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GUERRA A TODO TRANCE O EL PENDON LIBERAL

En el bloqueo continental que la naturaleza ha puesto en la América del Sur, desde Medellín
hasta Iquique, se ha olvidado de este bendito pueblo de Cundinamarca. Aquí ni un terremoto: la
tierra, tan quieta como debía estar el consejo de Designados del Estado de Cundinamarca, da
ejemplo de moderación al partido liberal del mismo; aquí ni una inundación: los ríos marchan por
entre sus álveos como debiera de hacerlo el Procurador del Estado, sin fingir tempestades bobas
que no pueden producir otra cosa que hacer que los sapos, renacuajos y demás animalitos
acuáticos salten a las orillas. Aquí hemos estado libres, en suma de terremotos, inundaciones,
rayos y demás accidentes de la naturaleza.

La calma es profunda, la pobreza general aún más profunda, y en estas circunstancias, celosos
de los desastres de Ibarra, nos hemos dicho: ya que allá mueren por miles ¿Por qué no hemos de
morir a centenares? Y nos hemos puesto a fingir todo lo que hay en el Ecuador. “El nuevo Mundo”
es el volcán que arroja cada ocho días sapos y culebras; “La Paz” es la tempestad; el Procurador
Aldana, la inundación; cada alcalde es un temblor y cada Directorio un terremoto. Los miembros
del gran partido liberal (hablamos del fatuto, del genuino) se aprestan como los indígenas del
Ecuador a merodear sobre las ruinas. En suma, vamos a pelear, pero a pelear con bala; nos vamos
a matar.

Y por qué vamos a matarnos? Oh! La Europa va a quedarse asfixiada de asombro; Norte
América va a reventar de envidia. Vamos a pelear por la más nobles y transcendental de las
causas, por la causa más divina y magnánima, la más generosa y filosófica: vamos a pelear por la
causa de los alcaldes!

Demos tregua por un momento a las desagradables cuestiones de nuestra política interna, para
fijar la atención en calamidades que aunque nos hieran menos directamente, no por eso dejan de
conmover profundamente el espíritu.

Bastante nos hemos ocupado ya del alarma reinante en Cundinamarca, en donde el conflicto
entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo se renuevan entre éste y el Judicial; basta ya las miserias
como la escandalosa revolución de Panamá en donde el sufragio es reemplazado por un motín, y
en donde se lleva la desvergüenza al punto de sustituir el derecho con la menguada lógica de una
asomada de arrabal; olvidemos por un momento el Estado de Bolívar, donde ya no queda ni la
tradición de las garantías constitucionales; y al Tolima, amenazado ayer por una invasión
cundinamarquesa, hoy por una invasión caucana, mañana… por cualquiera que se dé el título de
jefe, porque tal parece que la existencia de aquel Estado se le concede de limosna.

Todo esto es grave, todo esto entristece, pero de todo debemos olvidarnos ante las dos grandes
calamidades que pesan hoy sobre nuestro continente: el Ecuador que se desploma y se sepulta
bajo la lava de sus volcanes, y el Paraguay que defiende y pierde palmo a palmo el suelo de la
Patria, y que mañana quedará sepultado bajo las ruinas que mostraran como señal de triunfo los
ejércitos aliados; y las mostrarán a esta valerosa América que permanece cruzada de brazos, mudo
testigo de esa lucha desigual.

Más de treinta mil ecuatorianos, hermanos nuestros, yacen sepultados bajo escombros de dos
ciudades y diez y ocho pueblos; los campos ayer fértiles que brindaban ricas cosechas, están hoy
esterilizados por la lava; una generación entera, pacifica e industriosa, vaga hoy sin hogar y sin
esperanzas, y en su espantosa peregrinación encuentra un inmenso arenal donde existía la ciudad
floreciente; sigue adelante, y un rio le estorba el paso en donde pensaba hallar un pueblo
conocido; huye de allí despavorido… pero silencio! La tierra se conmueve nuevamente; densas
nubes de humo y cenizas oscurecen el cielo, y el que ha sido sorprendido por la catástrofe lejos de
las ciudades, vacila entre seguir su camino sin volver atrás la vista, o regresar a la ciudad donde
quedaron los suyos a reconocer los escombros que los cubren.

El cuadro no puede ser más espantoso; la imaginación no alcanzaría a idearlo más sombrío; y
sin embargo ese cuadro desgraciadamente es cierto.

Veamos ahora una catástrofe de otro género. Va ya para tres años que el Paraguay sostiene una
lucha desesperada, y que en defensa de su nacionalidad aquel pequeño pueblo, del cual
conocíamos su nombre, se ha encarado con el imperio de Brasil, con la República Argentina y de
Uruguay, desde que estas formaron esa memorable alianza que será inolvidable en los fastos de
América.

La triple alianza ha sido llamada aquella liga, y si no se le ha adornado con el epíteto de santa
como se hizo con la de la histórica recordación, debe ser porque en aquella se unían grandes
naciones para luchar de consumo contra un coloso, mientras que en la moderna alianza se unen
para abatir al débil y repartir sus despojos. La santa alianza podía resumirse en estas palabras:
guerra a Napoleón, que pesa demasiado sobre la Europa que necesita ser libre. La triple alianza
pudiera resumirse en estas otras: guerra a López que domina demasiado a Paraguay, y
convengamos los términos en que debemos repartir el territorio. La santa alianza creía llevar en
los pliegues de su bandera la libertad y la civilización de un continente. La triple alianza es
simplemente lo que su nombre indica: tres contra uno.

Ahora, he aquí el cuadro que presenta Paraguay: las poblaciones han volado a las armas,
oponiendo el valor y el entusiasmo de sus hijos a la guerra de la conquista; una nación que solo
cuenta un millón y trecientos mil habitantes, ha puesto un ejército de 20.000 soldados a los que
enviaban los aliados, cuya población representa diez millones. A la marina brasilera opuso la suya,
construida en los astilleros nacionales; al valor experimentado para los argentinos ha opuesto el
entusiasmo sin nombre de sus hijos. Los invasores mueren, pero pronto son reemplazados por las
abundantes reservas de sus naciones; los paraguayos no tienen quien los reemplace. Sucumbe su
marina en lucha desigual y el almirante prisionero arranca los vendajes de sus heridas antes de
rendir su espada al enemigo; pierden las fortalezas de Curupay ti, pero en asaltos desesperados
hacen pagar caro el triunfo de sus contrarios. La lucha se renueva en Humaitá: cada vez que los
aliados intentan un asalto, son rechazados, sufriendo pérdidas considerables; cada vez que dejan
descubierto un flanco, un punto, un postigo, hay siempre lista una columna paraguaya que los
asalta, diezma a los invasores, incendia sus depósitos, clava su artillería, y vuelve a su
campamento, en donde lo único que no disminuye es el entusiasmo y la esperanza.

Pero todo es inútil: las pérdidas sufridas por los aliados han sido reemplazadas: para los
paraguayos ya no hay reemplazo. El sitio de Humaitá continua, pero fuertes columnas que han
logrado forzar el paso se adelantan sobre el gran Chaco, y no hay fuerzas suficientes para sostener
la fortaleza asediada y para repeler al enemigo en su nueva empresa. En aquel momento supremo
surge un ejército con el cual nadie contaba; nuevas divisiones se presentan a guarnecer los puntos
donde amenaza mayor peligro: son las mujeres paraguayas que quieren luchar con heroísmo con
los hombres; por eso ellas disputan el paso de Tebicuary, rodean a Villa Rica y enlazan la línea que
defienden con las fortificaciones de Lambaré. Ellas habían hecho cuanto podían hacer en defensa
de la Patria; ellas proveían de recursos al ejército, habían entregado al tesoro público todo lo que
tenían, construían el vestuario de los suyos, reemplazaban a los hombres en las labores del campo,
y por ultimo daban su contingente entusiasmo. Pero en el momento supremo, cuando se ha creído
que la brecha estaba abierta y el país próximo a perderse, todo ha cambiado: la aguja ha quedado
prendida en la rica labor; el arado quedó enclavado en la mitad del surco que no hay para qué
abrir; el telar quedó abandonado; y unas y otras cambian las armas del hogar por el fusil que
empuñan al presentarse en la brecha a recibir las primeras descargas enemigas.

¿Habrá un soldado suficientemente estúpido que las dispare?

Ese es el cuadro, que no puede ser más espantoso, que la imaginación no alcanza a idear ni más
heroico, ni más grande, ni más negro.

Y no se nos diga que López es un déspota, que su gobierno es una menguada dictadura, que la
causa de Paraguay es una causa personal. Si esa nación ha tenido una vida prospera, si ninguna de
las naciones aliada le aventaja en civilización y en progreso, no vemos el que hubiera en que la
nación paraguaya se convirtiera en una capitanía brasilera o en una provincia argentina. Bajo una
dictadura salvaje no se desarrolla es espíritu público hasta el punto de ver lo que hoy pasa en el
Paraguay y que no ha tenido ejemplo en la historia; y si fuere cierto allí lo que se sostiene es una
causa personal, algo realmente grande tiene que hacer que el hombre que consigue confundir su
propia causa con la Patria, porque no es dado de suponer un pueblo de idiotas que por un tirano
vulgar se lance a triunfar o morir. ¿Habrá ganado mucho el Paraguay cuando en vez de ser
gobernado por el dictador de López lo sea por el emperador don Pedro? La bandera conquistadora
de los aliados, con que quieren simbolizar la libertad, se nos asemeja mucho a la que libertó los
ducados de Dinamarca; y las promesas de oro de la triple alianza nos parecen a lo sumo cobre
triple dorada.

Y ante esos dos cuadros siniestros: una nación que se desploma, y otra nación que lucha
llevando el heroísmo hasta el punto que no tiene nombre, esta nuestra gloriosa América
permanece con los brazos cruzados, testigo aterrado ante la primera catástrofe, y testigo actuario
en la segunda.

En el primer caso nada puede hacer: contra la naturaleza no es posible luchar. Respecto del
Ecuador, las naciones de América no pueden hacer sino compartir su duelo, y cada una, en lo que
le sea posible, aliviar la suerte de un pueblo hermano sumido en repentina desgracia. En este
camino confiamos en que nuestra Patria no será la última.

Hoy mismo hay un pendiente entre las dos naciones, el arreglo de los desagradables incidentes
ocurridos con nuestros nacionales, residentes en Ambato y en otros puntos. Con tal motivo, una
Legación colombiana debe hallarse a la sazón en Quito, al mismo tiempo que una Legación
ecuatoriana ha llegado a Bogotá. ¿De hecho no quedará concluida esta cuestión? ¿Colombia, en
cuyo noble pueblo campean el valor y la susceptibilidad nacionales con la más noble hidalguía,
podría ir a exigir algo (no importa qué) a un pueblo hermano, asolado por una catástrofe? ¿Se irá a
ajustar un tratado de satisfacciones sobre los escombros de sus ciudades? NO sabemos si las
exigencias de la política o las de la dignidad nacional nos hagan prometernos demasiado, pero si
sabemos que al abrigar esta noble esperanza no presumimos demasiado de la hidalguía de
Colombia, porque a un pueblo en desgracia no se le puede tender la mano sino para alzarlo.

En cuanto a Paraguay es distinto. ¿Las naciones americanas pueden y deben continuar siendo
mudos espectadores de lo que pasa en la Plata? ¿Su propia seguridad no les impone alguna
obligación respecto de la ajena?

Es cierto que cuando se tuvo noticia del contenido del tratado secreto firmado entre los aliados,
muchos de los gobiernos americanos, y entre ellos el de Colombia, dirigieron la protesta del caso,
¿Con esa protesta esta dicho todo?

Hoy, cuando la guerra civil llega al último acto, cuando el espíritu de la nacionalidad brota un
ejército de mujeres para oponerse a los invasores ¿De los gobiernos de América no brotará nada
que anime a aquellos héroes en la defensa, o que contenga a los invasores en la conquista? De
estas nuestras Repúblicas, donde por desgracia nos matamos porque ya la paz nos cansa, porque
ya hace gana de pelear, ¿No surgirá sino el más frio egoísmo en presencia de aquella lucha? Es
posible que esas mismas guerras civiles nos hayan reducido al extremo de no poder prestar una
cooperación eficaz a una noble causa, pero en todo caso no sería imposible el reiterar la protesta
contra la violación del derecho y de la soberanía de una nación de nuestro continente, dando con
ella un título más al derecho de aquel noble pueblo, y dejándolo a salvo el nuestro para cualquiera
emergencia llegase a peligrar.

Tanto lo que respecta al Ecuador como lo que se refiere al Paraguay, se hará o no pasará a ser
una noble aspiración de los humildes redactores de este periódico. Si fuere lo primero, tendremos
un título más para envanecernos del nombre colombiano; si fuere lo segundo, confiamos a la
prensa nuestras aspiraciones, ya que no tenemos otra cosa, esperanzados en que ella le prestará
sus mil voces para llevar al Ecuador nuestro más sincero pésame y nuestros votos por su
prosperidad; y a los paraguayos, a los que tan heroicamente defienden su nacionalidad, a los que
luchan uno contra tres, a los que “aman la Patria por cuanto es la Patria”… Dios sea con ellos!

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