él hubiera realizado esa hazaña; que si Galileo no hubiese
inventado el telescopio, otro sabio hubiera ideado el propio instrumento para explorar los
espacios siderales; y de está manera negaríamos sus glorias a todos los inventores de
cosas desconocidas y reveladores de los misterios de la naturaleza. Pero la historia no se
escribe con hipótesis y conjeturas, sino con los hechos realizados; y ella nos enseña, sin
contradicción alguna, que Cristóbal Colón fue quien, como misionero especial de España
que le encomendó la busca de las Indias por el camino de Occidente, hizo surgir del seno
de los mares la América encantada. Los reyes católicos sin duda no se allanaron a
aceptar el proyecto a salga lo que saliere. Ellos tenían la misma convicción que el sabio
ligurino, el cual la derivaba de la conjetura de los antiguos y de sus estudios personales
acerca de la forma globular del planeta. Si Colón veía la solución del arduo problema con
la evidencia que suministran los datos de la ciencia, la reina Isabel la comprendía con la
intuición de su genio. Y esta circunstancia la coloca en la categoría de los personajes
excepcionales que han poderosamente influido en los destinos de la humanidad. Autora
de la unidad de España y consiguientemente de la invención de América, ella es más
grande que Carlos V, y más grande que todos los reyes y estadistas de o
l s tiempos
modernos.

Para obscurecer y tal vez desconocer la gloria de España, es costumbre de los


historiadores extranjeros hacer cuestión de los errores de su política interna, como la
intolerancia religiosa, la expulsión de los judíos y de los moriscos, su decadencia militar y
política, la ruina de su agricultura y de sus industrias, el despotismo de sus reyes, el

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atraso de la instrucción púb lica y de las ciencias, el monopolio comercial, la falta de


libertades individuales, la preponderancia del clero católico y otros hechos del mismo
linaje; pero estos males nada arguyen contra la gran misión histórica realizada por el
genio de su raza, ni deslavan el mérito singular de su obra civilizadora. Es cierto que los
reyes de la casa de Austria labraron su mina en menos de dos siglos, por causa de su
política religiosa; mas es también una verdad incontrovertible que España salvó la
civilización europea de los turcos y de los sarracenos, ensanchó los dominios del hombre
sobre la tierra con el descubrimiento de América y abrió nuevos horizontes a su actividad
e inteligencia, inaugurando una nueva era en la vida de la humanidad.

“Los memorables descubrimientos, en tanto número efectuados a fines del siglo XV


y principios del siguiente – dice Malte-Brun en su Geografía Universal – no se limitan a
haber duplicado repentinamente la superficie terrestre conocida: las nuevas
correspondencias que establecen, las fáciles comunicaciones que realizan, si de una
parte ensanchan el campo de las investigaciones, de las observaciones y del estudio,
contribuyen, más que otro elemento alguno, al maravilloso progreso que durante
trescientos años han venido adquiriendo todos los ramos del saber humano, y al rápido
desarrollo de la civilización humana. La estrecha relación que existe entre la marcha de la
civilización y el desarrollo de los conocimientos geográficos, se afirma de una manera
más patente que en ninguna otra época, en este magnífico período de la historia
moderna ”.

Y otro gran sabio, Alejandro de Humbold, aprecia del mismo modo el suceso que
nos ocupa cuando escribe en su Examen crítico de la historia de la geografía del nuevo
continente que “en ninguna época un cúmulo más variado de ideas nuevas ha sido puesto
en circulación como en la de Cristóbal Colón y Vasco de Gama, y que debemos al
descubrimiento de América los más sorprendentes progresos de la geografía, del
comercio, de la navegación, de la astronomía náutica y de todas las ciencias físicas,
suceso que ha ejercido considerable influencia sobre los destinos del género humano en
relación a las instituciones sociales”.

En la época de tan notable acontecimiento, es decir, a fines del siglo XV, la


población de toda la Europa no pasaba de 50 millones de habitantes, y hoy cuenta con
390 millones, a los que deben añadirse los 160 millones que suman las Repúblicas
americanas, más las colonias europeas del Asia, África y Oceanía.

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Estos hechos son generalmente reconocidos; pero los historiadores extranjeros


olvidan a España y su incomparable reina para atribuir a
l gloria del descubrimiento de
América exclusivamente a Cristóbal Colón, desconociendo adrede que en las carabelas
que conducían al insigne marino y sus compañeros de expedición, iba el alma española,
el espíritu de esta raza aventurera, audaz y caballeresca, la cual, sintiéndose aguijoneada
por las ansias de dilatar el espacio, como sus hermanos los portugueses, lanzó sus naves
por mares ignorados en busca de lo desconocido, dando por resultado esta atrevida
empresa el hallazgo del Nuevo Mundo, que es el suceso capital de los tiempos modernos,
confirmando así la conjetura pitagórica de la existencia de los antípodas y la hermosa
visión de las Islas Afortunadas que los helenos situaban en el hesperideo confín del Río
Océano. Y tan español es este descubrimiento, que ya Séneca, el filósofo cordobés,
había adivinado la existencia de dichas tierras en el no surcado mar, escribiendo en su
tragedia Medea estos famosos versos:

Venient annis soecula seris

Quibus Occeanus vincula rerum

Laxet, Novosque Typhis detegat orbes...

Atque ingens pateat tellus

Nec sit terris ultima Thule.

“Llegará un tiempo en el curso de los siglos en que el Océano dilatará sus límites y
descubrirá a los hombres nuevos mundos, de tal suerte que ya no será considerada la
remota isla de Thula como el confín del orbe”.

El mallorquín Raimundo Lulio sostenía también que no solamente la tierra y en mar


formaban un cuerpo esférico, sino que explicando el fenómeno de la estuación o de las
mareas, afirmaba que en la parte opuesta del Poniente debe haber otro continente en que
estribe el arco del agua del mar por un lado, y por otro en el continente antiguo. De suerte
que esta cuestión de la forma globular de la tierra no era nueva, sino muy zarandeada en
la misma España, tanto en la antigüedad como en la época a que nos referimos. Cristóbal
Colón no era más sabio que los hombres de su tiempo; pero fue el más convencido y
resuelto, tanto como la reina católica y sus consejeros, que aprobaron la expedición como
empresa nacional, confiriéndole el título de Almirante de Castilla y Virrey de los nuevos
países que encontrare.

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El descubrimiento de las Indias Occidentales es pues una gloria genuinamente


española, siquiera haya sido de origen extranjero el oscuro marino destinado a ser de ella
particionero. Fue Isabel de Castilla, quien, bajo la inspiración del cardenal Mendoza y de
fray Pérez de Marchena, sus directores espirituales, autorizó la gigantesca odisea en
busca de la fantástica tierra de la Atlántida. Fue ella quien, movida de grande ideal
patriótico y de grande ideal religioso, concluyó con Cristóbal Colón, luego de rendido el
reino moro de Granada, las capitulaciones en virtud de las cuales le investía de los
poderes necesarios para acometer la ardua empresa y suministrábale los medios idóneos
para realizarla. Y fueron, en fin, súbditos suyos, como los Pinzo nes, quienes pilotearon las
naves que conducían al nauta sin segundo en su temerario viaje, que ponía espanto en el
corazón de los otros pueblos.

Las hazañas que luego llevaron a cabo los españoles en la conquista del Nuevo
Mundo sobrepujan a toda ponderación. Balboa descubre el mar Pacífico; Sebastián
Elcano lo recorre el primero en toda su extensión y circunnavega el hemisferio austral,
tornando a Europa por el Cabo de las Tormentas, que por vez primera despuntara en
1497 el formidable marino portugués Vasco de Gama; Francisco Pizarro, con un puñado
de soldados, sojuzga el poderoso imperio de los Incas; Hernán Cortés, con otro golpe de
gente, supedita el gran imperio de los Aztecas; Orellana explora el gigantesco río de las
Amazo nas; Ayolas y Alvar Núñez, Irala y Ñuflo de Chávez, penetran en los bosques del
Paraguay, someten a los pueblos salvajes y fundan ciudades por doquier.

La invención de América señala la más hermosa época en los anales del mundo,
inaugura una nueva vida y precipita los más grandes progresos. Ella ha ejercido una
sensible influencia en los destinos de la humanidad, originando un cambio notable en las
ideas, en las costumbres, en la navegación, en el comercio; en la industria, en las artes,
en la literatura, en las ciencias y en la política. Merced a tan notable acontecimiento, la
historia, que hasta entonces había sido exclusivamente griega o romana, asiática o
europea, se ha hecho esencialmente universal. Rectificáronse los conocimientos
astronómicos y geográficos, adelantaron las ciencias naturales, cobraron grande impulso
la etnografía y la lingüística, y adquirieron considerable desarrollo las ciencias sociales y
antropológicas. Nuevas luces trajo el estudio del hombre y reveló nuevos principios para
la educación del género humano. La política salió de la esfera religiosa en que se movía
para entrar en el dominio de los intereses económicos. La epopeya dejó de ser mitológica

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o legendaria, teológica o caballeresca, e inspirándose en el más alto heroísmo humano,


se hizo más real y más dramática en los poemas de Camoens y de Ercilla. A las incoloras
descripciones de los geógrafos antiguos sucedieron los animados cuadros de la
naturaleza del barón de Humboldt, y a las églogas de la vida patriarcal, los idilios
románticos de Chateaubriand. Es que el hombre experimentó desde entonces una
mudanza en su ser moral. Vencedor en la formidable lucha con el Océano y las
tempestades, reconoció por vez primera toda la pujanza de su voluntad y toda la
grandeza de su inteligencia, y comprendió que había sido él mismo, y no los invisibles
dioses de los santuarios silenciosos, el autor consciente de la colosal e
l yenda de los
siglos.

América ha venido a ser la tierra de la libertad y de la República. Los españoles


trajeron a ella su enérgico espíritu de independencia, y los puritanos ingleses sus
creencias libres; y con estos sentimientos, arraigados en el corazón de los pueblos
americanos, dimos existencia a nuestras libres Repúblicas. América, por sus instituciones
republicanas, influye en los destinos de Europa; pero ésta, por la superioridad de su
cultura y recursos, lleva a remolque a aquella en la corriente del progreso universal. Y así
como la América anglo-sajona ha intimado en vida con la de su antigua metrópoli; la
América española vive del fondo del alma con su madre patria que le ha comunicado su
lengua maravillosa, sus sentimientos caballerescos, su amor a la independencia y la
idealidad poderosa de su rica fantasía.

Contemplamos a España como la nación más gloriosa de los tiempos modernos,


que ha hecho la grandeza de todas las demás, sin beneficio ninguno para sí misma.
Allende el descubrimiento y colonización de un vasto continente y de tantas islas por
todos los mares, ella ha prestado al Renacimiento todo el esplendor y la exuberancia de
su genio prodigioso, que representaban entonces en a
l s ciencias Luis Vives y Miguel
Servet; en las artes plásticas, Velásquez y Murillo, Berruguete y Alonso Cano; y en las
letras, Tirso de Molina y Lope de Vega, Cervantes y Calderón, los cuales, unidos a
muchos otros, crearon su grandiosa y original literatura, fuente de inspiración para los
clásicos franceses, y manantial de sabiduría para la docta Alemania. Y si bien es cierto
que España, no habiendo querido sobreseer de su política religiosa, en pugna con la
Reforma, háse visto obligada a apearse de su grandeza, con todo, puede afirmarse que
ella, víctima propiciatoria de la civilización, sólo ha cedido a la fatiga producida por sus

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trabajos de Hércules y al peso de sus propias glorias.

El inmenso imperio español desmembróse, pues, como se han deshecho otros


grandes colosos, en virtud de las leyes inflexibles de la historia; mas no para extinguirse
como éstos, sino para formarse una multitud de Repúblicas que circuyen la sien de la
madre patria a manera de una corona de estrellas. Este suceso, lejos de agotar las
fuerzas de la valerosa España, redobló sus energías infundiéndole nuevos y más
poderosos alientos, de tal suerte que ella, haciendo un llamamiento al nunca desmentido
patriotismo de sus hijos en el momento solemne de sus grandes desventuras, resurgió
luego a los conjuros de la libertad para volver a brillar con más hermoso fulgor, cual astro
de primera magnitud, en el cielo del arte y de la ciencia.

III

LA REVOLUCIÓN NORTE-AMERICANA

Los ingleses que pasaron del Viejo Mundo a la América del Norte traían consigo los
hábitos de la vida civil y el amor de la libertad. Hostigados en su país por sus creencias
religiosas, no vinieron a ella en son de guerra para cazar indios, sino como colonizadores
de una tierra virgen donde pudieran, como los troyanos de Eneas en el Lacio, fundar
nuevos altares para su culto y patria nueva para sus hijos.

Las colonias establecidas con tales pobladores – los puritanos de Cromwell y los
cuákeros de Pen, por ejemplo – fueron desde su nacimiento verdaderas repúblicas.
Regíanse por una carta constitucional, que contenía ya en germen el gobierno propio, o
sea, el sistema democrático representativo. Así, el poder público se hallaba dividido en
tres departamentos, ejercidos por un gobernador, un consejo provincial o cámara alta y
una legislatura o cámara popular. La libertad civil y política de los colonos gozaba de
amplia seguridad, y la carta de Virginia consagraba el principio de la autonomía municipal,
o la facultad del pueblo de dictar las leyes que le conciernen. Sin mezclarse con los indios
ni asimilarse sus bárbaras costumbres, crecieron aquellos núcleos humanos en el amor a
la libertad, en el amor al trabajo y en el amor al suelo conquistado por sus mayores.

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Aunque comerciaban libremente entre sí y con la metrópoli, un día, con motivo de la


gran guerra marítima de 1755, pensaron organizarse con arreglo a una constitución
federativa, bien por buscar mayor fuerza en la unión, bien por comunicar su suerte futura
y sus intereses. Así lo manifestaron al gobierno británico; pero éste miró con recelo el
proyecto, que acaso envolvía la idea de la oposición y la resistencia en lo porvenir, y no
accedió a él. Antes bien, dictó luego unas medidas que hacían más vejatorio y más odioso
el monopolio comercial ejercido respecto de sus posesiones.

El despotismo de los gobernadores reales, y las injustas leyes de navegación que se


dieron para favorecer a los comerciantes y fabricantes ingleses, en perjuicio de los
intereses coloniales, exasperaron a los americanos y les indujeron a la rebelión.

Los colonos tenían la obligación de vender sus productos en Inglaterra, y de


proveerse de los artefactos extranjeros en el mismo reino. No les era permitido transportar
mercaderías por los mares sino en buques ingleses, ni tener fábricas de hierro y otras
industrias que hicieran competencia a las similares de la madre patria.

Tales vejámenes, a pesar de ser humillantes, no movieron con todo a los colonos a
tomar las armas. La causa más inmediata de la revolución fue el empeño que hizo el
Parlamento en imponer contribuciones a las colonias sin su consentimiento. Es uno de los
principios fundamentales de la libertad inglesa que los subsidios son una donación libre
del pueblo, y que ningún impuesto se puede aplicar sin ser votado por él o por sus
representantes. Como los colonos carecían de éstos en la Cámara de los Comunes,
sostenían formalmente que la imposición de cualquiera contribución era un acto de tiranía,
y la combatieron por ser fatal a sus libertades. Ello no obstante, el Parlamento, para
hacerles sentir con mayor fuerza su autoridad, votó nuevas contribuciones, entre ellas la
del te y la del timbre, la cual fijaba un impuesto sobre cierta clase de documentos
transaccionales y papeles impresos. Estas gabelas provocaron una indignación general, y
en todas partes oyóse este grito de rebelión: ¡Ningún impuesto sin representación!
Asustado el gobierno británico de la actitud del pueblo de las colonias, quiso reparar sus
errores o injusticias, pero ya era tarde. Con efecto, eliminó algunas de las cargas que
pesaban sobre ellas, menos la del te; mas como no se trataba de una cuestión de dinero,
sino de la defensa de un principio, los colonos, resolvieron resistir a la arbitrariedad. La
contienda entrañaba, en verdad, una cuestión de honor y de derecho, más bien que de
interés material, dada la lenidad de los impuestos establecidos. Los americanos se

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sentían mortificados en su dignidad de hombres libres por ser tratados con menosprecio.
Washington decía con ese motivo: ¿De qué se trata y sobre todo qué disputamos?
¿Acaso por el pago de un tributo insignificante? No, es el derecho solamente que
nosotros contestamos.

La resistencia de los colonos tenía por antecedentes los sucesos acaecidos en la


madre patria, donde el pueblo había hecho cuestión del ship money o tasa de los buques.
Hampden dijo entonces que se negaba a pagar esta contribución, no por otro motivo, sino
por que no la había votado la Cámara de los Comunes. Por esta causa se produjo la
revolución de 1688, y el Parlamento declaró vacante el trono, porque el monarca había
violado el contrato original por el cual había llegado a ser rey. En consecuencia, fijó estos
principios del gobierno libre: la división del ejercicio del poder público en tres
departamentos, legislativo, ejecutivo y judicial; la libertad de la prensa y de reunión; la
libertad de cultos; el juicio por jurados; la inviolabilidad de la propiedad, y el principio de
que todo impuesto, para ser exigible, debe ser consentido por la Cámara de los Comunes.

Pitt hizo la defensa de la causa americana en el Parlamento en estos términos: “Me


alegro de que América haya resistido... El espíritu que ahora anima a los americanos
contra vuestros impuestos es el mismo que ayer se ha opuesto en Inglaterra a los
subsidios gratuitos y a la tasa de los buques; es el mismo espíritu que ha sublevado a
Inglaterra y reivindicado los derechos consagrados por su Constitución; es el mismo
espíritu que ha establecido el fundamental y esencial principio de vuestras libertades, de
que ningún súbdito inglés puede ser obligado a pagar contribuciones sin su propio
consentimiento. Este glorioso espíritu Whig anima en América a tres millones de hombres
que prefieren la pobreza con la libertad, a las cadenas doradas y a la riqueza innoble, y
que se hallan dispuestos a morir en defensa de sus derechos como hombres y como
ciudadanos libres... Como inglés de nacimiento y por principios, yo reconozco a los
americanos un derecho supremo e inalienable a su propiedad, un derecho por el cual
están autorizados a defenderse hasta la última extremidad”.

Los americanos fundaban, pues, su resistencia en la ley positiva o el derecho


histórico, igual que en el derecho racional, que también invocaban. Pero el gobierno
británico, terco como todos los poderes despóticos, les opuso la violencia, cuyos
resultados fueron la insurrección y la guerra. Las colonias convocaron un Congreso, y
éste, reunido en Filadelfia, proclamó su independencia el 4 de Julio de 1776, en estos

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términos que reproducen las doctrinas del filósofo ginebrino:

“Nosotros sostenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: Que todos los
hombres han sido criados iguales; que todos están dotados por su criador de ciertos
derechos inalienables; que entre estos derechos están la vida, la libertad y el conato de la
felicidad; que para asegurar estos derechos se han instituido los gobiernos entre los
hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que
siempre que una forma de gobierno se haga subversiva de estos fines, es derecho del
pueblo el alterarla o abolirla o instituir un nuevo gobierno, fundándolo y organizando sus
poderes en los principios y bajo la forma que crea más conveniente para hacer efectiva su
seguridad y su felicidad, que cuando una larga serie de abusos y usurpaciones,
encaminados invariablemente al mismo objeto, manifiestan el designio de reducirlo a un
despotismo absoluto, es su derecho y su deber el derribar a ese gobierno y proveer
nuevos guardianes de su futura seguridad”.

Y concluía la declaración así:

“En vista de lo manifestado, Nos los Representantes de los Estados Unidos de


América, y en nombre del buen pueblo de las colonias, declaramos solemnemente que las
Colonias Unidas son y deben ser Estados libres e independientes, y que por lo tanto, no
están sujetas por compromiso alguno a la corona británica, debiendo en su consecuencia
disolverse los lazos políticos que con ella nos unían. Considerándonos, pues, Estados
libres e independientes, tenemos derecho para hacer la guerra, firmar la paz, contraer
alianzas. establecer el comercio y tomar parte en otros actos a que nos da derecho
nuestra condición de hombres libres”.

Siete años duró la lucha de la Gran Bretaña con sus colonias, terminando por el
tratado de París de 1783. La constitución federal fue dictada cuatro años después. A su
composición concurrieron los hombres más eminentes del país, tales como Washington,
Franklin, Jay, Hamilton, Madison, Jefferson, los Adams y muchos otros, que eran hombres
de inteligencia superior y de acendrado patriotismo. Recorriendo las páginas de El
Federalista se ve que eran muy versados en filosofía política y sus guías principales, en el
derecho racional, Blackstone, Locke, Montesquieu y Rousseau. Ellos encontraron la forma
de asociación que buscaba el autor del Contrato Social para asegurar la libertad. La
constitución americana es en efecto el código político más importante de los tiempos
modernos y el producto de la más profunda sabiduría, porque ha organizado la República

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de tal manera que coexisten en ella equilibrados los poderes y garantidos los derechos
individuales.

¡Honor a Jorge Washington que ha hecho triunfar tan noble causa! Sus compatriotas
no le han atribuido los títulos pomposos de Gran Libertador, Gran Capitán y Gran
Americano, de que tanto se abusa en la América Española. Le veneran sí como al padre
de la patria, en tanto que la historia le proclama como a uno de los más grandes
caracteres que ha producido la humanidad.

IV

LA REVOLUCIÓN FRANCESA

La edad moderna, o sea, el siglo XVI, se inaugura con grandes acontecimientos


sociales que provocan luego las más grandes revoluciones políticas. Quiero referirme al
descubrimiento de la Imprenta y de América, al Renacimiento de la ciencia, de las artes y
de las letras de la antigüedad, y a la Reforma religiosa. Todos estos acontecimientos se
engendran los unos a los otros y se encadenan como los términos de una serie.

La edad media fue un eclipse del entendimiento, un desvanecimiento del espíritu


humano, un descanso de la inteligencia creadora, y un alto en el curso de la civilización, a
fin de que la humanidad recobre nuevos bríos y vuelva a emprender su marcha
ascendente hacia el cielo de sus grandes ideales y aspiraciones, hacia la meta de su
grandioso porvenir, impulsada por el aguijón de la curiosidad y guiada por la luz de la
razón natural.

La ciencia antigua era el producto de la observación y estudio de la naturaleza y del


hombre; las artes, la imitación de la naturale za; las letras, el producto de la libre fantasía,
de la razón y del movimiento regular y espontáneo de todas las facultades del hombre; la
religión misma no era sino la idealización de las potencias de la naturaleza.

El espíritu hele no es el que crea la ciencia, la filosofía , la poesía , la literatura y el arte


clásicos. Más tarde viene el romano, quien, a la vista de los modelos griegos, cultiva
también las letras y las artes. Se produce en esto la grande invasión de los bárbaros,
adquiere preponderancia el catolicismo, y todo movimiento intelectual se suspende. El

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imperio romano se deshace, y surgen las soberanías fe udales en todas partes, en


consecuencia del individualismo germánico. El mundo bárbaro se sobrepone a la
civilización antigua, y el espiritualismo cristiano apaga sus luces, desvía al hombre del
estudio de la naturaleza, y endereza su mente hacia e! cielo, es decir, hacia una patria
ideal: todo lo cual produce el misticismo, la esterilidad del pensamiento, el dormir del
espíritu humano, y la suspensión del curso del progreso.

Pero con la edad moderna el espíritu humano vuelve a despertarse, después de un


largo sueño de diez siglos, inventa los tipos de imprenta, edita los libros antiguos, aprende
las letras y las artes clásicas, la filosofía griega y las ciencias naturales de los pasados
siglos; desecha el misticismo y la estéril escolástica; estudia de nuevo la naturaleza ;
comunica un impulso extraordinario a las ciencias positivas; descubre la América; abjura
el catolicismo, y lo sustituye con el cristianismo evangélico o primitivo; proclama la libertad
de pensar, y el libre examen disuelve las religiones, pero crea la filosofía moderna.

El primer gran revolucionario es Guttemberg; el segundo es Cristóbal Colón; el


tercero es Martín L utero.

Aristóteles había descubierto en la antigüedad el único medio posible para estudiar y


conocer la naturaleza, y realizar el progreso científico: el método experimental.

Pues en esta crisis del espíritu humano surge Bacón y lo resucita. De análoga
manera, los filósofos griegos habían proclamado esta verdad: para conocer al hombre, es
necesario estudiar al hombre interior. Pues en esta emergencia aparece Descartes con su
método de observación introspectiva, y resucita el racionalismo griego, que implica la
libertad del pensamiento.

De suerte que desde aquel momento histórico, la filosofía recobra su autonomía,


deja de ser la esclava de la teología, y se convierte en libre esfuerzo del entendimiento
humano para la indagación de la verdad científica. La naturaleza deja de ser la morada de
Satanás, como decían los católicos, y se la restablece en su dignidad primitiva; se la mira
como la fuente de toda vida y como objeto el más digno de nuestro estudio. Con el
sentido positivista y el método experimental progresan las ciencias naturales; el sentido
de la realidad se despierta, y reacciona contra el vacío formalismo de la escolástica, que
queda reducida a la categoría de un juego del espíritu, esto es, un insustancial ergotismo,
sin contenido filosófico.

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Finalmente , con el libre examen se discuten las religiones, las instituciones jurídicas
y políticas de los pueblos, y los fundamentos de la sociedad. Todas las creencias son
puestas en duda, todos los dogmas son controvertidos; pero, mientras en el mundo
espiritual se produce la diversidad, en el mundo social y político la anarquía feudal es
ahogada y substituida con el absolutismo romano, que también renace como reacción
contra el despotismo eclesiástico y la excesiva multiplicidad de las pequeñas soberanías
locales dentro de una misma nación. Este trabajo de centralización del poder es obra del
siglo XVII. Comparando los dos siglos se ha dicho que mientras el decimosexto denuncio
una época de renovación, en que todo respira juventud y lozanía, alegría y expansión,
libertad y vida para todas las facultades del hombre, recién salido de las tinieblas de la
edad media; el décimo séptimo es período de opresión y guerras, de odio y luchas
religiosas, de absolutismo monárquico e intolerancia eclesiástica.

Tales circunstancias imprimieron un carácter especial a la filosofía del siglo XVII.


Esta vino a ser naturalmente crítica; y el criticismo se manifestó al punto en todas las
esferas de la sociedad y en todos los órdenes del conocimiento; pero revistió matices
diferentes, según el genio de cada nación. Así, en Inglaterra, país eminentemente positivo
y práctico, de cielo sombrío y nebuloso, que no tiene motivos para forjar ideales risueños,
se incubó el utilitarismo, o sea, la filosofía moral y psicológica, excluyendo toda
metafísica. Por el contrario, en Francia, nación de espíritu brillante y ligero, dotada de viva
fantasía y ardientes pasiones, y que siente entusiasmo por lo que es bello y artístico, y por
todas las elevadas manifestaciones del espíritu, se elaboró una metafísica sencilla, ligera,
transparente, esencialmente idealista y rigurosamente lógica.

La reforma religiosa produjo en Inglaterra primero una revolución moral, luego una
revolución social y política. El inglés se hace protestante y devoto. No importa que sea
anglicano, presbiteriano, cuáquero, independiente, baptista o no conformista; él es
sinceramente religioso. Lee la Biblia en su idioma, la examina, la comenta, cree en Dios,
en Satán, en los ángeles y en los demonios, asiste en la iglesia a los oficios divinos,
cumple los mandamientos o preceptos del decálogo, y odia cordialmente a los papistas y
a la religión romana. Naturalmente serio y meditabundo, no toma la vida por su lado
alegre y frívolo, sino por su lado serio. No se preocupa de las cosas exteriores; sino de las
necesidades del alma. El contempla el mundo interior, se reconcentra en sí mismo, busca
y encuentra la regla moral a la cual debe ajustar su conducta. De aquí que sienta la

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justicia como única y absoluta regla de la vida humana, y concibe el proyecto de ordenar
sus actos con arreglo a un código severo. Piensa que es su deber atenerse a él, y a él se
conforma con una fuerza de voluntad admirable , energía moral que se compadece con la
energía física de su cuerpo. La combinación de ambas fuerzas produce el carácter inglés,
honesto, íntegro e intrépido.

El inglés no es inclinado a la especulación metafísica, de la cual dice: that is above


my comprehensión. Añade que en este mundo el hombre no debe pretender saber todas
las cosas, sino aquellas que conciernen a su conducta en la vida. Por eso él cultiva casi
exclusivamente la astronomía, las ciencias naturales, físicas y matemáticas, la psicología,
la filosofía utilitaria, la legislación, la economía política, la historia, la filología, la moral, en
general, las ciencias de aplicación práctica.

En punto a política, no es partidario de las teorías abstractas: sólo venera la


constitución inglesa, a pesar de sus imperfecciones y de los privilegios que consagra,
porque ella garante suficientemente la justicia y los derechos individuales. Partiendo de la
doctrina del contrato social, dice Locke:

“La libertad humana se encuentra en el origen de la sociedad; pues es un derecho


natural y primitivo el que tiene cada individuo de adquirir, juzgar, castigar, hacer la guerra
y gobernar su familia. La sociedad no es sino un contrato ulterior entre pequeños
soberanos preestablecidos, quienes, habiendo tratado y transigido entre sí, han convenido
en formar una comunidad para vivir con seguridad, paz y bienestar unos con otros; para
gozar tranquilamente de sus bienes, y para estar mejor protegidos contra los que son
extraños a ella. Los hombres que se asocian de esta manera y adoptan una ley común
para regirse, forman una sociedad civil, la cual no crea los derechos, sino que los
garante ”. De donde deducía el Parlamento británico que, habiendo violado el rey el
contrato original por el cual había llegado a ser rey, declaraba vacante el trono (1688).

De suerte que las libertades inglesas no son el resultado de una filosofía abstracta,
sino el producto de una convención. Y esta convención, que organiza la sociedad política,
se encuentra en la Gran Carta, en la Petición de derechos, en el acta del Habeas Corpus
y en todas las leyes votadas por el Parlamento.

Con estas máximas y principios se operó la revolución inglesa, que derribó del trono
a Carlos I y a Jacobo II – principios que se hallan consignados en la declaración de 1688.

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En consecuencia, el inglés se considera tan inviolable como el rey, y dice que su


casa es su castillo, inviolable también bajo el amparo de la ley. Contémplase tan
independiente y al abrigo de toda arbitrariedad, que cuando comete un delito, tiene que
ser juzgado por un jury imparcial, del mismo modo que un lord privilegiado por un tribunal
compuesto de los pares de la clase a que pertenece. Y tan arraigada es la idea del
contrato social en los súbditos británicos que no se miran simplemente como
conciudadanos, sino como confederados. Repudian por eso todos los atentados al
derecho, ya consistan ellos en violencias contra el estado, ya contra cualquier privilegio
consagrado por la ley. Por esto sucedió que de los grandes oradores parlamentarios,
defendieron unos, como Pitt, la revolución americana, y condenaron otros, como
Sheridan y Burke, la revolución francesa.

Edmundo Burke fue uno de los hombres políticos más sobresalientes de su tiempo,
así por su ilustración clásica, como por su talento oratorio. Conservador y partidario de la
iglesia establecida y de la Constitución inglesa, apostrofaba a los revolucionarios
franceses y sostenía las ideas políticas, que han venido a ser los principios y las doctrinas
de la escuela histórica, diciendo: “La sola idea de fabricar un nuevo gobierno basta para
llenarnos de horror y de disgusto. Nosotros hemos deseado siempre derivar del pasado
todo lo que poseemos como herencia legada por nuestros mayores.... Nuestros títulos no
flotan al aire en la imaginación de los filósofos, sino que ellos radican en la Gran Carta....
Nosotros reclamamos nuestras libertades, no como los derechos de los hombres, sino
como los derechos de los ciudadanos ingleses... Nosotros desdeñamos esa palabrería
abstracta, que priva al hombre del sentido de la justicia, y le llena de presunción y de
teorías.... Nuestra constitución no es un contrato ficticio de la fábrica de vuestro
Rousseau, bueno para ser violado cada tres meses, sino un contrato real mediante el cual
el rey, los nobles, el pueblo y la iglesia se mantienen unidos. La corona del príncipe y el
privilegio del noble son por él tan sagrados como la tierra del paisano o la herramienta del
artesano. Cualesquiera sean la posesión o la heredad de los ciudadanos, nosotros
respetamos la una y la otra, y nuestra ley no tiene otro objeto que conservar a cada uno
su bien y su derecho... Nosotros miramos a los reyes con veneración, a los parlamentos
con afección, a los magistrados con sumisión, a los sacerdotes con respeto, a los nobles
con deferencia... Nosotros estamos dispuestos a conservar la iglesia establecida, la
monarquía establecida, la aristocracia establecida, la democracia establecida, cada una
en el grado que le corresponde, y no en un grado más elevado... Nosotros respetamos la

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propiedad, sea ella de los individuos, o sea ella de las corporaciones eclesiásticas y
civiles. Nosotros pensamos que ningún hombre, ni ninguna asamblea de hombres, tiene
el derecho de despojar a otro hombre ni a otra asamblea de hombres del bien que le
pertenece... Nosotros estimamos que no hay una sociedad de hombres sin creencias
religiosas; nosotros derivamos la justicia de su origen sagrado, y comprendemos que
agotando la fuente de donde mana, secamos el arroyo.... Nosotros vinculamos la
sociedad en el sentimiento del derecho, y éste en la creencia en Dios...... La Constitución
de un país, una vez establecida por contrato tácito o expreso, no puede ser alterada de
una manera arbitraria, sino por el consentimiento de los asociados.... Nosotros
detestamos cordialmente la tiranía y las violencias, y más todavía detestamos el derecho
de insurrección... Detestamos la filosofía de los teorizantes, y sentimos horror por la
nivelación sistemática de todas las clases sociales”.

En una palabra, Burke repudiaba y anatematizaba todos los principios de la


revolución francesa al mismo tiempo que todos sus excesos.

La reforma religiosa triunfó y engendró en Inglaterra la revolución política


exclusivamente inglesa; pero fracasó en Francia, Italia y España, países de espíritu
artístico y soñador.

En Francia la revolución política fue producida por la literatura, es decir, por el


renacimiento literario, por el humanismo y por la conversación.

El renacimiento se inició en Italia mucho tiempo antes que en los demás países de
Europa. Durante las turbulencias del siglo XIV, quiso ella consolarse de las miserias que
la agobiaban y buscó en el pasado los títulos gloriosos del poder romano. Los eruditos
desenterraron las obras de los latinos, y los griegos de Bizancio aportaron a la península
las de los helenos.

La literatura latina, hecha a la imagen de un pueblo que había hablado sobre todo la
lengua de los negocios, contenida en el marco estrecho de la historia, de la elocuencia y
de una poesía que podría llamarse práctica, sin pasión, sin fuego y sin verdadera
inspiración, no abría a los espíritus horizontes luminosos. Para remediar este defecto, se
recurrió a la literatura griega, la cual, siendo más desinteresada y más artística en los
cantos de los poetas, en los discursos de los oradores, en las disertaciones de los
filósofos, revelaba al mundo una retórica poderosa, llena de savia y de grandes ideas,
expresadas en el más bello lenguaje que haya jamás hablado el hombre. La literatura

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griega era no solamente artística, sino filosófica también. Pero la latina , lo mismo que la
griega, presentaba la ventaja de ofrecer modelos que seduc ían a los espíritus. Las
democracias de Atenas y Roma, y sus grandes hombres, entusiasmaban a los pueblos
neo-romanos, los cuales echaban de menos aquellos tiempos famosos.

En esta época Florencia había venido a ser la Atenas de Italia y de la Europa


moderna, gracias a la protección prestada por los Médicis a las letras y las artes. Es
Florencia una ciudad hermosísima, dominada al Oriente por las montañas de la Umbría, y
a Occidente por las montañas de los Apeninos. Rodéanla jardines encantados y quintas
graciosas que parecen nidos de palomas. En ella se destacan soberbios monumentos
como la Iglesia de Santa María de las Flores, el Campanile del Giotto, maqueado de
mármoles multicolores; el palacio de la Señoría, el monasterio de San Marcos, muy lleno
de pinturas de Fra Angélico y de Fra Bartolomeo; y tantos otros palacios, iglesias, torres y
museos, cuyas riquezas artísticas cautivan y pasman al viajero que los contempla. Dante
Alighieri había inmortalizado la ciudad toscana con su grandiosa epopeya del Infierno;
pero además de ese florón literario, ella llevaba por corona los más preciosos tesoros del
arte, tales como la rotonda de Brunelleschi, las puertas de bronce del Baptisterio, debidas
al buril de Ghiberti; las figuras de Masaccio, los frescos de Guirlandayo, los cuadros de
Lippi, de Angélico y de Bartolomeo, las estatuas de Donatello y Leonardo de Vinci, y
tantas otras maravillas del genio creador del Renacimiento. Y para que Florencia brillara
con más brillante resplandor, los sabios dialogaban en sus jardines como en otrora
Aristóteles y Platón en los jardines de Academo y bajo el pórtico del Pireo, y se llenaban
sus academias de profesores y alumnos que enseñaban y aprendían la filosofía y las
ciencias, la retórica y la poesía de los antiguos helenos, en la propia lengua de Homero y
de Tucídides. Más tarde la capital de la cultura greco – romana vino a ser la ciudad de
París.

En Francia el genio político de la nación dio a la nueva literatura una singular


originalidad. La literatura en Francia no sólo sirvió como recreo del espíritu, sino también
como arma de combate en las luchas políticas y religiosas que se agitaban en el siglo que
historiamos. Se creó la literatura clásica sobre los modelos griegos y romanos; pero al
mismo tiempo se produjo la literatura crítica y política; escéptica y zumbona,
eminentemente revolucionaria, que puso en cuestión todas las nociones recibidas acerca
de Dios y de la sociedad, y atacó en sus fundamentos las instituciones feudales y los

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privilegios.

Al mismo tiempo que en libros y folletos, se criticaba todo en las tertulias familiares
mediante la conversación, a la cual el francés tiene una inclinación invencible. Con el
hotel de Rambouillet se abren los salones en París. El francés es conversador; tiene
gracia y sabe persuadir, interesar, entretener y halagar la vanidad; su lenguaje es fácil,
fluido, elegante, espiritual, relamido e intencionado, pero nunca maligno; es también
chispeante, claro, terso y transparente. El francés es siempre risueño, alegre y decidor; y
nunca toma demasiado au tragique las cosas, por muy serias que sean. Para él, toda idea
debe ser artística y graciosamente expresada, de modo que la frase denuncia cierto rasgo
de ingenio, o un concepto más o menos brillante. En esta forma ligera, amena y
epigramática, se criticaban en los salones todas las cuestiones aun las teológicas y las
científicas. Y no solamente eran los hombres quienes de ellas se ocupaban, sino también
las damas. Estas hablaban de Descartes y Boussuet, como de los autores de los
panfletos políticos, y acudían a los teatros igual que a la Sorbona y a las salas de
conferencias. Es por eso que hubo preciosas ridículas y mujeres sabias que dieron tema a
Moliére para sus más graciosas comedias; pero ellas contribuyeron a formar el espíritu
público, como los escritos de La Boetie y Voltaire de Mosqueira y Rousseau, y de toda
esa pléyade de brillantes escritores que aparecieron en Francia en los dos siglos que
precedieron a su gran revolución.

No se crea, sin embargo, que esta revolución sea el resultado exclusivo de la


literatura y de la crítica de salón. En ella tiene ancha parte el carácter francés. Todo el
mundo conoce por experiencia personal el espíritu de sociabilidad que le caracteriza. El
francés es comunicativo, y así como él fácilmente se entusiasma por todas las cosas
nobles, con la misma facilidad trasmite a otro sus impresiones, haciéndolas simpáticas. Es
sensible a todo lo que es humano; está dotado de una gran vivacidad o movilidad
nerviosa; es por eso mismo alegre y expansivo, amable y zumbón; los italianos hablan de
la furia francese, y el mundo entero, de su espíritu de proselitismo. Y así como es decidor,
es también razonador y lógico. Gusta de las formas simétricas y de las cosas ordenadas;
tiene el sentimiento del arte, como posee el sentimiento del ridículo para reírse de las
exageraciones humanas. Pero lo que más interesa notarse en este bosquejo histórico, es
el entusiasmo que experimenta por la justicia ideal, la libertad, la igualdad, la fraternidad y
la solidaridad humanas. En todas partes se persiguen con más o menos ardor esos fines

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sociales; pero en Francia ellos sirvieron de bande a la Revolución. Se puede decir que
aquellas ideas forman la esencia .el alma francesa. Y como dichas ideas son
cosmopolitas, de aquí que el francés tiene la propensión de universalizar su espíritu. Por
eso su literatura goza de una simpatía universal. Ella no traduce líricamente los
sentimientos y las ideas del pueblo francés, sino las ideas y los sentimientos del género
humano. El inglés os habla exclusivamente de las libertades inglesas y de la Constitución
inglesa; en tanto que el francés os hablará siempre del código de la razón universal y de
los derechos del hombre y del ciudadano. El inglés es el romano de los tiempos
modernos, que tiene su derecho civil exclusivo; el francés es el ciudadano del mundo
universal de los estoicos, que predica que todos los hombres son hermanos o iguales
ante la ley. Este fondo de su espíritu explica por qué la revolución francesa no se llevó a
cabo en nombre del pueblo francés, sino en nombre de la humanidad; el ardor con que
fueron perseguidos sus ideales políticos y sociales, y el santo entusiasmo que se apoderó
de todos los ciudadanos, hasta el punto de que participaron de él los mismos individuos
de las clases privilegiadas.

Para comprender la revolución francesa, no basta estudiar la literatura de la época.


Ante todo es necesario examinar la organización social y política, esto es, las instituciones
feudales que la constituían. Y para esto mismo es indispensable averiguar cuál fue la
condición del hombre en la antigüedad, cuáles las bases sobre que reposaban el mundo
griego y el mundo romano, que dieron nacimiento a las naciones modernas.

He aquí una sumaria exposición.

La familia antigua, fundada sobre la religión y la propiedad territorial, era de carácter


corporativo. Sobre ella se alzaba su jefe con el derecho de vida y muerte sobre todos sus
miembros, sin limitación alguna. El Estado político se organizaba de análoga manera: su
rey o jefe ejercía una omnímoda facultad sobre los ciudadanos, sin más freno que el
miedo al furor popular. El ciudadano estaba sometido en todas las cosas, y sin reserva
alguna, a la ciudad o Estado. No había nada en el hombre que fuese independiente. Su
cuerpo pertenecía al Estado, a cuya defensa estaba consagrado. En Roma el servicio
militar era obligatorio hasta los cincuenta años; en Atenas, hasta los sesenta; en Esparta,
toda la vida. Su fortuna estaba siempre a la disposición del Estado: si la ciudad
necesitaba de dinero, ella podía ordenar a las mujeres a entregarle sus joyas; a los
acreedores, a abandonarle sus créditos; a los poseedores de olivos, a cederle

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gratuitamente el aceite que hubieren elaborado. La vida privada no se sustraía a esta


omnipotencia del Estado: el filósofo, por ejemplo, el hombre de letras, no tenían el
derecho de vivir retraídos. Era una obligación para ellos el votar en las asambleas y
aceptar una magistratura, velis nolis. Y si alguno se separaba de la vida pública, la ley
pronunciaba contra él la pena del destierro. La educación tampoco era libre: el Estado se
encargaba de modelar a su manera el espíritu del hombre. La legislación ateniense
castigaba a los que se abstenían de celebrar religiosamente una fiesta nacional. La
funesta máxima que la salud del Estado es la ley suprema, ha sido formulada por la
antigüedad: se pensaba que el derecho, la justicia, la moral, todo debía de ceder al interés
del Estado.

La condición de los individuos no era mejor en los tiempos del feudalismo, régimen
que subsistió hasta la Revolución francesa.

En aquella época la sociedad descansaba sobre análogas bases en todas las


naciones. El rey ejercía un derecho absoluto sobre sus súbditos y disponía
discrecionalmente de la fortuna pública y privada, estableciendo contribuciones forzosas,
extraordinarias y caprichosas. No existía garantía de ningún género; no había de
consiguiente libertad individual. Al despotismo de los reyes se unía la intolerancia de la
iglesia, que perseguía a los herejes a sangre y fuego e imponía hasta la obligación de
abstenerse de comer y trabajar en ciertos días. El Estado y la Iglesia se habían dado la
mano para envilecer y tiranizar al hombre.

Pero no es esto todo. Si la organización política del Estado dejaba sin garantía al
individuo, es decir, a merced de la autoridad, que esclavizaba su cuerpo y su pensamiento
a la vez; la organización social le relegaba a la condición de un animal. Es que la
sociedad europea se fundaba sobre el privilegio, es decir, que estaba dividida en clases
desiguales, privilegiadas unas, y otra, la más numerosa, destituida de todo derecho.

El clero, que tenía la preeminencia sobre las demás, era dueño de propiedades
inmensas, las cuales no estaban sujetas a impuesto alguno. Se apoderaba del hombre
desde el momento de nacer y no le abandonaba sino en el osario común. Dirigía su
educación y su conducta durante toda la vida, a cuyo fin ejercía la inspección de las
escuelas, los hospitales y establecimientos de beneficencia. Llevaba, pues, los libros de
bautismo de casamiento y de entierro. Finalmente, el clero disponía de sus tribunales
particulares, para juzgar a los individuos de su clase, y sobre todo, las causas relativas al

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matrimonio.

La nobleza se componía de los señores poseedores de tierras, donde eran


soberanos. Su derecho se ejercía no solamente sobre la cosa inmueble, sino que ese
extendía al siervo o villano que la cultivaba, porque éste era como un apero de labranza.
Como soberanos, los señores residían en fuertes castillos, declaraban la guerra,
ajustaban la paz, administraban justicia y hasta acuñaban moneda. Cuando estos
castellanos se declaraban la guerra, llevaban la destrucción y la muerte, el incendio y la
matanza, a los opuestos campos. Y aún en tiempo de paz, atacaban de improviso a las
poblaciones para saquearlas, y, cual buitres carniceros se lanzaban desde sus castillos
roqueros sobre los pasajeros para robarles.

El tercer estado, o el estado llano, lo formaban los pecheros o villanos, es decir, la


gran mayoría del pueblo, que eran los que trabajaban y soportaban todas las cargas, para
mantener al Estado y a las clases privilegiadas. Eran los que vivían dispersos en las
tierras de los privilegiados, como adscritos al terruño: se les llamaba por eso siervos de la
gleba. En efecto: no podía n separarse del suelo que cultivaban, hallándose como
adheridos a él. El siervo era aquel que estaba obligado a prestar todo género de servicios
villanos que se le ordenase, que estaba siempre sujeto a todo género de servicios
inciertos y que podía ser tasado en más o en menos a voluntad del señor.

El siervo era un mano muerta: lo cual quiere decir que, en caso de muerte, no podía
transmitir sus bienes más que a sus hijos: faltando éste, le heredaba su señor.

Las cargas que pesaban sobre los villanos eran numerosas. No solamente pagaban
al señor un impuesto de capitación, sino también un censo por la tierra que cultivaban; la
talla, impuesto sobre la familia; el de formariage, por casarse con persona de otro señorío ;
y los que se pagaban, en fin, por gozar de los bosques, pastos, estanques, y ríos cuyo
uso se reservaba el señor; por concurrir a las ferias que establecía, abrir tiendas y
exponer mercancías en sus dominios, o transitar por los puentes, caminos y puertas que
construía y conservaba. La corvea era todo servicio o prestación personal que el villano
debía a su señor.

Además de estas cargas, el villano tenía la obligación de moler el trigo, cocer el pan
y pisar la uva en el molino, el horno y el lagar del señor, respectivamente, satisfaciendo un
tanto por cada uno de estos servicios; y usar sus pesas y medidas mediante el pago de
otra cantidad; en tanto que el señor se reservaba el derecho de cazar en las tierras

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cultivadas por los villanos, devastar en cacería los sembrados y las mieses, conejear y
palomear, es decir, criar conejos y palomas que destruían las plantaciones a vista y
paciencia de aquellos infelices siervos, sin que les fuera dado impedirlo.

Los señores ejercían por sí mismos la llamada justicia dominial, aplicando su propio
derecho privilegiado. Eran señores de horca y cuchillo y cometían todo género de
violencias y atentados.

Aquellos bandidos, que no sabían leer ni escribir y que se habían adueñado de las
tierras por el fraude o la usurpación, constituían hermandades para resistir a los reyes y
oprimir mejor a los puebles.

Sus derechos, monopolios o privilegios, se modificaron, indudablemente, durante las


porfiadas luchas de los pecheros contra los nobles, de los municipios contra los señores y
de éstos contra los reyes; pero no desaparecieron de ninguna manera, porque la
Revolución francesa se ha producido por causa de los privilegios injustos. Al estallar esta
lucha colosal, la sociedad europea se hallaba todavía dividida en tres clases desiguales, a
saber: la nobleza de espada y de toga, con el derecho de primogenitura, exención de la
talla, con derechos feudales, en posesión de grandes dominios y con derecho a honores
civiles y militares; el clero, con abadías, tierras inmovilizadas, diezmos, justicia
eclesiástica, exenciones y privilegios de todas clases; en tanto que el pueblo estaba
sujeto a todas las cargas y contribuciones, y privado de toda clase de libertades, incluso la
de moverse, pues se necesitaba el pasaporte para pasar de un lugar a otro, y este tránsito
estaba gravado con impuestos.

El trabajo industrial estaba sujeto a la tiranía de las corporaciones. Los reglamentos


exagerados coartaban todo espíritu de iniciativa: un progreso realizado ocasionaba una
multa. El comercio se hallaba restringido por aduanas interiores y por una multitud de
trabas, que lo arruinaban. Su consecuencia era la ruina y la miseria del pueblo.

Resultaba de aquí que el hombre del pueblo, el campesino, el siervo, miraba al


señor como enemigo, en tanto que el señor le miraba como una bestia de carga, taillable
a merci et tuable a volonté.

La reglamentación del trabajo era tan absurda y vejatoria que el agricultor no podía
cambiar de profesión, hacerse industrial o artesano sin una licencia especial. El que
ingresaba en la industria, comenzaba por ser aprendiz, después de varios años era

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compañero, muchos años más tarde maestro, abonando en cada grado onerosísimas
derramas. Para hacerse buhonero, mercader, carpintero, cerrajero, se necesitaba
autorización real, y pagar abrumadoras cargas. Nadie podía ejercer dos oficios a la vez; al
que tejía lana, no le era lícito cardarla; al que urdía blondas y encajes de seda, no le era
permitido trabajar en género de hilo. De suerte que por causa del real nombramiento de
los gremios y corporaciones, los reglamentos, la previa licencia y los monopolios,
ahogábase toda empresa y se aniquilaba toda actividad.

Los cargos municipales eran venales, las magistraturas eran venales también, y se
transmitían por juros de heredad, o se conservaban hereditariamente en la familia que
más pagaba por ellos en dinero. Como debe comprenderse, la administración era
malísima con semejante régimen, y la inmoralidad y la rapiña de los empleados eran
proverbiales.

La autoridad y la justicia del rey se hallaban por encima de toda administración y de


todas las magistraturas, de una manera absoluta y sin limitación alguna. El rey ejercía el
poder de una manera despótica. El Estado era él. Después del rey absoluto, venía el
justicia mayor, el cual podía condenar a muerte y a otras penas aflictivas. El justicia menor
entendía en las causas más leves. Dichos magistrados nombraban los jueces y demás
funcionarios subalternos, y se regían por sesenta costumbres y trescientas legislaciones
diferentes que se dividían toda la Francia. La desigualdad ante esta justicia arbitraria era
tal, que ella existía no solamente ante la ley, sino también en el patíbulo: en caso de pena
capital, el noble era decapitado, y el villano ahorcado. La defensa no era garantida al reo;
el procedimiento era secreto y arbitrario, y el tormento estaba en uso como en los tiempos
medioevales. Se instruían procesos a los muertos, y la infamia del delincuente pasaba a
los individuos de su familia.

Finalmente, el Estado y la Iglesia estaban confundidos, y en consecuencia los


pecados eran delitos, y existía, la previa censura. Tal era el estado de la Francia feudal a
fines del siglo décimo octavo.

Las injusticias irritan; sólo los pueblos embrutecidos las comportan. Así, los
monopolios de las corporaciones, las prerrogativas de las clases privilegiadas, la tiranía
de los señores feudales, los abusos del clero, los desafueros de las magistraturas, la
intolerancia civil y eclesiástica, los vicios de la legislación y el procedimiento inquisitivo
con sus tormentos y sus ordalías, las penas infamantes, las restricciones al trabajo, el

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despotismo de los reyes; los despilfarros de las cortes y la miseria espantosa de los
pueblos, debieron llamar la atención de los espíritus selectos; y de los hombres de
corazón, para reclamar reformas, buscar remedios al mal e ilustrar la conciencia de las
multitudes acerca del hombre y de la sociedad, de la iglesia y del estado, del derecho y de
la religión, de la justicia y de la libertad.

Surgieron, con efecto, en todas partes esos apóstoles de la buena nueva, y la


predicaron con santo entusiasmo, con el ardimiento del sectario, con la fe del creyente,
con la convicción del hombre de bien y de verdad.

Ya he indicado antes que los estudios comenzaron con la reforma religiosa. Bacon y
Descartes resucitaron los métodos naturales de la ciencia positiva y de la especulación
filosófica. Ambos devolvieron a! género humano el sentido de la realidad.

La protesta luterana trajo el libre examen. Los herejes y los libre-pensadores


desacreditaron las creencias religiosas y ridiculizaron las supersticiones. En Inglaterra,
país que se había convertido en la ciudadela del protestantismo, el sabio Locke publicó
dos obras inmortales: el Ensayo sobre el gobierno civil, en que sostiene la teoría del pacto
social entre los individuos de la nación para regirse por una ley común, entre el pueblo y
el rey para formar el estado político, y la doctrina redentora de los derechos humanos
inalienables e imprescriptibles; y el Ensayo sobre el entendimiento, en que desenvuelve la
teoría de las sensaciones. De la primera se apoderó Rousseau para escribir su libro
revolucionario el Contrato Social, y de la segunda Condillac para componer su Tratado de
las sensaciones, en que establece que todas nuestras voliciones, ideas, pensamientos, no
son sino sensaciones transformadas, es decir, nociones que se forman en nuestro
cerebro acerca de la realidad, por el intermedio de nuestros sentidos y gracias a las
impresiones del mundo corpóreo.

En el Contrato social el filósofo ginebrino enseñaba la idea de la soberanía nacional,


la igualdad natural de los hombres, el origen primario de la libertad y la convención que se
ha establecido entre los hombres para organizar la sociedad. Publicó además otras obras
en que se propuso demostrar el origen de las injusticias que agobiaban a los hombres,
siempre con elocuencia y con un estilo encantador y original, de tal suerte que Rousseau
no solamente revolucionó a los estados políticos, sino también la literatura, introduciendo
en los primeros el germen de la libertad, y en la otra el romanticismo, que no es otra cosa
que la expresión del sentimiento de la libertad y del sentimiento de la naturaleza en el

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arte.

El sensualismo de Condillac hizo fortuna en Francia, pues vino a ser a


l base de
todas las teoría s políticas y filosóficas revolucionarias. De él derivan el materialismo de
Helvetius y del barón d’Holbach, el ateismo de Diderot, las negaciones de la Enciclopedia,
las enseñanzas consoladoras de los amigos de la justicia, y las esperanzas infinitas de
Condorcet en el porvenir de la humanidad, en su progreso evolutivo, y en la redención
moral del hombre por medio de la educación.

Esas enseñanzas disolvían los fundamentos de la religión y de la sociedad en los


espíritus. Y al lado de estos demoledores de las viejas creencias, surgieron los
reformadores de las instituciones, como Montesquieu, el abate Morellet, Beccaria,
Bentham y otros, que demostraban las corruptelas e
l gales y las injusticias sociales, y
preconizaban los verdaderos principios de la legislación y del derecho.

Adam Smith y los fisiócratas divulgaron nociones más exactas acerca de la


producción y circulación de las riquezas y de las cuestiones económicas, que suscitaron a
Turgot en Francia con Sus proyectos reformadores y sus razonables medidas financieras.

Voltaire había pasado, como Montesquieu, a Inglaterra para estudiar sus


instituciones y su literatura. Allí leyó las obras del filósofo y pedagogo Locke,
particularmente la Carta sobre la tolerancia, de la cual vino a ser en el continente su
apóstol más abnegado; allí se informó de los clásicos ingleses, de la poesía deísta y
optimista de Pope; y del humor cáustico de Swift, autor del Cuento del tonel, en que éste
se burla de todas las sectas cristianas, y de Los Viajes de Gulliver, en que ataca a la
sociedad y al gobierno, y difama a la na turaleza humana; finalmente, allí aprendió la
filosofía de Newton, cuyo sistema del mundo introdujo en Francia. Si hay razón para
llamar a Beaumarchais el Aristófanes francés, también la hay para llamar a Voltaire el
Luciano francés, o el Erasmo de Ferney. El propagó en Francia las ideas más generosas,
la libertad de conciencia, la tolerancia y la fraternidad entre los hombres. Predicó la
justicia y atacó de una manera implacable a la iglesia católica y a los jesuitas. Todas esas
ideas cuajaron, y la orden de Ignacio de Loyola fue suprimida.

Los principios reformistas cundieron en toda Europa, y varios gobiernos los pusieron
en planta. Tal es el poder de la razón y de la verdad que se rindieron a ellas las mismas
testas coronadas; pero marraron los proyectos reformadores por causa de la resistencia
de las clases privilegiadas. Contra ella se estrellaron las generosas tentativas de Turgot. Y

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entonces la nación francesa apercibióse a hacerse justicia ella misma, por medio de la
revolución más gigantesca que se conoce en la historia y que, sacudiendo con fuerza
extraordinaria el cuarteado y vetusto edificio del feudalismo, vino con él a tierra para
libertar al hombre de la esclavitud del hombre por el derecho, como se había libertado de
la esclavitud de la naturaleza por el poder de la ciencia.

Como el mundo es regido por la inteligencia, las grandes revoluciones sociales son
el resultado de las ideas que segrega el cerebro a la continua, y de las emociones que
bajo su influjo experimenta el corazón. Así, la protesta luterana del siglo décimo sexto y la
reivindicación del derecho humano de la centuria décima octava que vengo bosquejando,
no fueron sino las deducciones lógicas, en el orden de los hechos, del movimiento de los
espíritus que produjo en toda Europa el renacimiento de los saberes antiguos.

El hombre, allá en los tiempos longincuos de su aparición sobre la tierra, tuvo la


primera revelación de la naturaleza por medio de la luz, que hirió no solamente la retina
de sus ojos, sino también las células de su masa encefálica, el receptáculo general de sus
impresiones y el laboratorio de todas sus ideas y pensamientos. Pues en la época crítica
a que me refiero, el hombre tuvo la segunda revelación de la realidad por la ciencia
clásica, es decir por la luz intelectual, que habían despedido Grecia y Roma durante los
diez siglos anteriores al advenimiento del redentor moral de los hombres, y que estaba
llamada a iluminar el mare tenebrosum de los errores pasados y de los misterios del
universo.

Y así como los gases del globo terráqueo suelen a veces inflamarse, producir
sacudimientos más o menos fuertes, o causar conmociones profundas como los
terremotos, y surgir a la superficie por anchos cráteres en forma de candentes y
abrasadoras lavas, también las ideas bullen en la mente y se resuelven en explosiones
terribles que llamamos revoluciones sociales, religiosas o políticas, para cuajarse en las
instituciones protectoras de los derechos individuales.

La revolución francesa es uno de esos estremecimientos volcánicos de la sociedad


humana, que, engendrada por la inteligencia, nace como protesta contra las injusticias
históricas, como Némesis vengadora de los tiranos, como reivindicación de los derechos
usurpados y como condensación de todos los ideales humanos. Si ella adviene como una
tormenta, como un huracán que todo lo derriba, es porque en los bajos fondos sociales,
en el seno de las clases desheredadas, en las entrañas mismas del pueblo, se han

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acumulado las pasiones más violentas, las cóleras más terribles y los odios más
profundos contra sus crueles opresores. Si ella despide fulgores que deslumbran, como
los relámpagos que culebrean entre las nubes tempestuosas, es porque hay espíritus
luminosos, que guían su marcha ascendente hacia el Tabor de la transfiguración moral de
la humanidad. Y si, finalmente, ella se distingue también por rasgos sublimes, de
heroísmo y de altruismo, es porque los individuos que la dirigen, al mismo tiempo que de
superior inteligencia, están dotados de corazones magnánimos, que palpitan al calor de
nobles ideales y de los sentimientos más generosos. De suerte que la revolución
francesa, en lugar de venir saturada por la hiel de la venganza popular, ha nacido
impregnada del amor de la humanidad, como brota el sándalo oloroso perfumado por el
aroma de su propia esencia. Las tentativas de reformas hechas por Turgot y Necker, las
justas aspiraciones de los Notables, los ideales humanitarios enunciados por los Estados
Generales, los proyectos reformistas de la Asamblea Constituyente y de la Asamblea
Legislativa, demuestran claramente que ella no nació armada con la cuchilla del carnicero,
ni con el hacha del verdugo, sino con el eterno código de los derechos humanos, y con la
espada de la justicia, para poner término a la opresión y al despotismo, a los tormentos de
las cárceles, a las torturas horrorosas de las penas aflictivas, a la expoliación de los
privilegiados, y a los hondos gemidos de un pueblo desventurado. Y si hubo después
matanzas, guerras, incendios, asolamientos y males de todo género, ella no fue
ocasionado por los hombres que dirigían el carro de la revolución, sino por la tenaz y
criminal resistencia que a esas saludables reformas pacificas opusieron el Rey, la Reina,
la corte, la nobleza, el clero y el imbécil parlamento de París que se negaba a registrar las
decisiones de los ministros – es decir, por la desesperación de un pueblo que veía
combatidas sin razón sus más caras y consoladoras esperanzas.

Entonces surgió la Convención, como la olocracia en la turbulenta y movediza


Atenas, o sea, e! gobierno de la multitud hambrienta y desarrapada que suprimió la
monarquía como en la antigua Roma y proclamó la República, ajustició a los príncipes,
segó las cabezas de los aristócratas y de los frailes bajo la tajante cuchilla de la guillotina ,
castigó con la muerte a todos los que no simpatizaban por la revolución, aventó las
cenizas de los reyes, suprimió el culto católico y todas las instituciones del viejo régimen,
y llevó la guerra de la libertad a o
l s tiranos, a los Estados alemanes, al Austria, a la
monarquía pontificia, a Italia, a España, al Egipto, al grito heroico de la carmañola
republicana, derribando por todas partes los tronos y los altares y sustituyendo los viejos

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códigos señoriales con el moderno código de los derechos humanos. Y en medio de las
histéricas convulsiones de esta gigantesca revolución, se disipan las tinieblas del pasado,
se iluminan las conciencias, se realizan las predicciones de los filósofos, se abrazan los
pueblos en el Gólgota de los sacrificios comunes y nueva aurora luce en el horizonte,
aurora de redención moral, de tiempos venturosos y de infinitas esperanzas para el
porvenir de la humanidad.

Y aquí pongo punto final, porque no me propongo describir la reacción termidoriana,


ni el golpe del 18 brumario, que engendraron, por las leyes de la reacción y del ritmo, por
la ley de las ondulaciones y evoluciones sociales, el cesarismo contemporáneo.

LA REVOLUCIÓN HISPANO – AMERICANA

No bien se firmaba en París el tratado de paz entre Inglaterra y las insurrectas


colonias de los Estados Unidos de América, cuando estallaba la revolución francesa. Esta
fue seguida de las guerras de la independencia de Alemania y España, provocadas por
las agresiones del primer Napoleón. Con motivo de la ocupación de la península por las
tropas imperiales, constituyéronse en ella dos gobiernos: el de los invasores franceses y
el de los nacionales, y ambos se mostraron interesados en tener de su lado a las colonias
americanas. Estas rechazaron a los franceses, como habían repelido antes a los ingleses,
y prefirieron declararse independientes.

La tradición política y la condición social de las colonias hispano – americanas eran


muy diferentes de las costumbres y leyes porque se habían regido las inglesas, así como
de los hechos que les dieron nacimiento. Estas últimas vinieron a la vida, por la iniciativa
particular unas, por la creación del gobierno británico otras. Los peregrinos ingleses
trajeron a América sus creencias libres y sus hábitos de libertad, y conocieron desde el
principio las prácticas del propio gobierno. No se mezclaron con los naturales del nuevo
país y conservaron los usos y las costumbres de la madre patria.

Por el contrario, las colonias españolas fueron el producto de la conquista y de la


caza de indios, y se administraron por leyes que no respondían a sociedades llamadas a
un destino superior. Los primeros españoles que poblaron América no eran colonos, sino

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soldados. Eran descendientes de aquellas desmandadas y levantiscas aristocracias de


Aragón y de Castilla, que no conocieron ley ni freno, sino recién al advenimiento del
absolutismo monárquico, inaugurado por los reyes católicos y mantenido por los príncipes
de la casa de Austria, unos y otros sostenedores de la inquisición. Aquellas aristocracias
habían llenado la Edad Media con sus querellas domésticas y la guerra de la reconquista:
ardua empresa en que adquirieron el espíritu de indisciplina y bandería que se aviene con
su carácter altivo y batallador. Eran los españoles de entonces los cruzados del
catolicismo que habían combatido dentro del país a la morisma musulmana, y fuera de él
a los protestantes, como enemigos de su religión y de su patria. Vivían de los recuerdos
de las proezas caballerescas de Pelayo y el Mio Cid, de las hazañas de Gonzalo de
Córdoba, apellidado el Gran Capitán, de la batalla de Lepanto ganada por don Juan de
Austria, y de muchas otras acciones de guerra, en que derramaron su sangre a raudales y
desplegaron el más alto heroísmo de que se tiene memoria.

Por otra parte, España no trataba a América sino como objeto de granjería. De aquí
el abandono de la agricultura, la interdicción del comercio exterior y la explotación
exclusiva de las minas. En su sistema de administración no entraba para nada la
enseñanza de las artes, ni la educación de los indígenas recogidos para las reducciones y
encomiendas. No mejoraron tampoco su condición los tantos frailes catequizadores
suyos, porque fueron mantenidos en su ignorancia primitiva., en tanto que el resto de las
numerosas tribus que vivían dispersas por los montes y las montañas seguían
practicando sus bárbaras costumbres. Por ésta y otras causas, las ideas europeas no se
comunicaban a las colonias, que aisladas unas de otras por las distancias y prohibiciones
gubernativas, mantenían separadamente relaciones sólo con la madre patria. Y como de
esta no recibían más que géneros de Castilla o ultramarinos, cédulas reales y bulas
pontificias, pasaban su existencia en el sopor y el oscurantismo.

Sólo unos pocos hombres que había n vivido en Europa y Estados Unidos pudieron
ilustrarse y concebir ideas más fecundas que las que circulaban en América. Y
precisamente ellos fueron los que iniciaron el movimiento de emancipación de estos
pueblos, que no se habían conmovido ni por la revolución norteamericana, ni por la
francesa, hasta que Napoleón despertó de su sue ño medieval a España y la galvanizó
con la corriente eléctrica de las nuevas ideas.

El más notable de los precursores de la independencia sudamericana fue el general

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Francisco Miranda, quién había comenzado su brillante carrera militar en los ejércitos
ciudadanos de Washington, templando su alma inmaculada en el fuego de los combates e
ilustrando su mente con la luz del derecho moderno. Vocero y apóstol de las doctrinas
redentoras, los periódicos londinenses le saludaron en 1785 como al futuro libertador de
la América del Sud. Cinco años después de aquella fecha, negoció con el ministro Pitt el
proyecto de insurreccionar las colonias hispano americanas, al mismo tiempo que inducía
al jesuita Vizcardo y Guzmán, expulsado de México, a proclamar a los pueblos y a
llamarlos a la libertad; pero ese convenio no surtió efecto por causa de la revolución
francesa que desde el primer día asendereaba a Inglaterra por rumbos desconocidos.
Pasó entonces a París, y allí se encontró con José Caro y Antonio Nariño, quienes
obrando como representantes del Perú y Nueva Granada, respectivamente, buscaban el
mismo fin que él perseguía. Había también mexicanos que trabajaban en el mismo
sentido, y todos juntos le animaron a volver a Londres en 1797 para exigir de Pitt el
cumplimiento de la palabra empeñada. Y si bien es cierto que éste mostróse siempre
inclinado a ayudarle en su empresa, tampoco esta vez pudo protegerle, por causa de la
cancillería de Washington, que temiendo que Inglaterra se aprovechase de esa
circunstancia, para apoderarse de una parte de América, como ya lo había intentado
antes en Tierra Firme, no asintió a que se llevara a cabo la expedición. En 1805 sufrió un
tercer desengaño, esta vez por causa de Rusia que, por otros motivos, apoyaba a
España. Después de haber solicitado en vano a otras cortes europeas, y desdeñado de la
Francia republicana, en cuyos ejércitos había servido a las órdenes de Dumouriez, el
general Miranda decidióse por fin a obrar por su cuenta, solo y señero, y acometió la
malograda expedición a Coro el mismo año en que Inglaterra, desistiendo de sus miras
ambiciosas sobre México y Costa Firme, las convertía hacia el Río de la Plata (1806) Pero
lejos de desengañarse por este revés, volvió a Venezuela a los cuatro años para iniciar la
guerra de la independencia, después de haber inoculado sus ideas a Bolívar, San Martín,
O’Higgins y muchos otros patriotas a quienes tomó el juramento de trabajar por la libertad
de América.

Era el general Miranda un hombre de vasto saber, gran corazón y ánimo levantado,
y un militar ducho en los azares de la guerra. Republicano sincero, se apasionó por la
libertad, y viósele combatir por ella en el Nuevo como en el Viejo Mundo, pues
consideraba cumplidero para él, ciudadano universal de los estoicos, el defender la causa
de los pueblos, do quiera existiese la tiranía. Era tan puro su patriotismo y tan grande su

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fe en el triunfo de la revolución, que jamás tuvo un solo momento de vacilación, ni


desmayó en su larga y tormentosa existencia. Su austeridad republicana sólo es
comparable con la de Washington.

A pesar de esas brillantes dotes, que realzaban la excelsa figura del héroe de ambos
mundos, no adunaba el general Miranda las cualidades requeridas para ser el caudillo de
la revolución, por ser esta empresa superior a sus fuerzas fatigadas. Así fue que no bien
inicióse la guerra de la independencia, vióse él obligado a capitular. Tomado prisionero en
violación del pacto de tregua que había celebrado con los españoles, le mandaron éstos a
los calabozos de Cádiz, donde murió, viejo y achacoso, el año de 1816, después de
veinticinco años de activa propaganda y de lucha incesante.

El honor de ser el libertador de la América del Sud estaba reservado a su


compatriota Simón Bolívar, joven audaz y de elevada ambición, quien revelóse desde
luego como un guerrero de infinitos recursos. A semejanza del debelador de las Galias, el
ilustre caraqueño estaba dotado de una actividad prodigiosa y de brillante inteligencia, al
par que encubría, bajo frívolas exterioridades, una alma de fuego e indomable voluntad.
Tal era el hombre llamado a llevar a feliz término la gigantesca empresa iniciada por el
general Miranda.

La guerra general de la independencia hispano – americana fue consecutiva de la de


la madre patria. Habiendo el primer Napoleón dominado con sus águilas victoriosas la
península ibérica, formáronse en cada una de sus grandes ciudades juntas de gobierno
que, en ausencia de sus legítimos monarcas, secuestrados por el conquistador,
erigiéronse en depositarias del poder público. Entonces los españoles peninsulares se
acordaron de dar representación en las Cortes a sus hermanos de América, y les hicieron
llegar este mensaje que lleva fecha 4 de Febrero de 1810: “Españoles Americanos, desde
este momento os veis elevados a la dignidad de hombres libres: no sois ya los mismos
que antes encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estabais del
centro del poder; mirados con indiferencia, vejados por la codicia, y destruidos por la
ignorancia. Tened presente que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a
representaros en el Congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los
ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores; están en vuestras manos”.

Como las colonias americanas no eran posesiones de España, sino del monarca
español, pensaron al punto que, habiendo sido depuesto el rey del cual dependían,

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quedaban ellas sin amo, y dueñas por ende de su soberanía, pues tal es el principio
enseñado en el Contrato Social, que ha sido el evangelio de las grandes revoluciones
modernas. Así fue que al grito de ¡España ha caducado! constituyéronse en todas las
provincias, como en la península, juntas de gobierno con propósitos separatistas, aunque
fingiendo fidelidad al monarca desposeído por el francés, con el intento de tener de su
lado a las a utoridades reales y a los españoles residentes en América.

La revolución sud-americana surgió, pues, no como una resistencia a la tiranía


metropolitana, como en el Norte, sino en consecuencia de la caducidad del poder español
o de la autoridad del rey. El primer pronunciamiento se hizo en Caracas, declarándose
ésta independiente en Abril de aquel mismo año y publicando una proclama revolucionaria
o expresión de agravios que se conoce con el nombre de manifiesto de Venezuela.
Iguales movimientos produjéronse sucesivamente en Nueva Granada, en México, en
Buenos Aires, en Chile y en el Paraguay.

En el Río de la Plata, desde las invasiones inglesas (1806), los espíritus venían
preparándose para la independencia, pero no en sentido republicano, sino en el
monarquista. Los patriotas de Buenos Aires hicieron trabajos en este sentido desde 1808
poniéndose en inteligencia con miembros de la familia de Borbón. En la espera de realizar
este desacertado proyecto, retardaron la declaración de su independencia hasta 1816 sin
abandonar la idea de monarquizar el país. Pero los pueblos de las provincias le hicieron
fracasar, declarando guerra a muerte a la metrópoli porteña.

Como en esta región no había ejército español, propiamente dicho, el Río de la Plata
quedó independiente, definitivamente, de la madre patria, desde la rendición de la
guarnición de Montevideo ocurrida en 1814; pero Buenos Aires llevó sus armas al Alto
Perú con el fin de sustraer sus provincias al dominio del Virrey de Lima y formar con ellas,
con el Paraguay y el Uruguay, una sola y grande nación. Tampoco logró realizar una
empresa gigantesca, por la oposición del Paraguay y el Uruguay, y por el abandono de la
expedición llevada al Perú por el general San Martín.

La independencia de Chile quedó afirmada con las batallas de Chacabuco y Maipo


ganadas por el ejército chileno – argentino que San Martín había organizado y
disciplinado durante más de dos años en la gobernación de Cuyo, y con el cual hizo la
feliz operación del paso de los Andes (1817).

La de Nueva España se definió por don Agustín Iturbide, quien cometió el grave

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error de hacerse proclamar Emperador, como los generales romanos, por sus propias
legiones, contrariando las aspiraciones republicanas del pueblo y los principios de la
revolución. Fulminado el año siguiente del poder por las masas ciudadanas, separóse de
México la Capitanía General de Guatemala y constituyóse en nación independiente con el
nombre de Provincias Unidas de Centro América.

También el Brasil repudió a la madre patria, pero conservando la forma monárquica


con un príncipe portugués en el trono.

Venezuela, Nueva Granada y Ecuador sostuvieron la lucha hasta el año 23,


constituyendo una sola nación con el nombre de República de Colombia.

No habiendo obtenido cumplido éxito la expedición libertadora del Perú comandada


por el general San Martín y compuesta de tropas chilenas y argentinas, fue llamado
Bolívar para continuar la guerra en aquel país , entre cuyas sierras los españoles, como
leones alebronados, habían buscado refugio y organizado numerosas fuerzas. El año
siguiente dio buena cuenta de ellos el héroe colombiano en las últimas y decisivas
batallas de Junín y Ayacucho, consumándose con ellas la independencia de la América
del Sud.

Dos nuevas Repúblicas salieron de esta guerra final: el Perú, propiamente dicho, y
Bolivia, formada ésta con las cuatro provincias alto-peruanas que en 1816 se habían
adherido a Buenos Aires. Este hecho respondía a un acto político de Bolívar, presidente
entonces de la República de Colombia. Tanto los peruanos como los argentinos
ambicionaban anexarse el Alto – Perú, comprendido antes en el Virreynato del Río de la
Plata. El Libertador cortó el nudo con la espada, convirtiéndolo en nación independiente.

La lucha había durado quince años, aproximadamente. Jamás se llevó a cabo – dice
el historiador Gervinus – una empresa más grande y más difícil con medios más
mezquinos. En 1818 los representantes de las grandes potencias reunidos en el
Congreso de Aix la Chapelle, acordaban todavía intervenir en la contienda para
restablecer la autoridad de Fernando VII en este Continente; y hubieran puesto en planta
su proyecto a no surgir la protesta de la cancillería de Washington, quien previno a
Inglaterra que no prestará su asentimiento a la mediación de las potencias, siempre que
ella no fuera en el sentido de reconocer, de una manera absoluta y sin reservas, la
independencia de las colonias americanas.

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Así fue que Bolívar continuó la guerra sin hacer caso de las amenazas de las
potencias que favorecían al rey absoluto de España. Grandes fueron las dificultades que
tuvo que vencer, provenientes de la escasez de recursos, de la mala voluntad de ciertas
provincias levantiscas, del espíritu de insubordinación de algunos de sus jefes, de la
tenacidad con que peleaban las aguerridas tropas españolas, de los reveses sufridos
durante el curso de la lucha y hasta de la propia naturaleza, pues él tenía que recorrer
inmensas distancias y pasar y repasar, como los primeros conquistadores de América,
con sus tropas y sus caballos, los Andes ecuatoriales cubiertos de nieve, por senderos no
trillados, entre abismos y precipicios, y sin provisiones de boca; en tanto que su teniente
Sucre paseaba sus legiones por las faldas del Cotopaxi y del Pichincha para llevarlas a la
victoria. Pero no por eso desmayó un solo momento el paladín americano, de quien puede
decirse con propiedad que había robado el fuego de su alma a los volcanes y las alas de
su corcel de guerra a los vientos.

La guerra de la independencia sud americana fue empresa más difícil que la del
norte. Washington no tuvo por teatro de operaciones más que el reducido espacio de
nueve colonias agrupadas en la costa del Atlántico, en tanto que la revolución hispano
americana se desarrolló desde México hasta Buenos Aires, entre los dos grandes
océanos que limitan este continente. En las colonias inglesas no había tradiciones que
extinguir, ni desigualdades sociales que borrar. Regidas de antiguo por instituciones
libres, sólo tuvieron que crear el lazo federativo para organizarse en cuerpo de nación.
Entre nosotros no bastaba conseguir la independencia de la metrópoli; nos era preciso
también destruir por su base las instituciones monárquicas de la madre patria, y crear en
su lugar las que son propias del régimen democrático. Esta circunstancia hizo difícil la
organización de la libertad, para la cual no estaban estos pueblos preparados, máxime si
se tiene en cuenta que todas las provincias quisieron erigirse en soberanías
independientes. De aquí las dictaduras creadas en todas partes y las disensiones
domésticas que tanto ensangrentaron el suelo americano y que no pueden darse aún por
terminadas. Por lo demás, tanto la revolución norteamericana como la del sur fueron
igualmente grandes, porque una y otra se hicieron en nombre de la justicia y del derecho.

Considerando Bolívar que, a pesar de haber sido vencida España, no desaparecía la


posibilidad de una agresión de parte de la Europa absolutista, y que un conflicto armado
podía surgir entre las mismas Repúblicas por rivalidades políticas o por cuestiones de

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límites, concibió el proyecto de agruparlas por un tratado isopolítico con el fin de alejar el
peligro exterior y de evitar La lucha interna. Convócalas al efecto a un Congreso general
reunido en Panamá, el cual tuvo por especial encargo el de proclamar el principio del
arbitraje como base del derecho público americano. Desgraciadamente, este ambicioso
proyecto no pudo realizarse, porque fue mirado con desconfianza por otros poderes que
soñaron desde temprano con establecer su hegemonía en toda o en una parte de la
América del Sud; hegemonía que no podían ejercer si se ponía a la cabeza de la
anfictionía continental la entonces poderosa República de Colombia.

Los acontecimientos que ocurrieron después justificaron los temores de Bolívar,


porque no solamente hubo guerras injustas entre las Repúblicas del Nuevo Mundo, sino
que las potencias de E uropa volvieron de nuevo a atacarlas.

Una de las más famosas intervenciones que tuvieron lugar en el Continente fue la
del segundo imperio francés en 1862, con el intento de establecer en México una
monarquía imperial. Con los generales Laurencez, Forey y Bazaine, entraron,
sucesivamente, en tierra de Anahuac, cuarenta y siete mil veteranos de Magenta y
Solferino, quienes se posesionaron de ella, como ocuparon España los del primer
Napoleón en 1808. Estos orgullosos herederos de las glorias del césar moderno
consideraron tan fácil la empresa de conquistar el país, que su jefe el general Laurencez,
antes de iniciar la campaña, se apresuraba a escribir al ministro de la guerra en estos
términos: “Tenemos sobre los mexicanos la superioridad de raza, de organización, de
disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que ruego a Vuestra Excelencia
diga al Emperador que desde ahora soy el dueño de México”.

Pronto había de ver su desengaño. Como los acontecimientos extraordinarios


suscitan a los hombres también extraordinarios, el de México hizo surgir a Benito Juárez.

Era Juárez un indio zapoteca que a los doce años de edad no sabía todavía leer, ni
hablar el castellano; pero más tarde llegó a ser jurisconsulto y hombre de letras. Como
gobernador del estado de Oaxaca, donde naciera, mostróse decidido protector de la
instrucción del pueblo y fundó escuelas y numerosos planteles de educación. Imbuido de
ideas liberales, fue uno de los campeones de las leyes llamadas de reforma, que
nacionalizaron y desamortizaron los bienes del clero, suprimieron comunidades religiosas,
proclamaron la tolerancia de cultos y secularizaron los cementerios. Los conservadores,
cuyo poder era considerable por las cuantiosas riquezas del clero, combatieron

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enérgicamente las medidas reformistas, levantaron el pendón de la insurrección y


buscaron auxiliares en el extranjero. Cuando ocurrió la invasión francesa, Juárez era el
presidente de la República. De esta manera vino a ser el primer caudillo de la
independencia de su patria. Cuando el emperador Maximiliano era dueño de la capital y
de la mayor parte del país, y de un ejército de 67.000 hombres bien armados y equipados,
y contaba con poderosa artillería, don Benito Juárez andaba fugitivo por la frontera norte,
esperando en vano auxilios de los Estados Unidos, que se hallaban empeñados a su vez
en la tremenda guerra de secesión – la más gigantesca del siglo por los dos millones de
hombres que se movilizaron al efecto. Pero, semejante a Bolívar, no desmayaba, ni oía
proposiciones. La guerra de la independencia mexicana fue, como la del Paraguay, una
epopeya homérica. Benito Juarez, servido por hábiles generales y sostenido por el
patriotismo del pueblo, triunfó del intruso monarca, a quién hizo expiar su falta en el
patíbulo, suceso que llenó de espanto a las Cortes de Roma y Viena, de París y Berlín.

Benito Juárez fue en México lo que Lincoln en Estados unidos. Ambos salvaron las
instituciones republicanas de América, cuando las grandes potencias se mostraban
interesadas en hacer prevalecer en ella el principio monárquico, y el imperio del Brasil se
había apresurado a reconocer el de México.

Pero estaba decretado por el destino que América debía de ser república y
contrabalancear el influjo político de la Europa absolutista. Castelar decía que “la fugaz
corona de Maximiliano, al rodar por los suelos, se llevaba consigo nada menos que la
corona de Napoleón”. Y sucedió que la tragedia de Querétaro en 1867 fue en efecto el
preludio de la catástrofe de Sedán, cuya inmediata consecuencia fue la creación de la
República Francesa.

Hoy el sistema republicano impera en toda la extensión del mundo colombiano, pues
el Brasil también, después de la guerra con el Paraguay, lo ha adoptado; y América ha
venido a ser, como Roma antigua, la patria común de todos los pueblos y el panteón de
todas las creencias religiosas, es decir, la tierra por excelencia de la democracia y de la
libertad.

América reclama ya un gran historiador que señale los progresos de la libertad y la


influencia de las instituciones republicanas en el desarrollo de la civilización moderna.

Sin duda alguna, hay numerosas historias particulares acerca de los pueblos de este
continente; pero en ellas no se tratan aquellos capitales asuntos, sino que se ocupan

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principalmente de las hazañas de los héroes. En todos nuestros historiógrafos hay la


tendencia invencible de agigantar la figura de los guerreros y de dar preferencia a la
descripción de las batallas, comparándolas con las que libraron los grandes
conquistadores del mundo. Es tal el prestigio de la gloria militar entre nosotros que
sentimos nostalgia de grandes generales, y conocemos mejor las historias militares de
Alejandro, Aníbal y Julio César que las vidas de Washington y Frankli n, dos modelos de
austeridad republicana, dos bienhechores de la humanidad, en el verdadero sentido de la
palabra.

La historia, para ser útil a los pueblos, debe enseñarnos algo más que ruidosas
batallas. Como quería Lessing, la historia debe ser una educación para el género
humano. Y a este fin ella debe iniciarnos en el conocimiento de los sucesos que han
empujado a las sociedades al cumplimiento de su destino.

Nuestras historias particulares no solamente no traen enseñanzas de este género,


sino que propagan el error y la mentira. La vanidad nacional tiene mucha parte en esta
falsificación de la historia; pero lo que más ha extraviado el criterio de los escritores es el
espíritu de partido, que desfigura los hechos para glorificar a los verdugos y condenar a
sus víctimas.

Con razón ha dicho Victor Duruy ( 1) que todas las historias contemporáneas son
falsas por defectos de información o por las pasiones que han desencadenado las luchas
políticas. La verdad histórica no se descubre sino mucho después de haber ocurrido los
hechos. Sólo en la lejanía del tiempo puede encontrarse el punto verdadero de la
perspectiva histórica, como se halla sólo a la distancia el de la perspectiva de un cuadro.

VI

LA INDEPENDENCIA DEL PARAGUAY

La caducidad de la autoridad del monarca español, consecutiva a la dominación


napoleónica en la península, produjo en Buenos Aires, como en Caracas y otras

1 Victor Duruy (1811-1894) Historiador francés, autor de una Historia de los Romanos.

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ciudades, los movimientos populares del 24 y 25 de Mayo de 1810, con que se inició la
guerra de la independencia de los pueblos que formaban entonces e! Virreynato del Río
de la Plata, a saber: las Provincias argentinas, el Alto Perú (hoy Bolivia), Uruguay y
Paraguay. Los porteños depusieron al Virrey pacíficamente e instalaron una Junta
Gubernativa que asumía el poder supremo a nombre del Rey Fernando VII, no
precisamente con el fin de conservarle sus derechos, sino de tranquilizar a los partidarios
de aquel malvado príncipe, deshonra de la historia.

La Junta dirigió circulares a los gobernadores de las Provincias, invitándoles a enviar


diputados a un Congreso General que se reuniría en breve para decidir de sus destinos, y
a reconocer su autoridad.

Don Bernardo de Velazco, gobernador intendente del Paraguay y de los treinta


pueblos de las Misiones, no quiso proceder por sí solo en tan grave emergencia y
consultó al Cabildo de la Asunción, el cual, enterado de los propósitos de aquella Junta,
resolvió en la sesión del 26 de Junio “que se oyese a una asamblea general del clero,
oficiales militares, magistrados, corporaciones, hombres literatos y vecinos propietarios de
la jurisdicción, para que decidiesen lo que fuese justo y conveniente”.

Esta asamblea de notables se reunió el 24 de Julio, presidida por el gobernador.


Tomó en ella asiento, entre los doscientos y más concurrentes, el doctor José Gaspar de
Francia, síndico procurador general de la ciudad, y sostuvo la caducidad del poder
español y la reversión al pueblo de su inmanente soberanía originaria, de acuerdo con la
doctrina del Contrato Social, sugiriendo desde luego la idea de la independencia absoluta
del Paraguay de todo poder extraño.

Ello no obstante, y con el deliberado intento de no chocar ni con los españoles, ni


con los de Buenos Aires, la asamblea acordó:

1º. Guardar fidelidad al Consejo de Regencia establecido en España a nombre de su


legítimo soberano.

2º. Conservar correspondencia y amistad fraternal con la Junta de Buenos Aires,


pero sin reconocerles superioridad.

3º. Formar a la mayor brevedad una junta de guerra que adopte las medidas
conducentes a la seguridad y defensa de la Provincia.

La Junta de Buenos Aires vio en esa actitud propósitos separatistas y determinó en

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consecuencia invadir el Paraguay y sujetarlo a su obediencia por la guerra.

Así mismo, adoptó el siguiente acuerdo:

“Por cuanto: el Gobierno del Paraguay complotado con el obispo y algunos otros
individuos enemigos de la felicidad de estas provincias, han sembrado especies
maliciosas, aversivas de la unión de unos pueblos hermanos y que deben estrecharse por
las relaciones más sagradas. Por tanto: ha resuelto la Junta comisionar a don Juan
Francisco Agüero, natural de la ciudad de Asunción del Paraguay y residente en esta
capital: autorizando en forma competente su persona para que pasando a su provincia,
instruya a sus paisanos del origen, motivos y objetos de la instalación de esta Junta; les
manifieste que su establecimiento es enteramente conforme a los principios de fidelidad a
nuestro augusto monarca el señor Fernando VII, y el único medio de conservar su amable
dominación en estos dominios, atacados de mil modos por las intrigas y asechanzas de
los extranjeros: que les refiera el fomento que el país recibe con rapidez, el aprecio con
que se miran sus naturales, distinción que se dispensa a la virtud y al mérito, el respeto
que se tributa a las leyes y la guerra que se ha declarado a los perversos que antes
sofocaban los principios de nuestra felicidad. Que les recomiende las ventajas de nuestra
unión y los males a que el Paraguay quedará expuesto si continúa dividido, pues aislado y
sin comercio sufrirá una ruina sin término y caerá en la dominación de los portugueses,
que se aprovecharán de su indefensión. En esta virtud y para los indicados efectos,
manda la Junta que se extienda el presente despacho, sellado con las armas reales,
refrendado por su secretario de gobierno y guerra. Dado en Buenos Aires a 27 de
Septiembre de 1810 – Mariano Moreno.

El ejército invasor vino comandado por el doctor Manuel Belgrano en calidad de


general en jefe. Fue derrotado en las acciones de Paraguarí y Tacuarí, los días 19 de
Enero y 9 de Marzo de 1811, respectivamente. Belgrano se vio obligado a capitular y
evacuar el Paraguay.

En consecuencia de estos hechos y de la conducta equívoca del gobernador


Velazco, que recibía comunicaciones de agentes españoles del exterior, fue declarado
cesante en la autoridad que investía, y se constituyó la primera Junta de Gobierno local
para regir los destinos de la Provincia. Esta revolución, dirigida por el doctor Francia se
consumó en la noche del 14 al 15 de Mayo del mismo año, reiterándose la declaración de
la independencia. (Molas).

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y la Dictadura en Sudamérica

Mas como tales procedimientos necesitaban ser legitimados por el voto popular
emitidos en congreso general, se convocó uno al efecto en el cual tomaron asiento mil
diputados, porque ya el doctor. Francia, siguiendo las doctrinas del Contrato Social,
hablaba de derechos humanos imprescriptibles de pacto social y de la soberanía de las
multitudes.

El 17 de Junio inauguró sus sesiones esa numerosa asamblea, y el futuro dictador


leyó ante ella este elocuente discurso:

“El tiempo de la ilusión y engaño, ya pasó: no estamos en aquellos siglos de


ignorancia y de barbarie en que casualmente se fo rmaron muchos gobiernos, elevándose
por grados en los tumultos de las invasiones o guerras civiles, entre una multitud de
pasiones feroces, y de intereses contrarios a la libertad y seguridad individual.

“Al presente nos hallamos en circunstancias más favorables. Nuevas luces se han
adquirido y propagado, habiendo sido objeto de meditaciones de los sabios y de las
atenciones públicas todo lo que está ligado al interés general, y todo lo que puede
contribuir a hacer a los hombres mejores y más felices.

“Se han desenvuelto y aclarado los principios fundamentales de las sociedades


políticas; hombres de talento han analizado todos los derechos, todas las obligaciones,
todos los intereses de la especie humana; han dado a las verdades de la moral y de la
política una evidencia de que no parecían ser susceptibles, y no han dejado a la mala fe y
a la corrupción otro auxilio que el de abusar vergonzosamente de las palabras para
contestar la certidumbre de los principios. Aprovechemos de tan feliz situación, y la
memoria de nuestras pasadas desdichas, aflicciones y abatimientos no nos servirán sino
de lección y experiencia para evitarlos en lo venidero, formando una valla inexpugnable
contra los abusos del poder.

“El terreno está desmontado; ahora es preciso cultivarlo sembrando las semillas de
nuestra futura prosperidad.

“Todos los hombres tienen una inclinación invencible a la solicitud de su felicidad, y


la formación de las sociedades y establecimientos de los gobiernos no han sido con otro
objeto, que el de conseguirlo mediante la reunión de sus esfuerzos. La naturaleza no ha
criado a los hombres esencialmente sujetos al yugo perpetuo de ninguna autoridad civil;
antes bien, hizo a todos iguales y libres de pleno derecho.

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“Si cedieron su natural independencia, creando sus jefes y magistrados, y


sometiéndose a ellos para los fines de su propia felicidad y seguridad, esta autoridad
debe considerarse devuelta, o más bien permanente en el pueblo, siempre que esos
mismos fines lo exijan. Lo contrario sería destructivo de la sociedad misma y contra la
intención general de los mismos que la habían establecido. Las armas y la fuerza pueden
muy bien sofocar y tener como ahogados estos derechos, pero no extinguirlos; porque los
derechos naturales son imprescriptibles, especialmente por unos medios violentos y
opresivos. Todo hombre nace libre, y la historia de todos los tiempos siempre probará que
solo vive violentamente sujeto, mientras su debilidad no le permite entrar a gozar los
derechos de aquella independencia con que le dotó el Ser Supremo al tiempo mismo de
su creación.

“Aún son más urgentes las circunstancias en que nos hallamos. La soberanía ha
desaparecido en la nación. No hay un tribunal que cierta e indubitablemente pueda
considerarse como el órgano o representante de la autoridad suprema. Por eso muchas y
grandes provincias han tomado el arbitrio de constituirse y gobernarse por sí mismas:
otras se consideran en un estado vacilante, o de próxima agitación; y su incertidumbre y
situación que presagia una casi general convulsión...................

“En todo caso, estamos prontos y resignados a conformarnos con la voluntad


general, lisonjeándonos que este Congreso dará ese ejemplo de cordura y
circunspección; haciendo un uso justo, moderado y prudente, de esta preciosa libertad en
que se le constituye; pero de tal modo que puesta la patria a cubierto de toda oculta
asechanza y de los tiros de la arbitrariedad y despotismo, se ponga en estado de ser
verdadera y perfectamente feliz”.

Apresurémonos a decir que tan sublime filosofía no pudo poner en práctica el doctor
Francia, salvo aquello en que sostiene que los pueblos deben gobernarse por sí mismos,
sin depender de ningún poder extraño.

Escrito en lenguaje sobrio y enérgico, como para herir el entendimiento, ese discurso
estaba encaminado a despertar en los ánimos de los congresales ideas de libertad y,
particularmente, la idea de la independencia, y a inflamar sus sentimientos patrióticos.

Y debió producir mucho efecto en ellos porque dice Molas que “todos los ciudadanos
que habían concurrido al Congreso, manifestaron la más tierna y dulce sensación al
contemplarse libres y con plena facultad de votar, según su conciencia, sobre la forma de

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gobierno que los había de regir en adelante, y que estuvieron firmemente persuadidos
que el supremo árbitro del Universo favorecería su causa, y el ángel tutelar del Paraguay
velaría sobre ellos”.

La expresada asamblea acordó crear una nueva Junta de Gobierno, que, como la
anterior, estuvo dirigida por el mismo Francia.

También resolvió mantener buenas relaciones con Buenos Aires, y formar con ella
una sociedad fundada en principios de justicia, equidad e igualdad, es decir, mediante un
pacto internacional.

Disuelto el Congreso, entró a funcionar la nueva Junta. La primera decisión que le


hizo tomar Francia, fue el desistir de enviar diputado alguno a Buenos Aires. La segunda
fue hacerle aprobar la siguiente nota que debía de pasarse a la Junta porteña, y que
reproduce la doctrina de la soberanía originaria de los pueblos.

“Excmo. señor: Cuando esta Provincia opuso sus fuerzas a las que vinieron dirigidas
de esa ciudad, no tuvo ni podía tener otro objeto que su natural defensa. No es dudable
que, abolida y deshecha la representación del poder supremo, recae éste o queda
refundido naturalmente en toda la nación. Cada pueblo se considera entonces en cierto
modo participante del atributo de la soberanía, y aun los ministros públicos han menester
su consentimiento o libre conformidad para el ejercicio de sus facultades. De este
principio tan importante, como fecundo en útiles consecuencias, y que V.E. sin duda lo
había reconocido, se deduce ciertamente, que reasumiendo los pueblos sus derechos
primitivos, se hallan todos en igual caso, y que igualmente corresponde a todos velar
sobre su propia conservación. Si en este estado se presentaba el consejo llamado de
regencia, no sin algunas apariencias de legitimidad, ¿qué mucho es que hubiese pueblos
que, buscando una áncora de que asirse en la general borrasca que lo amenazaba,
adoptasen diferente sistema de seguridad, sin oponerse a la general de la nación?

“Es verdad que esta idea para el mejor logro de su objeto, podía haberse rectificado.
La confederación de esta Provincia con las demás de nuestra América, y principalmente
con las que comprendían la demarcación del antiguo Virreynato, debía ser de un interés
más inmediato, más asequible y por lo mismo más natural, como de pueblos no sólo de
un mismo origen, sino que por el enlace de particulares recíprocos intereses, parecen
destinados por la naturaleza misma a vivir y conservarse unidos. No faltaban verdaderos
patriotas que deseasen esta dichosa unión en términos justos y razonables; pero las

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grandes empresas requieren tiempo y combinación, y el ascendiente del gobierno y


desgraciadas circunstancias que ocurrieron por parte de esa y esta ciudad, de que ya no
conviene hacer memoria, la había n dificultado.

“Al fin las cosas de la Provincia llegaron a tal estado, que fue preciso que ella se
resolviese seriamente a recobrar sus derechos usurpados para salir de la antigua
opresión en que se mantenía, agravada con nuevos males de un régimen sin concierto, y
para ponerse al mismo tiempo a cubierto del rigor de una nueva esclavitud de que se
sentía amenazada.....…………

“Este ha sido el modo como ella por sí misma (la Provincia del Paraguay) y a
esfuerzos de su propia resolución, se ha constituido en libertad y en el pleno goce de sus
derechos; pero se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que su intención había
sido entregarse al arbitrio ajeno y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal
caso nada habría adelantado, ni reportado otro fruto de su sacrificio que el cambiar una
cadena por otra y mudar de amo. Ni nunca V.E., apreciador justo y equitativo, extrañará
que en el estado a que han llegado los negocios de la nación, sin poderse divisar el éxito
que puedan tener, el Pueblo del Paraguay desde ahora se muestra celoso de su naciente
libertad, después que ha tenido valor para recobrarla. Sabe muy bien que si la libertad
puede a veces adquirirse o conquistarse, una vez perdida, no es igualmente fácil volver a
recuperarla. Ni esto es recelar que V.E. sea capaz de abrigar en su corazón intenciones
menos justas y equitativas; muy lejos de esto, cuando la Provincia no hace más que
sostener su libertad y sus derechos, se lisonjea esta Junta que V.E. aplaudirá estos
nobles sentimientos, considerando cuanto en favor de nuestra causa común puede
esperarse de un pueblo grande que piensa y habla con esta franqueza y
magnanimidad...................

Asunción, Julio 20 de 1811.– Fulgencio Yegros – Pedro Juan Caballero – Doctor


José Gaspar de Francia – Francisco Javier Bogarín – Fernando Mora”

Buenos Aires no quedó satisfecha con la antecedente explicación, y tenaz en su


propósito de conseguir la adhesión del Paraguay a ella, acreditó ante la Junta
Gubernativa de la Asunción una misión diplomática confiada a los doctores Manuel
Belgrano y Vicente Anastasio Echavarría.

El doctor Francia, que trató con ellos, en lugar de ceder a sus pretensiones, les
indujo a suscribir el tratado del 12 de octubre de 1811, por el cual se sancionaban dos

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cosas, a saber: se reconocía la independencia del Paraguay, y se acordaba una especie


de federación entre las partes con el objeto de ayudarse y protegerse.

La Junta de Buenos Aires ratificó a pesar suyo el convenio ajustado por sus
plenipotenciarios para no romper sus relaciones con la del Paraguay.

Poco después, el doctor Francia se retiró del gobierno para no sufrir las insolencias
de los militares que querían sobreponérsele y reanudar mejores relaciones con Buenos
Aires. No volvió a él sino en Noviembre de 1812, después de habérsele rogado y
asegurado que en adelante no sería más objeto de ninguna clase de violencias. Además,
él pedía cambio de gobierno y la reunión de un nuevo Congreso de mil diputados. Este
fue convocado para el mes de Octubre del año siguiente.

Tan luego la Junta de Buenos Aires tuvo noticia de que una nueva asamblea iba a
reunirse en la Asunción, comunicó al doctor Nicolás Herrera para venir a exponerle sus
miras y obtener del gobierno paraguayo un compromiso de unión y confederación
efectiva. Pero Francia, que nunca permitió a sus colegas que tratasen con los enviados de
Buenos Aires, mucho menos podía consentir que el doctor Herrera se entendiese
directamente con el Congreso, como él lo pretendía. Así fue que, dominando en absoluto
Francia a la asamblea, impidió a Herrera a presentarse ante ella. Y con el fin de
desahuciar de una vez a la Junta porteña de conseguir sus pretensiones, hizo adoptar por
la misma asamblea las resoluciones siguientes:

1ª. Confirmar la declaración de la independencia del Paraguay de todo poder


extraño.

2ª. Declarar rota la alianza celebrada con Buenos Aires por el tratado del 12 de
Octubre de 1811.

3ª. Suprimir la Junta Gubernativa de cinco vocales y sustituirla por el gobierno de


dos cónsules que se alternarían en el mando supremo.

4ª. Adoptar la denominación de República del Paraguay, dándole por bandera la


enseña tricolor de rojo, blanco y azul.

El mismo Congreso eligió como cónsules a los señores Francia y Yegros, los cuales
fueron investidos de la dignidad de brigadieres generales.

Por manejos del primero que quería deshacerse de su colega, el año 1814 otro

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Congreso reunido en la Asunción suprimió el gobierno consular y nombró a Francia


dictador temporal por tres años. Otro Congreso reunido el año 16 le confirió el título y el
mando de Dictador perpetuo del Paraguay, sin poderes expresos ni definidos.

He aquí el acta de su investidura:

“En esta Iglesia Catedral de la Asunción a 1º de Junio de 1816. habiéndose vuelto a


reunir el Congreso General de sufragantes en la forma ejecutada el día de ayer, se acordó
y resolvió con entera uniformidad y deliberación de todos los expresados sufragantes, lo
contenido en los artículos siguientes:

Primero: En atención a la plena confianza que justamente ha merecido del pueblo el


ciudadano José Gaspar de Francia, se le declara y establece Dictador Perpetuo de la
República, durante su vida, con calidad de ser sin ejemplar.

Segundo: Tendrá el sueldo de siete mil pesos anuales, en atención a que en el acto
no ha aceptado el Dictador el sueldo de doce mil pesos por año que ha acordado el
Congreso.

Tercero: Congreso General tendrá la República cada vez y cuando el Dictador lo


haya por necesario.

Cuarto: Se ordena a nuestro Gobierno requiera de orden de este Soberano


Congreso al Ilustrísimo Obispo de esta República dirija órdenes a los Prelados seculares
y claustrales de esta Capital, Vicarios y Curas de la Campaña, para que en las Misas
Capitulares, parroquiales, conventuales y votivas, en lugar de Regem, etc., que se mandó
proscribir por nuestro Gobierno, se establezca y se nombre lo siguiente: et Dictatorem
nostrum Populo sibi comiso et exercito suo, y que propenda el estado eclesiástico, pública
y privadamente, a beneficio de la libertad civil y sagrados derechos de la Patria,
exhortando también a la paz, concordación de justos sentimientos en esta República,
amor y respeto a las órdenes de nuestro Supremo Gobierno, debiendo ser esto voluntad
de esta Soberanía, cuyos medios influirán a la estabilidad de los derechos de la Patria.
Últimamente acordaron disolver el presente Congreso no habiendo ocurrido otro punto
que resolver, ni otras materias sobre que deliberar, disponiendo que por la feliz conclusión
de la presente Asamblea, se celebrase el día de mañana una misa solemne en acción de
gracias al Todopoderoso; en fe de lo cual y para que conste, así, lo firmaron”.

El autor del Contrato Social se expresa, a propósito de la dictadura, para definirla, en

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estos términos:

“Jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la


salud de la Patria. En esos casos raros y manifiestos se afianza la seguridad pública por
medio de un acto particular que pone este encargo en manos del más digno... Se
suspende la autoridad legislativa, pero no se extingue; el dictador que la hace callar, no
puede hacerla hablar, la domina sin poder representaría; todo puede hacerlo, menos
leyes.

Las asambleas nacionales habían declarado siempre, desde 1810, que la soberanía,
o el poder de dictar las leyes, residía esencialmente en la nación. Y el Congreso de 1816,
que nombró al doctor Francia dictador vitalicio, no delegó en él la soberanía, ni el poder
absoluto. Antes bien, le recomendaba que convocara los Congresos cuando hubiere
menester. Luego la soberanía guardaba silencio, pero no quedaba extinguida, como diría
Rousseau.

Finalmente, la dictadura con que se investía al doctor Francia no importaba la suma


del poder público; significaba solamente, como en la antigua Roma, el mando político y
militar de la República para preservarla de sus enemigos.

VII

ETNOGRAFÍA DEL DOCTOR FRANCIA

Es cosa bien averiguada que don José Gaspar Rodríguez de Francia nació en la
Asunción el 6 de Enero de 1766, habiendo sido sus padres el Capitán de Artillería don
García Rodríguez Francia, natural de Río de Janeiro, y la criolla paraguaya doña María
Josefa de Velazco, la cual descendía de don Fulgencio de Yegros y Ledesma, antiguo
Gobernador y Capitán General de la Provincia del Paraguay, de 1764 a 1766.

Hizo sus primeros estudios en su ciudad natal y pasó luego a la Universidad de


Córdoba del Tucumán, donde a los diecinueve años, en 1785, fue graduado de maestro
en filosofía y doctor en sagrada teología.

El año siguiente se encontraba de vuelta en la Asunción. Llevaba hábitos talares y

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se titulaba Clérigo de Ordenes Menores, pues en Córdoba los más de los alumnos se
hacían sacerdotes, ministerio que él rechazó después.

El doctor Francia hablaba corrientemente el francés. También conocía bien el latín,


pues ese mismo año fue nombrado profesor de esta asignatura en el Colegio Real de San
Carlos. Regentó más tarde en este mismo Instituto la Cátedra de Vísperas de Teología,
que se le confirió después de una rigurosa oposición, en reemplazo del doctor Alonso
Báez, que la había renunciado.

El joven profesor se indispuso, por causa de sus ideas liberales, con el Vicario
Provisor, y fue privado de su cátedra, que fue dada a otro. Francia reclamó de esta
injusticia con una tenacidad tal que obligó a su reemplazante a dimitir, quedando aquella
vacante.

El señor Mariano A. Pelliza refiere, a propósito de este incidente, que en aquella


época comenzaba en América a dividirse la opinión lo mismo sobre religión que sobre
política, y que los mejores representantes de la idea nueva en el Río de la Plata fueron
Francia y Zavaleta, Gorriti y Fúnes, Muñecas y otros más. Agrega que la querella de
Francia con el Vicario era la manifestación de su espíritu de independencia, de la energía
de su carácter y de lo indomable de su voluntad, presagiando lo que debía de ser en lo
futuro.

Desde que fue privado de su cátedra se consagró Francia con ahínco al estudio del
derecho. En 1809 el Cabildo de la Asunción le eligió diputado para las Cortes Españolas,
y dio de él al Virrey de Buenos Aires el siguiente informe:

“Ha tenido particular aplicación al estudio del Derecho, en cuyas materias ha


manifestado a satisfacción del público y de los magistrados suficiente capacidad y
extensión de conocimientos en los varios encargos del Foro, que se le han confiado,
conduciéndose siempre con honradez y rectitud (Véase mis Cuadros históricos y
descriptivos del Paraguay, Asunción, 1906).

Estos elogios eran merecidos, porque el doctor Francia había demostrado en todos
sus actos ilustración y talento, integridad de carácter y voluntad enérgica.

Los naturalistas suizos Rengger y Longchamp, que estuvieron a! servicio del


dictador de 1819 a 1825, hablan de él en estos términos:

“Francia, después de regresar a su patria, se distinguió por una altivez y una

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probidad a toda prueba. Jamás causa alguna injus ta mancilló su ministerio de abogado.
Jamás vaciló en defender al débil contra el fuerte, al pobre contra el rico. Exigía
honorarios considerables de los hombres pudientes, pero se mostraba con raro desinterés
hacia los litigantes escasos de recursos, o que eran injustamente arrastrados a los
tribunales. Heredero de un modesto patrimonio, nunca trató de acrecentarlo; la mitad de
una casa sita en la ciudad y una pequeña propiedad en el campo constituían toda su
fortuna y satisfacían todos sus deseos, hasta el punto de que, viéndose un día poseedor
de ochocientos pesos, consideró esta suma excesiva para un hombre solo y la despilfarró.
Poco sociable y poco comunicativo, amaba los trabajos solitarios del gabinete. No
habiendo constituido familia propia, desconocía los afectos tiernos y no tenía amigos. Era
de carácter inflexible y estaba además sujeto a accesos de hipocondría, que llegaban a
veces hasta la demencia. Era independiente en su vida privada como en la pública y fue
magistrado incorruptible como abogado íntegro. Esta conducta le granjeó la estima y la
simpatía de sus compatriotas.

“Francia es un hombre de mediana estatura, de una fisonomía regular y hermosos


ojos negros, característicos de los criollos de la América del Sud. Su mirada penetrante y
escrutadora expresa la desconfianza. Vestía casaca azul con galones, uniforme de
brigadier español, chaleco, calzones y medias de seda blancas, y zapatos con hebillas de
oro. La primera vez que fui admitido en su presencia, entabló conmigo (con Rengger) una
conversación sobre los asuntos políticos de Europa, de que estaba muy bien instruido. Me
pidió noticias de España, por la cual sentía el mayor desdén. La carta de Luis XVllI no era
de su agrado; mas admiraba al gobierno militar y las conquistas de Napoleón, cuya caída
deploraba. Pero el tema principal de sus pláticas eran los frailes. Les acusaba de orgullo,
de costumbres depravadas y de toda clase de intrigas. Quejábase de su tendencia a
sustraerse a la autoridad del gobierno. Para hacer conocer mejor los principios que
profesaba a este respecto, conste que me dijo: Si el padre santo viniese al Paraguay, yo
no le haría otro honor que el de nombrarle mi capellán. Previendo para Europa la vuelta
del fanatismo y de la superstición, insistía en la necesidad de ahogar el clericalismo en
América, antes de que pudiera contaminarse de este nuevo contagio. Hablando de la
emancipación de la América Española, demostró ser su más ardiente partidario, y su firme
resolución de defenderle contra los ataques de sus enemigos. Las ideas que enunciaba
de la manera de gobernar estos nuevos estados, poco avanzados en civilización, me
parecieron bastante justas; pero desgraciadamente, no aplicaba ninguna. Tuvo la

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amabilidad de mostrarme su biblioteca, donde, al lado de los mejores autores españoles,


pude ver las obras de Voltaire, Rousseau, Raynal, Rollin, Laplace, etc., que él se había
procurado desde la revolución. Poseía algunos instrumentos de matemáticas, globos y
cartas geográficas, entre éstas una del Paraguay, de don Félix de Azara. Quise dejarle
como regalo una fotografía de Bonaparte, por quien profesaba grande admiración; pero
no quiso aceptarla, porque se había impuesto como regla de conducta no admitir ningún
obsequio. Nos despidió por fin con estas palabras: Podéis hacer lo que queráis, profesad
la religión que más os acomode, nadie os molestará; pero no os mezcléis jamás en los
asuntos que conciernen a mi gobierno. Seguimos al pie de la letra este consejo mientras
estuvimos en el Paraguay, y el dictador por su parte nunca faltó a su palabra.

“La temperatura parece ejercer una grande influencia sobre su genio; al menos se
observa que cuando reina el viento nordeste, sus accesos de hipocondría son mucho más
frecuentes. Ese viento húmedo, y bochornoso, que trae lluvias repentinas, produce una
impresión de enfado en las personas que tienen los nervios movibles, o que sufren de
obstrucciones en el hígado y en las demás vísceras del bajo vientre. En tal estado el
dictador se encierra en su casa durante varios días sin ocuparse en negocios, o descarga
su mal humor sobre todos los que le rodean.

“Vomita injurias y amenazas contra sus enemigos, verdaderos o supuestos, y ordena


arrestos y castigos muy severos, hasta el punto de parecerle que el pronunciar una
sentencia de muerte es una nadería. Por el contrario, el viento sudoeste, que es seco y
fresco, le dispone bien, ordinariamente. Entonces canta y ríe a solas, y departe
amigablemente con las personas que se le aproximan. En ese estado es cuando se
reconoce al hombre de talento. Haciendo girar la conversación sobre diferentes tópicos
revela mucho ingenio, grande penetración de espíritu y conocimiento extensos para uno
que, por decirlo así, no ha salido de su medio habitual de vida.

“Por desigual que sea su humor, es constante en él una cualidad muy loable: quiero
hablar de su desinterés. Avaro de la fortuna pública, es generoso en sus gastos
personales. Sobrio y metódico en su modo de vivir, no acepta regalos de ninguna clase, ni
se apresura a cobrar sus sueldos. En muchas ocasiones ha mostrado que no le es ajeno
el sentimiento de la gratitud. Se acuerda a las veces de sus compañeros de colegio, y, en
caso de necesidad, no les escatima su protección. Pero para él ya no hay parientes ni
protejidos, ni beneficios que reconocer, cua ndo se menoscaba su autoridad o no se le

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rinde el respeto debido a su persona. Faltas de este género no las perdona nunca. Ni
tampoco permite que sus empleados sean desacatados, o que sus parientes se hagan
servir por ellos. Celoso de su autoridad hasta la exageración, el dictador no podía tener
confidentes. Nunca tomó el parecer de nadie y no hay quien pueda vanagloriarse de
haber ejercido algún ascendiente sobre él”.

Los hermanos Robertson, mercaderes ingleses que conocieron al doctor Francia en


los primeros años de la revolución de la independencia, se expresan de él como sigue:

“En sus maneras y en su trato, en la época a que se refieren estos recuerdos (1812),
no se notaba en él ni el menor indicio de las cualidades que ostentó después. Por el
contrario, su porte era atrayente y modesto, sus principios eran justos, y su integridad
como abogado indiscutible. Me pareció que la vanidad era el rasgo dominante de su
carácter, y aunque su ceño era adusto y duro, se suavizaba al sonreír, produciendo
simpática impresión en los que le miraban. Enorgullecíase de hablar el francés, e hízome
saber que leía las obras de Voltaire, Rousseau y Volney, compartiendo por completo las
ideas de este último.

“Aunque Francia vivía a la sazón alejado del gobierno (1812), sabíase que no se
ocupaba sino en conspirar contra él. Recibía secretas visitas de los campesinos y
hacendados ricos. Su plan era inculcarles la creencia de que el país estaba pésimamente
gobernado por unos cuantos igno rantes, destituidos de todo mérito. Les manifestaba que
el objeto de la revolución había sido derribar las pretensiones aristocráticas de España,
cuando en realidad sólo se había conseguido reemplazar aquéllas por otras aún más
odiosas, de personas que nada valían. ¿No es evidente – preguntaba – que están
violando diariamente sus juramentos y promesas? ¡Cómo! ¿Ha pasado por ventura el
tiempo de obrar con actividad y de realizar reformas positivas, cuando se deja el poder en
manos de hombres faltos de energía, sin iniciativa y sin habilidad para la gestión de los
negocios públicos?”

“¿Se quieren mas pruebas de la altivez de su carácter? – Un día el Delegado del


Norte de la República le hizo llegar un objeto que un traficante portugués le mandaba
ofrecer como regalo. Francia se sintió ofendido por este acto que lastimaba su delicadeza
personal. Sin desliar el envoltorio, ni abrir la carta con que venía acompañado, se los
devolvió a aquél funcionario, reconviniéndole muy moderadamente y con mucha dignidad
en un oficio que decía así:

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“Usted habría hecho mejor en no recibir ni encargarse de tales cosas. Sin duda él (el
portugués) no sabe ni reflexiona lo que es el Dictador perpetuo de una República... Por el
correo ya escribí a usted que no había querido abrir la carta, ni el envoltorio, y que
pensaba conservarlos intactos. En esta misma forma los remito otra vez por mano del
propio conductor Vicente Urbieta... Mi propio pundonor, el justo aprecio que tengo del alto
empleo en que estoy constituido, y por último, la experiencia y conocimiento que tengo de
la malignidad, perfidia y maquinaciones del mundo y de los hombres, no me permiten
avenirme a semejantes demostraciones; que así usted se los devolverá del mismo modo
en primera oportunidad”.

Al formarse la primera Junta Gubernativa del Paraguay, compuesta de cinco


vocales, entre los cuales él figuraba, se le designó también como Diputado para conc urrir
al Congreso General de las Provincias del extinto Virreynato, según el deseo de sus
colegas y oficiales del Ejército. Pero Francia era contrario a este pensamiento, desde que
su designio era sustraer al Paraguay de todo lazo federativo con aquéllas. Los partidarios
de la federación pretenden obligarle a dar ese paso. El lo resiste francamente. Los jefes y
oficiales insisten en sus pretensiones. Retírase entonces del gobierno (1811). Llamado
por sus colegas, vuelve a ocupar su puesto de vocal de la Junta. Pero la preponderancia
militar se deja sentir de nuevo, y Francia, hombre de una sola pieza, se aleja por segunda
vez de las funciones oficiales, no consintiendo en someterse de ninguna manera a sus
compañeros de gobierno, a quienes él calificaba de ignorantes, según nos lo ha hecho
saber Robertson.

Con efecto, sus colegas, considerándose incapaces de gobernar el país, no tuvieron


más remedio que solicitar definitivamente su valiosa cooperación, y el Cabildo le ruega
que deponga su enojo en bien de la patria. Francia le contesta con esta nota:

“Observo que el Cuartel o sus oficiales no pretenden determinadamente mi regreso


a la Junta, y nada más expresan en este particular, sino el no haber resuelto que la Junta
General nombre un nuevo Diputado para el Congreso de las Provincias, cuando yo no
vuelva a seguir en el ministerio de Vocal. Yo siempre miraré con indiferencia ese
nombramiento, pues que sólo por cooperar en lo que pudiese de mi parte al servicio de la
patria, consentí en esos cargos que la Provincia quiso poner sobre mis débiles hombros;
pero no puedo comprender cómo se han podido identificar y combinar unos objetos y
oficios tan inconexos.

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…………………………….

“A la penetración de V. S. no puede ocultarse la irregularidad de este tono


amenazante y decretorio. Sólo los señores oficiales del Cuartel no son el pueblo o la
Provincia para conducirse en esta forma. Así lo he manifestado a ellos mismos
anteriormente, exhortándolos con igual motivo. Antes bien por su misma profesión de
militares creados y nombrados por la Junta de Gobierno establecida por la Provincia y que
están a sueldo de ella, deben ser los primeros que den ejemplo de subordinación y
fidelidad al cumplimiento de sus deliberaciones, considerándose por esto mismo como
ministros celadores y ejecutores de la voluntad general de la Provincia y su Gobierno.

“De otra suerte la libertad por la cual hemos hecho y nos exponemos a hacer nuevos
sacrificios, vendría a parar en una desenfrenada licencia que todo lo reduciría a
confusión... La libertad ni cosa alguna puede subsistir sin orden, sin reglas, sin una unidad
y sin concierto; pues aún las criaturas inanimadas nos predican la exactitud... Qué sería
de la Junta y de la Provincia si a cada instante los oficiales, prevalidos de las armas,
hubiesen de hacer temblar al Gobierno para obtener con amenazas las... (ilegible) de su
arbitrio? ¿En este caso qué quiere V. S. que yo haga, ni con qué valor o energía podrá la
Junta resolver o disponerse a empresa alguna, recelando de los comandantes de las
tropas del cuartel? ¿Podrá V. S. asegurar que en adelante no levantarán la mano? Yo
estoy y estaré a la disposición de V. S. pero es preciso que V. S. vea modo de que los
señores oficiales, conteniéndose en su deber, se reduzcan a una exacta subordinación,
cual exigen la tranquilidad, la unión, el buen régimen y defensa de la Provincia. Dios
guarde etc. Setiembre 3 de 1811 (Fir.) Dr. José Gaspar de Francia).

Tres meses después, pasaba a la Junta de Gobierno la nota que sigue, y en la que
se queja de las violencias de que ha sido objeto de parte de los militares, a la vez que
hace alusión a los servicios prestados a la Provincia:

“Es constante y bien notorio que todo el peso del despacho únicamente han
soportado mis hombros, no sólo desde la institución de la Junta, sino aun desde la misma
revolución, de que es prueba incontestable lo que anteriormente ha sucedido y al
presente está sucediendo, a saber, que en cesando yo, ya no hay curso ni despacho en
los negocios, con grave perjuicio del público, y atraso de las correspondencias y relación
de este gobierno... De resultas del desorden que experimenté con el amago de una
extorsión y violencia de unos pocos prevalidos de las armas, me vi forzado a retirarme; y

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aunque volví a ella por instancia de los individuos de ella y del Ilustre Cabildo, se me ha
faltado a la condición que se trató a presencia del Comandante del Cuartel para evitar y
preservarme en lo sucesivo de iguales insultos... (concluye pidiendo la convocatoria de un
Congreso General de la .Provincia para arreglar las diferencias, porque – dice él – “es
inevitable la celebración de un Congreso que tenga por base la voluntad libre y general de
la Provincia, de la que nadie puede recelarse, porque sólo temen los Congresos los que
temen ser juzgados”). Dios guarde a V. S. muchos años. Asunción del Paraguay
Diciembre 15 de 1811. (Fir). Dr. José Gaspar de Francia”.

Se ha creído generalmente que esto de retirarse de la Junta no era más que una
farsa de parte de Francia para hacerse de rogar y adular, pero ello no era cierto, puesto
que fue objeto de violencias de parte de los militares.

La Junta, que se componía de Yegros, Caballero y Mora, le amenazó y le conminó a


volver, pero Francia no era hombre de intimidarse, y quedóse en su casa.

Más de un año se mantuvo alejado del gobierno, hasta que al fin amainaron los
militares y la Junta, y de concierto con el Cabildo, resolvieron darle satisfacción amplia,
separar de aquélla al vocal Bogarin, convocar al Congreso general de la Provincia y poner
un batallón bajo el mando inmediato de Francia para no verse éste en adelante vejado por
la oficialidad que le era adversa. Triunfaba el doctor con !a fórmula del orador romano:
Cedan las armas a la toga – gracias a su entereza y superioridad.

Un acuerdo especial fue firmado por él y los individuos de la Junta en fe de lo


convenido, y lleva fecha de 16 de Noviembre de 1812. Todos los documentos relativos al
asunto se hallan publicados por separado en mi colección de Los Amigos de la
Educación.

El deseo de los oficiales del cuartel, incluso Caballero, Yegros y otros, de unirse a
Buenos Aires, está expresado en el manifiesto que dieron después de la deposición de
Velazco. En él enunciaban contra éste y los demás españoles del Cabildo el cargo de ser
un obstáculo a la federación, diciendo: “no querer reducirse a enviar sus Diputados al
Congreso General de las Provincias, con el fin de formar una asociación justa, racional,
fundada en la equidad, y en los mejores principios de derecho natural, que son comunes a
todos, y que no hay motivo para creerse que hayan de abandonar u olvidarse por un
pueblo tan generoso e ilustrado como el de Buenos Aires; ha sido una conducta
imprudente, opuesta a la prosperidad de la provincia y común felicidad de sus naturales.

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y la Dictadura en Sudamérica

Cuartel General de la Asunción, 9 de Junio de 1811 – Pedro Juan Caballero – Fulgencio


Yegros – Mauricio José Troche – Vicente Iturbe – Manuel Iturbe – Juan Bautista Rivarola
– Mariano del Pilar Mallada – Agustín Yegros--Pedro Alcántara Estigarribia, etc.

En la nota del 20 de Julio pasada a Buenos Aires, y que ya ha sido transcrita, se


hace referencia a ese mismo deseo, cuando afirma que no faltaban verdaderos patriotas
que deseasen esta dichosa unión, etc.

En su virtud, aquellos patriotas insistieron en que el diputado Francia se trasladase a


Buenos Aires a llenar su cometido. Los militares del cuartel, capitaneados por Antonio
Tomás Yegros, se alzaron e impusieron a la Junta la remoción del Vocal Bogarín para
atraer a Francia, que era el miembro más útil de la Junta de Gobierno; y si no se avenía a
volver, para elegir otro vocal y diputado en su reemplazo. Francia concurrió a la Junta;
pero pronto tornó a retirarse, porque los militares quisieron ejercer violencias en su
persona: así instruyen las notas cambiadas, hasta que por fin los individuos de la Junta y
los militares cedieron el terreno al futuro dictador, que llevaba en su alma melancólica la
pasión de la independencia nacional. Celebraron un convenio en Noviembre de 1812, por
el cual pusieron término al conflicto, y en cuya virtud quedó acordado: 1º. Poner un
batallón a las órdenes de Francia. 2º. Convocar en breve un nuevo Congreso para
cambiar la forma de gobierno.

Y como la popularidad de Francia era mucha en la campaña, los más de los


diputados electos resultaron ser partidarios suyos.

Bajo la presión moral del intransigente vocal de la Junta, se reunió el año siguiente
el Congreso General, el cual en su sesión del 12 de Octubre confirmó la declaración
absoluta del Paraguay de todo poder extraño, cambió su título de Provincia por la
denominación de República del Paraguay, adoptó como bandera nacional la de los
colores franceses, que era simpática al doctor Francia, sustituyó a la Junta Gubernativa
de cinco vocales el gobierno consular de los duunviros, que también había establecido la
República Francesa, y declaró rota la alianza con Buenos Aires, en consecuencia de un
enojoso cambio de notas entre las dos Juntas Gubernativas por la cuestión de auxilios.

Esta prestación de auxilios había sido pactada en el tratado del 12 de Octubre de


1811. Buenos Aires pedía, en consecuencia, la entrega de sus armas al Paraguay para
defender la común libertad, lo cual era una mentira, porque en el Río de la Plata nunca
corrió riesgo la independencia por no existir en él ningún ejército español. Francia

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comprendió el alcance de esa demanda, e indujo a la Junta a la negativa. Buenos Aires


propone que se someta la dificultad a la decisión del Congreso General de las Provincias
Unidas. Francia lo rehuye, porque ello equivaldría a aceptar la soberanía de Buenos
Aires. “El Paraguay – le dice – no se apartará de sus principios; procederá conforme a lo
que prescribe el derecho natural, y el mundo imparcial juzgará de la conducta de uno y
otro gobierno (El Paraguayo Independiente, núm. 5)”.

¿Por qué el doctor Francia no partió en 1809 para España a desempeñar su cargo
de diputado a Cortes para que había sido electo? Es porque sentía su vocación histórica
en la crisis por la que comenzaba a atravesar la América del Sud, desde la expedición del
general Miranda a Venezuela, en 1806, y la acometida de los ingleses al Río de la Plata.
Los primeros estremecimientos de la península, producidos por la invasión napoleónica, le
anunciaron la ruina del poder español en este continente, y quedóse en su casa a estudiar
a los filósofos franceses y a afilar sus armas. Electo más tarde diputado por esta provincia
al Congreso General de Buenos Aires, tampoco quiso moverse de aquí, porque, en su
concepto, actos tales importaban el someterse a una soberanía extraña, cuando él nutría
en su mente la idea secreta de erigir al Paraguay en Estado independiente.

El señor Bartolomé Mitre, historiador unitario, censura duramente su conducta, como


es de comprenderse, desde que la historia de Belgrano ha sido escrita con el propósito de
abonar y sincerar la política de la Junta de Buenos Aires, dirigida entonces por don
Bernardino Rivadavia y calificada por él mismo de inhábil y pusilánime; pero para
disculparle añade: que Rivadavia, para asegurar otras ventajas positivas, se prestó a
acceder a las exigencias del Paraguay.

El señor Mitre, que tuvo a la vista los papeles de Belgrano y Echavarría y pudo
adquirir algunos conocimientos acerca del doctor Francia, refiriéndose a las
negociaciones diplomáticas que éste celebró con aquéllos, dice:

“En sus manos estaban los destinos del Paraguay a la llegada de Belgrano y
Echavarría a la Asunción, y desde luego era fácil prever cuál sería el resultado de la
negociación. La dirección que había dado a la revolución del Paraguay mostraba
claramente que era enemigo de la influencia de Buenos Aires; sus exigencias posteriores
revelaban un plan sistemado de disgregación... Sus conversaciones se contraía n
generalmente a lo mal preparados que estaban los pueblos sudamericanos para la
libertad. Este era el tema favorito de Francia, que conociendo en parte la revolución

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norteamericana, se manifestaba al mismo tiempo severo republicano, condenando como


absurdo el sistema monárquico, al mismo tiempo que declaraba inaplicable para la
América española el régimen de la libertad en toda su extensión... Belgrano y Echevarría
no pudieron penetrar el misterio de aquella alma, que ni se traicionaba por la palabra, ni
se reflejaba en el rostro impasible y adusto del oscuro político con quien iban a tratar.
Colmados de atenciones, entendiéndose únicamente con él, rodeados tan sólo de
aquellas personas que Francia permitió se les acercasen, vivieron encerrados en un
círculo mágico, sin comprender cuál era la potestad misteriosa que así limitaba su esfera
de acción tasando lo que sus ojos debían ver y las palabras que debían oír. Visitados
frecuentemente durante la noche por el astuto vocal, supo ganarse el afecto y la confianza
de Echavarría, y en parte la de Belgrano, que siempre experimentó hacia él una repulsión
instintiva... Cuando a su vez le visitaban en su estudio, le encontraban rodeado de
algunos libros, y colgado frente a su mesa el retrato de Franklin, lo que debía hacerles
creer que aquel era el sublime modelo que se proponía imitar... En esta negociación toda
la perseverancia, la habilidad y las ventajas estuvieron de parte del astuto diplomático
paraguayo. El papel de los representantes del gobierno de Buenos Aires fue meramente
pasivo, quienes, sin alcanzar las consecuencias, sancionaron en cierto modo la
segregación del Paraguay y la disolución política del antiguo Virreynato del Río de la
Plata, que hasta entonces formaba una comunidad”.

Según los datos que acerca de su persona y rasgos fisonómicos han suministrado
las personas que le han conocido de cerca, y el retrato que sirve de portada a esta obra,
Francia era un hombre de mediana estatura, formas cenceñas y amojamadas, frente
levantada y amplia que guardaba proporción y armonía con su nariz recta y afilada,
hermosos ojos negros hundidos en sus órbitas y sombreados por espesas pestañas, boca
regular y firme, labios delgados, cabellos castaños y lisos, trenzados en coleta, tez biliosa,
rostro ovalado, fisonomía marcadamente inteligente, y mirada penetrante, escrutadora,
como si buscase a sondear el pensamiento de su interlocutor y a inspirarle miedo; pero
que si notaba en éste presencia de ánimo, iluminábase de repente su semblante,
ordinariamente sombrío triste o melancólico, y le platicaba en tono afable y circunspecto,
revelando mesurado y solemne, que tenia mucho de aire señorial. Vestíase correctamente
a la usanza del antiguo régimen, y, finalmente, era frugal en el comer, metódico en sus
costumbres y muy aficionado a la lectura y las labores propias de su ministerio.

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Educado entre los franciscanos que dirigían el Colegio y Universidad de Córdoba, no


influyeron para nada en su espíritu los estudios teológicos o las disciplinas eclesiásticas.
Los libres pensadores nacen, como los poetas. Muchos hombres notables, educados por
los jesuitas, fueron sus mayores enemigos. Buena prueba de ello son Descartes y Voltaire
y en nuestros días Sully - Prudhomme. Este experimentó a los diecinueve años de edad
una crisis en su fe religiosa a causa del medio católico en que había vivido. En 1858 se
notó en él cierta tendencia al misticismo: pero reaccionó luego que leyó las obras del
doctor Strauss.

A Gaspar de Francia le destinaron sus padres a la carrera eclesiástica. Cuando,


graduado de doctor en teología y filosofía a los diecinueve años, volvió a su país, llevaba
todavía hábitos talares como clérigo de órdenes menores. Sus ideas liberales, ya en
religión, ya en política, le indispusieron con el Vicario y Previsor del Paraguay, y éste le
privó de su cátedra. Desde entonces abandonó la vestimenta eclesiástica y se aficionó a
la lectura de las obras de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII, según nos lo
cuentan Rengger y Robertson. El viajero francés doctor Alfredo Demersay, que en 1845
visitó el Paraguay y escribió una excelente obra sobre el país, afirma que entre los libros
del dictador existentes en el Archivo Nacional había una apología de Robespierre,
personaje que guarda alguna semejanza moral con él, aunque de diferente significación
histórica.

Según sus contemporáneos, Maximiliano Robespierre, el oscuro abogado de Arras,


nacido siete años antes que Francia, era de estatura más baja que mediana,
desproporcionada y sin gracia, de cuerpo delgado y seco, fisonomía firme, semejante a la
de la hiena y el zorro, frente alta, amplia y redonda, ojos pequeños, inquietos, profundos y
sin expresión, párpados convulsivamente retráctiles, boca estrecha, apretada y bien
delineada, nariz recta y puntiaguda, barba firme y francamente acentuada y la voz
chillona. Su frente se arrugaba con frecuencia, y un ligero temblor sacudía
constantemente sus manos, las espaldas y el cuello. Era de tez biliosa, cabellos castaños,
rizados, empolvados y levantados como alas de palomo sobre las sienes, y cejas
prominentes. Era pulcro como un gato. Llevaba sus vestidos perfectamente aseados y
abrochados. Dejaba la casaca abierta sobre el pecho para hacer ver su chaleco blanco y
la chorrera de su camisa siempre flamante. Usaba ordinariamente pantalón corto, de color
amarillo, medias blancas y zapatos con hebillas de plata. Era ni más menos que un

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lechuguino del antiguo régimen.

Charles Nodier le describe así: “Que se imagine un hombre de estatura baja, de


formas delgadas, fisonomía fina, frente comprimida hacia las sienes como una bestia de
presa, boca larga, pálida y apretada, voz ronca en el bajo, falsa en los tonos elevados, y
que se convertía en la excitación y en los raptos de la cólera en una especie de aullido,
semejante al gruñido de la hiena; ese es Robespierre. Añadid a eso el aparato de una
coquetería estirada, gazmoña y embotijada, y le tenéis de cuerpo entero”.

Tomás Carlyle, escritor de ideas paradójicas, y lleno de humour siempre, en su


historia de la revolución francesa, le describe así: “Allí hay (en la Asamblea Nacional) un
hombrecillo con anteojos, de fisonomía poco expresiva, delgado, inquieto, con mirada
incierta cuando se levanta los anteojos, con la nariz levantada como si aspirase
vagamente algún porvenir desconocido, de color atrabiliario y de varias tintas,
predominando el verdoso como color de agua de mar. Es Robespierre... Su inteligencia
rígida y pobre, su espíritu claro y pronto, pero de poca elevación, agradaron a aquel
hombre rey satisfecho de no encontrar genio alguno, sino solamente las cualidades
negativas que convienen al hombre de negocios. No quiso sentenciar a muerte a un reo
cuando fue nombrado juez por el obispo, y se retiró. Hombre austero, hombre de
conciencia estrecha y escrupuloso, hombre poco a propósito para las revoluciones, cuya
alma es pequeña, transparente y pura como la cerveza, y que como esta, se pica
fácilmente. Quizá más tarde podrá ser. Veremos”.

Robespierre, antes de la Revolución, era de costumbres austeras y honestas,


incorruptible como abogado y como magistrado, e inaccesible a las influencias del dinero.
Pero era vanidoso y desconfiado. Abrigaba en su pecho un odio profundo a las clases
aristocráticas, y no reparaba en los medios para llegar a sus fines. Su ambición de
mandar no reconocía límites, pero era sincero en sus convicciones – dicen – y un fanático
por la causa de la Revolución. Creía obrar según la justicia.

Robespierre y los demás revolucionarios franceses estaban muy imbuidos del


filosofismo en boga y de los saberes clásicos. Impregnados del espíritu democrático de
los tiempos antiguos, se consideraban como los herederos de los tribunos del Foro y de
los Agoras, de Focion y de los Gracos, de Demóstenes y Cicerón, cuyas lenguas
conocían muy bien. Llenaban su mente los nombres de los varones de Pintarco, e
inflamaban sus almas los recuerdos de sus grandes acciones, imaginándose vivir con

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y la Dictadura en Sudamérica

ellos en una misma comunión de ideas y sentimientos. Bien claramente así lo denuncian
sus discursos, las instituciones políticas que crearon, el Tribunado, el Senado, el
Consulado, y aquel grito de enfado que lanzara uno de los oradores de la época: Delivrez
nous des Grecs et des Romains!

Chateaubriand creyó de veras que habían vuelto los tiempos de Grecia y Roma, y
escribió aquel desgraciado Ensayo sobre las revoluciones antiguas, de que se arrepintió
después, en que procuraba demostrar que la Revolución Francesa, cuyo espíritu no
había comprendido, no era más que una imitación de aquéllas. Sí, los ejemplos de Grecia
y de Roma ejercieron una grande influencia en la marcha y los destinos de la Revolución;
pero ésta tuvo por objeto demoler las instituciones feudales, abolir las desigualdades
sociales y fundar el reinado de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que no conocieron
los antiguos.

El evangelio de Robespierre era El Contrato Social; su religión, el culto del Ser


Supremo, o de la diosa Razón. Rousseau había dicho: “Cuando la patria se halla en
peligro, es necesario un jefe supremo que haga callar todas las leyes. Hasta la misma
Esparta dejó dormir sus leyes”.

Y Robespierre, defendiendo la dictadura, amplificaba el pensamiento de su maestro


en estos términos “El resorte del gobierno popular en la paz es la paz; el resorte del
gobierno popular en la revolución es a la vez la virtud y el terror; la virtud sin la cual el
terror es funesto; el terror sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otro que la
justicia pronta, severa e inflexible. Se ha dicho que el terror era el resorte del gobierno
despótico. ¿Acaso el vuestro se parece al despotismo? Sí, como la espada que brilla en
manos de los héroes de la libertad se parece a la cuchilla de los satélites de la tiranía.
Que el déspota gobierne por el terror a sus súbditos embrutecidos, tiene razón como
déspota. Dominad por el terror a los enemigos de la libertad, y tendréis razón como
fundadores de la República. El gobierno de la República es el despotismo de la libertad
contra la tiranía”.

Acusando a Luis XVI decía: “¿En qué República la necesidad de castigar al tirano ha
sido litigiosa? Acaso fue llamado a juicio Tarquino? Qué se habría dicho en Roma si los
Romanos se hubiesen atrevido a declararse sus defensores?”.

Su discípulo Saint Just no le iba en zaga en furor jacobino. Acusando a Danton y sus
compañeros ante la Convención, hacía la apología del Terror con estas vehementes

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palabras: “Hay algo de terrible en el amor de la patria; es de tal manera exclusivo que
sacrifica todo, sin piedad, sin espanto, sin respeto humano, al interés público. El despeña
a Manlio, inmola sus afecciones privadas, arrastra a Régulo a Cartago, precipita a un
romano al abismo, y coloca en el Panteón a Marat, víctima de su abnegación”.

Marcada fue la influencia que ejercieron en el espíritu del doctor Francia – libre
pensador de suyo – los escritos de los filósofos, los discursos de los oradores y los
hechos de los revolucionarios franceses. Así lo denuncian sus ideas y conducta en la vida
pública y privada. Para convencerse de ello, basta analizar sus producciones
intelectuales, por ejemplo, la arenga pronunciada ante la Asamblea popular reunida en
Junio de 1811 que quedó inserta antes, y la famosa nota del 20 de Julio del mismo año
pasada a la Junta de Buenos Aires. ¿Qué encontramos en ambas piezas literarias? Pues
las ideas y las frases de los publicistas franceses y principalmente de Rousseau, que en
cláusulas sueltas dicen así: “todos los hombres tienen una inclinación invencible a la
solicitud de su felicidad – las sociedades y los gobiernos no tienen otro objeto que
procurársela – la naturaleza hizo a los hombres libres de pleno derecho – si cedieron su
natural independencia o libertad, fue para buscar su seguridad y bienestar – si no sucede
así, la autoridad debe considerarse devuelta o permanente en el pueblo – la fuerza puede
oprimir los derechos, pero no extinguirlos, porque ellos son imprescriptibles – el hombre
sufre la opresión mientras es débil, pero en cuanto pueda, debe reivindicar sus derechos
naturales – en la situación actual la soberanía ha desaparecido en la nación, y no hay
autoridad legítima – corresponde a la Provincia el crear otra nueva, etc.”.

Que se examinen las doctrinas del Contrato Social acerca de la soberanía originaria
del pueblo, expuestas en el discurso preliminar, y se verá que concuerdan con ellas las
ideas consignadas en los documentos oficiales citados, que por ello se han hecho
célebres en la historia del Río de la Plata.

Después que Francia consiguió supeditar a su voluntad a Yegros y Caballero,


haciéndoles suscribir el consabido arreglo de 16 de Noviembre de 1812, acordóse
convocar el Congreso que le daría su preponderancia absoluta. A la noticia de esta
indicción popular, presentóse en la Asunción don Nicolás Herrera como Delegado de
Buenos Aires para recabar de nuevo el envío de un Diputado a la capital del Río de la
Plata, medida a la cual fue siempre contrario el doctor Francia. Este, sin descubrir sus
miras secretas al enviado porteño, redactó unas Instrucciones para los pueblos de la

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Provincia, con arreglo a las cuales se harían las elecciones de mil diputados en Agosto de
1813. En ellas se traducen las mismas teorías acerca de la soberanía de las multitudes,
reflejo de la doctrina del filósofo ginebrino. Dicen así :

“El gobierno de Buenos Aires en su correspondencia oficial y seguidamente por


medio de su Enviado actualmente residente en esta ciudad ha incitado a esta Junta el
envío de Diputados representantes de la Provincia a la Asamblea General formada con
aquel objeto en la ciudad de Buenos Aires. En un asunto de tanta trascendencia y
gravedad debió la Junta proceder con el mayor pulso y circunspección... Se acordó en 4
del mes de Junio convocar a un Congreso para que deliberase lo que estimase
conveniente... Subscribió esta Junta en 30 del propio mes el acuerdo concebido en los
términos que siguen:

“Consiguientemente a la determinación de un Congreso General de la Provincia,


acordada en 4 de este mes, acordamos los infrascritos Presidente y Vocales que el día 9
del próximo venidero Agosto se celebre dicho General Congreso, cuyo número de
sufragantes no baje de mil individuos de votos enteramente libres, y que sean naturales
de esta Provincia... Siendo este Congreso Soberano como debe serlo, no se le pongan
ahora ni después, trabas, impedimentos, ni restricción alguna; que siendo esencial así el
derecho del sufragio en todos los ciudadanos de todo pueblo libre como la voluntad
general libremente expresada para la validación y subsistencia de cualquier
establecimiento (gobierno) o disposición concerniente a la misma Provincia.. Si la
Provincia por su transformación política volvió de su antigua servidumbre a su libertad
nativa; si ese tránsito es el recobro y restauración de sus derechos perdidos, o largo
tiempo usurpados; y si estos derechos residen esencial y originariamente
en todos los ciudadanos, la Junta cree que en la resolución presente ha conciliado
estos objetos en toda su extensión imaginable y compatible con las circunstancias... De
este modo el Congreso abrirá un periodo importante no sólo por la grave e interesante
ocurrencia que lo motiva, sino por ser esta la vez primera en que todos generalmente
entran al inestimable goce de sus derechos inmutables, sufragando al nombramiento de
los mismos que han de reunirse a tratar de los grandes intereses del Estado... Prevendrá
usted también que son convocados y llamados generalmente y sin distinción todos los
moradores vecinos, pues siendo tan universal como preeminente y de una prerrogativa
superior el uso y ejercicio de los derechos esenciales e imprescriptibles de la libertad

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natural del hombre, no pueden, ni deben prevalecer las distinciones particulares limitadas
a determinadas personas... Asunción y Agosto 26 de 1813 – Fulgencio Yegros, doctor
José Gaspar de Francia, Pedro Juan Caballero – Mariano Larios Galván, Secretario”.

En el antecedente documento insiste la Junta, inspirada por Francia, en que la


soberanía reside originariamente en todos los ciudadanos, que representan la voluntad
general. De ahí el gobierno de la multitud, que puede degenerar en un odioso despotismo.
Es cierto que toda autoridad emana del pueblo; pero la autoridad tiene por límite los
derechos humanos imprescriptibles, que son anteriores y superiores a ella, como lo
proclama el mismo doctor Francia en su alocución transcripta.

En consecuencia de ello, las asambleas de mil diputados fueron sugeridas por él,
partiendo de la paradoja de que la voluntad nacional no puede ser interpretada por otros,
sino que debe ser directamente expresada por todos los individuos, cual ocurría en las
democracias antiguas. Dichas asambleas sancionaban pues el plebiscito y el sufragio
universal en estos países que nunca conocieron el derecho político del voto popular.

“La soberanía no puede ser representada – dice Rousseau – por la misma razón de
que es inenajenable; consiste en la voluntad general, y la voluntad no se representa. Los
diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes: ellos son tan solo sus
comisarios, y no pueden determinar nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en
persona no haya ratificado es nula, y ni aún puede llamarse ley. El pueblo inglés cree ser
libre y se engaña, porque tan sólo lo es durante la elección... La idea de La
representación es moderna, y se deriva del gobierno feudal, de este gobierno inicuo y
absurdo, en el que se halla degradada la especie humana. En las Repúblicas antiguas y
aun en las monarquías jamás tuvo el pueblo representantes; esta palabra era
desconocida... Entre los griegos, todo lo que el pueblo tenía que hacer, lo hacía por sí
mismo, y así continuamente se hallaba reunido en las plazas”.

El filósofo ginebrino optaba, pues, en su afán de demoler las instituciones feudales,


por las asambleas de las agoras y por los comicios romanos, o sea, por las reuniones
populares numerosas, por el gobierno de la muchedumbre. Robespierre adaptó este
sistema, y el doctor Francia, para no usurpar la autoridad soberana como los tiranos de
Grecia, se la hizo conferir por congresos muy numerosos, ya que el pueblo todo entero no
podía reunirse.

Otro Congreso de mil diputados, reunido en 1814, le confirió la dictadura temporal.

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Pero no por eso quedaba contento. Francia aspiraba el poder vitalicio para hacer su
voluntad, sin tasa ni medida, sin trabas ni restricciones.

¿Qué necesidad hay – argüía él – de reunir estas caricaturas de congresos, que


nada saben de política, ni sirven para otra cosa que elegir dictadores y otorgarles
facultades extraordinarias o la suma del poder público, cual ocurre en Buenos Aires?
Pues ejerzamos, de una vez la dictadura personal, irresponsable, hasta que se pase el
peligro que amena za a todos. Sobre todo el caso está previsto en el Contrato Social, que
literalmente dice así: “Cuando la patria está en peligro, la misma Esparta dejó dormir sus
leyes. Pero solamente los mayores peligros pueden compensar el de alterar el orden
público, y jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata
de la salud de la patria. En estos casos raros y manifiestos se afianza la seguridad pública
por medio de un acto particular que pone este encargo en manos del más digno...
Entonces se nombra un Jefe supremo que haga callar todas las leyes”.

Y Francia reunió el último Congreso (1816) que le nombró Dictador Perpetuo del
Paraguay, titulo con el cual ha pasado a la historia.

VIII

POLÍTICA INTERIOR DEL DICTADOR FRANCIA

Asegurado en el poder por el voto del Congreso, comienza por separar del mando
de las tropas a aquellos jefes y oficiales, que no eran afectos a su persona, que le habían
hostilizado cuando fue vocal de la Junta de Gobierno, y a quienes consideraba ser
porteñistas. Ellos eran los Yegros, los Iturbe, Troche, Rivarola, Mallada, Estigarribia, los
cuales fueron reemplazados por individuos de su confianza. Con esta medida, el dictador
ahogó en su cuna al militarismo naciente y afirmó su predominio sobre el pueblo. Introdujo
la disciplina más rigurosa en el ejército, cuyo instructor era él mismo. No hay duda que se
había puesto a estudiar táctica militar para enseñar a sus soldados, ya por desconfianza,
ya por no existir hombres instruidos en el país.

Con un diccionario de artes y oficios y otros libros que poseía, el dictador enseñaba

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a los artesanos procedimientos mejores o más modernos. Como un arquitecto, él dirigía


las obras públicas. Y cuenta Rengger que un año en que se perdió la cosecha por causa
de las langostas, Francia reveló a los agricultores el secreto de sembrar de nuevo una
parte de las tierras devastadas por el acrido, obteniendo el éxito más completo. Desde
entonces los campesinos saben recoger dos cosechas al año.

Teniendo en vista aislar al Paraguay del contacto de las provincias argentinas,


prohibió la salida de los habitantes y los obligó a dedicarse a la agricultura. De esta suerte
los paraguayos cesaron de emigrar, cultivaron sus hazas, y se cambió de tal modo la
economía rural del país, que éste no tuvo necesidad de introducir comestibles de Buenos
Aires, bastándose a sí mismo para entretener su existencia. Se cultivaron entonces el
arroz, el maíz y la mandioca en grande extensión; las hortalizas y las legumbres que
antes no se conocían; finalmente, el algodón, que se utilizó en ancha escala por la gente
del campo. Progresó también visiblemente la ganadería, pues el país se llenó de
animales, que antes no abundaban y vióse en situación de exportarlos.

Por las mismas causas adelantó también la industria manufacturera. Bajo el látigo
del dictador, los paraguayos se hicieron tejedores, herreros, cerrajeros, armeros,
zapateros, guarnicioneros, albañiles, plateros y orfebres, pues es de saberse que durante
la dominación española escaseaban muchísimo los artesanos. Abundaron de tal modo los
plateros en la época de la dictadura que se pusieron a fabricar monedas falsas y a
adulterar los metales preciosos con que se hacían alhajas. Entonces Francia expidió el
decreto del 21 de Abril de 1829, reglamentando el oficio de referencia para evitar nuevos
fraudes.

Otras medidas económicas adoptadas por su gobierno consistieron en suprimir el


diezmo, sustituyéndolo con moderados impuestos, abrir caminos, transformar y sanear la
ciudad y ejecutar otras obras de pública utilidad. Pero, siguiendo los ejemplos
suministrados por los gobiernos dictatoriales de Buenos Aires, Chile y el Perú, apeló
también a las confiscaciones de los bienes de los españoles, a los secuestros,
contribuciones forzosas, confinamientos y fusilamientos, para abatir al elemento realista y
aterrorizar a los amigos de Buenos Aires.

En cuanto a la instrucción pública, dice el doctor Rengger, no la favoreció, pero


tampoco intentó oponerse al fomento de la instrucción privada. Había muchas escuelas
particulares, donde se daba enseñanza a los varones, de suerte que era raro encontrar un

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hombre que no supiese leer y escribir. Suprimió el Seminario o Colegio de teología; pero
en su época se ilustraron todos los personajes principales que figuraron en la época de
López I, como puede verse en mi historia de la instrucción pública en el Paraguay.

No obstante la aserción del nombrado escritor, que salió del Paraguay el año 1825,
asegura el señor Zinny, muy conocedor de los países del Plata, que en la época de
Francia había escuelas públicas en casi todos los pueblos y villas, y los habitantes en
general sabían leer, escribir y contar, porque era obligatoria la instrucción primaria. Añade
que en la Asunción existían una academia militar para los jóvenes consagrados a la
carrera de las armas, y una casa de educación para las muchachas pobres. El dictador
organizó el ejército y las milicias para defender la independencia del país y su territorio, y
abrió caminos públicos entre la capital y las villas principales.

El motivo de la supresión del Seminario de San Carlos se encuentra en el espíritu


suspicaz y receloso del dictador. Temía que los profesores españoles y porteños del
instituto enseñaran máximas contrarias a su sistema de gobierno y tuvieran ascendiente
sobre los alumnos y sus familias.

El Paraguay era frecuentemente atacado, ya por los brasileños del Norte, ya por los
indios del Chaco. El dictador estableció entonces una línea de fortines a lo largo de
ambas orillas del Río desde las Tres Bocas hasta Fuerte Olimpo. Otro cordón de guardias
se extendió a lo largo del Aquidabán para contener a los Mbayáes. Esto no obstante, el
pueblo de Tebegó fue abandonado en 1823, en consecuencia de nuevas y más tenaces
incursiones de los indios que venían provistos de armas de fuego que les suministraban
los brasileños del norte del Apa. El comandante del Fuerte Olimpo era don Manuel
Antonio Delgado, y existe en el Archivo Nacional un voluminoso legajo de
correspondencias cambiadas entre éste y el dictador acerca de las intentonas de los
brasileños para avanzar hacia el territorio paraguayo.

Con el fin de no dejar en pie ninguna institución de origen español, el dictador


declaró extinguido el Cabildo de la Asunción, conservando los Alcaldes y demás
funcionarios judiciales, y suprimió el Tribunal del Santo Oficio, y las Conventualidades,
incautándose de sus bienes. Empujábale a ello el odio a las instituciones aristocráticas y
religiosas, igual que a Robespierre, quien en la demencia del furor, abolió el culto católico,
el calendario gregoriano, los conventos y los institutos del antiguo régimen. Pero Francia
nunca mandó asesinar a hombres, mujeres y niños como el otro.

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y la Dictadura en Sudamérica

Y para que no hubiera en el Paraguay ni sombra de jurisdicción extranjera, el


dictador declaró autónomo e independiente de todo poder extraño el orden religioso
nacional, arrogándose el derecho del patronato nacional.

“Exigiendo las presentes circunstancias y el estado mismo de la República – dice el


decreto correspondiente --que las comunidades religiosas existentes en el territorio de ella
sean exentas de toda interferencia, o ejercicio de jurisdicción de los prelados o
autoridades extrañas de otros países; prohíbo y en caso necesario extingo y anulo todo
uso de autoridad o supremacía de las mencionadas autoridades, jueces o prelados
residentes en otras provincias, o gobiernos, sobre los conventos de regulares de esta
República, sus comunidades, individuos, bienes de cualquiera clase, hermandades o
cofradías anexas o dependientes de ellas. En esta virtud las expresadas comunidades
religiosas quedan libres y absueltas de toda obediencia y enteramente independientes de
la autoridad de los provinciales, capítulos y visitadores de otros Estados, Provincias o
Gobiernos, prohibiéndoseles que reciban de ellos títulos, nombramientos de oficios, cartas
facultativas, dimisorias o letras patentes de graduación, habilitación, gobierno, disciplina, o
de otra cualquiera policía religiosa. Por consecuencia se gobernarán en lo sucesivo con
esa independencia observando sus respectivas reglas e institutos bajo la dirección y
autoridad del Ilustrísimo Obispo de esta Diócesis así en lo espiritual como en todo lo
temporal y económico”.

Con esta medida el dictador alejaba toda influencia extraña, pues los visitadores y
prelados españoles de otros países podían ser – a los ojos de su espíritu desconfiado y
suspicaz – agentes de propaganda secreta contra su gobierno, acaso de discordia e
insurrección en el país.

El era consecuente con su sistema: el Paraguay tenía que ser libre e independiente
de todo poder extraño, así interno como externo, en el orden político igual que en el
religioso.

Más tarde, cuando el obispo señor García Panés fue atacado de demencia senil,
declaró caduca su autoridad canónica y le asignó para vivir una pensión de que gozó
hasta el día de su muerte.

Esta conducta generosa contrasta con la del general San Martín, Protector del Perú,
quien arrojó violentamente del país a su anciano obispo, so color de ser sospechoso de
fidelidad a la santa causa de la independencia nacional.

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y la Dictadura en Sudamérica

Francia, en consecuencia de la incapacidad manifiesta de aquel prelado, delegó su


autoridad en el Dean de la Catedral don Antonio Céspedes, nombrándole Provisor y
Vicario General. Facultóle para secularizar las órdenes religiosas, y le impuso que en lo
sucesivo ninguna profesión religiosa se instituya, ni se celebre matrimonio alguno, so
pena de nulidad, sin la anuencia del gobierno.

El dictador no pretendía erigirse en pontífice, seguramente; pero en el Contrato


Social había aprendido que un Jefe de Estado puede establecer la religión civil y el
matrimonio civil.

Juan Jacobo no tuvo empacho en decir que el matrimonio no es más que un


contrato civil, y que es peligroso que el clero se atribuya exclusivamente la facultad de
autorizarlo, porque podría hacerse dueño de las herencias, de los destinos y de los
ciudadanos en detrimento de la seguridad del Estado.

José Gaspar tuvo el buen sentido de apartarse de su maestro en eso de establecer


una religión civil, a pesar del ejemplo dado por Maximiliano, quien instituyó el culto del Ser
Supremo en París, en los días del terror.

El se limitó a hacer a los doctores Rengger y Longchamp esta advertencia: Profesad


la religión que más os plazca, pero cataos de ingeriros en los asuntos que conciernen a
mi gobierno.

Y agregan aquellos extranjeros que se guardaron muy bien de contrariar esa


prevención, porque una conducta contraria les hubiera costado caro.

El Dictador respetó siempre la libertad de conciencia, o sea la creencia religiosa del


pueblo.

***

En sesión del día 19 de Junio de 1811, el Congreso General había resuelto: “Que
todos los empleos concejiles, políticos, civiles, militares, de Hacienda, o de cualquier
género de administración, se provean en los naturales o nacidos en esta Provincia, sin
que nunca puedan ocuparse por los españoles europeos, a menos que la misma
Provincia determinase otra cosa; pero en lo sucesivo todo americano, aunque no sea
nacido en esta Provincia, quedará enteramente apto para obtener dicho cargo, siempre
que uniforme sus ideas con las de este Gobierno.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

El dictador, fundado en la anterior resolución y en los decretos análogos


sancionados en Buenos Aires y demás países americanos, que se inspiraban en el temor
a la influencia de los españoles, dictó el siguiente decreto:

“No pudiendo por más tiempo resistir a los latidos de mi conciencia sobre la
continuación de algunos empleados extraños, que aún permanecen en la ocupación y
goce de oficios y cargos de consecuencia con rebaja de la estimación y justa
consideración debida a los Patricios Beneméritos, y muy idóneos para obtenerlos: he
tomado con esta fecha la resolución, que expresa el Decreto del tenor siguiente:

“Desde que la provincia recobró el uso y ejercicio de su libertad imprescriptible, ha


sido la voluntad general constantemente manifestada, el que los oficios y empleos de
cualquier clase se ocupasen y sirviesen por los patricios, siempre abatidos, vilipendiados
y postergados hasta entonces. Toda razón, todos los derechos, y la naturaleza misma,
reclaman la preferencia de los hijos de un país a la ocupación de los cargos honrosos y
lucrativos, que ofrece y proporciona su suelo nativo. Penetrada de esta verdad la
Asamblea general de 1811 dejó establecida en el particular una disposición muy
conveniente. Pero no es la justicia sola la que conduce y obliga a esta determinación. La
seguridad general, la salud pública, la consolidación de la libertad e independencia civil de
la República, constituyen un doble motivo, que hace tan urgente como importante esta
medida en la presente crisis. Bien sabida es la influencia, que en todas partes tienen los
empleados en lo que es opinión pública. Si por la oposición o indiferencia de aquellos
llegase esta a debilitarse, o a contrariar al sistema adoptado, y al nuevo orden
establecido, fácil es calcular los males que entonces resultarían en la sociedad. Es
preciso que los funcionarios públicos francos, si se admiten, o consienten, sean también
notoriamente adheridos a la causa sagrada de nuestra regeneración política, y ningún
Gobierno por poco ilustrado que fuese, podría dispensarse de velar sobre este punto, que
tanto influye en el bien y en la conservación general del Estado. De lo contrario se
expondría este a abrigar y alimentar en su propio seno a los enemigos de su felicidad, tal
vez ocultos, o disfrazados con mengua de la justa consideración y atención debida a los
patricios, y con daños y menoscabo de sus derechos. En esta virtud el Escribano de
Gobierno notificará a don Antonio Miguel de Arcos y a don José Baltazar Casafús, que
desde luego cesen en los empleos y oficios eclesiásticos que ejercen, los cuales
quedarán vacantes, a menos que obtengan de este Supremo Gobierno carta de

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incorporación y ciudadanía, acreditando a este fin de un modo inequívoco, y con pruebas


incontestables, que han tenido una adhesión constante y decidida a la actual constitución,
libertad a independencia absoluta de esta República, reconociendo manifiestamente, que
es justa la defensa que hacen los Americanos de su Patria y libertad contra toda
dominación exterior. Dada en la Capital de la Asunción a veinte y uno de Diciembre de mil
ochocientos quince”.

Transcribo a V. S. esta disposición para su noticia e inteligencia – Asunción 21 de


Diciembre de 1815 – José Gaspar de Francia.

***

Con el mismo intento de abatir al partido realista que podía conspirar contra la
independencia, Francia, siguiendo el ejemplo dado por los demás países americanos,
resolvió poner restricciones al matrimonio de los europeos con este decreto:

“Como medida necesaria, exigida por la necesidad de facilitar el progreso de la


sagrada cusa de la libertad de la República contra las maquinaciones de sus enemigos, el
gobierno consular acuerda: 1º Que no se autorice matrimonio alguno de varón europeo
con mujer americana conocida y reputada por española en el pueblo desde la primera
hasta la última clase del Estado, por ínfima y baja que sea, so pena de extrañamiento y
confiscación de bienes de los párrocos o curas autorizantes de tal matrimonio; y de
confinamiento en el Fuerte Borbón del europeo contrayente por diez años y confiscación
de sus bienes. 2º Que en el caso de intentar los europeos contraer matrimonio con mujer
americana de la expresada calidad y clase española, por ínfima que sea,
clandestinamente, serán castigados con las mismas penas, sin perjuicio de decidir sobre
la nulidad del matrimonio así contraído. 3º Que en ningún juicio secular o eclesiástico se
admitan peticiones o esponsales de europeos, aun prometidos por escritura pública, a
mujeres de la referida calidad, ni sobre estupro alegado con el fin de obligar a contraerse
el matrimonio entre tales personas, bajo las mismas penas señaladas. 4º Que los
europeos no deben ser admitidos en los bautizos como padrinos de pila, ni en las
confirmaciones de niños de la clase mencionada; ni ser admitidos como testigos de
ningún matrimonio, bajo las mismas penas. Pero los europeos podrán casarse con indias
de los pueblos, mulatas conocidas y negras – Asunción 1º de Marzo 1814 – Francia –
Yegros – Cónsules de la República”.

La razón del antecedente decreto era impedir que los españoles tuvieran influencia

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social y política en las clases principales del pueblo, que gozaban de consideración por
sus bienes y esclavos.

En una ocasión don Estanislao López, gobernador de Santa Fe, se apoderó


piráticamente de una partida de tercerolas o rifles que un buque mercante traía para el
dictador. Este, por vía de represalia, hace recoger a la cárcel a todos los santafecinos que
había en la ciudad. Estos desventurados permanecieron varios años en las gemonías del
Estado. Venganzas de esta clase hubo en todas las épocas de la historia: en la
antigüedad, en los tiempos medios, en los modernos y aun en los contemporáneos. En los
días de la revolución americana, los españoles fueron perseguidos bárbaramente en
todas partes. Durante las guerras napoleónicas, se cometieron atentados mayores. El
ministro Canning, de Inglaterra, ordenó en 1807 el alevoso bombardeo de Copenhague,
sólo por que el rey de Dinamarca no se animó a poner en ejecución los decretos lanzados
por el gobierno británico contra el emperador de los franceses. Así los pueblos lastan por
la culpa de sus gobernantes.

Francia retuvo en Santa María de las Misiones – los más hermosos lugares del
Paraguay – al sabio Bonpland durante ocho años por haberse establecido en territorio
paraguayo con licencia del gobierno argentino, y no con la de él. Este cautiverio del sabio
botánico excita todas nuestras simpatías en su favor, mas es justo reconocer que no fue
maltratado por el dictador. Muchos hombres del extranjero se interesaron por él. El mismo
Bolívar dirigió cartas a Francia pidiéndole la libertad del ilustre cautivo. Por fin se la
devolvió, pero Bonpland prolongó voluntariamente su permanencia en el país para
estudiar la naturaleza y aumentar sus colecciones botánicas. Habiéndose conducido
como médico y filántropo en las Misiones, los paraguayos llegaron a cobrarle cariño; y él
tuvo tanta grandeza de alma que jamás se quejó del dictador.

El guerrero de la independencia y creador de la República del Uruguay, su patria,


José Artigas, habiendo sido derrotado y perseguido por el caudillo Francisco Ramírez, de
Entre Ríos, vino a buscar asilo en el Paraguay, en donde entró el 24 de Septiembre de
1820. Consta que dijo que si no se le daba este refugio, iría a guarecerse en los bosques
en busca de sosiego y seguridad. El dictador le acogió generosamente; pero, por
desconfianza, le confinó a la Villa de San Isidro Labrador, asignándole el sueldo de 32
pesos mensuales e instalándole en una chacra para cultivarla. Ordenó al comandante del
distrito que le suministrara todo lo que necesitase, aun las cosas de mero recreo, y le

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tratase con la mayor consideración. El dictador nunca le molestó para nada, porque
Artigas observaba una conducta ejemplar en el pueblo de su residencia, que era una de
las mejores Villas de la época.

Los temores del dictador aumentaron desde entonces con el triunfo y las amenazas
del nombrado caudillo Ramírez. Antes de este suceso, Francia guardaba las espaldas a
Artigas contra sus enemigos comunes, y Artigas a su turno servía de antemural al
Paraguay contra Buenos Aires.

Aquellos temores no eran vanos, ni cosa fingida por el dictador, como lo afirman los
escritores unitarios del Río de la Plata. En 1817, Pueyrredón, dictador de Buenos Aires,
pretendió insurreccionar el Paraguay por medio del paraguayo Balta Vargas, instrumento
del gobierno porteño desde 1810.

En 1820, con la derrota de Artigas, hubo la amenaza de la invasión de Ramírez.


Este ambicioso caudillo pensó nada menos que en conquistar el Paraguay, es decir, en
repetir la expedición de Belgrano diez años después de Tacuari. Un historiador argentino
dice a este propósito:

“Después de haber vencido a Artigas, Ramírez proyectó expedicionar al Paraguay,


con el propósito de que esa importa nte sección del antiguo Virreynato... volviera a formar
parte de la nueva nación constituida en el Río de la Plata. A este fin organizó en
Corrientes un ejército de cerca de cuatro mil hombres de las tres armas, y lo disciplinaba
activamente.

“Su proyecto de reconquistar la Provincia Oriental, que él había hecho conocer del
gobierno de Buenos Aires, al celebrar los tratados del Pilar, quedaba aplazado, pero no
abandonado. Creía Ramírez más seguro el éxito en la lucha proyectada contra los
portugueses, después de vencer al Paraguay, de donde pensaba también poder sacar
recursos.

“El tratado celebrado por el Gobernador de Santa Fe con el Gobierno de Buenos


Aires, para el cual don Estanislao López prescindió en absoluto de Ramírez (su aliado y
amigo), le infundió a éste la sospecha de que algo se había estipulado secretamente
contra él. Esa nueva situación, imprevista para el General Ramírez, fue la causa que lo
hizo suspender su proyectada expedición al Paraguay... Lo que comunicó en una circular
dirigida al caudillo salteño don Martín Güemes, regresó a Entre Ríos, declaró la guerra a

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Buenos Aires y fue batido y muerto en 1821, (Ruiz Moreno. Estudio sobre la vida pública
del General don Francisco Ramírez. Paraná, 1894).

La conspiración del año 20 tenía conexión con el proyecto de Ramírez, El autor de


El clamor de un paraguayo, escrito atribuido a Molas, refiere el hecho como sigue:

“Conocíamos muy bien la indómita fibra del sujeto que gobernaba; y el único medio
que nos mandó la razón adoptar fue el de la ins urrección. Las acechanzas y las
conjuraciones eran el único derecho que tenía lugar contra un déspota que, amparado de
la fuerza, atropellaba todos los derechos de la comunidad. A una violencia inicua
tratábamos de oponer una violencia justa. Repeler la fuerza con la fuerza era un derecho
natural común a todos los vivientes. ¿Mas cuál sería su sentimiento y sorpresa, cuando se
supo que un hombre débil (Bogarín), de los que componían el circulo de los insurgentes,
dijo in confessione los planes de la conjuración a fray Anastasio Gutiérrez? Este mandó
que diese parte de este acontecimiento: lo ejecutó, y para este caso, y para las medidas,
preparaciones y castigos que tomó el tirano, es que invoco vuestra atención y sensibilidad
(El autor se dirige a Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires, en 1828),

En consecuencia de la delación hecha por el cura Gutiérrez, el dictador toma


rápidamente sus medidas, y caen presos todos los conjurados, los cuales eran
principalmente los amigos de Buenos Aires, los militares despedidos por Francia, a saber,
los Yegros, Caballero, y sus cómplices los Aristegui, los Acosta, los Montiel, los Escobar,
Zamborain, Balta Vargas, Marcos Valdovinos, el teniente Latorre, los Noceda, el mismo
Molas y otros que no son nombrados. De ellos muchos o varios fueron sacrificados. El
autor de aquel relato afirma que hubo sesenta y ocho víctimas; pero no da la nómina de
ellas. Rengger dice cuarenta. Lo que sí se sabe de cierto es que el año 21 comenzaron
las ejecuciones, y que fueron fusilados los principales personajes nombrados, excepto
Caballero, que se suicidó en la prisión. Molas también se salvó y pudo escribir la pieza
histórica de referencia, exagerando las circunstancias, que pinta con los colores más
sombríos, para inducir a Dorrego a invadir el Paraguay.

Estas ejecuciones produjeron el terror en la República, pero también ahogaron para


siempre toda aspiración a la alianza o unión con Buenos Aires. Como quiera que sea, el
suplicio de los conjurados fue una medida de vigor injustificado, como el de los cuarenta y
tantos españoles de la supuesta conjuración de Alzaga, en Buenos Aires, los cuales
fueron arcabuceados por el tribunal revolucionario que dirigían Rivadavia, Monteagudo y

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Agrelo.

Una de las consecuencias de la conspiración de que nos ocupamos, fue el bando


expedido por el dictador para que se reúnan en la plaza pública el 9 de Junio de 1821
todos los españoles residentes en la ciudad. Una vez congregados, se les mandó a la
cárcel. Eran como trescientos, entre los cuales se hallaban el ex-gobernador Velazco y el
obispo García Panés. A éste se le soltó en seguida. Velazco murió de sus achaques poco
después de su prisión. Los demás recuperaron su libertad, pagando una contribución de
150.000 pesos en virtud de un decreto expedido el 22 de Enero de 1823. Nuevas
contribuciones forzosas fueron impuestas a los españoles en los años de 1834, 1835 y
1838.

Los temores del dictador se calmaron después de aquellas ejecuciones. “Desde


entonces – dice Rengger – su espíritu pareció tranquilizarse y volver a la moderación,
insinuando a sus allegados la idea de que no estaba lejano el día en que el Paraguay
gozaría de alguna libertad. Los apresamientos fueron menos frecuentes, las condenas
capitales no alcanzaron más que a los delincuentes comunes, y no se acogieron más las
delaciones. Dio, en fin, la libertad a un gran número de reos de Estado”.

El dictador no mostraba interés especial en la sustanciación de las causas comunes


del fuero judicial. Estas eran juzgadas libremente por los jueces. Cuando había mujeres
condenadas a muerte por crímenes ordinarios, les conmutaba siempre la pena por el
confinamiento. Así lo denuncian los procesos que hemos leído en el Archivo.

La tiranía de Francia no espanta por el número de los ajusticiados en 1821 y 1822,


que, según el testigo imparcial Rengger, fueron cuarenta más o menos. Gil Navarro, en su
obrita titulada Veinte años en un calabozo, nombra a algunos santafecinos que fueron
víctimas de aquél, pero sin decir el número exacto, ni precisar nombres.

El gobierno de Francia aterra más bien por su larga duración de 26 años, por la falta
absoluta de libertad, por la ausencia de garantías para los derechos individuales, por la
incomunicación del país y por las largas prisiones que sufrían los reos de Estado. Pero no
es cierto que hubiese fusilado a los personajes conspicuos, ni a ningún otro, por el placer
de fusilarlos. Los que sufrieron suplicios en los cadalsos no eran sino los sospechosos de
realismo y de porteñismo. La prueba de ello consiste en que esas víc timas pueden
nombrarse y contarse con los dedos de las manos cuatro o cinco veces a lo más, y en
que cuando él murió en 1840, había en el Paraguay una multitud de hombres distinguidos

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por su regular instrucción y posición social, como los López, los Rivarola, los Varela, los
Gill, los Maíz, los Caballero, los Palacios, los Miltos, los Moreno, los Decoud, los
Urdapilleta, los Jovellanos, los Peña, los Berjes, los Caminos, los Molas, los Zalduondos,
los Aguiar, los Loizaga, los Machain, los Escaladas, los Urdapilleta, los Iturburu, los
Recalde, los Egusquiza, los Guanes, los Saguier, los González Garro, los Carísimo, los
Cazal, los Báez, los Haedo y muchos otros, que vivían, ya en la ciudad, ya en el campo.

Decimos esto, no para excusar al tirano, sino para rendir homenaje a la verdad. Los
parientes de las víctimas y los escritores argentinos han exagerado las cosas de la
dictadura de Francia, porque éste fue enemigo implacable tanto de la influencia española
como de la porteña. En otros países, en la misma época, y so pretexto de defender la
sagrada causa de la libertad, se pusieron en planta los mismos procedimientos
inhumanos contra los españoles, como ha de verse más adelante.

Otra de las consecuencias de la conspiración de 1820, fue la incomunicación del


Paraguay o la clausura del comercio exterior. Mas este estado de cosas no podía subsistir
de una manera absoluta, porque era necesario dar salida a los barcos que se pudrían en
el puerto y hacer vivir al país. El dictador así lo comprendió y obró en consecuencia. Y
como su sistema obedecía al plan de no reanudar relaciones con las provincias
argentinas, siempre convulsionadas por la guerra civil, y que hostilizaban al comercio
paraguayo, las estableció con el Brasil, país que no sufría de los espasmos de la
demagogia. Al efecto se puso en inteligencia con el general Lecor, gobernador de
Montevideo, y en Abril de 1823 celebró con él un convenio por el cual se habilitaba el
puerto de Itapúa, sobre el Paraná paraguayo, para realizar el intercambio comercial entre
los dos países.

Y como todas las cosas tenían que subordinarse al sostenimiento de la


independencia, que era la obsesión del dictador, su tema o su manía, dispuso que el que
pretendiese traficar por dicho puerto, debía estar provisto de un certificado del juez de paz
acreditando dos cosas: que los artículos destinados al negocio fuesen frutos de la propia
cosecha del postulante, y éste un buen servidor de la patria y adicto a la sagrada causa
de la libertad. (Decreto de 1824).

A la vista de este recaudo, el dictador otorgaba la licencia pero nunca a los


españoles europeos.

No se deduzca de esto que el dictador carecía de ideas justas sobre el comercio. El

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las tenía como los demás hombres de su época; pero su sistema le arrastraba a violar los
principios y los derechos, teniendo conciencia de lo que hacía. Así recorriendo sus
decretos en la colección de Los Amigos de la Educación, encontramos en uno del 13 de
Noviembre de 1814 lo siguiente: “No hay duda que la opulencia en los Estados es un
nervio y un apoyo a su defensa. Así es que todos anhelan multiplicar las causas de las
riquezas, y los canales que las transportan.... La extracción del metal precioso no es
necesaria para mantener el comercio exterior, supuesto que la exportación del país
supera siempre a las importaciones”. Y en consecuencia prohíbe la extracción del
numerario, salvo las sumas que se abona n por compra de armas traídas a la República.

Otro decreto del año 25 dispone que el comercio por Itapúa se verifique por permuta
y que los derechos de exportación se abonen en efectos, ya que los traficantes
extranjeros no pueden llevar del país especies metálicas.

El año 30 adoptó esta importante resolución: considerando que el diezmo


eclesiástico es gravoso e innecesario, bastando la autoridad del Estado para imponer las
contribuciones indispensables a sostener las cargas públicas y los gastos del culto, lo
declara suprimido, sustituyéndole una contribución fructuaria. Declara igualmente
extinguido el impuesto llamado de estanco que se cobraba de la yerba y el conocido por
ramo de guerra; y reduce a la mitad los derechos de alcabala.

Y partiendo del principio de que los impuestos innecesarios deben suprimirse para
aligerar las cargas que pesan sobre el pueblo, por otra providencia dictada el año 32
abolece el de cuatropea con que estaba gravada la ganadería, y disminuye la contribución
fructuaria.

Como se ve, todas las medidas tomadas durante los últimos quince años llevan el
sello de la equidad y de la moderación, sin cesar no obstante el dictador de hostilizar a los
españoles, contra quienes abrigaba un odio irresistible, como aborrecía Robespierre a las
clases aristocráticas.

La molestia a los españoles se causaba por medio de contribuciones forzosas. El


decreto correspondiente de 1834 comienza con este considerando:

“Respecto a que los españoles europeos pudientes y con posesiones, y los


herederos y sucesores que otros de la misma clase han dejado en su parcialidad, no
toman ni pueden tomar, como enemigos de la causa de la patria, ninguna parte activa en

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su defensa, viviendo sin embargo en quietud y seguridad, y que aún desean y anhelan,
como es reconocido y comprobado, que por otros Estados se hostilice y haga la guerra al
Paraguay y a este gobierno, y que se destruya y fenezca su independencia; al paso que
los patriotas ocupados continuamente en servicio y defensa del Estado pasan años fuera
de sus casas y familias, sufriendo molestias, trabajos y quebrantos de su salud, expuestos
además a los peligros y riesgos de enemigos de afuera en las dilatadas remotas fronteras,
que cubren; y siendo justo que los referidos europeos y demás expresados sufraguen
para los gastos de la presente guerra, se imponen las contribuciones siguientes, etc.” que
alcanza a Alejandro García, Juan José Loizaga y Cayetano Iturburu, y los herederos de
Trigo, Recalde y Miguel Guanes; a Zalduondo, Martínez Varela, González Granado,
Astigarraga, Solalinde, Zeballos, Juan Machain y su mujer hija de la santafecina Clara
Aguiar, Olmos, Pombo, Alonso Cal, Carti, Villarino, Vidal, Escobar, etc.

***

En el antiguo derecho existía el albinagio o Derecho de Aubana, Droit d’ Aubaine, en


virtud del cual el soberano venía a ser el heredero de los extranjeros fallecidos en sus
dominios.

Inspirado en la máxima romana de hostilidad a los extraños no menos que en el


espíritu fiscal de las instituciones feudales, el Derecho de Aubana hacía pesar sobre el
extranjero, casi en toda la Europa, una serie de incapacidades inicuas según las cuales
quedaba privado de los que llamamos hoy día derechos civiles.

El conjunto de esas incapacidades constituía el Derecho de Aubana en un sentido


general. Pero en un sentido más restringido, el Derecho de Aubana propiamente dicho
consistía en lo siguiente: el extranjero no podía transmitir los bienes que dejaba por su
muerte, ni por testamento, ni por sucesión abintestato: el fisco heredaba sus bienes, con
exclusión de todos sus parientes, a no ser que dejase hijos nacidos en el país de su
residencia.

Además, el extranjero era incapaz de adquirir por testamento o por sucesión: si se


abría una sucesión a su favor, era suplantado por los parientes no extranjeros.

Los intérpretes de la humanidad habían atacado el bárbaro derecho de aubana.


Montesquieu y todos los filósofos y publicistas de su época lo rechazaban en nombre de
la fraternidad, y reclamaban iguales derechos para todos los hombres.

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Rousseau decía: “Los pueblos deben ligarse no por tratados de guerra, sino por los
lazos del bien. Que los una pues el legislador, haciendo desaparecer la odiosa distinción
entre regnícolas y extranjeros”.

En consecuencia de aquella propaganda, la Asamblea Constituyente, en un decreto


de 1790, declaró: “que el derecho de aubana es contrario a los principios de fraternidad
que deben ligar a todos los hombres, cualesquiera sean sus gobiernos y países; que este
derecho, establecido en la época de la barbarie, debe ser proscrito en un pueblo que ha
fundado su constitución sobre los derechos del hombre y del ciudadano, y que la libre
Francia debe abrir su seno a todos los pueblos de la tierra, invitándolos a gozar, bajo un
gobierno libre, de los derechos sagrados e inviolables de la humanidad”. Un segundo
decreto expedido el año siguiente concedió a los extranjeros el derecho de disponer de
sus bienes por todos los medios que la le y autoriza y les permitió recoger las herencias
dejadas por sus parientes franceses o extranjeros.

Ello no obstante, el derecho de aubana fue restablecido indirectamente por el


Código Napoleón con la agravante de declararse que el extranjero era también i ncapaz de
adquirir por donación: pero fue definitivamente abolido en Francia en 1819, y en Bélgica
recién en 1865.

Pues el dictador Francia mantuvo en vigor el derecho de aubana en el Paraguay, y


lo ejercitaba, según Rengger, de una manera desapiadada.

Francia no dictó ningún decreto de carácter general sobre la materia; pero usaba de
aquél derecho en cada caso particular, y en virtud del decreto siguiente de la Junta
Superior Gubernativa:

“Siendo esta Junta Superior Juez nato de bienes de Difuntos de los Extranjeros y
Ultramarinos, a cuya consecuencia se han pedido y mandado traer a la vista todos los
Autos de esta materia para tomar el conocimiento privativo que nos corresponde: lo
prevenimos a Vdes. para que registrando en sus Juzgados los que sean de dicha clase,
los remitan a esta Junta Superior como también los de cualesquiera otros intestados
aunque sean del Reyno, no teniendo herederos conocidos dentro de esta Capital y
Provincia, en los grados prevenidos por las Leyes. Y del recibo de ésta nos darán Vdes.
aviso acompañando a su tiempo relación de los Expedientes pertenecientes a dicho
departamento.– Asunción Abril 9 de 1812. – Fulgencio Yegros – Pedro Juan Caballero –
Fernando de la Mora – Señores Alcaldes de 1º y 2º Vto. de esta Capital”.

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Durante su larga dictadura, el doctor Francia estuvo asistido de un ministro ejecutor


de sus decretos, o fiel de fechos, que era don Policarpo Patiño. Como él vivía aislado en
la casa de gobierno y no tenía más órgano de comunicación con el público que dicho
funcionario subalterno, encargado del despacho universal, éste se llevaba la
responsabilidad de todas las delaciones, aquél la responsabilidad de la historia. Por eso
las clases sociales inferiores amaban a Francia y odiaban a Patiño, como culpable de
muchos actos tiránicos de la dictadura.

“El dictador era inaccesible – dice Juan Andrés Gelly en la primera de sus cartas
sobre el Paraguay; – no se podía llegar ante él sino mediante una petición escrita que se
entregaba al actuario o fiel de fechos, el cual la recibía o la rechazaba, según sus
caprichos o sus afecciones. Si la tinta no era suficientemente negra, o el papel
regularmente liso; si alguna expresión no era comprendida por él o no le sonaba bien, por
más que fuese usual y corriente; cualquiera de estas cosas bastaba para que desechase
el petitorio.... Este ministril se complacía en hacerse esperar delante de la puerta de su
despacho por los solicitantes, al sol y con la cabeza descubierta, hasta que se le antojaba
hacerlos entrar... Ni el rango, ni la edad, ni la virtud, ni nada de lo que los hombres de
sociedad estiman o veneran, era parte a ponerlos al abrigo de las insolencias de ese
funcionario... Cuando murió el dictador, pensando sin duda reemplazarle, sugirió a los
cuatro comandantes de los cua rteles la idea de erigirse en autoridad y formar un nuevo
gobierno. Este consejo agradó a los militares, los cuales procedieron a constituir una
Junta Gubernativa, nombrando como presidente a un magistrado judicial y a Patiño como
secretario. Pero ni la Junta ni el secretario supieron o pudieron sostenerse, y los cuatro
comandantes tuvieron que decretar el arresto del antiguo actuario, el cual se suicidó en la
cárcel”.

Esos cuatro comandantes de las tropas eran los pilares del edificio de la dictadura.
El doctor Francia había abatido al militarismo en su cuna, es decir, en 1812, época en que
los jefes ensoberbecidos de las tropas se le rindieron. El historiador americano Washburn
considera como un mérito el que el dictador procediese en las ejecuciones que ordenaba,
con arreglo a las prácticas judiciales de su tiempo, cuando en otros países los tiranos
mandaban envenenar y apuña lar a los ciudadanos, secreta o públicamente.

No manejaba él personalmente los caudales del Estado, pues éstos se hallaban


custodiados por dos funcionarios, cada uno de los cuales guardaba en su poder una de

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y la Dictadura en Sudamérica

las llaves de los cofres del tesoro. Ambos abrían y cerraban juntos para depositar en ellos
el dinero o darle salida, en virtud de orden escrita del dictador. Este les otorgaba un recibo
de las sumas que recibía por cuenta de sus sueldos, y cuando murió, el tesoro público le
debía más de treinta y dos mil pesos fuertes por ese concepto.

En 1836 declaróse una epizootia en el ganado vacuno. Los animales se cubrieron


materialmente de los insectos llamados íxodes o garrapatas, que se multiplican por
millares y causan estragos en la raza bovina. Se cuenta que el dictador, para extirpar tan
dañoso parásito, ordenó la matanza general de las vacas donde ellos apareciesen. Este
hecho dio pie a sus enemigos para propalar la versión de que él no tuvo en vista otro
objeto que arruinar a los hacendados ricos.

El dictador prohibía a los ciudadanos y a los extranjeros salir del país. Para emigrar,
se necesitaba una licencia especial. De otras Repúblicas se expulsaba a los españoles.
Así, por ejemplo, en Buenos Aires se expidió un decreto en Septiembre de 1813
mandando que todos los españoles peninsulares abandonasen la ciudad y los distritos de
la campaña que se encuentren situados a cuarenta leguas a la redonda. Y del Perú, bajo
el Protectorado de San Martín, fueron expulsados más de nueve mil españoles radicados
en él. El doctor Francia los retenía en el país. Pero en 1825, después de la victoria de
Ayacucho, acordó a los residentes ingleses el derecho de retirarse, por haberse mostrado
Inglaterra favorable a la independencia sudamericana. No otorgó igual franquicia a los
franceses, porque el gobierno de la Restauración había restablecido en el trono de
España al malvado rey Fernando VII.

***

IX

POLÍTICA EXTERIOR DEL DICTADOR FRANCIA

La política exterior de la dictadura fue de paz y amistad con todas las naciones, y de
no intervención en las provincias vecinas.

Después de la derrota de Belgrano en 1810, Velazco había mandado ocupar la


ciudad de Corrientes para ocurrir a futuras invasiones al Paraguay. Adviene la revolución

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de Mayo 14 de 1811, y el doctor Francia, miembro integrante del nuevo gobierno, induce
a éste a dictar y publicar el 30 del mismo mes este bando:

“Evacuar y dejar libre la ciudad de Corrientes ocupada por nuestras armas,


considerando que el pueblo ilustrado de Buenos Aires y todo el mundo imparcial, a vista
de un ejemplo singular de moderación y generosidad después de la victoria conseguida
por las armas de la Provincia, se convencerá mejor de la sinceridad de nuestras
intenciones y de que el pueblo valeroso del Paraguay, desplegando la energía de sus
fuerzas, nada más ha deseado, sino el que se respete su libertad; que no se trata de
usurpar los más preciosos e inmutables derechos naturales de los hombres; y finalmente,
así como no se entromete ni se entrometerá jamás en el régimen interior de otras
provincias, en la forma de su gobierno o administración, en la provisión de sus cargos, ni
menos en disponer de su debilidad o de sus fuerzas; tampoco consentirá a ninguna que
sin la asistencia, influjo y cooperación de sus representantes legítimos, y sin la precisa
igualdad de derechos, por las miras mal entendidas del interés común, o solamente por la
prepotencia y ambición, o tomando ocasión de las convulsiones de la anarquía, intente
someterla, o hacerse e! árbitro de su felicidad, despojándola anticipadamente de la
verdadera libertad civil, inconciliable con semejante sujeción, que no la [autoproclama]
precisamente [por haber sido] la ruina de Corrientes y de la Bajada. Sospechan además
que en la Banda Oriental hay el proyecto de agregar a aquella Banda la Bajada con su
territorio, separándola de la liga con Buenos Aires, en cuyo caso Corrientes por
consecuencia quedaba perdido, y sería preciso que se agregase al Paraguay, o también a
la Banda Oriental… lo que sería fácil coadyuvando el Paraguay”.

Pero conste que el dictador jamás intervino en esas intrigas que respondían a la
política brasileña.

El ya citado escritor inglés Jua n Robertson trasunta sus ideas acerca del comercio
internacional en estos términos:

“A mi llegada al palacio fui recibido por el cónsul (Francia) con una afabilidad y
cortesía que no eran habituales en él. Su fisonomía se hallaba iluminada por una
expresión de contento que casi se aproximaba al deleite; su capa colorada pendía en
preciosos pliegues de sus hombros; parecía fumar su cigarro con una satisfacción que
rara vez mostraba y saliendo de su costumbre de servirse de una sola luz en su pequeño
y humilde aposento, ardían esta vez dos magníficas velas de estearina. Dándome la

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mano con mucha cordialidad – siéntese, don Juan,– me dijo. En seguida acercó su silla a
la mía y me manifestó que deseaba que yo escuchara con atención lo que iba a
comunicarme, y en efecto me habló así: “Vd. sabe cuál ha sido mi política con respecto al
Paraguay, que no ha tenido intercambio con las demás provincias sudamericanas para
evitar el contagio del espíritu de anarquía y de rebelión que más o menos ha degradado y
debilitado a todas ellas.... Mi deseo es promover un intercambio directo con Inglaterra de
manera que cualquier Estado que quiera distraer a los otros y por cualquier impedimento
que quieran oponerse entre ellos, sean esos Estados los que únicamente sufran y no el
comercio ni la libre navegación. Los buques mercantes de la Gran Bretaña recorrerán el
Atlántico, penetrarán en el Paraguay y en comunicación con nuestras flotillas, desafiarán
toda interrupción del comercio, desde la embocadura del Río de la Plata, hasta la laguna
de los Jarayes. El gobierno británico tendrá su ministro aquí, y el nuestro residirá en la
Corte de Saint James. Los compatriotas de Vd. negociarán sus facturas y municiones de
guerra y recibirán en cambio los nobles productos de este país”.

Los escritores del Río de la Plata se han burlado de este proyecto del dictador, pero
no hay razón para ello. Ese pensamiento revela que el doctor Francia sentía, desde que
fue cónsul (1813), la necesidad y conveniencia de entretener relaciones comerciales con
Europa, obstaculizadas entonces por las convulsiones de las provincias del Río de la
Plata. Inglaterra, Francia, Prusia, Cerdeña y los Estados Unidos no quisieron celebrar
tratados de comercio con el Paraguay por causa del dictador Rosas, que lo impedía,
contestando su independencia por notas y protestas diplomáticas. Dichas potencias no se
decidieron a ello sino recién el año 1853, es decir, un año después de la caída de Rosas y
en consecuencia del reconocimiento de su independencia hecho por el general Urquiza,
presidente de la Confederación Argentina ( 2).

De aquí se desprende naturalmente lo que dijo el doctor Alberdi: que no fue el


dictador Francia quien aisló del resto del mundo civilizado al Paraguay, sino la guerra civil
argentina y la oposición de Rosas; ni fue el presidente López quien levantó esa
incomunicación, sino el general Urquiza.

La interdicción comercial se produjo de la siguiente manera: Cuando el Congreso


General de 1813 resolvió, bajo la inspiración de Francia, declarar definitivamente
independiente al Paraguay, el gobierno de Buenos Aires impuso un oneroso gravamen a

2 Véase mi Resumen de la historia del Paraguay.

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y la Dictadura en Sudamérica

los productos paraguayos. Los cónsules reclamaron de esta medida de hostilidad


mercantil, en nota del 25 de Octubre de dicho año, dirigida al señor Nicolás Herrera,
diciéndole: “Que sería injusto creer en una indiferencia por la gran obra que el Paraguay
se ha propuesto teniendo la vista fija en su emancipación, puesto que ama la libertad y se
hace idólatra de su independencia. Que el pueblo está animado del amor de la gloria y del
espíritu republicano. Que el gobierno prestaría oportunamente los socorros solicitados
contra los enemigos de la causa general de la América; pero que para este fin sería muy
conveniente que el de Buenos Aires retirase los derechos nuevamente impuestos a la
introducción de los productos del Paraguay. Que de este modo se conservaría más
seguramente la buena armonía de una y otra provincia, y así se podría consolidar nuestra
alianza anterior”.

EL gobierno porteño, no solamente no hizo caso de esta reclamación sino que lanzó
el 8 de Enero de 1817 un decreto prohibiendo la introducción del tabaco manufacturado o
cigarros del Paraguay hasta la incorporación de esta provincia a las restantes de la
nación.

En consecuencia, Buenos Aires introdujo el tabaco de Chile y Norte -América, y del


Brasil la yerba, interrumpiéndose todo comercio entre el Paraguay y las provincias
argentinas.

Como el Brasil se declarase independiente en 1822, el dictador quiso entretener con


él relaciones diplomáticas y de comercio, y se abrió al efecto el puerto de Itapúa para
mercadear, aunque con restricciones y formalidades fastidiosas. El gobierno de Río de
Janeiro acreditó entonces al Paraguay un agente consular, el señor Antonio Manuel
Correa da Cámara, quien llegó a la Asunción en 1824. Dos años después elevó su
categoría a la de encargado de negocios. Francia, con todo, expulsó del país a este
diplomático cuando el Brasil intentó ocupar clandestinamente territorios paraguayos. Esta
circunstancia hace absolutamente inverosímil la leyenda aquella inventada por los
enemigos del dictador de que éste había pensado alguna vez en someter a su país al
dominio del monarca brasileño. “Es un absurdo creer – dice Rengger – que el dictador
hubiese pensado alguna vez en someterse al emperador don Pedro, o a iniciar
negociaciones con España por su intermedio. Tan alta idea tiene de su persona y de las
fuerzas de que dispone para ponerse bajo la dependencia de nadie”.

El escritor suizo llegó a conocer bien al doctor Francia. Jamás hubo gobernante de

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y la Dictadura en Sudamérica

más levantado orgullo que el dictador paraguayo. Era uno de aquellos hombres que han
nacido para mandar, nunca para ser mandado. Si él buscó la independencia del Paraguay
con la pasión de un fanático, fue precisamente para que éste no sufriera la humillación y
la afrenta de ser una provincia dependiente de ajena autoridad.

“Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar – decía la nota del 20 de Julio
redactada por él – que su intención había sido entregarse al arbitrio ajeno, y hacer
dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más habría adelantado, ni
reportado otro fruto de su sacrificio que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de
amo”.

Otra prueba de lo insospechable de la conducta de Francia y de la firmeza de sus


convicciones la tenemos en el desaire que hizo a Rivadavia. Este personaje, llevado de la
tendencia invencible de entenderse con España, celebró en Julio de 1823, con los
comisarios de ésta, llegados al Río de la Plata, un acuerdo por el cual se comprometía él
a suspender las hostilidades en América y a tratar de paz con su Majestad Católica. Al
efecto tuvo que dirigirse a todos los gobiernos, para recabar su adhesión a aquel curioso
convenio. Rivadavia, ministro de Relaciones Exteriores de Buenos Aires, comisionó al
doctor Juan García de Cosio para venir a entenderse al efecto con el dictador paraguayo.
Impuesto éste de la nota que le trasmitió el enviado argentino desde Corrientes, donde se
había detenido a esperar órdenes, no se dignó a recibirle, porque el objeto de su venida
era inaceptable: desdén propio de un hombre resuelto a no permitir de manera alguna que
se revocase a duda la independencia del Paraguay, que para él era un hecho consumado,
desde que fue declarado caduco el poder del rey. El año siguiente los cañones de
Ayacucho anunciaron que había terminado para siempre en América la dominación
española.

Los peligros exteriores nunca intimidaron al dictador paraguayo. Los gobiernos de


Río de Janeiro y Buenos Aires encontraron siempre en él un arrogante Jefe de Estado y
un guardián celoso de los derechos territoriales de la República. Las fronteras de ésta se
hallaban resguardadas por fuerzas considerables, que impidieron a las portugueses
brasileños el usurpar nuevos territorios, y a los caudillos de las provincias vecinas el
convulsionarla.

Contrasta esa su actitud con la de Rivadavia, Belgrano, Posadas, Alvear, García,


Pueyrredón y otros políticos del Río de la Plata, los cuales, soñando con peligros

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imaginarios, cometieron muchos errores y actos de humillación.

Alvear, apremiado por Artigas, suplica a Inglaterra para que reciba como colonias
suyas a las Provincias Unidas.

Rivadavia se presenta en Madrid a pedir perdón a Fernando VII y a rogarle que


acepte de nuevo el vasallaje de sus antiguas colonias.

Todos, en fin, se confabulan para entregar la Banda Oriental al Brasil en gaje de


sumisión, y convienen en buscar para el Río de la Plata un rey europeo, en lugar de un
príncipe de la familia de los Incas, que en 1816 no desagradaba al mismo San Martín.

El Libertador Bolívar invitó al dictador a poner término al sistema de neutralidad en


que se mantenía respecto de las demás Repúblicas, y recibió una contestación negativa
(23 de Agosto de 1825).

En aquella época el Libertador tenía en Buenos Aires como encargado de negocios


al célebre dean Fúnes, mal mirado por Rivadavia, pues éste, por celos, guardaba
prevenciones contra el héroe colombiano y sus admiradores.

A su vez el gobierno argentino había acreditado ante él a los generales Alvear y


Díaz Velez como ministros plenipotenciarios, con la misión de saludarle por sus triunfos
militares y de solicitar aparentemente su cooperación en favor del Estado Oriental contra
el Brasil, pero el verdadero objetivo de ella fue pedir la incorporación de Tarija a las
Provincias Unidas del Río de la Plata.

En las diversas conferencias que celebraron, hablaron sobre diferentes tópicos, los
plenipotenciarios argentinos trataron de halagar al Libertador; y como éste era un hombre
accesible a la lisonja, le pasó lo que al cuervo de la fábula soltó la presa, que era Tarija, y
se ofreció a venir al Paraguay a derribar a Francia y luego pasar al Brasil y libertar la
Banda Oriental.

Los plenipotenciarios argentinos, bien instruidos por Rivadavia, cogieron la presa


abandonada, pero no aceptaron la oferta quijotesca del Libertador, cuya presencia en el
Río de la Plata se consideraba peligrosa, so pretexto de que Inglaterra o su ministro
Canning era contrario a la guerra con el Brasil por la posesión del Estado Oriental. Y se
retiraron, trayendo el decreto de Bolívar que autorizaba al gobierno argentino a anexarse
la provincia boliviana de Tarija.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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Esos hechos están sucintamente relacionados en las minutas de las conferencias


redactadas por los diplomáticos argentinos, y en las notas que el dean Fúnes trasmitía al
presidente de Colombia y dictador del Perú.

Fúnes no comprendía el ardid diplomático de Rivadavia, pues insistió ante él para


que permitiese a Bolívar invadir el Paraguay por el Bermejo. En nota de 29 de Septiembre
de 1825 comunicaba a este último lo que sigue :

“Hace pocos días que tuve el honor de escribir a V. E. dándole razón de todos los
asuntos que tuvo a bien confiar a mi cuidado. Tendrá presente V. E. que fue uno de ellos
averiguar si por parte del gobierno había algún embarazo para que las tropas peruanas
hiciesen una incursión en el Paraguay a fin de sujetar esta provincia rebelde. Entre los
obstáculos que este ministro me opuso a la ejecución de este proyecto, dijo que fue uno
de ellos tener ya este gobierno tiradas sus medidas para rendir por negociaciones
pacificas (¿?) la obstinación del gobernador Francia, y que se prometía los mejores
resultados ( ¡ ¡!!)... El cónsul británico Parish, que hace poco entró en la carrera
diplomática como agente de negocios cerca de este gobierno, concibió el laudable
pensamiento de escribir al gobernador del Paraguay (por insinuación de Rivadavia), y en
calidad de mediador hacerle presentes todas las razones políticas que podían inducirlo a
un avenimiento justo y razonable. Aprovechó también esta ocasión para interesarle
vivamente por la libertad del naturalista Bonpland (a quién Bolívar deseaba rescatar),
inhumanamente confinado a un oscuro retiro. Se prometía, sin duda, el agente británico,
que cuando no fuese por sus respetos, a lo menos por los de su nación, ganaría partidos
en su ánimo; pero ignoraba que Francia era uno de esos hombres extravagantes e
intratables de que la historia no hace mención. En breve lo supo a costa de un rústico
desaire. Impuesto Francia de lo que contenía el paquete, lo cerró y se lo devolvió, sin más
respuesta que este insulto”.

El dictador consideraba, sí, como un insulto el que se le hiciese la proposición de


someter el Paraguay a una soberanía extranjera, como lo intentó Parish inocentemente.
Ese hecho demuestra que aquel hombre estaba resuelto a hundirse bajo los escombros
de la patria, antes que rendirse. Al devolver su nota impertinente al agente británico,
quería decirle como Leonidas a los persas: Ven a conquistarla. Fue un rasgo de altivez
propia de su carácter.

Según las notas de Fúnes a Bolívar, creían en aquella época que Francia ayudaría

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al Brasil en la guerra con las Provincias Unidas por la libertad del Estado Oriental. Pero se
equivocaban, porque éste, por su política de no intervención en los países vecinos, y por
la necesidad de defender el suyo propio, nunca hubiera prestado tal apoyo al Brasil, cuyo
agente diplomático expulsó de la Asunción en 1828.

Esta neutralidad observada por el doctor Francia en las disensiones de las


provincias limítrofes le atrajo las simpatías del tirano Rosas. Cuando nuestros cónsules
López y Alonso y más tarde el primero como presidente de la República, celebraron,
imprudentemente, alianza con los unitarios y la alzada provincia de Corrientes (1841 –
1845), en contra de Rosas – violando el principio de neutralidad y de no intervención – el
dictador argentino, vivamente ofendido por ese hecho injustificado, comenzó a hostilizar al
Paraguay y contestar su independencia. Al mismo tiempo, mandó publicar en el Archivo
Americano, de Buenos Aires, núm. 29, el elogio del doctor Francia, en que se censura la
conducta impolítica y hostil de López hacia el gobierno de la Confederación.

La parte pertinente de ese escrito dice así:

“Pero en su aislamiento el doctor Francia nunca repudió los principios proclamados


por los fundadores de la independencia americana, y fue tan contrario al sistema colonial
como a las intervenciones extranjeras. Tomó parte por las medidas que dictó, aun en el
estado de aislamiento, en favor de a
l lucha de la independencia. Propendió así a su
defensa, lejos de estipular alianzas con los que venían a atacarnos. Fue recto y severo en
el ejercicio de la autoridad, e intachable en su conducta como americano, y por más
rigoroso que sea el juicio que se emita sobre su administración, no podrá repudiársele el
mérito de haber librado a su Provincia de los horrores de la anarquía y de la influencia
ominosa y maligna de los salvajes unitarios. Este aislamiento, tan reprochado al doctor
Francia, fue pues, un medio de conservación, y tal vez el único que podía adoptarse. Hizo
lo que prescribe la razón y lo que practican todos los gobiernos en casos idénticos.
¿Quién ha nunca pensado en reprobar las medidas sanitarias, y la incomunicación de una
ciudad, de una provincia y hasta de un reino, para preservarlos de una enfermedad
contagiosa? Y la anarquía no es menos temible que la peste y el cólera morbo”.

El doctor don Juan Bautista Alberdi, emitió muchos años después un juicio análogo.
“¿O toman a lo serio esas Repúblicas (del Plata) – decía – el error que excluye al
Paraguay de los hijos de la revolución de América? – La América no conoce la historia de
ese país sino contada por sus rivales. El silencio del aislamiento ha dejado a la calumnia

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victoriosa. La América debe juzgar a esa hija de su revolución con su propio juicio, y
rehacer su historia en honor de su gran revolución, a la cual pertenece el mismo doctor
Francia, que como Robespierre y Danton, reúne a un lúgubre renombre, el honor de
haber concurrido al triunfo de la revolución americana. El doctor Francia proclamó la
independencia del Paraguay respecto de España, y la salvó hasta de sus vecinos por el
aislamiento y el despotismo, dos terribles medios que la necesidad le impuso en servicio
de su buen fin”.

Solo una rectificación cabe hacer a doctor Alberdi, y es que no puede establecerse
paralelo entre “Francia y aquellos dos terroristas de la Revolución Francesa. Robespierre
y Danton han sobrepujado a los mayores monstruos de la humanidad. Ellos se llevan la
responsabilidad de las matanzas de centenares de presos en las cárceles de París; de los
ahogamientos y fusilamientos en Nantes; de las ejecuciones de Burdeos y de la Vendea y
del ametrallamiento e incendio de Lyon; de las cien mil victimas, en fin, sacrificadas a su
furor en toda la Francia.

En su Historia de los Girondinos, Lamartine describe los días del terror en París en
los términos que siguen :

“Más de ocho mil sospechosos llenaban las prisiones de Paris un mes antes de la
muerte de Danton. En una sola noche fueron arrojadas en ellas trescientas familias del
barrio de San Germán, todos los grandes hombres de la Francia histórica, militar,
parlamentaria y episcopal. No se tomaban ya los delatores la molestia de suponerles un
crimen; su nombre les bastaba, sus riquezas los denunciaban y su clase los entregaba.
Eran culpables por barrios, por categorías, por fortuna, por parentesco, por familia, por
religión, por opinión, por presuntos sentimientos, o, por mejor decir, no había inocentes ni
culpables, no había más que verdugos y víctimas. Ni la edad, ni el sexo, ni la ancianidad,
ni la infancia, ni las enfermedades que hacían materialmente imposible todo género de
criminalidad, salvaban de la acusación ni de la sentencia. Los ancianos paralíticos
seguían a sus hijos, los hijos de la tierna edad seguían a sus padres, las esposas a sus
maridos, las hijas a sus madres, unos morían por su nombre, otros por su fortuna, unos
por haber manifestado una opinión, otros por su silencio o por haber servido al trono, o
por no haber abrazado con ostentación la República o por no haber adorado a Marat, o
por haber sentido la muerte de los girondinos, o por no haber aplaudido los excesos de
Hebert, o por haber aprobado la demencia de Danton, o por haber emigrado, o por

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permanecer quietos en su casa, o por haber introducido la miseria en el pueblo sin gastar
su patrimonio, o por haber mostrado un lujo que insultaba a la penuria pública. Razones,
sospechas, pretextos contradictorios, todo era bueno.

“Bastaba hablar los delatores en su sección y la ley los animaba dándoles una parte
en las confiscaciones. El pueblo, a la vez denunciador, juez y heredero de las víctimas,
creía enriquecerse con los bienes confiscados. Cuando faltaban pretextos de muerte a los
proscriptos, espiaban en las prisiones las conspiraciones verdaderas o falsas.

“Espías disfrazados con la apariencia de presos provocaban las confidencias, los


suspiros por la libertad, los planes de evasión entre los encarcelados; algunas veces
inventaban a su antojo y enseguida se lo revelaban todo a Fonquier Tinville.

“Inscribían en sus listas de delación centenares de nombres de sospechosos, los


cuales sabían sus crímenes por la acusación a estas ejecuciones en masa se daba el
nombre de Hornadas de guillotina. Dejaban en los calabozos grandes vacíos y hacían
creer al pueblo que se acababa de castigar un enorme crimen, y que, gracias a la
vigilancia y severidad de la República, se había alejado un peligro inminente. Mantenían
el terror e imponían silencio a los murmullos. Todos los días se aumentaba el número de
las fatales carretas destinadas a conducir a los sentenciados al cadalso; a las cuatro
rodaban por el Pont-au-Change y por la calle de Saint Honoré más o menos cargadas,
hacia la plaza de la Revolución. Se alargaba su camino para prolongar el espectáculo al
pueblo y el suplicio a las víctimas.

“Estos carros fúnebres encerraban muchas veces al esposo y a la esposa al padre y


al hijo, a la madre y a sus hijas. Los semblantes llorosos que se contemplaban
mutuamente con la ternura suprema de la última mirada, las cabezas de las doncellas
apoyadas en el regazo de sus madres, las frentes de las mujeres inclinadas, como para
cobrar ánimo, sobre el hombro de sus maridos los corazones apretándose contra otros
corazones que iban a cesar de latir, los cabellos blancos y los cabellos rubios cortados
por las mismas tijeras, las cabezas venerables y las cabezas seductoras segadas por la
misma cuchilla, la marcha lenta del cortejo, el monótono chirrido de las ruedas, los sables
de los gendarmes formando una muralla de hierro al rededor de las carretas, los
comprimidos sollozos, los sarcasmos del populacho, esta venganza fría y periódica, que
se encendía y apoyaba, a hora fija, a la calle por donde pasaba la comitiva, imprimían a
estas inmolaciones alguna cosa más siniestra que el asesinato, porque éste era el

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asesinato dado como espectáculo y como placer a un pueblo entero. Así murieron,
diezmadas en lo más escogido, todas las clases de la población, la nobleza, el clero, la
clase media, la magistratura, el comercio, el pueblo mismo; así murieron todos los
grandes y obscuros ciudadanos que representaban en Francia las categorías, las
profesiones, las luces, las situaciones, las riquezas, las industrias, las opiniones, los
sentimientos proscriptos por la sanguinaria regeneración del terror. Así cayeron, una a
una, cuatro mil cabezas en algunos meses, y entre ellas las de los Montmorency, los
Noailles, los la Rochefoucauld, los Mailly, los Lavoisier, los Nicolai, los Sombreuil, los
Brancas, los Broglie, etc. etc. La democracia se hacía lugar con el hierro, pero, al
hacérselo, horrorizaba a la humanidad”.

No hay necesidad de añadir, después de esto, que en el Paraguay no se han


presenciado espectáculos semejantes en ninguna época de su historia. La dictadura de
Francia no fue más que el oscuro reinado de un déspota apasionado por la independencia
de su país que no ofreció el ejemplo de esas carnicerías humanas, sí de una existencia
tranquila y embrutecedora, porque se la pasaba en el sopor y en el aislamiento impuesto
por circunstancias excepcionales que esperamos no volverán a presentarse. No es esto
pretender excusar los errores de su política interior y exterior, no. Explicamos su conducta
no la justificamos; por que si él desplegó una energía salvaje para conservar la
independencia de la República, debió también levantar el nivel moral del pueblo, ilustrarlo
y civilizarlo. Y esta tarea que se imponía al primer López, no la llevó tampoco a cabo éste,
sin tener derecho a alegar en su obsequio, como su predecesor, el peligro exterior,
porque vivió protegido por el poderoso Imperio del Brasil desde el año 41, y contó con la
amistad y benevolencia del general Urquiza desde el 52. Así lo demostramos en nuestro
Resumen de la historia del Paraguay.

***

HECHOS QUE EXPLICAN LA INDEPENDENCIA DEL PARAGUAY

Desde la fundación de la Asunción, el Paraguay pudo considerarse como Provincia


autónoma. Cabeza de toda la gobernación del Río de la Plata hasta 1620, arraigóse en él

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la idea de la nacionalidad. Tuvo su historiador en el nieto de Irala, Ruydiaz de Gusmán, su


gobernador criollo en Hernando Arias de Saavedra, y sus mártires ilustres en los
valerosos comuneros de 1724, que predicaron el derecho democrático y expiraron en los
cadalsos por la causa del pueblo. La creación del Virreynato del Río de la Plata, ocurrida
en 1776, que le puso bajo la dependencia de Buenos Aires, avivó en él la conciencia
nacional ya formada por el sentimiento que naturalmente produce una mudanza de este
género. Su organización municipal había despertado en el pueblo el espíritu democrático.
Desde el primer día de su existencia tuvo su Gobernador, electo a las veces por él, su
Obispo, su Cabildo, su Hacienda, sus milicias ciudadanas y demás autoridades propias,
civiles, militares y eclesiásticas, en cada una de sus villas. Su población era enteramente
homogénea y civilizada, pues, si bien es cierto que era, como todas las demás de
América, atrasada en luces, se componía esencialmente de criollos y mestizos, todos
gente agricultora y pacífica, de costumbres completamente urbanas. Por eso en el
Paraguay nunca hubo caudillos montaraces y degolladores, ni gauchos trashumantes,
como de ello dan fe todos los viajeros que le visitaron, principalmente don Félix de Azara.
Así como en Chile, predominó aquí el elemento civil, y no hubo dictadores militares. El
doctor Francia fue un hombre de Estado de cuño europeo como Rivadavia.

El espíritu de independencia fue una consecuencia lógica de la conciencia nacional


anteriormente formada. Francia no la creó, sino que fue su encarnación personal.
Impregnado de las ideas del Contrato Social, republicano a la manera de los
revolucionarios franceses, y penetrado del espíritu de su siglo, hízose su intérprete y su
caudillo en el Paraguay. Los hombres que marchan con las ideas de su país, como
Francia, triunfan. Los que van contra ellas, como Rivadavia en Buenos Aires y como San
Martín en el Perú, fracasan.

El éxito del doctor Francia en el Paraguay se debe pues a que él se hizo el intérprete
de la aspiración nacional. Venció a todos sus adversarios y enemigos, prueba evidente de
que era superior a ellos.

Y puso en jaque a Buenos Aires, prueba evidente de que colocó al Paraguay en


condiciones superiores a los de ella.

Cuenta Robertson que el dictador, vanagloriándose de ello, le dijo un día: “¿Sabéis


cuál ha sido mi política como gobernante del Paraguay? – Pues lo he mantenido
incomunicado respecto de las otras provincias sudamericanas para salvarlo del espíritu de

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la anarquía y de la demagogia, que les ha acarreado tantos males. Por eso es más
próspero que los demás pueblos; en él imperan el orden y el respeto a las leyes; pero
luego que salgáis de sus fronteras, herirán vuestros oídos el estampido del cañón y el
estrépito de las guerras civiles, que paralizan el comercio y proscriben el bienestar y el
progreso. “¿Y de qué proviene eso? – Lisa y llanamente de que en Sudamérica no existe
sino un solo hombre que comprende el carácter de su pueblo y que es capaz de
gobernarlo. Ese hombre soy yo. Se decanta el amor a las instituciones libres, cuando lo
que realmente hay es la pública expoliación. Los naturales de Buenos Aires son los más
ligeros, vanos, volubles y libertinos de todos los que pertenecen a las antiguas colonias
españolas de este contine nte, de ahí mi resolución de no tener con ellos relaciones de
ninguna clase.

El doctor Francia no hacía justicia a los habitantes de Buenos Aires al describir su


carácter. Los porte ños eran y son hasta el día cultos, amables, benévolos y muy
cumplidos caballeros. Es cierto que son algo frívolos y fisgones, como los parisienses,
gustan de reírse de los provincianos y de los hombres demasiado graves y solemnes que
toman todas las cosas au tragique, y de burlarse de todo aquello que les parece una
exageración, una ridiculez o un absurdo. Proviene esto de su buen humor habitual. Pero
no por eso dejan de ser corteses y respetuosos con todos, principalmente con los
extranjeros, Su natural bondadoso los hace ingenuos y sinceros, francos y generosos.
Son muy accesibles al entusiasmo por todo objeto noble y desinteresado, como la libertad
y la gloria, como la humanidad y la patria, por ejemplo. Así, durante las guerras de la
independencia sudamericana, prodigaron su sangre y sus recursos por el bien general.

Buenos Aires, por ser capital del Virreynato del Río de la Plata, y ser una ciudad
opulenta y de mucho comercio, fue mirada con prevención y hasta con inquina por las
otras provincias. Esa prevención subió de punto cuando, con motivo de la revolución, ella
se arrogó el derecho de capitanearlos e imponerles su voluntad. Entonces se
manifestaron las insurrecciones locales, que produjeron la conflagración general en la
República. Primero se alzaron el Paraguay y el Uruguay, y luego las demás provincias. Y
como la guerra civil vino a ser permanente en la Argentina, y se culpaba de ella a Buenos
Aires, el doctor Francia creía también que los porteños eran no solamente anarquistas,
sino también volubles o tornadizos, por causa de los cambios frecuentes de sus
gobernadores, sin comprender que tales mudanzas eran sólo el resultado natural de la

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democracia naciente, no encauzada todavía.

Con todo el dictador nunca pensó en agredir a Buenos Aires, ni siquiera en


incomodarle con intrigas en las provincias. Nunca prestó atención a las proposiciones de
los caudillos alzados contra ella aunque al principio alentó los planes de Artigas, por
considerar que la causa uruguaya era igual a la paraguaya, o que la Banda Oriental era
de hecho una República independiente como el Paraguay.

La segregación del Paraguay de las demás Provincias de dicho Virreynato ha sido


generalmente mirada como el origen del federalismo argentino. En el tratado del 12 de
Octubre de 1811 se hablaba de federación, y de esta palabra – dicen – derivaron su
programa y su bandera los caudillos provincianos que se alzaron contra la unitaria Buenos
Aires.

Piensan otros que no pudieron haberle dado nacimiento ese documento diplomático,
ni las Instrucciones que dictó Artigas a sus diputados el año 13, sino que se debe buscarle
abolengo más remoto, en las tradiciones de los pueblos, en España y en las costumbres
de los fenicios que vinieron a poblarla.

Esto equivale a arrancar del nacimiento de Helena la historia de la guerra de Troya,


o hacer remontar la genealogía de los españoles a Tubal, como lo asegura la Crónica de
Florián de Ocampo mandada escribir por Carlos V.

Para nosotros el origen del federalismo se encuentra en la naturaleza humana,


fuente de todas las instituciones civiles, políticas y religiosas.

Antes de independizarse de la madre patria las colonias inglesas, ya existía en ellas


el espíritu federalista, entendiéndose por tal el sentimiento de la autonomía local. Un
proyecto de unión federativa que proyectaron, fue combatido por el gobierno británico.
Esta idea no la realizaron los americanos sino después de la independencia, con
admirable buen sentido, por virtud de un pacto político que ha quedado como modelo. Y
para prevenir todo recelo de las colonias entre sí, fundaron la capital en territorio neutral.

En Sudamérica, al estallar la revolución de 1810, igual movimiento democrático se


produjo, según Restrepo, en Venezuela y Nueva Granada. En la primera se formó luego
la Confederación de las Provincias Unidas de Venezuela, y en la segunda la provincia de
Cartagena irguióse frente a Bogotá, no queriendo reconocerle supremacía. Aquellos
países, cediendo a la influencia de Bolívar, pronto se unieron y formaron la República de

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Colombia con el Ecuador.

El Río de la Plata, que se componía de tantas provincias, no podía sustraerse a esta


evolución natural de las sociedades. De ahí el credo federalista que reclamaba la
autonomía provincial en virtud de un pacto entre iguales. Es que existe en los pueblos el
sentimiento del gobierno propio, como extensión del sentimiento individual, de tal suerte
que cuando se desatan los vínculos que los ligan a otro poder, aspiran todos a la
independencia. Pero los políticos de Buenos Aires desconocieron la verdad de este hecho
y se obstinaron en no resolver el problema en forma racional, provocando la guerra civil
permanente y la dictadura, estado de cosas que duró hasta 1864, e influyó para que el
Paraguay no saliese de su retraimiento hasta 1870.

El dictador Francia no aisló al Paraguay por el mero gusto de aislarlo. Lo adoptó


como medio de defensa contra la demagogia argentina. Y él no fue el único que pensaba
de ese modo, pues de ese mismo sentir era el Mariscal Sucre, quien, rigiendo los destinos
de Bolivia, insinuaba a Bolívar la idea de que para preservar a su país de aquel contagio,
era necesario que Tarija no saliese de su dependencia. Desde Chuquisaca le escribía
esta carta que lleva fecha de 12 de Abril de 1826:

“Dije a usted que también le hablaría de Tarija, que si queda en poder de los
argentinos, Bolivia se infecta del desorden y de la anarquía, que la Constitución será
minada y traída a tierra desde allí, donde los argentinos a ochenta leguas de tres capitales
nuestras, y a las orillas y lindando con cincuenta pueblos de tres departamentos, nos
introducirán sus principios desorganizadores... Ya han ocurrido allí (Tarija) dos
revoluciones y quitado y puesto dos gobernadores; este ejemplo tan cerca, ve usted cuán
fatal nos es”.

La incomunicación mantuvo al Paraguay en la pobreza, pero, es necesario repetirlo,


la causa de esta medida no debe buscarse en el capricho del dictador, sino en el peligro
exterior. País enteramente mediterráneo, rodeado de vastas regiones inhabitadas y de
provincias anarqui zadas por el caudillaje y las montoneras, rodeabanle enemigos por
todos lados. En el norte los portugueses brasileños, quienes fieles a su vieja costumbre
de avanzar sobre el dominio ajeno, se mantenían siempre en acecho de una ocasión
propicia para usurpar más territorios, y en el sud las hordas desvastadotas de Chagas y
Andresito, que destruyeron las misiones del Uruguay y del Paraná, y los caudillos
federales de Corrientes y Entre Ríos, que le amenazaban con invasiones armadas. Para

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prevenir esas tormentas, que ponían en peligro la independencia nacional, el dictador


acordonó de tropas el territorio de la República, no permitiendo más comercio exterior que
por uno solo de sus puertos fluviales. Y a decir verdad, no le quedaba otro medio de
defensa por causa de la escasez de sus elementos de combate. Por eso mismo la política
del dictador fue esencialmente estática y conservadora. Pero salió de ella el Paraguay
como potencia militar con una población aproximada de trescientos mil habitantes. Fue en
su época la Esparta americana.

Carlyle juzga su gobierno de este modo:

“Estábamos en la creencia de que Dionisio el tirano de Siracusa, y, en realidad, la


estirpe entera de los tiranos, había desaparecido muchos siglos atrás, llevándose su
merecido; cuando he aquí que en nuestras mismas narices se levanta un nuevo tirano
que nos reclama también su galardón. Precisamente cuando la libertad constitucional
comenzaba a ser comprendida, y nos lisonjeábamos de que con las correspondientes
urnas electorales y las correspondientes comisiones de registro y los estallidos de
elocuencia parlamentaria, se formaría en aquellos países (de América) algo así como un
verdadero Palaver nacional, se levanta este bronceado, este descarnado, este inexorable
doctor Francia, traba embargo en todo aquello, y en la forma más despótica le dice a la
libertad constitucional: Hasta aquí – Es un hecho innegable, aunque parezca increíble,
que Francia, siendo un particular macilento, practicante de derecho y doctor en teología,
haya tenido por espacio de veinte o cerca de treinta años, extendida su varilla sobre el
comercio extranjero del Paraguay, diciéndole Detente! Los buques en seco con las
junturas sin brea, se abrían abandonados en las riberas arcillosas del río, y nadie podía
comerciar sin una licencia especial suya. Si alguno penetraba en el país y a Francia le
disgustaban sus papeles, su conversación, su porte o el corte mismo de su rostro, tanto
peor para él, ya no podía salir del Paraguay... La libertad de opiniones privadas, a menos
de estarse con la boca cerrada, había concluido en el Paraguay. Por más de veinte años
permaneció éste en entredicho, separado del resto del mundo por el nuevo Dionisio. Todo
el comercio extranjero había cesado, y, con mayor razón, toda forma constitucional
doméstica. Extrañas cosas son éstas. Avergüenza el pensarlo! Después de inclinarse en
un tiempo a ser uno de los mejores amigos de la humanidad, fue gradualmente
endurecido por el éxito y el amor al mando, convirtiéndose en una especie de demonio
rapaz o ladrón nocturno solitario, que sustrajo los palladiums constitucionales de sus

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recintos parlamentarios y ejecutó más de cuarenta personas. Francia no volvió a convocar


ningún otro Congreso. Había hurtado los palladiums constitucionales e impuesto su
perversa voluntad. Francia no era hombre de dejarse burlar con conspiraciones. Miró,
expió, averiguó, hasta darse cuenta exacta de la extensión, posición, naturaleza y
estructura de la trama y luego... luego, como un milano o como fiero cóndor que surge
repentinamente del invisible azul, se precipitó sobre ella, le revolvió el corazón con el pico
y con las garras, la despedazó hasta reducirla a pequeñísimos fragmentos y allí mismo se
lo devoró. “Oh gauchos constitucionales, mi dominio del Paraguay, mucho más duro de lo
que vuestras estupideces lo suponen, es de por vida; el contrato es: morirás si te quitan tu
dominio. No atentéis contra mi vida, o por lo menos que lo haga un hombre que esté
arriba de don Fulgencio el domador. ¡Por el cielo; si atentáis contra mi vida, he de
obligaros a que cuidéis de las vuestras! Ejecutó más de cuarenta personas! A cuántas
otras arrestaría, flagelaría, interrogaría él, que era hombre inexorable! Mal lo pasaban los
culpables o sospechosos de tales...”.

Carlyle se burla de la democracia sudamericana como de una parodia de la del


Norte; de Itúrbide como de una caricatura de emperador; de San Martín, porque dentro de
su habitación tenía colgado su retrato entre los de Napoleón y Wellington; de Bolívar,
porque sus panegiristas le comparaban con Washington; y con el héroe de Wagram y de
Austerlitz.

Téngase en cuenta que él escribía ese trozo histórico en 1843, en la época en que el
dictador Rosas daba seria ocupación a Francia é Inglaterra, la prensa de ambos mundos
publicaba las tablas de sangre de Rivera Indarte, y se alzaban por doquiera, en
Sudamérica, los caudillos militares con las constituciones y las leyes. Contemplaba él con
asombro esa danza macabra, ese cuadro sombrío de las luchas de los partidos, y sólo en
el Paraguay veía, al través de Rengger y de Robertson, un hombre que supo librar á su
país de esa calamidad, y formuló este juicio: “el doctor Francia vale más que los
palladiums constitucionales, porque él, no siendo más que un oscuro abogado, se
impuso a sus conciudadanos, les enseñó las artes de la paz, y se hizo respetar de
sus vecinos”.

XI

JUICIO FINAL SOBRE EL DICTADOR FRANCIA

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Francia murió de una vieja enfermedad el 20 de Septiembre de 1840, a los setenta y


cuatro años de edad. Vio llegar la hora de su muerte con la ataraxia de Marco Aurelio. Su
médico Estigarribia no recogió ningún testamento de sus labios.

Por su actuación histórica no guarda semejanza con los tiranos antiguos de la Roma
Imperial, ni con los gauchos degolladores de la América del Sud como Rosas y otros. Fue
un hombre de Estado que se propuso fundar una República independiente y recurrió al
efecto al despotismo, como Richelieu, Cisneros, Pombal y los príncipes de la edad
moderna, que apelaron a los mismos medios para anonadar a los señores feudales,
fundar las monarquías absolutas y engrandecer a sus respectivas naciones. Todos sus
actos lo presentan como un hombre de inteligencia superior y pasiones concentradas, que
persigue un objeto único; de ambición elevada e inclinado al mando, no por amor a él sino
por cálculo, de penetración de espíritu y astucia diplomática para urdir planes y adivinar
las intenciones ajenas; de voluntad imperiosa, característica de los hombres que se creen
superiores a los demás, e inquebrantable en sus propósitos, como hombre de
convicciones profundas que no transige sobre el fin que busca, el cual, siendo su ideal,
constituye su pasión y su fuerza. Hombres de este género son incorruptibles e
inexorables, sin ser naturalmente perversos.

Los escritores unitarios no ven en el dictador Francia más que un maniático, un


malvado y un ambicioso de mando por el placer de mandar.

¡Cuán de otro modo le juzga un escritor de genio, el famoso historiador de Cromwell!


Con profunda ironía, a la vez que con gran dosis de buen sentido, se burla de aquella
insustancial acusación en estos términos:

“El amor del mando sin más objeto que el de poner en movimiento a los lacayos, es
un amor, se me ocurre, que sólo puede caber en el espíritu de gentes de condición muy
pueril. Y a un hombre ya crecido como el doctor Francia, que, según se me asegura, no
necesitaba sino de tres cigarros diarios, un mate y cuatro onzas de carne, no podían darle
otra cosa más todos los lacayos del mundo, unidos y preocupados constantemente de él.
Y ése ya lo tenía y siempre lo había tenido. ¿Por qué pues había de querer el mando de
lacayos? ¿Le placería, acaso, verlos a su alrededor, con sus asiduidades servirles, con
sus morisquetas y sus lealtades mentidas?”

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Tiene razón el zumbón escritor británico. Un hombre de verdad, como el doctor


Francia, no ama el poder sino para dominar el desorden, o para realizar un fin. Francia
tenía el suyo y lo consiguió. No convocó Congresos populares para renunciar su cargo,
fingidamente, porque no era cómico. Ni se gozaba con los placeres frívolos, ni le hacían
feliz la adulación y la lisonja. Llevó la vida de un hombre adusto, zahareño y desamorado.
Pero es de suponer que habráse deleitado con la realización de su obra, empresa que
llevó a término con verdadero espíritu de sacrificio, con sentimiento heroico y con una
emoción que se parecía a la abnegación de los apóstoles de una religión nueva.

El doctor Francia, al conferirse en 1816 la dictadura perpetua, no reclamó la suma


del poder público, cual sucedía en Buenos Aires. Se hizo dar sencillamente el mando
político y militar de la República en estos términos: “Se le declara y establece – dice el
acta correspondiente – Dictador perpetuo de la República, durante su vida, con calidad de
ser sin ejemplar”.

Es decir, que esa dictadura no serviría de precedente para conferírsele a otro,


después de él. Francia quería, pues, que la dictadura en el Paraguay concluyese con su
persona, comprendiendo que de ese mando puede abusarse en detrimento de la libertad.

Los gobiernos de Buenos Aires pedían siempre el poder absoluto, la suma del poder
público, o sea, el poder de dictar leyes. Y las legislaturas se lo concedían siempre, desde
1810 hasta 1852.

Francia gobernó el país con las leyes españolas, que quedaron vigentes. Los
decretos que él dictaba no eran leyes, sino medidas de policía y de seguridad, que las
circunstancias exigían.

El dictador no ha creado en el Paraguay un estado de sociedad como el de los


tiempos de Mario y Sila, y de los emperadores de Roma, como generalmente se cree por
ignorancia.

Camilo Desmonlins, condenando los excesos de la Convención Francesa, pinta de


la sociedad romana, por vía de comparación, este lúgubre cuadro:

“Después del sitio de Perusa, dicen los historiadores, a pesar de la capitulación,


Augusto respondió: ¡Todos debéis perecer! Fueron conducidos al Palacio de Julio César,
y allí degollados el día de los Idus de Marzo, trescientos de entre los principales
ciudadanos; después de lo cual, se pasó indistintamente a cuchillo el resto de los

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habitantes, y la ciudad que era una de las más hermosas de Italia, quedó reducida a
cenizas y borrada como Herculano de la superficie terrestre. Había antiguamente en
Roma, dice Tácito, una ley que especificaba los delitos de estado e imponía la pena
capital. Estos crímenes de lesa majestad se reducían en tiempo de la República a cuatro
especies. Si un ejército ha sido abandonado en territorio enemigo; si se habían excitado
sediciones; si los miembros de los cuerpos constituidos habían administrado mal los
caudales públicos; si la majestad del pueblo romano había sido envilecida. Los
emperadores sólo necesitaron algunos artíc ulos adicionales a esta ley para envolver a los
ciudadanos y a las ciudades enteras en la proscripción. Así que se consideraron las
palabras como crímenes de Estado, ya no quedaba más que un paso para cambiar en
delitos las simples miradas, la tristeza, la compasión, los suspiros y hasta el silencio.
Presto se tuvo por crimen de lesa majestad o de contrarrevolución el monumento que
Mursa había erigido a sus habitantes, muertos en el sitio de Módena, combatiendo bajo
las órdenes de Augusto; pero por combatir entonces Augusto con Bruto, Mursa sufrió la
misma suerte que Perusa.

“Crimen de contrarrevolución a Libonio Druso por haber preguntado a los que decían
la buena ventura, si poseería algún día grandiosas riquezas. Crimen de contrarrevolución
al publicista Cremucio Cordo por haber denominado a Bruto y Casio los últimos romanos.
Crimen de contrarrevolución a un descendiente de Casio por tener en su casa un retrato
de su bisabuelo. Crimen de contrarrevolución a Mamerto Escauro por haber hecho una
tragedia en que había cierto verso que podía tener dos interpretaciones. Crimen de
contrarrevolución a Torcuato Silano por gastar mucho. Crimen de contrarrevolución a
Petrio por haber soñado con Claudio. Crimen de contrarrevolución a Apio Silano, porque
su mujer había soñado con él. Crimen de contrarrevolución a Pomponio, porque un amigo
de Seyano había venido a buscar asilo en una de sus casas de campo. Crimen de
contrarrevolución por quejarse de las desgracias de los tiempos, porque era esto hacer el
proceso del gobierno. Crimen de contrarrevolución, por no invocar el genio de Calígula;
por haber dejado de hacerlo, muchos ciudadanos fueron destrozados a golpes,
condenados a las arenas o a las fieras, y algunos aserrados por medio del cuerpo. Crimen
de contrarrevolución a la madre del cónsul Fabio Gemino , por haber llorado la muerte
funesta de su hijo.

“Alegre debía manifestarse en la muerte de un amigo, de un deudo, el que no quería

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exponerse a perecer. En tiempo de Nerón, muchas personas a cuyos allegados había


hecho matar, iban a dar gracias a los dioses; y además ponían luminarias, porque había
que tener un aire de satisfacción, un aire de contento y serenidad. Se tenía miedo de que
el miedo mismo hiciese a uno culpable. Todo inspiraba sospechas al tirano. Si un
ciudadano tenía popularidad o era rival del príncipe y podía suscitar una guerra civil :
sospechoso.

“¿Era uno pobre? ese hombre debía ser vigilado de cerca; nadie es tan
emprendedor como el que nada posee: sospechoso. ¿Teníais acaso un carácter sombrío,
melancólico o vestíais con descuido? estabais afligidos porque los negocios públicos iban
bien?... sospechoso.

“Si uno era virtuoso y austero en sus costumbres, bueno; era otro Bruto que
pretendía con su palidez censurar a una corte amable y bien penada: sospechoso. Si uno
era filósofo, orador o poeta, era porque aspiraba tener más fama que los que gobernaban.
¿Podía consentirse que se hiciera más caso del autor que del emperador en su palco de
celosías? Sospechoso.

“En fin, si alguno había adquirido reputación en la guerra era tenido por más
peligroso por causa de su talento. Hay recursos para un general inepto. Si es traidor, no
puede entregar su ejército al enemigo sin que vuelva alguno. Pero si un general como
Corbulón o Agrícola hiciere traición, arrastraría consigo a todos. Vale más deshacerse de
él, o al menos conviene alejarlo cuanto antes del ejército: sospechoso. De esta suerte no
era posible tener alguna cualidad, a no ser haciendo de ella instrumento de la tiranía, sin
despertar los celos del déspota y sin exponerse a una pérdida evidente. Era un crimen
desempeñar un gran destino o renunciarlo; pero el mayor de todos los delitos era el de ser
incorruptible. Uno era acusado por su nombre o el de sus antepasados; otro por su
hermosa casa de Alba; Valerio Asiático, por que sus jardines habían gustado a la
emperatriz; Itálico, por haberle disgustado su cara; y otros muchos sin saber por qué.

“Toranio, el tutor, el antiguo amigo de Augusto, estaba proscrito por su pupilo, sin
achacársele otro motivo que ser hombre de probidad y amante de su patria. Ni el
pretorado ni su inocencia pudieron libertar a Quinto Galio de las sangrientas manos del
ejecutor; ese Augusto, cuya clemencia se ha ensalzado tanto, le sacó los ojos con sus
propias manos. Era uno vendido y asesinado por sus esclavos o sus enemigos; y si no
tenía enemigos, se hallaba un homicida en un huésped, en un amigo, en un hijo. En una

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palabra, durante aquellos reinados, tan extraña era la muerte natural de un hombre
célebre, o de un funcionario, que se publicaba como un grande acaecimiento,
transmitiéndolo el historiador a la memoria de los siglos. En este consulado, dice nuestro
analista, hubo un pontífice, Pisón, que murió en su cama, lo cual fue tenido por prodigio.

“A tales acusadores, tales jueces. Los tribunales protectores de la vida y de la


propiedad se habían convertido en carnicerías, donde lo que llevaba el nombre de suplicio
y confiscación no era más que robo y asesinatos. Si no había medio de enviar un
sospechoso se recurría al asesinato o al veneno. Celor Elio, la famosa Locusta y el
médico Aniceto eran envenenadores de profesión, titulares, del séquito de la corte y una
especie de grandes dignatarios de la corona.

“Si no bastaban estas semi-medidas, el tirano recurría a una proscripción general.


De esta suerte, Caracalla, después de matar con su propia mano a Geta, declaró
enemigos de la República a todos sus amigos y partidarios, en número de veinte mil; y
Tiberio, enemigo de la República, mató treinta mil, y de esta manera Sila, en un solo día,
prohibió el uso del agua y del fuego a setenta mil romanos. Si un emperador hubiese
tenido una guardia pretoriana de tigres y panteras, no hubiera despedazado más
personas que con los delatores, libertos envenenadores y sicarios de César, porque la
calamidad ocasionada por él cesa con el hambre, pero la causada por el terror, la codicia
o las sospechas de los tiranos no tiene límites. Hasta qué grado de envilecimiento y
bajeza podrá llegar la especie humana, cuando se considera que Roma consintió el
gobierno de un monstruo que se quejaba de no ver su reinado distinguirse con calamidad
de peste, de hambre o terremoto; que envidiaba a Augusto el haber tenido en su reinado
un ejército destrozado; a Tiberio los desastres del anfiteatro de Fidenas, donde habían
perecido cincuenta mil personas; y para decirlo todo en una palabra, que deseaba ver el
pueblo romano con una sola cabeza para derribarla de un golpe!”

Se falsea la historia cuando se pretende establecer un paralelo entre el dictador


Francia propagandista de la Revolución y de los derechos imprescriptibles del individuo, y
los tiranos antiguos y modernos, enemigos del género humano.

Nerón y Tiberio, Calígula y Domiciano, César Borgia y Carlos IX, Enrique VIII y
Felipe II, Fernando de Nápoles y Fernando VII de España, Murillo y Boves, Rosas y
Solano López, representan a los últimos.

En la historia de estos malvados, como en la de los convencionales franceses, se

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cuentan matanzas en masa por ciudades, por familias y por clases sociales,
proscripciones, incendios, asesinatos, parricidios, envenenamientos, orgías, incestos y
otros crímenes nefandos.

¿Acaso el dictador Francia cometió tales monstruosidades? Evidentemente, no. Su


vida privada fue ejemplar, y como magistrado supremo no corrompió a los ciudadanos por
dádivas, recompensas y honores, ni formó aduladores. Antes bien, exigió de todos el
sacrificio de sus intereses para fundar la Esparta Americana, que salió poderosa de sus
manos. Más todavía: hizo del Paraguay una orden de caballería, una milicia armada,
destinada exclusivamente a defender su causa.

Se le puede censurar, sí, por algunos actos cometidos abirrato, o en momentos de


mal humor; por haber extremado la incomunicación del país y no haber fomentado la
instrucción del pueblo; y por haber usado de rigor con los individuos acusados del delito
de conspiración contra su persona en 1820; pero es imposible dejar de reconocer que fue
un abogado de conciencia, un funcionario íntegro, y un magistrado que conservó puras
sus manos en el manejo de los caudales públicos. Él sacrificó su nombre, su reputación y
su prestigio personal a la conservación de la República que había fundado, mostrándose
un déspota severo al estilo de Richelieu y de Cisneros. No hizo del poder asunto de
granjería, ni lo convirtió en instrumento de venganza, sino que se sirvió de él para afirmar
la patria independencia, que fue su ideal y su pasión. No odió la libertad, porque en todos
sus escritos prohijó la doctrina de los derechos humanos inalienables, la libertad de
conciencia y la de cultos, aún cuando las circunstancias le obligaron a vulnerarlos. Pero
hay que convenir en que en su época la justicia no existía en ninguna parte de América. A
Rengger dijo que esperaba ver en breve al pueblo paraguayo gozar de la libertad. Fue un
sincero republicano, y reprochó siempre a los monarquistas su extravío. No fue un talento
al servicio de las pasiones, como dice Estrada, sino una inteligencia y una voluntad fuerte
al servicio de su Patria. “Palpitaba, sí, en su alma el nervio de la concepción rápida y
altanera, de la ambición elevada, de la perseverancia indomable”, según el mismo
escritor; pero no era nulo en su organización el resorte de la moral, ni el sentido de la
justicia, como en César Borgia y en los Nerones antiguos y modernos. El mismo autor lo
confiesa a renglón seguido, cuando agrega: “Francia aventaja al héroe del Príncipe toda
la altura del genio y toda la trascendencia de su empresa...”

Francia tenía el instinto político y la complexión del hombre de Estado. Su ideal era

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patriótico, pero no llegó a personificar la humanidad y la democracia, por causa de su


severidad. Carecía de vicios, pero sus pasiones eran violentas. Amaba la verdad y la
justicia, pero le faltó la generosidad. Fue un déspota inclemente por cálculo, no por
maldad natural, como se le supone.

Estadista de sagaz penetración, comprendió desde el primer día el sentido de la


revolución americana, y se puso a su servicio dentro de su país. Alentó a Artigas a ese
mismo fin, de suerte a crearse un aliado que persiguiese la misma causa que él, en medio
de la gran contienda argentina; pero no se mezcló en ella.

Entusiasta admirador de las doctrinas políticas de Rousseau, las propagó en sus


discursos y escritos oficiales, especialmente las que se refieren a la soberanía popular y
los derechos humanos imprescriptibles. Y provisto de estas armas, proclamó el principio
de las nacionalidades y defendió la independencia del Paraguay.

Su espíritu esencialmente práctico, cual conviene a todo hombre de Estado, y su


buen sentido, le llevaron a prescindir de todo lo utópico y paradójico que había en el
Contrato Social. Augusto Comte le considera como uno de los tipos representativos de la
política moderna.

Como Rivadavia en Buenos Aires, el doctor Francia se creyó el hombre providencial


en el Paraguay. Él lo hacía todo: arreglaba las calles y las plazas, disciplinaba sus tropas,
enseñaba a los reclutas y dirigía a los sastres que tenían que cortar y componer los
uniformes para los soldados. Cuando se construían obras públicas, él era el director
obligado de los albañiles. Tenía a su cargo el despacho universal. Él fomentaba la
agricultura, enseñaba los cultivos y las artes útiles y reglamentaba las profesiones. En la
antigüedad hubiera sido adorado como aquellos fundadores de ciudades, Cadmo o
Cécrops, o como los legisladores Minos y Licurgo.

En carta o nota dirigida a su Delegado de Itapúa, el 10 de Diciembre de 1828, le


describe el estado del país antes de su gobierno, y le cuenta sus afanes, desvelos,
trabajos y sacrificios por defender al Paraguay contra sus enemigos y por sacarlo de la
oscuridad y atraso en que vegetó por causa del régimen embrutecedor de la dominación
española.

He aquí uno de sus párrafos:

“Aquí, cuando recibí este desdichado gobierno, no encontré de cuenta de tesorería

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ni dinero, ni una vara de género, ni armas, ni municiones, ni ninguna clase de auxilios, y


no obstante he estado y estoy sosteniendo los crecidos gastos, la provisión y apresto de
artículos de guerra, que demanda el resguardo y seguridad general, a más de costosas
obras y faenas, a fuerza de arbitrios, de maña, de diligencias aún con otros países, y de
un incesante trabajo y desvelo, supliendo por oficios y ministerios que otros debían
desempeñar en lo civil, en lo militar, y hasta en lo mecánico; recargado por esto aún de
ocupaciones que no me corresponden, ni me eran decentes, todo esto por hallarme en un
país de pura gente idiota, donde el gobierno no tiene a quien volver los ojos, siendo
preciso que yo lo haga, lo industrie y lo amaestre, todo por sacar al Paraguay de la
infelicidad en que ha estado sumido por tres siglos. Por eso después de la revolución
todos se atrevieron a robarlo, y lo robaron a satisfacción porteños, artigüeños y
portugueses”.

Efectivamente, al recibir Francia el gobierno, no había en las cajas públicas, ni un


centavo. Él se hizo comerciante por cuenta del Estado, estableció impuestos y exigió
contribuciones forzosas a los españoles y hombres pudientes, y de esta manera allegó
recursos para comprar armas y municiones, y mandar ejecutar obras públicas. El
Paraguay llegó a ser, relativamente, un poderoso Estado militar defendido en sus
fronteras por fortines y guarniciones armadas.

El dictador no se preocupó del juicio de la posteridad. Nunca se hizo elogiar por


nadie, ni dentro ni fuera del país. Es cierto que de su época queda una pieza laudatoria a
su persona: la arenga del cura de la Catedral doctor José Isasa. Pero por ser la única y
por el hecho de haber sido pronunciada en el templo, es racional suponer que él no la
insinuó y que fue una salutación espontánea del predicador, según la costumbre
establecida. Todos los actos de su vida revelan que la palabra gloria no tenía sentido para
él. Y si alguna vez pensó en ella – de lo cual no existe el menor indicio – ha debido decir
con Marcial: Si post fata venit gloria, non propero.

Sin duda, él creía cumplir una misión, la cual consistía en crear una nación
independiente, llamada a perdurar al través de las edades. La República del Paragua y es
su obra, y ella sobrevivirá a las maldiciones de su siglo. Por eso ha podido decir con
Horacio: Exegi monumentum are perennius.

***

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y la Dictadura en Sudamérica

XII

LA DICTADURA EN EL RÍO DE LA PLATA

Es sabido que las ciudades de Buenos Aires y Montevideo fueron tomadas por los
ingleses en los años 1806 y 1807, pero que muy pronto lograron expulsar a sus nuevos
dominadores, habiendo sido los primeros héroes de la reconquista el francés don
Santiago Liniers y el español don Martín de Alzaga, alcalde de primer voto del Cabildo de
la capital del Virreynato. Durante su breve ocupación, los ingleses publicaron en
Montevideo un periódico, La Estrella del Sud, escrito en inglés y castellano, y propagaron
ideas de libertad e independencia. Estas semillas morales no pudieron ser expulsadas;
ellas quedaron para servir de levadura a la revolución que debía estallar un poco más
tarde. Germinaron primero en la conciencia de algunos hombres ilustrados y luego se
arraigaron en el corazón de los pueblos.

La instalación de la familia real portug uesa en Río de Janeiro y la ocupación de


España por Napoleón en 1808 dieron ocasión a los hombres del Río de la Plata a
madurar aquellas ideas.

Desde esta época, según el señor Mitre, datan los trabajos de Belgrano en favor de
la independencia del Río de la Plata bajo el gobierno de una monarquía constitucional.
Para llevar a cabo su pensamiento, fijóse en la princesa del Brasil doña Carlota Joaquina
de Borbón, hermana de Fernando VII y esposa de don Juan de Portugal, que residía a la
sazón en Río de Janeiro en calidad de Regente del reino. Habiéndolo participado a varios
personajes, encontró prosélitos en Castelli, Vieytes, los Passos, Pueyrredón, los
Rodríguez Peña y algunos más. Se pusieron en comunicación con la princesa Carlota
para proclamarla Regenta y trasladarla a Buenos Aires. Pero este proyecto se frustró por
la oposición del ministro británico residente en Río ( 3) y la consiguiente negativa del
príncipe don Juan que vivía bajo su tutela.

Tal era el estado de los espíritus en el Río de la Plata cuando llegó la noticia de que
España había sido ocupada por los ejércitos de Napoleón y tenía por soberano a un rey
francés. Estalló entonces la revolución el 25 de Mayo de 1810 y se instaló pacíficamente
una Junta de Gobierno compuesta de Cornelio Saavedra como presidente: Juan José

3 Se trata de Lord Strangford.

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Castelli, Manuel Belgrano, Miguel Azcuénaga, Manuel Alberti, Juan Larrea y Domingo
Matheu como vocales; y Mariano Moreno y Juan José Passo como secretarios.

Los patricios de Buenos Aires, y en general, los personajes argentinos, eran


hombres moderados, conservadores y de gustos aristocráticos, que deseaban cambiar el
régimen antiguo pacíficamente y sin derramamiento de sangre. No eran republicanos,
pues no conocían el sistema norteamericano; y por eso eran partidarios de una
monarquía constitucional que, como la inglesa, protegiese las libertades individuales e
hiciese la felicidad del pueblo. Pero había en el seno de la Junta Gubernativa un hombre
que no pensaba del mismo modo que sus colegas; que era terrorista al estilo de los
convencionales franceses y que, como el doctor Francia, estaba imbuido de las doctrinas
del Contrato Social. Ese hombre era el doctor don Mariano Moreno. Más inteligente y más
activo que los demás, lleno de fuego y obsesionado por temores fantásticos, llegó a
dominar en absoluto a la Junta de Gobierno e imprimió a la revolución desde el primer día
un carácter odioso, tiránico y sangriento. Antes del pronunciamiento de Mayo se había
distinguido por su moderación y prudencia, y hasta por su devoción a la madre patria,
militando en las filas de los españoles leales, contrarios al partido criollo que reconocía
como jefe al héroe de la reconquista el señor Liniers, a quién él odiaba de muerte. En la
asamblea de los notables permaneció silencioso, y al emitir su voto se limitó a decir que
reproducía el de don Martín Rodríguez, que era igual al de don Cornelio Saavedra. Pero
luego que fue nombrado secretario de la Junta y leyó el Contrato Social, cambió de
conducta.

El escrito en que refleja todas las doctrinas y paradojas de Rousseau, es aquél en


que señala al Congreso la misión que debe realizar para organizar la nación y procurar la
felicidad del pueblo. Ese opúsculo revela que Moreno no tenia ideas definidas de
gobierno, pues es un cúmulo de contradicciones, de citas inadecuadas, de ficciones
jurídicas absurdas, de quimeras irrealizables, de principios vagos, y hasta de teorías
pueriles, que nunca tuvieron aceptación en la ciencia política.

Así, por ejemplo, Moreno creía en el estado de naturaleza anterior a a


l sociedad
civil. “Nuestras provincias – dice – se hallan sin los riesgos de aquel momento peligroso
en que la necesidad obligó a los hombres errantes a reunirse en sociedades.... No
pretendo reducir los individuos de la monarquía a la vida errante que precedió a la
formación de las sociedades”.

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Aceptaba también el principio de que la voluntad general es la expresión de la


soberanía. “La verdadera soberanía de un pueblo – afirma – nunca ha consistido sino en
la voluntad general del mismo” ( 4).

No poseyendo más conocimientos históricos que los que trae el Contrato Social,
espera fundadamente que el Congreso que iba a reunirse entonces dictará buenas leyes,
como las que en la antigüedad hicieron felices a Creta y Esparta, por obra de Minos y
Licurgo, copiando las sabias instituciones del Egipto. Y luego intima a los futuros
congresales en esta forma: “Recordad la máxima memorable de Foción, que enseñaba a
los atenienses pidiesen milagros a los dioses, con lo que se pondrían en estados de
obrarlos ellos mismos, etc.”. Para él, Sila, Mario, Octavio, Antonio, fueron varones de
muchos talentos y virtudes, pero que hicieron daño a su patria, por causa de haberse
relajado las leyes en su tiempo. Ni Bossuet, ni Montesquieu, ni Rousseau han dicho eso,
sino lo contrario: que aquellos hombres, por causa de sus ambiciones y sus vicios,
atropellaron las leyes y las buenas costumbres y causaron grave detrimento a la
República.

Agrega que Licurgo fue el primero que, trabajando sobre las meditaciones de Minos,
encontró en la división de los poderes el único freno para contener al magistrado en sus
deberes; y que la Inglaterra debe a ese hecho su libertad. Opina con un viajero que es un
excelente sistema de gobierno el federativo de las tribus indias de Norte América. Y
después de describirlo en sus lineamientos principales, exclama: “He aquí un estado
admirable que reúne al gobierno patriarcal la forma de una rigorosa federación”.

Moreno no conocía, por lo visto, la constitución norteamericana, pues no hace de


ella mención alguna. Su hermano Manuel suplió ese defecto, intercalando en el texto
primitivo, al reproducirlo, un párrafo que Mariano no había escrito.

El doctor Moreno no era un hombre superior, ni mucho menos un genio, como creen
ingenuamente sus admiradores, sino un revolucionario de ideas extraviadas, de aquellos
que piensan que la diplomacia consiste en mentir y que para cambiar un estado de cosas
hay que matar y asesinar. Era una desviación del tipo normal, un caso de teratología
psicológica. El doctor Vicente Fidel López le describe así: “Dos grandes defectos hacían
desgraciado el temperamento de este grande hombre... había nacido con una fantasía tan
viva cuanto asustadiza y cobarde. Estaba sujeto a insomnios terribles, en medio de los

4 Mariano Moreno. Escritos. Buenos Aires, 1896.

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que veía el tumulto de sus enemigos asechándolo con puñales unas veces, y otras
encarcelándolo para arrastrarlo a la horca. Tenía una naturaleza nerviosa. con
entusiasmos fantásticos que no se apartaban de su vista sino en el fuego de la acción.
Pero en los momentos en que la acción decaía, su espíritu no encontraba la quietud del
reposo, sino por el contrario, tendida la vista a su alrededor, y alarmado con las
emanaciones enfermizas de la soledad y del monólogo, que continuaban dándole
relámpagos siniestros, vagaba en las tinieblas de mil inquietudes indefinidas, asaltado por
dudas abultadas sobre la inseguridad de su persona y de los destinos de la causa a que
estaba entregado. Al día siguiente entraba otra vez en la acción incitado por la febril
necesidad de anonadar los obstáculos y los elementos contrarios que sus sueños le
habían presentado con formas gigantescas y apremiantes... El doctor Moreno era una
alma fanática y ascética, devorada por una actividad asombrosa. Con el mismo ardor con
que se había entregado a las elucubraciones místicas de Tomás Kempis y a la disciplina
de la penitencia, se dio después al misticismo social de Juan Jacobo”.

En suma, el doctor Moreno era un hombre caviloso, místico, que padecía de


alucinaciones mentales, especialmente de la manía de las persecuciones, pusilánime y
propenso por ende a mandar ejecutar iniquidades. Hombres de esta clase son peligrosos
en el poder, pues, como dice Proudhon, no es tan temible el león como el carnero rabioso.

El doctor Moreno demostró serlo como vocal secretario de la primera Junta de


Gobierno, haciéndole aceptar la máxima de que hay que derramar sangre y más sangre
para asegurar la independencia de la patria. Rousseau nunca había aconsejado eso. El
doctor Moreno solo se propuso imitar a los terroristas franceses en situaciones muy
diferentes, pues la revolución argentina se efectuó pacíficamente y sin el amago de
ningún ejército realista. Al efecto presentó a la Junta un Plan de operaciones con el fin de
afianzar la causa de la libertad. Ese famoso Plan fue publicado la primera vez por el señor
Mariano Torrente en su Historia de la revolución hispano-americana, Madrid, 1829, y
reproducido después en Buenos Aires por el señor Norberto Piñero. La parte principal de
ese documento es como sigue:

“Cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa, aunque este proceder nos
aproxime, a las costumbres de los antropófagos y caribes; porque ningún estado
envejecido ni sus provincias, pueden regenerarse, ni cortarse sus corrompidos abusos,
sin hacer correr arroyos de sangre.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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“Con los descontentos debe observar el gobierno una conducta cruel y sanguinaria;
la menor especie debe ser castigada; y en los juicios y asuntos particulares “debe
preferirse siempre al patriota para aprisionar más su voluntad. Ídem la menor semi-prueba
de hechos o palabras contra dicha clase de descontentos, debe castigarse con pena
capital, principalmente si son sujetos de talento, riqueza, carácter y opinión.

“Decapitar todos los gobernadores y jefes realistas que caigan en nuestras manos,
así como todos aquellos sujetos que ocupan los primeros empleos en los pueblos que
todavía no nos han reconocido, pues que gozando de algún influjo popular y conociendo
nuestras miras, pueden desacreditar nuestra causa entre los mismos patriotas.

“Secuestrar todas las fincas, bienes raíces y demás clases de bienes de los que han
seguido el partido contrario, a favor del erario público, e igualmente los bienes de los
españoles que no hayan abrazado abiertamente nuestra causa.

“Atraer a nuestro partido y honrarlos con los primeros cargos a los Valdenegro, Balta
Vargas, Artigas, Benavides, Vázquez, Ojeda etc. sujetos que por lo conocido de sus vicios
y condiciones, son capaces de todo, que es lo que conviene en las actuales
circunstancias, por sus talentos campestres y opiniones populares que han adquirido con
sus hechos temerarios, y así deben escogerse otros para formar buenos cuerpos de
infantería y caballería.

“Organizar el espionaje para descubrir los pensamientos de nuestros enemigos y


cualesquiera tramas que pudieran intentar, y agraciar a estos espiones o delatores con
sueldos mensuales.

“La más mera sospecha denunciada por un patriota contra cualquier individuo que
no sea nuestro partidario, debe ser oída y aún debe dársele alguna satisfacción, si la
denuncia resulta ser infundada, para no entibiar su celo y vea que se le tiene confianza.

“Publicar en los papeles públicos lo que sea favorable a la revolución y reservar en


lo posible lo que sea adverso, y prohibir la introducción de los periódicos extranjeros de la
misma clase.

“Los bandos y mandatos públicos deben ser muy sanguinarios, y sus castigos, al
que infringiere sus deliberaciones, muy ejecutivos, cuando sean sobre asuntos en que se
comprometan los adelantamientos de la patria, para ejemplo de los demás.

“Desterrar a las islas Malvinas y a Patagones todos los españoles y demás

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individuos que no hayan dado alguna prueba de adhesión a nuestra causa.

“Impedir la emigración de los capitales, prohibir la extracción de monedas, retener en


el país a los hombres ricos que quisieren salir de él y fiscalizar sus negocios, formando al
efecto un inventario general de sus bienes y caudales”.

Tal fue el programa de gobierno del doctor Moreno. Se anticipaba en él a señalar las
víctimas cuyas cabezas debían de ser cortadas. Y fue en virtud de ese plan que Moreno
indujo a la Junta a mandar fusilar primero a Liniers, Allende, Concha. Rodríguez y un
oficial Moreno en Cabeza del Tigre (Córdoba) y poco después en Potosí a los realistas
Sanz, Nieto y Córdoba.

La inmolación del héroe de la reconquista y sus compañeros causó indignación en


Buenos Aires y en todas las provincias principalmente en Córdoba, pues no habían
cometido más delitos que el de no ser partidarios de la revolución y el de huir hacia el Alto
Perú para poner en cobro sus personas.

Refiriéndose a este suceso sangriento, en su libro sobre Liniers, dice el señor Pablo
Groussac:

“Un estremecimiento de horror corrió por el cuerpo de los próceres del pacífico
Mayo; y en la proclama tardía con que la Junta Gubernativa intentaba denigrar a sus
víctimas, se percibe un conato balbuciente de justificación. Muy pronto acabó de caer la
venda ofuscadora. El prestigio de Moreno no resistió a la repercusión del atentado; y
sabemos que, no bien alejado el genio terrible de la revolución, la Junta procuró desandar
la Via scelerata por aquél abierta, y que ¡ay! dos generaciones argentinas estaban
destinadas a recorrer. Aquel funesto sofisma por los sectarios formulado, y según el cual
eran justos todos sus pasos, y criminales los contrarios; ellos mismos se iban a encargar
de destruirlo, persiguiéndose los unos a los otros, arrojándose mutuamente a la cárcel y a
la proscripción, en nombre de un ideal revolucionario por todos proclamado y por ninguno
realizado ni definido, – hasta que, veinte años después, los últimos sobrevivientes de la
Junta de Mayo, cansados de luchas sangrientas y estériles represalias, se resignaron a
saludar en don Juan Manuel Rosas al salvador de la República”.

El historiador Funes condenó igualmente aquel suceso, lo mismo que el escritor de


Rosas, don Pedro de Angelis. Este, en el discurso preliminar a las actas capitulares de
Buenos Aires que publicó en su Colección, trayendo a Cuento aquellas medidas del

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gobierno de la Junta, dice:

“No nos compete rasgar el velo que encubre los manejos ocultos de los que las
aconsejaron; pero su responsabilidad es inmensa, porque imprimieron a los sucesos de
aquella época un carácter que no tuvieron al principio. De la expulsión del Virrey y de la
Audiencia (de Buenos Aires) se pasó a la tragedia de la Cabeza del Tigre, que se
continuó en Potosí. Se quiso ensangrentar la palestra, y se sembró de cadáveres un
campo que pudo haberse cubierto de flores. El pueblo no participó de estos desvaríos, y
se le debe hacer la jus ticia de decir, que nunca se dejó pervertir por tan deplorables
ejemplos”.

El gobernador Velazco del Paraguay, Yegros, Caballero, Cabañas, Gamarra, Gracia


y los demás jefes que figuraron en Paraguarí y Tacuarí, estaban destinados a ser
fusilados, según el plan de gobierno del doctor Moreno, si Belgrano hubiese triunfado.

Pero el presidente Saavedra buscó la manera de deshacerse de su terrible


secretario. Los diputados que iban llegando de las provincias a Buenos Aires
compartieron el parecer de aquél, y, capitaneados por Funes, se incorporaron a la Junta
para neutralizar la influencia de Moreno. Este se vio obligado a retirarse en Diciembre de
1810, y partió poco después para Inglaterra con una misión diplomática. Murió en el viaje,
y su cadáver fue arrojado al mar.

En Abril del año siguiente hubo un motín militar contra la Junta de Gobierno, la cual
fue disuelta y sustituida por un triunvirato. Este estaba manejado y dirigido por don
Bernardino Rivadavia, también joven y terrorista como Moreno, pero mucho más
equilibrado que él.

Rivadavia se estrenó en el poder con la ejecución de los cabos y sargentos de un


cuerpo de patricios amotinados. Y como los españoles estuviesen irritadísimos por las
ejecuciones anteriores, trataron de rebelarse bajo la dirección de Alzaga, el héroe de la
reconquista como Liniers. Rivadavia hizo arcabucear a treinta y ocho de ellos. “Por el
espacio de más de un mes – dice el historiador Mitre – se siguió fusilando, desterrando y
secuestrando propiedades, con cortos días de intervalo, según se adelantaba el proceso,
sin oír defensas ni descargos”.

El verdugo fiscal de estas desventuradas víctimas era, como el doctor Moreno, otro
caso de teratología psicológica. Me refiero al doctor Bernardo Monteagudo, que se ha

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conquistado en la historia un lúgubre renombre por la ferocidad de sus pasiones


africanas, como se verá más adelante.

Para formarse una idea más completa del carácter de la dictadura en el Río de la
Plata, reproduzco a continuación algunas de las principales medidas adoptadas en los
primeros años de la revolución de la independencia, y que son un remedo de las
violencias y confiscaciones adoptadas por la Convención Francesa contra los emigrados y
supuestos enemigos de la causa de la libertad.

***

“La Junta Provisional Gubernativa de las Provincias Unidas del Río de la Plata por el
Señor Don Fernando VII – Por cuanto la moderación y la templanza no producen fruto
alguno y son repetidos los desengaños de esta Junta Gubernativa que ve convertidas en
desprecio de las leyes las medidas suaves que ha procurado reducir a los díscolos a su
deber, y que algunos hombres que deberían avergonzarse de su origen y sus principios
han huido asombrados de sus mismos delitos y para hallar protección en nuestros
hermanos de la Banda Oriental fingen saqueos y desastres que, aunque quedan
desmentidos a los dos días, logran intimidar en el momento y arrancar un favor a que no
son acreedores, – por tanto, para contener estos males, ha resuelto esta superioridad
hacer las siguientes prevenciones, en cuya ejecución será inexorable: 1ª. A todo individuo
que se ausente de esta ciudad sin licencia del Gobierno le serán confiscados sus bienes,
sin necesidad de otro proceso que la sola constancia de su salida;– 2ª. Todo patrón de
buque que conduzca pasajeros sin licencia del Gobierno irá a la cadena por cuatro años y
el barco quedará confiscado; – 3ª. Toda persona a quien se encuentre armas del Rey
contra los bandos en que se ha ordenado su entrega, será castigado con todo género de
penas sin exceptuar al último suplicio, según las circunstancias; – 4ª. Todo el que vierta
especies contra europeos o contra patricios, fomentando divisiones, será castigado con
las penas que establecen las leyes contra la sedición; – 5ª. Todo aquel a quien se
sorprendiese correspondencia con individuos de otros pueblos, sembrando divisiones,
desconfianzas o partidos contra el actual gobierno, será arcabuceado, sin otro proceso
que el esclarecimiento sumario del hecho.– Y a fin de que las preinsertas prevenciones
lleguen a noticia, etc.– Buenos Aires 31 de Julio de 1810.– Manuel Belgrano – Miguel
Azcuénaga – Manuel Alberti – Domingo Matheu – Juan Larrea – Mariano Moreno,
Secretario” – (Registro Nacional de la República Argentina – Documento número, 84,

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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página 88).

Condiciones requeridas para ser empleado público

Los funestos desengaños que ha experimentado esta Junta de parte de hombres


ingratos para con el país, en que han hecho su fortuna, que les había desgraciados si les
arrojara de su seno, le obligan a tomar todas aquellas medidas capaces de asegurar la
conservación y el bienestar del país, mediante los estímulos que la misma naturaleza
sugiere a los nacidos en él. Todas las naciones justifican esta regla de conducta, pues
ninguna comparte el gobierno con los extranjeros, ni concede el derecho de ciudadano
con una liberalidad que disminuye su estima y su valor. Esta Junta, deseando a toda
costa llevar su moderación y sus sufrimientos hasta un paso a que ningún gobierno ha
llegado, ha decidido conciliar hasta donde sea posible el bienestar de los extranjeros con
los derechos de los hijos del país, de los que el gobierno no podría privarlos sin
escándalo; en consecuencia, ha sancionado, con el carácter de regla general, cuya
declaración debe ser invariable en todas las provincias, las siguientes declaraciones.

1ª. Desde la fecha del presente decreto ningún tribunal, corporación o jefe civil,
militar o eclesiástico, dará empleo público a personas que no hayan nacido en estas
provincias.

2ª. Todo pretendiente a un empleo público deberá probar su ciudadanía natural por
el correspondiente contrato del acto de nacimiento.

3ª. Las declaraciones anteriores comprenden todos los empleos de carácter


eclesiástico, civil, político, militar, judicial, financiero, municipal, etc.

4ª. Exceptúe nse los empleados europeos que se hallan actualmente en funciones,
quienes conservarán sus empleos, en tanto demuestren su amor al país y su adhesión al
gobierno.

5ª. Los ingleses, los portugueses y otros extranjeros que no estén en guerra con
nosotros, podrán venir libremente al país, ellos gozarán de todos los derechos de los
ciudadanos, y todos aquellos que se dedicaren a las artes y a la cultura de los campos,
serán protegidos por el gobierno. – Buenos Aires, Diciembre 3 de 1810 – (Las firmas de
los miembros de la Junta) – Mariano Moreno, Secretario.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

Bando que ordena la declaración de los bienes pertenecientes a


los extranjeros, enemigos de la revolución.

Todo comerciante, tendero, pulpero, comisionista y toda otra persona que obra por
sí o por otra, y toda persona que por razón de compras y otros contratos tengan en su
poder o en poder ajeno aquí o afuera, plata o valores de cualquiera especie,
pertenecientes a los españoles, brasileños, o vecinos de Montevideo, o de su territorio, o
del Virreynato de Lima y de las ciudades y territorios sometidos al ejército de Goyeneche,
deben declararlo perentoriamente a este gobierno en el plazo irrevocable de 48 horas
después de la publicación de este bando; y si no lo declaran, o se descubre algún valor no
declarado, serán castigados con la confiscación irrevocable de la mitad de. sus propios
bienes y sufrirán las penas de expatriación y de privación de sus derechos ciudadanos, de
la patria potestad, de los demás que confiere el territorio y de la protección del gobierno.

Igual obligación se impone a los deudores para declarar sus deudas y no pagarlas, y
a los escribanos para denunciarlas. – Buenos Aires, 13 Enero 1812 – Chiclana – Sarratea
– Rivadavia.

Contribución forzosa

Las autoridades de la capital de acuerdo con el Consejo Municipal establecen una


contribución anual de 228.000 pesos fuertes, para cubrir las grandes necesidades del
Estado; y serán obligados a pagarla los negociantes y tenderos, incluso los extranjeros
que tienen casas de comercio y artesanos que compran al por mayor.

Esta contribución será exigida por medio de Reglamentos, y será suprimida cuando
la situación política mejore.– Buenos Aires 15 de Mayo 1812.

Prohibición a los españoles de tener pulperías

Por orden del gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata se dispone que
ningún español europeo puede administrar pulperías ni casas de venta de comestibles
bajo ningún pretexto en esta capital y en toda su jurisdicción.

Se previene a los españoles europeos que tengan casas de esta clase, que deben

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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ponerlas, en el plazo perentorio de tres días, a cargo de sujetos americanos; si así no lo


hicieren, sufrirán las penas correspondientes – Buenos Aires, etc.– Miguel de Azcuénaga
– José Belsío. Secretario.

Protección a los criollos

En vista de la pobreza de los hijos del país, el gobierno resuelve ordenar a todos los
artistas extranjeros y españoles que tengan casas abiertas, que reciban obligatoriamente
aprendices a hijos del país, con la prevención de que los instruirán en su profesión con
cuidado y diligencia – Buenos Aires, 3 Septiembre 1812.

Medidas de seguridad contra los españoles

Art. 1º. Es prohibido a los españoles europeos reunirse en número de más de tres
personas. Todos los que infringieren esta disposición se les sorteará y serán
indefectiblemente fusilados. En el caso de reuniones más numerosas sospechosas de
maquinar contra la patria, nocturnas o en lugares secretos, todos los concurrentes sufrirán
la pena de muerte.

Art. 2º. Es prohibido a los españoles montar a caballo en la capital, en la jurisdicción


municipal, sin una autorización especial del jefe de policía, bajo pena de muerte o de otras
que se consideren justas según la calidad de las personas.

Art. 3º. Todos los que sean detenidos en el momento de huir para Montevideo o para
otros lugares ocupados por los enemigos del país, sufrirán inmediatamente la pena de
muerte. Sufrirán la misma pena los que, sabiéndolo, no denunciaren a los que tuvieren la
intención de escaparse – Buenos Aires 23 Diciembre 1812 – Chiclana – Sarratea –
Pueyrredón. Pérez y Rivadavia. Secretarios.

Extranjeros no naturalizados

Por un decreto del gobierno quedan separados de sus empleos todos los extranjeros
no naturalizados. 4 de Febrero 1813.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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Viudas de españoles

Por otro decreto, las viudas de los españoles quedan privadas de las pensiones de
que gozaban. 4 de Febrero 1813.

Expulsión de los españoles

“Art. 1º. Todos los españoles europeos, no exceptuados expresamente en este


decreto, saldrán de esta ciudad y de todos los distritos de la campaña, que se encuentren
situados a cuarenta leguas a la redonda de la capital. 2º. Deberán salir en el plazo de diez
días tomando consigo todos los objetos que quieran, pero solamente quinientos pesos en
plata. 3º. Todo su capital en oro o en plata, bruto o amonedado, deberá quedar en esta
ciudad, bajo la guarda de un sujeto americano que podrán escoger libremente; y si no
encuentran tal persona, podrán depositarlo en la Tesorería General bajo cuenta y recibo
en forma, y responsabilidad del gobierno. 4º. Deberán pedir un pasaporte y quedarán en
los lugares que prefieran, donde su residencia será obligatoria hasta nueva orden del
gobierno. 5º. Quedan exceptuados de la expulsión las naturalizados, médicos,
farmacéuticos, sangradores, panaderos, herreros, carpinteros, talabarteros, horticultores y
propietarios. 6º. Antes de salir, los expulsados deberán probar el pago de su cuota – parte
del empréstito obligatorio; y les es prohibido conducir consigo a sus esclavos varones
capaces de tomar las armas, sin una concesión especial del Gobierno – Buenos Aires, 12
de Septiembre 1813.

Bando de Alvear en Montevideo

“Don Carlos de Alvear, Brigadier de los ejércitos de las Provincias Unidas del Río de
la Plata, Coronel del regimiento de infantería núm. 2, Inspector y General en Jefe del
ejército del Este.

“A consecuencia de las disposiciones del Excmo. Señor Supremo Director de Estado


don Gervasio Antonio Posadas, y en conformidad del bando publicado en Buenos Aires
en 13 de Enero de 1812, ordeno y mando, que todos los comerciantes, almaceneros,
tenderos, pulperos y demás habitantes de esta ciudad y su jurisdicción, que tengan en su
poder cantidades de dinero efectos o deudas activas resultantes de testamentarias,
consignatarios, habilitaciones, legados, mandas, y cualesquiera otro género de contratos

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así públicos como confidenciales que pertenezcan a sujetos residentes en los territorios
de la Península, Virreinato de Lima, y demás pueblos de la América subyugados a las
armas de aquella, hagan una manifestación exacta de todas ellas en el término perentorio
de cuarenta y ocho horas al señor doctor don Pedro Pablo Vidal, Diputado de la Soberana
Asamblea, Canónigo magistral de la santa Iglesia catedral de Buenos Aires, y encargado
por el mismo Supremo Director, de este particular; y si no lo verificasen y se descubriese
alguna pertenencia no manifestada, se les confiscará irremisiblemente la mitad de todos
sus bienes e incurrirán en las penas de expatriación y privación de patria potestad, y
demás derechos de protección que dispensa el suelo y el Gobierno.

“Todos los que por cualquier causa debiesen a sujetos de España, Virreinato de
Lima, y cualquier otro pueblo de la América subyugado a aquélla, lo manifestarán en los
mismos términos y bajo las mismas penas, al dicho señor Diputado encargado, sin
proceder a hacer pago alguno ulterior, en el concepto de que con los que verifiquen la
manifestación ordenada, se tendrá consideraciones proporcionadas, para que en lo
venidero no sufran extorsiones sus fortunas propias.

“Todos los Escribanos darán dentro de ocho días al mismo señor Diputado una
relación exacta de todas las escrituras y documentos de obligaciones, contratos, y deudas
relativas a las precedencias expresadas, pena de privación de oficio; y todo sujeto o
persona privada que sabiéndolo no lo denunciase sufrirá una multa considerable y pena
aflictiva. Todo el que transcursado el término mencionado, denunciare caudal, acción o
deuda de las antedichas personas o manifestadas por los interesados obligados
accionistas, o deudores, percibirá la tercera parte de lo que descubriere; y para que llegue
a noticia de todos, y no pueda alegarse ignorancia, se publicará por bando en la forma
acostumbrada, fijándose esta en los parajes públicos y de estilo.– Dado en el Fuerte de
Montevideo a 4 de Julio de 1814.– Alvear”.

Bando de Torgués en Montevideo

(Bando expedido por el Coronel Torgués tal como lo publicó la Gaceta de Buenos
Aires de 15 de Mayo de 1815).

“I. Ningún individuo Español podrá mezclarse pública o privadamente en los


negocios de esta Provincia, esparciendo ideas contrarias a su libertad, con el sutil

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pretexto de hacer la felicidad del País, ni con otro alguno. El que a ello contraviniere será
a las 24 horas irremisiblemente fusilado, incurriendo en la misma pena el que lo supiese, y
no lo delatase.

“II. Con igual pena será castigado el vecino que fuese aprehendido en reuniones o
corrillos sospechosos, criticando las operaciones del Gobierno.

“III. Con pena arbitraria será castigado todo ciudadano que con pretexto de
opiniones contrarias insulte a otro, pero si alguno, atropellando las demostraciones del
gobierno, incurriese segunda vez en este atentado, será pasado por las armas a las 24
horas de cometido el crimen.

“IV. Ningún ciudadano podrá con autoridad particular castigar insultos hechos a su
persona. Este es rasgo de las autoridades. Quien burlando las ideas benéficas, que guían
esta mi determinación, las despreciase, será pasado por las armas a las 24 horas de
justificado el crimen.

“V. Todo individuo que atacase directamente o indirecta – la libertad de la provincia,


o indujese seducción por palabra o escrito a favor de otro sistema que no sea el de la
libertad de la Provincia – contra todo intruso invasor, será a las dos horas de probado su
contravención pasado por las armas.– Fernando Torgués”.

Bando de Alvear en Buenos Aires

“Considerando que en esta Capital y en los Pueblos de las demás Provincias que
constituyen el Estado, existen algunos hombres perversos que aprovechando las
ocasiones que presentan las circunstancias, son por sistema o por interés, los agentes de
las revoluciones, los que perturban la opinión pública con especies falsas y calumniantes,
los detractores del Gobierno constituido, y el azote del orden social.

“Que la condescendencia con que se les ha tratado hasta aquí lejos de atraerlos al
conocimiento de sus deberes, sólo ha servido para animarlos en sus empresas
sediciosas.

“Que en la circunstancias que nos rodean, y cuando los pueblos necesitan


concentrar todos sus recursos para destruir la expedición enemiga que se dirige a
nuestras costas, nada sería más funesto a los intereses de la defensa común, que la falta

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de unidad de sentimientos y de subordinación al Gobierno que rige al Estado en situación


tan peligrosa.

“Y que el gobierno faltaría de un modo criminal a la más sagrada de sus


obligaciones, sí no velase sobre la conservación del orden, la defensa del Estado, la
quietud de las familias, y la seguridad de los ciudadanos, que es el fin de todas las
instituciones civiles.

“Por estas consideraciones y oído previamente el dictamen de mi Consejo de


Estado, he venido en expedir y mandar publicar el siguiente Decreto:

“Artículo 1º. Los españoles sin excepción alguna que de palabra o por escrito,
directa o indirectamente, ataquen el sistema de libertad e independencia que han
adoptado estas Provincias, serán pasados por las armas dentro de 24 horas; y si algún
americano, (lo que no es de esperar) incurriese en semejantes delitos, sufrirá la misma
pena.

“2º. Todo individuo sin excepción alguna que invente o divulgue maliciosamente
especies alarmantes contra el Gobierno constituido y capaces de producir la desconfianza
pública, el odio o la insubordinación de los ciudadanos, será castigado con las penas que
fulminan las LL. 1º. y 2º. tit. 18 libr. 8 de la Recopilación de Castilla; y en el caso de que
de resultas de dichas especies acaeciese algún movimiento que comprometa el orden
público, sufrirá la pena de muerte.

“3º. Todo individuo sin excepción alguna que directa o indirectamente trate a los
soldados, o promueva la deserción de los ejércitos de la patria, será pasado por las armas
dentro de veinticuatro horas.

“4º. Todos los que sepan que se prepara una conspiración contra la Autoridad
constituida de un modo indudable, están obligados a denunciarla bajo la pena de ser
reputados como consentidores y cómplices del mismo crimen; pero en caso de que sólo
sean sospechas graves las que se tengan de semejante atentado, al honor y al celo de
todo buen ciudadano, corresponde dar avisos oportunos a la comisión para que tome las
medidas precaucionales que juzgue convenir.

“5º. Una comisión especial juzgará de estos delitos privativa y militarmente conforme
al Reglamento que se le dará en oportunidad.

6º. Los reos de los delitos de que trata este decreto, que se aprehendan en los

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pueblos de la jurisdicción del Gobierno se remitirán inmediatamente a esta capital con sus
respectivos procesos para que sean juzgados por la Comisión.

“7º. El presente Decreto se circulará por mis Secretarios de Estado a todas las
autoridades de la dependencia de sus departamentos, publicará por bandos en todos los
pueblos, y se insertara en la Gazeta de Gobierno. dando cuenta oportunamente a la
Soberana Asamblea General – Dado en Buenos Aires, a 28 de Mayo de 1815 – Carlos de
Alvear – Nicolás Herrera. Secretario.

Disposiciones diversas

Por decreto de 30 Mayo 1815, se impone el servicio militar obligatorio a todo sujeto
americano, a todo extranjero domiciliado por más de cuatro años en el país, a todo
español naturali zado, y a todo africano mulato libre.

Por decreto de 8 Junio de 1815, se ordena un empréstito forzoso de 200 mil pesos,
repartido entre los comerciantes europeos sin distinción de clase.

Por decreto de 10 de Enero de 1816, otro empréstito militar obligatorio para todos
los españoles y extranjeros en general, de 200.000 pesos.

Por otro decreto se ordena: que todo extranjero llegado a la Capital se presentará a
la Policía, dentro de veinticuatro horas, bajo pena de multa y prisión – Buenos Aires, 23
Noviembre de 1826.

***

En las provincias argentinas, como en Buenos Aires, las conspiraciones cuarteleras


y los disturbios populares eran permanentes. A semejanza de los tiranos de las ciudades
italianas de la Edad Media. los caudillos provincianos gobernaban despótica y
discrecionalmente los estados, que eran sus feudos, tenían el derecho de vida y de
muerte sobre los habitantes, y confiscaban antojadizamente sus bienes. Faltaban, pues,
en absoluto las garantías de la justicia.

Así, en 1819, mientras en Buenos Aires fusilaban a los franceses Robert y Lagresse
como supuestos conspiradores; el gobernador de Mendoza, don José Toribio de
Luzuriaga, sacrificaba en el patíbulo, de orden del general San Martín y de O’Higgins, y
por resolución de su logia Lautaro, a los hermanos Carrera, cuya influencia en el ánimo

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del pueblo temían aquéllos, en consecuencia de su derrota de Cancha Rayada.

En esta célebre tragedia vuelve a aparecer la siniestra silueta de Monteagudo, ex-


fiscal en la famosa conspiración de Alzaga.

En San Luis ocurrió algo peor. Vivían allí recluidos como cuarenta españoles, de los
caídos prisioneros en la batalla de Maipo, en su mayor parte oficiales y jefes de alta
graduación. Esta gente no dejaba de inspirar temores a los gobernantes de Chile, que
temían por su seguridad. Estaban éstos en lucha con los peninsulares y se preparaban a
llevar al Perú la expedición libertadora de ese nombre. Deliberaron, pues, acerca del
destino que debían de dar a aquellos infelices prisioneros, y resolvieron en el seno de la
logia, compuesta principalmente de oficiales y jefes del Ejército de los Andes, concluir con
ellos. Monteagudo fue enviado a San Luis so pretexto de cumplir un castigo y púsose en
connivencia con el gobernador Vicente Dupuy para realizar su siniestro propósito. Indujo a
los españoles por medio de pérfidos consejos a intentar una sublevación; así que estos
desgraciados, cogidos en la trampa, fueron todos sacrificados, acuchillados unos y los
otros fusilados, excepto un jovencito, que sobrevivió a la catástrofe.

El dictador Pueyrredón, de Buenos Aires, de quien dependían legalmente los


gobernadores de Mendoza y San Luis, no debió ser ajeno a estos crímenes, pues él
obraba de concierto con San Martín y O’Higgins, dictadores en Chile.

La conciencia de los hombres de la época y el juicio de los historiadores han


rechazado, por falta de sinceridad, el contenido de las cartas que en su descargo se
cruzaron entre sí aquéllos próceres, y los sumarios y demás documentos forjados
exprofeso para cubrir con el velo del misterio aquellos sucesos luctuosos.

En aquella época de general anarquía no había una sola comarca donde pudiera
encontrarse seguridades. Cada provincia era una soberanía aparte, y todos los
gobernadores se entendían para desconocer la autoridad superior de Buenos Aires, que
aspiraba a imponérseles, Córdoba, Tucumán, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes eran
verdaderos estados independientes.

La República del Paraguay, que hasta 1820 se había mantenido tranquila, sufrió
también la influencia de los sucesos que se pasaban a su alrededor. Como el caudillo
entrerriano Ramírez la amenazase con una invasión y alentase una conspiración dentro
de ella, este hecho dio lugar a que el doctor Francia ensangrentase su dictadura, con el

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fusilamiento de los conspiradores del año 20, a imitación de lo que se hacía en todo el Río
de la Plata.

El Uruguay o Estado Oriental figuraba entre las provincias argentinas hasta 1816, en
que fue conquistado por los brasileños de acuerdo con los directoriales de Buenos Aires.
Fue declarado independiente en 1828, y nunca pudo tener un gobierno regular. Su estado
habitual eran el desorden y la falta de seguridad para las vidas y los intereses de los
habitantes.

La tiranía de Rosas, que se ejerció sobre todo el Río de la Plata, incluso el Estado
Oriental, amenazó a los países vecinos y molestó aún a las naciones europeas, fue el
producto de la anarquía que reinaba en dicha región desde 1810; pero vino precedida de
la dictadura de Rivadavia.

En 1823 éste se encontraba de nuevo en el poder como ministro del gobernador de


Buenos Aires general Rodríguez, de quien era el alma. Descubre una conspiración
dirigida por el doctor Gregorio Tagle, y, más severo que el doctor Francia, manda
ajusticiar incontinenti a todos los que caen en sus manos.

Rivadavia hízose después presidente de las Provincias Unidas, y adoptó medidas


tan despóticas que se levantaron contra él todas las provincias, obligándole a renunciar.
Es cierto que él quiso organizar su país, pero se equivocó en los medios, por causa de no
comprender el espíritu de la revolución sudamericana. A esta circunstancia se debe su
fracaso. Era esencialmente hombre de administración y de gobierno, aunque cominero.
“El Presidente (Rivadavia) intervenía en todo – dice Vicente F. López – hasta en los
últimos detalles de la vida comunal y casera. Decretaba y reglamentaba de cómo y a qué
precio había de venderse la carne, la verdura, etc., etc., en los mercados de abasto.
Intervenía en la forma y en el ancho de las veredas: reglamentaba la forma de las casas,
de las ventanas y puertas... como si fuera una providencia universal... Pero eso era nada,
materialmente nada, delante de otras consecuencias que vinieron a ser tremendas.
Quitad del gobierno la inmaculada honorabilidad de Las Heras, de Rivadavia, de Agüero y
de sus demás cooperadores, y veréis cómo venía ya preparado el terreno para la
omnipotencia administrativa de Rosas. El déspota no tuvo nada que hacer; su camino
estaba abierto y pudo poner su mano en todo: desde las panaderías en donde se
amasaba el pan de la familia, hasta los mataderos donde se faenaba la carne de los
mercados. Ningún organismo intermediario controlaba su acción. Su mano podía alcanzar

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y tocar cuanto se relacionaba con la vida privada. Y lo peor es que por la falta de régimen
parlamentario, el personalismo persiste latente todavía en nuestro organismo político”.

Rivadavia se vio obligado a renunciar la presidencia por varias causas: como jefe del
partido unitario, chocó con el espíritu federalista de las provincias; suprimió de un plumazo
la provincia de Buenos Aires, convirtiéndola en capital de las demás y derribando a su
gobernador Las Heras, que era un modelo de militar, de gobernante y de ciudadano; y
negoció el abandono del Estado Oriental al Brasil, hecho que produjo una reprobación
universal.

Acababan de llegar las tropas que habían vencido en Ituzaingó, en defensa de la


Banda Oriental. El nuevo gobernador de Buenos Aires era el federalista coronel Dorrego.
Los unitarios despechados inducen al general Lavalle a llevar a cabo un motín militar para
derribar a Dorrego. La sublevación se produce, y el gobernador legal sale al campo.
Persíguele el jefe unitario, le prende y le fusila en Navarro, por inspiración y consejo de
sus partidarios. De éste y los anteriores crímenes surge a la escena la fatídica figura de
Rosas, el gaucho malo de las Pampas, para restaurar las leyes violadas por los patricios
porteños. La tiranía de Rosas subsistió hasta Febrero de 1852. Rivera Indarte calcula que
en esta larga y tétrica noche de crímenes perecieron 22 mil personas, parte en los
combates, parte fusiladas, y parte degolladas y apuñaladas en las calles, en sus casas,
en los caminos públicos y hasta en el propio recinto de la Legislatura de Buenos Aires.

He aquí la pintura de la tiranía de Rosas, hecha por José Manuel Estrada:

“Hay en Rosas dos hombres: el caudillo y el tirano.– Contemplémosle en su primer


período. Fue una personificación monstruosa de las masas bárbaras que subyugó
(desertado de la cultura urbana en que naciera), por la manifestación de calidades afines
y simpáticas con su carácter y sus tendencias. Era audaz, licencioso, astuto. Eclipsaba en
lucha con el toro y dominando el potro, la destreza y bravura de las turbas, y las trovas del
fogón jamás cantaron entidad gauc ha tan maravillosa por la fuerza y el coraje. La belleza
de Belial le completaba: – Para arrastrar los gauchos a la guerra inspirábales un odio:
odio contra la ciudad, contra la riqueza, contra la cultura, contra la disciplina moral, contra
todo lo que fue ra distinto de la barbarie campestre. No lo dudéis, contra la dignidad
conyugal, contra el honor doméstico, contra el libro que ilumina, contra el altar que
consuela... En un día crítico necesita confortarse... ¿Sabéis qué ejemplos busca para
adquirir aliento? ¡El salvaje de la pampa y el tigre del desierto!... Y con aliento de salvaje y

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con entrañas de tigre nació en el día infando que oyó su primer rugido.

“Rosas dejó de ser un caudillo campesino desde que el ignominioso plebiscito de


1835 le alzó un trono y le humilló un pueblo.– Desde aquél día fue un tirano encerrado en
su protervo egoísmo, ídolo y sacrificador de sus propios ritos.

“Usó el poder omnímodo que este voto de abyección le confería, siguiendo los
antecedentes que ya le caracterizaban.

“Os diré en cuatro palabras por qué obras podía ser juzgado, cuando los cobardes
se doblaban diciéndole “Señor”...

“Paso por alto las ferocidades de las hordas manejadas por él en 1829... En 1830,
durante su primer administración, usurpa la autoridad de los tribunales y sentencia y hace
ejecutar reos, cuyo juicio estaba pendiente... Atrae, fingiéndose su protector, a un
desgraciado mayor Montero, a quién entrega, por vía de recomendación, una orden de
muerte, que fue cumplida por el bárbaro que la recibió... Los prisioneros de los caudillos
aliados en 1831 son condenados a muerte en San Nicolás de los Arroyos, incluso el niño
Montenegro que seguía a su padre, y que murió como mueren los hijos con sus padres,
amargando con su alegría de mártir la agonía del que es más que mártir; la agonía del
padre que se envuelve con su hijo en la misma sombra...

“Tan atroces responsabilidades gravitaban sobre la conciencia de Rosas, cuando fue


exaltado a la omnipotencia.

“No puedo pintar la tiranía.

“La jerarquía social es invertida. Sabéis ya en qué gremios buscó sus sangrientos
cooperadores: Salomón y sus cómplices visten las insignias militares... Rosas tenía su
corte de mujeres intrigantes, que espiaban las familias por medio de los criados, y de
hombres que aun valían menos que sus espías y sus cortesanas... Su hija asistía a los
bailes africanos al pie de la Pirámide... ¿Y amaban ellos a los desgraciados y a los
pobres? ... No, sino que era conveniente adular la plebe: no, ¡sino que era menester
humillar las eminencias sociales!... Enfrentaba una clase por medio de otra... En el
cuartel, en la penalidad arbitraria de los jueces de corrección, en la disciplina de la policía
rural, encontraban las clases bajas la dureza tiránica de que eran instrumento contra las
clases superiores... Más aún. Él rompió la fibra de las montoneras, sacrificando a puñal o
veneno los caudillos que las capitanearon; disciplinó ejércitos, sedujo generales, armó los

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indios salvajes, y manejó al pobre contra el rico, al gaucho contra el ciudadano, al soldado
contra el gaucho, al mazorquero contra el soldado, y la policía contra el mazorquero, ¡para
nivelarlo todo bajo el peso de su terrible grandeza!

“Antojósele honrar en muerte a su esposa a quien había escarnecido en vida, y...


honrarla con una abyección popular. La honró haciendo vestir librea de esclavos a los
descendientes de Moreno.

“Quiso rodear a su hija de regias veneraciones; y recuerdo haberlas presenciado en


mi primera niñez, como se recuerda un sueño en que nos atormentan juntos la fa ntasía y
el terror...

“Vuestros padres os han hablado sin duda de las “fiestas parroquiales”. Magistrados,
militares, y ¡horrorizaos, jóvenes alumnos! las esposas y los hijos de esos magistrados y
de esos militares arrastraban en carros triunfales el retrato del tirano, y le colocaban en el
santuario; y cobardes sacerdotes entonaban cantos al Dios de la santa mansedumbre,
honrando al implacable monstruo que exponían al culto de la plebe...

“¿Sabéis lo que significa la tiranía servida por la delación?... ¡Ah! Poco es esconder
el pensamiento y devorar quejidos... ¡Una palabra lanzada en el sueño, cuando la mente
pierde las trabas de la sensación, basta para arrancar al padre del hogar, para sumergir
en la orfandad y la miseria los niños, las mujeres y los viejos!.

“La universal inmolación de la dignidad de los hombres tuvo un rito: la divisa y los
lemas y los gritos de exterminio, que turbaban el silencio de las noches, amargaban las
fiestas, iban del banco del escolar a la tribuna del sacerdote, afrentaban el pecho de los
hombres y la sien de las mujeres y la frente inmaculada de los niños...

“Y luego el terror; el terror metódico y astutamente preparado por aquella mezcla de


tigre y de serpiente.... Rosas no se ensangrentó por ira, ni por enajenación; se
ensangrentó calculadamente, porque era malo... Prescindió de las brutalidades que
precedieron a la dictadura. En 1840 feneció el plazo por el cual fue establecida, y una
revolución, apoyada en el auxilio extranjero, amenaza destruirla... Desata la mazorca y
dicta la ley de las confiscaciones: empobrece al que no degüella, y el despojo y el
exterminio visitan todas las clases de la sociedad: el foro, la propiedad, el comercio, la
política; todo lo que constituye un gremio tiene una víctima, porque es menester probar
que nadie está libre del furor del verdugo...

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“Renuncio a describiros los tormentos que sufrieron los prisioneros de los ejércitos
revolucionarios. Hacia 1842 fueron fusilados todos los que no habían sucumbido de dolor
o de vergüenza. Os recordaré cómo.– Cada grupo de condenados a muerte era
conducido a un sitio donde cavaban una enorme huesa destinada a ser enterratorio
común. Enseguida se les fusilaba de dos en dos; los sobrevivientes arrojaban a la fosa los
cadáveres de sus compañeros, y volvían de su fúnebre operación para ser a su turno
fusilados ante otros compañeros que debían enterrarlos también y morir después...

“En 1842 se reproducen las satánicas escenas de 1840: y no tengo colores ni


acentos para trazar el cuadro de aquellas brutalidades sin ejemplo con que los secuaces
de Rosas le sometieron el interior de la República...

“En aquellos parajes solitarios Avellaneda con el cuello desgarrado por el serrucho,
gritaba: “acaba”: y en Buenos Aires el mazorquero quemaba cohetes y anunciaba venta
de frutas, ¡arrastrado carros repletos de cabezas recién cortadas, y Rosas ostentaba
como trofeos los miembros de sus víctimas que le eran ofrecidos en holocausto!

“Después que se consideraba para siempre afirmado, sobrevino la revolución que le


dio en tierra. Veinticinco fusilamientos arbitrarios, comprobados en un proceso,
reprodujeron el terror en 1851... Trataba de consolidarse, como en 1840, como en todos
los momentos críticos de su vida, esparciendo el pavor en torno suyo.

… … … … … … … … … … … …

“Absorbió el gobierno en su voluntad omnipotente y encharcó en sangre las


provincias para ponerlas bajo el poder de sus tenientes.... Personalizó el poder... tiranizó
por deleite, por vocación y a impulsos de no sé qué fatalidad orgánica, llevando de un
cabo a otro de la República la depravación y el horror, destruyendo todas las condiciones
morales y jurídicas sobre las cuales descansa el orden y las sociedades humanas.

“Rosas, por su sistema de gobierno, está fuera de la política; como por su


depravación moral está fuera de la humanidad”.

XIII

LA DICTADURA EN CHILE

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O’Higgins se declaró dictador en Chile, contando con el concurso del general San
Martín, que a su vez se apoyaba en el ejército de los Andes. Y al general San Martín le
interesaba la amistad de O’Higgins, porque sin la bandera y la escuadra de Chile, no
podía llevar al Perú su expedición libertadora.

José de San Martín, nacido de padres españoles en 1778 en el territorio de las


Misiones, fue llevado a Madrid cuando tenía ocho años. Ingresó luego en un colegio de
cadetes, pero a los doce años de edad ya sentaba plaza de soldado para servir en las
guerras que por entonces sustentaba España con varias potencias. Sus conocimientos
teóricos debieron ser muy escasos, pero adquirió experiencia tanto en las campañas de
África como en la propia península que se hallaba en lucha con Napoleón. Edecán del
general Solano, vio morir a su jefe víctima del furor de la plebe, en aquellos días de
insurrecciones y pronunciamientos populares en España. En 1811 decidióse a venir al Río
de la Plata, junto con su paisano don Carlos de Alvear, y después de haber sido uno y
otro juramentados por el general Miranda, se embarcaron para Buenos Aires, a donde
llegaron en Marzo de 1812

San Martín era español de raza, y monarquista por temperamento y educación. No


fue el espectáculo de la muerte del general Solano el que le hizo concebir antipatías al
régimen democrático, como han dado en decir algunos escritores, empeñados en explicar
y excusar sus tendencias monárquicas: San Martín nunca vivió la vida americana hasta
después de sus treinta y cuatro años, pues los primeros de su infancia no deben ser
tenidos en cuenta. Lo que le chocó en Buenos Aires, luego de encontrarse en ella, fue el
espectáculo del desorden, del desconcierto y de la incapacidad reinantes en todas las
esferas de la administración. Vio que la revolución argentina se esterilizaba en las guerras
civiles y carecía de militares de verdad para realizar los grandes planes que él
proyectaba. Consideró que no había más que políticos adocenados y tropas colecticias
mandadas por abogados graduados de brigadieres generales, o por comandantes
improvisados de guardias urbanas y rurales, todos patriotas y entusiastas, si, por la causa
de la libertad, pero inhábiles para la dirección de la guerra y ajenos a toda subordinación y
disciplina. El mismo se dejó llevar de esa alborotada corriente, pues a los siete meses de
su llegada suscitó el motín militar del 8 de Octubre que dio por resultado la fuga de
Chiclana, Pueyrredón y Rivadavia. Siendo él extranjero en Buenos Aires y teniendo
necesidad de crearse influencias para sus planes en incubación, quitó un gobierno y puso

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otro en su lugar, y organizó una logia secreta para servirse de uno y otra como de
instrumentos suyos. Al mismo tiempo formó un ejército, instruyendo él mismo los reclutas
y disciplinando las tropas.

Hasta entonces el coronel San Martín se había distinguido como un jefe activo y
organizador; pero ya se echaba de ver que era astuto y disimulado, como hombre que
alimenta propósitos ocultos.

Poco después le tocó la tarea de escarmentar a los marinos españoles de


Montevideo que infestaban el Paraná, castigándolos de una manera soberbia en un punto
llamado San Lorenzo.

Derrotado Belgrano en Vilcapugio y Ayouma a fines de 1813, San Martín fue


nombrado en su reemplazo jefe del ejército del Norte, que acababa de ser deshecho, y
condujo sus reliquias a Tucumán para reorganizarlas. Comprendiendo que era inútil
pretender conquistar el Alto Perú mientras Lima fuese el centro del poderío español en el
Pacífico, consideró que carecía de objeto su presencia al frente de aquellas tropas y
renunció su comando, fingiendo falta de salud. Dirigióse a Mendoza, y a allí recibió su
despacho de gobernador de Cuyo con el objeto de preparar una resistencia a las fuerzas
realistas que del lado de Chile pudieran invadir el país. Este temor no era más que un
pretexto, pues lo que había de cierto era que San Martín no quería mezclarse en las
contiendas civiles de las provincias y abrigaba el secreto pensamiento de obrar por su
cuenta en otro terreno. A este fin le era necesario contar con el apoyo del gobierno de
Buenos Aires. Y habiéndose reconciliado con Pueyrredón, hizo manejos para que el
Congreso reunido en Tucumán en 1816 eligiese a éste Director Supremo, título que
equivalía al de Dictador.

Bajo su influencia este Congreso autorizó secretamente el establecimiento de la


monarquía, propósito en que él coincidía con Pueyrredón, Belgrano y los patricios de
Buenos Aires, que se llamaban carlotistas desde que se pusieron en inteligencia con la
princesa Carlota. Ese mismo año acordaron el abandono del Estado Oriental al Brasil.

Mientras Pueyrredón maniobra con arte florentino en Buenos Aires, en Río de


Janeiro y en Europa para realizar el plan monárquico de la comuna porteña, San Martín
organizaba su ejército para operar en Chile de concierto con O’Higgins . En Enero de 1817
estos dos caudillos, a la cabeza de 3000 hombres, argentinos y chilenos, atravesaban
sigilosamente la cordillera de los Andes, por cuyas elevadas laderas fue preciso llevar a

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lomo de mula la artillería desarmada. Ese pequeño ejército no marchó todo entero por un
solo camino, sino que fue dividido en varias secciones que siguieron sendas diferentes, y
se reunieron después de veintidós días de marcha en el valle de Aconcagua el 9 de
Febrero. Los españoles, distraídos por los guerrilleros chilenos Manuel Rodríguez y otros,
no pudieron impedir la entrada del ejército patriota, y fueron batidos en el primer
encuentro en la cuesta de Chacabuco, con cuya victoria los patriotas recuperan a Chile y
nombran a O’Higgins Director Supremo. Con todo, aún quedaban enemigos en el país y
había batallas que librar con ellos. Los españoles consiguen la revancha en Cancha
Rayada; pero en Abril de 1818 so i derrotados en las llanuras de Maipo, con cuyo triunfo
se consumó la independencia de Chile.

Entonces San Martin se apercibe a realizar la expedición libertadora del Perú,


objetivo principal de todas sus ambiciones. Mas no podía acometer esta empresa sin la
cooperación eficaz tanto de director supremo de Buenos Aires como del de Chile. El uno
suministróle al efecto dinero, y el otro una escuadra. El 5 de Febrero de 1819 Buenos
Aires y Chile celebraron un tratado en el cual declaraban: “que condescendiendo al deseo
manifestado por los habitantes del Perú, de expeler al gobierno español, se comprometían
a emprender una expedición que a este efecto se hallaba ya pronta en Chile; que el
ejército combinado de las Provincias Unidas y de Chile, dirigido contra las autoridades
epañolas de Lima, y a la ayuda de aquellos habitantes, cesará de permanecer en aquel
país desde el momento en que haya establecido un gobierno conforme a la libre voluntad
de los habitantes, salvo que este gobierno pida su permanencia en el país y lo consientan
los gobiernos de las dos altas partes contratantes, etc.”

Esta expedición, como se sabe, fue precedida de las espantosas tragedias de


Mendoza y de San Luis, que ya fueron relatadas. Un español Imás fue fusilado en
Santiago so pretexto de guardar armas en su casa. El caudillo popular Manuel Rodríguez
fue también sacrificado. La logia Lautaro autorizó su muerte. Para ejecutarla fue solicitado
el honrado general Las Heras; pero éste rechazó con indignación el cometido que se
quería encomendarle. Se le vio al coronel Rudecindo Alvarado, quien aceptó la siniestra
comisión. Manuel Rodríguez fue asesinado por un grupo de soldados, que eran sus
guardianes. Y con esos crímenes se calmaron los temores de O’Higgins y San Martín.
Estos fingieron ser inocentes de ellos; pero no tuvieron inconveniente en cobrar al padre
de los desventurados hermanos Carrera la cuenta de la ejecución de sus hijos; y sus

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instrumentos Monteagudo, Alvarado, Luzuriaga y Dupuy obtuvieron después los mejores


destinos en la expedición libertadora del Perú, en recompensa de aquellos servicios.

El escritor chileno Miguel Luis Amunátegui (en su historia de La dictadura de


O’Higgins) ha apreciado con severidad la conducta de los dos prominentes héroes de la
independencia de su país. En su libro se propone – dice – señalar los eminentes servicios
de don Bernardo O’Higgins por un lado, y por otro las faltas que le hizo cometer su
desmedida ambición de mando, las venganzas que ensangrentaron su gobierno y los
grandes abusos que justificaron su caida. Reconoce igualmente las aptitudes militares del
general San Martín y sus hazañas y sus glorias en la campaña de Chile; pero le vitupera
por haber sido un político sin franqueza y sin escrúpulos, es decir, sin conciencia ni
moralidad. Refiriéndose a él, dice :

“En Europa había sido miembro de logias masónicas. Las de Buenos Aires y
Santiago debían su fundación a él, que era tan inclinado a dirigir la política por resortes
ocultos y maquinaciones subterráneas (La Logia Lautaro) Este senado enmascarado,
especie de remedo de las instituciones venecianas, que deliberaba a escondidas, como si
temiera la luz, sin actas donde se consignasen sus procedimientos, decidía todos los
negocios grandes y pequeños de la g uerra y de la administración.

“Desde los primeros días de su establecimiento dejóse conocer cuál sería el


programa del gobierno que debía su elevación al triunfo de Chacabuco. Asegurar a toda
costa la independencia de Chile era su principal objeto, francamente confesado. Para
conseguirlo estimaba necesarias particularmente dos cosas: crear y conservar en el
partido revolucionario la más absoluta unidad de miras y aterrorizar a los realistas. Estaba
dispuesto a emplear toda clase de medios para alcanzar esos dos resultados... Todas las
medidas preventivas se juzgaban lícitas para impedir la más remota posibilidad de
anarquía... La persecución de los realistas fue dura y tenaz... Ningún español, ningún
americano tachado de godo podía andar por la calle -después del toque de oraciones, so
pena de ser fusilado en el acto. Estaban conminados con el mismo castigo si se reunían
en número de tres, bien fuese en su casa o en cualquiera otra parte... Algunos destierros,
entre los cuales se enumeró el del obispo Rodríguez, convencieron a todo el mundo que
las amenazas del directorio no eran vanas palabras... Impuso una contribución de
400.000 pesos a los españoles europeos residentes en el país y declaró pertenencia de la
nación todos los bienes, derechos y acciones de los realistas prófugos hasta de los que

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vivían en los reinos de España y sus dominios. En cortos plazos todos los tenedores de
estos bienes debían entregarlos a la comisión respectiva bajo las penas más severas. Por
una perversión de las reglas morales, que jamás podría disculparse, se fomentaba la
delación y se otorgaban premios a los abusos de confianza, a fin de evitar cualquiera
ocultación en las propiedades mencionadas... La República como hija honrada y heredera
celosa por la reputación de sus progenitores, ha reconocido toda las deudas provenientes
del secuestro; pero ella no debe cargar con las deudas-de sangre inútil. Esas las rechaza,
las repudia. Caiga su responsabilidad sólo sobre quien tuvo la desgracia de mancharse
con ellas. De esas clase es el asesinato innecesario, injustificable del español don Manuel
Imas. Los que eso autorizaron “creían que la sangre de un godo era menos preciosa que
la un patriota? que su agonía era menos dolorosa? que las lágrimas de la mujer y de los
hijos de ese español eran menos amargas que las de sus propias mujeres e hijos?

“El principio de que el fin justifica los medios, disculpa de la maldad, escudo del
crimen, hace de la moral un negocio de cálculos y no de conciencia. Nunca el asesinato
será permitido, aún cuando llegara a probarse, lo que me parece difícil, que la suerte de
una nación depende de la vida de un hombre.

“La sangre de los hermanos Carrera no fue la última sangre de patriotas que
empañó el brillo de la victoria obtenida por San Martin y O’Higgins en las llanuras de
Maipo. El sistema de aquellos gobernantes era inflexible, inhumano, implacable. Para
evitar la sombra más ligera de oposición, para conjurar el amago, más remoto de
anarquía, no retrocedían delante de nada... A la muerte de los Carrera se siguió la muerte
de don Manuel Rodríguez, asesinado bajo el amparo de las tinieblas en el recodo de un
camino”.

El juicio del señor Amunátegui debe ser rectificado en honor a la verdad y la justicia.
Como chileno, él propende a atenuar la responsabilidad del general O’Higgins y hacerla
recaer casi toda entera sobre el general San Martín. Pero el estudio detenido e imparcial
de los hechos modifica ese fallo y produce otra convicción.

Los caudillos chilenos Manuel Rodríguez y los hermanos Carrera eran popularísimos
en su país, y tan patriotas como O’Higgins; pero contrarios a éste y por ende a la
influencia argentina. O’Higgins abrigaba grandes temores de ellos, los cuales intentaban
derribarle, poniendo tal vez en peligro la independencia de Chile.

Iguales recelos inspiraban al Director Supremo los jefes y oficiales que vivían como

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prisioneros en la provincia argentina de San Luis bajo la vigilancia de su gobernador


Dupuy.

El interés de O’Higgins consistía, pues, en desembarazarse de todos sus enemigos,


y a este fin apeló a la cooperación de San Martín. La logia Lautaro, que ambos a dos
manejaban, vino en su ayuda y resolvió el sacrificio de aquellos desventurados. Los
hermanos Carrera fueron fusilados en Mendoza por su gobernador Luzuriaga, asistido de
Monteagudo. Los españoles de San Luig fueron ultimados por Dupuy con asistencia del
mismo Monteagudo; y Manuel Rodríguez por los soldados del coronel Alvarado. Todos los
ejecutores de esos hechos sangrientos eran subalternos de San Martín, o sujetos que se
hallaban bajo sus órdenes inmediatas. La participación de San Martín en ellos fue una
complacencia para con O’Higgins, pues sin la cooperación de éste y de la escuadra
chilena, él no hubiera podido llevar la expedición libertadora al Perú.

Durante el perío do de las guerras de la independencia no era precisamente la


maldad la que impelía a los generales y jefes de Estado á cometer los atentados que
narramos, sino el sistema empleado para asegurar la independencia de cada Estado que
se formaba; y el sistema consistía en aterrorizar y sacrificar a los españoles lo mismo que
a los americanos rebeldes, privándoles, ya de sus vidas, ya de sus bienes, para quitarles
toda influencia y poder.

Este mismo sistema indujo al doctor Francia en el Paraguay a perseguir a los


españoles y a sacrificar á algunos patriotas que pretendieron contrariar sus propósitos. El
fin justifica los medios – decían – y el fin era conquistar y asegurar la libertad de cada
país. El sistema era inhumano, indudablemente; pero fue considerado un mal necesario
en el interés de salvaguardar la patria independencia. Los historiadores europeos
glorifican a los fundadores de los Estados modernos como grandes hombres, a pesar de
sus horcas, de sus prisiones de Estado y del hacha tajante de sus verdugos, todos
príncipes y ministros, decapitadores de señores feudales y de súbditos rebeldes. Sin
embargo, tal no es la enseñanza de la moral cristiana.

Vicuña Mackenna, otro escritor chileno, no comparte el juicio de Amunátegui


relativamente a los libertadores de su país. No desautoriza los hechos, sino que los juzga
con otro criterio.

En su hermoso libro Vida de O’Higgins dice, con la brillantez propia de su estilo


vigoroso y lleno de fuego, lo que sigue :

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“La logia Lautarina no podía tener en sus arcanos sino propósitos vedados y
siniestros... Anulaba todo poder administrativo, era ella la única autoridad en acción,
capaz de aplicar la ley y de aplicarla; siendo que ella se colocaba fuera de toda ley por la
inviolabilidad de su secreto. El director de Chile don Bernardo O’Higgins era solo un
agente revolucionario, y no un supremo magistrado. La revolución usurpó en su corazón
el puesto de la patria; pero esa revolución era el símbolo de la fraternidad americana, era
la gran patria de nuestra dispersa familia, y como tal si su misión dejaba de ser
exclusivamente chilena, era para ser algo que vale más que las rayas postizas echadas
sobre nuestras naciones con el nombre de fronteras y que hoy no son sino los
compartimentos de un inmenso redil en que los pastores, de toga y los ganadores de
espada, encierran el vasto e infeliz rebaño del pueblo americano. El gobierno del director
O’Higgins fue, pues, en este sentido revolucionario, eminentemente popular; y si en sus
días aquella estrella divina, que él mismo arrancó a nuestro cielo para engastarla en el
azul del tricolor, no resplandeció con la luz deslumbradora de los astros de orgullo que el
Plata y el Perú habian adoptado por emblemas, era porque estaba destinada a brillar en la
noche del futuro, como el faro inextinguible que guiará a un destino de unión y de ventura
las rotas naves del nacionalismo americano.

***

“San Martín no fue un hombre ni un político, ni un conquistador: fue una misión. Alta,
incontrastable, terrible a veces, sublime otras, él la llenó, y es solo visto bajo ese aspecto
providencial y casi divino, como la historia deberá hacerse cargo de su grande nombre y
de su gran carrera, llena de una unidad tan admirable en el decenio cabal que duró su
papel histórico de libertador.

“Mas nosotros, las generaciones de hoy, empeñadas por una mísera rutina, que
pudiera acaso calificarse de envidia y de impotencia, vivimos solo para bastardear
nuestras más legítimas glorias... y mientras en otros pueblos se afanan sus ciudadanos
por exaltar la fama de sus próceres, o el arte consigna en bronce sus enaltecidos hechos,
y las madres les enseñan en la cuna a sus hijos, junto con las oraciones del Eterno,
nosotros, con el rubor del alma lo decimos, ingratos y mezquinos, nos hemos constituido
en un tribunal de odio y de desprecio para pedir cuenta a nuestros mayores y
condenarlos, por un error o un desvarío, con sacrílega injusticia a la infamia y al horror...”.

O’Higgins fue derribado del poder, pero no por eso Chile se vio libre de la dictadura,

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que durante muchos años pesó sobre él de una manera abrumadora. Hacia el año 23 se
reformó su constitución, dejando el poder en manos de los oligarcas y de un Senado
aristocrático. La consecuencia fue el descontento general a la vez que la anarquía, de tal
suerte que el cónsul británico Mr. Nugent no creyó prudente reconocer su independencia.
El dictador Freire disolvió el Senado y cometió otros desaciertos que exasperaron los
espíritus, hasta que se vio obligado a renunciar, Sucedióle Pinto, y éste también resignó
luego en manos del presidente del Senado en medio del más espantoso desorden. No
fueron más afortunados sus sucesores. Los disturbios continuaron, y en 1833 se dictó,
para reprimirlos, una nueva Constitución, la cual daba al presidente poderes tan extensos
que resultaba ser esencialmente dictatorial. Con ella los presidentes Prieto y Portales
gobernaron despóticamente el país; y los Montt – Varistas, patrocinadores del gobierno
aristocrático, lo abrumaron con medidas tiránicas o inhumanas.

Lo que sí, debe reconocerse en obsequio de esos dictadores es que fomentaron las
luces y otros progresos importantes; pero hicieron derramar mucha sangre.

El silencioso despotismo del doctor Francia se pasó en la oscuridad: mas la


República no fue ensangrentada, gracias a su prudencia, ni con guerras intestinas, ni con
bárbaras matanzas, como las que hubo en los demás países de América.

***

XIV

LA DICTADURA EN EL PERÚ

Como la guerra civil tomase proporciones alarmantes en el Río de la Plata,


Pueyrredon reclamó el auxilio del ejército de los Andes. Mas como San Martín inventase
ardides para negarlo, aquél se desesperó y renunció su alta investidura de Director
Supremo. Reemplazado por el general Rondeau en dicho cargo, éste intimó también a
San Martín para que acudiese con su ejército a la defensa de Buenos Aires, amenazada
por las montoneras provincianas. San Martín le desobedeció, se hizo nombrar por sus
jefes y oficiales director supremo del ejército, púsose bajo la protección de O’Higgins y
partió para el Perú en la escuadra chilena comandada por Cochrane.

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Desde aquel momento el glorioso guerrero perdió su prestigio para con sus
subordinados, quienes ya no miraron en él al representa nte de las Provincias Unidas, sino
a un condottiere que iba a un país lejano a desempeñar el papel de aquel Pirro, rey de
Epiro, quien, llamado por los tarentinos para batir a los romanos, vino a Italia y volvió a
salir de ella sin haber podido conseguir el fin para que había sido contratado.

La expedición tocó en Paracas, en Septiembre de 1820, y desembarcó allí sin


dificultad alguna. De ese punto pasó a Ancon y de aquí a Huacho, adueñándose de la
parte norte del Perú, la cual quedó separada de la obediencia del gobierno de Lima.

Suplantado pretorianamente el virrey Pezuela por el general La Serna, desde luego


quiso éste entrar en negociaciones con el general patriota, y se avistaron uno y otro en
Punchauca. San Martín, prescindiendo del gobierno de Chile, de quien había recibido sus
poderes, y obrando por su cuenta, hízole, según el historiador Restrepo, las proposiciones
siguientes:

“Si se reconoce la independencia, y se declara de un modo público y solemne, el


general San Martín propone: 1º. El general La Serna será reconocido presidente de una
regencia compuesta de tres individuos; 2º. el mismo general o el que él elija mandará los
ejércitos de Lima y el patriota como una sola fuerza; 3º. Quedará sin efecto la entrega
pretendida y convenida del castillo del Real Felipe y demás fortificaciones del Callao; 4º.
El general San Martín marchará a la península en compañía de los demás que se
nombren para negociar con el soberano de España; 5º. las cuatro provincias (alto
peruanas) pertenecientes al Virreynato de Buenos Aires, quedarán agregadas a la
monarquía del Perú; 6º. el grande objeto de estas proposiciones es el establecimiento de
una monarquía constitucional en el Perú; el monarca será elegido por las cortes generales
de España, y la constitución a que quede ligado será la que formen los pueblos del Perú;
7º. se cooperaría a la unión del Perú con Chile para que integrase la monarquía, y se
harían iguales esfuerzos respecto de las provincias del Río de la Plata”.

Aunque La Serna había sido confirmado legalmente en su cargo, no pudo aceptar


aquellas proposiciones, comprendiendo que carecía de facultades para ello; y así, las
conferencias de Punchauca fracasaron, a pesar de la buena voluntad de todos, patriotas y
realistas, menos el general Las Heras, que fue la nota discordante de aquella ruidosa
expedición.

Continuaron entonces las operaciones de la guerra alrededor de Lima, cuya

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ocupación por las fuerzas independientes era el objetivo militar y político de San Martín.
La Serna se vio obligado a evacuarla, y así lo hizo en los primeros días de Julio de 1821.
Se posesionaron de ella los patriotas y proclamaron la independencia de Perú el 28 del
mismo mes. El general victorioso asumió la dictadura con el nombre de Protector, y
constituyó un ministerio híbrido compuesto del peruano Hipólito Unanue, del colombiano
García del Río y de su instrumento favorito Monteagudo, cuyo nacimiento alto -peruano o
argentino se discute. Este gobierno dictó una constitución provisoria para regirse,
atribuyéndose por ella facultades extraordinarias.

A la idea de monarquizar la América del Sud subordinó San Martín todos sus planes,
políticos y militares. De aquí dimanaron sus desaciertos en el Perú, que causaron la ruina
de su prestigio y la pérdida de su ejército. Él no comprendió el espíritu de la revolución
americana. Él creyó que con obtenerse la independencia, el problema estaba resuelto,
siendo así que la revolución reclamaba, no solamente este bien, sino también la
organización democrática. Por eso desde los primeros días de su gobierno viósele
estimular los hábitos monárquicos y crear instituciones aristocráticas. Preocupóse
preferentemente de las cosas más triviales, como los trajes que debían de llevar los
empleados de todos los ramos y jerarquías. Conservó los títulos de nobleza que existían
en el país y fundó la Orden del Sol, cuyos individuos constituirían una nobleza hereditaria.

Al mismo tiempo que se ocupaba de esos detalles, despachó comisionados a


diferentes países para solicitar la adhesión de sus respectivos gobiernos al proyecto
fundamental de la monarquización de este continente. Luzuriaga, el de Mendoza, fue
enviado a Buenos Aires, García del Río a Chile, José Morales y Ugalde a México, el
general Manuel Llano a Guatemala, otro sujeto a Colombia, y a Europa Diego Paroissen y
el citado Juan García del Río.

Inútil decir que todas estas misiones fracasaron. La misma España no aceptaba
semejante proyecto, que ya fue propuesto anteriormente a su majestad católica por su
primer ministro el conde de Aranda.

En Septiembre del mismo año los realistas que se habían refugiado en la sierra
volvieron a aparecer en las cercanías de Lima. Fue el valiente general Canterac quien dio
ese paso atrevido. Llegó hasta las fortificaciones del Callao, y luego emprendió viaje de
retorno sin que fuera molestado por San Martín. Esta inacción injustificada perdió al
general patriota. Su mismo panegirista B. Hall lo confiesa en sus memorias cuando dice:

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“Desde la retirada de Canterac concluyó su popularidad”.

Pero hay otras causas mucho más serias que labraron la ruina de su prestigio en el
Perú. Unas son de carácter militar, y otras de carácter político. Entre las primeras debe
contarse la derrota que sufrió su ejército en Ica, suceso que puso a la disposición de los
españoles importantes elementos bélicos con que se rehicieron y llegaron a formar de
nuevo un poderoso ejército. Si el general San Martín los hubiese perseguido en regla
desde la ocupación de Lima, los hubiera aniquilado totalmente, y con esto se hubiera
terminado la guerra del Perú, según se expresan todos los historiadores. Pero él se
mantuvo en la inacción, y dejó que los enemigos se reorganizaran. Por esta causa, ya
antes del descalabro sufrido en Ica, se le habían separado muchos jefes distinguidos,
entre ellos el general Las Heras, el más capaz de todos ellos. La desmoralización de su
ejército fue consecuencia de esos y otros graves errores que apuntan todos los escritores
que han historiado la expedición libertadora del Perú.

En cuanto a la pérdida de su popularidad en el país, ésta provino del insoportable


despotismo de su primer ministro Monteagudo.

Cuentan que San Martín, a su llegada a Lima, inauguró con los españoles una
política tolerante. “De improviso – dice el historiador chileno Gonzalo Bulnes – y sin que
ningún hecho que pueda ser apreciado por la historia le sirva de justificación, lanzó un
decreto ordenando que todo español que quisiera vivir en el país jurase la independencia,
y los que no, se retirasen, conminando a los que no lo aceptaran públicamente y la
combatieran en privado a la pérdida de sus bienes. El decreto terminaba con estas
palabras significativas: “Españoles: bien conocéis que el estado de la opinión publica es
tal que entre vosotros mismos hay un gran número que acecha y observa vuestra
conducta. Yo se cuanto pasa en lo más retirado de vuestras casas. Temblad, si abusáis
de mi indulgencia”.

Los españoles fueron clasificados en realistas y patriotas. Sus bienes quedaron a la


merced del gobernante, quien fomentó la delación ofreciendo la mitad a los que los
denunciaban. La suerte de esos desgraciados era la cárcel y la pérdida de sus
propiedades.

Cuando San Martín recibió el primer aviso de la aproximación de Canterac a Lima,


encerró a mil doscientos españoles por quince días en el Convento de La Merced, de
donde fueron sacados algunos para ser enviados a Ancon, y otros para ser embarcados

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sin recursos ni seguridades.

El hecho que más impresionó al pueblo de Lima fue la expulsión violenta del
arzobispo Las Heras, un anciano de 78 años, incapaz de promover ningún disturbio. El
Protector le había exigido que cambiase los confesores de a
l s casas de ejercicios de
mujeres por hombres adictos a la independencia; y como él se negase a adoptar esa
medida contraria al dictado de su conciencia y a los deberes de su ministro, dióle
veinticuatro horas de plazo para salir del país. Acató incontinenti la orden, no sin antes
dirigir a San Martín una carta llena de unción religiosa, en que bendecía al pueblo y
formulaba votos por su felicidad.

Cuando el ejército libertador tomó posesión de Lima – cuenta el mismo Bulnes –


había en ella diez mil españoles de buena posición, que por su arraigo, su fortuna y sus
vinculaciones sociales, podían considerarse como hijos de la misma patria. Mas estas
circunstancias no fueron parte para que no fueran perseguidos y despojados de sus
bienes.

San Martín había considerado que la guerra había terminado con la rendición de las
guarniciones del Callao. Ello no obstante, autorizó su decreto que decía: “Ning ún español
podrá salir de su casa por pretexto alguno después de la oración bajo la pena de
confiscación de bienes y extrañamiento del país”.

Ordenó después el secuestro de los bienes de los españoles, sin motivo justificado,
y expulsó a los que no tenían carta de ciudadanía; y para impedir que la adquiriesen, se
les impuso la obligación de tomar las armas contra los realistas. Los que salían en virtud
de estas órdenes, quedaban sometidos a las condiciones siguientes:

1º. Todos los españoles europeos que hasta esta fecha no hayan obtenido carta de
naturaleza saldrán del territorio del Estado bajo la pena de perdimiento de la mitad de sus
bienes a beneficio del erario si no lo verifican en el perentorio término de un mes.

2º. Los que tengan herederos forzosos solo podrán llevar consigo aquella parte de
sus bienes de que puedan disponer por testamento según las leyes. Los que sean
casados y careciesen de hijos dejarán a sus mujeres, si por mútuo avenimiento se
quedaren, la tercia parte de sus bienes; otra tercia se aplicará al Estado y llevarán el
residuo de ellos.

Otro decreto renovaba las órdenes de expulsión de los españoles y retención de sus

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bienes, y establecía que los no naturalizados no podrían reunirse “en ningún lugar público
o privado en número mayor de tres, bajo la pena de seis meses de presidio”.

“Poco después – dice Bulnes – ordenó recoger a todos los españoles para enviarlos
al extranjero. Lima guardó por largo tiempo el recuerdo de este acto inhumano. Los
tiernos sentimientos de familia fueron desgarrados; los padres fueron separados de sus
hijos y de sus mujeres y salieron de Lima a pie bajo escolta, en medio del lamento de
innumerables personas, que se despedían de ellos como si se les condujera al patíbulo.
La mayor parte eran ancianos o niños, porque los jóvenes habían oportunamente huido.
Se les embarcó en un buque que llevaba el nombre de Monteagudo, que los condujo a
Chile.

“Esta política llegó a su apogeo cuando fue destruida en Ica la división que mandaba
el general don Domingo Tristán. Desde ese día el furor de Monteagudo contra los
españoles no reconoció límites. Les impuso en Abril un cupo de guerra de ciento veinte
mil pesos, lo que era demasiado para sus esquilmadas fortunas, y en Mayo les sacó otro
de doscientos cincuenta mil, pesos. Entonces dictó un decreto, cuya parte sustancial dice
:

“Ningún español con excepción de los eclesiásticos, podrá usar capa o capote
cuando salga a la calle, debiendo andar precisamente en cuerpo, bajo la pena de
destierro.

“Toda reunión de españoles que pase de dos individuos queda absolutamente


prohibida en todas partes bajo la pena de destierro y confiscación de bienes.

“Todo español que salga después del toque de oraciones incurrirá en la pena de
muerte.

“Todo español a quien se le encontrase algún arma fuera de las precisas para el
servicio de la mesa, incurrirá en la pena de confiscación y muerte.

***

“De cuantos incidentes caracterizaron aquella cruel persecución, ninguno más


horrible que el ocurrido en el mar a treinta españoles pudientes que habían fletado un
buque para que los llevara al extranjero. Habían salido con pasaporte del gobierno, y con
la obligación de no tocar en ningún puerto del Perú... En alta mar fueron arrojados a los
botes y abandonados a merced de las olas... Atormentados por el hambre y enfurecidos

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por la sed mataron a sus compañeros más débiles y se desalteraron con su sangre. La
imaginación se estremece al pensar en las escenas ocurridas a bordo de la lancha.
Veinticinco murieron en la travesía; los restantes se alimentaron con sus cadáveres; dos
extenuados como sombras, fallecieron antes de recibir los auxilios del capitán del puerto
de Santa, donde recalaron; y los tres sobrevivientes quedaron como vivo ejemplo de los
rigores de la política inhumana que los condujo a aquel extremo”.

De los diez mil españoles que había en Lima, apenas quedaron unos seiscientos.

Por causa de aquella política inhumana, como dice Bulnes, la reputación de San
Martín sufrió el más grave quebranto. El descontento cundió tanto en las clases populares
como en las filas del ejército. El héroe de Chacabuco y Maipo vióse en el vacío. Con la
reorganización del ejército realista en el interior del país, la independencia del Perú volvió
a ser un problema. San Martín pidió auxilios a varios gobiernos americanos, y ninguno
respondió a su llamado. Colombia le miraba con recelo; Chile se consideraba desobligado
a su respecto desde que se sustrajo á su obediencia y quebró con el almirante Cochrane;
y Buenos Aires le consideraba como un rebelde. Además, gobernaba allí la facción
rivadaviana, que era francamente contraria a San Martín y a la guerra del Perú. Solicitó
entonces de Bolívar una conferencia, que tuvo lugar en Guayaquil.

“Afirmóse entonces – dice Restrepo, el historiador clásico de la revolución de


Colombia – que ni el Protector había quedado contento de Bolívar, ni éste de aquél.
Parece que San Martín indicó al Libertador que al Perú le convenía el establecimiento de
una monarquía moderada constitucional, a la que le llamaban sus riquezas, sus ilustres
familias y sus antiguas habitudes, harto difíciles de cambiarse en otras republicanas.
Díjole Bolívar que tal proyecto sería peligroso y de mal ejemplo en la América. No
hallando San Martín acogida en el Libertador para las ideas monárquicas que él y sus
ministros se esforzaban de propagar, limitó sus gestiones a los auxilios de tropas y de
armamento que desde antes se le había ofrecido por el presidente”.

Cuando San Martín volvió a Lima, se encontró con que su favorito ministro
Monteagudo había sido depuesto por una sublevación popular.

Profundamente disgustado por éste y otros reveses que había sufrido, en presencia
de un ejército que se hallaba minado por la desmoralización y la anarquía, y de un pueblo
que murmuraba de su conducta, y considerando que le era imposible continuar en el
ejercicio de la autoridad que él mismo se había dado, la resignó ante un congreso

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convocado al efecto y se retiró del país. Nunca dio explicación de su conducta,


seguramente para no provocar recriminaciones, que muchas hubo a pesar de eso.

Los historiadores de San Martín dicen que él es inocente de la política inhumana que
se implantó en el Perú durante su protectorado, haciendo recaer toda la responsabilidad
en su ministro Monteagudo, quien en verdad era una alma depravada y feroz.

Lamartine dice del convencional Carrier, dictador enviado a Nantes para purificar de
sospechosos ese departamento, lo que sigue: “Este hombre no era una opinión, sino un
instinto depravado; no tenía ideas, sino furor; toda su filosofía era la matanza, toda su
sensibilidad la sangre. En todas las épocas históricas ha habido hombres de matanza, ora
en el trono, ora en el pueblo, ora alguna vez entre los mismos ministros de la religión. El
crimen tiene también su parte en todas las conmociones humanas, y semejantes hombres
son los representantes del crimen de todos los partidos”.

Esa pintura le corresponde a Monteagudo.

Carrier ordenaba en Nantes matanzas en masa, los matrimonios republicanos, los


ahogamientos en las bodegas de los buques, el incendio de las casas, el quemar vivos a
los niños de catorce años y el abrir en canal a las mujeres embarazadas.

Monteagudo era el Carrier de la revolución sudamericana. Así lo dicen americanos y


extranjeros que le conocieron bien.

El inglés Stevenson escribe de él lo siguiente: “Don Bernardo Monteagudo era uno


de esos individuos que no sin frecuencia suelen aparecer en tiempos de revueltas, y que
destituidos de toda sensibilidad, juegan con la de los demás. Había nacido en el Alto
Perú, en la más inferior clase de la sociedad: su origen era impuro por la sangre africana
de sus venas: habíase dedicado al estudio de las leyes; su alma se compone de los
elementos más abyectos, propios del zambo más rematado: es activa su imaginación y
ambiciosa como la de todo mulato”.

“Monteagudo – dice el francés Lafond – es de aquellos hombres que surgen


espontáneamente en tiempos de revolución, como para personificar los excesos más
monstruosos: especies de vampiros de los que ha sido presa nuestra patria en los
primeros tiempos de nuestra emancipación política”.

Era un hombre sin convicciones y sin carácter. Fue republicano en Buenos Aires y
monarquista en el Perú. Arrojado de Lima por sus crueldades, se entregó en cuerpo y

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alma a Bolívar.

Monteagudo era el instrumento favorito de San Martín. No hay, pues, razón alguna
para suponer que la voluntad del uno se haya suplantado a la del otro, que, en tal caso,
aparecería como un autómata.

Además de los decretos que autorizaba el Protector, hay documentos privados que
traducen sus sentimientos personales.

Habiéndole pedido recursos el general don Domingo Tristán, que se hallaba al frente
de una división en Ica, San Martín le contestó en carta particular que no los tenía, y que él
se los procurase por cualquier medio. Luego le agregaba en la misma carta, publicada por
Pruronena, lo que sigue:

“Usted no debe olvidarse de las máximas que varias veces inculqué a usted en
nuestras conferencias. Los pueblos sólo son obedientes cuando son pobres, y así que es
necesario que desaparezcan los grandes propietarios, los cuales siempre son enemigos
de toda mutación por no perder lo que tienen.

“Con causas secretas, confiscaciones de bienes y destierros, con la mayor


apariencia de legalidad que sea posible, hallará Vd. cuanto pueda necesitar para tener
contentas esas tropas. Todo decidido o sospechoso contra nuestra causa debe quedar en
la mendicidad, y los que no lo son están obligados a sostener el peso de la guerra, y por
lo mismo no les debe ser extraña ninguna exacción, ella es posible cubran nuestros
gastos y paguen nuestras molestias, pues no será justo que quedemos pidiendo limosna,
o mendigando el sustento en países extranjeros, si tenemos la desgracia de que este
tenga un término fatal.

***

“Por cuantos medios le sean posibles procure Ud. destruir la opinión acerca de un
gobierno popular; nos sería peor caer en manos de eclesiásticos, letrados, tiranos y
tinterillos, que en las de los enemigos; vea Ud. cuántos males nos ha traído esta especie
de gobierno en Buenos Aires. Los pueblos debemos prepararlos para recibir un gobierno
aristocrático, en el que podemos tener la mayor o menor parte”.

En otra carta dirigida al fraile Aldao, comandante de Dragones, le decía, a propósito


de Tristán y de su segundo Gamarra, lo que sigue :

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

“Con el mayor disimulo y reserva estará Ud. a la observación de todas las acciones,
palabras y pensamientos, si fuese posible, de Tristán, Gamarra, y de toda esa canalla de
pasados de que se compone esa división (de Ica), los cuales jamás serán buenos, ni de
confianza, pues los que, con tanta desvergüenza se presentaron a nosotros, cuando
concibieron que la cosa estaba decidida a nuestro favor, no sería extraño que nos
abandonasen en caso de algún revés... Gamarra es más taimado y de más disposición
que Tristán y por lo mismo más temible; así es preciso desacreditarlo cuanto se pueda y
rebajarle la opinión por cuantos medios sea posible para que nunca se haga de partido”.

Los antecedentes documentos llevan fecha de Marzo de 1822, y es sabido que el


mes siguiente, 7 de Abril, la división de Ica fue sorprendida y destrozada por Canterac.
Esa derrota de las armas independientes, hizo inevitable el retiro de San Martín aún sin el
desahucio de Guayaquil, e indispensable el llamamiento de Bolívar.

Con efecto: Bolívar fue llamado, y él condujo la guerra con su actividad


acostumbrada, ganando las batallas de Junín y Ayacucho, hecho con el cual quedó
consumada la independencia americana, la que fue inmediatamente reconocida por
Inglaterra, Estados Unidos y otras grandes potencias europeas.

Bolívar, después de Ayacucho, lanzó en Lima una proclama como la sabía él hacer,
concisa, entusiasta y elocuente. En uno de sus párrafos describe la situación del Perú, a
su llegada, en estos términos:

“Peruanos: El Perú había sufrido grandes desastres. Las tropas que le quedaron
ocupaban las provincias libres del Norte, y hacían la guerra al Congreso: la marina no
obedecía al gobierno: el ex-presidente Riva-Agüero, usurpador, rebelde y traidor a la vez,
combatía a su patria y a sus aliados: los auxiliares de Chile, por abandono lamentable de
nuestra causa, nos privaron de sus tropas: las de Bue nos Aires, sublevándose en el
Callao contra sus jefes, entregaron aquella plaza a los enemigos: el presidente Torretagle,
llamando a los españoles para que ocupasen esta capital, completó la destrucción del
Perú. La discordia, la miseria, el descontento y el egoísmo, reinaban por todas partes. Ya
el Perú no existía; todo estaba disuelto. En estas circunstancias el Congreso me nombró
dictador para salvar las reliquias de su esperanza”.

Bolívar formó dos nuevas Repúblicas de los países últimamente libertados: la del
Perú propiamente dicho, y la de Bolivia, que antes se llamaba Alto-Perú, y pertenecía al
Virreynato del Río de la Plata.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

¿Por qué Bolívar no hizo del Bajo y Alto Perú una sola República? – Porque, como
dice Paz Soldan, no quería que Colombia tuviera una vecina demasiado poderosa.

¿Por qué no entregó las cuatro provincias alto-peruanas a Buenos Aires, cuando ya
se habían adherido a ésta en el Congreso de Tucumán? – Porque no quería que la
Argentina fuera demasiado poderosa y tuviera influencia sobre Chile y el Perú, influencia
que contrarrestaría la de Colombia.

¿Por qué la facción rivadaviana que imperaba entonces en Buenos Aires se mostró
hostil a Bolívar y al Congreso de Panamá convocado por éste? – Por causa de Rivadavia,
quien recelaba de la influencia de Bolívar.

El héroe de Colombia había llegado entonces al apogeo de su poder y de su gloria, y


desconfiaban de él aun los Estados Unidos e Inglaterra. Y Rivadavia subordinaba su
conducta a la política inglesa.

Del punto de vista argentino, el capital error de San Martín consiste en haber
abandonado los intereses de su país, desvinculándose de Buenos Aires, la cual le había
dado un ejército y recursos para asegurar la posesión de las cuatro provincias alto-
peruanas (hoy Bolivia), que ya se habían adherido a las Provincias Unidas en el Congreso
de Tucumán (1816). La Junta de Mayo – según rezan los documentos de ella emanados –
había decretado la liberación de todas las Provincias del Virreynato del Río de la Plata
para constituir con ellas una sola nación. A este fin se mandaron al Alto Perú, Paraguay y
Uruguay los ejércitos llamados auxiliadores, o libertadores de esos países. No pudiendo
afirmarse la liberación del primero con las expediciones que penetraban en él por el
territorio de Salta, a pesar de haberlo recorrido y llegado hasta el Desaguadero, se pensó
en conquistarlo por el lado del Pacífico. Y a este plan obedeció el pacto celebrado entre
Buenos Aires y Chile, y consiguientemente la expedición libertadora que comandaba el
héroe de Chacabuco y Maipo. Pero éste, olvidando su deber, declaróse Protector del Perú
y creó un gobierno independiente con el fin de monarquizarlo y extender este sistema al
resto de la América latina. Por esta causa la Argentina perdió definitivamente las
provincias alto-peruanas, que fueron constituidas por Bolívar en República independiente.

Ello no obstante, el señor Mitre, interesado en ocultar el error de San Martín, dice
que tanto éste como Belgrano no habían tenido otro propósito que generalizar la
revolución argentina por toda la América a fin de asegurar la independencia. Pero los
hechos y los documentos de referencia contradicen este aserto. Los decretos expedidos

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y la Dictadura en Sudamérica

por la Junta Gubernativa de Buenos Aires bien claramente decían que sus ejércitos no
llevaban más misión que la de ayudar a las provincias interiores a sacudir el yugo de las
autoridades locales. Por eso ha podido escribir el doctor Alberdi que las historias de Mitre,
no son sino “historias de complacencia, historias galantes, historias al gusto y paladar del
país, para halagar la vanidad nacional, con la gloria de sus grandes hombres”.

Y los hechos demuestran que la revolución de la independencia se generalizó a un


mismo tiempo en todas las secciones de América, desde México hasta Buenos Aires, con
excepción del Brasil, que la hizo algunos años más tarde.

El historiador de Belgrano y de San Martín sostiene así mismo teorías o hipótesis


que se hallan en contradicción con los hechos. Así, en su introducción a la historia del
segundo, dogmatiza en esta forma:

Bolívar y San Martín constituyen el binomio de la emancipación sudamericana. Su


punto de partida es la revolución argentina americanizada.

La segunda parte de la cláusula transcripta contiene una falsedad evidente; porque


el punto de partida de la revolución fue la caída de la monarquía española en manos de
los franceses y no hubo revolución argentina americanizada, sino una revolución
americana generalizada en todas las colonias hispanoamericanas.

Prosigue Mitre :

La revolución americana es el desarrollo militar y político de la revolución argentina


que toma la ofensiva y la exterioriza, propagando su acción y sus principios.

La misma falsedad que la contenida en la cláusula anterior.

La revolución americana no ha sido sino el desarrollo de los principios del Contrato


social y de la constitución norteamericana, iniciada por los venezolanos y llevada a feliz
término por las armas de todas las hoy repúblicas independientes.

Añade nuestro historiador:

La revolución colombiana, concebida según un plan absorbente y monocrático, se


hallaba en pugna con las leyes naturales y el derecho de gentes inaugurado por la
revolución argentina americanizada.

Es falso que la revolución colombiana estuviese informada del espíritu monocrático.


La monocracia fue una concepción personal de Bolívar. La monocracia es el

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y la Dictadura en Sudamérica

panamericanismo, o la confederación general de los Estados Americanos como sistema


continental, que ideó Bolívar para contrarrestar la influencia de la Santa Alianza europea
que amenazaba la independencia americana.

La confederación general de los Estados no es contraria a las que llama Mitre leyes
naturales, ni siquiera al principio de las nacionalidades que el Paraguay opuso a Buenos
Aires para declararse independiente en Mayo de 1811.

Propiamente hablando, no hubo más que una revolución general americana.


Tampoco hubo pugna entre Colombia y Argentina, sino oposición entre Bolívar y San
Martín en el Perú.

De la misma manera, no hay derecho de gentes inaugurado por la revolución


argentina. La revolución americana, sí, inauguró un nuevo derecho de gentes por el hecho
de surgir de ella nuestras libres Repúblicas.

El señor Mitre continúa:

Estas dos tendencias, la colombiana y la argentina, concurrentes en un punto – la


emancipación general – constituyen el último nudo de la revolución sud-americana. De
aquí proviene la condensación de las dos fuerzas emancipadoras y la conjunción de los
dos grandes libertadores que las dirigen: San Martín y Bolívar.

Es decir que la supuesta oposición o antinomia de las dos hegemonías, argentina y


colombiana, se resuelve en una armonía, en la conjunción de esos dos astros que se
llaman San Martín y Bolívar.

¡Cuánta paradoja en tan pocas palabras!.

San Martín no representaba a la Argentina en el Perú. Buenos Aires le había retirado


sus poderes, y partió con bandera chilena. Ya en el Perú, se representaba a sí mismo y
fue jefe de Estado peruano. No hubo pues en Lima una hegemonía argentina, ni se
verificó la conjunción de los astros, sino el retiro del uno cediendo su lugar al otro.

Con tales puntos de vista falsos, el señor Mitre pretende construir toda una filosofía
de la revolución hispano-americana; y encalabrinado con la idea de una revolución
argentina americanizada, en oposición a una pretendida revolución colombiana
monocrática, afirma que sin Chacabuco y Maipo no hubiera habido Boyacá, ni Carabobo,
ni Pichincha, ni Junín, ni Ayacucho. De donde infiere él que sin San Martín la América del

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y la Dictadura en Sudamérica

Sur no sería hoy independiente... y por ende Centro América y México.

En la historia de Belgrano estampa esta afirmación:

La primera reunión de los patricios (porteños) verificóse una noche en la fábrica de


jabón de Vieytes (1808). Tal fue el primer núcleo del gran partido de la independencia que
dos años después debía dar a luz un nuevo mundo político!!

De esa fábrica de jabón no salieron sino los carlotistas, es decir, los partidarios de la
monarquía. En cuanto al nuevo mundo político, éste surgió de la general revolución
hispano-americana. Lo cual no es desconocer los importantes servicios prestados a la
causa de la independencia por Buenos Aires, por sus ilustres patricios y por sus grandes
capitanes, de los cuales es San Martín el primero.

***

XV

BOLÍVAR

Después de la batalla de Ayacucho (9 de Diciembre de 1824), Bolívar dio una


Constitución a la República que acababa de crear con el nombre de Bolivia, de la cual
vino a ser presidente vitalicio, pero sin ejercer las funciones de tal, delegándolas en el
general Sucre.

Reunió luego en Lima a los representantes del Perú, resignando en la Asamblea sus
poderes de dictador. Él impuso a esta República la Constitución boliviana, la cual fue
aceptada con repugnancia por el pueblo por causa de su presidencia vitalicia. Bolívar
salió de Lima en Septiembre de 1826. Enseguida el Perú desechó dicha Constitución y
expulsó al Ejército colombiano, cuya presencia se le hacia insoportable. El general Sucre
se vio también obligado a abandonar la presidencia de Bolivia y tomar el mismo camino
que su jefe, es decir, el de Colombia. Desde entonces las dos Repúblicas, Perú y Bolivia,
se vieron presa de la anarquía y sufrieron todas las desdichas de la dictadura hasta la
guerra del Pacífico (1879).

La República de Colombia se componía de Venezuela, Nueva Granada y Ecuador, y


eligió de presidente al Libertador Bolívar. Acusado éste de aspirar al mando vitalicio, y

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y la Dictadura en Sudamérica

víctima de un atentado criminal en Bogotá, resignó sus funciones en el vicepresidente


Santander y murió en Santa Marta en 1830. La confederación colombiana fue deshecha, y
se formaron tres Repúblicas independientes de los países nombrados que si bien se han
organizado democráticamente, no han podido hasta la fecha dar estabilidad a sus
instituciones, sucediéndose en ellas las dictaduras de generales ambiciosos y de hombres
civiles reaccionarios que apelan todavía a los cadalsos para imponer sus principios y
eliminar de la escena a sus adversarios políticos.

Bolívar ya veía bien lo que iba a suceder; y por eso propició la idea de la presidencia
vitalicia, creyendo que con este sistema se evitarían las guerras civiles y la anarquía.

Alimentaba asimismo un proyecto ambicioso: el pan-americanismo bajo la


hegemonía de la entonces poderosa República de Colombia. A este fin convocó al
congreso de Panamá a los nuevos Estados Americanos, con el intento de contrarrestar la
influencia de la Santa Alianza europea, que, por causa de sus principios reaccionarios,
asumía una actitud amenazadora para con Sud -América.

Tanto su plan monocrático como su sistema continental fracasaron, de igual modo


que acababa de abortar el proyecto gigantesco de Napoleón, de formar una vasta
confederación europea bajo la hegemonía del Imperio francés.

Ello no obstante, hay que reconocer que Bolívar fue un genio organizador y un gran
guerrero. Ha sido diversamente juzgado; pero se le admira generalmente tanto en Europa
como en las tres Américas.

Algunos historiadores argentinos le han maltratado en estos últimos años: entre ellos
el más violento ha sido el doctor Vicente Fidel López, autor de historias pintorescas y
anecdóticas de la República Argentina y de las guerras civiles de la misma. Así, en el
tomo X, página 152, de la primera, elogiando a Quiroga, el tigre de los Llanos, dice : “No
se le conocen actos de torpe lujuria como los que infamaban las costumbres de Bolívar”

En la Pág. 451 del mismo tomo, para excusar el crimen del general Lavalle, que hizo
fusilar en despoblado al gobernador Dorrego: “Bonaparte asesinó al duque de Enghien sin
afirmar con ese criterio su imperio. Cuando los Borbones hicieron asesinar jurídicamente
a Ney, cavaron ese día el sepulcro de su dinastía. Bolívar hizo asesinar vilmente a Piar –
un heroico soldado, y a Berindoaga, un eminente ciudadano, sin asegurar la presidencia
vitalicia que había sido el fin de esas dos iniquidades”.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

En la página 547, desautorizando a La Madrid que atribuye una mala acción a San
Martín: “No hay pues incidente, hecho ninguno en la vida del glorioso argentino que libertó
a Chile y al Perú que lo presente bajo el aspecto teatral de un matamoros, o de un
caudillo grosero y agresivo, a la manera de Bolívar”.

Y en la historia de la revolución argentina, tomo I, página 272, nota 1, a propósito del


general Miranda, estampa esta nueva injuria:

“Bolívar que a pesar de su gloria militar, tenía todas las dobleces y vicios morales de
un malvado y mal caballero, cometió el infame atentado de encarcelar al general Miranda
bajo el pretexto de que era un traidor que operaba con dinero inglés para pasar la
dominación de Sud-América a manos del gobierno británico; y no contento con esto, hizo
entrega del ilustre preso al general español Monteverde, para deshacerse únicamente de
un rival cuya gloriosa reputación era obstáculo al poder personal y despótico que
ambicionaba para sí. Este rasgo, atroz por el egoísmo y por la bajeza de los medios y de
los móviles con que fue ejecutado, es el comentario más fiel que pueda hacerse, para
comprender al hombre de la célebre conferencia de Guayaquil. Si al principio de su
carrera la ambición voraz de Bolívar era capaz de infamia tan negra ¿qué no sería
cuando, tocando en las ilusiones de su grandeza, no tenía otro paso ya que dar que el de
apartar con un movimiento de su mano al modesto general del ejército argentino que le
había abierto las puertas del Perú? ”

EL señor Bartolomé Mitre y otros más expresan igualmente conceptos poco


benévolos para el Libertador. La causa de esas recriminaciones debe buscarse en la
ojeriza de los rivadavianos y unitarios a su persona y en la rivalidad que hubo entre los
dos prominentes guerreros de la independencia, San Martín y Bolívar. Pero nosotros no
encontramos justificado ese vituperio. Según la opinión de los historiadores, Bolívar tenía
razón en oponerse a la monarquización del Perú y por ende del resto de América. Si este
pensamiento se hubiese realizado, los Borbones hubieran seguido dominándola como
una prolongación de España. Ello es indudable. En el Río de la Plata hicieron abortar ese
proyecto el doctor Francia, Artigas y los caudillos provincianos, que combatieron la
influencia unitaria de Buenos Aires. Por eso el Paraguay tiene su parte importante en el
triunfo del principio republicano, proclamado y sostenido por su supremo dictador.

Bolívar debe sus grandes éxitos contra los ejércitos realistas a su mucha actividad, a
las cualidades excepcionales de guerrero que poseía y a haber sido servido por hábiles

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generales, admiradores entusiastas de su genio, como Piar, Mariño, Urdaneta, Soublette,


Páez, Mac-Gregor, Santander, Sucre, Córdoba, Montilla, Bermúdez y, finalmente, Miller,
Necochea, Gamarra, Lamar, Suárez y varios más.

Bolívar no obraba por cuenta propia: él era general de la república de Colombia y


luego dictador del Perú. En todas sus campañas ha dado señales de una movilidad
extraordinaria. En 1813 recorre en tres meses 250 leguas, librando quince batallas
campales y entrando triunfante en Caracas en medio de las aclamaciones delirantes del
pueblo. Derrotado varias veces, proscrito y perseguido hasta en los países extraños en
que se refugiaba, no se desalienta nunca, organiza nuevas expediciones, recupera el
terreno perdido, forma nuevos ejércitos y emprende la marcha más atrevida que se
conoce en la historia, desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico, en la estación de
las grandes lluvias tropicales, atraviesa los Andes ecuatoriales por ásperos e
inhospitalarios desfiladeros, llega deshecho a Tunja, gana la batalla de Boyacá, derrumba
el poder español en Nueva Granada, funda la República de Colombia con los países
libertados, obliga a retirarse de Venezuela al general Morillo con sus doce mil veteranos, y
vence en Carabobo; en tanto que sus tenientes triunfan en todas partes, Páez en
Venezuela, Montilla en Cartagena, Sucre en Pichincha, Junín y Ayacucho – victorias que
vienen a tierra con la dominación española en América.

En presencia de tan espléndidos triunfos, el gran historiador alemán Gervinus ha


podido exclamar.

“Jamás la confianza en la victoria fue tan grande en ningún otro país de América
como en Venezuela y Nueva Granada; jamás la gloria, el poder y la autoridad de ninguno
de sus héroes rayaron a tan alto grado como los que alcanzó Bolívar, cuyo poder se
extendió desde el Atlántico hasta el Pacífico”.

En otra parte emite este juicio:

“El alma de esta gran revolución, que es uno de los hechos salientes de la historia
universal, fue sólo Bolívar, hacía años que se le atribuía el principal papel en este gran
drama, desde que los otros, Miranda y Mariño, Morales y Carrera, Pueyrredón y
O’Higgins, San Martín e Itúrbide, habían desaparecido de la escena, retirándose unos con
escaso honor de la lucha, y cubriéndose otros de vergüenza. Fue él quien había
depositado en el suelo de la patria el germen de las más grandes hazañas, y fue mediante
él que se cosecharon los más grandes honores. Fue él quien en todo tiempo había

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y la Dictadura en Sudamérica

combatido por la libertad de Venezuela y libertado Nueva Granada del yugo de una
opresión abrumadora; quien había unido los dos países en un Estado federativo, y
contribuido más a conseguir la emancipación de los países del Ecuador y unirlos a la gran
República de Colombia. Fue él quien, a la cabeza de los colombianos, había libertado al
Perú de sus dominadores extranjeros, lo que no habían podido hacer los países del Río
de la Plata y Chile con sus fuerzas reunidas. Fue él quien había arrancado al Perú de las
discordias internas, de la guerra civil y de la más extrema miseria. Fue él, en fin, quien
desde el Orinoco hasta el Desaguadero había creado dos nuevas naciones, y libertado el
Alto Perú, cuya revolución no pudo hacer triunfar Buenos Aires porque agotaban sus
fuerzas en estériles empeños...... El acto por el cual Estados Unidos e Inglaterra
reconocieron la independencia de las colonias era también para Bolívar uno de los
mayores homenajes personales que ha podido ofrecérsele... Apenas San Martín inició el
curso épico de sus hazañas libertando a los pueblos oprimidos, cuando ya se enredó en
los numerosos lazos que se había armado él mismo, y cayó en el oprobio y la ruina.
Encontramos materiales mucho más abundantes, una concepción mucho más grandiosa
y un interés psicológico incomparablemente mayor y más durable en el papel que
desempeñó Bolívar, el cual poseía una cultura intelectual infinitamente más extensa que
sus émulos, y cuyo carácter formaba una mezcla de elementos de una gran variedad...
Este hombre había llegado al colmo de los honores más brillantes libertando aquellos
vastos países, interior y exteriormente, adquiriendo la gloria militar y la política, la gloria
del legislador y del administrador, conservando puras sus manos y mostrando un ardiente
amor de la patria, que era el principal móvil de toda su actividad incesante. Él era
realmente grande en la autoridad incontestada con que dominaba a aquel mundo
nuevamente creado por él... Sin duda ninguna Bolívar había tenido una concepción
grandiosa para la emancipación de América, cuando emprendió sus expediciones
militares, desde la desembocadura del Orinoco hasta el Alto Perú”.

Pero Gervinus concluye condenándole por sus ambiciones, su sensualidad y su plan


político de la monocracia electiva, que es, como si dijéramos, una anfictionía americana
presidida por un jefe vitalicio: sistema de gobierno inaceptable e irrealizable, pero que no
amengua el mérito indiscutible del héroe colombiano.

Con todo, no puede sostenerse un paralelo entre Washington y Bolívar, como lo


demuestra acabadamente el mismo historiador alemán. Washington es un ejemplar raro

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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en el mundo como hombre, como ciudadano y como magistrado, por su prudencia, su


sabiduría y su moderación; por la serenidad de su alma, su patriotismo, su desinterés y su
espíritu de humanidad; por el equilibrio perfecto de sus facultades morales, su sencillez
republicana, y sus mismas virtudes domésticas.

“Lo que caracteriza la vida de Washington – dice Gervinus – es la fuerza secreta que
realzaba todas sus disposiciones naturales, que le daba un gran ascendiente sobre los
hombres y que le permitió ejercer sobre los acontecimientos una profunda influencia.
Washington poseía esta fuerza secreta porque dominaba sus pasiones por la razón,
mostraba una reserva modesta ante los juicios ajenos y tomaba en cuenta, con todo
comedimiento, las pretensiones y los derechos de otros. Además, la gravedad profunda
de sus maneras; la firmeza con que obraba e imponía respeto; la reflexión circunspecta
que mostraba en sus promesas y en sus empresas; el austero sentimiento del deber de
que daba prueba cumpliéndolo; la atenta vigilancia con la cual observaba la chispa divina
de la conciencia, y que él se imponía en sus máximas de juventud: todo eso son las
señales exteriores de una virtud enteramente fundada sobre principios, virtud que parece
extraña a los hombres meridionales”.

Más es también indudable, que Bolívar, en idéntica empresa a la que hizo triunfar el
héroe de Virginia, tuvo que vencer mayores dificultades que su incomparable émulo.
Bolívar fue extraordinario por sus luchas y sacrificios, por su valor y perseverancia, por su
fe en el triunfo final de la revolución y las excepcionales dotes que desplegó en la guerra
de catorce años. Pertenecía a la estirpe de los guerreros de vocación, quienes, llevados
del amor de la gloria o del instinto de dominación, dan suelta a sus energías comprimidas
y realizan grandes obras. No hay que buscar en él al prudente y sabio magistrado, sino al
guerrero inflamado por el fuego de un gran patriotismo, por el amor a la libertad y la
justicia, que acomete una empresa extraordinaria, se agiganta en la lucha con los reveses
y las dificultades, y triunfa al fin de todos los obstáculos que le oponen la naturaleza y los
hombres.

La vida de Washington es una lección, una enseñanza, un trasunto de la vida de


Jesús, el redentor moral de los hombres. Bolívar es el azote de los tiranos, opresores de
los pueblos, cuyas cadenas destroza y a los cuales liberta con su espada.

Pero Washington, Bolívar, San Martín y los demás paladines de la independencia


del Nuevo Mundo, representan en el escenario de la historia el principio de humanidad

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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como redentores de pueblos. Y ese principio superior que late en los hombres, es lo que
constituye la grandeza de los héroes.

Son por tanto pueriles e insignificantes las comparaciones que acostumbran


establecer los historiógrafos americanos entre las guerras de nuestra independencia y las
de los conquistadores antiguos y modernos. Las primeras eran acciones de pequeñas
proporciones, libradas por corto número de combatientes, que nunca excedió de veinte
mil. Las segundas sobrepujan a toda ponderación. Por ejemplo, en las guerras del imperio
napoleónico, viéronse ejércitos regulares de quinientos mil hombres, maniobrando en
diferentes puntos a la vez, dirigidos por una sola voluntad, y que por medio de
movimientos conexos, concurría n un día fijo y a un lugar determinado para tomar parte en
aquellas gigantescas batallas de Austerliz y de Wagram, que han sido consignadas como
clásicas en los fastos militares. Combinaciones estratégicas de este género requieren
genio y poderosos recursos.

En la llanura de Waterloo se concentraron cerca de un millón de hombres, movidos


por dos voluntades, las de Wellington y Napoleón.

El paso de los Alpes por treinta y cinco mil franceses para cortar la comunicación de
las divisiones enemigas que espiaban su marcha, fue una operación difícil y peligrosa, a
la vez que hábil maniobra estratégica del Gran Capitán. No había caminos practicados,
como dice Thiers, sino algunas que otras sendas de cabra. Los zapadores tenían que
ensancharlas, abrir otras nuevas, suavizar pendientes, y echar puentes sobre las zanjas
para que pasaran los convoyes. Era la época más peligrosa del año, que es la del
deshielo. Los soldados iban a la desfilada por entre precipicios profundos y riscos
elevados cubiertos de eterna nieve. Las caballerías quedaban inutilizadas, no podían
arrastrar los carros y los cañones, y los artilleros tenían que hacer sus veces. Y carros,
piezas de artillería, animales y hombres marchaban, ya de día, ya de noche, en el mayor
silencio, para evitar que fueran sentidos por los enemigos fortificados en el camino que
hubieran podido aniquilarlos. El resultado de esta arriesgada travesía, que duró trece
días, fue la victoria de Marengo.

Esta marcha al través de los Alpes recordaba la de Aníbal. Sale éste de España a la
cabeza de cincuenta mil infantes y veinte mil jinetes, vadea el Ebro y llega a la cumbre de
los Pirineos, a pesar de la hostilidad de sus bárbaros habitantes. Baja por la vertiente
septentrional de dichos montes y se dirige al Ródano. Los volscos le disputan el paso de

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este río; pero él los envuelve y los destroza. Un ejército romano le espera cerca de
Marsella. El astuto cartaginés lo evita, costeando por la derecha el Ródano hasta su
confluencia con el Isére. Vuelve a descender hacia el mediodía, esguaza el Duranzo, y se
encamina hacia los Alpes. A la vista de aquellas montañas nevadas y pobladas de
hombres casi salvajes, se desalientan los soldados. Pero Aníbal les dirige una arenga
oportuna e inflama sus corazones con el recuerdo de Sagunto. Los bravos guerreros
trepan las eminencias, se baten cuerpo con aquellos rudos montañeses, y hombres y
caballos se chocan, resbalan y caen a los abismos asidos los unos a los otros. Por fin,
después de trece días de fatigas increíbles, llegan a la cima. Contemplan con espanto que
la pendiente por donde deben descender es mucho más empinada que la otra. Fuerza es
bajar, y andando a tientas con los pies y agarrándose a las matas y las rocas, prosiguen
el penoso viaje. De repente se ven detenidos ante un terreno hundido: las acémilas se
atascan en la nieve y los hombres no pueden sostenerse, ni retroceder. Practican con el
hierro y el fuego una senda en la peña viva y se salvan. Pero el ejército se hallaba
reducido a veinte mil infantes y seis mil jinetes. A pesar de ello, el héroe de Cartago se
abre paso por entre los taurinos y los insubrios que le hostilizan, y derrota a los ejércitos
de Roma, sucesivamente, en el Tesino, en Trebia, en Trasimeno y en Cannas, dejando
tendidos en los campos más de cien mil romanos. Las guerras de la independencia
americana no tienen la misma magnitud que las que libraron aquellos conquistadores. No
debemos de buscar la grandeza de nuestros héroes en el ruido y el número de sus
batallas, sino en el bien que hicieron a la humanidad, trayendo a los pueblos americanos
a la vida del derecho y de la libertad. Ellos fueron redentores de pueblos, en tanto que
aquellos formidables guerreros no han sido sino los genios de la destrucción y de la
muerte. Ese es el fallo de la historia, que reclama de los hombres acciones nobles y
elevadas, y no hecatombes y cataclismos, en que naufragan los principios de la justicia y
de la moral.

***

XVI

EPILOGO

El rápido bosquejo que acabamos de diseñar de las dictaduras del Paraguay, Río de
la Plata, Chile y Perú, es aplicable a las demás secciones del Continente, pues en todas

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partes las hubo. Ellas nacieron con la guerra de la independencia, por la necesidad de
imprimir a ésta una dirección enérgica y de asegurar la conquista de la libertad. Los
dictadores fueron los defensores de sus pueblos. Donde había guerras, surgieron los
caudillos militares; donde no las había, aparecieron los caudillos civiles, como el doctor
Francia en el Paraguay, que salvaguardó la independencia nacional por medio del
aislamiento.

La dictadura no es propiamente una invención romana: ella obedece al instinto de


conservación, y se impone en todas las ocasiones en que hay un grave peligro público.
Por eso se halla incorporada a las constituciones de todos los pueblos con los nombres
de ley marcial y estado de sitio.

El autor del Contrato Social explica su razón de ser en estos términos :

“La inflexibilidad de las leyes que no permite que se modifiquen según la


circunstancias, puede hacerlas perjudiciales en ciertos casos y causar de este modo la
pérdida del Estado en una crisis. El orden y la lentitud de las formalidades exigen un
espacio de tiempo que las circunstancias a veces no permiten. Pueden presentarse mil
casos para los cuales nada ha determinado el legislador, y es necesario tener la previsión
de que no es posible preverlo todo. No debe, pues, intentarse el afianzar las instituciones
políticas hasta el punto de renunciar a la facultad de suspender su efecto. Hasta la misma
Esparta dejó dormir sus leyes.

… … … … … … … … … … …

“En el principio de la república (romana) se recurrió con frecuencia a la dictadura,


porque no tenía el Estado bastante estabilidad para poder sostener con la sola fuerza de
su constitución.... Hacia el fin de la república, los romanos que eran ya más circunspectos,
economizaron la dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado”.

En América, al estallar la guerra de la independencia, todas las provincias querían


ser libres; y como carecían de leyes orgánicas, de ejército y de recursos, confirieron
poderes dictatoriales a sus caudillos, o éstos se los arrogaron, para salvarlas del peligro
de una nueva servidumbre por o
l s medios que les sugiriese su genio. Los estados no
nacen, como Minerva de la cabeza de Júpiter, armados de punta en blanco; vienen a la
vida como los niños, débiles e inermes, y bañados en la sangre de sus progenitores.

No se trata aquí de los abusos y crímenes particulares que han podido cometer los

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dictadores de la independencia: ellos están condenados por la historia o la conciencia


moral de la humanidad. “Hubo justicia – dice Rousseau – en honrar a Cicerón como
libertador de Roma; pero también lo hubo en castigarle por la sangre de los ciudadanos
derramada contra las leyes”.

La dictadura de la independencia fue el producto de la necesidad; pero ella no


legitima los crímenes.

Thiers, el historiador de Napoleón, el hombre que “ha unido irreparablemente su


nombre al estado de sitio de París (1830), a los metrallazos de Lyon, a las atrocidades de
la calle Trasnonain en París, a las deportaciones del Monte de San Miguel, a las leyes
contra las asociaciones y los vendedores de periódicos; a todo lo que ha encadenado la
libertad, deshonrado la prensa, falseado el jurado; a todo lo que ha desmoralizado la
nación y arrastrado por el lodo a la generosa y pura revolución de Julio”, que dice Timon;
ese hombre ha pretendido excusar el crimen de Vincennes y la inicua guerra contra
España, glorificando a su héroe. Thiers, el admirador de la fuerza y menospreciador del
derecho, haciendo la apoteosis del déspota coronado, ha preparado los espíritus en
Francia para traer el segundo imperio.

Los americanos no somos admiradores de los déspotas, sino de los grandes


hombres como Washington; ni somos adoradores de la fuerza, sino del derecho.

Ello no obstante, nuestros dictadores abusaron de su poder, y seguimos sufriendo


las consecuencias del mal ejemplo que dieron y de la falta de costumbres democráticas
entre nosotros. No de otro modo pueden explicarse los resabios del despotismo que
perduran en todos los pueblos de la América Latina, con excepción tal vez del Brasil, cuyo
pueblo se caracteriza por hábitos de orden y moralidad política, a la vez que por un
elevado sentimiento de patriotismo.

Los pueblos hispano -americanos carecen de costumbres republicanas, porque aún


no están penetrados del principio democrático. Una de las pruebas más ostensibles de
esa falta, es la ausencia de partidos políticos de verdad.

Qué es lo que debe entenderse por principio democrático, lo diré en pocas palabras.

Sin retroceder a las primitivas organizaciones sociales, obvio es que las naciones
modernas se hallan constituidas en virtud de un pacto ajustado entre los individuos que
las componen y que recibe el nombre de carta fundamental o código político. En el

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tecnicismo de esta ciencia especial, se llama carta el contrato en cuya virtud conviven el
rey y sus súbditos; y constitución, el convenio acordado entre los ciudadanos de una
República. La sociedad política actual es pues el resultado de una convención. Y en
ninguna comunidad de este género es más ostensible el consenso de las voluntades
individuales como en la democracia contemporánea. Todos sus ciudadanos son iguales
ante la ley, y todos gozan de los mismos derechos como están todos ligados por los
mismos deberes los unos respecto de los otros. Entre ellos no hay prerrogativas de
ninguna clase, ninguno es superior al otro, nadie tiene el derecho de mandar sobre los
demás, ni la mayoría el de oprimir a la minoría. Mas para que las libertades individuales
puedan coexistir y sea posible el mantenimiento del orden, se establece la autoridad para
que ésta, a nombre y en representación del cuerpo social, provea a su conservación, y a
la de las vidas y bienes de sus individuos. Compónese la autoridad o el gobierno de cierto
número de personas, popularmente elegidas, es decir, por el sufragio libre de todos los
asociados hábiles, que a este fin se reúnen en cuerpo electoral. Los funcionarios de esta
manera designados ejercen su mandato por un tiempo breve, porque interesa a la libertad
y al progreso de la colectividad el que no duren mucho tiempo en el desempeño de su
cargo. De lo contrario podrían corromperse y hacerse dueños del gobierno por tiempo
indefinido, sin estar sujetos a la responsabilidad que trae aparejada el ejercicio del poder.
Por eso en una democracia bien entendida, cual ocurre en los Estados Unidos de
América, deben ser elegidos por el pueblo todos los funcionarios públicos de los poderes
legislativo y judicial, ejecutivo y municipal, y no durar en sus puestos sino por un tiempo
corto y determinado.

El gobierno verdaderamente libre es el gobierno de la libertad organizada; el


gobierno instituciona l se llama también por eso el gobierno de la ley, porque en la
República nadie manda sino la le y, previamente establecida, con arreglo a la cual se
distribuyen las obligaciones y se garantizan todos los derechos del individuo, relativos a
su persona y dignidad, a sus bienes y atributos cívicos. Así, debe haber una ley orgánica
de las cámaras legislativas, otra del poder ejecutivo o administrativo, otra del
departamento judicial, otra del cuerpo electoral, que es la base de todo el sistema
democrático, y las demás leyes orgánicas de los deberes y de los derechos individuales.

De consiguiente, el gobierno no es patrimonio de una persona, ni de una familia, ni


de un partido político, sino el órgano por cuyo medio la nación entera provee a su

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seguridad y prosperidad. Desde el momento que un individuo o un grupo de individuos se


adueña del poder público por medios irregulares, hay violación del pacto social, hay
usurpación de la autoridad, hay una tiranía que se ejerce por unos pocos sobre los
demás.

Nadie tiene el derecho de decir: “yo tengo buenas intenciones y voy a hacer la
felicidad de mis conciudadanos por medio de la violencia”. Si tal derecho existiera, habría
la guerra de todos contra todos, de una manera permanente, y sería su resultado la
anarquía incurable, que tan caro cuesta a las Repúblicas latinoamericanas, como muy
caro costó a las antiguas Repúblicas. El poder usurpado no se conserva sino con la
violencia; y de aquí los males de todo género que ella engendra y la tiranía que es su
obligada consecuencia. Así el usurpador exige y cobra impuestos a los ciudadanos contra
su voluntad para mantenerse en el poder y oprimirlos impunemente; forma su ejército con
los mismos ciudadanos para que éstos sean los instrumentos de su tiranía; confiere los
cargos y destinos rentados a las personas de su agrado con idénticos fines; dirige las
elecciones a su gusto, anulando la voluntad popular y hollando con planta sacrílega el
libro de la ley que todos juraron respetar y defender. Y el resto de los ciudadanos que
sufren semejante oprobio quedan relegados a la categoría de ilotas o de proscritos
políticos dentro de su propio país. Por eso no hay injuria más afrentosa para los
ciudadanos de un pueblo libre que la usurpación de la autoridad, ya por un individuo, ya
por una agrupación cualquiera de individuos, pues ni aún las mayorías tienen el derecho
de adueñarse de ella por medios violentos o ilegales.

Contemplando el espectáculo que nos ofrece el ensayo de las instituciones


republicanas en América, fácilmente adquirimos el triste convencimiento de cuán lejos
estamos de haber realizado el principio democrático de la libre elección, que es el
principio fundamental del gobierno propio. Siempre hay en cada país un sumo imperante
que impone a los demás su voluntad con mero y mixto imperio, como decían los antiguos
jurisconsultos, ya contando con la complicidad de un partido político, ya apoyándose en la
fuerza armada de la República.

Es que no existen entre nosotros costumbres democráticas, ni se han arraigado en


la conciencia del pueblo los ideales republicanos que impidan el resellamiento en unos, la
indiferencia en otros y el egoísmo en los más de los ciudadanos llamados a ilustrar y
dirigir a las masas al logro de sus aspiraciones generosas de libertad y justicia. La

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democracia exige no solamente el desinterés y la abnegación sino también la acción


constante y el continuo bregar por el bien público y por el derecho de todos, como lo
observamos en los Estados Unidos y aun en la monárquica y aristocrática Inglaterra. El
recuerdo de las virtudes cívicas de las democracias de Grecia y Roma pudo inflamar de
santo entusiasmo el corazón del pueblo francés y animarle a ejecutar aquellas jornadas
de la libertad que vinieron a tierra con las bastillas de la tiranía y las instituciones
opresoras de los derechos humanos; pero ¡ay! ese mismo recuerdo no tiene poder entre
nosotros para elevar los corazones a las sublimes alturas del heroísmo y del sacrificio, de
que dieron edificante ejemplo los fundadores de nuestras Repúblicas. En aquellos
heroicos tiempos las mismas mujeres disputaban el cadalso a los varones para ser ellas
las primeras en derramar su sangre por la libertad, y hoy los hombres se birlan unos a
otros los destinos públicos y pugnan en vergonzosas contiendas por las piltrafas del
presupuesto.

Por lo demás, no somos pesimistas; antes bien, tenemos fe en los milagros de la


democracia, que es la escuela de la libertad, y en la virtud regeneradora de la instrucción
pública.

Al principio democrático sirve de base el sistema electoral, o éste es uno de sus


elementos constitutivos. Y para que el principio democrático viva, esto es, para que no
sea un principio muerto, son necesarios los partidos políticos, que por eso en los pueblos
regidos por instituciones libres se llaman también partidos electorales.

En Europa, los partidos políticos se llaman generalmente partidos de principios,


porque tienen por objeto primordial protestar contra las injusticias históricas y reivindicar
los derechos individuales desconocidos por los reyes y las clases aristocráticas; lo cual no
ocurre en América, el país de las instituciones libres, garantizadoras de aquellos
derechos.

Los partidos políticos representan en Europa dos tendencias antagónicas, dos ideas
en lucha, dos aspiraciones rivales que se combaten y tratan de vencerse, el uno en
nombre de principios conservadores, el otro en nombre de principios liberales o
progresivos. Habiendo sido Roma antigua una República aristocrática, fundada sobre el
privilegio, es el pueblo de la antigüedad que nos ofrece el mejor ejemplo de las dos clases
de partidos a que nos referimos. El patriciado que la gobierna, concentra y monopoliza
todos los poderes: retiene en sus manos toda la autoridad civil y religiosa y acapara todas

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las propiedades rurales, con exclusión absoluta de las clases populares, que, sin formar
una casta, en el sentido indio de la palabra, quedan relegadas a la categoría de parias, de
ciudadanos sin derechos, privados hasta de ciertas facultades meramente civiles que los
convierten en individuos de ajeno derecho. Y esta injusticia social, que pudo legitimarse
en los orígenes de Roma, pero cuya perpetuación no tenía excusa, suscita a los tribunos,
quienes reclaman los derechos negados a la mayoría del pueblo. Conocidos son los
resultados de esas luchas seculares que ensangrentaron las calles de la ciudad eterna, y
aportaron saludables cambios al organismo de aquella aristocrática y conservadora
sociedad, la cual de reforma en reforma, concluyó por proclamar a la larga la igualdad civil
política, transformó por completo su legislación y otorgó carta de ciudadanía, no
solamente a los hombres, sino también a los dioses extranjeros.

En los tiempos modernos, un país donde puede apreciarse debidamente la


importancia de los partidos tradicionales es Inglaterra, nación organizada con arreglo al
sistema feudal y que tiene una iglesia oficial. Allí una revolución religiosa ocasionó dos
revoluciones políticas que dieron por resultado el bill de derechos de 1688, o la
declaración de los derechos del ciudadano y de los principios del gobierno libre, tal como
los conocemos hoy en nuestras constituciones republicanas. La rivalidad u oposición
entre los mismos partidos engendró después la abolición del tráfico de esclavos, la
reforma de la legislación penal y de la jurisprudencia civil, la emancipación de los
católicos, la reforma electoral y parlamentaria, la libre introducción de los granos y otras
franquicias económicas y sociales. Es sabido que en estos momentos se trata de
introducir una modificación profunda en la constitución de la propiedad privilegiada;
reforma que acabará por prevalecer y democratizar aquella sociedad aristocrática, tan
apegada a sus prerrogativas y costumbres, como respetuosa para con la libertad del
pueblo.

Los Estados Unidos de América son en nuestros días, como lo fueron ayer, la
palestra de dos grandes y poderosos partidos que rivalizan, no por encontrados principios,
sino por la mejor realización de los ideales democráticos. Nacieron ambos con la jura de
la Constitución federal. combatiéronse luego por la cuestión de la esclavitud y hoy se
limitan a vigilarse el uno al otro para el mejor ejercicio de las instituciones republicanas y
el mejor servicio de los intereses de la Unión. Son verdaderos partidos electorales, sin
dejar de ser progresivos.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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En el Paraguay nunca hubo partidos políticos organizados hasta 1887, en que a


iniciativa del austero republico don Antonio Taboada, surgió el Partido Liberal que traía
como programa de gobierno y como bandera: la verdad del sufragio electoral.

Sin el libre sufragio no hay ni puede haber gobierno republicano, ni libertad


parlamentaria, ni independencia judicial, ni gestión honrada de los intereses públicos, ni
responsabilidad efectiva de los magistrados y funcionarios gobernantes. El objeto principal
de la lucha, el término al cual se encamina, es la libertad del sufragio, la elección libre por
el pueblo de sus representantes y magistrados; pero el fin indirecto es la conquista del
poder. Y el poder en la América latina no lo conquistan nunca de veras los partidos
mismos, sino los hombres ambiciosos con la ayuda de ellos, y a veces con la cooperación
de las tropas militares. De aquí las revoluciones armadas, que son su justa y obligada
consecuencia, porque existe el santo derecho de insurrección para un pueblo que ve sus
derechos atropellados por hombres perversos o audaces usurpadores.

Los partidos políticos electorales son pues necesarios en todos los países,
principalmente en una sociedad democrática, que requiere ser removida a la continua
para renovarse, sanearse como la atmósfera y arrojar afuera, como en el mar, las heces
que se forman en sus entrañas. En nuestras repúblicas, el gobierno es ejercido por el
pueblo mismo, el cual elige a los funcionarios públicos y organiza el ejército que vela por
la libertad y por la Patria. Y el pueblo, para ejecutar esos actos, se divide y se organiza en
grupos, cada uno de los cuales tiene sus candidatos propios y también sus particulares
aspiraciones democráticas. De manera que nuestros partidos políticos no son sino las
porciones más o menos numerosas de ciudadanos que se reúnen para cumplir con su
deber, para dar vida al principio democrático de la elección del gobernante, proteger esta
libertad y este derecho en los comicios, en el parlamento y hasta en los campos de
batalla, si necesario fuere, ya sea contra los enemigos exteriores, ya contra los enemigos
de dentro, que son los asaltantes y usurpadores del poder.

A no existir estos malvados, los partidos políticos obrarían regularmente dentro de la


órbita de sus derechos y deberes, y en lugar de presenciar el espectáculo desmoralizador
de los pronunciamientos militares y de las guerras civiles, veríamos solamente el
movimiento regular y progresivo de la libertad, la agitación sosegada y regeneradora de la
democracia organizada.

***

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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APÉNDICE – EL PAN-AMERICANISMO

El todo tiempo la guerra ha sido considerada como uno de los más grandes azotes
de la humanidad por la sangre que hace correr y por los perjuicios de todo género que
causa. Con el fin de acorrer a tan grandes males, o de atenuar sus deplorables efectos,
los pueblos civilizados de Europa han fundado algunas instituciones que, aunque sin
producir los resultados que de ellas se esperaba, merecen nuestra veneración por el
espíritu de humanidad que las informaba. Así, las anfictionías de la Grecia en los antiguos
tiempos y las treguas de Dios en la edad media, eran medidas profilácticas que se
inspiraban en las ideas pacifistas, las cuales, olvidadas en la era moderna por los odios
religiosos y los intereses políticos de diversa índole, han vuelto a manifestarse en
nuestros días como una necesidad suprema de la civilización cristiana.

Ello no obstante, y como la guerra fue en la antigüedad un medio de civilización y de


difusión de ideas poniendo a los pueblos en comunicación unos con otros a unas razas
con otras razas, que se rechazaban entre sí por causa de la diferencia y oposición de sus
creencias religiosas, sus costumbres e instituciones, hay todavía en nuestra gloriosa edad
contemporánea filósofos y publicistas que la preconizan como mal necesario para servir
los intereses de la civilización y de la justicia, y evitar que las sociedades humanas caigan
en la estagnación y el embrutecimiento.

Yo no aspiro a analizar tales teorías. Sólo sí diré que la paz debe ser el estado
normal de las sociedades civilizadas. Así lo pensó Enrique IV cuando concibió la idea de
organizar las naciones europeas en una vasta república pacífica. Así lo pensaron Eméric
Crucé, el abate de Saint-Pierre, Leibnitz, Rousseau, Grocio, Puffendorf, Vattel, Bentham,
Kant y otros que abogaron por la causa de la paz. El abate de Saint-Pierre, en su proyecto
de paz perpetua, había propuesto el establecimiento de una especie de tribunal europeo
que tuviera por objeto el dirimir amistosamente los diferendos que surgiesen entre los
gobiernos.

Esas ideas generosas no han cuajado todavía; pero han ganado muchos prosélitos
en el siglo XIX, como lo demuestran las iniciativas de los gobiernos en las conferencias de
la paz y las sociedades organizadas en Europa y América para solucionar los conflictos
internacionales por medio del arbitraje voluntario.

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No hay que dudarlo: en una época no lejana se convertirá en una hermosa realidad
este supremo ideal de humanidad y de justicia, gracias al progreso de las costumbres y a
los intereses del comercio internacional que privan de una manera muy especial en la
política moderna.

El pan-americanismo responde al mismo pensamiento, a la misma humanitaria


aspiración de los pueblos civilizados. La gloria de haberlo formulado corresponde al genial
guerrero de la independencia sudamericana, Simón Bolívar, quien, en un momento de
sublime inspiración, concibió el proyecto de reunir a las Repúblicas de este continente a
una anfictionía general para tratar de la paz y de la guerra. “Pluguiera al cielo --decía en
1815 – que nos fuera dado el beneficio de constituir alguna vez un congreso
representativo de todas las naciones del orbe. para tratar y discutir las cuestiones
relativas a la guerra y a la paz universal”

Obedeciendo a esta su generosa inspiración aconsejó a la República de Colombia,


cuyos destinos presidía, a celebrar tratados isopolíticos con las naciones del Nuevo
Mundo y a reunirlas en un congreso continental permanente para deliberar acerca de su
suerte futura. Según las instrucciones que él dio a los delegados peruanos, esa asamblea,
próxima a reunirse en Panamá. tenía por objeto: 1º. Celar el cumplimiento de los tratados
y velar por la seguridad de América; 2º. Mediar amigablemente en todo conflicto suscitado
entre uno de los Estados aliados y otro extraño; 3º. Obrar como árbitro en toda dificultad
surgida entre los Estados aliados.

Los representantes de las naciones que concurrieron a dicho Congreso, firmaron el


15 de Julio de 1826 un pacto que tenía por objeto: ajustar tratados entre las partes y crear
una Corte Internacional de Arbitraje, conforme a las siguientes cláusulas:

Art. 11. Las partes contratantes, deseando estrechar y reforzar más y más los lazos
fraternales que les ligan por medio de amigables conferencias, han convenido y
convienen en reunirse cada dos años en tiempo de paz, y anualmente en las presentes y
futuras guerras, en una asamblea general compuesta de dos ministros plenipotenciarios
por cada parte, quienes serán debidamente autorizados por los necesarios plenos
poderes.

Art. 13. Los principales objetos de la asamblea general de ministros


plenipotenciarios de los Estados confederados son: Primero. Negociar y concluir entre los
Estados confederados todos los tratados, convenciones y arreglos que pongan sus

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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recíprocas relaciones bajo un mismo pie de igualdad. Segundo. Contribuir al


mantenimiento de una paz durable entre los Estados confederados, sirviéndoles como
consejo en los tiempos de gran conflicto, como punto de contacto en los peligros
comunes, como fiel intérprete de los tratados públicos y convenciones que ajustaren en
dicha asamblea, en los casos de duda, y como mediador en sus controversias y
diferencias. Tercero. Esforzarse por asegurar la conciliación o la mediación en todas las
cuestiones suscitadas entre las partes, o entre alguna de éstas y los Poderes extraños,
siempre que haya amenaza de ruptura, o estén empeñados en una guerra por causa de
agravios, injurias graves u otros motivos.

Art. 16. Las partes contratantes se obligan solamente entre sí a someter a un


amistoso compromiso todas las diferencias que existen o que puedan surgir entre ellas.
En el caso de no avenirse las partes contendientes, la cuestión será sometida a la
decisión de la asamblea, cuyo fallo no será obligatorio a menos que las mismas partes
hayan convenido en que lo fuera”.

Tal fue el ideal de Bolívar, consignado en un documento diplomático, y que no pudo


prosperar por las dificultades de los tiempos. Más no quedó de ninguna manera olvidado,
porque estaba destinado a madurar en los espíritus, como germinan necesariamente las
buenas semillas depositadas en tierra fértil. Y reapareció bajo los auspicios de una grande
y poderosa nación, los Estados Unidos de América, que, según lo dice su nombre, parece
está llamada a ligar a todas las Repúblicas del continente colombiano por los lazos del
derecho y por las cintas de acero de un gigantesco ferrocarril. El gobierno de Washington,
con efecto, las convocó en 1889 a la primera conferencia panamericana, donde brillantes
oradores y grandes estadistas se complacieron en resucitar el alto pensamiento de
Bolívar, quien había dicho: La América debe ser la tierra de la libertad y la patria del
género humano...

Fue el gran estadista americano James G. Blaine, Secretario de Estado de los


Estados Unidos, quien inspiró al gobierno de Washington la idea de convocar a las
Repúblicas americanas a una conferencia con el fin de uniformar los principios generales
de sus respectivas legislaciones, de facilitar el comercio internacional mediante leyes
aduaneras comunes y de sentar las bases del arbitraje voluntario para todos los conflictos
que entre ellas se suscitaren.

El día en que se tomó en consideración el proyecto de arbitraje, pronunció este

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brillante y conceptuoso discurso:

“De los proyectos presentados a la Conferencia Internacional Americana, ninguno de


mayor importancia que el que tiene por objeto preservar a las Repúblicas de este
Continente de las devastaciones de la guerra y del derramamiento de sangre en luchas
inútiles y por injustificables motivos. Es necesario, señores, poner término a estos crueles
sacrificios que a menudo presenciamos en el Nuevo Mundo para vergüenza y horror de la
humanidad y de la civilización. Dejemos a la Europa y al mundo bárbaro, si lo desean, que
prosigan contemplando tales escenas de salvajismo que escandalizan a la humanidad;
pero no permitamos más que ellas se continúen en nuestra América. Proscribamos esta
calamidad de nuestro Continente para gloria de nuestras liberales instituciones, y
añadamos a las bendiciones de la libertad, los beneficios de la paz que aumentará su
prestigio, su prosperidad, su crédito y su honra... La civilización, la humanidad y la voz del
cristianismo claman a grito herido por el arbitraje como un remedio para solucionar los
conflictos que en adelante pudieran suscitarse entre las naciones americanas...
Aniquilemos en nuestro hemisferio el horrible monstruo de la guerra y de la discordia, e
inscribamos en nuestros códigos estas sagradas palabras: Fraternidad, Paz, Justicia...
Será el más grande honor de esta Conferencia si al cerrar sus sesiones, cerrara también
el período de las revoluciones armadas y de las guerras, dejando a la libre América
entregada a los brazos de la paz y ofreciendo al universo el más grande, el más feliz y el
más noble de los ejemplos”.

En aquel Congreso, notable por más de un concepto, figuraba como Delegado del
Paraguay el señor don José Segundo Decoud. Era la primera vez en su vida que esta
República se hacía representar en una asamblea internacional. El doctor Francia había
desestimado la invitación que le hiciera Bolívar para mandar plenipotenciarios al
Congreso de Panamá. Los López se negaban también a celebrar tratados de
confraternidad con las otras naciones. En 1862 se encontraba en la Asunción el señor
Buenaventura Seoane como ministro residente del Perú y habiendo insinuado al gobierno
de don Carlos Antonio López la idea de celebrar un tratado de amistad, unión, comercio y
navegación, obtuvo por contestación una repulsa, según nota del ministro de Relaciones
don Francisco Sánchez.

Pues bien: al señor Decoud le cupo el honor de adherirse al proyecto de arbitraje


general presentado a la Conferencia Panamericana de Washington, en un hermoso

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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discurso que merece ser reproducido. Dice así:

“La delegación del Paraguay se complace en manifestar que da su voto afirmativo


por el proyecto de arbitraje en los términos formulados, librando no obstante a la decisión
de su gobierno expresar su confirmación con las reservas que juzgue convenientes.

“Esta declaración requiere una breve explicación.

“Mi gobierno simpatiza profundamente con el principio del arbitraje, como lo ha


evidenciado en más de una ocasión, no sólo sometiendo a la decisión arbitral sus
diferencias con otras naciones, sino propendiendo a que él se consigne en varios tratados
celebrados con países amigos. Tal ha sido y será su norma de conduc ta invariable, y
estoy seguro que prestará su más solícita atención a todo pensamiento destinado a
asegurar de una manera permanente la paz y el bienestar de las Repúblicas hermanas
del continente americano, haciendo más estrechos aún y duraderos los vínculos
fraternales existentes; pues al hacer la salvedad indicada, sólo obedezco a un deber de
estricta escrupulosidad, teniendo especialmente presente que mis instrucciones generales
al respecto no han podido prever algunos puntos consignados en el notable proyecto
sometido a la consideración de esta Conferencia, y al cual la delegación del Paraguay se
honra en expresar su adhesión, interpretando no sólo los elevados sentimientos de
confraternidad americana que animan al gobierno que tengo el honor de representar, sino
como una manifestación respetuosa a los eternos principios del derecho y la justicia,
únicas razones que deben invocarse en la solución pacífica y amigable de las diferencias
o conflictos surgidos entre pueblos hermanos, ligados íntimamente en el pasado por
tradiciones gloriosas, y unidos en el presente y en el futuro por aspiraciones comunes de
grandeza y prosperidad a la sombra tutelar de las instituciones libres”.

El señor Decoud era un estadista de altos ideales, es decir, de aquellos que pasan
por políticos soñadores. Los sentimientos altruistas y de confraternidad americana
seducían a su noble espíritu: de ahí que se le ha visto siempre preconizar una política de
concordia y de buena amistad con todas las naciones. Siendo ministro de Relaciones
Exteriores del Paraguay, encargó al doctor Fernando Iturburu, nuestro ministro
plenipotenciario en Río de Janeiro en aquél entonces, para que invitara al gobierno
brasileño a celebrar un tratado de arbitraje entre los dos países.

La cancillería de Itamaraty, a cargo del señor Olinto de Magalhaes, contestó que se


allanará a hacerlo cuando firme uno que tiene en estudio con el plenipotenciario de Chile.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
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Este tratado fue celebrado hace tiempo entre los dos poderes del Atlántico y del Pacífico;
pero el gobierno brasileño aún no ha cumplido su promesa para con el Paraguay.

Sólo la República Argentina nos ha hecho el honor de suscribir con nosotros un


tratado general de arbitraje.

El congreso de derecho internacional privado reunido en Montevideo en 1888, por


iniciativa del eminente jurisconsulto uruguayo doctor Gonzalo Ramírez, respondía también
al pensamiento americanista. El Paraguay se hizo representar en dicha Asamblea por los
doctores Aceval y Caminos, y ratificó todos los tratados firmados por los plenipotenciarios
de las diferentes repúblicas que concurrieron a ella.

En 1901 se celebraba en la misma ciudad el segundo congreso científico


latinoamericano, en el cual volvió a tomar parte nuestro país. Como los dictadores Francia
y los López habían sustraído a la República de la solidaridad con las demás naciones del
continente, el delegado paraguayo doctor Cecilio Báez creyó oportuno hacer una
declaración de principios que contradijera la política de aquellos mandatarios, y preconizó
al efecto la doctrina de la solidaridad americana, que es el desiderátum que se busca con
los congresos americanistas. En el discurso que pronunció en dicha ocasión decía, entre
otras cosas, lo siguiente:

“El consensus moral que debe haber entre las naciones queda formulado en la ley
de la solidaridad humana, la cual tiene más recto sentido que el principio tan invocado de
la confraternidad universal. Todas las naciones son solidarias en la obra común del
perfeccionamiento humano, como lo son entre sí los individuos que componen cada
sociedad, y las células que integran cada organismo vivo... Pueblos que no se comunican
y ayudan en la ardua lucha por la existencia, rompen la cadena de oro de la solidaridad
que los une, y defraudan el voto general de la naturaleza que los llama a la labor común y
eterna del progreso. El derecho y la moral que se derivan de sentimientos que se inspiran
en el bienestar del individuo y de la sociedad, carecerían de sanción, y no habría justicia
para nadie si las naciones se mantuvieran aisladas unas de otras, pues sus
consecuencias naturales serían el atraso y las guerras injustas... La política moderna se
inspira principalmente en los intereses económicos... Si en el curso del siglo XIX se ha
conseguido y afirmado la libertad del trabajo, la libertad de transitar, la libertad de
conciencia y la libertad política, ¿por qué la América latina no habría de suprimir las
últimas trabas de la libertad comercial, aligerando los gravámenes puestos a la circulación

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y la Dictadura en Sudamérica

de la riqueza y dando facilidades al intercambio comercial por medio de tratados que


conviertan a nuestros países en un Zollverein americano? – Los tratados de comercio son
muy escasos en América, y son los que más le interesan para fortificar los vínculos de la
solidaridad y preparar en el porvenir la formación de los Estados Unidos de la América del
Sud... La naturaleza puso los mares y los ríos para la libre circulación de los hombres y de
los productos de su industria, para el comercio de los pueblos, para el bien de la
humanidad.... Desaparezca, pues, la barrera de las restricciones aduaneras, las cuales,
como las murallas de piedra de las ciudades antiguas y medioevales, sólo sirven para
interceptar la libre comunicación de los pueblos, es decir, para aislarse y arruinarse”.

Estas declaraciones fueron acogidas con grandes aplausos por aquella notable
asamblea, porque traducían el pensamiento americanista, cuyos ideales consisten en la
libre navegación de los ríos, en el franco comercio de unos pueblos con otros, en el cese
de las hostilidades aduaneras, en la liga general por tratados de comercio, en la supresión
de las guerras injustas, en la institución del arbitraje, en una palabra, en la identificación y
solidarización de sus comunes intereses.

El Paraguay negaba antes la libre navegación de los ríos. En 1856 el Brasil le obligó
a ceder en parte con los tratados Berjes-Paranhos, y en 1858 le indujo a ceder del todo
con el protocolo adicional López-Paranhos, aceptando el principio general de la libre
navegación para todas las banderas. El traductor de la obra de Schneider sobre la guerra
del Paraguay, señor Baron de Rio Branco, dice a este propósito que en esa ocasión el
Brasil obtuvo de López más de lo que él había pretendido.

El referido delegado paraguayo pasó el mismo año a representar a su país en la


Conferencia Panamericana reunida en México, y allí pronunció otro discurso afirmando
una vez más el principio del arbitraje y fo rmulando estas conclusiones: 1º. Que como la
paz no es asequible sino por el derecho, hay necesidad de erigir el principio ideal del
arbitraje en principio de legislación positiva para la Sociedad Internacional Americana. Y
2º. Que dentro de la justicia arbitral deben comprenderse todos los casos de conflictos
entre las naciones, pendientes y futuros, menos las cuestiones relativas a los atributos
esenciales que constituyen la personalidad política de cada país; pues es obvio que
ninguna puede consentir que se revoque a duda su propia existencia. Y los atributos
esenciales de la persona nacional son principalmente dos, a saber: físico el uno, el
territorio, que es su propiedad; y moral el otro, su independencia política, la cual se

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y la Dictadura en Sudamérica

ostenta en la soberanía.

La asamblea aplaudió esta declaración, y pocos días después de haber sido hecha,
diez delegaciones de las concurrentes a ella firmaron un tratado de arbitraje obligatorio.

Pero ni éste, ni el que fue anteriormente aceptado en la conferencia de Washington,


pasaron a la categoría de un tratado general por causa de los conflictos pendientes entre
algunos países. Empero, todas las naciones americanas admiten el principio del arbitraje,
y no es difícil que en la próxima conferencia sea sancionado definitivamente. Se tendrá
entonces presente que el Paraguay había contribuido con su grano de arena para una
obra tan grande, como la institución de la justicia arbitral para nuestra libre América
republicana.

En la América del Sud conocíamos muy bien lo que son los países de Norte América
y de la América Central; pero los Estados centro americanos y los del Norte tenían ideas
muy equivocadas acerca de las naciones sudamericanas. Para salir de su error, fue
necesario que Mr. Elihu Root, Secretario de Estado del gobierno de Washington, viniese
al Continente meridional, asistiese a la Conferencia de Río de Janeiro en 1906, visitase
Buenos Aires y recorriese las costas del Pacífico, llevando a su país informes exactos y
verdaderos.

Antes de Mr. Root, había dicho la verdad de Sudamérica el diplomático señor John
Barret, actual Director de la Oficina de las Repúblicas Americanas; pero no fue creído por
sus compatriotas, que se mostraban pesimistas a su respecto. Este pesimismo
desapareció después de la elocuente y autorizada información de aquel célebre estadista
americano. Los grandes progresos realizados por el Brasil, la Argentina y Chile; las
inmensas riquezas de todos nuestros países, reveladas a los hombres del Norte, y el
afianzamiento del sistema republicano en todas partes, impresionaron favorablemente a la
opinión pública americana, y entonces la cancillería de Washington cambió de conducta,
prestando el mayor interés a esta región que hasta entonces era conocida con el nombre
sarcástico de South-América.

Además, la propaganda argentina ha sido considerable. Hace años que el gobierno


de Buenos Aires ha abierto una campaña tenaz y persistente para acreditar a su país en
Europa, en Estados Unidos y hasta en el extremo Oriente. Esta ilustración no solo ha
aprovechado a la Argentina, sino a toda la América del Sud, desvaneciendo errores
seculares y prejuicios sin fundamento que existían a su respecto. Las mismas fiestas del

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

centenario de Mayo han sido un gran reclamo. La República vecina ha ostentado con
ellas a los ojos atónitos de Viejo y del Nuevo Mundo, sus grandes progresos, su inmenso
porvenir y su poderosa potencialidad económica, que hoy día ya no es un misterio para
nadie en toda la redondez del planeta. :

Los congresos panamericanos que, con diferentes motivos, se reúnen


frecuentemente en todas partes, ofrecen la ventaja incuestionable de aproximar los
pueblos, de hacerlos conocer los unos a los otros, de despertar en ellos el espíritu de
emulación y de solidaridad, y de preparar el terreno para la realización de los ideales
panamericanos, que no son quiméricos de ninguna manera. En América, no hay
antagonismos de razas, ni rivalidades dinásticas, ni aspiraciones imperialistas, ni
ambiciones absorbentes, ni diversidad de legislaciones, ni odios religiosos. Estos no son
sino males de los pueblos europeos, los cuales como potencias colonizadoras de los
países bárbaros y como herederos de las tradiciones históricas de sus antepasados, se
chocan entre sí por intereses opuestos y por encontradas hegemonías. En América sólo
hay pueblos que se consideran como hermanos, que se rigen por unas mismas
instituciones, y que se tratan como conciudadanos y confederados bajo el régimen feliz de
la libertad. Tenemos la suerte de haber venido al mundo amparados por la égida
protectora del derecho. Las mismas guerras civiles que tanto nos han desacreditado en la
última centuria, nos han servido de saludable triaca para calmar nuestras pasiones y
curarnos de ese mal deplorable. Otro es el cariz con que se nos presenta el siglo
corriente. Menudéanse los congresos científicos y diplomáticos; amainan las revoluciones
armadas; dirímense ya los conflictos internacionales por medio del arbitraje; proyéctanse
ferrocarriles continentales; predícanse ligas aduaneras; siénta nse en todas partes las
ansias del progreso; generalízase la libre navegación de los ríos; fírmanse convenciones
sanitarias para suprimir las interdicciones cuarentenarias; celébranse tratados de
extradición sin el privilegio que se reservaban antes los países respecto de sus propios
súbditos, y en las Conferencias se propone principalmente la institución de la justicia
arbitral para poner término a las guerras de conquista territorial. Como se ve, los ideales
americanistas se abren camino en la patria común de la libertad y de la República. Y ellos
cuajarán no solamente para nosotros, sino también para la vieja Europa por inevitable ley
de reflexión y de imitación. Así como han desaparecido en ella los privilegios feudales y
los códigos señoriales por efecto de la Revolución Francesa, acabarán las naciones
europeas por ceder al influjo de las instituciones republicanas de América, que están

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y la Dictadura en Sudamérica

impregnadas del espíritu de la libertad y llevan en germen los principios de un nuevo


derecho de gentes. No debemos desconfiar de la eficacia de las fuerzas morales que
ejercen a la continua su influencia saludable sobre las sociedades humanas. La
organización social de Europa no está de ninguna manera cristalizada, pues en poco más
de un siglo ha sufrido profundas modificaciones en su estructura interna y externa.

Así como la sangre da vida al ser animal, y las corrientes subterráneas fecundan el
suelo por donde pasan, las fuerzas morales que circulan por el organismo social le
procurarán una incesante evolución o una renovación permanente, en todos los climas y
bajo todas las latitudes. Y merced a esa su energía reparadora, tenemos fe en la
realización de los ideales que alimentamos para la América y la humanidad.

Es nuestro más vehemente anhelo que los pueblos americanos prosigan la tarea
comenzada por el intermedio de las Conferencias y Congresos Internacionales, sin
abrigar desconfianzas respecto de ninguna potencia, pues es patente que las naciones de
nuestro Continente, grandes y pequeñas, todas a una desean ver cimentada la paz sobre
los principios de la justicia y de la libertad.

***

BIBLIOGRAFÍA

En lo que concierne a la revolución de la independencia del Paraguay y al gobierno


dictatorial del doctor Francia, deben consultarse las obras que a continuación se
expresan:

Rengger et Longchamp. Essai historique sur la revolution du Paraguay et le


gouvernament dictatorial du docteur Francia, Paris, 1827.

Esta historia fue traducida al castellano por el doctor Florencio Varela y anotada por
el doctor Pedro Somellera. Tanto este último como los autores del libro conocieron
personalmente en la Asunción al dictador Francia; pero mientras en Rengger y
Longchamp hay completa imparcialidad, en Somellera se trasluce su inquina al fundador
de la independencia del Paraguay. No obstante, el doctor Somellera se vio obligado a
decir, en una de sus aludidas notas, de su terrible enemigo: Es innegable el sobresaliente
talento del doctor Francia.

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y la Dictadura en Sudamérica

Robertson.– Letters on Paraguay: comprising an account of a four years’


residence in that Republic under the government of the Dictator Francia, in three volumes,
London, 1839

Los hermanos Robertson eran comerciantes y conocieron personalmente al doctor


Francia.

Alfred de Brossard.– Considerations historiques et politiques sur les


Republiques de la Plata, París, 1850.

Alfred Demersay.– Histoire phisique, economique et politique du Paraguay et des


établissements des Jésuites, París, 1860.

Charles A. Washburn.– The History of Paraguay with notes of personal


observations, Boston, 1871.

Esta obra ofrece la particularidad de ser anecdótica y fundarse en las reminiscencias


personales de los individuos agraviados por el dictador Francia. Merece más fe la parte
que se refiere a los dos López y la guerra del Paraguay, en cuyo tiempo se encontró en el
país como ministro de los Estados Unidos.

Blás Garay.– La Revolución de la independencia del Paraguay, impresa en Madrid


en 1897, y puesta en venta en la Asunción.

Esta obra, escrita por paraguayo, y que consta de más de doscientas páginas de
texto, contiene curiosos detalles acerca del período histórico a que se refiere. Su autor,
para escribirla, examinó los documentos del Archivo Nacional y muchos otros de los
publicados en el Río de la Plata. Es la primera historia verdaderamente nacional de la
época de la Revolución.

Mariano Antonio Molas.– Descripción histórica de la antigua provincia del


Paraguay, obra igualmente nacional.

Juan Andrés Gelly. – El Paraguay, lo que fue, lo que es, lo que será, opúsculo
publicado en Río de Janeiro en 1848 por el ministro paraguayo y reproducido en París en
1851.

Carlyle.– El doctor Francia: opúsculo traducido y publicado en Buenos Aires por el


doctor Drago, en la Revista del Paraguay.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

Este ensayo fue escrito por el autor en 1843, y aparece en la colección de sus obras
editadas en Londres.

Federico Tobal.– El dictador Francia ante Carlyle, Buenos Aires, 1893.

Este opúsculo no es más que una simple declamación contra el tirano. Carece de
todo valor histórico, y no vale tampoco como estudio crítico.

Julio Llanos.– El doctor Francia, Buenos Aires, 1907. Es una simple biografía,
que nada nuevo trae.

Ramos Mejía.– La melancolía del dictador Francia, en la Neurosis, Buenos Aires,


1882.

Este trabajo es notable por la ausencia de datos ciertos y por los muchos datos
falsos que contiene. Se revela en él marcada prevención personal contra el dictador,
como lo demuestran la generalidad de los escritores argentinos, que nunca han querido
saber nada cierto acerca de su persona. Se basa, en gran parte, en los cuentos
suministrados por los que recibieron de él agravios. Su autor, aunque es un médico
ilustrado, afirma que su cerebro estaba trastornado por la teología que aprendió en la
Universidad de Córdoba, a donde llegó, según él, a los veinticinco años de edad, cua ndo
se sabe que salió de ese instituto a los diecinueve, en 1785, graduado de doctor en
filosofía y teología, según el Bosquejo histórico de Juan M. Garro y los documentos
publicados por M. A. Pelliza. Dice también que Francia no sabía de derecho más que el
decálogo de Moisés, cuando es constante que conocía el derecho colonial – la ciencia de
los jurisconsultos de aquélla época – y las obras de Montesquieu, Rosseau y demás
enciclopedistas de la época, que enseñaban el verdadero derecho. Largo sería el
enumerar las inexactitudes que se encuentran a porillo en el estudio, por demás ligero, del
doctor Ramos Mejía, que renunciamos a la idea de rectificarlas.

Ramón Gil Navarro.– Veinte años en un calabozo.

José M. Estrada.– Ensayo histórico sobre la revolución de los comuneros del


Paraguay, Buenos Aires, 1865.

Contiene un estudio crítico sobre el doctor Francia y don Carlos Antonio López.

Bartolomé Mitre.– Historia de Belgrano.

Contiene la historia de la revolución paraguaya y un juicio acerca de su autor el

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

doctor Francia.

Diógenes Decoud.– La Atlántida.– Contiene un estudio sobre el Doctor Francia.

Hay muchas otras publicaciones que no hace falta citar.

… … … … … … … … … …

En cuanto a las historias relativas al hecho general de la revolución de la


independencia, algunas hay muy recomendables. Las primeras se escribieron en Nueva
Granada y Venezuela, como vamos a ver.

José M. Restrepo.– Historia de la revolución de la República de Colombia, que


comprende dos partes, la de Nueva Granada y la de Venezuela.

La primera parte apareció en 1827, en París, en siete volúmenes con documentos


justificativos. La segunda no fue concluida sino en 1848.

Es notable que el autor haya dado a luz su obra, aunque incompleta, tres años
después de Ayacucho, y la concluyera en un tiempo relativamente corto.

Tucídides compuso su breve historia de la guerra del Peloponeso en no menos de


veinte años; y Thiers empleó treinta en preparar sus historias de la revolución, del
Consulado y del Imperio, las cuales, como se sabe, están muy recargadas de
descripciones de batallas y de detalles administrativos. Thiers alaba a Homero y Dante
por su sencillez, y dice que en nuestros tiempos necesitamos historiadores sencillos como
esos dos grandes poetas (Prólogo al Consulado, 1855).

Si esa cualidad se encuentra en Tucídides, resalta también en Restrepo, testigo de


la guerra como aquél. Pero lo que más brilla en el historiador colombiano es su
imparcialidad.

Thiers ha escrito sus historias en vista casi principalmente de Napoleón, que es su


ídolo. Restrepo no se propone hacer la apoteosis de Bolívar. Él refiere sencillamente la
historia de la gloriosa revolución de la independencia sudamericana, sin ditirambos para el
héroe de la misma. Por eso su historia de la revolución de Colombia es considerada obra
clásica.

Las atrocidades cometidas por las autoridades españolas, especialmente por el


feroz Morillo, y los sufrimientos de las familias de los patriotas, están descriptos con
naturalidad, sin recargo de colores. A tantas maldades contestó Bolívar solo con el

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y la Dictadura en Sudamérica

decreto de Trujillo. En Venezuela y Nueva Granada la guerra fue terrible, porfiada y


sangrienta.

Baralt y Díaz.– Resumen de la historia de Venezuela, París, 1841.

Esta obra es notable sobre todo por su redacción correcta y elegante.

M. Torrente.– Historia de la revolución hispano-americana, Madrid, 1830.

Pruvonena.– Memorias y documentos para la historia de la independencia del Perú.


París, 1858.

Esta obra se distingue por el apasionamiento del autor contra San Martín y Bolívar;
pero no puede negarse que en el fondo es historia verdadera, y que son auténticos los
documentos que contiene.

Paz Doldán.– Historia del Perú independiente, Lima, 1868.

Lord Cockrane.– Memorias.

Miller.– Memorias.

Basis Hall. Viajes por Chile, Perú y México.

Stevenson.– Veinte años en la América del Sur.

Barros Arana.– Historia General de América. Historia General de Chile.

Estas historias son magistrales. Después de Restrepo, el señor Barros Arana es uno
de los más autorizados historiadores de la América latina.

Gonzalo Bulnes.– Historia de la expedición libertadora del Perú. Santiago de


Chile, 1888.

Amunátegui.– La dictadura de O’Higgins, Santiago, 1853.

Vicente Fidel López.– Historia argentina Buenos Aires, 1883.

Es historia pintoresca, anecdótica y biográfica de la revolución, como la Historia de


Diez Años de Luis Blanc.

Funes.– Historia del Paraguay y Río de la Plata Buenos Aires.

Bartolomé Mitre.– Historia de San Martín y de la emancipación sud arnericana.

Como su título lo indica, esta obra ha sido compuesta en vista del general San

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Martín, a quien el autor pretende presentar, hasta cierto punto, en lugar del libertador
Bolívar. Es una vindicación y apología de aquel guerrero de la independencia. Como
historia general, es obra de segunda mano; pero es nueva la biografía del héroe en cuyo
interés ha sido escrita. Su gestación ha sido laboriosa, pues apareció recién en 1890, en
Buenos Aires.

Gervinus.– Historia del siglo diez y nueve. Esta grande obra del historiador alemán
lleva fecha del año 1852, y fue traducida al francés de la cuarta edición de 1864. Es una
historia que hace autoridad en Europa en la parte diplomática. También en América goza
de igual prestigio, en lo que atañe a la revolución de la independencia, pues su influencia
se observa en todos los historiadores sudamericanos posteriores, aunque algunos no lo
nombran.

Finalmente, deben consultarse las Memorias del General O’Leary, la vida de Bolívar
por Larrazábal, los documentos relativos a la vida pública y privada del mismo Libertador
y muchas otras historias, americanas y extranjeras, que se refieren a la revolución de la
independencia de la América del Sud.

***

LA PRUEBA FUNDAMENTAL

(1888)

EL DICTADOR FRANCIA

Fundador de la nacionalidad paraguaya

Presentamos hoy a los lectores de La Ilustración el retrato del personaje más


célebre de la historia patria, del tirano más original que se haya conocido en el continente
colombiano.

El solo nombre del doctor Francia, el implacable dictador del Paraguay, nos hace
recordar un mundo de ideas y de hechos: basta pronunciar ese nombre para que se nos
vengan a las mientes sus crueldades y locuras, sus extravagancias y perfidias, al mismo

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

tiempo que las impías doctrinas de ciertos filósofos y escritores, que ora pintan de tigre al
hombre, ora tratan de justificar actos de inhumanidad, cometidos por los tiranos y los
déspotas de todas las edades de la historia. En los extremos puntos, difícil es hallar la
verdad: ésta, por lo general, se encuentra en los intermedios, como los nodos y
concatenaciones en las cuerdas vibrantes.

Al escribir esta breve biografía del doctor Francia, trataremos nosotros de no


dejarnos arrastrar ni por la pasión ni por la admiración al tirano.

II

José Gaspar Rodríguez de Francia fue hijo de un paulista, llamado el Capitán García
Rodríguez França ó Francia y de la señora Josefa Velázquez, nativa de la Asunción.
Nació el 6 de Enero de 1758 en esta misma ciudad, según unos, y según otros, el 6 de
Enero de 1756, en Yaguarón. Por parte de madre, era descendiente de Fulgencio Yegros,
criollo, gobernador que fue del Paraguay desde 1764 hasta 1766 y que no debe
confundirse con el héroe de la independencia, que lleva el mismo nombre.

Hizo sus primeros estudios en el Colegio Real y Seminario de San Carlos, mandado
fundar por Carlos III, en 1783. En él se enseñaban humanidades, latín, teología, filosofía y
algo de matemáticas y física. Era José Gaspar de carácter alegre y expansivo,
imaginación ardiente y propenso a la lujuria en los primeros años de su juventud; de
manera que no pudo soportar la disciplina de aquel Colegio y abandonó sus estudios
cuando tenía 20 años.

Pero su padre, deseando refrenar los ímpetus de aquella naturaleza salaz y rebelde,
creyó que un convento le convendría, y le envió a Córdoba, en cuya Universidad se
graduó de doctor en teología y, más tarde, de doctor en derecho.

A los treinta años regresó a su patria, bastante ilustrado para su época, pues, aparte
de la ciencia del sacerdote, carrera para la cual le había destinado su padre, sabía latín,
francés, que hablaba con bastante soltura, matemáticas, geografía, historia, algo de
ciencias naturales y jurisprudencia. Pronto entró como catedrático de latín en el Seminario
de San Carlos, donde él se había iniciado; pero espíritu rebelde e incrédulo como Voltaire,
y a pesar de haber sido enseñado por frailes en Monserrat, se había hecho antipapista y
clerófobo. Así fue que presto se indispuso con el Vicario y vióse obligado a abandonar la
cátedra que gratuitamente desempeñaba.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

El claustro operó una transformación notable en el carácter del joven Francia, sin
refrenar su propensión a la lascivia, cual deseaba su padre.

Concibió por éste un odio implacable, a causa del encierro a que le había sometido
en el convento de Córdoba, y acaso también por su segundo matrimonio, hasta el punto
de que se negó a recibir de él el último abrazo que le ofrecía en el articulo de la muerte.
Así que, de alegre que era, tornóse más tarde misántropo, vengativo y cruel hasta la
ferocidad.

Mas como era tal vez el hombre más capaz de su época, fue tanta la consideración
y la autoridad de que gozó que le llamaron a ejercer, sucesivamente, varios cargos
públicos, entre otros el de Defensor de Capellanías, Promotor Fiscal de Real Hacienda,
Diputado interino del Real Consulado y Síndico Procurador General. Fue también
Teniente Asesor de los gobernadores siguientes de Velazco, hasta que éste le hizo
reemplazar por el abogado porteño Pedro Somellera. “Este era el personaje llamado a
constituir la nacionalidad paraguaya, después de tres centurias de conquista, opresión y
fanatismo; personaje que vivió lo bastante para ver consumada su obra o por lo menos,
suficiente adelantada su ardua empresa en la primera mitad del siglo XIX”.

III

Al producirse el movimiento de Mayo, él se retiró a Ibiray, distante unos cinco


kilómetros de la capital, para evitar que se le comprometiera por intrigas, tan comunes en
medio de situaciones delicadas, como la que acababa de crear aquel acontecimiento.

Desde aquel solitario retiro él oyó el ruido de la expedición de Belgrano y no volvió a


la Asunción sino cuando fue llamado para dirigir la revolución, ya concebida por los
patriotas Pedro Juan Caballero y Fulgencio Yegros.

Caballero era de parecer que para hacer el alzamiento se esperase la llegada de


Yegros, que se encontraba todavía en Itapúa, hasta donde había seguido a Belgrano en
su derrota; pero Francia, más astuto y perspicaz, creyó que debía precipitarse el golpe,
pensando que toda demora sería perjudicial para la causa de la independencia. Así fue
que la noche del 14 de Mayo de 1811, Caballero, seguido de algunos compañeros,
dirigióse a los cuarteles y se apoderó de ellos sin resistencia alguna de parte de las
tropas. Una muchedumbre. que había acudido a la plaza de armas, adhirióse a la
revolución, que quedó así consumada sin la efusión de una sola gota de sangre.

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

Los revolucionarios intimaron entonces a Velazco que asociara a su gobierno dos


vocales, los cuales serían paraguayos. Al principio resistióse a hacerlo; pero al fin se vio
obligado a ceder.

Organizóse en consecuencia la nueva Junta Gubernativa del Paraguay, teniendo por


presidente a Bernardo de Velazco y Huidobro, y como adjuntos a José Gaspar Rodríguez
de Francia y Juan Valeriano de Zeballos.

Mas, habiéndose hecho sospechoso Velazco de tramar una contrarrevolución, de


acuerdo con el príncipe regente de Portugal, cuya corte se había trasladado a Río de
Janeiro, fue depuesto y arrestado con muchos otros realistas, confiriéndose interinamente
el gobierno a sus colegas Francia y Zeballos, hasta la reunión de un Congreso general,
que debía convocarse sin demora.

El 18 de Junio del mismo año de 1811 se reunió aquella respetable Asamblea, en


cuya ocasión los duunviros dieron cuenta del estado de la nueva República y
desarrollaron las más sanas ideas sobre el principio de la soberanía nacional y de la
independencia de la patria.

“La naturaleza, decía el documento redactado por el doctor Francia y leído delante
de aquella Asamblea, “la naturaleza no ha criado a los hombres esencialmente sujetos al
yugo perpetuo de ninguna autoridad civil, antes bien, hizo a todos iguales y libres de pleno
derecho. Si cedieron su natural independencia, creando sus jefes y magistrados y
sometiéndose a ellos, para los fines de su propia felicidad y seguridad, esta autoridad
debe considerarse devuelta, o más bien permanente en el pueblo, siempre que esos
mismos fines lo exijan”.

El Congreso aprobó los actos todos de los duunviros y resolvió, entre muchas otras
cosas, crear una nueva Junta Gubernativa de cinco miembros, eligiendo al efecto a
Fulgencio Yegros, Gaspar Rodríguez de Francia, Pedro Juan Caballero, Francisco Javier
Bogarín y Fernando de la Mora. Nombró también al mismo doctor Francia para diputado
al Congreso General de las Provincias del deshecho virreinato, cuyos actos no tendrían
valor sin ser ratificados por la Legislatura Paraguaya.

Pero la Junta Gubernativa pensó que, antes de partir el representante del Paraguay,
debía anticipar a la Junta de Buenos Aires sus ideas de absoluta independencia de todo
poder extraño, que Francia se empeñaba en inculcar a sus colegas, algunos de los cuales

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

deseaban la unión con las provincias argentinas.

Con este motivo le envió el veinte de Julio una nota, en la cual, entre otras cosas, le
decía:

“Cuando esta Provincia opuso sus fuerzas a las que vinieron dirigidas de esa ciudad,
no tuvo ni podía tener otro objeto que su natural defensa. No es dudable que, abolida y
deshecha la representación del poder supremo, recae este o queda refundido
naturalmente en toda a
l nación. Cada pueblo se considera entonces en cierto modo
participante del atributo de la soberanía, y aun los ministros públicos han menester su
consentimiento o libre conformidad para el ejercicio de sus facultades”.

… … … … … … … … … …

“Este ha sido el modo como ella (la Junta del Paraguay) por sí misma y a esfuerzos
de su propia resolución se ha constituido en libertad, y en pleno goce de sus derechos;
pero se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que su intención había sido
entregarse al arbitrio ajeno, y hacer dependiente su suerte de otra voluntad”.

Esta franca y enérgica declaración era necesario hacer a la Junta de Buenos Aires,
que a pesar de la derrota de Belgrano y consiguiente capitulación en Tacuarí, seguía
alimentando la ilusión de que el Paraguay era argentino y que debía someterle. Pero
Francia, que quería la independencia absoluta, a todo trance, supo con su astucia hacer
fracasar todos sus planes y abortar todas las conspiraciones que tendían a realizar la
anexión. De ahí el odio de los anexionistas argentinos contra el hábil dictador y la
nacionalidad que él fundó.

IV

Un nuevo Congreso de mil diputados se reunió en la Asunción, el 1º de Octubre de


1813. Su primer acto fue ratificar la independencia, cambiando el nombre de Provincia
por el de República, cuyo gobierno quedó confiado a dos magistrados con la
denominación de cónsules.

Fueron elegidos para estos cargos el doctor Francia y Yegros, que desde luego
resolvieron la reunión de otro Congreso para el año siguiente. Este tuvo lugar el 15 de
Octubre de 1814, y los cónsules dieron cuenta de sus actos y resignaron el poder ante
aquella Asamblea de mil diputados. Concluyeron su mensaje, pidiendo la sustitución de
su gobierno por una dictadura temporal, que tuviese la misión de salvar la patria, no

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

solamente de sus enemigos de adentro, que eran los partidos porteñista y realista, sino
que también de los de afuera, que eran Buenos Aires y los portugueses, que defendían
los supuestos derechos de la princesa Carlota.

El peligro, en efecto, existía, y el Congreso se vio obligado a crear la dictadura,


nombrando para tal cargo al doctor Francia, cuyas funciones no debían de durar sino tres
años.

Una vez dueño único del poder reformó su propia vida, adoptando poco a poco la
mayor austeridad en sus costumbres.

“Su preocupación constante, desde entonces, fue la de proveer todos los empleos
de la administración civil y militar en individuos adictos a su persona o sectarios de su
causa.

“Para abatir a los partidos disidentes del suyo, el realista y el porteñista, promovió
Francia la lucha entre ellos y aumentó el número de los departamentos establecidos en el
gobierno consular, a fin de colocar mayor número de comandantes militares adictos a su
causa.

“Asegurando así su poder, comenzó Francia su administración con algunas reformas


radicales: la primera fue la de abolir la inquisición, cuyo espantoso tribunal, denominado
irónicamente Santo Oficio, tenía un Comisario en el Paraguay, que se ocupaba en
descubrir enemigos a la fe católica y perseguir hechiceros; la segunda fue la de
establecer la libertad de confección a trueque de armas y toda clase de elementos de
guerra, y la tercera, la de cerrar la línea de defensa de las fronteras, aumentando a las
fortificaciones construidas por los españoles, varias otras, especialmente las del Orange,
Formosa y Monteclaro, para contener las devastadoras incursiones de los indios del
Chaco”.

Dos años después de haberse adueñado del poder por su astucia, y faltándole uno
para terminar su período, convocó extraordinariamente un nuevo Congreso, con el fin de
investirle de la dictadura vitalicia, pues Francia creía que él era el único hombre capaz de
salvar la patria de ta ntos peligros que la amenazaban.

Aquella débil Asamblea se dejó seducir por las amenazadoras insinuaciones del
dictador y le acordó lo que deseaba, disolviéndose ella en consecuencia como

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Cecilio Báez ENSAYO SOBRE EL DR. FRANCIA
y la Dictadura en Sudamérica

innecesaria bajo el régimen del despotismo vitalicio.

Así quedó Francia dueño único y absoluto del mando de la República.

Para conjurar todos los peligros que amenazaban su independencia y crear una
nacionalidad genuinamente paraguaya, apeló al terror, pues tenía que chocar contra
enemigos internos y externos, y contra costumbres sociales y hábitos inveterados.

A este fin se esforzó en destruir a los porteñistas y realistas españoles, que eran los
detritus dejados por la denominación española; destruyó los privilegios de la nobleza y del
clero; favoreció la población criolla, que era el núcleo de la nacionalidad; proclamó la
igualdad de las clases, fomentó el cruzamiento de las razas, y expulsó del país a cuantos
eran sospechosos de ser adictos a la causa de la anexión.

Luego hizo reformas religiosas y, a semejanza de los Czares de Rusia, se declaró


jefe de la Iglesia paraguaya, desconociendo la potestad de la Santa Sede; anuló la
autoridad del obispo Pedro B. García de Panes; suprimió el Seminario y Colegio de San
Carlos y las comunidades monásticas de San Francisco, Santo Domingo y la Merced;
nombró por sí solo a los vicarios y a los párrocos; redujo los días festivos; abolió las
procesiones y el culto nocturno de los templos, y se arrogó el conocimiento de los asuntas
del fuero eclesiástico.

Para favorecer la agricultura y el comercio, mandó que se sembraran las tierras y


habilitó el puerto de Itapúa para la importación de las mercaderías extranjeras.

Todas estas reformas se operaban desde su nombramiento de dictador vitalicio


hasta el año 1819. Desde el siguiente, se dejó conocer por actos de la más refinada
crueldad. Viejo ya, hipocondría co y maniático, taciturno y receloso, gobernó el país con la
más cruda tiranía y despotismo, mientras las Provincias Argentinas se destrozaban en
sangrientas guerras civiles, con la misma ferocidad que los musulmanes hacían en otra
época la guerra a los cristianos.

En 1819 llegó a descubrir una conspiración fraguada contra su dictadura por los
patriotas de la independencia, en inteligencia con el gaucho de Entre Ríos, Ramírez, que
sembraba el espanto y el terror por las campiñas argentinas ( 5).

Todos los sospechosos, después de haber sido torturados en el potro del tormento,

5 Se trata del caudillo entrerriano Francisco Ramírez.

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cayeron bajo la cuchilla inflexible del implacable tirano.

Entre las víctimas se hallaban el preclaro Yegros y el valiente Caballero, que se


suicidó en la cárcel, haciendo el voto de que su sangre cayera sobre la conciencia del
tirano.

Las ejecuciones, comenzadas el año 1821, terminaron recién a fines del 24,
quedando extinguida la aristocracia paraguaya.

Ya antes de ellas había exigido crecidas contribuciones a los españoles de la capital,


sumiendo en la cárcel a los que no podían satisfacerlas. De éstos fue el ex-gobernador
Velazco, anciano venerable que murió de pesadumbre dentro del recinto de la cárcel.

La crueldad del nefario dictador no se limitó únicamente a los extraños, sino que se
extendió también a miembros de su familia, Cuéntase, en efecto, que mandó fusilar a un
cuñado suyo, porque no quería que su hermana gozase de las delicias del matrimonio.

Las constantes hostilidades de los enemigos de afuera y las perpetuas luchas de los
pueblos argentinos, indujeron al dictador a incomunicar completamente al país de sus
vecinos, poniendo mil trabas odiosas a la entrada y salida del territorio. Por eso fue que
largos años retuvo a los sabios Bonpland, Escofier y Descalzi, que visitaron el Paraguay
al sólo objeto de sus investigaciones científicas.

El sistema del aislamiento trajo consigo la pobreza y la ruina de la nación. Con todo,
el dictador, en virtud del tratado del 12 de Octubre de 1811, celebrado entre el Paraguay y
Buenos Aires, suministró a esta provincia y al caudillo oriental Artigas, municiones de
boca y de guerra para la manutención de los ejércitos destinados a rechazar a los
portugueses, que trataban de apoderarse, no solamente de la Banda Oriental del
Uruguay, sino también del Paraguay.

No pudiendo conseguir el comercio libre para con las Provincias Argentina, del
litoral, que le hostilizaban a todo trance, y considerando que era altamente ruinoso para la
nación el sistema de incomunicación que se veía obligado a establecer, buscó relaciones
comerciales con la Inglaterra, según afirma Robertson; pero este paso le salió infructuoso,
como era de esperarse.

De manera que el viejo dictador sólo tuvo la complacencia de haber realizado su


obra principal y la que le ha dado derecho a la inmortalidad: la de fundar la nacionalidad
paraguaya, formada de elementos, por decirlo así, ingenuos.

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y la Dictadura en Sudamérica

Murió el 20 de Setiembre de 1840 en brazos de su médico D. Vicente Estigarribia.

Una multitud curiosa, que acudió en tropel a la sala mortuoria, le lloró, en vez de
alegrarse a las sonrisas de la libertad, que quedaba vengada con su desaparición del
teatro de sus abominaciones e iniquidades.

VI

Francia es el personaje más original de la historia americana. Reúne en sí


misteriosas contradicciones, que hacen difícil se le juzgue con acertado criterio filosófico.
De lascivo que era al principio, tornó a ser tan austero como un cenobita. Educado en la
religión cristiana y enseñado por frailes, fue incrédulo e irreligioso. Admirador de Franklin,
Voltaire, Rousseau y otros filósofos enemigos de toda opresión y despotismo, se hizo un
tirano abominable y ahogó toda libertad, hasta la de hablar en voz alta. Desobediente y
rebelde a sus padres, castigaba con la muerte al que a él le faltaba al respeto. En una
palabra, Francia es el peor diablo que pudieron fabricar los frailes. Habiendo vivido largos
años en un estrecho convento de Córdoba, en el rigor de una severa disciplina, quiso
fundar otro donde pudiese mandar él como amo e imponer con imperio su inflexible
voluntad, e hizo del Paraguay su monasterio. Gran parte de sus malas obras se deben a
la educación que recibió en el seno del jesuitismo más refinado. Esa educación le
transformó moralmente tornándole misántropo, taciturno, irascible y cruel.

La Dictadura de Francia fue la edad media en el Paraguay. Aquella época nefasta de


nuestra historia se caracteriza por las mismas particularidades de los tiempos de
Torquemada y Maquiavelo.

Francia nunca usó del veneno, como se le ha querido acusar. No se comprende, en


efecto, cómo un hombre absoluto que tenía de sobra el valor salvaje para mandar fusilar a
cualquiera que le desagradaba, pudo un momento abrigar la infame cobardía de emplear
el tósigo como medio de aplacar sus neurósicos furores.

No tenía, no, necesidad de valerse de ese medio, ni de armar el brazo del asesino
para satisfacer sus venganzas. Nadie podría probarlo tampoco.

Este rasgo distingue especialmente a Francia de los demás tiranos, que, cobardes y
pequeños de espíritu, tenían sus sicarios y envenenadores, que obraban en la oscuridad y
silencio de la noche o se valían de la traición para ejecutar el crimen. Aquél, por el
contrario, asumía personalmente la responsabilidad de sus hechos, y poco faltó para que

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se convirtiera él mismo en ve rdugo de sus víctimas.

Malvado y jesuita, estableció como sistema de delación el espionaje; y el pueblo


tanto se acostumbró a denunciarse, que no tardó en desaparecer la confianza mutua del
hogar de la familia. Considerábase un crimen el no revelar al tirano lo que de él se decía;
la acusación de un hermano o de cualquier otro pariente parecía la cosa más natural del
mundo, aunque de ella debiese seguir la muerte del denunciado.

Educado y hecho hombre en un convento, amó la soledad, tanto para él, como para
el pueblo que gobernaba. La ciudad no era sino un vasto monasterio, cuyo silencio sólo
se turbaba por el triste clamor de las campanas. De ahí, ni aves agoreras lo interrumpían
con sus graznidos fatídicos.

Y la gente se acostumbró a la soledad y el mutismo, porque, habiendo exterminado


el tirano a la vieja generación, era a la nueva a quien iba imprimiendo los hábitos
monacales. Así formó un pueblo enteramente especial, como lo fue el paraguayo de
aquella época; pero así también fundó la nacionalidad paraguaya.

No hay que buscar justificación a los crímenes de Francia; mas no es hacer su


apología presentarle a los ojos de la posteridad como un hombre superior a su época y
superior a cuantos tiranos han horrorizado la humanidad con sus abominaciones y
torpezas.

Teúrgo político, leía en los menores detalles de la vida, como los magos antiguos en
el curso de los astros, como los augures romanos y los adivinos de todas las edades en
los fenómenos de la naturaleza, como los grandes hombres en sus horóscopos, como las
sibilas en sus proféticos libros, los acontecimientos a suceder, cual si en realidad no
poseyera la ciencia misteriosa del porvenir. Genio eminentemente matemático, especie de
geómetra de la historia, todo lo medía y todo le salía a la medida de sus cálculos y
deseos. En una palabra, Francia poseía la inspiración, la clarividencia de las cosas y
todas las dotes del genio, unidas al temple de los hombres llamados a cumplir una misión
providencial sobre la tierra. Y a fe que había teatro para accionar y se desarrollaban
entonces acontecimientos, cuya dirección reclamaba hombres como Bolívar y como
Francia; pero circunstancias que no pudieron preverse, hicieron que éste fuese a
pervertirse en un claustro y luego viniese a fundar una tiranía cruel y sanguinaria, a la cual
imprimió la fisonomía propia de su genio melancólico y sombrío.

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y la Dictadura en Sudamérica

Semejante a un gran artista, fundió en el crisol de su tiranía al pueblo que había


entonces y que era una informe amalgama de realistas, porteñistas, y amigos de la
política lusitana. Toda esta escoria fue separada y derramada, y no quedó en el fondo
sino el elemento puro, que fue la nacionalidad paraguaya, compacta y homogénea.

Tal fue Francia y tal ha sido su obra. Maldigamos aquél por sus crímenes, pero
bendigamos esta última.

Cecilio Báez

Asunción, Diciembre de 1888.

ÍNDICE

Nota de la Editorial

Retrato del Dr. Francia

Prólogo

l. Discurso preliminar

Il. España y América

lII. La Revolución norteamericana

IV. La Revolución francesa

V. La Revolución hispanoamericana

VI. La independencia del Paraguay

VII. Etografía del Doctor Francia

VIII. Política interior del Dictador Francia

IX. Política exterior del Dictador Francia

X. Hechos que explican la Independencia del Paraguay

XI. Juicio final sobre el Dictador Francia

XII. La dictadura en el Río de la Plata

XIII. La dictadura en Chile

XIV. La dictadura en el Perú

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y la Dictadura en Sudamérica

XV. Bolívar

XVI. Epilogo

APÉNDICE. EL PANAMERICANISMO

BIBLIOGRAFÍA

LA PRUEBA FUNDAMENTAL (1888)

El Dictador Francia. Fundador de la nacionalidad paraguaya

RETRATOS DEL DR. CECILIO BÁEZ

Retrato del Dr. Cecilio Báez

Dr. Cecilio Báez, Ministro de RR. EE. en su despacho

El Dr. Cecilio Báez con autoridades universitarias y profesores de la Facultad


de Derecho.

Busto en bronce del Dr. Cecilio Báez, homenaje como firmante del Tratado de
límites entre Paraguay y Bolivia.

Dr. Cecilio Báez con profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad


Nacional.

Dr. Cecilio Báez como integrante del gabinete del S. E. Prof. Dr. Félix Paiva

Dr. Cecilio Báez con integrantes de la promoción de 1939, Facultad de


Derecho, U. N. A.

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