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“LA FILOSOFIA Y EL CORONAVIRUS” por RUBEN QUIROZ AVILA

Tomando en cuenta la lectura diré que esta enfermedad ha tocado la


sensibilidad de muchas personas que ven la vida desde una perspectiva en
la cual se valora más los momentos y lo que tenemos ahora que es nuestra
familia, es por eso que si pensamos desde el punto de vista filosófico diría
que el sentido de vivir tiene un significado muy importante para cada
persona, en mi caso es lo que mejor que podemos tener esa esencia para
poder hacer bien las cosas por los nuestros y por los demás , también el
hecho de que somos muchos de nosotros afortunados que en esta
pandemia nos mantenemos sanos y salvos en nuestros hogares y debemos
valorar que tenemos un pan para comer ya que muchos ahora no cuentan
con dinero para subsistir , sin embargo estas familias se mantienen unidas
y se ayudan mutuamente para salir adelante.

El primer instinto de la mayoría es que la vida es lo más importante y, por


ende, no hay siquiera razón para considerar otra cosa que no sea tratar de
salvar la de todos a toda costa. Aun así viendo como las personas que
trabajan en primera línea día a día para salvarnos muchos de nosotros
decidimos irracionalmente poner en riesgo al personal sanitario, sin darle
mucho lugar a la duda, aunque sí al agradecimiento.

Y, bajo el postulado de que "la economía se recupera, los muertos, no", en


varios lugares se suspendió la primera, con altos niveles de aprobación.

No obstante, al hablar de economía no todos están pensando en las


pérdidas en la bolsa, las bajas en los precios del petróleo o del poder
adquisitivo de los consumidores. La economía también está ligada a la vida
y la muerte de personas.

Las medidas de aislamiento impuestas en gran parte de los países del


mundo auguran una recesión, y las recesiones matan, no a decenas de una
vez, de una sola enfermedad, ni como parte de un evento dramático que va
siendo reportado a diario, sino que van acortándole la vida a
individuos, muchos de los cuales forman parte del mismo grupo vulnerable
al coronavirus.

En la intranquila calma de este estado de alarma nos vemos avasallados por


una información unívoca, que nos impide en muchos casos percibir los
enormes cambios de fondo que ya se están produciendo. De aquí la
constante ambivalencia y las infinitas contradicciones del discurso de
cualquiera que ose pronunciarse al respecto, es decir, todos. La
deceleración del ritmo de buena parte de la sociedad debería servir para
bajar también la velocidad con la que hasta ahora nos aventurábamos de
forma temeraria a dar opinión de absolutamente todo lo que pasa, sin
haber estudiado y reflexionado primero. De ahí la llamada anterior a acudir
a los filósofos con el reposo y la paciencia que exigen, para afrontar con más
herramientas la nueva realidad, porque la normalidad tal y como la
conocemos, tanto por suerte como por desgracia, no parece que vaya a ser
recuperada. Como inevitablemente el recuerdo se entromete en la
construcción de nuevos horizontes, serán tiempos, más si cabe, para la
nostalgia.

La globalización, asumida como una nueva forma de patria cuya expansión


parecía no tener límites, nos había hecho pensar que, más que nunca,
éramos dueños del planeta. Solo lo más sumamente irracional podía sacudir
la también irracional negación de nuestra condición finita y vulnerable. La
muerte, quizá la mayor verdad que tenemos a nuestro alcance, asumida
ahora como real, pone de manifiesto nuestra contingencia delicada. Esta
toma de conciencia, que abarca todos los puntos cardinales, desvela la
absoluta fragilidad que habíamos intentado enmascarar en vano con
armaduras tan enclenques como suntuosas, que como la de don Quijote, se
desmoronan con el más leve roce. La irrealidad y la desorientación que
sufrimos se explican por haber dejado atrás el ocultamiento de la
mortalidad propia, sin que hayamos encontrado todavía la manera de
gestionar esta nueva conciencia de la muerte.
Las crisis sacan a relucir lo más primitivo de nuestra condición, y por ello y
a la vez, también son los momentos más propicios para enseñarnos a vivir
de manera auténtica, a ser solidarios con los otros, atentos a la naturaleza,
sensibles con nosotros mismos. No lo olvidemos: «Me protejo para
protegerte». Ese cuidado propio se convierte en un cuidado de todos:
desinteresado, atento, solidario.

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