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Desafíos ecobiopolíticos para la región desde los movimientos socioterritoriales.
Horacio Machado Aráoz
Octubre de 2011
Introducción.
Como consecuencia y resultado de la profunda crisis y reestructuración que la globalización neoliberal
implicó para las economías latinoamericanas, asistimos a la reinstalación, en pleno siglo XXI, de un régimen
de acumulación basado, eminentemente, en la explotación extractiva de ‘recursos naturales’, en gran
medida, a manos de grandes conglomerados del capital transnacional y fuertemente orientados al mercado
externo.
Pese a que en la historia económica latinoamericana –tanto en la tradición intelectual como en la memoria
corporal de los movimientos populares‐ este esquema ha sido fuertemente discutido y resistido como
expresión de los dispositivos de dependencia y dominación articulados al capitalismo mundial, actualmente
asistimos a un extraño ‘momento político’ en el que los gobiernos de la región, de diferente signo y
orientación ideológica, paracen apoyar e impulsar la expansión de este modelo. Los de ‘signo progresista’, lo
admiten incluso como ‘base’ para sus ‘políticas de inclusión social’.
En este trabajo se discute críticamente el impacto económico, ecológico y (bio)político de lo que se denomina
el ‘patrón extractivista’ vigente. A la luz de los aprendizajes y planteos que emergen de la resistencia (de la
teoría crítica y de las prácticas de los movimientos socioterritoriales) se procura dar visibilidad a dos de los
principales efectos de este régimen: la depredación de los bienes comunes de la naturaleza y la degradación
formal y sustantiva de las condiciones de gobierno democrático en nuestra región.
1.‐ Neoextractivismo en América Latina. Una ‘vía al desarrollo’?
Desde el último cuarto del siglo XX, las economías y sociedades latinoamericanas se convirtieron en
el ‘laboratorio global’ de las políticas neoliberales. Acuciadas por el peso de la deuda externa, los años ’80 y
’90 estuvieron signados por programas de ajuste estructural, contracción del Estado, reducción a la mínima
expresión de las políticas públicas en el área social, privatizaciones, apertura comercial y financiera y
flexibilización laboral. La necesidad de generar ‘superavits fiscales’ para afrontar el pago de las obligaciones
externas llevó a los gobiernos a una espiral recesiva que redundó en la profundización y generalización de la
pobreza, la caída vertiginosa de la producción y la expansión del desempleo a inéditas tasas históricas. Por
esta vía, se desembocó en la profunda crisis de gobernabilidad que afectó a varios países de la región hacia
fines de los ’90 e inicios de 2000, con la proliferación de estallidos sociales, cruentas represiones y sucesivas
caídas de gobiernos electos i .
Tras estos traumáticos procesos, las nuevas coaliciones políticas emergentes de la crisis –debiendo
afrontar el desafío de restablecer la gobernabilidad quebrada‐ decidieron impulsar entonces fuertes políticas
de ‘reactivación económica’ centradas en la intensificación de un esquema primario extractivo exportador.
Claramente ligadas a una nueva estrategia destinada a garantizar el pago de la deuda externa (Dávalos,
2006), los nuevos gobiernos profundizaron en realidad políticas ya aplicadas desde los ’90 centradas en la
promoción de la IED (inversión extranjera directa), sumando a la prolongación de regímenes fiscales
promocionales y provisión de servicios básicos subsidiados, de desregulación, liberalización financiera y
comercial, garantías a sus ‘inversiones’ y libre disponibilidad de sus divisas, flexibilización laboral y de los
controles ambientales, políticas cambiarias altamente favorables a la exportación (Martins, 2004;
Gandásegui, 2004; Arceo, 2007).
Así, se sentaron las bases para una nueva fase extractivista en la región. Bajo la cobertura de las
políticas de promoción, se intensificó la radicación de grandes corporaciones ligadas a la exportación de
materias primas: se incrementaron abismalmente las tasas de extracción de hidrocarburos y de yacimientos
minerales; se expandieron las fronteras de los agronegocios ‐en particular, los ligados a oleaginosas y
agrocombustibles‐, así como las de monocultivos forestales vinculados a la industria del papel, la
intensificación de la pesca industrial, y la privatización‐patentamiento de la diversidad biológica por parte de
grandes laboratorios (Gudynas, 2009; Machado Aráoz, 2009a; CEPAL, 2002). Paradójicamente, en un
escenario histórico signado por la crisis ambiental global, los países de América Latina en general parecen
haber ‘optado’ por una vieja receta para ‘recuperar’ la senda del crecimiento económico: recurrir a la
explotación intensiva de su vasta riqueza y diversidad ecológica ii como perfil casi excluyente de una drástica
política exportadora.
La política primario‐exportadora implicó una abrupta expansión territorial de las fronteras del capital.
En las últimas dos décadas, las grandes plantaciones de monocultivos forestales y los agronegocios –
principalmente de caña, soja y maíz transgénicos‐ llegaron a ocupar 680.000 km2 de la Amazonía y 140.000
km2 en Argentina, en tanto que en Paraguay pasaron de ocupar 8.000 km2 en 1995 a 20.000 km2 en 2003, y
en Bolivia verificaron un incremento de 10.000 km2 en el mismo período (CEPAL, 2002; Cifuentes Villarroel,
2006). En lo que respecta a la expansión de la gran minería metalífera, el área concesionada a proyectos de
exploración y explotación minera llegó a cubrir el 10 % del territorio de la región a fines de 2000 (Cifuentes
Villarroel, 2006). En el caso de Chile, la superficie territorial concesionada a grandes corporaciones mineras
alcanzaba al 10.6 % en 2003 (80.000 km2); en el Perú, la superficie minera se incrementó del 1,5 % en 1991 al
8,2 % en 2006, llegando a cubrir más de 105.000 km2. En Ecuador la superficie efectivamente concesionada a
explotaciones mineras pasó del 5 % en 2000 al 16,7 % en 2004 (45.513 km2); en Panamá, llegaba a cubrir el
45 % del territorio, mientras que en Argentina, un país prácticamente sin antecedentes mineros, la
exploración en los ’90 ha llegado a cubrir rápidamente el 25 % de la superficie estimada con potencial
minero, que ronda en los 750 mil km2 (Cifuentes Villarroel, 2006; Prado, 2005).
A la par de la expansión de las superficies territoriales intervenidas por este tipo de mega‐proyectos,
se fue consolidando una profunda reversión en la economía latinoamericana, caracterizada por la re‐
primarización, concentración y extranjerización del aparato productivo regional. A medida que avanzaban y
se consolidaban grandes núcleos transnacionalizados de extracción de materias primas, fue retrocediendo el
perfil industrial de la región y la importancia del mercando interno como factor de dinamización de la
economía (Arceo, 2007; Martins, 2005). La exportación de productos primarios pasó a ser la clave de la nueva
ecuación macroeconómica de la región: los cuadros que se incluyen a continuación muestran el crecimiento
fuerte y sostenido que ha tenido la exportación de materias primas en los últimos cuarenta años, con un
salto especialmente pronunciado en la última década. Cabe tener presente que estos incrementos se
verifican en todos los países y que, en conjunto, representan un virtual retorno al siglo XIX, consolidando un
patrón de especialización regional como proveedora neta de materias primas. En términos generales, el peso
de la exportación de materias primas sobre el total de exportaciones llegó a alrededor del 90 % en países
como Venezuela, Ecuador, Chile, Perú y Bolivia, y entre el 70 y el 60 % en países como Colombia, Uruguay,
Argentina y Brasil.
Exportación de Bienes Primarios (Agricultura, caza, silvicultura y pesca)
En millones de dólares constantes
País 1970 1980 1990 2000 2008
Argentina 677,5 2 910,5 3 369,0 5 290,4 15 414,4
Bolivia 3,1 33,9 121,1 111,8 269,7
Brasil 472,7 1 379,7 3 459,0 5 552,3 22 618,1
Chile 33,5 367,7 1 447,5 3 086,9 6 959,8
Colombia 553,8 2 701,3 2 199,2 2 403,4 4 145,4
Costa Rica 144,7 488,1 523,2 1 355,9 2 150,7
Cuba ... ... ... 148,9 ...
Ecuador 118,0 465,5 1 075,3 1 531,3 3 750,2
El Salvador 115,6 281,7 32,2 354,8 312,3
Guatemala 130,3 671,8 278,4 1 160,1 1 574,8
Honduras 105,7 480,5 336,3 754,5 1 085,8
México 261,6 1 510,2 2 446,8 4 790,6 7 903,4
Nicaragua 44,0 212,4 99,4 388,0 651,2
Paraguay 14,3 162,0 652,6 418,5 2 046,9
Perú 60,7 278,9 243,3 551,0 2 011,4
Uruguay 47,6 142,9 250,4 275,4 1 355,1
Venezuela 16,3 41,0 201,2 226,1 ...
Total 2 799,4 12 128,1 16 734,9 28 399,9 72 249,2
FUENTE: Elaboración propia en base a estadísticas de la CEPAL (2009).
Exportación de productos de la explotación de minas y canteras
En millones de dólares constantes
País 1970 1980 1990 2000 2008
Argentina 4,7 33,6 187,8 3 605,5 4 318,0
Estado Plurinacional de Bolivia 104,4 380,6 492,1 423,2 4 949,0
Brasil 277,0 1 788,6 2 795,6 3 661,3 33 131,5
Chile 117,1 504,5 916,0 2 868,8 16 274,4
Colombia 59,6 13,2 2 079,0 4 877,1 14 314,0
Costa Rica 0,0 1,3 0,8 3,2 7,0
Cuba ... ... ... 18,2 ...
Ecuador 1,8 1 377,1 1 261,3 2 144,6 11 791,8
El Salvador 0,5 2,9 0,3 0,7 13,0
Guatemala 0,9 20,0 23,9 167,4 454,1
Honduras 8,9 52,7 0,2 57,3 395,2
México 101,1 10 394,8 9 755,9 15 453,5 45 493,0
Nicaragua 5,2 0,3 0,2 0,0 3,5
Paraguay ... ... 0,1 0,6 3,0
Perú 204,1 1 202,5 670,4 911,4 9 189,5
Uruguay 1,2 7,7 3,2 2,9 6,2
Venezuela 2 188,6 12 783,4 8 784,9 18 505,7 ...
Total 3 075,1 28 563,2 26 971,7 52 701,4 140 343,2
FUENTE: Elaboración propia en base a estadísticas de la CEPAL (2009).
El fuerte crecimiento de las exportaciones de productos primarios, el peso de éstas en el conjunto de
las exportaciones y en la composición del PBI de los países, da cuenta claramente de la (re)instalación del
extractivismo como modelo económico en la región. Si bien no se trata de un modelo ‘nuevo’ –más bien todo
lo contrario‐, lo llamativo es que en los discursos oficiales, y aún por parte de fuerzas políticas
autoidentificadas como ‘progresistas’ y hasta de ‘izquierda’, reivindiquen este modelo como base para el
desarrollo con inclusión social. No obstante que este auge primario exportador (ayudado por la bonanza en la
cotización de las principales materias primas) ha permitido a la región recuperar sus tasas de crecimiento
económico y una situación de ‘alivio fiscal’ que ha dado impulso a políticas neokeynesianas y la implantación
de programas sociales que se presentan como ‘redistributivos’, no se puede omitir la vasta crítica de la que
ha sido objeto, sobre todo en el seno de la teoría social latinoamericana. En palabras de Gudynas, “el llamado
extractivismo, (…) tiene una larga historia en América Latina… (…) Ha estado en el centro de fuertes polémicas
por sus impactos económicos, sociales y ambientales. Un hecho notable es que a pesar de todos esos debates,
y de la creciente evidencia de su limitada contribución a un genuino desarrollo nacional, el extractivismo goza
de buena salud. Las exportaciones de minerales y petróleo mantienen un ritmo creciente, y los gobiernos
insisten en concebirlas como los motores del crecimiento económico. Es todavía más llamativo que eso se
repite en los gobiernos progresistas y de izquierda” (2009: 187).
Cabe, ante todo, precisar de qué hablamos cuando hablamos de ‘extractivismo’. Se trata
básicamente de una ecuación macroeconómica basada en la explotación intensiva de la Naturaleza; centrada
en la exportación de materias primas como ‘motor del crecimiento’; donde el nivel interno de actividad
económica (consumo, ahorro, inversión, empleo) resulta estructuralmente dependiente del mercado mundial;
y en el que los sectores primario‐exportadores se hallan bajo el control (comercial, tecnológico y financiero)
de grandes conglomerados empresariales transnacionales, integrados horizontal y verticalmente. Este tipo de
modelo, se caracteriza también por terminar configurando un entramado productivo altamente especializado
y poco diversificado, de baja densidad tecnológica local y deficientes niveles de articulación a las ‘economías
locales’. Este esquema termina por configurar ‘economías de enclave’ muy propias de los regímenes
coloniales y neocoloniales. Como tal, se trata por tanto de un problema endémico de las economías
latinoamericanas, históricamente ‘sufrido’ y teóricamente discutido.
En cuanto a las críticas teóricas, las mismas se remontan a las raíces del pensamiento
latinoamericano, desde la tradición estructuralista (Prebisch, 1949, 1981) hasta las diferentes versiones de la
economía crítica (Baran y Sweezy, 1968; Gunder Frank, 1965) y la teoría de la dependencia (Dos Santos,
1967, 1968; Cardoso y Faletto, 1969; Marini, 1973). Pero no se trata sólo de críticas que provienen de
corrientes alternativas o heterodoxas, sino también de la propia tradición neoclásica, en el marco de la cual
este modelo ha sido caracterizado y analizado como la ‘enfermedad holandesa’, la ‘paradoja de la
abundancia’ o la ‘maldición de los recursos naturales’ iii (Corden y Neary, 1982; Sachs y Warner, 1997; Gabin y
Hausmann, 1998; Auty, 2001). Más allá de las abismales diferencias teóricas e ideológicas, ambas vertientes
de pensamiento coinciden en señalar esta estructura productiva no sólo como el principal obstáculo para el
‘desarrollo’ y causa de los principales problemas económicos, sino también como generador de una serie de
‘deficiencias crónicas’ de los sistemas políticos (corrupción, clientelismo, autoritarismo, etc.).
Afincados en la tradición del pensamiento crítico latinoamericano, conviene precisar algunos de los
principales argumentos que se han esgrimido en contra del extractivismo. Desde dicha tradición, este modelo
no sólo no es una ‘vía para el desarrollo’ sino todo lo contrario: el mecanismo estructural que tiende a la
reproducción del subdesarrollo, la marginalización y pauperización de las poblaciones nacionales. En efecto,
una economía excesivamente centrada en la exportación de materias primas configura un esquema de
dependencia estructural en el que la producción nacional está determinada por la demanda de los centros
hegemónicos; implica la aceptación de un intercambio comercial asimétrico (materias primas por productos
manufacturados) y una estructura productiva altamente especializada, con niveles muy heterogéneos de
productividad y deficiente integración sectorial y regional que genera límites estructurales a la expansión del
mercado interno (alta propensión a la importación; dependencia tecnológica; insuficiente generación de
fuentes de empleo; control directo de factores de la producción por parte de capitales externos – altos
niveles de remisión de utilidades y transferencias de excedentes; fuertes desigualdades en la distribución del
ingreso, etc.). Desde el punto de vista político, se ha señalado que este modelo tiene gravosas consecuencias
para las expectativas democráticas, en tanto las grandes desigualdades económicas se tornan fácilmente en
asimetrías de poder: grupos internos que controlan los sectores primario‐exportadores o ligados a tales
intereses conforman oligarquías de facto que obstaculizan cualquier intento de redistribución social, ya en
términos económicos (ingresos, estructura patrimonial), ya en términos políticos (democratización,
expansión de derechos, ampliación de mecanismos de participación).
Recientemente, Alberto Acosta (2010) ha sistematizado una crítica a las implicaciones políticas del
extractivismo, en un análisis alejado de los determinismos economicistas y etnocéntricos que suelen
caracterizar los estudios en tal dirección planteados por las corrientes neoconservadoras. Plantea que el
extractivismo económico favorece la constitución y hegemonía política de una élite rentística que, en los
intentos por perpetuar el esquema que funciona como base social de su poder, tiende a generar una serie de
‘vicios’ institucionales y políticos que afectan al sistema democrático: prácticas paternalistas y clientelares
desde el aparato estatal; uso discrecional de los recursos públicos, patrimonialismo y falta de adecuación del
gasto público a prioridades sociales; alianzas con corporaciones transnacionales y ‘aristocracias sindicales’
ligadas a los sectores primario‐exportadores que tienden a plasmarse en marcos legales de privilegio y hasta
de impunidad judicial; el recurso sistemático a la ‘pacificación fiscal’ de las protestas sociales y la corrupción
endémica, entre otros.
Una somera revisión de las secuelas biopolíticas del modelo extractivista vigente en la región
contribuye a confirmar y a profundizar este diagnóstico. Considerado a la luz de una ecología política (Leff,
1994) estructurada en la articulación entre la economía ecológica (Martinez Allier, 2004; Naredo, 2006, el
eco‐marxismo (O’Connor, 1991) y el pensamiento decolonial (Dussel, 1992, 2000; Lander, 2000), la drástica
implantación del desarrollismo extractivista en las últimas décadas en la región puede considerarse como la
expresión de un nuevo proyecto de sujeción neocolonial que, en su avanzada expropiatoria, combina
depredación ecológica con degradación democrática.
2.‐ Extractivismo neocolonial y depredación ecológica.
Los miles de millones de dólares de las exportaciones latinoamericanas pueden verse, en términos de
la economía ecológica, como miles de millones de toneladas de nutrientes, materia y energía, que se extraen
de nuestros suelos y se transfieren para ser procesados y consumidos por otros grupos poblacionales. Se
trata de bienes generados por determinados ecosistemas ‐agua, suelo, aire, energía, biodiversidad‐, bienes
localizados territorialmente y naturalmente dispuestos para el usufructo en común, que son apropiados
privadamente y des‐territorializados para abastecer dinámicas ‘económicas’ localizadas en otros territorios.
La extracción y transferencia de bienes y servicios ambientales (des‐territorialización) implica necesariamente
la destrucción, gradual o súbita, de ecosistemas y la degradación de sus condiciones de auto‐reproducción
(Schapper, 1999).
Centrada en el valor de cambio, la mirada ‘racional’ de la economía clásica no puede ver más allá del
sistema de precios que asigna el mercado. No puede, por tanto, dimensionar el valor de uso de esos bienes
ecosistémicos; tampoco puede valuar la destrucción de la naturaleza que implica esa ingente extracción y
transferencia de bienes. Muchos menos, es capaz de visualizar las abismales desigualdades ecológicas que se
producen a través de ese fenomenal flujo de materia que se dibuja entre una geografía de la extracción
bastante diferente de la geografía del consumo. Así la ceguera de la episteme dominante, que anida en los
oficialismos del poder (del poder académico, empresarial, gubernamental), alienta el viejo y remanido
extractivismo como ‘nueva’ vía al ‘desarrollo’; profundizando con ello, las desigualdades estructurales; las
injusticias históricas; renovando y redefiniendo los dispositivos sistémicos, eco‐bio‐políticos, de la
dominación moderna‐colonial‐capitalista.
Apenas ocultadas por el exitismo de superávits comerciales coyunturales, la voracidad extractivista
deja ver sus huellas de devastación sobre los territorios. Según la propia CEPAL (organismo últimamente
ligado a la implantación del modelo), entre 1990 y 2000 se deforestaron 467.000 km2 a causa de la expansión
de la agroindustria y la minería. América Latina exhibe el lamentable récord de tener la mayor tasa de
deforestación mundial, superando incluso a África, con una pérdida de más de 6 millones de hectáreas por
año (2002: 89). De igual manera, la extracción y consumo de agua se han incrementado a un ritmo muy
superior al promedio mundial, llegando a más que duplicarse en las últimas tres décadas (Cepal, 2002: 116).
La creciente disponibilidad de agua por parte de industrias extractivas (cultivos de exportación, megaminería,
pasteras celulósicas, etc.) contrasta notablemente con los altos índices de falta de acceso a este bien vital por
parte de nuestra población: a inicios de 2000, más de 92 millones de latinoamericanos carecían de acceso al
agua potable y 128 millones no tenían cobertura de saneamiento (Cepal, 2002:132). Los índices de la
depredación se extienden a casi todo rubro ‘productivo’: en materia pesquera, entre el ’90 y el 2000 se
duplicaron y triplicaron las capturas, provocando sostenidas disminuciones en la biomasa de las principales
especies y poniendo a varias de ellas en peligro de extinción, como los casos de la anchoveta peruana, el jurel
chileno y la merluza platense (Cepal, 2002: 109‐110). Respecto al agrobussines, a la pérdida de bosque nativo
hay que agregar el uso creciente de fertilizantes y agrotóxicos con alto y reconocido poder contaminante
sobre suelos, agua, flora, fauna y poblaciones (Carrasco et Alt., 2010; Pignati, 2010). En materia de
fertilizantes, se pasó de usar 7,5 millones de toneladas anuales a inicios de los ’90, a más de 21 millones de
toneladas en el 2006 (Cepal, 2010). Notablemente, se carece de un relevamiento estadístico completo en
cuanto al uso de agrotóxicos (‘herbicidas’ y ‘plaguicidas’), pero a modo ilustrativo cabe tomar los casos de
Argentina y Brasil, donde se pasaron a aplicar de 38 y 26 millones de litros anuales en 1996, a más de 300 y
630 millones de litros anuales en 2008, respectivamente (Cepal, 2010; Pignati, 2010). El volumen físico de las
extracciones mineras ha pasado de una tasa de crecimiento de 46 % acumulado en los ’80 a más del 67 % en
los ’90; en tanto que las emisiones de dióxido de carbono saltaron de una tasa del 23 % a más del 37 %
acumulado en los mismos períodos (Cepal, 2002: 43).
En definitiva, como un temprano estudio de fines del siglo pasado lo admite, “la estructura
exportadora de América Latina y el Caribe que emerge en los años 90 es ambientalmente más vulnerable que
la de los años 80 (…) Los problemas de contaminación y deterioro ambiental parecen haberse agudizado en
todos los países (…) El volumen exportado proveniente de sectores con reconocido impacto ambiental, tales
como los productos primarios y los provenientes de industrias sucias, se ha multiplicado tres o más veces en
todos los países. Esto plantea enormes interrogantes en torno a la carga que los ecosistemas de los países
deben soportar”. (Shapper, 1999: 05‐06).
Ahora bien, dada la insoslayable conexión existencial que se da entre cuerpos‐poblaciones y sus
respectivos entornos territoriales –vínculos geofísicobiológicos que hacen posible la vida‐, no hay
degradación de los ecosistemas que no se traduzca necesariamente en una correlativa degradación de la
vitalidad y sanidad de las poblaciones que los habitan. En este sentido, la expropiación ecológica que se
materializa a través de la avanzada del modelo extractivista constituye literalmente un proceso de
expropiación eco‐biopolitico de las poblaciones, esto es, una sustracción de las energías corporales que
hacen a la materialidad de las agencialidades políticas; una política de dominación/represión que se instala
en la raíz misma de la capacidad de resistencia de las poblaciones objetos de saqueo.
Pese a que se trata de un campo de investigación aún insuficientemente indagado, las
manifestaciones de los impactos en la salud de las poblaciones provenientes de la degradación y
contaminación ambiental son cada vez más frecuentes y preocupantes. Sólo a modo de ejemplo pueden
citarse los diversos casos de poblaciones contaminadas con metales pesados en sangre en muchas
localidades ‘mineras’ de América Latina, de las que Abrapampa (Jujuy, Argentina), La Oroya y Cerro de Pasco
en Perú, Andacollo, La Serena, Puchuncaví y Catemu en Chile, sólo son algunos de los casos más
emblemáticos (Machado Aráoz, 2009b y 2010). Sólo en el Perú, el Ministerio de Salud reconocía oficialmente
a inicios de 2000 más de 250.000 casos de contaminación por metales pesados (De Echave, Hoetmer y
Palacios, 2009). En lo que respecta a los impactos de los agronegocios sobre la salud de las poblaciones, a
continuación se incluyen dos cuadros sobre investigaciones recientes, una en la zona ‘sojera’ de Argentina, y
otra, en el estado de Mato Grosso en Brasil. La contundencia de la información nos exime de mayores
comentarios.
Malformaciones congénitas en recién nacidos. Servicio de Neonatología del Hospital J. C. Perrando,
Resistencia, Chaco, Argentina.
Año Casos de Malformaciones Nacidos Vivos Incidencia (Malf./Nac. Vivos
1997 46 Malformaciones 24.030 19,1 x 10.000
2001 60 Malformaciones 21.339 28,1 x 10.000
2008 186 Malformaciones 21.808 85,3 x 10.000
Fuente: AA.VV. (2010)
Afecciones a la salud derivados de Agronegocios. Población de Mato Grosso, Brasil, 1998‐2007
1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007
Accidentes de Trabajo 2601 2686 3024 3138 3719 4396 5273 5270 5713 6505
Intoxicaciones por 64 58 73 119 133 156 168 134 73 74
Agrotóxicos
Internaciones por 1928 1576 1582 1625 1938 2348 2435 3363 5516 5218
Neoplasias
Internaciones por 159 136 122 179 459 537 581 423 470 495
Malformaciones
Defunciones por 591 741 798 796 876 994 1015 1059 1115 1137
Neoplasias
Defunciones por 133 130 164 138 140 141 192 164 136 129
Malformaciones
Suicidios 122 107 119 133 130 121 116 117 147 122
Fuente: Pignati (2010).
3.‐ Extractivismo y degradación de la democracia.
A medida que la voracidad extractivista se extiende sobre los territorios, las poblaciones afectadas
inician procesos de información, movilización y resistencia. La conflictividad socioambiental constituye un
claro síntoma de los efectos expropiatorios de la globalización neoliberal en América Latina. En las últimas
dos décadas, los conflictos por mega‐emprendimientos extractivos y por sus impactos no han cesado de
incrementarse, en cantidad, frecuencia e intensidad. Una multiplicidad de organizaciones locales y redes de
acción colectiva han ido surgiendo en el fragor de tales luchas: comunidades y organizaciones campesinas,
pueblos originarios, asambleas locales contra la mega‐minería; movimientos contra la privatización del agua;
contra las represas; redes de acción contra las fumigaciones y el uso de agrotóxicos; comunidades de
pescadores contra la depredación de las riquezas marítimas resistencias; etc. El mapa de las ‘inversiones’
extractivistas ha generado un contra‐mapa, el de los ‘nuevos’ movimientos socioambientales, que expresan
un conjunto diverso y heterogéneo de colectivos e identidades sociales unificadas por las resistencias a las
múltiples secuelas del extractivismo. Emergen como las nuevas expresiones de los procesos de subjetivación
política, que desafían al sistema político en general; impugnan la calidad y la densidad democrática de los
gobiernos regionales, en todos sus niveles, nacional, estadual y local.
En particular, la detonación de la conflictividad social desencadena una espiral de degradación de las
condiciones formales y sustantivas de las aspiraciones democráticas, ya que por lo general alientan
resoluciones autoritarias, ligadas tanto al poder ‘disuasivo’ de la concentración del poder económico, como al
poder directamente represivo propio del aparato judicial‐policíaco del estado. En tal sentido, Alberto Acosta
señala que “la lógica del rentismo y del clientelismo difiere de la lógica ciudadana en la medida en que frena e
impide la construcción de ciudadanía. (…) No se abordan estructuralmente las causas de la pobreza y la
marginalidad. Se redistribuyen partes de los excedentes petroleros o mineros, pero no se dan procesos
profundos de redistribución del ingreso y los activos. Igualmente, los significativos impactos ambientales y
sociales propios de estas actividades extractivistas a gran escala, que se distribuyen inequitativamente,
aumentan la ingobernabilidad, lo que a su vez exige nuevas respuestas autoritarias” (Acosta, 2010: 55‐57).
Analíticamente, la expansión del extractivismo fuerza procesos de degradación de la democracia en
dos sentidos: a través de un deterioro institucional de la misma como ‘sistema de gobierno’, afectando las
condiciones republicanas y el estado de derecho; y en un sentido estructural, no ya formal, erosionando las
posibilidades reales de concretizar las aspiraciones democráticas en un sentido sustantivo, es decir, en
términos de los valores de libertad, justicia, igualdad y soberanía popular (Held, 1992).
3. a.‐ Deterioro institucional de la democracia: juridicidad estructural asimétrica.
En el primer sentido, la implantación y vigencia del extractivismo ha significado la instalación de una
situación estructural de vulnerabilidad jurídica de las poblaciones afectadas; más precisamente, ha requerido
la configuración de una juridicidad asimétrica que implica una desigualdad sistemática en la capacidad de los
actores sociales para incidir en la producción, vigencia y aplicación de la normatividad jurídico‐positiva. Hay
una capacidad diferencial de los sectores que representan e impulsan los intereses extractivistas que
contrasta notablemente con la capacidad de las poblaciones locales en incidir no ya en el producción de
leyes, sino en la pretensión mínima de hacer cumplir los modestos marcos protectivos vigentes. Estas
desigualdades se manifiestan por lo menos en tres dimensiones. En primer término, en relación a la
capacidad de incidir en la producción jurídica: como ha sido evidenciado en múltiples estudios, la
implantación del extractivismo ha ido de la mano de las reformas neoliberales que crearon deliberadamente
un marco legal expresamente diseñado para construir y garantizar altos niveles de rentabilidad, no sólo a
través de facilidades fiscales, sino también ambientales iv (Machado Aráoz, 2009a, 2009b, y 2010; Sánchez
Albavera, 2005). En segundo lugar, la juridicidad asimétrica se manifiesta como vulneraciones a la eficacia de
la judicialidad sobre actos y responsabilidades de las empresas; ya por la vía de la corrupción, ya por la sola
vía de los artilugios de la burocracia judicial, se configura un escenario de virtual impunidad y ‘licencia para
contaminar’ para las grandes empresas. Son emblemáticos los serios obstáculos que las poblaciones y aún
funcionarios públicos honestos han debido afrontar para intentar que las empresas respondan penalmente
ante flagrantes violaciones a derechos y casos de contaminación (Pinto, 2009; Sabatini y Sepúlveda, 1999).
Por último, en contraste con el punto anterior, la situación estructural de juridicidad asimétrica se manifiesta
en términos del deterioro y vulneración de derechos y garantías judiciales de la ciudadanía, sobre todo en
escenarios de alta conflictividad (Defensoría del Pueblo, 2007). Resulta altamente sugestivo que mientras a
inicios de los ’90 se sancionaran los marcos de incentivos a la inversión extranjera directa, en la segunda
mitad y durante inicios de 2000 la mayoría de los países de la región dictaran leyes antiterroristas bastante
similares, y encuadradas dentro de las tipificaciones ‘recomendadas’ por el Departamento de Estado de los
Estados Unidos. No casualmente, es la ley antiterrorista la que se está aplicando a las regiones de más
intensa conflictividad por las resistencias de pueblos originarios y campesinos a proyectos mineros y
agroforestales, como el caso de los Mapuches en el sur de Chile, diversos pueblos amazónicos en Perú,
Ecuador y Colombia, y al movimiento campesino en Paraguay sólo por mencionar los casos sudamericanos
más difundidos. Como indica Jorge Tacuri Aragón, abogado especialista en DDHH defensor de varias
comunidades indígenas en el Perú, “La expansión de las políticas neoliberales […] ha conducido a conculcar
derechos, construir monopolios económicos, redes transnacionales que generan más exclusión […] Estamos
hablando de una expansión del derecho penal […] que está excediendo los marcos constitucionales […] Una
estrategia legal [que trata]de vincular toda protesta a actos subversivos, de estigmatizar a los principales
líderes de la oposición como terroristas. […] Todo lo que amenace la inversión […] se convierte en un tema de
‘seguridad nacional’. Es decir, cualquier protesta, como las que vienen realizando los movimientos sociales
contra empresas, en su mayoría extranjeras, amenaza el desarrollo del país. Esto le da pie al Gobierno para
justificar su política de militarización” (En De Echave, Hoetmer y Palacios, 2009: 439‐442).
3. b.‐ Deterioro de la democracia en términos sustantivos.
Aún cuando acá partamos de considerar la institucionalidad de la democracia como parte del
andamiaje jurídico‐político de la dominación del capital (Meiksins Wood, 2000), considerando acá la noción
de la democracia no en términos de ‘régimen político’, sino de los principios y aspiraciones que a lo largo de
la historia inspiraron movimientos populares por la democratización, cabe dimensionar en qué medida el
avance del extractivismo ha implicado y requerido de un correlativo deterioro de los procesos y las
condiciones de democratización de nuestros pueblos en términos sustantivos.
En efecto, la imposición del nuevo esquema de inserción internacional de las economías
latinoamericanas en el mundo del capitalismo global ha significado la apertura y puesta en disponibilidad de
los ‘recursos’ de la región para los sectores más concentrados del capital. En este sentido, la avanzada del
extractivismo ha significado la literal expropiación de las poblaciones del derecho político elemental de
decidir sobre sus propios territorios, que es, en suma, la posibilidad de decidir sobre sus fuentes y medios de
vida y sobre sus formas de vida. Cada vez más, a medida que las resistencias populares se consolidan en
oposición a mega‐proyectos extractivistas, se afianza un modus operandi político‐económico en el que ya por
la vía de la asistencialización (‘responsabilidad social empresaria’ o ‘disciplinamiento fiscal’) o ya por el de la
represión (criminalización/judicialización de las organizaciones populares), se garantiza el ‘derecho de los
inversores’ por encima de la voluntad mayoritaria de las poblaciones afectadas. Asistimos así a una literal
‘inversión’ de la democracia considerada en términos sustantivos: la emblemática definición de Lincoln de la
democracia como el ‘gobierno del, por y para el pueblo’ es sustituida ahora por el ‘gobierno de, por y para los
inversionistas’.
La expropiación del territorio, como expropiación eco‐bíopolítica, se consuma a través de la
degradación de las bases existenciales de las sedes corporales de la agencialidad política. Esos cuerpos
degradados, sometidos a múltiples procesos de mutilación de la vida por contaminación y expropiación de
nutrientes, son también sometidos a la degradación jurídica de las condiciones elementales de la ciudadanía,
es decir, dejan de ser reconocidos como sujetos portadores de derechos, para pasar a convertirse en
‘elementos peligrosos para la gobernabilidad del sistema’; enemigos de los propios ‘intereses de la Nación’.
La sistemática prohibición de procesos de consulta popular en localidades que demandaban plebiscitar
ciertos proyectos mineros en nuestro país (Calingasta, San Juan, en 2005 y 2006; Chilecito y Famatina, La
Rioja, en 2006 y 2007; Tinogasta, en 2007 y Andalgalá en 2010, en Catamarca) en nombre del ‘respeto a la
Constitución’ da cuenta del secuestro de la democracia de los ciudadanos por la autocracia de los
‘inversores’. Resulta una expresión incontrastable de la institucionalización del estado de sujeción
neocolonial (Scribano, 2010).
4.‐ A modo de conclusión.
La drástica implementación de las reformas neoliberales en la región en los últimos cuarenta años
han creado un nuevo estadio de subalternización de poblaciones, territorios y ‘recursos naturales’ puestos en
disponibilidad para el capital transnacional. Una vez más, como rasgo crónico de su historia, la riqueza
ecológica de la región la ha convertido en blanco de la voracidad extractivista que alimenta un sistema
económico fundado en la lógica de la acumulación sin fin. Materia y emergía en forma de granos,
hidrocarburos, minerales, nutrientes, energía y agua virtual fluyen por los nuevos corredores de las cadenas
de ‘valor’ de las exportaciones latinoamericanas, en gran medida comandadas por corporaciones
transnacionales, para abastecer el nuevo dinamismo consumista del ‘mercado mundial’. Nuevas formas de
organización del imperialismo ecológico se renuevan bajo estos esquemas.
Pese a las manifiestas asimetrías ecológicas, económicas y políticas, los gobiernos de la región han
abrazado entusiastamente este ‘modelo de crecimiento’, contraviniendo una histórica inteligencia afincada
en la tradición del pensamiento latinoamericano que ha destacado los efectos perversos del extractivismo
como productor del ‘subdesarrollo y la pobreza endémica’ de nuestros pueblos. Con el apoyo oficial, este
neoextractivismo avanza, depredando los territorios y degradando las condiciones y posibilidades de
democratización de nuestras sociedades. Los síntomas de la degradación ecológica se hacen sentir en la salud
de las poblaciones y en la vulneración de los derechos. La capacidad de ‘chantaje’ de la localización de las
inversiones (Acserald y Das Neves Bezerra, 2010) impone nuevos espacios de superexplotación de la
naturaleza, tanto interior (fuerza de trabajo) como exterior (ecosistemas) y crea una nueva realidad política,
que aquí hemos caracterizado en base a los rasgos dominantes de juridicidad asimétrica y expropiación eco‐
biopolítica de la soberanía popular. Tanto en las dimensiones y efectos más gravosos de la devastación, como
en las lumbres de esperanza que avizoramos en las resistencias populares, la ecología de las sociedades
humanas se muestra incontrastablemente como una tarea eminentemente política. El futuro se cubre de
indeterminación y contingencia, y los nuevos escenarios se abren a la creatividad de la acción colectiva.
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i
En este período tienen lugar una serie de crisis institucionales que marcaron el final abrupto y muchas veces violento
de varios gobiernos, entre ellos, la caída de Cubas ‐ Oviedo en Paraguay (marzo de 1999); las destitución de Collor de
Mello en Brasil (1999), la de Abdalá Bucharam (1997) y Jamil Mahuad (2000) en Ecuador; de Fujimori en Perú (2000). Por
cierto, el cruento final del gobierno de De la Rúa en la Argentina (19 y 20 de diciembre de 2001) y las de Gonzalo
Sánchez de Lozada (2003) en Bolivia, y Lucio Gutiérrez (2005) nuevamente en Ecuador.
ii
El territorio latinoamericano contiene el 25 % de la superficie mundial de bosques naturales, el 40 % de la
biodiversidad del planeta, el 35 % del potencial hidroeléctrico mundial y concentra gran parte de las reservas minerales
del planeta, entre ellas, el 41 % del níquel, el 34 % del cobre, el 30 % de la bauxita, el 29 % de la plata, el 5 % del uranio y
casi un tercio de los recursos hidrocarburíferos (27 % de carbón, 24 % del petróleo y 10 % de las reservas mundiales de
gas) (CEPAL, 2002; Sánchez Albavera y Lardé, 2006).
iii
Estos desarrollos proliferaron a partir de los años ’80 en adelante, sobre todo con la intención de ‘explicar’ las
trayectorias diferenciales que evidenciaron diferentes regiones de la periferia del capitalismo, en particular, el contraste
entre los países del sudeste asiático y América Latina. Desde esta perspectiva teórico‐ideológica, se plantea que los
países con abundante dotación de ‘recursos naturales’ generan una fácil inserción en el comercio mundial en base a
este tipo de exportaciones, lo que dificultó el desarrollo y maduración de un sector industrial competitivo y con
capacidad de generación tecnológica endógena. El corazón de la crítica neoclásica apunta a señalar como un ‘error’ de
política económica el intervencionismo estatal que propició la estrategia de industrialización sustitutiva de
importaciones en los países latinoamericanos en el período de posguerra. Una crítica a estos planteos puede verse en
Arceo (2007), Basualdo (2001); también en Schuldt (1994), Katz y Stumpo (2001) y Chibber (2007).
iv
Como lo reconoce la misma Cepal, “los principios de protección ambiental aún se consideran una restricción al
desarrollo económico, lo que ha limitado la capacidad de los gobiernos para detener el creciente deterioro ambiental de
ecosistemas críticos y controlar la contaminación (…) Las consecuencias de esta fragilidad institucional son
particularmente graves cuando el impacto ambiental está vinculado a la estructura exportadora… Es evidente que los
patrones de producción y consumo imperantes carecen de viabilidad social, económica y ambiental…” (Cepal, Informe
de Sostenibilidad 2002). También en el mismo sentido, resulta altamente ilustrativo el planteo de un alto funcionario
chileno ligado al sector minero: “Chile no se puede dar el lujo de aplicar restricciones ambientales similares a las de los
países industrializados sin afectar de forma negativa los recursos requeridos para atender sus urgentes necesidades
sociales…”. (Gerardo Muñoz, Director de Control Ambiental de CODELCO, 1993: 243)