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Vamos despacito

Un perfil de Marta Gómez

Compositora y músico colombiana. Vivió en Girardot, Cali, Bogotá, Vancouver,

Boston, New York. Desde el 2009 vive en Barcelona con su esposo e hijo; desde allí

escribe cartas, ama y compone.

Por: Jimena M.

Estudiante Lic. Literatura

No es más que respirar. El hombre o la mujer camina a través de la calzada; manos sueltas

dispuestas al balance del cuerpo, ambas rodillas separadas y firmes diseñadas para

conservar el paso continuo, el cabello en caída libre, el pecho que se abre y cierra en

función de la vida. No es más que respirar. Los 80s, Cali: se camina la calle sexta con un

padre y su hija (la hija tararea alguna canción de Violeta Parra y siente una fijación extraña,

curiosidad, por los puestos que algunos hombres de rostro amarillo y cabello asolado

atienden; manillas hechas por tejidos tiernos, pendientes de piedra, coco, cortezas rústicas

y hermosas. Piensa en ir y saludar a cada uno de los hombres, fijarse en la composición de

cada objeto, preguntar por los precios, sonreír, correr un poco su cabello que cubre parte del

rostro, escoger uno, quizá dos objetos, sonreír, sonreír de nuevo y llamar al padre quien se

encuentra al otro lado de la acera), ambos piensan mientras observan la hilera de trapos
tendidos sobre el andén, ella mira al padre y el padre devuelve el gesto, sonríen; él espera.

Es sencillo, no hay solos de guitarra al límite de una catarsis, tampoco composiciones

intrincadas o frases sin posibilidad de reconstrucción. Es elemental; una mujer mira, sonríe

y canta. Aire.

Dos tatuajes, uno en la mano derecha que ilustra un diente de león extendido, el segundo en

el antebrazo izquierdo que recuerda a través de una caligrafía cursiva el nombre de Violeta

Parra. Traje negro, holgado, baletas también del mismo color acompañadas de unas tiras

negras que se envuelven en el pie y hacen de las piernas una composición extraña, similares

a las extremidades de una muñeca japonesa. Dice, como abrebocas de la canción Ritualitos:

Me gusta usar muchos diminutivos (…) son muy lindos porque hacen la palabra más

personal, yo siempre digo “mi musiquita” “mis cancioncitas” (…) yo siento que creamos

pequeños rituales, como excusas para estar vivos, y también la tristeza que siento yo de

estar lejos de mi familia y amigos no es una tristeza profunda sino más bien una tristecita.

Se ha sentado delante mío con los codos apoyados sobre la mesa, cual imagen repetida de

la infancia. La mesa es redonda. Ambas debemos soportar el inestable movimiento de la

base que nos aleja y aproxima cada vez que su ánimo la impulsa a moverse. Una ola, otra

ola, me he perdido de algo. Dice que estudió en Berklee College of Music, también

pronuncia el nombre de dos músicos Argentinos, Julio Santillán y Franco Pinna, con

quienes se reuniría todas las noches en la rondalla de un parquecito a las fueras de la

Universidad Harvard e interpretaría sones, canciones de Pablo Milanés, también con

quienes realizaría composiciones propias.


La gente pasa, mira, dicen acaso: ¿Quién es ella? ¿Por qué la puerta está cerrada? ¿Qué es

eso? Allá, en un apartamento de Boston que su madre le ayuda a escoger, en un cuarto, en

una sala o quizá en un estudio que el trío solía frecuentar hasta horas de la madrugada,

saldrían las primeras composiciones de Marta Gómez. Dedicatorias a su abuela Francisca, a

sus sobrinas Camila y Natalia con quienes mantuvo –mantiene– una relación a través de

cartas, composiciones como Confesión a través de la cual desarma razones necesarias y

halla pretextos mínimos para extrañar un lugar y las personas que lo habitan. Allá, en

Boston, inicia la grabación de su primera discografía Marta Gómez.

La niña está en el cuarto, tiene 4 meses y gorgorea su arrullo. La madre no está, el padre

tampoco, los hermanos juegan en la sala o están en el jardín; la mujer de 28 o 30 años de

nombre Gloria, proveniente del Tolima, visita el cuarto y la cubre de nuevo. Nació el 11 de

Septiembre de 1978, en un hospital de Girardot. El padre de nombre Jorge Gómez Posada y

de profesión ferretero, la madre de nombre Guiomar Gómez Botero y matemática. Se

conocen en Club San Fernando de Cali y al poco tiempo contraen matrimonio. Nace el

primer hijo a quien llaman Jorge Enrique, dos años después nacería Juan Guillermo.

Residen en Girardot, la madre trabaja en Avianca y el padre en la Ferretería, Marta Inés

Gómez Gómez nace así: El médico me dijo: Um, era un argentino nunca se me olvida, es

un macho. Le dije: bueno, pues tres hombres, qué hace uno. Entonces el otro médico le

dice: no, no, no le diga mentiras, dígale la pura verdad; es una hembra. Nosotros ya

teníamos pensado que si era niña Jorge le escogería el nombre y si era niño el nombre lo

escogería yo, entonces pues ya sabíamos que el nombre era Marta Inés como él había

dispuesto. Usted verá, nosotros en casa jamás la hemos llamado Marta, yo a mis hijos los

trato a los tres por sus nombre compuestos, pero eso es costumbre.
Son cinco, tres nietos y dos abuelos. La gente come, brinda, y escucha la música más por

un ritual de clase o una costumbre. Al fondo un hombre y su órgano, tan cerca uno del otro;

ambos se expanden y contraen con el sonido, los golpes. Todos comen, solo una niña se ha

fijado en ellos. No hay nada más en ese sitio, ni el mesero, ni el gesto de las bocas que

ingieren y fingen la alimentación, ni la comida que está en su sitio, tampoco la abuela y el

abuelo; la niña de aproximadamente siete años, cabello castaño oscuro, rostro fino, lunar

atravesado entre el mentón y la boca, dice: Abuelito, quisiera tener un órgano; por supuesto

el abuelo la escucha. Pasan varias semanas, el abuelo está en casa, de nuevo cenan, la niña

recuerda lo que este ha dicho en el restaurante: No mi amor, no se preocupe, yo se lo

regalo. También recuerda el resto de conversación: ¿Cuándo me lo regala?

Cuando usted sea grande. Ahora, mientras en casa se recogen los platos de comida y la

madre ríe y la abuela habla, Marta Inés dice: Abuelo, ¿cuando uno cumple siete años es

grande? El abuelo responde: Claro mi amor, es grandísimo. Se acuerda abuelito que usted

me prometió que cuando yo fuera grande… Eso bastó.

Las tardes en Cali transcurrían así: clase de voz con Arcadia Saldaña, una morena nacida en

Buenaventura que vivía en la Unidad Santiago de Cali y quien le dijo en una ocasión a la

madre de Marta: No, esta niña tiene una voz prodigiosa, tráigamela y yo le ayudo; clase de

guitarra con el señor Marmolejo, quien ensayaba con las señoras del coro de las seis, Lima

y Varona; clase de órgano con la señorita Solanilla, de quien no se recuerda mucho, y

regreso a casa en horas de la noche.

La madre no cantaba; escuchaba Cuartito azul y conservaba la costumbre de oír la radio de

sus padres. Le gustó –le gusta– el tango. Habría quizá algo paradójico si uniéramos la

imagen de ambas, una especie de fortaleza mutua expresada a través de formas contrarias.
Seguramente los codos de la madre sobre la mesa no mecerían suavemente las hojas y el

lapicero, tampoco me harían decir: una ola, otra ola, me he perdido. Un golpe fuerte o una

roca directo en la nuca serían quizá la mejor semejanza de aquella fuerza. Escucho a Marta

Gómez en mi cuarto, porque así me lo permite (nos lo permite), despierta y dormida o a

punto de marcharme de esta casa; una línea color celeste se traza entre estantes y papeles

como si fuese Simón Díaz la voz, que en este cuarto, yo escucho.

Después dos años vividos en Girardot la familia se trasladada de nuevo a Cali. Marta

ingresa al Liceo Benalcázar con el peso de “no dejarás de cantar nunca” que su antiguo

jardín parecía no entender. Sus hermanos Jorge Enrique y Juan Guillermo heredan el interés

filial; el primero escoge la Ingeniería en sistemas y el segundo la Administración de

empresas. Marta, niña de 4 años y ojos oscuros, canta.

Dice la maestra: Oye, esta canción es nueva; “Uno se cree que las mató el tiempo y la

ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas, que nos

dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón (…)”. Marta Inés tiene diez

años y está en casa de Florencia; se impresiona, recuerda, dice: y esa canción fue para mí

como la biblia, por todo, por verla a ella cantándola. Es la primera canción que hubiera

querido componer, me gusta mucho y habla de esas pequeñas cosas. Para mí yo soy llena

de pequeñas cosas, todo lo que tengo puesto tiene una historia, ¿sabes?

Imagino su casa en Barcelona: primero el umbral, todo luz, las materitas con sus plantas tan

pequeñas rodeadas de troncos de madera minúsculos, siguiente, las escaleras en espiral

como si entrásemos a un faro enorme; luego la sala y sus esquinas agrietadas a propósito

delicadamente, los cuadros, las cartas, después una ventana pequeñita, diseñada para el ojo.
Ingresa con la edad de 4 años al Liceo Benalcázar, se vincula rápidamente al coro en donde

conoce a Florencia Rengifo quien sería fundamental para su formación musical; los

primeros referentes musicales como Violeta Parra, Joan Manuel Serrat, Mercedes Sosa,

Silvio Rodriguez, provienen de ella. En las mañanas estudia y practica con el coro, en las

tardes su madre la recoge y continúa con las clases de Canto, Guitarra y Órgano.

Permanece diez años en esa institución, luego se traslada junto a su familia a Bogotá.

Ingresa a los talleres musicales que dicta la Universidad Javeriana, adquiere los primeros

conocimientos teóricos musicales y conoce a quienes conformarían Eiti Leda. Un día un

chico me dice: hey, cantas muy lindo, ¿Te gusta Charly?, hagamos una banda. E hicimos

el grupo, fue así, muy espontáneos. Duran dos años. Marta se gradúa, viaja a Vancouver,

aprende inglés e ingresa a Berklee College of Music.

Ande con mañita, almita mía, no vaya a ser que me la aporreen por ahí, ande con cuidáo

corazón mío, no vaya a ser que tanto amor me le haga daño corazón. Ahora está en Cali, de

nuevo: después de graduarse en Berkeley, de abrir un concierto de Mercedes Sosa, algún

día ya estuvo, ya conoció a Simón Díaz con su infatigable voz de pájaro, ya hizo un vuelo a

África y tornó a Barcelona un mismo día, con la sombra de otro, el peso de otros órganos

que no le pertenecen y que ha decido mantener, a quien ella y su esposo llaman Alejandro;

ya disfruta (y disfrutará) de un café en la salita de su casa junto a un hombre y un niño

quienes evidentemente la besan y abrazan, de la compañía con un mesero que no deja de

llamarla guapa, guapa, del recorrido por varias ciudades Argentinas con el recuerdo

adolescente de los bares y los amigos con quienes realizó covers de Charly, Inti Leda se

llamaban; ya conoce el dolor primero, la sangre, también ha podido ver cómo abren en

Barcelona una puerta cuya chapa tiene 100 años, ha escuchado lo que un hombre de piel
caucásica dijo: “No te entendí nada pero te creo”; ya supo encontrar a su maestra Florencia

Rengifo, o flora, porque ahora se le escapa el diminutivo, ha querido mucho, también

dejado: dejo ir pero me cuesta la vida. Acá, digo, quienes la escuchan en esta especie de

conversación limitada y ortodoxa no hablan. Somos muchos para un espacio tan restringido

¿Quiere café? No ¿Quiere café? No, tengo agua, gracias. La voz es indisoluble, con una

fuerza extraña en cada palabra que confunde; podría haber nacido en Ibagué, Cali, Pasto.

Una mujer está en su apartamento, son los 90s y vive en New york. Desde su ventana

observa el pavimento de la acera, cada cuerpo con su carga y su camino, hace sol y sin

embargo no distingue sombra alguna. Mira el reloj, son las diez; desearía salir, beber un

café y hablar con tanta lentitud hasta la noche. Nadie se quiere quedar toda la vida en New

York, es: no, mientras hago tal cosa. Y ese mientras se extiende y hace que tú no seas feliz.

Después viajé a Europa para un festival en Barcelona al que me habían invitado, llegué y

me enamoré de la ciudad, de la vida europea, de la tranquilidad, del cariño por lo viejo.

En ese festival llamado “Cali canto – Cali cuento” conoce a Julio Serna, su actual esposo y

manager, también padre de Alejandro.

Ambos miran los peces que duermen en un hueco con agua ubicado en el centro de este

edificio que interesa poco, después caminan cogidos de la mano hasta salirse del límite en

el que puedo observarlos. Marta los busca con la mirada, piensa en ellos: Fue hermoso,

primero que yo quería ser mamá desde que tengo uso de razón, yo era la Susanita.

Alejandro canta, viaja siempre con nosotros, está en las pruebas de sonido, en los ensayos.

En ese periodo compone gran parte de las canciones que ahora pertenecen al álbum infantil

Coloreando, también interpreta algunas canciones de cuna, entre ellas: Ninghe, ninghe,
ninghe tan chiquitito, el negrito que no quiere dormir; cabeza de coco, grano de café, con

lindas motitas, con ojos grandotes como dos ventanas que miran al mar.

Recuerda su infancia en una casa enorme y siempre llena ubicada en Prados del Norte, la

amplia biblioteca de su padre, suficiente para que los vecinos acudieran a menudo, la figura

de su madre sentada en el jardín, rodeada de amigas, niños, siempre abierta a todos, la

colección de libros Los cinco que sus hermanos leían con fervor. Parece fundamental el

recuerdo de estos años, la presencia de una fuerza familiar orgánica suficiente para hacer

amena la infancia y adolescencia; figuras de mujeres impávidas, romances siempre festivos,

historias de seres comunes, la extrañeza de la vida que se vive y por lo tanto requiere una

explicación a modo de fábula, la unión de palabras llanas para la narración. Cada elemento

parece estar presente en su música. Los titubeos y el silencio, Marta dice: Yo había vivido

una infancia muy feliz, una casa, un hogar muy lindo, y ya con la vida me tocó una

separación, me tocaron cosas duras, y más adelante un parto, una lactancia, una crianza,

que eso sí o sí te cambia el mundo. Yo siento que sí hay mucho de esa comunidad, sobre

todo lo femenino, ver tantas mujeres con esa alegría, y yo creo que eso está en mi música,

no hay una queja “trabajo y no gano nada”, nunca hay esto en mis canciones, siempre hay

como: “vale, gano poco pero estoy con mi hijos”, esa lucha, esas ganas y esa alegría la

aprendí de ahí. Nunca vi a mi mamá llorando, sola en la casa, no. También dice: puedo

seguir teniendo los ojos abiertos para que me conmuevan cosas, para seguir componiendo.

Morir cantando, como lo dices. Tal cual.

Leads:
“Traje negro, holgado, baletas también del mismo color acompañadas de unas tiras negras

que se envuelven en el pie y hacen de las piernas una composición extraña, similares a las

extremidades de una muñeca japonesa.”

“La voz es indisoluble, con una fuerza extraña en cada palabra que confunde; podría haber

nacido en Ibagué, Cali, Pasto.”

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