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Humor en peligro de extinción

Teatro Sí logra poner en pie a los espectadores de «Qué mala suerte tengo pa tó»
merced a la gracia natural de Manolo Medina y el dominio de los tiempos de
Javier Villaspín. Hasta el domingo 10 en el Teatro de Los Remedios.

En los treinta años que llevo viendo teatro, jamás había asistido a una representación en
la que los actores interrumpieran los aplausos del público para dirigirse a la platea y
agradecerles la oportunidad de seguir trabajando. De todos es sabido que la profesión de
actor —o de cómico, como le gustaba llamarla a Fernando Fernán Gómez— nunca ha
sido fácil, pero si a eso le sumamos la durísima competencia, la implacable crisis
económica y, muy especialmente, la escasa cultura escénica de la que adolece nuestro
país, el asunto roza ya lo alarmante. Por eso, que dos grandes cómicos se rindan ante
los espectadores por llenar un recinto noche tras noche, durante diecisiete años, no
solo es digno de admiración sino que roza lo emocionante. Máxime cuando en su
discurso se incluyen a esos compañeros de profesión que «están en el paro por falta de
oportunidades», y cuyo futuro se presenta, si no negro, al menos gris marengo. Y es que
el asunto tiene visos de ir a peor, dada la susceptibilidad del personal que se mueve por
las nuevas barras de bar que son las redes. Con esto quiero decir que, al igual que la
Foca monje del Mediterráneo, el Lagarto de El Hierro, el Urogallo Cantábrico o la
Tortuga mora se encuentran en peligro de extinción, eso de contar chistes sobre fulano y
mengano, o sobre esto y aquello, cada vez se asemeja más al oficio de pescador, el cual,
según diversos rankings, es uno de los trabajos más peligrosos del mundo.

La suma de muchos elementos

Dicho esto, ahora toca hablar de la capacidad de Manolo Medina y Javier Villaspín, los
extraordinarios intérpretes de Qué mala suerte tengo pa tó, para hacer reír a más de
cuatrocientas personas durante ciento cuarenta minutos, y seguir en pie. Logro que,
independientemente de la técnica y la dramaturgia —casi inexistentes en el montaje—,
está al alcance de muy pocos. Una virtud que, en mi opinión, se sustenta sobre tres
pilares fundamentales: la experiencia, el carisma y la conexión con el público. Reglas
que los componentes de Teatro Sí llevan hasta las últimas consecuencias, dando más de
lo que inicialmente se espera de ellos, y lo que es mejor: disfrutando de principio a fin.
Por que si algo se percibe de sus actuaciones —más humorísticas que teatrales— es
la autenticidad con la que están construidas; algo que no se consigue únicamente con
ensayos, sino con la suma de muchos elementos, entre los que se sobresale la
improvisación. Además de todo esto, Qué mala suerte tengo pa tó posee doble mérito,
pues a la frescura de sus sketches y la naturalidad de su discurso, hay que sumarle el
hecho de dar continuación a un título triunfador donde los haya, Dos hombres solos sin
punto com ni ná, espectáculo cuyo altísimo listón se antojaba inalcanzable.

Eficaz irreverencia

Pero lo cierto es que sus responsables vuelven a dar en la tecla, recuperando a los
personajes originales, salpicando el guion de lugares comunes y, en suma, regalando al
público una sesión despojada de complejos. No en vano, por el escenario de Los
Remedios pasaron desde Joan Manuel Serrat a Belén Esteban, de David de María al
«Negro del whatsapp» y de Michael Jackson a Urdangarín. Un ramillete de
personajes que, en boca de los andaluces, rozan lo caricaturesco y permiten conectar
ideas casi siempre ingeniosas y a menudo tronchantes. Asimismo, si por algo destacan
ambos intérpretes, es por aparcar lo políticamente correcto en la puerta del teatro y no
dejar títere con cabeza; comenzando por Obama y concluyendo con la Virgen María
durante la visita de los Reyes Magos. Un recurso que en ocasiones recuerda a mitos del
humor como los hermanos Calatrava, el Dúo Sacapuntas, Gila o Los Morancos, y cuya
irreverencia es tan rotunda como eficaz. Ese es uno de los secretos de su éxito, como lo
es también explotar la gracia natural de Medina y el dominio de los tiempos de
Villaspín —ambos antagónicos y complementarios—, o interactuar con el público
rompiendo la cuarta pared. De ahí que, pese a las carencias escenográficas, la
ausencia total de estructura y el desfase en la duración, Qué mala suerte tengo pa tó
resulte un plato muy sabroso para degustar entre amigos.

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