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Muertos Vivientes PDF
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ralo cabello era blanco como la nieve, su rostro estaba tan surcado de
arrugas y era tan bulboso como una nuez, y su espalda encorvada cul-
minaba en una joroba sobre sus hombros y un cuello largo y delgado.
Pero había abandonado las gafas, ya que podía ver tan bien como cual-
quier otro hombre; su oído se había afinado, tenía tanta vitalidad como
un grillo y físicamente estaba más fuerte de lo que había estado en
años, y tenía el apetito de un marinero. Tanto el propio sujeto como el
científico pensaban que podría continuar en ese estado hasta el fin de
los tiempos, a menos que ocurriese algún accidente imprevisto. Todos
los días el científico anotaba cuidadosamente la presión sanguínea, la
temperatura, el pulso y la respiración del anciano y realizaba análisis
microscópicos de su sangre, y hasta el momento no se había detectado
ningún síntoma de alteración en su estado ni la más ligera indicación
de envejecimiento físico.
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había estado tan cerca del misterio de la vida y la muerte. Nunca antes
se le había ocurrido que la vida pudiera existir de forma totalmente
separada del simple organismo físico, o la máquina, como él lo lla-
maba. Y si sus teorías eran correctas, si sus deducciones eran acertadas,
¿no sería capaz entonces de devolver la vida a una criatura muerta vio-
lentamente o cuyos órganos estuvieran lesionados o enfermos? ¿Y hasta
dónde se podría llegar gracias a su descubrimiento? Si una criatura
fuera tratada de forma que pudiera resistir la muerte por ahogamiento,
gaseado, envenenamiento, congelación o electrocución, incluso perfo-
ración del corazón o del cerebro, ¿sería posible arrebatarle la vida a esa
criatura por algún medio? Incluso si el animal fuera cortado en trozos,
si su cabeza fuera separada de su cuerpo, ¿moriría? ¿O continuaría
viviendo, como una lombriz de tierra o una ameba? Y si así fuera, ¿se
volverían a unir las partes y funcionar como antes?
De repente, el científico dio un brinco en la silla como si se hubiera
soltado un muelle debajo de él. Por fin, ¡ya lo tenía! ¡Ésa era la solución!
Nadie había sido capaz de explicar por qué ciertas formas de vida
podían ser subdivididas sin sufrir un daño irreparable, mientras que
otras formas sucumbían por heridas comparativamente leves.
Pero, cualquiera que fuese el motivo, cualquiera que fuese la dife-
rencia entre los animales superiores e inferiores en cuanto a la vida y la
muerte, había logrado encontrar el eslabón que faltaba. Gracias a su
descubrimiento los invertebrados de sangre caliente serían tan indes-
tructibles como los animálculos.
Sí, gracias a su tratamiento el mamífero podía sobrevivir a la misma
mutilación que una lombriz de tierra. El doctor Farnham corrió a su
laboratorio, cogió al conejo y, sin el más mínimo escrúpulo o vacila-
ción, le separó la cabeza del cuerpo.
Y, a pesar de estar preparado para ello, a pesar de que estaba seguro
del resultado, no obstante se quedó lívido, se tambaleó hacia atrás y
buscó apoyo en una silla cuando la criatura decapitada continuó sal-
tando de un lado a otro, erráticamente y sin rumbo alguno, pero total-
mente viva; mientras, la cabeza sin cuerpo movía el hocico y las orejas y
pestañeaba como si se preguntase qué le había ocurrido a su cuerpo.
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petrificado observando lo que hacía tan sólo unos minutos había sido
su laboratorio. De repente, de debajo de las montañas de detritus apa-
reció una criatura marrón y blanca que miró aturdida a un lado y a otro
para salir pitando a continuación hacia los hierbajos y la maleza. El
científico la miró, se frotó los ojos y ahogó un grito. Que una criatura
viva hubiera podido sobrevivir a aquella catástrofe parecía imposible. Y
luego explotó en una risa histérica. Pero ¡claro! ¡Se había olvidado! ¡Era
la cobaya inmortal! Y apenas acababa de ser consciente de la explica-
ción cuando, de otra montaña de escombros y maderos quemados,
apareció un segundo animal. Como un hombre desprovisto de cor-
dura, el doctor miró incrédulamente la aparición... un enorme conejo
blanco, con el cuello tapado con vendas y esparadrapo. No había duda
alguna. ¡Era el conejo al que había decapitado y luego cosido! Todo el
ardor científico del biólogo retornó febrilmente al ver esta increíble
demostración de la milagrosa naturaleza de su descubrimiento, y sal-
tando hacia delante, intentó capturar al pequeño roedor. Pero dema-
siado tarde; con un salto, el conejo alcanzó un matorral de hibiscos y
desapareció como si la tierra se lo hubiera tragado.
Durante unos segundos el doctor Farnham se quedó indeciso, y
luego dejó escapar un grito que casi hizo perder la cabeza a sus tres
acompañantes. Su mente se había iluminado con una inspiración.
Debía de haber decenas, centenares, quizás miles de hombres y mujeres
muertos o gravemente heridos por el terremoto y la erupción. Tenía
aún en su poder la suficiente cantidad de preparado antimuerte para
tratar a cientos de personas. Iría a toda prisa a los distritos afectados
cercanos al volcán y utilizaría hasta la última gota de su valioso com-
puesto reviviendo a los muertos y moribundos. Por fin podría probar a
placer su descubrimiento en seres humanos, y podría seguir realizando
un trabajo de humanidad y de incalculable valor científico al mismo
tiempo. Si no se sacaba nada en claro, nada se habría perdido, mientras
que, si se demostraba que el tratamiento era eficaz con seres humanos,
habría salvado innumerables vidas y haría inmortales a los que se trata-
ran e inmunes para siempre de posteriores erupciones y terremotos. En
parte debido a la casualidad, y en parte a la dejadez, el viejo pero fiable
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total certeza de que podía traer a las víctimas de vuelta a la vida, a algo
más que la vida, a un estado de inmortalidad? Para él no estaban muer-
tos, sino en un estado temporal de animación suspendida del cual
serían despertados para no morir nunca más.
Salió de un brinco del coche y, asistido por sus tres ancianos aunque
enérgicos y vitales compañeros, el doctor Farnham procedió a suminis-
trar metódicamente y de uno en uno la dosis mínima de su precioso eli-
xir de la vida a los cadáveres. Sin embargo, desde un primer momento
fue consciente de que no sería posible revivir a todos los muertos del
pueblo. No poseía ni la mitad de compuesto suficiente para ello, y se le
planteó un dilema. En primer lugar, deseaba fervientemente conservar
parte de su material para probarlo con cadáveres que con toda seguri-
dad murieron violentamente más cerca del volcán. En segundo lugar,
¿cómo podría decidir a quién salvar y consagrar con la inmortalidad y a
quién desechar?
Era una cuestión difícil de solucionar, porque nunca nadie antes
había poseído el poder de la vida y la muerte sobre tantos de sus congé-
neres. Pero no podía perder mucho tiempo decidiendo. No sabía cuán-
to tiempo podía permanecer muerto un ser humano para poder ser
resucitado, y ya había transcurrido un tiempo precioso desde que los
habitantes sucumbieron por el gas. Debía tomar una decisión con rapi-
dez, y así lo hizo. La vida, decidió, era más importante para los más
jóvenes y vigorosos que para los ancianos, y más deseada por los indivi-
duos inteligentes y educados que por los ignorantes e iletrados. Sabía
que, en líneas generales, su tratamiento tendría como consecuencia que
las personas tratadas permanecieran indefinidamente en el estado físico
en el que se encontraban en el momento de iniciar el tratamiento y que,
aunque con vigor y fuerzas renovadas, una persona anciana permanece-
ría físicamente vieja y, razonó, era muy probable que un bebé o un niño
permaneciera para siempre mental y físicamente poco desarrollado. Así
pues, por el bien de la humanidad, trataría los cadáveres de aquellos que
hubieran muerto en la flor de la vida, aunque unos cuantos niños tam-
bién serían tratados con fines científicos, dejando que los viejos, los
enfermos, los lisiados y los decrépitos permanecieran muertos.
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mismo. ¿Por qué no lo hizo? Se maldijo por ello. Pero no había tiempo
para reflexiones o lamentos. La horda ya estaba muy cerca, y había que
hacer algo.
–No pueden haceros daño –gritó a sus compañeros–. Sois inmorta-
les. Nada puede mataros. No corráis, no tengáis miedo. Enfrentaos a la
horda.
Pero la fe de los dos hombres en el tratamiento y en las palabras
del científico no era lo suficientemente sólida para hacerles obede-
cer, de modo que buscaron refugio con una mirada furtiva y se dis-
pusieron a huir. Durante unos breves instantes el doctor pensó en
enfrentarse a la turba e intentar razonar con ellos y explicarles por
qué estaba allí, y calmarlos. Y es que sospechaba que, con toda pro-
babilidad, sus acciones eran debidas al terror y la tensión nerviosa;
que, al revivir, se habían sentido embargados por el terror enloque-
cedor de volver a experimentar las últimas sensaciones conscientes
de la erupción antes de morir; que al verse rodeados de tantos cadá-
veres que yacían aún en el suelo habían sufrido un ataque de pánico,
y que el ataque a los dos vigilantes había sido simplemente el acto
irracional e involuntario de unos hombres medio enloquecidos y
fuera de sí.
Pero la incipiente idea del científico de enfrentarse a la horda fue
desechada casi en el mismo instante en que fue concebida. Nadie
podría razonar con esa muchedumbre. Con el tiempo se calmarían; en
cuanto se dieran cuenta de que la erupción había cesado, olvidarían su
terror y se ocuparían de enterrar al resto de muertos.
De momento, pensó, el mayor valor tendría que ser la discreción.
Cuando el tercer compañero llegó a donde se encontraban, todos se
escabulleron guiados por el doctor Farnham tras el edificio más cer-
cano y corrieron como locos hacia el coche. Pero mientras huían les lle-
gaban gritos, maldiciones y alaridos desde la dirección opuesta; hom-
bres y mujeres aparecían desde las calles y las viviendas, y decenas de
resucitados se abalanzaron y cayeron enloquecida y violentamente
sobre la muchedumbre de la plaza. En un instante reinó el caos y los
cuatro fugitivos se quedaron petrificados ante el horror de la escena.
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totalmente al TNT y que era cien veces más potente; y toneladas del
incluso más potente Mozatine), hasta que la cavidad estuvo completa-
mente llena. Por fin todo estaba listo. Se colocaron delicados instru-
mentos en las profundidades del cráter, instrumentos que a tempera-
turas predeterminadas enviarían una señal eléctrica a las cargas
explosivas colocadas en el interior de la excavación, así como otros ins-
trumentos que se activarían cuando la presión del vapor llegase a los
niveles previstos.
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